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Culpa compartida.

Summary:

Todo ardía. Absolutamente todo le quemaba el alma. No importaba cuánto gritara o llorara, la galleta ahora iluminada lo había traicionado. Escupiendo sobre su propuesta, escupiendo sobre su vulnerabilidad. Y cómo lo ODIABA.

Viéndose obligado a escapar de su propio dominio junto con sus secuaces mientras lamenta haberle mostrado un poco de él a ese TRAIDOR poca masa mentirosa.

O Shadow Milk no puede creer que Pure Vanilla lo traicione después de haber sido vulnerable con él unas noches antes. Así que ahora embarazado y traumatizado se esconde en el bosque del Hollyberry Kimdong con sus secuaces quienes se encargan de que no muera en depresión

O también conocido como Bubu no sabe cómo resumir un resumen.

Notes:

Que sueño, carajooo

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Chapter 1

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Todo el ambiente era humedo, pesado, demasiado caliente para el bien de las dos galletas en esa habitación.

" M-más! ...f-fuerte...! ". Los reclamos y gemidos desesperados llenaban el lugar. Shadow Milk cookie quién era el dueño de la mayor parte de los mismos no podía sentirse más eufórico y lleno en ese momento. Con embestidas casi tan fuertes como para partirlo completo por la mitad. "Podría desmigajarme en cualquier momento!" Sopasaba su mente confundida en el extasis.

Truthless se queja y gime debido a las garras de la galleta bajo suya que se clavaban en su masa "Ruegame más. N-no te detengas. Tú querías esto...¿n-no es así? Demuéstralo, zorra".

Las palabras de la galleta no podían ser más frias, sin ningun alago o tono cariñoso en su voz. "Sí lo tocaba es porque él lo orilló a hacerlo". Se repetía mentalmente Truthless incapaz de permitirse cuidar con elogios a su captor bajo él. Y es así que mientras sigue profanando las entrañas de Shadow Milk, entrando y saliendo de ese maltratado coño que lo había tentado, se corre sin más con una última estocada anormalmente violenta.

El gutural grito "gemido" lascivo que recibió del bufón una vez descargada su carga en su extremadamente maltratado coño casi valió haber sido contaminado por la manipuladora galleta ahí presente. Shadow Milk por su parte aún se recuperaba de su sesión de casi dos horas follando como jóvenes enamorados, solo que solo uno de ellos allí sentía algo similar al amor por el otro.

" No tenías que tratarme tan brusco, Nilly!". Reclamó la bestia con una diversión canturreada en su voz, como si siguiera burlándose de él aun cuando yo recibió lo que quería. Un poco de polla por un poco menos de dos horas. Truthless solo puede rodar los ojos con indiferencia arreglando sus ropajes para abandonar los aposentos de su ahora señor.

Y Shadow Milk se queda ahí viéndolo salir sin siquiera tener la decencia de haberlo limpiado primero "grosero." Piensa con rabia solo para distraerse mentalmente de la punzada en el pecho que sintió al ser abandonado como si nada en esa habitación.

.

"Déjame ser ...tu amigo". Le dijo a Shadow Milk la galleta ahora iluminada, los ojo de la bestia se abren con una rabia que crecia desde muy dentro en su ser. "¿DIJO?" se repite mentalmente como si no pudiese creer lo que escuchaba y presenciaba. No, no podría haber sido engañado por él. No pudo creer que la primera galleta a quién se había abierto en cuerpo y alma desde hace milenios estaba desechandolo, menospreciandolo y tratándolo como algo que debía reparar, algo roto, feo, incompleto. Débil, vunerable. Ridículo... .

Huyó, definitivamente huyó, no quería ser alguien a quién reparar para Pure Vanilla, un enfermo más, un paciente. Así que después de haber explotado de la rabia frente a él y decirle todo y nada de cómo su pequeña maniobra había roto toda esperanza de que alguna vez vuelva a presentarse frente a él en su larga e inmortal vida. Se dedico a sentarse en el camino donde el portal, en el que sus secuaces y él huyeron, los había dejado una vez estuvieron del otro lado.

Para su suerte (o desgracia) Pure Vanilla no lo había seguido. "Tsk, típico" se dice mentalmente, convencido de que la oferta de amistad de la otra galleta no era más que otra vil mentira. "JEFE, JEFE! ¿SE ENCUENTRA USTED BIEN?". Logra escuchar de parte de Candy Apple, la pequeña galleta parecía casi desesperada por la atención de su amo, fastidiado y muy adolorido la complació dirigiendole una mirada y un "uhm" para que la galleta entendiese que le prestaba (almenos) algo de atención.

" Oh! Se encuentra bien Shadow Milk Cookie, señor!". Celebró la galleta para ser rápidamente silenciada por Black Sapphire a su lado.

" Estás loca, cállate! Aturdes al maestro." Black Sapphire por su parte se dedico a arrodillarse frente a su amo acercando cautelosamente sus manos a las de la galleta superior en un intento de recuperar no solo la atención de la bestia sino también de otorgar un poco de consuelo después de lo que había pasado.

Shadow Milk se estremeció ante el acercamiento pero no emitió sonido, su mirada volvió a ser distante, estando más sumergido en sus pensamientos que realmente consiente de lo que pasaba a su alrededor.

.

Notes:

Son las 2 am así que si tiene faltas ortográficas muy notorias me disculparé por ello.

En el próximo capitulo me gustaría desarrollar más el rol que cumplen realmente Candy Apple y Black Sapphire para Shadow Milk, creo que son lindos y ya, lol. (Al final no hice nada de eso, lmao)

Chapter 2: Esperanza

Summary:

Entre el peso de los días y el murmullo de la noche, una luz lo arrastra lejos del descanso. Despeinado, desorientado, pero con el corazón latiendo distinto, Pure Vanilla avanza. Algo lo espera más allá del umbral… aunque aún no sabe qué.

Dios, soy malo con los resúmenes

Notes:

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Chapter Text

Decir que se sentía angustiado era quedarse corto. Durante los últimos días —¿o quizás semanas?— había estado completamente absorbido por el inagotable papeleo que conllevaba ser un monarca.

Desde su victoria en el Spire of Deceit junto a GingerBrave y sus valientes compañeros, no había tenido un solo instante de respiro. Sus deberes reales y la constante llegada de Cookies desesperadas en busca de refugio lo tenían al borde del agotamiento. Jamás se permitiría rechazarlas; ni él ni los Vanillians serían capaces de hacerlo, no en un momento tan crítico como ese. Con las Bestias aún al acecho, lo más sensato era ofrecer protección cuanto antes.

Pero por más fuerte que intentara mantenerse, ver a tantas Cookies heridas, temblorosas y aterradas comenzaba a dejarle cicatrices invisibles.

Así, tras un día particularmente largo, el monarca se dirigió a sus aposentos en busca de un breve respiro. Apenas cruzó la puerta, se quedó un momento en silencio, contemplando el colchón que lo esperaba. Exhausto, se dejó caer de espaldas sobre las sábanas color avena, dejando escapar un leve quejido. Con movimientos pesados, terminó por acomodarse en el centro de la elegante cama, hundiéndose entre los cojines.

No dijo una sola palabra. Tampoco intentó moverse. Simplemente respiró hondo, cerró los ojos y soltó el bastón dorado que aún sostenía entre sus dedos. Necesitaba ese descanso, lo deseaba con cada fibra de su ser. Sin embargo, su mente se negaba a silenciarse, vagando una vez más hacia pensamientos que ya no podía cambiar, arrastrándolo al recuerdo de la bestia que había enfrentado tiempo atrás.

Llevó las manos a su rostro, en un gesto de evidente frustración. La pregunta, aunque dicha en silencio, pesaba como una piedra en su pecho: ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil? No era solo una duda lanzada al aire, sino un lamento dirigido también a su vieja amiga, la verdad, que parecía más esquiva con cada día que pasaba.

Cuanto más se alejaba la memoria de su victoria en el Spire of Deceit, más se encontraba repensando cómo habrían cambiado las cosas si Shadow Milk Cookie hubiese aceptado su invitación para regresar con él al reino.

 

Se negó a creer que habría permitido que alguien lo mirara por encima del hombro. Conocía bien a su pueblo; sabía que eran compasivos, pero también realistas. Y aunque entendía que su aspecto y su historia podían causar temor —era, al fin y al cabo, una bestia— no podía evitar imaginar un escenario distinto. Uno donde el amo del engaño hubiese sido recibido sin prejuicios, como un igual.

Sacudió la cabeza, apartando ese pensamiento amargo antes de que echara raíces. Quería creer que los suyos habrían comprendido a Shadow Milk Cookie, que lo habrían aceptado... tal como él, Pure Vanilla, había estado dispuesto a hacerlo desde el principio.

 

Decidido al fin a descansar como debía, cerró los ojos con firmeza, rindiéndose al peso del cansancio que cargaba desde hacía días. Pero el alivio apenas duró unos segundos. Una luz intensa, casi cegadora, lo obligó a abrir los ojos de golpe.

La Soul Jam que colgaba de su cuello resplandecía con una fuerza inusual, como si intentara despertarlo, como si lo urgiera a moverse.

Sin tiempo para pensar —ni siquiera para protestar— reaccionó por instinto. Se incorporó con torpeza, enredando las piernas entre las sábanas y cayendo de bruces hacia una de las esquinas de la cama. El golpe fue tan repentino como doloroso.

No tuvo ni un momento para lamentarse. Aún adolorido, ya estaba tanteando el suelo con las manos, buscando a ciegas su bastón dorado. Su vista, siempre tan débil en situaciones como esta, le jugaba una mala pasada.

 

Sintió cómo sus mejillas se teñían de vergüenza, aunque no había nadie más en la habitación para presenciar su desliz. Nadie, salvo la silenciosa y brillante Soul Jam, su eterna guía.

Sin más opción que obedecer, emprendió el camino fuera de su habitación. Su cabello aún desordenado por el breve intento de descanso, y sus ropas impregnadas con el aroma cálido de las sábanas, le daban un aspecto más vulnerable que regio. A cada paso, el resplandor de la Soul Jam lo guiaba como un faro silencioso, tirando de él con una urgencia que no se atrevía a cuestionar.

Atravesó los pasillos en penumbra del castillo, donde todo dormía, menos él. Fue entonces, al girar una esquina, que escuchó el susurro de dos voces apagadas por la sorpresa.

 

—¿Pero qué hace Pure Vanilla Cookie a estas horas de la noche? —murmuró una de las mucamas a su compañera, sin saber que él aún alcanzaba a oírlas.

 

Sintió el rubor subirle de nuevo al rostro. Avergonzado por su aspecto poco digno de un rey, por la imagen de desvelo que proyectaba, bajó la mirada sin detenerse. No tenía palabras, ni fuerzas, para dar explicaciones. Ya habría tiempo para eso. Por ahora, debía seguir el llamado.

Con paso firme, aunque silencioso, continuó hacia una de las salidas del castillo, guiado por la luminiscencia persistente de la Soul Jam. Lo esperaba algo más allá de esas puertas, algo que, en lo más profundo de su alma, ya había comenzado a presentir.

—Amigo mío, guíame... ayúdame a encontrarlo —suplicó en un susurro tembloroso, apenas audible en medio del silencio nocturno.

La súplica no fue lanzada al vacío. Era una plegaria dirigida a la Soul Jam que pendía de su cuello, tan viva y brillante como la esperanza que crecía en su pecho. Estaba casi convencido, con cada latido, de que ese resplandor no era azaroso, sino un llamado. Un lazo invisible que lo arrastraba hacia su otra mitad: Shadow Milk Cookie.

La ansiedad le encogía el pecho. Hacía tanto que no veía a la bestia, al ser que tanto lo había marcado, que aún conservaba su lugar en su memoria, entre la pena, el afecto y el anhelo. Su mano libre, temblorosa por la emoción contenida, se elevó con torpeza hasta tocar la Soul Jam con suavidad. Cerró los ojos apenas un segundo, ofreciendo un aliento silencioso, casi una oración muda: Por favor, llévame a él. Haz que me escuche. Que me vea.

 

El castillo quedaba atrás, envuelto en sombras, mientras el bosque comenzaba a abrirse frente a él. El viento de la noche le acariciaba el rostro, y con cada paso fuera de los muros de su hogar, sentía que el mundo volvía a respirar con él.

 

Y entonces, en lo profundo del sendero bañado por la luz de la luna y el brillo tenue de la Soul Jam… sintió algo. Una presencia familiar, distante, pero inconfundible. Como un eco lejano que solo el alma puede reconocer.

Shadow Milk estaba ahí fuera.

Y Pure Vanilla no se detendría hasta alcanzarlo.

Notes:

CÓMO CARAJOS SACO LA NOTA DEL CAPITULO ANTERIOR DE ESTE CAPÍTULO? (si estas viendo esto y no está ahí es porque logré sacarlo, si sigue ahí, MMMMMIEEEERDAAAAA)

En fin, se darán cuenta de que la escritura cambió un poco, sí, como subí esto a X sin pensar en "hey, quizás gente que conozco allí lea esto" ahora intento no quedar tan mal parado con una mejor narración YEEEEYYYY al meno ya no pensaran que es una total mierda. Puedes ver mi X si gustas, sinceramente qué más da, estaré subiendo arte del fic ahí por cierto, @bubu3r

Sígueme!!!

Chapter 3: Desgarrador

Summary:

La preocupación persistente en los secuaces de la bestia los llevan a toparse cara a cara con la ira de la misma.

Tras haber salido ilesos de ello, solo pueden acompañarlo en la espesa tensión persistente en el lugar, descubrir la fuente de la debilidad de su señor no los llevó a nada más que a la triste y cruda verdad.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

En lo más profundo del bosque del Reino de Hollyberry, el aire era espeso, cargado de humedad, y los rayos del sol apenas se colaban entre las copas altas de los árboles. Entre los arbustos se oía el alboroto de pasos apurados y pequeñas discusiones.

"¡Encontré bayas! ¡El jefe estará tan feliz!" exclamó Candy Apple Cookie con una sonrisa triunfante, levantando la canasta como si llevara un trofeo. Su entusiasmo vibraba con cada paso mientras lanzaba una mirada desafiante a Black Sapphire.

"Bah. Lo que sea," murmuró la otra cookie, más alta y de mirada severa, cargando con esfuerzo mantas, cojines y un par de prendas que había conseguido —de formas poco legales— en el pueblo cercano. "Creo que el jefe agradecerá más dormir en paz que comer cosas llenas de tierra."

"¡Dices eso porque no sabes buscar comida de verdad!" replicó Candy Apple, cruzando los brazos antes de echar a correr para alcanzarlo.

El camino los llevó hasta una cabaña escondida entre la maleza, disimulada a simple vista. No era lujosa ni cómoda, pero era su refugio desde hacía semanas, un sitio lo bastante alejado para mantener a Shadow Milk Cookie lejos de ojos curiosos… y quizás también de algunos recuerdos.

Desde su derrota en Spire of Deceit, su líder había cambiado. Su carácter, siempre intenso, se volvía más impredecible; su humor, más volátil. Dormía más de lo usual, se quejaba de frío incluso cuando el aire era denso y caliente, y su masa comenzaba a notarse inusualmente blanda, como si su cuerpo estuviera perdiendo firmeza poco a poco. La Soul Jam en su pecho, una joya que solía irradiar poder, ahora brillaba de forma tenue y a intervalos, como si respondiera a una fuerza desconocida.

Al abrir la puerta de la cabaña, el silencio fue interrumpido por un jarrón que voló desde el interior y se estrelló contra la pared con un estruendo seco.

"Buenos días a usted también, jefe," dijo Black Sapphire sin cambiar el tono, dejando su carga con cuidado sobre la mesa improvisada en el centro.

"Yo..." comenzó a hablar, pero Candy Apple lo empujó a un lado, corriendo hacia la figura que se asomaba en el umbral de la habitación del fondo.

"¡SHADOW MILK COOKIE, SEÑOR! ¡Le traje bayas frescas! ¡Las mejores del bosque!" anunció con emoción, extendiendo la canasta como una ofrenda.

El aludido se encontraba apoyado contra la puerta, visiblemente agotado. Su coleta mal hecha caía sobre su espalda, y su ropa estaba arrugada, descuidada. Sin su capa, sin su gorguera, sin su aire de bestia indomable, parecía casi… cansado. Su mirada aún retenía esa intensidad cortante, pero sus hombros caídos hablaban de otra cosa.

"Ya se estaban tardando," gruñó al recibir la canasta, aunque su voz no tenía filo real. Solo un fondo apagado, quizás algo irritable. "Me estaba pudriendo del aburrimiento."

"Lamentamos la demora, señor," explicó Black Sapphire rápidamente. "El pueblo no está tan cerca y, como mencionó que sentía frío por las noches, traje unas mantas extra para que descanse mejor."

"¡Y yo estuve buscando frutos desde que salió el sol!" añadió Candy Apple con entusiasmo, aunque bajó la voz al ver que Shadow Milk ni siquiera reaccionaba como solía hacerlo.

La bestia se giró sin responder, caminando hacia el interior de la habitación con pasos algo torpes. Candy Apple lo siguió con la mirada, y por un segundo, creyó ver cómo se llevaba una mano al costado, como si algo dentro de su cuerpo le pesara más de lo normal. A su lado, Black Sapphire apretó los labios con disimulo: ambos sabían que había algo distinto en él, algo que ninguno de ellos lograba comprender del todo, pero que día con día parecía cobrar más presencia en su líder.

Y, por ahora, lo único que podían hacer… era estar allí. Por si acaso.

Mientras tanto, Shadow Milk Cookie podría jurar que estaba viviendo una especie de condena silenciosa. Su Soul Jam —siempre brillante, siempre incordiante— no le permitía conciliar el sueño. Las noches se volvían eternas bajo ese resplandor persistente que palpitaba sin tregua. Para colmo, su cuerpo se sentía más denso, especialmente en la zona del vientre, como si cargara algo que no acababa de entender. El mal humor, por supuesto, era inevitable.

Se dejó caer en una de las sillas desacomodadas del lugar, con un gruñido bajo que no se molestó en disimular. Alcanzó la canasta de bayas y comenzó a comer con desgano, aunque al menos el sabor ácido ayudaba a despejar su mente. Notó, sin necesidad de mirar, cómo sus secuaces se le acercaban con pasos cautelosos.

"Pff." Una mueca cruzó su rostro. No por enfado, sino por esa preocupación constante que parecían arrastrar como si él estuviera a punto de desmoronarse en cualquier momento. Candy Apple se aproximó sin decir palabra, inusualmente callada, lo cual le provocó una ceja levantada y un suspiro exasperado.

"No voy a morirme mañana, ineptos," soltó con frialdad, sin apartar la vista de la canasta. "Así que dejen de actuar como si estuvieran en mi funeral."

A pesar del tono cortante, les ofreció el contenido de la cesta. Ambos tomaron solo un par de bayas, como si temieran abusar de su generosidad, lo cual no hizo más que aumentar su irritación. Eran patéticos… y, en algún nivel que no estaba dispuesto a admitir, esa preocupación silenciosa comenzaba a hacerle sentir un leve ardor en el pecho que no tenía que ver con enojo.

Más tarde esa noche, cuando el silencio del bosque apenas se rompía con el canto apagado de los grillos, la Soul Jam de Shadow Milk Cookie volvió a emitir ese brillo insistente… más penetrante que nunca. Ardía con una luz que no parpadeaba, que parecía invadir el aire, los muebles, su piel. No necesitó enfocarse para entenderlo. No esa vez.

