Chapter 1: Capítulo 1. La decisión.
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Los mortales a menudo olvidan lo cruel que puede ser el destino. Viven vidas anodinas, vacías, mientras el mundo sigue a su alrededor. A veces sus vidas se iluminan, pequeñas chispas de emoción que inundan su vida temporalmente y que hacen de ellos el juguete perfecto para lo divino.
Es especialmente interesante ver qué es necesario para hacer brillar el hilo de un mortal. A veces es necesaria una tragedia, otras un momento de felicidad y, más a menudo que no, suele ser la desesperación lo que los ilumina, enredándolos con lo divino de formas inesperadas incluso para ellas.
Cada ser divino tiene su desencadenante favorito y, con él, aquellos que caen en ello. Para algunos es el amor, para otros la codicia, algunos más prefieren la validación externa y no faltan aquellos que se sienten atraídos por la desesperación de libertad, la necesidad de escapar, de ser libre sin importar las consecuencias.
Poseidón era uno de ellos.
Fue la desesperación de Sally Jackson por ser libre de sus responsabilidades lo que inicialmente lo atrajo a la mortal. Joven, huérfana y sin educación, tuvo que hacerse cargo de un familiar que nunca había sido amable con ella para finalmente morir días antes del aniversario de la muerte de sus padres, dejándola sola y terriblemente endeudada por las facturas médicas que la ahogaban.
Esa desesperación fue lo que llevó a Sally Jackson, de 21 años, aquel día a la playa, buscando una manera de ser libre, incluso si era en la muerte. Ahogarse, para Sally, no era la peor manera de irse. Si, habría momentos en los que la desesperación por la supervivencia sería imposible de resistir pero, al final, no sería más que dormir en el mar. Y caer en el fondo marino no le parecía tan mala idea. El mar era el único que no le había hecho daño a lo largo de su vida.
No fue hasta que conoció a su amante que se dió cuenta de que el mar no le había hecho daño porque la estaba esperando. No era compasión, no era amabilidad, era paciencia. Y cuando llegó su momento, atacó con la letalidad por la que las corrientes son conocidas.
Y Sally se ahogó.
Oh, cómo se ahogó. No en el mar, su lecho escogido. No. Se ahogó en la tierra, en las obligaciones, en la desesperación, en un verano que no debió ser y en un niño que nunca fue buscado. Se ahogó por amor, por odio, por despecho y por lo que no fue. Se ahogó por un niño. Un niño que nació de un amor de verano y que encadenó a su progenitora a una vida de sufrimiento y amor.
Y lo peor era que no se arrepentía. ¿Cómo podría? Cuando amaba a su pequeña concha marina más que al final que ella misma había escogido.
Pues, ¿qué hay más poderoso que el amor? Fue el amor el que encadenó a Céfiro a una vida dedicada a Eros, el amor el que ancló a Hera a un matrimonio que no debió ser con el Rey de los Dioses, el amor el que guió a Odiseo durante su viaje a Ítaca.
Sin embargo, el amor suele coquetear con el rencor.
Sally amaba a su hijo más que a nada pero también lo odiaba. ¿Por qué tuvo que nacer? ¿Por qué no le pudo dar una salida más fácil? ¿Por qué se acercaba a su vida ahora que su nueva familia se estaba formando? ¿No habían sido suficientes los años que le había dedicado? ¿El daño que le había hecho? ¿La desesperación que había pasado por su culpa?
Si, Sally amaba odiaba a su hijo. Tras años de maltrato para poder mantenerlo a salvo, un dios la secuestró solo para devolverla al mundo de los vivos meses después, sin trabajo y teniendo que vivir bajo el mismo techo que el monstruo con el que se casó. Poco después tuvo que tomar una decisión imposible, todo por su hijo.
Su niño la había vuelto una asesina.
Y no fue lo peor. El cambio que el campamento, aquel sitio olvidado por los dioses, le había generado a su hijo era algo por lo que jamás los perdonaría. Ese niño amable y complaciente había comenzado a mentirle, alejándose cada vez más de su abrazo. Su niño, su amado bebé, estaba creciendo y ella no podía evitarlo, no podía estar con él. Los siguientes años fueron un infierno. Meses de normalidad sólo para que el mundo de su padre se lo arrebatara, devolviéndolo más triste, más roto de lo que se fue.
Conocer a Paul fue una bendición, si Sally era honesta. Él no podía ver a través de la niebla, era normal. Y era esa normalidad la que Sally anhelaba en un mundo en el que nada lo era. Presentar a Percy fue un momento que Sally solo podía recordar con ansiedad. El miedo a que Percy y su mundo la alejara de la persona que la había hecho sentir amada por primera vez en mucho tiempo luchaba con su feroz protección por su hijo. Había hecho un juramento, ella no dejaría que nada volviera a hacerle daño bajo su techo. Fue un alivio que jamás podría definir cuando todo pareció salir bien. Paul lo aceptó todo, amó a Percy tanto como ella a pesar de lo que eso conllevaba y luchó a su lado en una guerra que nunca fue suya. Por los dioses, Sally lo amaba.
Fue en ese momento, cuando todo parecía perfecto tras el fin de la guerra, que se lo llevaron.
Su pequeño.
Volvió a casa un año después, sin dar ninguna explicación pero más roto de lo que jamás lo había visto. Cansado, triste, solitario. Los moretones parecían ser una nueva normalidad en su vida. Casi igual a cuando Gabe, el monstruo, solía rondar sus vidas y eso la aterrorizaba. Se suponía que la guerra les daría un final feliz; su hijo había sobrevivido, su familia estaba a salvo y el amor parecía rondar su casa, fortaleciendo las relaciones que se forjaban entre sus muros.
Fue una ilusión. La segunda guerra (porque sí, Sally lo sabía) sólo había dejado a la vista las grietas que conformaban la vida de su hijo, su pequeño, su amenaza. Los primeros meses estuvieron llenos de comprensión y cariño, su hijo y su novia habían pasado por un infierno y merecían un descanso, pero entonces empezaron las discusiones, si se podían llamar así. Gritos a todas horas, límites que antes no estaban y golpes que Sally había jurado que no volverían. Y después, los monstruos. Al inicio estuvieron tranquilos, como si estuvieran recuperándose después de otro fin del mundo, pero volvieron con venganza y furia en sus ojos y su hijo parecía ser el objetivo.
Sally sabía que no era culpa de su hijo, su Percy. De verdad, lo sabía. Pero tras años de luchar, de desear una vida mejor, de estar a salvo y libre de cargas, esto parecía una maldición. Una consecuencia por algo de lo que ella no era responsable y eso la amargó. ¿Acaso no se merecía su final feliz? Ya había luchado tanto, estaba tan cansada, y aún así su hijo seguía poniéndolos en peligro: a ella, a Paul, a su bebé… su Estelle. Así que Sally se agrió, como aquellos que necesitan un culpable cuando saben que se ahogan y ella llevaba mucho tiempo ahogándose.
Podía ver como su hijo se hundía en la culpa, como no era su intención que eso pasase (nunca lo era) pero Sally no tenía más amor. O quizás si, pero tenía miedo, pues ella podía ver lo que su hijo parecía estar ciego para observar: se estaba volviendo ella y eso la amargaba, la asustaba. Así que Sally apartó la mirada. Fingió no ver los moratones, no escuchar los gritos tras las pesadillas, el cómo el brillo en los ojos de su hijo desaparecía un poco más con cada insulto indiferente, cada golpe. La misma mirada que ella tenía antes de que su hijo descubriera la verdad, antes de que matara al monstruo.
Percy lo sabía. Sabía que su madre ya no le amaba como antes. Su paciencia con él parecía haber desaparecido, ya no era su hijo sino un peligro para su familia, para su hija. Y Percy ya no tenía nada.
Claro, Annabeth estaba ahí, siempre lo estaba, pero eso era diferente. Annabeth era su novia, se apoyaban, incluso cuando dolía. Y oh, cómo dolía. Los moretones tardaban días en desaparecer, incluso con ayuda. El dolor era constante y su control sobre su poder, cada vez menor. Pero no pasaba nada, estaba bien.
Es cierto que a veces tenía miedo de su novia, miedo de fallarle, pero eso era porque se equivocaba. Siempre. Y claro, puede que Annabeth fuese algo brusca pero eso era porque lo amaba, ¿verdad?...¿verdad?
¿A quién trataba de engañar? Incluso Percy sabía que su relación con Annabeth era cualquier cosa menos sana. Al inicio había sido dulce, un pequeño descanso entre las batallas pero tras el fin de la guerra, se había desmoronado. No eran compatibles y eso se había notado mucho antes de su desaparición. ¿Por qué si no se había alegrado cuando Hermes apareció en su primera cita sólo para pedirle una misión? Lo cierto es que hacía tiempo que la temía. Y el truco de Hera sólo lo había alargado. ¿Qué tan cruel era que la diosa sólo le dejara recordar a su novia en lugar de a su madre? Ella, la diosa de la familia. Eso sólo había alargado lo inevitable. La consiguiente guerra también había ayudado, cubriendo las grietas de los cimientos pero nunca solucionándolos.
