Chapter 1: Solo necesito un poco de tiempo
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Draco Malfoy caminaba rápido, casi corriendo, aunque sin atraer miradas; Necesitaba llegar al último carruaje, a cualquier carruaje que lo llevara hasta el castillo. Su respiración era errática, sus manos temblaban. Acababa de bajarse del tren, no sin antes lanzarle una patada a la cara a Potter, sintiendo el crujido satisfactorio de la nariz de su eterno rival bajo su pie. Por un breve instante, una chispa de euforia recorrió su cuerpo al imaginario a Potter arrastrándose, incapaz de devolver el golpe. Pero ese destello pronto se desvaneció, dejando a Draco alerta, mirando a su alrededor, esperando que algún amigo de Potter, algún profesor, apareciera para cobrarse venganza.
Sin embargo, nadie vino. Draco siguió su camino, y el silencio de esa amenaza que nunca llegó se convirtió en un recordatorio más cruel. Sus nervios, antes exaltados, se desmoronaron como arena en un reloj roto. Subió al carruaje y dejó que el traqueteo rítmico lo meciera, aunque cada movimiento del carruaje no hacía más que reavivar sus pensamientos más oscuros, aquellos que había tratado de enterrar desde hacía meses.
No había querido regresar a Hogwarts. No este año, no ahora que sabía lo que lo esperaba en cada esquina del castillo. No ahora que el destino había caído sobre su familia como una sentencia irrevocable. La misión. Un encargo del Señor Oscuro, como si se tratara de algún tipo de regalo retorcido, algo que Draco entendía que no podría cumplir, algo que todos sabían que fallaría. El mismo Señor Oscuro sabía que Draco no era más que un peón desechable en ese macabro juego, y eso era lo que más le dolía. Todos ya daban por hecho su fracaso; ni siquiera su madre albergaba la ilusión de que él podría salir victorioso.
Pero no había opción, y cada vez que cerraba los ojos podía ver la cara de su madre, Narcissa, destrozada pero decidida, dispuesta a vender hasta su última gota de orgullo para protegerlo. Su padre, Lucius, reducido a un ruego constante, al borde de la desesperación, lanzando súplicas sin descanso al Señor Oscuro, algo que jamás se habría permitido en otros tiempos. La humillación de su padre era su carga, pero también su protección. Draco sabía que Narcissa habría dado todo por él, habría muerto, habría soportado cualquier tortura, pero Lucius, quizás por primera vez en su vida, había entendido la crueldad de la situación. En su cumpleaños número dieciséis, Draco había descubierto la magnitud de las consecuencias, una verdad que prefería no haber conocido jamás.
Narcissa Malfoy estaba como una salva. Su madre, su única constante, había sido preservada de la ira del Señor Oscuro. Pero la condición era clara: el precio de su seguridad sería él mismo. Draco Malfoy era el sacrificio, y la marca que llevaba en el brazo no era un símbolo de lealtad, ni siquiera de terror; era una marca de humillación, la señal de que su vida ya no le pertenece. Se la había ganado un cambio de su libertad, y el Señor Oscuro se la había grabado para asegurar que todos vieran que Draco no era nada más que un símbolo de la sumisión de su familia. Era una sentencia de muerte disfrazada de obediencia, un acto de poder cruel y sin propósito.
"¿Qué esperas conseguir?", se preguntaba a sí mismo en esos momentos de insomnio, noches interminables donde el silencio era roto solo por el eco de sus propios gritos en su cabeza. Escuchaba el sollozo de su madre, los gritos furiosos de su tía Bellatrix cuando comprendió la verdad: Draco había sido marcado para morir, para fallar. Las sombras de esas noches quedaron grabadas en su memoria como tinta indeleble, y aunque su madre trataba de calmarlo y Bellatrix intentaba soportarlo, el peso de esa responsabilidad se iba transformando en un abismo. Cada día, Draco perdía un poco más de sí mismo, hasta que casi nada quedaba aparte de una fachada vacía y fracturada.
Con el carruaje avanzando, los recuerdos lo envolvían, imágenes borrosas y voces ahogadas. Veía a su padre con el uniforme gris de Azkaban, los ojos hundidos, mirándolo con un horror que Draco jamás había presenciado en él. Había sido tan extraño ver a su padre quebrarse, pero el horror en sus ojos cuando Lucius descubrió la marca en su brazo era inconfundible. Habían sido años, años incontables en los que Lucius Malfoy había ostentado la Marca Oscura como un distintivo de honor. Su padre, que alguna vez fue temido y respetado, ahora era una sombra de sí mismo, aterrado por la idea de que el mismo destino al que él había brindado lealtad ahora consumiría a su propio hijo.
El carruaje se detuvo, y el vacío en su pecho se hizo más denso, más palpable. Hogwarts, su refugio de infancia, se había convertido en una prisión. Ya no sentí la emoción que alguna vez sintió al regresar al castillo; ahora se sentía como un intruso, como si el suelo mismo supiera que él era una anomalía, algo corrupto, un objeto roto que no pertenecía allí. Sabía que en el fondo, nadie de su familia quería que él llevara la Marca Oscura, nadie deseaba verlo en esa situación. Era un reflejo de la impotencia de los Malfoy, la confirmación de que habían sido derrotados. No era la Marca que su padre había recibido en los días de gloria, cuando ser mortífago significaba poder; era la Marca de la sumisión, el castigo.
Draco bajó del carruaje y, por un momento, la urgencia de huir casi lo venció. "Solo necesito un poco de tiempo", pensó, sintiendo cómo su respiración se aceleraba y sus ojos se humedecían sin su permiso. ¿Tiempo para qué? Sabía que el tiempo no le ofrecería soluciones, pero cada fibra de su ser clamaba por unos momentos de paz, por un respiro en medio de la tormenta que amenazaba con consumirlo.
Sabía que no había salvación para él. Su vida, su alma, su identidad... todo había sido ofrecido en sacrificio. Draco Malfoy estaba muerto desde el momento en que ganó esa Marca, solo que el mundo todavía no lo había notado. Y mientras sus pies lo guiaban hacia el castillo, su corazón latía al ritmo de un destino ineludible, una sentencia silenciosa que solo él entendía en su completa desesperación.
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Desde muy pequeño, Draco había sabido que era diferente. No solo por su nombre resonante, su brillante cabello rubio o el prestigio de los Malfoy; él era consciente de que había algo en su interior que lo distinguía.
Su madre, siempre lo protegía, le prestaba una atención que Draco interpretaba como devoción. Al principio, él pensaba que era por ser su hijo, porque él mismo era especial, único, destinado a ser grande. Su infancia transcurrió en una burbuja de mimos y privilegios, rodeada de lujos que otros solo podían soñar. Narcissa no permitió que ningún niño externo alterara la vida de Draco. Los amigos eran algo secundario, innecesario. No los necesitaba porque él, Draco Malfoy, era suficiente. Además, si había tenido una infancia solitaria, tampoco había sido una soledad amarga. Tenía a los elfos para jugar, los pavos de su padre para atormentar, y su madre siempre estaba cerca, atenta a todos sus deseos.
Con el tiempo, Draco se había convencido de que estaba destinado a grandes cosas, que un día todos lo verían y reconocerían su superioridad. Imaginaba cómo las personas lo idolatrarían, queriendo acercarse a él. En su mente de niño, Hogwarts sería el lugar donde esto sucedería, donde su brillo único lo haría el centro de atención.
Y entonces apareció él. Ese flacucho de cabello enredado y ropas terriblemente grandes que no sólo ignoró al niño su presencia, sino que lo miró con desdén.
Draco no podía entender cómo ese niño no parecía percibirlo, cómo ni siquiera le dedicaba una mirada de interés genuino. Nunca lo admitiría, pero esa indiferencia le había dejado una herida sutil y persistente. No fue el rechazo lo que le dolio; Fue que, en ese momento, Draco sintió que ese niño no lo reconocía como la figura grandiosa que él estaba convencido de ser.
Eventualmente, las cosas se hicieron más claras cuando su padre, decidió compartir una revelación familiar: el don único de los Malfoy.
"Nuestro linaje es bendecido, Draco. La diosa Hécate ha dejado una marca en nuestra sangre", le dijo su padre, con esa solemnidad casi teatral que solía usar. Draco enarcó una ceja al principio, entre la incredulidad y la curiosidad. Aquel día, Lucius le explicó que los Malfoy no solo tenían una conexión fuerte con la magia, sino que cada uno de ellos era capaz de percibir la magia de formas diferentes. Su padre, por ejemplo, podía oler la magia, como un rastro aromático que quedaba en el aire. “Es ridículo”, pensó Draco al principio, hasta que Lucius añadió: “Así es como me enamoré de tu madre. Podía sentir su esencia, la dulzura en el aire cuando ella estaba cerca”.
Draco siguió sin convencerte del todo hasta que finalmente notó la manera en la que él mismo experimentaba la magia: él la veía.
A los once años, comenzó a darse cuenta de que el mundo mágico no era un espectáculo de luces para todos. Para Draco, cada mago tenía un brillo único, algunos más vibrantes, otros apenas perceptibles, como luces suaves o cegadoras que nadie podía ver.
En su niñez, Draco supuso que esto era una característica normal, hasta que Pansy, confundida y molesta, le dijo que lo que veía era simplemente ridículo. Aun podía recordar la vez en que se burló de Weasley en el tren, comentando que era tan pobre que carecía de un brillo digno, y la reacción de sus amigos, quienes se rieron a pesar de no entender. Draco se dio cuenta entonces de que no todos percibían lo mismo. Fue, en cierta forma, un descubrimiento que lo incomodó, porque aquello que él consideraba tan normal resultaba ser una peculiaridad propia.
Pero había algo que le intrigaba, algo que regresaba a Harry Potter el centro de sus pensamientos más de lo que habría deseado. Potter no solo brillaba, sino que lo hacía de una forma que Draco nunca había visto en nadie más. Su luz era intensa, casi cegadora, tan única que resultaba imposible de ignorar. Durante su primer año, fue algo fascinante y confuso, una razón más para mantener la atención en él, a pesar de sus intentos de despreciarlo.
Sin embargo, mientras los años avanzaban, lo que Draco había percibido como curiosidad se transformó en obsesión. Los demás lo llamaban “el acosador del héroe” a sus espaldas, y Draco no podía evitarlo; Cada vez que Potter entraba a una sala, era como si su propio don lo obligara a girar la cabeza hacia él.
Y ahora, en sexto año, esa peculiaridad ya no era motivo de orgullo, sino de angustia. Draco vio la magia, el brillo de todos, pero también sintió que su propio resplandor se apagaba lentamente, como una vela consumiéndose. Su don le permitía percibir con intensidad el aura oscura de su propio hogar, el peso de una misión imposible que se cernía sobre él como una nube que parecía absorber cualquier chispa de esperanza que pudiera albergar. El don de la familia Malfoy, el que alguna vez mostró un privilegio, era ahora una maldición silenciosa que le recordaba cada día cuán oscuro se había vuelto su camino. Veía la magia, pero también veía que la suya disminuía.
Cada noche, Draco se despertaba con el eco de las palabras de su tía Bella, con la sensación de su madre abrazándolo como si intentara protegerlo de una tormenta. Recordaba cómo su tía Bella reía, no con alegría, sino con una crueldad fría, advirtiéndole que, si fallaba, toda la familia pagaría el precio. En esos momentos, deseaba perder esa capacidad de ver la magia, no quería ver la luz de sus padres parpadear. El don que antes le hizo sentir especial ahora le permitía observar, impotente, cómo la oscuridad cubría poco a poco a su familia.
Draco quería ser fuerte, de convencerse de que él podía llevar a cabo la misión. Sin embargo, cada día, cada vez que veía una carta de su madre, una parte de él temía que el final estaba más cerca de lo que quería admitir. “Solo necesito un poco de tiempo”, se decía una y otra vez, esperando que algún día pudiera creer sus propias palabras, que tal vez ese tiempo podría devolverle algo de la luz que Potter parecía tener en exceso.
La magia de Potter era el único destello en esa oscuridad asfixiante. Podía sentirla a kilómetros, brillando, haciéndole enojar y desesperarse.
¿Por qué tenía Potter que andar siempre tan… tan incandescente ? Draco había llegado a compararlo con el fuego de un dragón: Potter irradiaba una fuerza tan intensa que Draco podía imaginarlo ardiendo en llamas sin inmutarse, mientras él, por su parte, quedaba expuesto, vulnerable y, si era honesto consigo mismo, también fascinado.
“Es como si quisiera irritarme, como si me siguiera solo para recordarme su absurda existencia”, murmuraba, exasperado. Aunque claro, prefería mil veces soportar el imán que Potter ejercía sobre él que el bombardeo constante de preguntas de Theo.
Theodore Nott era una distracción que había tomado por curiosidad. En cuarto año, Draco había comenzado a verlo de una manera que él mismo no podía explicar. Los ojos de Theo, marrones, pero de un tono oscuro y profundo que a veces dejaban entrever motas verdes, le ofrecían un respiro de la rutina. Theo no era como Blaise ni como Pansy, y definitivamente no tenía el descaro de Potter. Era callado, discreto, y, en el mejor de los casos, un enigma que parecía adecuado para matar el aburrimiento. Draco, en un inicio, había asumido que Theo, con su carácter retraído y su dedicación inquebrantable a los libros, era simplemente una compañía tranquila. Pero, a la par de las clases y de los días grises, Theo se había convertido en alguien más, en una sombra con la que intercambiaría miradas en las clases, en un escape.
Draco recordaba con claridad la primera vez que Theo le había besado: con torpeza y una inocencia desesperada que a Draco le resultaba hasta tierna.
Theo no era como Pansy, quien parecía una experimentada y calculadora desde el principio. Tampoco como Blaise, que casi le resultaba repelente con su exceso de confianza. No, Theo había sido torpe, inexperto, pero tenía un calor extraño y auténtico que Draco no había esperado encontrar en nadie. Esa honestidad fue lo que le impulsó a continuar, como si en Theo existiera una suerte de refugio para todo aquello que él mismo no podía aceptar de sí mismo. Sin embargo, al pasar el tiempo, Theo se tornó un tanto… repetitivo, y Draco, que en el fondo anhelaba algo más emocionante, comenzó a desear que las cosas se tornaran menos predecibles.
“¿Por qué no puedes simplemente dejarlo?” se recriminaba, a veces en voz alta, mientras Theo le miraba con una mezcla de incomprensión y tristeza que a Draco le pesaba más de lo que quería admitir. No es que odiara a Theo ni que no quisiera su compañía, pero ese año, ese espantoso sexto año, todo lo que quería era desaparecer, y Theo no parecía entenderlo. Estaba tan asfixiado con Potter y sus constantes encuentros, esa atracción casi insana que no podía sacarse de la cabeza, que lidiar con Theo, sus preguntas y sus celos silenciosos, solo lo exasperaban más.
Era irónico , pensaba Draco, que mientras Potter ignoraba esa atracción que parecía unirlos como polos opuestos de un imán, Theo se mostrara cada vez más empeñado en sus preguntas, en sus silencios incómodos, en una necesidad que Draco no podía satisfacer ni entendía del todo.
"¿Por qué no puedes ser como Blaise o como Pansy? Tomarte las cosas con ligereza y dejar de hacerme sentir como si te debiera algo", murmuraba Draco con un suspiro apresurado cuando Theo le buscaba en los corredores, con su persistente mirada a la que él apenas respondía.
Lo cierto era que Theo, con su calma y su misterio, nunca podría ser el fuego que Draco anhelaba, ese fuego que se avivaba en cada encuentro con Potter, en cada vez que lo sentía demasiado cerca. Podía llamarlo odio, desprecio, una necesidad inconsciente de molestar al héroe de Hogwarts, pero sabía que era más profundo, que rozaba lo que siempre había soñado sentir ya la vez le aterrorizaba.
Durante las noches, Draco se sorprendió recordando la primera vez que había visto a Potter en el aire, volando como si nada más existiera. Era, sencillamente, una visión que le quitaba el aliento, y que deseaba con un fervor que solo podía igualar el odio que sentía por él. "Todo es tu culpa, Potter", pensaba con una mezcla de rencor y admiración. “Si no hubiera aparecido en mi vida, podría estar tranquilo, sin preocuparme por todo esto, sin sentir esta horrible incertidumbre”.
En esos momentos, Draco se odiaba a sí mismo. Despreciaba su necesidad de llenar un vacío que Theo no podía colmar, que sus padres no podían sanar, y que ni siquiera la magia, con todos sus misterios, podía satisfacer. Y peor aún, sabía que nadie debía enterarse. Ni Theo, ni Pansy, ni Blaise, y mucho menos Potter. Si alguien descubriera el desastre que Draco era por dentro, sería el fin de su control, de ese semblante de orgullo y superioridad que había construido como su propia armadura. Cada carta de su madre lo recordaba, como una advertencia constante de lo que significaba ser un Malfoy. No podía, no debía dejar que nadie viera su debilidad.
Draco estaba atrapado. La misión lo aplastaba, y sus propias emociones lo devoraban desde dentro. Y aunque intentaba convencerse de que podía cumplir, de que podía salir de este intacto, había un rincón en su mente que sabía que su vida, su futuro, no era más que una jaula de expectativas, mentiras y miedos.
Por eso, cada vez que veía a Potter en los pasillos, sentía algo entre furia y alivio. A veces deseaba que Potter descubriera todo, que comprendiera la magnitud de su miseria, pero al mismo tiempo, el temor de mostrarse vulnerable lo hacía retroceder, lo hacía hacer sus comentarios afilados y sus miradas de desprecio, tratando de recordar por qué debía odiarlo. Era una batalla entre lo que quería y lo que debía, una batalla que estaba perdiendo día a día.
Así que Draco siguió. Seguía con la misión, escapando de Theo, con su finida seguridad, aferrándose a la esperanza de que algún día esa parte de él que aún no había colapsado podría salvarlo. Solo necesitaba un poco de tiempo, aunque supiera que el tiempo, más que su amigo, era su verdugo, marcando el momento en que tendría que enfrentarse a todo lo que había tratado de ignorar.
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Draco salió del aula de Pociones con una expresión fría y calculada, sosteniendo la mirada al frente para evitar que cualquiera se cruzara en su camino. No quería contacto, ni interrupciones. La clase había sido un desastre: se había mantenido despierto únicamente por la presencia de Potter, a quien podía percibir siempre que estaba a unos metros de él, como si la magia del chico se quemara en el aire a su alrededor, o tal vez simplemente lo tenía tan arraigado en la mente que su presencia lo hacía sentir que algo iba a explotar. Ni siquiera sabía cómo descifrar esa sensación, pero la frustración se intensificaba cada vez que Potter estaba cerca.
Sin embargo, antes de que pudiera llegar a la tranquilidad de su sala común, Theo interceptó su paso con una mirada fija que no había visto antes en él. Theo, el chico callado y casi invisible, con sus ojos marrones que siempre parecían sin vida, se veía ahora claramente agitado. Draco no pudo evitar fruncir el ceño.
“Theo, ¿qué haces?” –preguntó con un tono de impaciencia, intentando esquivarlo.
Pero Theo no se apartó; al contrario, dio un paso adelante y se plantó frente a Draco, su rostro mostrando una emoción que rara vez le había visto.
“¿Qué es lo que pasa contigo, Draco?” Theo levantó la voz lo suficiente como para atraer las miradas de los estudiantes que salían del aula. Draco sintió un chispazo de placer mezclado con sorpresa; Theo jamás se había mostrado así de desafiante. Era irritante.
“¿Puedes no hacer esto aquí?” replicó Draco, bajando la voz y mirando de reojo, anticipando que en cualquier momento Potter podría aparecer y verlo en una escena que, a su criterio, no le hacía justicia a su imagen de heredero de los Malfoy.
"No, Draco, ya basta. ¡He intentado hablar contigo por semanas, he escrito cada día, y ni siquiera te molestas en leer lo que te envío!" Theo levantó la voz una vez más, y Draco sintió la punzada de la humillación y el enojo.
Con un suspiro de exasperación, Draco agarró a Theo del brazo y lo arrastró hacia un salón vacío en las mazmorras. A regañadientes, cerró la puerta tras ellos y cruzó los brazos, observando con desdén el rostro enrojecido de Theo.
“¿Ya puedes decir lo que sea que tanto quieres decir?” espetó Draco, sin molestarse en disimular su impaciencia. Estaba más preocupado por asegurarme de que nadie había visto el espectáculo en el pasillo que por escuchar lo que Theo tuviera que decir. Si alguien lo había visto… Salazar, ni siquiera quería pensar en lo que eso significaría.
Theo respiró hondo y lo miró a los ojos, esa mezcla de angustia y esperanza que en otro momento le habría parecido entretenida. Ahora le parecía tediosa, casi patética.
"¿Está en serio, Draco? ¿No tienes nada que decirme? ¿Ni siquiera vas a explicarme por qué de pronto decidiste... simplemente ignorarme?" Las palabras de Theo temblaban levemente, y Draco desvió la mirada hacia un rincón de la habitación, sintiendo la incomodidad crecer en él como un veneno lento.
“No sé de qué hablas, Theo”, dijo Draco, con una sonrisa de suficiencia, descubriendo que el interés de Theo le parecía una simple anécdota sin importancia. “No creí que esto fuera tan… trascendental para ti”.
Theo dejó escapar una risa amarga y sacudió la cabeza. "¿Que no creíste que era tan trascendental? ¿Te das cuenta de lo ridículo que suena eso viniendo de ti? Fuiste tú quien empezó esto, Draco. Fuiste tú quien aparecía en mi cama cada noche, quien me escribía, quien..."
“¿Te escuchas?” Cortó Draco, con una expresión de aburrimiento evidente. "Estás haciendo un escándalo por... nada. Francamente, Theo, estás empezando a aburrirme".
Theo se quedó en silencio por un momento, como si la dureza de esas palabras lo hubieran golpeado severamente. Su expresión de asombro y tristeza mezclada se volvió casi insoportable para Draco, que empezaba a tamborilear los dedos contra su brazo con impaciencia.
“No entiendo cómo cambias tanto en tan poco tiempo”, dijo Theo finalmente, con un tono apenas audible. “Es como si de un día para otro… yo dejara de ser alguien para ti.”
Draco suspir, perdiendo rpidamente la poca paciencia que le quedaba. "¿Es que no lo entiendes, Theo? Todo esto... tú... era solo una distracción. No sé en qué momento pensaste que era algo más."
Theo lo miró con una mezcla de incredulidad y dolor. “¿Entonces para ti, todo lo que tuvimos no significó nada?”
"Exactamente", dijo Draco, con una expresión indiferente. "Fue interesante al principio, sí. Pero ahora..." miró a Theo de pies a cabeza, dejando claro su desdén. "Ahora es solo aburrido. Tú... estás aburrido, Theo".
Theo apretó los puños, y por un momento, Draco pudo ver la rabia y la tristeza entrelazadas en su mirada. Sin embargo, Theo no respondió, no elevó la voz ni intentó contradecirlo. Solo lo miró con una desolación que habría sido impactante para cualquiera… menos para Draco.
“Draco”, dijo Theo, en un tono mucho más bajo, lleno de una tristeza resignada, “pensé que yo… que nosotros…”
"¿Tú qué, Theo? ¿Pensaste que éramos algo?" Draco soltó una carcajada burlona. "Mira, me diste lo que necesitaba en ese momento, ¿de acuerdo? Te lo agradezco. Pero ya se acabó. No necesito que estés siguiendome, haciéndome perder el tiempo. Y, si te soy honesto, lo que menos necesito es tener que escuchar tus reclamos. No tengo tiempo ni interés en darte explicaciones."
Theo se quedó callado, y por un momento Draco pensó que finalmente lo había comprendido. Sin embargo, cuando Theo dio un paso hacia él, con los ojos llenos de lágrimas y la voz temblorosa, la frustración en Draco se hizo palpable.
“Yo… solo quería saber si en algún momento fui algo para ti”, murmuró Theo, casi en un susurro.
Draco lo miró, agotado, y esbozó una media sonrisa, una sonrisa amarga y vacía. "Lo siento, Theo. Nunca fuiste nada".
Ese fue el golpe final, y Theo lo sintió como una puñalada. Pero Draco ya no estaba ahí para verlo. Giró sobre sus talones y salió del salón sin mirar atrás, con una mezcla de alivio y desdén en su rostro. Al pasar de nuevo por el pasillo, percibió el brillo característico de Potter, siempre a una distancia segura, siempre sin tocarlo, sin acercarse más allá de lo necesario. Por alguna razón, esa sola presencia le pareció más significativa, más intensa, más vital que toda la conversación que acababa de tener con Theo.
