Chapter 1: Pendiente
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Volver a Londres no resultó tan terrible como imaginaba.
La ciudad seguía sonando con el mismo ruido de siempre, indiferente a los cambios, al pasado y a él. Ni los callejones parecían más oscuros ni los rostros más duros. Hasta el Ministerio había dejado pasar su regreso sin una nota o advertencia. Ocho años bastaron para enterrar cualquier escándalo, incluso uno como el suyo.
Francia lo había formado.
Lyon, con sus calles empedradas y tejados inclinados, le ofreció un respiro. Su madre, con la gracia intacta, había aprendido a moverse como si siempre hubiera pertenecido ahí. Vivieron con menos, pero sin carencias, en una casa modesta con ventanas amplias, libros apilados en las esquinas, vajilla antigua que aún brillaba.
Durante un tiempo, creyó que bastaría.
Hizo clases en una academia pequeña, preparaba café al amanecer, escuchaba a su madre tararear mientras cuidaba las gardenias. A veces escribía, otras simplemente observaba a la gente desde un banco junto al río. Basicamente, aprendió a dejar de mirar hacia atrás, o al menos a fingirlo.
Mientras que Lucius se pudría en Azkaban. A veces pensaba en él mientras llovía.
Pero volvió por una oferta de trabajo. Asesor editorial en una firma mágica, con pocos clientes y mucho entusiasmo. También por otra razón que no sabía nombrar. Y porque en el fondo, siempre terminaba girando hacia el mismo punto en el mapa.
La primera vez que lo vio, fue saliendo de una tienda concurrida en Oxford Street.
Harry.
Camisa remangada, cicatriz cubierta por un mechón de cabello ‐del mismo cabello caótico‐. Sostenía una bolsa con libros y hablaba con Granger. Sonreía. A su lado, un niño pequeño corría dando vueltas, estirando los brazos como si atrapara cosas invisibles.
El gesto de Potter al mirarlo fue lo suficientemente largo.
Draco se detuvo, observándolo de vuelta.
El niño siguió la dirección de ambas miradas. Con esa expresión inquieta que precedía al desastre o a una idea brillante. También tenía el cabello oscuro y revuelto, como si llevara años luchando con una tormenta sobre la cabeza. Pero algo en su forma de moverse resultaba familiar.
Y sintió cómo se le encogía el estómago.
—Potter tiene un hijo —murmuró en francés.
No era algo que le sorprendiera por completo. Lo lógico era que alguien como él terminara formando una familia. Había vencido a un monstruo, sobrevivido a todo. ¿Por qué no habría de tener una casa, un niño, un lugar a donde volver cada noche?
Sin embargo... verlo ahí, tan real, tan tangible.
Era algo más.
Una imagen comenzó a tomar forma en su cabeza, silenciosa y persistente. No le dolía que tuviera un hijo... Pero sí le molestaba como los dientes al recibir demasiado frío.
Giró antes de que pudieran acercarse, y siguió caminando, con la mandíbula apretada y las manos hundidas en los bolsillos.
Porque Londres, de pronto, había dejado de parecerle tan neutral.
★
Entró sin pensarlo mucho.
El lugar quedaba en una esquina tranquila, donde los magos solían parar, con toldos color crema y una pizarra que ofrecía té de pétalos secos y pastel de coco. Había mesas pequeñas, decoración cuidada, un intento rústico de sillas desiguales y vitrinas. Era correcto, suficiente y algo cursi.
Bonito, pero no su estilo.
Buscaba un lugar donde sentarse y ordenar algo tibio, no recibir poesía envuelta en servilletas bordadas. Estaba por darse la vuelta cuando lo vio.
Una figura sentada junto a la ventana, girada apenas hacia la luz. Conversaba con Luna Lovegood (al parecer) con su trenza torcida y esa forma de asentir como si hablara con criaturas invisibles, pero Draco no alcanzó a oír lo que decían. Y tampoco es que lo hubiera intentado.
Verlo fue como morder un recuerdo.
Potter.
De nuevo.
Esta vez, Harry vestía una camisa azul oscuro, arremangada hasta los codos, con una mancha de tinta seca en el puño izquierdo. Tenía los lentes algo torcidos, apoyados en el tabique de siempre, y el cabello… ni siquiera había hecho el esfuerzo de peinarlo. Se le desordenaba hacia el lado equivocado.
Lo peor era que le quedaba bien.
Se encontraba inclinado sobre la mesa, escuchando. A veces decía algo, sonriendo apenas, midiendo el peso de cada palabra antes de soltarla. Y había algo en eso. En la curva de sus hombros, en la forma en que sus dedos largos giraban distraídos la cucharilla del café, que le resultó atractivo.
Llevaba años sin verlo tan de cerca. La última vez… No. No valía la pena ir tan atrás. Y el vistazo de días atrás no contaba.
Se quedó observándolo un rato más. De reojo si fingía mirar la carta de tés colgada en ese lado. Pero observando la caída de la tela sobre sus hombros, el tono del cabello a contraluz, la expresión de quien no se percata que lo miran.
No era que Potter fuera guapo en el sentido clásico.
Era esa otra cosa.
Luna lo vio primero. Sonrió como si supiera algo que los demás ignoraban, lo cual probablemente era cierto. Dijo algo a su amigo y señaló hacia la puerta, delatando a Draco.
Y entonces, Potter levantó la mirada.
Draco alzó la barbilla, sin moverse del sitio.
Cuando quiso girarse para marcharse, Luna ya se levantaba.
Reconoció ese gesto sutil. Ella intercambió unas palabras con Potter, lo tocó apenas en el brazo, y salió sin mirar hacia atrás.
Draco esperó un par de segundos, evaluando si quedarse o marcharse también. Pero las piernas ya lo llevaban hacia la mesa.
Potter lo notó enseguida. Esta vez se incorporó más rápido, sin esa lentitud contenida de siempre.
—Malfoy.
Draco asintió, acercando la silla con un leve roce. —Potter —Y se sentó sin pedir permiso.
—No sabía que frecuentabas lugares como este —añadió, observando alrededor con gesto neutro.
—Llegue hace unos días —respondió Draco, con tono flojo.
—¿Vives cerca?
Los ojos de Draco bajaron a la taza vacía en la mesa. Luego regresaron a los suyos, asintió y añadió:
—Te vi… —empezó, sin adornos—. Bueno, te vi con el niño. ¿Es tuyo?