Quizás Poseidón se había sentido atraído por la desesperación de Sally pero Percy no creía que supiera que su hijo también la heredaría. Que triste que una de las pocas cosas que heredó de su madre era su deseo de ahogarse. Pero no podía, sus mismos poderes se lo impedían y eso lo había desesperado más. Era difícil ver una salida cuando no tenías otra opción más que seguir adelante. Y Percy sabía que tenía que hablar con Annabeth (por los dioses, eran adultos) pero eso no le impedía tener miedo. Enfrentarse a ella era peor que volver a enfrentarse a Cronos, a Luke.
Luke. Cómo dolía pensar en él. Puede que lo hubiera odiado al final de su vida pero así no fue como empezó. Era su amigo («Serás traicionado por el que se dice tu amigo») mucho antes que su enemigo y entonces lo atacó. No había sido Cronos quien le había lanzado ese escorpión al Percy de 12 años, había sido Luke, su amigo. Y eso fue lo que no pudo perdonar.
Fue Luke quien comenzó la guerra, una guerra larga y letal para los semidioses. «Somos familia…nos cuidamos unos a otros»… ja, mentiroso. Fue su guerra la que acabó con la mitad de su familia y aún así Annabeth lo defendía, como si lo mereciera. Cómo si no hubiera sido él el primero en atacar. Y luego llegó su cumpleaños número 16 y tuvo que ir y arrepentirse. Como si todas las vidas que habían acabado no fueran culpa suya; fue su información y su carisma los que habían dividido al campamento, su hogar.
Annabeth dijo que era un héroe pero Percy discrepaba, era un cobarde. No se quedó para recoger los pedazos, no se arrepintió del daño que había hecho. Luke se arrepentía de ser un peón para Cronos, de haber ayudado a alguien peor. No de las muertes que había ocasionado. Fue demasiado poco y demasiado tarde.
Después vino la Guerra de los Gigantes y la batalla contra los romanos y eso solo puso en evidencia que Luke no estaba tan equivocado. Percy lo odiaba. Lo odiaba porque se había aliado con Cronos, había tratado de hacer lo correcto de la peor forma posible y eso los había destruido a todos.
Tantos… tantos semidioses, tantos niños. Percy a veces se preguntaba si los dioses merecían la pena.
Fue en ese momento, mientras observaba el océano que notó unas presencias conocidas surgiendo a sus espaldas. No era la primera vez que las conocía pero si la primera vez que venían por algo más que el cumplimiento de una profecía. Percy se dió la vuelta y las miró.
Las parcas. Ya no tan marchitas pero aun así con los mismos instrumentos, como si estuvieran hilando una bufanda para un nieto amado justo antes de Navidad. Se había ido esa pesadez que las caracterizaba y el hilo, anteriormente azul eléctrico, había dado paso a un hermoso verde azulado.
Su hilo, pensó Percy.
Las parcas lo observaban tranquilas, indiferentes frente a su silencio. Quizás ya estaban acostumbradas, pensó, después de todo dudaba mucho que alguien hablase con ellas por placer.
- Mis señoras.
- Perseo - respondieron las tres al unísono. No pudo evitar hacer una mueca. Nunca le había gustado su nombre por alguna razón. Demasiado formal, demasiado restringido. No era suyo.
- ¿Qué puedo hacer por ustedes?
- La pregunta no es que puedes hacer por nosotras, joven semidiós - respondió Cloto, la hilandera. En sus manos sostenía el ovillo que daba forma a su vida. Percy se preguntó porque parecía volverse más oscuro.
- Sino lo que nosotras podemos hacer por ti - siguió Láquesis mientras medía el hilo.
Eso lo confundió. No era raro que los dioses se acercasen a los semidioses pidiéndoles algo. Una misión, un favor, algo. Pero, ¿qué te ofrecieran ayuda primero? Eso sí era nuevo.
- ¿Qué? No lo entiendo.
- Entiendes más de lo que sabes, Perseus Jackson. - respondió Átropos. Sus manos sujetando aquellas tijeras que marcarían el final del hijo que sus hermanas tejían.
- Fuiste tú quien estuvo en el centro de nuestro telar- siguió Cloto.
- Quien luchó por el Olimpo junto a los dioses - continuó Laquesis.
Y sufrió tanto por ello que se perdió a sí mismo - finalizó Átropos.
- Tú eres a quien los dioses respetan, a quien escucharán si quieren que el Olimpo prospere - terminaron de decir juntas.
Percy no supo qué decir. ¿A qué se referían? Es cierto que los dioses solían estar más involucrados en su vida de lo que solían estar con otros semidioses pero de ahí a que lo escucharan, lo respetaran, era otra historia. Tampoco entendía por qué habían venido a él. ¿Qué era tan importante como para necesitar que los dioses lo escucharan?
- No lo entiendo - confesó Percy.
- Lo sabemos. - Cloto parecía querer tranquilizar a Percy. Tenía la amabilidad de una abuela intentando enseñar a tejer a su nieto, completamente inútil en esa tarea. - Pero te ayudaremos a entender.
- Las profecías no se suponía que fueran así. - confesó Láquesis, ante el horror de Percy. - Nosotras somos las tejedoras del destino. Y, sin embargo, los dioses tomaron nuestro diseño y trataron de burlarlo - dijo con rabia. - ¡Cómo si sirviera de algo! No, lo único que hicieron fue atrasar lo inevitable, enredando nuestro telar. Y eso costó mucho más de lo que debía.
- Tantas vidas, tantos semidioses - Átropos levantó la mirada de sus tijeras. ¿Cuándo la había bajado? - que no debían morir.
Eso lo paralizó. ¿Qué había dicho Átropos? No debían morir. ¿Cómo que no debían morir? Si era así, ¿por qué estaban muertos? Tantos. Beckendorf, Silena, Michael, Lee, Cástor, Bianca, Zoë, Ethan, Luke y muchos más. Todas esas muertes…¿eran evitables? Percy se enderezó, listo para hablar pero, como si hubiera escuchado sus pensamientos, Átropos habló primero.
- No te equivoques, hijo de Poseidón. Algunas de las muertes ocurridas estaban destinadas, sus vidas debían acabar sin importar la forma. – Percy se desplomó. - Pero hubo muchas que no lo eran, hilos que no debían haberse cortado de no ser por las decisiones de otros, que ya deberían saber más.
- Pero si eran evitables, ¿por qué ocurrieron?
- Jugar con las profecías tiene un precio, niño - contestó Láquesis. - Y los semidioses lo pagaron.
- ¿Qué? ¡Pero eso no es justo! - gritó Percy, ya sin importarle quienes eran .- Nosotros no teníamos que pagar por ello. Fueron los dioses quienes se metieron en eso.
- Y, sin embargo, fuisteis vosotros quienes luchasteis por el Olimpo - respondió Láquesis indiferente, casi cruel.
Percy quería gritar. No era justo. Pero Láquesis tenía razón, fueron ellos quienes lucharon por los dioses y quienes pagaron el precio con sangre y muerte.
- Lo que mi hermana quiere decir - habló Cloto con gentileza - es que cada acción tiene su coste y este fue demasiado alto. - Sus hermanas asintieron.
- Es debido a ello - continuó Láquesis, igual de indiferente. Quizás era su estado natural, pensó Percy. Si era así, no podía culparla del todo por cómo se había tomado las cosas.- que decidimos hacerte una oferta. Una oferta para cambiar el telar.
- Para restaurar los lazos que se formaron - volvió a hablar Cloto.
- Y proteger los hilos que se rompieron antes de tiempo. - finalizó Átropos.
- ¿Cómo? - preguntó Percy sin aliento.
Las Parcas se miraron entre ellas, sonriendo. Sabía que esa pregunta había dejado en evidencia su respuesta pero no le importaba, demasiados se habían ido en muy poco tiempo y Percy ya no podía soportarlo más.
- Contando tu historia. Sólo así los dioses entenderán lo que se avecina y comprenderán las consecuencias de sus acciones. - comenzó Cloto, la tejedora. Quien tejía la vida de todos, tanto mortales como inmortales. Ella era quien decidía las alegrías y desafíos de cada alma.
- Pero el camino no será fácil pues deberás dirigirte a una tierra de antaño, donde lo divino era conocido y los dioses, libres. Es la única manera. - siguió Láquesis. La que medía. Tan mortal como sus hermanas, aunque quizás más bondadosa, pues ella era quien decidía cuando un hilo había tenido suficiente.
- ¿Aceptas? - preguntó Átropos, el fin. Aquella que cortaba el hilo.
Habían sido demasiados hilos en apenas dos años, hilos cuyo final no era la guerra. Tantas vidas acabadas solo para que lo divino siguiera cometiendo los mismos errores, no. No más.
- Acepto. - Percy dijo mientras miraba a los ojos a las Parcas.
En ese momento no importaba él ni su depresión, no importaba Annabeth, no importaba su madre, no importaba lo decepcionadas que estarían. En ese momento sólo importaba que había una posibilidad de salvarlos y Percy tenía suficiente desesperación como para afrontar cualquier tormenta con el fin de lograrlo.
Cada mortal tiene algo que hace brillar su hilo y para Percy Jackson era la desesperación por salvar a sus amigos. No se rendiría ante nada para lograrlo, incluso si eso significaba dejar al descubierto partes de sí mismo que prefería dejar olvidadas.
