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El tiempo del Rey

Summary:

¿Y si tuvieras la oportunidad de cambiar la historia?

Damen muere después del enfrentamiento con Kastor. Laurent se queda solo pero recibe una extraña joya que le brinda una segunda oportunidad. Tal vez puede volver en el tiempo y salvarlo.

“Una vida si no estás es solo sobrevivir. No quiero mirar atrás, ver que algún día fui feliz y te perdí.”

Notes:

Acabo de leer los libros y quedé obsecionada y maravillada con los personajes, necesito más de ellos así que escribí esto.
Advierto que pasaran algunos capítulos antes de que aparezca Damen ya que ahora nos centraremos un poco más en el punto de vista de Laurent.

Hay spicy, sí, pero no hasta que nuestros personajes cumplan la mayoría de edad. Espero les guste

Chapter 1: 1 El descenso del Rey

Chapter Text

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Laurent presionaba la herida en el costado de Damen, en el suelo del baño del palacio de Ios. Ya había soltado las ataduras que mantenían fijo a Damen. El cuerpo de Kastor se encontraba tan sólo unos metros de ellos. En ese momento, a ninguno de los dos parecía importarles la muerte de aquel traidor.

— Un momento más, ya vienen los galenos — murmuró Laurent. Con esa voz soberana mientras se concentraba en detener la hemorragia como si todavía tuviera todo bajo control.

— Te ves hermoso —dijo Damen desde el suelo, con una sonrisa torcida en los labios. Sus ojos se esforzaban por mantenerse abiertos—. Laurent.

— Cállate. Tienes que guardar todas tus energías —Laurent evitó a toda costa mirarlo.

— Casate conmigo.

Aquellas palabras movieron completamente el mundo de Laurent. Por un momento dejó de tener el control de sí mismo y lo único que pudo hacer fue levantar la vista y mirar los ojos preciosos de Damen. Fue entonces que pudo entender lo que el Rey decía. Cásate conmigo, no era una promesa, era una expresión de su mayor deseo, aquel que Damianos estaba dando por hecho que jamás se cumpliría. Una especie de despedida.

— Me lo pedirás después. Yo te lo pediré mañana. Con flores cortadas del jardín de tu madre, frente al mar en ese bonito palacio al que dijiste que me llevarías —la sangre empapaba los manos de Laurent, brotando desde debajo de la tela. ¿Cómo es posible que hubiera perdido tanta?

— ¿Me estás diciendo que no? —la voz de Damen se escuchaba verdaderamente triste.

Laurent lo miró a los ojos. Las lágrimas ahora estaban presentes en su rostro y ni siquiera había sentido el momento en el que comenzaron a caer. Sus labios temblaban al ver el rostro de ese hermoso hombre con una sombra de tristeza, como si lo único que le doliera era una negativa. Y no podía hacerle eso.

— Me caso contigo. Me caso contigo, Damen, pero no te atrevas a rendirte ¿Me escuchas?

Se inclinó sobre él cuidando de no dejar de presionar la herida y besó los labios de Rey de Vere que estaban calientes ahora, más calientes que nunca.

Nikandros irrumpió en los baños. El soldado evaluó la escena con la mayor rapidez, el cuerpo de Kastor desangrándose a unos metros de Damen, tendido en el suelo y Laurent a horcajadas sobre él intentando mantenerlo vivo, inclinado hacía él, besandolo.

Laurent levantó el rostro al verlo entrar, los ojos azules estaban ahora enrojecidos y las puntas doradas de su cabello caían húmedas sobre su frente.

— ¡Apresúrate con la ayuda! ¡Muévete ahora!

— No pienso dejarlo solo contigo.

— Entonces el rey muere desangrado.

Nikandros no confiaba en Laurent. Después de todo ese tiempo no había logrado hacerlo en realidad y dejar a su Rey en manos de este hombre en un momento tan delicado le parecía la peor de la ideas, pero tampoco tenía muchas opciones.

Nikandros salió a buscar a los galenos.

 

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— ¡Muévanse! ¡Abran paso!

Damen estaba ahora en una camilla, levantada por seis soldados, Laurent estaba arriba de ellos, de rodillas sobre Damen con una rodilla a cada lado de su cadera, manteniendo la herida presionada. Los mismos galenos le habían pedido que se mantuviera así para evitar moverlo más y acelerar la hemorragia. Los hombres avanzaban por los pasillos a toda prisa mientras verencianos y akelienses abrían paso a los reyes.

Lo peor de encontrarse en un reino que todavía no estaba siquiera enterado de los ajustes políticos de los últimos minutos era todo el descontrol, especialmente para Akielos.

Kastor muerto, el Rey herido e inconsciente ¿A quién seguían? Los soldados habían reconocido a Damianos pero ninguno confiaba en los verencianos que habían arrastrado a su país a la guerra (Menos aún, teniendo en cuenta que convenientemente el Rey de Vere había sido encontrado en los baños con el rey Kastor muerto y el rey Damianos malherido).

— Nadie lo toca más que Paschal, los galenos Akelienses deben obedecerle en todo momento —gritó Laurent a viva voz frente a todo.

Porque confiaba en los conocimientos de los galenos Akelienses pero Pachal había demostrado su completa valía una y otra vez. Los akelienses, sobre todo los miembros del consejo, protestaron pero ¿Ante quién? El único rey ahí era Laurent de Vere.

Y sin embargo, Laurent no veía. Cualquier drama político había pasado al último término cuando tenía el hombre que amaba convaleciendo entre sus brazos.

— Tendremos un castillo en Delpha —le dijo a Damianos con una suave sonrisa. Las personas parecían pasar fugazmente a su lado cuando en realidad eran ellos los que se movían sobre la camilla.

— Erguiré una estatua de tu hermano y de mi padre —concedió Damen, su voz era cada vez más débil.

— Solo si yo elijo la decoración, tus gustos son pesimos —dijo Laurent y a Damianos le sacó una sonrisa—. Será un imperio para los dos.

— Te amo…

 

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Laurent aún recordaba el día en que le hablaron de la muerte de Auguste. Tenía solamente trece años y estaba en su habitación con un libro extendido frente a él cuando su tío entró en la habitación con la noticia que cambiaría toda su vida. En aquel entonces creyó que había tocado el fondo de su propio infierno y que no existiría nunca un dolor tan grande como ese que había nacido en su pecho.

Que equivocado estaba.

Ahora Laurent no tenía trece, sino veinte. No estaba en su habitación sino en el salón contiguo al del Rey de Akielos en el Palacio de Ios, una tierra completamente ajena. Había amigos a su lado. Jord estaba cruzado de brazos mirando a Laurent de cerca, apoyado contra uno de los barrotes de la cama y Nikandros sentado en un diván más alejado sin con los codos sobre las rodillas y las manos colgando entre sus piernas pero de igual forma atento a cada movimiento de Laurent.

El rey de Vere estaba quieto, de pie con ese porte altivo, aparentemente sereno. Ya lo habían aseado y cambiado, no había rastro de la sangre de Damen sobre su cuerpo. De brazos cruzados y el rostro de marfil húmedo pero aún esperanzado, frente al ventanal que daba al océano. No hablaba, no decía nada. Solamente esperaba.

— Te ha pedido que te cases con él —murmuró Nikandros.

Laurent tardó un rato en hablar, parecía no haber oído sus palabras pero lo hizo finalmente.

— Sí.

— ¿Y tú has respondido la propuesta de un rey herido en su lecho de…?

— Atrévete a terminar esa frase —atajó Laurent y el silencio se volvió espeso en aquella habitación. La acusación le importaba menos que nada, pero pensar en las palabras que Nikandros quería usar le arañaba el corazón. “Lecho de muerte”.

Las puertas se abrieron. Paschal entró completamente cubierto de la sangre de Damen. Sus manos estaban rojas, la túnica cubierta de un carmín más oscuro y la cara tenía salpicaduras carmesí. Los ojos de Laurent brillaron al verlo, pero solo bastó un segundo de mirar sus ojos para saberlo.

— No…

— Lo lamento. Hemos hecho todo lo que está en nuestras…

— Dije que no. ¡No! —Laurent interrumpió como si su voluntad de Rey pudiera gobernar sobre el destino.

— Le sugiero que entre a despedirse, Alteza.

Laurent no dijo nada más. El golpe en el pecho fue todo lo que pudo sentir, sus ojos completamente abiertos deambularon por la sala hacia la puerta. Avanzó con rapidez, con la agilidad propia de un felino. Cruzó el pasillo hacia los aposentos del Rey de Akielos (los aposentos del padre de Damen). Había otros dos galenos ahí y tres sirvientes parados detrás de ellos. Laurent ni siquiera los miró, sus ojos fueron directamente al Rey que ya estaba completamente cubierto por sábanas blancas, ni una sola gota de sangre en ellas. Solo los brazos y la cabeza de Damen sobresalía de entre las mantas. Laurent se acercó a él. Ya no había poder humano que lo hiciera contener las lágrimas. Damen estaba apenas consciente, Laurent apoyó su frente contra la de él, sus lágrimas humedecen el rostro del rey. Caían sobre las suyas, conectandolos de una manera única y dolorosa.

— Perdóname, Laurent… — murmuró, Damen con una voz bajita y cansada—. Recuerdas aquella noche en el establo cuando te dije que tú no eras lo suficientemente bueno para vencerme. Me equivoqué… Soy yo quien no fue tan bueno.

— No digas eso. Eres el mejor guerrero, el mejor rey… el mejor hombre.

— El mejor hombre te habría dado una larga vida a tu lado —alzó sutilmente el rostro hasta que su labios rozaron los de Laurent.

— Y me la darás. Paschal acaba de decirme que te pondrás mejor. Nos vamos a casar, Damen —murmuró Laurent, su delgada mano acariciaba la mejilla de Damianos y el pulgar acariciaba con sutileza el labio inferior.

La sala comenzó a llenarse de soldados, cortesanos y demás. Nikandros y Jord habían llegado también, pero permanecieron a cierta distancia observando ese íntimo momento entre dos reyes, entre dos amantes.

— Buscaremos a Jokaste. Si ella accede vendrá a vivir con nosotros a Delpha… cuidaremos de su hijo como si fuera nuestro. Tú y yo juntos —Laurent buscó la mano de Damen, la sujetó y entrelazó los dedos con los suyos. Damen estaba tan débil que no pudo corresponder el gesto.

— ¿En serio?

— No si no descansas. Guarda tu energía…

— Dime que me amas.

— Lo haré cuando despiertes.

— Te amo, Laurent.

Fue lo último que dijo. Damen cerró los ojos. Sus gruesas pestañas estaban húmedas por las lágrimas que no habían caído. La sonrisa satisfecha iluminaba el pacifico rostro del Rey de Akielos. Y luego lentamente dejó escapar un suspiro y así fue como el Rey Damianos dejó a su amante completamente solo.

 

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Akielos tuvo que despedirse de su rey una vez más. La ceremonia fue larga, pesada y profundamente dolorosa. El Rey Laurent de Vere estuvo al frente en todo momento. Los largos lazos negros adornaba todas y cada una de puertas de todo el castillo, de hecho de todo el reino. La tristeza se podía sentir en aquella tierra que había quedado completamente a la deriva. Nadie que lo gobernara, sin un solo heredero y una corona que tambaleado en el limbo.

La corte se había reunido casi inmediatamente, para definir qué es lo que pasaría con la nación de Akielos. La mitad de ellos había escuchado la propuesta del Rey Damianos hacia el Rey Laurent, por lo que creían que el indicado para gobernar sería el Rey de Vere, pero el resto de las opiniones discrepaban de aquella decisión. Los conflictos internos que Vere había traído era la principal causa de la muerte de los tres gobernantes, y darle el trono a Laurent era un verdadero insulto a Akielos y a la memoria de los reyes. Aquella audiencia duró todo el día y la mañana siguiente al funeral. Sin embargo, Laurent no estuvo presente.

Laurent pasó aquellos días confinado en la habitación que había pertenecido a Damen antes de que fuera enviado como un esclavo a Vere. Pasó la noche entera entre su cama, abrazado por las mantas que alguna vez arroparon a su amado. Miraba la misma imagen con la que Damen había despertado por años, caminaba en su espacio y lloraba entre sus almohadas.

No tenían que conocerlo en Akielos para saber que no era alguien que toleraba las interrupciones y nadie se atrevía a hacerlo. Rey de Akielos o no, era el de Vere y hasta dónde sabían, el elegido por su Rey.

Pero Laurent solo tenía una cosa en mente. A Damen. El Damen que había dormido ahí, en esa habitación, odiaba a la gente de Vere, y aun así el mismo Rey de aquel país lloraba ahora su muerte en su cama. Pero no era el Rey en ese momento, era el destrozado joven enamorado que había perdido todo motivo para vivir. El trono no ofrecía consuelo alguno, el país al que se había entregado no era lo bastante cálido para calmar el frío que había dejado Damen entre sus huesos.

— Quise alcanzar el sol y quemé mis alas… Quise traer justicia para ambos y nos perdí —murmuró con la cabeza hundida en la almohada y el cabello dorado esparcido sin forma sobre ella—. Si pudiera cambiar la historia, lo haría.

Lo peor de todo es que ni siquiera le había podido decir que lo amaba a pesar de que Damianos se lo pidió varias veces antes de morir pero no se sintió jamás con la fuerza para decirlo. Damen había muerto esperando escuchar las palabras que Laurent jamás dijo.

Se escucharon los golpes firmes e insistentes sobre la puerta. Laurent ni siquiera habló, se quedó en silencio sobre la cama porque sabía que de todas formas entrarían.

Nikandros entró. Como era de esperarse el kyros de Ios se veía tan fatal como Laurent. Las bolsas bajo sus ojos hinchados eran visibles, el cabello desordenado y el alma destrozada. Probablemente no había dormido nada desde la muerte de Damen.

— Ha terminado la audiencia de la corte. No soy yo el designado para hablarte de esto, Alteza —aquella palabra fue pronunciada con un odio palpable,Nikandros cerró la puerta detrás de él, mantenía la mandíbula tensa y las manos apretadas—. Y aun así estoy aquí porque quiero ver tu expresión cuando lo sepas. Asumiras el trono de Akielos.

Laurent cerró los ojos. El honor que aún vivía dentro de él deseaba hacerle la promesa a Damen de gobernar con la misma sabiduría que lo habría hecho él, pero en el fondo sabía que no quería ocupar el lugar por el que Damen había luchado hasta la muerte.

— Eso no pasará, y estoy seguro de que ahora mismo me dirás por qué —la voz de Laurent sonó más controlada de lo que pensó.

Nikandros sin embargo, avanzó.

— Porque serás juzgado por traición inmediatamente después. Se te acusa de haber conspirado contra el rey de Akielos.

Laurent apoyó el codo en el colchón y fue levantando lentamente la parte superior de su cuerpo, aun de costado apoyando su peso sobre las caderas.

— Y tú lo permitiste.

— Damen estaría vivo de no ser por ti. Si le hubieses dejado ir a tiempo para enfrentar a su hermano, antes de que tu tío envenenara la mente de la corte, él habría encontrado el apoyo necesario —dijo Nikandros fríamente mientras avanzaba en la habitación que muchas veces había albergado sus risas y las de Damen en el pasado—. Pero lo engatusaste para ayudarte a recuperar tu reino. Ahora tienes el trono y nuestro Rey ha caído por ti.

Laurent tenía los ojos enrojecidos. El hombre qué tenía siempre una respuesta para todos, y que iba dos pasos adelante, no estaba ahí, probablemente había muerto junto al Rey Damianos, porque todo lo que había era una furia impulsiva encarnada en el cuerpo de un ángel rubio de ojos azules.

—¿Qué pensaría de ti si te escuchara?

—Ambos sabemos lo que pensaría porque te has encargado de moldear su mente hasta el final.

—Que elegante forma de llamarme manipulador — Laurent apartó las mantas que cubrían sus piernas. Llevaba puesto un delgado pantalón blanco, los pies pálidos estaban desnudos. Bajó una pierna de la cama seguida de la otra, con esa lentitud hipnotizante.

— Nunca debiste seducirlo —soltó Nikandros.

— ¿Para que lo hicieras tú?

Las palabras de Laurent hicieron eco en el corazón de Nikandros, lo desarmaron sin que él lo viera venir siquiera. Sus labios se abrieron lentamente como si quisiera decir algo pero no encontrara las palabras, las pupilas vacilantes iban de un lado a otro buscando la expresión del Rey.

Laurent se puso de pie. Los ojos azules estaban enmarcados por los párpados, enrojecidos despiadados, que de resaltaban incluso más la belleza propia de una ninfa.

— Sé que igual esperas que tu secreto se vaya a la tumba junto con Damianos, pero olvidas que sé observar. El trono de Akielos te importa una mierda en este momento. Lo mismo que me podría importarme, tanto éste como el de Vere.

Laurent comenzó a dar un par de pasos en dirección a Nikandros. El peso de su presencia era suficiente para acallar incluso a un soldado más fuerte y experimentado como él.

— Puedo ver tus ojos y leerlos a la perfección, no le estás llorando a tu rey, Estás llorándole al hombre al que amabas. Lo sé bien porque yo hago lo mismo. No me odias por luchar junto a él, me odias por cogérmelo. Me odias porque lo escuchaste prometerme matrimonio. Me odias porque quiso darme todo lo que a ti no. Ni siquiera con tantos años que pasaste junto a él, fue capaz de ver en ti la más mínima cosa que valiera la pena amar. Porque sabes que tuvo que cruzar la frontera, recibir, azotes y humillación pública de mi parte,y aun así lo dió todo por mí; mientras tú estabas siendo su perro faldero, correteando entre sus piernas, tratando de recibir aunque sea una sola una mirada de él.

Para entonces, Laurent, con su lengua afilada, y quizás con un instinto autodestructivo, ya llegado hasta él, Nikandros lo observaba con rabia, respirando afanosamente mientras sus puños se cerraban con fuerza hasta dejar blancos los nudillos.

— Mientes.

— Tu rey follaba como un dios. Pero no contigo.

Y Nikandros le espetó un puñetazo en el rostro, que hizo girar el rostro de Laurent. A Laurent le recordó aquella vez que Damianos le golpeó en la cara tras insultar a su padre. La forma en que Nikandros lo golpeó se sentía casi igual, pero un poco menos fuerte. Y Laurent sonrió para sus adentros al sentirlo, porque era casi una caricia de Damen desde el pasado.

— ¡Púdrete! —exclamó Nikandros—. ¡Serás ejecutado como mereces! Tu deshonrosa conducta moriría contigo ante el todo el pueblo de Akielos. Y yo escupiré sobre tu cadáver.

Laurent pudo devolver el golpe. Esta vez no hubo guardias que acudieran a su auxilio y la verdad es que lo prefería así, uno a uno contra Nikandros. Él solo se llevó la mano al rostro y frotó la zona adolorida, mirándolo sin una sola gota de miedo en los ojos.

— ¿Quieres apostar?

— Ni siquiera me voy a esforzar en retenerte… En el fondo sabes tan bien como yo que todo ha sido tu culpa. El remordimiento no te dejará marcharte. Retuércete en tu arrepentimiento, Laurent —dijo Nikandros en el momento en que una gruesa lágrima caía por su mejilla.

Laurent no hizo absolutamente nada más que retroceder mientras Nikandros salía. Se sentó de nuevo en el borde de la cama. Necesitaba pensar. Un juicio así era una mera formalidad para ejecutarlo. No los culpaba, él también lo haría. Era consciente de que la única razón por la que no había sido ejecutado inmediatamente, es porque Akielos no tenían a un heredero. La corte necesitaba asegurar el trono de su país antes de ejecutar a su propio Rey.

Las palabras que había dicho a Nikandros, también le dolían a él. En algún momento después de la muerte de Aimeric se había dicho a sí mismo que intentaría no escupir esa cantidad de veneno entre sus palabras. Laurent sabía muy bien que podía destrozar al más fuerte solamente con ellas. Y lo había vuelto a hacer, nada menos que contra el mejor amigo de su amado Rey ¿Cómo podría Damen haber amado a alguien como Laurent?

Nikandros tenía razón, Laurent no huiría porque una parte de él ansiaba expiar su culpa con ese final en la tierra donde Damen había crecido.

Chapter 2: Sacerdotisa

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Laurent no huyó pero tampoco esperó en quieto. A la mañana siguiente realizó un viaje corto él solo hacia la fortaleza de los Reyes. Solicitó contra todos los consejos de la corte verenciana, que nadie lo siguiera y nadie le acompañara, después de todo iba a lugar más seguro de Akielos. Ese lugar sagrado en donde Laurent había ofrecido su vida por la de Damen, aunque todo había acabado desastrosamente mal. 

 

Cabalgaba vestido con las ropas verencianas. No se atrevía a usar un quitón porque aunque era, en teoría, el Rey de Akielos, cada vez que usó uno fue para complacer a Damen aunque siempre encontró una excusa para hacerlo. Adoraba la forma en la que Damianos contemplaba sus hombros desnudos o los muslos descubiertos. Sabía lo mucho que le gustaba. 

