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What matters.

Summary:

Tampoco podrían asegurar quien se lanzó, Arthur diría que John y John se quedaría callado pero en su cara se vería reflejada su respuesta con claridad: fue Arthur con esos ojos de animal en celo.

Notes:

Momentos de Arthur y John. Lo convertiré en una historia pero iré poco a poco, empiezo con un capítulo más corto qué sólo consta de dos partes, mi idea es que los siguientes tengan más contenido.

La canción: "two men in love" de "the irrepressibles" me inspira demasiado para escribir estas cosas ;_;

En esta historia Arthur no tendrá tuberculosis, esto es una historia de amor y sexo entre dos hombres en época de forajidos y de cambios.

Chapter 1: I. That's who I am

Chapter Text

189?: Esto sólo ha ocurrido una vez.

Cuando Arthur bebe pueden ocurrir dos cosas: que se convierta en el hombre más desagradable del mundo soltando lo primero que se le pasa por la cabeza para herirte o que se vuelva un hombre más cercano, divertido, que te diga cosas que — seguramente — no diría estando en sus plenas facultades. Si están en una taberna suele encontrarse con los problemas de frente en forma de borrachos como él que sólo buscan pelea, hay raras ocasiones en las que decide no prestarles más atención de la necesaria e incluso termina bebiendo algo con ellos, disfrutando con todo el mundo por igual. 

Si Arthur sale a beber y emborracharse con sus compañeros le gusta pasarlo bien. Le gusta disfrutar y que los demás disfruten tanto o más que él. Esa noche John se ha unido a su escapada y han perdido la cuenta de las bebidas que llevan en el cuerpo, de los litros de alcohol que les recorren las venas. Empiezan hablando de los viejos tiempo, Arthur metiéndose con él, riéndose, buscando cualquier forma de hacerle sentir en ridículo pero después es John quien se lo devuelve y Arthur intenta callarle de la mejor manera que sabe hacer: amenazándole con darle una paliza. Terminan riéndose, uno sobre el hombro del otro, la gente de su alrededor no les presta mucha atención porque están igual o peor que ellos.

Cuando Morgan cree que han tenido suficiente y que es hora de volver al campamento si no quieren acabar vomitando en el barro fuera de la taberna, tironea de John quien no deja de reírse e intenta negarse a regresar.

Se tambalean uno al lado del otro entre los callejones desiertos de la ciudad, a esas horas ya no queda absolutamente nadie, todos están recogidos en sus casas o bien emborrachándose en el lugar que ellos acaban de dejar atrás. Arthur se ríe a carcajadas, por lo que John dice, por lo que él mismo habla y por nada en especial, simplemente tiene la risa floja y todo le parece la mar de divertido en esa noche que promete terminar con un dolor de cabeza al día siguiente que recordará por el resto de sus días.

John se apoya en un edificio, los callejones son estrechos y cuando se inclina hacia adelante para reírse está más pegado a Arthur de lo que debería. Ninguno le da importancia. Cuando se incorpora, se estira y apoya una mano en el hombro de su amigo que parece más interesado en el cielo estrellado que en cualquier otra cosa. Arthur se gira hacia él, con una sonrisa colgando en los labios, dispuesto a continuar el camino. John sin embargo se queda allí, la espalda contra la pared, sonriente, una mano aún tocando a Arthur y la mente nublada. 

– Si alguien nos ve ahora mismo –John no puede contener la risa– van a pensar cosas raras.

Están más cerca que hace unos segundos, Arthur le mira contento y le mira raro .

– ¿Qué pensarían Marston? –habla en bajito. 

Joder, no puede ser verdad que se esté calentando de esa manera sólo por escuchar la voz de Morgan tan cerca.

– Ya sabes Arthur –John ya no se ríe y le sale un tono de voz provocativo que él negara haber usado.

– No estamos haciendo nada extraño, sólo somos dos borrachos. 

Arthur se acerca más.

– Sí, dos borrachos que deberían volver a casa –el aliento de John le golpea a Arthur en la cara.

Se miran. Se miran mucho y tan intensamente que parecen estar leyéndose el pensamiento. Ninguno de los dos sabría decir al día siguiente quién fue el primero, pero ambos bajan los ojos hasta los labios del otro, quizá primero es Arthur, o no, tal vez sea John el que mira los labios de Arthur y se humedece los suyos. Es mutuo y acto seguido tienen las bocas pegadas, tampoco podrían asegurar quien se lanzó, Arthur diría que John y John se quedaría callado pero en su cara se vería reflejada su respuesta con claridad: fue Arthur con esos ojos de animal en celo .

Arthur le agarra de la cintura, como si se tratase de una mujer, le abre la boca con la lengua, mezclan su saliva con restos de alcohol, emborrachándose una vez más, desde cero. Pega sus caderas a las de John y ambos notan el bulto en los pantalones del otro. Se frota contra él, acorralado contra la pared y su cuerpo. John se está ahogando de muchas formas distintas y lo que más le preocupa es que no es una sensación desagradable. Choca sus dientes contra los de Arthur, gira el rostro para profundizar más el beso, para encontrar el ángulo perfecto en el que sus bocas encajen. Sus manos también están en la cintura de Arthur y después de sentir cómo éste se frota contra su entrepierna, lleva las manos al botón del vaquero, le desabrocha con torpeza, Arthur continúa comiéndole la boca, ahora con una mano apoyada contra la pared y la otra acariciándole por encima del pantalón. 

Joder, Arthur está tan cachondo que cuando John se despega unos milímetros para coger aire y deja escapar un gemido se le ponen los pelos de punta y se le pone más dura aún, le duele y quiere que Marston termine de una vez de desabrocharle el puñetero botón y le toque. 

John jadea contra la cara de Arthur, qué le mira con con los labios rojos, hinchados, abiertos. Choca su frente con la de él y con voz ronca murmura: “¿quieres que te toque la polla, Marston?” , y él, que ya tiene la mano introduciéndose en la ropa interior de Arthur y siente lo duro que está, le responde: “ tócame como te voy a tocar yo, Morgan ”. No hay dulzura alguna en la voz de ninguno de los dos, sólo hay un deseo animal que les hace moverse por instintos. Se hablan guarro, se besan de igual manera y se van a tocar dejándose consumir por el deseo más profundo. 

Arthur no sólo es enorme de altura, de hombros, de espalda; Arthur es enorme en cada puto rincón de su cuerpo. John no tiene suficiente mano para masajearle como quisiera pero lo intenta. Le agarra, lleva un dedo a la punta y hace círculos sobre ésta provocando que Morgan suelte una especie de gruñido, de ladrido y le muerda el cuello para calmarse. John siente a Arthur tocándole la piel, por debajo del pantalón, lo nota en todos lados y con la mano que le queda libre tiene que sujetarse a él si no quiere caerse porque le fallan las rodillas, le tiemblan con cada sacudida, con cada subida y bajada. Arthur le está tocando con ambas manos y se asfixia, no puede creer que vaya a correrse tan rápido pero es que nota el orgasmo reptando desde sus testículos hasta la punta de su lengua, preparado.

Arthur bufa contra el cuello de John, intenta coger aire y le cuesta, maldice de vez en cuando, mueve las caderas contra la mano de su amigo, le deja restos de saliva en la piel y mueve sus manos más rápido. Le vuelve a besar, se besan entre jadeos, ahArthur, entre manos mojadas, cállateMarstonah, en un callejón oscuro a muy altas horas de la noche, sin que nadie sepa que están allí. A John le van los pensamientos tan rápido que ya no sabe si lo que está haciendo está bien o mal pero no puede importarle menos porque parece que la explosión que está a punto de desatarse en su interior lleva esperando, rezagada, toda su puta vida.

Se corren casi a la vez, a John se le escapa un gemido que suena demasiado placentero; Arthur muge y le muerde los labios entre espasmos. Se quedan así, pegados el uno al otro con las manos manchadas por los fluidos del otro, respirando con dificultad, sudando.

Morgan saca su pañuelo del zurrón y se limpia, sin apartarse de John, con las frentes pegadas. Marston le mira, esperando que también le mire a él pero no lo hace.

