Chapter Text
—Muéstrame tu rostro.
Henry enarca las cejas ante la petición.
—No es como que te lo haya estado ocultando.
Victor niega con la cabeza.
—Si realmente eres quien hizo todo esto…, muéstrame tu rostro. En mi mente —añade—. ¿O no te especializas en ese tipo de trucos, acas…? ¡Ugh!
—No abuses de tu suerte —le espeta Henry, nuevamente con la mano en alto, sus dedos apuntando a su padre—. Estos «trucos» pueden perfectamente cortarte la lengua. ¿Me explico? —Ante el rápido asentimiento de Victor, Henry relaja su agarre sobre su cuerpo—. Qué bueno que hayamos aclarado eso.
»Ahora, déjame considerar tu petición.
Y la considera, realmente. Porque sabe que, pese a que Victor piensa que no tiene nada que perder —y, por tanto, que tiene la ventaja en esta negociación—, la verdad es que puede causarle indescriptible dolor, tanto físico como mental. Sin mencionar que esta conversación, en primer lugar, solo está sucediendo por un capricho suyo, que es lo único que le impide robar de su mente la información que busca.
Se mire por donde se mire, su lamentable padre no tiene oportunidad alguna.
Y, aun así, si es sincero consigo mismo, Henry quiere mostrarse ante él. Quiere que Victor lo vea, que sea capaz de ponerle un rostro a la persona que le ha hecho pagar por pecados que creyó que quedarían impunes.
¿Qué daño podría hacerle esa información, perdida en la mente de un «asesino esquizofrénico»?
Henry decide, entonces, que será imprudente por una vez. Sí; por una vez, se regocijará en el bien que ha hecho al librar al mundo de su pútrida familia.
A diferencia de jugar con mentes renuentes, el proyectar una imagen —en especial una alojada en la realidad inmediata— en una mente dispuesta es un juego de niños.
Con los ojos cerrados, Henry ve la misma realidad de la cual ha apartado la vista.
—¿No soy acaso benevolente, Victor? —inquiere, alzando los brazos a la par que fija sus ojos en los de su padre, quien aún parpadea sorprendido al ser capaz de ver su entorno—. He concedido tu deseo de ver mi rostro en lugar de romperte las piernas o cortarte la lengua, que es lo que un hombre de tu calaña, sin duda, se merece.
Pero Victor, oh, insolente Victor, tan solo lo observa boquiabierto. Henry distingue hasta el temblor de su mandíbula.
—Tú…
Ladea la cabeza, curioso ante las palabras de su padre.
—… tienes mis ojos.
Henry se retira de su mente al instante, alarmado. Frente a él, los ojos atrofiados de Victor dejan caer gruesas lágrimas.
—¿Qué has dicho? —sisea Henry, sintiéndose como un depredador listo para abalanzarse sobre su presa—. Anciano, ¿qué has dicho?
Pero Victor no puede responder; sus dedos trémulos no alcanzan a limpiar todas las lágrimas que caen ya a borbotones y bañan sus arrugas. Henry odia admitirlo, mas realmente no hay manera de obligarlo a hablar: la acción escapa a las posibilidades físicas de su padre ahora mismo. No le queda otra que esperar a que se calme.
Aunque solo son unos minutos, Victor parece tardar una eternidad en recobrarse. O al menos eso piensa Henry, que, tras haberse divertido torturándolo, súbitamente detesta estar aquí, frente al recuerdo hecho carne de una debilidad que ha dejado atrás hace décadas.
—Virginia —farfulla finalmente el hombre y, aunque sigue llorando, al menos es capaz de enunciar oraciones mínimamente inteligibles— solía decirme eso: que Henry había sacado mis ojos. Alice, oh, Alice era su imagen, pero ¿Henry? Henry había sacado mis ojos…
Su nombre en los labios de su padre se siente como una bofetada. Esto solo lo enfurece.
—Qué conmovedor relato; ve al grano. Ahora.
Victor aprieta los labios.
—Virginia tenía razón.
Henry no dice nada; no se siente capaz de hablar sin evidenciar que ha perdido el control sobre sí mismo, y prefiere morir antes que ponerse en evidencia.
—Estás roto, Henry —concluye Victor con pesar—. Verdadera, irreparablemente roto.