“Al menos él sí tiene algo de vida”, murmuró para sí mismo, con una sonrisa amarga, mientras se alejaba, dejando a Theo solo en el salón, con el corazón destrozado y sin ninguna respuesta.
Chapter 2: Oh, él solo lo mira a él…
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La situación con Theo estaba llevando a Draco a un límite en el que nunca imaginó verso. Al principio había pensado, erróneamente, que aquella conversación en el salón abandonado sería el final de los tormentosos intentos de Theo de retenerlo a su lado. Supuso que las palabras directas, casi crueles, harían su efecto y Theo comprendería. Pero no. Parecía que su mensaje había surtido el efecto contrario: Theo ahora lo perseguía con una persistencia que bordeaba la desesperación.
Cada clase compartida entre ellos se había convertido en una prueba de paciencia. Draco lo miró acercarse y se colocó estratégicamente en el asiento junto a él, despejando cuidadosamente el lugar, con la esperanza de que Draco decidiera sentarse a su lado. Draco, por supuesto, ignoraba cada esfuerzo, se mantenía lo más lejos posible, y cuando Theo le enviaba alguna de sus notitas, las dejaba caer al suelo, arrugándolas con una precisión fría.
Pero Theo no se detuvo. No, cada día había un gesto nuevo, una atención que a Draco le resultaba más y más insoportable. Primero fueron los dulces, esos pequeños chocolates y caramelos que Theo colocaba en su bolso o deslizaba discretamente sobre su mesa. Draco ni siquiera los tocaba; simplemente se los entregaba a Crabbe o Goyle, que, encantados con la recompensa gratuita, no perdían la oportunidad de devorarlos con entusiasmo. Luego llegaron los pétalos de rosa, recortados en forma de corazones, tan ridículamente románticos que Draco sintió náuseas cada vez que veía uno aparecer en su mesa.
“¿De verdad cree que voy a caer en esto?”, murmuraba entre dientes, aplastando con saña los pétalos contra el suelo. Pansy, que siempre estaba cerca y nunca perdía la oportunidad de burlarse, reía con sorna cada vez que Draco intentaba librarse de los obsequios de Theo.
“No sabía que eras tan inolvidable, Draco”, le susurraba a Pansy en tono burlón, observando con una media sonrisa cómo él incendiaba una carta de Theo antes de que la tinta terminara de secarse. “Debo decir que Theo tiene un gusto bastante… interesante”.
Draco le lanzaba una mirada asesina a Pansy, pero ella solo reía más, y él se limitaba a gruñir, volviendo su atención a lo único que le importaba: el pasillo del séptimo piso. Aunque, incluso eso comenzaba a estar afectado. Desde que Theo había comenzado con aquellos gestos interminables, Draco sintió como si cada rincón de su vida estuviera invadido. La sala, que antes había sido un refugio para su misión, se le estaba escapando, ocupada por la insaciable necesidad de Theo de obtener su atención.
A esas alturas, Draco deseaba fervientemente desaparecer. No solo estaba Theo acosándolo, sino que, para colmo, Potter había intensificado su vigilancia, siguiéndolo con una insistencia y una frecuencia que resultaban más que inquietantes. Draco podía sentir los ojos de Potter clavados en su espalda a cada paso, como si fuera incapaz de disimular el interés que parecía tener en él. Hasta en los momentos más rutinarios, Potter aparecía. Draco, aunque intentaba ignorarlo, sentía que su presencia lo envolvía, como una sombra que nunca abandonaba su lado.
Y si eso no era suficiente, parecía que todo el colegio comenzaba a notar la situación. Incluso Snape, en quien Draco había intentado confiar para resolver el molesto problema de Theo, había mostrado una exasperación insólita. Cuando Draco se quejó de los insistentes intentos de Theo de “enamorarle” con aquellos gestos absurdos, Snape lo miró con una severidad que lo dejó sin palabras.
“Tienes lo que te mereces, Draco”, le espetó Snape en tono sombrío. “Fuiste tú quien buscó la compañía de Nott, no al revés”.
Draco abrió la boca para protestar, pero el tono de Snape no daba lugar a discusiones. Salió del despacho con la mandíbula tensa, sintiéndose traicionado y, aún peor, humillado. No era en solitario Theo, Potter o Snape; También Blaise parecía haber encontrado en la situación la oportunidad perfecta para sus burlas.
“¿Quién lo diría, Malfoy?” Comentó Blaise un día en la sala común de Slytherin, mientras Draco intentaba ignorar la última carta perfumada que Theo le había enviado. "Lograste que Nott se volviera loco por ti. ¿Cuál es tu secreto para volver locos a los hombres?"
“¿De qué estás hablando?” Draco bufó, sintiendo cómo el color subía a su rostro, entre la ira y la vergüenza.
"Oh, vamos, Draco. Daphne estaba preguntándote eso en el Lago Negro el otro día. Pensé que al fin habías tenido suficiente y nos contarías tu secreto", dijo Blaise con una sonrisa burlona. Draco sintió cómo el suelo se tambaleaba bajo él al recordar ese momento.
El incidente en el Lago Negro había sido una de las humillaciones más grandes de su vida. Daphne, entre risas, había gritado su pregunta para que medio colegio la escuchara, y Draco tuvo que soportar las miradas de decenas de alumnos, las risas y los murmullos. A Potter, quien parecía haberse multiplicado en cada rincón del colegio, no le pasó desapercibido el momento. Su mirada, clavada en Draco desde la distancia, fue suficiente para hacer que Draco se sintiera como si quisiera hundirse en el mismo lago.
Ahora, no pasaba un solo día en que Potter no lo seguía, como si estuviera decidido a averiguar cada uno de sus movimientos. Draco estaba seguro de que Potter sospechaba algo, aunque no podía precisar qué. La constante atención de Potter, sumada a la de Theo, era casi insoportable. Cada vez que intentaba enfocarse en su misión, lo interrumpía la sensación de aquellos ojos verdes observándolo.
Y si había algo peor, era que Potter ni siquiera intentaba disimular. Draco sintió que estaba al borde del colapso, que si Theo continuaba con sus intentos de cursis y Potter con su vigilancia constante, podría perder la cabeza. Ya no podía respirar tranquilo ni en la misma sala común, sin la paranoia de que Potter estuviera esperando en el pasillo o Theo preparando algún otro intento romántico.
“Si Theo no deja de molestarme”, dijo Draco un día mientras caminaba por el corredor, con Pansy a su lado, “no me importaría hacerle pagar con algo que le doliera de verdad”. Sin embargo, en cuanto captó una figura conocida a unos metros —esa figura de cabello negro y actitud intencionadamente casual—, la rabia se mezcló con una chispa extraña, una combinación de odio y desafío.
“¿Qué vas a hacer, Draco?” Pansy murmuró, notando cómo su mandíbula se apretaba. "Theo te tiene acosado, y Potter... bueno, él es Potter. Tal vez deberías maldecir a los dos y terminar con esto".
Draco la miró de reojo y apenas esbozó una sonrisa amarga.
“No sería mala idea”, dijo entre dientes, mientras sus pensamientos volvían a Potter, como un remolino imposible de evitar. Potter, que nunca lo dejaba en paz, Potter, que parecía tener un extraño interés en él, un interés que, por absurdo que fuera, tenía la maldita habilidad de atraparlo.
Draco observa con desdén el interior de la sala de las cosas ocultas. Estaba en su pequeño refugio improvisado, apenas iluminado por el par de velas que había colocado en un rincón para ver el trabajo que debía hacer en el armario evanescente. Estaba exhausto, harto y, además, enfadado. ¿Por qué? Porque nada parecía salir como él quería.
Theo había dejado de molestarlo, lo que en teoría debería haber sido un alivio. Sin embargo, ahora Draco sentía una irritante sensación de vacío. Como si, después de semanas de tolerar esas notas empalagosas, los dulces que nunca comía y los ojos de Theo posándose en él con una devoción patética, algo se hubiera roto en su día a día. Lo peor era que Theo ni siquiera se había despedido. Simplemente se detuvo, como si le hubieran apagado el interruptor. Draco suspir, entregndole una patada al armario.
“Estúpido”, murmuró entre dientes, sin saber muy bien si se refería a Theo oa sí mismo.
Había dejado el equipo de Quidditch, algo que había dolido más de lo que le gustaba admitir. Cuando los nuevos miembros de Slytherin pasaban por la sala común rumbo a la práctica, luciendo arrogantes en sus túnicas verdes y plateadas, Draco sintió una punzada en el pecho. Al principio, fue tan fuerte que estuvo tentado a pedirle a Snape que lo dejara reincorporarse, aunque eso le significara rogar. Sin embargo, supo que no sería posible. Su vida ya no era suya. Era un esclavo de las circunstancias, un peón en el tablero de ajedrez del Señor Oscuro. Así que, se repetía con amargura, no podía permitirse esos lujos.
Y luego estaba Potter. Potter, quien había logrado distraerse de su incansable persecución hacia Draco desde que había sido nombrado capitán del equipo de Gryffindor. Al parecer, la noble causa de dirigir a los leones rojos y dorados requería toda su atención. Draco, por supuesto, debería haberlo celebrado. Estar libre de esos ojos verdes irritantes, siempre observándolo desde la distancia, debería haber sido un regalo caído del cielo. Sin embargo, la ausencia de Potter había dejado una inquietud inconfesable en su pecho. Draco sacudió el pensamiento, furioso consigo mismo por tan solo considerarlo. ¿Por qué debería importarle Potter, después de todo?
Durante las semanas en las que Theo le había estado enviando esos gestos absurdamente cursis, Draco se había acostumbrado a ser el centro de atención. Sí, había quemado los pétalos en forma de corazón y había ignorado las miradas de Theo, pero parte de él, una parte pequeña y egoísta, había disfrutado de la adoración silenciosa que recibía. Había sido algo en lo que se podía recostar, una especie de recordatorio de que aún tenía cierto control en su vida. Y ahora, esa constante se había esfumado.
Pero él no era Draco Malfoy para dejar las cosas así. No, si Theo pensaba que podía simplemente borrarlo de su vida, tenía otra cosa en mente.
Draco se sorprendió a sí mismo encontrando excusas para pasar por donde estaba Theo, lanzándole miradas sutiles o sonrisas indirectas. A veces, se encontraba insinuándole que tal vez había dejado el equipo de Quidditch porque alguien (nadie en específico, claro) había acaparado demasiado su tiempo. Theo, sin embargo, parecía completamente inmune, como si finalmente hubiera decidido que Draco no era su centro del universo. Y eso lo enfurecía.
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Draco seguía caminando por el corredor con Pansy, su postura erguida y altiva, pero su expresión fría era traicionada por el ardor en su pecho. Al pasar junto a Theo, quien no se dignó ni siquiera levantar la mirada, algo se retorció dentro de él. Era una furia sorda, una mezcla de disgusto y ofensa que Draco no estaba dispuesto a verbalizar.
“¿Qué te ocurre?” Pansy notó su cambio de expresión, su rostro enrojecido apenas un instante, el suficiente para que ella supiera que algo lo había afectado profundamente.
Draco presionó los labios y miró hacia otro lado, deseando reprimir ese pinchazo en su orgullo. “Es como si de repente se hubiera olvidado de mí”, murmuró, tratando de restaurarle importancia, aunque sus palabras estaban cargadas de reproche y algo muy parecido al despecho. ¿Acaso ese abandono no era lo peor que podía sucederle? No recordaba la última vez que alguien se había atrevido a tratarlo con tan poca importancia desde lo sucedido con Potter en el tren del primer año.
Pansy soltó una risa corta, divertida, como si le resultara inconcebible que algo así afectaría a Draco. “Oh, Draco, no me digas que estás triste”, replicó, con una sonrisita burlona. "Tú mismo dijiste que Theo era patético. Que te hacía perder tiempo."
Draco levantó la barbilla rápidamente, como si alguien lo hubiera golpeado en su orgullo. “Y lo es”, respondió con frialdad, cruzando los brazos y mirando por encima del hombro, una ceja arqueada con perfecta elegancia. "Pero que deje de perseguirme de la noche a la mañana... Eso simplemente no es aceptable. ¡Soy un Malfoy! No se supone que alguien pueda simplemente olvidarme como si no fuera nada".
Pansy rodó los ojos, encogiéndose de hombros con la misma indiferencia que Draco hubiera querido demostrar. “¿No será que solo quieres que todos estén tras de ti, incluso si no te importan ni un poco?” Lo miró con esa mezcla de burla y resignación que solo una amiga de toda la vida podía permitirse.
Draco alzó una ceja, sosteniendo la mirada de Pansy como si hubiera insinuado algo ridículo. “¿Qué tiene de malo?” Replicó con un tono de voz tan sincero que casi resultaba desconcertante. "No veo el problema en que quieran estar cerca de mí. Y menos Theo." Porque, aunque él no quisiera aceptarlo, no había sido él quien había terminado con la obsesión de Theo; y ahora que el chico parecía haberle dado la espalda… Draco se sentía ridículamente dolido. Nadie, mucho menos alguien tan aislado como Theo, debería olvidar tan fácilmente a alguien como él.
Pero Theo había conseguido resistirse a todas sus insinuaciones desde hacía días. Ignoraba los comentarios con los que Draco intentaba incomodarlo y evitaba sus miradas, y ese cambio era frustrante, casi humillante. Draco estaba tan molesto como fascinado con ese rechazo, algo que jamás había experimentado de un pretendiente.
Entonces, decidió que Theo no podía salirse con la suya. Si el chico insistía en ignorarlo, Draco iba a asegurarse de que no pudiera olvidarlo. Había sido él quien lo había dejado de lado, ¿verdad? Sí , pero Theo debía recordarlo, aunque fuera solo para torturarse. Draco llegó a la conclusión de que no sería más sutil.
La clase de Pociones llegó, y Draco entró tarde al aula con una mezcla de tranquilidad y expectativa, luciendo una sonrisa que era al mismo tiempo atractiva y calculadora. Su postura era segura, cada movimiento al caminar parecía encerrar la gracia de una serpiente al acecho. Sabía que Theo estaba observándolo, y eso le daba más impulso. Quería dejar en claro que lo que Theo había dejado pasar no era algo efímero.
Con una expresión serena, Draco comenzó a preparar su poción, aprovechando cada movimiento, cada gesto elegante, como si quisiera asegurarse de que Theo no pudiera apartar la mirada. El rostro de Draco era una obra de concentración contenida, sus labios apenas curvados en una sonrisa despectiva, en un gesto tan natural que cualquiera que lo viera podría haber pensado que siempre trabajaba así. El mortero en sus manos parecía solo una extensión de su propio cuerpo, y Draco giraba sus muñecas con una suavidad que resaltaba la perfección de sus gestos. Podía percibir que la atención de Theo estaba cada vez más centrada en él, a pesar de los obvios intentos de resistirse.
Draco alzó la vista en un momento preciso y le lanzó a Theo una mirada cargada de intención, una especie de invitación en silencio, acompañada de un pequeño levantamiento de cejas, como si le estuviera diciendo: “Mira lo que te estás perdiendo.” Theo, como lo había hecho tantas veces en el pasado, pareció caer en su trampa. El chico intentó seguir con su poción, pero su mirada seguía desviándose hacia Draco, y Draco lo notaba, disfrutando del patético intento de su ex pretendiente por disimular el nerviosismo que lo hacía torpe.
Theo comenzó a moverse con tal descoordinación que su mesa de trabajo se convirtió en un desastre. Draco se rió por lo bajo, sintiendo una satisfacción punzante. Sin embargo, cuando levantó la vista de nuevo, ya no era la mirada de Theo la que lo atrapaba, sino la de Potter. Ahí, en el otro extremo del aula, Potter lo observaba, pero su mirada era completamente distinta.
Los ojos verdes de Harry Potter lo contemplaban como si fueran llamas, y Draco, atrapado bajo esa incandescencia, sintió un extraño estremecimiento en la piel. Era una mirada intensa, una que no tenía nada que ver con la irritación ni la molestia que solía demostrar en sus encuentros. Esa mirada tenía algo que Draco no lograba descifrar, pero que lo hacía sentir expuesto. Era como si Potter pudiera ver más allá de su expresión fría y arrogante, más allá de la barrera que levantaba entre él y el mundo. Draco tragó saliva, sintiéndose vulnerable y a la vez embriagado por el riesgo.
Draco se movió con mayor lentitud, como si estuviera en otro mundo. Cada movimiento de sus manos sobre su mortero ahora tenía una intención que él mismo no entendía del todo, pero que, de alguna forma, iba dirigida a Potter. Como si estuviera acariciando la mesa, Draco dejó que sus dedos rozaran suavemente la superficie de madera, dibujando líneas invisibles sobre él. Su respiración se volvió más profunda y sus labios apenas se curvaron, mientras sus dedos bajaban, rozando con lentitud el borde de la mesa como si esperaran ser alcanzados por una mano invisible.
Podía ver los ojos de Potter siguiéndolo, y el simple pensamiento lo alteraba. Sentía el calor de la mirada de Potter sobre su cuello, sobre sus manos, como si fuera una presencia física. Sin saber cómo o por qué, cada parte de su cuerpo parecía haberse vuelto intensamente consciente de los ojos que lo observaban. Draco levantó la vista y encontró esos ojos otra vez. Esa mirada le arrancaba el aire, como si hubiera algo en ella que podía quemarlo desde adentro.
Potter no apartó la vista, y por un instante, el mundo a su alrededor se desvaneció. Draco sintió como si estuvieran en un espacio solo de ellos dos, un lugar donde nadie más existía, donde solo estaban él y Potter. Había una especie de atracción allí, como un imán invisible que los unía, un brillo en esos ojos que casi era tangible. Los ojos verdes de Potter eran como esmeraldas incandescentes, y Draco, sin poder resistirse, era un dragón atraído por su brillo.
Él sabía que no podía dejar que esos pensamientos lo dominaran, pero en ese instante no importaba. Cuando sus dedos rozaron el borde de la mesa una vez más, imaginó por un momento que era la mano de Potter la que lo tocaba, que esos dedos lo recorrían con la misma intensidad. Draco sintió un calor que subía desde su cuello hasta su rostro, y, por primera vez en mucho tiempo, no supo cómo controlarse.
Draco sentía que algo en su mundo había cambiado, aunque no podía entender exactamente qué era. Mientras el aula seguía ocupada en el murmullo de cuchicheos y el sonido de las pociones burbujeantes, Draco observó algo más allá de Potter mismo: vio su magia.
Era la primera vez que el “don” de Draco, como solía llamarlo sus padres, se activaba de esa manera. Hasta ese momento, siempre había sido un destello leve que le permitía ver la esencia mágica de los demás, apenas perceptible, y las únicas veces que se manifestaba de manera tan intensa era en presencia de Potter, el Señor Oscuro o del director. Sin embargo, era la primera vez que Draco veía un algo que no podía ignorar. Era como si la magia de Potter hubiera decidido revelarse ante él, expandiéndose como una niebla incandescente que flotaba a su alrededor, palpitante y viva, llena de una energía que atrapaba y asfixiaba a Draco en igual medida.
Draco sintió cómo se le dilataban las pupilas al contemplar esa luz; el brillo era tan intenso que casi podía sentirlo en su propia piel. Era como si toda la magia de Potter se derramara en el aula, ocupando cada rincón hasta que él mismo se sintió rodeado, embriagado por esa presencia. Algo tan puro, tan terriblemente perfecto que le dolía y le encantaba a la vez. Un placer extraño comenzó a invadirle, un éxtasis que no sabía cómo describir; era como una chispa constante en el cuerpo, como si algo hubiera encendido fuego en su sangre. Draco deseaba acercarse, deseaba que esa luz lo envolviera por completo.
"Merlín," murmuró para sí, incapaz de apartar la vista. Su respiración se aceleró, y los dedos rozaron nerviosamente el borde de la mesa, como si fuera lo único que lo mantenía anclado en la realidad. Podía imaginar, por un breve y peligroso segundo, que esos destellos mágicos podían tocarlo, rozar su piel como una caricia invisible y ardiente. Y entonces imaginó otra cosa: que esa magia podía tomar la forma de Potter, que eran las propias manos de Potter las que se posaban en él, con una firmeza y ternura que jamás habría esperado sentir de su némesis.
Pero esta vez, Potter no era su enemigo. En este espacio que parecía haberse creado solo para ellos dos, Potter era algo más. Draco sentía el brillo verde de sus ojos clavado en él, y fue en ese instante cuando se dio cuenta de que los ojos de Potter estaban ardiendo en medio de la penumbra. Y, como un dragón hipnotizado por el brillo de una joya prohibida, Draco no podía resistirse.
La tensión en el aire se volvía palpable, y aunque estaban en un aula llena de estudiantes, en ese momento parecía como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos. El murmullo de los otros se apagaba, los pasos de Slughorn se sentían distantes, casi irreales. Solo existían Potter y su magia vibrante, persiguiendo a Draco de una manera que jamás habría imaginado. Draco extendió la mano hacia la mesa, sus dedos moviéndose lentamente, y en su mente, esos movimientos se confundían con el placer de sentir la magia de Potter sobre él. Un roce invisible que encendía cada rincón de su piel.
Pero el hechizo se rompió abruptamente cuando algo cálido y familiar se posó en su cintura. La realidad regresó de golpe, arrojándolo fuera de ese mundo intangible. Con una mezcla de desagrado y frustración, Draco reconoció al instante la mano de Theo. Sabía demasiado bien la forma de esos dedos, la presión que aplicaban, el leve temblor con el que se aferraban a su cintura. Theo, quien una vez había sido su distracción, su entretenimiento, su "juguete". Draco no se volvió al instante; en su interior se debatían emociones contradictorias. La magia que lo había envuelto, que lo había llenado de una energía exultante, ahora se esfumaba como humo, y en su lugar solo quedaba el contacto demasiado humano, demasiado terrenal de Theo.
Finalmente, giró la cabeza, sus ojos fríos encontrándose con los de Theo. El rostro de su antiguo amante reflejaba un anhelo y una tristeza que alguna vez habían despertado algo en él. Pero ahora, Draco solo sentía molestia. La intensidad de Theo, esa dependencia que una vez había avivado su energia, ahora le parecía patética. Vio el brillo apagado en los ojos marrones de Theo, un reflejo de algo que Draco había perdido el interés en reavivar.
“¿Pasa algo?” Draco dejó escapar una sonrisa vaga, apenas inclinando la cabeza para observarlo. Sus palabras fueron cortantes, llenas de una indiferencia casi cruel. Había vuelto a ser el Draco frío, inalcanzable, el que se burlaba de los sentimientos ajenos y dejaba heridas abiertas por simple capricho.
Theo apartó la mano rápidamente, como si el frío de esa mirada lo hubiera quemado. Su expresión se volvió desconcertada, herida. Pero Draco no dejó que esa pequeña punzada de culpa lo afectara. Después de todo, Theo era simplemente un juguete, un accesorio que había dejado de entretenerlo hacía mucho. Aun así, había algo en la manera en que Theo lo miraba, una nostalgia casi inocente que, por un segundo, le recordó a sí mismo. Pero, en lugar de sentirse aburrido, eso solo lo hizo aguantar más.
Mientras Theo intentaba balbucear algo, tal vez una disculpa, Draco desvió la vista. En algún lugar al otro lado de la sala, la mirada verde y penetrante de Potter lo seguía observando. Era como un imán ineludible, una conexión que lo jalaba sin piedad hacia ese peligroso juego. Potter, ese Gryffindor lleno de impulsos heroicos, se había convertido en un enigma irresistible. Y Draco sabía, en lo más profundo de su ser, que ese era el tipo de atracción que podía devorarlo entero.
La magia que había emanado de Potter antes, esa luz cautivadora y poderosa, aún vibraba en su memoria, como un eco que resonaba en cada uno de sus nervios. Ahora que lo había experimentado, que había sentido cómo esa energía lo envolvía y lo hacía vibrar de pura emoción, no había marchado atrás. La sensación de perderse en la magia de Potter era demasiado intensa, demasiado adictiva. Theo podría haber sido su juguete, su pequeño capricho, pero Potter... Potter era algo más, algo que escapaba a su control y que lo dejaba desnudo, vulnerable, expuesto.