– Saca tu puto pañuelo y límpiate, Marston, ¿a qué coño esperas? –le murmura de mala gana. 

John hace caso, se había quedado con la mente en blanco, sin saber qué hacer hasta que Arthur le ha dado instrucciones.

– Esto sólo ha pasado una vez –dice Arthur separándose por fin, abrochándose los vaqueros–. Ni se te ocurra abrir la boca. 

– ¿Te crees que soy imbécil? –responde John limpiándose lo poco que se le han manchado los pantalones–. ¿Crees que quiero que nos maten? 

Arthur suelta un gruñido y no habla más, espera a que su amigo esté listo y se largan de allí como si no hubiese pasado nada. Cuando llegan al campamento cada uno se dirige a su tienda, se tumban en la cama y cierran los ojos para no pensar más en lo que ha ocurrido.

Puto Arthur Morgan

Jodido John Marston .

 

Después de ese día volvió a ocurrir. 

Y otra vez. 

Y otra. 

Siempre terminando con las mismas frases:

esta vez es la última Marston”, 

“Arthur tenemos que dejar de hacer esto”.  




189?: El regreso del chico de oro.

Lo ve de lejos, está dando una calada a su cigarro y el humo se le hace tan pesado por estar viendo esa imagen qué decide tirarlo a medio empezar. Permanece apoyado en el tronco de un árbol, con los brazos cruzados y una mirada que amenaza tormenta escondida bajo el sombrero. No puede creer que todos le reciban de esa forma. Todos y cada uno de ellos. Entre sonrisas. Entre abrazos. ¿Por haberles abandonado más de un año?, ¿por haber dejado a su hijo y su mujer tirados?, ¿a él que es como su hermano? No. Eso no es un hombre al que él tenga que dar una calurosa bienvenida. Más bien le debería de saludar con los puños cerrados, barro en las botas y gritos de por medio; pero debe contenerse.

John le ve. Le mira esperando que Arthur le devuelva un gesto amable, un saludo con la cabeza, algo, lo que sea, pero no, Arthur no hace nada de eso, sólo le mira con resentimiento y se aleja de allí, adentrándose entre los árboles, dejando atrás el campamento, dejando a John frío, helado; moribundo.

Sabe que le está siguiendo, lo tenía planeado, lo esperaba porque le conoce suficiente y quizá demasiado. Quiere alcanzarle, preguntar si es que acaso no va a decir nada de su regreso, quiere que le haga caso pero no es así como tiene pensado dirigirle la palabra tras tanto tiempo.

– ¿Es que no vas a hablarme Morgan? –ahí le tiene, buscándole la boca, las palabras– ¿Voy a tener que perseguirte por todos lados para que me hables? –sí, está desesperado y eso le gusta–, ¡eh, Morgan! 

Arthur se detiene, John le alcanza y se pone frente a él para recibir una mirada en la que se acumula una ira animal, una furia descomunal de la que no se hace una idea. Le gustaría darle un puñetazo en esa cara de idiota, en esa cara de imbécil que abandona a su familia, vuelve como si nada y encima espera que todos le reciban de igual manera. Tirarle al barro, ensuciarse con él, eso es lo que le gustaría. Bajarle los pantalones mientras la naturaleza es testigo de las barbaridades que le murmura al oído. Tiene tantas ganas de hacerle tantas cosas que su cerebro no sabe cual es la mejor; lo que tiene claro es que en todos los escenarios que se forman en su cabeza John termina suplicando que le toque más, más fuerte, gimiendo. 

Esa mirada le da escalofríos y se prepara para recibir algún golpe, donde sea: en el estómago, en la cara. Para lo que no se prepara es para que Arthur le agarre con fuerza del cuello de la camisa, le arrastre hasta el árbol más cercano, se quite su sombrero, le tire el suyo y le bese con rabia reprimida. Deja paso a su lengua casi al instante, se agarra a él, tira de su camisa, se arriman, se pegan, se tocan la cara, el cuerpo, el pelo, el cuello, todo en movimientos veloces y mostrando el anhelo que sentían por volver a hacer algo así.

Arthur encaja sus bocas, ya está acostumbrado a hacerlo, es experto en introducirse en la boca de John como si fuese suya. Le mete la lengua y recorre cada rincón, lamiendo los dientes, pegándose con su lengua, intercambiando fluidos que hacía más de año que no probaba. Su sabor no ha cambiado, sigue siendo el mismo, persiste ese toque adictivo que a Morgan le hace soñar con él y le obliga a masturbarse casi todas las mañanas pensando en lo mucho que echa de menos tenerle cerca. Obviamente esto no se lo va decir, nunca. 

John le toca el culo, le aprieta con fuerza e intenta no perderse por completo en las sensaciones, si lo hace no podrá estar alerta, no podrá quitárselo de encima porque necesitará más y más de él, de igual manera que le ha necesitado en todo ese tiempo que ha estado fuera. Estaba seguro de que podría olvidar lo que sentía y se equivocaba de principio a fin.

Cuando John ya está pensando en meter la mano por debajo del pantalón de Arthur, éste deja de besarle, le mira sosteniéndole el rostro con ambas manos, con el cabello de John enredado entre los dedos; le mira con algo que a John no le gusta y se espera lo peor.

– No vuelvas a tocarme –musita entre dientes, remarcando cada palabra–. Esto termina aquí, Marston. 

– ¿Qu-

– ¿Te ha quedado claro? –le sacude la cara, está rabioso como un perro abandonado a su suerte– ¡Responde! 

– Sí, sí –balbucea–. Vale Morgan. 

Arthur le suelta casi de un empujón, violento. Se miran unos segundos más, de pie, cerca pero no pegados, con la saliva del otro aún en la boca y los labios y la cara, con el calor atravesando la ropa en cada lugar por el que se han tocado. A John le arde algo dentro, un dolor que no reconoce y a Arthur le mortifica de igual manera pero aprieta los puños y lo ignora. 

Porque no hay nada. Nunca lo ha habido. Nunca lo habrá.

Se aleja, deja a John intentando recuperar el aliento y el control de su cuerpo que tiembla, no solo por lo que acaba de ocurrir sino por la impotencia de ser incapaz de detenerle, de gritarle y pedirle explicaciones y rogarle porque esa no sea la última vez, no de verdad, qué sea una última vez como las anteriores: con recaídas constantes, diarias. Pero John no hace nada, se queda allí quieto, sintiendo el peso de todo aplastándole. 

Arthur maldice por lo bajo con cada pisada. Si ese idiota no se hubiese ido todo podría ser diferente pero fue un egoísta, sólo pensó en sí mismo y esas son las consecuencias que deben de afrontar ambos. Qué se joda, maldito inútil.

Qué te den John Marston.

Chapter 2: II. Will you lay down your armor?

Summary:

Los ojos entrecerrados, mirándole. Las manos cubiertas con los guantes negros, el sombrero en su cabeza, la camisa blanca con los primeros botones abiertos, los tirantes de siempre, los vaqueros negros. John tiene que tragar saliva porque la imagen se le antoja tan perfecta que por un segundo teme abalanzarse sobre él, delante de todos, y comerle allí mismo.

Notes:

Estuve enferma hace unas semanas y obviamente no tenía ganas de nada, y como estaba muy cansada y desmotivada con todo me ha costado mucho terminar este capítulo, pero bueno, aquí está. Tengo que retomar el hábito de escribir y de terminar cosas ;_;

Chapter Text

1899: Atacado por lobos y un perro.

Arthur se cuela en la cabaña donde descansa John tras el ataque sufrido por los lobos, de noche, no lo hace a escondidas, por supuesto que no, da la casualidad que están todos dormidos y que él pasaba por allí. Sí. De madrugada. Con el frío helador de la montaña y de la nieve calando en sus huesos.

Cierra la puerta con cuidado, escucha la respiración tranquila de su compañero en la cama del fondo contrastando con el fuerte sonido del viento que proviene de fuera. Da unos pasos, asegurando el terreno, mirando en cualquier esquina por si Abigail ha decidido pasar a verle y ha terminado quedándose dormida en una silla; pero no hay nadie. Vía libre y Marston sigue durmiendo, boca arriba, con la mitad de la cara cubierta por vendas que comienzan a adquirir un tono rojizo. 

