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Promesa de Enemigos

Summary:

Una promesa se puede romper bajo los ideales de poder y avaricia de una nación, pero ¿realmente habrá valido la pena el sacrificio?

Estados Unidos se cuestiona si fue su propia moral lo que terminó con la relación de amistad con México.

La justicia divina (o quizás el destino) hace que Alfred F. Jones, el representante de Estados Unidos, vuelva a buscar la lealtad de la que alguna vez fue su amiga.

Dolores Hernández, la viva encarnación de México, no sabe qué hacer... el país se cae a pedazos por las guerras internas, la deuda con Francia la tiene amarrada de una soga y ahora ¿debe de recuperar el tonto ganado del gringo?

“No, que se chin… ¿Qué?, ¿Esto es una aventura del Lejano Oeste? Mejor hagamos una novela”.

Notes:

Advertencia.
Esta historia comienza después de la Intervención Estadounidense en México y transcurre en 1855, antes de la Guerra de Secesión en EE.UU. y la Segunda Intervención Francesa. Algunos datos han sido adaptados con licencia creativa para fines narrativos.

Se mencionarán eventos históricos de distintos periodos, incluso previos a 1800, así como figuras políticas o culturales reales. Este fanfic no pretende ser una reconstrucción fiel de los hechos, sino una obra de ficción histórica con sátira y drama emocional.

Temas sensibles: colonialismo, imperialismo, racismo, religión, machismo; conflictos bélicos; violencia; y prejuicios sociales, culturales, sexuales y de género propios del siglo XIX.
Si alguno de estos temas te puede afectar, te recomiendo leer con discreción.

Como autora, rechazo firmemente cualquier ideología discriminatoria. Estos temas aparecen para desarrollar el contexto social y emocional de los personajes, no para hacer apología de ellos.

Este fanfic es un Friends to Enemies to Lovers entre México (OC) y Estados Unidos (Alfred F. Jones). Ambos personajes (y varios secundarios) mostrarán comportamientos con moral gris y dinámicas tóxicas que NO deben replicarse en la vida real.

Si atraviesas una relación problemática, busca ayuda. Habla con alguien de confianza: familiares, amigos o redes de apoyo. Tu vida y tu bienestar valen demasiado para dejar que nadie, ni siquiera una pareja, te minimice <3.

El personaje de Estados Unidos y otros canónicos de Hetalia Axis Powers (Francis, Arthur, Antonio, Matthew, etc.) pueden actuar algo out of character debido al contexto histórico del siglo XIX, aunque procuraré mantener su esencia.
Mi OC de México, Dolores Izcalli Hernández Moctezuma, así como otros personajes originales, también estarán influenciados por la época en la que viven.

Encontrarás guiños a telenovelas mexicanas, clichés del western y referencias afectuosas (y algo sarcásticas) a otros fanfics USAMex ambientados en este periodo. Todo hecho con amor, crítica y humor, sin afán de ofender a nadie.
(Gracias, personitas, por darnos el drama USAMex de cada día. Amén.)


Axis Powers Hetalia pertenece a Hidekaz Himaruya. Los OC’s son de mi autoría.

Chapter 1: La lucha de dos gigantes.

Notes:

Advertencia leve: escenas de posguerra, heridas y conflicto moral.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

“[...]Monstruo de papel
No sé contra quién voy
¿O es que acaso hay alguien más aquí?[...]”
— “Lucha de Gigantes”, versión de Love of Lesbian ft. Zahara.

Tras una feroz batalla, el ejército mexicano quedó replegado y desmoralizado, sin líder. La bandera enemiga ondeaba sobre el asta, un recordatorio de la victoria ajena. El silencio en el Castillo de Chapultepec reinó, como si el eco de la guerra se hubiera extinguido entre el olor a pólvora y los escombros.

Dos naciones, que en un principio fueron amigas, finalizaban un capítulo más en sus vivencias, escrito con la sangre de quienes pelearon por ellos. Uno celebraba con júbilo la toma de la ciudad, mientras que su rival, humillada y exhausta, apenas podía asimilar lo vivido.

En ese mundo, cada país tenía un representante humano, un ser inmortal que viviría y sentiría lo mismo que sus ciudadanos; en el caso de México, experimentaba el sabor amargo de una nueva derrota en su corto periodo independiente, a manos de quién menos esperaba desconfiar.

Sabía bien la razón: su imprudencia al hablar, jactándose de que podía vencer a cualquiera. Pero la realidad era más cruel. Su agotado cuerpo y su territorio debilitado le hicieron entender que había pecado de ingenuidad.

Sus ojos cafés se alzaron hacia el cielo gris, implorando que lloviera de una vez, pues no tenía fuerzas para contener más sus lágrimas. Con pasos erráticos, abrazándose a sí misma, avanzó hasta la entrada del fuerte. Adolorida, buscó refugio en el desolado campo de batalla, pero sus rodillas cedieron y cayó, incapaz de avanzar más.

Con esfuerzo, se recargó contra un pedestal de la puerta abierta. Su visión comenzó a nublarse por el dolor físico. Sintió un vacío en el pecho al recordar a los jóvenes tan valientes, que dieron su vida por defender su tierra, siendo la derrota que más le dolió al ver a uno de ellos caer con su bandera envuelta.

—¿Por qué con ellos? —se lamentó, soltando una risa seca— Son unos hijos de perra.

Su corazón se llenó de odio cuando su enemigo se paró frente a ella, luciendo más alto y fresco, a pesar de los rasguños entre otras heridas que le provocó. México le sostuvo la mirada, esperando lo peor.

Estados Unidos la observó con lástima y asombro a través de sus ojos azules. Se preguntó a sí mismo cómo era posible que, estando aún rendida y cansada, su rival pudiera mantener una postura retadora, a la vez que defensiva, igual que hace un animal herido frente a su cazador.

