Chapter 1
Notes:
Se suponía que esto debía de ser una pequeña secuela del capítulo anterior, pero a medida que lo fui escribiendo lo convertí en precuela, asi que decidí cambiar el orden de los capítulos. Perdón (lll¬ω¬)(lll¬ω¬)
Chapter Text
Desde su lugar, su esposo se veía maravilloso.
Los rayos del sol se filtraban por los grandes ventanales del comedor del palacio, iluminando su rostro, dándole un aire cálido y sereno que lo hacía ver totalmente distinto.
No lo malentiendan, Ataru amaba perdidamente a su esposo tal cual era. Se había enamorado perdidamente del frío, serio y meticuloso ninja de ropas azules, pero ver de vez en cuando al hombre escondido debajo de todo ese uniforme, envuelto en aquel ambiente mundano, no estaba para nada mal.
—¿Cuántos meses llevas, Ninja?—Preguntó Sayuri. La antigua reina del Planeta Kinniku miraba al Chojin japonés con gran interés, casi como si la siguiente palabra que pudiera salir de su boca fuera la revelación del siglo.
—La semana que viene se cumplen cinco meses, Sayuri-san.—Dijo él, sonriendo suavemente. Una sonrisa exquisita y atractiva que hizo que su corazón se derritiera con adoración.
Si estuviera a su lado, Ataru no dudaría en envolver a su esposo entre sus brazos. Desafortunadamente, el primogénito de la familia real había sido obligado a sentarse frente a su esposo porque Sayuri y Bibimba habían sido mucho más rápidas que él, acorralando al antiguo Chojin Malvado en la mesa del comedor para bombardearlo con preguntas.
No es que pudiera culparlas tampoco, ambas estaban claramente emocionadas por la noticia. Lo que era entendible, pues nadie se había esperado ver al esposo de Ataru con un embarazo tan avanzado.
Ataru, El Ninja y sus hijas habían sido invitados al Palacio Kinniku a pasar unas pequeñas vacaciones familiares.
Él pensó que aceptar la invitación era una buena idea. No solo porque los padres de Ataru extrañaban a las niñas y viceversa, sino también porque era una excelente oportunidad para tomarse unos días del trabajo, que estaba más ajetreado de lo normal desde que Ninja se había tomado su licencia médica.
—¿Ya saben que va a ser?—Preguntó Bibimba con ojos brillantes, llenos de curiosidad e interés como los de su suegra.
—Sí.—Dijo el hombre japonés.—Es otra niña.—Ante sus palabras, tanto la antigua reina del planeta como la actual sonrieron maravilladas.
—¡¿De verdad?!—Preguntaron ambas chillando de alegría.
—¡Es una maravillosa noticia!—Dijo Sayuri.
—¡Definitivamente!—Concordó Bibimba.
—¿De verdad van a tener otra niña?—Preguntó su padre, Mayumi, con cierto tono de decepción que no pasó desapercibido para los oídos de Ataru ni para el resto de los presentes en la habitación.
Sinceramente, ni a Ninja ni a él les importaba lo que fuera. Siempre que su hija naciera con buena salud, ambos serían increíblemente felices.
El momento incómodo fue rápidamente cortado por Sayuri, quien no tuvo mejor idea que amonestar a su esposo con un fuerte golpe en las costillas por semejante comentario.
—Y… ¿Ya han pensado en que nombre ponerle?—Preguntó la mujer mayor, ignorando como su esposo mordía la mesa para no gritar de dolor.
Ante la pregunta, Ataru sonrió debajo de la máscara. Sus ojos viajaron rápidamente hacia su esposo, quien le dio una sonrisa suave, señal de aprobación para hablar.
—Sí.—Dijo el hombre en ropas militares.—Va a llamarse Sayuri.
—¡¿En serio?!—Preguntó su madre mientras sonreía de oreja a oreja, mirando a los futuros padres con emoción.—N… no sé qué decir… ¡Estoy muy sorprendida!—Comentó con voz temblorosa. Por un instante, sus ojos se inundaron de lágrimas, pero un rápido movimiento de sus guantes borró cualquier rastro de ellas, reemplazándolas con unas mejillas ligeramente sonrosadas y una amplia sonrisa llena de alegría.
—Ataru lleva mucho tiempo rogándome por ponerle su nombre a alguna de nuestras hijas…—Dijo El Ninja, tomando una pequeña pausa para tomar un poco de agua y clavar su único ojo sano en la mirada molesta de Ataru, respondiendo con una sonrisa llena de diversión que el brillante cristal dejaba ver claramente. El reproché en los ojos del hombre más alto fue claro en su mirada. No entendía esa necesidad de exponerlo por algo que, explícitamente, habían acordado que quedaría entre ellos.—Simplemente le di el gusto.—Agregó el hombre tuerto mientras dejaba la elegante copa de cristal en el mantel blanco, justo al lado de los cubiertos de plata.
—Mayumi también sería un nombre bonito para una niña…—Dijo su padre entre dientes, pero sus palabras fueron rápidamente amonestadas por la antigua reina, quien le dio un codazo.
—¡Oh, Ataru!—Exclamó su madre clavando sus ojos azules en él, totalmente ajena a como Mayumi seguía retorciéndose de dolor en su asiento.—¡Es muy dulce de tu parte, hijo!
—Bueno… es un nombre bonito.—Se excusó, sintiéndose repentinamente avergonzado de que los ojos de todos estuvieran sobre él.
En momentos como aquellos, agradecía llevar una máscara para que nadie viese su vergüenza. Aunque sabía que no era efectiva con su esposo, la sonrisa que adornaba sus perfectos labios era la mejor señal de ello.
El Ninja podía leerlo como un libro abierto y viceversa porque no existían secretos entre ellos.
En ese preciso instante, las grandes puertas del comedor se abrieron, revelando a una sirvienta que llevaba a dos niños de las manos, Mantaro, su sobrino, y Ayame, su hija más pequeña.
Los dos niños no dudaron en soltar las manos de la mujer al ver a sus padres sentados en la mesa, corriendo hacia ellos lo más rápido que sus pequeñas piernas les permitían.
