Chapter 1: Prólogo
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¿Alguna vez han sentido cómo el cráneo se parte como una fruta madura al impactar contra el suelo? Yo sí. No lo recomiendo. No porque duela—porque para cuando el dolor llega ya estás demasiado muerta para protestar—sino por lo estúpidamente banal que resulta. Toda una vida dedicada a ayudar, a proteger, a mantener la sonrisa incluso cuando el mundo se empeñaba en desmoronarse… y al final, ¡zas!, una rubia con rímel corrido decide que eres una molestia.
Y ahí estaba yo: Marinette Dupain-Cheng, heroína, diseñadora de modas con gusto dudoso (aceptémoslo, la etapa de los volantes fue criminal), y, al parecer, futura mártir de la estupidez humana. Mi cuerpo rebotó con un crujido contra el mármol del piso del instituto. El mundo se apagó como una lámpara fundida.
Y entonces… desperté.
No de golpe. No como en las películas donde los muertos resucitan con un grito y ojos muy abiertos. No. Fue como emerger desde el fondo de una piscina tibia, aletargada y con los oídos llenos de agua. Un susurro de voces mecosas, un zumbido lejano, y una presión desagradable... como si todo mi ser estuviera siendo empujado por una prensa hidráulica. Estaba naciendo.
¿Nacer? Otra vez. Qué horror.
Al principio fue oscuridad, tibia y húmeda. Apretada. Asfixiante. Y luego, movimiento. Empujones. Contracciones. Una sensación de que alguien estaba tratando de estrujarme como una pasta de dientes maltratada. No sentía mis extremidades como debía. Mis manos no eran manos, eran… palillos de gelatina. Intenté gritar: “¡Oigan, esto es ilegal, tengo derechos!” pero lo único que salió fue un chillido débil y quebrado. Muy digno.
La luz fue un cuchillo. Blanca, brutal. Me ardieron los ojos, incluso antes de poder abrirlos del todo. Sentí que me arrastraban, me limpiaban (con una falta de decoro absoluta, por cierto) y luego me colocaban sobre un pecho caliente que latía con fuerza. El corazón de mi madre. El nuevo. La última palabra que sus labios alcanzaron a formar fue "Marinette". Oh, la ironía.
Y entonces, murió.
Lo supe. Lo sentí. El cuerpo se tensó, se volvió piedra bajo mí. Las voces alrededor se alzaron, corrieron, chillaron. Yo solo lloré. Porque no podía hacer otra cosa. No porque fuera una bebé—aunque técnicamente lo era—sino porque por una vez, en dos vidas, me sentí realmente sola.
Me alejaron rápido. Una de las matronas murmuró algo con cansancio en la voz:
—Segundo bebé huérfano hoy…
Y me depositaron en una cuna al lado de otro bulto envuelto en mantas. Otro huérfano. Otro milagro triste de una noche cualquiera. Nos dejaron solos. Él dormía. Yo no.
Miré. Mis ojos solo alcanzaban unos centímetros, pero vi lo suficiente: la tela del gorro del otro bebé, el vaho tenue de su respiración. Estaba vivo. Como yo. ¿Quién era? ¿Importaba? Tal vez. Tal vez no.
Cerré los ojos, no porque quisiera dormir, sino porque era lo único que podía hacer sin que el mundo me doliera.
Y allí, entre el llanto y el silencio, entendí algo: había vuelto. De entre los muertos, del otro lado, del mármol frío y la idiotez de Chloé. Había vuelto. Y esta vez, no pensaba desaparecer sin antes dejar mi marca.
Así que dormí. Porque crecería. Porque aprendería. Porque algún día, cuando pudiera hablar y mover estos dedos inútiles, reescribiría mi historia.
Y también porque, sinceramente, estaba agotada. Nacer es un asco.