 

Cuando llegó a los pies de la fortaleza, descendió del de su montura.  Se quitó la espada que tenía en la cintura y la tiró al suelo, como si no fuera nada más que un estorbo. Un par de guardias se acercaron,  dialogaron algunos minutos con él, y luego lo dejaron pasar a ofrecer sus respetos.

 

El lugar sagrado estaba completamente vacío a la vista, solamente. Sabía que había guardias a la expectativa, pero le daba la suficiente privacidad para hacer lo suyo. Además, Laurent estaba solo. No podía ejercer violencia contra otro.

 

Laurent observó cada una de las estatuas, los reyes del pasado que estaban erguidos en mármol. No pudo evitar pensar en todas las personas que habían muerto para crear la historia.  No sólo en los Reyes, sino también en los hombres que habían dado su vida en aquella travesía. Auguste, Theomedes, Aimeric, Nickaise, Orlant… Damen. Cuántas vidas se habían perdido…

 

La estatua de Theomedes ya estaba en la fortaleza, enorme e imponente y pronto se sumaría la de Damen. Tan solo al pensarlo, sintió que su alma se rasgaba desde adentro. Todo sería demasiado real cuando aquella estatua estuviera fuera esculpida, aunque tenía la esperanza de jamás llegar a ver aquella estatua. No podría soportarlo. Laurent se postró en el centro de la sala y se dejó caer de rodillas, con los brazos al frente y la cabeza gacha. Los cabellos rubios creaban una cortina entre sus ojos y las figuras de mármol.

 

Como rey, consideraba que las guerras eran necesarias para poder proteger y expandir sus reinos pero en esta ocasión, todas aquellas cosas parecían tan banales que sentía que se había traicionado a sí mismo, a su pueblo, al de Akielos y al mismísimo Damianos por haberse aferrado a la victoria. Tanta sangre pesaba sobre sus hombros.

 

— Si pudiera cambiarlo todo…

 

—¿Qué harías? —una voz llenó la sala. Era una voz femenina.

 

Laurent levantó la mirada de inmediato encontrando ahí a una mujer. Una joven que parecía no tener más de diecisiete años. Era rubia igual que él pero de cabello lacio hasta los hombros. Sus ojos tenían un extraño color violeta, llevaba puesto una túnica blanca vaporosa y de gran volumen,  y una diadema de oro sobre la delicada frente, demasiado parecida a la que tantas veces había usado él. 

 

— Si pudieras cambiar el pasado ¿Qué  harías entonces? —volvió a preguntar la suave y aguda voz de la chica. 

 

La joven caminaba alrededor de Laurent, se dirigía a él de esa manera informal que nadie, ni siquiera los resentidos Akelienses, se atrevían a usar con él, no olvidaban que era un rey, después de todo. Algo le decía que esta joven sabía exactamente quién era él y aun asi decidió usar ese tono tan familiar con él.

 

— ¿Y quién sois? —Laurent seguía de rodillas, observándola. No tomaba su posición en el suelo como una humillación o una señal de sumisión, y nada en su lenguaje corporal proyectaba tal imagen.

 

La joven se detuvo frente a él, frente a una de las estatuas de los reyes, con la mano casi  tan blanca como el propio mármol de la figura de Cressida, apoyada sobre la esta. Cressida era la abuela de Damen, madre de Theomedes.

 

— He hecho una pregunta primero.

 

— Y yo espero que se responda la mia —Laurent apoyó un pie en el suelo, recargó su peso en él y se ayudó a levantarse con esa elegancia que lo caracterizaba. Se giró en dirección a la joven. 

 

— Soy quién podría darte la oportunidad de intentarlo de nuevo —ella respondió.

 

Fue entonces cuando pudo ver el broche en su túnica, no de un León de oro, sino de una leona con tres gemas incrustadas en los ojos y la nariz de la leona.  Laurent lo entendió. Se trataba nada menos que de una de las sacerdotisas del templo contiguo. Damianos le había hablado de ello.

 

— Os agradecería la privacidad para presentar mis respetos a los reyes —Laurent no tenía la más mínima intención de recibir un sermón religioso mucho menos de una fé de la que no era partidario (no lo era de ninguna, en realidad, Vere creía en las decisiones de los hombres y no en los poderes divinos).

 

La joven sin embargo no se fue sino que permaneció ahí con su dulce voz haciendo eco en el Salón de los Reyes.

 

— No estoy segura de que un corazón envenenado pueda presentar sus respetos.

 

Aquello ya era suficiente. Laurent estaba dispuesto a soportar cada cosa qué los akelienses soltaran en el juicio, en el palacio o en la corte. Esperaba cada una de las acusaciones e insultos que pudieran darle, pero estaba ahí con el alma hecha trizas para pensar en Damen y no necesitaba ser señalado así por una fanática religiosa.

 

— Envenenado, sí. Es lo que pasa cuando naces en la ponzoña. Cuando el mundo es una mierda, te conviertes en mierda —no tenía fuerzas para discutir. Hace una semana Laurent hubiese usado su encanto natural para deshacerse de la chiquilla pero este Laurent no era capaz de encontrarse a sí mismo entre sus propias ruinas.

 

Se dio la media vuelta para marcharse… y al hacerlo la vio de nuevo justo frente a él. Como si en la fracción de segundo que tardó en darse la vuelta. Aquella chica hubiera recorrido el trayecto desde su lugar, hasta el punto justo frente a él. 

 

— ¿Cómo…?

 

Ella le puso una mano en la mejilla incluso antes de que él fuera capaz de reaccionar. Su mano se sentía tan suave y cálida que hizo que Laurent se paralizara, con los ojos completamente abiertos.

 

— Lo amabas… Tu corazón está envenenado por el dolor de un amor perdido.

 

— ¿Y si mejor nos dejamos de frases extraídas de las novelas románticas que leen las niñas?

 

— ¿Cómo sabes que esas frases se encuentran en las novelas de las niñas?

 

Laurent se sonrojó pero no se apartó, solo desvió la mirada hacia las estatuas enormes frente a él. 

 

— Todos los reyes que vienen aquí con el corazón roto y las manos manchadas de sangre reciben la misma oportunidad. Unos la toman, otros no. Otros la toman y aun así fracasan ¿Tú que harás? 

 

El corazón de Laurent comenzó a golpear con fuerza sobre su pecho. Ladeó la cabeza y estuvo a punto de empujarla para que se apartara pero antes de llevarlo a cabo, lo notó.

 

Desde el lugar en el que se encontraba, alcanzaba a ver la gran puerta de la fortaleza que llevaba hacia el exterior. Desde ahí podía verse el cielo, las aves que lo cruzaban al vuelo… y estaban detenidas. Con alas desplegados inmóviles, en el firmamento. Una parvada entera suspendida en el cielo. El guardia que se encontraba en la puerta, tampoco se movía pero su capa parecía estar ondeando aunque ahora inmovil.

 

Incluso uno de los guardias que se encontraba más cercano, había sacudido su quitón de forma que una hoja seca, iba camino hacia el suelo, pero se encontraba igualmente suspendida, como si estuviera congelada en el aire. 

 

— ¿Qué es…?

 

— El tiempo no siempre corre en una sola dirección. Tú no eres prisionero de tu historia. Os lo vuelvo a preguntar ¿qué es lo que haría si pudieras cambiarlo?

 

— Lo salvaría. Moriría por él y lo perdería todo con tal de verlo vivir —ni siquiera había tenido que pensar realmente en la respuesta. 

 

— Es un propósito más complicado de lo que crees — respondió ella, bajando la mano lentamente. El calor de su tacto prevaleció en la mejilla de Laurent por algunos instantes más.

 

— Tú has preguntado con tal ambigüedad. 

 

Ella quitó el broche de la leona de su túnica. No era un quitón sino un vestido, por lo que la parte superior de su vestimenta no se deslizó sino que permaneció en su lugar.

 

La joven tomó entre sus manos, las de Laurent, y las extendió hacia arriba, dejando el broche de oro sobre ellas.

 

— Tres saltos. Solo podrás dar tres saltos en los momentos que elijas en tu vida. Nada más.

 

Laurent apretó el broche entre sus manos y lo observó con detenimiento, acercándolo a su rostro. Era una joya hermosa y delicada, pensó que habría sido un precioso regalo de compromiso para Damen.  La joven dio dos pasos hacia atrás, sin dejar de mirarlo, y sin borrar esa sonrisa enigmática que se encontraba en sus labios.

 

— Te sorprenderá saber que no soy muy bueno, captando los mensajes poco claros de las sacerdotisas. Ninguno que venga de ellas, en realidad.

 

— Tres saltos con cada gema—repitió la chica. 

 

Laurent había creído que ella desaparecería de forma misteriosa y sobrenatural frente a sus ojos, sin embargo, no fue así. La joven se dio la media vuelta y caminó con toda tranquilidad hasta la salida de la fortaleza. Laurent pensó en seguirla, en hacerle algunas preguntas, pero algo en su interior le dijo que no era el momento para hacerlo. Sin embargo, notó que no fue hasta que el joven abandonó la fortaleza. Cuando las aves continuaron vuelo, la hoja siguió cayendo y loas capas de los guardias comenzaron a moverse.

 

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El viaje al palacio de Ios fue tan solitario como esperaba. Los soldados akelienses no habían movido un solo dedo para buscarlo en todo ese tiempo, porque Nikandros sabía muy bien que regresaría. Los soldados de Vere esperaban dignamente la entrada del rey. Nikandros lo observó volver en silencio desde uno de los balcones con el mismo desprecio impregnado en su mirada.

 

No todos los akenlienses se oponían al ascenso de Laurent al trono. No había coronación oficial aún pero para muchos Laurent ya era su rey y eso incluía a casi la mitad de los consejeros de Akielos y una grata parte del pueblo. Los sirvientes y esclavos eran otro asunto, ellos servían gustosamente,  y honestamente, eran los menos leales. Una apariencia altiva, una mirada caprichosa y ellos les servían sin preguntar. 

 

Los sirvientes lo recibieron, se hicieron cargo de su montura,  lo atendieron para llevar al rey a sus aposentos. Sus aposentos, porque sabía que ya le pertenecían.

 

Cuándo uno de los esclavos de Akielos se acercó para servirlo, Laurent se estremeció. Aquel era el ritual que Damen había cumplido tan íntimamente incluso siendo el rey, aún estaban presentes las sensaciones de la última vez, la amorosa mirada de Damen y el cuidado sagrado con el que desanudaba cada uno de los cordeles.

 

 El esclavo que ahora estaba frente a él, no era otro que Isander, el mismo que Laurent había  elegido en Delpha. Isander  le había servido fielmente de una manera devota a Laurent. El chico moreno, de cabello oscuro que a Laurent le había recordado un poco a Damen aunque jamás sería él. Le vinieron a la mente las palabras de Damen.

 

Siento celos de Isander”

 

Y de alguna manera tuvo la sensación de estar traicionando a Damen. Sabía que no era así, en primera porque Isander solamente cumplía con el trabajo para el que lo habían educado y se encontraba a una distancia de casi dos metros de Laurent sin moverse un solo centímetro, ni siquiera le miraba directamente. Isandrer mantenía la mirada en él suelo. Laurent no sentía ninguna atracción hacía él, no despertaba su interés en ese sentido ¿Entonces por qué tenía la sensación de estar fallandole a Damen al tener a ese esclavo simplemente existiendo en sus aposentos? Sentía el broche de oro ejerciendo peso en su bolsillo.

 

— No ¡Largate de aqui! ¡Fuera, maldita sea! ¿Qué te hace creer que mereces estar aquí?  —le gritó a Isander que dio un saltito y retrocedió.

 

— Lo siento, Alteza…

 

— ¡No quiero volverte a ver aquí! —No hacía falta gritar, el despreció en su voz era suficiente para helarle los huesos a Isander. Muy probablemente el esclavo había llegado a pensar que Laurent tenía alguna estima hacia él, pero la realidad le había golpeado en la cara. Laurent pasó de largo,  llegó a la puerta, la abrió él mismo.Dos guardias ya estaban a punto de entrar pero se frenaron al verlo ahí en el marco de la puerta.

 

— No quiero que vuelvan a enviar un maldito esclavo. Ni sirvientes, ni guardias a servirme ¡Ninguno está a la altura!

 

A la altura de Damianos, por supuesto, que había sido la última persona en servirle.

 

Isander salió con pasos torpes de los aposentos y Laurent cerró la puerta de nuevo.  Laurent se quedó a solas. Se daba cuenta de lo que estaba pasando con él. La muerte de Damianos había despertado su lado cruel y errático. Se estaba convirtiendo en aquella persona que todo el mundo creía que era: arrogante, déspota e insensible. Tenía el control de sí mismo y a la vez no, era como si esa capa de frivolidad se adueñara de él. Pero no sabía cómo detenerse. Cada pequeña cosa, le traía de nuevo el recuerdo de Damianos y amenazaba con robarle cualquier rastro de paz.

 

Desató todos los cordeles por su cuenta, se quitó el uniforme de montar y lo arrojó en una de las sillas, permaneciendo con el broche de la leona entre sus manos, se dejó caer en la cama y Laurent lloró en soledad hasta que el sueño lo venció. 



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Sus ojos se abrieron a la mañana siguiente lentos y pesados. Las pestañas doradas subían delicadamente empañadas por la humedad, dejándole ver muy poco del panorama que tenían ante él. Sentía su cuerpo demasiado extraño, más ligero y de alguna manera la cama se veía mucho más grande.

 

Entonces se dio cuenta de que esa sensación se debía a que realmente era más grande. Reconoció el lugar de inmediato, pero no sabía cómo es que había terminado ahí. La noche anterior, había dormido en la cama de Damen en el palacio de Ios, pero ahora estaba a kilometros de ahí, es su propio dormitorio en Arles.

 

— ¿Qué es esto? 

 

Frotó las manos sobre las sábanas, encontrándose con la delicada tela de seda que cubría su enorme cama. Ante él estaban todas las decoraciones típicas del palacio de Vere. Sus libros en el estante, el espejo enorme junto a la ventana, su diván y la mesa. Todo.

 

— ¿Cómo es…? 

 

Incluso las ropas que tenía puestas eran diferentes. Era una de sus pijamas verencianas, una pijama que había dejado de quedarle hace mucho tiempo pero ahora le ajustaba bien. Asustado, Laurent removió las sábanas hasta encontrar el broche. Las tres gemas incrustadas que formaban los ojos y la nariz de la leona estaban brillando con intensidad en color rojo.

 

Laurent lo observó durante un largo tiempo y entonces intentó recordar todo lo que la sacerdotisa le había dicho en el salón de los reyes, pero en ese momento todo era confuso. Se devanaba el cerebro tratando de recordar sus palabras. La oportunidad de hacerlo de nuevo, es lo que esa joven había dicho sin explicarle exactamente como. La cabeza le dolía, el pecho se sentía pesado pero todo su cuerpo parecía flotar en una realidad desconocida. ¿Estaba alucinando, soñando o realmente era verdad? 

 

Laurent bajó de la cama de un salto. Necesitaba confirmarlo de forma visual. Caminó hacia el espejo de la habitación, ese que tenía delicadas figuras talladas por todo el marco. Y fue entonces que pudo verse a sí mismo.

 

El cabello de oro estaba más largo y tanto desordenado. El cuerpo más flaco, más fino. Los ojos se veían más grandes enmarcados por unas cejas curvadas  en ese rostro más suave y delgado. Laurent se llevó las manos a la cara como si hiciera falta también el tacto para confirmarlo. Sintió las lágrimas inundando sus ojos.

 

Tenía de nuevo trece años.

 

— No puede ser…

 

Y entonces las puertas de su habitación se abrieron.

 

Chapter 3: Auguste

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Trece años otra vez. Aún no comprendía la naturaleza de esta locura, ni el cómo ni el por qué, estaba demasiado impactado asumiendo esta nueva realidad cuando las puertas de sus aposentos se abrieron sin esperar respuesta.

— Tenías que haber estado listo hace media hora. La impuntualidad es deshonrosa en un príncipe ¿Me habrías dejado esperando en los establos si no habría venido por ti, hermano?

Esa voz… caló como fuego en las entrañas de Laurent, lo paralizó por completo entonces se giró muy lentamente, como si temiera que algún movimiento brusco lo hiciera despertar para hacerle ver que no era más que un precioso pero imposible sueño.

Pero Auguste estaba ahí. Vestido con ropa de montar, el cabello rubio y largo echado hacia atrás y los ojos azules observandolo medio impaciente y medio divertido. Tan sereno y tan alegre con esa sonrisa maravillosa enmarcada por una fina barba, que Laurent casi se desmayaba al verlo.

— Hermano… —murmuró con una voz apenas audible. Sin ser capaz de controlar sus impulsos se fue de lleno hacia él. Dio un salto hacia su cuello y lo abrazó con fuerza ayudándose de sus piernas enredadas en la cadera de Auguste para no caer—. Eres tú. Hermano, estás aquí. De verdad eres tú.

Laurent lo abrazó con tanta fuerza que los brazos le dolían. Lloraba como un niño, aunque el cuerpo fuera el de uno, el alma se sentía mucho más pequeña y más vieja en ese momento.

Auguste estaba confundido claramente, parpadeando varias veces. Al cabo de algunos segundos sus brazos correspondieron con la misma intensidad el abrazo de su hermano pequeño.

— ¿Y dónde más iba a estar? ¿Estás bien, Laurie?

Laurie. Años enteros habían pasado desde que escuchó la voz de su hermano pronunciado ese nombre. Nadie jamás lo había vuelto a llamar así.

— Ahora sí.

Auguste bajó con lentitud a su hermano, se separó de él y se arregló el cabello desacomodado por el ímpetu de su hermano. Sonreía de esa manera tan encantadora que solo él tenía.

— Guarda tu cálido recibimiento para cuando regrese de Marlas, ni siquiera me he marchado aún. Ahora vístete y come algo o llegaremos tarde a cabalgar. Pensaría que después de tanto que insististe en cabalgar conmigo antes de que me marche mañana, estarías listo a tiempo.

Marlas. La sola mención de aquel lugar hizo que el rostro claro del joven se volviera tan blanco como la nieve en un solo segundo.

— No puedes ir ahí. No vayas a Delfeur, por favor. Deja que tus hombres se encarguen. Deja que otro pelee en tu lugar, no hagas… —Laurent se había sujetado a la camisa de Auguste como si con ello pudiera impedir su partida.

Auguste rio bajito, sus ojos claros observaba a Laurent con la misma simpatía con la que se observa a un crío antes de una rabieta. Negó lentamente y le acomodó el cabello enmarañado a Laurent detrás de la oreja.

— No tienes que preocuparte ahora por eso. Cuando vuelva te traeré un recuerdo. Cumpliré con mi deber ahora y tú cumplirás el tuyo en su momento. Ahora date prisa — Auguste le dió un apretón en el hombro, con suavidad. Los dorados cabellos de Laurent se desacomodaron solos de nuevo, y terminaron pareciendo un nido.

Fue en ese momento que Laurent entendió varias cosas.

En primera, que había vuelto a ser un niño, cuando menos así lo percibía el resto del mundo. Todavía no estaba seguro de que aquello estuviera sucediendo realmente pero en el caso de que sí, lainfluencia que Laurent tenía para cambiar el curso de la historia, se veía desastrosamente limitada en las capacidades de un preadolescente. No era el rey y tampoco el príncipe poderoso capaz de mover los hilos desde el diván. Nadie tomaba en serio a un niño, ni aunque fuese el príncipe.

La segunda cosa que comprendió es que si estaba ahí frente a Auguste, entonces Damen también estaba vivo. Y su padre, el de Damen, Orlant, Aimeric y Nicaise ¿había nacido ya? ¡Qué importaba! Podía no solo salvar a Damianos sino a los demás.

Solo tenía que ser más listo que antes.

Laurent asintió, la sonrisa adornaba la belleza de su rostro con esperanza. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.

— A cabalgar.

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— ¿Desde cuándo te volviste tan bueno cabalgando? —dijo Auguste entre risas mientras su caballo relinchaba al galopar cansado detrás del de Laurent. Los dos hermanos detuvieron sus monturas frente a los establos.

Laurent tiró de las riendas de su caballo con una gracia sorprendente sobre todo para un niño y la montura se detuvo de inmediato, alzando las patas delanteras y relinchando, para volver a asentarse dócilmente.

— ¿De qué hablas? Siempre gano yo… —Laurent respondió con una enorme sonrisa girando la parte superior de su cuerpo para ver al perdedor, es decir, Auguste.

Vio a Auguste sacudir el rostro e inclinarse para acariciar el crin del caballo con esa delicadeza suya. Los dedos de Auguste se mezclaron entre el pelaje del caballo. Su hermano no contradijo a Laurent.