Ayame fue a saludarlo primero. La niña de cabellos negros y ojos azules se agarró del apoyabrazos de su silla, poniéndose de puntitas para darle un beso en la mejilla.
Al verla esforzándose tanto para llegar a él, Ataru se inclinó un poco en su lugar para facilitarle las cosas y, cuando sus pequeños labios rozaron la tela camuflada, su corazón se calentó con gran alegría.
Los besos de sus hijas o de Ninja eran todo lo que necesitaba para que cualquier día se convirtiese en un buen día.
Cuando ella se separó, Ataru no dudó en llevar su mano hacia esa tierna cabecita para acariciarla. Una caricia que Ayame aceptó con gran alegría, tan pronto como la gran y cálida mano de su padre se apoyó contra su cabeza, ella se reclinó ante su toque, acurrucándose como lo haría un gato.
Su pequeña Ayame era mucho más tranquila y un poco más seria que Kazumi. Ella se esforzaba mucho para demostrarles que era tan capaz como su hermana mayor, siempre tratando de mostrarse independiente y diligente. Pero ese carácter solo hacía más encantador el hecho de que ella fuese tan susceptible a las caricias de su hermana, Ninja o de él.
Sus ojos viajaron hacia su esposo. Pensó que vería a Kazumi, su hija mayor, besándole la mejilla, pero, para su sorpresa, la niña no estaba allí.
Un vistazo rápido le hizo ver que no estaba en la habitación y eso se le hizo muy extraño, porque su hija mayor nunca se separaba de Mantaro ni de Ayame cuando jugaba con ellos. Ella era demasiado responsable para dejarlos solos.
—¿Dónde está tu hermana, Ayame?—Preguntó Ataru, mirando a la niña que ahora estaba saludando a su otro padre con un beso en la mejilla.
—Fue a buscar más flores para terminar esta corona que estábamos haciendo para la abuela.—Dijo la niña, yendo nuevamente a su lado para mostrarle la mencionada corona. Era demasiado grande para las manos de una niña de cinco años, pero estaba muy bien hecha, aunque claramente estaba incompleta. El pequeño grito de emoción de su madre no pasó desapercibido para sus oídos.—Mantaro es torpe y terminó rompiendo muchas de las flores que juntamos.—Explicó la pequeña de ojos marinos mientras señalaba al niño que ya estaba sentado al lado de sus padres.
—¡Eso no es verdad!—Dijo el mencionado, arrugando el entrecejo con molestia tan pronto como se dio cuenta que hablaban de él.—¡Eres una mentirosa, Ayame!
—No hiciste nada porque todas las flores que agarraste terminaron destruidas, bruto.—Respondió la niña de pelo negro. En respuesta, Mantaro hizo un ruido ahogado, casi como si lo hubieran atrapado con las manos en la masa.
—Ayame.—Dijo Ataru con voz suave pero firme, pidiendo a su hija que se detuviera mientras se levantaba. Ante el llamado de atención, Ayame bajó la cabeza avergonzada, murmurando un pequeño lo siento. Al ver el regañó, Mantaro se rio, pero una mirada severa de su madre bastó para hacerlo callar y bajar la cabeza, murmurando las mismas palabras que su prima mayor.—Iré a buscar a Kazumi.—Declaró él, posando los ojos en su esposo, quien asintió suavemente mientras le daba una mirada comprensiva.—No tardo.—Agregó mientras se marchaba rumbo al jardín.
Solo tardó unos pocos minutos. Si de por sí el camino hacia el jardín desde el comedor no era muy largo, su prisa hizo que fuera relativamente más corto.
—¡Kazumi!—Llamó, mirando hacia todas direcciones. No la veía por ningún lado, ni por los arbustos elegantemente recortados, ni en los campos de flores coloridas.—¿Dónde estás? ¡Es hora de comer! ¡Tus abuelos te están esperando!—Dijo.—¡Kazumi!—Volvió a llamar, pero, como en las veces anteriores, no hubo respuesta.
Ataru respiró profundamente mientras sus ojos seguían escaneando cada pequeño rincón, no estaba escondida entre los árboles ni estaba dándole de comer a los peces del estanque.
El palacio era un lugar seguro, volvió a repetirse esa idea una y otra vez mientras buscaba a su hija de ocho años. Aunque Kazumi estuviera sola en el jardín, había guardias y sirvientes por doquier, no había forma de que pudiera pasarle algo en el corto tiempo en que la habían dejado sola.
Eso era lo que quería creer, lo que se aferraba a pensar mientras seguía buscando.
El sonido de las hojas moviéndose hizo que girase la cabeza hacia su derecha, encontrándose con un arbusto que se agitaba levemente.
La enérgica risa de su hija hizo que Ataru volviese a darse el lujo de respirar. Su corazón comenzó a disminuir su agitado ritmo a medida que daba largos pasos hacia donde había provenido aquella dulce risa.
—No vuelvas a asustarme así, hija.—Dijo el hombre metiendo sus manos entra las ramas del arbusto para sacar a la pequeña. No tuvo problema en encontrarla. Tan pronto como sus manos sintieron la tela algodonada de su vestido, el hombre de ojos azules agarró delicadamente la cintura de su hija para alzarla sobre su cabeza.—¡Aquí estás, pequeña…!—Las palabras afectuosas se detuvieron en el preciso momento que vio que lo que levantaba en el aire no era a su hija en absoluto.
El desconcierto y la sorpresa se plasmaron inmediatamente en su rostro al ver que lo que sostenía era un muñeco de arcilla del mismo tamaño que su hija, un muñeco que tenía su vestido azul, todo sucio y lleno de tierra.
—¡Ataque sorpresa!—Gritó una voz desde arriba.
Segundos después, sintió que algo le caía encima. Ataru no entendió lo que estaba pasando hasta que sintió un par de bracitos demasiado familiares rodear su cuello desde atrás y sus oídos volvieron a escuchar la dulce e inocente risa de su hija.
Tan rápido como el alivio invadió su corazón agobiado de miedos paternales, se tiró hacia adelante, cayendo a la hierba de rodillas y manos, mientras su hija volvía a reírse con alegría al ver que su ataque había sido exitoso.
