Chapter Text
Anfitrión irrumpió con apuro en la estancia de su esposa Alcmena, quien lloraba desconsoladamente mientras sostenía a sus recién nacidos. El miedo se reflejaba en su semblante mientras abrazaba con fuerza a sus hijos, temiendo que algún mal pudiera sobrevenirles.
—¡Todos fuera! — exclamó Anfitrión con autoridad. Un relámpago iluminó la habitación, y los sirvientes, aunque reacios, obedecieron de inmediato. La partera, especialmente preocupada por dejar a su señora, fue finalmente persuadida por la mirada severa de Anfitrión, dejando a la nueva familia en una tensa soledad.
—¡No lo sabía! —se defendió Alcmena, aún cubriendo a sus bebés con su cuerpo. Anfitrión se acercó rápidamente, tomando su muñeca con fuerza, provocando que uno de los infantes cayera a la cama y comenzara a llorar. Pero el llanto del niño no detuvo la furia de Anfitrión.
—¿Es que no lo entiendes? — bramó, luchando por contener sus celos y resentimiento— ¡Esto va más allá de tu infidelidad! ¡Va más allá de asuntos mortales! — Alcmena sollozó mientras Anfitrión la soltaba, permitiéndole recoger al bebé caído y calmarlo. Afuera, la tormenta rugía con furia divina.
—El niño que tuviste con Zeus será nuestra ruina—, continuó Anfitrión, tratando de mantener la calma mientras los truenos sacudían la tierra —¡Seremos maldecidos!
Alcmena lloraba mientras trataba de consolar a sus hijos —¡Qué quieres que haga! ¡Yo no pedí esto! —Alcmena gritaba desesperada —¡Creí que eras tú! ¡¿Qué esperabas que hiciera?! ¡¿No es el deber de una esposa dejarse tomar por su marido y darle un hijo?! ¡Dime cuál fue mi error!
Anfitrión, consumido por una furia ardiente, sintió el impulso de golpearla... no, de reducirla a cenizas, deseando que su pecado fuera purificado por el fuego, creyendo que solo su sufrimiento podría ofrecerle consuelo. Pero cuando se volvió y la vio, con dos infantes en sus brazos y el semblante marcado por la angustia y la desesperación, comprendió de repente la crueldad de su deseo. Ella era su esposa, la madre de su hijo, la mujer que amaba. Su única falta era ser demasiado hermosa.
—No importa lo que yo crea, Alcmena—, dijo Anfitrión, arrodillándose ante ella—. Tampoco importa mi perdón. Incluso si criamos al hijo de Zeus como nuestro, seguiremos malditos— señaló un altar dedicado a Hera, erigido por Alcmena para bendecir su matrimonio. Ahora, esa bendición se convertiría en maldición.
Alcmena, llorando, imploró a la diosa— ¡Perdón! ¡Mi señora Hera, perdóname! —. Anfitrión la tomó en sus brazos, permitiéndole llorar en su pecho, mientras el bebé en sus brazos también lloraba, asustado por la tormenta.
—La maldición ya ha comenzado—, murmuró Anfitrión con ojos vidriosos—. El hijo de Esténelo nació antes que los nuestros. Es un augurio de desgracia—. Anfitrión temblaba, consciente de la intervención divina que había retrasado el parto de Alcmena.
—Solo hay una forma de detener esto—, dijo mientras se alejaba, tomando lentamente a uno de los bebés de los brazos de Alcmena. Tenía la corazonada de que este era el hijo de Zeus—. Si lo sacrificamos al fuego, tal vez Hera nos perdone.
—¡No! —gritó Alcmena angustiada— ¡No estás seguro de que ese sea el hijo de Zeus!
—Lo sé—, dijo Anfitrión, observando al otro niño en los brazos de Alcmena—. Mataré a ambos para asegurarme.
—¡No! — rogó Alcmena, levantándose con dificultad— ¡Por favor, para! ¡Son mis hijos!
—¡Alcmena! — gritó Anfitrión, desesperado— ¿Es que el amor maternal ha oscurecido tu juicio? La ira de Hera traerá la muerte a estos infantes y a nosotros en cruel venganza. Solo nos aguarda el sufrimiento, incluso para nuestro hijo. Si tomamos medidas ahora, al menos nuestro hijo mortal podrá descansar y nosotros podríamos aún engendrar nuevos hijos, libres de la cólera divina.
—¡Si los matas...! — Alcmena se arrodilló, tirando de las ropas de Anfitrión— ¡Si lo haces, juro que no tendré más hijos!