Chapter 2: Entre susurros y sombras
Summary:
En sus primeros meses de vida, Marinette descubre un mundo lleno de incertidumbres y pérdidas. A través del llanto, el miedo y la ternura, aprende a enfrentarse a la soledad cuando la separan de Félix y le quitan sus peluches más queridos. Pero en medio de la oscuridad, encuentra en Félix un refugio silencioso que le promete que, aunque el mañana será difícil, no está sola. Un capítulo íntimo que explora la fragilidad y la fuerza de la infancia desde la mirada de una maga que apenas comienza a despertar.
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19 de enero de 2015
Me gusta la noche.
No porque vea mucho —mi vista sigue siendo borrosa más allá de unos pocos palmos— sino porque cuando las hermanas apagan las lámparas de aceite y se marchan con sus pasos suaves, el mundo se queda en silencio. Y en ese silencio, puedo sentarme.
No es tarea fácil. Mi cuerpo es un manojo de torpeza y pequeños músculos que se resisten, pesado y rebelde, como si tuviera el peso de mil vidas que aún no entiendo. Pero con esfuerzo, empujo mis manitas contra los barrotes, flexiono la espalda y logro alzarme —aunque sea solo por un par de minutos—, en una victoria diminuta que guardo como un secreto de niña maga. Porque en ese momento, siento que domino un hechizo que ni los más grandes podrían comprender.
Noche tras noche, me quedo ahí, erguida en la oscuridad, observando lo poco que me alcanza a alcanzar: el contorno cuadrado y frío de la ventana más allá del dosel, las sombras largas que bailan cuando el viento mueve las cortinas, y el susurro del mundo dormido.
La cuna que comparto con Félix chirría levemente bajo mi peso. Él gruñe —un gruñido constante, una especie de mantra de mal humor encapsulado en un bebé rubio con el ceño fruncido—. Me divierte.
—¿Otra vez despierta? —me lanza con voz áspera, ese idioma de bebés que no es idioma y que para cualquiera suena a balbuceos sin sentido.
Para una nodriza, solo sería un balbuceo incomprensible: “Ah-buh… ma… ah!”. Pero Félix y yo hablamos otro lenguaje, uno que no necesita palabras para entenderse.
—Tengo algo que mostrarte —le respondo, con una sonrisa traviesa y un brillo en los ojos.
Félix arquea una ceja, como si la idea de que un bebé tenga secretos mágicos fuera el colmo del absurdo.
—Más te vale que valga la pena. Me sacaste del mejor sueño —se queja—. Estaba soñando que flotaba.
—¿Flotar? ¿Cómo lo haces?
—No te lo diré. Primero muéstrame lo tuyo.
Me concentro. Cierro los ojos y dejo que la imagen ocupe todo mi pequeño cerebro: mi nariz, esa protuberancia inútil y aburrida, estirándose, ensanchándose, tomando forma de algo ridículo y cómico. Siento el cosquilleo burbujeante bajo la piel, el calor intenso y ese clic interno que es la señal de que la magia está en marcha.
Cuando abro los ojos, ya no tengo mi nariz. En su lugar, un hocico rosado, de cerdo, me mira curioso desde el centro de la cara.
Resoplo dos veces. “Prrrrut-prrrrut.”
Félix me observa en silencio, los ojos agrandados y la boca apretada. Por un momento creo que va a reír, pero solo suelta un bufido que podría ser eso o un gesto de desaprobación.
—Ridículo —dice.
—Lo sé —respondo orgullosa—. Soy como tú.
Y entonces, pasos.
Dos pares. Firmes pero cuidadosos. No son los ruidos pesados del día, sino la danza sigilosa de las hermanas que vienen a asegurarse de que seguimos vivos, que seguimos aquí.
Félix no pierde tiempo.
Me empuja con la frente. Su manita gorda y cálida presiona mi nariz de cerdo, y siento el clic de la transformación inversa, el regreso a lo normal.
—Acuéstate. Ahora —ordena.
Lo hago, sin rechistar.
