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Nightmare

Summary:

Desde que Harry Evans se integró a su año, los sueños de Tom están repletos de desesperación, muerte y recuerdos agridulces. Incluso si al principio creyó que era una desafortunada casualidad, ciertos eventos lo llevan a creer que Evans es el dueño de dichas pesadillas.
¿Es coincidencia o, en realidad, algo más complejo? Por alguna razón, mientras más se acerca a una explicación lógica, más se da cuenta de que algo extraño sucede con el chico nuevo, incitando, quizá, un interés en descubrir todos sus secretos y provocando una obsesión con él.

Chapter 1: Dreams

Chapter Text

Otra vez, ese extraño sueño se repetía. 

El monstruo, de pálido rostro y atroz apariencia serpentina, tan alto y delgado como un árbol dentro de un oscuro bosque, rió desquiciado mientras caminaba hacia Tom, lento, pero seguro de sí mismo. Y sus ojos rojizos, rebosantes de malicia, le miraban sin pestañear, extasiados. 

Paralizado, Tom sintió su respiración fallar; la presencia del monstruo era opresiva, difícil de ignorar. Se encontraba aterrorizado, no obstante, en alguna parte de él, una escondida en el lugar más recóndito de su corazón, la esperanza se mantenía, expectante de que el monstruo mostrara un poco de piedad. 

No le importaba morir (después de tanto tiempo deseándolo, ¿cómo podría?), pero Canuto, su Canuto, su brillante y amoroso padrino, más padre del que su propio padre era… 

Se paralizó al sentir los delgados, largos y helados dedos del monstruo enroscándose en su cuello. Tom los encontró parecidos a las patas de una araña, la cual se preparaba para inyectar su letal veneno. —Un niño tan… Valiente, tan poderoso, sin embargo, estúpido y arrogante. ¿Qué te hizo creer que podrías derrotarme?  ¿A mí, el mago más poderoso que ha existido? ¿A mí, que soy tu Dios? 

Tom quiso responder que esa no era su intención, que, en realidad, lo habían obligado hacerlo, pero, ¿cómo hablar, si la mano en su garganta y la ansiedad carcomiendo su pecho se lo impedían? Sólo quería regresar en el tiempo, antes de aceptar la propuesta de su padre, escapar a casa, a su lugar seguro, junto con Canuto. 

Mirando en dirección a su padrino, quien se encontraba en muy mal estado por las constantes maldiciones que recibía, comenzó a derramar lágrimas. Por supuesto, el monstruo se percató, así que soltó a Tom. -Bellatrix -dijo, mirando a una bruja de cabellos negros alborotados. Ella, sonriendo, se dirigió hacía Canuto, saltando feliz como una niña. Luego, un “Avada Kedavra” escapó de sus labios, al mismo tiempo que un grito desgarrador abandonaba el pecho de Tom, quien, desesperado, intentó acercarse al cuerpo, ahora inerte, de su padrino. 

La horrible risa del monstruo no lo alcanzó; en sus oídos resonaba la estática, de repente. Canuto estaba muerto, Tom se había quedado solo en ese mundo cruel y horrible. 

—Es tu turno —aseguró el monstruo, aún burlándose de su desgracia. Tom siguió gritando, su garganta ardiendo por el constante esfuerzo; morir, en ese preciso instante, sería una bendición.  

Lo deseaba, lo necesitaba. »Mátame, mátame, ¡Mátame!«

Despertó de manera abrupta, con las emociones que le sabían ajenas arremolinándose en su pecho. Incluso podía sentir algunas vergonzosas lágrimas escapando de sus ojos.

Tom estaba anonadado, preguntándose qué diablos acababa de suceder. Se dio tres golpes en el pecho, buscando extinguir cualquier atisbo de sentimientos, porque sentirse vulnerable era para tontos incapaces de controlarse (él ya había pasado por esa etapa, gracias). 

Tratando de distraer su mente, abrió las cortinas que rodeaban su cama para visualizar el dormitorio. Era bastante temprano, al parecer, no obstante, una hora aceptable para poder prepararse con tranquilidad. Desde luego, al ser un prefecto, tenía que mantener todo el tiempo una apariencia de “estudiante modelo”, sobre todo para evitar verse envuelto en los chismes y rumores que las personas de su casa regaban todo el tiempo para perjudicar a los demás. 

A veces odiaba estar rodeado de sangre pura, pero, si quería cumplir sus objetivos a largo plazo, no tenía otra opción más que soportalos. 

