Chapter Text
Draco siempre había sabido que algo oscuro corría por su sangre. Lo sabía desde niño. No porque lo sintiera, sino porque se lo dijeron. Una y otra vez, en cada comida, en cada reunión familiar, en cada lección privada. Estaba en su apellido, en las historias de linaje, en los tapices antiguos del salón Malfoy que murmuraban nombres como encantamientos rotos. Lo oscuro era parte de lo que era.
Pero nunca supo hasta qué punto esa oscuridad podía tomar forma.
No hasta ahora.
No hasta ese maldito momento.
Porque en ese preciso instante —mientras huía de las gradas como si se le quemaran los pies, como si no pudiera respirar, como si el grito que se formaba en su pecho fuera más fuerte que cualquier vociferador jamás lanzado— Draco Malfoy descubrió de qué estaba realmente hecho.
Y no le gustó.
Quería matarlo. Quería matarlo. Quería matarlo.
Quería matar a Potter.
Quería ver su rostro en el barro, suplicando, llorando, sufriendo.
Y quería torturar a Ginebra Weasley, quería arrancarle la voz, borrarle los labios, hacerle olvidar cómo se besa a alguien que no te pertenece.
Quería… quería… no haberlos visto. No haber visto ese beso.
No haber visto cómo los labios de ella buscaban los de Harry con esa hambre descarada, como si fuera lo más natural del mundo. Como si el universo lo hubiera esperado. Como si Draco no importara. Como si él nunca hubiera estado allí. Como si él no fuera la persona a quien Potter le hacía el amor con los dedos temblorosos y el alma rota. Como si no fuera él el que Harry había prometido amar. Como si no fuera él el que había estado esperándolo cada noche en una tibia cama rogando que el mundo dejara de joderlos.
Draco corrió.
Corrió a través del campo, sin mirar a nadie, sin detenerse ni siquiera cuando Pansy gritó su nombre o cuando un prefecto intentó decirle que no podía salir del castillo sin autorización.
No le importaba.
Tenía que huir.
De los vítores. Del júbilo. Del campo. De los rostros sonrientes. Del beso.
El bosque prohibido era lo único que le pareció suficientemente lejano, suficientemente oscuro, suficientemente cruel como para acoger lo que sentía.
La luz del sol desaparecía entre las ramas altas y retorcidas mientras se abría paso a trompicones entre la maleza, sin importarle las ramas que le arañaban la piel o los árboles que le cortaban las palmas. Solo corrió. Más rápido. Más lejos. Más hondo. Más… más lejos de Potter.
Y entonces, como si la tierra también estuviera harta de su existencia, tropezó.
Se desplomó al suelo con un golpe seco, un ruido sordo que no sonó lo suficientemente fuerte para el dolor que sintió.
Y lloró.
Pero no por Harry. No por él.
Era la caída. Solo la caída.
Su mejilla se hundió contra el suelo húmedo, la tierra se mezcló con su aliento, con el llanto que no quería soltar. El olor a follaje podrido le llenó la nariz, y eso bastó para que soltara un gemido. Uno que no sonó a enojo. Uno que no sonó a rabia.
Uno que sonó a dolor.
Golpeó el suelo con sus puños. Una vez. Dos. Tres.
No por Potter. No por el chico que lo tocaba como si fuera frágil. No por el chico que le decía “te quiero” con los ojos.
No.
Era la maldita caída. El barro en sus pantalones. El desgarro en su camisa. El ridículo de haber tropezado por nada, por correr como un idiota escapando de un partido, de una victoria, de un beso…
El beso.
El maldito beso.
Draco gritó. El eco rebotó entre los árboles, espantando a algún ave que se perdió entre las sombras. Su cuerpo se dobló sobre sí mismo. Ya no tenía forma de distinguir el lodo de las lágrimas, ni la sangre de sus nudillos del sabor amargo en su boca.
No sabía cuánto tiempo pasó. Pero escuchó pasos. Y entonces, voces.
“¡Draco!” Era Pansy. “¡Draco, por favor!”
Y luego, más suave. “¿Draco? Soy yo… Hermione.”
Sintió manos, primero en sus hombros, luego en su espalda. Tocaban con cuidado. Como si temieran que se deshiciera si lo tocaban mal. Como si pudieran recogerlo del suelo en pedazos. Como si aún quedara algo por salvar.
“¿Estás herido?” preguntó Granger con voz baja, la voz de alguien que ya sabe la respuesta pero no se atreve a decirla en voz alta.
Él no respondió.
No podía.
Estaba intentando no llorar de nuevo.
Pansy se sentó a su lado y, por una vez, no dijo nada sarcástico. No preguntó por Harry. No insultó a Weasley. No culpó a nadie. Solo puso una mano sobre la suya. Pequeña. Cálida.
Hermione lo tocó en la mejilla. Había algo en ella… algo maternal, algo imposible.
“Draco… lo que viste… no fue lo que parece. Él no lo buscó. Él no la besó. Él—él solo… se quedó quieto. Se sorprendió. Te lo juro, te lo juro por lo que más amo.”
Pero Draco no hablaba. Porque si hablaba, todo saldría. El temblor de su voz. La necesidad. La desesperación.
Así que no habló.
Se quedó en el suelo, temblando, mientras Granger lanzaba hechizos de sanación, mientras Pansy le limpiaba los nudillos con las mangas de su túnica. Ninguna de las dos lo dejó solo.
Y cuando el sol empezó a ocultarse, cuando el cielo comenzó a teñirse de rosa y azul como una herida mal cerrada, Draco se permitió respirar. Solo un poco. Solo lo suficiente.