Mientras Slughorn finalmente ayudaba a Theo a limpiar el desastre que había provocado en su mesa, Draco esbozó una sonrisa sardónica. Tal vez Potter no lo había mirado con una intención tan consciente como él mismo habría deseado, pero para Draco, la intensidad de esa conexión era indiscutible. En ese momento, se prometió que haría lo que fuera necesario para volver a sentir esa luz, esa magia que lo había envuelto. Y si eso significaba provocar a Potter, jugar con el límite entre la confrontación y la seducción, entonces, Draco estaba más que dispuesto a hacerlo.
Pero mientras tanto Draco tenía que ocuparse de sí mismo y Theo serviría por el momento.
Chapter 3: Él brilla como un relámpago
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La luz de las velas filtraba un tenue resplandor naranja a través de las cortinas verdes que decoraban el dormitorio de los chicos de sexto año, lanzando sombras delicadas sobre las paredes de piedra. Draco yacía sobre la cama de sábanas de seda verde esmeralda, el material frío contrastando con la calidez de la piel que se posaba sobre la suya. Theodore estaba inclinado sobre él, sus labios rozando con una suavidad casi reverencial el cuello pálido de Draco, dejando un rastro apenas perceptible, como el batir de las alas de una mariposa.
Theo, con su característico fervor, creía que cada beso, cada toque, era correspondido. Para él, este momento era un sueño hecho realidad, un instante que había imaginado cientos de veces, donde sus manos volvieran a explorar libremente la piel de Draco, como si estuviera descifrando un mapa precioso e inalcanzable. Pero Draco estaba en otra parte, no de cuerpo, pero sí de alma.
Sus ojos grises estaban abiertos, fijos en el dosel de la cama, aunque no veían nada. Dentro de su mente, las llamas ardientes de una mirada esmeralda lo quemaban. Los ojos de Potter. Draco podía verlos con una claridad que lo inquietaba, esa intensidad feroz que parecía perforarlo cada vez que lo atrapaban desprevenido en un pasillo, en el Gran Comedor, o incluso en sus sueños. Era esa mirada lo que lo tenía atrapado en un vórtice de pensamientos que ni siquiera Theo, con toda su devoción, podía disipar.
Theo murmuró algo contra su piel, palabras que Draco no se molestó en descifrar. Notó vagamente la forma en que los dedos de Theo trazaban líneas invisibles sobre su torno, cómo sus labios se movían con cuidado sobre su garganta, pero todo parecía carente de peso. No había calor, no había electricidad, solo un vacío. Un vacío que Theo intentaba llenar, y que Draco, en su cruel indiferencia, no le permitiría.
“Nott es patético”, pensó Draco, aunque no con malicia. Había algo en la adoración ciega de Theo que le resultaba... útil. Necesario, incluso. Era un recordatorio de que, a pesar del caos que lo rodeaba, aún era Draco Malfoy, alguien que otros deseaban desesperadamente. Pero al mismo tiempo, esa adoración era insuficiente, una llama débil que no podía competir con el incendio que Potter encendía en él sin siquiera intentarlo.
Theo subió un poco más, dejando un rastro de besos hasta los labios de Draco. Fue en ese instante, cuando Theo finalmente cubrió su boca con la suya, que algo dentro de Draco cambió. Cerró los ojos, no porque quisiera entregarse al momento, sino porque al hacerlo podía pretender que era otra persona la que lo estaba besando. Y en su mente, no era Theo quien lo tocaba con esa pasión casi infantil, sino Harry Potter.
El beso se volvió una fantasía. En la imaginación de Draco, las manos que sostenían su rostro no eran las de Theo, sino las de Potter, ásperas, firmes, llenas de una energía que prometía consumirlo. Los labios que se movían sobre los suyos eran impacientes, demandantes, cargados de todo el fuego que Draco sabía que Harry contenía. En esa fantasía, Draco no era el objeto de adoración, sino el que ardía, el que perdía el control bajo la intensidad de Potter. Era algo tan intoxicante como aterrador, y Draco lo deseaba con una fuerza que lo enfurecía.
“Potter me desea”, se dijo a sí mismo, con una mezcla de arrogancia y autoengaño. “No podría mirarme de esa forma si no lo hiciera.” Era un pensamiento que alimentaba su ego, que lo mantenía a flote en medio del mar de dudas que lo asediaba cada día. Porque si Potter lo deseaba, si Potter lo perseguía con esa mirada ardiente, entonces significaba que Draco todavía tenía poder. Poder sobre Harry, sobre el chico dorado de Gryffindor, y quizás, solo quizás, sobre sí mismo.
Theo gimió contra sus labios, interrumpiendo la fantasía. Draco abrió los ojos, irritado por la intrusión de la realidad. Los ojos marrones de Theo lo miraron con una mezcla de adoración y anhelo, como si esperara alguna señal de reciprocidad. Draco le devolvió la mirada, pero lo único que sintió fue una punzada de fastidio. Esos ojos, que en otro tiempo habían captado su interés, ahora le parecían vacíos, insignificantes. Theo no tenía ese brillo abrasador que lo desarmaba, no tenía el fuego que lo hacía sentir vivo.
“El pobre iluso”, pensó Draco, con una media sonrisa que Theo interpretó como un gesto de aprobación. No era su intención ser cruel, pero tampoco iba a detenerlo. Theo sirvió para un propósito. Era un juguete, uno que Draco podía usar para distraerse, para mantener a raya la soledad que lo consumía en las noches largas y frías. Y si Theo quería creer que esto significaba algo más, Draco no iba a corregirlo. ¿Por qué habría de hacerlo? Después de todo, el amor de Theo no era más que otra forma de adoración, y Draco se alimentaba de eso.
Cuando Theo volvió a besar su cuello, Draco permitió que su mente regresara a Potter. A la mirada que parecía desnudarlo en medio de una multitud. A la sensación de peligro y deseo que lo recorría cada vez que esos ojos se encontraban con los suyos. Cerró los ojos una vez más, dejando que la fantasía lo envolviera. Porque en ese momento, era más fácil pretender que estaba en brazos de Potter, perdido en un fuego que podría consumirlos a ambos, que enfrentar la realidad de Theo y la vacuidad de lo que estaban compartiendo.
Y así, mientras Theo vivía lo que probablemente consideraba el mejor momento de su vida, Draco se abandonó a su propio mundo, uno donde Harry Potter era el centro, el fuego y la ruina de todo lo que conocía.
El aire en el dormitorio era peso, cargado con una mezcla de perfume caro, sudor y algo más indescriptible: la esperanza febril de Theo y la indiferencia implacable de Draco. La cama de Draco, con sus sábanas de seda verde esmeralda, parecía un altar donde Theo rendía culto, besando con devoción la pálida piel de Draco, como si estuviera descubriendo un secreto prohibido.
Los labios de Theo trazaban un camino desde el cuello de Draco hasta su clavícula, cada beso delicado, casi reverencial. Pero para Draco, cada roce era como un eco lejano, carente de peso o significado. No era Theo lo que deseaba; No era Theo lo que necesitaba. Sus ojos grises, aunque abiertos, no veían nada de lo que estaba ocurriendo. En su mente, solo había fuego, verde y abrasador, como la mirada de Harry Potter.
Alfarero. Siempre Alfarero.
Draco cerró los ojos, dejando que la fantasía lo consumiera. Imaginó que las manos que se deslizaban sobre su cuerpo no eran las de Theo, sino las de Potter: firmes, demandantes, llenas de una pasión que amenazaba con destruirlo. En esa fantasía, Harry no era el héroe insípido que todos adoraban, sino un adversario, un igual, alguien que podía desafiarlo, consumirlo, y tal vez, solo tal vez, comprenderlo.
Theo no sabía nada de esto, claro. Para él, cada suspiro que escapaba de los labios de Draco era una confirmación, cada estremecimiento una prueba de que lo que compartían era mutuo. Con manos temblorosas, Theo continuó explorando, bajando por el torso de Draco, murmurando palabras que pretendían ser dulces pero que para Draco eran como cuchillas oxidadas.
“La próxima vez, lo amordazare”, pensó Draco con una mueca casi imperceptible. Había algo en la voz de Theo, en su tono ansioso y necesitado, que irritaba profundamente a Draco. Era demasiado humano, demasiado real. Y Draco no quería la realidad. Quería la fantasía, el fuego, la furia. Quería un alfarero.
Draco no pudo evitar soltar un gemido cuando Theo finalmente toco fondo dentro de suyo, llenándolo de la misma forma de siempre, Draco intentó aferrarse a la ilusión de que era otro quien lo penetraba. Cerró los ojos con fuerza, dejó que su mente se llenara de imágenes de Harry: sus ojos encendidos, sus manos rudas, su boca que prometía tanto placer como destrucción. Pero entonces Theo habló, y la magia se rompió.
“Estás tan apretado, Draco”, murmuró Theo, su voz temblando con emoción.
Apretado. La palabra resonó en la mente de Draco, no como un cumplido, sino como una burla cruel. ¿Apretado? Si tan solo supiera. Si Theo supiera las cosas que Draco se ha hecho a sí mismo solo para aplacar su deseo hacia Potter, no lo llamaría apretado. Lo llamaría una puta, ninfómana o una perra necesitada.
La irritación aumentó dentro de él, desbordándose como un veneno lento. Theo seguía hablando, susurrando palabras que Draco apenas registraba, y cada una era como una astilla que se clavaba en su piel. Su voz, suave y llena de adoración, era la antítesis de lo que Draco deseaba. Theo no era Potter. No tenía el fuego, la intensidad, la capacidad de hacer que Draco se sintiera vivo.
“Basta”, dijo Draco finalmente, su voz fría como el mármol.
Theo se detuvo, sus ojos oscuros llenos de confusión. “¿Qué pasa?”
Draco lo apartó con un movimiento brusco, como si se estuviera quitando una prenda que de repente se había vuelto insoportable. “Ya no quiero esto”, dijo, sin molestarse en suavizar el golpe.
Theo retrocedió, herido y desconcertado. “Pero… ¿he hecho algo mal?”
Draco se levantó de la cama, ignorando la mirada suplicante de Theo. Se colocó la bata de seda que había dejado sobre una silla cercana y se dirigió a la puerta, abriéndola con un gesto impaciente.
“Vete”, ordenó, sin mirar atrás.
Theo se quedó allí, desnudo y vulnerable, su cuerpo temblando tanto de frío como de vergüenza. "Draco, por favor..."
“Te he dicho que te vayas”, repitió Draco, esta vez con un filo en la voz que no dejaba lugar a protestas.
Theo reconoció su ropa del suelo con movimientos torpes, sus manos temblorosas mientras intentaba cubrirse. “No entiendo… pensé que esto es lo que querías”.
“Ese es tu problema, Theo”, dijo Draco, finalmente volviéndose hacia él. Sus ojos grises estaban vacíos, su expresión imperturbable. “Siempre piensas demasiado”.
Cuando Theo finalmente salió, Draco cerró la puerta de golpe y apoyó el frente contra la madera. Su respiración era irregular, su pecho subía y bajaba con una mezcla de frustración y algo que no quería nombrar.
Se dejó caer en la cama, las sábanas de seda aún tibias por el cuerpo de Theo, y cerró los ojos. En su mente, las imágenes de Potter regresaron, más vívidas que nunca. Pero esta vez, no encontré consuelo en ellas. Había algo profundamente insatisfactorio en todo esto, como si hubiera alcanzado algo que siempre había deseado solo para descubrir que no era lo que imaginaba.
“¿Qué me está pasando?” susurró, aunque no esperaba una respuesta.
En el silencio de su habitación, Draco se sintió más solo que nunca. Había alejado a Theo, pero la verdad era que nunca lo había tenido cerca en primer lugar. Nadie estaba realmente cerca. Ni Potter, ni Theo, ni sus padres, ni siquiera él mismo.
Y mientras se hundía en ese vacío, solo una cosa era cierta: Harry Potter seguía siendo el fuego que lo consumía, pero también la ruina que lo perseguiría hasta el final.
Con un suspiro, Draco decide tomarse una ducha para quitarse el olor de Theo de su piel e irse a dormir.
Draco había sido muy explícito con sus compañeros de habitación en lo que planeaba hacer con Theo esa noche y él esperaba que nadie se apareciera por algunas horas más o que al menos Theo fuera lo suficientemente inteligente y se fuera a desahogar con su novia Daphne.
En el baño Draco pudo apreciar su reflejo en uno de los espejos de la pared, su piel era de un blanco inmaculado como la porcelana fría, sus pezones aún estaban rosados y brillantes por las mordidas de Theo, Draco siempre agradecería a los genes de su padre por ser lampiño. Draco detestaba sentir el vello de otros sobre su propia piel y era por eso que Draco siempre buscaba a Theo, él era uno de los pocos chicos de Slytherin que no poseía tanto vello corporal.
Entre más Draco veía su reflejo, más eran las marcas que descubría que Theo le había dejado. Draco odiaba que Theo le dejara marcas en su piel, que de por si era demasiado pálida y las hacia más notoria, pero mientras más asco le daba ver las marcas en su cuerpo, Draco se preguntó, ¿Si fuera Potter quien lo marcara? ¿Cómo sería tener a Potter como amante?
Draco sabía lo intenso y salvaje que podía ser Potter, pero antes de que su mente empezara a imaginar a Potter sobre su cuerpo, apresándolo, mordiéndolo, reclamándolo como suyo, sacudió su cabeza y entró a la ducha.
El agua se sintió como una descarga eléctrica en su cuerpo, Draco apenas pudo contener un gemido ante la inesperada ola de placer que estaba experimentando, un jadeo inesperado lo congelado. ¿Qué rayos le estaba pasando?
Su cuerpo estaba cubierto por el agua, cada segundo era una tortura para él, sus pezones estaban endurecidos, y su pene estaba palpitando. Draco mordió su labio inferior, hace mucho que no se tocaba en el baño de su habitación, principalmente porque le daba asco hacerlo y porque siempre tenia a alguien quien lo satisficiera, pero a quien Draco deseaba nunca aceptaría tener ningún tipo de encuentro con Draco.
Con un suspiro lamentable, Draco dirige su mano izquierda a sus pezones, acariciándose lentamente. Su mente comenzó a volar de nuevo. ¿Cómo lo tomaría Potter? ¿De pastel? ¿Acostado? ¿O solo lo pondría sobre una mesa y le abriría las piernas con brutalidad?
Con un movimiento rápido y necesitado, Draco apretujó su pene con su otra mano, sintiendo la presión y el placer, se mordió el labio inferior de nuevo, tratando de ahogar un gemido. Comenzó a subir su mano izquierda por su cuello hasta llegar a sus labios, colocando dos dedos dentro de su boca, los chupo imaginando que eran los dedos de Potter.
Esta vez Draco no pudo contener sus gemidos. Era todo lo que se podía escuchar, eso y el sonido de su mano tocando su pene cada vez más rápido. Soltando sus dedos, Draco dio un paso hacia adelante y se apoyó contra las baldosas frías, gimiendo mientras su piel se erizaba al sentir frío. Instintivamente movió su mano derecha hacia su entrada, el ligero toque de su dedo con su entrada húmeda lo estremeció de tal manera que pensó que llegaría al orgasmo que Theo no logro darle.
Draco se dio cuenta que necesitaba más que un simple toque, con un gemido, deslizó dos dedos en su interior. La presión fue distinta, más intensa y el ligero ardor lo llevo a sentir una ola expansiva que le recorrió por todo su cuerpo. Cerrando los ojos, Draco arqueo su espalda y empezó a empujar sus dedos dentro suyo, sintiendo como su propio cuerpo absorbía sus dedos y suplicaban por más.
¿Qué le haría Potter si lo encontrara así? ¿Se lo follaría ahí mismo? ¿Usaría sus dedos o lo abriría con magia?
Sus piernas se abrieron aún más y Draco deslizó sus dedos cada vez más profundo, llegando a un punto que muy pocos alcanzaron. Los dedos aumentaron a tres y los movimientos se volvieron más erráticos, su cuerpo respondió con fuertes y ruidosos espasmos, cada musculo tensándose y su pene pulsando con necesidad de ser tocado por Potter.
Moviendo sus dedos cada vez más rápido, Draco se acercaba más y más al orgasmo, pero quería más, necesitaba a Potter. El solo imaginar a Potter viéndolo, tocándose a sí mismo mientras ve como el agujero de Draco implora por tenerlo dentro suyo lo llevo al límite.
Draco se viene con tanta fuerza que sus piernas se debilitan y tiene que apoyarse por completo a la fría pared.
Le toma varios minutos controlar su agitada respiración y aun con el cuerpo tembloroso termina de bañarse.
Mientras sus piernas tratan de recuperar su fuerza, Draco se da cuenta que tiene más marcas en la piel, pero esta vez son en los hombros y rodillas. Draco ni siquiera fue consciente de que se había golpeado con fuerza contra la pared para evitar desplomarse, pero el ver las nuevas marcas en su piel hacen que Draco sonría.
Como si de alguna forma esas marcas fueron causadas por Potter.
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El amanecer sobre Hogwarts siempre tuvo algo de magia, pero para Draco, la mañana siguiente fue cualquier cosa menos encantadora. Entrar al Gran Comedor con la seguridad característica de un Malfoy se sintió casi imposible con Theo siguiéndolo con la mirada, como un cachorro herido. Aquellos ojos oscuros, cargados de una mezcla de tristeza y confusión, no lo dejaban en paz, pero no era Theo quien realmente incomodaba a Draco.
Era Alfarero.
Desde el momento en que Draco cruzó el umbral del comedor, sintió esos ojos verdes clavados en él, ardiendo con una intensidad casi insoportable. El aire en el comedor se volvió pesado, como si todo a su alrededor desapareciera y solo existieran ellos dos. Potter estaba sentado en la mesa de Gryffindor, hablando con Weasley y Granger, pero sus ojos decían otra cosa. Decían que estaba observándolo, estudiándolo, buscando algo que solo él podía ver.
Draco sintió cómo una sonrisa amenazaba con curvar sus labios y, en un gesto automático, se mordió el labio inferior para contenerla. No podía sonreírle a Potter, no en público. ¿Qué pensarían los demás? Merlín, ¿qué pensaría Potter? Aunque, claro, nadie sabía lo que había hecho la noche anterior, dando el nombre de Potter entre las sábanas, susurrándole súplicas al aire como si esas palabras pudieran de algún modo conjurar su presencia.
“Patético”, se recriminó a sí mismo en silencio, aunque una parte de él no pudo evitar disfrutar del recuerdo. Había algo terriblemente adictivo en la imagen de Potter, en la sensación imaginaria de su cuerpo sobre el suyo, en el fuego que le provocaba la mera idea de aquellos labios ásperos y demandantes devorándolo.
Draco apenas estaba sentado en su lugar habitual en la mesa de Slytherin cuando se dio cuenta de que su atención estaba completamente consumida por Potter. Lo miró con descaro, desafiando las reglas tácitas que habían establecido entre ellos a lo largo de los años. Esas largas miradas cargadas de tensión, esa danza silenciosa en la que ambos participaban pero que ninguno reconocía en voz alta. Sin embargo, algo era diferente esa mañana.
Potter frunció el ceño.
El gesto fue breve, pero lo suficientemente claro como para hacer que Draco se detuviera. Era como si Potter lo hubiera visto de verdad por primera vez y no le hubiera gustado lo que vio. Su mirada, que siempre era un campo de batalla lleno de desafíos y emociones, ahora estaba teñida de disgusto, de algo que casi parecía asco.
Draco sintió cómo su estómago se hundía. Giró la cabeza rápidamente, pensando que no le importaba, y fue entonces cuando se dio cuenta de que Blaise estaba demasiado cerca de él. Blaise, con su puerta siempre elegante, estaba inclinado hacia él, apoyando su cuerpo casualmente contra el de Draco como si fuera lo más natural del mundo.
“¿Qué haces?” murmuró Draco, girándose lo justo para evitar que sus labios se rozaran con los de Blaise.
Blaise sonriendo con esa arrogancia encantadora que lo hacía tan popular entre todos, especialmente entre quienes no entendían lo peligroso que podía ser. "Relájate, Malfoy. Pareces tenso", respondió, su tono deliberadamente ligero.
Draco alzó una ceja, sin molestarse en ocultar su desdén. No era que Blaise no fuera atractivo; lo era, indudablemente. Pero Draco no era alguien que se conformara con cualquier cosa, y mucho menos con alguien tan voluble como Zabini. Draco tenía estándares, y Blaise no cumplió con ellos. Después de todo, Draco no estaba interesado en ser uno más en la lista de conquistadores de Blaise.
“No estoy interesado”, dijo Draco con frialdad, apartándose un poco para dejar clara su postura.
Blaise no parecía desanimarse. “No he dicho que lo estés”, replicó con una sonrisa traviesa.
Antes de que Draco pudiera responder, Blaise cambió de tema. "¿Ya sabes sobre el partido del sábado? Gryffindor contra nosotros. Será interesante ver cómo ganamos sin que tú estés en el equipo."
Draco suspir, mirando a Blaise con algo que rozaba la indiferencia total. “¿De verdad crees que me importa? El Quidditch está sobrevalorado”, respondió, su tono cargado de aburrimiento.
Blaise rió suavemente, disfrutando de la molestia apenas disimulada de Draco. "Claro, claro. Tú siempre tan superior".
Draco iba a soltar una réplica mordaz cuando apareció Urquhart, el capitán del equipo de Slytherin. El muchacho se acercó con paso seguro, su presencia imponente eclipsando momentáneamente a la de Blaise.
“Zabini, tenemos que hablar de la estrategia para el sábado”, dijo Urquhart, aunque sus ojos estaban fijos en Draco.
Blaise se apartó de mala gana, pero no sin antes lanzar una última mirada sugerente a Draco, como si le recordara que la conversación no había terminado.
Cuando se quedaron solos, Urquhart permaneció unos segundos más de lo necesario, su mirada intensa recorriendo a Draco como si estuviera evaluándolo. Draco conocía esa mirada. Era la misma con la que Lucius había enfrentado a sus rivales durante años: calculadora, fría y con un propósito claro.
“Qué obvio”, pensó Draco, apenas resistiendo la necesidad de rodar los ojos. Sabía que la familia Urquhart había intentado durante generaciones formar una alianza con los Black, pero siempre habían sido rechazados. Este Urquhart en particular parecía decidido a cambiar eso, y Draco no podía decidir si encontraba su insistencia irritante o simplemente patética.
“¿Terminar?” preguntó Draco finalmente, su tono seco como el pergamino viejo.
Urquhart no respondió de inmediato, pero al final se giró y se marchó, dejando a Draco solo una vez más. Draco sospecha y vuelve su atención a la mesa de Gryffindor, buscando automáticamente a Potter.
Pero Potter ya no estaba allí.
El pecho de Draco se tensó. Era absurdo, por supuesto. Potter no le debía nada, ni siquiera su presencia. Y sin embargo, su ausencia lo golpeó de una manera que no estaba preparada para enfrentar.
“Es una señal”, pensó Draco, sintiendo cómo el mal humor comenzaba a apoderarse de él. “Hoy será un asco”.
Se inclinó hacia atrás en su asiento, dejando que su mirada se pierda en la habitación. Nadie más notaba la tensión que existía entre él y Potter. Nadie más veía los fuegos artificiales que explotaban cada vez que sus ojos se encontraban, o sentía la electricidad que cargaba el aire cuando estaban cerca.
Nadie, excepto ellos.
Y mientras Draco se sentaba allí, en medio del bullicio del Gran Comedor, no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo más podría soportar este juego antes de que ambos terminaran consumidos por el fuego que habían encendido juntos.
Draco tenía razón. El día había sido un completo y absoluto asco. Desde el momento en que se levantó, sintió que el universo había decidido alinearse en su contra, y todo lo que ocurrió después no hizo más que confirmar sus sospechas.
El primer desastre del día fue Herbología. Draco odiaba esa asignatura. Había algo intrínsecamente degradante en la idea de escarbar en la tierra como un elfo doméstico. No importaba cuánto lo intentara, la suciedad siempre existía la manera de arruinar su uniforme, y ese día no fue la excepción. Todo gracias a un ridículo Hufflepuff sangre sucia que no dejaba de temblar cada vez que Draco lo miraba.
“Débil”, pensó Draco, aunque parte de él sabía que su actitud altiva probablemente tenía algo que ver con el nerviosismo del chico. De cualquier manera, el resultado fue el mismo: su túnica quedó arruinada, y su humor, ya de por sí frágil, se desplomó aún más.