—¿Sabes? Yo creí que eras más astuta —musitó decepcionado. Quiso palmearle la frente, pero ella lo apartó de un manotazo.

La joven le intentó escupir, pero se alarmó un poco al notar que su saliva se mezcló con sangre. Aquella acción la hizo consciente de lo herida que estaba; aún así,se levantó, con los puños listos para dar pelea de nuevo.

—Y yo creí… —titubeó. Su mirada castaña se enturbió de cólera—. Que eras mi amigo.

No lloraría frente a él, no aceptaría la derrota sin dar una última batalla. Más sus cansados pies no lograron mantenerse en tierra, y el mareo empeoró. La visión se le llenó de puntos negros, como una venda que le cubrió parte del rostro.

Al final, la mexicana cayó sobre la tierra, como si esta la recibiera en sus brazos. No era una guerrera derrotada, solo cansada y con el corazón débil, que no se perdió a sí misma ante sus enemigos.

“¿Por qué ganar siempre me sabe un poco mal?” Pensó el estadounidense por un momento. Ya había ocurrido con Inglaterra durante su independencia, y al igual que esa vez, creyó que la guerra contra México era necesaria, sin importar el costo, incluso si la única amiga que tenía en ese momento lo terminara odiando por la eternidad.

No supo si fue un acto impulsivo de misericordia, pero el estadounidense apretó la mandíbula al verla desmayada. Cargó a la joven como un costal, dejando que el cabello ensangrentado y enlodado se desparramaba por su cabeza y espalda, abandonando así el sitio.

Estados Unidos no era alguien que se pusiera a reflexionar todo tras cometer una acción, pues se consideraba alguien decidido, cómo un héroe. Sin embargo, el golpeteo de la trenza de la mexicana, lo puso a recordar en cómo terminó esa guerra, apretando los puños sin querer.

Horas antes, en el mismo campo de batalla, Estados Unidos seguía luchando con sus hombres, tomando una gran ventaja a pesar de la perseverancia con la que se enfrentaban sus rivales. Estaba tan entusiasmado por el avance del ejército que no se percató de que una figura femenina, con el uniforme del ejército mexicano, golpeaba a sus soldados con la culata de la carabina.

Sonrió confiado, sintiendo que tenía una fuerza superior a la de ella, teniendo incluso balas de reserva, pero no sería divertido ganar sin un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Corrió hasta México, quien lo había visto de reojo y empuñó la carabina entre sus manos lista para golpearlo.

Eso no lo detuvo, pudo esquivar el golpe por completo, pero no esperó que le arrojara tierra a los ojos. Aprovechando aquella distracción, sintió un cabezazo sobre el abdomen que lo tiró al suelo. La joven arremetió contra él, usando los puños y las uñas; el rubio no creía que alguien, cuya cabeza apenas le rozaba la nariz, tuviera tanta ira contenida en un cuerpo pequeño.

Cuando por fin sus ojos se libraron de la tierra, pudo ver que ella se detuvo por un momento, tomando una enorme piedra entre sus manos. Adivinó cuál era su intención, por lo que luchó por quitarle el objeto de su agarre, ocasionando que ambos rodaran por el suelo sin dejar de defenderse de los golpes del otro.

—¡¿Por qué con ellos, por qué?! —gritaba una y otra vez, con la voz rasposa, desesperada—. ¡¿Qué demonios hiciste?!
—¡Solo seguía órdenes! —exclamó fastidiado, después la cargó y la azotó contra la tierra.

México le tomó por la cara, encajando las uñas e hizo que sus cabezas chocaran. Se mareó por un instante, que sirvió a su rival para escapar tras darle una fuerte patada en el estómago.

La muchacha trató de alcanzar la carabina que llevaba consigo, pero él no se lo permitió, tomándola por una pierna, jalándola de regreso al lodazal. El estadounidense se incorporó, sujetando el arma entre sus manos y le apuntó en la cabeza.

—¡Te reto a que lo hagas! —chilló la mexicana, golpeando el lodo con sus palmas— ¡No tienes huevos para dispararme!
—¡Deja de pelear! —amenazó, aunque su voz tembló, sonando como una súplica. Seguía con las manos tensas sobre el arma—. ¡Sólo ríndete!
—No, eso no es lo que me enseñó mi padre —mencionó con la voz rota—. Prefiero que recuerdes que no tuve miedo, ¡así que vamos!, ¡tira del gatillo, cabrón! —le alentó, burlona—. Continúa con las órdenes de tus jefes.

La joven acomodó la frente contra la punta de la carabina. Su barbilla alzada y la mirada castaña punzante, le supieron mal. La impotencia le susurraba que disparara de una vez, después de todo, era su destino tomar esas tierras, sin importar el costo; la voz del presidente Jame Polk, con su discurso de la expansión americana, fue recitado por enésima vez en su mente.

Sin embargo, un ápice de remordimiento le llegó a la mente. Aquellos labios entreabiertos, que apenas lograron ocultar el temblor de los dientes, alguna vez le sonrieron con gentileza. Y en el temblor de sus dedos, una imagen vieja se filtró…

—Haz así con el meñique —le indicó la pequeña Nueva España—... siempre seremos amigos.
—Pinkie promise —dijo risueño, entrelazando su dedo con el de la niña.

El norteamericano bajó la carabina, aun con las manos titubeantes. La muchacha suspiró por la sorpresa, pero antes de preguntarse por qué, él se alejó de ahí, corriendo en dirección opuesta. No era la primera vez que huía del dolor.

Estados Unidos se sintió como un cobarde. Una parte de él le recriminó su hombría, su falta de determinación y lealtad con los suyos. Pero también se cuestionó sí ese era su propósito. “¿Yo quería esto? ¿Esto es ser un héroe?” Pensó aturdido.

La mirada furiosa de sus rivales vencidos lo despertó de su ensimismamiento. La mezcla del terror y la indignación, se rumiaba en silencio, como si toda una nación hubiera entrado en luto, apenas vieron las franjas y las estrellas adornando Chapultepec.