Hermione abrió los brazos. Y él fue hacia ellos. No por cariño. No por ternura. Sino porque tal vez, solo tal vez, ella era lo último que le quedaba de Harry.
Y si tenía que aferrarse a algo para no morir del todo, que fuera eso. Hermione lo abrazó con fuerza. Él enterró la cara en su cuello, como un niño que aún no sabe odiar. Y lloró. Esta vez no dijo que era por la caída. No dijo nada.
Y Pansy no lo delató. La noche cayó sobre el bosque prohibido, y con ella el silencio. Pero dentro de Draco, el grito seguía. Un grito mudo, largo y cruel, como el alarido de alguien que nunca debió aprender a amar.
Draco pensó que cuando todo terminara, cuando la guerra acabara o cuando el mundo se diera por vencido y cayera al suelo —con todos ellos incluidos—, él sería desechado.
No olvidado. No ignorado con indiferencia elegante y piadosa. No. Sería desechado. Como un trapo sucio. Como una reliquia que alguna vez sirvió, que alguna vez significó algo.
Draco Malfoy, el novio secreto, el dolor de cabeza, el sacrificio que Harry Potter cargó durante un tiempo porque así le dictaba su compasión absurda y su sentido idiota de la justicia. Draco estaba convencido de que ese sería su final. Un silencio. Una puerta cerrada. Una espalda que se alejaba.
Y sin embargo... no fue así.
No del todo.
Porque le costó a Granger y le costó a Pansy sacarlo del bosque. Mucho más de lo que Draco quiso admitir. Las raíces húmedas parecían crecer bajo sus zapatos embarrados, aferrándolo al suelo con una fuerza que no era mágica, sino emocional. Las hojas secas pegadas a sus codos, las ramas rotas enganchadas en sus pantalones rotos, todo parecía gritarle que se quedara, que se dejara morir ahí, en la espesura oscura que, por una vez, no le parecía temible. Le parecía honesta. Acogedora.
Pero ellas no lo dejaron. No lo soltaron.
Las dos lo arrastraron —casi literalmente— a través de los matorrales y raíces traicioneras. Hermione con la mandíbula apretada, la varita en mano, los ojos ardiendo como si la justicia fuera algo que pudiera invocarse con puro fuego. Y Pansy… Pansy parecía hecha de odio frío y manos temblorosas. Pero no hacia Draco. No esa noche. No mientras lo sostenía como si no fuera su mejor amigo, sino algo más frágil, más preciado.
Era tarde. Tal vez era la hora de la cena. Tal vez ya había sonado el toque de queda. Draco no lo sabía. No lo quería saber.
Solo quería que lo dejaran en el suelo. En cualquier parte. Entre los helechos. Junto a los troncos podridos. Donde el dolor pudiera filtrarse en la tierra y dejar de doler tanto. Donde pudiera hacerse pequeño. Insignificante. Invisible.
Quería hacerse bolita. Quería cerrar los ojos. Morir ahí, si era posible. Si alguien tenía la decencia de dejarlo.
Pero claro que no fue así.
Pansy, con su terquedad digna de una hermana mayor que nunca tuvo, no lo permitió. Y Hermione… Hermione Granger, que por alguna razón inexplicable no lo odiaba esa noche, tampoco lo dejó. Ni con hechizos, ni con conjuros que aligeraran su peso, ni con palabras vacías. No. Lo sostuvieron a la antigua. A puro músculo. A pura rabia. A puro cansancio emocional.
Avanzaban lento, torpes, como sombras heridas.
Y casi mueren. No por una criatura mágica, ni por un centauro enojado o un inferi perdido de alguna mazmorra. No. Casi mueren porque Hagrid —el semigigante, el guardabosques, el amigo de todos los Gryffindor, el protector del bosque— los oyó. Y no pensó que fueran humanos.
Porque los sonidos que salían del pecho de Draco no eran humanos.
Aullidos secos. Quejidos sin forma. Respiraciones cortadas como cuchillos oxidados. Las chicas intentaron hablar, pero sus voces se perdían entre las ramas agitadas por el viento de primavera. Hermione gritó su nombre, una, dos veces. El silbido de su voz fue más fuerte que la brisa.
Y Hagrid se detuvo.
“¿Hermione?” gruñó, con una ballesta en mano, los ojos entrecerrados en dirección a ellos. “¿Qué diablos hacen en el bosque a estas horas?”
El perro gigante que siempre lo acompañaba —Fang, una cosa temblorosa y asquerosamente empática— corrió hacia ellos antes de que el semigigante pudiera detenerlo. Fue directo hacia Draco. No gruñó. No ladró. No hizo nada más que olerlo… y gemir. Como si compartiera su pena. Como si reconociera ese tipo de dolor.
Y entonces, como si algo se hubiera hecho evidente para todos, Hagrid los hizo a un lado con cuidado y tomó a Draco entre sus brazos como si fuera un niño perdido.
Draco se dejó llevar. Ya no tenía fuerzas para discutir. Ni para odiar. Ni para fingir. La camisa le colgaba hecha jirones. Las lágrimas se le secaban en los labios. Tenía la garganta en carne viva. El corazón… ya ni siquiera lo sentía. Y eso era peor.
El semigigante no lo llevó al castillo. No se atrevió, tal vez. O tal vez entendía lo suficiente como para saber que Hogwarts —esa noche— no era un lugar seguro para un corazón roto.