Anfitrión se detuvo por un instante—. Así sea— murmuró con voz grave, aceptando la carga que le imponía su decisión. Luego, empujó con suavidad a Alcmena, cuya reacción fue como un golpe directo al corazón, haciéndola desplomarse al suelo con su hijo aún en brazos. Alcmena sollozó con la intensidad de una tormenta, y Anfitrión, despojado de compasión, se dirigió hacia la estufa, ignorando su dolor.
Pero en el silencio que siguió, el eco del llanto cesó y una calma opresiva invadió la estancia. —Anfitrión...— la voz de Alcmena se alzó, fría y carente de vida, resonando en los muros de la habitación, susurrando con la angustia de un alma atormentada—. ¿Crees que Zeus permitirá sin castigo que hayas privado a su hijo de la vida?
—No— respondió Anfitrión, manteniendo su mirada fija en el bebé que sostenía, reconociendo sin duda alguna su origen divino—, pero confío en que el rey del Olimpo eventualmente lo olvidará, entre sus innumerables hijos y amantes. Su tormento cesará con el tiempo, y tal vez, con esta acción, ganemos la benevolencia de Hera. Sin embargo, la reina Hera no olvidará jamás; su rencor hacia las amantes de su esposo es eterno, y sus castigos continúan hasta el día presente. Estoy dispuesto a asumir el riesgo de sacrificar a este hijo, insignificante en los ojos de Zeus, si ello nos ofrece una oportunidad de escapar de la ira de Hera.
Alcmena se desplomó sobre el suelo, abrazando con ternura a su hijo, cuyo rostro se tornaba rojo por el llanto incesante. Con un gesto de desesperación maternal, descubrió su seno y lo acercó al infante, quien, al sentir la calidez de su madre, comenzó a alimentarse con avidez. Alcmena lo rodeó con sus brazos, acariciándolo con dulzura, sabiendo que este sería el último instante que disfrutaría de su presencia. Sus pensamientos se tornaron en lamento por no haber podido amamantar al otro hijo.
Anfitrión contempló la escena durante unos momentos, permitiendo que la visión del amor maternal lo invadiera. Pero incluso ese amor era incapaz de desafiar a la furia de los dioses. Con esa reflexión en mente, se dirigió hacia la estufa cercana. Allí, con el corazón apesadumbrado pero decidido, acercó al infante a las llamas. Esperaba que el castigo de los dioses no fuera demasiado severo y que sus acciones, aunque cargadas de desesperación, pudieran ser comprendidas por los inmortales.
En ese instante, al fijar su mirada en el niño y observar que este reía ante el calor de las llamas, Anfitrión se detuvo abruptamente. El infante, apenas rozado por el fuego, parecía encontrar en las llamas una fuente de cosquillas, sin comprender el peligro que acechaba. Conmovido por esta inesperada reacción, Anfitrión retiró al niño del borde del fuego con manos temblorosas, abrazándolo con fervor. Lágrimas de desesperación y arrepentimiento brotaron de sus ojos y se derramaron sobre el rostro del pequeño semidios, manchando su piel con el dolor de un padre que deseaba fervientemente salvar a su familia de la calamidad inminente.
—Tu nombre iba a ser Alcides, en honor a tu abuelo—murmuró Anfitrión entre sollozos, mientras las lágrimas seguían fluyendo y bañaban el rostro del infante, que mostraba solo incomodidad ante la súbita humedad—. Pero, considerando el destino que nos ha sido impuesto, es mejor que te llames Heracles, en honor a la diosa que nos maldecirá, esperando que, al menos, su misericordia se incline hacia nosotros.
Anfitrión envolvió al niño en sus brazos con una firmeza que no conocía tregua, mientras el llanto del recién nombrado Heracles se alzaba, resonando con una intensidad que alertó a los sirvientes. Estos acudieron presurosos para asistir a su amo, pero Anfitrión permaneció aferrado a su hijo, sin separarse ni un instante. En su corazón latía una súplica silenciosa, que la reina Hera comprendiera el pesar de sus decisiones y moderara su furia divina.
Sosteniendo a Heracles, Anfitrión rogó a Hera—. No es mi sangre, pero es mi hijo. Por favor, perdóname.
Pero Hera, celosa y rencorosa, nunca olvidaría la ofensa. Su ira era avivada por la visión de Alcmena, quien había encontrado en Anfitrión un esposo noble dispuesto a perdonar su falta, y por la existencia de Heracles, el niño favorecido con el amor de un padre que le había concedido la vida, a pesar de no ser su propio hijo. Tal era el furor de la diosa que decidió arrebatarle a ese bastardo lo que más apreciaba: su familia. Hera juró que Heracles nunca conocería la paz.