Al levantarse, tal vez por costumbre, sus ojos se posaron en la cama de al lado, la cual, para su sorpresa, tenía las cortinas abiertas y al chico que residía allí despierto. Su nombre era Harry Evans, un nacido de muggles que había llegado a la escuela una semana después de que iniciara el ciclo escolar y se integró a su año, es decir, al sexto año. Por lo general, se mantenía tranquilo, ajeno a cualquier cosa que pasaba a su alrededor, escondido entre los pasillos del castillo leyendo libros muggles. 

Tom lo había observado (investigado) con discreción, interesado en saber si tenía alguna cualidad mágica de utilidad para poder incorporarlo a su noble causa. Por supuesto, después de dos o tres días, terminó decepcionado, así que el interés murió con rapidez. 

(Morir… Esa palabra siempre le causaba escalofríos).

Evans, que antes parecía perdido en sus pensamientos, de pronto le miró; sus ojos, salpicados de una extraña mezcla entre dolor e indiferencia, le observaron durante un instante que pareció eterno. Después, como si perdiera el interés, apartó la mirada, recostándose en el proceso. 

Por alguna razón, la pequeña interacción le causó una ligera sacudida en el pecho. Sin embargo, no pudo discernir si eso era bueno o malo; quizá, con el paso de los días, tendría la oportunidad de descubrirlo. 

Tom no tenía amigos.

Un lazo de amistad implica tener confianza en otra persona. Desde pequeño, a Tom, quizá a las malas, se le enseñó que confiar era sinónimo de vulnerabilidad, ya que, si confiabas, era inevitable ser traicionado en el proceso. 

A veces se preguntaba qué se sentiría ser amigo de alguien. 

Cada día de su solitaria rutina, observaba a sus compañeros de casa socializando, hablándose con tanta calidez que a Tom le parecía extraño escucharlos, preguntándose cada vez cómo se atrevían a confiar con esa facilidad. 

Por supuesto, trataba de no desperdiciar su tiempo pensando en cosas tan inútiles. En su lugar, optaba por desconectarse de sus verdaderas emociones, ocultándose detrás de aquella fachada encantadora que gran parte del alumnado, inclusive los profesores, a excepción de Albus Dumbledore, amaban. 

Quizá él no podía confiar en alguien más, pero, para cumplir sus objetivos a largo plazo, era necesario que sus allegados confiaran en él. 

Parte de su rutina diaria se reducía a eso; pulir su personalidad. Es bien sabido que, mientras más carismática es una persona, mayor es la probabilidad de que cualquier persona la siga. 

Sonreír, fingir que escuchaba, y le importaba, cualquier cosa que le dijeran, ser servicial con aquellos que necesitaban ayuda, aunque no al punto de llegar a ser conocido como un “lamebotas”; Tom se esforzaba por interpretar ese papel, por muy fastidioso que fuese hacerlo. 

Incluso la gente de su casa, los mismos que siempre le insultaban llamándole “sangre sucia”, comenzaron a bajar la guardia a su alrededor, pidiendo ayuda con las extensas tareas que tenían o solicitando asesorías privadas para que Tom les explicara los temas que les causaban incertidumbre por lo complejos que eran. 

Curiosamente, la única persona que no parecía interesada en él era Evans. 

Siendo realista, el chico sólo se apegaba a sus libros muggles. Era solitario. Las personas de su año apenas le reconocían por las pocas clases que compartían. Nunca consumía ninguna clase de alimento en el Gran Comedor, aunque Slughorn le había dicho, en una plática banal que habían compartido luego de una clase de pociones, que Evans era propenso a tener ataques de pánico en lugares donde mucha gente se reunía. 

Le gustaba perderse en el castillo. En ocasiones, después de un largo recorrido, se sentaba en el suelo a leer, haciendo anotaciones en diversas ocasiones. Si no fuese un libro muggles, Tom se interesaría más por averiguar, con exactitud, qué escribía.

Aburrido. Tom perdonaba su desinterés gracias a que el chico estaba claramente perturbado. 

De cualquier manera, con su atención o no, Tom estaba dispuesto a hacer lo que fuese necesario para cumplir sus objetivos. Por ejemplo, el primero de ellos sería encontrar la cámara de los secretos. 

La existencia de dicho lugar se mencionaba, de forma muy vaga, en algunos libros que Tom encontró en la biblioteca. Aunque había preguntado con sutileza a alumnos sangre pura y profesores, todos llegaban a la conclusión de que era una simple leyenda. 