Lo llevó a su cabaña. Una pocilga. Una casucha que olía a madera mojada, heno viejo y pan quemado. Draco hubiera puesto los ojos en blanco, hubiera hecho un comentario mordaz, incluso tal vez hubiera vomitado en su umbral si tuviera algo en el estómago. Pero no lo hizo.
Porque justo cuando sus pies tocaron el umbral, Hermione murmuró hacia Hagrid: “Harry”, como si su nombre fuera una contraseña. Como si fuera una confesión.
Y Draco lloró otra vez.
No supo si fue un llanto nuevo o si el anterior jamás había terminado. Solo supo que sus rodillas temblaron y que si Hagrid no lo sostenía, se habría desplomado de nuevo.
No escuchó la conversación. No oyó cómo Hermione explicaba en voz baja lo que había ocurrido. No vio cómo Pansy daba vueltas por la cabaña como una pantera encerrada. No le importó que Hagrid sospechara de ellas, que las interrogara con esa voz de trueno paternal que solía usar cuando atrapaba a estudiantes fuera de cama.
Draco solo sintió el peso de una taza —no, un tazón— entre sus manos. Grande. Pesado. Y caliente.
No lo pensó. No preguntó. Lo bebió. Y se arrepintió.
“¡Por Hécate! ¿Qué es esto?” logró soltar con la voz ronca, apartando el recipiente de golpe.
“Sólo un traguito para calmar los nervios,” respondió Hagrid con una sonrisa incómoda. “Tiene un toque de aguardiente de centauro. Y pimienta de fuego. Cosas mías.”
Draco tosió. El líquido le quemaba el esófago, pero le secaba las lágrimas. Le quitaba el temblor. Como si la mezcla maldita del guardabosques lograra, por arte oscura o milagro, apagar el incendio en su pecho.
Pansy suspiró aliviada. Hermione también.
Draco cerró los ojos.
No porque tuviera sueño. No porque quisiera descansar. Sino porque necesitaba no ver nada. No ver la cabaña. No ver los rostros preocupados. No ver el reflejo de sí mismo en la tetera oxidada que colgaba sobre la chimenea.
Y si se dejó abrazar por Pansy, si permitió que Hermione volviera a acariciar su cabello como si fuera algo normal, como si fuera suyo… fue solo porque no podía seguir gritando por dentro.
La noche fuera se tornó más espesa. El cielo, inabarcable y negro, parecía tragarlo todo. Incluso los sonidos del bosque. Incluso las lágrimas. Incluso los nombres que no quería decir en voz alta.
Pero Draco no se durmió. Se quedó sentado, respirando con dificultad, el estómago caliente por la bebida, los ojos abiertos en la oscuridad, viendo sin ver.
Pensando. Cuando todo esto acabe —pensó, con un sarcasmo agrio—, me desechará. Me desecharán todos. Incluso ellas.
Pero por ahora… no lo hicieron. Y eso dolía más que cualquier desprecio. Como si aún quedara algo en él que valiera la pena salvar.
Draco no sabía cuántos minutos pasaron desde el primer sorbo, sólo que al final terminó el tazón. El primero fue un castigo, el segundo una traición a su dignidad, pero a partir del tercero… fue agua limpia en su garganta. Agua con fuego, sí, con una llama ardiéndole desde el paladar hasta el pecho, pero también con algo más. Algo que le aflojaba la mandíbula tensa, que le desenredaba los músculos crispados del cuello. Quizá fue el aguardiente de centauro, con ese amargor a tierra y magia antigua, o quizá fue la pimienta de fuego que le raspaba las lágrimas de los ojos, secándoselas desde dentro.
Pero Draco dejó de llorar. No porque se sintiera mejor. No porque el mundo tuviera más sentido. Sino porque la rabia ocupaba demasiado espacio.
Rabia y alcohol. Y Harry. Ese maldito, jodido, inaceptable Harry.
Harry “mi-novio-cuando-le-conviene” Potter. Harry “te-juro-que-es-un-malentendido” Potter. Harry “la-besé-pero-no-significó-nada” Potter.
Draco bufó por lo bajo, con una mueca torcida que le dolía en la cara. Porque claro, ahora también dolía sonreír. Todo dolía. Cada costilla, cada dedo, cada suspiro.
"Si ese idiota cree que puede ir por ahí besando a la perra de Ginebra y luego volver a mí como si nada…" murmuró para sí, sin saber si hablaba en voz alta. No importaba. No le importaba nada.
Terminó su tazón con un último trago rabioso, como quien lanza una copa contra la pared después de brindar por una mentira.
Y entonces lo vio. El de Pansy. Después, el de Granger.
Las chicas no se lo impidieron. Tal vez porque sabían que no era momento de discutir.
Tal vez porque entendieron que, por esa noche, Draco necesitaba algo más que consuelo verbal y palmadas en la espalda. Necesitaba dejar de pensar. O de sentir.
Y él se los agradeció. Tal vez con un “gracias” murmurado, o quizá solo con una mirada menos cortante. No estaba seguro. Su cabeza ya no era un sitio fiable.
La voz de Hagrid retumbó a su lado, diciendo algo sobre el clima, o sobre las calabazas, o sobre cómo Fang le había comido otra vez los cordones. Draco no sabía por qué estaba hablando con él. O cómo. O cuándo. Solo sabía que de pronto se encontró allí, en un rincón de la cabaña, sentado junto al semigigante, sujetando otro tazón vacío entre las manos mientras sus palabras salían como humo tibio.