Pinches gringos —masculló un soldado mexicano, tras escupir en dirección del estadounidense—. Ni siquiera por estar cerca del quince de septiembre pueden dejar de chingar.

“Fuck, era el día de su independencia.” Pensó el joven con una mueca de disgusto. Si tan sólo hubiera recordado ese pequeño detalle, quizás no sería otro golpe bajo de la lista de afrentas contra su vieja amiga.

La amargura lo acompañó en su salida por el bosque, llevándolo de regreso a los edificios de cantera de la capital, ahora pintados con sangre y huellas de balas. Todo lo que había admirado de su vieja amiga, le era entregado como un premio maltrecho.

No quería sentir lástima. Le ofreció dinero al poner a su gente viviendo en desde la Alta California a Texas. Era parte de un acuerdo entre amigos, y México no tenía por qué exigir reglas, si tenía el norte abandonado desde mucho antes. Fue el berrinche de ella lo que hizo que terminara así.

“Eso le pasa por creerse invencible” se felicitó a sí mismo, tras recordar el enojo de México por no querer la independencia de Texas. Pero ni siquiera a él le sonó convincente.

“Si tan sólo no hubiera explorado más el sur… Ese día, en que la conocí, ¿podría evitarle el dolor que ahora siente?”

El momento aún era demasiado vívido. En su mente, seguía siendo aquel niño al que le costó lidiar con una vida solitaria. Fue una de las tantas colonias inglesas, descubriendo tarde, que ni siquiera era él más importante para su hermano adoptivo, Arthur.

No supo si fue el destino, pero esa tarde de verano decidió salir de casa, abandonando el aburrimiento y el dolor que aplastaba a su pequeño corazón de niño. Se escabulló de los ojos vigilantes de la niñera, de la severidad de la institutriz, y de los otros adultos que mantenían su hogar funcionando.

Dejó atrás aquella prisión de madera, con las agujetas mal anudadas de sus botines, listo para explorar más allá de las llanuras inexploradas, siguiendo los recuerdos difuminados de dialectos que no entendía… o que se borraron de sus memorias.

Pasó a despedirse de Davie, el único amigo humano que tuvo, antes de entender que las personas mueren. Aún no encontraba la flor azul de la hablaron, sin embargo, se sorprendió de lo rápido que su amigo creció.

Si ese día no se hubiera sentido tan aventurero, sus pies lo hubieran llevado al norte, para visitar a Nueva Francia e intentar jugar con él. Pero Inglaterra le tenía prohibido cualquier relación con las colonias de Francia, aunque el galo le haya regalado postres en los meses de las largas ausencias del británico.

Al pequeño colono le parecían tontas todas las reglas de Arthur. Por lo que, poco a poco, aprendió a disfrutar de esos momentos en los que, ni un adulto, le podía decir que hacer.

Así fue que pasó esa tarde cerca de un río, jugando con los conejos y persiguiendo a las aves. Pero una voz lejana entre los árboles lo interrumpió, obligándolo a levantar la vista hacía la copa de un roble.

—¡Ey tú, niño! —gritó la vocecita.
—¿Yo? —preguntó, confundido.
—Sí, ¿ya se fue El Cejotas? —exclamó, espantado algunos pájaros.
—¿Quién es El Cejotas?
—El gruñón al que le pertenecen estas tierras —explicó la voz, risueña.
—¿Te refieres a mi hermano Inglaterra?
—¿Apoco es igual que nosotros?

Sus ojos azules captaron un movimiento entre las ramas. No podía ser una ardilla, pues escuchaba el crujido de la madera siendo pisada por algo más grande, además que los animales sólo hablaban en los cuentos que Arthur leía para él todas las noches.

—¡Ay no, cuidado! —chilló la fuente de la voz misteriosa.

Y entonces, aferrándose con sus manos al tronco del árbol, apareció una niña, con el vestido rasgado del faldón, los botines llenos de lodo y el cabello castaño enmarañado con una peineta mal colocada. La chiquilla no pudo evitar caer de sentón a la tierra, pero en vez de estar asustada, se comenzó a reír.

—¡Pensé que te iba a caer encima! —comentó cantarina, mirándolo con emoción a través de sus ojos cafés—. ¡No puedo creerlo! —se le acercó, eufórica, tras ponerse de pie—. Sabía que tenía que haber alguien parecido a mí en estas tierras, pero por favor, no le digas al Jefe España que me escapé de casa… otra vez —suplicó en tono divertido.
—¿Jefe España? —preguntó el niño, con los ojos tan abiertos que casi salían de sus cuencas—. Él se peleó con Inglaterra, aunque nunca supe por qué.
—Eso no importa —dijo la chiquilla con ligereza—. Mejor dime a qué estabas jugando, se veía más divertido que jugar a las escondidas sola.
—¿Por qué jugabas a las escondidas sin nadie de quien esconderse? —él la miró con extrañeza— ¿No tienes amigos?
—No, mis tres hermanitos adoptados, Filipinas, Santo Domingo y Guatemala tuvieron que regresar a sus tierras —exclamó triste, haciendo un pucherito mientras agachaba la mirada—. Órdenes del Jefe España.
—Yo tengo prohibido hablar con Nueva Francia —suspiró, pesaroso—. Es porque a Inglaterra ni le cae bien Francia.
—¿Y no puedes ir a visitar a tu amigo? —ella inclinó la cabeza hacia un lado, curiosa, pero el pequeño negó cerrando los ojos.
—¡Él cree que Francia me podría robar! —gritó, asustado—. Aunque a veces él me deja decirle “hermano mayor” y me da dulces.
—¡Oye, ¿y por qué no jugamos juntos?! —dijo la jovencita con seguridad—. ¡Seamos amigos! Y así podremos vernos y escribirnos cuando Inglaterra o España no estén.
—¡¿En serio?! ¡Sería genial! —chilló emocionado, luego se calmó—. Yo me llamó Trece Colonias, pero Inglaterra me dice “Alfred” cuando vamos a comprar cosas al pueblo.
—Yo soy Nueva España —se presentó carismática, tomándolo de la mano con demasiada energía—. Y España me dice “Dolores” cuando me regaña por quedarme dormida en misa, no poner atención a mis clases de español y por escaparme —sonrió tras enumerar todas sus reprimendas.
—Debe ser aburrido vivir con él —mencionó Trece Colonias, divertido.
—¡Para nada! Cuando viene, me la paso todo el día escuchando las historias de sus viajes —abrió los brazos, dando una vuelta completa, como si hiciera énfasis a sus palabras—. Le gusta consentirme haciendo churros y preparando rica comida.
—¡Eso hace Inglaterra por mí! —se maravilló Alfred, con sus ojos azules brillosos— ¿A tí España te deja decirle “hermano mayor”? —preguntó, curioso.
—Nah, prefiere que le digamos “Jefe” —mencionó Dolores sin más—. ¡Pero ya no hablemos de eso, busquemos un árbol para escalar, o corramos por el claro!