Nos tumbamos rápidamente, como si nada hubiese pasado. Él apoya su cabeza contra la mía, y cierro los ojos justo cuando la puerta se abre.
La luz amarilla y temblorosa de una linterna de aceite se cuela en la habitación. Siento que una de ellas se acerca, inspecciona, se inclina sobre nuestras cunas.
Félix respira hondo y finge dormir con la precisión de un actor experimentado.
—Tan tranquilos estos dos… Mira que son bonitos juntos —susurra una voz femenina.
—El niño gruñón y la niña callada —ríe otra—. A ver cuánto dura eso.
Se alejan. La puerta se cierra. Los pasos se apagan.
Y entonces, silencio.
Abro los ojos.
—¿Por qué hiciste eso? —pregunto, segura de que ya no nos escuchan.
—¿Qué?
—Eso. Taparme la nariz. Borrarla. Quería mostrarles que podía hacerlo.
Félix se queda inmóvil un instante. Luego gira la cabeza hacia mí, con esa expresión seria que parece demasiado madura para un bebé.
—Ellas no quieren ver eso. No les gustaría. Nos mirarían como monstruos.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ya lo intenté. Y nadie sonrió.
Lo dice sin dramatismo, como si enumerara las leyes del universo.
Yo lo pienso. Muerdo el dedo pulgar y susurro:
—¿Y si les gustara? Es solo una nariz de cerdo. Es divertido.
—No importa —responde con firmeza—. Prométeme que no lo harás delante de ellas. Nunca. Ni nariz, ni orejas, ni flotar, ni nada. No hasta que sepamos más.
Hay una gravedad en sus palabras, un peso que me envuelve y me hace sentir que esto va más allá de nuestras cunas.
—Lo prometo —digo, con la solemnidad de quien firma un pacto secreto.
Félix se acomoda, satisfecho.
Yo me quedo mirando el techo, esa galaxia oscura y silenciosa que se extiende apenas a centímetros de mis ojos.
Y mientras Félix se duerme, yo me quedo pensando. En lo que somos. Y en lo que seremos.
Porque un día, Félix y yo saldremos de estas cunas, y será el mundo quien tendrá que prometer que no volverá a mirarnos como monstruos.
20 de enero de 2015
La madera estaba fría bajo mis manos. No esa madera cálida de cuentos, sino esa que parece el hielo disfrazado de piso. Gateaba por la sala de juegos, ese lugar donde a veces nos abandonan cuando las nodrizas se toman un descanso para buscar toallas o lo que sea que hagan los adultos en silencio. El aire olía a mezcla entre leche agria, tela vieja y sol de invierno colándose por las ventanas, como si el frío tuviera colonia.
De repente, vi un destello oxidado justo antes de sentirlo. Un clavo suelto, ese tipo de amenaza silenciosa que solo un bebé explorador puede encontrar. Y cuando apoyé la mano… ¡crac! Dolor punzante, cortante y traicionero que atravesó mi palma como si la conspiración contra mí fuera personal.
Grité. No el típico “wuaah wuaah” de bebé estándar, no, sino un aullido de furia y espanto que hubiera hecho que hasta las estatuas se taparan los oídos. El calor de la sangre corriendo, la palma ardiendo como si tuviera un mini dragón dentro, y entonces la magia —porque claro, yo tengo magia— se desató sin pedir permiso.
Las ventanas vibraron, y con ellas, comenzaron a aparecer grietas que se extendían como telarañas de cristal, dibujando mapas invisibles por todo el ventanal. ¿Drama? Sí. ¿Efecto especial? También.
—¡Por Merlín! —gritó la nodriza al entrar corriendo—. ¡Señora Ethel! ¡Vengan ya!
El cristal estalló como si el vidrio también hubiera decidido que ya era suficiente.
Me levantaron entre confusión y apuros, me envolvieron, me regañaron con dulzura (una contradicción que solo un adulto puede hacer bien) y murmuraron algo de “magia accidental” que, traducido, significa “otro lío con esta niña”.