“Lo del tercer año… lo del hipogrifo…” empezó, la lengua entumecida, la voz como de piedra sumergida en agua. “Fue una estupidez. De mi parte. Quiero decir… ¿un juicio? Por un pollo con cara de tragedia griega…”
Hagrid soltó una carcajada que hizo temblar los tarros de miel sobre la repisa. “¡Buckbeak! ¡Ese ‘pollo’ es más noble que medio Ministerio de Magia junto!”
Draco levantó una ceja. “Nombre horrendo, por cierto. Podrías haberlo llamado Brontós, o Seraphim, o incluso Tempest. Algo digno.”
“¿Tempest?” rió Hagrid, golpeando su muslo con una mano enorme. “¿Saben cuántos hipogrifos tolerarían un nombre así sin arrancarte los ojos?”
Draco se rió. De verdad. No una risa fingida, ni una mueca. Una risa salida desde lo más profundo del estómago que aún le ardía por la pimienta, pero que de alguna forma se sintió liviana.
Caminaron juntos de regreso al castillo. Pansy a un lado, Hermione al otro, como dos sombras discretas que lo escoltaban sin intervenir.
Hagrid hablaba y hablaba, contándole historias sobre criaturas que nadie en su sano juicio criaría, y Draco respondía con sarcasmos suaves que ya no tenían filo. El alcohol lo había limado todo.
Pero entonces, justo cuando llegaron a la entrada de piedra iluminada por los faroles encantados, Hagrid se detuvo. Se volvió hacia él, con esa cara enorme y medio arrugada, con los ojos brillando en la penumbra.
“Dale una oportunidad a Harry, Malfoy.”
La frase cayó como una roca lanzada a un estanque. El agua se estremeció. La calma se resquebrajó.
Draco no dijo nada. No dijo que sí. No dijo que no. Solo lo miró, con esa expresión ausente que a veces le ponía a su madre cuando ella hablaba de sus flores. Un rostro bonito y vacío, decorado para no sentir.
Las chicas lo tomaron del brazo antes de que pudiera abrir la boca. Y lo llevaron dentro. Él, por supuesto, no se calló.
“No voy a darle nada a ese traidor. Lo voy a despellejar. Lo voy a colgar por los tobillos del torreón… torre de Gryffindor. Y luego… luego…”
Pansy le dio un codazo. Hermione intentó distraerlo con un comentario sobre darle un baño. Pero ya era tarde.
“¿Saben lo que es peor?” murmuró mientras subían los escalones. “Que aún lo amo. Como un idiota. Pero lo voy a dejar yo primero. Antes de que lo intente otra vez. Porque nadie, nadie, deja a Draco Malfoy. Yo dejo. Yo destruyo. Yo… yo le enseñé a Potter cosas que esa pelirroja santurrona no entendería ni con un diccionario ilustrado. En griego. Antiguo.”
La puerta del baño de prefectos se abrió como un suspiro encantado. Y allí entraron los tres. Vapor. Mármol. Fragancias de jazmín, eucalipto, y sándalo. Chorros de espuma mágica danzando como hadas enloquecidas.
Draco alzó los brazos.
“¡Mi bañera!”
Hermione intercambió una mirada de pánico con Pansy. Draco, por su parte, se desabrochó la camisa que Pansy reparo con la torpeza de quien lleva guantes puestos en los dedos del alma.
“No lo mires,” dijo Pansy, aunque ambas conocían demasiado un cuerpo masculino como para escandalizarse. “Sólo ayúdalo a no ahogarse.”
El agua estaba tibia. Acogedora. Draco se hundió en ella con un suspiro de alivio que pareció arrancarle siglos de encima. Y entonces empezó a hablar.
“Fue aquí. Aquí mismo. En este exacto sitio… ¿ven esa mancha en el borde? Ahí fue donde Potter… me saco su semen.”
Hermione abrió mucho los ojos horrorizada. Pansy se tapó la boca para no vomitar. Draco no se detuvo.
“Se arrodilló. El Elegido. El héroe del mundo mágico. El muy maldito con sus gafas torcidas y su aliento a menta. Y me dijo que nací para ser follado por él. Dijo que sabia ri-co… El muy maldito… me mintió…”
Se llevó una mano al pecho, teatral y trágico.
“¿Y ahora? ¿Ahora me cambia por una Weasley? ¿Pensará que ella es virgen? ¡Bah!”
Pansy le froto el cabello húmedo. Hermione empezó a recordar un hechizo para bajarle la borrachera.
Y Draco… Draco cerró los ojos otra vez.
No para dormir. No para descansar. Sino porque, una vez más, no quería ver nada. Ni el mármol. Ni las luces flotantes. Ni a sus dos amigas cubriéndolo con hechizos para que no se resfriara.
Porque mañana… Mañana quizá ya no querría matar a su novio. Tal vez sí.
El agua se había vuelto tibia de otra manera. No sólo por el calor —que aún flotaba en ondas suaves bajo la espuma encantada— sino por el peso del silencio que lo envolvía todo. Como si el vapor ya no fuera sólo vapor, sino el aliento de un castillo que contenía la respiración, temeroso de lo que Draco Malfoy diría a continuación.
Pero no dijo nada más.
Simplemente se quedó allí, sumergido hasta el pecho, con la cabeza recostada contra el borde de la bañera, los párpados temblándole con un cansancio que era más emocional que físico. Sus dedos, laxos, flotaban en el agua, y cada tanto se le escapaba un suspiro tan lastimoso que hasta las burbujas mágicas parecían apagarse con discreción, dejándolo solo.
Pansy le quitó la copa que Granger conjuro con agua de las manos. No había más licor, pero el efecto seguía ardiéndole en la sangre.