Primero permanece de pie a su lado, mirándole. Le ve el pecho subir y bajar al compás de su respiración. A veces su expresión se transforma en una mueca de dolor y Arthur imagina que incluso en sueños le duelen las heridas, se remueve y suelta algún quejido entre dientes. Cuando lleva un rato así e incluso él mismo se da cuenta de que la situación resulta algo inquietante —mirarle cómo duerme en completo silencio y de pie junto a su cama— acerca una silla levantándola unos centímetros del suelo y se sienta. Se cruza de brazos y se cobija en su chaquetón azul. 

Sólo me quedaré un rato, por si el inútil necesita algo. 

Un rato qué se convierte en un par de horas sin moverme de allí, ni un milímetro y sin sucumbir al sueño que de vez en cuando insiste en hacerle caer en sus brazos. Pero no, ni de coña, no piensa quedarse dormido así y que le encuentren sus compañeros y tenga que dar explicaciones absurdas. Mucho menos quiere que Marston se despierte y le pille con la guardia baja.

Pero no hace falta que se quede dormido para que John, de repente, abra el ojo que no tiene vendado poco a poco y le mire y que seguro piense que está tan preocupado por él que ha tenido que pasar a hacer la ronda que nadie le ha pedido.

Mierda .

– ¿Arthur? –se frota el único ojo que puede–. ¿Qué haces aquí? 

Nada. Sólo ver si estás bien. Si vas a aguantar con vida este temporal tan catastrófico; si vas a soportar el dolor durante tantos días

– Me aseguro de que Jack no se queda huérfano –suelta entre dientes, evitando su mirada, ocultándose bajo su sombrero.

– Pues puedes quedarte tranquilo, sobreviviré.

Eso espero.

John tampoco le mira y si pudiese se daría la vuelta en la cama y le daría la espalda pero sus heridas no se lo permiten así que tiene que fijar la vista en el techo para no verle.

– Lárgate Morgan, quiero descansar. 

Arthur le rescató junto con Javier, sí. Arthur le llevó en su hombro hasta su caballo, . Le ayudó a salir de una situación de vida o muerte, por supuesto . Intercambiaron palabras, claro . Pero hace mucho tiempo que dejaron de tratarse como hermanos y mucho menos como lo que una vez fueron, si es que fueron algo, si es que hacer lo que hacían les convertía en algo más que dos hombres masturbándose, frotándose y gimiéndose el uno al otro.

– Tranquilízate, Marston –le ordena, con tono sombrío. No le gusta que John le hable así y mucho menos que le diga lo que tiene que hacer–. No me confundas con Abigail.

A John le hace gracia eso último que dice por algún motivo que Arthur desconoce y no reprime la carcajada que guarda tantas palabras sin pronunciar, tantos secretos sin revelar.

– Eres tú quien me ha confundido con una mujer, Morgan –fija su mirada en él y le reta–. Una y mil veces, hasta que te cansaste. 

Arthur hace un movimiento tan rápido y brusco que el estómago de John da un vuelco y mentiría si dijera que no se ha asustado. Porque ha visto a un perro rabioso lanzándose sobre él para morderle. Le agarra de los huevos con la suficiente fuerza como para que Marston se encoja sobre el camastro y esté seguro de que podría arrancárselos si quisiera. Acerca su cara, casi roza su nariz con la de él y puede diferenciar el olor a tabaco y menta en el abrigo de Arthur.

– ¿Ahora vas a negar que lo disfrutabas como una puta, Marston? –arrastra las palabras, hace más fuerza con la mano–. Te noto muy arrogante y me estoy cansando de esa actitud. No te hace parecer más interesante o más inteligente, todo lo contrario, pareces más estúpido de lo que ya eres.

Pero John no se calla. Se atreve a responderle. A contestarle con el mismo tono.

– ¿Me hablas tú de arrogancia, Morgan? Incapaz de reconocer que te gustaba más estar conmigo que con cualquier mujer con la que jamás te hayas acostado. 

La mano de Arthur se cierra más en su entrepierna y no puede evitar emitir un quejido de dolor.

– Así sólo me demuestras que tengo razón –continúa sin temor a las consecuencias. Le da igual. Qué haga con él lo que quiera– ¿Te morías de ganas por tocarme? Por eso has venido esta noche. 

– Quería saber que estabas bien, estúpido John Marston –cuando Arthur reconoce la verdad habla en un susurro, para que nadie más lo escuche, ni siquiera las paredes.

John levanta un poco la cabeza, casi no tiene que hacer esfuerzo alguno porque la distancia que les separaba era mínima. Le come los labios con toda la boca y Arthur deja de apretarle y hacerle daño, deshaciéndose ante el beso, convirtiéndose en algo suave, en líquido caliente. Después de tanto tiempo se reencuentran una vez más, bruto como siempre, animal como acostumbran. Pero Arthur se separa rápido, le obliga a quedar tumbado en la cama, de nuevo.

– Será mejor que descanses.

Se endereza, se miran unos segundos en silencio, John suspira, niega con la cabeza y aparta la vista. Arthur se da la vuelta y sale de allí, dejando entrar un poco de aire helado a esa cabaña en la que han ascendido las temperaturas de forma escandalosa para encontrarse en mitad de una ventisca.




1899: Háblame de Mary.

Su relación parece estar volviendo a ser lo que era, al menos como hermanos, no como aquello que fueron en algún momento: hombres que se besan, que se tocan, que se muerden y se ahogan el uno en el otro. Hombres que estarían muertos si alguien se entera de esos encuentros; pero al menos vuelven a entablar conversaciones que no se limitan a Arthur metiéndose con él, insultándole, buscándole las cosquillas para que John salte y terminen en una discusión que Marston tiene perdida desde el comienzo.

La idea del asalto al tren es algo que les termina por unir un poco más y Arthur es capaz —casi— de elogiar a John y hacer que éste se ría con ganas, con la alegría qué le inunda por regresar a lo que eran.

Pero a John, esa felicidad, se le hace efímera en el instante en el que en el campamento empiezan a hablar sobre una carta. Una carta para Arthur. Una carta para Arthur de Mary. Y un encuentro entre el hombre y la mujer, después de tantísimos años. Sí, se han vuelto a ver y cuando la noticia llega a los oídos de John, debe fingir que le da igual, que es un asunto que a él no le concierne, mientras por dentro algo le desgarra y se rompe. No quiere admitirlo, sería mucho más fácil no ver la realidad, pero el dolor que se le forma en el pecho y el vacío en el estómago le obligan a enfrentar una verdad que continuamente se niega a aceptar.

Quizá John quiere a Arthur de una manera distinta. 

Quizá John quiere a Arthur demasiado.

Por esa razón cuando esa noche Arthur se acerca a John —quien está intentando buscar una calma que parece haberle abandonado para siempre— la conversación comienza siendo algo monótono del día a día y continúa en lo que amenaza ser una nueva discusión que dejará entrever lo que John quería esconder.

– Oye –John mira a Arthur quien se lleva un cigarro a los labios, sentado en una roca próxima a la suya y se enciende una cerilla con la suela de su bota–. ¿Puedo preguntarte algo? –no puede evitarlo, es incapaz de callarse, algo le repta por la garganta y le abre la boca a la fuerza para dejar escapar las palabras.

Morgan hace un sonido de aprobación con los carrillos hundidos, inhalando el humo del cigarro. Los ojos entrecerrados, mirándole. Las manos cubiertas con los guantes negros, el sombrero en su cabeza, la camisa blanca con los primeros botones abiertos, los tirantes de siempre, los vaqueros negros. John tiene que tragar saliva porque la imagen se le antoja tan perfecta que por un segundo teme abalanzarse sobre él, delante de todos, y comerle allí mismo.

Le gustaría volver a tocarle. Le gustaría volver a sentir su barba raspándole el rostro. Le encantaría volver a escuchar su nombre en un jadeo, deslizándose entre los dientes de Arthur. 

–¿Para qué fuíste a ver a Mary?

Ya está, ya lo ha dicho.