Harry parpadeó, leve.
—¿Perdón?
—El niño. El que iba contigo —explicó Draco, con calma—. Se parece mucho a ti.
Potter sostuvo su mirada, pero con una expresión, que al principio, fue la de alguien buscando una explicación en el aire. No lo negó, porque no logró captar de inmediato la implicación.
Y entonces, la campanita de la puerta sonó.
Ambos giraron al mismo tiempo. Hermione acababa de entrar, con su cabello recogido de mala gana y un abrigo colgado en un solo brazo. Junto a ella, el niño de menos de 6 años.
En cuanto lo vio en la mesa, sonrió en grande y alzó los brazos.
—¡Papá!
Corrió hasta él y se lanzó sobre su silla, rodeándole la cintura con ambos brazos.
Harry reaccionó rápido, con los brazos alrededor del pequeño cuerpo, acariciándole la cabeza como si llevara haciéndolo toda su vida.
Draco arqueó una ceja.
—Ya volví, ¿viste? Tía Mione me compró el jugo que me gusta. El que sabe a ciruela, ¿puedo tomarlo contigo?
—Claro que sí —respondió Harry, la voz suave. Apenas un temblor detrás de esta. Miró a Draco, después al niño. Sin saber en donde parar la vista.
Hermione, al ver a la segunda persona sentada frente a su amigo, solo abrió de más los ojos.
—Malfoy —dijo, sorprendida, aunque con tono incómodo.
—Granger.
Ella saludó con una sonrisa breve. O más bien, incómoda, y se volvió hacia Harry con una ceja alzada interrogante. Preguntando qué hacía el ahí. Harry se encogió de hombros.
—Papá.
Harry pestañeó, acariciando su cabello. Quería explicar que era su cuidador, pero no lo hizo, porque no era tan cierto. —¿Mh?
Decir "no soy su padre" en ese instante habría sonado cruel e imprudente. Algo que ningún niño merecía oír en voz alta. Pero permitió que Draco confirmara su sospecha.
El niño trepó a la silla contigua, entusiasmado, balanceó los pies unos segundos. Pero entonces pareció percatarse de la otra presencia en la mesa. Lo observó con descaro, entrecerrando los ojos como si evaluara a un animal extraño.
—¿Y tú quién eres? —preguntó, con la franqueza brutal de los niños—. ¿También quieres jugo o siempre tienes cara de limón?
Harry se atragantó con el café.
Hermione disimuló mal una carcajada, girándose para fingir que buscaba algo en su bolso.
Draco parpadeó, muy despacio. Y lo miró con una ceja alzada, luego volvió los ojos a Harry, que intentaba no sonreír.
—Qué encantador —murmuró.
—Es muy observador —añadió Harry, aclarándose la garganta.
Y antes de que pudiera responder nada más, el niño se inclinó hacia su cuidador, susurrando con complicidad exagerada:
—Papá, ¿por qué hiciste enojar al señor?
Draco soltó el aire por la nariz, conteniendo lo que parecía una carcajada o un bufido de fastidio.
Y Harry ya no pudo evitarlo: soltó una carcajada, aunque fuera contenida, con los hombros temblando.
Hermione se inclinó para hablarle al niño:
—Ven, ven, tú y tu jugo de ciruela necesitan un paseo.
—Pero yo quería tomar con papá. ¿Y si el señor limón se come todo el pastel?
Draco cerró los ojos un instante.
Cuando los abrió, el niño ya estaba siendo arrastrado hacia la parte trasera, con suavidad por Hermione, que le prometía una galleta extra.
Harry, por otra parte, seguía riéndose.
Draco se inclinó hacia la mesa, apoyando un codo con lentitud.
—Mocoso —bramó, mirando a Harry—. Se nota que pasa mucho tiempo contigo.
Harry negó con la cabeza, sonriendo aún.
—No puedo hacer mucho —respondió, y por primera vez, hubo ternura en su voz
Sin embargo, cuando Draco carraspeó con elegancia y se recostó contra el respaldo de la silla, cruzando una pierna sobre la otra con lentitud, lo arruinó todo.
—Entonces… ¿me vas a atender o tengo que ir a servirme solo?
La sonrisa se le borró de golpe.
Porque esa frase, dicha con voz suave y cara neutra, venía con el peso exacto de lo que implicaba. Atención. Servicio. Trabajo.
—Claro —Harry arrastró la palabra, ya sin dejo de risa—. ¿Qué vas a querer?
Draco apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos.
—Sugerencias de la casa. Y que no sean con limón.
Harry asintió, ya incorporándose con resignación.
—Veré qué se puede hacer.
—Y que esté frió —añadió Draco, cuando ya se alejaba.
Harry levantó una mano en señal de “sí, sí, lo sé”.
Draco lo observó caminar hacia la barra, aún con ese andar rápido, pero poco preciso. Podía quedarse si eso implicaba molestarlo un poco.
★
Minutos después, Hermione regresó sosteniendo una pequeña caja con galletas y guiando al niño con la mano libre. Lo dirigía hacia una mesa en la esquina, no muy lejos, solo lo bastante cerca para vigilarlo desde la vitrina sin intervenir cada dos minutos.
Draco desvió la mirada apenas, y al cruzarse con la del niño, arrugó un lado de la nariz. Un gesto mínimo. Instintivo. Como si percibiera un olor dudoso en el ambiente, aunque en realidad no lo hacía.
El pequeño lo notó. Se giró al instante, indignado, y le sacó la lengua con una precisión feroz. Hermione le dio un golpecito suave en la espalda.
—Henry —reprendió en voz baja, pero firme—. Te vi.
—Él me miró raro primero —se quejó el niño, trepando a la silla como un duende ofendido.
Hermione dejó la caja sobre la mesa con un suspiro. —Vas a sentarte, comer tranquilo, y no le sacarás la lengua a los clientes, ¿entendido?
—¿Aunque miren como si fueran a vomitar?
Draco alzó la vista con lentitud, escuchándolo. Sus ojos se cruzaron con los del niño por una fracción de segundo, lo suficiente para marcar el inicio de algo. No un vínculo todavía, sino un campo de batalla.
—Tiene carácter —expresó Draco, en voz alta, con una expresión inocente—. Me recuerda a alguien.
—No empieces.
Henry, desde su lugar, masticó una galleta sin soltarlo con la mirada. Había en sus ojos una determinación poco común para alguien con la boca llena de migas.
