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Determinación familiar ◆ Endeavor x Oc

Chapter 42

Notes:

Holaaa!
Me percaté de que se me habían traspapelado unos capítulos y estaban en un orden incorrecto, pero ya lo solucioné

Chapter Text

Diciembre, 24 años

 

Sus pasos resonaron por los pasillos del hospital como golpes de tambor, cada uno más urgente que el anterior. El piso 4 parecía un laberinto interminable de luz fluorescente y paredes blancas, pero Ruri avanzaba con la determinación de quién conoce su destino.

Wakamatsu la seguía a una distancia prudente, su imponente figura proyectando una sombra protectora. Sus ojos no perdían detalle, preparado para intervenir si fuera necesario.

Fue entonces cuando vio una figura similar a la de un fantasma.

Su figura etérea moviéndose con la fragilidad de una hoja en el viento. Su cabello era como un lienzo blanco enmarañado que brillaba bajo las luces del hospital, enmarcando un rostro marcado por el arrepentimiento y el horror de sus propias acciones.

Sus labios se separaron, quizás para ofrecer una explicación, una súplica desesperada, pero Ruri no le dio la oportunidad. Con un movimiento fluido, la apartó de su camino, su cuerpo moviéndose con la determinación feroz de una madre que responde al llamado de un hijo herido.

Rei se tambaleó ante el brusco movimiento de la pelirrosa. Sus ojos, grandes y atormentados, seguían los movimientos de Ruri como si estuviera presenciando la manifestación física de su propia culpa.

―Yo... yo no quería... ―su voz era apenas un susurro quebrado.

―¡No me hables! ―la voz de Ruri resonó por el pasillo, haciendo que Wakamatsu diera un paso adelante.

―Ruri ―la voz de Wakamatsu era suave pero firme―. El niño te está esperando.

Esas palabras actuaron como un ancla, devolviendo a Ruri a la realidad del momento. Así fue como la pelirrosa se giró hacia la puerta.

Afuera, en la noche fría, Kenta y los otros hombres del Igarashi-gumi montaban guardia silenciosa, el humo de sus cigarrillos mezclándose con la bruma nocturna mientras esperaban noticias de sus sobrinos. Sus figuras imponentes, visibles desde las ventanas del hospital.

Su presencia, notada por Endeavor con una mezcla de sorpresa y comprensión reluctante, era un testimonio silencioso de que la familia ―todas las familias― se unen en momentos de crisis.

―Yo me quedaré para asegurarme de que mi querida sobrina no mate a nadie... ―murmuró Wakamatsu, sus ojos fijos en las ventanas iluminadas del hospital mientras hablaba por teléfono―, el resto quédense fuera y esperen.

 

 

 

 


 

 

 

 

 

El tiempo pareció detenerse cuando Ruri cruzó el umbral de la habitación hospitalaria. El aire mismo parecía cargado de dolor y miedo, una tormenta emocional que se arremolinaba alrededor del pequeño cuerpo que se agitaba en la cama. Shōto, su pequeño Shōto, se debatía contra las sábanas blancas como un pájaro herido intentando volar.

Pero entonces, como si el universo contuviera el aliento, su ojo gris ―ese espejo del alma que tanto dolor había presenciado― encontró el rostro de Ruri. El cambio fue instantáneo, como el sol emergiendo tras una tormenta devastadora. Todo su pequeño cuerpo se tensó por un momento, y luego:

―¡Mami! ―el grito desgarró el aire, cargado de tanto dolor y alivio, que las enfermeras que pasaban por el pasillo se detuvieron por un instante.

Ruri corrió hacia él y cuando estuvo junto a la cama, Shōto se lanzó hacia ella con la desesperación de alguien que se ahoga y encuentra por fin algo a qué aferrarse. Sus pequeños brazos se envolvieron alrededor del cuello de Ruri como si temiera que ella pudiera desvanecerse si la soltaba. El impacto casi la hace trastabillar, pero sus brazos ya estaban abiertos, listos para recibirlo, para contenerlo, para protegerlo de un mundo que había sido demasiado cruel con él.

―Estoy aquí, mi amor ―susurró Ruri, sus dedos temblorosos acariciando el cabello bicolor que tanto amaba mientras las lágrimas finalmente escapaban de sus ojos―. Estoy aquí.

Sus ojos se posaron en el vendaje que cubría la mitad derecha de su rostro, una mancha rojiza filtrándose a través de las capas de gasa blancas. Algo dentro de ella se rompió al ver esa evidencia tangible del dolor de su niño, y las lágrimas comenzaron a caer sin control.

―Lo siento tanto ―su voz se quebraba mientras besaba su frente, sus mejillas, cualquier parte de su rostro que pudiera alcanzar―. Lo siento tanto, mi pequeño. No debí dejarte...

―Llévame contigo ―suplicó Shōto entre sollozos, su pequeño cuerpo temblando contra el de ella―. Por favor, mamá, llévame contigo. No quiero estar aquí.

El corazón de Ruri se fragmentó un poco más con cada palabra. Sus manos temblaban mientras limpiaba las lágrimas del rostro de Shōto, teniendo cuidado de no tocar el vendaje.

―No te dejaré de nuevo ―prometió, cada palabra que pronunciaba era un juramento sagrado―. Nunca más, bebé. Nunca más.

La puerta se abrió suavemente, y una enfermera entró con un portapapeles en mano. Se detuvo un momento, observando la escena con una mezcla de compasión y profesionalismo.

―¿Es usted familiar del paciente? ―preguntó con voz suave.

―Soy su madre ―las palabras salieron de la boca de Ruri sin vacilación, cargadas con el peso de tres años de amor incondicional―. ¿Puede decirme su estado?