Arthur suelta una risa gutural. Sonríe de lado, creyendo que la pregunta no es con segundas intenciones, pensando, de verdad, que John no está celoso, eso es algo que jamás se le pasaría por la cabeza pero aún así toma la decisión de hacer la broma:

– ¿Te has puesto celoso, Marston? –vuelve a dar una calada al cigarro y John siente como si el humo le estuviese entrando a él por la garganta, y lo que es peor, como si el humo le estuviese asfixiando por dentro.

– Es sólo una pregunta, Morgan –su voz suena —irremediablemente— más molesta de lo que quisiera.

– ¿Desde cuándo me haces preguntas personales?

– Eres tú el primero que se entromete en mis asuntos –el tono de voz de John se alza y Arthur empieza a ver los resquicios de un sentimiento que asoma a causa de una broma hecha en mal momento–. Eres tú quien se lleva a mi hijo a pescar, quien habla con mi mujer a escondidas y quien siempre está pendiente de lo que hago o dejo de hacer. Y me preguntas a mi que si estoy celoso por hacerte una pregunta. 

Es posible que haya hablado más de la cuenta, sólo hay que fijarse en la expresión de Arthur, quien tiene los ojos ligeramente más abiertos de lo normal, sujeta el cigarro entre los dedos, dejando que se consuma lentamente con el paso del silencio que les rodea de pronto. De fondo sus amigos, compañeros y hermanos continúan con sus conversaciones, con sus tareas, como si nada estuviese ocurriendo allí, como si no se estuviese desatando una tormenta en el interior de John, a un paso de perder los nervios.

Porque tiene tantas preguntas. Sí, su relación está bien, al menos lo estaba hasta antes de tener esta conversación, pero Marston quiere respuestas a otros asuntos de los que no hablan.

¿Por qué ya no le toca?, ¿por qué ya no se besan a escondidas?, ¿por qué Arthur ya no le busca?. ¿Por eso ha vuelto con Mary, porque se ha olvidado definitivamente de ese algo que ellos dos tenían?

Maldito Arthur Morgan. 

Estúpido John Marston.

– Son cosas diferentes –termina por decir Arthur, dejando de mirarle, volviendo a dar la última calada al cigarro antes de tirarlo lejos–. Tú puedes tener la vida que muchos de nosotros no hemos tenido y… 

– Yo no he dicho que quisiera esa vida, nunca. 

– Pues entonces eres más idiota y egoísta de lo que pensaba, Marston –Arthur le clava los ojos en los suyos, le aniquila con ellos, le traspasa y John no puede evitar encontrarse mal–. ¿Qué esperabas? –baja la voz un poco y se aproxima a él unos centímetros, nada que pueda levantar sospechas, simplemente están hablando.

– Esperaba que por una vez pudieses ser sincero, Morgan –John no se queda atrás, no permite que Arthur le muerda y se vaya como si nada de la misma manera que hace siempre con él–. Deja de pensar que somos críos, deja de tratarme como si fuese imbécil porque al único que veo aquí incapaz de ver la realidad frente a él es a ti. 

– No fui yo quien se marchó de la banda porque era incapaz de cuidar de mi hijo –sentencia. 

John se levanta de golpe, con los puños apretados, preparado para lanzarse al ataque. Arthur le mira, hay algo en sus ojos que le habla de arrepentimiento y parece ver un atisbo de dolor, pero no puede estar seguro porque nunca puede estar seguro de lo que siente o no Arthur Morgan.

–¡Eh, muchachos! –la voz de Hosea se abre camino en los oídos de ambos y la incómoda situación que se iba a tornar violenta, se apacigua de pronto–. ¿Interrumpo algo?

Arthur estudia unos segundos más a John, analiza su mirada y éste la desvía hacia Hosea, con la mandíbula apretada, luchando contra sí mismo, sin estar seguro de si continuar la discusión y que termine en puñetazos o seguirle la corriente a Hosea, mentir y hacer como que no ha ocurrido nada. Ignorar los ojos de Arthur, ignorar sus palabras y posiblemente su existencia durante, al menos, los próximos días, hasta que ese fuego que siente dentro se calme y no le arda de esa manera tan infernal, como si estuviese calcinando sus entrañas poco a poco apresurando a la ira para que salga.

Pero Arthur le pone las cosas fáciles por una vez. Se sorprende.

– No –responde Arthur poniéndose en pie y acercándose a Hosea–. No interrumpes nada, sólo hablábamos, quizá me he pasado un poco con Marston. 

– Oh Arthur, deja al muchacho tranquilo por un día ¿quieres? Vamos, tenemos que hablar de algo.

Hosea vuelve a darse la vuelta, camino a la mesa del campamento, Arthur aprovecha ese momento para girarse un segundo y encontrarse con unos témpanos de hielo que provienen de la mirada de John. Marston chasquea la lengua y se aleja de allí, en dirección contraria a la de ellos. Lo más seguro es que termine pagando su frustración con Abigail en cuanto la muchacha se le acerque para hablarle de cualquier cosa; John la mandará a la mierda, la hablará mal, como hace últimamente y eso le dejará sintiéndose como un auténtico capullo. O, tal vez, coja su caballo y se aleje de allí para no pensar en nada ni en nadie porque el campamento le hace pensar en Arthur, porque le escucha de fondo esté donde esté, porque su olor está en cada rincón, porque no hay recoveco allí que no haya sido recorrido por él.

Arthur intenta prestar atención a Hosea cuando se sienta en la mesa, de verdad quiere entender lo que le está diciendo, diferenciar una palabra de otra, encontrarle sentido, pero no es capaz. Ha sido un imbécil durante tantos años y siempre termina dándose cuenta de la peor manera posible.

Chapter 3: III. I'm gonna lose crontol

Summary:

No se prometen nada pero tampoco les hace falta porque saben que ya no tienen vuelta atrás, ambos comienzan a aceptar —cada uno a su manera— que ese algo que les atrae, que les envuelve y les hace estar juntos, es inevitable.

Chapter Text

18?? y 1899: Hundiéndome en las palabras que no dije .

Arthur es un crío, es un rebelde, es un peligro, un delincuente desenfrenado y él mismo lo sabe. Vive como puede, vagando de un lugar a otro, esquivando las balas, la muerte, las manos ajenas, los deseos repugnantes de personas adultas dispuestas a hacer daño a un niño. Sí, es un salvaje pero sigue siendo eso: un niño.

Esa noche está resguardado entre los callejones de una ciudad de la que desconoce el nombre. Se ha fijado en el cartel al entrar en ella pero no sabe leer y tampoco ha querido preguntar, se relaciona lo menos posible con la gente, sólo lo hace si quiere sacar provecho de ellos. Arthur es un buen ladrón. Por eso cuando escucha a dos hombres adentrarse en el mismo callejón en el que está él, se esconde, procurando que no le puedan ver de ninguna forma y se mantiene atento, pensando en que podrían ser sus próximas víctimas. 

Uno de ellos empuja al otro contra la pared, éste parece asustado y Arthur se da cuenta en ese instante en que no va a poder sacar dinero de ellos porque la situación se va a volver complicada y peligrosa. Lo huele en el aire, en el ambiente cargado de ese oscuro pasillo cubierto de barro, en la expresión de auténtico terror del hombre que contrasta con el rostro contraído en una mueca de furia de su acompañante. El pequeño se esconde un poco más pero sin dejar de prestar atención a lo que pueda ocurrir frente a él. Escucha sus propios latidos en los oídos. La sangre corre más rápido por sus venas. Traga saliva en el instante en el que el hombre agresivo comienza a hablar, entre dientes, no muy alto para que no se le escuche pero sí amenazante:

– ¿Creías que no me enteraría? 

– No, yo no… –el hombre pegado a la pared y que parece mucho más mayor que el otro, tartamudea, con los brazos en alto, intentando disculparse por algo–. No quería, pensaba… –duda de sus palabras, no sabe qué decir, cómo explicarse. 

– ¿Qué pensabas? –el joven, quien lleva un sombrero y parece ir más aseado que el mayor, le empuja con fuerza y se lleva rápidamente una mano al cinturón donde lleva un cuchillo que desenfunda ante la mirada horrorizada de su víctima–. ¿Qué era maricón?, ¿que querría que me tocases la polla?, ¿tú?, ¿un hombre? –se ríe y a Arthur se le pone la piel de gallina–, ¿a mi? Puto asqueroso de mierda. 