Pero, ¿saben qué fue lo peor? Que no dijeron “como ella”, sino “como él”. Porque toda la atención fue para Félix, que miraban con esos ojitos de “¿qué le pasa al pequeño gruñón?”. A mí me miraban como si fuera un mueble más.
Volví a la cuna, noche cerrada, bajo la manta. El dolor seguía mordiendo mi mano, pero esta vez en silencio, como un bicho pequeño que no para de dar mordiscos. No grité. No quería que vinieran de nuevo. Lloré en secreto, con los ojos abiertos, dejando que las lágrimas rodaran hasta las orejas, como si el llanto tuviera patas.
Sentí la respiración de Félix, despierto y atento en la penumbra. Finalmente, se giró hacia mí.
—¿Por qué no te curas sola? —preguntó, con esa voz baja y sin juicio que me hace sentir menos inútil.
—No sé cómo —sollocé, con voz rota.
Él suspiró, un suspiro que parecía demasiado grande para un cuerpo tan pequeño.
—Eres tan inútil a veces...
Se arrastró hasta quedar frente a mí y posó su manita caliente sobre la venda húmeda. Cerró los ojos y empezó a susurrar en un idioma que no era nuestro, ni de bebés, ni de nodrizas. Era un siseo extraño, como serpientes deslizándose por piedras.
Yo lo miraba, boquiabierta, las lágrimas aún en las mejillas.
Cuando terminó, abrió los ojos.
—¿Te duele?
Parpadeé. El dolor había desaparecido, como si nunca hubiera estado. Solo quedaba un hormigueo suave, como el cosquilleo después de una carcajada.
—Gracias —le dije, y sin pensarlo, le di un beso en la mejilla.
Había visto a niños grandes hacer eso en el patio, y me pareció que debía intentarlo.
Félix no sonrió. Ni siquiera un poco.
Se volvió rojo como un tomate, se acurrucó y me dio la espalda con un bufido que fue a la vez molesto y tímido.
—Tonta —susurró.
Sonreí en la oscuridad, sabiendo que, gruñón o no, no estoy sola. Y que él tampoco.
31 de enero de 2015
El sol era débil, como si también tuviera sueño pesado y se negara a despertar del todo.
Era uno de esos días de invierno en que el aire se cuela hasta los huesos aunque no haya ni una ráfaga de viento. Nos habían llevado al patio, bien envueltos en mantas gruesas y gorritos ridículos, para “estimularnos”, según decía la hermana Fiona, que pensaba que los bebés éramos poco más que animalitos torpes a los que había que enseñar a no babearse encima.
Félix llevaba toda la mañana sin dirigirme la palabra.
Desde el beso.
Yo no pensaba que fuera para tanto. Pero a juzgar por ese ceño fruncido y cómo evitaba mirarme incluso cuando lo cargaban cerca de mí, parecía que para él sí.
Me lo tomé con calma. Siempre terminaba hablándome otra vez. Además, la arena era fascinante. Fría, seca, suave entre los dedos.
Me concentré en construir mi castillo.
No era tarea sencilla. Mis manos eran pequeñas y torpes, y la arena se rebelaba, negándose a quedarse donde la quería. Pero recordaba lo suficiente. Había visto muchos castillos en la televisión, cuando los Dursley dejaban algún canal puesto. Torre por aquí. Muralla por allá. Incluso empecé a apilar piedritas como almenas.
Estaba tan absorta que no vi cuando se acercó.
—¡BUH! —gritó una voz chillona justo encima de mí.
Alcé la vista y vi a Barnaby, un niño enorme, redondo como un pan mal cocido y con la nariz siempre embarrada de mocos y la cara manchada de papilla. O eso creía, porque a veces parecía responder a “¡No, no eso no, no lo pongas en la boca!”.