“Está bajando,” murmuró Hermione, con la voz medida de quien intenta no asustar a un animal herido.
“¿El alcohol?” preguntó Pansy, llevándose el dorso de la mano a la frente húmeda. “O su ego.”
Ambas sabían la respuesta.
Hermione se arrodilló junto a la bañera, con la varita firmemente sujeta entre los dedos. Su expresión era seria, como si hubiera estado lidiando toda su vida con hombres rotos que hablaban demasiado cuando estaban borrachos.
“Draco,” dijo suavemente. “Vamos a sacarte de aquí antes de que empieces a soltar… detalles más específicos.”
Draco, sin abrir los ojos, murmuró con desdén arrastrado:
“¿Vas a lavarme el pelo también, Granger? ¿Vas a acariciarme la frente y decirme que Harry en el fondo me ama?”
Pansy bufó por lo bajo y le lanzó una toalla a la cara. “Levántate, príncipe de la decadencia.”
Draco se incorporó con lentitud, el cuerpo elegante, aunque ahora torpe, emergiendo del agua con la teatralidad inconsciente de alguien que ha sido hermoso durante demasiado tiempo como para darse cuenta de que sigue siéndolo, incluso cuando está deshecho. El vapor resbaló por su piel pálida, por las costillas demasiado marcadas, por los huesos de la cadera que parecían gritar que no dormía bien desde hace semanas.
Hermione se dio la vuelta con brusquedad, el rostro encendido.
“¡Por Merlín, Pansy! ¿Puedes ayudarlo tú?”
Pero Pansy ya estaba envuelta en una risa ronca.
“¿Qué pasa, Granger? ¿Nunca viste un chico desnudo?”
Draco, mientras se secaba con lentitud tortuosa, murmuró:
“Ella acaba de hacerlo.”
Hermione lo fulminó sin girarse. “¡Cerré los ojos!”
“¿Sí?” La voz de Draco era un arrullo borracho, casi felino. “Entonces fue muy valiente de tu parte sostenerme la toalla con los párpados cerrados.”
Se acercó tambaleante, sin pudor, sin prisa. Hermione, rígida, dio un paso atrás mientras él, todavía húmedo, se le plantaba enfrente con la camisa colgando de un brazo. Las gotas de agua le caían desde el cuello, recorriendo las clavículas con una precisión indecente.
“¿Quieres divertirte, Granger?” preguntó, ladeando la cabeza con una sonrisa resquebrajada. “Una noche con un Slytherin borracho, tal vez te haga olvidar lo mucho que extrañas a Weasley…”
Hermione lo empujó con un dedo en el pecho. “Estás delirando.”
Draco soltó una carcajada opaca, esa risa hueca que se reía para no llorar.
Pansy, en ese momento, le propinó una palmada firme en la parte posterior del muslo. “¡Deja de molestarla, imbécil! Dame el pie.” Se agachó con dignidad agotada y le colocó los zapatos mientras él se apoyaba en su hombro, murmurando algo sobre el terciopelo de las cortinas de Gryffindor.
Hermione, más recuperada, tomó la camisa arrugada y con un hechizo rápido la dejó como nueva. La colocó sobre sus hombros con cuidado.
“¿Sabes abotonar, o también necesitas ayuda con eso?”
Draco la miró, con los ojos más grises que nunca, y por un segundo no fue arrogante. Fue simplemente un chico roto con demasiadas cosas encima.
“Gracias,” murmuró, y se dejó vestir.
Una vez completamente presentable —o lo que se puede considerar como tal para alguien que ha llorado, bebido y provocado incomodidad en menos de una hora— Draco se sacudió el cabello hacia atrás con aire dramático y declaró:
“Voy a escoltar a Granger a su torre. No es decente que ande sola a estas horas. Puede haber Gryffindors peligrosos por los pasillos.”
Hermione lo miró, incrédula. “No seas ridículo, puedo acompañarlos a ustedes. Además, tú estás… así.”
“¿‘Así’?” Draco alzó una ceja con fingida dignidad. “Yo siempre estoy ‘así’, Granger. Es mi encanto.”
Pansy negó con la cabeza mientras se colocaba la capa. “Cuando está borracho no lo contradigas. Es como discutir con un elfo doméstico por la cocina.”
Hermione suspiró y se rindió. Los tres salieron del baño de prefectos, caminando con lentitud, mientras el eco de los pasos llenaba los pasillos vacíos. Había una calma extraña en los corredores de Hogwarts a esa hora, como si el castillo también se permitiera su propio respiro nocturno, un susurro entre muros cargados de historia y secretos que jamás serían pronunciados en voz alta.
Cuando llegaron a la entrada de la torre de Gryffindor, Draco se detuvo.
El fuego de las antorchas le iluminaba el rostro con un resplandor tenue, dorado. Sus ojos grises estaban más claros ahora. O tal vez era que ya no tenía fuerzas para sostener su máscara habitual.
Se inclinó hacia Hermione, tan cerca que ella pudo contar las pestañas largas que temblaban junto a las sienes. Su voz fue baja, casi íntima.
“Si te topas con el desgraciado de Potter…” Hizo una pausa. El nombre le dolió. “No le digas que estuve llorando. No quiero que me imagine así.”
Hermione asintió lentamente, pero antes de que pudiera hablar, Draco añadió con una sonrisa torcida:
“Pero sí puedes decirle que estuviste en el baño de prefectos con Pansy y conmigo. Y que me viste desnudo.”
Hermione se sonrojó violentamente. “Eso lo va a volver loco de celos.”
Draco asintió, satisfecho. “Se lo tiene merecido.”