– No, no soy… 

Pero el muchacho no le da tiempo para hablar más, le apuñala directamente en la entrepierna y el pequeño Arthur Morgan, aún escondido en la penumbra tiene que taparse la boca para callar su rápida respiración y para ahogar un grito. La imagen de ese hombre joven apuñalando sin cesar a ese hombre adulto se le graba en la retina, en un rincón de su cerebro al que no permite que nadie mire, ni siquiera él, pero es algo que se graba a fuego en la cabeza: dos hombres no pueden estar juntos, da asco y te pueden matar. Es un delito.

Cuando el cuerpo del mayor cae al suelo sin vida, el joven le escupe, limpia su cuchillo con un pañuelo que saca de su bolsillo y murmura insultos que Arthur no consigue distinguir, excepto uno: “maricón de mierda”. Devuelve el cuchillo a su funda, se coloca bien su sombrero y patea el cuerpo inerte a sus pies. Lo hace unas cuantas veces, desahogando su ira, dejando claro la repulsión que siente hacia ese ser humano al que acaba de arrebatar la vida.

Arthur decide que no quiere seguir viendo aquello. Se aleja de allí en completo silencio, sin hacer el más mínimo ruido si no quiere terminar como aquel señor desconocido. Con él se lleva un vacío inesperado y extraño en su interior, un terror que le paraliza, a él, quien no teme a nada ni a nadie.

 

Lleva días posponiendo —sin poder evitarlo— una conversación con John, ofrecerle una disculpa y entre unos acontecimientos y otros no ha tenido la ocasión perfecta para hacerlo. Primero ocurrió el incidente en Valentine en el que Arthur le salvó la vida una vez más y debe admitir para sus adentros que tuvo miedo de perderle. Después vino el cambio de campamento. Tan solo llevan unos días allí pero han estado ocupados organizando todo, familiarizándose con las ciudades alrededor. No, no ha sido su culpa. Él quería disculparse mucho antes, esa es la verdad.

Es consciente de que pasó un límite con John, le hizo daño —una vez más— y está cansado de esa relación que ha empezado a distar de familiar. John le ignora, no le mira y Arthur le busca constantemente para chocar una y otra vez con la nada. Cuando Dutch le invita a pescar junto con Hosea, en un principio no tiene del todo claro que su respuesta vaya a ser afirmativa, pero se sorprende a sí mismo aceptando la oferta. Sí, le vendrá bien para distraerse, para pasar un buen rato, para intentar encontrar un sentido a su tempestad interior y a lo que es ocurriendo a su alrededor.  

Esa tarde más allá de haberse pegado con unos delincuentes ayudando así al agente de Rhodes para salvar a Trelawney, Arthur se ríe, recuerda viejos tiempos mientras pesca con los que considera sus padres y toma una decisión que no comparte con ninguno de los dos: hablar con John nada más dejar el bote en el embarcadero.

Le ve apartado, en la hoguera más lejana del campamento, solo. Arthur se aproxima con las manos colgando del cinturón y mirando por encima del hombro de la manera más disimulada posible asegurando el terreno; asegurándose de que nadie les interrumpa. 

Carraspea cuando está de pie junto a él y John da un leve sobresalto, percibido únicamente por los ojos de Arthur quien es demasiado observador cuando se trata de ciertas personas. El chico se pone de pie frente a él y en un principio da la sensación de que se va a marchar, dejándole con la palabra en la boca, pero no, le mira y espera, no habla, John quiere que sea Arthur el que comience una conversación si es eso para lo que ha ido a buscarle, para hacer algo más que no sea discutir aunque sea por una vez. 

– ¿Podemos hablar? –no piensa darle muchas vueltas a unas disculpas que lleva preparando desde hace semanas.

– ¿Qué quieres ahora? –en la voz de John se puede apreciar el enfado aún palpable–. ¿Quieres volver a discutir porque no tienes a nadie más de quien reírte? Lo siento Morgan pero es hora de que madures.

A Arthur se le escapa una risa gutural y baja la cabeza con una sonrisa fija en los labios. Sí, por supuesto que iba a seguir molesto con él, no ha dejado de torturarle desde que le rescató de aquellos lobos.

– No –responde levantando la mirada de nuevo, mirándole–. Quería disculparme, John. 

Le llama John, no Marston, y a éste se le corta la respiración durante unos breves segundos. Se le acelera el pulso después. Y le gustaría sonreír pero se contiene. No sólo le ha llamado John, sino que se está disculpando. Arthur Morgan se está disculpando con él. Es algo inusual en el forajido, al menos cuando se trata de ellos.

–¿Por qué? –su intención en un principio no es obligarle a explicarle la verdadera razón de sus disculpas y así herir un poco su ego, John hace la pregunta de manera desinteresada, algo confuso e intrigado. 

–Bueno, ya sabes –Arthur hace un gesto con la mano, como si de esa manera se entendiese lo que quiere decir, pero se da cuenta de que no es así–. Nuestra última discusión. 

–Ah –es lo único que le sale decir a John. 

Se hace el silencio durante unos segundos, provocando la incomodidad en los dos hombres, haciendo que desvíen las miradas hacia otro punto. John carraspea, parece querer decir algo, pero Arthur le interrumpe, mirando el suelo, jugando con el barro y su bota, escondiendo todo lo que siente bajo el sombrero, ocultando cualquier tipo de emoción que se esté intentando filtrar en ese ambiente extraño que se ha formado entre ambos.

–Cuando era pequeño vi como mataban a un pobre bastardo –comienza a narrar casi en voz baja–. Porque le gustaban los hombres. Todavía recuerdo los gritos y cómo podría haberlo evitado si quizá hubiese salido de mi escondite. Pero no lo hice.

John le mira con los ojos muy abiertos, sorprendido. Arthur nunca, jamás, habla de su pasado y mucho menos de algo así.

¿Debe sentirse privilegiado? Sí.

¿Debe creer que es alguien especial porque Arthur comparta con él un recuerdo tan íntimo? No lo sabe.

–Yo… –John titubea, Arthur levanta la mirada para fijarla en él de nuevo, parece expectante–. ¿Sabes?, cuando era pequeño, antes de que Dutch me salvara la vida, recibí una paliza por llevar el pelo así. Creían que me gustaban los hombres –suelta una risotada que a Morgan le parece que está repleta de tristeza–. Nadie hizo nada, ¿crees que alguien se sacrificaría por algo así? No, Arthur, es lógico que no hicieses nada.

Y esa es la forma que John tiene para consolar a Arthur. A éste le gustaría poder arrancarle un gemido —en forma de agradecimiento— que provenga de lo más profundo de su garganta, pero esa es una opción descartada y se queda en un deseo. Están rodeados de gente, tienen muchos pares de ojos yendo de un lado al otro del campamento y seguramente se detengan en ellos de vez en cuando, pero les da la extraña sensación de estar completamente a solas, en una privacidad exquisita y que sólo pueden compartir ambos, nadie más. Arthur da un paso al frente de manera instintiva, su animal interior queriendo deshacerse de las ataduras que le restringen y le impiden dar rienda suelta a lo que de verdad quiere llevar a cabo. John le mira, conteniendo el aire, nervioso, echando un vistazo al campamento y regresando una vez más a los ojos de Arthur que siempre le han parecido demasiado bonitos para su propia desgracia.

–¿Entonces estamos bien? 

Arthur hace la pregunta casi en un susurro, como si se le derritiesen las palabras al pronunciarlas. 

¿A qué se refiere con eso?, ¿qué le quiere decir a John? 

¿Qué si pueden volver a estar como antes? Ojalá. 

¿Qué ya no tienen por qué ignorarse como dos desconocidos? Más le vale. 

John no sabe bien qué es lo que debería responder porque no está seguro de la intención de su amigo con esa pregunta. Tiene la garganta, la boca, todo seco. Necesita beber algo. Le gustaría beberle a él, allí mismo, delante de todo el mundo. Quitarle el sombrero, besarle, morderle los labios, juntar sus lenguas y terminar tumbados en el barro, desvestidos, tocándose. 