No tuvo tiempo de limpiarse antes de su próxima clase, y el pensamiento de llegar tarde lo obligó a apresurarse, lo que solo hizo que se sintiera aún más desaliñado y fuera de control. Para empeorar las cosas, la siguiente clase era con los Gryffindor.
Estaba acostumbrado a las provocaciones, pero ese día fue particularmente humillante. En una ronda de práctica de hechizos defensivos, Draco terminó en el suelo no una, sino varias veces. Cada caída era más vergonzosa que la anterior, y aunque intentaba recomponerse con dignidad, no podía ignorar las miradas de sus compañeros, especialmente de Potter.
-Ah, Potter.
Draco sabía, lo sabía con certeza, que Potter era el mejor de su generación en magia defensiva. Había visto cómo reaccionaba en cuestión de segundos, cómo lanzaba hechizos con una precisión casi imposible. Pero ahí estaba, dejando que Granger lo hechizara. Draco observó con incredulidad cómo Potter se dejaba arrastrar por el suelo, sus movimientos deliberadamente lentos, casi torpes.
“¿Por qué lo hace?” —preguntó Draco, su mente trabajando a toda velocidad. La respuesta llegó con un destello de amarga claridad: por lástima. Potter, con su estúpido sentido de la justicia y la moralidad, probablemente pensaba que dejar que Granger ganara era algo noble.
La idea lo enfureció más de lo que quería admitir, pero también lo distrajo. Durante un breve momento, cuando Potter cayó al suelo y su camiseta se levantó ligeramente, Draco vio un destello de piel bronceada. Fue solo un segundo, pero suficiente para hacer que su corazón latiera con fuerza, un recordatorio incómodo de la forma en que su obsesión con Potter se deslizaba insidiosamente en cada rincón de su vida.
Draco odio más que nunca lo mucho que Potter fuera el preferido de los profesores o más bien del directo, era injusto que no lo obligaban a usar la túnica, era injusto que tenía un cuerpo tan hermoso.
Cuando terminó la clase, Draco estaba en un desastre. Su ropa estaba sucia, su cabello desordenado, y sus mejillas, ruborizadas por la frustración, lo hacían sentir aún más vulnerable.
Pero no había tiempo para detenerse. Con paso apresurado, recorrió los pasillos del castillo, ignorando las miradas curiosas de los estudiantes que se encontraban en su camino. Tenía que llegar a la Sala de los Menesteres, donde el armario evanescente lo esperaba.
El trabajo en el armario era tedioso, pero necesario. Draco sabía que su vida dependía de ello, aunque no dejaba de preguntarse si sería suficiente para salvarlo de la misión imposible que el Señor Tenebroso le había encomendado. El peso de esa responsabilidad lo aplastaba, pero no había lugar para la debilidad.
Cuando finalmente regresó a la sala común de Slytherin, era el último en llegar antes del toque de queda. Draco no podía haber estado más agradecido por ello. Todo lo que quería era llegar a su habitación, cerrar la puerta y desaparecer del mundo por unas horas.
Pero, por supuesto, Pansy tenía otros aviones.
“Draco, querido”, comenzó, interceptándolo a mitad de camino. “¿Dónde has estado? Todo el mundo…”
Draco levantó una mano, casi rozándole la cara en un gesto brusco que dejó a Pansy boquiabierta. “No ahora, Pansy”, dijo, su tono cortante y definitivo.
Pansy se quedó paralizada, balbuceando algo sobre su falta de delicadeza, pero Draco no se detuvo a escuchar. No tenía la energía para lidiar con sus demandas emocionales ni con sus preguntas innecesarias.
Por suerte, Theo no lo siguió a la habitación ni intentó colarse al baño mientras Draco se duchaba. Theo había estado actuando de manera extraña últimamente, pero Draco estaba demasiado cansado para preocuparse por ello. Si Theo había decidido dejar de ser su cachorro leal o su amante ocasional, que así fuera. Draco tenía cosas más importantes en las que pensar, como el hecho de que su vida estaba colapsando lentamente a su alrededor.
Mientras el agua caliente corría por su cuerpo, Draco cerró los ojos e intentó, sin éxito, despejar su mente. Los pensamientos de Potter volvieron a infiltrarse, como siempre lo hacían.
“¿Por qué tú?” se preguntó en silencio, apretando los dientes mientras una mezcla de rabia y deseo lo consumía. No podía entenderlo. Había algo en Potter que lo desquiciaba, que lo hacía sentir cosas que no quería sentir. Y lo peor era que Potter lo sabía.
Draco podía verlo de la manera en que lo miraba, esos momentos de conexión eléctrica que parecían durar horas aunque solo eran segundos. Nadie más lo notaba, pero Draco sí. Y Potter también.
Al salir del baño, se miró al espejo y se permitió un momento de autocompasión. Su reflejo era casi irreconocible: el cabello aún húmedo caía en mechones desordenados, y sus ojos grises, que normalmente estaban llenos de arrogancia y seguridad, parecían cansados y vulnerables.
“Draco, no puedes permitirte esto”, se dijo a sí mismo en voz baja, su tono lleno de desprecio. Pero incluso mientras lo decía, sabía que era una batalla que ya había perdido.
Potter estaba en todas partes, en sus pensamientos, en sus sueños, en cada rincón de su mente. Y por más que intentara resistirse, sabía que no podía escapar del fuego que ardía entre ellos, un fuego que amenazaba con consumirlo por completo.
Esa noche, mientras se metía en la cama, Draco cerró los ojos y se permitió un breve momento de debilidad. En la oscuridad de su habitación, con nadie más para verlo, susurró un nombre.
"Acosar."
Y aunque sabía que jamás obtendría una respuesta, una pequeña parte de él se atrevió a imaginar un mundo en el que las cosas podrían ser diferentes. Un mundo donde no estarían en lados opuestos de una guerra, donde no habría secretos ni mentiras, y donde, por una vez, pudiera permitirse ser simplemente Draco.
Draco casi había olvidado la existencia de Severus y su insistente oferta de "ayudar" con su misión. Su tía Bella había dejado claro que no debía confiar en él, y si algo era Draco, era un buen chico. Al menos, eso le repetían su familia. Un hijo obediente, un heredero ejemplar, una extensión del orgullo de los Malfoy. Pero detrás de esa fachada perfecta, Draco sabía que algo estaba quebrado en su interior, algo que nadie más podía ver.
Por eso, cuando Snape intentaba intervenir, su paciencia se agotaba rápidamente. ¿Ayuda? Snape estaba tan comprometido con el Señor Tenebroso como cualquiera de ellos. Y si pensaba que podía ganarse su confianza simplemente siguiéndolo por los pasillos como una sombra omnipresente, estaba profundamente equivocada.
Fue en uno de esos momentos, mientras Draco subía al séptimo piso, cuando apareció la oportunidad de vengarse. Sintió a Snape detrás de él, siempre a una distancia calculada, ya Potter, más lejos pero igual de presente, con ese andar torpedo que Draco conocía demasiado bien. Entonces, ocurrió algo que le provocó una satisfacción inesperada. Draco se detuvo, cambiando repentinamente de dirección con un movimiento calculado, lo suficiente para que Snape y Potter chocaran.
El sonido del impacto —el gruñido bajo de Snape, la sorpresa contenida de Potter— fue glorioso. Draco tuvo que taparse la boca con ambas manos para no estallar en carcajadas allí mismo.
“Idiotas”, pensó mientras aceleraba el paso, sin mirar atrás.
Durante toda la semana siguiente, la sonrisa burlona no abandonó su rostro. Cada vez que cruzaba a Potter en los pasillos, su expresión se endurecía, una mezcla de irritación y algo que Draco no podía identificar del todo. Eso solo alimentaba su satisfacción.
Había escuchado, gracias a su red de información (más conocida como Pansy Parkinson), que los entrenamientos de Gryffindor no iban bien. Las discusiones entre Potter y la Weasley eran constantes; aparentemente, su estilo de liderazgo de chocaba demasiado. Draco se regodeaba en esos detalles, disfrutando de la imagen de Potter perdiendo el control, incapaz de manejar a su equipo.
Sin embargo, detrás de esa aparente victoria, algo oscuro y profundo lo consumía.
Draco sabía que el sufrimiento de Potter era trivial comparado con el suyo. La angustia de Draco era más íntima, más cruel. Era el tormento de desear algo que jamás podría tener. Y no era solo deseo; Era una necesidad abrumadora, una desesperación que lo hacía sentirse débil y vulnerable, cosas que jamás admitiría en voz alta.
Potter no era simplemente un rival. Era una obsesión.
Draco lo negaba constantemente, incluso a sí mismo, pero los pensamientos seguían ahí, persiguiéndolo. Por la noche, cuando el castillo estaba en silencio y la oscuridad se cernía sobre la sala común de Slytherin, esos pensamientos lo atacaban con fuerza.
Quería tocarlo. Era tan simple y tan devastador como eso.
No necesitaba grandes gestos, ni confesiones, ni siquiera un beso robado. Draco soñaba con algo tan pequeño como que sus dedos se rozaran, solo para saber cómo se sentía la piel de Potter. Fría, cálida, ¿cómo sería?
Pero esos pequeños deseos nunca eran suficientes. Crecían, como una tormenta dentro de su pecho. Se encontraba imaginando cosas que jamás admitiría, cosas que lo hacían despertar en medio de la noche con el corazón latiendo desbocado.
Potter debía oler como algo puro , pensaba Draco, como una mezcla de hierba recién cortada y algo cálido, quizás almizcle o madera. Su cabello, por muy desastroso que fuera, tenía que ser suave, como seda enredada entre los dedos. Draco se obsesionaba con esos detalles, porque eran lo único que podía poseer.
Y luego estaban los labios. Draco se preguntaba constantemente cómo sería besarlo. No como una idea pasajera, sino como una imagen que se reproducía en su mente, una y otra vez, cada vez con más claridad.
¿Serían sus besos suaves, como una brisa que apenas roza la piel? ¿O sería ardiente, una explosión de pasión que dejaría a Draco sin aliento, suplicando por más? Draco lo imaginaba todo: la presión de sus labios, el calor que se extendería por su cuerpo, la sensación de ser llevado al cielo y, quizás, incluso al infierno, todo al mismo tiempo.
Lo peor era que sabía que nunca tendría esas respuestas. Nunca sabría cómo era Potter realmente, más allá de las fachadas y las máscaras que ambos usaban. Esa realidad lo desgarraba por dentro, lo dejaba sintiéndose vacío y perdido, incluso cuando estaba rodeado de su "perfecta" vida como un Malfoy.
Esa noche, como tantas otras, Draco se encerró en su habitación, buscando desesperadamente algo que lo ayudara a olvidar. Pero olvidar no era una opción. No cuando todo lo que deseaba, todo lo que necesitaba, estaba tan cerca y, al mismo tiempo, tan fuera de su alcance.
Cerró los ojos y, en la oscuridad de su mente, permitió que la imagen de Potter apareciera una vez más.
“Harry”, susurró, su voz apenas audible, como si pronunciara su nombre fuera de una confesión que no podía permitirse.
Y mientras su mano bajaba por su vientre, Draco se dio cuenta de algo aterrador: no importaba cuánto tratara de luchar contra ello, Potter era su perdición, su salvación y su condena. Y estaba atrapada en un ciclo del que no podía, ni quería, escapar.
Draco siempre había sentido que era distinto a los demás. Era una tormenta en medio de cielos grises, un relámpago que se abría paso entre la monotonía. La oscuridad de su vida —el peso de su apellido, las expectativas aplastantes de su familia, la misión que lo desgarraba desde adentro— era una prisión que lo rodeaba constantemente. Pero en medio de esa oscuridad uniforme, había un destello brillante, un fuego que lo atraía con una fuerza que no podía resistir. Ese fuego era Harry James Potter.
El problema era que Potter no solo era brillante. Era igual de singular, igual de llamativo. Draco lo odiaba por eso, pero también lo adoraba. Había algo en la forma en que Potter existía, como si el mundo entero girara a su alrededor. La gravedad de su presencia lo jalaba, lo debilitaba, y Draco se sintió como una polilla desesperada que volaba alrededor de una llama ardiente, añorando ser consumida y destruida por ella.
Draco odiaba esa parte de sí mismo. Lo despreciaba.
Por las noches, su mente era un campo de batalla entre su deber y su deseo. El deber le exigía recordar la misión, el honor de los Malfoy, las expectativas de todos, la sombra del Señor Tenebroso que siempre parecía vigilarlo. Pero su deseo era un susurro persistente, una tentación que se filtraba en su mente cuando cerraba los ojos.
Eran los sueños los que lo estaban destrozando.
En ellos, Potter no era su enemigo, ni siquiera un rival. Era un amante, un dios, una figura que lo tocaba con una devoción que Draco nunca había conocido. En esos sueños, Potter era todo lo que Draco necesitaba: un refugio, una salvación. Pero al despertar, la realidad se imponía con una frialdad cruel.
Los sueños se habían vuelto tan constantes que las mañanas eran un tormento. Sentarse en el Gran Comedor, enfrentándose a la mirada de Potter, era una prueba que apenas podía soportar. Sentía los ojos de Potter sobre él, ardientes, inquisitivos, como si supiera. Draco había comenzado a evitar mirarlo a los ojos, porque cada vez que sus miradas se encontraban, las imágenes de sus sueños lo golpeaban con una claridad desgarradora.
La memoria de esas caricias imaginarias lo perseguía incluso mientras fingía desayunar. Cerraba los ojos un instante y ahí estaba Potter, su aliento caliente contra su cuello, sus manos recorriendo su piel. Pero al abrirlos, la verdad volvió con un golpe amargo: Potter estaba al otro lado del comedor, rodeado de sus amigos, intocable, inaccesible.
Draco apretaba los dientes y hundía la mirada en su plato, intentando ignorar el mal sabor de boca que le dejaba la realidad.
Detestaba su vida. Detestaba ser un simple peón en un juego que nunca quiso jugar. Detestaba fingir que era igual al resto de sus compañeros de Slytherin, que compartía su devoción por el Señor Tenebroso. Pero lo que más detestaba era a sí mismo, por desear algo que nunca podría tener.
El deseo que sentía hacia Potter lo consumía, pero también lo debilitaba. Su necesidad de ser tocado, amado, venerado por Potter eclipsaba a todos los demás, pero siempre era seguida por una culpa abrasadora.
¿Cómo podía permitirse siquiera imaginarlo cuando tenía una misión que cumplir?
Esa misión era como un yugo alrededor de su cuello, agarrándole constantemente lo que estaba en juego. Su familia. Su vida. Todo dependía de su éxito. Pero entonces, Potter lo miró. Siempre lo miraba, como si pudiera ver más allá de la fachada que Draco mantenía cuidadosamente.
Había algo en esos ojos verdes, algo que lo tentaba a abandonar todo.
Hubo momentos en los que Draco sintió que podía hacerlo. Que podía levantarse, caminar hacia Potter, y simplemente... rendirse. Decirmelo todo. Dejar que Potter lo juzgara, lo odiara, lo destruira si fuera necesario. Pero nunca lo hacía.
No podía.
En su mente, Potter era la llama, y Draco sabía que si se acercaba demasiado, sería reducido a cenizas. Pero también sabía que no podía mantenerse alejado.
Era una tortura constante.
Una tarde, mientras caminaba por los pasillos, sintió nuevamente la magia de Potter cerca de él. Draco apresuro el paso, como si pudiera escapar de ese peso, pero sabía que era inútil. Cada paso que daba lo llevaba más cerca del séptimo piso, el lugar donde pasaba la mayor parte de su tiempo planeando, tratando de cumplir con su maldita misión. Pero incluso allí, en la soledad de la habitación abarrotada, no podía escapar de él.
Cerró los ojos y apoyó la frente contra la pared fría de piedra. El eco de los pasos de Potter aún resonaba en su mente, y se permitió imaginar, solo por un instante, que esos pasos se acercaban a él. Que Potter estaba detrás de él, tocando su hombro, girándolo para mirarlo directamente.
La imagen era tan vívida que Draco sintió un escalofrío recorrer su espalda.
“Harry”, murmuró, odiándose por ello, pero incapaz de detenerse.
Abró los ojos y la pared seguía allí, inmóvil, indiferente. Estaba solo, como siempre.
El peso de su realidad lo golpeó con fuerza. Nunca tendría un Potter. Nunca sabría cómo era su tacto, su olor, su sabor. Nunca sería consumido por esa llama que tanto deseaba.
Y, sin embargo, no podía dejar de desearlo.
El ciclo era interminable. El deber lo arrastraba hacia la oscuridad, pero el deseo lo jalaba hacia la luz. Cada día, cada hora, sentía que estaba perdiendo un poco más de sí mismo.
Cuando regresó a la sala común de Slytherin esa noche, se dejó caer en su cama sin siquiera quitarse los zapatos. Cerró los ojos y, como siempre, la imagen de Potter apareció en su mente.
“Harry”, susurró nuevamente, sabiendo que jamás habría una respuesta.
Draco Lucius Malfoy era un relámpago, brillante pero efímero, atrapado en un cielo lleno de nubes negras. Y Potter era su fuego, su llama, el único destello que lo hacía sentir vivo.
Pero también sabía que esa llama lo destruiría, tarde o temprano. Y, quizás, eso era lo que más deseaba.
Chapter 4: A los chicos, a todos les gusta Draco
Summary:
Advertencias específicas:
Dubious Consent: Existe una escena inicial entre Draco y Urquart donde el consentimiento no existe.
Uso de Alcohol y sus consecuencias.
Chapter Text
El día comenzó como cualquier otro en el castillo, aunque en el aire se sentía una tensión eléctrica que hacía latir más rápido los corazones de algunos y enfriaba el de otros. Era el día del primer partido de Quidditch de la temporada, Slytherin contra Gryffindor. Draco sabía, como todos los de su casa, que este partido no era solo un juego. Era una representación de todo lo que significaba ser Slytherin: astucia contra valentía, sombras contra luz, ambición contra moralidad.
El Gran Comedor estaba más bullicioso de lo normal. La mesa de Slytherin rebosaba de orgullo, la mayoría de los estudiantes hablando en voz alta, lanzando comentarios mordaces sobre el equipo contrario. Draco observaba con algo que podría describirse como fastidio, sentado en un extremo junto a Pansy y el resto de las chicas de su año. No era su elección, pero tampoco iba a quedarse entre el equipo de Quidditch que había tomado por asalto la mitad de la mesa, ocupándola como si fueran los dueños del mundo. Blaise había intentado llamar su atención con un gesto vago, pero Draco lo había ignorado.
No porque no le interesara hablar con Blaise, sino porque hoy estaba de humor para algo diferente: escuchar.
Pansy hablaba en voz alta, como siempre, su risa forzada llenando los silencios. Era un sonido molesto, una mezcla de coqueteo y condescendencia que Draco había aprendido a ignorar con los años. Ella estaba en medio de una discusión con Daphne sobre quién de los jugadores de Gryffindor se veía mejor en su uniforme.
“Creo que es Dean Thomas,” dijo Daphne, cruzando los brazos sobre la mesa con un aire que intentaba ser casual.
Pansy soltó una carcajada aguda. “¡Por favor, Daph! Dean Thomas tiene la gracia de un troll con los pies planos.”
Draco arqueó una ceja, divertido, pero no lo suficiente como para participar. Daphne enrojeció, pero no perdió la compostura.
“Es más de lo que puedo decir de Goyle,” replicó, mirando al grandullón que devoraba un pastel como si fuera su última comida.
Draco casi sonrió, aunque mantuvo su expresión neutral. Daphne tenía un talento para las réplicas cuando se lo proponía, y aunque solía ser más discreta que Pansy, a veces se unía al juego con una crueldad que sorprendía a todos.
“¿Y tú, Draco?” intervino Millicent Bulstrode, quien rara vez hablaba, pero siempre encontraba una manera de incomodar a todos cuando lo hacía. “¿Qué opinas? ¿Quién se ve mejor en su uniforme?”
El cuchillo en la mano de Draco se detuvo un momento. Podía sentir las miradas de las chicas sobre él, expectantes, listas para juzgar cualquier respuesta que diera.
“Yo,” dijo finalmente, su tono seco pero cargado de una arrogancia que solo él podía manejar con tanta naturalidad.
Las chicas rieron, aunque él sabía que lo habían esperado. Claro que Draco Malfoy pensaba que era el mejor. Y no estaban equivocadas: el verde y plata le quedaban impecables, su cabello parecía diseñado para brillar bajo el sol, y tenía un porte que ninguno de los otros chicos de su casa podía igualar. Incluso Daphne, entre risas, admitió que volar bajo el sol con Draco era como mirar un reflejo demasiado brillante.
“Tu trasero, Malfoy,” añadió Pansy, con un tono descarado. “Es lo que nos hace quedarnos ciegas.”
“Cuidado con lo que dices, Parkinson,” respondió Draco, sin mirarla. “No quiero que tu prometido me envíe una lechuza.”
La mesa estalló en carcajadas. Pansy solo se encogió de hombros, fingiendo que no le importaba. Draco sabía que le importaba, pero también sabía que ella prefería evitar enfrentarse a él directamente. Pansy podía ser implacable con los demás, pero con Draco, siempre había un límite que no cruzaba.
Daphne, sin embargo, era un caso diferente.
“Es curioso,” comentó Daphne, su tono casi casual, “que digas eso cuando tú y yo compartimos al mismo chico el verano pasado.”
Draco la miró por el rabillo del ojo, sintiendo cómo la tensión en la mesa se elevaba un poco más. Pero no se inmutó.
“El hecho de que compartiéramos gustos, Greengrass,” dijo con suavidad venenosa, “no significa que sean buenos.”
Pansy aplaudió, riendo con descaro, y Daphne se limitó a arquear una ceja. A pesar del comentario mordaz, Draco sabía que no estaba realmente molesta. Era así como se comunicaban en Slytherin, especialmente entre los más privilegiados: las palabras eran armas, y el ingenio era una moneda de valor incalculable.
La conversación se desvió hacia otros temas, y Draco se permitió desconectarse un poco, sus pensamientos girando en espiral hacia lugares más oscuros. Podía jugar este juego de crueldades, podía reírse de los chismes y los comentarios superficiales, pero había algo dentro de él que lo carcomía.
Era consciente de su narcisismo, del papel que jugaba tan bien: el perfecto heredero Malfoy, la imagen de la elegancia y la ambición. Pero detrás de esa fachada, sentía un vacío que no podía llenar, una falta de propósito que lo dejaba más frío con cada día que pasaba.
Cuando miraba a sus compañeros de casa, veía máscaras similares. Blaise, con su indiferencia calculada, siempre a un paso de todos. Pansy, tan desesperada por ser vista, tan insistente en su importancia. Daphne, con su aire de superioridad y sus secretos enterrados bajo una capa de perfección. Todos eran actores en el mismo teatro, desempeñando roles que se esperaban de ellos.
Pero Draco sentía que su máscara era más frágil que la de los demás.
Al mirar hacia la mesa de Gryffindor, su mirada se encontró, inevitablemente, con la de Potter. Siempre parecía suceder, como si fueran polos opuestos que no podían evitar atraerse. La intensidad en los ojos de Potter era una llama que lo desafiaba, lo quemaba, y Draco no podía apartar la vista, aunque supiera que debía hacerlo.
Potter estaba rodeado por sus amigos, riendo, hablando, ajeno a la oscuridad que envolvía a Draco. Pero sus ojos verdes eran otra cosa: siempre atentos, siempre enfocados, como si pudieran atravesarlo y ver lo que nadie más veía.
Draco desvió la mirada primero, con una mezcla de frustración y algo más que no quería nombrar. Potter representaba todo lo que él no podía ser, todo lo que deseaba y despreciaba al mismo tiempo.
El día continuaría como siempre: un enfrentamiento en el campo de Quidditch, miradas cargadas de significado, palabras no dichas. Pero, al final, Draco sabía que seguiría siendo lo mismo. Un relámpago atrapado en un cielo oscuro, rodeado de nubes que eran tan hermosas como destructivas.
Draco usó al equipo de Quidditch de Slytherin como un escudo improvisado, deslizándose detrás de ellos para salir del Gran Comedor sin llamar demasiado la atención. Las bromas y risas de los jugadores, cargadas de arrogancia y falsa camaradería, formaban un muro de ruido que le resultaba útil para evitar cualquier mirada indeseada, especialmente de Potter y su séquito.