Pansy carraspeó detrás de ellos, cruzándose de brazos con cara de pocos amigos.
“Ya, suficiente exhibicionismo emocional por hoy. Ven aquí antes de que le pidas a Granger que te cante una nana.”
Draco hizo un mohín fingido, pero no se movió. Fue Pansy la que se acercó, sujetándolo del brazo.
Hermione, aún con el rubor como fuego vivo bajo la piel, se quedó paralizada cuando Pansy, al pasar a su lado, le rozó la mejilla con los dedos y le estampó un beso breve —apenas un roce de labios— en la comisura de la boca.
“Por soportarnos.”
Y justo cuando Hermione estaba a punto de implosionar del bochorno más absoluto, Draco estalló:
“¡¿Un beso?! ¡¿Por qué ella recibe un beso y yo no?! ¡Esto es discriminación!”
Pansy, sin dignarse a responder, comenzó a arrastrarlo por el pasillo.
“¡Buenas noches, Granger!” gritó Draco con dramatismo. “¡No olvides decirle a Potter que mi trasero es el mejor de Hogwarts!”
Hermione apretó los ojos, queriendo que el suelo se la tragara.
La señora gorda, desde el retrato, rió por lo bajo. “Tienes buenos gustos, querida.”
Hermione se llevó ambas manos al rostro. Y desde lejos, la risa de Draco siguió rebotando por los pasillos como una campana rota, entre carcajadas, besos robados, y heridas que no sabían aún cómo cerrarse.
El eco de la risa de Draco y Pansy resonaba entre los muros húmedos de piedra mientras descendían hacia las mazmorras. La luz de las antorchas oscilaba con sus pasos irregulares, proyectando sombras largas y distorsionadas que bailaban en los bordes de su visión. El cabello de Draco se mecía con cada paso, aún húmedo por el vapor del baño de prefectos, y cada tanto una gota resbalaba por su cuello, deslizándose por el hueco entre los botones mal cerrados de su camisa blanca.
“¿Crees que Hermione realmente lo hará?” preguntó Pansy, con una sonrisa ladina en los labios. El cabello se le pegaba en mechones oscuros a la sien, y su falda, aún ligeramente mojada, se adhería a sus muslos como si intentara esconderse en ellos.
Draco rió, un sonido agudo, casi musical. “Por supuesto que sí. No hay alma en Hogwarts que se resista al placer de volver loco a Potter.”
Pansy chasqueó la lengua. “Eres un bastardo cruel cuando te lo propones.”
“Y sin proponérmelo también,” murmuró Draco, más para sí que para ella. Un segundo después, tropezó contra un saliente del suelo de piedra, y soltó una carcajada desordenada. “Mierda. Estoy más borracho de lo que pensaba.”
“¿Te quejas? Te hacía falta.” Pansy le sostuvo del codo sin ternura, casi empujándolo hacia adelante. “Tu humor estaba empezando a parecerte al de Snape y no es un cumplido.”
Pero justo cuando doblaron el último recodo antes de la entrada de piedra de la sala común de Slytherin, la risa se les cortó. Como un suspiro atrapado entre costillas.
Harry Potter estaba allí, de pie, completamente inmóvil. Como una estatua que no encajaba en las mazmorras, vestido aún con el uniforme de Quidditch, el pelo rebelde y los ojos verdes brillando con una mezcla de sorpresa, ira contenida y algo que Draco no supo identificar del todo. Miedo, tal vez. O dolor.
“¿Qué haces aquí?” espetó Pansy con el filo de una daga en la voz, sus pasos se detuvieron en seco, y colocó el cuerpo frente a Draco como si fuera una extensión natural del suyo.
Harry no respondió de inmediato. Su mirada estaba clavada en Draco, como si necesitara observarlo desde todos los ángulos para entenderlo. El cabello húmedo. La camisa desabrochada hasta casi el esternón. Los párpados pesados. La sonrisa torcida. Y luego, Pansy, con la ropa pegada al cuerpo, los muslos marcados por el agua y el vapor. Algo se crispó en su rostro.
“Necesito hablar contigo,” dijo Harry finalmente. Su voz no era firme. Más bien, se quebraba. Como si le doliera incluso pedirlo. “Por favor.”
Draco ladeó la cabeza con teatralidad. Sus labios se curvaron con lentitud. “¿Hablar?” repitió, con voz grave y sarcástica. “¿No tienes a la Weasley para eso? ¿O solo te sirve su lengua si está en tu garganta?”
Harry cerró los ojos un instante, como si el comentario lo hubiese golpeado en el estómago. Los volvió a abrir con un dejo de súplica. “Draco…”
“Oh, merlín, está suplicando,” susurró Draco con una risa baja, ahogada en el cabello de Pansy mientras se apoyaba en ella. “Potter nos debe haber descubierto.”
Claro que no lo susurró. Lo dijo con esa voz arrastrada y ebria que, en su cabeza, sonaba como un secreto, pero que en la realidad se escuchó perfectamente entre los muros de piedra.
Harry dio un paso adelante. “Estás borracho.”
“¡Puntos para Gryffindor!” exclamó Draco, abriendo los brazos como si hubiera ganado un premio. “El Niño Que Vivió también puede observar.”
Intentó rodear a Pansy, tambaleándose un poco, pero antes de que pudiera entrar en la sala común, Harry lo alcanzó y lo rodeó por la cintura con ambos brazos. El contacto fue breve. Ínfimo. Pero Draco se congeló.
Porque incluso borracho, incluso herido, incluso en guerra, el tacto de Potter aún lo desarmaba.