—¡Ah…!—Exclamó. Un grito falso y dramático salió de sus labios sonrientes y enmascarados antes de volver a incorporarse sobre sus rodillas y usar sus manos para agarrar a la pequeña garrapata que tenía pegada en la espalda. Kazumi soltó un grito de sorpresa mientras su padre la manejaba rápidamente en el aire, atrapándola en pocos segundos contra su pecho musculoso.—Nunca bajes la guardia, Kazumi.—Dijo, la sonrisa en sus labios seguía intacta mientras miraba a la niña.
—¡Eso fue genial! ¡Enséñame a hacer eso, pa!—Exclamó la niña. Su corazón se calentó con adoración mientras observaba como los ojos bien abiertos de su hija se iban llenando del tierno brillo de la emoción.
—Cuando crezcas.—Respondió Ataru.
—Siempre dices eso.—Dijo Kazumi, inflando sus mejillas en un tierno puchero.—¡Me dices lo mismo desde los cuatro! ¡Ya tengo ocho y nunca me enseñas nada!—Exclamó.
—Eso no es verdad, yo te enseño a dar besos… ¡Así!—Dijo de repente, comenzando a besar el rostro de su hija por todo ángulo posible. Ante aquel sorpresivo hecho, la niña solo pudo reírse, aceptando su ataque sin oponer resistencia. Ataru atacó a su hija hasta que sintió que fue suficiente, desplomándose sobre la verde hierba del jardín del palacio antes de finalmente soltar a la niña de sus fuertes brazos.—Estás sucia.—Dijo. Kazumi estaba acostada en su pecho, mirándole con una sonrisa y las mejillas coloreadas de tanto reír. Su cabeza estaba ligeramente inclinada, invitando a Ataru a acariciar aquellos revoltosos y enmarañados mechones de cabello castaño en vez de quitarle las ramas y hojas que lo adornaban.
Kazumi estaba hecha un desastre. Su cabello castaño estaba desarreglado, lleno de hojas y ramas y lo peor, no había rastro alguno de las cintas con las que su esposo le había atado el cabello con tanto esmero.
Estaba seguro de que, si El Ninja la veía así, recibiría un regaño por eso más tarde. Uno que la dejaría una buena temporada castigada porque su pareja no iba a pasar por alto que la niña también hubiese ensuciado toda su ropa.
Pero aunque fuera un poco revoltosa, Ataru sabía lo atenta y amable que era, y él no la cambiaría por ninguna otra.
—¿Estuviste trepando muchos árboles?—Preguntó mientras se sentaba, no sin antes acomodar a su hija para que quedase sentada entre sus piernas. Así, comenzó con su labor de alivianar su inminente castigo, pasando sus dedos por su cabello, quitando las ramas y hojas con cuidado, disfrutando de la sensación suave que aquellas hebras le producían mientras las separaba y las limpiaba.
—¡Sí!—Dijo la pequeña de ojos azul oscuro con una amplia sonrisa mientras se giraba para verlo, el brillo de emoción en sus ojos hizo que sonriera.
—Mira al frente, hija.—Pidió. Por más que le encantaba la idea de quedarse mirando esa carita emocionada toda la vida, tuvo que pedirle que mantuviera la cabeza derecha y mirando al frente para poder seguir con su trabajo.
—Lo siento.—Dijo la niña mientras obedecía.—¡Vi un nido de pájaros!
—¿Un nido?
—¡Sí!—Afirmó, asintiendo para reforzar su punto.—En ese de allí.—Agregó mientras señalaba el árbol en cuestión. Al ver que se trataba de un árbol bastante alto, Ataru no pudo evitar angustiarse ante la imagen de su niña subiéndose allí sin supervisión, trepando frágiles ramas que ante el más mínimo movimiento descuidado podrían romperse, haciéndola caer y…—La mamá le estaba dando de comer a sus hijitos ¡Eran tan pequeños! ¡No tenían plumas!—Las palabras emocionadas de Kazumi hicieron que Ataru perdiese el hilo de sus temores, prefiriendo volver a centrarse en la historia que su hija le estaba contando con tanta emoción.
—¿De verdad?
—¡Ni una!—Dijo la niña.—Debe ser porque acaban de nacer… ¡Como cuando Aya nació, ella no tenía pelo cuando salió del estómago de papá!
—Es justo como dices, hija.—Dijo Ataru. Finalmente, luego de batallar un poco tanto con la maleza como con la inquieta niña, el hombre había conseguido darle a aquella maraña castaña un aspecto mucho más presentable. Ya no tenía el lindo peinado de princesa que Ninja había pasado horas en hacerle, pero, por lo menos, ahora su hija no parecía recién salida de una selva. Con eso listo, Ataru puso sus manos sobre el muñeco de arcilla para quitarle el vestido azul y devolvérselo a su dueña original.—¡Eres muy inteligente!—Ante esas palabras, la sonrisa de la niña se tiñó de orgullo, recordándole al hombre la expresión que solía tener al mostrarle una buena calificación.
Pese a que podría ver aquella expresión todo el día, sus ojos azules se desviaron hacia el muñeco ahora desnudo en sus manos. La textura y el detalle de aquel muñeco eran idénticos a los que su esposo solía usar para sus técnicas.
—¿Quizás solo se lo regaló para jugar?—Pensó, tratando de alejar aquel mal presentimiento que comenzaba a flotar desde lo más profundo de su mente. Kazumi era inteligente, no sería raro que se le hubiera ocurrido usar el muñeco para sorprenderlo por su cuenta.
—¿Te gusta?—Preguntó la niña.
—Es muy bonito, hija.—Dijo rápidamente mientras volvía a su tarea de acomodar el vestido occidental de color azul, subiéndole el cierre de la espalda para luego alisar los arrugados volantes.—¿Te lo hizo papá?—Preguntó. Solo para asegurarse, Ataru miró los pies de su hija, sintiéndose aliviado de ver sus zapatillas puestas y los cordones bien atados, justo como los había dejado esa mañana.