Chapter 2: Capítulo 2. Bodas y elecciones.
Notes:
Así que... los dioses de la creatividad decidieron visitarme seguido por lo que hay capítulo esta semana.
Disfrutad <3
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Chapter Text
Para los mortales el Olimpo era un lugar inimaginable pues era el hogar de los dioses, conocidos por su crueldad hacia aquellos que creían poder alcanzar un lugar que no les correspondía.
Muchos mortales habían tratado de visitar el hogar de los dioses antes de aprender la lección. Incluso aquellos que no osaban buscar tal privilegio y sólo deseaban un breve vistazo recibieron el castigo por sus transgresiones. Los dioses eran seres celosos y egoístas, no estaban dispuestos a compartir algo tan sagrado como su hogar con los mortales, seres inferiores en todo el sentido de la palabra. Por mucho que disfrutaran tenerlos en sus camas, no eran como ellos. Los mortales eran sus súbditos ya un súbdito no le correspondía visitar el hogar de sus amos.
Ni siquiera los héroes eran permitidos. Había sido necesaria la ascensión a través de innumerables pruebas para permitir que dos semidioses ascendieran. Uno incluso teniendo el apoyo de todo el consejo. Si, sin duda a los dioses no les gustaba que los mortales o los semidioses se acercaran a su hogar.
Los mortales habían llegado a aprender la lección tras muchos intentos. Reyes cuyos ojos jamás podrían observar nada más allá de la oscuridad, mortales desaparecidos tras la niebla, advertencias claras dirigidas a todo aquel que creyese que podía lograr aquello en lo que otros fracasaron. Incluso las amantes más favorecidas habían caído tras desear algo tan por encima de su posición. Los semidioses también habían sido advertidos, especialmente con la caída de uno de los favoritos de Poseidón. El héroe se había atrevido a soñar más allá de su posición y el mismísimo Rey de los Dioses lo había castigado. Tanta miseria, tanto dolor, hasta que finalmente aprendió la lección, no eran bienvenidos en el Olimpo.
«Cuídate» susurraban los mortales «de no tratar de alcanzar lo que los dioses protegen.»
Incluso el Inframundo y la Atlántida eran celosos con sus construcciones. Solo los muertos podían visitar el inframundo e, incluso entonces, no eran bienvenidos al palacio del rey. Nadie jamás había visto el palacio, hogar de sus gobernantes. La misma situación se podía observar en la Atlántida, tan profunda entre las aguas que ningún mortal podría visitarla, ni siquiera por accidente.
Era interesante, entonces, que dos mortales hubieran logrado sortear el destino y visitar el Olimpo. Dos mortales que no habían caído bajo el yugo de la niebla. Dos diosas, anteriormente mortales, que habían logrado vislumbrar más allá de lo que les correspondía gracias a sus amantes.
Psique, con su gran belleza, había logrado atraer la mirada del mismísimo dios de la lujuria pese al odio de su madre por la mortal. Pobre niña solitaria, destinada a casarse con un monstruo y vivir bajo la cruel mirada de su suegra. Afrodita jamás podría perdonar a la mortal por tensar el lazo que la unía a su hijo predilecto pese a las pruebas que había hecho pasar a la joven por diversión. Porque sí, para Afrodita, igual que para el resto del Olimpo, las deidades ascendidas por matrimonio no eran más que mortales bendecidas con la oportunidad de ver lo que no les correspondía, pero jamás sería parte de ello.
Y ahora, apenas unos siglos después, uno de los dioses mayores, un Olímpico, se casaba con una mortal. Eso sí que era el cotilleo del siglo. Una princesa mortal, abandonada por su supuesto amante , tras traicionar a su pueblo, se iba a casa con el dios del vino. El más joven de los doce, el nuevo Olímpico.
«Está loco» susurraban las malas lenguas. «Su dominio lo ha controlado.»
«¡Casarse!» gritaban entre vasos de néctar « ¡Con una mortal!»
«Zeus no lo aprobará» decían los dioses menores.
«Hera jamás lo bendecirá» hablaban las ninfas.
«Está destinado al fracaso» se escuchaba en el Olimpo. «Ella jamás será de los nuestros.»
Dionisio podía oírlo todo, cada susurro de desprecio, de burla. Los otros dioses creían saberlo todo. Eran unos hipócritas. Incluso su padre y sus hermanos a menudo caían en las garras del paternalismo. Dudaban de su amor por Ariadna, la infravaloraban. No era lo suficientemente inteligente, lo suficientemente poderosa, lo suficientemente divina. Lo odiaba. Si, Dionisio podía oírlos pero jamás les escucharía, no en esto. A menudo a su familia se le olvidaba que él no había nacido divino, por mucho que lo fingiesen. Él no era Zagreus, él era Dionisio. Y Dionisio había nacido como semidiós, tuvo que ganarse la divinidad a pulso. Su hogar en el Olimpo no le había sido dado, por mucha ayuda que tuviese de su familia inmortal, sino que lo había construido mediante sangre, vino y locura. No iba a dejar que los demás le dijesen que hacer con él, ni siquiera su familia.
Aunque Dionisio no escuchaba las voces que lo juzgaban, lo cierto es que Ariadna no podía decir lo mismo. No estaba acostumbrada a los susurros, al juicio letal y distante que solía brillar en la corte. Ella era una princesa, era cierto, pero era princesa de un reino atemorizado en el que vivía un monstruo su hermano que se alimentaba de su pueblo. Al reino no le importaba Ariadna, la princesa olvidada; el pueblo hablaba de su madre, maldita por Poseidón debido a su padre, el rey. Un hombre cruel que había decidido el peor castigo para los reinos, ahora vasallos, que se le habían opuesto. Su nombre nunca había estado en las lenguas venenosas de la corte y aún menos así.
Ariadna estaba sola, sin poder, en un reino que no le daba la bienvenida.
Era una mortal en un reino de dioses y ella lo sabía.
Fue mientras circulaba por los pasillos en los que se le había concedido permiso para caminar que llegó a un hermoso jardín. Tan hermoso como el resto del Olimpo. Brillante, elegante y divina. Cada planta parecía tener vida propia y los colores eran tantos y tan variados que Ariadna pensó que podría construir un nuevo universo con ellos. Mientras se sentaba en uno de los bancos más alejados de la entrada no pudo evitar fijarse en las fuentes que lo adornaban. Sus figuras, casi translúcidas, parecían reflejar la luz del sol, creando color donde no lo había. El agua era clara, tanto como en un día soleado de verano. Ariadna podía oler y sentir la paz del jardín.
Poco tardó en darse cuenta de la figura que se acercaba, divina en su naturaleza. Una diosa. La joven ex princesa no pudo evitar tensarse. No había tenido una buena experiencia con las deidades, especialmente las femeninas, desde su llegada. Los hombres parecían contener sus lenguas y sus miradas debido a su prometido pero las mujeres no tenían la misma consideración. Eran letales, pues sabían que no había nada que se interpusiera entre sus dardos siempre y cuando no se pasaran de la raya. Ariadna había aprendido por las malas a temerlas ya evitarlas.
Sin embargo, con su cercanía la joven pudo vislumbrar más de aquella figura divina. «Es hermosa.» Fue lo primero que pensó la joven. «La reconozca.» vino después. Pocos mortales desconocían a la mujer que se acercaba sin pausa a Ariadna y muchos más la enviaban. Había sido la primera en visitar las tierras prohibidas, la primera en ascender al Olimpo siendo completamente mortal de la mano de un dios. Cuando tomó asiento a su lado, Ariadna habló.
- Lady Psique - saludó la joven princesa.
-Ariadna, ¿cierto?
-Así es, mi señora.
La diosa era preciosa. Ariadna casi podía entender cómo había sido confundida con la mismísima diosa del amor, logrado dar envidia a las mujeres de su generación. Su belleza no parecía provenir de su físico, no, sino que era su alma la que iluminaba aquel jardín escondido, ya de por sí brillante en su divinidad. Y sin embargo, podía admitir Ariadna, aquellas damas habían sido muy crueles al maldecir a la joven con su comparación con Afrodita.
- No me llames señora, Lady Ariadna. - contestó la diosa. - Especialmente siendo la prometida de un dios mayor como lo es usted. Solo llamame Psique.
Ariadna pudo sentir la reprimenda, tan suave como era. De cierto modo, Psique tenía razón. Ariadna se iba a casar en breve con un Olímpico, eso la ponía por encima de muchos dioses en rango pero no impedía que el mundo la viera como una extraña, una invasora . Pero Ariadna prefirió llamar, si alguien podía entender su situación, esa era ella. Aunque Lady Psique hubiera ascendido al Olimpo como esposa de Eros, era tan extraña como ella. Una mortal en un reino que no les daba la bienvenida fácilmente.
- En ese caso, puedes llamarme Ariadna, Psique.
El silencio se hizo presente. Tranquilo, una invitación a una conversación que no tenía por qué suceder pero que tendría cabida. Mientras miraban el cielo, la diosa habló.
- Veo que encontraste este lugar. - observa a la joven. - Me he dado cuenta de que suele atraer a aquellos que necesitan compañía.