"¿Aún no sabes lo que está pasando?"

La voz no era suya, ni de nadie. Era algo antiguo, una vibración que le hablaba desde lo más profundo de su núcleo. Sus ojos se abrieron como platos, y en el instante siguiente, un vértigo cruel le hizo tambalearse. Se levantó de la cama con una urgencia que rozaba lo salvaje, tambaleando por la cabaña hasta caer de rodillas en el baño.

El vómito llegó sin aviso, espeso, caliente, la poca comida del día mezclada con bilis amarga. El golpe de su cuerpo contra el suelo retumbó en la madera vieja. Cuando por fin pudo levantar la cabeza, con los labios pegajosos y la vista nublada, solo alcanzó a murmurar un quejido desganado:

"Ugh… asqueroso."

El sonido de pasos apresurados rompió el aire. Candy Apple Cookie irrumpió primero, tropezando con el marco de la puerta en su desesperación, seguida por Black Sapphire, que llegó jadeando, alerta. La pequeña se agachó de inmediato, recogiendo el cabello desordenado de su jefe con manos temblorosas, mientras Sapphire, arrodillado a su lado, le rozaba la espalda con una suavidad impropia de alguien tan frío.

"¿Está bien, jefe? ¿Está… respirando?"

La respuesta fue una risa rota, seca, casi delirante. Shadow Milk alzó la vista. Su sonrisa era una mueca torcida, desencajada, como si hubiese cruzado la línea entre el entendimiento y la locura.

"¡Me habló!" exclamó, entre risas ahogadas y ojos demasiado abiertos. Se aferró a su Soul Jam con ambas manos, presionándola contra su pecho con una devoción desesperada. "Mi Soul Jam... volvió a hablarme."

El silencio que siguió fue más espeso que el vómito en la taza.

Candy Apple palideció. Black Sapphire no dijo nada. Pero sus miradas hablaban: miedo. No solo por lo que estaba ocurriendo… sino porque el amo al que habían jurado seguir comenzaba a quebrarse de una forma que ni su magia ni su orgullo podrían contener por mucho más tiempo.

Ambos secuaces se apresuraron a levantar a su jefe del suelo, su liviano comparado con el de ambos, haciendo lo posible por sostenerlo. El aire dentro de la cabaña se había vuelto espeso, irrespirable, como si incluso el bosque contuviera el aliento. Shadow Milk Cookie, sin embargo, reía. Reía con esa clase de sonrisa que no nace de la alegría, sino de un alivio envenenado, de una esperanza empapada en locura. Sus ojos centelleaban, su Soul Jam palpitaba con una luz enfermiza, constante.

"Todo... va a ir mejor... ¿lo sienten? Está cambiando, yo lo sé." Su voz temblaba con una extraña dulzura, como si intentara convencerse a sí mismo más que a los demás.

Pero en cuanto la frase volvió a repetirse en su cabeza, como un eco punzante—"¿Aún no sabes lo que está pasando?"—la risa murió. Cayó como un cristal roto.

La sonrisa desapareció de su rostro como si nunca hubiera existido.

Intentó avanzar, tambaleándose hacia su habitación, pero los brazos de sus seguidores lo detuvieron. Candy Apple sujetó su brazo con fuerza, y Black Sapphire puso una mano firme en su hombro, intentando guiarlo con calma de vuelta a la cama.

“E-Estoy bien, no se preocupen,” murmuró, tenso, forzando una sonrisa que parecía más una mueca, mientras intentaba soltarse. Pero ellos no cedían.

Y entonces, algo dentro de él estalló.

“¡Déjenme en paz!” rugió. La fuerza de su voz hizo temblar la madera vieja de la cabaña. “¡Dejen de tratarme como si estuviera muriendo! ¡No soy un anciano, ni un animal herido!”

Con un violento movimiento se zafó de sus manos. El mundo giró. La habitación pareció inclinarse sobre sí misma, los bordes de su visión temblaron. Pero antes de que pudieran alcanzarlo de nuevo, su magia respondió por él.

Su cabello, largo y suelto, se agitó como una sombra líquida al contacto con la tensión de su cuerpo. No eran solo mechones—eran tentáculos oscuros, nacidos del caos que vibraba en su interior, vivos, extendiéndose por el suelo como si buscaran castigo.

Y lo encontraron.

En un segundo, aquellos apéndices sombríos atraparon a Candy Apple y Black Sapphire, arrastrándolos hacia atrás, sacándolos violentamente de la habitación cerrando con una fuerza invisible la puerta acompañado de un sonido sordo. No los lastimó… no del todo. Pero fue lo suficiente para que comprendieran: lo que sea que estaba ocurriendo, ya no era algo que su jefe pudiera controlar del todo.

Shadow Milk se quedó en medio del cuarto, respirando agitadamente, la luz de su Soul Jam brillando como un corazón enfermo.

Los tentáculos retrocedieron lentamente, desapareciendo entre mechones de cabello que volvieron a caer con un susurro húmedo sobre el suelo. El silencio que siguió fue absoluto. Solo su respiración agitada rompía la quietud, y una palabra vibrando aún en su cabeza, más fuerte que cualquier otra:

"¿Aún no sabes lo que está pasando?"

Todo pareció detenerse.

El silencio se sintió como un peso que se depositaba en sus hombros, y por un instante, incluso la cabaña pareció contener la respiración junto con él. Sus cabellos, antes convertidos en una masa de oscuridad viva, cayeron pesadamente contra su espalda, inmóviles otra vez. Sus manos, temblorosas pero decididas, conjuraron con torpeza un montón de libros apilándose a su alrededor, cayendo abiertos, cerrados, en un caos de tinta y polvo mágico. No eran solo textos antiguos… eran intentos desesperados de entender lo que se negaba a aceptar.

El alma ardía en su pecho, su Soul Jam palpitaba con cada pensamiento oscuro, y su mano—casi instintivamente—se posó sobre su vientre. Como si supiera. Como si allí naciera el dolor. Como si allí estuviera la respuesta.

Siseó, entre molesto y aterrorizado, mientras pasaba página tras página. La información básica sobre biología mágica, manifestaciones del alma, teoría de la transmutación… Nada. Nada que explicara este desorden dentro de su cuerpo y su mente. Nada que calmara el pánico creciente en su pecho.

Hasta que algo en el lomo de un libro en particular llamó su atención: “Los Misterios de la Creación por Magia”.

Sus dedos, aún sucios de bayas y temblorosos, lo abrieron con brusquedad. El crujido del lomo resonó con un peso especial en la habitación.

"Es cierto que el nacimiento de una cookie es un misterio para muchos, aludiendo la vida de todos nuestros compañeros a la fuerza de las brujas, pero ¿qué pasa cuando no es así?"

Soltó una risa seca, más reflejo de nerviosismo que diversión.

"¿Y qué clase de idiota escribiría esto?"

La risa murió antes de nacer del todo.

"Cuando dos cookies mágicas se unen en cuerpo y alma logran crear la chispa de la creación, dándole vida —en teoría— a una cookie que comparte la masa de ambos padres, habilidades y alma."

La página temblaba frente a sus ojos, y no por magia. Fue como si el tiempo se detuviera nuevamente, esta vez más cruel, más personal. El recuerdo de Truthless regresó con fuerza: las manos, el calor, el caos, el vacío que le había dejado después. Apretó los dientes. Su Soul Jam latió una vez más, esta vez con una punzada que casi lo dobló por la mitad.

No—no podía ser. Él jamás—jamás—habría permitido…

Pasó la página, como si huir de esas palabras pudiera cambiar la realidad.

"Mareo y ensoñación excesiva, brillo inusual en galletas con habilidades mágicas, masa blanda..."

La frase se le clavó en los ojos como si fuera una maldición escrita solo para él. Una burla cruel tejida por algún destino enfermo. Su visión se nubló un segundo, no por cansancio, sino por puro pánico.

La respiración se le hizo corta.

Se llevó una mano a la boca, temblorosa, tratando de contener un vómito que ya no era físico. Era la verdad subiendo por su garganta, desgarrándolo.

—No… no puede ser —murmuró con una voz rota, tan ajena a él que ni siquiera sonaba como propia.

Intentó levantarse, pero el suelo parecía más lejos de lo normal. La habitación giraba, y con ella, su mundo entero. El libro cayó de sus manos con un golpe seco, abierto en esa página maldita.

Su mirada bajó de nuevo a su vientre. No lo tocó esta vez. No se atrevió. Como si con solo posar los dedos pudiera confirmar lo imposible.

Una risa temblorosa escapó de su garganta. No tenía humor. No tenía aire.

—¿Esto es una broma? —soltó, su voz quebrada y aguda, casi como si hablara con la cabaña entera—. ¿Una especie de castigo? ¿Un mal chiste de esa basura de alma que tengo?

El Soul Jam brilló como respuesta, sutil, firme. Insistente.

Y entonces, en vez de gritar, simplemente... se dejó caer. Sentado entre los libros, rodeado de palabras que no quería leer y memorias que no quería recordar, con los ojos clavados en el suelo y una única certeza haciendo eco en su pecho:

Algo está creciendo dentro de él.
Y no tenía idea de cómo detenerlo.

El silencio en la cabaña era espeso, apenas interrumpido por el crujir de las páginas agitadas por el viento. Shadow Milk se quedó quieto, con los dedos hundidos en el suelo y el pecho subiendo y bajando como si acabara de escapar de una batalla.

No podía dejar de pensar en ello. En eso. Lo que crecía dentro de él.

Y lo más desconcertante... era que no lo odiaba.

Aterradoramente, no lo odiaba.

A pesar del miedo, del rechazo inmediato, de la vergüenza que todavía se aferraba a su piel como suciedad imposible de lavar... había una chispa. Ínfima. Caliente. Dulce. Una parte de él no quería detenerlo. No quería borrarlo. No quería arrancarlo como si fuera un error.

Pero el pánico era un monstruo más grande.

—¿Qué clase de vida tendría? —se preguntó en voz baja, apenas un susurro que ni los muros escucharon
—. Conmigo. Con lo que soy.

Lo imaginó: una masa pequeña, frágil, que no sabría nada del mundo... mirando hacia él. A él. Buscando consuelo. Buscando amor.

Su alma se estremeció.

—Yo no... sé cuidar —murmuró, más para sí mismo que para justificarlo. Más como una súplica al vacío para que le diera razones, excusas, alguna salida digna.

Pero no la hubo.

Y en ese momento, por primera vez en siglos, Shadow Milk Cookie no se sintió fuerte, ni temido, ni siquiera odiado.

Solo... insuficiente.

Su cuerpo se encorvó, como si el mero peso de la revelación lo hubiese quebrado en dos. El sonido que salió de su garganta fue más animal que cookie, un gruñido tembloroso que no logró ocultar la humedad en sus ojos. Su Soul Jam, esa cosa maldita que no dejaba de brillar, lo observaba con esa luz burlona, persistente, incandescente. Como si se riera de él. Como si supiera más que él.

—¡Cállate! —escupió entre dientes, y con un impulso desesperado, la arrancó de su cuello y la arrojó contra la pared. El impacto resonó seco y agudo en la habitación, seguido de un silencio abismal que pesó más que cualquier grito.

Fue entonces que los sintió.

La puerta entreabierta dejaba colarse una luz cálida del pasillo, y en ella, las siluetas temblorosas de Candy Apple y Black Sapphire se recortaban como fantasmas, testigos mudos del colapso de su líder. No dijeron nada. No había nada que pudieran decir.

Pero entraron.

Primero Candy Apple, con pasos lentos y expresión arrugada de tristeza, como si de pronto hubiera envejecido cien años. Su manita se alzó y se posó sobre el brazo de Shadow Milk con una delicadeza que parecía temer romperlo.

Luego Black Sapphire, más reservado, se arrodilló a su lado, bajando la cabeza sin atreverse a mirarlo directamente. No como subordinado... sino como alguien que compartía su dolor.

Nadie habló.

Y fue en ese silencio —con la Soul Jam apagada a unos metros, y el caos emocional desbordándose por las grietas— que Shadow Milk permitió que sus hombros temblaran. Solo un poco. Solo por un momento.

Porque por primera vez, no estaba solo con su miseria. Y eso, por aterrador que fuese, dolía menos que el vacío.

Notes:

Sí, adelante este capitulo porque estuve muuuy inspirado hoy, si hay errores ortográficos es porque soy un perdedor, lol.

Espero lo disfruten, recuerden que pueden visitar mi X @bubu3r

También quisiera explicar un poco del proceso de gestación cookie en este fic porque me he dado cuenta de que no lo he hecho antes.

En mi retorcida mente dañada por las cookies embarazadas creo fielmente que solo aquellas que poseen magia o son catalogadas como "magicas" pueden gestar a un niño cookie. (Quienes no poseen habilidades mágicas tienden a acudir a hechiceros quienes ayudan con el horneado de su cookie bebé atraves de un hechizo)

El proceso de gestación es corto en teoría pero tedioso en practica, los cambios físicos y de humor de una cookie mágica se asemejan (al menos en lo emocional) al de un humano. Teniendo cambios de humor erráticos o ensoñación excesiva, los antojos son algo que estas cookies sienten a menudo pero cuando no pueden saciarlos son las pequeñas cookies gestadas quienes hacen "rabietas" ocasionandoles dolores o mayor irritabilidad a su madre/padre.

Los cambios físicos que tienden a sentir las cookies gestantes son: masa ablandada (debido a que el bebé tiende a llevarse la mayor parte de nutrientes ocasionando un aspecto más "blando"), brillo inusual en la masa (como pequeñas chispas brillantes), dolores abdominales y de espalda, también calidez inusual de la masa.

Riesgos o Particularidades:

Si uno de los progenitores está emocionalmente inestable, la formación puede debilitarse.

Cookies corrompidas o con magia oscura pueden generar una esencia inestable (p. ej., una cookie nacida con poderes oscuros).

La cookie nacida puede heredar no solo ingredientes y esencia, sino también parte del legado emocional de sus padres.

Es solo un intento de explicación del proceso. Más tarde podría explicarlo mejor o resolver dudas en los comentarios (btw, sigo odiando esa nota asquerosa que no se va pero soy demasiado flojo como para sacarla ;b)

Chapter 4: Anhelo

Summary:

Agotado y guiado por un sueño que no entiende, Pure Vanilla cruza aldeas y visiones en busca de algo que su alma aún no puede nombrar.

 

Entre aromas de hogar, sueños de campos dorados y la risa de un niño imposible, descubre que quizás incluso si el final no le promete nada más que el eco de su propio anhelo, seguirá su viaje hasta concretarlo.

Se viene, señores 🔥

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El alba había extendido sus dedos pálidos cuando el monarca finalmente se detuvo. El pulso constante de su Soul Jam, ese resplandor inquietante que lo había arrastrado desde la noche anterior, se desvaneció sin anuncio alguno. Fue ese silencio el que lo perturbó más. ¿Había llegado al destino? No sentía alivio. No sentía nada. Como sí su camino aún no hubiese encontrado su fin.

Reconocía lo consabido del lugar: casas sencillas, techos curvos de azúcar cocida, caminos de canela y faroles de caramelo derretido. Era una aldea próxima a su reino, lo sabía por el modo en que el la estética del lugar continuaba siendo el mismo desde que abandonó el castillo.

Sus pies, en cambio, no compartían esa certeza. Lo sostenían con la terquedad de quien ha llevado demasiado peso por demasiado tiempo, Mentiría si dijera que no dolía. —"Quizás así él regresaría"— pensó, y al momento se arrepintió de pensar en voz tan alta dentro de su mente. Mentirse no serviría.

Continuó caminando con lentitud, saludando con leves gestos a los aldeanos que lo observaban con una mezcla de respeto y confusión. Su figura era reconocible incluso sin adornos. Algo en él delataba el altruismo de su monarca.

Consideró alquilar un globo. Desde el aire, todo tiene sentido. Pero fue otro sentido el que lo desvió: el olfato. Un aroma conocido, dulce y ácido, con notas de mantequilla y horno. Tarta de arándanos. Como una mano invisible, el olor lo condujo hasta una panadería discreta que parecía casi brillar ante su nueva hambre descubierta.

Se detuvo frente a la puerta. Sus ojos se abrieron buscando reconocer la entrada del lugar, una vez localizada la perilla intentó levantar la mano. No pudo. Su cuerpo le exigía pausa, y la mente flotaba en un espesor extraño. Tardó unos segundos en siquiera coordinar el movimiento hacia la manija.

Antes de que pudiera intentarlo de nuevo, una cookie del interior se adelantó a abrirle.

—¡Señor, hola! Pase, por favor. — dijo con una sonrisa cálida, esa que aún no ha sido corrompida por la sospecha del mundo.

Su cabeza se alzó, encontrándose con la mirada de la cookie, asintió en silencio y entró. La atmósfera del lugar lo envolvió como un abrazo ajeno.

—¿Qué desea probar? — preguntó la joven cookie con entusiasmo.

—Yo... quisiera una rebanada de tarta de arándano. —murmuró con voz leve, casi como si pidiera permiso más que comida.

La cookie asintió, feliz de complacerlo, y desapareció tras el mostrador. Él, por su parte, se dejó caer en una silla cercana con la torpeza de quien no ha tenido descanso en días. Se aferró a su bastón en forma de flor como quien se aferra a lo último que le queda de sí mismo.

Su mente flotaba en lo que parecía una batalla entre el sueño y la lucidez, perdiéndose cruelmente cuando la lucidez pareció rendirse y la oscuridad lo recibió.

No con frío, sino con trigo. Cientos de espigas ondeaban a su alrededor en un campo dorado sin principio ni fin. Allí, en medio de la brisa, oyó una risa diminuta. Volteó.

Había una pequeña figura a su lado. ¿Una cookie? No del todo. Era más masa que forma, blanda y sin color, pero viva. Inconfundiblemente viva. Sujetaba su mano con fuerza pero sin miedo, con esa confianza que solo las cosas nuevas pueden permitirse. Le sonreía.

Él intentó devolver el gesto. Separó los labios con una dulzura que no sabía que aún podía producir, pero entonces, una ráfaga de viento barrió el campo.

Y con ella, una voz lejana, del otro lado del sueño interrumpió el pobre intercambio:

—¡Tarta de arándanos! Aquí está. — musitó con entusiasmo.

Abrió los ojos como si hubiese sido arrancado de otra vida. El calor del campo dorado aún palpitaba en su pecho.

La joven cookie lo observaba con amabilidad, colocando el plato frente a él.

—Gracias. —musitó sin mirarla directamente, aún mareado por el peso de lo irreal.

El aroma de la tarta era idéntico al del campo. El mismo dulce. El mismo ácido.

Y sin saber por qué, sintió que aquella pequeña figura sin rostro lo estaba esperando, en algún lugar mucho más profundo que ese sueño.

 

Más tarde, con el dulce sabor aún anclado en su lengua y la imagen de aquel campo dorado palpitando en el fondo de su mente, Pure Vanilla retomó su andar. El pueblillo se desplegaba frente a él con una calma que no compartía su interior. Seguía buscando algún globo en el que pudiera continuar su viaje, pero cada paso se sentía más errante, más guiado por una brújula que no podía ver.

El cansancio volvió a instalarse en su masa, profundo y terco, como si la gravedad lo halara con más fuerza que al resto. Se detuvo por momentos, contemplando la opción de regresar al castillo, emprender el viaje desde ahí… pero apenas la idea rozó su mente, un escalofrío recorrió su espina como una advertencia.