La tarde ya no se sintió vacía al escuchar sus risas resonando entre los árboles. Jugaron en la orilla del río, metiendo sus pies en el agua para refrescarse. Luego escalaron los árboles, recolectando la fruta que encontraban para comerla a las sombras del follaje.

Y terminaron de jugar a las atrapadas cuando el sol comenzó a ocultarse en el horizonte, mientras ellos reían como locos, recostandose en el pasto para ver las nubes pasar.

—Ya me tengo que ir, pero ¿me prometes volver a jugar aquí otro día? —preguntó Nueva España, risueña.
—Sí, pero…. —declaró Trece Colonias, meditativo— ¿Qué podemos hacer para no olvidarlo?
—¡La promesa del dedo chiquito! —exclamó emocionada, incorporándose de un salto.
—¿Y esa cuál es? —se levantó Alfred a las prisas.
—Haz así con el meñique —le indicó Dolores, elevando dicho dedo delante de ella, luego Alfred entrelazó el suyo—. Por la promesa del dedo chiquito, siempre seremos amigos.

“Siempre.”

Ahora solo podía recoger los pedazos rotos de todas las promesas que le hizo a Dolores, junto a los recuerdos que le atormentaban en su andar por las calles solitarias, con la mexicana sobre su hombro; y mientras meditaba, sintió el cuerpo de ella respingar.

—¿Qué pasó? —se quejó la joven al ver solo la espalda y unas piernas que la llevaban en contra de su voluntad a quien sabe dónde, así fue que comenzó a gritar—. ¡Socorro, me están robando!, ¡Alguien ayúdeme, por favor, se los suplico! —luego comenzó a patalear y a golpear al extraño—. ¡Suéltame, hijo de la chingada!
Shut the fuck up! (Cierra la jodida boca) —ordenó Alfred, tratando de sostenerla de las piernas con el brazo, sin éxito—. ¡Dolores, deja de moverte!
—¡Con qué eras tú, chingado gringo! —bramó, reforzando sus esfuerzos en golpearlo, pero ni siquiera tenía la fuerza para bajarse de su agarre—. ¡Sueltame, sueltame o gritaré más fuerte!
—Gritar no servirá de nada, little miss (pequeña señorita) —amenazó, ufano, con una mezcla de burla en sus palabras—. Diste tu promesa de entregarme tus territorios si perdías y ahora todo lo que pise me pertenece —le recordó con una sonrisa ladeada.
—¿Y también apuntarme con un arma era parte del trato, animal? —siseó, dándole puñetazos en la espalda, al percatarse que sus piernas quedaron atrapadas bajo el fuerte brazo del rubio, el mismo que antes le había ofrecido ayuda, ahora la sujetaba como a un botín.
—Sólo seguía órdenes —masculló de mala gana.
—Pues bonita forma de mandar a la fregada nuestra amistad —escupió, irónica, dándole manotazos—. Eres un pendejo y seguirás siéndolo sin importar que hayas ganado.
I’m okay with that… (Estoy bien con eso…) —musitó, molesto, acomodando el cuerpo de su escurridiza rival sobre su hombro.
—¿Y a dónde se supone que me llevas? —exigió, insistiendo con los golpes, pero ni así logró sacarle la información—. Te estoy hablando, imbécil.

Al no escuchar respuesta, México luchó por bajarse del hombro de Estados Unidos, pero era imposible. No supo en qué momento le había ganado en fuerzas aquel niño que podía tumbar por sorpresa en las llanuras entre sus fronteras; el norteamericano la llevaba en volandas como si fuera una muñeca de trapo enlodada y sanguinolenta.

Dolores reconoció la callejuela al alzar sus ojos por un segundo, lo que la irritó. No lo quería cerca de su gente, de sus amistades. Siguió golpeando, tratando de soltarse del firme agarre de Alfred, que parecían cosquillas para él.

—¡Suéltame, cabrón! ¡Vas a ver cuando me bajes, hijo de perra! —gritó, pero sus quejas fueron ignoradas por las risas burlonas de Estados Unidos.
—¡Ya te lo dije! Ahora que estás bajo el dominio de la Doctrina del Destino Manifiesto, todo lo tuyo me pertenece, incluso tu casa —celebró el norteamericano. No recordaba quién se lo dijo primero, pero sonaba convincente.
—¡No, no te quiero en mi casa, quiero que te largues! —gritó México.

Pero ya era demasiado tarde. De una patada, el estadounidense se abrió paso en la pequeña vivienda de su vecina, y pensó que los días serían de lo más lindo en un país tan cálido y colorido, como lo era el que ahora le pertenecía a él y no a México.