Una invitación. Psique le había ofrecido un alto el fuego a la ex-princesa. Un momento de compañerismo antes de que el peso del mundo la destrozara. Ariadna estaba agradecida. Quizás había surgido por lo parecidos que eran sus situaciones, quizás la joven diosa aún recordaba sus primeros años, lo perdida y sola que se sentía en un mundo tan hostil como lo era el divino. En cualquier caso, Ariadna lo apreció.
-Es… difícil estar aquí.
- Lo entiendo. El mundo de lo divino no suele dar una cálida bienvenida a lo ajeno. - comentó la diosa mientras se giraba a mirarla. - Pero, ¿te puedo dar un consejo? No dejes que la presión te fracture. Los dioses suelen odiar más a aquellos que no luchan por su lugar que a los que se defienden. Y, ¿quién sabe? Quizás tengas más aliados de los que podrías sospechar.
Ambas se sonrieron. Quizás no tan solas como esperaban mientras luchaban contra los mismos monstruos.
-Lo aprecio, Psique.
Fue el silencio que siguió a ese intercambio el que vendió su amistad.
El silencio dio paso a la partida, pues una ninfa había ido a buscar a la nueva diosa. Ariadna se tuvo que marchar a ayudar con los preparativos de la boda. Psique se quedó sola en el jardín, como lo había estado durante las primeras décadas de su ascensión. Sola… salvo por la compañía de un ser divino.
El dios se materializó a su lado, en silencio. La calma y la calidez de su cuerpo eran un alivio reconfortante para Psique, quien sólo había tenido su compañía durante los primeros años de su ascenso. El dios había sido el único que había hablado o estado con ella durante ese tiempo debido a lo que su suegra había decretado, Psique no era bienvenida. Eso no había resentido su relación con su marido, ni mucho menos. El silencio y la soledad sólo los habían unidos más. La confianza que Psique había roto y que había luchado tanto por recuperar se había afianzado durante su divinidad.
El fin de su castigo por parte de Afrodita no había disminuido la complicidad de la pareja. Era debido a ello que Eros confiaba en su esposa para hacer lo que ella considerase. Él sabía que si ella provocaba una guerra, él y sus flechas la secundaria serían, incluso contra su familia. No obstante, involucrarse con los olímpicos siempre era peligroso, especialmente en los momentos de tensión. Eros lo sabía, siendo sus padres dos olímpicos.
- Estás jugando un juego peligroso, mi amor.
Psique lo miro. Siempre la impresionaba la belleza de su marido. No podía entender cómo en su ciudad había decidido retratar al protector de su pueblo como una simple piedra viril. Era un insulto. «Aunque», concedió una parte de su conciencia, «es muy difícil capturar la belleza de lo divino. Especialmente alguien tan divino como un dios que a menudo era considerado un inmortal.»
- Lo sé.
- Los Olímpicos no son dioses con los que es sencillo estar involucrado. Puede que el señor de la Locura sea el más joven pero no por ello lo subestimes. Sus castigos son tan crueles como los del resto de sus hermanos.
Eros advirtió a su esposa, temiendo por lo que la joven pudiera planear. Generar un conflicto con otros dioses era sencillo, seguro en su victoria. Pero los dioses mayores eran otra historia y sus mitos lo demostraban. «Especialmente teniendo en cuenta que ya tenía enemigos en el consejo», pensó el dios con una mueca. Meterse con el dios Sol no fue su mejor decisión, podía admitir.
Psique miró a su marido. Su expresión tan serena como el jardín en el que se encontraban.
- No busco hacer daño a la nueva diosa - confesó Psique. - Su dolor no me daría placer ni sus dificultades beneficio. Está sola, como yo lo estaba.
- Te recuerda a ti misma, ¿no es cierto, mi amor?
- Es difícil no hacerlo, siendo la segunda mortal en ascender por amor. Y aún más difícil no ofrecer mi compañía cuando ya luchas por la aceptación de esta familia.
- Pues que así sea - decretó Eros alzándose antes de ofrecer la mano a su esposa. Psique la ayudó, como todo lo que aceptaba de su esposo. Sin miedo, segura de que el dios jamás trataría de hacerle daño. - Parece que la nueva diosa ya empieza a tener apoyo.
Con la conversación terminada, ambos se fueron. Juntos, como lo habían estado desde la ascensión divina de la joven pueblerina que se había enamorado del monstruo sin rostro. Como dos amantes que siempre se apoyan. Eros y Psique, juntos.
La organización de la boda del siglo no fue sencilla. El Olimpo estaba en caos, un Olímpico se casaba. Habían pasado siglos desde que uno de los dioses mayores se casó, siendo estos Hefesto y Afrodita. Ya se sabía cómo había terminado esa historia. La infidelidad de Afrodita con Ares había alimentado los chismes del Olimpo durante décadas tras su descubrimiento, especialmente con los posteriores descendientes que engendraron.
Hera no dejaría que eso volviera a pasar. La traición cometida en ese matrimonio había disminuido profundamente sus poderes, siendo ella la diosa del matrimonio. Especialmente con los mortales siguiendo los pasos de lo divino en ese aspecto. Hera no pensó en Zeus. No pensé en que fue él el primero en crear esa tendencia, siendo conocido por sus numerosas aventuras. No, ella pensaría en el surgimiento de este nuevo matrimonio. «Puede que no le gustasen ni la mortal ni su hijastro especialmente», pensó con una mueca, «pero incluso ella debía admitir que el lazo entre la pareja era fuerte.»
Ariadna se acercó a la Reina, atraída por una ninfa a la que había mandado para que la buscara. Su figura recatada y sumisa, aunque no demasiado. Bien, al menos sabía su lugar.
- Ven, querida - dijo la Reina. - Debemos confeccionar tu vestido. No tenemos mucho tiempo.
La joven ascendiendo, siguiéndola por los pasillos hasta llegar al lugar donde lo confeccionarían.
Hera no comentó sobre lo silencioso e insegura que estaba la joven. No habló sobre la silenciosa malicia de sus asistentes, no las criticó por los pequeños pinchazos que infligían a la nueva diosa, ni sobre las pequeñas burlas que lanzaban en dirección de la nueva novia. No, si la joven deseaba que la respetasen debía de hacerse respetar por su cuenta. Además, no era familia. Todavía no.
Sus asistentes al menos habían hecho un trabajo decente en vestir a la joven. El peplo blanco con detalles dorados combinaba de forma majestuosa con la piel satinada de la joven. El zónē dorado sólo llamada más la atención hacía el hermoso velo blanco que cubriría a novia y que resaltaría la corona de vid e hinojo que portaría como símbolo de su marido. Las joyas que la adornaban también estaban sabiamente escogidas, todas en tonos violeta y dorado. Sin duda, la joven destacaría en la boda.
Puede que a los otros miembros del consejo no les guste, los dioses sabían la cantidad de veces que los hermanos habían hablado con Dionisio, pero la boda seguiría adelante. Poco importaba la decepción silenciosa de Zeus, lo en contra que estuvieran sus hermanos o las burlas de los otros dioses, Dionisio estaba decidido.
Y así la boda se llevó a cabo. Psique, como único apoyo de Ariadna, fue elegida como su dama de honor en la boda, una boda que más tarde sería conocida como la boda de la década. Una boda que se consolidó como una de ellos, una diosa, pese a lo mucho que pudiera disgustar a algunos. Lady Hera ofició el matrimonio y Ariadna no podía estar más feliz por casarse con su marido, su Dionisio.
Lo amaba. Por los dioses, Ariadna lo amaba. Amaba su cariño, su amabilidad, el cómo siempre estaba a su lado y la protegía incluso del despido indiferente de sus hermanos. Ya no importaban las burlas, la decepción o la crítica de los demás, no importaba Teseo ni su cruel abandono por orden de Atenea, no importaba su cruel padre, quien no había recibido honor en la boda debido al odio que incluso los dioses le tenían. No, nada importaba. Ariadna sabía que no era aceptada en el Olimpo pero sí podía tener a Dionisio a su lado, le era indiferente. Atrás quedaron las burlas mientras su esposo la llevaba a su nuevo hogar. Era feliz, no podía pedir más.
Las décadas pasaron casi sin que el Olimpo se diera cuenta. La indignación por la ascensión de Ariadna, tal y como la de Psique antes que ella, se atenuó con el paso del tiempo y, con ella, un nuevo mito surgió en el mundo. El mito de la segunda mortal en visitar el reino de lo divino.
Pero nunca la Atlántida, nunca el Inframundo.
Los mortales podrían estar comenzando a introducirse entre las murallas del Olimpo pero su relación con los otros reinos era nula. Fue, entonces, un acontecimiento histórico cuando se reveló otra gran boda apenas treinta años después de la del más joven olímpico. Una de las hermanas de la reina del mar se casaba… ¡y con un mortal! Las habladurías corrían en el Olimpo, mensajes se enviaban sin descanso y ni un solo ser divino deseaba perderse el gran acontecimiento. Especialmente cuando la corte del mar, tan esquiva como misteriosa, se encontraría presente.