Draco arqueó una ceja, tratando de no dejarse llevar. Aunque, en realidad, ya estaba elaborando mentalmente la respuesta perfecta para la próxima vez que el mocoso dijera algo.
Entonces, Harry volvió y dejó la bandeja con cuidado frente a él: una taza humeante, un platito con pastel helado y una servilleta doblada con más precisión de la necesaria.
—Aquí tienes.
—Gracias —dijo Draco, con una mirada aún cargada de orgullo herido—. Tu hijo me detesta.
—Ah —respondió Harry, tomando asiento frente a él—. Dame un par de encuentros más y lo pondrás al borde de la fascinación.
—¿Eso crees?
—No —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero lo harás trabajar en su vocabulario.
Draco sonrió con los labios, apenas.
—Excelente. Pero creo que ya se expresó bastante bien para su edad.
Harry soltó una risa por lo bajo, mirando hacia la mesa del niño, donde Henry ya apilaba el resto de galletas por tamaño, como si armara un castillo.
—Es rápido. Aprende de los adultos.
—Lo noté —murmuró Draco, probando la bebida.
Harry apoyó los codos sobre la mesa, mirándolo con una expresión ambigua.
—¿Qué cosa, exactamente?
Draco se hizo el desentendido, mordiendo el pastel con calma.
—Nada.
Se quedaron un momento así: en silencio, quietos, con una incomodidad leve, latente.
Hasta que Harry volvió a hablar de nuevo, su voz sonando demasiado casual, casi familiar.
—¿Te cansaste del vino francés?
Draco alzó una ceja, apenas. La pregunta le sorprendió más por el tono que por el contenido.
—Supongo que ya me sabía los vinos de memoria.
Harry asintió, como si eso explicara cualquier regreso. No hubo una pausa dramática, ni una mirada inquisitiva.
—Me gusta Lyon —añadió Draco, tras un sorbo—. Tiene ritmo, pero sin el ruido constante. Gente menos entrometida.
—Menos conocida, querrás decir.
Draco se encogió de hombros con un dejo de elegancia, mientras el silencio breve se instalaba. Henry soltó una carcajada lejana, seguramente por algo que sólo él encontraba hilarante. Y Draco fingió no oírla.
Harry tamborileó con los dedos la mesa, sin dejar de parecer ansioso.
—¿Y tu madre?
—Bien. Está mejor sin escándalos ni juicios.
—Suena bien.
—Lo es —afirmó Draco, sin molestia.
Y entonces ninguno agregó nada.
No porque hubieran agotado los temas, sino porque seguir hablando habría exigido bajar una barrera. Y ninguno de los dos parecía con ánimo de hacerlo.
El ruido de la calle entraba suavemente por los ventanales. Alguien pidió otra ronda de café en la barra. Hermione lo atendió. El niño continuó organizando sus galletas como si fueran soldados, antes de comerlas.
Y durante unos minutos, el silencio ocupó la mesa como si también hubiera pedido algo.
Chapter 2: Encuentros
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La primera vez que Henry llamó “papá” a Harry fue durante una tarde lluviosa.
Una de esas en que las que el cielo parecía haberse quedado sin su Sol, y las gotas repiqueteaban en los ventanales como si llevaran horas conversando entre ellas. Era casi la hora de cerrar, y Ron, que había pasado para tomar algo caliente después del trabajo, barría con desgano una esquina ya limpia por tercera vez.
Hermione doblaba servilletas al compás de una canción vieja que sonaba en la radio. Y Henry, con las mejillas rosadas y la bufanda torcida, cabeceaba de sueño sobre una de las sillas acolchonadas que daban justo a la ventana.
Había sido un día largo. El abuelo del niño, un cliente habitual, no había podido pasar esa semana por traɓajo, según dijo en su última nota escrita con letra temblorosa. Hermione había sugerido que lo cuidaran un par de días, mientras el hombre resolvía sus asuntos en San Mungo. Y Harry… bueno, Harry nunca había sido de decir que no a esas cosas.
Así que lo cargó en brazos cuando empezó a quedarse dormido, con ese calorcito pegado al pecho que solo tienen los niños exhaustos después de un día agitado. Iban camino a la trastienda para ponerle una manta encima, cuando Henry, medio despierto, apoyó la cabeza sobre su hombro y murmuró, como si fuera lo más natural del mundo:
—¿Vamos a casa, papá?
Ron se giró tan bruscamente que casi se lleva con la escoba una silla. Hermione levantó la cabeza con una ceja alzada. Y Harry se quedó ahí, congelado por un segundo.
Pudo haberlo corregido. Pudo haberlo hecho reír, incluso. Pero en lugar de eso, le acarició el cabello con los nudillos.
—Vamos, campeón.
Desde entonces, no volvió a llamarlo de otra forma.
★
El lápiz tamborileaba contra la mesa mientras Harry intentaba no reír.
—¿Y si pongo muchos seises, ganamos más dinero? —preguntó Henry, ladeando la cabeza.
—No exactamente. Aunque si aprendes a sumar rápido, podrías encargarte de la caja —bromeó Harry, al tiempo que le revolvía el cabello—. Pero para eso, primero tienes que terminar la tarea de matemáticas. Sin trampas.
El niño frunció el ceño, mirando la hoja arrugada, y con un gesto demasiado teatral, dibujó otro seis obediente.
Estaban sentados junto a la ventana, la última mesa del rincón, donde el sol de la tarde entraba a medias y calentaba apenas el suelo. La cafetería estaba cerrada al público a esa hora, y en la pizarra colgada afuera, todavía quedaban restos de tiza del menú especial del día.
Llevaban meses con esa rutina. Algunas tardes Hermione lo recogía directamente del colegio, otras lo hacía Harry. El colegio muggle estaba a solo tres calles, y era pequeño, con árboles raquíticos y una directora que olía a manzanilla. Nadie preguntaba demasiado. Algunos asumían que era su hijo biológico, otros pensaban que lo había adoptado. Pero en el fondo, no importaba. Porque Henry lo llamaba “papá” sin pestañear, y Harry le respondía con la naturalidad de quien se ha ganado ese título no por la sangre, sino por el día a día.
—¿Tú también ibas a la escuela muggle?
Harry se encogió de hombros.
—Al principio, sí. Luego me cambiaron a una muy... especial. Pero tú estás en un buen lugar. Tienes maestras simpáticas, ¿verdad?