Una vez fuera, el aire fresco lo recibió con una dulzura que casi le resultó insultante. El clima era perfecto: el sol brillaba sin ser abrasador, una brisa ligera acariciaba el rostro, y los pájaros parecían cantar con un entusiasmo casi burlesco. Draco se detuvo un momento, apretando la mandíbula. Había algo profundamente injusto en cómo el mundo seguía girando, ignorando por completo su desdicha.
El peso en su pecho le recordaba su misión, la razón por la que estaba allí, alejándose del partido que la mayoría de su casa esperaba con ansias. Reparar el armario evanescente no era solo un deber; era una sentencia que colgaba sobre él y sobre sus padres. Si fallaba, las consecuencias serían algo más que palabras.
Por un momento, consideró abandonar el Séptimo Piso y dirigirse al campo de Quidditch. Tal vez perderse en el bullicio del partido podría darle un respiro, un pequeño instante de normalidad en su vida, pero desechó la idea rápidamente. No podía permitirse ese lujo. No cuando sus avances con el armario eran prácticamente inexistentes.
Suspiró y continuó su camino, subiendo las escaleras con un ritmo decidido. Se obligó a enfocar sus pensamientos en las ecuaciones de aritmancia que debía corregir para completar el trabajo. Había repasado los cálculos cientos de veces, pero siempre había algo que fallaba. La frustración se acumulaba dentro de él como un veneno lento, y sabía que debía encontrar una solución pronto.
Cuando finalmente regresó a la Sala Común de Slytherin horas más tarde, no esperaba ninguna celebración. La probabilidad de que su casa ganara el partido era mínima desde que Potter se había unido al equipo de Gryffindor. Entró con la cabeza llena de fórmulas y fragmentos de ideas, absorto en sus propios pensamientos, cuando un sonido estridente lo golpeó de lleno.
Se detuvo en seco, parpadeando con incredulidad.
La Sala Común estaba irreconocible. La música resonaba con un volumen casi ensordecedor, y las luces danzaban por las paredes como si alguien hubiera encantado las antorchas para imitar un espectáculo de fuegos artificiales. Estudiantes por doquier reían, bailaban, bebían y, en algunos rincones oscuros, se entregaban a actividades que Draco prefirió no observar demasiado.
Por un momento, pensó que se había equivocado de lugar. ¿Cómo era posible que algo así estuviera ocurriendo aquí? Snape nunca había permitido este tipo de libertinaje. Las reglas en Slytherin siempre habían sido estrictas, implacables incluso. No había espacio para la indulgencia o la diversión descontrolada. Y sin embargo, ahí estaban, todos actuando como si las normas fueran meras sugerencias.
Draco permaneció inmóvil, el ceño fruncido, sintiendo una mezcla de incredulidad y algo más oscuro que no quería nombrar. ¿En qué momento su casa se había transformado en esto?
“¡Malfoy!” La voz de Blaise lo arrancó de su estado de shock. Blaise estaba reclinado en uno de los sillones de cuero verde, con una copa de algo que parecía whisky de fuego en la mano. Su postura era relajada, casi perezosa, pero sus ojos brillaban con una intensidad que delataba que estaba disfrutando cada segundo de la fiesta.
Draco avanzó lentamente, esquivando a los estudiantes que bailaban torpemente en el centro de la sala. Blaise le sonrió con esa expresión calculada que siempre llevaba, una mezcla de superioridad y desprecio por todo lo que lo rodeaba.
“¿Qué es todo esto?” preguntó Draco, con un tono más ácido de lo que pretendía.
“Una celebración, por supuesto,” respondió Blaise, levantando su copa como si brindara por él. “Aunque no puedo decir que haya mucho que celebrar. Perdimos, como era de esperarse.”
Draco se dejó caer en el sillón frente a Blaise, observando la escena con una expresión fría. “¿Y Snape? ¿Está muerto o simplemente decidió ignorar todo esto?”
Blaise se encogió de hombros, como si el asunto no le importara lo más mínimo. “Probablemente en su despacho, haciendo... lo que sea que hace. No va a molestarse en venir aquí. Es nuestra casa, Malfoy. Podemos hacer lo que queramos.”
Draco no estaba tan seguro de eso. Había algo inquietante en la libertad con la que todos se comportaban, como si el mundo fuera suyo y las consecuencias no existieran. Las risas eran demasiado fuertes, los movimientos demasiado exagerados.
“¿Y tú?” Blaise lo observó con curiosidad, dando un sorbo a su copa. “¿Por qué no estabas en el partido?”
“Tenía cosas más importantes que hacer,” respondió Draco, su tono cortante. No estaba de humor para dar explicaciones, y menos a alguien como Blaise, cuya vida parecía una constante indulgencia en placeres banales.
Blaise arqueó una ceja, pero no insistió. Era uno de los pocos en Slytherin que entendía cuándo no empujar demasiado. En lugar de eso, cambió de tema, señalando con la cabeza hacia un grupo en el rincón más oscuro de la sala.
“Daphne y Theo parecen estar disfrutando de su compromiso,” comentó con una sonrisa burlona.
Draco siguió la dirección de su mirada y vio a Daphne, impecable como siempre, riendo mientras Theo susurraba algo en su oído. Eran la imagen perfecta de una pareja aristocrática, pero Draco sabía mejor que nadie que todo era una fachada. Su compromiso no era más que un acuerdo entre sus familias, una transacción disfrazada de romance.
Draco desvió la mirada, sintiendo un nudo en el estómago que no podía explicar del todo, pero si seguía mirándolos él iría hacia ellos y le diría a Daphne donde estuvo la boca de su prometido hace unas noches atrás.
Draco no tenía ni la menor idea de quién había planeado la fiesta, ni cómo habían logrado sortear las estrictas reglas que Snape solía imponer. La música resonaba como una pulsación constante, y el aire de la Sala Común estaba cargado con el olor de alcohol, perfumes caros y algo más oscuro, como un indicio de decadencia que no podía identificar. Apenas había tenido tiempo para analizar el caos que lo rodeaba cuando Pansy apareció a su lado, arrastrando consigo a Tracey Davis.
Ambas lo atraparon como si hubieran estado esperándolo, una sonrisa conspiradora en los labios de cada una. Antes de que pudiera siquiera protestar, lo tomaron de los brazos con un entusiasmo que lo dejó desconcertado.
“Draco, querido, esto no es momento para quedarte parado como una estatua,” dijo Pansy, su tono al mismo tiempo mandón y coqueto.
“Exacto. Necesitamos arreglarte. No puedes quedarte con esa cara de funeral toda la noche,” añadió Tracey, con un brillo en los ojos que le recordó a una depredadora que acaba de encontrar su presa.
“No tengo intención de quedarme aquí, y mucho menos de participar en... esto,” respondió Draco, con una voz cargada de desdén. Intentó liberarse, pero ambas chicas lo ignoraron por completo, como si su resistencia fuera un detalle menor en su plan.
Sin molestarse en responder, lo arrastraron a través de la multitud y subieron las escaleras hacia las habitaciones. Draco trató de mantener la dignidad mientras era llevado, aunque no pudo evitar preguntarse por qué nadie parecía notar o preocuparse por lo que estaba sucediendo. Pero claro, ¿quién iba a intervenir? En Slytherin, todos estaban demasiado ocupados con sus propios intereses para preocuparse por los demás.
Una vez dentro de su habitación, las chicas cerraron la puerta detrás de ellos y se giraron hacia él con expresiones de emoción desenfrenada.
“Bien,” dijo Pansy, frotándose las manos como si estuviera a punto de comenzar un gran proyecto. “Vamos a transformarte en algo digno de esta fiesta.”
“Esto es ridículo,” protestó Draco, aunque su tono carecía de verdadera convicción.
“¿Ridículo? No, Draco. Esto es necesario,” insistió Tracey mientras rebuscaba en un bolso que había traído consigo, sacando varias prendas de ropa que parecían más propias de un escaparate del Callejón Knockturn que de un estudiante de Hogwarts.
Draco frunció el ceño al ver lo que tenían planeado para él. Las prendas eran ajustadas, oscuras y... provocativas. Había un chaleco de cuero que apenas alcanzaba a cubrir el torso y unos pantalones que parecían estar diseñados para resaltar cada curva y línea de su cuerpo.
“¿Están completamente locas?” preguntó, pero ni Pansy ni Tracey le prestaron atención.
“No se trata de lo que pienses, Draco,” dijo Pansy mientras lo empujaba hacia una silla. “Se trata de cómo te verás. Y créeme, después de esto, serás el centro de atención de toda la maldita casa.”
Draco, resignado ante la inevitabilidad de su situación, se dejó llevar al baño por Pansy. Parte de él sabía que era más fácil no resistirse. Además, había algo casi entretenido en la intensidad con la que las chicas trabajaban, como si fueran artistas creando una obra maestra.
Desde que Draco conoció a Pansy no existió secretos entre los dos, ambos sabían todo del otro y eso también incluía que ambos conocían el cuerpo del otro, ambos reconocían la belleza del otro, pero jamás hubo una atracción de parte de Draco hacia Pansy y por eso se dio una ducha rápida mientras escuchaba a las dos chicas discutir que ropa usaría Draco esa noche.
Al regresar a la habitación fue sujetado por Pansy quien le coloco un chaleco sobre su torso, Tracey se dedicaba a maquillarle los ojos. “Solo un poco de delineador,” dijo con una sonrisa. “Realzará tus facciones. Créeme, si te vieras en el espejo ahora, nos darías las gracias.”
“Dudo mucho eso,” murmuró Draco, aunque no apartó la mirada cuando Tracey se inclinó para delinearle los ojos con movimientos precisos.
Cuando terminaron, Pansy dio un paso atrás para admirar su obra. “Perfecto. Absolutamente perfecto. Si alguna vez decides abandonar todo esto, Draco, podrías ser la prostituta más cara del Callejón Knockturn. Y no lo digo como insulto.”
Draco rodó los ojos, pero no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa sarcástica. “Vaya cumplido, Parkinson. Siempre tan elocuente.”
“No, no lo entiendes,” intervino Tracey, su tono casi serio. “Si realmente quisieras, Draco, podrías ser un dios. ¿Has visto cómo te miran todos? Incluso cuando te odian, no pueden apartar la vista. Esta noche, vamos a asegurarnos de que lo sepan.”
Draco no respondió, pero algo en las palabras de Tracey resonó en él. Era cierto que siempre había sentido esa mezcla de adoración y desprecio por parte de los demás. Era una dinámica que le resultaba familiar, casi reconfortante.
Cuando finalmente se miró en el espejo, tuvo que admitir que las chicas habían hecho un trabajo impresionante. Su reflejo mostraba a alguien casi irreconocible: elegante, peligroso, y sí, atractivo de una manera descarada.
“Bueno,” dijo Pansy, con una sonrisa triunfante. “¿Qué te parece?”
Draco inclinó ligeramente la cabeza, evaluándose. “Aceptable,” respondió con su característico tono frío.
“No te preocupes, querido. Esta noche, todos se darán cuenta de que eres mucho más que aceptable.”
La luz tenue de las velas y los encantos flotantes iluminaban la Sala Común de Slytherin con un brillo cálido y traicionero, como si todo estuviera diseñado para enmascarar la decadencia que se respiraba en cada rincón. Draco avanzó con la seguridad de un rey que regresa a su corte. Su chaleco oscuro, perfectamente ajustado, realzaba la elegancia de su figura. El delineador en sus ojos parecía un toque trivial, pero el efecto era innegable: le daba una intensidad casi hipnótica a su mirada, como si cada par de ojos que se posaba sobre él quedara atrapado en un hechizo.
Las conversaciones se apagaron al verlo entrar, sustituidas por un susurro generalizado. Era casi tangible, ese cambio en el aire, esa mezcla de deseo y resentimiento que Draco conocía tan bien. Era lo que lo alimentaba. Lo que lo mantenía en pie. No necesitaba palabras; le bastaba con sus pasos seguros y la curva apenas perceptible de sus labios, una sonrisa que prometía mucho pero no daba nada.
Pansy y Tracey se movían a su lado como satélites. Pansy, siempre posesiva, mantenía su brazo entrelazado con el de Draco como si fuera un trofeo que nadie más podía reclamar. Blaise se unió a ellos en segundos, alzando una copa hacia Draco con una sonrisa que oscilaba entre la admiración y la provocación.
“Vaya, Malfoy,” dijo Blaise, dejando que su voz resonara lo suficiente para que los demás lo escucharan. “Parece que decidiste eclipsarnos a todos esta noche.”
Draco inclinó ligeramente la cabeza, permitiendo que su cabello rubio cayera con descuido estudiado sobre su frente. Su sonrisa era fría, calculada, pero había un brillo de satisfacción en sus ojos. “¿Qué puedo decir, Zabini? No es mi culpa que algunos nacimos para destacar.”
La risa de Blaise fue suave, casi peligrosa, mientras le ofrecía una copa. Draco la aceptó sin mirarlo, llevándola a sus labios con un gesto de indiferencia. El licor dulce quemó su garganta, pero no importaba. Era parte del espectáculo, parte del papel que estaba interpretando esta noche.
El centro de la sala pronto se convirtió en su escenario. Pansy tiró de él, sus uñas rozándole la muñeca mientras lo arrastraba hacia el área despejada. Blaise se deslizó detrás de ellos, su presencia un recordatorio constante de que, aunque Draco era el centro de atención, no estaba solo en esta danza de poder y deseo.
La música era un ritmo constante, un pulso que parecía resonar en los huesos de Draco. Permitió que su cuerpo se moviera, dejando que la tensión y la energía de la sala lo guiaran. Sus movimientos eran fluidos, casi hipnóticos, y la forma en que sus caderas se balanceaban al compás de la música era tanto un desafío como una invitación.
Pansy se movía a su alrededor con una sonrisa posesiva, como si estuviera marcando territorio. Blaise, en cambio, era más sutil, sus manos rozando de vez en cuando la cintura de Draco, su hombro, su cuello. Eran toques que no significaban nada para ellos, pero que para los observadores eran un espectáculo cuidadosamente orquestado. Cada mirada de deseo, cada susurro envidioso, era un tributo al dios que habían creado.
Draco cerró los ojos por un momento, dejándose llevar por la sensación. Era embriagador, esa mezcla de poder y vulnerabilidad que sentía cuando todos los ojos estaban sobre él. Era un dios rodeado de mortales, intocable e inalcanzable. Podía sentir las miradas clavándose en su piel, algunas llenas de admiración, otras de odio. Pero ninguna lo afectaba.
Cuando abrió los ojos, lo vio. Theo seguía en su rincón oscuro, casi escondido entre las sombras. Su brazo rodeaba la cintura de Daphne, pero sus ojos estaban fijos en Draco. Había algo en su mirada, una mezcla de anhelo y frustración, como si quisiera acercarse pero supiera que no podía. Draco lo sostuvo por un momento, permitiendo que una pequeña sonrisa curva se dibujara en sus labios antes de apartar la mirada.
Sabía lo que Theo estaba haciendo. Daphne era un escudo, una distracción, un intento desesperado de evitar la tentación. Pero Draco no necesitaba palabras para entenderlo. Theo estaba jugando un juego peligroso, y Draco no tenía intención de facilitarle las cosas.
Los vasos seguían llegando, y el licor fluía como un río interminable. Cada sorbo parecía intensificar la atmósfera, haciéndola más pesada, más eléctrica. Las caricias de Blaise se volvieron más atrevidas, sus dedos rozando la línea de la mandíbula de Draco, sus labios rozando su cuello. Pero no era amor, ni siquiera deseo genuino. Era un espectáculo, una provocación, una forma de encender aún más las llamas de la envidia y el resentimiento en la sala.
Pansy reía, lanzando miradas burlonas a cualquiera que se atreviera a acercarse demasiado. Era un círculo cerrado, un triángulo de poder y seducción que mantenía a todos los demás a raya. Draco se movía entre ellos como si fuera intocable, su sonrisa siempre presente pero nunca sincera.
En un momento, sintió que Blaise se inclinaba cerca de su oído, su aliento cálido contra su piel. “¿Te das cuenta de lo que estás haciendo, Draco?” murmuró, su voz baja y seductora. “Los tienes a todos comiendo de tu mano.”
Draco giró la cabeza ligeramente, lo suficiente para que sus ojos se encontraran con los de Blaise. “Por supuesto que lo sé,” respondió, su tono frío pero lleno de una confianza que rozaba la arrogancia. “Es exactamente lo que quiero.”
Por un breve instante, mientras giraba en el centro de la sala, algo dentro de Draco se agitó. Había una fisura en la superficie perfecta, una sensación de vacío que ni las miradas de adoración ni el alcohol podían llenar. Pero era un pensamiento fugaz, una sombra que desapareció tan rápido como llegó.
Theo seguía allí, en su rincón oscuro, con Daphne aún colgada de su brazo. Pero Draco no necesitaba mirarlo para saber que sus ojos estaban fijos en él. Era una sensación casi palpable, ese tirón invisible entre ellos, una tensión que Draco estaba dispuesto a romper.
Draco cerró los ojos de nuevo, dejando que la música y las miradas lo envolvieran. Por esta noche, al menos, podía ser un dios. Y los dioses no tenían tiempo para dudas ni remordimientos.
Draco no sabía cuánto tiempo llevaba allí, ni siquiera podía recordar cómo había comenzado la fiesta. Todo era un borrón: las risas, los murmullos venenosos, los destellos de ropa cara y las miradas de adoración. Se sentía en su elemento, pero también desconectado, como si su mente flotara un paso detrás de su cuerpo.
El alcohol hacía estragos en su percepción. Sus padres nunca le habían permitido más de una copa en ocasiones especiales, y siempre era algo refinado, algo controlado. Pero esta noche, con la vigilancia inexistente y las botellas pasando de mano en mano, Draco había perdido la cuenta de lo que bebía. No importaba, se decía a sí mismo. Por una vez, no importaba.
La música cambió, algo más lento pero igualmente hipnótico. Pansy estaba junto a él, sus movimientos perfectos, sincronizados con los de Draco, como si supieran que los observaban. Pero entonces, en algún momento que Draco no pudo precisar, ella desapareció. No la vio marcharse, no sintió su ausencia de inmediato. Todo estaba tan difuso que el paso del tiempo se volvió irrelevante.
El ambiente se tornó más sofocante. Había más personas de las que recordaba, cuerpos apretados contra cuerpos, risas entrelazadas con la música, conversaciones sobrepuestas que zumbaban en sus oídos como un enjambre. Draco giró sobre sí mismo, buscando a Blaise, su ancla en esta marea de caos, pero tampoco estaba a la vista. No se preocupó al principio; Blaise siempre tenía una forma de reaparecer justo cuando Draco lo necesitaba.
Sin embargo, la ausencia prolongada de sus dos aliados comenzó a perforar el velo de embriaguez. Intentó moverse entre la multitud, pero cada paso era más difícil que el anterior. Los rostros parecían cambiar cuando los miraba directamente, como si no pudiera confiar en lo que veía. Las luces parpadeaban, haciendo que todo se viera borroso y retorcido. Draco pasó junto a un grupo de estudiantes que reían demasiado fuerte, sus voces chocando contra su cerebro como vidrios rotos. El mareo se intensificó.
Se dirigió hacia las escaleras, esperando que la familiaridad de las habitaciones lo calmara. Pero los escalones parecían moverse en direcciones opuestas, y el suelo bajo sus pies ya no se sentía estable. A mitad de camino, una voz se alzó entre el ruido, una que no reconoció pero que de alguna manera le causo miedo. No tuvo tiempo de reaccionar antes de que una mano se cerrara sobre su cintura, fuerte y posesiva.
“¿Qué demonios...?” Draco intentó girarse, pero su cuerpo no cooperó. El agarre se apretó, firme, y lo apartó de las escaleras. La niebla en su mente era tan espesa que no pudo procesar lo que sucedía. Todo su mundo se redujo al tirón en su cintura y la incapacidad de enfocar lo que tenía delante. No era Blaise o Theo, lo sabía, pero no podía precisar por qué lo sabía con tanta certeza.
Intentó protestar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Su cuerpo, traidor, se dejó arrastrar. Algo en su subconsciente comenzó a gritarle que esto no estaba bien, que debía detenerse, pero no podía juntar suficiente fuerza de voluntad para resistir. Los rostros a su alrededor se desvanecieron mientras lo alejaban del corazón de la fiesta.
La puerta de la sala común apareció de repente frente a él, el muro de piedra abriéndose con un susurro bajo y ominoso. Fue entonces cuando Draco sintió un pinchazo de pánico. Fuera de la seguridad de Slytherin, no había reglas ni barreras que lo protegieran. La fiesta, con toda su cacofonía abrumadora, se convirtió en un recuerdo lejano cuando la pared se cerró detrás de él, dejando el pasillo en silencio.
Intentó enfocarse en su entorno, pero el mundo a su alrededor oscilaba como si estuviera a bordo de un barco en medio de una tormenta. Su respiración se aceleró. Trató de girarse para enfrentarse a quien lo había sacado, pero su cabeza daba vueltas, y apenas pudo mantenerse en pie.
“¿Qué... qué estás haciendo?” Las palabras salieron arrastradas, casi ininteligibles. Su lengua parecía demasiado pesada en su boca, y sus labios no formaban las palabras correctamente.
El silencio que recibió como respuesta solo intensificó su confusión. Su mente intentaba desesperadamente juntar las piezas: la fiesta, las risas, las luces, y ahora este vacío frío y hostil. Algo no encajaba, pero su cerebro, entumecido por el alcohol, no podía resolverlo.
Draco tambaleó, su equilibrio traicionándolo, y se apoyó contra la pared para no caer. Su visión se nubló aún más, como si el aire mismo estuviera impregnado de niebla. Un sonido distante llamó su atención, algo que podría haber sido una voz, pero no podía distinguirlo. Todo lo que sabía era que estaba lejos de la seguridad de la sala común, solo, y que su cuerpo no respondía como debía.
El frío del pasillo comenzó a colarse en su piel, un contraste cortante con el calor sofocante de la fiesta. Draco se estremeció, su confusión dando paso a un miedo latente que no quería admitir. Por primera vez en mucho tiempo, no se sentía en control, y esa sensación lo aterrorizaba más que cualquier mirada de odio o deseo que hubiera soportado esa noche.
¿Quién lo había sacado de la fiesta? ¿Y por qué? No tenía respuestas, solo una creciente sensación de vulnerabilidad que le resultaba intolerable. Intentó enderezarse, respirar profundamente para despejar su mente, pero el alcohol seguía teniendo un control férreo sobre él.
Necesitaba recuperar el control, necesitaba volver... aunque no supiera exactamente cómo.
Le tomo varios intentos a Draco poder levantar sus parpados, lo poco que veía eran ondulaciones negras y una lejana luz parpadeante, pero lo que lo hizo despertar fue que sentía como alguien lo estaba lamiendo la cara y era una sensación tan asquerosa que le hizo soltar leves quejidos.
Draco no sabia donde estaba, todo era desconocido y confuso. Un hombre estaba sobre él, lamiendo su cara como un perro, su cuerpo estaba aprisionado sobre una dura pared, su chaleco estaba abierto por la mitad y le estaban apretando con demasiada fuerza un pezón.
Su cuerpo le ardía y picaba, pero por más que Draco intento alejarse del hombre no lo logro. Un par de lamidas más y el hombre se alejo y Draco parpadeo lentamente intentando identificarlo, pero con una rapidez que mareo más a Draco lo tomo por las mejillas y le estampo un beso en la boca, forzando a que los labios de Draco se abrieran.
Draco trato impedirlo y pudo sentir que sus lágrimas empezaban a correr por su rostro.
“¡Abre la boca, puta!” El grito asusto a Draco, haciendo que el lugar dejara de verse borroso por un momento.
Draco abrió la boca para decirle que lo dejara, pero el hombre aprovecho que Draco dejara de sacudirse para pegar una vez más su boca sobre la de Draco y meter su lengua adentro, pero Draco la cerro con brusquedad casi mordiéndola.
Eso enfureció más al hombre, quien le dio una cachetada con tanta fuerza que hizo que Draco cayera al suelo.