Se demostró la nueva boda del siglo, superando a la de Ariadna y Dionisio en habladurías e indignación pues esta boda tendría lugar en el mundo mortal. ¡Qué escándalo! Celebrar una boda a la que asistirían inmortales en el plano mortal. ¡La deshonra! ¡El descaro! Tetis lo odiaba, si hubiera sido por ella jamás se hubiera casado, mucho menos con ese rey. Ja. Mientras se tocaba el vientre pensado en su destino. Deseada tanto por el Rey de los Dioses como por su cuñado, Tetis había recibido la envidia de numerosas divinidades. Pero todo eso cambió cuando se pronunció la profecía. Ambos dioses se alejaron de ella, temerosos de que fuera su hijo el que ella diese a luz, un hijo más poderoso que su padre y que tendría el poder de destronarlos. No. Debido a ese temor, Tetis iba a ser obligada a casarse fuera del mar con un hombre mortal. Ella había intentado huir, como lo había intentado, pero al final el destino había sido más fuerte.
Y ahora allí estaba ella. Deshonrada y teniendo que celebrar matrimonio con un hombre mortal al que no apreciaba, destinada a dar a luz a un hijo que superaría en gloria a su padre. «No es que fuera muy difícil», pensó. Un mortal, se iba a casar con un mortal. La idea ofendía tanto a Tetis que prácticamente no podía pensarlo. Al menos la boda sería digna de los dioses pues al banquete asistirían innumerables inmortales, incluyendo a los dos dioses que la habían perseguido. Uno de ellos, su cuñado. Al pensarlo no podía evitar hacer una mueca. Puede que los dioses hubieran escogido a su esposo pero estaba segura de que la Reina del Cielo y la Reina del Mar tenían algo que decir.
«Especialmente», pensó «con lo vengativas y posesivas que son.» Después de todo, el mar es cruel con aquello que desea lo que le pertenece y la Reina es conocida por su crueldad hacía las que seducen a su esposo. Tetis a veces se burlaba de ella en su cabeza. ¿Cómo podía una diosa, la diosa del matrimonio, aceptar los descuidos de su marido? Ridículo, ella jamás lo permitiría. Nacida siglos después del matrimonio del rey del Mar, Tetis había crecido con celos hacia su hermana, la Reina. ¿Por qué no había nacido antes?, se preguntaba. Ella debía haber sido la reina. Pero no, en su lugar se casaría con un mortal y daría a luz a un héroe con un destino cruel. Que ilusión.
Sin importar los descontentos de la nereida, la boda se estaba llevando a cabo. Las invitaciones habían sido enviadas, el lugar confirmado, el vestuario listo y la comida preparada. Todo estaba listo para el gran día.
Mientras los dioses llegaban al banquete para celebrar su unión, Peleo los esperaba. Situado al lado de su esposa, el rey no podía estar más feliz por lo ordenado. No sólo se casaría con una esposa preciosa y de herencia divina sino que a su unión asistirían innumerables inmortales. El orgullo. Especialmente la asistencia de la corte marina, aquella tan rara vez vista como una perla en la costa, era un orgullo para el rey de los mirmidones. Poco importaba el desagrado de su esposa o la profecía divina, su reputación sólo ascendería por este evento. «Además», pensó, «no es nada negativo que mi hijo me supere en poder». Su pueblo estaría a salvo gracias al poder de su descendiente, Peleo no podía estar más satisfecho. Daba igual que no hubiera amor, que los dioses ayudan solo para mofarse o que él no fuera más que una decoración en su boda. El futuro de su hogar estaba asegurado, él se encargaría de eso. Ya se preocuparía por su felicidad en la próxima vida.
La boda, oficiada por Hera, fue sin duda un evento majestuoso. Miles de velas iluminaban la hermosa exedra que se había construido en lo alto del Monte Pelión, alzada en cuestión de semanas sólo para ese evento. Su brillo, sin embargo, no podía competir con las divinidades que adornaban su interior. Las flores plantadas les hacían compañía, símbolo de prosperidad y respeto para los divinos invitados. El festín, abundante y delicioso, se exhibe en las mesas de roble, hermosas construcciones decoradas con el más fino gusto. La boda era espectacular y era claro que estaba más hecha para los invitados que para los propios novios.
Tetis paseaba entre sus invitados mientras Peleo trataba de congraciarse con alguno de los dioses visitantes. «Típico», pensó mientras esquivaba a dos dioses del viento borrachos. Fue mientras caminaba que lo vio. Él. Aquel que la había maldecido al destino de casarse con un mortal con sólo hablar. El hijo dorado del Rey. El profeta. Apolo. La rabia inundó a la nereida. El Dorado había destruido su vida con tan solo unos versos, había pasado de ser buscada por dos dioses mayores y envidiada a tener que casarse en un burdo espectáculo con un mortal.
Sin embargo, Tetis lo sabía mejor. No debía acercarse, él era demasiado peligroso… pero una parte de ella no quería. Quería ir y decirle lo que pensaba. Insultarle, gritarle, dejarle saber lo que le había hecho. Apenas se dió cuenta de que sus pies la acercaban al dios, demasiado ocupado coqueteando con unas ninfas como para fijarse en una nereida, aunque fuese la novia. Su mano se levantó sin permiso. El dios entonces levantó la mirada. «Para», suplicó su conciencia «por favor» pero su cuerpo no la escuchó. Su cuerpo, igual que su arrogancia, continuó hasta su amargo final.
Bomba.
Silencio.
Los alrededores se habían enmudecido mientras la fiesta continuaba fuera de la burbuja que se había formado. Una nereida, la novia, le había dado una bofetada al dios del sol. Una nereida había golpeado a un Olímpico. Y no sólo un olímpico, sino a uno de los dioses más vengativos y crueles que se conocen. Apolo. Apollon. Luminoso. Destructor.
Temis dio un paso atrás. Ahora que podía controlar su cuerpo no pudo más que horrorizarse. Si esto era una boda, puede que con esa acción Tetis lo hubiera convertido en un funeral, su funeral. La nereida no dudó en arrodillarse, su arrogancia desaparecida tras tremendo acto de estupidez.
- Mi señor - suplicó la nereida. - Lo… lo lamento muchísimo. No era mi intención.
Tetis suplicó mientras hacía reverencias, temerosa de la ira divina, pero el dios no habló. El Dios Sol la observaba, indiferente. Atrás se habían quedado las risas coquetas que lo habían invadido, ahora una fría rabia lo llenaba. Sabía quién era, ¿cómo no hacerlo? Esta era su boda. Pero eso no la salvaría de su rabia, no. La nereida llevaba toda la ceremonia poniendo de los nervios a todo el mundo, su arrogancia y despecho visibles a simple vista. Apolo sintió compasión por su marido. Puede que el mortal fuera algo arrogante pero eso no impide que intente congraciarse con las divinidades por el bien de su pueblo. Apolo podía respetar eso. Pero a esa nereida, no. Los dioses mayores habían aparecido como un favor a la esposa de su tío, la misma diosa del matrimonio había oficiado su boda con un mortal y, aún así, no estaba satisfecha.
- No era tu intención, ¿dices?... ¿No lo era? ¿No te has acercado a mí, un Olímpico, con rabia en las venas y arrogancia en tus pasos? ¿No te has acercado a mí con odio por la profecía que te ha condenado? - Su mirada fulgorosa asustaba a la nereida, quien trataba de refugiarse tras las excusas. - Dices que no era tu intención pero eso no es verdad.
- No…
- No trates de mentir al Señor de la Verdad, nereida. Todos en este banquete hemos visto cómo te has comportado durante este evento sagrado. Arrogante, despreciada, insolente. - Tetis quería apartar la mirada pero no podía, era demasiado brillante. La verdad.- Pese a los dioses que nos hemos presentado debido a la petición de mi Tío y su esposa, aún así nos desprecias por tu destino. La arrogancia te ha conquistado. Es por ello que mereces un castigo.
—Mi señor, por favor. No.
- Calla. - Apolo el silencio.
Durante unos momentos pensé. ¿Cuál sería el mejor castigo para esa nereida arrogante? Humillarla no bastaría y la muerte estaba fuera de cuestión, su tío se molestaría y ella no merecía la pena. No amaba a su marido ni a su reino por lo que también estaba descartado. Mirándola, la desesperación al saber que este era un error del que no podría escapar, lo supo.
- Tetis. - la nereida se estremeció al escuchar su nombre salir de la boca de aquel ser divino. - Ya que esta es tu boda, seré benévolo. La arrogancia es un arma peligrosa para aquellos que la portan, lo sabes y tu hijo también lo sabrá.
La desesperación cubrió la expresión de Tetis como un velo. La nereida había estado insatisfecha con muchas cosas de ese matrimonio pero si había una que esperaba con ilusión, era su hijo. Tetis en secreto deseaba ser madre. Lo deseaba con desesperación. Era un deseo que había tenido desde pequeña. Ella misma había jurado que sería la mejor madre de todas. Ese castigo era demasiado para ella. No. No su hijo.
- ¡No! ¡Por favor, mi hijo no! –gritó Tetis. En su histeria había conseguido el valor para cogerse al pie del dios que la observaba, indiferente.- Es mi culpa, por favor, es mi culpa,…
El dios apartó el pie con desprecio. La angustia que cubría a la novia no hizo nada para calmar la furia del Sol pero si le hizo darse cuenta de su entorno. La multitud seguía en silencio, pendiente de cada suceso. Hera sin duda estaría furiosa por semejante caos. Apolo decidió, entonces, ser más paciente, así podría defenderse de su madrastra cuando llegase la inevitable reprimenda.