La enfermera asintió, su expresión volviéndose grave mientras consultaba sus notas―. Sufrió quemaduras de segundo grado en el lado derecho del rostro ―comenzó, su voz profesional contrastando con la brutalidad de las palabras―. Pero, además de la quemadura... la piel muestra signos de exposición prolongada a temperaturas extremadamente bajas.

Cada palabra era un puñal en el corazón de Ruri. Sus manos se cerraron en puños tan apretados que sus nudillos se tornaron blancos, mientras Shōto se acurrucaba más contra ella, como si quisiera fundirse con su cuerpo y desaparecer del mundo.

―El daño... ―la voz de Ruri tembló―. ¿Será permanente?

El silencio en el pasillo del hospital pesaba como plomo sobre sus hombros. La enfermera, con sus ojos cansados, pero amables, eligió sus palabras con el cuidado de quien sabe que está manejando cristal roto.

―Las quemaduras... probablemente dejarán cicatrices permanentes en el lado izquierdo de su rostro ―comenzó, sus dedos jugando nerviosamente con el portapapeles, luego hizo una pausa, permitiendo que la noticia se asentara antes de continuar con lo que intentaba ser un rayo de esperanza―. Pero hay buenas noticias. El ojo no sufrió daños estructurales. Su visión...su visión estará bien, aunque aun falta realizar algunas pruebas.

Ruri sintió que sus rodillas amenazaban con ceder. Cinco años. Solo cinco años y ya llevaba marcas que lo seguirían toda su vida. Sus manos temblaban mientras las presionaba contra su boca, conteniendo un sollozo que amenazaba con desgarrar el aire antiséptico del hospital.

Shōto sollozó suavemente contra su pecho, y Ruri lo apretó más cerca, como si pudiera absorber su dolor, como si pudiera borrar el trauma con puro amor y voluntad.

―Estoy aquí, mi amor ―susurró nuevamente―. Mamá está aquí, y no dejará que nada malo te pase nunca más.

Las luces fluorescentes del hospital parpadearon suavemente sobre ellos, testigos silenciosos de una promesa que cambiaría el destino de ambos para siempre. En ese momento, sosteniendo a su hijo herido contra su corazón, Ruri supo que ninguna fuerza en el mundo podría separarla de él nuevamente.

Ruri se aseguraría de no apartarse de su lado hasta que por fin pudiera descansar.

Afuera, Kei mantenía su postura aparentemente relajada contra la pared, pero la tensión en sus hombros lo traicionaba. Fuyumi se aferraba a su camisa como si fuera un salvavidas, sus sollozos silenciosos humedeciendo la tela, mientras Natsuo permanecía sentado a su lado, sus ojos perdidos en un punto indefinido del pasillo. La mirada de Kei se desviaba ocasionalmente hacia Endeavor, destilando un veneno silencioso que parecía espesar el aire entre ellos.

No fue hasta que Kei acompañó a los niños al baño cuando finalmente Waka alejó su mirada de su celular.

Fue el movimiento lo que alertó primero, seguido por el sonido de la puerta abriéndose. Ruri apareció como un fantasma, pálida y temblorosa, sus ojos grandes y furiosos ojos revoloteando entre las figuras familiares. El cambio fue instantáneo y violento cuando se posaron en Rei.

―¡Tú! ―el grito desgarró el aire como un cristal rompiéndose.

La mano levantada de Ruri a penas logró rozar el rostro de Rei. Pero fue lo suficiente para que la peliblanca se cubriera la mejilla por la sorpresa. Wakamatsu se movió con una velocidad que contradecía su habitual languidez, pero fue Endeavor quien atrapó primero a la pelirrosa entre sus brazos, envolviéndola justo cuando esta se lanzaba hacia adelante. El impulso los hizo trastabillar, pero mantuvo su agarre firme.

―¿Cómo pudiste lastimar a tu propio hijo? ¿Cómo pudiste mirar esos ojos inocentes y...? ―Ruri se giró, sus ojos azules brillando con una intensidad que hizo que Rei retrocediera del miedo.

―No lo hagas, Ruri ―susurró Wakamatsu, su voz sorprendentemente suave para alguien que momentos antes irradiaba tanto desprecio―. No aquí. No ahora. Los niños te oiran...

Con un último vistazo a Rei, que se había deslizado hasta el suelo como una muñeca de trapo, Ruri se tranquilizó en los brazos del héroe. Rei retrocedió hasta chocar con la pared, sus manos temblando violentamente, mientras lágrimas silenciosas corrían por sus mejillas. Sorpresivamente, sus padres aparecieron casi inmediatamente, como sombras protectoras, flanqueándola, guiándola gentilmente lejos de la escena.

Enji los había llamado para que se la llevaran.

Ruri se apartó de su agarre para desplomarse junto a sus tíos, su furia inicial transformándose en sollozos entrecortados. Waka apartó a Enji y la sostuvo con más firmeza, su usual sarcasmo completamente ausente mientras murmuraba palabras tranquilizadoras. Fuyumi y Natsuo se acercaron instintivamente en cuanto regresaron y la vieron en tal esto, formando un pequeño círculo de calor y consuelo en medio del frío pasillo hospitalario.

En ese momento, las luces blancas del hospital parecían iluminar una familia fracturada en múltiples configuraciones, cada una incompleta, cada una sangrando por los bordes, mientras el tiempo seguía su curso implacable en el tick-tack del reloj de pared.

 

 

 

 


 

 

 

 

Las horasen el hospital se deslizaron como gotas de agua sobre cristal, lentos y pesados. Ruri no se apartó del lado de Shōto más que lo estrictamente necesario, dormitando en la incómoda silla junto a su cama, sus dedos entrelazados con los pequeños dedos del niño incluso mientras dormía. Las enfermeras habían intentado, sin éxito, convencerla de que fuera a casa a descansar.