–Sí, claro –habla con un hilo de voz, hipnotizado por los ojos de Arthur que tiene la misma mirada que la primera noche en la que traspasaron esa línea invisible. 

Pero el momento no dura mucho más y Arthur lo agradece porque estaba a un paso de romper las reglas de todo. De romper las reglas de un mundo en el que dos hombres juntos es lo mismo a morir en la horca, apuñalado o de una paliza. En un mundo en el que dos hombres besándose es algo prohibido, es un tabú, algo que se debe llevar en el más estricto de los secretos si quieres conservar tu vida. 

–¡John! 

Abigail le llama y éste reacciona girando los ojos y maldiciendo por lo bajo. Arthur suelta un suspiro.

–¡John Marston!

La voz de la mujer suena más cerca. Los dos hombres se miran unos segundos hasta que John decide mirar a su esposa, pasar por el lado de Arthur rozándole sutilmente el hombro con el suyo y abandonar por completo ese momento de tranquilidad que ambos estaban viviendo. Morgan se muerde los labios, mira hacia el cielo, con las manos en su cinturón de armas y sonríe de manera irónica y frustrada. Detrás de él escucha las voces de John y Abigail, parece que comienzan a discutir pero él prefiere no prestar atención. Se da la vuelta sobre sus talones, les ve, les ignora y su mirada viaja hasta Dutch, sentado junto a su tienda y acompañado de Micah.

Tiene demasiados problemas a los que prestar atención.

 

 

1889: Veo humo en la lejanía .

Abigail no es una mujer que alguien pudiese considerar tonta, todo lo contrario. No sabe leer, pero no le hace falta para seguir viviendo y darse cuenta de todo lo que ocurre a su alrededor. No le hace falta aprender a leer para ser una de las mejores ladronas del campamento. Y no le hace falta saber leer para entender ciertos comportamientos humanos, sobre todo los de John Marston. Aunque el hombre a veces es como un baúl totalmente cerrado a base de bien con cientos de candados, Abigail ha sabido entenderle y quererle más que ninguna otra persona allí presente. Al menos eso pensaba. De verdad creía que podría ser un buen padre y el hombre no tuvo otra mejor idea que huir y dejarles para, un año más tarde, regresar y así deleitar al grupo entero con sus disputas diarias que incluso a ella le agotan.

Abigail no es tonta y por esa razón se ha dado cuenta de algo. Ha visto detalles casi invisibles para el resto, pero no para ella. Ha presenciado miradas que escondían más que una amistad o un cariño entre hermanos; algo mucho más profundo y que nadie más parece ver. Con el estómago dado la vuelta y el corazón encogido, Abigail ha estado observando desde hace un tiempo a John y Arthur. Y sería mentir si dijera que no ha querido engañarse a sí misma durante meses o años. Lo ha hecho. En un principio se decía que eran cosas suyas, que Arthur no podía estar mirándole el trasero a un hombre, a John para ser más precisos. Arthur no podía pasarse largos minutos mirando desde lejos a John, atento a cada movimiento. No quiso creer que John en ocasiones se quedaba ensimismado hablando con Arthur, perdiéndose en su mirada. No quiso ver cómo la actitud de John se volvía casi insoportable si él y Arthur discutían. 

Hasta que decidió que era momento de quitarse la venda de los ojos, asumir que entre esos dos hombres había algo más que un cariño familiar sano. Se le rompió el corazón y recuerda que vomitó a escondidas la comida y más tarde la cena de aquel fatídico día en el que dejó de negar la realidad. Las relaciones entre dos hombres no es algo nuevo para ella, no es algo que nunca haya presenciado, solía ver mucho y a mucha gente durante su —más que horrible— época en la que se ganaba la vida como prostituta. Se considera una mujer comprensiva, siempre hasta ciertos límites, pero lo es y por ello nunca ha juzgado a nadie por algo como eso. Sin embargo esto es diferente. Son John y Arthur. Arthur Morgan y John Marston. Éste último comparte un hijo con ella. No es capaz de concebir esa imagen de ambos hombres y al mismo tiempo las preguntas no dejan de atormentarle la cabeza con cuestiones que sería más feliz si no conociese.

Intenta comportarse como siempre, no se le ha ocurrido hablar de esto con nadie pero una tarde, después de verles hablar y ser testigo de cómo ambos están demasiado cerca, casi sin que les importe su alrededor, Abigail siente que se asfixia y para no morir allí mismo, de pie frente a todos y sin motivo aparente, cree oportuno interrumpirlos y llamar a voces a su esposo. Se muerde los labios tan fuerte que la boca no tarda en adquirir el sabor de la sangre que bombea con fuerza en sus oídos, en su cabeza, martillando de manera espantosa y tan ruidosa que necesita discutir con John para dejar de oír ese desagradable sonido al que le atribuye el nombre de celos enfermizos y rabia contenida.

Días después vuelven a discutir apartados de todo y de todos, mirando de vez en cuando por encima del hombro, fijándose bien por el rabillo del ojo en que ningún intruso escuche nada. Bajan la voz a cada rato con gestos que indican que están discutiendo de una forma distinta a la normal en ellos, acostumbrados a gritarse e insultarse. John, fuera de sí termina dejándola con la palabra en la boca, monta en su caballo y se marcha. Abigail se lleva una mano al rostro, contiene las lágrimas, cierra los ojos e intenta respirar con calma.

Las semanas transcurren, ambos se dirigen las palabras justas y Abigail hace lo imposible para no levantar sospechas en el campamento. Las discusiones se repiten de formas más habituales pero tras un trágico evento se detienen por completo. Los O’Driscoll secuestran a Arthur y Abigail ve en los ojos de John la desesperación más absoluta cuando escucha a Dutch y a Micah dar la noticia al llegar de su reunión con Colm. La mujer es testigo de cómo el hombre que aún ama pregunta, indaga sin cesar por conocer más detalles de lo ocurrido: “¿Qué cojones hacemos Dutch, no piensas ir a buscarle?”, “no teníamos que haberte traído con nosotros, Micah”. Abigail presencia cómo John se enfrenta a su figura paterna, algo a lo que no acostumbra a hacer, jamás; comprueba, observando todo desde lejos, la preocupación inundando el cerebro de Marston; la impotencia abriéndose camino por su cabeza y llegando hasta el estómago qué le estalla en un arrebato de ira contra Micah y después contra Dutch porque no tenías que haber hablado con ese hijo de puta de Colm, estaba claro que era una trampa .

Abigail Roberts es espectadora de una historia a la que nadie le ha dado invitación y en la que ni ella misma quisiera estar. Cuando Arthur aparece mal herido y cae del caballo en mitad del campamento murmurando cosas inteligibles a Dutch, John se apresura hacia el círculo de gente que se ha creado alrededor del forajido, procura no parecer más intranquilo de lo que está y al mismo tiempo más aliviado de verle con vida. Se preocupa más de la cuenta cuando ve sus heridas pero rápidamente finge que no está tan interesado en el asunto, a Abigail no la engaña.

Arthur mejora gracias a los cuidados de Susan y Tilly. John le ha visitado a escondidas más de una vez, creyendo que nadie se daba cuenta, pero su mujer sí lo hacía. Cuando Morgan se levanta por fin de su camastro y sale de su tienda para mover un poco las piernas, lo primero que busca con la mirada es la figura de su hermano, de John y cuando le ve sentado junto a la orilla del lago, un amago de sonrisa amenaza con delatarle y en el último segundo el hombre es capaz de contenerse. Abigail observa todo, con un nudo en el estómago, con la cabeza hecha un lío y un sentimiento de pena que ya se ha hecho un hueco en su interior. Arthur saluda a Dutch y Hosea, habla con ambos y el sonido de su risa inunda el campamento una vez más, haciendo que algunas caras se giren hacia él para después seguir con sus tareas, otros se acerquen para preguntarle y en John provoque una explosión interna que le hace levantarse y desaparecer de las cercanías del campamento, alejándose de todo y de todos, feliz —seguramente— de que Arthur vuelva a estar allí, que esté consciente y vivo. 