Barnaby levantó el pie, pesado y torpe, como un ogro distraído... y paf.
Pateó mi castillo.
Toda la arena se dispersó.
Las piedritas rodaron por mi regazo, una torre chocó contra mi zapato. Y yo... solo lo miré.
Al principio no entendí.
Luego el temblor me subió por la nariz hasta los ojos. El aire se volvió denso.
Y empecé a llorar.
No grité. No armé escándalo. Solo sollozaba bajito, como cuando te rompen algo que amas y nadie se da cuenta. Porque no era solo el castillo. Era el frío, el beso, el silencio de Félix, la cicatriz que aún me picaba bajo la venda. Era sentirme diminuta, otra vez.
Y entonces...
—¡Oye, idiota mocoso! —gruñó una voz al otro lado del arenero.
Félix.
Estaba de pie, con los puños apretados a los costados. La hermana Fiona se había alejado para hablar con otra cuidadora. Por un instante, estábamos solos.
Barnaby giró la cabeza lentamente, como un buey confuso.
Félix no se movió.
Caminó hacia él.
Cada paso suyo dejaba una marca firme en la arena. Tenía la mirada encendida. No era fuego. Era otra cosa. Un brillo oscuro y afilado, como si el mundo se hubiera torcido y él quedara atrapado entre dientes apretados.
Barnaby abrió la boca para balbucear algo... y entonces Félix alzó una mano.
No tocó al niño.
Pero la sombra que proyectaban sus dedos se alargó líquida, oscura y larga, como la de un adulto con mil secretos.
Por un instante, el aire se volvió denso.
Barnaby chilló. No porque Félix lo hubiera golpeado —porque no lo hizo—, sino porque su gorro salió volando de su cabeza, sacudido por algo invisible.
Y cayó de culo en la arena.
Las nodrizas gritaron.
La hermana Fiona regresó corriendo.
—¡¿Qué está pasando aquí?! —vociferó, levantando a Barnaby, que pataleaba más por susto que por daño.
Félix ya estaba sentado en su lugar, las manos sobre la manta. Inocente. Como si no supiera hablar. Como si no hubiera hecho nada.
Yo dejé de llorar.
Lo miré.
Él no me miró.
Pero sus orejas estaban rojas.
Sonreí, frotándome los ojos.
Porque sabía.
Aunque no quisiera decirlo.
Félix me había defendido.
14 de febrero de 2015
Soñaba con agua.
No con el mar, ni con ríos. Agua callada, quieta, de esas que cubren el suelo y huelen a piedra mojada. En el sueño, yo caminaba —aunque no tengo edad para hacerlo— por un pasillo largo, y mis pies chapoteaban sobre charcos sin fondo.
Y entonces oí pasos.
No los del sueño.
Pasos reales.
No los pasos duros de las hermanas cuando marchan como soldados tristes. Estos eran suaves. Cautelosos. Como si no quisieran ser oídos. Y yo, medio dormida, sin abrir del todo los ojos, sentí una sombra. Algo se inclinó sobre mí. Un crujido. El leve chirrido del mueble. Y luego... un peso.
Algo blando cayó a mi lado. Algo tibio. Algo que olía a tela usada, a algodón viejo.
Y volví a dormir.
Cuando desperté, tenía una serpiente enroscada en el brazo.
Tardé un segundo en recordar dónde estaba. La cuna. El techo agrietado. La manta con bordes deshilachados. La voz lejana de una hermana cantando una canción sin melodía. Me froté los ojos con los nudillos y miré de nuevo.
Sí. Era una serpiente. De peluche, claro. Hecha de tela verde con dibujos que intentaban parecer escamas. La lengua era de hilo rojo, apenas colgando de la boca abierta.
Y estaba justo ahí. Pegada a mí. Como si hubiera dormido conmigo toda la noche.
Miré a Félix. Seguía dormido. Enroscado como un gato pálido, con el ceño fruncido incluso en sueños.