Su Soul Jam, aunque silenciosa, palpitó con un estremecimiento sutil, un zumbido apenas perceptible que no era dolor, pero tampoco calma. No regreses, parecía decirle, aún no es momento. Y así, Pure Vanilla obedeció.

Ahora incluso imaginar el regreso lo agotaba. La simple proyección mental de sus pasos volviendo sobre sí mismos era como arrastrar un pasado entero que se resistía a ser revivido.

Así que siguió caminando.

El sol descendía lentamente y la aldea, con sus luces suaves y aroma a hogar, parecía invitarlo a quedarse.

Fue entonces que sus pensamientos, nublados por el vaivén del cansancio, fueron interrumpidos por una presencia tenue, una voz que parecía brotar directamente del corazón de ese lugar tranquilo.

—¿Qué dice? —preguntó con voz baja, aún recuperando el enfoque.

La joven cookie frente a él sonrió, sincera, sus ojos brillando con una dulzura que parecía ser típica en su reino.

—Luce cansado... y mi familia estaría más que honrada de acogerlo esta noche.

Por un instante, la propuesta flotó en el aire como una pluma. Él, que en otro tiempo habría rechazado la hospitalidad con una sonrisa amable casi como si fuese mucho pedir, sintió algo distinto esta vez. No era sólo agotamiento lo que lo vencía… era esa vulnerabilidad punzante, casi vergonzosa, que lo había estado acechando desde la noche en que su Soul Jam comenzó a brillar insistentemente.

Miró al joven cookie, luego al cielo que se apagaba, luego a sus propias manos, que temblaban apenas con una desesperada esperanza de descanso.

—Acepto —murmuró, casi como un secreto, con la voz de alguien que se permite ser cuidado por primera vez en mucho tiempo.

Casi podía sentirse descansar mientras seguía a la cookie por una de las callecitas adoquinadas, así comprendió que quizás —sólo quizás— ese pequeño respiro no lo alejaba de su destino, o eso quería creer.

Puesto que si no recibía ese descanso pronto definitivamente no sería la Soul Jam la que dejara de guiarlo, sino su propio desmoronar que le impediria seguir avanzando.

 

Esa noche, lo que parecía ser un merecido descanso para Pure Vanilla se convirtió rápidamente en el lamento de otro sueño extraño.

Caminaba por un bosque sumido en niebla suave, los árboles altos mecían sus copas como si susurraran secretos antiguos. Sabía que buscaba algo, o alguien, aunque no recordaba el motivo. Sólo sabía que debía avanzar. A cada paso, hojas crujían bajo sus pies, y el aire tenía esa textura de algo que está por revelarse.

Fue entonces que escuchó risas. No las burlonas de pesadillas ni las histéricas del recuerdo, sino pequeñas, agudas, risas infantiles que parecían salir desde lo más profundo de un par de arbustos hinchados de hojas verdes. Había algo en ese sonido que le removía el alma: no sólo ternura… era reconocimiento.

Se acercó, guiado más por el corazón que por la razón, y estiró una mano para apartar las ramas.

Justo entonces, una pequeña figura saltó desde el escondite con un rugido juguetón:

—¡Grrr! —gruñó el niño, vestido con un disfraz improvisado de lobo, hecho de retazos de tela y ramas.

Pure Vanilla dio un paso atrás, sorprendido, pero pronto soltó una leve risa. No había peligro, sólo una energía tan viva y pura que casi le dolía. La criatura se tambaleó sobre sus piernas inexpertas, levantando sus brazos como si esperara ser atrapado… o seguido.

—¿Quién…? —preguntó sin poder evitarlo, con un nudo formándose en la garganta.

El pequeño echó a correr entre los árboles, riendo con ese tono dulce que ya comenzaba a grabarse en lo más hondo de su memoria. Pure Vanilla intentó seguirlo, llamándolo, pero cada vez que creía alcanzarlo, el niño se desvanecía entre la niebla, como una visión que se niega a quedarse.

Y justo cuando su mano estuvo a punto de alcanzarlo finalmente, su Soul Jam lo despertó de golpe, lanzando pulsos de luz tan insistentes que dolía mirarla directamente.

Se incorporó en la cama que le habían prestado. El corazón latiendo con fuerza, el eco de la risa infantil aún vibrando en sus oídos.

—"Debo continuar" — Pensó,más decidido que nunca… pero con el alma hecha pedazos.

 

Sin perder más tiempo, se deshizo de las sabanas buscando ponerse de pie, aferrándose a su bastón dorado como si de él dependiera su equilibrio tanto físico como emocional. Con un gesto rápido, barrió su largo cabello de la frente, empujando también el cansancio y la confusión que aún se aferraban a su cuerpo. Tenía que moverse. Ya.

Fue entonces, en ese breve instante entre la resolución y el primer paso, que sus ojos cayeron sobre un bolso. Estaba sobre la mesa de noche, grande, discreto, pero perfectamente colocado. No recordaba haberlo visto cuando el hijo del joven cookie lo condujo amablemente a la habitación. Un nuevo gesto de hospitalidad que calentaba su alma con agradecimiento genuino.

Curioso, se acercó y abrió la solapa del bolso. Dentro, encontró provisiones, algo de ropa sencilla, una libreta en blanco y dos plumas. Sonrió con calidez hasta que una pequeña nota llamó su atención, escrita con una caligrafía amable, leyó:

“Pareces tener un largo viaje que recorrer.”

No había firma. No era necesario. Sentía la calidez de aquella familia en cada palabra, y por primera vez en días, una parte de él se sintió menos solo.

Con un suspiro casi imperceptible, se colocó el bolso cruzado al cuerpo, dejando que colgara hasta su cintura. Antes de irse, arrancó una hoja de aquella libreta que ahora era suya, con una tinta improvisada y una de las plumas regaladas, escribió su propia nota de despedida. Agradecía la hospitalidad y les deseaba un futuro amable, prometiendo que algún día, si el destino lo permitía, regresaría.

Y así, volvió al camino. La noche aún se aferraba al cielo, pero él caminaba con paso firme, su Soul Jam palpitando en un silencio expectante con ese brillo desesperado dictando sus pasos.

No sabía con certeza qué lo aguardaba: ¿una revelación, un destino al que aún no lograba ponerle nombre? Aún no podría saberlo. Pero eso no perturbó la esperanza persistente que se aferraba a su pecho, pequeña pero obstinada: de volver a ver a Shadow Milk. Sentirlo. Entenderlo. Tocarlo, aunque fuera una vez más.

Sin embargo, por primera vez también, estaba dispuesto a aceptar que quizás ese no sería el final del camino.

Y aun así... iba a seguir caminando. Porque incluso si él no era la recompensa, el viaje seguía siendo sagrado.

Notes:

Heeeeyyyyy! Como se dan cuenta me gusta escribir a Pure Vanilla cansado, demacrado y totalmente en la ruina (realmente no es nada personal, solo lo veo como alguien muy ocupado y con muchas responsabilidades que necesita calmarse.) Pero es cierto que tengo problemas con ciertos aspectos de su personalidad, díganme ¿lo escribo bien o apesto en esto?

Por otro lado, creo que se dan cuenta de que la Soul Jam de Pure Vanilla empezó a brillar justo cuando Shadow Milk se arrancó la suya, como si el niño realmente dijese "ush, a alguien tengo que atormentar, duh" y es así! Intenta con todas sus fuerzas de que Vanilla llegue a él y a Shadow Milk lo antes posible.

También quería aclarar que quién realmente "habla" desde la Soul Jam es el alma de esta nueva vida, haciendo de las suyas mientras aún no nace.

Y lo prometido por fin llegó, algunas otras aclaraciones sobre los síntomas del embarazo y señales (en este caso tan extraño) de gestación en galletas:

Sueños y visiones: (sintoma presentado desde Pure Vanilla a causa del rechazo de Shadow Milk a propia Soul Jam)

Sueños proféticos, hornos, estrellas o campos de trigo pueden ser algunos de ellos

En algunos casos, puede sentir la esencia del nuevo ser: emociones, risas, incluso pequeñas respuestas mágicas desde su Soul Jam.

(En caso de Pure Vanilla, al tener el poder que tiene ahora debido a su despertar pudo incluso ver a la masa en sus sueños)

¿Existen anticonceptivos aquí? :

No, no existen, es un tema tan tabú y atípico que una galleta pueda gestar. Sobretodo porque solo aquellas que poseen magia de nacimiento pueden hacerlo (aquellas que aprendieron con el tiempo quedan descartadas y deben acudir a un hechicero que las ayude con el horneado del niño atravez de magia en un ritual)

Existen incluso galletas mágicas que no tienen idea de esa cualidad en ellas, quiero decir, Shadow Milk no lo sabía (la ex-maldita fuente del conocimiento, lol) lo cual solo hace que sea más difícil que en algun momento se desarrolle algún tipo de anticonceptivo.

¿Cuánto dura la gestación?

Sinceramente pensaba que deberían de ser 2 meses (considerando que Pure Vanilla y Shadow Milk se vieron por última vez aproximadamente hace un mes y medio (1 mes y 2 semanas) y que Pure Vanilla apenas logrará llegar al Hollyberry kingdom en aprox 1 mes a pie, el niño ya habría nacido y lograré concretar lo que busco en un encuentro entre los tres ;b

Por cierto este fic será largo como pueden ver, iba a ser más corto pero luego yo simplemente no me informé geográficamente bien del asunto y ahora sufro (como Pure Vanilla) porque Shadow Milk y los demás se encuentran en el Hollyberry Kingdom.

En fin, recuerden seguirme en mi X para más arte del fic :D

@bubu3r

Estaré subiendo un par de dibujos de este capitulo en unas horas o en estos días, yiiiipeeei.

Chapter 5: Pretendiendo

Summary:

Shadow Milk arde en su interior, una llama oscura que devora su fuerza y voluntad. Busca crear algo dulce, pero solo encuentra fracaso y miedo.

Candy Apple y Black Sapphire observan desde la distancia, mientras él se pierde en su tormento. Un libro oculto revela la verdad y ninguno parece estar realmente listo para afrontar lo que enferma a su amo. Pero... ¿qué otra opción tenían?

Notes:

Sigo sin saber cómo hacer resúmenes, ayuda.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Un inusual olor a caramelo se arrastraba por la cabaña como un fantasma dulce y persistente. Aquella estructura enclenque, carcomida por el tiempo y el olvido, no debería oler tan... cálida. Era una contradicción, una mentira doméstica, y tal vez por eso resultaba tan adecuada para quién la habitaba.

Dentro, entre sombras largas y charcos de masa sin batir, estaba Shadow Milk. La gran bestia del engaño vestida de sonrisa torcida, el portador de la verdad y la mentira. Y sin embargo, en aquel momento, no era nada de eso. No era más que una figura encorvada frente a un horno que escupía más humillaciones que calor. Su rostro, azul pálido bajo la luz tenue, se contraía cada vez que el temporizador sonaba. Y allí estaba otra vez: un pastel que no había subido.

Su frustración era tan cruda que casi podía olerse, colándose entre el azúcar y la vainilla quemada. Se aferraba al borde de la encimera, los nudillos blancos, los ojos vacíos. ¿Si no podía hacer que un pastel subiera… cómo iba a alimentar a un niño? ¿Cómo se supone que iba a calmar el llanto hambriento de una criatura si todo lo que tocaba se desplomaba? La idea le rompía algo muy profundo, una pieza antigua que ni él sabía que conservaba.

El embarazo —esa palabra que aún le costaba pensar sin estremecerse— había llegado como un trueno en una noche sin estrellas. Lo había partido en mil. Lloró aquella primera noche con una desesperación silenciosa, consolado apenas por la presencia muda de Candy Apple y Black Sapphire. No preguntaron. No presionaron. Sólo se quedaron.

Ahora cada día era un ejercicio de contención. Fingía normalidad mientras intentaba comprender la vida que se formaba dentro de él, una vida que lo necesitaba entero… cuando él apenas lograba mantenerse en pedazos.

Cada vez que Candy y Black salían a recolectar provisiones y más comodidades para su refugio, la cabaña se transformaba en una escena de ansiedad. Shadow Milk limpiaba hasta que dolían sus dedos, releía libros de crianza con una concentración desesperada y, sobre todo, cocinaba. O lo intentaba. No por hambre. Por necesidad. La de saber si podría, al menos, ofrecer algo. Ser algo.

Pero los bizcochos caían como él: suaves por fuera, colapsados por dentro.

—Lo robé, no tienen que exagerar.—decía, cuando Candy elogiaba el sabor de alguno, con el ceño fruncido y sin atreverse a mirarla.

—Entendido, señor!—le respondía ella con burla tibia, casi cariñosa.

Y aunque parecían bromas, todo dolía. Porque ambos sabían que mentía. Que lo intentaba. Que fallaba. Y que el fallo lo estaba hundiendo más que cualquier otra cosa.

Black Sapphire lo notaba. No decía mucho, pero lo veía todo. El orden minucioso, los estantes relucientes, el olor leve a miedo en el aire. Le molestaba no el fracaso, sino el silencio. Esa manera de alejarles, como si la herida que llevaba dentro no fuera también su responsabilidad.

—"Nos necesita" —se decía cada noche. Y cada mañana sentía más rabia por no saber cómo acercarse sin empujarlo más lejos.

Candy Apple, por su parte, comenzaba a quebrarse también. Lo disfrazaba con sarcasmo, con bromas molestas y gestos grandes, pero era tan evidente como el pastel quemado en la mesa: no soportaba verlo así. No soportaba ser rechazada. Porque la mentira ya no era un juego. No era una travesura. Era un muro.

Shadow Milk les ocultaba los síntomas, sus miedos, las dudas. Y sobre todo, quién. Nada escapaba de esa prisión de control en la que él mismo se estaba encerrando.

Y entonces Black lo decidió. Si no iba a hablar, entonces él tendría que averígualo. Decidió que le robaría el libro. El Shadow Milk que escondía bajo la cama como si contuviera el secreto del universo. No por desobediencia. Sino por necesidad. Quería saber cómo ayudarlo. Cómo protegerlo. Porque si su líder iba a derrumbarse, él estaría allí, sosteniendo los cimientos sin permiso.

Si pensar primero en él lo convierte en un mal secuaz… entonces eso es lo que era.

Porque la mentira ya no era su aliada. Era un escudo. Y empezaba a pesar más que la desgarradora verdad de la que tanto escapaban.

Ese día, todo se sentía distinto.

El bosque, que solía resonar con risas burlonas y competencias infantiles entre Candy Apple y Black Sapphire, estaba cubierto por un extraño silencio. Un silencio pesado, denso, casi hostil. Ni siquiera las ramas crujían con la misma ligereza. No había bromas, no había carreras ni comentarios agudos. Sólo pasos arrastrados y miradas esquivas. Hasta el aire parecía saber que algo se había roto.

Candy Apple, cubierta por el disfraz que usaba para pasar desapercibida en la aldea, caminaba con la mirada perdida entre las hojas. Hoy no era la misma. Estaba encorvada, no físicamente, sino en espíritu. El fuego impetuoso que solía chispear en sus ojos brillaba apagado, cubierto por un velo de tristeza que ni ella parecía entender del todo.

Black Sapphire, caminando a su lado, no tardó en notarlo. Aunque la verdad es que él tampoco estaba mejor. El disfraz que cubría su rostro no lograba disimular la fatiga en sus hombros, el ceño fruncido ni esa amargura muda que le oprimía el pecho. Aun así, fue él quien rompió el silencio, disfrazando su inquietud con el único lenguaje que ambos entendían: el sarcasmo.

—¿Y esa cara larga? Pensé que no sabías lo que era el silencio —dijo, fingiendo desdén mientras la miraba de reojo.

Candy lo fulminó con la mirada, aunque su voz tembló más de lo que quiso.

—Hablas como si tú no estuvieras igual. Ni con esa ridícula máscara logras ocultar lo miserable que te ves.

Era verdad. Ambos parecían dos disfraces rotos, intentando mantener la forma mientras su mundo se caía a pedazos por dentro.

Caminaron en silencio un largo rato más, cada uno encerrado en sus propios pensamientos. Hasta que él, como si el peso le resultara ya insoportable, soltó de golpe lo que venía masticando desde hacía días.

—Voy a tomar el libro —dijo, sin rodeos, midiendo sus palabras solo hasta que éstas ya no se pudieron contener.

Candy se detuvo de inmediato. Lo miró como si acabara de decir la cosa más estúpida y peligrosa del mundo. Porque, en efecto, lo había hecho. Aquel libro que habían visto en manos de su amo esa noche, aquel que el mismo parecía proteger por sobre su vida, ocultándolo de la vista de sus secuaces. En un intento desesperado por ocultar una verdad que aún no sabían.

—¿Estás loco? Shadow Milk cookie te mataría —escupió con incredulidad, tropezando con una raíz por el susto y reanudando el paso con torpeza, como si el movimiento pudiera borrar lo que acababa de oír.

Black Sapphire no respondió enseguida. Sabía que necesitaría algo más que valentía para justificar esa locura. Necesitaría una razón que doliera.

—Quizá sí. Tal vez sí me mate... pero no está bien. El maestro no está bien. No puede con esto y se niega a admitirlo. Me temo que si no hacemos algo... que sí no buscamos lo que le ocurre realmente... él pueda abandonarnos.—

Fue un golpe seco. La frase quedó suspendida entre ambos como una puñalada verbal. Candy se detuvo en seco. Se quedó allí, temblando. Sus labios temblaron y sus ojos se oscurecieron. Estaba roja, furiosa y... ¿llorando? No. No lloraba. No se permitiría hacerlo. Pero le dolía. Le dolía porque Black tenía razón. Y eso era lo peor.

—No vuelvas a decir eso —susurró con la voz rota—. No vuelvas a poner esa imagen en mi cabeza.

Él agachó la mirada. Le dolía haberlo dicho, pero alguien tenía que nombrar el miedo que ambos compartían. Incluso si en la infantil mente de Candy Apple una creencia se miraba. —"si nadie lo decía, entonces no existiría"—

—Lo siento... pero ya no puedo fingir que no lo veo. Que no lo vemos. Él... está rompiéndose. Y nos está dejando fuera.—

Candy se pasó una mano por el rostro con violencia, borrándose la emoción a la fuerza. Luego respiró hondo, como si cada palabra que iba a pronunciar pudiera ser usada contra ella.

—Haz lo que quieras. Pero si te atrapa, no voy a salvarte. No tuve nada que ver, ¿entendiste? Si te descubren... te hundes solo.—

Dicho eso, se adelantó, su paso rápido y rabioso, como si así pudiera dejar atrás la culpa, la tristeza, el miedo. Como si al caminar más rápido, pudiera huir de la idea de que su maestro estaba solo... y quebrándose.

Black se quedó unos pasos atrás, observándola desaparecer entre los árboles. No necesitaba su aprobación. No necesitaba su ayuda. Sólo necesitaba un poco más de información. Una pista, una guía. Algo que lo ayudara a sostener a su maestro antes de que cayera.

Aunque le costara la vida. Aunque tuviera que traicionar la única confianza que le quedaba.

Porque no era sólo su deber como secuaz.

Era lo único que podía hacer para protegerlo.

El plan echó raíces apenas cruzaron el umbral de la cabaña. El aire cálido, saturado de azúcar tostada y migas de fracaso, los envolvió como una manta vieja aún tibia por el sol. No era el olor del éxito, pero sí algo más… algo esperanzador. Como si en el corazón de tantas pruebas fallidas hubiese nacido, por fin, una pequeña victoria.