―No puedo dejarlo ―susurraba cada vez, sus ojos fijos en el rostro vendado de Shōto―. No otra vez.

Kei apareció en la mañana con café y un cambio de ropa limpia para su hermana, su habitual expresión de fastidio suavizada por la preocupación. Se había convertido en una constante inesperada para Fuyumi y Natsuo, quienes encontraron en su sarcasmo y actitud despreocupada un extraño consuelo.

―Ruri-nee ―la voz de Fuyumi temblaba ligeramente mientras se acercaba a la cama de Shōto una tarde―. ¿Podemos... podemos volver a casa contigo y los abuelos?

El silencio que siguió fue pesado, cargado de significado. Ruri levantó la vista hacia la puerta, donde Endeavor permanecía como una sombra silenciosa. Para sorpresa de todos, fue él quien respondió.

―Sería lo mejor ―su voz, normalmente atronadora, sonaba extrañamente suave―. Por ahora.

Kei, apoyado en la pared con su característica pose desinteresada, alzó una ceja con sorpresa.

―Vaya, parece que finalmente está siendo razonable. ¿Deberíamos revisar si no hay señales del apocalipsis?

―Kei... ―advirtió Ruri, pero Enji simplemente ignoró el comentario.

―Necesito... arreglar algunas cosas en casa ―continuó Enji, sus ojos fijos en el rostro dormido de Shōto―. Mañana lo darán de alta y ellos necesitarán estar en un lugar donde se sientan seguros.

―Pensé que nuestra familia era demasiado "peligrosa" ―se burló Kei, su sonrisa afilada conteniendo años de resentimiento―. ¿Qué cambió? ¿Por fin se dio cuenta de que los yakuza pueden mejores padres que algunos héroes?

―Kei, suficiente ―Ruri intervino, aunque su tono carecía de verdadera severidad―. Llama a papá para avisarle y ayuda a los niños a empacar lo que necesiten.

―Le pediré a Futahara que tenga todo preparado... ―gruñó Enji saliendo para realizar una llamada.

―Sí, sí... ―Kei se despegó de la pared con exagerada lentitud―. Vamos, enanos. A mi padre les dará ataque cuando los vea después de tanto.

Fuyumi sollozó entrecortadamente, pero se dejó guiar sin resistencia. Natsuo, por otro lado, se encogió de hombros con una resignación demasiado madura para su edad. Kei los rodeó con un brazo protector y se los llevó por el pasillo, sus voces desvaneciéndose poco a poco.

Ruri apenas tuvo tiempo de procesar lo que había sucedido cuando la energía de una tormenta desatada irrumpió en el hospital.

Incluso Isshin había regresado apenas se enteró de todo: desde el despido de su pequeña hasta el accidente de su querido "nieto". Su esposa intentó detenerlo, pero él no pudo resistirse y terminó yendo al hospital con un montón de peluches para el bicolor.

―¡Mi pequeño Shōto! ―Isshin prácticamente se abalanzó sobre la cama del niño dormido, apenas Kei se llevó a sus hermanos.

Para cuando Ruri logró girarse, Isshin ya estaba junto a la cama del niño, arrojando un enorme dragón de peluche sobre el colchón con una devoción casi teatral.

―¡El abuelo está aquí! ―exclamó, inclinándose sobre el cuerpo dormido de Shōto como si fuera a despertarlo con puro amor paternal―. ¡Y mira lo que te traje, campeón!

El dragón de peluche era enorme, ridículamente colorido y, por si fuera poco, tenía un par de alas rosa que se movían con resortes. ¿De dónde lo había sacado? Solo los dioses lo sabían.

Ruri cerró los ojos con fuerza, llevándose un par dedos a las sienes.

―Por amor a... ―Ruri se masajeó la frente―. Papá, está dormido.

―¡Pero despertará en cualquier momento! ―Isshin comenzó a acomodar una colección cada vez más grande de peluches alrededor de la cama―. ¿Crees que le gusten los dragones? ¿O debí traer más dinosaurios? ¡Oh! ¿Qué tal un...?

―¡Ya regresamos! ―la voz de Kei interrumpió el monólogo de su padre―. Y aparentemente Fuyumi necesita llevar toda su colección de libros.

―¡Son importantes! ―protestó la niña, cargando una mochila visiblemente sobrecargada.

―¿Y tú, Natsuo? ―Isshin se giró hacia el niño, quien sostenía―. ¿Es una raqueta de tenis?

―¡El tío Kei dijo que me enseñaría a jugar! ―explicó Natsuo con entusiasmo.

―¿Yo dije eso? ―Kei parpadeó confundido―. No recuerdo haber...

―¡Mi hijo! ―Isshin abandonó su posición junto a Shōto para abrazar a Kei―. ¡Finalmente estás actuando como un adulto responsable!

―¡Suéltame, viejo loco! ―Kei intentaba zafarse mientras Natsuo y Fuyumi reían―. ¡Yo ni siquiera sé jugar tenis! ¡Y deja de llorar sobre mi camisa, me pegas tus mocos!

―Deberían irse ya ―intervino Ruri, notando cómo Enji observaba la escena con una expresión indescifrable mientras era ignorado por la familia de Ruri―. Antes de que papá inunde el hospital con sus lágrimas.

―¡Pero Shōto todavía no ha visto sus peluches! ―protestó Isshin.

Fuyumi y Natsuo intentaban contener la risa.

La familia comenzó a moverse hacia la salida, una procesión caótica de risas, protestas y peluches. Enji los observó marcharse, notando cómo sus hijos, por primera vez en mucho tiempo, sonreían genuinamente.