—La que tiene gafas me dio una calcomanía de dinosaurio —Henry infló el pecho con orgullo—. Pero se la di a Nora porque lloró cuando perdió su goma.
—Muy lindo de tu parte.
—¿Sí?
—Sí. Pero hablamos de eso cuando terminemos los ochos.
Henry suspiró. —Los ochos son horribles.
Harry alzó ambas cejas, con exagerada sorpresa. —Pero lo estás haciendo conmigo.
—Por eso‐
—¡Oye! No soy tan malo —Expresó, al mismo tiempo que estiraba un brazo y dibujaba un ocho sobre la hoja—. Así que apúrate.
El niño imitó el gesto, ahora menos molesto, y entre los dos empezaron a llenar los renglones.
Desde afuera, alguien podría haber dicho que eran padre e hijo. Desde dentro, no quedaba duda alguna.
—...y ahora dime tú cuántos ochos caben en el ochenta —dijo Harry, apoyando el mentón en la mano mientras Henry apretaba los labios con fuerza.
—¿Diez? —aventuró el niño, mirando de reojo, como si esperara que el papel reaccionara con magia.
—Exacto. Estás hecho para esto.
Justo en ese momento, la campanilla de la puerta tintineó y ambos miraron hacia la entrada. Harry frunció el ceño. Él mismo había echado el pestillo hace media hora. Y sin embargo, ahí estaba.
Draco Malfoy.
De pie en la entrada con una bufanda beige impecablemente colocada, el abrigo desabrochado como si hubiera olvidado que hacía frío, y una expresión de leve arrogancia al ver la luz encendida y el interior en calma.
—¿Cómo..? ¿Sabes que está cerrado, verdad? —preguntó Harry, alzando la voz sin levantarse de la mesa.
Draco ladeó apenas la cabeza.
—Lo noté, Potter. Pero pensé que te habrías vuelto más flexible con los horarios —Su tono era neutro, pero sus ojos seguían deslizándose con interés por la escena doméstica frente a él.
Henry, sin el menor filtro, entrecerró los ojos como un gato en guardia.
—Tú otra vez —masculló con tono bajo.
Harry tuvo que toser para disimular la risa.
Draco lo oyó, por supuesto. Y lo ignoró con una eficiencia pasmosa.
—¿Molesto? —preguntó, fingiendo inocencia mientras avanzaba un paso más dentro—. Solo vine por una tarta de limón.
—Está todo guardado —replicó Harry—. Pero si tienes suerte, puede que Hermione no se haya comido las últimas galletas de arándano.
Draco arrugó la nariz, con una mueca apenas perceptible.
Y fue ahí cuando Henry, con demasiado descaro, sacó la lengua sin una pizca de vergüenza para burlarse.
Harry lo vio. Lo vio Draco. Pero lo peor: Henry no se arrepintió de hacerlo ni por un segundo.
Un silencio fugaz cayó sobre la habitación, mientras el niño volvía a mirar su tarea, como si acabara de estornudar en voz baja y no hubiera hecho absolutamente nada ofensivo.
—Encantador como su padre —murmuró Draco con sequedad.
—Lo heredó de su tía —dijo Harry, sonriendo sin mirar a nadie.
—Lo heredó de un duende, más bien —farfulló el rubio, dirigiéndose hacia una de las sillas sin pedir permiso, y sentándose como si fuera su costumbre hacerlo.
Henry giró levemente el cuaderno para alejarlo de su campo de visión. Mientras que Harry se cruzaba de brazos.
—¿Y bien?
Draco levantó una ceja.
—¿Vas a echarme, o vas a servirme una taza de té como alguien civilizado?
—No sé si tengo ganas de ser civilizado contigo, Malfoy.
Pero ya estaba levantándose.
★
Draco no sabía exactamente qué era ese niño, pero dudaba seriamente que fuera humano en su totalidad.
Ya había notado su tendencia a mirarlo en silencio, su andar leve como el de un ladrón profesional, y esa forma particular de parecer que intentaba calcular cuánto daño le haría un golpe lanzado con crayones.
Ahora, lo observaba con esa misma fijeza mientras Harry se levantaba para ir a la cocina. El niño, por supuesto, no tardó ni medio minuto en ponerse de pie como si aquello estuviera ensayado.
—Voy contigo, Harry —dijo, con tono dulce, pero sin mirarlo.
Draco parpadeó, confundido.
¿Harry? ¿No era papá hace tres segundos?
Los siguió con la vista. Desde su sitio no podía oír lo que hablaban, pero lo vio: notó claramente cómo el niño se estiraba en puntas de pie, tomaba a Harry del brazo y le susurraba algo al oído. Muy cerca. Muy deliberadamente.
Harry volvió a reír, bajando la mirada como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.
Ajá, pensó Draco, entornando los ojos.
Conspiración detectada.
Regresaron tres minutos después.
El niño se sentó a la mesa, tranquilo, balanceando los pies con inocencia, como si no acabara de ejecutar una operación secreta para eliminarlo.
Harry le puso frente una taza de té y un plato pequeño con tarta de limón. Draco bajó la mirada primero a la taza, después a la tarta y por último, al niño.
—¿Qué es esto? —preguntó, sin tocar nada.
—Té con jengibre —dijo Harry.
Henry sorbió de su popote con inocencia fingida. No parpadeaba... Solo miraba, de reojo.
Draco no tocó nada. Ni la taza ni el pastel.
—¿Y si la tarta tiene algo? —preguntó, con un dejo de sospecha.
—¿Algo como qué? —replicó Harry, alzando una ceja.
Draco volvió a mirar al niño.
—Magia oscura. Pelo de unicornio. Setas del norte. Una pizca de sal en el sitio equivocado.
—Es pastel, Malfoy. No una poción.
Henry, sin apartar la vista del cuaderno, murmuró con aire distraído:
—Eso diría alguien culpable.
Draco suspiró, empujando levemente el plato con el dedo índice, como si esperara que hiciera algo. Estallara, quizás. O emitiera vapor morado.
—¿Sabes? —habló, sin ironía—. Comí con mortífagos durante años... Y ninguno me dio tanto miedo como este niño.
Harry soltó una carcajada tan natural que Draco casi la sintió en el pecho.
—¿Y tú qué haces ahora, además de juzgar niños? —preguntó Harry, con los brazos aún cruzados, apoyado con familiaridad en la mesa.