Candy Apple frunció el ceño apenas olió el ambiente, ese aroma a muffins inflados, todavía ligeramente chamuscados en las bases, pero con un perfume denso y casi embriagante. No olía a desastre. Olía a un primer paso.

Y Shadow Milk... estaba allí. Erguido como si no pasara nada, como si no hubiese pasado la última hora con las manos temblorosas sobre la bandeja, conteniendo el grito de júbilo al ver que por primera vez los pasteles no se desinflaban como su confianza.

—Llegamos —dijo Black Sapphire con tono monótono, casi mecánico, pero sus ojos ya viajaban de un rincón a otro, memorizando la disposición de la habitación como si fuera un ladrón en misa. Se deshizo de las provisiones compradas sin monedas en la aldea. Colocándolas incomodamente en la silla cercana.

Shadow Milk los recibió sin teatralidad exagerada. Apenas un giro del cuerpo, las manos aún húmedas de un lavado apresurado, las mangas subidas de forma sospechosamente desordenada.

—Así que... —entonó, con una calma que se quebraba apenas en las esquinas de su voz— ¿cómo les fue ahí afuera? —

Candy Apple y Black Sapphire se miraron fugazmente. Algo no cuadraba. Su maestro no lanzaba preguntas por mera cortesía. Estaba expectante, como un niño que esconde un dibujo bajo la mesa, deseando que alguien lo descubra y lo alabe... sin admitir jamás que fue suyo.

—¿Qué es esto? —preguntó Candy al acercarse a la mesa, señalando los muffins con la punta del dedo, sin tocarlos.

—Oh, eso... los encontré en la puerta de la cabaña esta mañana. Alguien debe haberlos dejado. Ya sabes, la típica generosidad ingenua de los cookies comunes —respondió Shadow Milk con un encogimiento de hombros tan ensayado que dolía.

Black Sapphire, que ya conocía esa mentira, bajó la mirada al muffin que sostenía entre los dedos. No era perfecto, pero estaba casi ahí. Con bordes crujientes, una textura que crujía al tacto, y ese aroma dulzón que no podía venir de ninguna “generosidad anónima”. Esta vez, Shadow Milk lo había logrado. No del todo, pero sí lo suficiente como para que se notara la diferencia.

Y aun así, no lo admitía. No podía. Como si confesarlo rompiera un hechizo o despertara una vulnerabilidad que no estaba listo para mostrar.

—Se ven bien —dijo Black, alzando una ceja con fingida indiferencia mientras le daba una mordida lenta.

El silencio que siguió fue espeso. Shadow Milk contenía la respiración. Su sonrisa era mínima, casi un espasmo. Esperaba sin esperar, como quien tira una carta al viento y no quiere mirar si cae boca arriba.

Candy, más cruel en su ternura, soltó un comentario al azar, en un intento de no delatar a su amo y seguir con el teatro:

—Tienen menos sabor a quemado que los de ayer. Esas cookies comienzan a entender qué es lo hacen. Un regalo casi digno para usted, señor!—

Los ojos de Shadow Milk parpadearon apenas, y en su boca se asomó una media sonrisa que se borró antes de nacer por completo. Volteando los ojos con fingida indiferencia, respondió.

—Lo dices como si comiera barro. Puaj—musitó, fingiendo ser cruel con su mayor éxito hasta ahora, mientras sus dedos tamborileaban contra la encimera con una ansiedad apenas contenida.

Pero la verdad era otra. Estaba radiando por dentro. No por el elogio —tan tibio como fue—, sino porque por una vez no sintió vergüenza. Porque por una vez, ese horno maldito le había devuelto algo más que humo. Porque había visto en los ojos de sus secuaces una chispa que no era burla ni lástima: era reconocimiento.

Y aunque no lo dijeran —aunque él mismo se negara a admitirlo—el orgullo hacía él era genuino.

Pero el silencio era parte del juego. Uno que él necesitaba para mantener el delgado velo de autoridad que aún le quedaba.

Black Sapphire lo observó unos segundos más. Había una alegría nerviosa en su maestro, tan sutil como un brillo en los ojos. Y lo entendió: si quería acercarse al libro sin que lo notara, tendría que esperar el momento exacto. Cuando la emoción lo desbordara lo suficiente como para olvidar sus escondites. Cuando se sintiera seguro. Aún más orgulloso.

Y ese momento, pensó Black mientras acababa el muffin, estaba peligrosamente cerca.

La tarde se deslizó como miel caliente sobre la madera vieja de la cabaña. Shadow Milk hablaba poco, pero sus ojos relucían cada vez que uno de ellos tomaba un muffin más. Fingía leer un libro de agricultura que no estaba realmente abierto, solo pasaba las páginas como si en ellas no buscara respuestas, sino un escondite. Su humor había mejorado tanto que incluso tarareaba, desafinado, un fragmento de canción olvidada mientras recorría la cabaña entera por tercera vez ese día.

Black Sapphire lo observaba como quien estudia el ritmo de una criatura enjaulada, esperando el momento exacto en que baje la guardia. Candy Apple, hábil en leer sus intenciones, no decía nada. Inusualmente callada, pero le lanzaba miradas que oscilaban entre advertencia y complicidad. Sabía lo que estaba por ocurrir. Lo aprobaba en silencio, si es que no lo quedaba claro por como también parecía buscar una oportunidad para entender qué era lo que pasaba con la bestia.

Cuando la oscuridad comenzó a deslizarse por las ventanas como una sombra líquida, Shadow Milk se excusó con una voz más ligera de lo habitual.

—Me vendrá bien una siesta, estuve sobre analizando mucho este horrendo lugar. Existen muchas migas aquí por alguna razón... alguno de los dos debería encargarse de eso—se excusó, delegando responsabilidades y luego desapareciendo tras la puerta de su habitación, cerrándola con un clic que no tenía nada de definitivo.

Black esperó.

Diez minutos, tal vez quince. El tiempo suficiente para que el ritmo de los pasos se apagara y la respiración detrás de la puerta se volviera constante, acompasada. Candy no lo miró, pero tampoco se fue. Permaneció en la mesa, tomando otro de los muffins de su maestro y esta vez comiendolo de un solo bocado, silenciosa pero contenta de probar algo que fuese hecho por él como siempre hacia con todo lo que había estado horneando la galleta azul arándano una vez estaba fuera de su vista.

—Tienes cinco minutos —murmuró sin levantar la vista. Su voz chillando advirtiéndole que debía ser rápido y silencioso pues no tendría reparos en dejarlo sufrir solo las consecuencias de una intrusión como esa.

Black Sapphire no respondió. Se levantó sin hacer ruido, deslizándose como una sombra entre los muebles. Había observado a su maestro entrar y salir de esa habitación una y otra vez, ver su forma temblorosa guardar algo bajo la cama con la reverencia de quién guarda una reliquia. Sabía dónde buscar.

La puerta no estaba cerrada con llave. Shadow Milk confiaba demasiado en la discreción de su vergüenza.

El cuarto era un santuario roto. Más ordenado que lo que se esperaría de una criatura como él, pero cargado de rastros emocionales. Ropa cuidadosamente doblada —que no era para nada del estilo de la bestia — un espejo tapado con una manta. Y debajo de la cama, como un corazón latiendo en la oscuridad, lo que estaba seguro, le daría las respuestas a la enfermedad de su amo.

Ahi, donde el polvo apenas se atrevía a posarse, encontró lo que buscaba. No uno, sino dos libros estaban cuidadosamente envueltos en un pañuelo de lino pálido, como si el mero contacto con el aire los pudiera delatar. Con dedos cuidadosos, los liberó de su escondite. Uno era grueso, encuadernado con cuero morado, sus páginas rugosas olían a alquimia y secretos viejos. El otro era delgado, encuadernado a mano con cordón de cocina, improvisado, más un cuaderno que un libro real.

El primero decía:

"Los Misterios de la Creación por Magia: Gestación, Nacimiento y Herencia en Criaturas de Masa y Gestación"

Black alzó las cejas, sintiendo cómo el aire se tornaba más denso a su alrededor. Pasó las páginas con torpeza: diagramas vagamente anatómicos, términos mágicos como “nido de azúcar latente”, “síntomas por transferencia de esencia”, y secciones enteras dedicadas a lo que parecía un embarazo real.

—“Esto no puede ser…”—

En cada margen, había notas apuradas, garabateadas con tinta temblorosa. Pequeñas frases como:

• “¿Dolor bajo el torso = expansión del vientre?”

• “Fatiga + falta de control emocional”

• “¿Cómo saber si está realmente... creciendo?”

Era como leer los pensamientos de alguien que no se atrevía a hacer preguntas en voz alta.

Pero el segundo libro… ese era distinto. Más personal. Las primeras páginas eran apenas legibles: fechas sin contexto, palabras tachadas, frases inconexas:

— "Siento mucha incomodidad abdominal. No como dolor físico real, sino como si algo estuviera... moviéndose. ¿Estará ????? ???? ???? No lo creo.” —

— “Hoy soñé con él ??? Pequeño ????? ???? ????? Bastardo mentiroso" —

— “Hoy el bizcocho subió un poco. Quizás ???????? ??? ????? Es un alivio...”—

Había dibujos torpes de panecillos, de cunitas hechas de azúcar y menta, y de algo que parecía un corazón… partido al medio y luego remendado con glaseado.

Black Sapphire sintió un nudo cerrarse en su garganta.

No había ninguna mención directa a un embarazo. Ninguna declaración como tal en el que parecía ser y era un diario personal. Pero las piezas estaban ahí, flotando como migas sobre una mesa abandonada.

La criatura que era su maestro, su líder, su temido portador de mentiras, estaba atravesando algo tan vasto, tan íntimo y silencioso, que lo había ocultado incluso de sí mismo. Flotó fuera de la habitación cuidando el no ser descubierto por la cookie durmiente en la cama.

Candy Apple lo esperaba al otro lado del pasillo, con los brazos cruzados y la ansiedad bailando detrás de su mirada fingidamente tranquila. Cuando Black salió del cuarto, los libros escondidos bajo su elegante saco negro como si transportara un corazón robado, no necesitó palabras para que ella entendiera que lo había logrado.

—¿Y bien? —preguntó en voz baja, impaciente. Sintiendo sus manos bailar en ansiedad disfrazada.

Black bajó la vista. Sus dedos aún temblaban, como si los libros ardieran contra su pecho. Dudó. No porque no confiara en su compañera, sino porque decirlo en voz alta lo haría real. Lo transformaría de sospecha en certeza. Y aún no estaba listo para sostener esa verdad.

—Necesito tiempo para leerlo. Todo. Es… más de lo que esperábamos —murmuró finalmente, sin alzar la mirada.

Candy frunció el ceño, preocupada, pero no insistió. Había algo en toda la situación que la mantenía inusualmente tranquila. Como si su miedo a perder a la cookie por quien vivía se hiciera cada vez más real.

—De acuerdo. Pero no tardes. Si el maestro está en problemas, tenemos que saber cómo ayudarlo.—

Black Sapphire asintió, aunque en el fondo sabía que lo que había leído no era algo que se pudiera simplemente “arreglar”. No era una misión. No era una enfermedad. Era algo vivo. Algo en proceso. Algo que cambiaba a Shadow Milk desde adentro, volviéndolo cada vez más distante, más encerrado, más silenciosamente desesperado.

Caminaron juntos por el pasillo sin decir una palabra más. El peso de los libros era mínimo. Pero la carga de lo que contenían lo aplastaba.

Y en la habitación, tras la puerta cerrada y las luces apagadas, Shadow Milk yacía de lado, los brazos alrededor de su cuerpo, como si tratara de sostener forzosamente sus pedazos. No dormía. No podía. Sentía una inquietud recorriéndole el centro, como una corriente tibia que no sabía si era vida… o miedo.

Algo había cambiado.

Lo supo en el instante en que escuchó los pasos amortiguados afuera de su puerta. Una parte de él quería levantarse, abrirla, exigir respuestas. Pero la otra —más rota, más real— sabía exactamente lo que había pasado.

Y, sin embargo, no haría nada.

Porque mientras nadie dijera nada, aún podía fingir que no lo sabían.
Aún podía fingir que estaba solo en esto.
Aún podía fingir que no temía no ser amado por lo que vendría. Quién vendría.

Y así, con los ojos abiertos en la oscuridad, la gran bestia del engaño se abrazó a su verdad más silenciosa… como si hacerlo fuera suficiente para no desmoronarse del todo. Para retener sus pedazos y armarse solo o quizás no tan solo como quería. —¿quería?—

.

 

.

Notes:

Bueno, cómo ven ando medio flojo en cuanto la narración y esas cosas (al menos desde mi punto de vista) pero realmente me extendí mucho con este capitulo ¿pueden culparme? Amo escribir a estos tres (aunque realmente a veces creo que los hago muy oc, supongo que es un efecto secundario de la situación tan rara en la que los metí, lol)

Shadow Milk es un manojo de nervios y ansiedades ahora, se pregunta constantemente si será lo suficientemente bueno para lo que viene y cuando llega a la conclusión de que no es así solo se derrumba más y más, por su parte Black Sapphire y Candy Apple quieren entender lo que ocurre con él pero su amo no está dispuesto a abrirse emocionalmente con nadie por ahora lo cual los tiene mal y sobrepensando como la mierda. (Sí, realmente me di cuenta de que no había especificado en el capitulo anterior si es que esos dos se enteraron del embarazo o no y tomé eso como trama para este capitulo jijijiji)

Así que, en el futuro me gustaría tocar más el tema de lo que se encuentra en el libro, porque es muy interesante. Habla sobre la teoría, el parto, la crianza, y demás cosas que debe saber de su pequeña bola de masa. Btw, pueden seguirme en mi X donde subo dibujos del fic (solo si gustan realmente) @bubu3r (sí, me cambié el nombre recientemente)

Chapter 6: Culpa

Summary:

Empujado por un deseo que no sabe nombrar, Pure Vanilla sigue su viaje con los pies cansados y el alma despierta.

En su descanso, sueña un hogar que se deshace con una sola voz, una que quiebra la ilusión con ternura hiriente. Al amanecer, el viaje continúa; no hay refugio para quien traicionó lo que más anhelaba sin saberlo.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Caminar. Eso era todo lo que quedaba. No había dirección, solo movimiento. La Soul Jam, enclavada en su pecho, no mostraba un destino. Pero tampoco lo dejaba detenerse. Avanzar era la única opción. Como si al detenerse fuera a morir.

El amanecer rozaba su frente como si quisiera consolarlo. Qué mentira. No había ternura real en su luz, solo un recordatorio de que no podía parar. Incluso cuando el Soul Jam dejaba de brillar con la caricia del alba, sabía que no debía: el silencio solo era una pausa calculada, como si esperara que él bajara la guardia. Así que seguía caminando, más por orgullo que por convicción. No le daría el placer de pillarlo vulnerable, ya no. Se decía. No era la primera vez que su luz —casi como si de un berrinche se tratase — lo obligaba a abandonar su descanso.

¿Quién lo vería ahora y lo reconocería? No quedaba casi nada de la imagen pulcra, casi inmaculada del monarca del Vanilla Kingdom. Pero poco importaba. Si avanzar le costaba su sueño, que así fuera. Si debía rasparse los talones hasta el hueso para seguir adelante, que así sangrara.

Dormir era un lujo que no recordaba. De noche, el brillo lo atormentaba, pulsando como una pequeña cookie que no se callaba. No recuerda la última vez que tuvo que hacerse cargo del llanto de una.

Había dejado atrás su reino, había cruzado aguas turbias en un bote que había insistido en pagar pese a la negativa de sus dueños. Como si el que él lo usara ya lo fuese todo para ellos. El Golden Cheese Kingdom lo recibió con arena tibia que se aferraba a su piel con una cercanía incómoda, como si quisiera recordar cada paso suyo. Prefería no pensar en dónde más se metía, ni por qué su ropa se sentía áspera, como si la tierra misma quisiera despojarlo de la poca suavidad y comodidad que aún manejaba.

Caminó. Mucho. ¿Horas? ¿Días? No recordaba. El tiempo se había diluido entre pasos desganados y pensamientos circulares. No fue sino hasta que se topó de frente con un monstruo de gelatina que comprendió cuán perdido estaba.

Había vagado tanto, tan sin rumbo, que ni siquiera notó cómo lo engulleron los bordes del pantano. Entre vapores dulzones y viscosidades resbaladizas, la vergüenza filtró su desconcierto. Se encontraba en las fauces del Jelly Swamp. Reflexionó y continuó avanzando, ignorando a los monstruos de gelatina que se enfocaban en molestarlo.

Estar descentrado le resultaba intolerable, como si una parte de su alma hubiese quedado atrapada en una órbita ajena, girando en torno a un sol que no lograba comprender. Se suponía que el despertar le traería claridad —que las estrellas cantarían verdades al unísono con su Soul Jam—, pero el silencio que le respondía era espeso, casi burlón. No era guía lo que portaba en el pecho, sino un reflejo empañado que devolvía sus propias dudas con otra forma.

Creía escucharla, sí, en destellos y punzadas dirigidas a su alma, pero nada era certero. Todo eran susurros tejidos con hilo de suposiciones, frases que bien podían ser suyas disfrazadas de revelación. Tal vez, pensaba con un cansancio rancio, no estaba siendo llevado hacia Shadow Milk, sino arrastrado como un ladrón al lugar del crimen. No para quedarse con él. Sino para devolver lo que nunca fue suyo del todo.

Y lo cierto es que el brillo de su Soul Jam se sentía apagado desde que la mentira cariñosa abandonó su vida. Porque quizás el alma de la joya respondía a la lengua impetuosa de su anterior portador, a la criatura que hablaba con la convicción del caos, sin pudores ni reservas. ¿Y qué era él ahora? Un silencio vestido de nobleza que la gema no parecía reconocer pese a que así fuera.

Caminar en esas condiciones no era simplemente avanzar, era deshilacharse. No en los pies, sino en los pensamientos. Era llevar un farol apagado y fingir que alumbraba, esperando que en algún momento la luz regresara sin saber si alguna vez había estado ahí realmente.

Es por eso que recordarlo era dejarse envolver de nuevo. Hasta que su mente volvía a aquel día, ese día. El día en que Shadow Milk se le ofreció entero. Y él, incapaz de aceptar sin pedir más, lo tomó... como si todo lo bueno le estuviera siempre prometido por derecho. Como si nada pudiera ser suficiente. O eso es lo que sabía, la bestia creía.

Y ahora, en el recuerdo, Shadow Milk lo miraba como si fuera un traidor. Como si lo hubiese devorado por hambre y no por amor. Pero Pure Vanilla no lograba entenderlo del todo. Sabía que ambos buscaban lo mismo: pertenecer al otro. Entonces ¿por qué su rostro se arrugó indignado y su corazón se partió en traición cuándo quiso amarlo? Milk lo rechazó y huyó, dejandolo a él como el mentiroso de la función.

Había preparado todo. Una cama pomposa que olía a hogar, a dulce vainilla, a ternura callada. Comida, cuidados, incluso un lugar para sus extraños aliados.

Candy Apple, peligrosa como era también podía verse animosamente bella. Y Black Sapphire silencioso e ingenioso, seguramente se encargaría de sus travesuras. Habrían tenido un sitio allí, uno cálido y cómodo, si Milk hubiera dicho que sí.