—Sí.—Dijo Kazumi.—Traté de hacer uno yo, pero se me rompió cuando traté de usarlo. Papá me dijo que fue porque no trabajé bien las articulaciones ¡Así que prometió ayudarnos la próxima vez!—Agregó con una sonrisa mientras se metía las manos en los bolsillos del vestido y le mostraba un puñado de margaritas, fresias y verónicas que casi rebalsaban en sus pequeñas y bronceadas manos.—¡Mira, pa! ¿Te gustan? Son para la corona que Taro, Aya y yo estamos haciéndole a la abuela.
—Sí. Ayame me dijo que por eso no habías vuelto con ellos.—Dijo levantándose.—Vamos adentro, ¿Está bien?—Dijo mientras le ofrecía la mano.—Todos nos están esperando para comer.
—¡Está bien!—Exclamó la niña volviendo a meterse las flores a los bolsillos para luego tomar la mano de Ataru y comenzar a caminar a su lado.
—Kazumi… ¿Puedo preguntarte algo?
—Sí.
—Hace un momento dijiste ayudarnos ¿Qué querías decir con eso?
—¡Es que la muñeca de Aya también se rompió cuando trató de usarla! Aunque papá dijo que su problema fue que la hizo muy delgada.
—¿Ayame también estaba?—Preguntó, tratando de que la sorpresa no se filtrase en su voz. Enterarse de que Ninja le estaba enseñando ese tipo de cosas le generaba un extraño malestar, pues nunca le había comentado nada al respecto.
Enseñarles a sus hijas a hacer muñecos no tenía nada de malo. Ataru apreciaba el hecho de que aprovechase su descanso para pasar algo de tiempo con las niñas, pero el hecho de que les enseñase a hacer el mismo tipo de muñecos que él solía usar para sus técnicas le generaba una gran inquietud.
Ellos siempre se contaban todo ¿Por qué no le contaría eso? Y si no se lo había contado, ¿Qué más cosas le estaba escondiendo?
—Sí.—Dijo Kazumi.—Papá nos enseña juntas porque dice que es bueno que ambas aprendamos todo ¿Verdad, Aya?—Preguntó la niña volteándose.
En ese instante, Ataru se sobresaltó al escuchar el ruido de unas ramas moviéndose. Al clavar los ojos en la dirección en la que miraba la pequeña de cabellos castaños, el hombre de ropas militares se sorprendió de ver a Ayame, colgada de una rama boca abajo.
—Sí.—Dijo la niña de kimono verde.
—¡Ayame! ¿Desde cuándo estás ahí?—Preguntó mientras la tomaba en brazos, girándola para que la sangre no se le fuera directamente al cerebro. Incluso aunque la rama parecía lo suficientemente fuerte como para aguantar un rato su peso, uno nunca podía estar seguro.
—Te seguí porque estaba aburrida.
—¿Y tu padre lo sabe?—Preguntó alarmado.
—Él me dejó venir.—Respondió la pequeña de cinco años mientras rodeaba su cuello con sus pequeños brazos.
—¿Viste las flores?—Preguntó Kazumi.
—Son bonitas.
—¿Verdad?—Dijo Kazumi con una amplia sonrisa.—¡Estoy segura de que a la abuela le encantará la corona!—Mientras ambas hablaban, Ataru respiró profundamente mientras apretaba los labios y sentía como un nudo se le formaba en el estómago por el repentino golpe de información.
—Kazumi ¿Qué quieres decir con todo? ¿Qué otras cosas les ha estado enseñando su padre?—Preguntó.
—Bueno…—Dijo la niña de cabellos castaños.—Nos enseñó a escondernos, a trepar y a saltar muy, ¡Muy alto!—Exclamó mientras levantaba sus brazos.—Papá siempre nos enseña a hacer cosas geniales como las que hace él ¡Dice que podemos ser unas ninjas muy buenas si nos seguimos esforzando!—Comentó con un entusiasmo que le hacía sentirse horrorizado.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre.—Dijo Ayame. La honesta respuesta hizo que el corazón se le detuviese. Su hija solo tenía cinco años ¿Cómo debía tomar ese siempre?
—¡Sí!—Exclamó Kazumi.—¡A diferencia tuya, papá sí piensa que podemos hacer cosas geniales!—Agregó poniendo las manos en sus caderas e inflando su pecho con orgullo. Ataru sintió la puñalada de reproche como un puñetazo en el corazón, pero fue incapaz de contestar algo. Solo miró a su hija con sorpresa mientras los engranajes de su mente seguían procesando todo.
—¿Papi?—Preguntó Ayame. El hombre volvió a la realidad al sentir la pequeña mano de su hija contra su mejilla.
—¿Estás bien?—Preguntó Kazumi mientras apretaba su mano y lo miraba con angustia.—¿Estás molesto por lo que dije?
—No. Solo estoy sorprendido.—Comentó Ataru mientras retomaban su marcha rumbo al palacio.—Nunca me imaginé que su padre les estaba enseñando esas cosas.
—¡Quizás puedas venir al entrenamiento algún día! ¡Sería genial que vieras todas las cosas que papá nos enseña!—Dijo Kazumi sonriendo ampliamente. Aquella idea lo tensó, todos sus músculos se apretaron rígidamente mientras se esforzaba por no volver a detenerse.
—Me encantaría.—Ataru se forzó para sonar honesto, pero el horror que se le había anudado en las entrañas le hacía difícil el mostrarse alegre o conmovido por la inocente invitación.
Afortunadamente, Ayame y Kazumi creyeron en la falsa honestidad de sus palabras. Sus hijas volvieron a hablar sobre las flores, sobre como trenzarlas para hacer la corona mucho más bonita, pero a este punto su padre no pudo prestarles mucha atención.
Tenía mucho que procesar.
De Kazumi, sus ojos viajaron a Ayame. Miró sus pequeños cuerpos de arriba a abajo, buscando moretones, raspones, quemaduras, todo tipo de heridas que un niño no debía tener, pero no encontró nada fuera de lo normal. Incluso rebuscó en su memoria para tratar de encontrar algo inusual, pero no había nada.
En ningún momento sus hijas no habían podido caminar por el dolor, en ningún momento las había visto escupir sangre o desmayarse por el cansancio extremo. Por más que buscara y rebuscara en su memoria, no había ni hubo nada raro en sus hijas, no había ni hubo ningún cambio drástico.