“Déjalo,” gruñó Pansy, empujando el pecho de Harry con ambas manos. “No lo toques.”
“Parkinson” dijo Harry sin mirarla. “Por favor. Solo un momento.”
“Ni muerta,” escupió ella.
Pero Draco levantó una mano con lentitud. “Está bien.”
Pansy se volvió hacia él, horrorizada. “¿Estás loco?”
“Solo un poco,” murmuró Draco con una sonrisa opaca. “No tardaré.”
“No me gusta esto,” gruñó ella. “No me gusta nada.”
Harry sintió cómo Pansy le metía una patada seca en la espinilla antes de girarse con furia y desaparecer tras la entrada de piedra, dejando tras de sí el retumbar del código y el temblor de los muros cerrándose.
Draco se apoyó en la pared, resbalando un poco hasta quedar medio sentado en el suelo, las piernas estiradas, la cabeza echada hacia atrás. El cabello rubio, mojado, pegado al cuello. Las pestañas largas lanzando sombras sobre sus mejillas.
Harry se agachó frente a él. “Draco. Escúchame. Por favor.”
No hubo respuesta. Solo la respiración lenta del rubio, y el murmullo lejano del castillo. Harry tragó saliva. Sentía el corazón en la garganta, las manos heladas.
“Fue un accidente,” comenzó. “Ginny… Ginny me dijo que no quiso besarme. Que fue un impulso. Y yo… yo no quería que pasara. Yo no sentí nada, Draco. Juro que no sentí nada.”
Draco seguía sin responder. Harry frunció el ceño, pero siguió hablando, cada palabra clavándose como un alfiler en su garganta.
“No tienes idea de cuánto me importas. De cuánto me dolió no poder alcanzarte, no poder explicarte. No me importa si todos me odian, si Ron me deja de hablar por empujar a su hermanita, si Hermione me lanza libros. Solo me importa que tú no me mires como si fuera otro más que te traicionó.”
El silencio pesaba. Draco no se movía. No pestañeaba siquiera.
Harry se acercó un poco más, y notó algo extraño. El ritmo de su respiración. La forma en que su cuerpo se había relajado por completo.
“Draco…” susurró, con temor. Con cuidado, le apartó el cabello de la frente, y luego deslizó los dedos hasta su cuello. Tiró de él, solo un poco, hasta que la cabeza de Draco cayó suavemente sobre su hombro.
Y entonces lo supo.
El muy idiota estaba dormido. Dormido profundamente, con el aliento cálido y tibio saliendo entre sus labios entreabiertos, la frente húmeda y las mejillas sonrosadas por el alcohol.
Harry soltó una carcajada rota, sin humor, mientras lo sujetaba para que no se deslizara más. Su voz se quebró entre el asombro y la derrota.
“No escuchaste nada, ¿verdad?”
Draco emitió un sonido gutural, casi un ronquido, y murmuró algo sobre “traseros” y “baños encantados”.
Harry lo abrazó con más fuerza. No supo si para mantenerlo en pie o para no quebrarse por completo en ese pasillo frío.
Allí se quedó, sosteniéndolo. Aún enamorado. Aún herido. Y completamente solo con su confesión no escuchada, flotando en el aire espeso de las mazmorras como una plegaria que nadie quiso oír.
Draco no supo exactamente en qué momento dejó de estar inconsciente y comenzó a soñar.
Era como nadar lentamente hacia la superficie de un lago helado, sin saber cuánto tiempo había estado sumergido en el fondo. Sentía el cuerpo pesado, como si cada extremidad hubiese sido hechizada con un encantamiento de plomo. No había pensamientos claros, solo una sensación cálida, constante, reconfortante, como si el mundo entero se hubiera detenido para permitirle un respiro.
El primer indicio de que estaba volviendo fue el sonido.
Un latido. Constante. Tranquilo. Justo debajo de su oído, vibrando con una familiaridad que le erizó la piel.
Ba-dum. Ba-dum. Ba-dum.
No era el suyo. Era demasiado fuerte, demasiado firme. Aun sin abrir los ojos, supo de inmediato quién era, Harry.
El pecho donde reposaba su cabeza subía y bajaba con un ritmo acompasado. No se movía mucho, lo que indicaba que Harry estaba despierto. Draco pudo sentirlo: los pequeños ajustes en su postura, los brazos enroscados en torno a él con una delicadeza que le provocó un nudo en la garganta. La mano de Harry rozaba apenas la parte baja de su espalda, como si temiera que cualquier presión de más pudiera quebrarlo.
El perfume de Harry, inconfundible y tan él, lo envolvía: una mezcla cálida de madera húmeda, hojas de primavera y esa pizca de cera de escoba y cuero viejo que se le impregnaba en el cuello después de pasar horas en el campo de quidditch. Draco se acurrucó más sin pensarlo, moviéndose lo suficiente como para que la tela de su pijama rozara la piel de Harry. Aun así, mantuvo los ojos cerrados. No porque quisiera seguir dormido… sino porque no estaba preparado para abrirlos.
La voz que interrumpió el momento no fue la de Harry.
“Hazme un favor,” dijo una voz baja, calmada, de pronunciación perfecta, “métete en tus propios asuntos.”
Draco frunció el ceño apenas, sintiendo el eco de esas palabras atravesar la habitación con un tono demasiado elegante como para pertenecer a cualquiera. Reconoció esa voz al instante. Blaise.