- No te preocupes tanto, nereida. - Eso no la calmó pero si la silenció. - Esta batalla deberá de ser luchada por tu hijo por su cuenta pero él podrá decidir si la confronta o no. Una elección, mujer. Glorioso y fugaz u olvidado y longevo. Dime, ¿qué escogerá? Tic Tac.
Tetis lo miraba con horror. Una maldición. Su bebé se tendría que enfrentar a una decisión imposible y Tetis sabía que ella no saldría entera de eso.
Mientras Tetis planeaba, Apolo se alejó a otro lugar. Ambos sin darse cuenta de la manzana que se encontraba en uno de los platos centrales, una manzana que brillaba de divinidad. Un regalo de la diosa de la discordia. Su presencia se había sentido atraída a ese lugar tras el arrebato de la nereida y grande fue su sorpresa al darse cuenta de que todo el panteón se encontraba en el lugar. Todos… menos ella. Parecía que se les había olvidado invitarla. Curioso, considerando que donde se encontrara el poder, especialmente el divino, su poder no tardaba en llegar.
Los dioses no eran seres pacíficos ni siquiera eran conocidos por su naturaleza tranquila. Eso sería mentira. Los dioses eran caos y poder encarnado, miles de años de conocimiento y energías ancestrales reunidas y dadas forma. Esperar la serenidad de ellos era una absurdez. Lo habían intentado en esa boda al no invitarla a ella. Ella, Diosa del Caos y la Discordia, lejos de una reunión llena de seres hechos de caos. La ofensa. Así que Eris se vengó. Si tanto la temían, ella misma les daría motivos para ello. Dejó la manzana. «Para la más bella.» Con seres tan arrogantes y altaneros como los dioses, no sería necesario mucho más antes de que llegara el caos y la discordia.
Eris no podía esperar lo que ese acto provocaría.
Fue Psique la que dió con el don divino primero. Una hermosa manzana de oro, casi hipnótica en su belleza. Poco se dió cuenta de la inscripción que se encontraba escrita en su piel. Eros, su marido, la observaba feliz. Al darse cuenta de la inscripción, rió y acarició el bello rostro de su esposa.
- Para la más bella, sin duda.
Psique, confundida, lo miró. Él, divertido, simplemente señaló la manzana, fue entonces que se dió cuenta de la inscripción y no pudo evitar sonrojarse. Su marido siempre encontraba maneras de felicitarla, incluso de las formas más sencillas y dulces posible. Debido a que estaban tan acaramelados no se dieron cuenta de la llegada de la Diosa del Amor ni del Dios de la Guerra.
- Eros. - saludó a su padre.
Fue entonces que el dios se fijó en sus presencias, lo que lo inquietó.
- Padre.
Puede que Eros tuviera una relación decente con su padre, pues se apreciaban por mucho que no congeniaran, pero su relación con su madre era cuanto menos tensa. Especialmente desde el truco que había hecho durante la ascensión de Psique. Por su parte, Afrodita había dejado a su hijo y su nuera tranquilos en su mayoría desde la ascensión pero eso no significaba que no hubiera pequeños conflictos entre ellas, más aún con la maldición caótica de la manzana.
- Ares, querido, ¡mira lo que ha encontrado la encantadora Psique!
Afrodita, sin pensarlo, arrebató la manzana de las manos de la joven diosa. Puede que Psique estuviera acostumbrada al frío desagrado de la Olímpica pero muy rara vez era abierta en su disgusto. Ese acto era de las mayores ofensas que había cometido la diosa en relación a su nuera desde la ascensión. Eros, por su parte, no pudo permitir semejante falta de educación contra su esposa.
- Madre, Psique es la que lo ha encontrado. Por favor, devuélveselo. Es de ella.
Por primera vez desde que la había cogido, Afrodita apartó la mirada de la manzana. La furia fría que cubría las palabras de su hijo la había despertado. Afrodita jamás admitiría que eso le había dolido. Si la Diosa del Amor tenía un arrepentimiento sobre cómo había lidiado con su nuera, era que eso le había costado la relación con su hijo. Ella se arrepentía, aunque no se lo diría a ninguno de ellos. Ares lo sabía como él sabía todo sobre ella pero no hablaría. La dejaría mantener su coraza un poco más.
- Pero querido, ¿acaso no soy yo la más bella? - dijo con desparpajo.
Eros, ofendido ante las implicaciones de su madre y la falta de respeto hacia su esposa, no pudo evitar estallar, abriendo sus alas como advertencia. Esa acción no pasó desapercibida en los alrededores y rápidamente llamó la atención de dos diosas mayores que se encontraban dialogando no muy lejos de allí.
- ¿De qué hablas, Afrodita? - preguntó la mayor.
La pregunta llamó la atención de la diosa, quien las saludó y les presentó el pequeño fruto.
- Hera, Atenea. Mirad esto. Una manzana dirigida a la más bella. ¿No es precioso?
Ambas diosas se acercaron, curiosas. Cómo Olímpicas, también solían recibir regalos y sacrificios a ellas que no llevaban nombre pero sí un título reconocible. Era raro que un sacrificio llevara un título que aún no había sido reclamado. Al sentir la curiosidad y la leve competitividad que empezaba a surgir entre las diosas, Eros decidió alejar a su amable Psique del conflicto que estaba por desatarse. Si las diosas querían pelear, ellos no iban a involucrarse.
Poco se dieron cuenta las diosas, involucradas en un nuevo debate sobre la destinataria de tan hermoso regalo. Sólo Ares se dió cuenta pero prefirió guardar silencio por el bien de su hijo. No apreciaba la separación que estaba surgiendo en su familia pero sabía que en ese momento no podía hacer nada más que esperar.
- Si va dirigida a la más bella, ¿cómo sabes que es tuya? Quizás se refiera a otra. - preguntó la menor
- Atenea, querida, no puedes hablar en serio. ¿Quién sino yo podría ser considerada la destinataria de tan hermoso regalo?
Eso ofendió profundamente a ambas diosas. Puede que ninguna de ellas tuviera la capacidad de mostrar la belleza de forma tan directa como Afrodita pero aún podían ser consideradas la más bella. La Reina de los Dioses, Hera, tenía una figura digna y regía, su anatomía era el reflejo del ideal griego de belleza, sin duda una firme candidata para el puesto. Atenea, por su parte, no destacaba por su belleza, aunque cumpliera los cánones de forma espectacular, sino que era su mente lo que llamaba la atención. Para ella, la belleza no se medía sólo por el físico sino también por la mente.
- La belleza no es solo física - contestó la guerrera. - También hay belleza en la mente, en una estrategia bien hecha. En los dominios que nos guían. Tú, como Diosa del Amor, deberías saberlo. ¿O me equivoco?
Hera aprovechó el momento para apoyar a su hijastra. Puede que no le disgustara tanto la estratega como el resto de sus hijastros pero aún así no era común que estuvieran de acuerdo en algo, mucho menos que se apoyaran mutuamente.
- Es cierto, querida. - Hera miró a Afrodita. - Y sabes que no hay mayor belleza que la de un romance que concluye con un matrimonio digno. Fiel, seguro, amoroso. Sin duda, lo más bello.
Las continuas críticas de ambas Olímpicas molestó a la Diosa del Amor, quien sin dudar comenzó a debatir con ellas.
- Puede que la belleza no sea sólo física, como bien dices Sabia Atenea, pero sin duda tiene un papel fundamental en la vida de los mortales e inmortales. Es la belleza física la primera en llamar la atención, la que atrae a los hombres a la batalla, la que alza ejércitos, crea ciudades y aparta a hombres fieles de las camas de sus esposas. - Afrodita miró a la diosa del matrimonio, retándola a discutir. Al segundo, miró a la joven diosa. - Aunque si queréis hablar de dominios, hablemos. Es cierto que hay belleza en un plan bien hecho y hermosamente ejecutado pero es fugaz. Apenas se puede apreciar pues el objetivo, lo que los hombres aprecian y ese objetivo no siempre es tan noble.
La diosa de la sabiduría quería discutir pero Afrodita no le dió tiempo. Rápidamente se giró para contestar a la Reina de los Dioses.
- También es cierto que una historia culminada en un matrimonio tiene belleza pues es una celebración sobre todos los retos superados, una muestra de la firmeza de ese amor. - Afrodita aceptó. - Pero también hay belleza en un corazón roto, en un amor que debió ser y no pudo, en la tragedia, en lo prohibido. No hay mayor belleza que el amor, por eso el sacrificio lo considero mío.
Ambas diosas no pudieron estar de acuerdo, comenzando una discusión digna de estudio pero cada vez más subida de tono. Todas discutían por el concepto de belleza, defendiendo sus dominios con un ahínco cada vez más agresivo. Ninguna quería dar su brazo a torcer. En medio de la discusión, ninguna podría haber definido cuando, Ares se había apartado del lado de la diosa del amor, dejando vía libre para que una multitud de dioses menores las rodeara, curiosos por el final de la confrontación. Incluso algunos de los otros Olímpicos veían dicho debate con interés.