Dolores se quedó pasmada, si la bisagra de la puerta se rindió bajo la fuerza de Estados Unidos, entonces no tenía un lugar seguro dentro de su propia residencia, lo cual la hizo pensar en cosas horribles e indeseables. Sabía lo que se avecinaba, por lo que cambió sus amenazas a súplicas.

—¡No, por favor, Alfred, no me hagas esto! —chilló, destensando su cuerpo, sólo para aferrarse a la casaca de su enemigo— ¡Mi casa está chiquita, no tengo más que dos perros que comen como si trabajaran!, ¡Del Imperio Mexica sólo me queda esa pintura que no se quien hizo del Popo y de su vieja!

Estados Unidos la intentó bajar de su hombro, pero ahora la mexicana luchaba por mantenerse arriba, temiendo que la llevara a otro lugar más a fondo de la casa, y que le arrebatara todo lo que era le pertenecía sin una clase de consideración.

—¡Haré todo lo que me pidas, pero menos lo que sea que tu sucia mente esté pensando! —comenzó a llorar, mostrando su punto vulnerable, juntando las palmas de sus manos— ¡No quiero hacer la rara dieta francesa!
—¿Dieta francesa? —repitió confundido, una vez que logró poner los pies de Dolores sobre el suelo, sorprendido por los ojos llorosos de la mexicana. No sabía si reír o preocuparse—. What the fuck are you talking about, Mexico? (¿De qué carajos estás hablando, México?) —la tomó de los hombros, lo que sólo la hizo temblar más.
—Es que, bueno, siendo honesta contigo… no le entendí mucho que quiso decir Francia esa vez que vino a invadir mi territorio —suspiró, atónita, dejando de llorar por un momento, para luego gritar ofendida:— ¡Aunque le metí un putazo, por grosero!
—Pues yo tampoco sé de qué estás hablando —él se encogió de hombros y enarcó una ceja, soltando a la mexicana para dejarla de aturdir—. Pero hasta dónde Inglaterra me explicó sobre la historia de los países, es que si ganaste una guerra te quedas en la casa del perdedor y dejas que te atienda como si fueras un rey.

Alfred se sentó sobre el sillón de la sala y se cruzó de brazos, mirando a Dolores como si fuera un niño pequeño haciendo un berrinche. La mexicana no entendía nada de lo que estaba pasando.

Dolores tenía escalofríos al mencionar aquella ocasión que perdió contra Francia. En palabras de aquel pomposo europeo, era su culpa la destrucción de una de sus tantas pastelerías, en medio de las contiendas civiles entre liberales y conservadores.

—¿Entonces te vas a quedar aquí, por tus huevos? —México masculló, llevándose las manos a la cintura.
—Si me los preparas con jamón y queso, sí, es que me está dando un poquito de hambre —sonrió, inocente.
—¡No me refiero a eso, idiota! —gruñó, zangoloteando a Alfred por los hombros—. ¿Tú crees que tienes derecho a quedarte en mi casa, sólo porque ganaste la guerra?
Rules are rules (Reglas son reglas), México —mencionó, altivo, empujando las manos de Dolores fuera de su cuerpo—. Te lo repito: Tú perdiste, yo gané, ahora todo lo que es tuyo es mío, te guste o no.
—¿Con qué esas te traes, no es así? —mencionó, sarcástica, llevándose una mano a la cintura.
—Sí, y será mejor que hagas algo de comer —el rubio chasqueó los dedos.

Dolores no dijo nada. Ni siquiera mostró sorpresa alguna por la prepotencia del norteamericano, sin embargo, no le iba a permitir quedarse tan tranquilo. Fue a la cocina, fingiendo que todo estaba bien, aunque una extraña fiebre empezaba a incomodarla.

Mientras tanto, Alfred estaba recorriendo con su mirada la sala. Todo lo recordaba a la perfección, maravillado porque México pudiera conservar parte de sus raíces y la mezcla que resultó por las costumbres de España, pero algo seguía sin sentirse bien.

La casa tenía un toque lúgubre, sin esa calidez con la que siempre lo recibía. Pero no era la residencia la que le negaba esa sensación acogedora de bienvenida; un escalofrío le recorrió la espalda, y la memoria, siempre traicionera, lo arrastró a otro sitio, a otro día… al doce de diciembre de 1822.

En esa ocasión, el presidente James Monroe recibió al ministro mexicano Manuel Zozaya, quien buscaba el reconocimiento de México como país independiente.

Alfred estaba feliz de poder ver a su amiga, no sólo por la reunión de ellos dos como naciones libres. Dolores se quedó por mucho tiempo bajo el ala protectora y exigente de España, tanto que se le veía radiante, alegre, libre de lidiar con las responsabilidades de un imperio que ni las gracias le daba.

Tras firmar los documentos sobre el inicio de las relaciones diplomáticas, volvieron a hacer la promesa del dedo meñique. El estadounidense no comprendió, porque al entrelazar los dedos, se le quedó el tacto de la morena grabado.

Admiró en secreto el aire de madurez de Dolores. Y se dijo a sí mismo, que estaba ante una versión mayor de su amiga, que a pesar de la poca estatura que ella adquirió tras la independencia, conservaba una dulzura amable con las gafas que adornaban su rostro.

—Gracias por recordar nuestra promesa, aunque fue un poco extraño por todo el protocolo —comentó Dolores, riéndose con una voz cantarina—. ¡Debiste ver la cara de los diplomáticos! Pensarán que todavía somos unos niños.

Aún con la tinta fresca de las firmas, salieron a dar una vuelta por las concurridas calles de Washington. El ambiente invernal, le recordaba a las pocas nevadas que pasaron juntos. La mexicana conocía la sensación de la nieve en sus manos, por eso, caminaba con cierta torpeza al tratar de cubrirse con el largo abrigo, con el brazo de Alfred entrelazado al suyo.