— Es que hoy —empezó a decir de una manera titubeante como si buscara las palabras —. Me ha costado más que otras veces alcanzarte.

— Y no lo has logrado.

Sabía que en realidad no había ganado una sola vez antes de ese día. Su hermano le dejaba ganar cada vez. Al menos al Laurent de trece años pero por suerte no necesitaba únicamente de fuerza física para montar y su mente adulta mantenía el mismo control sobre el caballo, así que esa mañana Laurent por fin lo había vencido..

— No lo he logrado.

— Te propongo algo —Laurent bajó del caballo con gracia y le entregó las riendas a su sirviente. Era molesto y humillante sentir tanta distancia entre él y el suelo ahora que era más bajito—. Me has acompañado a hacer lo que más me gusta antes de qué te vayas a Marlas. Ahora quiero hacer lo que te gusta a ti. ¿Nos enfrentamos con espadas?

Laurent se dio media vuelta para ver cómo Auguste bajaba de su caballo, al igual que él se lo entregaba a un sirviente para que se encargara del semental, sin embargo, otra persona se acercó a su hermano. Laurent había pasado tanto tiempo, sin pensar en él, que ya había enterrado a ese joven en el olvido y ahora ahora estaba delante de él como un fantasma. Eran Ever, un joven hermoso delgado y de cabello castaño, llevaba los ojos rasgados maquillados ligeramente con color dorado y delineador negro y una sonrisa encantada. Su cuerpo estaba salpicado por delicadas joyas, regalos de Auguste. Ever era la mascota de su hermano. Entonces supo lo inhumano que debió haber sido para no haberse dado cuenta en tantos años de lo que había pasado con él. Ever había ido a Marlas junto a Auguste, y jamás regresó. Laurent, ni siquiera había preguntado si él había sobrevivido, muerto, si había sido capturado o se había marchado a otro lugar del país. ¿Cómo había sido para Ever la muerte de Auguste? Esperaba no verse en la necesidad de descubrirlo. Si salvaba a Auguste, Ever probablemente, jamás sufriría de aquella pérdida.

Ever se acercó con ese aire seductor, ese movimiento de caderas sutil, para recibir la capa de Auguste. El Príncipe le acarició el mentón y le dio un beso en los labios, antes de volver a girarse a Laurent.

— Estás especialmente temerario hoy ¿Qué le pasó a mi hermanito?

— Se volvió un hombre.

— ¿A los trece?

— Te sorprendería todo lo que mi mundo cambia antes de cumplir los quince.

— Qué poético, le diré a mi padre que deje de regalarte tantos libros —dijo Auguste con toda naturalidad, mientras él mismo se quitaba la chaqueta de montar.

Por supuesto que Laurent no tenía mascotas todavía, algo así sería impensable. Solamente un sirviente se acercó a asistirlo. El primer impulso de Laurent fue rechazarlo, igual que había hecho con Isander pero se contuvo porque necesitaba aparentar la docilidad del Laurent de entonces y sobre todo… porque Damen no estaba muerto. Damen no lo había servido aún, y eso significaba que no sería borrada esa rutina entre los dos. Laurent dejó que le quitaran la chaqueta. El altivo rostro adolescente de Laurent se erguía ante los sirvientes como si más que su principe fuera su dios y ellos a pesar de su corta edad parecían reconocerlo como tal.

Pasaron de los establos al salón de entrenamiento en cuestión de minutos. Laurent se preguntaba si alguna vez había estado ahí al mismo tiempo que su hermano, y se dio cuenta de qué realmente no podía recordarlo. Usualmente su hermano entrenaba con los mejores soldados y guerreros, mientras Laurent apenas había recibido algunas clases iniciales, siempre por maestros de armas. Nunca había tenido un combate real, solo un par de demostraciones básicas.

Las espadas de madera estaban comodidades en los estantes de la armería, de diversos tamaños y volúmenes. Laurent pasó las manos entre ellas tratando de elegir la adecuada. sus largos dedos pálidos se detuvieron en el mango de una que parecía perfecta. La tomó entre sus manos.

No había previsto que ahora también estaba atrapado entre las limitaciones de su cuerpo y adolescente, que era mucho más pequeño y débil físicamente. La espada se sentía más pesada de lo que estaba acostumbrado, sus extremidades eran más cortas y sus músculos más finos. Pero daba lo mismo, Auguste ni siquiera lo había visto empuñar una espada de madera.

— ¿Listo?

Auguste ya estaba a su lado alzando una espada ligera, y retrocediendo muy lentamente para tomar posición de una forma que delataba cierta condescendencia.

— Te daré un par de consejos —comenzó a decir Auguste, muy lentamente y en voz baja—. Se que el maestro te pide que vigiles tu postura al comenzar pero…

Laurent atacó primero antes de que Auguste pudiera terminar su frase. Por supuesto que su hermano detuvo el ataque. Sorprendido, contempló con la boca abierta a su hermano sin saber si reír o maldecir frente el ataque sorpresa. Al final se decantó por la primera opción.

— Pero en el campo de batalla no tienes el tiempo para prepararte siempre —continuó Auguste sabiendo bien que Laurent ya tenía más que dominado ese concepto.

— ¿Otro consejo? — Laurent preguntó con una expresión infantil que hacía que sus enormes ojos azules se vieran mucho más jóvenes.

— Sí —y Auguste contraatacó con una estocada mucho más fuerte de lo que Laurent pensó alguna vez que podría dedicarle—. No subestimes a tu oponente.

Laurent se rió mirando a los ojos de su hermano que le devolvía la sonrisa. Apenas sí había logrado frenar el golpe. Lo cierto es que Laurent había esperado la misma condescendencia para montar ahora que estaban entrenando con espadas, pero le alegró ver que su hermano lo tomaba un poco más en serio en esta práctica.

Y pronto ambos hermanos se encontraron envueltos en un duelo de espadas que fue escalando en intensidad y técnica cada vez más. El corazón de Laurent estaba a mil por hora. Nunca en su vida había creído que tendría la oportunidad de enfrentarse a su hermano.

Claro que Laurent era mucho más débil que Auguste, un poco más rápido por su tamaño pero también tenía una resistencia casi nula. Hasta esa fecha los días de Laurent estaban ocupados casi en su totalidad por los libros, y este era el cuerpo del que disponía para luchar. Pero lo compensaba con su brillantez y su conocimiento preciso de la técnica de su hermano, de modo que el duelo que le dio era un poco más que decente.

— ¿Le pagan suficientemente bien al maestro de armas? —preguntó Auguste luego de haber bloqueado dos estocadas poderosas de Laurent—. Porque creo que debería triplicarle el sueldo.

Auguste estaba sorprendido del desempeño de Laurent. Este último ya estaba casi agotado con la piel enrojecida por el esfuerzo, el cabello empapado por el sudor y la respiración agitada y aun así no se atrevía a detenerse. Era consciente de que Auguste no estaba luchando al cien y Laurent ya no podía más.

— O deberías triplicarme a mi mis privilegios ¿Que tal ir a Delfeur contigo?

— Me tientas a considerarlo, Laurie.

Y fue ahí en ese momento frente a él que Auguste trastabilló, ese movimiento en falso que había tenido en la batalla con Damen y que le había costado la vida, sucedió frente a los ojos de Laurent.

— ¡Auguste! —gritó Laurent aterrorizado mientras su hermano caía de rodillas al suelo.

— Relajate, no ha sido nada. Resbalé, es todo —Auguste dijo riendo y se acomodó en el piso, dejando una rodilla doblada hacia arriba y un brazo sobre esta mientras sujetaba su peso con la otra mano apoyada en el suelo.

Laurent tiró la espada al suelo y se tumbó de rodillas a su lado. El azul de sus ojos lo estudiaba con el mismo terror que hace unos segundos.

— Eres estupido. Eso pudo costarte la vida en un combate real.

— No te ofendas, Laurie pero aunque tuvieras una espada de acero y yo una de madera, no habría supuesto algún peligro para mí.

Laurent entrecerró los ojos con dureza y lo miró mientras lo juzgaba. Y es que para ese entonces Laurent ya había logrado sacar un par de conclusiones.

— ¿De verdad? ¿Ni siquiera si hago esto? —Laurent presionó con fuerza el tendón de Auguste. Este gritó nadamás al sentir los dedos de su hermanito apretando ahí—. ¡Lo sabía!

Gritó mientras se levantaba con la energía de un pollito asustado. Laurent levantó el rostro al techo y se llevó ambas manos al rostro. No sabía si gritar de alegría porque había descubierto la forma de evadir el más horrible destino o llorar de frustración al saber que ese detalle tan ínfimo y pequeño le había costado años de sufrimiento y dolor.

— ¿Se puede saber qué te alegra tanto? —Auguste se frotaba el tendón, desde el suelo observaba a Laurent con una ceja arqueada como si se hubiera vuelto loco.

Laurent inclinó la cabeza. Se rascó la nuca con sus uñas infantiles y pestañeó. Era un niño de oro en toda la extensión la palabra.

— ¿Qué te pasó ahi? —señaló el pie de Auguste.

El principe mayor se retiró la bota mostrando el pie desnudo donde había una mínima herida, casi imperceptible, pero estaba ahí.

— No te preocupes. Pasará en un par de días —aseguró Auguste quien no tenía forma de saber que aquella pequeña lesión tardaría en sanar más de lo que creía.

Laurent sintió una especie de alivio y orgullo retorcido, era como reconocer que Auguste no murió por ser peor guerrero que Damen, sino por una lesión mal tratada.

Laurent se inclinó, apoyando las manos sobre sus propias rodillas para mirar a Auguste en el suelo.

— No esperes para levantarte. Si estás en batalla y tu tendón te hace trastabillar, entonces no esperes a caer y levantarte. En cuanto sientas el fallo, tiras a matar. Porque si caes, te van a matar —esas fueron las palabras de Damen mientras el hielo de sus ojos se clavaban en su hermano mayor. Laurent que aparentemente tenía solo trece años estaba hablando con una claridad de una persona mucho mayor. Auguste se arrastró ligeramente hacía atrás.

— A este paso mejor tú capitaneas el ejercito.

— El ejercito de Vere tendrá el mejor capitán de todos los tiempos pero no seré yo —Laurent le sonrió y le ofreció una mano a su hermano, como si realmente pudiera soportar su peso para ayudarlo a levantarse.

Laurent acababa de darle a su hermano mayor el consejo que podría matar a Damen antes de tiempo. Esto era precisamente lo que trataba de evitar pero confiaba, confiaba en que Damen aún a sus 19 años, pudiera bloquear el ataque de su hermano.

Lo demás se lo dejaría al destino.

Claro, como si Laurent le dejara algo al destino.

Ever se acercó Auguste en el suelo, caminaba con esa gracia seductora colocando un pie frente a otro y balanceando la cadera. Le dio la mano a Auguste y este se levantó mientras le sonreía estúpidamente embobado con él. Auguste lo sujetó de la cintura y lo atrajo hacia él, le besó la mejilla.

— Hora de ir a los baños —habló sin apartar la mirada de los ojos miel de Ever—. Lo hiciste maravilloso, Laurie.

Ever también lo miró y le sonrió, al tiempo que apoyaba la mano en el pecho de Auguste.

— Admirable, alteza.

Laurent no pudo evitar sonrojarse.

 

.⋅˚₊‧ 🜲 ‧₊˚ ⋅

 

Laurent salió del baño después de una buena ducha. Fue algo completamente extraño para él porque como aún era un niño no tenían mascotas… pero tenía literalmente nanas y sirvientes.

Así que sí, había sido servido por sus sirvientes y vigilado por sus nanas durante todo el tiempo. Por suerte solamente le habían servido y le dejaron el resto a él. Pensó en Damen cuando le contó que a sus trece años ya estaba tomando esclavas y doncellas a diestra y siniestra mientras él, todavía tenía nanas.

Y no le molestaba en lo absoluto. Porque el reino de Vere era más seguro cuando Auguste y su padre vivían. Porque Laurent aún tenía nanas y nadie esperaba otra cosa de él, no había mascotas demasiado jóvenes sirviendo a los aristócratas, nadie quemaba las piernas de sus esclavos; y personas como Ever recibían dulces besos y caricias en lugar de maltratos.

Pero aquella visión tan utópica de la realidad, aquella visión tan perfecta de Vere en los recuerdos de Laurent, fue arrancada y desgarrada repentinamente al encontrarse de frente con él. Con su tio.

Laurent iba saliendo de los baños, el cabello aún le goteaba un poco sobre la camisa blanca, los labios rosados estaban ligeramente curvados y su piel iridiscente parecía vibrar por sí misma. Y ahí estaba él al final del pasillo.

— ¿Una noche ocupada? Laurent, me preocupa que te estés esforzando demasiado —había dicho su tio con un tono bastante cariñoso mientras se acercaba él.

No fue hasta ese momento que un gran peso de realidad cayó sobre él. Los horrores que vivió con su tío habían empezado después de la muerte de Auguste y su padre, pero ahora que Laurent tenía madurez mental y el cuerpo de un niño pudo notar los ojos de ese hombre ¿Siempre lo había mirado así? Quizás el ingenuo Laurent no se percató nunca de la forma en que su tío le recorría el cuello con la mirada, se detenía un momento más de los necesario en sus labios, y observaba detenidamente la curva de su clavícula.

Esas quejas también se hicieron más presentes “Te estás esforzando mucho” “No te presiones tanto” “Que alguien más lo haga por ti” “Menos horas entrenando” y libros, cientos de libros como regalo.

Laurent sintió un escalofrío recorrer su nuca que lo hizo retroceder al momento, bajo la expresión inquisitiva de su tío.

Laurent, Aimeric, Nicaise… ninguno de ellos tenía una complexión corporal gruesa, no eran grandes, no eran robustos, ni de facciones hoscas. Eran delicados, andróginos, hermosos… y su tio influía más de lo que pensaba para que se vieran asi.

Laurent sintió intensas ganas de vomitar sobre la cara de su tio.

Y sin embargo, mostró la más grácil e inocente de las sonrisas.

— Auguste me estuvo enseñando esgrima, tio. Es increíble.

— ¿Esgrima? Sobrino, debes haber quedado agotado —respondió el regente y entonces levantó su mano y acarició suavemente el cabello de Laurent.

Laurent permaneció inmóvil. Por dentro su estómago se retorcía, tenía ganas de clavarle una daga en el corazón y de azotar su propia alma hasta acallar los gritos de auxilio que seguía resonando por dentro y que jamás fueron escuchados. Nadie más podía notarlo porque Laurent era un experto en ocultarlo. Había sido bien entrenado.

— Confío en que mi hermano cambie de opinión y me lleve a Marlas ¿No crees que sería increíble?

— No sé si lo llamaría así…

Cuando Laurent quería algo, sabía cómo obtenerlo.

Sujetó la mano de su tio que aún oscilaba sobre su rostro, dejó sus pequeños dedos al rededor de su muñeca y los ojos azules fijos en los suyos. Lauren formó una sonrisita caprichosa.

— Convéncele de llevarme con él a Marlas. Quiero ir al frente con él. Quiero ayudarlo, quiero apoyarlo a él y a mi padre —Laurent mantenía el tono de su voz suave pero no dócil, era como si exigiera por medio de un susurro.

— No estás listo para eso, mi niño —dijo su tío. Las manos de Laurent temblaron sutilmente al escucharlo llamarlo así, como lo había hecho muchas veces antes, como lo haría muchas otras veces después en otro contexto. Si no lograba evitarlo.

— ¡Quiero ir a Delfeur con Auguste! — volvió a insistir, Lauren.

Su tío solamente puso una cara difícil de descifrar, esa condescendiente y medio risueña como si le divirtiera cada vez que Laurent, actuaba como lo que era,
un niño. Laurent le soltó la mano y discretamente se limpió sobre su ropa.

— Nosotros tenemos mucho que hacer aquí mientras ellos vuelven.

Su tío esperaba que ninguno de los dos regresara y el alma de Laurent decayó un poco más al percatarse de sus intenciones.

— Está bien, tio.

Chapter 4: La Cena

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La mañana en que Auguste partió fue prácticamente igual a la que él recordaba. Su padre se encontraba ya en Marlas desde hacía unos meses, Auguste también se marcharía por un tiempo. 

Laurent estaba en el frente del castillo en el patio junto a su tio. El hermoso muchacho de cabello dorado contemplaba a la guardia del principe con esos juiciosos ojos de hielo. No parecía en lo absoluto un niño cuando se dedicaba a mirar a Govart entre ellos. Tal vez hasta ese momento Laurent no se había permitido disfrutar el recuerdo del sonido de Govart agonizando por días enteros en Frontine, pero le pareció algo bastante agradable, pero ahora debía centrar su atención en el presente. Auguste ya estaba vestido para montar y emprender aquel viaje junto a sus hombres hacia la frontera del sur.

— ¿Quieres que te traiga algo de la frontera? —Auguste preguntó mientras pasaba la mano por el costado de su montura, ladeando la cabeza en dirección a Laurent.

La primera vez Laurent le había pedido un libro de la biblioteca de Lys, lo que desviaría mucho a su hermano pero sabía muy bien que Auguste era capaz de desviar a sus hombres de regreso a la capital para pasar por Lys y traer su encargo, porque ese era el tipo de hermano que era Auguste. Esta vez el deseo de Laurent era uno completamente diferente.

— A ti, con vida.

—  Eso no es un regalo. Dalo por hecho hermanito —respondió negando lentamente con la cabeza sin dejar de sonreír.

— Entonces un novio —respondió Laurent con total seriedad—. Uno de rizos negros, sería lindo.

Auguste echó cabeza hacia atrás, al soltar una carcajada qué resonó por todo el patio. Su tío se removió incómodo, desviando la mirada lejos de Laurent.

— ¿Novio? ¿Te das cuenta de cómo suena esa palabra? Tienes 13 años,  Laurie. Para empezar, deberías utilizar la palabra pretendiente, y tal vez a mi regreso, conversemos sobre si ha llegado la hora de tener esto en mente —Auguste se agachó un poco para besarle la cabellera, Laurent lo abrazó con toda la fuerza que su pequeño cuerpo de adolescente podía evocar.

— Solo vuelve.

— Lo haré.

— Si flaqueas, ataca —Laurent le recordó mientras el rostro estaba contra el hombro de Auguste. Cerró los ojos y una pequeña y mínima parte de él sintió celos… Auguste estaría pronto en la misma tierra que Damianos. Su Damen.

Auguste montó su caballo poco después. Le sonrió una vez más y espoleó el semental para que este comenzara la marcha, fue seguido inmediatamente por la Guardia del príncipe fuera de las murallas.

Se escucharon los murmullo y los vítores lejanos de los soldados que cada vez se iban distando del castillo.

Su tío, de pronto colocó firmemente una de las manos en el hombro de Laurent. La sonrisa del príncipe se desvaneció de inmediato al sentirla, sin embargo, permaneció sereno, sin mostrar expresión alguna.

— Ya no voy a dejarte, sobrino —aseguró su tio con eso fingido tono calmado y amoroso. 

— No me queda duda alguna.



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La habitación de Laurent era algo así como un santuario para él, durante esos años, donde podía encerrarse a leer  durante horas enteras sin que nadie lo interrumpiera. Estaba tendido sobre las mantas de seda de la cama con el broche de oro en forma de leona entre sus manos. Las tres gemas brillaban intensamente.

Laurent quería tratar de  entender lo que significaba esta nueva oportunidad ¿Era solamente un retroceso en el Tiempo? ¿Era posible que esto pasara en la realidad o se trataba más bien de la imaginación de Laurent? Porque conforme el tiempo pasaba se preguntaba si se había en realidad vuelto loco por la muerte de Damianos y ahora alucinaba eternamente.

Ni siquiera estaba seguro de cómo es que debería llamarlo. ¿Un viaje en el tiempo? ¿magia? ¿Un milagro o una maldición? 

Un sin fin de preguntas destilaba por la mente de Laurent en ese momento. No sabía si las cosas que hicieran repercutirían en el presente (su presente) al que volvería, eso suponiendo que tendría la oportunidad de volver hasta el punto en el que había iniciado aquella travesía, o si por el contrario, tendría que vivir nuevamente esos siete años. Estremeció porque sabía que no quería pasar tanto tiempo como un niño. Era consciente de la aterrador, que era esa mirada tan antigua y llena de sufrimiento en los ojos inocentes del pequeño Laurent de 13 años.

Y además, estaba el otro asunto, aquel que no quería admitir ni siquiera antes sí mismo.

¿Qué pasaría si este Laurent realmente llegara Marlas? Sus mejillas se colorearon de inmediato y apretó un broche entre tus manos, solamente al imaginarlo. ¿Cómo sería Damen en ese entonces? no dudaba de qué debería ser un hombre exquisitamente guapo, pero un hombre ya. Alto, fuerte y bien formado. Con esos hermosos ojos oscuros, que eran capaz de hacerlo temblar con una sola mirada.