Así, el día del alta médica llegó con la suavidad de la primera luz del amanecer. Shōto, todavía débil, pero consciente, se aferró a Ruri como una pequeña estrella de mar, negándose a ser cargado por nadie más. Las vendas cubrían la mitad de su rostro, pero su ojo, milagrosamente salvado, brillaba con lágrimas contenidas cuando finalmente quitaron sus vendas para realizar varios estudios y exámenes.

Ruri tembló en silencio cuanod vio la piel al rededor del ojo de Shōto por primera vez.

―¿Iremos a casa, mami? ―susurró contra su cuello, y el corazón de Ruri se agrietó un poco más al escuchar esa palabra que tanto había extrañado.

―Sí, mi pequeño ―respondió, besando su cabello bicolor―. Vamos a casa.

En el estacionamiento del hospital, Ruri acomodaba a Shōto en el asiento trasero del auto de Waka, al que Kei había robado nuevamente las llaves, mientras Fuyumi y Natsuo se apretujaban a su lado, ninguno queriendo estar lejos de su hermano menor. Kei observaba la escena con una expresión indescifrable.

―¿Sabes? ―comentó mientras encendía el auto, su voz inusualmente seria, mirando a su hermana mayor por el espejo retrovisor―. Siempre pensé que los héroes eran una pérdida de tiempo y lo sigo pensando, pero tú... tú eres el tipo de héroe que realmente importa, Ruri-nee

Ruri no respondió, ocupada arropando a Shōto con una manta y tarareando suavemente una canción de cuna que solía cantarles cuando eran más pequeños. En el asiento trasero, los tres hermanos Todoroki se acurrucaron juntos, encontrando en su presencia la seguridad que tanto habían extrañado.

Mientras el auto se alejaba del hospital, el sol de la tarde pintaba el cielo de tonos dorados y rosados, como si el universo mismo quisiera recordarles que incluso después de las noches más oscuras, siempre hay esperanza de un nuevo amanecer.

Enji los observó partir desde la entrada del hospital, su imponente figura recortada contra la luz del atardecer. Tenía mucho que arreglar, muchos errores que enmendar, pero, por primera vez en mucho tiempo, sentía que estaba tomando la decisión correcta. Sus hijos necesitaban sanar, y por ahora, esa sanación solo podía encontrarse en los brazos de la mujer que nunca había dejado de ser su madre, incluso cuando el mundo intentó separarlos.

 

 

 

 


 

 

 

 

Mientras, Enji se encontraba en su hogar, se detuvo en el pasillo, donde Rei esperaba como una aparición pálida del fantasma de la mujer que alguna vez fue. El aire entre ellos estaba cargado de palabras no dichas y errores irreparables.

―Necesitamos hablar ―comenzó Enji, su voz conteniendo un cansancio que pocas veces se permitía mostrar.

―Lo sé ―respondió Rei, sus manos retorciéndose nerviosamente en su regazo―. Yo... lo siento tanto. No quería... nunca quise...

―Ambos cometimos errores... Pero tu error no fue solo lastimar a Shoto ―interrumpió Enji, su tono sorprendentemente gentil―. El mío fue alejar a Iwamori sin pensar en lo que eso significaría para los niños. Ella era su ancla, su seguridad cuando nosotros fallamos en serlo.

Las lágrimas comenzaron a caer por las mejillas de Rei.

―Estaba tan asustada... tan perdida. Cuando encontré esa información sobre su conexión con el Igarashi-gumi, pensé... pensé que estaba protegiéndolos, pero realmente solo estaba siendo egoista.

―Me encargué de esos documentos ―respondió Enji, y algo en su tono sugería que era mejor no preguntar exactamente cómo―. Todo rastro de esa información ha sido eliminado.

Le había tomado casi una semana descubrir la fuente de la información y ocultarla. Ahora le debía un par de favores a Tsukauchi.

―No hay más copias ―aseguró Rei, secándose las lágrimas con manos temblorosas―. No quiero... no puedo seguir causando más daño.

―No podemos seguir así ―continuó Enji, pasándose una mano por el rostro con cansancio―. Esto no es saludable para nadie, especialmente para los niños.

―Lo sé ―la voz de Rei era apenas un susurro―. Cada vez que los veo... cuando veo a Shōto... No puedo confiar en mí misma cerca de ellos.

Enji la observó por un momento, notando cómo sus hombros se curvaban bajo el peso de la culpa. Era una imagen muy diferente de la joven que había conocido años atrás, antes de que ambos permitieran que sus propios demonios consumieran lo que pudo haber sido.

―He hablado con tus padres ―dijo finalmente―. Ellos están preocupados... Se harán cargo de ayudarte.

Rei levantó la mirada, sorprendida―. ¿Mis padres...?

Las lágrimas volvieron a caer, pero esta vez había algo diferente en ellas. Quizás era alivio, o tal vez la primera chispa de esperanza en mucho tiempo.

―Tienes razón ―susurró Rei, y por primera vez en años, su voz sonaba clara, decidida―. No puedo... no puedo quedarme aquí pretendiendo que todo está bien. Los lastimé... lastimé a mi bebé...

―Los niños necesitan sanar ―Enji asintió―. Y tú también.

―¿Cuándo...?

―Cuando estés lista. Tu padre ya ha hecho los arreglos.

Hubo un largo silencio entre ellos. No incómodo, pero sí pesado, lleno de cosas que nunca se dijeron y que, quizás, nunca se dirían. Enji sintió un impulso, un deseo fugaz de decir algo más, de ofrecerle algo más, pero se contuvo. Lo último que ella necesitaba era más peso sobre sus hombros.