—La vi, pero oye ¡Tus días de colonia se terminaron! —la felicitó Alfred, dándole un pequeño empujoncito que la hizo reír—. Puedes ir y venir, hacer todo lo que quieras sin que ni un tutor europeo nos vigile. Ya lo dijo mi presidente: America for the Americans… —infló el pecho, seguro de sus palabras—. Quizás lo haga una política mía con el tiempo.
—Eso suena genial, Alfred —asintió Dolores, manteniendo una sonrisa ilusionada sobre sus labios—. Por fin puedes visitarme sin que España te grite que te largues.
—O Inglaterra te diga que eres una mala influencia —el rubio soltó una risa nasal.
—Tú fuiste mi mala influencia —la mexicana lo miró con complicidad—. Admitiré, en contra de mi buen juicio, que tanto tú como el lépero de Francia fueron mi inspiración para ser libre —comentó divertida—. Sólo espero que España me explique porque prefirió apoyar tu independencia, y no la mía.

Dolores se acomodó sus gafas, que resbalaron por el puente de su nariz al inclinar la cabeza. Su sonrisa se sostuvo, y sus dedos apretaron las solapas de su abrigo. Las brisas decembrinas le revolvieron los cabellos, contenidos en una larga y pesada trenza castaña. El norteamericano alzó las cejas, preocupado por la pronta tristeza que brotó en los ojos de su amiga.

—Te contaré un secreto —Alfred la llamó, guiñándole un ojo apenas se cruzó con su mirada azulina—. Siempre supe que lo hizo para molestar a Inglaterra. Además, creyó que si me apoyaba, podría mantenerme ocupado y lejos de tí.
—¿Él te lo dijo? —preguntó la muchacha a duras penas.
—El día que te entregó tus gafas, vino a negociar los límites de mi territorio con el tuyo como Nueva España —soltó el estadounidense con ligereza, haciendo respingar a la trigueña. Luego fingió el tono de un padre autoritario:—. Me advirtió que si después de eso estaba satisfecho, no esperaba verme merodeando cerca de tu casa.

Dolores acortó sus pasos, soltándose del brazo de Alfred. Él se detuvo, sin saber si estaba feliz o triste, pero suspiró tranquilo al escucharla soltar una carcajada auténtica. No era su risita refinada de su época colonial. Fue estruendosa, nasal, e hizo un sonido que recordaba a un cerdito. En aquel instante, todo el continente parecía haberse detenido para escuchar su risa.

Alfred se rió igual o más fuerte que ella, viendo como México se llevó las manos a la boca, avergonzada por el ruido que brotó de sus labios, eso no ayudó a que la joven contuviera su propia risotada. Las personas que pasaban alrededor de ellos, los miraban como si se les hubiera zafado un clavo.

—No lo puedo creer —musitó Dolores, limpiándose las lágrimas a causa de la risa—. España era demasiado celoso conmigo.
—Agradece que no terminó de conocer todos los caminos para llegar a la frontera —le concedió con una sonrisa ladeada, ofreciéndole el brazo, de nuevo—. Ven, estás temblando.
—Gracias, no me acostumbro al frío de tus tierras —confesó la mexicana una vez que aceptó su ayuda.

Alfred aceptó que el gesto fue una pequeña excusa. La quería cerca de él, sin entender porque le agradaba tanto la calidez de Dolores, la forma en que lo saludaba o procuraba ciertos detalles; tanto así, que le prestó el área de la cocina para preparar chocolate caliente y pan de elote, cuando llegaron a casa del rubio.

—Es una costumbre que tenía con Antonio, quiero decir, con España en este día —titubeó al corregirse ella, ruborizada por mencionar aquel nombre—. Pero él prefería hacer churros.
—¿Y eso por qué? —Alfred miró con intriga el horno de piedra.

Él asomó su curiosa nariz sobre la olla de barro, donde los ingredientes del chocolate se estaban cocinando. Agarró un cucharón para probar un poco, mientras Dolores estaba distraída con los ingredientes del pan.

—¡Oye, no le tomes a la leche! —le regañó la mexicana, dándole un pequeño golpe en la mano con el molinillo para batir el chocolate—. Se debe mezclar con esto —dijo con paciencia al señalar el utensilio. Luego respondió, eufórica:— ¡Es el inicio del maratón Guadalupe Reyes! Desde hoy hasta enero habrá comida deliciosa, fiestas y un montón de cosas lindas por la navidad.
—Espera… ¡¿Estás diciendo que la navidad en tu casa empieza ya?! —Alfred gritó emocionado, con sus ojos azules destellando alegría— ¡¿Y que dura hasta enero?! Oh my God! ¿me vas a invitar? Dime que sí, dime que sí —rogó, dando saltitos dentro de la cocina.
—¡Claro, ¿cómo podría dejar a mi mejor amigo fuera de mi fiesta de navidad?! —exclamó Dolores con una ligera sonrisa tímida.
—¡Eres la mejor, Dolly! —chilló de felicidad, tomando a su amiga por la cintura para cargarla y dar vueltas con ella por la cocina, primero sacándole un grito que se transformó en una sonora carcajada.
—¡Cálmate, güero, ya entendí que te gusta demasiado la navidad! —la joven gritó entre risas, dándole un abrazo de oso.
—¡Iré a cambiar mi carta a Santa para decirle que pasaré la Noche Buena contigo!

Todavía recordaba la sonrisa burlona de Dolores tras bajarla, abandonando la cocina para ir a la chimenea. Sacó de su bota navideña, aquella carta que había escrito, más por costumbre, esperando que ese año también recibiera un regalo de Santa Claus.

Casi veintiséis años atrás de aquella reunión, y se preguntó en qué momento dejó su optimismo para dejar entrar la avaricia a su vida, cuando antes no tenía necesidad de más. Sólo quería tener un amigo, alguien con quien compartir el tiempo que Inglaterra lo dejó a su suerte.