Y sin embargo, él ahora se encontraba atrapado en el cuerpo de un niño. Por lo que sabía que Damianos ni siquiera lo miraría. Lo tenía bastante claro. 

Así a Laurent le parecía una verdadera tortura, tener que esperar al menos cinco años para poder acercarse a Damen.

Para Lauren habría sido mucho mejor haberse quedado encerrado en su habitación durante todo el tiempo que su padre y su hermano estaban fuera del palacio, sin embargo, había cosas que hacer. 

Ahora podía ver  de mejor forma las intenciones que su tío tenía hacia él.  No caería tan fácil, sin embargo, podía sacar un poco de provecho para conseguir aquello que necesitaba. Por momentos, pensó que aquello era degradante, inhumano, incluso para él, pero sabía que el mundo no estaba hecho para esperar a que las cosas le llegaran a las manos, sino que tenía ingeniarse la forma de conseguirlas. Laurent no era una víctima, era un sobreviviente, sí, pero ahora también quién iba a forjar su destino.

Cuándo Laurent salió de la habitación para reunirse con su tío, lo que era algo que hacía cada tarde, a la hora del almuerzo, se encontró con que éste no estaba solo, sino que tenía como invitado al mismísimo Guion, sentado a la enorme mesa abundantemente servida. Laurent levantó el rostro y lo observó con los ojos entrecerrados, mientras tus delicadas manos pasaban por la tela de su chaqueta.

— Tio, si vas a pasar la tarde ocupado con tus deberes, debiste haberme dejado ir a Marlas  con mi hermano — Laurent se quejó como si no le gustara el hecho de qué Guion estuviera ahí,  intentaba deshacerse de él—. ¿Que no me dijiste que iríamos juntos a cazar? 

El reproche infantil de Laurent continuó hasta que este se sentó en la mesa entre su tío y el embajador. Laurent hizo un puchero, colocó el codo sobre la mesa, y luego apoyó la mejilla en la palma de su mano.

— Laurent, por favor compórtate. Tenemos visitas especiales hoy.

Vaya, que eran especiales. Laurent sabía bien cuanto.

—  ¿Y qué? A Guion no le importará. Está acostumbrado seguro.

— Laurent…

Guion parecía tener esa incesante necesidad de agradar al tío de Laurent, así que levantó una mano como se intentara calmarlo.

— No se preocupe en realidad, el chico tiene razón, estoy un poco acostumbrado a los berrinches de los niños.

— Yo diría que Aimeric es  más que “un poco”.

Su tio levantó una ceja mientras le daba un trago a su copa, evidentemente interesado en las palabras de Laurent. Sin embargo. Guion simplemente soltó una risita. Para ese momento ya habían servido los platos frente a ellos. 

— ¿Conoce a mi hijo, Alteza? 

Lo cierto es que Laurent no habría conocido a Aimeric hasta muchos años después, pero una pequeña mentira no era algo difícil  para él.

—En la visita de mi padre a Marches el verano pasado — claro que Laurent no había salido de su habitación del castillo, todo el tiempo que estuvo en Marches, pero todavía recordaba a Aimeric junto a la fogata en el campamento, contando sobre ese viaje anual de su familia, a dicho lugar cada verano—. Parece una niña… 

—¡Laurent! —le regañó a su tío ante el tono desaprobado que estaba usando su sobrino.

— Es completamente cierto. Lo he visto — Laurent agregó con evidente desagrado—. Y si no quieres que hablemos de eso, entonces volvamos al tema inicial. Quiero ir a Delfeur con mi padre ¿Por qué no se me permite? Pensé que como príncipe se esperaba de mí que luchara por mi pueblo.

Guion dejó salir una risa socarrona, se limpió la boca con una de las servilletas mientras negaba con la cabeza antes de devolver la mirada hacia el tío de Laurent.

— Me permite hablarle con sinceridad, alteza —se lo preguntó a su tío, mientras acomodaba la servilleta en la mesa y se inclinaba un poco hacia él—. El joven príncipe tiene un espíritu admirable, sin embargo, me parece un poco consentido.

Su tío se pasó las dos manos por el rostro y lo frotó lentamente, mientras asentía completamente de acuerdo con las palabras del consejero.

— Mis hijos, podrán parecer unas niñas, pero les aseguro que son obedientes y disciplinados. Y no es casualidad, es solo que  Frontine tiene uno de los mejores programas de tutores e institutrices en el país. Cuando usted guste, podría ser invitado a comprobar usted mismo de su eficacia.

Laurent observó a los sirvientes, acercándose a ellos, con copas de vino y pequeños platos de uvas. Laurent no bebía, él realmente aborrecía el alcohol, sin embargo, quizás hasta ese momento no había sentido tantas ganas de beber un poco de vino desde que supo que recibiría a Damen como supuesto esclavo de alcoba.

Mientras su tío y Guion conversaban sobre los asuntos educativos de Vere, los inocentes ojos de Lauren le hicieron una seña a la sirvienta que llevaba las copas de vino. La mujer abrió los ojos demasiado asustada, sin saber qué hacer, porque por un lado, este era su príncipe y por el otro, Augutse el otro príncipe, no permitiría nunca que Laurent bebiera aunque fuese un sorbo de alcohol a tan temprana edad.

— Los chicos en todo el mundo lo hacen antes que yo —murmuró Laurent hacia la mujer, que solo sonrió nerviosa y vaciló entre confirmarle que lo había escuchado o fingir demencia. No podía quedarse demasiado tiempo junto a él sin meterse en problemas, y lo sabía.

— No lo sabrá nadie —Laurent insistió.

Y como si tuviera la absoluta necesidad de probar sus propias palabras, Laurent  aprovechó una pequeña distracción de su tío, para tomar una de las copas de vino de la charola y beberla toda de un sorbo.

La criada se espantó al ver la facilidad con la que Laurent bebía esa cantidad de alcohol, y volvía a dejar la copa sobre la bandeja, como si nada hubiera pasado. Laurent se limpió los labios con una de las servilletas, dando toquecitos sutiles sobre sus labios.

— Alteza, es vino de la reserva de su tío.

— Ay mierda… — murmuró Laurent y ahora era él, quien tenía los ojos completamente abiertos, al darse cuenta de lo que acababa de hacer. La reserva personal de su tío no era cualquier vino, era uno mucho más pesado, con mayor cantidad de alcohol de lo normal. Tragó saliva.

La mente del príncipe de Vere podría maquinar un sin fin de planes complicados tomando en cuenta las variables y lo que pasaría si el resultado de alguna de las decisiones de los terceros fuera diferente a la prevista. Se sabía un genio.

El problema es que ahora era un genio alcoholizado en el cuerpo de un niño frente a su tío, el peor depredador de todos.

Laurent hipeó a los tres minutos. Maldijo internamente  y se llevó las manos a la cara para cubrir sus mejillas sonrojadas, sin embargo, lo hizo con muy poco éxito, porque tanto su tío como  Guion voltearon para verlo.

— ¿Alteza?

Los ojos azules de Laurent parecían dar vueltas extrañas, las pestañas revoloteaban pesadas frente a sus ojos y le parecía que había dos de cada uno y que ambos hombres giraban a su alrededor.

— Frontine, sí… — dijo Laurent, como si intentara seguir con una conversación que ya había pasado hace algunos minutos—. Aimeric, es bonito ¿Está ahora en casa? ¿Y sus hermanos? ¿Están peleando al frente? 

— Si, está en casa, aun es muy joven para marchar —comenzó a decir Guion, que no se molestó en hablar sobre los otros hijos, los cuales deshonrosamente no luchaban como Auguste sino que permanecían en la seguridad de su hogar. 

— ¡Joven, mis bol-!

— ¡Laurent! —grito su tío estampando ambas palmas sobre la mesa haciendo que la mesa entera se agitara. Se puso de pie con dureza, inclinando su cuerpo sobre la mesa en dirección a Laurent— Eres el príncipe de Vere. Es imperdonable que le hables así a los consejeros de tu nación.

— Si me permite aconsejarle, majestad…

La cabeza le daba vueltas,  el alcohol hacía que la visión se le nublara.  Cuando trataba de hablar, las palabras se enredaban en su lengua. Laurent era alguien cuya arma principal eran las palabras y el no poder usarlas era tan frustrante que se golpeaba con la palma de la mano en la frente dejando  una manchita roja en la piel de esa zona. 

— ¡No hago nada! He dicho que su hijo es bonito. Aunque afeminado, y mucho. Creo que algún día será la novia más hermosa de todo Vere, eso al consejero no lo ofende…

— Nuestro programa de educación…—Guion intentó seguir hablando pero estaba completamente rojo y aunque su tío lo negara, sus ojos mostraban cierto brillo de interés ante tal descripción de Aimeric.

— ¡Nadie quiere ir a Frontine, ni siquiera la gente de Frontine desean estar ahí! —Laurent dijo y luego se tambaleó hasta apoyar la frente sobre su plato, los dorados cabellos se llenaron de salsa. Por suerte sabía bastante rico. 

— Por los reyes… —comenzó a decir su tío, escandalizado, volviendo a tomar asiento mientras arrugaba una servilleta y la arrojaba junto al plato que ni siquiera había tocado—. Es culpa de Auguste y sus ideas tan permisivas. Lo sobreprotege con todas esas niñeras y tutores. Serán retirados a partir de esta noche.

Laurent levantó el rostro para verlo. El hielo de su mirada no se parecía en lo absoluto a los de un niño de trece años. Laurent sabía exactamente por qué quería retirarle las nanas justamente esa noche.

Guion estaba serio, demasiado con la cabeza levantada y las manos postradas en los reposabrazos de las sillas.  El hombre siempre había sido demasiado orgulloso, sobre todo cuando se trataba de sus hijos, lo que era irónico sabiendo lo que terminaría haciéndole a Aimeric por su codicia. Estos dos monstruos estaban ahora en la mesa de un Laurent indefenso.

— Tal vez debería hablar de esto con el Rey cuando vuelva —dijo Guion.

— Tal vez Laurent debería disculparse en persona y probar sus medidas disciplinarias ¿Tanto desea ir a Marlas para demostrar su hombría? Pues irá a Frontine. Partiremos con usted al amanecer.

 A Guion no le complació en lo absoluto tener a este insolente joven contaminando el ambiente controlado de su pequeño hijo que por ese entonces debía tener más o menos doce años. 

— Frontine… —dijo casi con despreció mentiras se hundía en su silla con el rostro lleno de aceite y las puntas del pelo con salsa —qué decepción…

Lo dijo en voz alta mientras fruncía el ceño y tomaba una de las servilletas para limpiarse el rostro. Ni siquiera tuvo la oportunidad de hacerlo, pues una sirvienta se adelantó y aseó el rostro del príncipe casi con maternidad. 

Pero lo cierto es que eso es exactamente lo que Laurent quería, no tenía pensado ir a Marlas sin antes haberse asegurado de que Aimeric recibiera lo suyo…



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Su tío se deshizo de las niñeras con la excusa de que el príncipe ya era demasiado mayor para tener una. Laurent en ese momento estaba recostado sobre la mesa del comedor principal, con los labios entreabiertos y un hilito de baba cayendo en la superficie. Guion ya se había murmurando que el pequeño príncipe tendría una resaca infernal en el viaje e Frontine al día siguiente pero que él no podía esperar un día más para partir, así que debería arreglarselas como pudiera.

Guion se fue y finalmente Laurent y su tio se quedaron solos. Laurent seguía dormido y se despertó solo hasta que sintió el brazo de su tío pasandole por la espalda. Laurent pegó un salto, rechazando el contacto de inmediato y haciéndose hacía atrás, casi no podía sostenerse de no ser por el reposabrazos de la pesada silla.

— Yo puedo.

— No seas orgulloso, mi niño —dijo su tío en voz baja y volvió a enredar su brazo por la espalda de Laurent.

— No soy tu niño…

—Lo serás siempre.

Su tío usó su fuerza para levantar a Laurent de la silla sin dificultad alguna como si este no pesara nada y lo ayudó a levantarse. Tuvo que elegir entre caer al suelo o aceptar su ayuda, claro que eligió el suelo pero su tío lo sostuvo.

Lo hizo caminar por el corredor del castillo que llevaba a la habitación de Laurent. Hacía tanto tiempo ya que no sentía ese miedo en la sangre, al estar en los brazos de su tío; Ese desprecio que poco a poco se iba convirtiendo en terror mientras tenía la sensación de no poder evitar la dolorosa experiencia que estaba por venir. Sin mencionar esa sensación de culpa por no poder evitarlo. 

— Hay algo que he querido decirte desde que tu hermano partió esta mañana —dijo su tío con una voz suave, paciente mientras avanzaba al lado de Laurent y acariciaba con los dedos el hombro de su sobrino—. Las guerras siempre son crueles, pero sin importar nada de lo que suceda, sin importar lo que pase, tú y yo estaremos juntos. Laurent, estaré para ti en todo momento. Si alguna vez sientes que no puedes tú solo, ven a buscarme, sin importar la hora del día. 

Claro que Laurent no era más ese niño indefenso de hace años. Ni siquiera ahora que estaba alcoholizado, de haberlo creído así, nunca habría bebido una sola gota de alcohol en su presencia. Podía notar en su voz esa intención perversa que intentaban manipular la vulnerabilidad de Laurent. 

Su tío lo llevó hasta las puertas de la habitación. Soltó por unos segundos a Laurent  quién se recargó en el marco de la puerta, con la nuca pegada a la pared y los brazos cayendo por los costados.  Sintió la mano de su tio posando con firmeza en su cintura como si su intención fuera solamente hacerle mantener el equilibrio, pero la forma en la que sus dedos acariciaban la piel de Laurent sobre sus ropas, era asquerosa.

— Te ayudo a ponerte el pijama…

— ¡Carajo! —exclamó Laurent antes de removerse en su lugar. Su tío frunció el ceño, preocupado, pero Laurent dió un par de arcadas, colocó las manos en el pecho de su tío sujetando con fuerza la camisa para mantenerlo cerca… y le vomitó encima. 

Laurent había hecho lo que nunca antes, ni siquiera en las escasas veces en que había bebido llegó a vomitar en solitario y mucho menos frente a alguien, pero quería dar la apariencia de un adolescente rebelde y ebrio al que necesitaban corregir, y de paso destruir el deseo de su tio, asegurandose de que no le quedaran ganas de intentar nada esa noche.

— ¡Maldita sea, Laurent! —exclamó su tio apartándose de él con las ropas empapadas de vergüenza y una expresión de asco en la cara. 

Laurent se sujetó del marco de la puerta y se limpió los labios con uno de los pañuelos de su tio que había extraido de su chaqueta. 

— Perdoname, tio… No quería… 

Los sirvientes se acercaron de inmediato al escuchar el escándalo, se veían confundidos y sin saber qué hacer pues los miembros de la realeza no solían andar por el castillo cubiertos de vómito.

— ¡Alguien encarguese de Laurent! Dejenlo limpio y preparen sus cosas para partir a Frontine mañana.

Laurent estaba con el rostro serio,  la vista fija en el suelo, aparentemente avergonzado mientras los criados asustados se acercaban para limpiarlo. Nadie podría notar ese brillo satisfecho en los ojos de Laurent, ese que aparecía cuando las cosas salían exactamente como él lo había previsto. 

Chapter 5: El joven Aimeric

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La fortaleza de Frontine era tal cual como Laurent la recordaba meses atrás, cuando la había tomado después de haber escapado él solo de la prisión dónde Guion y Govart lo tenían. Incluso se izaban en las paredes los estandartes azules de los príncipes, pues para ese momento su tío no los había reemplazado por los rojos de la regencia. La edificación se alcanzaba a ver desde la distancia, desde dónde ellos avanzaban en sus monturas,  pero Laurent no le prestaba la debida atención ni a ella ni a los comentarios de su tío y el embajador, su vista estaba fija en el sur, hacia los campos que se extendían frente a ellos. A tan  solo un poco más de dos horas de camino a caballo estaba Marlas, donde su hermano Auguste luchaba. Todavía había tiempo, tenía al menos una semana más antes de la batalla de Damen y Auguste.

Las grandes y pesadas puertas de Frontine se abrieron  para ellos. Dentro, la gente que la ocupaba estaba ya reunida en el patio para recibir al Príncipe. Era todo un honor para los lugareños alojar al menor de los monarcas cuando los otros dos luchaban al frente por su pueblo.

Las personas se amontonaban para saludarlo. Laurent se acostumbraría a ello, y de  hecho ya parecía hacerlo. Les devolvía la mirada a los aldeanos, sonreía y asentía delicadamente con la cabeza mientras su cabellera dorada reflejaba los rayos del sol. Ellos le adoraban y él les correspondía.

En las puertas del castillo principal se encontraba nada menos que la familia de Guion. Su esposa Loys,e más joven, más hermosa y delgada, era todo lo que una dama de clase alta debía ser. El mayor de los hijos, con su joven esposa  embarazada, una joven castaña de sonrisa cazadora, un joven regordete de mejillas rosadas y, por supuesto, Aimeric.

Aimeric era apenas un chiquillo de doce años pero uno que no pasaba desapercibido aunque lo intentara. El cabello castaño claro era liso y brillante, las mejillas encendidas y los labios delicados y alegres. De verdad parecía una niña o lo parecería si se le vistiese como una, aunque Laurent solo había dicho eso para molestar a Guion pero no le sorprendía haber tenido la razón. La belleza belleza de Aimeric era indiscutible. 

Los caballos se detuvieron ante la familia del cortesano.  Tres criados bastante formales hicieron una pequeña reverencia y avanzaron hasta ellos, para recibir a  las monturas, con toda la educación y respeto que cabía esperar.

Los tres hombres descendieron, o mejor dicho: dos hombres y un niño. Laurent rechazó la ayuda del criado que le ofrecía la mano para bajar.

Pura formalidad, una de las ventajas de ser adolescente es que no tenía que hablar mucho aunque fuera el príncipe. Se limitó a sonreír y saludar  a la familia de Guion cuando fue presentado por el heraldo y casa uno de ellos se postró ante él.. 

Ver a Aimeric frente a él le causó una extraña sensación en el estómago. Esta era la tercera persona que en su línea temporal estaba muerta y ahora se encontraba frente a él. Pero no era sencillo olvidar su traición y cada una de las veces que Laurent lo había creído solo un chico indefenso que buscaba pleitos sin rumbos, gritando a los cuatro vientos lo leal que le era a su príncipe.

Laurent le dedicó una larga y pesada mirada que duró a penas unos segundos, luego lo ignoró por el resto de la reunión, aunque con su tío la historia era completamente diferente. A él sí que lo observaba sonreírle a Aimeric,  hablarle en voz alta, revolverle el cabello, hacerle preguntas aparentemente inocentes y amables.  

De un momento a otro Laurent se sintió sobrepasado. Estaba más que acostumbrado a analizar sus pensamientos en silencio, en soledad. El hecho de estar atrapado en una época que no le correspondía  no era precisamente algo que le hiciera sentir más solo de lo normal, pero ver como la historía intentaba reescribirse frente a sus ojos, todo el daño y el dolor que una caricia de su tío podía traer, hicieron que Laurent se sintiera verdaderamente abrumado.

Cuando se sintió libre para hacerlo, se excusó de la mesa para tomarse el tiempo pasear y familiarizarse con la fortaleza, aunque Laurent la conocía demasiado bien, incluyendo ese calabozo subterráneo bajo sus pies; pero de todas formas necesitaba un respiro. 

Llegó al patio, el sol todavía se encontraba en el cielo por lo que había más personas en la calle de las que esperaba.  Se sentó en el borde de una fuente de piedra y estatuas de animales hechos de roca. A cierta distancia de él,  los niños entrenaban con espadas de madera, en el tan famoso programa disciplinario de Frontine mientras un maestro de armas les instruía.

Por una parte el corazón Laurent  adoraba la oportunidad de ver de nuevo a Auguste y probablemente también a su padre en este retroceso temporal, pero odiaba ser de nuevo el niño de trece años, porque odiaba esa etapa de su vida. Tanto por las cosas que vivió como por la persona que había sido. 

Se sintió tan pesado al recordar aquellos años. Ahora era  consciente de que lo que había vivido con su tío había sido un abuso en un sin fin de sentidos, pero el Laurent de trece… ese solitario niño de trece años creía que era amor. 

Creía que el amor de su tío era lo único que le quedaba, que no había ningún lugar al que pudiese ir que le ofreciera un poco de consuelo. Su tío había empezado todo aprovechando el duelo y la soledad de Laurent siendo solamente un niño. Tomó su dolor, su desdicha y la transformó en algo retorcido y dependiente que ningún joven a tan temprana edad debería vivir. 

Y cuando Laurent  a sus trece se enteró del papel de Aimeric en la vida de su tío, Laurent lo sintió una verdadera traición. Tenía miedo de que Aimeric le robara la única familia que le quedaba. Sentía celos, rabia y lloró cada noche que pasó solo en Arles mientras su tío estaba con Aimeric en frontine..