No entendía de dónde había salido la serpiente. No recordaba haberla visto antes. Pero me gustaba. Tenía el tamaño justo para abrazarla con mis brazos pequeños. Y era suave. Así que la mordí un poco por una oreja. Solo para probar.
Y luego, la baboseé entera mientras jugaba con ella.
Me gustaba.
Era mía.
El día siguió como todos los días en la casa de los huérfanos: gris y monótono, con olor a sopa recalentada y orina seca. Hasta que entraron las otras hermanas.
Dos de ellas. La hermana Fiona y la hermana Agnes.
Venían apuradas. Se notaba en los pasos. En las caras tensas. Y en cómo murmuraban entre ellas. Decían el nombre de otra hermana —uno que no recordaba haber oído antes. Algo como “Claribel” o “Claramonda”. No sé. Me cuesta con los nombres de adultos.
Pero lo que sí noté fue cómo sus ojos se posaron, al unísono, en la cuna.
En mi cuna.
Y más exactamente... en mi peluche.
—¿Eso estaba ahí antes? —susurró una.
—No lo sé. Pero se parece. Míralo bien… —respondió la otra.
Se acercaron como si tuvieran miedo de hacer ruido. Como si el suelo pudiera romperse. Una de ellas estiró los brazos, lenta, como si estuviera atrapando una mariposa.
—Vamos, niña, suelta eso… —dijo en voz dulce.
Pero no quería.
Gruñí un poco. Me aferré más fuerte. El peluche ya tenía la oreja húmeda por mi baba, pero me gustaba así. Era mío. Mío. Me lo habían dado. ¿Por qué me lo quitaban ahora?
Lo jalaron con más fuerza.
Y yo… empecé a llorar.
Primero bajito. Un llanto quebrado, con hipo. Luego, más fuerte. El tipo de llanto que viene con pataleo y puños cerrados. Sentí la rabia subir por mi garganta como un fuego viejo. Me habían quitado algo. Otra vez. Siempre me quitaban las cosas.
Y entonces, lo oí.
—…Dejen eso.
La voz era baja. Rasposa por el sueño. Pero firme.
Félix estaba despierto.
Sus ojos eran dos agujeros oscuros. Sus puños estaban apretados bajo la manta. Y su mirada iba de mí, a las hermanas, y de nuevo a mí.
Yo sollozaba. Las hermanas hablaban entre sí, sin prestarle atención. Una aún sostenía el peluche, que parecía más flácido, como si algo lo hubiera drenado.
Félix levantó la cabeza.
Frunció el ceño.
Y entonces ocurrió.
No hubo luz. No hubo ruido.
Solo… un parpadeo extraño. Un pequeño temblor en el aire, como si el mundo se encogiera.
Y donde estaban las hermanas... ahora había peluches.
Uno con gafas bordadas y otro con una cofia de hilo. Cayeron al suelo con un plof suave. Félix ni siquiera se movió. Solo los miró.
Luego, extendió su manita.
Los peluches flotaron.
Yo dejé de llorar.
Vi cómo los levantaba con una gracia extraña, como si pesaran menos que el aire. Como si fueran plumitas. Los acomodó en la cuna, a mi lado. Primero uno. Luego el otro.
Eran suaves.
Eran... míos.
Le sonreí.
Félix bajó la cabeza y se volvió a cubrir con la manta.
Yo me acurruqué entre mi serpiente y los nuevos peluches.
Me sentía más protegida.
Más querida.
Y aunque no entendía lo que acababa de pasar…
Sabía, con una certeza cálida en el pecho, que Félix no me dejaría sola.
15 de febrero de 2015
Desperté sola.
Al principio no supe qué estaba mal. Mi cuerpo se sentía torpe —como siempre—, y mis ojos tardaron en acostumbrarse a la luz que se colaba por las grietas de la ventana. Las mantas estaban hechas un lío, una pierna colgaba fuera de la cuna y los dedos me dolían de frío.