“¿Acaso mi alegría se convirtió en sed de sangre durante la Batalla del Álamo?” Se preguntó a sí mismo. Ese fue el conflicto que los llevó hasta la guerra presente, uno en el que ambos demostraron ser dos fuerzas de la naturaleza a punto de colisionar.

Pero el sonido de una fruta siendo aplastada contra el suelo, lo despertó de su letargo. Un olor fétido le inundó la nariz, provocándole una arcada; no tuvo tiempo de analizarlo, pues sintió que algo se había estrellado sobre su cabeza.

La consistencia viscosa y el hedor del huevo podrido lo obligó a levantar la cabeza. Se encontró con Dolores, cargando una cesta de comida rancia con cara de asco. Las moscas revoloteaban alrededor de ellos, con su incesante zumbido, como si fuera un relato de terror ante su realidad.

—¡Aquí tienes tu pinche comida! —exclamó Dolores, azotando la cesta a los pies del rubio— ¡Vamos, come! ¿Esperabas el banquete de un rey? —le reclamó, sarcástica llevándose las manos a la cintura—. Pues eso es lo que obtienes cuando invades a tu principal socia comercial.
—Dolores, no tenemos por qué llevar las cosas… —Alfred trató de hablar, nervioso, pero fue interrumpido por la mexicana.
—¿Por qué no debo llevar las cosas a los extremos? ¡No tengo comida ni siquiera para mí! —bramó, exasperada, dándole un empujón sobre el pecho—. ¿En verdad creíste que estaría feliz con mi rendición? ¡Te lo acabaste todo antes de ganar!

La mexicana trató de inhalar por la nariz, como si ella pusiera una presa para no dejar que sus emociones se desbordaran. Pero la fiebre le ocasionó que todo se viera borroso, obligándola a entrecerrar su mirada. Luego le siguió una molesta tos, y le echó la culpa al hedor de la comida podrida. El aire le supo a hierro y bilis.

—Tú sabías que tenía problemas con Francia y de mis guerras internas ¿de verdad me escuchaste? —Dolores le cuestionó. Se cruzó de brazos, en un mal intento por ocultar que se abrazaba a sí misma.
—Trata de calmarte —rogó Alfred al colocarle las manos sobre los hombros, pero eso empeoró más la situación.
—¡No, estoy harta! —retrocedió, ella sintiendo asco por la comida, el aire… por el estadounidense—. Los amigos no se traicionan, ¡se ayudan! —gritó desaforada.

Alfred se puso de pie, pateando la cesta con coraje. Acorraló a Dolores con su altura, forzándola a alzar la mirada e inflar el pecho. Escuchó como los nudillos morenos tronaron cuando ella apretó los puños.

—¿Por qué fuiste tan tonta para iniciar una guerra? —le recriminó Alfred, hablando en un tono bajo, nada normal con su voz animada de siempre—. Estás haciendo una pataleta porque perdiste, Dolores —la tomó del mentón con fuerzas, sonriendo irónico—. No puedo creer tu lastima, cuando parecías una salvaje en El Álamo… ¿lo recuerdas?

La joven le dió un manotazo, apartando el fuerte agarre de su barbilla. Trató de huir, pero su espalda chocó contra la estantería de su sala. Aún con miedo, su rostro se mantuvo inexpresivo, sin saber si temblaba por enfermedad o coraje.

—¿Y tú tienes las manos libres de sangre, Jones? —le acusó la mexicana, con la voz rota por los tosidos, que parecían empeorar su respiración. Su mirada café irradiaba la ira—. Esa vez, atacaste a mi ejército de noche —espetó, castañeando los dientes—. Después, convertiste las ciudades en polvo a tu paso —le escupió a los pies, aprovechando que fue interrumpida por la tosidura—. ¡Derrotaste a niños, Alfred! ¡Niños!

Dolores le dio un empujón con las pocas fuerzas que le quedaba en los brazos. Sus puños se aferraron sobre la casaca de él, más por debilidad que por ganas de desquitarse. No quería llorar, pero recordar a aquellos jóvenes cadetes le rompió el corazón.

—Yo no fuí el cobarde que los metió al campo de batalla —le recordó él con suficiencia, tomándola por los brazos, lejos de él—. Sólo mira el desastre en que terminaste —la señaló, viendo como intentaba tomar aire a duras penas—. Eres una débil y pequeña nación ganadera ¿Qué podrías hacer contra el Destino Manifiesto? —le explicó con superioridad, acortando cualquier distancia, dentro del espacio personal permitido que hubiera entre ellos.
—Cuando llegues a la cima… —siseó Dolores con la mandíbula tensa—, nadie te va a querer, ¡nadie va a ser tu amigo! —ahora ella esbozó una sonrisa al verlo titubear. Sus antebrazos ya sentían las marcas de los dedos del rubio—. Eres un niño patético jugando a ser un militar.

Alfred apretó su agarre, antes de soltarla con brusquedad. No esperaba que su hombría fuera cuestionada por ella, la perdedora. No podía creer que la muchacha enfermiza siguiera de pie, soberbia, sin temor alguno de la amenaza que él representó. Eso… lo frustró.

—Sí, tal vez sea un niño patético para tí —mencionó el estadounidense, ufano—. Pero mi bandera está ondeando en tu zócalo —le señaló, apuntando hacia una de las ventanas—. Dime qué otra cosa no es más patética que eso.
—Eres un infeliz —las palabras en Dolores sonaban como un berrido aguardentoso—. Un idiota avaro… ¡Un monstruo! —la tos empeoró todavía más tras gritar.

Ella intentó reponerse, pero Dolores terminó llevándose una mano al pecho, su corazón latía más fuerte de lo habitual. El mareo y sus ojos vidriosos le nublaban la visión; no quería caer frente a Alfred, mas sus rodillas flaquearon, terminando por aferrarse de vuelta, a la casaca de su rival.