Y no fue solo el tono: fue el tipo de cansancio contenido que arrastraban esas palabras, como si llevaran horas discutiendo algo que ninguno quería decir en voz alta. Draco no supo a quién le hablaba Blaise —tal vez a Pansy, o a Vicent, o incluso a Gregory—, pero la respuesta no tardó.
La vibración en el pecho de Harry fue lo que lo delató. Draco pudo sentir cómo los músculos bajo su mejilla se tensaban apenas, y entonces llegó la respuesta, seca y cargada de una irritación apenas contenida.
“Sé que eres tú quien le ha cumplido cada antojo que tiene.”
La voz de Harry. Más grave de lo habitual, ronca de cansancio o de rabia contenida.
Draco abrió apenas los labios, en silencio, reconociendo ese tono con una punzada helada de ansiedad. No tenía que ver con celos, no del todo. Era… frustración. Celos también, quizás. Una mezcla explosiva que Harry no sabía cómo manejar del todo, sobre todo cuando se trataba de quienes quería.
Harry suspiró. El sonido se esparció en su pecho como un oleaje cálido, y Draco sintió el cambio inmediato cuando los brazos que lo sostenían se apretaron ligeramente. No de forma posesiva, sino como quien, sin mirar, necesita saber que lo importante sigue ahí.
Draco tragó saliva. Aun fingiendo dormir, podía notar la tensión que antes no estaba. El aire parecía más denso ahora. Como si se hubiese espesado con las palabras no dichas, con las dudas suspendidas entre el murmullo de las velas y el sonido amortiguado del agua que rozaba los ventanales.
“Deja de actuar como si no supieras de qué hablo,” continuó Harry, con voz más baja, más áspera. Una frase que sonaba como un desafío y una súplica al mismo tiempo.
Draco, aún con los ojos cerrados, se removió apenas, lo suficiente como para que el roce de su mejilla provocara otra reacción en Harry. Un leve sobresalto. Y después, el abrazo más firme. Harry lo envolvió como si temiera que se desvaneciera, como si al mínimo movimiento pudiera deslizarse otra vez entre los dedos.
Un largo silencio se instaló entonces. De esos que pesan más que cualquier discusión, y que Draco sintió como una manta pesada que lo obligaba a mantener los ojos cerrados. Lo peor de fingir dormir era la necesidad de no reaccionar, de tragarse cada emoción que le subía por la garganta como fuego líquido.
“Deberías hablar con él,” dijo Harry, eventualmente, con una suavidad inesperada. No era una orden. Era una invitación.
Hubo un leve crujido. Tal vez Blaise se había apoyado contra la pared de su cama, o había cruzado los brazos. Cuando respondió, su voz ya no sonaba tan firme.
“No quiere saber nada de mí.”
Las palabras eran casi inaudibles, pero Draco las sintió retumbar igual. Porque Blaise no decía esas cosas. Blaise no admitía esas cosas.
Harry se rió, muy bajo. Un sonido seco, que no era de burla. Más bien de resignación.
“Bueno… como diría mi novio, los Gryffindor venimos con esa programación. Dramas innecesarios, decisiones idiotas y una necesidad enfermiza de lanzarnos a salvar lo que no se puede salvar.”
Draco tuvo que morderse la lengua para no bufar. Y para no sonreír, también. Maldito idiota.
Se quedó inmóvil. No por miedo a que lo descubrieran, sino porque… quería escuchar. Quería saber.
“¿Lo de Draco y tú… se acabó?” preguntó Blaise entonces.
Draco sintió que su cuerpo se tensaba por dentro, aunque por fuera no se movió un solo milímetro. Su respiración se volvió tan superficial que por un momento temió que Harry notara que estaba despierto. Su corazón retumbaba como un tambor en su pecho, y todo su ser estaba alerta. Esperando.
La respuesta de Harry tardó. Y cuando llegó, fue un susurro cargado de algo más grande que el miedo.
“No. Jamás dejaría a Draco.”
Un segundo de silencio. Dos. Y luego:
“Él… él es…”
Pero Harry no terminó. Draco quiso gritar. Lanzar un cojín. Sacudirlo y exigirle que lo dijera de una vez, porque tenía que saberlo. Necesitaba saberlo. Pero no lo hizo.
“Parece que te quiere,” respondió Blaise, y Draco juraría por Godric Gryffindor que su amigo sonrió al decirlo.
Lo que Harry respondió, en cambio, no tuvo ni una pizca de humor.
“Espero que sí. Porque yo… no sé qué sería de mí sin Draco.”
El silencio que siguió fue diferente al anterior. Era… más cálido. Más denso. Como si las palabras dichas hubieran llenado por completo la habitación y no quedara espacio para nada más.
Draco ya no pudo sostener el velo del sueño fingido por mucho más tiempo. Se sintió flotar en esa mezcla de alivio, emoción y una ternura que no se atrevía a reconocer tan fácilmente. Quiso abrir los ojos. Mirar a Harry. Quiso… tantas cosas.
Pero el calor. El calor de su pecho, el perfume de su cuello, la forma en que su respiración lo acunaba…
Todo lo hizo rendirse de nuevo.
Draco se durmió antes de poder pensar más en ello, con una sonrisa tenue en los labios. No supo que Harry lo había estado mirando durante toda la conversación. No supo que cada palabra que decía la medía según el leve ritmo de su respiración. No supo que, cuando Draco sonrió, Harry también lo hizo, bajando la frente para rozar su cabello con los labios.
No supo que, en medio de todas las dudas y los malentendidos, aún había algo intacto entre ellos: ese amor no dicho que seguía flotando, latiendo fuerte y claro, como el corazón bajo su mejilla.