Ambas eran felices, disfrutaban de una infancia inocente y sana.
Pero Ninja las había estado entrenando a sus espaldas y eso cambiaba todo.
Ellos habían quedado en algo, se habían prometido que las protegerían y les darían la infancia que ellos solo pudieron soñar.
¿Dónde habían quedado esas promesas? ¿Habían sido sinceras en algún momento o solo habían sido palabras vacías?
El solo pensamiento lo hacía sentirse enfermo, pero aun así siguió caminando. No podía mostrarse mal ante sus hijas, no quería asustarlas, pero no podía dejar las cosas así. No podía dejar que su esposo siguiese haciendo lo que quisiese, no con sus hijas, no a su espalda.
Por más que fuera un mero recuerdo, por más que ya lo hubiese superado, recordaba esa desesperación muy bien. No podía dejar que ninguna de sus hijas experimentase algo así, no por un maldito legado que era innecesario en tiempos de paz.
Cuando tuviese una oportunidad, cuando tuviera la mínima posibilidad, ambos iban a hablar.
Chapter Text
—¿Podemos hablar un momento?—La voz seria de Ataru le hizo ver que era algo importante. Su único ojo sano lo observar unos segundos, El Ninja no necesitaba ninguna de sus técnicas para saber lo que quería decirle. Diez años de matrimonio se habían convertido al hombre frente a él en un libro abierto.
Ya sabía sobre qué quería hablar. Lo supo desde el momento en que volvió con las niñas para almorzar. Con solo ver sus ojos supo que lo había descubierto, pero, en lugar de sorprenderse o mostrarse preocupado, solamente asintió.
Sabía que tarde o temprano iban a tener que hablar sobre eso , aunque el lugar no era el mejor. Hubiera preferido no hablar de esto en medio de sus vacaciones, con la familia de su esposo y sus hijas como posibles testigos, pero supuso que era una de esas sorpresas que la vida solía darle a uno cuando menos se lo esperaba.
Dejó su libro sobre la pequeña mesa que los sirvientes habían preparado para él con té y aperitivos. El último tomo de la saga que estaba leyendo sonó suavemente sobre la superficie de madera lustrada mientras apartaba su mirada de su esposo para observar su alrededor, buscando a sus hijas en el inmenso jardín del palacio Kinniku.
A unos pocos metros de ellos, rodeadas de juguetes y muñecos, supervisadas por su tía Bibimba y sus abuelos, Kazumi y Ayame estaban jugando en la casita con su primo, Mantaro.
El primogénito de los actuales reyes del planeta trataba de escapar, moviéndose de un lado al otro como un gusano que había sido atrapado por un ave, pero por más que se retorciera y forcejeara, su lucha era inútil porque el agarre de Kazumi era firme.
El mayor de los tres niños lo tenía atrapado en un Sleeper Hold . La llave obligaba al niño más pequeño a mantenerse sentado, incapaz de moverse bajo la amenaza tacita de que la niña podría ejercer mayor fuerza contra su cuello.
Mientras ella se encargaba de mantener inmovilizado, Ayame le ponía un babero y un gorro, ambos rosados y con volantes. El Ninja estaba muy seguro que las niñas le habían quitado esos adornos a alguna de sus muñecas para así convertir a su primo en el bebé perfecto para jugar.
Mantaro, como se esperaría de un niño de cinco años cansado de ser el juguete favorito de sus primas y consciente de que no iba a poder hacer nada ante la fuerza combinada de las dos niñas mayores, trataba de escapar a esa humillación de la única forma que se le ocurría, gritando a todo pulmón por la ayuda de algún adulto, lloriqueando casi como si fuera un bebé de verdad.
El pobre niño no se daba cuenta que, soltando gritos esoss tan agudos y escandalosos, estaba haciendo exactamente lo que Kazumi y Ayame querían, pues, mientras Mantaro pedía a gritos la intervención de algún adulto, sus dos hijas intercambiaron una mirada cómplice, una que gritaba que lo tenían donde querían.
Con un movimiento fríamente calculado, Ayame le sacó el chupete a otra de sus muñecas, poniéndoselo a Mantaro para callarlo. Esa fue la señal para que Kazumi lo liberase de la llave y, antes de que siquiera Mantaro tuviera la oportunidad de escapar, lo alzase para mecerlo en sus brazos, casi como si estuviese tratando de hacerlo dormir. Ante ese cambio, el niño ahora pedía ayuda dando patadas de ahogado y lanzando miradas de socorro en todas las direcciones, acciones que no tenían ningún efecto aparte de hacer que las dos niñas mayores se riesen mientras le cantaban una canción de cuna.
Una sonrisa asomó por sus labios. El Ninja sentiría mucha pena por el niño si no estuviera tan orgulloso del trabajo en equipo y la astucia de sus hijas. Estaba maravillado por la demostración de las niñas. No solo por la naturalidad y la rapidez en la que habían llevado todo a cabo, sino también porque ellas se veían tan felices jugando y eso solo calentaba su corazón.
Era hermoso ver a sus hijas disfrutando de su niñez con tanta libertad.
No quería romper su burbuja de diversión, pero tampoco quería irse y dejarlas solas.
—No te preocupes. Ya le pedí a mi madre que las cuidara.—Dijo Ataru sin darle tiempo de soltar una palabra sobre sus preocupaciones.
Él se sorprendió de que su esposo le hubiese leído el pensamiento, solo se había girado para verlo, pero ni siquiera le había dado tiempo para soltar una palabra.
Pero era obvio, así como El Ninja podía leer a Ataru con facilidad, el antiguo Caballero Demoniaco se había vuelto un libro abierto para aquel que había suplantado la identidad de Kinnikuman Soldier.
—En ese caso, vamos.—Dijo mientras se levantaba de su asiento o por lo menos hacía el intento.
Tan pronto como hizo el ademán de ponerse en pie, Ataru lo ayudó, agarrándole del brazo para que se apoyase en él como si fuese un anciano.