Hacía apenas un año que se enteró, tras una investigación profunda, de su probable parentesco con el gran Salazar Slytherin. Qué conveniente coincidencia. Si la leyenda era real, el heredero de Slytherin sería la única persona capaz de abrir la cámara de los secretos y dominar al monstruo que la habitaba. 

A pesar de la exhaustiva investigación que había hecho con respecto al lugar, aún no encontraba pruebas de que fuese real, y Tom necesitaba confirmar su existencia para, por fin, ser digno del respeto de sus malditos compañeros sangre pura. 

(Oh, ¡cuánto los detestaba! Será glorioso observar sus expresiones cuando se den cuenta de que Tom era algo más que un “sangre sucia bonito y un poco inteligente”).

Él degustaría, ansioso, su miedo al momento de liberar al monstruo, incluso si este, en realidad, estaba entrenado para desaparecer a todos los sangre sucia de la escuela. Aunque Tom no tenía ningún resentimiento contra ellos (él era uno, por Dios), estaba dispuesto a hacer algunos sacrificios. En términos de ajedrez, esas pobres almas desgraciadas serían como los peones; fáciles de descartar en los primeros movimientos, pero, si lograban sobrevivir, adquirirían una posición importante.

Mientras más lo pensaba, más emocionado se sentía, de pronto. No obstante, debía ser paciente, no precipitarse. La única manera de lograr hacer jaque mate, era siendo perseverante. 

Entre tanto, ganar adeptos a su causa era su prioridad. 

De repente, todo daba vueltas. Falto de aliento, cubrió su cabeza para evitar que su padre, quien gritaba cada vez más fuerte, lo golpeara en la zona y dejara una marca. 

La última vez, la señorita Miller se percató del tenue moretón ubicado debajo de su ojo derecho. Si bien su padrino, antes de llevarlo a la escuela, le puso díctamo en los rasguños de su mejilla, era probable que no notara el golpe.

Ella había hecho un escándalo al respecto. Tom, por supuesto, no disfrutó lo que sucedió una vez llegaron a casa. 

Cuando su padre dejó de gritar y se metió a su habitación tras azotar la puerta, Tom huyó al bosque, perdiéndose con rapidez entre los frondosos árboles, limpiando, furioso, las tontas lágrimas que seguían escapando de sus ojos. 

No sabía cuánto más podía aguantar. A veces, muchas veces, creía que sus problemas no existirían si tan solo su padre muriera. Y a veces, muchas veces, deseaba eliminarlo con sus propias manos. 

Era un pensamiento aterrador, pero justificado. Odiaba a su padre. El hombre merecía morir. ¿Qué tenía que hacer Tom para poder eliminarlo? Si tan sólo supiera cómo… 

Algo que irritaba a Tom era sentir. Cada vez que tenía esos sueños, despertaba con las desagradables emociones desgarrándole el pecho. ¿Y por qué siempre alguien debía morir en ellos? 

Tom le temía a la muerte. Cuando regresó al orfanato luego de cursar su tercer año en Hogwarts, encontró la ciudad destruida tras los bombardeos alemanes. Algunos conocidos, como el señor Lennox, dueño de una pequeña sastrería en el centro, fallecieron sin dejar rastro de su existencia. En ese instante, Tom se percató de lo frágil y efímera que era la vida humana. Eso lo aterró como nada lo había aterrado en su vida. 

Su mayor objetivo era volverse inmortal, sin importar el método. ¿Acaso superar a la muerte no sonaba maravilloso? 

Lo siguiente en su lista era destruir el mundo que sus compañeros de casa conocían. 

Desde la perspectiva de Tom, Slytherin parecía una versión basura de la realeza británica, es decir, idiotas descerebrados que se creían superiores a los demás por tener un linaje “puro”, dinero y suficiente influencia política para manejar su pequeño mundo. 

En su asquerosa fantasía, Tom resultaba ser un plebeyo más, destinado a servir y soportar abusos de aquella horrenda realeza. Hacer su papel a la perfección implicaría sonreír avergonzado cada que lo menospreciaran por su estatus sanguíneo, aceptar que su enorme inteligencia y astucia no serían tomadas en cuenta por ser un don nadie, controlar su gran potencial porque los puestos administrativos importantes ya estaban reservados a aquellos con influencia para tenerlos, incluso si sólo los tomaban por mera obligación o interés financiero. 