Pero no lo hizo.

Y ahora, todo eso eran fantasmas. Proyecciones de lo que no fue.

Sus pensamientos se disolvieron cuando notó que la arena desaparecía bajo sus pies, sustituida por árboles de pino de chocolate. Había vuelto a perderse. Pero ya ni eso lo sorprendía.

Perderse era parte de existir, pensó. Como si cada paso errado también lo acercara a algo. A él. A sí mismo.

O a nada.

Pero aun así, caminó.

El cambio en el paisaje fue paulatino, como un recuerdo dulce que regresa entre sueños. Primero, el aire perdió su aspereza. Luego, el suelo, antes hostil y seco, empezó a ceder bajo sus pies con una textura que parecía susurrar consuelo. De pronto, el mundo se volvió blando, redondeado, generoso en colores. Y allí estaban: las casitas de gelatina, curvas y translúcidas, como burbujas que el sol no se atrevía a pinchar.

La Bear Jelly Village.

El nombre le vino como una exhalación antigua, como una manta mental que solo abrigaba a medias. Sí, conocía ese lugar. Y ahora que estaba allí, su alma, aunque brevemente, sintió alivio. Estaba cerca, o al menos no tan perdido como temía.

Mientras avanzaba por los coloridos senderos, uno que otro osito de gelatina se le acercaba con una dulzura natural que le era imposible ignorar.

—¿Se encuentra bieeennn, Pure Vanilla? —preguntó un pequeño Jelly Bear con un moño mal atado.

—Estoy bien, solo de paso —respondió con una sonrisa serena que comenzaba a agrietarse por dentro.

Pero la excusa, tan suave como el azúcar glasé, pronto se volvió insuficiente. Los rumores en la aldea corrían más rápido que el viento en los campos de fresa. No tardó en aparecer Jelly Bear Princess, el regente rosado del lugar, con su andar elegante y su expresión teñida de una preocupación imposible de disimular.

—Puuuuuure Vaniiiiillaaaa. —La voz del príncipe resonó como una campana dulzona en el mercado, llamando la atención de todos.

El aludido giró, sorprendido, y forzó su compostura.

—¡Oh! ¿Cómo se encuentra, su alteza? —respondió con una reverencia delicada, aunque sus hombros, tensos, traicionaban su fatiga.

El príncipe se acercó con lentitud ceremoniosa, posando una mano amable sobre su hombro.

—Me han dicho que llegaste esta maaaañana… ¿cómo te encuentras? Te ves, bueno… menos resplandeciente de lo normal.

Pure Vanilla mantuvo la sonrisa, pero en su mirada se dibujaba un cansancio que ninguna cortesía podía disimular.

—Lo estoy. Pero, como he dicho a los suyos, solo estoy de paso. Emprendo un viaje de suma importancia. Si me detengo a contemplar mi propia apariencia... sólo me retrasaría aún más.

Su tono era templado como el oro, digno como una campana de cristal, pero contenía una impaciencia apenas disimulada. No por falta de gratitud, sino porque el descanso le sabía a ceniza últimamente. Cada vez que se detenía, su piel ardía con ansiedad; su Soul Jam titilaba con una urgencia casi doliente.

Sabía que lo que buscaba lo llamaba desde lejos, y aunque su cuerpo clamaba por tregua, su alma no podía permitirse el lujo de detenerse.

Y sin embargo… sabía lo que vendría. El príncipe le ofrecería estancia, comida, tal vez incluso ayuda. Pure Vanilla, con el corazón dividido entre la cortesía y la necesidad de avanzar, se ve obligado a decidir si ceder un poco más de tiempo o continuar con las heridas abiertas de su viaje.

—Ninguna alma puede atravesar un camino largo sin descanso, Pure Vaniiiillaaa —dijo el príncipe con ternura, apretando apenas su hombro—. Incluso el río más puro se enturbia si no reposa en su cauce.

Aquella frase lo detuvo. Por un segundo, solo un segundo, sintió que sus rodillas flaqueaban. El cansancio le mordía los tobillos como una hiedra creciente, envolviéndolo más rápido de lo que le gustaba admitir.

—Es un viaje que no puedo postergar —musitó, mirando al suelo con los ojos ausentes, como si las piedras del mercado fueran el mapa de su ruta. Y sin embargo, no se movió. Algo dentro de él tembló, como una cuerda de arpa tensada demasiado tiempo. No por falta de fuerza... sino por exceso de carga.

El príncipe lo observó en silencio, con la sabiduría antigua de los osos de gelatina que saben cuándo el alma pesa más que la mochila.

—No se trata de postergar, sino de sobreviviiirrr. Quedate esta noche. Solo esta noche. Una comida, un baño, un lecho tibio. No es un desvío, es... reparaaaarte un poco antes del último tramo.

Y como si las palabras fueran caramelos derritiéndose en su lengua, Pure Vanilla sintió una parte de sí ablandarse. No cedía por debilidad, sino porque incluso el sol se oculta para volver a brillar con más fuerza.

—Está bien. Solo una noche. Pero, por favor... no me den discursos ni me rodeen de ojos preocupados. —Su voz era casi un ruego disfrazado de exigencia. Demasiado cansado para lidiar con la atención de todos los habitantes curiosos.

—Lo promeeetooo —dijo el príncipe con una sonrisa de mazapán, asintiendo con una ternura que sabía no hacer preguntas.

Esa noche, Bear Jelly Village lo acogió como un recuerdo amado. Las luces de azúcar lo guiaron hasta una habitación humilde, donde una cama hecha de pétalos suaves lo esperaba con un silencio generoso. No hubo ceremonias, ni canciones. Solo un cuenco de sopa humeante en la mesita, y un libro de cuentos que alguien dejó junto a su almohada, como si supieran que los héroes también necesitan soñar.

Y mientras Pure Vanilla se hundia en las sabanas, el ardor en su pecho no se extinguía... pero por un momento, al menos, dejaba de doler. Descansaría esa noche y avanzaría por la mañana, se dijo.

Esa noche, el mundo no lo llamó.
Su Soul Jam, por primera vez en mucho tiempo, guardó silencio. No fue un descanso común, fue como si el universo —o algo más antiguo, propio incluso— le hubiese ofrecido una tregua. Y Pure Vanilla, agotado hasta los huesos, aceptó sin hacer preguntas.

No sintió el momento en que su mente se desprendió del cuerpo. Fue como sumergirse en agua tibia, donde los bordes de todo se volvían suaves y lejanos. Y cuando abrió los ojos, ya no estaba en su cama, ni en ninguna habitación de la villa. Estaba en otro lugar. Uno pequeño. Uno familiar, aunque no pudiera recordar cuándo lo había pisado por última vez.

El aire olía a hogar, a harina tostada y madera vieja. Había una cocina delante de él, sencilla y llena de vida. Las cortinas danzaban apenas con una brisa suave, y el sol entraba sin pedir permiso por las ventanas, dorando todo con su tacto.

El horno susurraba con su calor, vibrante como un corazón en reposo. Dentro, un bizcocho de vainilla se elevaba lentamente, inflándose con dignidad, como si supiera que algo especial estaba por pasar. Pure Vanilla no se movía, pero sentía que cada parte de su cuerpo reconocía ese espacio. Como si hubiera sido hecho para él. Como si todo lo que era hubiera nacido entre esas paredes.

Y entonces, una risa rompió la quietud. Una risa chispeante, dulce, infantil. No una cualquiera: una que rebotaba en las paredes y se le metía en los huesos, deshaciendo la tensión que no sabía que aún cargaba. Giró apenas, con lentitud reverente, y lo vio.

Una cookie pequeña, rubia, asomada apenas por encima de la mesada, con los ojos llenos de luz. Su sonrisa era todo lo que el mundo prometía cuando aún no dolía.

—¡A papá le gustará este! —dijo señalando el horno, inflando el pecho con orgullo—. Se enoja cuando no suben.

La palabra se le quedó enganchada en la piel. Papá. No le hablaba a él. Lo sabía. Y aun así, su pecho se expandió como el bizcocho en el horno, como si ese título fuera una prenda que le calzaba perfectamente, incluso si no se le permitía probarla.

Antes de poder decir nada, la pequeña cookie corrió fuera de la cocina, como si supiera exactamente a quién debía traer.

—¡No te vayas! —gritó desde alguna parte más allá—. ¡Estará feliz de verte!

Pure Vanilla no se movió, solo obedeció. No quería romper el equilibrio exacto del momento. Era demasiado perfecto, demasiado cálido. Incluso el silencio tenía una forma dulce aquí, como si todo estuviese hecho de recuerdos buenos y deseos cumplidos. Se acercó al horno, como si lo hiciera cada tarde, con la certeza de lo aprendido. Tomó los guantes con manos que no temblaban, y sacó el bizcocho inflado, bien hecho, brillante de vida. Lo dejó en la mesada con la calma de quien ha hecho esto mil veces. No había dudas aquí. Solo propósito.

Y entonces, lo sintió.

Un cambio sutil en el aire. La forma en que el calor se curvaba, cómo las sombras se replegaban hacia una dirección. No oyó pasos, pero supo que alguien más estaba en la habitación. Su piel se erizó sin razón visible. Era una presencia, un pulso, algo no dicho pero inevitable.

La pequeña cookie volvió a entrar, su alegría casi temblorosa.
—¡Está aquí! ¡Te lo prometo! ¡Te va a reconocer!

Y entonces, la voz.

—No creo que sea así, cariño.

La frase fue suave, incluso amable, pero le cayó como un cubo de hielo en el pecho. Su cuerpo reaccionó antes que su mente: giró con torpeza, con urgencia, tratando de atrapar la voz, de confirmar lo que ya sospechaba.

No vio el rostro. No podía. La luz allí no lo permitía. Era como si el sueño supiera que no estaba preparado para mirar. Pero aún así, lo supo.

La forma en que esa presencia ocupaba el espacio. La manera en que esa voz se quedaba suspendida incluso después de haberse dicho. No hacía falta ver. Su alma lo reconocía con un hambre que dolía. Como si, por un segundo, todo su ser hubiese sido arrastrado hacia un solo punto en el tiempo: justo antes de perderlo.

La forma en que esa presencia ocupaba el espacio. La manera en que esa voz se quedaba suspendida incluso después de haberse dicho. No hacía falta ver. Su alma lo reconocía con un hambre que dolía. Como si, por un segundo, todo su ser hubiese sido arrastrado hacia un solo punto en el tiempo: justo antes de perderlo.

Su cuerpo se tensó con una necesidad que ni siquiera el sueño pudo ocultar. Quería acercarse. Quería gritar. Quería explicarle algo que ni él mismo sabía decir bien. Porque en lo más hondo, creía que todo lo que había hecho había sido por amor. Por un amor torpe, demandante, hambriento, pero nunca cruel. Y sin embargo, ahí estaba esa figura... sin rostro, sin nombre, mirándolo desde el límite del sueño como si hubiese cometido el crimen más imperdonable.

El horno se enfrió. El sol dejó de entrar por las ventanas. El olor desapareció como si nunca hubiese estado allí. Todo lo bueno empezó a deshacerse lentamente, como arena escapando entre los dedos. La cocina antes cálida comenzó a apagarse. Las tablas de madera comenzaban a llenarse de moho como si esa hubiese sido su verdadera imagen en todo momento.

El lugar cálido comenzó a desmoronarse, dando paso a una imagen deplorable. Lo único que no cambió fue la silueta, dueña de la voz. Se mantenía flotante, expectante. Cargando a la pequeña cookie que no era del todo consiente del cambio. Feliz en los brazos del traicionado.

Y entonces, despertó.

El sudor le recorría la espalda. Las sábanas se aferraban a su cuerpo como si intentaran arrastrarlo de vuelta.
Su Soul Jam palpitaba en silencio. No brillaba, pero estaba despierta.
Como él.
Más despierto que nunca.

Aún podía sentir el calor del horno en las palmas de las manos.
Y la voz —esa voz— seguía resonando en el fondo de su pecho, como una verdad que no quería escuchar.

No sabía si había sido real.
Pero sí sabía una cosa:
quería volver.

No al sueño, sino a él.

La luz del amanecer filtraba sus dedos dorados por las rendijas de la ventana, acariciando los bordes del cuarto con una suavidad que parecía querer disculparse por haberlo despertado. Pure Vanilla, aún atrapado entre los últimos jirones del sueño, dirigió la mirada hacia el cristal empañado. Un suspiro lento le subió desde el pecho. Afuera, la Bear Jelly Village se desperezaba en tonos pasteles, como una pintura que iba cobrando vida con el sol.

Se obligó a moverse, a dejar atrás el calor de las sábanas que aún olían a hospitalidad y lavanda. En el silencio de la habitación, cada gesto suyo parecía más pesado de lo que debía. Se aseó con movimientos metódicos, casi rituales, como si cada paso le ayudara a separar un poco más el recuerdo de aquella voz sin rostro. Aun así, su pecho ardía. El sueño seguía latiendo debajo de la piel, fresco y presente como un secreto que uno teme olvidar.

Apenas había comenzado a recoger sus cosas cuando un golpecito, tímido y sincopado, sonó en la puerta.

—¿Señor Pure Vaaaaanilla? ¿Está despiertooo? —preguntó una vocecita gelificada del otro lado.

Vanilla esbozó una sonrisa ligera, tejida de cortesía y compasión, y se acercó a abrir. Al hacerlo, se encontró con un pequeño osito de gelatina, que le ofrecía, con ambas manos, un bizcocho de vainilla envuelto con un lazo rosa. El contraste le dio de lleno en el alma.

Por un instante, su rostro se vació. Lo observó como si no supiera qué era, como si lo hubiera visto solo en un sueño. El calor, el color, la forma… todo coincidía. Era una broma del destino. Un dedo sobre la llaga aún húmeda.

—Ah… muchas gracias, pequeñín. —Su voz sonó más suave de lo habitual, cargada de una ternura inesperada, casi frágil. Tomó el bizcocho con manos cuidadosas, como si temiera romper algo más que la masa.

—¡Lo hicimos esta mañanaaa! ¡El príncipe dijo que se veíiiiia cansadooo! —dijo el osito con su típico arrastre vocal. Vanilla sonrió por la inocente intención detrás del gesto, y guardó el pan en su bolso con lentitud.

No tenía apetito. No aún. El hambre no llegaba cuando el alma seguía digiriendo un sueño que se había sentido demasiado real.

—Gracias… realmente lo aprecio —dijo, cerrando la puerta con gentileza mientras el osito se alejaba dando pequeños brincos.

Poco después, ya listo para partir, se reunió con el príncipe oso en el patio central del castillo. Lo esperaba allí, acompañado de un par de sirvientes que le ofrecían una pequeña bolsa con provisiones: frutas secas, dulces locales y un par de prendas limpias. Todo envuelto con mimo.

—Te ves más descansado, Pure Vanaaaanilla —dijo el príncipe con calidez sincera, aunque sus ojos aún mostraban una pizca de preocupación.

Vanilla le ofreció una reverencia cordial.

—Gracias por su hospitalidad, su majestad. Su pueblo ha sido… más que amable. Espero poder devolverles el gesto algún día.

—¡Oh, no hace falta! ¡Nos alegra ver a un anciano sabiooo sonreeeír! —respondió el oso con un guiño. Pero Vanilla no respondió con una sonrisa.

Su expresión se mantuvo serena, sí, pero en su mirada había un océano en calma tensa. Gratitud, sí, pero también algo más. Algo que pesaba.

—Deséenme suerte. Aún me queda mucho camino por delante —murmuró mientras colgaba la bolsa sobre su hombro, sintiendo el peso del bizcocho en el fondo, como un corazón que no era suyo.

—¡Que los vientos te lleven leeeeejos y te traigan seeeeeguro, Pure Vanaaaanilla! —gritó un osito desde el fondo, agitando una flor como despedida.

Vanilla asintió, cruzó la puerta principal, y dejó atrás la Bear Jelly Village.

El día era claro, pero en él algo seguía nublado. Porque aunque caminara sobre tierra firme, parte de él aún pisaba la cocina de aquel sueño. Y en cada paso, sentía el eco de una voz que no terminó de oír.
Y deseaba, más que entenderla… volver a merecerla.

Notes:

Yep, si este capitulo tiene una narrativa más floja o hay cosas que no parecen encajar es porque realmente me cuesta escribir a Pure Vanilla. No sé, siento que no me sale JSJDKS

En fin, espero hayan disfrutado del capitulo. Me ayudaría mucho y me pondría muy feliz si comentan cualquier cosa, realmente me motiva a seguir escribiendo esta cosa pese a que no sé lo que hago en el fondo, lol.

Si me tardé más de lo usual en subir capitulo es porque me enfermé horrible estos días, me quedé en cama y no podía levantarme para nada, era horrible 😭

Pueden seguirme en X donde subo dibujos del fic cada que puedo. @bubu3r.

Sin más que decir, me despido, puede que suba el próximo capitulo la semana que viene o este viernes así que, atentos mijijiji

Chapter 7: Ingrato

Summary:

¿Qué ocurre cuando, en el intento desesperado de ayudar, tus manos solo saben empeorar las cosas?

¿Qué sucede cuando amas tanto, tanto, que cada gesto nace de un temblor, y cada acción es un disparo a ciegas? Porque el amor no correspondido no te mata de golpe: te erosiona. Te agrieta. Y solo cuando te rompes entiendes cuánto dolía.

Black Sapphire podría decirte que nada de eso importa.

Que si el objetivo se cumple, entonces el precio está justificado.

Podría repetirlo mil veces mientras se ahoga en bollos calientitos, malentendidos, y pesadillas persistentes de un niño que se obliga ignorar.

pero que se le ha enredado en las costillas.

Se dice que no debe sentir.

Que no es suyo.

Que no le corresponde dolerle.

Pero no hay mentira más eficaz que aquella que uno se repite con lágrimas atrapadas en la garganta.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Decir que era humillante sería como decir que el fuego quema: una verdad evidente, pero insuficiente. Era mucho más. Era el tipo de vergüenza que se incrusta bajo la corteza, que fermenta lento como masa olvidada al sol, hinchándose hasta amenazar con estallar. ¿Qué hacía él, Black Sapphire —Presentador y fiel seguidor de la grata mentira.—, arrastrando su dignidad entre migajas de harina, pidiendo consejo a las cookies del pueblo como si fuera un personaje de feria? ¿Cuándo, exactamente, se había convertido en el protagonista de una comedia azucarada? Y más importante aún —la pregunta que le taladraba entre las costillas como si fuera una varilla de azúcar endurecida—:

¿Cómo era posible que toda esta fama repentina, este torbellino de simpatía y miradas brillantes, solo pudiera hacerlo sentir azareado... en lugar de encantado, como el presentador que alguna vez fue?

Él, que había danzado entre cortinas de terciopelo y polvo de estrellas, él, que había arrancado ovaciones con solo alzar una ceja o dar una reverencia, ahora no podía más que sentir que esta ovación era una burla vestida de gala.

Y Candy Apple no se contenía. Su risa era una cascada traviesa que se desbordaba sin culpa, chispeando como caramelo caliente. Era asfixiante, estar rodeado de damas dulces y entusiastas, lo hacía sentir atrapado en un horno encendido, su ansiedad inflándose como panecillo sin control.

—¡Oh! ¡A mí también me pasa! —exclamó la presentada como Crumble Apple Cookie, llevándose una mano al pecho con teatralidad—. Todos los meses me siento tan irritable… como si mi masa se endureciera y quisiera lanzar migas contra el mundo entero.