Draco no respondió de inmediato. Se tomó su tiempo para dejar la taza con cuidado, acomodándose en la silla como si tuviera todo el día.
—Lo mismo que siempre, supongo —dijo al fin, con ese tono perezoso que usaba cuando quería sonar despreocupado y terminar sonando provocador—. Viajar, asesorar a gente importante, fingir que me importa el estado del mundo mágico. Lo básico.
Harry ladeó la cabeza, pasando un mechón de cabello por detrás de su oreja, sintiendo que le estorbaba.
Parecía demasiado tranquilo.
—Debe ser agotador.
—Lo es —respondió Draco, como si le diera la razón—. Pero alguien tiene que hacerlo. Y tengo la ventaja de que a estas alturas, ya sé exactamente lo que no quiero hacer con mi vida.
Harry sonrió apenas.
—¿Como tener una cafetería?
Draco lo miró un segundo demasiado largo.
—Como quedarme en un solo sitio por demasiado tiempo. Aunque… admito que algunas cosas fijas tienen su encanto.
Harry le sostuvo la mirada, sin moverse del todo, pero con una expresión que no era indiferente. Ladeó apenas un poco más la cadera contra el borde de la mesa, sin romper el contacto visual.
—Sí, bueno. No a todos nos sienta mal quedarnos quietos un rato.
—No —concedió Draco, muy tranquilo—. A algunos les sienta sorprendentemente bien.
Demasiado bien. Y eso, precisamente, era lo inquietante.
Un leve silencio se formó entre ellos que, aunque no era del todo incómodo, los hizo sentirlo profundamente. Harry apenas giró el rostro hacia un lado y entonces vio a Henry, quieto en la mesa, con el lápiz suspendido sobre el cuaderno, claramente más atento a ellos que a los números frente a él.
—Henry —dijo Harry, con tono firme, sin necesidad de alzar la voz—. ¿Qué te dije sobre escuchar conversaciones de adultos?
—No estaba escuchando —murmuró el niño, bajando la vista, aunque no con demasiada convicción.
—A otra mesa —insistió Harry—. Tres sumas más y te ayudo con las restas.
El niño resopló muy bajito, juntó sus cosas con resignación y se levantó. Pero antes de alejarse, le lanzó a Draco una mirada breve, claramente culposa. Como si su presencia fuera la razón por la que lo habían exiliado.
Draco lo notó y entornó los ojos.
No se quedó mucho más tiempo. Terminó su té y tarta sin apuro, pagó con un ademán seco y una mirada breve ‐aunque no particularmente amable‐ al niño que seguía lanzándole vistazos entre tarea y tarea. No dijo nada, pero tampoco hizo falta. Su expresión hablaba lo suficiente por él. Aquella entre juicio silencioso y superioridad disimulada que Draco había perfeccionado desde los once años.
Aun así, había algo diferente. No tanto en lo que hacía, sino en cómo lo hacía. Sus gestos eran más medidos, su humor menos punzante, y, aunque no intentaba caer bien, tampoco parecía empeñado en lo contrario. Era como si el mismo Draco de siempre hubiera pasado por un filtro de años y decepciones, y hubiera salido del otro lado más templado, más adulto. Pero seguía siendo Draco. Sólo… afinado.
★
El departamento olía a café viejo y a papel cuando Harry dejó un libro abierto sobre la mesa baja, no leía. Se había hundido en el sillón, con una pierna doblada bajo el muslo y una taza humeante en la mano.
La charla con Draco le había dejado una sensación difícil de clasificar. No había sido mala, aunque la sentía colgada en la parte de atrás de la cabeza, repitiendo las frases breves que tenían otras intenciones.
Le había pasado antes, claro. Con gente del pasado. Con encuentros inesperados. Pero Draco siempre había sido distinto. No solo por el historial compartido, sino por esa forma suya de ser una molestia elegante. A veces Harry se preguntaba si lo hacía a propósito. Y otras, si acaso esa arrogancia era solo su manera de estar en el mundo.
Soltó un suspiro y dejó la taza en la mesa. Henry dormía desde hacía rato, envuelto en su mantita azul. Había insistido en que no estaba cansado, pero se había quedado dormido sobre el sofá a mitad de una historia que no terminó de contar. Harry lo había tapado sin despertarlo.
Volvió a recostarse, pasándose una mano por el cabello, como si eso pudiera despejarle los pensamientos. Sin embargo, la imagen de Draco seguía ahí: sentado con esa postura de gato satisfecho, hablando con su voz perezosa y luciendo como si todo le importara a medias.
Harry frunció apenas los labios, sin llegar a esbozar una sonrisa.
Era ridículo.
—Idiota —murmuró, sin aclarar si se refería a Draco o a sí mismo.
★
La casa olía a pan tostado y mantequilla caliente esa mañana. Henry apareció en la puerta del comedor, arrastrando las pantuflas, con el pijama un poco torcido y una oreja más aplastada que la otra. Se frotaba los ojos con una mano, mientras con la otra se sostenía de los muebles como si aún no confiara en sus piernas.
En la mesa, las voces ya estaban ocupadas con la segunda ronda de café. Hugo y Rose jugaban a empujar las servilletas como si fueran miniaturas de escoba, y Ron les lanzaba trozos de pan desde su plato como castigo cada vez que hacían ruido. Hermione, sentada junto a ellos, mantenía una mirada vigilante y una taza de té entre las manos.
—Buenos días, campeón —dijo Harry, dejando la sartén y acercándose a Henry con una sonrisa. Le revolvió el cabello—. Llegaste justo a tiempo. ¿Tostadas o pan con mermelada?
El niño gruñó algo ilegible y se dejó guiar hasta su silla, apoyando la frente en la mesa y cerrando los ojos como si pensara dormir ahí mismo.
Quizá lo haría si lo dejaban.
Hermione se inclinó hacia él con una sonrisa tranquila. —Yo también me sentía así cuando era pequeña —le dijo—. Bueno, en realidad no. Yo me despertaba con energía, pero puedo fingir que te entiendo.
Henry abrió un ojo. Luego la miró con cierta familiaridad resignada. Estaba acostumbrado a ese tipo de frases por parte de ella.
—¿Tus hijos también se despiertan así? —preguntó con voz pastosa, mirando de reojo a Rose, que ahora se reía porque Hugo se había golpeado la mano.
—Cuando están con su abuela, no —respondió Hermione, sirviéndole leche—. Allá los despiertan con panqueques. Por eso hoy nos toca prestarlos un rato.