Abigail observa. Mira. Y, una vez más, agacha la cabeza y continúa con una vida que cada día le produce más tristeza que felicidad sabiendo algo que ella misma es consciente que no debería de saber, no debería de haberse interesado en ello y aún así lo hizo para encontrar la respuesta que tanto miedo le daba.




1899: Todas tus capas.

Dar con el rastro de John no le resulta complicado, posiblemente sea sólo él quien es capaz de hacer algo así sin problema, Arthur se siente incluso orgulloso de su habilidad. Para él, buscar a John es como buscar un animal y ha practicado desde que el joven llegó a la banda con doce años, en más de una ocasión se vió en la obligación —a regañadientes— de buscar al pequeño John Marston, un forajido rebelde y escurridizo a partes iguales. Y aún con los años es algo que ha continuado haciendo. Conoce su olor de memoria, la forma de la huella de sus botas en el barro, la longitud de sus dedos, la fuerza de sus brazos y de su mandíbula, el sabor de su boca, el tacto de su cabello. Rastrear a John Marston es una tarea sencilla para Arthur Morgan y más cuando se trata de dar con él en plena naturaleza.

Aún sigue trotando sobre su caballo cuando le ve apoyado sobre el tronco de un árbol, junto a un estanque, en un pequeño rincón que parece haber sido creado para ese momento y para él. Parece que ha estado cazando a juzgar por los conejos que descansan —ya sin vida— sobre la montura de su caballo. John parece enfrascado en afilar su cuchillo bajo las grandes ramas y hojas del gran árbol que le cubre del sol y tarda en levantar la cabeza para encontrarse con un Arthur que le observa aproximándose sin aparente prisa. 

“Por favor, Arthur, ¿me harías ese favor?”

“Está bien, Abigail, iré a buscar una vez más a tu damisela en apuros.”

Arthur se ha marchado del campamento con la extraña sensación de que Abigail le hablaba diferente a lo habitual, qué le miraba de una manera distinta, con un algo que el hombre ha sido incapaz de entender o de buscarle un nombre concreto.

–¿Qué haces aquí, Arthur? 

Han hablado desde su recuperación pero no a solas y John está distante. Arthur no entiende la razón, hablaron, parecía que estaba todo bien, el propio John dijo que estaban bien. ¿Por qué ahora esa actitud? Marston ha bajado de nuevo la vista hacia su cuchillo, le evita. Morgan, una vez en tierra y acercándose a él con paso tranquilo, se detiene para observarle mas detenidamente. 

Algo va mal. 

–Tú mujer me ha pedido que te busque. 

John suelta un chasquido de lengua, molesto.

–¿Qué te pasa, Marston? –Arthur no quiere andarse con rodeos, no quiere hacer eso largo y tampoco tiene la paciencia suficiente para lidiar con esa situación una vez más.

–¿Qué quieres decir? –su voz suena indiferente. Eso molesta a su amigo.

El sonido del cuchillo siendo afilado se le mete a Arthur en los oídos y se instala en su cabeza de forma molesta. 

–Se que tu cerebro no da para más, Marston, pero tampoco te hagas el tonto conmigo –suena cansado, sin ganas de discutir, ansioso por saber.

–¿Qué coño quieres de mí, Morgan?

John se pone en pie casi de un salto, enfurecido y colérico, como si Arthur hubiese tocado la tecla de piano correcta para hacerlo sonar de forma estruendosa.

–Ya te dije que dejaras de comportarte como un imbécil.

–¿Qué cojones te pasa? –la mirada de Arthur le traspasa, le ha cabreado con su reacción y ahora son dos lobos a punto de lanzarse al cuello del otro.

–Cómo si ahora te importase lo que me ocurre –espeta John, enfundando el cuchillo.

–¿Has discutido con tu mujer y por eso he tenido que venir a buscarte? Y encima tengo que aguantar tu lloriqueo –Arthur gesticula, molesto y alzando la voz.

Y así empieza todo. Con un empujón por parte de John que hace retroceder a Arthur unos pasos, más que ofendido.

–¿Cuál es tu maldito problema, Marston? –Arthur le devuelve el gesto y es testigo de cómo el rostro de John se ilumina de mala manera. 

–¡Tú! –chilla– ¡Tú eres mi maldito problema, Morgan!

–¡Siempre son los demás los culpables de tus putos problemas! –responde Arthur, acalorado. 

–¡Si no hubieses decidido hacer el imbécil conmigo no habría pasado nada! –le señala, le inculpa y cuando parece que va a continuar hablando se calla, lo que hace enfadar más a su amigo.

–¿Fui yo? –Arthur da un paso hacia él y John da otro hacia atrás–, ¿y qué me dices de ti? ¡Decidiste seguir con ello a pesar de tener un hijo y una mujer! –intenta buscar y encontrar un sentido a esa discusión que ha aparecido de la nada–, además, ¿a qué narices viene esto, Marston? 

Algo en la mirada de John le indica a Arthur que antes de que abra la boca y diga las fatídicas noticias, que todo se va a venir abajo, qué se va a cabrear más de la cuenta, qué no es ninguna broma.

Qué una de las peores cosas que podrían ocurrir, ha sucedido. 

– Abigail lo sabe –anuncia, dejando salir el aire de golpe, quedando sin energía, quedando casi enfermo–. Antes de que te secuestraran los O'Driscoll tuvimos una conversación, me dijo que lo sabía, qué nos había visto cómo nos mirábamos, qué tenía sospechas pero que no iba a engañarla diciéndole que no. Obviamente intenté hacerla entrar en razón, ¿vale? Pero no ha servido para nada… 

–Espera, espera… –su tono de voz disminuye, habla casi en un susurro, la última sílaba la pronuncia sin aliento. 

Abigail. Saber. 

No puede ser, ¿verdad? 

–¿Le has contado algo? –su mirada se pierde entre la arboleda. 

–Por supuesto que no, discutimos, lo negué y me fui –John le mira preocupado porque sabe que la ira de Arthur va a salir de un momento a otro y quiere estar preparado–.¿Crees que le diría algo a alguien? No soy ninguna rata, Morgan. 

Lo sabe. Alguien más lo sabe. 

Por la cabeza de Arthur cruzan tantos pensamientos que se ve incapaz de poner un orden que le permita algo de tranquilidad. Sólo saca ciertas conclusiones de todo eso:

¿Van a morir apaleado con la etiqueta de maricones en la frente? 

Sí. Les van a apalear por toda la ciudad hasta llevarles a la horca, colgarles mientras son escupidos por personas desconocidas y por su familia. 

Voy a ver morir a John como vi morir a ese pobre desgraciado cuando era un crío y de nuevo no voy a hacer nada al respecto. 

–¿Arthur? –la palidez en su rostro le disipa el enfado y la frustración.

No. 

No. 

No va a ocurrir nada. Cálmate Arthur Morgan, mantén la cabeza fría, como siempre. No te desmorones ahora.

¡Arthur! 

John le toca el hombro con la mano y este simple contacto hace que el forajido regrese a la realidad, enfoca sus ojos en él y sin que a su amigo le de tiempo a reaccionar le agarra con fuerza del cuello de la camisa y a trompicones le empuja contra el tronco del árbol en el que estaba sentado minutos atrás.

–¿Lo sabe alguien más? –masculla entre dientes. 

–No Arthur, no lo sabe nadie más –le mira con los ojos abiertos pero no asustado, sólo está frustrado y cansado–. Abigail no es así.

–Eres un necio, Marston.

–Entonces somos dos, Morgan.

Hay una tensión en el ambiente, algo que está ahí desde la última conversación que tuvieron y ninguno de los dos se atreve a poner nombre, a dar el paso hacia adelante en ese momento en el que el enfado se ha llevado lo mejor de ellos. Arthur afloja las manos de la camisa de John, sin soltarle y le mira y joder ahora entiendo por qué las mujeres van detrás de él . Aunque ahora tenga el rostro surcado por esas cicatrices, sigue teniendo ese algo especial que le hace atractivo y que en Arthur despierta a un animal dormido que comienza a ladrar sin control por algo de contacto físico. Le jode pensar y admitir que la única persona que le ha hecho sentir algo parecido ha sido Mary. Algo parecido, no lo mismo y eso es lo que le asusta y le hace actuar como un capullo.