Jamás le había contado eso a nadie, ni siquiera a Damen, y jamás lo haría. Laurent odiaba a su tío, era un monstruo. Pero si alguien llegaba a saber los sentimientos que su mente infantil experimentó, al verse presa de su manipulación,  lo señalarían a él como el culpable. Como si no hubiese sido solo un niño completamente perdido.

—Príncipe Laurent.

Escuchó nada menos que la chillona y femenina voz de Aimeric, justo ahora, tenía que ser…Hablando con tono ceremonioso, casi tímido. Laurent no se giró hacia él, sino que solamente le miró de soslayo como si estuviese por colmarle la paciencia.

—He notado que observaba el ejercicio de los estudiantes. Si desea, puedo mostrarle yo mismo lo que aprendí esta semana.

Laurent lo miró de arriba abajo. Sus ojos eran los de un hombre de veinte atrapados en un cuerpo demasiado pequeño. Ladeó la cabeza, con esa lentitud que los adultos usan cuando ya decidieron la respuesta antes de que el otro termine de hablar.

—¿Y por qué querría yo perder el tiempo mirando a un niño jugar con palos? —preguntó con voz baja, engreída.

Aimeric se ruborizó hasta las orejas, pero mantuvo la sonrisa tensa, la de quien no está dispuesto a ceder fácilmente.

—No son palos, Alteza. Son espadas. Y un príncipe debe aprender a distinguirlas.

Laurent arqueó una ceja. Esa audacia infantil lo pinchó donde más le dolía: en su orgullo que no soportaba verse desafiado por un niño que además de todo era el traidor de Aimeric.

—¿Espadas? —repitió con un deje burlón—. No veo ninguna espada. Solo veo a muchachitos agitando la madera como si supieran lo que hacen.

Aimeric, dolido pero decidido, caminó a las mesas de armas del patio que estaba junto a ellos, tomó una de las espadas de práctica y la alzó con ambas manos, temblando un poco por el peso. 

—Entonces, ¿se lo demuestro?

Laurent se bajó de la fuente despacio, con un aire teatral, y caminó hacia él. Sus movimientos eran los de un adolescente, pero la mirada era la de un hombre acostumbrado a mandar.

—Muy bien —dijo con desdén—. Pero si piensas mostrarme algo, hazlo bien. No quiero ver ridiculeces.

Aimeric apretó la empuñadura, dio un paso atrás, y lanzó una de las espadas de práctica a Laurent. Él la atrapó con agilidad. Maldita sea, si era más pesada para él ahora que tenía otra vez trece. Aimeric lanzó el primer ataque que Laurent detuvo sin esfuerzo. El golpe resonó hueco, pero la diferencia de control quedó clara. Laurent sonrió apenas, con suficiencia.

—¿Esto es lo que me querías enseñar? —ironizó—. Qué decepcionante.

Aimeric mordió el labio inferior. Volvió a la carga, esta vez con más fuerza, pero Laurent se movió con precisión. Era la ironía cruel de tener la destreza mental de un soldado en brazos aún débiles, pero suficientes para detener a un niño.

Tras tres intentos fallidos, Aimeric respiraba con fuerza, sudoroso. Laurent apenas tenía el cabello revuelto.

—¿Ves? —dijo el príncipe, alzando la espada de práctica como si fuera un cetro—, la diferencia entre tú y yo es que yo nací para mandar, y tú para obedecer.

Los otros niños soltaron una risita nerviosa. Aimeric se sonrojó hasta el cuello, los ojos húmedos de frustración.

—Eso no es cierto —dijo con un hilo de voz que pronto se volvió grito—. ¡Yo también puedo ser fuerte! ¡Yo también puedo ser alguien importante!

Laurent inclinó la cabeza, la sonrisa afilada prevalecía en sus labios.

—Tal vez —susurró, acercándose lo suficiente para que solo Aimeric lo escuchara—. Pero nunca serás yo.

 

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Su tío insistía en que Laurent asistiera a las clases particulares con Aimeric. Se esforzaba demasiado que ambos entablaran amistad. Laurent no podía verse menos indiferente y Aimeric menos entusiasmado al respecto.

El chiquillo le enseñaba a Laurent todo lo que hacía con irritante fervor. Era como si intentara  impresionar a su príncipe cada vez que respondía correctamente una pregunta del tutor o que conseguía un buen resultado con algún experimento de ciencias. 

Y lo peor de todo es que le seguía a todas partes. Cuando creía que Laurent no se daba cuenta, estaba Aimeric cinco pasos detrás de él. Parecía su escolta, su sombra o su mascota y Laurent no sabía cual de ellas era peor. Si se detenía y levantaba la miraba Aimeric maldecía muy bajito y trataba de mezclarse con el entorno: esconderse o fingir que estaba haciendo alguna tarea completamente ajena a Laurent.

Lo último que necesito era a un exasperante crió vigilando cada movimiento suyo.

Aimeric no era el único interesado en Laurent. Otros de los chicos de Frontine se reunían al verlo pasar por las calle rústicas del pueblo. Hablaban entre ellos, escuchaba sus murmullos y la manera en que convenientemente se reunían en los lugares y horarios que Laurent frecuentaba. Así fue aquella tarde, al menos.

El aire olía a pan horneado y a pólvora. Laurent caminaba despacio por la calle principal, con las manos a la espalda y la barbilla erguida como si no pisara el mismo suelo que el resto. Sus botas, demasiado limpias para el polvo de Frontine, marcaban un contraste con los zapatos de los campesinos que se apartaban a su paso.

Los murmullos no tardaron en seguirlo, aunque los niños habrían jurado que eran demasiado discretos, él los oía.

—Es él…

—El príncipe…

—Míralo, parece de porcelana.

—Es más bonito de cerca.

Laurent no los miraba. Fingía que no escuchaba nada, aunque cada palabra era un combustible que le mantenía la expresión calculadamente impasible.

Un grupo de chicos, entre trece y quince años, se agrupó en una esquina, cuchicheando nerviosos. No se atrevían a hablarle directamente, pero sí a mostrarse frente a él esperando llamar su atención. Uno de ellos sacó de su bolsillo unos pequeños paquetitos de pólvora, de esos que al golpearse contra el suelo estallaban en un chasquido seco y un destello diminuto.

—Mira, mira, vamos a enseñarle —dijo uno de los chicos.

Tiraron uno contra el adoquín. El sonido resonó en la calle y algunos transeúntes giraron la cabeza. El grupo de chicos se rió, celebrando la hazaña como si hubieran detonado una catapulta.

Laurent se detuvo. Giró apenas la cabeza, lo suficiente para clavarles una mirada desdeñosamente azul. Los muchachos se encogieron de hombros, entre orgullosos y avergonzados.

Fue entonces cuando Aimeric rompió su barrera de distancia que había mantenido hasta ese momento, con el cabello claro alborotado, las mejillas encendidas de entusiasmo y una sonrisa amplia que parecía hecha para compensar cualquier frialdad, llegó hacia Laurent como si no existiera distancia social alguna.

—¡Alteza! —exclamó, jadeando un poco, con las manos cerradas en puños sobre su pecho—. No les haga caso a esos… esos tontos. Mire lo que yo tengo.

Abrió la palma y mostró un puñado de cuetitos envueltos en papel blanco arrugado.

—Son mejores que los suyos. Mire.

Se agachó, tomó uno y lo lanzó contra la piedra. El estallido fue más fuerte, el chasquido resonó seco. Aimeric sonrió de oreja a oreja, como si hubiera ganado una guerra.

Laurent arqueó una ceja.

—Estás literalmente jugando con pólvora  —dijo, con un tono que era la mezcla exacta de aburrimiento y crueldad juvenil.

Aimeric se enderezó, sacando pecho.

—Lo hago. Es pólvora de verdad. Yo mismo la conseguí de los mercaderes del puesto. Y… —alargó la mano, ofreciéndole una bolsita de tela pequeña, como si fueran un tesoro—, son para usted.

Laurent no extendió la mano de inmediato Y sin embargo, lo miró con interés 

—¿Mercaderes? 

— Por allá —Aimeric señaló con su mano hacía un mercadillo donde se alcanzaba a ver un puesto de artesanías y fuegos artificiales extranjeros.

Laurent, con ese aire engreído tan natural en él, alargó finalmente los dedos y tomó la bolsita. Los sostuvo como si fueran objetos insignificantes, aunque por dentro sentía la punzada curiosa de la pólvora entre su piel.

Laurent no dijo nada.

—Si quiere, Alteza, puedo enseñarle cómo lanzarlos para que suenen más fuerte. Hay un truco.

Laurent lo observó con un brillo helado en los ojos.

—No necesito que me enseñes a encender fuego.

El grupo de niños a lo lejos soltó hablaba y bromeaba entre ellos, de vez en cuando lanzaban miradas a Laurent y Aimeric antes de volver a secretear entre ellos.

Laurent sabía que no era una coincidencia el que Aimeric tuviera exactamente los mismos  explosivos que los otros niños, justo en ese lugar y en ese momento. Aimeric había ido a jugar con ellos  pero como siempre no logró acercarse y a juzgar por la forma en que los otros chicos lo miraban, Aimeric ni siquiera les agradaba.

Giró el rostro hacia Aimeric con un gesto de fastidio pero sin perder la elegancia.

— Vamos a comprar otros más grandes. Sígueme no te quedes ahí.

La calle guardó un silencio expectante.  Los niños dejaron de reír cuando notaron que en efecto, Laurent se marchaba con Aimeric.

Pero ese pequeño gesto rápidamente se volvió en su contra. 

Laurent y Aimeric fueron vistos paseando por el mercadillo, deteniéndose en los puestos y comprando una ridícula cantidad de fuegos artificiales, confituras, juguetes y estampillas. Su tío los vio volver con las manos llenas desde el ventanal de su habitación, a pesar de ello Laurent sintió la pesadez de esa mirada perversa. Al llegar al patio privado, cuando Aimeric se dispuso a repartir el botín, Laurent le dejó quedarse con todo salvo los fuegos artificiales y una bolsita de chocolates.

Se deshizo de la compañía de Aimeric poco después y cuando atardeció, Laurent volvió a salir solo. Había cosas que Laurent debía hacer y que sería mucho mejor si las hacía sin un mocosos revoloteando a su alrededor, por ejemplo evaluar los caballos.

Conocía la fortaleza de Frontine como la palma de su mano, el camino a Marlas y cada una de las rutas alternas porque había pasado semanas con Damen estudiando los mapas. De lo que no estaba seguro era de los caballos, ya que no eran los mismo a los que estaba acostumbrado.

Laurent se escabulló en los establos, manteniendo una capucha sobre su cabeza para llamar la atención lo menos posible. Solo pensaba en el momento de partir a Marlas y para ello necesitaba conocer al mejor caballo. 

Un criado demasiado holgazán lo dejó pasar, una vez adentro, Laurent se retiró la capucha y empezó a caminar frente a las monturas. Tuvo que subir a un banquito frente a uno de ellos para poder verlo bien. Había una pequeña sonrisita en sus labios, no podría decirse que se relajó pero cuando menos perdió un poquito una capa rigurosa. El caballo se acercó curioso y Laurent levantó su pálida mano para acariciarle la frente.

— ¿Eres rápido, bonito? Apuesto a que sí. ¿Le pateas el trasero equino a los otros caballos?

Murmuró y el caballo relinchó en respuesta como si supiera lo que el niño estaba hablando. Era una montura grande, un semental musculoso y al parecer dócil, podría ser bastante útil para él.

— Ese está bien, pero Katha —la voz suave de Aimeric se dejó escuchar mientras entraba en el establo y se detenía  frente a una yegua negra—. Ella fue a Marlas y volvió en menos de tres horas. Si tuviera que apostar, me decidiría por ella. Hace trizas a cualquier semental y nada le asusta.

Aimeric no llevaba puesta ropa de montar, estaba claro que no había tenido previsto ir a los establos, más bien parecía haberse escapado de clase para seguir a Laurent. 

— Y supongo que también voy a oír consejos de equitación de ti. Me vas a contar muy orgulloso que aprendiste a ensillar a un potrillo y vas a esperar que me impresione con eso —Laurent respondió sin dejar de mirar al caballo.

Aimeric lo miró profundamente y frunció el ceño, mientras apretaba los labios. Dio un paso atrás, la bota hizo crujir el heno debajo de ella, por un momento dio la impresión de que se iría pero entonces sus pasos avanzaron en dirección a Laurent. 

Se detuvo frente a la puerta de madera abierta de uno de los cubículos vacíos y apoyó las dos manos en ella.

— ¿Cuál es su problema conmigo? Es arrogante, cruel, innecesariamente ofensivo ¿Qué le he hecho alteza? Vuestro hermano me ha contado que sois  noble y bondadoso, y sin embargo, solo me desprecia.

Las mejillas infantiles de Aimeric estaban coloradas y sus labios se apretaban demasiado. Aimeric desde pequeño parecía tener ese gusto por provocar peleas.

“Me has traicionado mí y de paso rompiste el corazón de mi capitán, es lo que has hecho”

Es lo que Laurent pensaba pero que no diría porque este Aimeric frente a él, este que vestían con unos ridículos pantalones cortos y medias altas, aún no había hecho nada de eso y desde luego, si Laurent tenía éxito, no lo haría jamás.

— Eres molesto. Excesivamente complaciente, quieres mi aprobación a toda costa y te arrastras como un gusano por un poco de mi atención —Laurent respondió con ese tono controlado y frívolo, bajando con gracia del banquillo en el que había trepado para acariciar al semental—. Y demasiado bonito para mi gusto, es exasperante.

Aimeric se tambaleo al escucharlo y su rostro se volvió color carmín como si no pudiera decidir si eso había sido un insulto o un cumplido.

— No me interesa vuestra aprobación.

— ¿Y por qué no estás correteando con los otros mocosos blandiendo espadas de  juguete y haciendo estallar explosivos diminutos? —Laurent empezó a caminar con las dos manos en la delgada cintura y el pecho (flaco y a penas notable) extendido al frente.

— Porque no quiero.

— ¿O es porque no tienes amigos? —Laurent giró un poco el rostro para verlo sobre el hombro, el azul de su mirada penetró los escudos de Aimeric que se puso nervioso y soltó la puerta—. Es eso ¿no?  Y creíste que el solitario principie se haría tu amigo y todos te tendrían envidia. Que se tragarían sus palabras y todo lo que dicen de ti.

Aimeric ya había pasado del rubor a un tono más intenso, los labios le temblaban. Se habían quedado de pie en el centro del establo y usaba sus manos para jugar con la cinta de su pantalón 

— Creí que él solitario príncipe también necesitaba un amigo… porque sé lo que es estar solo —confesó el niño, llevándose el dorso de la mano a los ojos para enjuagar las lágrimas antes de que salieran.

Laurent guardó silencio, la expresión de su rostro no cambió en lo absoluto, la dureza de su gesto permaneció inamovible pero su cuerpo se giró a medias en dirección a Aimeric.

— ¿Cuando viste a Auguste? Dijiste que él te habló de mí.

— El martes anterior. Acordó venir cada martes. Mañana vendrá.

A veces, incluso Aimeric podía ser útil. Y tal vez tampoco necesitaba robar un caballo.

— No vuelvas a molestarme.

 

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Laurent  sabía que probablemente había adelantado, un evento que nos sucedería hasta dentro de algunos meses. El viaje de su tío a Frontine no se debería haber llevado a cabo aún, sin embargo Laurent se había visto en la necesidad de hacer un pequeño experimento.

Laurent era bastante arrogante, calculador inteligente, sin embargo, no lo bastante engreído para creer que tenía control  sobre el destino y que este obedecería a sus cálculos.  No se trataba de eso, pero estaba intentando algo, para evaluar los resultados a fuerza de prueba y error, y para ello,  Aimeric era una especie de conejillo de indias.

Notó que aquel evento, ya había empezado a desencadenarse, en cuanto notó los ojos de la esposa de Gion, Loyse, a la mañana siguiente mientras se preparaban para la llegada de Auguste y sus hombres.

Los ojos de la dama estaban hinchados, y, aunque trataba de ocultarlo, podía notar un desprecio en su voz, cada vez que hablaba con su esposo. Guion, en cambio, estaba demasiado extraño con su tío, algo tenso, como si no quisiera hacerlo enojar, a pesar de qué él mismo lo estaba. Y su tío, como siempre, le había dedicado un especial atención a Aimeric. La oferta de su tío por Aimeric sin duda ya había sido hecha pero no consumada.

El hecho de que Aimeric lo hubiera seguido todo el tiempo durante la estancia de Laurent, en la fortaleza, le dejaba saber que su tío no se había acercado a él lo  suficiente como para llevar a cabo sus perversidades. Laurent no había perdido de vista a Aimeric con esa intención.

La guardia del príncipe llegó al mediodía con su hermano, encabezandola con el cabello rubio atado en una coleta y la barba enmarcando esa brillante sonrisa. Se notaba que habían pasado varios días en batalla, y sin embargo, su hermano estaría ahí fuerte y orgulloso.

Los dos hermanos se encontraron nuevamente y se abrazaron. Laurent se permitió por un momento ser el niño que su cuerpo aparentaba, siguiendo sus bromas y sus juegos infantiles porque si el majestuoso Principe Auguste podía serlo, Laurent también.

— Pensé que nuestro padre vendría contigo —comentó Laurent mientras los dos paseaban a solas por los pasillos de la casa principal. Las botas de Laurent hacían mucho menos ruido que las pesadas pisadas de Auguste.

— No ha podido, si hubiese sabido que estabas aquí probablemente hubiese hecho el esfuerzo —Auguste no parecía tener prisa por llegar al banquete, se detenía junto a las macetas decorativas del corredor y contemplaba las verdes hojas del follaje. 

— Realmente tenía ganas de verlo.

— Has sido un joven valiente —confesó Auguste, evitando conscientemente la palabra “niño” quizás porque por primera vez no veía a Laurent como uno—. Pronto todo terminará y volveremos a casa.

Laurent se recargó apoyando el hombro en una de las columnas centrando su atención en su hermano.

— Es porque ya soy un hombre.

— Uno muy pequeño —Auguste sonrió como si no pudiera darle crédito a las palabras de su hermanito.

— Y tú uno muy viejo. Y soltero. ¿No estarás demasiado enamorado de Ever como para buscarte una esposa? —se había dibujado una pequeña y traviesa sonrisita en los labios de Laurent. 

— Tu teoría tiene un fundamento válido —Auguste no negó nada en lo absoluto.

— ¿Y si yo me fijara en alguien antes que tú? —Laurent preguntó sin mirarlo esta vez, con un tono mucho más bajo del que había usado hasta entonces. Los dedos delgados tamborileaban sobre su propio antebrazo.

Auguste dejó por completo lo que estaba haciendo (admirar al detalle las hojas) para mirarlo de frente. Era notorio que estaba haciendo todo por contener una sonrisa divertida, los ojos tan azules como los de Laurent mostraban ternura.

— Le cortaría la cabeza, tal vez. 

— Me voy a conseguir un  Akeliense —Laurent lo dijo con total seriedad, tanta que Auguste terminó por soltar una sonora carcajada que inundó el pasillo entero. Laurent extrañaba demasiado el sonido de esa risa.

— Tienes solamente trece años.

— No tengo prisa, pero podría, ya sabes, valorar mis opciones.

Auguste caminó hacia él y le pasó el brazo por los hombros, obligando a Laurent a avanzar a su lado.

— Jamás pensé que tú precisamente serías del tipo romántico. Siempre imaginé que echarías a cada pretendiente que se te acercara hasta hacerle salir corriendo.

— No te lo imaginas.

— No seré yo quien te impida elegir, Laurie.

— ¿Aceptarías cualquier elección mía? —Laurent para entonces ya no tenía el valor de mirar a Auguste a la cara mientras sostenían esta conversación. Recordaba ese momento preciso en que le dijo a Damen que seguramente le habría agradado Auguste.

Su hermano asintió y le sacudió con cariño fraternal esa melena dorada.

— Siempre que no sea una mala persona —el silencio se sentó por algunos minutos entre los dos hermanos. 

Pasaban ante los sirvientes y todos ellos bajaban la cabeza ante los príncipes aunque estos dos estuvieran sumidos en sus propios pensamientos.

— Laurie —Auguste volvió a hablar—. Ni una sola vez te he escuchado hablar de una doncella. Te has referido solamente a un hipotético “él” ¿Acaso tienes ya a alguien en mente o simplemente estás tomando una preferencia más personal?

Laurent tradujo aquella pregunta de forma sencilla en su mente: ¿Te gusta un joven o sencillamente no te gustan las mujeres?

— ¿Eso importa?

— Le importa al reino, al consejo y al trono de linaje extenso.