―Gracias ―murmuró Rei, y por un momento, Enji pudo ver un destello de la mujer que alguna vez fue―. Por no... por no hacerlo más difícil. Necesito irme, Enji. Por el bien de todos.

Él asintió lentamente.

―Debo irme... ―Rei tomó aire y se obligó a seguir―. ¿A Shōto le darán de alta hoy?

 

 

 

 


 

 

 

 

La casa de los Iwamori siempre había sido modesta, pero en ese día parecía brillar con una calidez especial. El aroma a té verde y galletas recién horneadas flotaba en el aire mientras Ruri intentaba mantener una rutina que diera a los niños la estabilidad que tanto necesitaban.

Shōto apenas hablaba desde que llegaron del hospital. Se movía como una pequeña sombra silenciosa, siguiendo a Ruri por la casa, sus pequeños dedos, siempre rozando el borde de su ropa, como si temiera que ella pudiera desvanecerse si perdía el contacto. Las nuevas vendas sobre su ojo izquierdo eran un recordatorio constante de lo frágil que puede ser la infancia.

Al anochecer, mientras cambiaba sus vendajes con la delicadeza que solo una madre puede tener, Ruri notó las lágrimas silenciosas que corrían por la mejilla derecha de Shōto.

―¿Duele mucho, pequeño? ―preguntó suavemente, sus dedos rozando con ternura el cabello bicolor.

Shōto negó con la cabeza, su voz, apenas un susurro, recordando lo que Rei había dicho mientras hablaba por teléfono―. Es mi culpa... ¿Es porque me parezco a papá?

―No ―la voz de Ruri fue firme, pero gentil, mientras tomaba el rostro de Shōto entre sus manos, obligándolo a mirarla―. Escúchame bien, Shōto. Nada de esto es tu culpa. Tú eres perfecto, exactamente como eres.

―Pero... ―sus pequeños labios temblaron―, ella dijo...

―Tu quirk y tu apariencia no tienen nada de malo, mi amor ―Ruri lo acercó a su pecho, meciéndolo suavemente mientras besaba su frente―. No es ni bueno ni malo. Es como un pincel en las manos de un artista, lo que importa es cómo eliges usarlo. Y tú, mi pequeño Shōto, tienes el corazón más hermoso que he conocido.

A pesar de sus palabras, Ruri sabía que en el fondo Shōto seguia marcado por aquel suceso hasta que pudiera superarlo y dejarlo atrás.

En la sala, el abuelo Isshin había convertido el kotatsu en una fortaleza de mantas y cojines donde Fuyumi y Natsuo se refugiaban del frío, contando historias y compartiendo dulces que el anciano siempre parecía tener escondidos en sus bolsillos y algunos otros que habían robado de la habitación de Kei.

―¡Y entonces el dragón...! ―Isshin hacía gestos dramáticos con sus manos, intentando mantener la sonrisa a pesar de que sus ojos se humedecían cada vez que su mirada se desviaba hacia las vendas de Shōto, pero no podía hacer un escándalo o su esposa se enojaría nuevamente.

―Abuelo ―interrumpió Natsuo, notando el cambio en su expresión―, ¿estás llorando otra vez?

―¡Por supuesto que no! ―protestó Isshin, aunque se secaba disimuladamente los ojos con la manga de su traje―. Es solo que... hace calor bajo el kotatsu. No se lo digan a la abuela, ¿eh?

Fuyumi se acurrucó más cerca de su abuelo, rodeándolo con un abrazo consolador―. Está bien, abuelo. Shōto es fuerte. Va a estar bien porque nos tiene a todos.

La paz doméstica se vio interrumpida por el sonido de la puerta principal abriéndose de golpe, seguido por la voz exasperada de Kei quien regresaba de las compras, tapado en abrigos y con una delgada capa de nieve cubriéndolo.

―Odio la nieve... ¡Viejo! ―gritó, entrando a la sala con el ceño fruncido―. ¡Deja de darles tantos dulces a los mocosos! ¡Van a terminar con dolor de estómago! ¡Y ustedes dejen de entrar a mi habitación!

―¡Bah! ―respondió Isshin, sacando otro caramelo de su bolsillo con aire desafiante―. ¿Desde cuándo te has vuelto tan responsable, eh? ¿No eras tú el que solía robar dulces de la tienda cuando tenías su edad?

―¡Eso fue una vez! ―protestó Kei, su rostro enrojeciendo―. ¡Y tenía siete años!

―¡Tío Kei robaba dulces! ―exclamó Natsuo con una mezcla de horror y admiración.

―¡No es cierto! ―Kei se abalanzó para cubrir la boca de Natsuo, pero el niño ya estaba riendo, esquivándolo ágilmente.

―¡El tío Kei era un delincuente! ―canturreó Fuyumi, uniéndose al juego.

―¡Ustedes, pequeños demonios! ―Kei comenzó a perseguirlos alrededor del kotatsu, mientras Isshin reía a carcajadas cuando su quirk se descontroló y terminó con la mitad de los cubiertos pegados a él.

Esos niños parecían ser su Karma por sacar a sus tío de quicio.

Desde el marco de la puerta, Ruri observaba la escena con Shōto en brazos, una sonrisa suave dibujándose en sus labios al ver cómo, por primera vez en días, una pequeña risa escapaba de los labios de su pequeño.

―¿Ves? ―susurró en su oído―. El amor viene en muchas formas diferentes. A veces es ruidoso y caótico, como tu tío Kei persiguiendo a tus hermanos. A veces es silencioso y dulce, como los caramelos del abuelo. Pero siempre, siempre está ahí.

Shōto asintió levemente, su pequeña mano aferrándose al cuello de Ruri.