Las demás asintieron, formando una especie de aquelarre dulce, un ritual de solidaridad endulzada por años de convivencia y ciclos compartidos. Eran flores de mantequilla que se abrían bajo el sol de un entendimiento ancestral.

Él intentó hablar. Su voz se quebró como azúcar caramelizada al contacto con el agua.
—Yo... solo quería saber cómo ayudarla, p-pero de verdad agradezco sus palabras. Me permiten comprender mejor lo que está pasando con m-mi...

No llegó a terminar. Una voz chillona, aguda como el sonido de un vidrio azucarado rompiéndose, se alzó por encima del murmullo colectivo:

—¿¡Novia!?

Y con esa palabra —tan temida, tan no pronunciada— se desató el caos. Como si hubieran vertido esencia de vainilla en un caldero de rumores, las cookies estallaron en risas, grititos y miradas chispeantes. Había nacido, allí mismo, el romance del mes.

Black Sapphire —o Blackcurrant, como se había presentado para proteger lo poco que le quedaba de identidad— quedó atrapado en esa telaraña de suposiciones dulces. Para aquellas cookies, era un joven sensible, devoto, un caballero en masa que sufría por los dolores de su querida, la cual —según ellas— debía ser una criatura celestial horneada con mimo.

Nunca dijo esa palabra. Nunca pronunció “novia”. Pero tampoco la negó. Y en ese rincón de azúcar y malentendidos, entre consejos para suavizar el temple con infusiones de flor de vainilla, solo pudo observar a Candy Apple en el fondo, doblada de risa, como si fuera espectadora VIP de la telenovela del año.

Pero la verdad... oh, la verdad fermentaba en otro horno.

Desde que robó aquel libro a su amo —un tomo encuadernado en secretos y notas desgastadas por dedos temblorosos—, lo había leído como quien desentierra una profecía. Y lo había entendido todo desde la primera hojeada: ese cuerpo, ese ser... no se deterioraba por casualidad. Estaba en gestación. La palabra lo golpeó con el peso de un horno entero.

Las páginas hablaban de cambios, de peligros, de un proceso natural que podía volverse mortal si se ignoraban sus demandas. Y su maestro, ese genio descuidado, parecía haber hecho justamente eso: ignorar todo. Comía lo que fuera. Dormía a ratos. Se negaba a aceptar el cambio que lo corroía desde adentro.

Así que Candy Apple y él, dos figuras envueltas en una mentira dulce, se encargaban ahora de cuidarlo como podían. En secreto. Con disfraces y pasteles de por medio. Aunque los confundieran con enamorados. Aunque el pueblo entero creyera estar presenciando una tierna historia de amor.

...No era tan malo.
Las cookies del pueblo, inflamadas de emoción, no paraban de llenarlo de frascos con etiquetas pintadas a mano —"suaviza la masa", "cura el alma con miel", "florece en primavera" —. Algunas incluso le ofrecían tónicos para el cabello, convencidas de que la novia invisible debía tener rizos gloriosos y una fragancia capaz de detener el tiempo.

—Esto hará que se sienta como nueva, te lo juro por mi molde de abuela —decía una, colocando en sus manos una bolsita de té envuelta en papel de horno perfumado.

—¡Aquí tienes la receta de buñuelos de canela! Siempre me alivian el espíritu cuando estoy adolorida —añadía otra, deslizándole una tarjeta cubierta de glaseado rojo.

Era abrumador. Pero también... conveniente.
En su caos inocente, el pueblo los protegía sin saberlo.

Candy Apple —o Redcurrant Cookie, según el disfraz del día— paseaba entre la multitud como una reina disfrazada de campesina, aceptando elogios con una gracia insolente. A ojos del pueblo, era la hermana del joven enamorado. Claro que no lo eran. Pero en el teatro del disimulo, la “hermandad” era el telón perfecto: seguro, inocuo, imposible de cuestionar.

El plan —improvisado, costurado con nervios, cariño y mentiras— funcionaba. Nadie les temía. Nadie sospechaba. Nadie gritaba aterrorizada por la noticia de su escape. —Pues había pasado el suficiente tiempo como para que todo el continente estuviera buscandolos.— entre pociones, confusiones hormonales y dulces equívocos, Blackcurrant —Black Sapphire— comenzó a preguntarse si el mundo, tal vez, podía ser más amable si uno lo enfrentaba con las manos llenas de recetas de buñuelos y un disfraz bien hecho.

Esa noche, regresaron a la cabaña. Él en silencio. Ella aún riéndose, sus carcajadas rebotando en los árboles como una melodía que no se callaba. No gracias a la mentira que se había salido de las manos de su compañero.

Pero todo no fue más que una invención que él no endulzó. Distorsionado —Y Aunque ese fuera su objetivo en primer lugar... no resultó como planeaba.—

Si bien, se suponía que eso sería. Una improvisada maraña de trastocadas verdades. Aquellas suposiciones y palabras no escritas en su guión improvisado de alguna forma, terminó tejida como una bufanda alrededor de su cuello. No apretaba... no todavía. Pero ya comenzaba a cortar el aliento.

Esa noche, mientras regresaban a la cabaña, se sentaron nuevamente ante el libro. Las páginas ya no crujían, sino que parecían susurrar advertencias. Él las conocía. Las había estado memorizado.

Ya no se trataba de una vida nueva.
Se trataba de una vida al borde del abismo.
Y su misión no era otra que sostenerla... aunque el mundo entero creyera que estaba haciendo buñuelos para una novia invisible.

Quedaban aún páginas por leer. Páginas no rayadas por la tinta nerviosa de su amo. Y aunque ya conocía gran parte del contenido, aún no había respuestas.

¿Cuándo nacería?
¿Cómo se manifestaría?
¿Sería seguro para él...?

El alma de su maestro era una flama débil, agotada por la pérdida de su Soul Jam. Su nuevo cuerpo, ahora, debía cargar el peso de la creación. Un horno sin fuego. Una masa sin reposo. Black Sapphire, con el corazón endurecido por la lógica, sabía que eso no podía terminar bien. No si seguía ignorando el proceso. No si continuaba negando lo que su cuerpo pedía a gritos mudos.

Candy Apple, sin embargo, estaba más tranquila. Como si la aceptación le hubiera llegado con una cucharada de dulzura. Ella ya sabía lo que ocurría. Y al ver que no era —según sus palabras— nada necesariamente malo, había dejado de temer.

Seguía ayudando. Seguía preocupándose. Pero ya no cargaba esa desesperación silenciosa en los ojos.

Y él... él no quería romperle esa ilusión. No quería decirle que el horno seguía demasiado caliente. Que las grietas en la corteza aumentaban. Que el alma de su amo, su maestro, su centro... podría desmoronarse en cualquier momento.

Así que sonrió. Asintió. Y apretó las canastas entre sus brazos mientras la cookie más pequeña se encargaba de repasar las páginas del libro en voz alta.

Él en silencio, rezó para que la masa resistiera un día más.

 

──────────────────

 

Shadow Milk, por su parte, se aferraba al silencio como quién se aferra al borde de una taza a punto de desbordar.
El robo de su libro —su reliquia, su herramienta, su eco del conocimiento prohibido— lo carcomía por dentro, pero decidió fingir. Fingir que nada faltaba. Que la "estantería" no se sentía más liviana. Que su alma no ardía con la furia callada del que ha sido despojado de una parte de sí. Sí, también había notado la ausencia del cartapacio que usaba para escribir sus inquietudes, no le molestaba. No había derramado tanto de su alma en esas páginas.

Por el momento ignoraría el hurto.
Al menos en la superficie.

Porque algo en su interior murmuraba que tarde o temprano alguno de esos dos pequeños ladrones dejaría escapar una palabra de más. Una frase torcida. Una pista involuntaria. Y entonces... entonces él sabría.

Hasta entonces, domaría su rabia con modales.
Les hablaría con la cortesía estudiada del que no quiere romper la porcelana aunque el té esté envenenado.
No por clemencia. Sino por estrategia.
Como si ocultar el enojo bajo la voz suave fuera más efectivo que cualquier otro grito.

Pero la verdad, como la humedad en los rincones de su santuario, comenzaba a florecer en formas indeseadas.

Su indignación —ese grito que no se atrevía a pronunciar— ya no cabía bajo la alfombra donde había barrido tantas otras cosas. Una alfombra que comenzaba a pudrirse de secretos, de frustraciones, de renuncias que nunca fueron dichas en voz alta.
Y sin embargo, seguía empujando emociones allí abajo, como si creyera que el moho no acabaría por subir por las paredes, como si su calma no fuera apenas una capa de azúcar rota por la humedad de la traición.

Así, en su compostura fingida, Shadow Milk no era menos volcán que los demás. Solo más lento. Más frío.
Pero igual de peligroso.

Su rutina había mutado, como la levadura que cambia la masa sin aviso. Ya no fracasaba estrepitosamente en sus intentos de horneado porque, simplemente, ya no intentaba.
Se había rendido a ese campo con la misma elegancia con la que se cubría de desprecio.
¿Qué sentido tenía moldear algo que solo se deshacía en sus manos?

Ahora dedicaba su energía a otra cosa. Algo menos ingrato.
Algo que, en su retorcida definición de paz, podía controlar.

Manualidades.

El viejo escritorio —una reliquia tan agrietada como su paciencia— estaba sepultado bajo una tormenta ordenada de papeles, cartones y recortes.
Azules como el mar que nunca había visto, blancos como su resignación y... ugh, dorados, como la ironía de tener esperanza aún manchada entre los dedos.

Allí estaban las figuras: pequeñas, silenciosas, recortadas con la precisión casi quirúrgica de alguien que no sabe cómo gritar y por eso corta.
Había hecho algunas ese día. Una Candy Apple, radiante y burlona. Un Black Sapphire, confiado, solemne.
No se los mostraría. No lo merecían.
Verlas no les hacía falta. Bastaba con que él supiera que existían, que aún les dedicaba algo más que suspiros cargados de rabia a aquellos pequeños Judas.

El verdadero —supuesto— regalo eran los disfraces.

Aún se esmeraba en confeccionarlos con la delicadeza de un monje bordando vestiduras sagradas.
No los necesitaban, claro. Su magia bastaba para ocultar sus pieles, sus nombres, sus pecados.
Pero eso no importaba.
Él necesitaba hacerlos.

Había algo terapéutico —casi piadoso— en volcar su odio en tela y aguja.
Como si pudiera remendar con hilo lo que el resentimiento había desgarrado por dentro.
Como si vestirlos fuera una forma de seguir diciendo "te cuido", sin usar palabras que ya no sabía decir.

Era una costumbre vieja. Vieja como sus errores, viejas como su caída.
Candy Apple, la eterna criatura caprichosa, adoraba cada prenda como si fueran bendiciones.
Y Black Sapphire... lo entendía.
Nunca decía mucho, pero lo entendía.

Eran sus discípulos.
Sus creaciones. Quizás no en masa pero sí en crianza. Fué él quién les enseñó a vivir.
Fueron ellos los que hicieron que él siguiera haciéndolo.
Sus malditas ruinas.

Y ahora eran también sus cuidadores, sus vigilantes involuntarios, los únicos lo bastante necios —o lo bastante fieles— para negarse a dejarlo pudrirse en su miseria gestante.

Porque eso era.
Una miseria embarazada.
Una cólera horneándose a fuego lento en su interior.

No quería ser consolado.
No quería compañía.
Y menos aún quería ser salvado.

Pero ahí estaban ellos.
Esos traidores sentimentales.
Ladrones de conocimiento, de autonomía... de su derecho a desmoronarse a solas.

Y él, en vez de empujarlos lejos, seguía recortando, cosiendo, preparando un nuevo disfraz.
Como un castigo que se infligía a sí mismo.
Como si la única forma de castigar su amor mal correspondido fuera seguir cuidándolos, aunque quisiera odiarlos.

Son las hormonas —Se decía cuándo ver a Candy Apple usando uno de los vestidos que hizo para ella le hacía querer abrazarla— Son las hormonas —Repetía cuando un sueño con el bollo lo hacía despertarse entre lágrimas—

 

──────────────────

 

De camino a la cabaña, sus pasos eran lentos, casi ceremoniales, como si temieran perturbar algo sagrado o quebradizo que aún flotaba en el aire. La tierra húmeda cedía bajo sus pies con un crujido que recordaba a hojas secas marchitas demasiado pronto. Y aunque ya no hojeaban el libro hurtado —ese volumen que respiraba secretos entre sus páginas arrugadas como si aún tuviera voz propia—, su contenido se había adherido a sus pensamientos como miel vieja: pegajosa, ineludible, imposible de limpiar del todo.

No podían escapar de aquello que sabían. No después de haber abierto el vientre de la verdad y haber mirado dentro.

Las canastas que colgaban de sus brazos parecían pesadas como tumbas, como si cada frasco de leche, cada bollo aún tibio, cada tarjetita decorada con corazones de glaseado, contuviera no sólo el entusiasmo ciego de un pueblo ignorante, sino también una forma delicada de violencia: la de asumir que todo está bien cuando no lo estaba. Las damas del pueblo —tan amables, tan dulces— les habían cargado los brazos con consejos que olían a flores secas y frases que nunca debieron llegar a sus oídos: “para los antojos”, “para el humor”, “para fortalecer el alma”. Como si el alma pudiera arreglarse con infusiones y un mantel bonito.

Como si todo esto no fuera una tragedia sostenida por pinzas.

Candy Apple caminaba a su lado con saltitos que fingían alegría, como si la inercia del cuerpo pudiera engañar a la mente. Llevaba una de las canastas con ambas manos apretadas, el libro — envuelto en una tela blanca, prístina, silenciosa— era lo que más pesaba, aunque no pareciera. Como si cargar la palabra escrita sobre la piel fuera más difícil que acarrear piedras. La tela lo escondía, sí, pero no lo protegía de la vergüenza. Ni del pecado.

Black Sapphire no decía nada. No podía. Había algo en su garganta —quizá un nudo, quizá una súplica— que le impedía emitir sonido alguno sin que se le partiera el pecho. Porque sabía. Sabía todo. Las palabras estaban escritas, la amenaza era clara, y su amo, su señor. —ese ser brillante, iracundo, complejo, amado— se marchitaba bajo el peso de un embarazo no pedido, no preparado, no comprendido del todo. Se negaba a nombrarlo. Lo ignoraba. Jugaba a fingirse intacto.

Y aun así, ahí estaban ellos, intentando hacer lo único que creían posible: un picnic.

Un estúpido, desesperado, triste picnic.

Una trampa disfrazada de gesto amable. Una excusa para hacer que comiera. Que bebiera. Que se dejara cuidar. Que, aunque fuera por un instante, bajara la guardia y aceptara que estaba perdiéndose, que su cuerpo se estaba volviendo un santuario en ruinas para una vida que crecía como musgo en un rincón oscuro.

Candy insistió en llevar un mantel. Uno bordado, con flores rojas como labios cerrados. Lo dobló con cuidado al guardarlo, como si pudiera envolver en él la ilusión de una tarde sin miedo. Una tarde sin gritos. Una tarde sin enfermedades silenciadas.

Y así caminaban, bajo un cielo que parecía observarlos con la misma piedad muda con que se observa a los náufragos que aún no saben que se están ahogando.

Avanzaban con las manos llenas de obsequios y el alma colgando por los hilos. No hablaban de lo que sabían. No hablaban del temblor en las manos de su amo, ni de la forma en que se había quedado viendo el suelo por largos minutos esa mañana. No hablaban de cómo su rostro, antes altivo, ahora parecía una luna rota tras un eclipse.

Solo caminaban. Porque eso era lo único que les quedaba.

Caminar, con la esperanza de que un mantel, una sonrisa forzada, una canasta de mieles y pan pueda servir como red para un ser que caía en silencio.

Caía, sí. Pero no sin que alguien —al menos uno de ellos— tratara de extender los brazos.

 

──────────────────

 

El lugar olía a encierro. A madera húmeda, a tinta vieja y a una ansiedad cocida a fuego lento. Black Sapphire no sabía cuánto tiempo llevaba allí, sosteniendo el borde del mantel como si fuera un conjuro. Candy Apple lo había doblado con devoción y lo ofrecía como si no escondiera nada más que flores bordadas y buenas intenciones.

Shadow Milk los miraba como se mira una escena donde algo no encaja del todo. Con la cabeza apenas ladeada, los ojos entrecerrados, y esa expresión que no sabía si era desconfianza o cansancio. El silencio que llenó la sala fue denso, casi asfixiante, como una crema espesa echando vapores que nadie se atrevía a probar.

—Pensamos que... podrías estirarte un poco —comenzó Black Sapphire, con una sonrisa tan forzada que parecía hecha de cera—. Hace buen día, y Candy tuvo esta idea... —miró a su compañera, casi suplicando que continuara el teatro.

Candy Apple, fiel a su papel, dio un pequeño giro con su vestido como si la situación no fuera tan grave como realmente era.

—¡Un picnic! Solo eso, maestro —canturreó, como quien nombra un juego, como si la palabra no estuviera impregnada de miedo. De necesidad—. Con bollitos dulces y leche fresca. Las cookies del pueblo nos prestaron cositas. ¡Solo para que respiraras aire puro! ¿No te hace bien un poco de pasto bajo los pies? ¿Un sorbo de sol?

Shadow Milk los observó un segundo más, y en ese segundo se sostuvo el mundo entero. La mentira apenas velada, el amor tan torpe como desesperado, la tela blanca del libro hurtado brillando como un cadáver envuelto en lino.

Pero él solo suspiró. Un sonido seco, breve. Como si la vida fuera apenas eso: un aliento resignado. Ni siquiera con energías de luchar. Luego se puso de pie. No dijo nada. No preguntó. Aceptó la mascarada con la dignidad rota de un rey que sabe que su trono se deshace bajo sus pies. Les siguió. Muy apenas, ya no flotaba, no podía. Sus pies se vieron forzados a caminar todo el tramo hasta la puerta, no sin ser seguido — Y silenciosamente cuidado por Black Sapphire si es que llegaba a tropezar —

El exterior lo recibió con la violencia de lo real. La luz le cayó sobre la piel como un juicio. Los árboles susurraban demasiado. El pasto parecía gritar. Los pájaros lo miraban. Nadie lo juzgaba si volvía dentro corriendo tan rápido como sus piernas se dignaran a avanzar —¿Verdad? —

Candy extendió el mantel con una floritura. Black Sapphire alineó las cosas en silencio, sirviendo leche en un vaso con un cuidado que rozaba lo patético. Nadie hablaba. Nadie sabía cómo hacer de esa escena algo casual, algo no tejido con hilos de pánico y ternura agrietada.

Shadow Milk se sentó. Tomó el vaso sospechando, buscando concentrar su atención en algo que no fuera el como su alrededor parecía cerrarse sobre él.

Y entonces, el mundo le pesó.

Sintió un latido demasiado fuerte en su sien, una punzada en el estómago lo tomó con la guardia baja, como si cada célula en su cuerpo recordara de golpe que estaba roto. Expuesto. Vulnerable. Las risas que no estaban ahí inundaban su cabeza, las memorias del escenario, la máscara agrietada, sintió que le faltaba el aire. Sus manos temblaron y sin pensar el vaso se deslizó de sus dedos antes de que pudiera detenerlo, demasiado abrumado en sensaciones como para notar que ya no era capaz de sostener nada.

Ni siquiera a sí mismo.