Cuando sintió aquellas manos bronceadas sobre la tela azul de su yukata, el hombre de cabellos negros le lanzó una mirada llena de irritación. Apretó los labios al sentir aquellas manos ajenas sobre él, manejándolo como algo frágil, delicado, no como lo que era, un luchador hecho y derecho, con muchos años de experiencia.
El Ninja no necesitaba ninguna ayuda. Estaba embarazado, sí, pero podía hacer las cosas por su cuenta. No necesitaba que nadie lo cuidase. Había pasado por cosas mucho peores y este no era su primer embarazo.
Ataru era consciente de lo que estaba haciendo, pero ignoró su molestia, como había hecho muchas veces en aquellos cinco meses y en sus dos embarazos anteriores, llevándolo de la mano hacia su cuarto dentro del Palacio Kinniku como si fuese una delicada flor.
Y, aunque le molestase, El Ninja no se soltó. Se dejó llevar por los pasillos del palacio porque, aunque lo negase con todas sus fuerzas, muy en el fondo, apreciaba ese trato gentil y protector.
El camino fue corto y silencioso, solo saludaron a unos pocos sirvientes antes de entrar a la vieja habitación de su esposo.
El cuarto, como se esperaría para un primer príncipe de una familia real, era espacioso, aunque increíblemente vacío.
Aparte de la cama, la mesa de noche, una biblioteca y algunos trofeos que parecían recién pulidos, no había nada más. No había juguetes, no había libros infantiles o juveniles, no había nada que indicase que allí había habido alguna vez un niño.
Cualquiera pensaría que eso era natural, que esas cosas se guardaban cuando se daba paso a la adolescencia, pero ese no era el caso de Ataru. Cualquiera que conociese la historia de su marido entendería por qué decía eso.
Siempre que entraba en aquel cuarto, las historias de su esposo sobre su infancia resurgían en su memoria, produciéndole un desagradable malestar porque podía imaginarse al protagonista de aquellas historias allí, tirado, apenas capaz de respirar, cuestionándome que había hecho para merecer sentir tanto dolor.
El niño que se imaginaba siempre que entraba a ese cuarto, sentiría envidia de las niñas que jugaban tan despreocupadamente en el jardín. El propio Ninja en su infancia, sentiría envidia de esa felicidad.
Ataru cerró la puerta, el sonido hizo que volviese a la realidad. Sin dudarlo, el hombre de cabellos negros corrió las cortinas para ver el jardín desde aquel gran ventanal, esperando que algo de luz espantaste el desagradable recuerdo de aquellas tristes historias tan parecidas a las suyas.
Los rayos del sol de la tarde iluminaron el cuarto, espantando los demonios del pasado mientras le permitían ver el hermoso paisaje del jardín real. La vieja habitación estaba a una distancia considerable del lugar en el que sus hijas estaban jugando, pero aun así, no tardó en encontrarlas.
Podía ver claramente a sus hijas aún ensimismadas en su juego. Ambas niñas tironeaban los brazos de su primo como si de un muñeco se tratase, probablemente peleando para ver quién le daría de comer o lo llevaría de paseo.
Kazumi reía, una sonrisa ensanchaba sus labios de oreja a oreja mientras tironeaba el brazo izquierdo de Mantaro, quien pese a llevar el chupete en sus labios, aún sollozaba y trataba de pedir ayuda. La boca de la niña se movía, no podía escucharla, pero El Ninja no necesitaba oír su siempre animada y risueña voz para saber qué le estaba diciendo al niño más pequeño, No seas un llorón, Taro. Solo estamos jugando.
Ayame, por otro lado, tenía sus cejas fruncidas mientras tironeaba el brazo derecho del niño, esforzándose para no dejar que su hermana mayor le ganase en aquel tira y afloja.
La mano cálida de Ataru se colocó sobre su hombro, acercándolo más a su cuerpo musculoso mientras se acercaba a ver a las niñas jugar. Él lo miró, los ojos azules de su esposo se veían tan tranquilos y aliviados, pero tan tristes y preocupados.
Saber que era el responsable de esa angustia, le hacía sentir una dolorosa presión en el pecho.
—Le enseñaste ninjutsu a las niñas.—Dijo finalmente su esposo, sin apartar la vista del ventanal. Sus palabras tenían un tono pesado que al hombre de cabellos negros le parecía exagerado, pero que confirmaba sus suposiciones. Ataru finalmente lo había descubierto.
—Sí.—Confirmó. No veía sentido alguno en tratar de mentir u ocultarlo, no veía nada de malo en sus acciones.—¿Cómo te enteraste?
—Ellas me lo dijeron.—Dijo Ataru. Ninja solo sonrió, nunca les había dicho a sus hijas que no le dijeran nada a su padre, por lo que era inevitable que ambas hubiesen dado una respuesta sincera.
Y, aunque se los hubiera dicho, Ninja estaba seguro de que no habrían podido decirle una mentira a su Ataru. Sus niñas eran buenas y honestas.
—¿Desde cuándo?—Preguntó el hombre de la máscara militar. Los dedos sobre su hombro apretaron la tela azul con una firmeza temblorosa, su esposo estaba nervioso.
—Empecé con Kazumi cuando estábamos esperando a Ayame.—Dijo el hombre de cabellos negros.—Primero fueron cosas pequeñas, como esconderse, usar muñecos de arcilla…
—No le enseñaste a… lanzar kunais ¿Verdad?—El miedo en la voz del otro le hizo sonreír ladinamente, su esposo era demasiado sobreprotector. Kazumi tenía ocho años, pero si fuera por Ataru, no le dejaría ni siquiera cortar su propia comida.
—Por supuesto que no. Que en el Clan Koga nos enseñen a empuñar armas tan pronto como sabemos gatear no significa que yo fuera a hacer lo mismo ¿Sabes?—Dijo.—Como te estaba diciendo… aunque eran cosas pequeñas Kazumi aprendió muy rápido y comenzó a querer aprender más cosas.—Siguió el hombre del yukata azul.—Con Ayame pasó lo mismo, aunque ella comenzó porque su hermana le enseñaba a escondidas.—Dijo. No sabía si a escondidas era la palabra adecuada porque Kazumi no había tenido ninguna intención de ocultarle nada, todo lo que le enseñó a Ayame hasta que él las descubrió, había sido a través de los mismos juegos que él usó para enseñarle lo básico.