—Menos mal —añadió Ron, fingiendo que sus hijos no lo habían escuchado.
Rose frunció el ceño. Hugo alzó la cabeza, viendo que no le hacían caso.
—Por eso a veces estoy aquí contigo —continuó Hermione, ya mirando a Harry—. Porque ellos están con mamá y yo necesito seguir siendo útil.
—¿"A veces"? —murmuró Ron—. Estás más aquí que‐
Hermione lo cortó de inmediato. —¿Quieres más café o no?
La conversación derivó en una discusión menor sobre los horarios de trabajo, las licencias compartidas y los beneficios de trabajar en casa que Harry ignoró en parte mientras servía el desayuno. Solo al volver a sentarse retomó el hilo de lo que había querido decirles desde que llegaron.
—Malfoy volvió a la cafetería ayer.
Hermione lo miró con el ceño ligeramente alzado.
—¿Otra vez?
—Se sentó y pidió tarta de limón.
—¿Y tú? —preguntó Ron.
—No lo eché. Lo cual ya es bastante.
Henry levantó la cabeza en silencio, lentamente. No interrumpió, pero sus ojos se posaron en Harry con una atención distinta, como si el cansancio hubiera cedido al instinto de estar alerta.
—Hablamos un poco —continuó Harry—. Me lanzó algunas frases... Pero no era igual. Hay algo raro. Como si no supiera por qué está ahí.
—¿Y tú sí lo sabes? —preguntó Hermione, observándolo con atención.
—No.
Hubo un silencio leve, hasta que Ron dijo:
—Tal vez solo quiere fastidiarte. Hay gente que no cambia.
—¿Quién cambió? —intervino Henry, de golpe. Todos lo miraron. Y entonces él bajó un poco la voz, avergonzado—. Ese señor… ¿peleaba contigo?
Harry parpadeó.
—Sí. Peleábamos a veces.
—"A veces", dice —Se burló Ron, recibiendo una mala mirada.
—¿Entonces por qué le hablas?
El niño no lo dijo con juicio, pero su voz tenía esa franqueza directa que lo hacía sonar más grande de lo que era. Hermione le acarició el cabello sin intervenir.
—Porque a veces hay que hablar con gente con la que no te llevas —respondió Harry con calma—. Aunque sigan siendo unos arrogantes.
Ron rió.
—Es verdad. ¿Sigue actuando como si quisiera comprar el lugar solo para echarte?
—Sí. Y ahora encima lo hace fingiendo tranquilidad.
Henry bajó la mirada, como si procesara algo que no terminaba de gustarle. Después miró a Harry otra vez.
—No me cae bien.
—¿Por qué? —preguntó Hermione.
—Porque hace que papá me mande a otra mesa —respondió sin pensarlo.
Harry abrió la boca, pero no supo qué decir enseguida para corregirlo. El tono no había sido rencoroso, pero sí claro.
Hermione lo atrajo suavemente hacia ella, con un gesto protector.
—Entonces, la próxima vez, yo te invito un chocolate caliente y nos sentamos juntos, ¿vale?
Henry dudó un momento. Luego asintió. Pero sus ojos se quedaron un instante más en Harry, como si el recuerdo no fuera a desaparecer del todo.
Harry bajó la vista a su taza de café con el vago malestar de quien sabe que ha cometido una pequeña traición… incluso si fue por algo que no termina de entender.
★
La casa había recuperado el silencio a media día. Ron había salido a dar una vuelta con los niños ‐o más bien, a correr detrás de Hugo y evitar que Rose lo mandara a callar cada cinco minutos‐, y Harry se había quedado recogiendo los platos. Disfrutaba de esos instantes breves, domésticos, sin el eco de las voces. Había algo en el sonido del agua corriendo, el olor a jabón de menta y la sensación de suelo tibio bajo los pies descalzos que lo dejaba respirar con calma. Cosa que, antes pudo haberlo considerado como un castigo.
Sin embargo, fue al pasar por el pasillo que los escuchó.
La voz de Henry, baja pero enfadada, y la de Hermione en ese tono que solo usaba cuando sabía que tenía que escuchar con atención, no corregir.
Se detuvo junto a la puerta entreabierta del pequeño cuarto donde solían dejar abrigos y mochilas. Henry estaba allí, de pie junto a la pared, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Hermione se había agachado para ponerse a su altura.
—No me gusta —decía Henry—. No me gusta cuando viene. Tiene cara de limón.
Hermione disimuló una sonrisa.
—¿Por lo ácido?
—Sí —Se detuvo un momento, arrugando el entrecejo ‐probablemente buscando la palabra correcta‐, y entonces añadió—: No me gusta.
—¿Y por qué no te gusta? —preguntó Hermione con suavidad.
—Porque va y se sienta y pide cosas y habla con mi papá —dijo el niño, en voz cada vez más baja—. Y luego mi papá no me mira tanto.
Harry sintió que algo dentro de su estómago se apretaba. No era culpa, exactamente, pero sí una punzada de algo que se parecía demasiado. No había sido su intención hacerlo sentir de esa manera.
—Estoy segura de que eso no es cierto —intentó Hermione, con ese tono que sabía más de lo que decía—. Harry siempre te presta atención. Todo el tiempo.
—Sí. Pero él lo mira más a él cuando está —respondió Henry—. Y además...
Hubo un breve suspiro y Harry se quedó inmóvil.
—Además, ¿qué? —preguntó Hermione, bajando un poco la voz.
—Además... le coquetea.
—¿Quién? ¿Harry?
—No. El de cara de limón.
Harry tragó en seco.
—Ah.
Hubo una pausa silenciosa.
—¿Y cómo sabes que le coquetea?
Henry suspiró, como si fuera obvio.
—Porque la señora del 4B le guiñó un ojo al lechero, y después ella se acomodó el cabello. Y sonreía. Luego le dio una manzana roja.
Hermione parpadeó.
—¿Y?
—Pues desde entonces el lechero siempre se acomoda el cabello cuando lo ve. Es coqueteo. Clarísimo.
Harry retrocedió en silencio antes de que notaran su presencia, dirigiéndose camino de vuelta hacia la cocina con paso lento, como si así pudiera procesar lo que acababa de escuchar.
Su hijo, por lo visto, había visto primero algo que ni siquiera él había notado.
Pero Harry no lo pensó mucho.