Sin avisar el vaso rapidamente se hizo añicos en la hierba. La leche derramada como sangre blanca manchó el mantel. Hubo silencio. Un silencio denso, frío, inmisericorde.

Y entonces, sin un grito, sin siquiera una palabra, se desplomó. Su forma entera se deshizo, como si el miedo le hubiera arrancado la piel, y en su lugar solo quedara eso: una masa negra, densa, temblorosa. Algo que no era ni sombra ni líquido. Algo que ya no podía fingir ser él. Los ojos llenaban su forma derritiéndose con su cordura.

Black Sapphire se lanzó hacia él, pero se detuvo a medio camino. Candy Apple se llevó las manos a la boca.

Y no pasó nada más.

Solo la verdad. Una presencia oscura hecha trapo, deshaciéndose en la hierba como si el universo le pesara demasiado. Porque lo hacía. Porque lo habían arrastrado al mundo como si fuera un cuerpo sano, cuando era una herida abierta. Porque todos fingieron, y él también. Y ahora la consecuencia de ese acto se manifestaba frente a ellos.

La masa se removió en su lugar, chispas de lo que parecía ser una pobre demostración de magia hicieron acto de presencia antes de que esa cosa que — sabían era su señor— se deslizara fuera de su vista.

 

Candy Apple fue la primera en moverse, pero no llegó lejos. Dio un paso, tal vez dos, antes de que sus piernas se volvieran puro temblor. Se quedó allí, de pie sobre el mantel ahora vacío, con las manos aún crispadas sobre la tela de su vestido, como si sostenerse a sí misma pudiera evitar que todo lo demás se desmoronara.

—Maestro... —susurró. Pero el susurro no llegó a ningún lado.

Black Sapphire no dijo nada. No había palabras que sirvieran. En su pecho algo se deshizo con un chasquido sordo. El sonido invisible del arrepentimiento. De la estupidez.

Había querido hacerle bien. Había creído que un poco de luz no le haría daño. Que disfrazar la ternura de rutina, de picnic, de excusa amable, podría engañar a ese cuerpo hostil que su maestro habitaba a medias. Pero lo había expuesto. Lo había empujado. Lo había herido.

—Perdón —dijo, pero ya no era para él. Era para el viento. Para sí mismo. Para el mantel de flores rojas que ahora parecía una ofensa.

Entonces lo siguió. O eso creía, sabía que no habría lugar donde pudiera estar que no fuese la cabaña. No tenía más donde ir y eso en cierto modo lo tranquilizaba de una forma que no debía.

El cuerpo líquido de Shadow Milk había logrado arrastrarse de nuevo a la cabaña en una mediocre demostración de magia dado su estado, como una sombra que suplica desaparecer del ojo del mundo. Black Sapphire cruzó el umbral con pasos medidos, casi de penitente. La puerta quedó entornada tras él, como si la casa misma dudara si debía cerrarse para proteger o para castigar.

El interior olía aún más denso que antes. A encierro, sí. Pero también a algo más viejo. Algo parecido al llanto contenido entre las paredes.

Cruzó el pasillo en silencio, como quien asciende hacia una verdad que no quiere conocer. Cada tabla del piso crujía como si le advirtiera que aún estaba a tiempo de no mirar. Pero ya era tarde.

Empujó la puerta con dedos temblorosos, y entonces lo vio.

Su maestro, aquel que en otro tiempo había sido todo brillo, voz, imposición y drama, estaba debajo de la cama. No detrás. No sobre. Debajo. Como un niño enfermo de universo, como una criatura asustada que hubiera escarbado hasta hallar el único rincón donde podía respirar sin ser visto.

La masa negra se apretaba contra sí misma. Ojos entreabiertos, inyectados de un blanco lechoso que no parecía pertenecer a nada humano. Leche oscura manchando el suelo, arrastrándose en hilos como telarañas rotas. Era él. Era él y no era. Una silueta vencida, colapsada sobre sí, demasiado rota para huir, demasiado agotada para expulsar a su testigo.

Black Sapphire se quedó quieto. No supo si acercarse. No supo si tenía derecho a mirar. Su pecho dolía como si llevara algo oxidado dentro, algo que chirriaba cada vez que respiraba.

—Maestro... —dijo, apenas un murmullo. No hubo respuesta.

Se acercó, rodillas temblorosas, hasta quedar a su altura. No quiso agacharse del todo. No podía. No frente a eso. No frente a esa visión de quien solía ser invencible ahora reducido a una forma sin forma, a una lágrima expandida, a un cuerpo sin voluntad siquiera para odiar.

Y lo supo, entonces.

Que no estaban salvándolo. Que no lo estaban acompañando. Lo estaban presenciando. Presenciando su caída como testigos silentes de una catástrofe íntima. Y aún así, Black Sapphire no se movió. No huyó. No bajó la vista.

—No voy a irme —susurró, con la voz quebrada—. Aunque me odies. Aunque no me quieras ver. Me quedaré aquí. Hasta que salga. Hasta que quiera. Hasta que pueda.

La masa negra no se contrajo, no respondió. Pero algo en la habitación se sintió menos frío.

Afuera, Candy Apple seguía quieta. Sus ojos rojos brillaban con una humedad cristalina que no quería caer. Como si sostener esas lágrimas fuera su manera de sostener a su maestro. De no rendirse. De no romperse del todo.

 

──────────────────

 

Esa noche, Black Sapphire no supo en qué momento sus párpados se cerraron. No recordaba el instante exacto en que la vigilia se volvió sueño ni si fue el cuerpo o el alma lo que se le apagó primero. Solo sabía que, al abrir los ojos, ya no estaba en la habitación junto a su maestro.

El techo era distinto. No el mismo cielo astillado de la habitación principal, no el refugio sin consuelo donde la oscuridad tenía ojos. Este era otro rincón de la casa, más seco, más ajeno. Alguien —él mismo, tal vez, o algo más silencioso— lo había dejado recostado sobre una colcha antigua, apenas estirada, olía a madera dormida y ropa que ha visto demasiadas estaciones.

Se incorporó con lentitud. Cada hueso le pesaba como si hubiese llorado acostado. Su cuerpo era una jaula tibia y vacía, y por dentro el pecho latía lento, como si aún intentara entender en qué punto exacto todo había comenzado a doler tanto.

Lo primero que pensó fue en él.

¿Lo había echado? ¿En algún punto, cuando él ya había cedido al cansancio y su cabeza se inclinó de lado, su amo se arrastró fuera de la cama —fuera del miedo, del horror, del amor— y lo sacó de la habitación?

La idea lo perforó sin violencia, pero con profundidad. Como una espina olvidada entre la carne y la tela. No podía culparlo. No después de lo que hicieron. No después de haber leído lo que no debían, de haber tocado lo prohibido y traducido la tragedia de su cuerpo en recetas de bollos y manteles florales. Black Sapphire había cometido ese pecado absurdo de querer salvar sin pedir permiso.

Y quizá, por eso mismo, se merecía el exilio.

El ambiente se sentía denso, como si el aire de la cabaña hubiese llorado toda la noche en silencio. Una humedad emocional, imperceptible pero espesa, se arrastraba entre los rincones. Nada había cambiado, pero todo era distinto. Las paredes parecían más cercanas. El suelo, más hondo. La melancolía se respiraba como polvo.

Se acercó a la ventana. La madera carcomida dejaba filtrar un rayo sordo de luz nocturna —de esas que no vienen del cielo, sino del tiempo—. No era muy tarde, pero el día ya no existía. Afuera, la brisa acariciaba los árboles con una gentileza que sonaba a despedida. Todo estaba demasiado quieto. Como si el mundo, al darse cuenta de lo que había presenciado, hubiera bajado la voz por respeto.

¿Dónde estaba Candy?

No había rastro de ella. Ningún ruido, ningún suspiro detrás de las paredes delgadas. Black Sapphire quiso suponer que dormía, que había encontrado un rincón donde reposar esa ternura suya que a veces parecía venir de otra galaxia. Pero algo en su pecho le decía que no debía confiarse. Que las almas como la suya, dulces como fruta podrida a punto de caerse del árbol, rara vez dormían sin soñar con el fin.

Se levantó por completo, tanteando el piso con los pies descalzos, como si buscara no despertar a la tristeza que habitaba en las tablas.

No podía quedarse allí. No sin saber. No sin mirar.

Tenía que volver a la habitación de su amo. Aunque fuese para encontrarla vacía. Aunque su presencia allí fuera un error. Aunque lo echaran otra vez, ahora despierto.

Porque el amor, ese amor que nadie les enseñó a nombrar pero que lo guiaba como una migaja dentro del pecho, era más fuerte que el miedo a ser rechazado.

Así que salió de la habitación prestada, de ese descanso falso, y caminó por el pasillo que se sentía más largo que nunca. Fué entonces que —a mitad de camino, como si el destino lo empujara por la espalda con manos frías—, lo oyó.

Un grito.

Cortante. Crudo. Nacido de una garganta que no supo contenerse. Provenía de la habitación de su maestro.

Así, la delgada calma que por un instante había conseguido abrazarle el alma se rompió con un sonido frágil, como vidrio blindado apenas sostenido por la fe.

Corrió.

No pensó, no midió, no pidió permiso a sus piernas o a la razón. Cruzó el pasillo como quien intenta ganarle una carrera a la muerte. Su cuerpo —siempre tan ligero, siempre tan apto para flotar— se sentía ahora como si lo habitaran piedras en lugar de huesos, como si el miedo hubiera bajado por su columna hasta las rodillas.

Golpeó muebles. Se tropezó con esquinas que antes creía conocer de memoria. Las paredes parecían más cercanas, el techo más bajo. Todo era estrecho, húmedo, vertiginoso.

Su andar no se extendió mucho; pronto, la puerta de aquella habitación se alzó ante sus ojos como un destino inevitable.

Esa desgastada y cruel puerta, que a veces parecía tener alma y reírse de él. La misma que lo había dejado entrar horas antes, tembloroso, para ver a su amo convertido en una sombra. Estaba ahí, burlona, como un niño que jugaba a pedir la contraseña sin entender que lo que guardaba detrás no era un juego, sino la grieta por donde un mundo entero podía colapsar.

Black Sapphire no dudó. No titubeó ante los recuerdos que supuraban desde la madera, ni ante el frío que parecía filtrarse por las hendijas del umbral. Empujó. Lo hizo aunque supiera que del otro lado lo aguardaba la ruina, aunque intuyera que la verdad —esa vieja enemiga— le arrebataría lo poco que aún sostenía su forma. Aun así, empujó. Porque debía estar allí. Para su Maestro, su Dios. Para esa divinidad hecha migas que lo había salvado y condenado en el mismo gesto.

 

Apenas su pie cruzó el umbral, el aire se volvió denso, dulce, pútrido.

El olor lo golpeó como una mano antigua. Mermelada-sangre-perfume-pecado. Una mezcla que no pertenecía a ningún mundo conocido, un aroma espeso que se metía por la garganta como una culpa que jamás fue confesada. Era fragancia de algo sagrado descompuesto. De algo hermoso muriéndose mal.

Black Sapphire se quedó quieto un instante. Lo justo para que el miedo entrara también con él.

—¿Está herido? —pensó, sin voz.

Y lo estuvo.

Su maestro, el mismo que caminaba con soberbia entre ruinas y astros muertos, yacía ahora en el centro de la habitación como una figura arrancada de un mal sueño. El azul profundo de su sangre —esa mermelada espesa y brillante, casi celestial— lo cubría todo: las sábanas, el piso, las cortinas, incluso la lámpara parecía llorar azul desde su tulipa rota. Black Sapphire no gritó. No pudo.

Se movió. Corrió. Las piernas le fallaban, pero el pánico lo empujó.

Allí lo esperaba él. Shadow Milk. Su Dios caído. Su Maestro, su guía desecho. Con el vientre abierto, partido como una flor de carne mal nacida. La herida no parecía obra de una espada ni de un hechizo. Era algo más íntimo. Más cruel. Como si se hubiese hecho desde adentro. Como si su propio cuerpo hubiese decidido vaciarse.

Black Sapphire cayó de rodillas. Las manos temblorosas buscaron detener la hemorragia, inútilmente. La mermelada azul se escurría entre sus dedos como un castigo. El pecho de su amo aún subía y bajaba, apenas. Pero sus ojos… sus ojos eran dos lunas vacías. Ni rabia, ni dolor, ni vergüenza. Solo un abismo que ya no sabía mirar.

El silencio se volvió monstruoso. Pudrefacto. Denso. Tan espeso que parecía tener forma.

Y entonces, lo oyó.

Un llanto.

No fuerte. No claro. Pero ahí. Como si viniera de las paredes mismas. Como si la habitación, saturada de muerte, se hubiera vuelto vientre para algo más.
Un llanto. Deforme. Suave. Culpable.
Un llanto de bebé.

Black Sapphire se paralizó. Sintió cómo la realidad se partía un poco más. Porque no podía ver al niño. No había cuna, ni manta, ni forma. Pero lo oía.

Así supo.

No era solo su maestro el que se moría. Era el nacimiento mismo lo que lo estaba matando.

Lo que lo partió no fue un hechizo, ni el abandono. Fue el fruto. La consecuencia. Aquello que creció donde antes solo había vacío. Aquello que no fue elegido, pero sí cargado. Que no fue nombrado, pero sí llorado.

Aquél pecado, tan bastardo, tan poco consiente de sí mismo ahora lloraba. Lloraba como todos los hijos que nacen sin saber su pecado, lloraba porque vivir era en sí un crimen, y porque su primer acto en el mundo había sido romper a su creador.

Black Sapphire cerró los ojos. Sintió las lágrimas deslizarse por sus mejillas sin permiso. No sabía si lloraba por su maestro, por el bebé invisible, o por sí mismo. Por haber llegado tarde. Por no haber entendido. Por haber querido demasiado y mal.

Las palabras salieron de su boca sin pedirlo, sin esperarlo si quiera, habló. Les habló a ambos.

—Ya basta.

Su voz fue apenas un susurro tembloroso, como el aleteo agónico de un insecto atrapado bajo un vaso de cristal.

Tan desgarrado por la pérdida que ya no le quedaban rezos, solo una furia muda contra el destino, contra el tiempo, contra la burla cruel de una escena que parecía escrita para hacerlo arder.

Como si el simple hecho de pedir que se detuviera bastara para deshacerlo todo.

Como si admitir que no encontraba gracia en esa tragedia pudiera convencer al universo de devolverle algo.

Como si el dolor se deshiciera solo por confesar que no era justo.

—No tienes que morir así. Ninguno de los dos.

Nadie respondió.

El bebé seguía llorando.

Shadow Milk apenas respiraba.

La sangre seguía cayendo.

Y sin embargo, en medio de esa escena sin salvación, Black Sapphire hizo lo único que podía: quedarse. Arrodillado. Sucio. Roto. Vacío por la perdida de quién intentó sanar sin saber cómo tratar en primer lugar.

Fue entonces —cuando ya no quedaban nombres para el miedo ni gritos que pudieran nacer— que la mano helada de su maestro, de su dios caído, se posó sobre su nuca como una plegaria que llegaba demasiado tarde.

No lo empujó. No lo apartó. Lo sostuvo. Lo arrulló. Lo consoló con esa ternura que solo poseen los muertos resignados, los que han abrazado la idea de su final como si fuera un hijo no deseado pero amado al fin y al cabo.

Black Sapphire se quebró sin ruido, con la dulzura del cristal que no explota, sino que se deshace en líneas finísimas que nadie ve, pero que duelen al tacto. Y lloró. No con los ojos, las lágrimas habían aparecido mucho antes, no con la voz, no era digno de hablarle. Lloró con la piel. Lloró con los músculos tensos, con las manos apretadas hasta sangrarse. Lloró como se llora por dentro, donde nadie alcanza.

Su maestro seguía sangrando.

El vientre, abierto como un libro maldito, se derramaba sobre las baldosas con una lentitud que no era humana. Era mermelada, era tinta, era leche negra convertida en sacramento. Azul profundo, oscuro como la boca de una promesa rota. La sustancia manaba con resignación, sin urgencia, como si el cuerpo supiera que no valía la pena retenerse ya.

Y en medio del silencio —de ese silencio que duele más que cualquier sonido—, el llanto.

Un gemido tenue, agudo, vivo.

El llanto de un bebé invisible, el susurro de una vida recién parida a costa de otra. Era un sonido que no se escuchaba con los oídos, sino con la carne, con la culpa.

Black quería buscarlo, quería encontrar a esa criatura culpable e inocente al mismo tiempo, pero no podía moverse. Solo podía mirar los ojos de su maestro, abiertos ahora, empapados de muerte sin juicio. Y aun así… vivos.

—D… deberías despertar ya… —musitó, con una voz que no era voz, sino aire usado.
—No es bueno… torturarse así…

Black Sapphire cayó. No con el cuerpo, sino con el alma. Se desmoronó hacia dentro, como si su existencia fuese solo un abrigo vacío, arrastrado por el viento de algo que nunca comprendió del todo.

Y despertó.

 

──────────────────

 

El sobresalto le rompió la garganta antes que el aliento. Se sentó de golpe, empapado en sudor y en algo más espeso que el miedo: desesperación. La habitación estaba entera. El aire era limpio. El suelo no tenía rastro de su amo. No había mermelada. No había sangre.

Pero el silencio era igual.

Ese silencio que no sana. Que observa. Que acusa.

Buscó con la mirada, con las manos, con el pecho agitado como un tambor de guerra. Pero no había nadie. No estaba. No estaba.
Y su corazón, ese animal rabioso, ya latía con el terror del que ha probado la pérdida aunque solo fuera en sueños.

—¿Maestro…? —gimió, como quien invoca a un Dios que ya no contesta.

Nadie respondió.

El cuarto olía a madera vieja, a polvo, a cosas que alguna vez fueron cálidas. Pero la cama estaba vacía. Nada arriba, nada abajo. El cuerpo que antes ocupaba ese espacio con miedo, pánico y desesperación ya no estaba. Solo quedaba la ausencia. Y el eco del sueño aún temblando en sus huesos.

¿Había sido real? ¿Un aviso? ¿Una burla?

No importaba. No podía ignorarlo.

Se levantó de golpe, torpemente, como si su cuerpo siguiera dentro del espanto. Salió al pasillo. Todo parecía igual. Pero él ya no era el mismo. Cada sombra era una amenaza. Cada rincón una posible tumba.

Temía. Con ese miedo que no tiene forma pero sí destino.

¿Y si el sueño no era mentira? ¿Y si estaba ocurriendo mientras él dormía?

Debía moverse. Buscar. Corregir lo que aún no se había roto del todo.

Por Candy.
Por su maestro.
Por lo que quedara de ambos.

Avanzó por el corredor, empujado por un instinto más grande que él. El aire era denso, como si lo filtraran a través de una tela húmeda. Los muros parecían cerrarse. El suelo crujía como un hueso mal curado. Todo estaba mal. Todo estaba… demasiado quieto.

Y entonces, en medio de esa calma que asfixia, lo oyó.

Pasos.

En la cocina.

Su primer pensamiento fue Candy Apple, pero no. Lo descartó en cuando recordó. Candy no comía de noche. No caminaba así. No dejaba que el mundo la supiera despierta.

¿Entonces…?

El corazón le golpeó tan fuerte que pensó que se le iba a salir.
Su amo.
Tenía que ser él.
O al menos eso deseaba con tanta intensidad que dolía.