Aun así, recordaba muy bien ese momento, cuando había pillado a la mayor de sus hijas jugando en el techo con su hermanita de solo dos años. Ninja subió al techo tan rápido como pudo, solo para encontrar que su hija más pequeña estaba más extrañada de verlo agitado que asustada.
—Como vi que ambas tenían potencial, empecé a entrenarlas el año pasado.—El orgullo se filtraba en su voz mientras recordaba como sus hijas aprendieron los ninjutsus más básicos de su clan en días, mucho más rápido que cualquiera de los niños de la rama principal del clan con los que él había convivido en su infancia.
Era obvio que ambas tenían talento natural para el ninjutsu, pero era esperable, eran sus hijas después de todo.
—A mis espaldas…—Dijo Ataru, sacándole de su nube de orgullo con su voz llena de un dolor evidente. Ese dolor pinchó sus pensamientos, atravesándolos sin piedad hasta apuñalar su corazón con una filosa y fría culpa. El frío se expandió por todo su cuerpo cuando el toque de Ataru se apartó de él.—Les enseñaste a mis espaldas.—Repitió el otro con voz quebrada mientras se giraba a mirarlo.
Ahora, los ojos de Ataru reflejaban todos los sentimientos que había tratado de contener. La traición y el dolor enturbiaban sus ojos azules, volviéndolos oscuros y lúgubres, lastimándolo más y más con cada segundo que los miraba.
—¿Me hubieras dejado si te lo hubiera preguntado?—Preguntó mirándole a los ojos con firmeza. Incluso aunque la culpa le estaba quemando hasta los huesos, no dejó que su voz ni su rostro lo delatasen.
Sabía que lo que había hecho estaba mal, pero lo había hecho por una muy buena razón.
—Por supuesto que no.—Dijo su esposo.—Pensé que habíamos quedado en algo…—Siguió Ataru, rápidamente, evitando que pudiese decir algo más.—Que ambos las protegeríamos.
—Y lo estamos haciendo…
—¡Lo que estás haciendo es todo lo contrario!—Exclamó el hombre de máscara militar.—¡Te dije que las protegeríamos, no que las entrenaríamos! ¡Son tiempos de paz, Ninja, no hay necesidad de torturarlas innecesariamente!
—¡Su entrenamiento las protegerá!—Respondió él.—¡No puedes pretender que vivan en una burbuja todo el tiempo, Soldier! Ellas necesitan aprender a cuidarse por su cuenta ¿Qué pasará con ellas si nosotros…?—En aquel momento las palabras se anudaron en su garganta. Por más que morir era una palabra que no le asustaba y algo a lo que ya le había pasado muchas veces, la idea de dejar a sus tres hijas, de dejarlas solas… desprotegidas le producía un malestar desgarrador, uno al que ningún veneno podría comparársele.—Ya sabes lo que quiero decir…—Dijo cuándo recuperó la voz, incapaz de ver los ojos preocupados que su esposo le estaba dando por haberse quebrado por algo tan tonto como un pensamiento hipotético.
—Aun así…
—Ataru.—Dijo el hombre de cabellos negros colocando su mano sobre su mejilla, interrumpiendo las palabras del otro para dejar en claro todo en una frase.—Yo nunca les haría pasar por algo como lo que tú pasaste de niño. No me importa el legado del Clan Koga, ni el de tu familia. Todo lo que quiero es que nuestras hijas puedan protegerse por su cuenta.—Ante esas palabras, el hombre que se había apropiado del nombre de Kinnikuman Soldier abrió sus ojos azules con sorpresa.
Desde su primer embarazo, Ataru fue firme en su decisión. Él no quería, bajo ninguna circunstancia, que sus hijos aprendiesen nada relacionado con el combate.
En un principio, Ninja apoyó su decisión porque entendía el por qué. Quería que sus hijos tuvieran una infancia normal, algo de lo que ambos fueron privados desde que tuvieron uso de razón. Pero el tiempo pasó y, cuando Ninja finalmente volvió al trabajo, una preocupación comenzó a crecer en él y con ella, la dudas sobre si aquella decisión era correcta.
Los intocables se enfrentaban a peligros de todo tipo, tomaban misiones riesgosas que los ponían contra las cuerdas en más de una ocasión. Siempre triunfaban al final, siempre arrestaban a los criminales, pero ¿Qué pasaría si algún día uno de ellos escapaba y quería tomar venganza? ¿Qué pasaría con sus hijas si ellos no volvían? Ese era uno de los principales motivos por el que había decidido enseñarles a sus hijas a luchar.
Ya había cometido un error así una vez y se juró a sí mismo no volver a cometerlo.
No solo a él. Lo juró sobre sus tumbas, sobre la de Kazumi, la de Ayame, la de Goumen, la de todos esos aldeanos inocentes que habían muerto por su ingenuidad. Prometió que, si volvía a tener que proteger a alguien, le enseñaría a protegerse por su cuenta.
Entendía el miedo de Ataru, pero él tenía sus propios miedos. Por eso había roto su promesa, porque sabía que sus hijas debían aprender a protegerse por su cuenta. No tenían que ser guerreras si no querían, pero debían saber qué debían de hacer en una situación de peligro.
—Yo sé que no lo harías…—Murmuró Ataru. Mientras decía aquellas palabras, la mano del antiguo Caballero Demoníaco fue envuelta por la cálida y callosa mano de su esposo.—Yo sé que nunca se te pasaría por la cabeza hacer algo así… es solo que yo… yo no quiero obligarlas a seguir un camino que no quieran…
—Yo tampoco quiero eso.—Dijo el hombre de la cicatriz en el ojo izquierdo.—Por eso quise respetar tu deseo de no entrenarlas, pero fue Kazumi quien me lo pidió.
—¿Qué?
—Ella quería aprender.—Dijo El Ninja. No pudo contener la sonrisa que se formó en sus delgados labios ante el recuerdo, el otro motivo por el que había decidido llevarle la contraria a su esposo.