No obstante, con paciencia, Tom estaba cimentando una fantasía propia, una dónde él sería aquel rebelde que destruiría ese mundo, sólo para volver a reconstruirlo de acuerdo a su imaginación y expectativa. La magia lo sería todo; el poder, la influencia, la nueva realeza. Sólo los que fueran mágicamente poderosos prevalecerían. En realidad, sonaba como un juego muy divertido; ganarse el respeto de los sangre pura, convertirse en su dios, luego destruirlos. 

Qué emocionante. Casi sonrió, como un maniático, de sólo pensarlo.

Logró que su sonrisa se volviera dulce en tanto le explicaba a una mocosa de tercero los fundamentos de la poción vigorizante. Ella seguía mirándole con esos estúpidos ojos brillosos, enamorados, y él sólo quería… Arrancarlos, ver la sangre correr de sus cuencas vacías, escuchar sus gritos de dolor. 

(Ah, ahí estaba, esa repentina necesidad de violencia injustificada que nunca desaparecería. ¿Por qué se sentía tan bien imaginar escenarios así?).

Respiró profundo para calmar esa ansia, manteniendo su voz gentil, pero firme, a lo largo de su interacción con la niña. Sabía que había mucha gente mirándolos, ya que se hallaban en la biblioteca, así que debía controlarse, ser capaz de mantener su mentira. 

Era agotador mentir todo el tiempo. 

Una vez que escuchó un “gracias” terrible, falso y agudo, se excuso para salir de ahí, de pronto abrumado por tanta interacción. Sabía que a nadie se le haría extraño, ya que tenía que mantenerse haciendo rondas porque esa era la obligación de los prefectos.

Recorrió el castillo hasta llegar a unos pasillos desiertos, tratando de despejar su mente y mantenerla en blanco. Ralentizó sus pasos poco a poco, disfrutando de la luz solar que atravesaba las ventanas y le ayudaban a sentirse un poco menos frío. 

Entonces, de manera vergonzosa, tropezó con alguien al dar la vuelta hacia otro pasillo. La colisión casi lo hizo caer, pero consiguió equilibrarse y evitarlo. La otra persona, por el contrario, terminó en el suelo en una pose casi indigna. Era Evans. Si Tom no tuviera modales, se habría burlado de la situación. 

—Lo lamento —se disculpó con falsa amabilidad, su voz meliflua—, estaba perdido en mis pensamientos y no te vi, ¿Te encuentras bien? 

A Tom no le importaba si Evans estaba bien o no. En su cabeza, ya lo había clasificado como un completo tonto. Aún así, se mantuvo en el papel. Como el gran observador que era, al instante se percató que los atroces lentes que utilizaba el chico habían terminado en el suelo. Los recogió, calmando su fastidio, y se los ofreció. 

—Uh, sí… —Evans murmuró, inseguro. De repente, sus ojos coincidieron, sorprendiendo a Tom ya que nunca había visto un verde tan vívido. Bajo la luz del atardecer, parecían brillar como las esmeraldas que algunas chicas de su año cargaban en sus dedos, pero, de alguna manera, irradiaban tantas emociones que Tom no pudo descifrarlas.

Qué desafortunado esconder unos ojos tan bonitos tras unos hórridos anteojos.

Con rapidez, Evans desvió la mirada, tomando, casi con timidez, lo que Tom le estaba entregando, las yemas de sus dedos rozándose por accidente. Para su sorpresa, aquello se sintió... ¿Eléctrico? ¿O cálido, tal vez? Tom, por un momento, se quedó sin las palabras suficientes para describirlo de manera apropiada, concentrándose en disfrutarlo.

Era claro que estaba estupefacto. Para alguien que, desde su nacimiento, siempre había sentido frío, sin importar cuantas telas o hechizos lo abrigaran, aquella sensación lo envolvió hasta lo más profundo de su ser, de pronto convirtiéndose en una fuente de intriga, confusión y deseo. 

Evans se sacudió en un exagerado escalofrío, como si quemara, observando su mano con algo parecido a la incredulidad, aunque también atemorizado. Tuvo el descaro de actuar con rapidez, disculpándose y huyendo antes de que Tom pudiese emitir una palabra al respecto.

Pero Tom era paciente. Primero reflexionaría, con cuidado, lo ocurrido, luego podría decidir qué hacer a continuación. 

Sonrió. ¿Quién diría que el chico nuevo podría ser fascinante?