Las diosas seguían discutiendo. Llegó a un punto en el que el debate casi no tenía sentido y entonces Ares apareció. No sólo pues a su espalda lo seguía su padre, Zeus, Rey de los Dioses y Señor de la Justicia. Ares se acercó al trío que estaba discutiendo y llamó su atención. Las diosas no tenían claro cuando la situación se había descontrolado pero ver a Zeus tan serio y una multitud tan cerca, las alarmó. Entonces Ares habló.
- Madre, hermana, amada. Entiendo que este debate es uno en el que no parecen que puedan estar de acuerdo. Las tres tienen puntos muy válidos con respecto a la belleza y sobre quien puede ser el destinatario de tal regalo divino. - Ares las miró a todas. - Pero, ¿qué les parece si, en lugar de discutir sin descanso, convocamos un juicio?
La multitud jadeó asombrada. Un juicio. Zeus Dikēphoros iba a hacer presencia para dictaminar quien entre las tres Olímpicas era la más bella. Eso era histórico. Atrás quedaron los susurros sobre el error de Tetis, la maldición de Apolo o el disgusto mortal. Esto era diferente, inaudito.
- Dime, mi niño. - Preguntó la Reina de los Dioses. - ¿Cómo sabremos que es justo?
La diosa de la Sabiduría la secundó.
- El juez debe ser imparcial y no dejarse nublar por causas ajenas ni sentimientos personales. Así que dinos, hermano, ¿quién será el juez?
Mirando a Zeus, Afrodita habló.
- Estoy de acuerdo con mis compañeras Olímpicas. ¿Quién decidirá? –Entonces miró a Ares. - Tu, mi amado Ares, no podrías pues las contendientes, como bien has dicho, son tu madre, tu hermana y tu amante. No sería justo. Así que dinos, ¿quién?
Ares miró a su padre, al Rey. Él mismo sabía que abría tal preocupación con respecto al juicio pero no se le había ocurrido mejor juez que el mismísimo Dios de la Justicia y Rey de los Dioses. Zeus, sintiendo la mirada de su hijo, le asintió antes de volver a posar su mirada en las tres diosas. Se tomó un momento para medir sus palabras y habló.
- Es cierto - concedió Zeus - que un juicio debe ser justo. Para que un juicio sea justo los acusados y el jurado no deben tener ninguna relación pues eso podría dar lugar a manipulaciones y favoritismos. Eso no es justicia. Es por ello, como Zeus Dikēphoros, que no puedo permitirlo. - Zeus se calló. Las diosas se miraron entre sí, inseguras por la resolución de su conflicto, antes de volver a escucharle. - Es debido a ello que escogeré a un juez neutral, uno que os respete a todas pero que no esté condicionado de ninguna manera. Seréis vosotras, con vuestro ideal de belleza, las que influiréis en su decisión. ¿Es eso aceptable?
Las diosas asistieron, satisfechas con la decisión del Dios de la Justicia y Rey de los Dioses. Esa opción les daría a las diosas suficiente influencia para defender su candidatura como las más bellas y mover la balanza a su favor. Zeus, satisfecho con el acuerdo de las diosas, mandó llamar al mensajero de los dioses para que buscase con prontitud al juez que dictaminaría quién de las tres era la más bella: Sabiduría, Matrimonio o Amor.
- ¡Hermes! - Zeus llamó.
El Dios Mensajero apareció con una risa estridente. Divertido por todo lo que estaba sucediendo. El viento le había hecho llegar lo ocurrido y no podía estar más divertido por la actitud y los comportamientos de las diosas, quienes parecían emular a los pájaros que las simbolizaban. Hermes, entonces, miró a Zeus, listo para cumplir el mandato de su Rey, aunque no sin un poco de travesura.
- Hola padre. ¿Qué puedo hacer por tí este gran día de celebración? Por cierto, felicidades a la pareja.
El dios saludó a los recién casados, escondidos entre la multitud pero igual de interesados en el debate que el resto de los invitados inmortales. Ambos lo saludaron con reverencias mientras Zeus suspiraba. El Rey lo entendía, era difícil no aburrirse durante la inmortalidad por lo que a veces se cogían costumbres algo extrañas solo para divertirse con la reacción del resto pero eso no significaba que el Rey Dios lo disfrutara. Además, no era el momento.
- Déjate de burlas, Hermes. Tienes una nueva misión.
- Bien, bien. ¿Qué debo hacer?
- Deberán buscar a un mortal - decretó Zeus. - Lo suficientemente fiel a los dioses pero también sabio. Él será el que deba juzgar la contienda por lo que no debe tener ninguna relación con las tres diosas involucradas en el juicio. Debe ser justo, sabio y sincero en su respuesta.
La lista de Zeus era clara, sólo faltaba buscar a aquel que cumpliese todos los requisitos por toda Grecia. Sencillo.
- Muy bien. ¡Pues me marcho!
Sin embargo, antes de que el Dios Mensajero pudiera alzar el vuelo para cumplir su misión, tres voces hablaron a la vez. Voces tan antiguas como el propio tiempo, sabias e inmutables en su naturaleza.
- Quédate quieto, joven dios.
Fue entonces que aparecieron. Las dueñas de las imponentes voces. Las Moiras. Deidades eternas que tejían el destino de mortales e inmortales por igual. Sabías, poderosas y temidas. Ningún ser estaba a salvo de su poder, ni siquiera el Rey de los Dioses. Ellas se encargaban de moldear cada aspecto de la vida y eran ellas quienes decidían cuando era necesario que dicha vida terminase. Incluso el fin lo elegían ellas, pues eran las hilanderas del destino.
Zeus se enderezó. El ambiente se había vuelto tenso desde la aparición de las Moiras pues ningún ser con una pizca de sentido quería ponerse en su contra. El Rey no pudo evitar preguntarse por qué habían aparecido las Moiras, por qué ese momento. ¿Era el juicio, tan descuidado como lo había tratado, importante en el telar? Mientras Zeus las confrontaba, pudo sentir como sus compañeros Olímpicos se acercaban a su lado. Cuando los sintió a sus espaldas, habló.
- Mis señoras - saludó. - ¿Qué podemos hacer por ustedes este día?
Los destinos lo miraron, indiferentes, antes de hablar de nuevo al unísono.
- Invocamos al Consejo Olímpico.
Un rayo sonó.
El mundo se difuminó y, antes de que un mortal pudiese darse cuenta, apareció la sala del Consejo. Doce tronos decoraban la sala, situados de forma semicircular frente a un espacio muy similar a un salón de baile. Su arquitectura, hermosa en su simplicidad, hacía destacar aún más la belleza y el color de los tronos. En cada uno se podía encontrar a una figura imponente que lo ocupaba. Los doce olímpicos. En el centro, los reyes. Rey y Reina. Zeus y Hera presidían el consejo, silencioso y a esperas de que quienes los habían invocado hablasen.
Las Moiras, por su parte, hilaban tranquilas un hilo aguamarina en un telar de forma curiosa. El color atrajo la atención de algunos mientras que la forma del telar de otros. Pues el hilo recorría el telar como las corrientes del mar. A veces retrocediendo, a veces muy lejos o muy profundo. Había partes hiladas donde se suponía que no debería haber nada e hilos que, sin el aguamarina, no podrían sostenerse debido a su profundo enredo. Las Moiras hablaron.
- Demasiados hilos rotos, demasiada muerte. - dijo la hilandera, Cloto.
- El Olimpo, demasiado débil para protegerlos. - siguió Láquesis, midiendo el nuevo hilo como si nunca lo hubiera hecho antes.
- Tantos errores que no debían ocurrir. - Átropos los miraba casi con desdén. ¿Qué habían hecho para generar semejante desprecio?
Los dioses se miraron entre ellos. Las palabras de las Moiras no eran precisamente tranquilizadoras. ¿Qué había pasado? Parecía que el Olimpo había fallado en proteger algo pero ¿el qué? Era muy poca información. El Rey de los Dioses preguntó.
- Mis señoras,...¿en qué falló el Olimpo?
- En demasiado. Vosotros mismos causasteis vuestra caída cuando tratasteis de revelaros contra nosotras. Tontos. - la ira de la hilandera era visible a simple vista. Ofendida por las acciones de sus yo futuros. Era raro que la hilandera se enfadase y algunos temían que la tomara con sus hilos.
- Pero vuestros hijos os salvaron. Lucharon por el Olimpo con honor y ganaron.
Eso tranquilizó a algunos. El Olimpo, su hogar, estaba a salvo. No había mucho más que pudieran pedir, sobre todo a las Moiras. Las mujeres, tan antiguas y poderosas, no se tomaban bien que otros les dijeran que hacer y las peticiones eran una manera segura de ponerse en su contra. Los dioses no podían rogar por el Olimpo, no si querían que floreciese, pero tampoco podían quedarse de brazos cruzados mientras observaban su caída. El saber que estaban a salvo, que su hogar seguía de pie, los aliviaba. Aunque aún faltaba que cayese el otro zapato y todos estaban esperando el momento. Átropos no tardó en hablar.
- Sin embargo, el precio fue demasiado alto y ahora nuestro héroe yace roto en la orilla.
- No era su destino. - dijeron juntas. Su tono era casi de amenaza.