Lo cierto era que Henry tenía una tendencia marcada a ver cosas donde no había nada mas que personas normales, haciendo cosas de gente normal. Y sí, Draco Malfoy podía parecer cualquier cosa menos normal, pero eso no significaba que estuviera coqueteando con él.
De todos modos, no era asunto suyo.
Así que cuando escuchó el tintinear de la campanilla de la puerta y alzó la vista desde detrás del mostrador, no hizo más que dejar la taza que estaba secando y adoptar la sonrisa neutral que usaba con todos los clientes.
Draco había vuelto. Solo que esta vez acompañado.
Blaise Zabini entró primero, luciendo impecable como si acabara de salir de una editorial de moda. Tras él, Pansy Parkinson, envuelta en un abrigo negro con el cuello de piel y un perfume que llenó el aire durante tres segundos enteros. Draco caminaba entre ellos, hablando con tranquilidad, como si llevaran años repitiendo esa escena.
—Esto no ha cambiado nada desde que se inauguró —comentó Zabini, mirando alrededor con una ceja arqueada—. Aunque ese letrero nuevo no está mal. Es… entrañable.
Pansy rió por lo bajo.
—Potter seguro lo dibujó con la mano izquierda.
—Buenos días —dijo Harry, desde la barra, sin alzar la voz ni perder la compostura.
—¿Lo ves? Él no ha cambiado nada —mencionó Draco, y no miraba a ninguno de sus acompañantes. Solo a él.
Harry sostuvo su mirada por mera cortesía.
—¿Van a querer mesa o solo vienen a criticar la decoración?
—¿Puedes servirnos tú? —preguntó Pansy con esa sonrisa que no era una sonrisa, sino más bien un filo curvado.
—Lo dudo —replicó Harry—. Pero por suerte, tengo empleados con más paciencia que yo.
—Encantador —murmuró Zabini, sentándose junto a la ventana.
Draco evitó responder. No siguió a sus amigos ni intentó suavizar el tono. Solo se quedó allí un momento más, de pie, observándolo como si no supiera si seguir hablando o dejarlo ser.
Y Harry, que no sobrepensaba nada, que no tenía tiempo para dramatismos ni tonterías infantiles sobre personas de su pasado o risas fingidas, fue quien miró primero hacia otro lado.
—Tres tés —dijo Draco al fin—. Uno con cardamomo, si tienes.
—No tengo.
—Entonces… sorpréndenos.
Harry se giró sin responder ni dedicar otro gesto. Nada fuera de lugar. Y sin embargo, mientras caminaba hacia la cocina, no pudo evitar notar que su espalda estaba absurdamente recta.
Como si estuviera en duelo. O en guardia.
El empleado que tenía se encontraba atendiendo otra mesa. Maldijo en voz baja, pero colocó bolsitas en las tazas con demasiada precisión ‐porque el té casero no sería para el trío‐ Vertió el agua caliente y un toque de miel en una. Para cuando llegó a la tercera, ya había decidido que no iba a escucharlos. No iba a prestarles atención.
Pero el problema con intentar no escuchar es que, inevitablemente, uno se entera de todo.
—¿Así que de verdad se dedica a esto? —la voz de Pansy atravesó el lugar sin ninguna vergüenza.
—Desde hace años —respondió Zabini, con ese tono suave que a Harry siempre le había parecido demasiado cuidado—. Me sorprende que no hayas venido antes. Es como una leyenda. "El Elegido ahora hace café con leche".
Pansy soltó una risa aguda.
—Merlín. ¿Te imaginas lo que diría mi madre si supiera que me está sirviendo Harry Potter?
—"Una pena, querida. ¿Al menos estaba limpio?" —replicó Draco, imitando la voz de la señora Parkinson.
Los tres rieron.
Harry inhaló despacio, sosteniendo el aire un solo segundo antes de exhalar por la nariz.
No importaba. No importaba. Se repitió. Dos veces.
Tomó la bandeja con las tres tazas y caminó hasta la puerta. Iba a salir. Dejar la bandeja en la mesa. Sonreír como un adulto funcional. Y luego pedirle a uno de sus pocos empleados ‐que trabajaba solo ciertos días ‐ que se encargara del resto. No era difícil.
Pero apenas empujó la puerta para salir, la escuchó.
—...Digo, si no fuera por la ropa y su actitud, podría pasar por alguien decente.
—Ese fue el comentario más amable que le he escuchado a Pansy en tres años —ironizó Zabini.
—Debe ser el ambiente —respondió Draco, tranquilo—. Todo huele a vainilla. Hasta Potter.
Harry empujó la puerta con más fuerza de la necesaria.
La bandeja se apoyó sobre la mesa con un sonido seco.
—Té de frutos rojos —Dejó la taza frente a Pansy. Luego, otra frente a Blaise—. Jengibre. Y ese... —miró a Draco— probablemente sea muy fuerte para alguien con paladar delicado.
—¿No es muy temprano para estar a la defensiva, Potter?
—Solo intento advertirte —replicó Harry, ladeando la cabeza—. ¿Están esperando que les sirva algo mejor? Porque no hay. Los tres son de bolsita.
—Ah —comentó Zabini, observando el líquido humeante—. Y yo que pensé que este lugar tenía cierta reputación.
—La tiene —contestó Harry—. Pero no malgasto las mezclas de la casa en quien entra juzgando hasta las servilletas.
—Podrías intentar ser más amable —dijo Draco, alzando finalmente la taza con gesto despreocupado—. O al menos disimular que estás molesto.
Harry sonrió, sin un rastro de calidez.
—¿Y tú podrías disimular que te importa?
El silencio que siguió fue breve, apenas el tiempo que tardó el vapor de una taza en empañar ligeramente las gafas de Harry. Pansy se inclinó hacia la suya, sin quitarle los ojos de encima a él.
—Esto será divertido.
—Para ustedes, tal vez —replicó Harry—. Yo tengo trabajo. Y, por suerte, muy poco tiempo para viejos juegos.
Y con eso, se alejó sin mirar atrás, aunque sabía perfectamente que los tres lo seguían con la mirada.
Cuando pasó junto a su empleado, Matthew, le murmuró:
—Si vuelven a pedir algo, es todo tuyo.
Matthew disimuló una mueca. —Me ven mal.
—Te pagaré un extra.
—Hecho —dijo, sin dudar.