―Te extrañé, mamá ―murmuró contra su cuello.

―Y yo a ti, mi pequeño ―respondió ella, besando su frente―. Más de lo que nunca podrás imaginar.

La noche continuó entre risas y persecuciones, gritos indignados de Kei y las carcajadas traviesas de los niños. En medio del caos, Ruri sostenía a Shoto, observando cómo el miedo en sus ojos iba cediendo poco a poco, reemplazado por destellos de la alegría infantil que nunca debería haber perdido.

Afuera, la luna se alzaba, iluminando la calle y filtrándose por las ventanas, bañando la escena en una luz plateada que parecía prometer que, a pesar de todo, los días mejores estaban por venir.

 

 

 

 


 

 

 

 

El atardecer teñía el cielo de un tono anaranjado profundo, casi rojizo, cuando Ruri regresó a la mansión Todoroki el día siguiente junto a los niños. El aire parecía más denso, cargado con el peso de las palabras no dichas y los recuerdos que se adherían a cada rincón como telarañas invisibles. Se detuvo en seco al ver la figura de Rei en la entrada, con dos maletas pulcramente colocadas a sus pies como monumentos a todo lo que se había roto.

La mujer que había sido la señora de la casa ahora parecía más pequeña, más frágil, como si los bordes de su ser se hubieran desgastado hasta volverse translúcidos. Sus ojos, sin embargo, brillaban con una claridad que Ruri no había visto en años.

La lucidez del dolor completamente incomprendido.

―Iwamori-san ―la voz de Rei era suave, apenas un susurro por encima del murmullo del viento―. Me alegro... me alegro de poder verte una última vez.

Ruri sintió cómo cada músculo de su cuerpo se tensaba, como una cuerda de violín afinada hasta el punto de ruptura. Sus dedos se curvaron instintivamente, recordando el peso de Shoto ya dormido en sus brazos, las vendas que había cambiado con tanto cuidado e instintivamente apretó su cuerpo contra el suyo.

―No espero tu perdón ―continuó Rei, sus manos entrelazadas frente a ella temblaban ligeramente―. Ni el de los niños. Lo que hice... lo que les hice a todos...

Su voz se quebró como cristal fino.

―Voy a buscar ayuda. La necesito. La necesitaba desde hace mucho tiempo.

―No necesito tus disculpas ni las acepto ―Ruri habló finalmente, su voz firme pero no cruel―. Pero desde el fondo de mi corazón espero que consigas ayuda y logres mejorar. Por ti misma y no por el resto.

Rei inclinado levemente, una sonrisa melancólica dibujándose en sus labios pálidos.

―Sabes... siempre me preguntó por qué mis hijos te miraban de esa manera ―sus ojos se dirigieron hacia la casa, donde las risas de Fuyumi y Natsuo se mezclaban con el viento―. Como si fueras el sol después de una larga noche. Ahora lo entiendo.

Sus palabras flotaron en el aire como copos de nieve, delicadas y frías.

―Eres una buena mujer, Iwamori-san. Una mejor madre de lo que yo pude ser ―continuó Rei, y había una aceptación dolorosa en su voz―. Mis hijos... ya no son hijos míos, ¿verdad? Tal vez nunca lo fueron realmente. No de la manera en que son tuyos.

Ruri sintió que su garganta se cerraba, las palabras atascándose como espinas.

―Ellos siempre serán tus hijos ―respondió finalmente―. Pero ahora también son míos. Necesitas tiempo para sanar. Todos lo necesitamos.

―Lo sé ―Rei se inclinó para recoger sus maletas―. Por eso me voy. Porque los amo lo suficiente para admitir que ahora están mejor contigo.

Un coche se detuvo frente a la casa, el conductor esperando pacientemente.

―Cuídalos ―susurró Rei, y por un momento, pareció que iba a decir algo más, pero simplemente avanzando y se giró hacia el vehículo.

Las lágrimas comenzaron a caer por las mejillas de Rei. Había fallado espectacularmente. Les falló cuando permitió que el miedo la consumiera. Les falló cuando intentó alejarse. Les falló de numerosas formas.

Sobre todo a un pequeño niño que llevaba las marcas de su último y más terrible fracaso.

Enji apareció entonces, como una sombra que se materializa del crepúsculo. Sin decir palabra, tomó las maletas de Rei. El gesto, sorprendentemente gentil para manos tan acostumbradas al fuego, pareció marcar el final de una era.

―El auto espera ―dijo simplemente.

Rei asintió, dando un paso hacia adelante antes de detenerse.

―Espero... ―susurró, y aunque miraba a Ruri, sus palabras parecían dirigidas a ambos―. Espero que tú también puedas mejorar como persona.

Ruri la observaba marcharse, su figura desvaneciéndose en el atardecer como un espejismo. En la distancia, las risas de los niños continuaban, ajenas al momento que acababa de transcurrir, y Ruri supo que, de alguna manera, todos encontrarían su camino hacia la sanación.

El silencio que siguió fue denso, cargado de electricidad estática. Enji se volvió hacia Ruri, sus llamas apagadas, pero el aire entre ellos chisporroteaba con tensión contenida.

―Necesitamos hablar ―su voz resonó en el patio vacío.

―No hay nada que hablar―respondió Ruri, su tono cortante como el filo de una navaja―. Haré lo que sea necesario para quedarme con los niños. Lo que sea.

La amenaza implícita flotó en el aire como humo venenoso. Los documentos que Rei había usado y que Ruri no sabía que ya no existían, la conexión con el Igarashi-gumi y el miedo a perder nuevamente a los niños.

Las llamas de Endeavor aparecieron y crepitaron brevemente, un destello de remordimiento o molestia que parecía contenido.