—Dolores, no tienes que fingir —dijo el estadounidense con superioridad.
—No puedo… no puedo respirar —la muchacha suplicó con la tos que le provocaba arcadas.
—¿Dolores? —insistió Alfred, pero al momento de tomarla por los brazos, forzándola a ponerse de pie, la sintió arder bajo el uniforme. Era la fiebre, no había otra explicación.
—Déjame, por favor —suplicó la mexicana en un hilo de voz.
Fuck, this shouldn't be happening (Joder, esto no debería estar pasando) —murmuró Alfred, tras lograr que Dolores se quedara sentada en el sillón donde él había estado antes.

El norteamericano salió a la calle, con los ojos desorbitados, buscando a alguien que ayudara a la joven. Se encontró con una de las vecinas de México, que gritó apenas lo vio correr despavorido.

—¡No, no la voy a atacar! —Alfred levantó las manos frente a él, pero la mujer alertó con sus gritos a otros—. Escúcheme, debe ayudar a Lola, ¿Conoce a Dolores, su vecina? Está enferma… —trató de explicarle, pero era imposible que la señora entrara en razón.
—¡Monstruo! ¿Por qué estaba dentro de la casa de la señorita? —exclamó la mujer con horror.
—¡Largo! —gritó una anciana, arrojándole una piedra al estadounidense—. No los queremos aquí, pinches gringos.
—¿Qué no tienen suficiente? —sollozó alguien más en medio del tumulto que se creó a su alrededor.

Alfred se cubrió la cabeza con ambas manos, comenzando a correr lejos de ahí, pues las piedras y palos seguían lloviendo sobre él. La palabra “monstruo” no dejaba de repetirse en su cabeza, como un recordatorio de lo superior que se sintió al llegar a la capital, ahora reducido a la descripción que el general Zachary Taylor lo nombró con orgullo: “Una bestia despiadada sedienta de sangre”.

“No, yo soy un héroe.” se trató de decir Alfred a sí mismo, una vez llegó a un lugar seguro, lejos de la callejuela dónde Dolores tenía su residencia. Pero fue la primera vez que ni siquiera pudo convencerse a sí mismo de ello.

—¡Claro que soy un héroe! —gritó el rubio al ver su reflejo en la ventana de una pequeña casa—. ¡Soy la Nación Elegida! Es mi Destino Manifiesto… —hizo una pausa, al percatarse que, dentro del hogar había personas que corrieron despavoridas apenas lo escucharon gritar.

Se cubrió la boca con ambas manos, horrorizado al verse en la ventana con claridad. El uniforme estaba manchado de sangre que no era suya, de lodo de tierras que no le pertenecían. Sólo había llegado ahí, creyendo que hacía lo correcto.

—Este no soy yo, ¡yo no soy un monstruo! —sollozó, pero ya era demasiado tarde para retractarse—. ¿Estos sentimientos son míos?

Más no encontró respuesta. Se llevó una mano al pecho sintiendo que temblaba. Colocó su frente contra la sólida cantera, aferrando sus manos a la pared de aquella casa. Trató de respirar, de hallar su voz interior…

Y aún así, no había claridad en sus pensamientos, menos al pensar, que Dolores seguía enfermiza, y todo a causa de la propia avaricia de Estados Unidos al querer expandirse.

Notes:

¡Hola gente! ¿Cómo les va? Es la primera vez que publico en AO3, así que ¡deséenme suerte!

Estoy aprendiendo algunas cosas del sitio, así que acepto sugerencias para mejorar mis notas o tags. También pido disculpas si se me saltó un error de ortografía o puntuación (les juro que lo leí mil veces D:).

Quizás este mensaje sea como una botella tirada al mar, en medio de un montón de fanfics de Hetalia, pero ya tenía ganas de compartirlo. Aunque sea con el pequeño público que tiene el ship USA x Fem!México.


Notas históricas del capítulo
México perdió la Guerra de Intervención Estadounidense el 15 de septiembre de 1848, justo cuando se conmemora el inicio de la lucha por la Independencia de México.

Algunos países como Guatemala, Filipinas y República Dominicana (antes Santo Domingo) pertenecieron al territorio de la Nueva España.

“El Popo y su vieja”: Dolores se refiere a una pintura inspirada en la leyenda de Popocatépetl e Iztaccíhuatl.

El 12 de diciembre de 1822 se iniciaron las relaciones diplomáticas bilaterales entre Estados Unidos y México. USA fue el primer socio comercial y uno de los primeros países en reconocer a México como nación independiente (aaaw el amor… el amor tóxico XD).

“America for Americans” formó parte de la Doctrina Monroe, creada por el presidente James Monroe (sí, el mismo que reconoció a México). La idea principal era impedir que Europa se metiera en los asuntos políticos del continente americano… pero ya saben, USA la usó para sus fines expansionistas.

España apoyó la independencia de Estados Unidos junto a Francia y Holanda. Tras el Tratado de París, delimitó la frontera entre Nueva España y USA. (Toñito sabía cosas o_o)

La Batalla de El Álamo sigue siendo una controversia entre los historiadores de ambos países. Según los estadounidenses, Antonio López de Santa Anna fue un sanguinario que mató a cientos de texanos; la versión mexicana dice que el ejército estadounidense atacó el campamento mientras dormían. Decidí mostrar ambos puntos de vista para fines dramáticos (jeje).

México tenía problemas económicos tras la Guerra de los Pasteles, la pérdida de Texas y los conflictos constantes entre liberales y conservadores. Por eso me da un poquito de gracia que algunas versiones de México vivan en casonas con servidumbre. Me gusta imaginarla más realista: un país orgulloso, pero tratando de sanar su propio caos político y económico.


Gracias por leer hasta aquí. 💛Estaré publicando cada dos semanas un nuevo capítulo. Como ya tengo los primeros cuatro listos, estarán en la plataforma en estos días.

Una disculpa por dejarl@s picad@s.

¡Nos estamos leyendo! 🌵💛
— Tori