— No te he preguntado por eso, te pregunté por ti —era así, a sus veinte años mentales y los trece físicos que Laurent por primera vez tenía esta conversación con su hermano. Muchas veces imaginó cómo sería y cuál sería su respuesta.

— Lo único que me importa es que ames y seas amado.

Y aquellas palabras confirmaron las sospechas de Laurent. Todas las noches junto a Damen que él se había imaginado haciéndole esa pregunta a su hermano finalmente habían sido calmadas. Sentía una tranquilidad y a su vez una sobrecarga de emociones que le robó la voz a Laurent, no fue capaz de hablar, de decir nada. Quería salir corriendo hacia Damen y gritarle “Auguste estaría feliz por mi”. Pero el Damen en esta línea del tiempo probablemente atravesaría el corazón con la espada antes de acercarse lo suficiente.

Chapter 6: Az bajo la manga

Summary:

Me voy a ver en la penosa necesidad de rogarles que me hagan saber si alguien está leyendo esto :]

Chapter Text

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Auguste visitaba Frontine cada semana para reabastecerse, cambiar armas y recuperar fuerzas. Iba por supuesto acompañado de Ever que no se despegaba de él ni un solo segundo mientras estaban en público, mucho menos durante la cena que Guion y su esposa ofrecían devotamente a su príncipe.  Así que la mesa estaba ahora conformada por Auguste, Ever, el capitán de Auguste, Guion y su familia: esposa, nuera e hijos perfectos incluyendo a Aimeric y por supuesto el tío de los príncipes y el mísmo Laurent. Les habían acomodado de tal forma que Auguste ocupaba un extremo de la mesa, Ever sentado a un lado y Laurent al otro. Su tío era experto en quejarse de cómo Ever ocupaba el lado derecho de Auguste y se relegaba a él a un asiento irrelevante.

 

En alguna ocasión su tío había confrontado a Ever por esto ordenándole que se abstuviera de un lugar en la mesa y permaneciera de pie detrás de Auguste. Laurent había estado presente cuando su hermano se enteró de esto y dijo a su tío firmemente: Ever es mi mascota. Es superior a todos y no responde ante nadie más que a mí. 

 

Así que su tío ahora estaba junto a Laurent, podía soportarlo. Y frente a este estaba nada menos que Aimeric pues su padre ocupaba el otro extremo de la mesa y su jerarquía familiar estaba en orden inverso. Aimeric le lanzaba miradas despreciables a Laurent sobre la mesa, el príncipe ni se daba por enterado, solo parecía tener ojos para su hermano y la forma en que cuidaba de Ever como si éste fuera el príncipe y no al revés. 

 

— Así que finalmente se han conocido ustedes dos. Tenía el presentimiento de que se llevarían bien —Auguste alzó su copa en dirección a Aimeric y Laurent, los blancos dientes en la sonrisa del príncipe confirmaban su alegría. 

 

Serena, la única hija de Guion, de unos dieciséis años, se rio por lo bajo al cortar su carne con teatral delicadeza. 

 

— Pone en duda su intuición, Alteza —señaló ella antes de batir las pestañas en dirección a Auguste. Sus labios estaban maquillados de un rosa que acentuaba la sonrisa de la jóven—. Yo he escuchado que les hace falta un poco más de tiempo para entenderse.

 

—Le aseguro que el objetivo principal de Aimeric es que el príncipe se sienta complacido —Loyse intervino en la conversación. 

 

A diferencia de Serena, Loyse no parecía en lo absoluto deseosa de impresionar al príncipe, a ninguno de los dos. Ella de hecho hablaba con cierta amargura impregnada en la educada voz, como si tuviera la imperiosa necesidad de, al menos una vez, proteger a su hijo menor de la realeza. 

 

Auguste podía no ver esto, así como no notaba los intentos de Serena para llamar su atención y congraciarse con él pero nada de ello pasaba desapercibido para Laurent.

 

Aimeric fruncía el ceño desganado ante las palabras de su madre como si ahora mismo deseara con el alma desmentirlas. De tener más huevos, probablemente lo haría pero no se podía esperar más de un crío. Laurent casi esperaba escucharlo decir  “Por como me ha tratado, preferiría que lo orine un perro antes que complacerlo”. Luego probablemente se echaría a llorar.

 

— En realidad os quisiera hablar del asunto —la voz de Laurent podía ser infantil pero él sabía entonarla con clase, con una mezcla aristocrática y casual, que robó sin exigirlo, la atención de los presentes.

 

Aimeric enrojeció, apretó su tenedor entre las manos. Le hacía gracia pensar que de estar a su lado habría intentado clavárselo en la pierna aunque tampoco lo creía tan audaz para hacerlo.

 

Laurent levantó el mentón, su rostro altivo tomó una apariencia más decidida. Mantenía la vista en Aimeric y le sonreía de esa manera gélida que él dominaba.

 

— Lady Loyse, Consejero Guion —el orden en que pronunció sus nombres, fuera del protocolo fue intencional. Guion estaba visiblemente incómodo pues se reconocía la superioridad de su esposa ante él—. Os pido su permiso para cortejar a su hijo Aimeric.

 

El aire se volvió demasiado denso en el salón. Auguste abrió completamente los ojos, Ever casi escupe su vino, su tío palideció y estuvo a punto de atragantarse. Los ojos de Loyse brillaron, y Aimeric…

Aimeric no parecía dar crédito a lo que sus oídos habían escuchado. La manita soltó el tenedor que cayó haciendo un ruido agudo contra la porcelana de la losa. Tenía los labios entreabiertos y las pupilas dilatadas.

— ¿Cortejar…me?

Laurent asintió con lentitud, dejandole en claro que hablaba en serio.

— Considero que ambos son demasiado jóvenes —comenzó a decir Guion, cuyo mostraba una curiosa amalgama de colores.

Laurent inclinó muy despacio la cabeza en su dirección porque escuchaba lo hipócrita de sus palabras. Demasiado jóven para ser cortejado pero no para que su padre lo ofreciera como entretenimiento sexual a su tio si eso le conseguía un beneficio monetario. 

— Príncipe —Loyse ignoró completamente las palabras de su esposo, su rostro sereno se había girado en dirección a Auguste, el cabello largo y negro de la mujer se bamboleó sobre su pecho. 

Laurent había solicitado el permiso a los padres de Aimeric pero el Príncipe debía hablar antes que ellos, al final su palabra pesaba mucho más. Claro que no era obligación de los padres respetar la voluntad del príncipe en ese caso pero sería muy poco inteligente no hacerlo. 

Loyse no era estúpida, cualquier cosa que pudiera recibir Guion como pago por el cuerpo de Aimeric sería nada comparado con el hecho de que su hijo tuviera la oportunidad de formar parte de la familia real. Guion tenía ahora una mejor oferta… aunque algo le decía que aceptaría incluso si no recibiese nada a cambio.

Auguste se sabía en una posición complicada. No había visto venir el repentino anuncio pero ahora tenía a toda la familia mirándolo. Y Guion tenía razón, ambos eran demasiado jóvenes.

— Me parece que el príncipe ha hecho una maravillosa elección. Sin embargo podría considerarse un poco prematura…

— Ah, no he hecho más que manifestar mis intereses. Soy consciente de que no estoy listo al igual que Aimeric —entonces Laurent miró directamente a los ojos del joven aunque siguió hablando para todos— por hermoso que sea. 

Aimeric enrojeció y de pronto pareció haber olvidado hasta cómo respirar, su hermana tuvo que darle una palmada en la espalda. 

—Así que me gustaría retomar esta conversación en cuanto tengamos la edad adecuada. Hasta entonces, solicito a partir de esta noche un contrato firmado por los padres para salvaguardar la castidad de Aimeric, solo para mí. 

Auguste tosió al escucharlo. Ever le pasó un vaso con agua de inmediato. Hasta hace unos minutos apenas habían tocado el tema en los corredores, de un posible cortejo en lo que Auguste asumía sería un futuro lejano,  pero ahora su hermanito estaba pidiendo por contrato la virginidad de un joven.

— Se hará como usted guste, Alteza —Loyse se precipitó a responder sin esperar la opinión de su esposo—. Se protegerá la virtud de mi hijo hasta que usted lo reclame al cumplir ambos la mayoría de edad.

— ¿Debo interpretar esto como un compromiso con nuestro hijo, Alteza? —Guion finalmente se decidió  a hablar, arrastraba las palabras sin decidirse entre el disgusto o el alivio aunque de alguna manera se inclinaba por lo que más le convenía—. Detestaría pensar que su palabra es seria cuando no busca más que una mascota.

— No sabía que se cortejaba a una mascota —Laurent habló con una vocecita infantil y pícara. 

Por suerte Auguste lo salvó.

— El príncipe no tiene la edad para decidir sobre su matrimonio. No se le pediría a un adulto que proponga matrimonio sin haber cortejado antes, es el sentido de esto —estiró la mano hasta su hermano y la colocó en el hombro de este con solemnidad—. Interpretemos esto como lo que es, un joven interesado por otro, deseoso de cortejarle.

A Laurent no le sorprendía el hecho de que Aimeric permitiera que todos en esa mesa opinaran sobre su cama y su futuro sin que le consultara en lo absoluto. Lo recordaba más fiero pero no podía esperar que un  niño pensara como un hombre. 

— Por supuesto, esto solo en el caso de que el joven Aimeric me acepte —dijo Laurent sin apartarle la mirada.

Aimeric tembló. Durante todo ese tiempo el tío de Laurent se había quedado en completo silencio, sabiendo perfectamente que lo mejor en este caso era mantener un perfil bajo. Laurent parecía tener un sexto sentido que le permitía percibir la molestia de su tío al ver sus planes frustrados, cosa que le regocijaba de solo pensarlo.

— Sí, alteza —respondió el joven Aimeric, aunque se notaba por el temblor de su voz que no estaba seguro de lo que debía decir—. Me sentiré profundamente honrado de ser cortejado por usted.

 

 

 

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Estaba seguro de que Damen encontraría esa jugada demasiado baja, de haberlo presenciado. El contrato se había firmado esa misma noche y era como si Aimeric ahora le perteneciera. La avaricia de su padre se vería saciada y su madre respiraría tranquila sabiendo que nadie usaría a su hijo como moneda de cambio.

Pero por más que Laurent intentara convencerse de que había hecho lo correcto, sabía que por otra parte le había privado a Aimeric la posibilidad de elegir a su pareja. El curso de la historia que el príncipe conocía inevitablemente cambiaría, no podría predecir lo que iba a suceder. Aimeric bien podía conocer a Jord o a cualquier joven que le interesara y debido a ese contrato, no podría elegirle.

Era una apuesta que a Laurent no le correspondía hacer pero pensaba que era peor no intentarla.

Resulta que la yegua Katha era una elección increíble. Laurent había salido a dar un paseo por los jardines a solas montando a la joven yegua para familiarizarse con ella. Era tranquila pero valiente y versátil. Bien podía trotar entre las flores sin arruinar ninguna o saltar los obstáculos de la pista de entrenamiento. En terreno abierto debía ser espléndida.

Cuando volvió al establo, descendió del caballo y una criada lo recibió para hacerse cargo de Katha. Laurent le acarició detrás de las orejas, la llamó “buena chica”. Se pasó una mano por el cabello, que a esa edad era más largo y más rebelde. Tuvo que levantar la cabeza para que él cabello se acomodara directamente.

Fue cuando se dio cuenta de que Aimeric estaba ahi. Con la espalda apoyada en la pared del establo, los tobillos cruzados, ambas manos en los bolsillos del pantalón. Tenía una mirada indefensa, curiosa y tardó en hablar como si a pesar de haberle dado vueltas al asunto, aún no tenía claro qué decir.

— Yo no sabía que tú… —Aimeric comenzó a decir.

— No te tomes la libertad de tutearme —atajó Laurent pero su voz no era tan filosa como antes.

Aimeric hizo un puchero ofendido pero no se defendió.

— Mis disculpas, alteza. Lo que quería decir es que no… —Aimeric se separó de la pared y los pasos lentos e inseguros los acercaron a él—. No imaginé que usted gustara de mí.

— A veces yo mismo me sorprendo.

Pero Aimeric no se detuvo en el espacio de lo prudente siguió avanzando un poco más hasta que el espacio personal del príncipe fue deliberadamente  invadido. Laurent lo miraba sin perder un segundo la compostura como quien mira a un animal en cautiverio que intenta cruzar su jaula.

— Si me lo hubiese dicho directamente, habría sido más fácil —susurró Aimeric. Sus manos se movieron temblorosas hacia la mano de Laurent. Aimeric no parecía tener idea de lo que hacía, no parecía tener idea de como sujetar siquiera su mano. El rubor en las mejillas lo confirmaba. 

Laurent se alejó un paso atrás sin pensarlo.

— No me gustan los niños Aimeric. Eres solo un crío.

— Usted mismo es un crío.

— Tal vez por eso no me gustan, ni yo mismo me soporto.

Aimeric entrecerró los ojos confundido y torció los labios en un gesto que lo hizo ver aun más joven de lo que era.

— Entonces ¿por qué me…?

— Te he pedido que esperes. Es todo. 

Aimeric pestañeó un par de veces como aún esperara una explicación.

— ¿Yo te gusto o no, mí príncipe?

No podía decirle que no sin  arriesgarse a decepcionarlo y tampoco podía decirle que sí porque no era verdad. No le gustaba ni siquiera como adulto, mucho menos siendo un niño.

— Deja de hacer esto, por favor ¿Qué quieres que te diga? Que eres simpático, listo y talentoso? Bien, lo eres… y eso no significa nada.

Aimeric aún más confundido se abrazó a sí mismo.

— Eres odioso.

— Lo soy, pero no te miento. Así que por ahora solo puedo pedirte que confíes en mí. Solo confía.

Aimeric apretó los labios, sorbió su nariz y comenzó a mover la punta del pie sobre la tierra del establo.

— Me pides demasiado.

Laurent dio otro pequeño paso hacía atrás para marcar distancia entre los dos pero mantuvo el volumen rígido de su voz.

— Si antes de que acabe el contrato encuentras a alguien que te guste, házmelo saber. Presentadmelo y os daré mi bendición. Tienes elección.

 

 

 

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La noche estaba espesa cuando Laurent volvió a la habitación a adentrarse en el castillo. Debería haberse dirigido a la habitación dónde se hospedaba pero tomó un ligero desvío a la habitación de su hermano. Laurent tocó la puerta y escuchó casi inmediatamente la agitada voz de su hermano indicándole que pasara. No lo hizo, era verenciano y eso mismo había hecho Laurent cuando estaba con Damen en una ocasión.

— Soy yo, hermano.

— Un momento… —se escuchó movimiento en el interior de la habitación.

Laurent esperó con paciencia observando todo a su alrededor. Al fondo del pasillo se encontraba la puerta de la habitación de su tío, la luz se veía encendida debajo de la rendija.

La puerta de la habitación  de Auguste se abrió a los pocos segundos. Su hermano había abierto la puerta, llevaba una camisa beige con los cordeles desatados y un pantalón del mismo color. La frente del rostro ligeramente humedecida por el sudor y la piel colorada.

— Pasa.

Laurent asintió y entró a la habitación. A su yo de trece años le habría impactado entrar y ver a Ever tendido en la cama completamente desnudo y apenas cubierto solo en las zonas más íntimas con los pliegues descuidados de las sabanas. La mascota estaba empapada en sudor, su pecho subía y bajaba con la respiración agitada y las mejillas enrojecidas. Tenía una sonrisita maravillada en el rostro y se giró un poco para ver a Laurent. 

Por suerte este Laurent adulto en un cuerpo adolescente, ni se impresionó ni se incomodó. Sus pasos se detuvieron en el centro de la habitación y se giró en torno a su hermano.

Laurent tenía los ojos enrojecidos, clavados con firmeza a los de su hermano, las manos delgadas jugaban con el cordel que caía a los costados, su imagen era precisamente la de un niño asustado pero con una voluntad perpetua y fuerte.

— Quiero ver a papá. Así que tienes que llevarme contigo a Marlas porque tengo esta horrible sensación de que si no voy contigo, no volveré a verlo —las palabras  salieron con una dolorosa honestidad de los labios del más joven de los príncipes. 

Auguste avanzó con ese paso de león, precavido pero en control. Sus manos estaban sobre el borde del pantalón, Ever se giró quedando de costado en la cama, apoyando la cabeza sobre su mano alzada y pronunciando más la curva de su cadera, contemplaba a Laurent con cierta seriedad, conmovido por su expresión. 

— Tienes todo el derecho del mundo de estar asustado, Laurie —comenzó a hablar Auguste lentamente y se detuvo junto a la cama. Ever deslizó sus manos hacía las suyas como un gato demasiado acostumbrado al contacto con su amo. Auguste continuó—. Pero el frente es peligroso para ti.

— Es peligroso para cualquiera —y aún así me obligan a quedarme mirándolos partir mientras enfrento solo otro peligro bajo mi techo. Laurent pensó pero no lo había dicho—. No tengo que pelear, me quedaré dentro de la fortaleza solo, por favor…

Auguste se llevó la mano a la cara y luego frotó su rostro, manteniendo la mano sobre sus labios sin perder de vista aquella muestra de desesperación de su hermano, algo poco usual en él.

— No me perdonaría si algo te pasara.

— Entonces no dejes que pase, porque yo no te perdonaré si algo le pasa a nuestro padre y no me dejaste verlo antes de eso —“otra vez”, quería agregar Laurent, de hecho quería gritarlo con todas sus fuerzas.

Auguste guardó silencio, desvió la mirada hacia Ever como si estuviera pidiendo su consejo.  Ever lo observó a los ojos con serenidad, esa aparente calma que lo envolvía no era más que una fachada que le había servido para llegar a la cama del príncipe. Ever era mucho más que eso.

— Tú mismo has dicho que el príncipe Laurent estaba dejando de ser un niño —dijo Ever, inclinando delicadamente la cabeza—. Los hombres que Vere necesita no se forjan en la comodidad de una biblioteca.

Auguste guardó silencio unos segundos y bajó el rostro tomándose todo su tiempo para meditar antes de obligarse a hacerle frente a su hermano menor.

— Vas a obedecerme en todo momento, no te perderé de vista aunque sientas que te asfixio. Un par de días y es todo, volverás a Frontine en cuanto yo lo diga ¿Entendido?

La carita de Laurent brilló de pronto, avanzó varios pasos y abrazó a su hermano, pegando el rostro en su pecho, Auguste se tambaleó al verse tomado por sorpresa pero correspondió el abrazo entre risas.

— Eres maravilloso, hermano —confesó Laurent en voz bajita evitando a toda costa que Auguste le mirara a los ojos, solo se notaban los brinquitos de su pecho y los silencios forzados. Laurent intentaba ocultar los infantiles sollozos—. Ahora me voy, os dejo terminar lo que hacían. No vi nada, no… yo no…, me voy…

Laurent no se quedó un segundo más, tampoco los miró aunque ellos se reían enternecidos por su pudor, el joven príncipe simplemente se escabulló fuera de la habitación con la misma facilidad con la que había entrado. Cuando estuvo solo en la privacidad del pasillo Laurent finalmente levantó el rostro. 

Ni había llorado, ni se había ruborizado y mucho menos se notaba alterado, al contrario, había una satisfacción calculada en ese rostro joven  que contrastaba con la natural inocencia del mismo. No le gustaba manipular a su hermano, la idea en realidad le había causado escalofríos pero había aprendido que hay formas más directas aunque menos honorables de conseguir lo que necesitaba.

Pero por otra parte, Laurent también sabía que en los próximos días sabría si realmente podía cambiar el curso de la historia.

Chapter 7: Marlas

Notes:

Mil gracias a las personas que me dejaron sus comentarios

Chapter Text

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Laurent se colgó el broche de la leona dormida en la parte interna de chaqueta azul, justo detrás de la insignia del destello, pero dentro de sus ropas. Era peligroso caminar por la frontera  de Vere con el símbolo de las sacerdotisas de Akielos. Tan solo portarlo podía ser considerado como una traición sobre todo para un príncipe.

La sola situación de su presencia en Marlas era sumamente simbólica para Laurent por toda la historia que cargaba esa tierra; historia que en esta realidad ni siquiera había sucedido. Pero en el corazón y el alma de Laurent ya todo había sido escrito una vez. Auguste había muerto en Marlas en manos de Damianos, Laurent  acudió ahí años después cabalgando junto al asesino de su hermano, enamorado de éste hasta la médula pero demasiado confundido para enfrentarlo. Hoy quien cabalgaba con él era Auguste.

Existía la posibilidad de que los planes de Laurent resultaran mal y desembocaran en la muerte de su hermano o quizás del mismo Damen. Todo dependía de qué tan bien supiera jugar a sus cartas un niño de tan sólo 13 años.