Apuró el paso. Cada centímetro de su cuerpo quería huir, pero sus piernas, temblorosas, corrían hacia la promesa de que aún no era tarde.
Porque esta vez, no quería llegar cuando ya no hubiera nadie a quien salvar.

Y al llegar frente a la cocina —con el sueño aún fresco como una cicatriz nueva— extendió la mano.
Temblaba.

No sabía si iba a abrir una puerta…
…o un ataúd.
Al entrar, lo vio.
Ahí estaba.

Su Dios.
Su maestro.
Su todo.

De pie, recortado contra la tibia penumbra de la cocina como un espectro demasiado cansado para desaparecer. Ya no brillaba como antes. Ya no portaba esa aura divina que embriagaba con su mera presencia. No era el astro radiante que alguna vez gobernó su universo.
Ahora era solo un hombre roto. Uno que respiraba por costumbre. Uno que servía leche con las manos temblorosas de quien alguna vez sostuvo el conocimiento y las mentiras del mundo. Quien ahora apenas puede sostener un vaso.

Black Sapphire se quedó en la puerta. Quiso hablar, correr, llorar, pero todo en él se encogió como un animal asustado. En su lugar, solo caminó.
Torpe. Culpable. Como un niño que ha roto algo sagrado y no sabe cómo disculparse.
Sus ojos picaban, cargados de lágrimas que no se atrevían a caer. ¿Cómo llorar frente a un Dios cuando eres tú quien le falló?

Su maestro apenas alzó la vista. Una mirada breve, fugaz, casi indiferente. Luego volvió a lo suyo, como si el mundo no acabara de resquebrajarse.

—Maestro… —susurró. La palabra dolía más que sanaba.

El vaso se extendió frente a él, como una paz fingida, como un acto de rutina.

—Pareces muerto —dijo Shadow Milk con su voz de cuchilla envuelta en terciopelo.

Y sonrió. Esa sonrisa torcida, malherida, que solía encantarlo todo y ahora apenas alcanzaba a sostenerse.

—Toma ya. Para que no digas que no soy un buen anfitrión.

Black Sapphire obedeció.
Porque así fue entrenado.
Porque así fue hecho: para recibir órdenes, para servir, para callar.

Tomó el vaso entre sus manos temblorosas, sintiendo el frío del vidrio calar hasta el alma. No bebió. No podía. Había algo sagrado en ese momento que no quería profanar. Verlo ahí, erguido aunque exhausto, le parecía un milagro. Uno que podía romperse si parpadeaba demasiado fuerte.

Lo observó.
Su maestro danzaba con lentitud detrás de la mesada. No con gracia, sino con el cuerpo de quien ya no pertenece a su piel. Buscaba otro vaso. El suyo.

Lo llenó. Bebió. Largo. Lento. Como si fuera veneno o bendición.

Y entonces lo miró.
De verdad lo miró.

Sus ojos eran un pozo sin fondo, un abismo vestido de estrella caída. Y allí, en medio de todo, se dibujó esa sonrisa amarga, casi cruel.

—Ah… ya entiendo.
Si no es robado, no te apetece, ¿verdad, pequeña plaga?

La burla llevaba cuchillas escondidas. No era inocente. No era humor.
Era reclamo.
Era tristeza mal digerida.
Era el tipo de amor que sangra por las comisuras y nunca se atreve a decir su nombre.

Black Sapphire se encogió. No respondió. No sabía cómo.

El vaso le fue arrebatado. Su maestro bebió. Todo. Con ansias. Con rabia. Con necesidad.

Y él… él solo lo vio.
Y se alegró.
Porque mientras bebiera, mientras se moviera, mientras hablara —aunque fuera para herirlo—, seguía vivo.

La cocina se llenó de ese silencio espeso que solo conocen los que han amado demasiado.
No era paz.
Era tregua.
Una tregua sostenida por la costumbre, por la devoción silenciosa de un sirviente que aún llora en sueños, y un amo que no sabe cómo pedir que lo abracen sin romperse.

Y así, en la cocina, con dos vasos vacíos y dos corazones a punto de estallar, siguieron fingiendo que no pasaba nada.
Que la herida no supuraba.
Que el miedo no era un tercer comensal en la mesa.

—¿No dirás nada?

La voz cortó el aire como un vidrio astillado. Era la voz de un rey que, habiendo sido traicionado, aún quería creer que su corona seguía en su sitio. Que aún era temido. Que aún era amado, aunque fuera por costumbre.

—¿Ni siquiera te pondrás de rodillas para pedirme perdón?

El reproche cayó con el peso de una sentencia. Shadow Milk lo miraba con ese brillo furioso en los ojos, ese brillo que a veces confundían con divinidad, pero que no era más que una súplica desesperada de alguien que ya no sabía cómo retener lo que ama sin destruirlo.

Black Sapphire se sintió tragado por el suelo. La mirada de su maestro era un abismo abierto y él, sin anclas, flotaba al borde de su condena. Por un instante, pensó en hablar. En abrir los labios y arrojarse a sus pies como lo había hecho mil veces en su vida. Pedir perdón. Suplicar. Llorar si hacía falta.

Pero no lo hizo.

Porque el miedo le selló la garganta. Porque sabía que cualquier palabra sería insuficiente. Porque el silencio era, de algún modo, menos doloroso que la certeza de que sus disculpas ya no valían nada.

Y entonces, como un eco disfrazado de alivio, otra voz se alzó, clara y chirriante como el quiebre de una porcelana:

—Fui yo —canturreó Candy Apple, irrumpiendo como un relámpago que no ilumina, solo rompe la noche—. ¡Fui yo quien le dijo que lo hiciera, Shadow Milk, maestro! ¡Estaba harta, harta de ver cómo acariciaba ese tonto libro como si valiera más que nosotros!

Se plantó en medio de la cocina con la frente en alto y los puños cerrados. Parecía una niña caprichosa reclamando un juguete, pero detrás de esa actuación había un temblor. Una grieta. Una fragilidad que no alcanzaba a esconder.

—¡Ni siquiera separado de él me mira! ¡Ni una sola vez! —exclamó con rabia disfrazada de celos.

Nadie le respondió.

Porque nadie tenía cómo.
Porque todos sabían que mentía, incluso ella.

Shadow Milk se volteó hacia la pequeña cookie con esa misma expresión que usaba para cortar cabezas sin alzar un dedo.

—Por favor, no seas ridícula, Caramelo.

Su voz tenía filo. Ya no quedaban velos ni dulzuras. El "apodo" era solo otra forma de humillarla, de plantear poder por sobre ella, por sobre ambos. Tratarlos como niños tontos para herir. Para demostrar que no están capacitados para lo que planeaban con él.

—No eres ni por asomo lo suficientemente silenciosa como para haberlo hecho tú sola. No sabes callar ni cuando duermes. —Su mirada la atravesó, y Candy Apple bajó la cabeza como un cachorro regañado—. Eres un secuaz al pie de la letra, y actúas para salvar al verdadero culpable.

La acusación flotó en el aire como el perfume agrio del miedo.

Black Sapphire contuvo el aliento. Quiso hablar. Quiso explicarse. Quiso… arrodillarse, quizás. No por obediencia. No por vergüenza. Sino por amor. Por ese amor estúpido, devoto, inútil que lo hacía sangrar de adentro hacia fuera.

Shadow Milk lo miró, y fue como si el tiempo se doblara en dos. Aquella mirada heterocrómica que una vez lo rescató del barro del olvido, ahora lo hundía.

—Solo que… —susurró el amo, apretando el vaso hasta que pareció crujir— no pensé que él fuera tan idiota como para creer que no me daría cuenta.

Y ahí se rompió todo.
No con gritos. No con golpes.
Sino con esa palabra: idiota.
No dicha con rabia, sino con desilusión. Como si le decepcionara quién lo apuntaba con la navaja aún si fuera para salvarlo de un enemigo que parecía ignorar.

Black Sapphire tembló. Quiso replicar, gritar, abrazarlo. Decirle que sabía que lo sabría. Que nunca pensó que podía engañarlo. Que todo lo hizo por miedo, por desesperación, por amor, por pánico a perderlo más rápido de lo que ya lo estaba perdiendo.

Pero su cuerpo no reaccionó.
Sus piernas no se doblaron.
Su voz no salió.

Porque el dolor era más fuerte que la acción. Porque no sabía si esa mirada aún lo consideraba suyo o si solo era otro sirviente caído de su gracia.

Candy Apple callaba también.
Porque había intentado salvarlo, y quizás lo había condenado.
Porque incluso ella, en su mentira chillona, quería que alguien los salvara a todos de sí mismos.

—N..no hice esto por mí y lo sabe. Deje de actuar como si no hubiésemos hecho más que intentar salvarlo. No puedo… no puedo permitir ver cómo se mata frente a nuestros ojos —soltó al fin Black Sapphire, con la voz trizada, desbordada, como quien por fin rompe una presa que llevaba años conteniéndose. La rabia, áspera y amarga, le temblaba en cada palabra. Pero más que rabia, era miedo. Era un cariño hecho furia.

Shadow Milk lo miró con ese espanto que solo tienen los dioses cuando descubren que algo imperfecto intenta corregirlos. Lo miró como si el simple hecho de ser confrontado fuera una insolencia imperdonable. Su cabello se volvió más espeso, más negro, más vivo. Los ojos que lo habitaban parpadearon, todos a la vez, coléricos.

—¿Quién te crees que eres para hablarme así? ¿Tú? ¿Tú vas a decirme cómo morir? No estás en posición de dictarme cómo caer al abismo, mucho menos cómo quedarme en él —escupió, no con gritos, sino con una calma que dolía más que cualquier alarido—. No eres más que un peón. Un asesino barato que recogí de la mugre cuando aún olías a metal y obediencia. Un pobre cuchillo con patas al que le enseñé a caminar derecho… y mírate ahora, creyéndote redentor. Creyéndote salvador.—

Black Sapphire lo sostuvo con la mirada. Apenas. Como si tuviera que obligarse a no mirar al suelo, como si cada palabra de su maestro le pesara en la espalda. Apretó los dientes, tragó saliva, pero no retrocedió. No podía. No ahora.

—¿Y qué esperaba que hiciera? —escupió con amargura—. ¡Mi deber era dañarlo desde el inicio! ¡Mi existencia fue diseñada para eso! Yo no pedí ser enviado tras usted, no pedí que me recogiera, ni que me enseñara otra forma de vivir si al final iba a usarla en mi contra cada vez que le contradigo. ¡No lo hice por mí, maldita sea!—

Había odio, sí. Pero también había una súplica ahogada. Un “míreme”, disfrazado de reproche.

Candy Apple no dijo nada. Tragó saliva muy despacio, observando a los dos monstruos —tan distintos, tan parecidos— arañarse con palabras que cargaban el peso de toda una vida. No entendía la mitad de lo que decían. No necesitaba entender. Solo sentía que ahí, en medio del aire envenenado por reproches, no cabía. Ella era una intrusa en una guerra que empezó antes de que su masa existiera.

Y sin embargo… ahí seguía. Incapaz de hacer que sus piernas reaccionarán, demasiado asustada de la ira de su jefe como para mover un músculo si no se lo pedían. Era conocida por ser imprudente pero eso lo hacía adrede, sabía callarse cuando debía mantenerse con vida.

Silencio. Silencio como una tumba recién cavada.

—Así que si va a echarme en cara lo que fui... — Continúo Black Sapphire rompiendo el tenso aire de la cocina. — Al menos hágalo con precisión, mi señor. No intento salvarlo porque fuera bueno o porque sea un intento de redención por lo que... pasó esa vez. Lo hago porque no sé cómo seguir vivo si usted no está. — su voz cargaba culpa, anhelo y el deseo profundo de su bienestar por sobre todo. Ya ni siquiera parecía enojado por las palabras de su amo, su Dios. Solo culpable por haber mordido la mano que le da el pan.

La risa que estalló después de sus palabras no pertenecía a alguien con rabia. Era una risa que no encajaba. Una carcajada hueca, exagerada, desbordada de algo más profundo y podrido. Como si se riera para evitar gritar.

—Eres tan jodidamente ridículo —murmuró Shadow Milk, no con ira, sino con una pena que asfixiaba más que cualquier grito. Su voz era grave, seca, con la textura de la ceniza—. Ni siquiera Candy Apple se arrastró tan bien. Aunque ella al menos tiene el decoro de hacerlo con dulzura.

Se sirvió otro vaso de leche con movimientos lentos, torpes, como si la escena hubiese drenado lo último que le quedaba de sí mismo. Lo dejó sobre la mesada sin mirarlos, dándoles la espalda como se le da la espalda a una tumba ya sellada.

—Guarden eso, si todavía saben hacer algo útil —dijo, con una mordacidad amarga que no buscaba herir, solo recordarse a sí mismo que aún podía.

Y luego, como si hubiese olvidado la discusión entera, murmuró:

—Es tarde. Me voy a dormir. —Se detuvo, aún dándoles la espalda. Su sombra parecía alargarse más de lo que debía, temblando con un cansancio antiguo—. Termina de leer ese libro y devuélvemelo, Sapphire. No me obligues a convertirme en uno de esos espectros mohosos que atormentan en sueños. Ya tengo suficiente con ser esto.

Ni frío ni cálido. Solo vacío.

Se marchó con pasos arrastrados, como si cada uno pesara más que el anterior. No hubo portazo, ni remate dramático. Sólo el sonido de su cuerpo alejándose por el pasillo, como si sus piernas apenas recordaran cómo sostenerlo.

Y con su partida, no dejó paz. Dejó algo peor.

Dejó la posibilidad.

La posibilidad de intervenir, de moverse, de tomar su mano temblorosa antes de que se hunda del todo.

La libertad de verlo caer. La carga de decidir si hacer algo al respecto.

Candy Apple no se atrevía a moverse. Black Sapphire sentía el corazón tropezarse contra sus costillas.

Seguían respirando, sí. Pero apenas.

Como si cualquier movimiento pudiera sellar una condena.

Como si, en el fondo, los dos supieran que su maestro se había ido a morir un poco más en otra habitación. Y esta vez… los había invitado a impedirlo.

Finalmente, Black Sapphire se movió.

El vaso lo esperaba en la mesada, tan quieto que parecía una burla. Una pieza dejada al descuido, como por accidente, aunque ninguno de ellos podía creerse esa mentira. Era un gesto minúsculo, casi doméstico, pero tenía el filo de una daga sin mango. Su maestro lo había dejado allí a propósito. No porque necesitara la leche, sino porque necesitaba que él se probara. Obedeciendo con algo tan vano pero que lo era todo ahora que había fallado.

Caminó hacia él como se camina hacia una tumba abierta. No por resignación, sino por fidelidad. Como quien obedece incluso en lo innecesario.

Y no llegó a tocarlo.

El vaso cayó solo, como si lo empujara el peso de una historia repetida. Se volcó lento, solemne, derramando su contenido blanco sobre la mesa como un sacrificio obsceno. La leche se deslizó con una lentitud cruel, como si supiera que estaba cumpliendo una sentencia. Como si dijera “esto también es culpa tuya”.

Desde el fondo de la casa llegó la risa. Esa risa.

No era alegría. No era burla. Era satisfacción. La satisfacción amarga de quien lanza una piedra sabiendo que había caído exactamente donde quería. Era una risa que decía que lo conocía, que sabía que fallaría. —Y cómo no hacerlo cuando el hechizo puesto en el vaso fué tan poco oculto que aún brillaba en los restos de magia junto a la leche derramada.—

Black Sapphire no respondió. Solo limpió.

Con precisión quirúrgica, como si con cada trapo exprimiera una culpa vieja. Candy Apple apareció a su lado sin ser llamada, trayendo agua tibia, sin preguntar. Se movían juntos como soldados limpiando sangre ajena. Como si eso bastara. Como si el amor pudiera volverse utilería.

Y cuando no quedó ni una gota sobre la madera, cuando la mesa volvió a lucir como si jamás hubiese sido profanada, Black Sapphire pensó.

Pensó que no dejaría que su maestro muriera. Que no lo permitiría, así lo arrastrara de los tobillos hasta la vida. Que no importaban los insultos velados, las trampas infantiles, las sonrisas que ya no eran para ninguno de los dos. Él lo salvaría. Incluso si lo odiaba por ello.

Incluso si eso significaba deshacerse de la maldición que crecía en su vientre disfrazada de vida, de amor.

Estaba dispuesto a dejarlo desvanecerse. Prefería a su maestro por sobre esa cosa, se dijo incluso si sus ojos picaban ante la idea de desacerse del bollo que crecía.

Dolía, dolía porque sabía que la bestia lo patearia, lo insultaria, le reclamaría mientras llora la perdida de ese hijo bastardo. Le dolía la idea de ser quién lo viera, de reconocer el rostro de ese traidor en el del bollo que se repetía debía odiar.

Porque sabía.

Sabía de quién era. Sabía a quién le pertenecía.

Solo hubo uno a quién se le permitió amar al otro, solo uno que se atrevió a engañar a la mentira y huir de su control, solo uno que se atrevió a morder y correr como si no tuviera responsabilidad alguna con el otro.

Como si lo que se le fué entregado no hubiera sido más que otra nimia comida en el banquete de su majestad. Insignificante, sin valor.

Algo que dejar atrás con los cubiertos sucios después de haber probado de la carne del plato.

Notes:

Heeyy, después de mucho por fin pude terminar el capítulo y también POR FIN ao3 me dejó publicarlo.

Si la narrativa parece algo confusa es porque hubo mucho tiempo de escritura de entre fragmentos, estuve ocupado con mis exámenes y eso hizo que abandonara la escritura por unos días antes de continuarla y siento que es un poco inconsistente.

En fin, me gustó mucho escribir a Black Sapphire en este capítulo, por fin pude plantear bien las bases del ship y justificar su etiqueta en el mismo jijiji, llevo mucho tiempo intentando introducir el enamoramiento de Black Sapphire por Shadow Milk, también su pasado juntos por cierto.

En este fic Black Sapphire era una cookie desafortunada que se veía obligada a meterse en el mundo de los asesinatos a pedido —guiño, guiño— para sacar el pan de cada día. Bueno, era eso o robar. Y pues Shadow Milk era La Fuente de la Verdad que tenía hartos a las cookies equivocadas por exparsir la "tragedia" con su palabra. Pueden asumir más de lo que pasó gracias a sus reclamos en el capítulo, se gritan y se sacan cosas en cara, lo típico.

Espero les haya gustado el capítulo y disculpen si es muy corto, he estado estresado por lo que ya mencioné. Pero hey, ya podré actualizar seguido al menos.

Sígueme en X, allí subo dibujos del fic (a veces) @bubu3r

Sí tienen alguna duda pueden comentar sin miedo, de hecho, me motiva mucho a seguir escribiendo, los quiero, adiós 🫂

POR CIERTO, si hay muchas faltas de ortografía en el capítulo es porque intenté reescribir algunas cosas ahora que ao3 sí me dejó publicarlo con normalidad y como son las 3am no sé si lo arreglé o empeore todo (⁠´⁠ ⁠.⁠ ⁠.̫⁠ ⁠.⁠ ⁠`⁠) supongo que confiaré en mi —cosa que no debería— para publicar esto y no humillarme en el proceso

Notes:

Son las 2 am así que si tiene faltas ortográficas muy notorias me disculparé por ello.

En el próximo capitulo me gustaría desarrollar más el rol que cumplen realmente Candy Apple y Black Sapphire para Shadow Milk, creo que son lindos y ya, lol.