―No será necesario llegar a esos extremos ―dijo finalmente, cada palabra medida con precisión quirúrgica―. Quiero que regreses.

Ruri lo miró fijamente, buscando en sus ojos algún signo de manipulación o engaño―. ¿Por qué?

Enji la miró alzando una ceja como si la respuesta fuese obvia.

―Porque los niños te necesitan ―respondió con una honestidad que parecía costarle físicamente―. Porque yo... Porque cometí un error al permitir que te fueras.

Ruri lo observó un momento más, su rostro, una máscara de hielo que ocultaba el torbellino de emociones en su interior. Sin decir palabra, se giró hacia la casa, sus pasos resonando con determinación en el pavimento.

―No puedo cambiar el pasado ―la voz de Enji se tensó, como una cuerda a punto de romperse―. Pero puedo intentar no seguir cometiendo los mismos errores.

―Regresaré ―dijo finalmente, sin volverse. Por ellos. Solo por ellos... Y quiero que pases más tiempo en casa... Y que asistas a las reuniones de la escuela.

Mientras atravesaba el umbral de la mansión, el último rayo de sol se extinguió en el horizonte, sumiendo el jardín en sombras azuladas. Dentro, podía escuchar las voces de los niños, el sonido de sus pasos apresurados, la vida que continuaba a pesar de todo.

Enji permaneció en el jardín, una figura solitaria recortada contra el cielo nocturno, mientras observaba cómo la mujer que había sido más madre para sus hijos que cualquier otra persona desaparecía en el interior de la casa, exigiendo más condiciones  y que no tenía más remedio que aceptarlas ante lo razonables que eran. El peso de sus errores, de sus decisiones, se asentó sobre sus hombros como una capa de plomo, mientras el crepúsculo daba paso a una noche que prometía ser larga y fría.

 

 

 

 


 

 

 

 

El sol de la mañana apenas comenzaba a calentar las calles cuando la procesión apareció. Lo que debería haber sido una simple mudanza se transformó en algo que parecía extraído de una antigua leyenda: dos filas perfectamente ordenadas de hombres en trajes negros, sus posturas rígidas como bambú en invierno, sus rostros marcados por cicatrices y tatuajes parcialmente visibles bajo los cuellos y mangas. Ruri observaba desde la ventana de la casa Todoroki, su mano inconscientemente presionada contra su pecho, donde su corazón latía con una mezcla de sorpresa y algo parecido al orgullo. 

En medio de aquella formación impecable, Kei caminaba con una naturalidad que contradecía la solemnidad del momento, las mangas de su camisa descuidadamente arremangadas, exponiendo su blanca piel y cargando una de las cajas de Ruri como si no notara el ceremonial despliegue de poder que lo rodeaba.

―Vaya... ―murmuró para sí misma, una sonrisa tirando de las comisuras de sus labios―. Así que por esto insististe en venir personalmente, pequeño hermano.

―El abuelo me obligó en realidad ―respondió Kei con un encogimiento de hombros despreocupado―. No eran demasiadas cosas, pero los abuelos te mandaron un par de cajas con regalos y ropa. Ya sabes cómo es la abuela.

Sus palabras estaban teñidas de ese humor característico suyo, pero había un deje de cariño en su voz que no podía ocultar. Se detuvo un momento, ajustando el peso de la caja en sus brazos antes de continuar.

―También mandaron algunas cosas para los niños ―añadió con una sonrisa traviesa―. La abuela fingió que era idea del abuelo, pero la vi personalmente escogiendo cada detalle. Aunque si alguien pregunta, yo no dije nada.

Ruri observó cómo su hermano menor, con su habitual desenfado, desentonaba completamente con la solemne procesión que lo rodeaba. Era extraño ver cómo ese mismo chico que solía causar caos en las reuniones familiares ahora se movía con tanta naturalidad entre los miembros más temidos del clan, como si toda esta demostración de poder fuera simplemente otro día más en la vida de los Igarashi.

Enji apareció en el jardín como una llamarada contenida, su presencia habitualmente dominante ahora calibrándose frente a esta inesperada demostración de fuerza. Los hombres del Igarashi-gumi no se inmutaron, manteniendo sus posiciones con la precisión de una antigua danza marcial.

Wakamatsu se adelantó entonces, y el contraste no podría haber sido más marcado: donde los otros eran sombras amenazantes, él se movía con la gracia fluida de un maestro de ceremonias. Su traje, impecablemente cortado, parecía absorber y reflejar la luz de la mañana de manera diferente.

―Endeavor-san ―su voz era suave, pero llevaba el peso de generaciones de autoridad―. Es un honor presentarnos formalmente.

El silencio que siguió fue denso como incienso en un templo. Los pájaros mismos parecieron contener su canto.

―Hemos venido a escoltar las pertenencias de la joven señorita ―continuó Wakamatsu, cada palabra medida con la precisión de un maestro del té―. El Igarashi-gumi considera a Iwamori Ruri como parte de nuestra familia.

La última palabra resonó en el aire como el eco de una campana de templo. 

Familia. 

En el mundo del Igarashi-gumi, pocas palabras cargaban tanto peso, tanta promesa de protección y amenaza velada.

Kei soltó un bufido que rompió momentáneamente la tensión―. ¿Podemos dejar el teatro y empezar a mover las cajas? Algunas son pesadas, ¿saben?

―¡No interrumpas a Waka, mocoso! ―la voz de su tío sonó escandalizada desde algún lugar entre las filas de hombres.

Pero Wakamatsu simplemente sonrió, un gesto que suavizó momentáneamente las cicatrices de su rostro. 