John no cree que sea la mejor idea, estar así con otro hombre en plena naturaleza y mucho menos mirarse de esa forma: como dos lobos en celo, reflejando en sus ojos de manera tan clara lo que desean hacer. Pero nada de lo que hay entre ellos es una buena idea, al contrario, es lo peor que ambos han hecho a lo largo de sus vidas teniendo en cuenta que son dos forajidos a quienes les persiguen agentes de la ley y que han matado a más de una persona inocente; a pesar de eso, estar juntos, tocarse, besarse , es la decisión más peligrosa y más estúpida que han tomado. Y aún así son incapaces de dar un paso atrás y cortar aquello por lo sano. Porque estar liado en secreto con el hombre con el que has crecido desde que tenías doce años es lo mejor que puede tener en la vida —y lo peor al mismo tiempo—, junto con su hijo. 

–Arthur… 

Ya está, no necesita más que escuchar su nombre en sus labios con esa voz que parece estar suplicando porque haga lo que quiera con él. No necesita más para lanzarse hacia adelante, rompiendo meses de espera, meses de anhelo y cerrarle la boca con la suya, besándole, robándole el oxígeno de los pulmones y del cuerpo entero; embotando el cerebro de John Marston de tal manera que sólo pueda pensar en lo larga que ha sido la espera. Le tiene acorralado contra el árbol y el cuerpo tan pegado al suyo que no pasa por alto la erección creciente en la entrepierna de John. Se deshace de su sombrero, le suelta la camisa para agarrarle del cuello, de la mandíbula y encajar sus bocas entre jadeos y respiraciones agitadas. John se agarra a su camisa, da tirones, le recorre con nerviosismo, con ganas reprimidas y la fuerza de lo prohibido arrastrandole para que se deje llevar sin pudor alguno, sin vergüenza y sin miedo a ser vistos. Le da igual dónde estén, le da igual lo que Abigail sepa o no; en ese instante lo único que importa es que le está sacando la camisa a Arthur Morgan de debajo del pantalón, le está desabrochando los botones y le está tocando la piel una vez más.

– No creo que tu mujer espere que terminemos así John. 

Le asoma una sonrisa en la comisura de los labios, advirtiendo que se está divirtiendo. Le da un mordisco en el labio inferior, le lame la boca entera, parece que Arthur quiere marcar su territorio en el cuerpo de su amigo. Esto pertenece a Arthur Morgan.

– Dios, Arthur, ¿puedes dejar… –le interrumpe una lengua húmeda juntándose con la suya y cuando consigue separarse habla jadeante, lo más excitado que ha estado en meses–, de joder cada momento? 

– Me gusta joderte a ti.

Arthur le ha levantado los brazos y los agarra con fuerza por encima de su cabeza, contra el tronco del árbol, aferrando sus muñecas, dejando la marca de sus uñas en su piel y la huella de sus dientes en cada rincón por el que le besa. 

– Todavía estoy esperando a que lo hagas bien. 

Hijo de puta , es lo que se le pasa a Arthur por la cabeza al escuchar esas palabras y tras soltar una risa qué le nace de lo más profundo de su deseo sexual, se pega a John por completo, sujetando ambos miembros con la mano que tiene libre y comienza un vaivén sin sutileza alguna, sin calma. Así que quieres que te folle eh, le jadea en el oído, moviendo las caderas al ritmo de su mano . Sí , John se siente vulnerable, con las manos por encima de su cabeza, siendo masturbado contra un árbol por un forajido con muy malas pulgas y un apetito por él que no es capaz de calcular. El pequeño rincón del mundo en el que estaba sentado hace un momento, tranquilo, en paz, se transforma en un escondite donde los gemidos inundan el aire, el sonido de la mano de Arthur se antepone al de los pájaros que pían sobre sus cabezas. Su cerebro en ese momento es una neblina espesa y por eso es incapaz de recordar en qué momento ha decidido ser sincero con su amigo y decirle sin pudor alguno que quiere acostarse con él;  pero no es momento para cuestionarse algo así, las sensaciones de placer le recorren todo el cuerpo, cada centímetro de piel, le erizan el pelo y la carne y le hacen olvidar todo.

Arthur sabe, es consciente, de que se ha descontrolado, de que ha soltado a su bestia y la ha permitido arrasar con todo. No le importa, al menos no mientras escucha los sonidos que emite John y que no sabía hasta entonces que necesitaba tanto escuchar; no mientras su mano está tocando una de las partes más íntimas de su amigo, húmeda, pegada a la suya.

John echa la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados, perdido, exhausto y Arthur aprovecha para dar un bocado en su cuello, arrancándole un chillido que le vibra en la mandíbula. Le suelta las muñecas, John, sudando, le agarra de la nuca y le busca la boca desesperado. Se chupan, se succionan, se miran, se muerden y se comen. Dios, John. Joder, Arthur, sigue. Junta sus manos, le sigue el ritmo, rápido, furioso, se ahoga de placer. Quiero follarte, John. Justo cuando Arthur confiesa, cuando pronuncia su nombre entre jadeos con voz ronca, el orgasmo de John se le cuela entre los dientes, entre un beso líquido, manchando el estómago de ambos. Arthur —como siempre acostumbra a hacer— acalla su grito mordiendo la carne que su amigo tiene a la vista, lo primero que pilla, entre su clavícula. Estallan el uno contra el otro entre espasmos de placer, cansados, sudorosos, seguramente avergonzados pero complacidos sin poder negarlo.

– ¿En serio quieres que lo haga?

Arthur tiene ambas manos a cada lado del cuerpo de John, descansando sobre el tronco, la cabeza apoyada sobre su hombro, respirando con dificultad, dando grandes bocanada de aire porque siente que ha sido uno de los mejores actos sexuales que ha tenido con su amigo y eso que a penas han hecho algo diferente a lo acostumbrado. 

– No voy a repetirlo si es lo que quieres, Morgan. 

La sonrisa le delata y se la contagia a Arthur que le hace temblar con una carcajada que implosiona desde sus adentros, guardada desde hacía tiempo.

– Haré que lo repitas Marston –levanta la cabeza para mirarle. Se estudian unos segundos aún jadeantes a escasos milímetros de distancia. Arthur le mira los labios, viendo el brillo de la lengua tras sus dientes, queriendo besarle una vez más–. Todas las veces que haga falta.

Siguen manchados, exhaustos pero le da igual y vuelve a probarle, un poco, sólo un poco, lo suficiente para poder aguantar hasta la próxima vez que pueda tenerle así. Baja una mano y le aprieta el culo, le acaricia por encima de la ropa.

– Inténtalo. 

Es una provocación. John Marston se atreve a provocar a Arthur Morgan de esa manera, entre saliva, humedad, dientes, mordiscos y una intimidad que nadie debe conocer excepto ellos.

Terminan limpiándose enredados entre suspiros que dejan atrás besos furtivos y que deberían de estar prohibidos. Hablan de Dutch, de cómo va todo. Nada es como antes. Se arreglan la ropa lo mejor que pueden y deciden que John volverá antes al campamento, Arthur aparecerá después, unas horas más tarde. Eso no ha sucedido, es un secreto más. No se han visto en todo el día y Abigail tiene que saberlo.

No se prometen nada pero tampoco les hace falta porque saben que ya no tienen vuelta atrás, ambos comienzan a aceptar —cada uno a su manera— que ese algo que les atrae, que les envuelve y les hace estar juntos, es inevitable.

Y hay algo que no deja la cabeza de Arthur desde esa tarde, le ronda y le carcome pero lo tiene decidido: no permitirá que nadie le ponga un dedo encima a John. No dejará que nadie se atreva a mirarle por encima del hombro o siquiera a imaginar en hacerle cualquier tipo de daño. Si alguien que suponga una amenaza llegase a enterarse de su pequeño secreto se vería en la obligación de borrar del mapa a dicha persona, de callarle la boca y pararle los pies si su maldita intención es atacar a Marston.

Primero tendrá que vérselas con él y Arthur Morgan no es un forajido cualquiera.