El golpe resonó en el pasillo vacío, un eco que cortó el aire frío como una cuchilla. Draco cayó al suelo, el sabor metálico de la sangre llenando su boca mientras trataba de recuperar el aliento. Su cabeza daba vueltas, su mente tambaleándose entre la incredulidad y el miedo más primitivo. Urquart, con su rostro desfigurado por la furia, se inclinaba sobre él, y Draco supo en ese instante que no había lugar para la negociación ni el escape. Este no era un duelo; era un ataque brutal, algo que ni siquiera el padre de Draco había previsto.
Urquart estaba sobre él de nuevo, como un depredador que no dejaría escapar a su presa. Los jalones bruscos arrancaron el chaleco de Draco, y el frío del suelo se clavó en su piel expuesta. Con el torso desnudo, temblando, Draco sintió cómo las manos de Urquart lo apresaban de las muñecas con una fuerza cruel, arrastrándolo hacia la mesa más cercana. El borde de la madera golpeó su cadera mientras lo empujaban boca abajo, y una oleada de desesperación lo atravesó como un relámpago.
El pensamiento era un mantra inútil que no lograba alejar la realidad. Draco cerró los ojos con fuerza, sus labios temblando mientras luchaba por no dejarse llevar por el terror. Urquart estaba detrás de él, su respiración pesada y áspera llenando el espacio, y cada segundo que pasaba hacía que la idea de lo inevitable fuera más insoportable. Draco mordió su labio inferior, sintiendo lágrimas que no se atrevía a dejar salir.
El aire olía a humedad y algo metálico que Draco no quiso identificar. Su mente seguía atrapada en el revoltijo de confusión y mareo que el alcohol le había causado, pero el instinto de supervivencia comenzaba a abrirse paso a través de la niebla. El hombre que lo había llevado hasta allí, Urquhart, lo miraba con una intensidad que hizo que la sangre de Draco se congelara.
“Déjame ir”, murmuró Draco, su voz más débil de lo que esperaba. Trató de enderezarse, pero su cuerpo no respondía como debía. “No tienes idea de quién soy.”
Urquhart soltó una risa baja y desagradable que resonó en la habitación. “Oh, sé exactamente quién eres, Draco Malfoy. Eso es lo que hace esto tan... delicioso.”
El pánico comenzó a apoderarse de él, pero Draco intento esconderlo detrás de una máscara de arrogancia. Siempre había sido bueno en eso, en aparentar que tenía el control incluso cuando todo a su alrededor se derrumbaba. Pero el corazón en su pecho latía con tanta fuerza que temió que Urquhart pudiera oírlo.
El capitán de Quidditch se acercó más, sus manos rudas agarrando la cintura de Draco con fuerza. Draco se sacudió, tratando de liberarse, pero su resistencia sólo pareció enfurecerlo.
“Déjame ir, maldito imbécil”, escupió Draco, su tono goteando veneno. “Mi padre hará que te arrepientas de esto.”
Urquhart sonrió, una expresión demente que hizo que el estómago de Draco se revolviera. “Tu padre no está aquí, Malfoy. Y ahora eres sólo un chico que necesita aprender a respetar.”
Draco intentó apartarlo, pero el hombre era más grande y más fuerte. Antes de que pudiera reaccionar, sintió el golpe seco de una cachetada en su trasero que lo congelo. Su trasero le ardía y su cabeza zumbaba, pero no tuvo tiempo de pensar en que era la primera vez que alguien le pegaba. Urquhart ya estaba sobre él, inmovilizándolo contra la mesa. Los jalones en sus pantalones eran brutales, y el sonido de las costuras desgarrándose llenó el aire.
Draco estaba aterrado. Sentía la aspereza de la madera contra su piel desnuda, su espalda expuesta y su mente girando en mil direcciones. Intentó luchar, pero sus movimientos eran torpes, su cuerpo aún entumecido por el alcohol. Urquhart le levantó con facilidad su pierna, subiéndola a la mesa. El borde áspero de la madera le mordió aun más, y el peso del hombre detrás de él lo inmovilizó.
Cerró los ojos con fuerza, tratando de bloquear todo. No podía pensar en lo que estaba a punto de suceder. No podía permitirse pensar. Pero entonces, justo cuando el terror amenazaba con consumirlo, un estruendo rompió el aire.
La puerta se abrió de golpe, con tal fuerza que Draco sintió las vibraciones en la mesa. Urquhart se detuvo, sus manos soltando a Draco mientras giraba hacia el ruido. Draco no se atrevió a moverse. Estaba demasiado aterrado, demasiado consciente de su vulnerabilidad.
“¡Suéltalo!” La voz resonó en la habitación, llena de furia contenida, y Draco sintió algo que no esperaba: alivio.
Harry Potter estaba allí, de pie en el umbral, su varita en la mano pero no apuntándola. Su magia era palpable, como una tormenta a punto de desatarse. Sus ojos verdes ardían con una intensidad que Draco nunca había visto antes.
Urquhart ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar antes de que Harry se lanzara hacia él. Draco se quedó donde estaba, aún temblando, incapaz de hacer otra cosa que observar. Harry no necesitó hechizos; su magia cruda lo envolvía como una segunda piel. Golpeó a Urquhart con una fuerza que parecía imposible, cada impacto acompañado por una oleada de energía que hacía que los muebles de la habitación temblaran.
Draco cerró los ojos nuevamente, esta vez por una razón diferente. Las lágrimas que había estado conteniendo desde que lo desnudaron comenzaron a caer, y aunque odiaba mostrarse débil, no pudo detenerlas. Sollozaba contra la mesa, su cuerpo todavía sacudido por los espasmos del miedo.
Pero también estaba aliviado. Por mucho que despreciara a Potter en su día a día, por mucho que lo considerara un idiota Gryffindor, sabía que estaba a salvo ahora. Harry no lo dejaría solo, no lo abandonaría. Era una certeza irracional, pero Draco la abrazó con fuerza.
Harry seguía golpeando a Urquhart, quien ahora estaba en el suelo, tratando inútilmente de defenderse. La magia de Harry parecía crecer con cada segundo, llenando la habitación con una presión sofocante. Draco quería decir algo, pedirle que lo matara, pero no pudo. Su voz estaba atrapada en su garganta, y su cuerpo se negaba a moverse.
Finalmente, cuando Urquhart dejó de moverse, Harry se detuvo. Su respiración era pesada, y sus manos temblaban. Miró a Draco, y la furia en sus ojos se desvaneció, reemplazada por algo más suave, algo que Draco no pudo identificar.
“¿Estás bien?” La voz de Harry era baja, casi un susurro, pero había una urgencia en ella.
Draco asintió débilmente, aunque no estaba seguro de si era cierto. Apenas podía hablar, su garganta seca y sus sollozos aún presentes. Harry se acercó, con cuidado de no hacer movimientos bruscos, y colocó una mano en su cadera para ponerlo de pie.
“Te tengo”, murmuró Harry, su tono más firme. “Estás a salvo ahora.”
Y por primera vez en mucho tiempo, Draco lo creyó.
Chapter 5: Él me golpeo y se sintió como un beso
Summary:
Advertencias específicas:
Uso de Alcohol y sus consecuencias.
Sexo entre menores de edad bajo las influencias del alcohol.
Chapter Text
Draco Malfoy nunca había pensado que algún día experimentaría algo tan humillante como lo que acababa de vivir. En sus dieciséis años, había construido su vida alrededor de la perfección, del control absoluto sobre cómo los demás lo percibían. Cada palabra, cada gesto, cada mirada eran calculados con precisión quirúrgica para asegurarse de que siempre, siempre, estuviera un paso por delante. Pero esa noche en las mazmorras de Hogwarts, todo aquello que había trabajado para construir se había desmoronado en un instante, y ahora caminaba por un pasillo oscuro, envuelto en una sábana blanca que apenas cubría su cuerpo.
El trozo de tela era un recordatorio de su vulnerabilidad, un símbolo patético de su fracaso. No se había acostado con nadie, no había hecho nada que justificara esa marcha vergonzosa, pero allí estaba, con la ropa rota, el cabello desordenado y el cuerpo tembloroso. Cada paso que daba resonaba en el pasillo, un eco que parecía burlarse de él. La luz de las antorchas era tenue, pero para Draco, era como si cada sombra se convertía en un par de ojos juzgándolo, como si las paredes mismas susurraran sobre lo sucedido.
Potter estaba junto a él. Potter, de todas las personas, era quien lo estaba sosteniendo, quien había irrumpido en ese horrible salón justo cuando Draco estaba al borde de perderlo todo. Draco debería haberlo rechazado, debería haberlo apartado con un empujón y una mirada venenosa. Pero no podía. Las piernas le temblaban demasiado, y el peso de la humillación era tan abrumador que sentía que se desplomaría en cualquier momento. Así que permití que Potter lo ayudara. Permitió que lo cubriera con esa sábana sucia, que lo levantara del suelo, que colocara un brazo firme y cálido alrededor de su cintura para sostener de pie.
Draco no quería recordar cómo había terminado en esa situación, pero los recuerdos se aferraban a su mente como una maldición. Las manos de Urquhart sobre su piel, su aliento áspero, la mirada depravada que le había lanzado mientras lo inmovilizaba. Era como si todavía pudiera sentirlo, como si su piel estuviera impregnada de aquel contacto repulsivo. Quería arrancarse la ropa, rasparse la piel hasta que no quedara rastro de él. Pero todo lo que podía hacer era caminar, dejarse arrastrar por Potter mientras intentaba mantener su máscara de indiferencia.
Excepto que la máscara se estaba resquebrajando.
Cada vez que Potter ajustaba su agarre, cada vez que sus dedos rozaban accidentalmente su piel, Draco sentía una punzada de rabia mezclada con una extraña y frustrante sensación de seguridad. Era desconcertante. Potter era un idiota, un Gryffindor que nunca entendió cuándo dejar las cosas en paz. Pero en ese momento, Potter era la única persona que estaba allí, la única persona que lo había salvado. Y Draco, por mucho que lo odiara, confiaba en él. Era una confianza irracional, nacida del alivio puro, pero estaba ahí, enterrada bajo capas de orgullo herido y vergüenza.
“¿Puedes caminar más rápido?” La voz de Potter era baja, casi un susurro, como si temiera romper el frágil silencio que había entre ellos.
Draco apretó los dientes y negó con la cabeza. No confió en su voz. Si hablaba, estaba seguro de que su tono lo traicionaría, dejando al descubierto el temblor que aún sacudía su cuerpo.
“No importa”, añadió Potter, más para sí mismo que para Draco. Su brazo se tensó alrededor de la cintura de Draco, sosteniéndolo con más fuerza. “Ya casi llegamos”.
Draco no respondió. Mantuvo la mirada fija en el pasillo frente a ellos, negándose a mirar a Potter, negándose a mirar hacia atrás. No quería ver el salón donde había estado atrapado, donde había sentido que todo su control se desvanecería. Había querido luchar, lanzar una maldición, gritar, hacer cualquier cosa para defenderse. Pero no lo había hecho. Había estado demasiado aterrado, demasiado consciente de lo cerca que había estado Urquhart de arrebatarle algo que nunca podría recuperar. Había dejado que Potter se encargara de todo, que lo sacara de allí. Y ahora, esa decisión lo atormentaba.
Con cada paso, la náusea en su estómago se hacía más fuerte. Sentía la tela áspera de la sábana contra su piel y, debajo de ella, el fantasma de las manos de Urquhart. Quería arrancarla y quemarla, quería darse una ducha tan caliente que le escaldara la piel, quería gritar hasta que su voz se deshiciera en pedazos. Pero todo lo que hizo fue seguir caminando, sus pies arrastrándose pesadamente sobre el suelo de piedra.
El silencio entre ellos era opresivo. Potter no dijo nada, y Draco no quería hablar. Sus pensamientos eran un remolino caótico, una mezcla de asco, rabia y algo más oscuro que no quería nombrar. Se sentía sucio, no sólo por lo que había sucedido, sino por cómo se sentía ahora. La cercanía de Potter debería haberlo irritado, pero en lugar de eso, lo encontraba extrañamente reconfortante. Era una sensación que odiaba con todo su ser, porque significaba que dependía de alguien más, y Draco Malfoy nunca dependía de nadie.
Cuando finalmente llegaron a una intersección del pasillo, Potter se detuvo, su respiración aún pesada por la pelea anterior. Giró a mirar a Draco, y por un breve momento, sus ojos se encontraron. Draco pudo ver la preocupación en el rostro de Potter, una preocupación que no estaba acostumbrado a recibir. Era desarmante, y Draco apartó la mirada rápidamente, el calor subiéndole al rostro.
“No puedo llevarte a tu sala común, hay demasiadas personas”, dijo Potter, su tono firme pero no brusco. "Puedo llevarte a otro lado. Estarás a salvo allí".
Draco se asienta débilmente, incapaz de encontrar palabras. Sólo quería que esto terminara, quería estar solo para lidiar con la maraña de emociones que lo estaban consumiendo.
La habitación estaba oscura, iluminada solo por el tenue resplandor de una antorcha que parpadeaba en una esquina. Draco apenas era consciente del entorno, de las paredes gastadas que lo rodeaban, de la silla en la que Harry lo había ayudado a sentarse. Su mente estaba atrapada en una maraña de pensamientos, de imágenes que se repetían una y otra vez como una maldición. Podía sentir el tacto áspero de las manos de Urquhart todavía grabado en su piel, podía oír su risa, el susurro de palabras que nunca quiso escuchar.
La sábana que Potter le había dado apenas cubría su cuerpo, dejando expuesta la ropa rota que colgaba de él como jirones de lo que alguna vez fue su apariencia impecable. Draco sabía que su rostro estaba magullado; Podía sentir la intolerancia, el ardor en su labio roto, la tirantez de una herida que sangraba lentamente. Siempre había sido consciente de su apariencia, del poder que su belleza le otorgaba. Sabía que era deseado, sabía que las miradas lo seguían dondequiera que iba, y lo había usado como una armadura durante toda su vida. Pero ahora esa armadura estaba rota, y todo lo que quedaba era una vulnerabilidad que lo hacía querer desaparecer.
No debería haber terminado así. No debería estar aquí, envuelto en una sábana sucia, con Potter a su lado, mirándolo como si fuera algún tipo de rompecabezas que no podía resolver. Draco había considerado, en algún rincón remoto de su mente, la posibilidad de que Potter lo viera desnudo alguna vez, pero no así. No con su rostro golpeado, no con sus manos temblorosas y su dignidad hecha pedazos. Había fantaseado, quizás por capricho, con la idea de que todo ese odio entre ellos se disipara en una noche de pasión frenética. Pero esto no era una fantasía; Era una pesadilla de la que no podía despertar.
"Malfoy." La voz de Potter lo sacó de sus pensamientos. Era baja, casi un susurro, pero cortó el silencio como un cuchillo. Draco levantó la vista, encontrándose con esos ojos verdes que parecían más oscuros bajo la tenue luz. Había algo en ellos que lo inquietaba, una intensidad que no podía descifrar.
“¿Qué quieres, Potter?” Su tono era cortante, pero carecía de fuerza. Sonaba vacío, como si las palabras salieran de su boca sin pasar por su mente.
Potter no respondió de inmediato. En cambio, se inclinó hacia él, sus movimientos lentos, deliberados, como si temiera asustarlo. Draco se tensó, un reflejo instintivo que no podía controlar. Podía sentir el calor que emanaba de Potter, una cercanía que lo hacía querer retroceder, pero no tenía fuerzas para moverse. Todo en su cuerpo estaba tan cansado, congelado por el recuerdo de lo que había sucedido momentos antes.
“Solo quería decirte que… nada fue tu culpa”. Las palabras eran simples, pero cayeron sobre Draco como un peso insoportable. Cerró los ojos, apartando la mirada, intentando bloquearlas, pero ya era demasiado tarde. El nudo en su garganta se hizo más fuerte, y tuvo que morderse el labio —el lado que no estaba herido— para evitar que se rompiera.
No quería lástima. No quería que Potter lo mirara como lo estaba haciendo ahora, con esa mezcla de preocupación y algo más, algo que Draco no podía identificar pero que lo hacía sentir aún más expuesto. La respiración de Potter era suave, pero Draco podía escucharla claramente, cada inhalación y exhalación llenando el espacio entre ellos.
No fue consciente del tiempo que pasó hasta que sintió un toque ligero en su mentón. El contacto lo hizo sobresaltarse, un destello de pánico recorriendo su cuerpo. Urquhart lo había tocado allí, había sujetado su rostro con una mano áspera y dominante, y por un momento, el terror lo paralizó. Pero el toque de Potter era diferente. Era firme, sí, pero no había violencia en él. Solo una insistencia tranquila, como si quisiera que Draco lo mirara, que enfrentara esos ojos verdes que parecían verlo todo.
Draco abrió los ojos lentamente, sintiendo cómo la tensión en su cuerpo se acumulaba con cada segundo. Potter estaba tan cerca que podía ver las pequeñas motas doradas en su iris, podía sentir su aliento cálido contra su piel. Era desconcertante, perturbador, pero no se apartó. No podía. No tenía fuerzas para luchar contra Potter, ni siquiera contra sí mismo.
Potter no se movió, no retiró la mano. En cambio, su pulgar trazó un camino lento hacia el labio inferior de Draco, rozándolo con una suavidad que lo desarmó por completo. Draco sintió de dolor al sentir la presión en la herida, pero no apartó el rostro. Algo en la mirada de Potter lo mantenía anclado, como si estuviera atrapado bajo un hechizo.
El sistema parecía tener el efecto contrario en Potter. Sus ojos se oscurecieron aún más, y su pulgar continuó acariciando el labio de Draco con una intensidad que bordeaba lo obsesivo. Había algo casi hipnótico en sus movimientos, una devoción perturbadora que hizo que el corazón de Draco latiera más rápido. Sabía que debería apartarse, que debería empujar a Potter y poner fin a esto, pero no podía. Su cuerpo no respondía, y su mente estaba demasiado nublada para procesar lo que estaba sucediendo.
Potter parecía embelesado, como si hubiera olvidado todo lo que acababa de ocurrir, como si no importara que Draco había estado a punto de ser abusado por Urquhart. Su mirada no era de lástima, ni siquiera de compasión. Era algo más oscuro, algo que hizo que la piel de Draco se erizara. Había un hambre en esos ojos, una intensidad que lo hacía sentir como si estuviera siendo devorado.
La habitación seguía sumida en una penumbra opresiva, un espacio casi irreal donde el tiempo parecía haber sido detenido. Draco podía sentir cada uno de los latidos de su corazón, frenético y desbocado, resonando en sus oídos como un tambor. El aire era denso, cargado con una tensión que le pesaba sobre los hombros, una corriente eléctrica que parecía envolverlo y atraparlo en esa silla desvencijada. Estaba inmóvil, su cuerpo rígido, congelado por una combinación de miedo, confusión y algo más oscuro que no quería nombrar.
“¿Qué estás haciendo?” Las palabras salieron de su boca como un susurro apenas audible, un intento fallido de recuperar el control. La fragilidad de su propia voz lo hizo odiarse un poco más, un recordatorio cruel de lo lejos que estaba de ser el Draco Malfoy que proyectaba al mundo.
Potter no respondió de inmediato. En cambio, su mano permaneció en el rostro de Draco, cálida, pesada, como si reclamara algo que no le pertenecía. Los dedos de Potter trazaban líneas invisibles sobre su piel, moviéndose con una precisión casi deliberada, como si estuviera memorizando cada contorno, cada ángulo. Draco quería apartarse, quería empujar esa mano, pero su cuerpo no respondía. Era como si una fuerza invisible lo mantuviera anclado, atrapado bajo el peso de aquella mirada verde que no dejaba de estudiarlo con una intensidad casi depredadora.
“No quiero que te rompas”. La voz de Potter era baja, apenas un murmullo, pero las palabras cayeron sobre Draco como un golpe seco. Su pecho se tensó, un nudo de emociones contradictorias creciendo en su interior . ¿Por qué Potter diría algo así? ¿Qué sabía él sobre romperse? Draco apretó los labios, ignorando el dolor que le provocaba la herida en su boca. Sentía una furia impotente arremolinándose en su estómago, pero también algo más: una vulnerabilidad que lo aterrorizaba.
Potter se inclinó hacia él, acortando la distancia entre sus rostros hasta que sus respiraciones se mezclaron en el aire. Draco cerró los ojos, incapaz de soportar la intensidad de esa cercanía, de esa mirada que parecía atravesarlo, desnudándolo de todas sus máscaras. En la oscuridad detrás de sus párpados, las imágenes de lo que había sucedido con Urquhart regresaron con fuerza, un torrente de recuerdos que lo hizo estremecerse. Quería huir, quería escapar de todo, pero no había adónde ir. Estaba atrapado, tanto física como emocionalmente.
Y entonces sucedió.
El beso de Potter no fue un acto dulce ni un gesto de consuelo. Fue un asalto, una invasión que no dejó espacio para la resistencia. Los labios de Potter se posaron sobre los suyos con una delicadeza engañosa, como el roce de las alas de una mariposa, pero pronto se intensificaron, convirtiéndose en un fuego abrasador que consumía todo a su paso. Draco jadeó, sorprendido por la dualidad de la experiencia: el beso era suave y feroz al mismo tiempo, una mezcla desconcertante de caricia y posesión.
No se parecía en nada a los besos que había compartido con Theo, aquellos momentos fugaces en los que el deseo se mezclaba con una camaradería tácita. Tampoco era como los besos torpes e inexpertos con Pansy, o los besos sin importancia que había recibido durante juegos de botella en fiestas aburridas. El beso de Potter era distinto. Era una entrega total, una rendición sin medida, y Draco no estaba seguro de si estaba siendo el que se rendía o el que estaba siendo conquistado.
El dolor de su labio herido se intensificó con cada movimiento de Potter, pero este no pareció notarlo o, peor aún, no le importó. El sabor metálico de la sangre se mezcló con el calor de los labios de Potter, creando una combinación inquietante que Draco no podía ignorar. Cada segundo que pasaba bajo ese beso era como caminar sobre una cuerda floja, oscilando entre el placer y la incomodidad, entre la atracción y el rechazo. Era demasiado. Todo era demasiado.
Draco quiso apartarse, quiso protestar, pero Potter no le dio la oportunidad. Las manos del Gryffindor se movieron hacia su cuello, hacia sus hombros, manteniéndolo en su lugar con una firmeza que bordeaba lo coercitivo. Draco intentó levantarse de la silla, pero Potter simplemente lo empujó hacia abajo, su fuerza tranquila pero inquebrantable. La desesperación comenzó a apoderarse de él. Necesitaba espacio, necesitaba aire, necesitaba borrar el recuerdo de Urquhart que todavía se aferraba a su piel como un veneno. Pero Potter no lo dejaba ir.
El beso continuó, cada vez más profundo, más exigente. Draco podía sentir cómo su resistencia se desmoronaba, cómo la línea entre lo que quería y lo que no quería se difuminaba peligrosamente. Había algo devastador en la forma en que Potter lo besaba, algo que lo hacía sentir como si estuviera siendo consumido, devorado por completo. No había espacio para pensar, para respirar, para ser otra cosa que no fuera el objeto del deseo de Potter.
Draco sabía que debía odiarlo, que debía sentirse ultrajado, pero lo único que podía sentir era esa extraña mezcla de fuego y hielo corriendo por sus venas. Era como si Potter estuviera derritiendo cada capa de protección que había construido a lo largo de los años, dejando al descubierto a un Draco que ni siquiera él reconocía.
Cuando Potter finalmente se separó, Draco estaba jadeando, su pecho subiendo y bajando con rapidez mientras intentaba recuperar el aliento. Sus labios estaban hinchados, doloridos, y todavía podía sentir el calor de Potter sobre ellos. Pero más que el dolor físico, lo que lo atormentaba era la confusión.
“¿Por qué…?” Las palabras murieron en su garganta, incapaz de formar una pregunta coherente. No sabía qué quería preguntar. No sabía si quería respuestas. Lo único que sabía era que estaba atrapado en un juego que no entendía, un juego en el que Potter parecía tener todas las cartas.
Potter no dijo nada. Su mirada permaneció fija en Draco, intensa, devoradora, como si estuviera evaluando el daño que había causado. Y luego, con una lentitud deliberada, sonriendo. La sonrisa que Potter dejó aparecer fue su perdición. No era amable, no era reconfortante; Era un gesto cargado de oscuridad, una afirmación de poder que se clavó en Draco con la precisión de un daga. Sintió un escalofrío recorrerle la columna, una mezcla de rabia y algo que no podía identificar, algo que parecía enredarse en su interior, quebrantando su propia percepción de sí mismo.