Pero no fue eso lo que me hizo fruncir el ceño.
No fue eso lo que me apretó el pecho.
Félix no estaba.
Me incorporé con dificultad, como pude. Me agarré de los barrotes y miré a un lado. Luego al otro. Ahí estaba: la otra cuna, al otro lado del cuarto, pegada a la pared. Le habían cambiado la manta por una azul pálido, y ahí estaba él. Dormido, o fingiendo.
Sentí un hueco en el estómago.
Un vacío que ni el hambre podía llenar.
—¿Félix...? —susurré. Nadie me oyó. Ni siquiera él.
Volví la vista a mis peluches, buscando consuelo.
Y entonces me quedé helada.
Los peluches seguían allí. La serpiente. Las figuras con cofia y gafas. Todos en fila, perfectamente colocados, como si alguien hubiera tratado de reconstruir una escena exacta.
Pero no eran ellos.
La serpiente tenía los ojos bordados con hilo negro, no verde como antes. La costura del cuello era recta. La cofia del peluche de la hermana tenía encaje nuevo, y el de las gafas… no tenía el hilo deshilachado que yo había mordido.
No eran míos.
Alguien me los cambió.
Algo explotó dentro de mí.
Al principio fue un gemido bajito.
Pero luego…
Grité.
Grité con toda la fuerza que pude. Pateé las mantas. Lancé los peluches contra el suelo. El peluche con gafas cayó con un plof blando contra la pared. Volví a gritar, y grité, y grité.
Las hermanas vinieron. Intentaron calmarme. Una me ofreció una galleta húmeda de leche. Otra me meció. Una más quiso darme un chupete.
Las mordí. A todas.
Y lloré más fuerte.
Tenía fuego en el pecho y un nudo en la garganta que no podía soltar.
Me habían quitado a Félix.
Me habían quitado mis cosas.
Me habían mentido.
Y nadie, nadie me explicaba por qué.
Todo el día fue un borrón de llanto.
Me dolía la cabeza, y los ojos, y el alma.
Y aún así no paré.
Hasta que llegó la noche.
Al final, una de las hermanas —no sé cuál— se cansó. No gritó. No pegó. Solo me agarró de los brazos, me levantó de la cuna como si fuera un saco de papas y me llevó arrastrando por el cuarto.
Yo pataleaba, medio dormida, aún sollozando. Estaba cansada, seca por dentro. Pero no quería dormir. No quería ceder.
Y entonces me soltaron.
Caí sobre un colchón conocido.
Una manta rasposa.
Un rincón cálido.
Una cuna.
Y una voz.
—Shh. Ya. Estás haciendo el ridículo.
Abrí los ojos, lentos, borrosos por las lágrimas secas.
Félix estaba a mi lado. Otra vez.
En la misma cuna.
No me miraba. Tenía los ojos fijos en el techo, los labios fruncidos, la ceja arqueada.
—Deja de gritar. No sirve de nada.
Hipé una vez más. Me froté la nariz con el dorso de la mano.
—Pero... los peluches... —musité en nuestro idioma de bebés, apenas audible.
—No eran los tuyos. Lo sé.
—¿Por qué los cambiaron?
—Porque tienen miedo. Porque sospechan. Porque son idiotas.
Me callé. Solo lo miré.
La oscuridad llenaba el cuarto como un manto. La única luz venía de la farola del patio, colándose por una grieta en la persiana.
Félix se giró lentamente hacia mí. Sus ojos brillaban.
—Pero te traje de vuelta. Porque haces mucho ruido.
No sonrió. Nunca sonreía.
Pero me dio un empujón con el codo, suave.
—Ahora duerme. Mañana será peor.
Me dejé caer sobre el colchón. A su lado.
No tenía mis peluches. No tenía mi serpiente.
Pero tenía a Félix.
Y por ahora… eso bastaba.