―El Kei tiene razón. El tiempo es valioso ―se volvió hacia Enji, inclinándose en una reverencia nada exagerada que era tanto respeto como advertencia―. Confiamos en que cuidará bien de nuestra sobrina.

Los hombres se movieron entonces como una sola entidad, cada uno tomando una caja o maleta y enormes peluches que Isshin había comprado para Shoto.

La procesión se transformó en una eficiente cadena de manos que transportaba las pertenencias de Ruri al interior de la mansión.

―Es innecesario ―murmuró Enji, su voz un gruñido bajo, apenas audible.

―Al contrario ―respondió Wakamatsu, su sonrisa nunca vacilando―. Es absolutamente necesario que entienda la posición de Ruri en nuestra organización y, a pesar de eso... Ella no tiene ninguna participación con el grupo. Al igual que el aburrido de su padre y el idiota de su hermano.

Kei, pasando cerca con otra caja, añadió con una sonrisa torcida―. Lo que significa que si algo le pasa a mi hermana o a los niños, tendrás problemas mucho más grandes que una mala publicidad en las noticias de héroes.

―¡Kei! ―esta vez fue la pelirrosa que lo reprendió, pero el mensaje ya estaba entregado.

Ruri finalmente descendió al jardín, su presencia, causando una oleada de saludos infantiles entre los hombres del clan. Se detuvo frente a Wakamatsu, inclinándose profundamente.

―Gracias por su cuidado ―dijo suavemente―. No era necesario tal despliegue.

―Al contrario, pequeña flor ―respondió él, usando el viejo apodo que le había dado cuando era niña y jugaba en los jardines del templo―. Era absolutamente necesario.

Sus ojos se desviaron brevemente hacia Enji antes de volver a ella―. Algunos necesitan recordar que incluso las flores más delicadas tienen raíces profundas y fuertes.

La mudanza continuó con la eficiencia de una operación militar. Los hombres del Igarashi-gumi se movían como sombras disciplinadas, cada movimiento calculado, cada gesto medido. Para cuando el sol alcanzó su punto más alto, la última caja había sido colocada en su lugar.

Antes de partir, Wakamatsu entregó a Ruri un pequeño paquete envuelto en seda púrpura. 

―De parte de la vieja ―explicó―. Dice que las protecciones del templo nunca están de más en una nueva casa.

Mientras la procesión se retiraba con la misma precisión con la que había llegado, Kei se rezagó un momento, mirando a su hermana con una mezcla de afecto y preocupación.

―¿Estarás bien? ―preguntó, su habitual sarcasmo momentáneamente ausente.

Ruri asintió, apretando el paquete contra su pecho. 

―Tengo más protección de la que imaginaba ―respondió suavemente, una pequeña sonrisa jugando en sus labios.

―Más de la que algunos merecen ―murmuró Kei, lanzando una última mirada significativa hacia Enji antes de unirse a la procesión que se desvanecía en las calles de la ciudad.

―¡Qué hacen todos estos delincuentes en mi jardín! ―la voz de Futahara-san resonó por todo el jardín, haciendo que varios de los imponentes yakuza dieran un respingo involuntario.

La anciana emergió de su casa como una tormenta en miniatura, blandiendo una escoba como si fuera una espada ancestral. Sus pequeños ojos se entrecerraron peligrosamente al ver las colillas de cigarrillo cerca de la entrada.

―¿¡Quién fue el maleducado que está fumando en mi entrada!? ―exigió, su diminuta figura irradiando más autoridad que todos los yakuza juntos.

Wakamatsu intentó intervenir con su habitual diplomacia―. Señora, le aseguro que...

―¡Tú! ―la anciana lo interrumpió, señalando con su escoba a uno de los hombres más corpulentos que intentaba esconder disimuladamente un cigarrillo―. ¡Te vi, granuja!

Lo que siguió fue una escena surreal; el imponente yakuza, cubierto de tatuajes y cicatrices, retrocediendo ante el avance implacable de una mujer que apenas le llegaba al pecho, la cual terminó por golpearlo con la escoba.

―¡Ay! ¡Lo siento, lo siento! ―el hombre se protegía la cabeza mientras Futahara-san continuaba su asalto―. ¡Waka, ayuda!

―¡Y ustedes! ―la anciana se giró hacia otro grupo que había pisado sus preciadas flores―. ¡Mis camelias! ¿Tienen idea de cuánto tiempo me tomó cultivarlas?

Kei, apoyado contra una pared, se doblaba de risa mientras veía a los temibles miembros del Igarashi-gumi siendo regañados como escolares por una diminuta anciana con una escoba.

―¡Y tú, jovencito! ―Futahara-san se giró hacia él―. ¡Deja de reírte y ayuda a limpiar este desastre!

La sonrisa de Kei se congeló en su rostro.

―Sí, señora ―respondió automáticamente, enderezándose de inmediato.

Ruri observaba la escena desde la entrada, una mano cubriendo su sonrisa, mientras Wakamatsu, se inclinaba profundamente ante Futahara-san, prometiendo que sus hombres repararían cualquier daño causado a su precioso jardín.

―Y la próxima vez ―advirtió la anciana, agitando su escoba amenazadoramente―, ¡usen el cenicero que está ahí para algo más que decoración!

Así es como el grupo de hombres terminó limpiando y barriendo la entrada del lugar bajo las órdenes de la anciana.

La casa Todoroki pareció exhalar cuando el último hombre del Igarashi-gumi desapareció de la vista, como si hubiera estado conteniendo el aliento durante toda la mañana. En el silencio que siguió, Ruri desenvolvió cuidadosamente el paquete de seda, revelando un antiguo omamori del templo, sus bordados dorados brillando bajo la luz del mediodía como una promesa de protección y un bello Kimono para dormir que la abuela le había mandado.