"Eres mío, Malfoy." Las palabras no eran solo una declaración. Eran un reclamo, una marca invisible que Potter había colocado sobre él con una simple frase.
Draco trató de levantarse, de romper el hechizo no verbal que lo mantenía atrapado, pero su cuerpo lo traicionó. Sus piernas no tenían fuerza, su mente estaba nublada, y sus emociones lo aplastaban como un océano implacable. Su orgullo, el escudo que siempre había usado para protegerse, se tambaleaba peligrosamente cerca de desmoronarse.
Sin embargo, fue el siguiente movimiento de Potter lo que lo despojó de cualquier ilusión de control que pudiera haber tenido. Con un simple gesto, un parpadeo de esos ojos verdes que lo atravesaban como un rayo, Draco notó el cambio. La dureza de la silla desapareció, reemplazada por una suavidad desconcertante. La sábana que hasta hace un momento habían estado sobre su cuerpo ahora estaban sobre la cama, y el olor familiar a madera y cera derretida llenaba el aire.
Potter había transfigurado la silla en una cama sin pronunciar una sola palabra. Draco quiso resistirse, aferrarse a su furia, a su dignidad, pero la rapidez con la que todo había ocurrido lo dejó aún más perdido. No podía negar lo que estaba sucediendo. Potter no era solo rápido; Era abrumadoramente fuerte, alguien que había evolucionado de manera que Draco nunca podría alcanzar.
“Seré gentil”, susurró Potter, con una voz que resonaba en los oídos de Draco como una promesa cargada de intención.
gentil . Esa palabra, tan simple, tan aparentemente inofensiva, se sintió como una daga que se retorcía en su interior. ¿Cómo podía Potter prometer algo así cuando cada una de sus acciones estaba teñida de poder, de una fuerza que Draco no podía igualar? Pero lo más desconcertante fue la reacción de su propio cuerpo. Contra toda lógica, contra cada pensamiento racional que luchaba por mantener su identidad intacta, una chispa de confianza se encendió en su interior. Tal vez era estupidez, tal vez era agotamiento, pero por un momento, permitió que esas palabras lo calmaran.
Draco cerró los ojos, intentando encontrar un equilibrio en el caos que lo envolvía. La angustia lo estrangulaba, una mezcla de emociones que lo arrastraban hacia un abismo del que no sabía si podría salir. Su mente estaba dividida: una parte gritaba que debía luchar, que debía protegerse, mientras que la otra se rendía a la inevitabilidad de lo que estaba sucediendo.
El toque de Potter no era lo que había esperado. No era brutal ni abrumador; Era calculado, como si cada movimiento estuviera diseñado para explorar los límites de su resistencia. Draco sintió cómo sus manos recorrían su rostro, sus hombros, su cuello, deteniéndose lo justo para que la sensación se grabara en su piel.
“Esto no puede estar pasando”, pensó Draco, pero el calor que emanaba de Potter era innegable. Era una fuerza que lo envolvía, lo consumía, como si todo lo que era Draco Malfoy estuviera siendo reconfigurado bajo ese tacto.
La lucha interna de Draco era evidente en cada respiración entrecortada, en cada intento fallido de apartarse. Quería alejar a Potter, quería recordar cada uno de los momentos en que lo había despreciado, pero la intensidad de lo que estaba sucediendo borraba todos esos pensamientos. En su lugar, solo quedaba una sensación de vacío, un vacío que Potter parecía llenar con cada roce, cada susurro.
La llama de las antorchas proyectaba sombras en el salón, creando una atmósfera irreal, como si estuvieran atrapados en un mundo separado del tiempo y la realidad. Draco no podía evitar sentir que todo esto era una especie de castigo, una forma de humillación que él mismo había provocado al ser tan débil, tan vulnerable.
Pero había algo más, algo que lo aterrorizaba aún más que su propia impotencia. En el fondo, en un rincón oscuro de su mente, se dio cuenta de que había una parte de él que no quería que Potter se detuviera. Draco sabía que le atraía Potter, que más de una vez había fantaseado que era Potter el que estaba dentro de suyo y no Theo, pero nunca había querido que fuera así.
"Draco." Potter dijo su nombre con una suavidad que no esperaba, y ese simple acto lo desarmó.
Y mientras las sombras bailaban en las paredes, Draco se dio cuenta de que no había escapatoria. Estaba atrapado, no solo por las acciones de Potter, sino también por sus propias emociones, por esa parte de sí mismo que no podía evitar responder al poder abrasador que el otro ejercía sobre él.
Draco no podía sentir el frío de la noche, Escocia era un país frío, pero aún así el salón se mantenía cálido, tal vez era por la misma magia de Potter o solamente era porque Draco estaba demasiado concentrado en Potter como para notar el frío, pero el frío existía y el cuerpo de Draco era una prueba de eso.
Su torso estaba desnudo, Draco no lo sabría hasta la mañana siguiente que su piel una vez inmaculada ahora estaba con rasguños y moretones y que con el transcurso de las horas más marcas se agregarían a su piel.
Sus pesos rosados se encontraban erectos, el motivo podría ser de excitación, por sentir frío o quizás era por la vergüenza que sentía al sentir los ojos ardientes de Potter observar su semi desnudos. La respiración de Draco se cortó cuando sintió dos dedos pellizcando uno de sus pezones de tal forma que hizo que todo el cuerpo de Draco se estremeciera, el gemido que escapo de su boca pareció ser del agrado de Potter, porque volvió a repetir el mismo movimiento.
“Vaya, son sensibles”, la voz de Potter tuvo un tono de fingida sorpresa y Draco casi le da un golpe por eso, pero Potter ya había levantado su otra mano para amasar el otro pezón de Draco, haciendo soltar más gemidos. “Si me hubieras dicho que solo necesitaba tocarlos nos hubiéramos ahorrado muchas peleas.”
Draco tuvo que alzar sus dos brazos para intentar sujetar el cabello de Potter, pero se estremeció cuando Potter se inclina para dejar besos ligeros como el batir de una mariposa sobre su cuello, sin poder controlar sus suspiros Draco cerro los ojos y se dedico a disfrutar los besos y caricias de Potter.
Las manos de Potter recorrían lentamente los costados de Draco, usando la fuerza suficiente para dejar marcas en la pálida piel de Draco, en algún punto Draco hundió sus dedos en el espeso cabello negro de Potter, asegurándose de raspar sus uñas contra el cuero auditivo mientras Potter agarraba su cadera con un agarre fuerte que ambos esperaban dejaran más tonos. Incluso en la oscuridad del salón Potter no dejo escapar ninguno gemido a diferencia de Draco que sentía como sus gemidos retumbaban cada vez con más fuerza.
Draco entre suspiros intento tirar la ropa de Potter, con la cabeza hecha un remolido y el cuerpo tembloroso Draco sabia que era un insulto de que Potter siguiera vestido. "Estás usando mucha ropa".
Potter no hizo ningún movimiento para quitarse la ropa, en cambio puso su cabeza en el cuello de Draco y mordió.
Draco grito cuando sintió el mordisco, sus manos se aferraron con mayor fuerza al cabello de Potter cuando sintió que usaba su lengua para calmar el ardor en su piel. No hubo mucho que Draco pudiera decir porque Potter se abalanzo como un animal hacia arriba para presionar sus labios. Draco gimió contra los labios de Potter, era un beso agresivo. Draco no tuvo oportunidad de dirigir el beso, Potter mordía y lamia sus labios, explorando su boca con su lengua sin permitir que Draco pudiera seguirle el paso, ni siquiera le dejo apartarse para tomar un poco de aire. Su estomago se tensaba cada vez más, no solo era el beso salvaje de Potter si no también las caricias de sus manos sobre su cuerpo que hizo que Draco moviera sus caderas hacia adelante, odiando lo desesperado que se veía por más, Draco quería mucho más y Potter, el muy imbécil no le hacía caso.
“Por favor”, suplicó Draco, cuando Potter al fin se aparto del beso. Presionando sus manos sobre el pecho de Potter, Draco intenta poner un poco de distancia entre ambos.
Potter no respondió, solo se dedicó a mirarlo. Sus manos se habían detenido en las piernas de Draco y como si no hubiera estado prácticamente devorando la boca de Draco se alejo y con demasiada lentitud se quito esa fea chaqueta que tenia y posteriormente la camiseta, Draco casi sintió náuseas al ver que unas prendas tan muggles estuvieron en contacto con su cuerpo.
Pero la vista que tuvo hizo que el desagrado fuera olvidado. Potter evidentemente no era un adonis, pero tampoco un flacucho desgarbado. Aunque Draco no tuvo oportunidad, lo cual empezaba a ser habitual esa noche, de seguir viendo las semidesnudas de Potter, porque el muy salvaje puso sus manos sobre sus caderas y arrastro a Draco hacia el centro de la cama antes de subirse sobre él una vez más.
“¿Alguna vez alguien te dijo que suplicas bonito?” Pregunto Potter, la burla era evidente en su voz, pero Draco no pudo responder porque estaba recibiendo suaves besos en su pecho, la risa de Potter apareció cuando Draco empezó a balbucear cuando los besos se convirtieron en mordiscos. “¿Quién pensaría que Draco Malfoy seria de los que ruegan?”
Draco intento, muy patéticamente, morder la mano de Potter en venganza, pero Potter le había agarrado de sus muñecas y con un rápido movimiento había sido puesto boca abajo, Draco soltó el poco aire que tenia en sus pulmones con el cambio de posiciones.
Nunca nadie le había puesto en esa posición, pero aún así no lucho cuando sintió como Potter de alguna forma había hecho que sus pantalones bajaran por sus piernas, incluso Draco podía sentir que su ropa interior había dejado de cubrirlo lo que significaba que Potter tenía una vista perfecta del trasero y glúteos posteriores de Draco. al principio Draco salto cuando sintió las cálidas manos de Potter sobre sus nalgas, hundiendo sus dedos en su piel para dejar evidencia de que era Potter y no otro el que tenia a Draco debajo suyo.
Draco no pensó mucho en la posibilidad de que Urquart hubiera dejado marcas en esa parte de su cuerpo, porque Potter se tomo varios minutos majaseando el trasero pálido de Draco, ocasionalmente sintió como separaba sus mejillas para ver su rosada entrada o para mortificar a Draco, quien solo pudo gemir y empujar su trasero hacia atrás, esperando a que Potter hiciera algo más que provocarlo.
Draco no era un joven tímido virgen, pero tampoco había estado mostrando esa parte con tanta despreocupación, Draco siempre lo había hecho con las luces apagadas y sobre una cálida cama, pero Potter estaba haciendo cosas que no eran aceptables o permitidas para la sociedad en la que Draco pertenecía, la cual dictaba mantenerse puro hasta el matrimonio y en caso, muy particulares, solo debían de hacerlo con uno que estaba comprometido.
Pero como Theo no era el prometido de Draco y aun así se habían acostado durante meses, él decidió que podía hacer algunas excepciones más solo porque tener sexo con Potter era una muy buena oportunidad que nadie dejaría pasar.
"Bonito." La voz de Potter alejo a Draco de sus pensamientos. Esta vez Draco hundió aún más su rostro sobre el colchón cuando Potter abrió mucho más las mejillas de Draco.
La risa de Potter evidencia lo mucho que le gustaba mortificar a Draco, pero a Draco no le importo si Potter se burlaba de él si eso significaba sentir el dedo de Potter rozar su entrada.
Una de las cosas que Draco se negó firmemente a realizar con Theo era el sexo oral, jamás nadie había estado dentro de su boca y nunca nadie había posado su boca en esa parte, pero una vez más Potter hizo cosas que Draco no hubiera permitido.
La lengua de Potter, como anteriormente había demostrado era como la de un animal, pero una cosa era sentir como podía devorar tu boca y otra muy distinta sentirla en tu entrada.
Los gemidos de Draco aumentaron, su cuerpo tembló con más fuerza al sentir la húmeda lengua de Potter en su entrada, a Potter debió de gustarle la reacción de Draco porque sus lamidas no se detuvieron y con cada segundo que pasaba Draco sentía como la lengua de Potter hacia cada vez más presión, como si intentara ingresar y eso provocó que Draco empezara a balancearse al ritmo de la lengua de Potter.
Draco no sabía que podía gritar durante este tipo de actos, pero Potter o más bien la lengua de Potter había conseguido entrar dentro de Draco, el interior de Draco se presionó alrededor impidiendo que avanzara o se alejara, Draco no estaba seguro de cuál era la razón.
Fue necesario de que Potter pasara con suavidad sus manos por su trasero para que Draco se relajara y lo dejara salir, Draco pensó, lo cual no parecía ser de utilidad si Potter estaba involucrado, incorrectamente de que Potter se alejaría, pero no. En cambio, Potter con la energía renovada se dedico a follar a Draco con su lengua, con una agresividad y destreza que hizo que Draco pensara de donde Potter había aprendido eso y si la comadreja menor tenía alguna relación con el talento de la lengua de Potter.
Draco siempre culparía a sus padres por haber hecho de Draco una persona tan competitiva, por esa razón y solo por esa razón Draco hizo acopio de su fuerza para apartar a Potter de su trasero, lo cual hizo que Draco se arrepintiera de inmediato, pero no se dejo intimidar por la mirada confundida y oscura de Potter cuando dejo que Draco se alejara.
Potter miró a Draco con una mirada interrogante, sus labios estaban tan hinchados y de un profundo color rosado. La imagen en si era demasiado pecaminosa, pero Draco no se dejo influenciar por eso, tenía una misión y la cumpliría.
Con las piernas un poco temblorosas Draco se arrastro de rodillas por el colchón sin que la mirada oscura de Potter lo dejara y agradeciendo todos los años que su padre le enseño a pudo mantener una máscara fría y desinteresada. Draco puso sus manos sobre el firme estomago de Potter y recorrió con lentitud, para comprobar si el cuerpo firme de Potter fuera real y no porque quería sentir que tan cálido podía ser Potter, el pecho hasta llegar a los hombros de Potter. El animal no se movió, como si fuera Draco quien se había portado como un salvaje y no él. pero el que Potter se mostrara tan calmada solo la oscuridad de sus ojos verdes evidenciaban el deseo y hambre que sentían por Draco, hizo que Draco se sintiera mal, como si él no fuera lo suficiente para llevar a la cima del deseo a Potter.
Fue por eso y solo por eso que Draco hizo lo siguiente, apartando sus pensamientos a un lado se inclinó y capturo los labios de Potter en un beso, no tan salvaje como el que Potter le dio, era un beso fuerte, pero no brusco. Draco se tomó su tiempo para separar los labios de Potter con los suyos para empezar la exploración de su lengua en la boca de Potter, Draco no quiso pensar en donde había estado la lengua de Potter, pero el muy animal al sentir la lengua de Draco sobre la suya lo ataca, como si fuera una pelea y no un beso. Le costo a Draco volver a tomar el control del beso y solo fue porque Draco puso su mano sobre la mejilla de Potter para tranquilizarlo, como el salvaje que era Potter se calmó.
Continuaron así por un largo tiempo, para satisfacción de Draco. Los besos eran lentos y apasionados, fuertes y dulces. Eran la clase de besos que Draco siempre deseaba tener, pero nadie había logrado darle hasta ahora. Cuando Draco consideró que las cosas estaban siendo demasiadas cursis, tomo la decisión de que era momento para más, con mucho esfuerzo Draco dejo de besar a Potter, aunque fue Potter el que siempre perseguía los labios de Draco y no al revés.
Harry mantuvo los ojos cerrados mientras Draco le desabrocho los pantalones y aprovechando de que Potter no lo veía se terminó por quitarse sus propios pantalones. Potter dejo escapar un suspiro, el primero, cuando Draco le bajo los pantalones hasta la rodilla, el muy ingrato no ayudó a que le quitaran los pantalones hasta que el mismo Draco dejo de desnudarlo.
Draco sabia, todos sabían, de que Potter era poderoso, de que tenía un gran núcleo mágico, pero era totalmente injusto en opinión de Draco de que ningún Potter solo tenía un enorme núcleo mágico.
Era Potter... grande , muy grande . Draco ni siquiera estaba seguro de que era normal o saludable de que Potter fuera... bastante grande para un mago de su edad y ni siquiera Draco quería pensar en la posibilidad de como seria Potter de adulto.
La imagen de un Potter adulto junto a la comadreja menor hizo que la voluntad de Draco regresara y como si el tamaño de Potter no le intimidara o causara un poco de temor por como harían para que cupiera dentro de Draco.
Mientras Draco se acomodaba para hacer algo y no parecer un idiota, Potter terminó por quitarse los pantalones, lo que no esperaba o pensó Draco seria de que Potter ya tenía algo en mente.
Había un brillo de desafío en los ojos de Potter que hizo que Draco se sintiera molesto. Nada haría que Draco Malfoy no aceptara un desafío y más viniendo de Potter, en lugar de soltar uno de sus comentarios ácidos Draco enfoco su atención en el pene de Potter, si Potter le metió la lengua dentro suyo Draco podía hacer lo mismo o algo similar, solo debía de averiguar cómo eso entraría en su boca.
Si la comadreja puede hacerlo, yo también y mucho mejor. Pensó Draco al mismo tiempo que sacaba su lengua y el paso con indecisión por la cabeza del pene de Potter, el cual hizo que Potter soltara un gemido tan fuerte como los de Draco.
El que Potter haya cerrado sus ojos y tirado hacia atrás su cabeza hizo que Draco tuviera más confianza al pasar una vez más su lengua por la cabeza, buscando algo desagradable pero no encontró nada más que una textura rara, pero no desagradable. Mientras la respiración de Potter se volvía más ruidosa y entrecortada, Draco siguió dando ligueras lamidas alrededor de la cabeza del pene de Potter, fue simple curiosidad que hizo que Draco envolviera sus labios alrededor de la cabeza, aun no sintió nada desagradable así que Draco dejo que el pene de Potter se hundiera en su boca.
Un gemido más fuerte y lánguido retumbo por todo el cuerpo de Potter y Draco se sintió más animado a tomar un poco más del pene de Potter, cuanto más profundo iba Draco más temblaba y gemía Potter, Draco no encontró su placer al tener el pene de Potter en su boca más el ser quien hizo que Potter se viera tan desesperado.
Draco jamás aceptaría el que el ver a Potter tan vulnerable le haría ronronear como un gato, pero la mano de Potter le había agarrado del cabello y el escozor le hizo sentir de la misma forma cuando tuvo la lengua de Potter dentro suyo.
Fue el primer indicio de que Potter le iba a jalar el cabello que Draco se apartó, pero el muy salvaje le hizo tragar su pene al controlar la cabeza de Draco por el agarre de su cabello.
“Eres muy bueno, cariño”, le dijo Potter entre jadeos, como si fuera Draco el que se estaba moviéndose por voluntad propia. Draco no lo maldijo solo porque Potter le hacia tragar la cabeza y una parte de su pene, porque si le hubiera hecho tragar más de su pene, Draco lo hubiera mordido.
Un par de embestidas más del pene de Potter en la boca de Draco hizo que Potter perdiera la concentración e hicieron de que Draco tragara mucho más de lo que podía caber en su boca, una estocada en la parte posterior de la garganta de Draco le provoco arcadas y un dolor intenso, provocando que la garganta de Draco se contrajera alrededor de Potter, un segundo más dentro de la boca de Draco y ambos habrían tenido que explicar a Madam Pomfrey porque Potter estaba casi mutilado y Draco con la boca de sangre.
Con la misma rapidez de la que Potter atrapaba una snitch salió de la boca de Draco y en lugar de que Draco lo maldijera se tumbó de espaldas en el colchón, Potter con cuidado se arrastro sobre el cuerpo de Draco, ambos estaban jadeando pesadamente, uno de placer y otro por la sensación de incomodidad de su garganta.
“Tienes una boca demasiado pequeña”, susurro Potter, levantó su mano para apartar los mechones rubios de la cara de Draco, quien le lanzó una mirada de enojo. “Con el tiempo te acostumbrarás”.
"Idiota". Draco hizo una mueca cuando su voz salió demasiado ronca. La idiota de Potter solo le suena y beso la mandíbula de Draco, como si fueran dos amantes.
“¿Quieres continuar?” Wonder Potter y solo porque había mostrado un poco de educación. Draco aceptó con un movimiento de cabeza. “Voy a tratar de ir lo más despacio posible.”
Draco se rio, le causa gracia que Potter pensara que Draco aún era frágil, pero internamente agradeció de que Potter fuera considerado con él. Habían pasado unos días desde la última vez con Theo, además de que entre el pene de Theo y el de Potter existía una gran diferencia. Draco esperaba que Potter fuera bueno con los hechizos anteriores.
Separando las piernas de Draco, Potter se acomodó entre las rodillas, Draco desvió la mirada hacia el techo mientras sentía como una mano de Potter se deslizaba entre una de sus piernas antes de que uno de sus dedos rozara el agujero de Draco. Justo cuando deposito un beso en la rodilla de Draco introduciendo ese dedo dentro. Draco gimió y cerro sus ojos al sentir la intrusión, Potter había lanzado un hechizo de lubricación en sus dedos y no dentro de Draco lo cual hubiera sido más conveniente, pero no se quejó.
Potter fue despacio, abriendo a Draco con el cuidado que prometido. Con cada beso depositado en su rodilla era otro dedo de Potter presionado dentro de suyo, Draco no sabia porque le estaba costando tanto adaptarse a los dedos de Potter, tal ves fuera por sus nervios o porque era Potter quien lo abría lentamente.
Draco sintió que habían pasado horas desde que sintió el primer dedo de Potter, pero habían sido solo algunos minutos que tuvo tres dedos de Potter dentro suyo antes de sentir como Potter se movía, Draco se había tensado pensando que Potter entraría, pero solo se había movido para que sus labios se encontraran, Draco cerro con más fuerza sus ojos y dejo de estar tenso cuando los dedos de Potter se deslizaron fuera de su interior.
Draco había pensado que Potter desistiría de continuar y que el beso sería el final, draco había soltado la camiseta de Potter de la cual se había aferrado desde que sintió el primer dedo de Potter para aferrarse a los hombros y espalda de Potter, trasmitiendo toda su pasión en ese beso no le presto mucha atención que Potter se moviera lo suficiente para estar cómodamente entre las piernas de Draco, con una mano Potter había alzado la pierna de Draco hacia su cadera.
Sus penes se frotaron solo por un momento, provocando un gemido de Draco y del cual Potter se aprovechó y sin apartar sus labios de los de Draco Potter empujo su pene dentro de Draco.
No hubo delicadeza, no fue lento ni suave como había prometido al inicio. Potter no deja que Draco se adapte a su tamaño. Por inercia Draco envolvió ambias piernas en la cadera de Potter.
"Tan apretado". Gruño Potter a escasos céntimos de los labios temblorosos de su amante, Draco casi había hablado, pero Potter había vuelto a besarlo y lo que Draco habría querido pedir no sería escuchado.
Para Potter el que Draco enrede sus manos en su cabello fue una indicación para que se moviera, la siguiente embestida fue igual de brusca que la primera, o peor, Potter empezó a moverse cada vez más rápido y brusco dentro de Draco, con la mano que no sostenía la cadera de Draco envolvió su pene para acariciarlo al ritmo de sus embestidas. Draco no dejaba de gemir ni de llorar, aunque eso no era consciente de Potter que esta mas concentrado en marcar a Draco como suyo.
Para Draco el sentir a Potter clavarse dentro de suyo era algo inexplicable, podía sentir lo fuerte, duro y palpitante que estaba Potter. La primera embestida lo dejo sin aliento, las siguientes fueron peores. Draco sintió como Potter lo perforaba hasta el alma, como ese pedazo monstruoso de carne se metía una y otra vez dentro de suyo, llegando a un lugar que nadie antes había estado, las embestidas eran de furia, dignas de una bestia y no de un hombre.
Draco podía escuchar y sentir como la piel de Potter chocaba con la suya, como si de alguna manera quisiera marcar a Draco desde el exterior.
La boca de Potter no dejo de besar, morder o lamer la boca de Draco, quien no lograba formular una palabra por los constantes movimientos de su cuerpo a causa de las fuertes embestidas de Potter.
Cuanto más Draco jalaba del cabello a Potter, le arañara la espalda o retorcía eran más las embestidas, como si a Potter le excitara el hecho de que Draco se resistía a su dominio.