¿Un héroe? Que curioso que un sólo hilo las hubiera encandilado tanto como para involucrarse con el telar y cambiar su destino. ¿Qué era lo que lo hacía tan especial? Bueno, no es que importase. Lo único que importaba es que su sufrimiento había servido para que el Olimpo tuviera una oportunidad de salvarse antes de que las Moiras tejieran el fin de su existencia. Quizás le debieran un agradecimiento.
Los dioses se miraron entre ellos, casi como si estuvieran hablando en su mente. «Lo más probable», pensaron las Moiras. Indiferentes a lo que los Olímpicos hicieran, esperaron. Esperaron mientras observaban el hermoso hilo de su héroe enredarse entre los nuevos hilos mientras se destejía de los antiguos. Cada hilo aportando solidez a aquel hilo que deshilachaba. Era mutuo pues esos mismos hilos parecían teñirse y volverse más fuertes, más sólidos, desde la adicción del primer hilo al telar. Es posible que los dioses aún no supieran qué decisión tomar, pero ellas ya sabían cómo sería su camino.
- ¿Qué podemos hacer para remediarlo, mis señoras? El Olimpo… es nuestro hogar.
Las Moiras sonrieron.
- Lo sabemos. - dijeron al unísono.
El destino era demasiado voluble para jugar con él pero a veces, y solo a veces, permitía grandes cambios como ese pues incluso a él le gustaba el Olimpo. Su héroe favorito también lo apreciaba, aunque lo hubiera olvidado, así que era un plus. Puede que los dioses, especialmente los Olímpicos, tuvieran sus fallas pero aún no habían llegado a un punto de no retorno, los cambios permanentes aún podían ocurrir. Los dioses aún no se habían cerrado al cambio y eso las había impulsado a ellas y a sus hermanas, las Parcas, a escoger ese periodo como el definitivo para la lectura. Los destinos finalmente decidieron sacar a los dioses de su miseria y explicarles su plan.
- Se le dió a nuestro héroe una oferta que aceptó.
Una oferta de las Moiras. Ese héroe cada vez era más interesante. Era raro que los destinos se involucrasen activamente con un mortal y aún más que le diesen voz con su propio camino. Cada vez eran más claros sus beneficios como el favorito de las Moiras. Ni siquiera los inmortales habían recibido jamás esa oferta, esta era la primera vez que ocurría y era una elección del Consejo. Una elección para salvar el Olimpo.
- Mostraros el futuro para ayudaros a entender lo que pudo haberse cambiado. Las consecuencias de vuestras acciones.
- Pero para lograrlo y salvar el Olimpo vosotros también deberéis estar dispuestos a hacer el cambio. A salvaros.
Entonces, la pregunta.
- ¿Aceptáis? - dijeron las Moiras como una sola. Una oferta única y cuyo rechazo podía significar mucho más de lo que los dioses imaginaban.
El Consejo se enfrentaba a una elección. «Olimpo para preservar o arrasar». El Consejo se tomó su tiempo pues una elección como esa no era fácil. Podían tratar de cambiar el futuro sin todas las pistas pero sin tener que involucrar a un mortal en sus dominios o aceptar la oferta de las Moiras, escuchar al mortal y salvar su hogar. La decisión no era sencilla.
La falta de confianza y el claro disgusto por los mortales inclinó a algunos, como era la Reina, hacía la primera opción. Otros dioses, que también eran posesivos con su reino también se inclinaban por ello, como eran Amor, Forja y Océano. A la Caza también le disgustaba. Por su parte, la Agricultura era indiferente con la elección pues que un mortal viniese a explicar la situación no significaba que tuvieran que escucharle. Los que se inclinaban por la segunda opción, como eran el Rey, Sabiduría, Conocimiento, Guerra y Vino, pensaban en todo aquello que el mortal les podría contar, preparándolos para el porvenir. Puede que los mortales no fueran bienvenidos pero este contaba con el apoyo de las Moiras y con el conocimiento para salvarlos. Merecía la pena aguantar a un mortal temporalmente y así salvar su hogar. La Diplomacia fue el último en votar, animado por la diferencia de opiniones durante el debate sobre la elección, y escogió la segunda opción. Le parecía encantador que un pequeño mortal tuviese que mostrar y enseñar a los dioses Olímpicos sobre su futuro. «Pobre criatura, encerrada entre los muros de su futura tumba» pensó el mensajero.
La elección estaba hecha, el Consejo había hablado. El Rey, dirigiéndose a las Moiras, habló.
- Aceptamos
Tras la aceptación de la oferta de las Moiras por parte de los dioses, estas les dieron unas pequeñas indicaciones. Debían estar preparados para pasar un largo tiempo reunidos en un sólo lugar por lo que sería necesario hacer preparativos, además de que no serían los únicos dioses en estar presentes durante la reunión. Un grupo de otros dioses y diosas, que también se verían afectados, debían reunirse con el Consejo para dar la bienvenida a su héroe. También debían tener presente que debían de cuidar al mortal que los visitaría pues no aceptarían menos, no habría daño a su campeón. Una vez todo claro, las Moiras se fueron.
Los Olímpicos, entonces, se pusieron manos a la obra. Escogieron un día para la lectura, dos semanas después de la oferta, y comenzaron a reunirse y hablar con los dioses necesarios para poder llevar a cabo la Reunión. Atrás quedó olvidada la manzana dorada y su juicio mortal. El destino del Olimpo estaba en juego.
Conseguir la presencia de los otros dioses convocados no había sido sencillo. Guerra había tenido que hablar con su hijo y su esposa sobre la reunión debido a la mala relación de éste con Amor; Locura se había quejado con su esposa de forma repetida sobre la reunión y su necesaria presencia; la Reina había tenido que hablar con su hija, Juventud, sobre su presencia solitaria, pues su esposo no estaba invitado; el Rey llamó a su hermano, Infierno, y a su esposa, Primavera, para informarles sobre lo sucedido y advertirles sobre lo necesario de su presencia; el Mensajero entregó la misiva a Hogar; y, por su parte, Océano tuvo que reunir a su familia para informarles la situación y solicitar su asistencia en el Olimpo. Después de todo, los dioses de los cielos no eran muy queridos por el Mar.
Una vez que se alertó a todos fue el momento de organizar sus dominios. Se hicieron concesiones, se pidieron favores y se prestaron dominios pero finalmente estaban listos.
Dos semanas después, los Olímpicos volvieron a reunirse en el Consejo. Tensos por lo que debía suceder. Nadie sabía a quién mandarían las Moiras ni de qué época, solo se sabía que era un héroe y que sin él el Olimpo estaba acabado.
«Qué curioso», pensó Hermes, «que el Olimpo tenga que enfrentarse a la destrucción y la interferencia de un mortal después de una boda.»
Ni siquiera la boda de Dionisio y Ariadna, tan polémica como había sido, había provocado semejante caos. Una maldición, un juicio y la aparición de las mismísimas Moiras con presagios de muerte y destrucción para el Olimpo.
Que divertido.
Las Moiras habían traído consigo presagios de horror y destrucción. Pero también esperanza. Un héroe. Nadie sabía nada de él, quién era o cómo se llamaba. Su ascendencia era un misterio y sus acciones también. Era eso último lo que inquietaba al resto de los asistentes. ¿Qué había sido necesario para salvar el Olimpo? Tantas preguntas.
Justo antes de que la paciencia se acabara, una luz surgió en la sala. Era tan brillante e intensa que los dioses debieron apartar la mirada, incluso el Dios Sol no había podido con semejante brillo. El destello duró poco, apenas escasos segundos, y se apagó, dejando tras de sí una figura de pie con diez libros en el suelo. Cada uno de los libros, pues no podían ser otra cosa pese a la extraña forma, era de un color intenso. No tenían nada en las cubiertas que indicase de que trataban ni por qué eran importantes pero todos podían sentir el toque divino en ellos.
El joven, por su parte, los miraba en silencio, casi como si los estuviera juzgando o analizando. No había rastro de reverencia ni respeto en su mirada, para confusión de los dioses, sino que sus ojos mostraban un cansancio y un vacío inapropiados para su edad. Alguno podría pensar que era cualquier cosa menos mortal por dicha mirada pero su esencia decía otra cosa. Semidiós, hijo del Mar. Su figura delataba a su progenitor. Pelinegro, piel pálida, ojos verde agua y la sombra de una sonrisa fácil. Sin duda, era un semidiós de Poseidón. El tercero en un siglo en involucrarse con lo divino de formas insospechadas. «Esperemos que esta vez sean más positivas», pensó Poseidón con una mueca.
- ¿Quién eres, muchacho? - habló Zeus con voz atronadora.
Como Rey de los Dioses era él quien debía valorar la amenaza que se les presentaba pero como Zeus Xenios le debía una bienvenida a su invitado. El mortal no pareció tenerle eso en cuenta, ni siquiera pareció percatarse de lo inusual de la situación, o quizás no le importaba. Simplemente lo miró fijamente, incomodando inconscientemente al Dios. Pronto apartó la mirada, para alivio del Rey, y observó levemente al resto de los presentes. Tras unos segundos, y de forma muy parecida a las Moiras, habló.
- Mi nombre es Percy Jackson.
Notes:
Creo que me he pasado un poco. Ups.
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