Era media tarde cuando se alcanzaron a divisar las edificaciones de la fortaleza. Desde las colinas podía  apreciarse el campamento verenciano alrededor de la fortaleza de Marlas. La cantidad de tiendas postradas  era enorme, algo que había esperado sin duda. Las atravesaron siendo recibidos por la lealtad de los soldados. Cuando las pesadas puertas de la fortaleza se abrieron para dar paso  a los príncipes, Laurent solo tuvo una cosa en mente: un poco más allá del hermoso valle se encontraba Damianos.Tan cerca y tan lejos de él.

Pero ese pensamiento abandonó su mente involuntariamente cuando los azules ojos de Laurent divisaron la figura del Rey de Vere, de su padre.

La sonrisa de Laurent fue tan natural que dolía en el pecho. El joven príncipe descendió del caballo antes de lo esperado, de un brinco, y corrió como un crío a los brazos de su padre. Nadie le podía culpar por haberlo extrañado como lo hizo, ni por esa sensación de plenitud que lo envolvió al abrazarlo una vez más.

— ¿Cómo pudiste crecer tanto en un par de semanas? —murmuró el Rey cuando ya estrechaba con fuerza el pequeño cuerpo de Laurent. 

— Se siente como si te hubieras ido hace poco más de seis años —respondió Laurent. 

Y aunque Laurent había previsto hasta el más mínimo movimiento de cada uno, esa tarde transcurrió de forma orgánica, fuera de los cálculos y la voluntad de Laurent. Todo lo que vivió y sintió se sintió tan genuino y lleno de vida que de ninguna forma pudo haberlo previsto. La forma en que su padre le dedicó suaves palabras amorosas,  el momento exacto en el que Auguste les dio alcance y se unió conmovido a la escena, dándole a Laurent mimos fraternales; y esa manera en la que su hermano le colocó la palma en la nuca y lo apretó orgulloso. Los tres estaban una vez más reunidos.

El Rey de Vere le dedicó a sus hijos el resto de la tarde hasta antes del anochecer. Llevó a Laurent al interior de la fortaleza, a la habitación preparada para él. El príncipe tuvo tiempo de asearse y descansar antes de bajar a los salones dónde ya se había planeado un  festín en honor a los Príncipes. Una cena con frutas, carne de cordero y quesos. Como era costumbre se invitaron a los soldados quienes  bebieron vino y brindaron por la llegada del príncipe.

Una gran mesa fue dispuesta para la familia Real en que, para placer de Laurent, su tío brillaba por su ausencia pues se había quedado en Frontine. El Rey ocupaba uno de los extremos y sus dos hijos a sus lados, además de Ever y los mejores soldados de las Guardias del Rey y del Príncipe. 

— Laurie, ¿vas a robarnos un barril de vino para bebertelo tú solo? —la voz divertida de Auguste se elevó entre los murmullos de los soldados. Auguste rodeaba la cintura de Ever , quien robaba piezas de uva del plato de su hermano y éste le dejaba hacerlo—. Nuestro tío me ha contado de esa aventura con el vino que terminó en un castigo en Frontine.

Laurent al ver la copa de vino que uno de los sirvientes dejaba frente a su padre, hizo una mueca de asco que no tuvo que fingir, era real. Suficiente había sido beber esa copa en Arles. Aún el recuerdo de la resaca le martillaba la cabeza y no le quedaban ganas de intentarlo de nuevo.

—Ni una sola gota, os lo juro —retrocedió sobre su asiento, apartando la copa de su padre de él sin quitarle  la mirada al vino como si el líquido  fuera a saltar de pronto a atacarlo.

Auguste rió pero no insistió. El rey bajó la mirada aun con la sombra de la sonrisa en los labios pero con un aura ensombrecida rodeándolo. 

El Rey, negó lentamente como si no considerara la anécdota como nada más que una travesura infantil. Estiró la mano para alcanzar un pedazo de pan duro, que mordió  con demasiada ceremonia.

— No sé si yo le llamaría castigo, si Laurent terminó con un pretendiente —el padre parecía ciertamente orgulloso de su joven hijo pero aun algo inquieto, como si estuviera conteniendo las ganas de soltar un sermón sobre esa decisión en medio de la cena. 

— Parece que tuvieras algo que decir, padre —musitó Laurent que ya intuía que el Rey no se mostraría muy complacido con su decisión de pretender a Aimeric pero también sabía que no se opondría.  

— Yo siempre tengo algo que decir —respondió el rey de Vere con la mirada al frente—. Y lo haré exactamente cuando yo lo desee —una forma de pausar la discusión pero sin perder el buen humor que se notaba en la voz del hombre. 

Los sirvientes se movían en total silencio entre ellos, tratando de pasar desapercibidos y de no ser notados. Las mascotas, sin embargo, llamaban más la atención jugueteando con sus amos y dándoles caricias. Por supuesto solo unos cuantos, los soldados de más alto rango, tenían permitido llevar a sus mascotas a la guerra. Además de Ever, estaban la mascota de su padre y dos más que pertenecían a los capitanes. 

Se escuchó entonces el estruendo de una vasija al caer al suelo y hacerse añicos. Un sirviente joven de unos catorce años, se había tropezado con ella. Un criado mucho mayor se acercó alarmado, levantó al chico de un tirón de la oreja. Cuando la mascada que el muchachito tenía en la cabeza cayó al suelo, Laurent pudo ver un castaño bastante claro. 

— Mis disculpas, altezas. Será reprendido de inmediato —afirmó el sirviente.

Laurent, al verlo, habló sin siquiera solicitar la palabra.

— No, yo lo quiero.

Auguste que tenía las mejillas sonrojadas por el vino se soltó a reír de buena gana.

— Buen intento, pero no, Laurie. No tienes edad para tener mascotas.

Unos de los soldados postrados a su lado carraspeó con dureza.

— ¿Qué no tiene edad? ¡Patrañas! En cualquier momento el príncipe se hará hombre.

— Y no lo dudo —dijo Auguste con una gran sonrisa mientras le hacía a los dos sirvientes una seña para que se acercaran—. El príncipe sin duda está cruzando precisamente la etapa en la que quiere explorar. Ya encontró a quien cortejar y ahora lo quiere a él. Pero eso no quiere decir que se le conceda todo lo que pide.

El mayor de los sirvientes le dijo al jovencito un empujón para que acudiera al llamado de  los príncipes.  

— No busco una mascota y no espero que me sirva en los aposentos ni en los baños —aclaró Laurent, evaluando al chico con la mirada. Era más o menos de su altura, piel muy clara para ser un sirviente pero no tanto como la de Laurent. No era precisamente atractivo pero tampoco desagradable—. Que me sirva de compañía el resto del día. Me voy a morir de aburrimiento si todos a mi alrededor son tan viejos como tú, hermano.

El Rey sin embargo al escuchar la explicación de su hijo, simplemente asintió, haciendo una seña al sirviente para que dejara al niño servirle al más joven de los príncipes.  Laurent le sonrió con dulzura a su padre aunque ni siquiera le prestó atención al muchacho. Lo único que hizo fue pedirle que se mantuviera siempre cerca.

Inevitablemente la conversación se desvió hacia los príncipes. Aunque comenzó primero en Laurent y su brillante futuro, en pocas horas ya se hablaba de las hazañas de Auguste… Y no se trataba únicamente de las mejores anécdotas sino también de sus momentos más embarazosos y torpes. Auguste solo reía y bromeaba con ellos, nunca se ofendía por las cosas que dijeran.    

El Rey de Vere se hizo notar con una gran carcajada que reinó por encima de las demás. Sin duda en su rostro se podía leer una mezcla de orgullo y nostalgia que se fortalecía cuando pasaba la mirada entre sus dos hijos. 

— Crecen demasiado rápido los dos. Estoy seguro de que ambos harán grandes cosas por su país —el rey hizo amago de brindar por los príncipes, levantando la copa.

— ¿Cómo la paz con Akielos? —Laurent dijo sin más.

El silencio se volvió absoluto en la habitación, ni siquiera los ruidos externos de la  noche parecieron alcanzarlos. Su padre no le miró, sino que mantuvo la vista al frente, la copa. Auguste sí le veía pero era imposible saber lo que pensaba. Sus labios eran una delgada línea recta y  la sombra de sus ojos no dejaba en claro si estaba decepcionado, preocupado, triste o todas las anteriores.

— La gente de Akielos es un puñado de bárbaros, Laurie —soltó muy lentamente su hermano—. Sanguinarios, violentos y toscos, cuyo objetivo principal es quitarnos Delfeur.

Laurent soltó un suspiro lento, hizo un movimiento de hombros y asintió.

— No encuentro fallas en tu lógica —convino Laurent, lo que le sacó una sonrisa a su hermano y reanudó la conversación y las risas entre los soldados.

Laurent sin embargo sonrió sin echarse atrás con el mismo encanto de siempre. Qué ganas tenía de chasquear los dedos a Ever y hacer que éste lo alimentara en la boca solo para verse más descarado,  pero habría sido realmente extraño siendo él un niño. Eso no le impidió continuar con su discurso.

— Y sin embargo, sois demasiado parecidos a ellos ¿no os parece? —murmuró dándole una mordida a una manzana roja.

— Suficiente, Laurent —su padre dijo con firmeza. 

Laurent había creído que estaba preparado para soportar una reprimenda de su padre, después de todo, Laurent era un soldado experimentado, un hombre adulto e independiente que había sufrido de todas las formas imaginables y ahora era el Rey de Vere y Akielos. 

Pero lo cierto es que la severidad en la voz de su padre lo paralizó al instante, la sonrisa se desvaneció de a poco aunque hizo todo lo posible por mantenerla, como si no quisiera dejarle ver a nadie que eso le había afectado. 

El azul en sus ojos se desplazó perezosamente hasta encontrarse con la mirada intransigente del Rey.

— No toleraré una sola falta de respeto a mi pueblo, ni siquiera viniendo de un niño de trece años, sobre todo si el niño en cuestión es el príncipe de Vere.

— Padre, no he querido…

— Es tarde para ti. Debes descansar después de un viaje  tan largo —él rey hizo una sola seña a los sirvientes que se acercaron sin perder tiempo hasta la familia real. El joven sirviente detrás de Laurent se quedó a la espera.  No era una invitación a descansar para el príncipe, como el rey intentaba hacerlo ver, sino una reprimenda.

Laurent no se movió un solo centímetro en un inicio. Solo lo observó con una mirada mayor de lo que aparentaba. Finalmente dejó la fruta y se puso de pie con esa elegancia medio torpe de un adolescente.

— Gracias por su tiempo y recibimiento, altezas —pero  no lo decía ni con respeto, ni con un tono afligido, más bien daba la impresión de estar desafiándolos a ambos monarcas entre líneas.

Salió del comedor, fielmente seguido por el niño sirviente que se mantuvo en todo momento detrás de él. Laurent le dejó seguirlo hasta que llegó a la puerta de su dormitorio, entonces se volvió hacia él.

— Márchate, no quiero compañía. Ven aquí mañana al amanecer para que cargues mis cosas —luego se acercó a él con severidad impregnada en la mirada—. Esta noche evité que te azotaran, en cambio vas a darme tu lealtad.



.⋅˚₊‧ 🜲 ‧₊˚ ⋅

 

No pudo dormir esa noche. Solo podía pensar en lo que podría pasar ese día si es que las cosas no salían tal como él lo había pensado. Y al contrario de lo que pudiera parecer era algo que solía suceder y se veía obligado a inventarse la solución sobre la marcha.

Pero finalmente había llegado la fecha tan temida y tan ansiada. Probablemente debería estar nervioso por la gran posibilidad de fallar y perder una vez más a su hermano, pero la verdad Laurent solo podía pensar en que Damianos estaría en Marlas aquella tarde. El corazón le latía con fuerza, porque el amante adorado al que había visto arder en la pira, ahora cabalgaría con toda su belleza y fuerza por los campos de Delfeur. 

Antes de que el sol terminara de alzarse, Laurent ya le había pedido el baño a los criados. Estaba aseado, fresco y como siempre con esa impecable presencia acentuada por la chaqueta azul y la insignia del destello sobre su pecho.  La elegancia de su andar obligaba a los hombres de su padre y de su hermano a bajar la cabeza con respeto ante su paso. A todos menos a uno: Govart, que no había hecho otra cosa que mirarlo con arrogancia, como si se negara a servirle a un niño. En realidad, Govart se negaba a servirle a cualquiera del que no pudiera sacar un beneficio personal.

Su nuevo sirviente le había obedecido, llegó puntual completamente vestido y ahora marchaba tres pasos detrás de Laurent cargando una bolsa de tela que su príncipe le había confiado.

Laurent se reunió con su padre y su hermano. Ni siquiera se hizo mención del descontento de la noche anterior, era el momento de Auguste quien libraría una batalla importante.  El Rey observaría el encuentro de cerca aunque a una distancia prudente, sin embargo, Laurent tenía estrictamente prohibido abandonar la fortaleza y se le confinó a observar la batalla desde una torre.

Laurent ocupó su lugar seguido de su sirviente cuando se escucharon las trompetas que anunciaban la aproximación del ejército de Akielos. Su padre y su hermano ya estaban al frente del campo.

Laurent se acercó al muro de piedra de su torre, con las manos sobre la muralla y el corazón saltándole en el pecho, tan inclinado que podría caer en el menor descuido. Una de sus manos había sujetado con fuerza el broche de la leona y la movía ansiosamente entre sus dedos. Los ojos azules competían con el cielo en claridad y belleza pero se encontraban fijos en el horizonte.

Y ahí apareció.

La figura de Damianos de tan solo diecinueve años, montando con la ferocidad de un titán al caballo, seguido de sus hombres. 

El príncipe guerrero. 

Y Laurent solo pudo sonreír como un loco enamorado, mientras sus ojos irradiaban un destelló inconfundible. Estaba bien. Estaba vivo. 

Y Laurent se juró a sí mismo que no lo dejaría morir de nuevo.

Pero ya tendría tiempo de admirar a aquel  hombre. De hecho, tiempo era lo que más tenía. Guardó el amuleto de la leona muy bien bajo su camisa. 

Laurent aprovechó el momento exacto en el que el joven Damianos a la distancia se dirigía a Auguste y desenfundaba su espada para dar inicio a la batalla entre príncipes. Se quitó la chaqueta azul y se volvió hacia el niño sirviente. 

— Ponédnosla. Cubre tu cabello con la capucha y permanece aquí, inmóvil a la vista de todos — le ordenó. Eso bastaría para que cualquiera que mirara de soslayo pensara que se trataba de él. Nadie prestaría especial atención mientras se desarrollara la batalla. Le pidió al sirviente su casaca, se  puso la bolsa de tela al hombro. Su cabellera dorada, como bien sabía, era inconfundible, por ello esta vez venía preparado con un gorro que había comprado en el mercadillo de Frontine. A simple vista parecía él el sirviente. 

Salir de la fortaleza era mucho más sencillo que entrar en ella, sobre todo cuando se tiene un cuerpo tan exquisito y flexible como el de un adolescente. 

El ardiente duelo entre Auguste y Damianos ya había comenzado. Laurent lo supo al escuchar los gritos incansables de los soldados y los ánimos que le daban a su príncipe. Abandonó la fortaleza colándose por las puertas abiertas de los armeros. Cuando llegó al lugar de la batalla pasó desapercibido casi por completo, filtrándose entre los caballos de los soldados. Se mantuvo agachado la mayor parte del tiempo, llegó a escuchar el choque del acero de las espadas de los príncipes pero por más que estuvo tentado no se volvió para verlos. Reconocía que no tenía la resistencia mental de mirar a Damen sin distraerse. 

Abrió la bolsa que llevaba y ahí estaban todos los pequeños explosivos que había conseguido con Aimeric. Tomó un puñado y fue esparciéndolos por el suelo, entre las patas de las monturas. Recorrió la mayor cantidad de terreno posible hasta que finalmente llegó a la altura de la batalla. 

Su corazón casi se detuvo cuando finalmente alzó la mirada justo en el momento en que Auguste tuvo aquel pequeño fallo causado por el tendón. Su mundo se congeló por un momento al verlo como si el tiempo corriera mucho más lento… pero el príncipe había escuchado su consejo y antes de caer al suelo, le soltó a Damen una estocada mortal que el príncipe de Akielos logró bloquear.

Solo Laurent entendió el alivio que contenía el suspiro que escapó por sus delgados labios. Auguste sobrevivió, y Damen también, pero aquello no significaba nada aún. De igual forma una enorme sonrisa cargada de alegría brilló en sus rostro. 

Laurent dejó un diminuto montón de explosivos justo en la pata de una de las monturas más cercanas a la batalla. Tomó en sus manos de porcelana el último explosivo y lo tiró con toda la fuerza que tenía justo sobre la pila de explosivos.

No fue una explosión dañina pero sí lo suficientemente sonora para asustar a la montura que relinchó y levantó las patas. No fue la única, sino que los caballos alrededor le imitaron, con pequeños brincos asustados.  Cuando los cascos de los caballos, pisaron los otros explosivos esparcidos por la tierra, estallaron en serie uno tras otro y el caos comenzó en ese momento. 

Laurent solo tenía ojos para la batalla entre Damen y Auguste que estaba más encendida que nunca a pesar del desastre. Le dolió en el corazón saber que Damianos tenía razón; Auguste no era tan bueno como él. 

Damen no perdió la compostura a pesar de la confusión: los caballos saltando, los soldados gritando y el ejército alekiense respondiendo con bravura lanzándose al ataque sin entender lo que pasaba. Pero Auguste flaqueó una vez más y terminó en el suelo justamente frente a Laurent, que supo al instante que estaba por presenciar en primera fila la muerte de su hermano. 

— ¡NO! —gritó Laurent.

Sin detenerse a pensarlo un segundo saltó frente a él, de pie, con convicción y coraje, interponiéndose entre su hermano y la espada despiadada de Damianos. La gorra cayó al suelo en ese instante revelando el oro de su cabeza. 

Damen había blandido su espada con toda la fuerza que pudo con la intención de asesinar al  príncipe Auguste. Laurent ni siquiera cerró los ojos, dispuesto a enfrentar la muerte por la mano de Damianos. Pero una vez más el acero de la espada se detuvo a tan solo unos milímetros de su pecho. Sus ojos se encontraron con los de Damen.

Por un instante todo lo que existió para Laurent fueron los ojos oscuros de Damen, la expresión salvaje y brutal de su rostro, y esa mirada confundida que le dedicó. Lo miraba solo a él, y nada más. 

Damianos jamás asesinaría a un niño. 

Y Laurent lo amaba tanto como el día en que lo perdió. Sonrió y solo una frase llegó a su mente.

Hola, amante…

Chapter 8: Damianos

Summary:

Estoy muy feliz de leer sus comentarios. Gracias en serio me animan. <3

Chapter Text

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Damen lo observaba como si no pudiera creer la repentina presencia de un niño en el campo de batalla, el oscuro de sus ojos lo penetraba como si estuviera viendo a una criatura mitológica frente a él. Laurent se mantenía en su lugar, quieto y sereno como si el caos a su alrededor, los caballos relinchando y trotando, los soldados en batalla; no lo afectara en absoluto.

— ¡Laurie! —Auguste desde el suelo gritó el nombre de su hermano. Se puso de pie ágilmente, trató de estirar la mano para alcanzarlo y alejarlo de Damianos. Sin embargo antes de llegar a él, un caballo desbocado se dirigió hacia ellos luego de haber tirado a su jinete al suelo.

Laurent lo vio, iba directo hacia él y se dispuso a dar un brinco para esquivarlo pero Damen fue más rápido. Movió una mano hacia el niño y lo atrajó hacia él, refugiándolo en su pecho para evitar que el caballo lo aplastara. Damen se movió con esa facilidad gallarda que solamente él podía lograr. 

Estaba ahí entre sus brazos y el corazón de Laurent se desbordó de una paz inmensa, una a la que renunció el día en que Damen murió en sus brazos.

Auguste soltó otro gritó desesperado al ver al principie de Akielos abrazando a Laurent. Para él, nada bueno podía resultar de algo así. Su hermanito en brazos de un guerrero akeliense. Pero Laurent no se movía ¿Por qué carajos no huía? ¿Por qué parecía confiar que ese hombre era capaz de protegerlo? 

Lo sorprendente fue que un grupo de soldados verencianos se acercaron a Damen con intención de recuperar a su principe. Laurent sintió la mano de Damen aferrándose a él, manteniendolo cerca mientras usaba su otro brazo para defenderse, blandir la espada y atravesar con su espada el pecho de los soldados como si no representaran una amenaza para él.  Laurent se preguntaba si Damen sabría que a quien estaba protegiendo, era al mismo príncipe de Vere, pero verdad es que no confiaba mucho en eso. Damianos era una eminencia con la espada pero si de adulto sus capacidades de deducción no eran las mejores y dudaba que siendo un joven fueran mejores. Asi que estaba casi seguro de que Damen no lo sabía.