La puerta se abrió con el tintineo habitual. Un cliente entró, quitándose el abrigo con torpeza y acercándose al mostrador sin mirar a los lados. Harry levantó la cabeza desde la barra, asintiendo con su cortesía habitual. Se secó las manos con un paño de lino y fue a atenderlo.
No parecía especialmente consciente de sí mismo mientras se movía, y quizás por eso resultaba aún más difícil no mirarlo. Llevaba el delantal oscuro ajustado con un nudo bajo en la espalda, ceñido a la cintura con descuido funcional. La camisa blanca tenía las mangas arremangadas hasta los codos, dejando los antebrazos a la vista: piel clara, vellos finos y músculos definidos por el trabajo físico. El cabello, rebelde incluso después de pasarse los dedos por encima, caía hacia un lado con insistencia. Y las gafas, torcidas como si se las hubiera puesto al vuelo, seguían ahí, sostenidas por costumbre más que por precisión.
Se inclinó un poco al servir el café. Sus movimientos luciendo precisos, casi mecánicos, pero sin perder el rastro de calidez. No miró a nadie más en la sala y simplemente hizo lo suyo, con eficiencia.
—Londres le ha sentado bien —comentó Blaise, con voz baja, pero perfectamente audible.
Pansy no respondió de inmediato. Estaba mirando a Harry con una expresión que no era de juicio ni de interés.
—Parece que se ha acostumbrado.
—¿A esto? —preguntó Draco, apenas girando la cabeza. Su mirada no llegó a encontrarse con la de Harry. Se quedó en algún punto entre las mesas y la puerta.
—A vivir como si lo demás no hubiera pasado —aclaró Pansy.
Zabini se recostó contra el respaldo, girando su taza lentamente entre las manos. Y Draco desvió la vista hacia la vitrina donde se exhibían algunos pasteles recién horneados. No parecía prestar atención, pero no había pestañeado desde que Harry había regresado tras entregar el café al cliente.
—Yo no habría apostado por verlo aquí —dijo en voz baja—. Ni siquiera en el país.
—Nadie lo habría hecho —dijo Pansy—. Pero la vida no nos pregunta.
El murmullo de la cafetería siguió en segundo plano con el choque de tazas, cucharillas agitadas contra porcelana, conversaciones apagadas. Harry volvió a pasar cerca, llevando una bandeja vacía a la barra, sin mirar hacia su mesa.
Zabini se inclinó hacia adelante con cierta ligereza.
—¿Y tú? —preguntó, sin necesidad de explicar a quién se dirigía—. ¿Vas a quedarte?
Draco apoyó los codos sobre la mesa, enlazando los dedos delante de él.
—Aún no lo decido.
—Eso suena a sí —murmuró Pansy.
Nadie la contradijo.
Pagaron la cuenta después de un rato. Blaise fue el primero en girarse hacia la puerta; Pansy lo siguió sin apuro, aunque lanzando una última mirada inquisitiva hacia el mostrador. Draco, en cambio, se detuvo unos pasos más atrás.
Harry lo notó sin volverse, mientras recogía dos tazas vacías y acomodaba una servilleta sin prisa. El sonido leve de sus pasos bastó para marcar el ritmo de su respiración. Sabía que estaba ahí. Podía sentirlo.
Entonces levantó la vista.
Draco seguía frente a él, de pie en ese espacio donde la distancia parecía precisa, casi medida. Los ojos grises recorrían cada detalle con una calma impecable: las mangas dobladas justo por debajo del codo, el delantal atado con un nudo sencillo, la forma de su cintura, el cabello rebelde que caía sobre su frente y a un lado, y las gafas apenas torcidas por el movimiento.
Harry sostuvo su mirada. O al menos, lo intentó.
Sintiendo el calor en la nuca, un sonrojo suave que no subía del todo al rostro, pero sí al cuello. Enderezó un poco los hombros, como si así pudiera borrar la tensión en sus propia espalda. E hizo un gesto mecánico, colocando las tazas en fila, buscando algo que hacer, cualquier cosa que disimulara el leve temblor en sus manos.
Draco ladeó apenas la cabeza.
—Nos vemos, Potter.
Y Harry asintió.
Draco se giró para salir, llevando consigo la sensación punzante de haber sostenido algo frágil, apenas un instante.
★
El viernes trajo la misma brisa húmeda de las calles de Londres, las mismas campanadas del reloj de la esquina y el mismo murmullo de tazas y cucharas dentro del local. Draco no había vuelto. Y Harry ya no esperaba que lo hiciera.
A media mañana, la campana de la puerta tintineó con suavidad. Era una señora.
Entraba como cada viernes, con la misma bufanda tejida y el paso pausado, apenas sostenida por el brazo de su nieta. No hablaba mucho, nunca lo había hecho. Pero bastaba con dedicarle a Harry una inclinación de cabeza, con ese modo firme y silencioso en el que se dirigía a su mesa habitual del rincón.
Harry la saludó de vuelta con un leve gesto, sin romper el ritmo con el que secaba las tazas. Preparó el café que ella siempre pedía: tibio, con un poco de azúcar. Y para la niña, panecillos de mora y leche caliente.
Mientras ellas comían en silencio, Harry salió por la puerta trasera, cargando un pequeño tazón de cerámica. Lo dejó bajo el alero de la escalera de incendios, en el rincón donde solían aparecer los gatos.
Uno de ellos ya lo esperaba, con la cola enroscada alrededor de las patas. Otro llegó después, más pequeño, alzando la cola al verlo.
—Buenos días —murmuró Harry, dejando el tazón con cuidado.
El aire estaba frío, pero no tanto como para apurar el momento. Observó cómo los gatos se acercaban al borde del cuenco y bebían con cautela. Y en medio de ese momento simple, pensó en el abuelo de Henry.
No por los gatos ni por la leche. Claro que no. Sino por esa mujer sentada en el rincón, que transmitía la misma serenidad firme al verla a los ojos. Había algo en ella, en la manera en que partía el pan para su nieta, en cómo no necesitaba llenar el silencio con palabras. Algo que le recordaba a él.
Cuando volvió a entrar, el aroma del café seguía suspendido en el aire. La niña se había manchado la nariz con espuma, y la señora la miraba con un dejo de ternura que a Harry le pareció casi sagrado.
Y volvió a su lugar tras el mostrador, continuando con su rutina.

ZosiaLipa on Chapter 1 Mon 14 Jul 2025 11:51PM UTC
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MenoiiMhmm on Chapter 2 Wed 23 Jul 2025 11:55PM UTC
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