Recordaba muy bien ese día, aquella tarde en la que, viendo la televisión con su hija, la pequeña Kazumi de casi cuatro años había comenzado a imitar los movimientos que veía en una repetición de una vieja pelea suya y al ver que no lo conseguía por su cuenta comenzó a pedirle ayuda. Al ver sus ojos llenos de determinación y admiración, Ninja no había tenido el corazón para decirle que no. Tampoco lo tuvo cuando Ayame, un par de años después, vino a él con el mismo pedido y la misma mirada que le hacía querer darles el mundo entero.
Cuando recordaba esas cosas, se daba cuenta de lo blando que se había vuelto por culpa de la familia Kinniku y sus aliados, en especial por culpa del hombre con el que se había casado.
—Sé que debemos protegerlas porque el mundo es un lugar peligroso…—Dijo El Ninja.—Ambos sabemos que no todo el mundo es bueno ni tiene las mejores intenciones… pero también debemos apoyarlas y dejar que sigan su propio camino. No vamos a estar con ellas siempre, Ataru.
—Tienes razón.—Admitió su esposo luego de un momento de silencio.—Supongo que he sido un poco sobreprotector.—Ese comentario le hizo gracia, provocando que se riese. En un principio, trató de ser discreto y solo reírse un poco, pero todo intento de contenerse fue en vano y terminó riéndose a carcajadas un par de minutos ante la mirada irritada de su querido esposo.
—¿Tú?—Preguntó con una sonrisa ladina.—¿Ataru Kinniku siendo sobreprotector? ¡Eso es…!
—Sí, sí, sí.—Dijo el hombre de cabello castaño cortando sus burlas, desviando los ojos con vergüenza mientras sus mejillas se teñían de rojo, contrastando deliciosamente con el verde de su máscara.—¡Ya lo sé! ¡No es nada nuevo! No me eches en cara que me equivoqué, por favor.
—No te equivocaste… Solo quieres lo mejor para ellas, eso no tiene nada de malo.
—Ninja…—Susurró Ataru.
—Lamento no haber sido sincero, Ataru. Espero que puedas perdonarme.—Se disculpó. Por más que quisiera aferrarse a su idea de que lo que había hecho era lo correcto, no podía perdonarse por haber lastimado a su esposo por haber hecho cosas a sus espaldas.
—Tú también estabas haciendo lo que creías mejor para ellas, Ninja.—Dijo el hombre más alto mientras lo rodeaba delicadamente con sus fuertes brazos, enterrando su cabeza en su pecho mientras repartía besos en su coronilla.—No tienes nada de lo que disculparte tampoco.
—Ataru…
—Esto debe servirnos de lección, la próxima vez debemos de hablarlo directamente.
—Sí.
—A partir de ahora…—Comenzó a decir su esposo mientras lo agarraba suavemente de los hombros. El hombre de un solo ojo no pudo evitar sonreír al ver como los ojos de Ataru comenzaban a brillar de emoción.—¡Entrenemos a las niñas juntos! ¡Yo también quiero que ellas aprendan mis técnicas y quiero presumirte que tan buenas son en ellas!—Esa última declaración hizo que sus mejillas se ruborizasen rápidamente.
—¡No estaba presumiendo!—Exclamó avergonzado.
—¡Si lo hacías!
—¡Claro que no!—Respondió mientras comenzaba a golpearlo suavemente.
—¡Te ves tan lindo cuando estás enojado!—Exclamó Ataru mientras lo alzaba y comenzaba a llenarle el rostro de besos, cosa que no solo lo avergonzaba, sino también lo molestaba porque Ataru ahora se estaba burlando de él.—¿Alguna vez te he dicho cuanto me encanta que…?—En ese momento, las palabras del hombre fueron interrumpidas por el sonido de la puerta siendo abierta. El Ninja, completamente avergonzado, estaba listo para gritarle a cualquiera que hubiera venido a interrumpirlos, pero cualquier queja o regañó quedó atrapado en sus labios al ver dos pares grandes de ojos que se asomaban desde la puerta de madera.
—¡No veas, Ayame!—Dijo Kazumi rápidamente al verlos, tapándole los ojos a la niña de cabello negro y vestido verde.—¡Están haciendo cosas de adultos!
—¡No estábamos haciendo nada!—Dijeron ambos rápidamente, como dos adolescentes atrapados con las manos en la masa.
—¿De verdad?—Preguntó la niña de cabello castaño y vestido azul, poniendo sus manos en sus caderas y entrecerrando los ojos. Eso se sintió como una especie de karma, porque en ese momento Kazumi la estaba imitando.
Mientras la mayor los miraba a ambos con sospecha, la más pequeña se quitó las manos de su hermana de los ojos para correr hacia ellos, como si lo único que importase en ese momento era estar con sus padres.
—¿No estaban jugando con su primo?—Preguntó Ataru mientras bajaba a El Ninja, justo un tiempo para que la pequeña Ayame se aferrara a la pierna de su padre, señal de que quería que la alzasen.
—Vinimos porque Mantaro es un bebé llorón y se fue a esconder debajo de la falda de su mamá.—Dijo Ayame mientras era alzada por Ataru, quien solo pudo dedicarle una mirada al hombre de cabellos negros antes de negar suavemente la cabeza y reír por la siempre filosa lengua de su hija.
—Estás convirtiendo a nuestras hijas en asesinas sangrientas—Dijo divertido, aquellas palabras fueron un susurro suave que el hombre soltó luego de rodear su cintura con su brazo libre. El aliento caliente contra su oído le produjo escalofríos, pero usamos todo el autocontrol que le quedaba para no dejarse llevar y mantener la calma. No quería darle la satisfacción de darle otra cosa con la que podría burlarse de él más tarde.
—En las mejores.—Dijo. En su lugar, El Ninja solo le dedicó una sonrisa ladina antes de acercar su rostro al de su marido y darle un casto beso en los labios.
Akira_Kinniku (Bandack2005) on Chapter 2 Sat 05 Oct 2024 03:41AM UTC
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MaidenoIron on Chapter 2 Wed 09 Oct 2024 12:54AM UTC
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