Lejos de lograr contener a los caballos, estos estaban ahora descontrolados y el suelo se había vuelto un lugar peligroso donde corrían el riesgo de ser aplastados por los cascos de las monturas. Auguste se incorporó de inmediato, blandió la espada para atacar a Damen pero antes de ello los caballos se interpusieron entre los principes. Damen sujetó con fuerza una de las correas, pisó el estribo y subió al caballo todavía con Laurent aferrado.

— No te muevas, si te caes, mueres aplastado —había dicho Damen.

Laurent sentía la firmeza de la mano de Damen en su cintura. Su voz era gruesa pero parecía esforzarse por escucharse más adulta.  Movía a Laurent como si no pesara nada, no lo hacía, pero no le gustaba que lo hiciera así. Se sentía más pequeño de lo que ya era.

— Que observador, Akeliense —murmuró Laurent en el idioma de Damen. 

Pero Damen ni le tomó importancia, no volteó a verlo. Si lo escuchó, no mostró señal alguna de haberlo hecho. Solo se acomodó en el caballo y avanzó, abriéndose paso con la espada surcando el aire, abatiendo a cualquier soldado a su paso, alejándose de Auguste.

El Rey de Vere reconoció la cabellera de Laurent junto a Damen en el caballo que se alejaba. Sus ojos se encendieron y bramó un sin fin de ordenes a los soldados. Pero nada parecía bastar, Damen era peligroso, vencía a cualquier soldado que se interpusiera en su camino. No quería que se diera a conocer la identidad del niño que Damen llevaba ante los akelienses. Así que gritar “Devuelvan a mi hijo” no era una opción.  No sabía lo que eran capaces de hacer si descubrían que ese niño era el príncipe.

El Rey espoleó su propia montura en dirección a Damen. Sujetó la empuñadura de la espada con fuerza y cabalgó a toda prisa hasta él.

Laurent estaba sentado delante de Damen, inclinado al cuello del caballo aferrándose a él. Lo que había ahí ya no era el caos de los caballos asustados, se habían recuperado pero ahora una batalla descontrolada se estaba desarrollando. Necesitaba mantenerse abajo, lejos del filo de las espadas que se dirigían a Damen. Había luchado junto a él tantas veces que conocía sus movimientos. Ahora eran más burdos, menos pulidos pero aún así se deshacía de cualquier oponente.

Y entonces vio la montura de su padre acercándose a ellos.

— No… — murmuró para sí mismo, sus ojos se habían abierto tanto que el azul se veía rodeado por un mar de porcelana. Se aferró con fuerza al crin del caballo.

El rey desenfundó, la mirada brava y el rostro crispado estaban fijos en Damen. Lo vio alzar la espada.

— ¡No lo hagas Damen! No-

Damen tiró de las riendas del caballo, haciendo que este se levantara en dos patas y soltara un relincho. La espada se elevó al cielo en un ángulo claro. El Rey de Vere fue rápido, ágil. Apuntó con su espada hacia Damen.

Laurent quiso cerrar los ojos, sabía que debía ver lo que estaba por suceder,  pero no fue capaz. El mundo pareció estirarse en un tiempo lento y cruel, cada movimiento grabado con claridad insoportable: la fuerza del golpe, el cruce de los aceros, el instante en que el filo de Damen atravesó el pecho de su padre.

La sangre caliente salpicó el rostro de Laurent  y ante sus ojos atónitos quedó grabada para siempre la imagen del rostro de su padre, con esa expresión de sorpresa, dolor y miedo.

Todo pareció perder sentido en ese instante. Las manos de Laurent se tensaron aferrándose al caballo, su garganta se cerró y el pecho se le volvió pesado como el hierro. Laurent había impedido que Damen matara a Auguste en el campo de batalla pero como si se tratara de jna broma cruel del destino, había causado en cambio la muerte del rey de Vere en manos del hombre al que amaba.

Y él que había creído que podría borrar el rastro de sangre que manchaba el amor entre ellos. 

 

 

.⋅˚₊‧ 🜲 ‧₊˚ ⋅

 

Damen lo llevó hasta su campamento. Luego de haber matado al  Rey de Akielos,  Damen había dado la orden a los sus soldados que se retiraran  del campo de batalla y le dieran espacio a los Verencianos de levantar a sus muertos. A su Rey caído. No hanía dejado de cabalgar mientras dictaba indicaciones, casi como si hubiera olvidado que Laurent seguía ahí. aunque para ser sinceros  Laurent aportaba bastante a dar esa impresión al haberse quedado completamente callado, aferrado al cuello de la montura, con el rostro escondido entre el pelaje del crin.

No era capaz de moverse o de decir nada, tenía el rostro manchado de la sangre de su padre y los ojos llenos de lágrimas que en definitiva no le permitiría a Damen ver. 

El caballo se detuvo frente a la carpa del Príncipe una vez que llegaron al campamento. Era la tienda más grande del lugar, la más iluminada y la de mejor calidad. Damen descendió del caballo  sin siquiera reparar en Laurent como si no fuera nada. Un criado se acercó a recibir su montura. Damen una vez en el suelo se pasó el antebrazo por la frente para limpiar el sudor y la sangre que escurría de ella. 

— Lleven al niño a mi carpa y encárguense de él.

Al menos, no lo había olvidado. Un sirviente se acercó y colocó las manos en los brazos de Laurent sin saber si este estaba dormido o desmayado. El joven principe no opuso resistencia y se dejó bajar cuando el hombre lo tomaba entre sus brazos y lo dejaba en el suelo..

Una grupo de soldados se acercó entre vítores y aplausos, rodeando a Damen como si se tratara de un héroe victorioso y claro, para los akelienses lo era. Damen sonreía orgulloso, la espalda erguida,  los fuertes y musculosos brazos al aire, animando a sus hombres a celebrar.

Laurent no quiso verlo. No tenía fuerzas para ello. Amaba a Damen de la manera más dolorosa pero en ese momento también lo odiaba. Por haber asesinado a su padre, por hacerlo frente a sus ojos tan cerca que  la sangre del Rey ahora le cubría el rostro. Laurent había podido ver la expresión de agonía y miedo que prevalecería en el rostro de su padre hasta que se ocuparan de él para llevarlo ante Auguste.

Los sirvientes lo arrastraron a la carpa, Laurent tiró un manotazo para pedirles que se apartaran cuando quisieron limpiarle la sangre del rostro. No quería que nadie lo tocara y menos aún quería dirigirles siquiera la palabra. Alzó la vista a la tienda de Damen, donde las pieles en el suelo y los faroles estaban colocados de manera austera, casi como si nada más de lo necesario debiera ocupar la carpa… salvo los tres esclavos arrodillados junto al lecho de Damen.

Laurent se quedó pasamado al verlos. Se quedó quieto el tiempo suficiente para que el sirviente le pasara un paño húmedo por el rostro. Eran esclavos, dos mujeres y un hombre joven. Con collares y grilletes de esclavos, limpios y perfumados. Las mujeres vestían prendas akelienses con escotes tan pronunciados que apenas cubrían el pecho. Estaba claro que habían sido elegidas bajo los gustos de Damen, ambas con un pecho voluminoso. El joven por su parte era akeliense, moreno, de cuerpo delgado y cintura estrecha. Los tres lo miraron con curiosidad pero ninguno dijo una sola palabra, ni siquiera se movieron.

Laurent se limpio una mejilla que aún se sentía sucia incluso después de que el sirviente lo enjuagars. Se imaginaba a Damen llegando cada noche a revolcarse con estos u otros esclavos. Probablemente se follaría a cada uno esa noche, como celebración por asesinar a su padre.

Quiso hablar, decirle a los esclavos que se marcharan porque deseaba insultar asquerosamente a su principe en privado, y no quería hacerlo con tres escorias como ellos observando. Pero no dijo nada porque en primera no era más que un niño que ni siquiera pertenecía a ese reino, y en segunda porque Damen entró a la carpa en ese momento.

— Fuera —Damen ordenó a los sirvientes que inmediatamente hicieron una reverencia y salieron de la carpa a la orden de su Principe. Los esclavos no se movieron, se limitaron a inclinarse hasta que sus frentes tocaran el suelo. 

La carpa era tan grande que incluso Damen podía caminar perfectamente erguido. Avanzó un par de pasos alrededor de la improvisada habitación, tomó un paño de una de las mesitas y se limpió la sangre, el sudor y la tierra de la cara.

Laurent evitaba mirarlo de frente. No quería hacerlo porque no toleraba sus ojos en ese momento. El corazón le hervía de amor pero también de rabia, de furia.

— No fue muy listo de tu parte saltar frente a mi espada. Estuve a punto de matarte —Damen dijo en akeliense. Se detuvo frente al lecho y le hizo una seña a una esclava para que se levantara.

Damen extendió los brazos a los costados y la joven le quitó la armadura. 

— Asumí que el príncipe de Akielos no mataba a niños, que tenía el control perfecto de su espada. Si otro supone que eso es un peligro, tendría que ser un idiota —respondió Laurent.

El aire se tensó en ese instante. Los esclavos se miraron asustados entre sí, sin saber si habían entendido bien. Ese pequeño joven había llamado idiota a si principe. O más bien, había hecho que él mismo se llamara así.

Damen sin embargo lo observó y luego rió bajito como si su impertinencia le hiciera gracia.

La otra esclava se levantó, tomó una de las toallas del principe y se preparó con ella mientras la primera comenzaba a desnudarlo. Damen le quitó la toalla de las manos a la joven y comenzó a secarse el cuello. En Vere, se dejaba a las mascotas hacer todas esas tareas triviales, pero en Akielos o al menos el mismo Damen, tendía a hacer movimientos menos agraciados como limpiar su propio sudor. Recibió del joven varón un quitón limpio.

— No te voy a lastimar —aseguró Damen, girandose para ver a Laurent—. Lamento lo de tu padre.

Laurent se volvió hacia él, pálido y con los ojos enrojecidos. Sus párpados adquirían un tono rosado y sus pestañas brillaban por la humedad.

— ¿Lo sabías?

— No cuando te subí a mi caballo —Damen respondió ahora ya vestido aunque no completamente aseado. Aun había restos de sangre en sj cuello,  pero estaba lo suficientemente limpio para hablar con dignidad—. Pero lo supe cuando el Rey se acercó a desafiarme. Esta guerra ha durado meses y el Rey de Vere nunca se había enfrentado a mí personalmente, hasta que te tuve sobre mi montura. Eres Laurent de Vere ¿Verdad?

— Háblame con propiedad, akeliense —Laurent ordenó con furia, como si no fuera un niño príncipe prisionero en un campamento akeliense. Tenía el cuerpo en dirección hacía Damen, con la espalda rígida y controlada, los hombros tensos y la expresión severa en el rostro. Definitivamente no parecía un niño.

Damen observaba su porte regio y seguro pero no pareció tomarlo demasiado en serio, sin embargo cambió su forma de hablarle.

— Mis condolencias, Alteza. Lamento profundamente la muerte de su rey —sus palabras apacibles, respetuosas y casi suaves eran peores que sus insultos.

— Que palabras tan vacías viniendo de un asesino —Laurent quería hacerlo trizas con sus palabras como tantas veces lo había hecho con otros. Soltarle cosas peores, atacarlo de ma forma más despiadada. Pero dentro del pecho le dolía darse cuenta que sería así, que la muerte siempre marcaría el inicio entre ambos. 

— Voy a enviar a un mensajero —dijo Damen que se giró hacia el joven esclavo y le colocó una mano en el hombro para atraerlo y hablarle en un susurro—. Ve por Nikandros. 

Le dio una palmadita más, el esclavo hizo una reverencia casi con devoción y salió de la tienda sin perder un segundo. Las órdenes de su rey eran sagradas.

— ¿Para Vanagloriarte de mi captura?

— Negociar tu liberación. Algo me dice que tu nuevo rey sabrá pensar lo que le conviene —la calma de Damen era insoportable. Su forma de hablar era siempre tan digna, tan noble.

— Mata reyes. Es lo que eres. El asesino de reyes —espetó Laurent pero olvidó ese importante detalle:

Damen no caía en las provocaciones de los niños. No los miraba como algo de lo que debía defenderse sino algo a lo que había que comprender, ser indulgente si era necesario. Tal como había sido con Nicaise a quien nunca le envolvió un solo insulto ni cuando tenía el tenedor clavado en su muslo.

Su orgullo se vio golpeado al saber que incluso como un príncipe no sería tomado en serio por él. Que por primera vez Damianos parecía inalcanzable y lo peor de todo es que ahora ni siquiera sabía si quería llegar a él. 

Una parte de él hervía por dentro, quería callarse lo que sabía, dejar a Damen a su suerte y que lidiara con su futuro el solo. Con las traiciones, los peligros y las muertes. Estaba al borde del descontrol y lo sabía, también sabía que incluso siendo un niño, un prisionero político, podía joderle todo a Damianos. Dejar que mataran a su padre como él lo había matado al suyo.

— Un día vas a arrodillarte ante mí —sentenció Laurent, y no lo decía como una promesa vacía—. Postraras tú alma a mis pies.  

Damen entrecerró los ojos, y cuando respondió no lo hizo con malicia ni con severidad solamente con la firmeza de un hombre determinado.

— El día en que pierda el corazón, niño —respondió sentándose en una de las bancas de la carpa con una prenda cruzada y levantando una copa con vino.

Damen siempre escapando de sus planes, siempre siendo esa parte imposible de controlar.  Deseaba verlo caer, pero más que nada deseaba verlo triunfar. 

Y no podía si no le ayudaba. Era la guerra de un niño herido y un hombre dispuesto a hacer sacrificio. Incluso si eso significaba extenderle la mano a un Damianos que la ignoraba.

— Van a matar a tu padre —Laurent soltó de pronto acercándose a la silla de Damen. Sus pequeñas manos se postraron en los reposabrazos del principie, manteniendose de frente a él, obligándolo a verlo a la cara. 

A su mente  llegaron todas esas veces que había intentado advertirle que no se fiara de  Nicaise pero Damen solamente lo miraba con incredulidad, repitiendo una y otra vez: “es tan sólo un niño”. No lo tomaba en serio.

Incluso ahora Damen solamente ladeó la cabeza y frunció el  ceño como alguien que escucha su sobrino travieso, declarando sus próximas fechorías.

— Auguste, no lo sabe, pero nuestro tío conspirará con vuestro hermano Kastor para envenenar al rey Theomedes y asesinarte a ti. También querían asesinar a mi padre pero fuiste tan estupido para ayudarles con eso. ¡Tú reino y el mío corren peligro! 

Damen pareció perder la paciencia finalmente. Sujetó con fuerza la muñeca de Laurent y la apartó de él apretandola mientras se levantaba lentamente y clavaba los fieros ojos en el principe de Vere. El silencio se volvió irrespirable por unos segundos.

— No hables de mi hermano. No lo metas en el mismo saco que la escoria de tu tío.

La presión de la mano de Damen sobre su piel le dolía pero era más el disgusto por verlo defender así a ese traidor.

— Y no he empezado a hablar de tu puta Jokaste —escupió Laurent, como si quisiera provocarlo más, dejando claro que no tenía miedo.

Nikandros llegó en ese momento. Laurent aún sentía el dolor provocado por la fuerte y gruesa a mano de Damen, presionando su muñeca. Nikandros pareció completamente confundido, pasando los ojos de Damen a Laurent.  Se quedó en la entrada de la tienda, mientras los esclavos se quedaban en móviles en uno de los rincones. 

Damen al escuchar la voz de su amigo empujó con fuerza al niño haciéndolo caer al suelo. El pequeño cuerpo de Laurent se desplomó al suelo, por un instante el broche de la leona quedó al descubierto pero él lo ocultó de inmediato.

— Este niño es el príncipe Laurent de Vere. Quiso hacerse el héroe, salvando a su hermano, y terminó asesinando a su padre — explicó Damen con dureza, dando un par de pasos para quedar a un costado de Nikandros, uno junto al otro.

Y el soldado bajó la mirada incómodo, y luego miró a Damen, como si no pudiera creer lo que había visto, pues en todos sus años de conocerlo nunca lo había visto maltratando a un niño, ni siquiera un prisionero político

— Voy a prepararle su tienda.

— No, quiero que le escribas a Auguste que de reuna conmigo en Delpha. Que le entregaré a su hermano en cuando hablemos de los términos de su rendición. Nos van a dar Delpha, lo quieran o no.

— Lo haré en cuanto ordene que preparen la tienda del joven príncipe.

Damen siempre había sido tan fácil de provocar. Laurent aun en el suelo lo miraba con la misma expresión gélida y fria en los ojos, mientras rodaba en el suelo para ponerse de rodillas y comenzar a levantarse. 

— Estáis condenados —murmuró al ponerse de pie, con el orgullo intacto como si fuera totalmente inmune a las ofensas del príncipe de Akielos—. Pero no os preocupéis, yo seré vuestra salvación, Damen.

— Llevadoslo —dijo Damen con severidad ya sin mirar a Laurent aunque Nikandros sí que lo observaba—. No lo soporto. 

Murmuró poniendo una mano sobre el hombro de Nikandros y luego se dió la media vuelta para ser atendido por sus esclavos.

Nikandros avanzó hasta Laurent. Pensó que lo tomaría del brazo, que lo arrastraría fuera de la tienda a patadas, sin embargo, el soldado solamente se inclinó con respeto.

— Alteza, acompáñadme.

“Tenías que ser tú… tú y tu estúpidamente noble corazón, Nikandros”

 

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Prepararon una tienda solo para él. No era lujosa, no había sedas ni telas finas. Nada más que un par de farolas, cojines y un montículo de pieles como cama pero no podía pedir mucho pues la tienda de Damen no era más elegante que esto. Se le dio absoluta privacidad pero los guardias del principe estaban postrados alrededor de la carpa asegurando que no escapara.

Nikandros lo había llevado hasta ahí, le había asegurado que estaría seguro y que escribiría. A su hermano para que lo recogiera a la mañana siguiente. Por supuesto, Laurent sabía que estaba siendo utilizado como un sucio trueque. El principe a cambio de Delfeur.

En el instante en que se quedó solo,  Laurent se tiró sobre la pila de cojines. Y no fue hasta ese instante que se dejó llevar por todas esas horribles emociones.

Creía que ver a Damen le daría el alivio que deseaba, que si solo podía verlo una vez más con vida, se libraría de ese ser oscuro que se apoderaba de él. Estaba cansado de estar enojado, de arder todo el tiempo, de sentir que el mundo se le escapaba entre los dedos como si se tratara de agua. 

Pero aunque tuvo la dicha de estar entre sus brazos una vez más, ahora el rencor estaba envolviendolo de nuevo. No era culpa de Damen, era suya por haber interferido en el destino. Por creer que podía salvar una vida sin dar una a cambio. 

Laurent no era un cobarde pero lo sería esta noche. Porque por una vez, solamente por una vez, iba a tomarse el lujo de saltarse todo el sufrimiento que lo desgarraba por dentro. No tenía la fuerza para ver a su hermano al ir por él. ¿Cómo enfrentarlo sabiendo que su imprudencia les había costado la vida del rey y la tierra de Delfeur? 

Sacó el broche en forma de leona de entre sus ropas. Estaba tirado de espaldas, con la joya en alto entre sus pálidas manos. Las gemas incrustadas brillaban. Lo contemplaba ahora con un respeto inquebrantable. No tenía idea de como usarlo pero asumía que debía hacer algo con las gemas. Las tocó con la punta de los dedos, las presionó pero no pasaba nada. Finalmente la tomó entre las uñas y tiró de la gema del ojo derecho. Solo logró aflojarla y la gema dejó de brillar.

Pero nada pasó. 

— ¡No, no maldición! Arruiné esta cosa. 

Se sentó en los cojines, observando la gema entre sus brazos. Había arruinado su oportunidad. Alzó la mano dispuesto a arrojar la joya… pero se detuvo. Aún no conocía su poder, no sabía que pasaría si llegaba a romperlo. La impotencia era tanta que solamente pudo guardarlo en su pecho y volver a tumbarse con el rostro escondido entre los cojines. No supo en qué momento se quedó dormido.



.⋅˚₊‧ 🜲 ‧₊˚ ⋅

 

 

 

Al abrir los ojos a la mañana siguiente supo que todo había cambiado. Otra vez estaba en su habitación en Arles. Observó sus manos, ya no eran las de un niño de trece si no las de un hombre. Tenía otra vez diecinueve años. Se le dibujó una sonrisa en el rostro. Había funcionado.  Solo hizo falta pensar en la época a la que quería trasladarse al desprender las gemas. Fue algo intuitivo pero experimentaba un alivio verdadero a pesar de su pequeño berrinche.

 

Hasta que se dio cuenta de que no era la única persona en la habitación. 

 

— Despertaste —una voz suave y dulce justo a su lado lo hizo mirar al costado.

 

Era Aimeric, que le sonreía acostado a su lado, y estiraba el brazo para rodearle la cintura con la confianza de alguien acostumbrado a ese tacto. Él se acercó y se acurrucó en su pecho.

 

¿Qué carajos había pasado?