Potter no se detenía ni bajaba la velocidad o rudeza, Draco pensó en la posibilidad de que Potter lo estuviera arruinando para siempre, de estar siempre abierto por el salvaje de Potter que lo estaba usando como un simple juguete sexual.
Draco no supo que hacer cuando Potter dejo al fin en libertad su boca, mientras Potter se dedico a lamer y morder el delicado cuello de Draco, el rubio se limitó a soltar los gemidos que brotaban de lo más profundo de su ser, en su rostro corría ríos de lágrimas. Potter estaba aferrado a no soltar el cuello de Draco, dejando cada vez más marcas en Draco. en algún momento sus mordidas fueron más dolorosas, pero Draco no logra sentirlas porque la agradable sensación de tensión en el fondo de su estómago comenzó a consumirlo.
“Suplica”, escuchar a Potter hablar con tanta rudeza provocó otro cortocircuito en la mente de Draco.
“Yo-yo no”, gimoteo Draco, no podía conectar su propia lengua con su cerebro por las constantes embestidas de Potter.
“Si quieres venir, lo harás”. Sentencio Potter, jadeando al final cuando el agujero de Draco lo presionó por unos cortos segundos. Draco sintió que Potter solo quería torturarlo, el dolor de las embestidas de Potter empezaba a no ser agradable. "Ruega para que te deje venir, quiero ver al soberbio sangre pura, al perfecto príncipe de Slytherin rogar a que un mestizo ignorante lo deje venir. Vamos, Malfoy. Deja a un lado el orgullo y ruega para mí".
"Por favor, Potter". Draco lloriqueo como nunca antes lo había hecho en su vida. "Por favor, déjame venir".
La mano de Potter recorrió toda la longitud de Draco, descubriendo que estaba mojada por su propio líquido preseminal, usándolo como lubricante empezó a mover su mano. Pero antes de que Draco pudiera venir, Potter presionó su mano alrededor de la base del pene para impedir que Draco obtuviera más placer.
"Naciste para esto, Malfoy. Te gusta estar debajo de mí, tan perfecto para mí, naciste para ser mi pequeño agujero apretado".
Draco no pudo contener su grito indignado, pero no por las palabras de Potter si no porque lo había dejado de tocar, intento mover su mano para alcanzar su propio pene, pero Potter aumentó las velocidades de sus embestidas y volvió a tocar a Draco.
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Harry estaba seguro de que más de un retrato debía de escuchar el grito de Malfoy mientras se corría, apretando su agujero con fuerza alrededor de suyo. Sus piernas se tensaron e impidieron que Harry siguiera moviéndose, no es como si él necesitara seguir moviéndose, cuando sintió como el interior de Malfoy se apretaba con fuerza a su pene y ver el puro éxtasis de placer en la cara de Malfoy fue suficiente para que Harry también se corriera casi al mismo tiempo que Malfoy.
Harry tendría grabado por la eternidad en su memoria la imagen de Malfoy debajo suyo; mejillas rosadas, labios inflamados y temblorosos, ojos cristalinos por el éxtasis y lo mejor era ver su cuello lleno de marcas suyas al igual que su pecho, su vientre estaba cubierto de su propio semen. Nunca existiera algo más hermoso que eso.
Mientras se desplomaba sobre Malfoy y sus extremidades empezaron a aflojarse, Harry deseo que el momento fuera eterno y que Malfoy no quisiera asesinarlo cuando descubriera que el único hechizo que había usado fuera para lubricar sus dedos.
Era una gran posibilidad de que Malfoy nunca le permitiera estar cerca de suyo otra vez, así que Harry no libero su pene del interior de Malfoy, al menos podía mantener por un poco más de tiempo su semen dentro de su rival.
Chapter 6: Adelante, llora pequeña niña
Summary:
Advertencias específicas:
Un poco de dramatismo, pero la vida de los Black siempre tiene dramática y Harry debe de acostumbrarse.
Breve vistazo de lo que sucede en la Mansión Malfoy ☹
¿Wolfstar?
Chapter Text
Harry sabía lo que era no ser querido, lo que era no ser importante. La sensación de ser ignorado, rechazado e invisible había sido la constante de su vida. Desde su infancia en el armario bajo la escalera hasta sus años en Hogwarts, donde, pese a su fama, el vacío que sentía carcomiéndolo en silencio. Los Weasley lo veían como uno más de la familia, y Hermione lo quería como un hermano, pero más allá de ellos, no tenía a nadie. Nadie que realmente lo viera. Nadie a quien le importe Harry Potter, la persona, ni el nombre ni la leyenda.
Y sin embargo, allí estaba ahora, sentado en la cama de su dormitorio, mirando las cortinas cerradas como si fueran a darle respuestas. Su mente seguía regresando, como un maldito hechizo que no podía romper, a esa noche. La noche en que todo se salió de control.
Malfoy.
El nombre lo atravesaba como un rayo cada vez que lo recordaba. Draco Malfoy, el eterno rival, el símbolo de todo lo que estaba mal en Slytherin, el que siempre tenía un comentario ácido en la punta de la lengua y un odio que parecía tan arraigado como el de Harry hacia él. Malfoy, el que ahora ocupaba todos sus pensamientos.
No era como si Harry hubiera imaginado una vida juntos, ni nada por el estilo. Eso sería ridículo. Todo lo que había sucedido había sido... un accidente, una explosión de emociones fuera de control. Solo fue sexo. Eso era lo que Harry se repetía constantemente, como si las palabras pudieran borrar el peso que sentía en el pecho.
Pero sabía que no era tan simple. La noche había sido horrible desde el principio. Harry había encontrado a Malfoy siendo agredido por un chico mayor de Slytherin, alguien que claramente disfrutaba de su superioridad física y de la vulnerabilidad de su víctima. Harry no podía quedarse de brazos cruzados, no podía ignorar lo que estaba sucediendo.
“¡Suétalo!” Había gritado, entrando al salón con la varita en alto, su voz llena de una furia que ni siquiera entendía del todo.
El chico lo había mirado con desprecio, y Harry se lanzó hacia él, alejándolo de Malfoy, que estaba temblando. Parecía tan pequeño, tan diferente al arrogante y altivo Draco Malfoy que Harry conoció.
“¿Estás bien?” Había preguntado cuando había incapacitado al agresor, y Malfoy apenas lo había mirado. No fue solo un vistazo rápido o un reconocimiento superficial. Malfoy lo había mirado , como si lo viera por primera vez, como si de alguna manera Harry fuera más que el Niño que Vivió, más que su enemigo.
Y fue en ese momento cuando todo se salió de control.
Harry no sabía cómo había pasado exactamente. Los detalles se mezclaban en su mente como un sueño confuso: el cuerpo tembloroso de Malfoy en su brazo, la forma en que sus labios se encontraron con una urgencia desesperada, y el calor que lo consumió, dejándolo sin aliento.
Había fantaseado con su primera vez muchas veces, aunque nunca lo admitía en voz alta. Siempre se había imaginado que sería algo mágico, lleno de amor y ternura, con la chica de sus sueños en una cama suave y rodeada de velas. Pero lo que tuvo con Malfoy fue todo lo contrario.
Fue crudo, desesperado, en un sucio salón de clases con un colchón transfigurado a partir de una manta vieja y polvorienta. No hubo amor, ni ternura, solo el roce apresurado de dos cuerpos buscando consuelo en medio del caos. Y lo peor de todo, Harry sabía que Malfoy había estado asustado, nervioso, aún afectado por lo que acababa de pasar, pero eso no lo detuvo, eso lo había emocionado de una forma retorcida. La vulnerabilidad de Malfoy le había gustado demasiado.
Harry había intentado detenerse. Lo recordaba con claridad. Había sentido la culpa revolverse en su interior incluso mientras sus manos temblorosas recorrían la piel pálida de Malfoy. Pero cuando miró sus ojos grises, llenos de algo que Harry no podía nombrar, fue como si todo su autocontrol desapareciera.
"Eres mío, Malfoy." Había dicho en un susurro.
Malfoy no había respondido, al menos no con palabras. Pero sus manos se aferraron a Harry con fuerza, como si él fuera lo único que lo mantenía a salvo en ese momento. Y Harry, con un nudo en el estómago, no pudo evitar la correspondencia.
Cuando terminó, Harry se sintió vacío, desgarrado entre la euforia física y la creciente sensación de que algo estaba terriblemente mal. Había esperado, al menos, una palabra, una mirada, algo que le dijera que no había hecho todo mal. Pero ambos habían terminado sin energías para tener una conversación.
Horas después, Harry se despertó. La habitación estaba helada, el colchón había vuelto a ser una sucia y arrugada manta blanca, y el vacío en el lugar donde Malfoy debería estar era un golpe físico, una ausencia que parecía absorber todo el aire de la estancia. Por un momento, Harry simplemente se quedó allí, mirando el techo desvencijado del aula abandonada, sintiendo la punzada de algo que se asemejaba al rechazo, aunque se odiaba a sí mismo por llamarlo así. Malfoy no le debía nada, eso lo sabía. Pero el hecho de que ni siquiera se hubiera molestado en decir una palabra, en mirarlo antes de desaparecer, le pesaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Con un suspiro pesado, Harry se vistió, tratando de ignorar el sabor amargo que se arrastraba por su garganta. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero al salir, el pasillo desierto y la luz que entraba por las ventanas le dijeron que las clases de la mañana ya estaban en marcha. Se frotó los ojos con los nudillos, el cansancio mezclado con una creciente sensación de vergüenza lo arrastraban mientras subía las escaleras hacia la Torre de Gryffindor.
El camino se sentía interminable. Cada paso resonaba en los corredores vacíos, y con cada eco, la noche anterior volvió a golpearlo con más fuerza. No podía sacarse de la cabeza la imagen de Malfoy. No la de siempre: altivo, sarcástico, con ese aire de superioridad que tanto lo irritaba. Sino la versión rota y vulnerable que había visto por primera vez.
¿Y qué hiciste tú? La voz en su cabeza era cruel, implacable. Lo tocaste. Lo tomaste. No lo ayudes.
Harry sacudió la cabeza como si pudiera despejar sus pensamientos. La vergüenza lo cubría como una capa pesada, y cuando finalmente dijo la contraseña a la entrada de la sala común, deseó que estuviera vacía. Por suerte, todos estaban en clases, y nadie estaba allí para presenciar su patético regreso.
Una vez en su dormitorio, Harry dejó caer su chaqueta al suelo y se dirigió directamente al baño. El agua caliente de la ducha ayudó un poco a despejar la niebla de su mente, pero no lo suficiente como para calmar la agitación que sentía en el pecho. Cambió su ropa por el uniforme limpio, ajustándose la corbata con movimientos mecánicos, y entonces, casi sin pensar, sacó el Mapa del Merodeador de su baúl.
“Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas”.
El pergamino se desplegó frente a él, las líneas dibujadas con precisión llenando cada rincón de Hogwarts. No necesitó buscar demasiado. Su mirada se clavó rápidamente en el nombre que estaba buscando: Draco Malfoy.
Estaba en clase, sentado con el resto de su año, como si fuera un día completamente normal. Harry sintió cómo la rabia le subía por la garganta, acompañada de una punzada de algo más profundo, algo más oscuro. ¿Cómo podía estar allí, actuando como si nada hubiera pasado, como si la noche anterior no hubiera significado nada?
Harry cerró el mapa de golpe, con más fuerza de la necesaria.
Llegó al Gran Comedor temprano para el almuerzo, mucho antes de lo habitual. La mayoría de los estudiantes aún estaban en clases, y el lugar estaba casi vacío. Se dejó caer en su asiento habitual, tamborileando los dedos contra la mesa mientras sus pensamientos corrían en círculos.
Poco a poco, los estudiantes comenzaron a llegar, y pronto Ron y Hermione se unieron a él. Ambos lo miraron con preocupación evidente.
“¿Dónde estuviste esta mañana, Harry?” Preguntó Hermione, inclinándose hacia él con el ceño fruncido. "No fuiste a ninguna de las clases. McGonagall estaba preguntando por ti".
“Sí, compañero, ¿qué pasó?” Agregó Ron, aunque su tono era más curioso que preocupado.
Harry no tenía intención de explicar nada, así que se limitó a encogerse de hombros. "No dormí bien. Me quedé en la cama".
Hermione pareció a punto de protestar, pero antes de que pudiera decir algo, Harry apartó la mirada y fijó su atención en la mesa de Slytherin.
Y allí estaba Malfoy .
Estaba sentado en su lugar habitual, hablando con Parkinson. Su conversación parecía intensa, y aunque Harry no podía escuchar lo que decían desde la distancia, podía ver los gestos enfáticos de ambos. Malfoy estaba visiblemente molesto, su ceño fruncido y sus labios moviéndose con rapidez mientras hablaba, los mismos labios que anoche estaban alrededor de su pene. Parkinson respondió con igual intensidad, cruzando los brazos y lanzándole miradas fulminantes.
Pero lo que realmente irritó a Harry fue que, en ningún momento, Malfoy miró hacia él. Ni una sola vez.
Era como si Harry no existiera, como si no hubiera estado con él la noche anterior, como si no hubiera estado gimoteando sobre su hombro o suplicándole que lo dejara venir.
El enojo burbujeó en su interior, y antes de darse cuenta, estaba apretando el borde de la mesa con tanta fuerza que sus nudillos eran blancos.
"Harry, ¿estás bien?" Preguntó Hermione, mirándolo con preocupación.
“Estoy bien”. Su voz fue más cortante de lo que pretendía, y Hermione levantó las cejas, pero no dijo nada más.
Parkinson fue la primera en notar que Harry los estaba mirando. Sus ojos oscuros se estrecharon, y su expresión pasó rápidamente de la confusión a una sonrisa burlona. Susurró algo a Malfoy, pero este no giró la cabeza. Ni siquiera levantó la vista de la mesa.
Eso fue lo que más enfureció a Harry. No era solo que Malfoy estuviera ignorándolo; era que lo hacía con tanta facilidad, como si realmente no le importara en absoluto.
Harry se levantó abruptamente de la mesa, incapaz de soportarlo más. “Voy a dar una vuelta”.
“¿Qué? Pero aún no hemos comido…” Protestó Ron, pero Harry ya estaba saliendo del Gran Comedor, sus pasos resonando con fuerza contra el suelo de piedra.
Cuando llegó al pasillo vacío, se apoyó contra la pared, tratando de calmar su respiración. El enojo todavía hervía en su interior, pero debajo de eso había algo más: una sensación que lo asusto, de querer tomar a Malfoy y demostrar a todos lo bien que Malfoy lo podía tomar en su boca o en ese agujero rosado tan apretado que se escondía en dos suaves y redondas mejillas.
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Narcisa Malfoy
Wiltshire, Mansión Malfoy.
La mansión Malfoy ya no era su hogar. No realmente.
Había sido un refugio alguna vez, un santuario de mármol y orgullo, con sus candelabros resplandecientes y sus pasillos perfumados con la fragancia de los jardines invernales. Pero ahora, todo lo que una vez fue suyo estaba invadido. Profanado. El aire estaba enrarecido, pesado con el hedor de la muerte y la magia oscura. No había rincón que no estuviera manchado por su presencia, por la forma en que los mortífagos merodeaban como sombras, como parásitos alimentándose del miedo que crecía en las paredes.
Pero lo peor era la incertidumbre.
El miedo era una constante. Un latido seco y ansioso en su pecho, una opresión helada que la acompañaba a todas partes. Temía se encontró con Greyback en una esquina, con su olor rancio y su sonrisa depredadora. Temía que el Señor Oscuro dirigiera su atención hacia ella, que viera a través de su piel pálida, que encontrara las grietas en su fachada perfecta. Pero sobre todo, temía por Draco.
Draco, que se desmoronaba frente a sus ojos.
Cada día estaba más pálido, más delgado, con ojeras oscuras hundiéndose en su rostro juvenil. Su risa había desaparecido, su voz se había vuelto más seca, más quebrada. No podía tocarlo sin que él se tensara, no podía hablar con él sin sentir el muro de angustia y desesperación que se alzaba entre ellos, lo único que la mantenía cuerda era saber que su hijo estaba en Hogwarts, a salvo por ahora.
Y Lucius…
Narcissa presionó los labios con fuerza.
Lucius ya no era el hombre que recordaba. Había algo insoportablemente opresivo en su presencia. Una desesperación amarga, un resentimiento que parecía filtrarse de su piel, que llenaba los espacios entre ellos con algo espeso y denso, como una niebla venenosa.
La mansión no era su hogar. Pero se quedó. Se quedó con Draco. Se quedaba porque él aún la necesitaba, porque aunque él no lo dijera, aún buscaba su protección.
Fue esa necesidad de protegerlo que la llevó a las mazmorras aquella noche. Los pasillos estaban oscuros, iluminados apenas por unas pocas antorchas parpadeantes.
No debía estar allí.
Con el corazón pesado y la mente turbada, Narcissa descendió a las mazmorras de la mansión. Cada escalón que bajaba resonaba en su interior como un presagio de lo que estaba por venir. El aire era frío y húmedo, impregnado del olor a piedra mojada y sangre seca que Narcissa conocía demasiado bien. Mientras caminaba, un sonido metálico, el chasquido de cadenas, se filtró entre el murmullo de voces lejanas. Se detuvo en seco, y su corazón se aceleró; Sabía que algo no andaba bien.
Al final de un largo y oscuro pasillo, entre sombras que se retorcían en silencio, apenas pudo distinguir la figura de Rodolphus.
Era una figura alta y delgada, su rostro medio oculto en la penumbra, pero sus ojos fríos brillaban con el reflejo de la tenue luz de las antorchas. No se movió cuando la vio, pero cuando ella dio un paso más, habló con esa voz monótona, carente de emoción, que siempre la había puesto incómoda.
"No debes estar aquí", dijo Rodolphus sin rodeos, sus palabras cortantes resonando en el silencio opresivo.
Sabía que no debía.
Narcissa, con el rostro endurecido y la mirada llena de preguntas, dio un paso hacia él. "¿Qué están haciendo aquí? ¿Qué sucede?"
La respuesta se deslizó en la penumbra, helada y distante. "Es momento de actuar", afirmó Rodolphus con frialdad.
"¿Actuar?" replicó Narcissa, incrédula y ansiosa. Su voz tembló ligeramente.
"¿Te has vuelto sorda, cuñada?" La respuesta, apenas un murmullo, el golpe como un puñetazo en el alma. La burla en su voz era suave, pero cruel.
"¿Qué quieres decir? ¿Qué está pasando? ¿Dónde está Lucius?" Preguntó, la ansiedad colándose en cada palabra.
Rodolphus alzó la vista, su expresión imperturbable, y respondió con voz fría y sin vida: "Generalmente es la esposa quien debe saber dónde está su marido y no el cuñado".
El silencio se extendió por un largo, angustioso instante, y Narcissa, con el corazón encogido, apenas pudo articular otra pregunta: "¿A quién van a traer?"
La respuesta fue como un eco de una condena ineludible. "Andrómeda."
El nombre regresó en el interior de Narcissa con la fuerza de un trueno. "¡No!" gritó, la desesperación incontrolable en su voz, mientras Rodolphus, sin mostrar piedad, la sujetaba de los brazos con una fuerza inquebrantable, impidiéndole avanzar.
Sus manos eran frías como el mármol, sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de sus brazos, inmovilizándola.
"No hagas esto, Narcissa".
En ese instante, Narcissa sintió el abismo de su propia impotencia. Nunca había tenido una relación amigable con Rodolphus. Siempre había sido un hombre de pocas palabras, un esposo frío cuya única preocupación parecía ser Rabastan, el hombre que, por coincidencia, tenía la misma edad que Bellatrix. Era evidente para ella, a través de las pocas conversaciones y los susurros compartidos con su hermana Bella, que Rodolphus no había prosperado en su matrimonio, y que su vida estaba tan vacía como la de su propio corazón.
"No pueden traerla aquí. No pueden hacerle esto". Dijo Narcissa, con voz quebrada, incapaz de comprender el motivo que lo impulsaba a impedirle seguir detrás de aquellos mortífagos.
Narcissa forcejeó, pero Rodolphus no la soltó. Sus ojos, oscuros y carentes de emoción, la miraban sin rastro de piedad.
Las palabras se repitieron en su mente una y otra vez. Andrómeda, su hermana repudiada, la mujer a la que no había visto en demasiados años, era ahora el objetivo de una crueldad que la aterrorizaba. Narcissa sabía demasiado bien lo que ocurriría en las mazmorras, lo que esas garras inhumanas y esas voces crueles podrían hacerle a Andrómeda. No podía permitirlo. No quería despertar en medio de la noche con los gritos y alaridos de dolor que seguramente desgarrarían su alma, dejándola indefensa ante el horror.
La tensión en el aire era palpable, casi insoportable. Narcissa se debatía entre la urgencia de saber y el miedo a lo que descubriría. "¿Qué... qué van a hacer con Andrómeda?" preguntó con un hilo de voz, apenas audible.
Rodolphus se limitó a mirar en silencio durante largos segundos, la respuesta dependiendo del aire, oscuro y ominosa. Finalmente, con una voz que parecía provenir de las profundidades de un abismo, respondió: "Lo que siempre han hecho".
Las palabras se deslizaron entre ellos como una sentencia fatal. Narcissa sintió cómo el pánico se apoderaba de su interior, sus pensamientos se volvían caóticos, llenos de imágenes de su hermana, de lágrimas y gritos, de un sufrimiento insoportable que la atravesaba como un rayo. "¡No!" gritó, su voz quebrándose en un clamor desesperado, mientras Rodolphus la sujetaba con más firmeza, sus manos heladas como el mármol, impidiendo que se lanzara hacia el destino que ella tanto temía.
"Narcisa." Su voz era baja, casi un susurro. “No cometas una estupidez”.
En ese momento, Narcissa se sintió traicionada por el propio destino. La mansión, su hogar, se había convertido en un escenario de horror, en una trampa donde el miedo se entrelazaba con la desesperación. Cada rincón, cada sombra, parecía susurrar el nombre de Draco, de Lucius, y ahora, el de Andrómeda, como una maldición ineludible.
La mente de Narcissa se inundó de recuerdos amargos: las risas burlonas en los salones, las miradas de desprecio, la soledad que había sentido durante tantos años. Vivir en la mansión ya no era soportable; era una condena diaria, un recordatorio constante de que el poder del Señor Oscuro había corrompido hasta lo más íntimo de su ser. Ella se había quedado por Draco, por Lucius, pero ¿a qué precio? La presencia de Lucius se había vuelto insoportable, una carga que aplastaba sus sueños y robaba sus noches. Y ahora, la amenaza de Andrómeda se cernía sobre ellas, oscura y letal.
El eco de los gritos de Andrómeda, imaginado en el silencio sepulcral de las mazmorras, se mezclaba con la respiración agitada de Narcissa. Cada sonido, cada chasquido de las cadenas que preparaban la celda, era un recordatorio de lo que estaba en juego. La angustia se volvió una tormenta interna, un remolino que amenazaba con arrastrarla sin remedio.
"¡No puedo permitirlo!" exclamó Narcissa, con la voz cargada de un terror primitivo, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas que luchaban por no desbordarse. Pero Rodolphus no pasó. Su mirada, fría y sin compasión, no mostraba ningún signo de empatía.
"Debes entender, Narcissa", dijo él en un tono bajo, casi imperceptible, "el deber es más fuerte que cualquier sentimiento que puedas albergar".
Pero Narcissa no podía soportar esas palabras. No podía aceptar que el deber, esa palabra insípida y vacía, justificara la destrucción de su propia sangre. "¿Y qué hay de mi corazón, Rodolphus? ¿Acaso mi amor por mi hermana no vale nada?" Su voz se quebró, pero estaba llena de una determinación que desafiaba la fría indiferencia del cuñado.
Rodolphus la miró con una mezcla de desdén y molestia. "Debes ser fuerte, Narcissa. El mundo no espera a los débiles". Su tono era frío, pero había una pizca de comprensión oculta en la frialdad de sus palabras.
Narcissa se volvió hacia él, con los ojos brillando con una mezcla de furia y dolor. "¿Y tú? ¿No tienes ningún sentimiento por tu propia familia? ¿No te importa que Bella sufra?"
Rodolphus la miró, y por un instante, la tensión entre ellos se volvió casi tangible. "No es asunto mío", respondió en tono monótono, como si sus palabras fueran simples declaraciones de una realidad inmutable.
Pero Rodolfo no la soltaba.
Y Andrómeda estaba en camino.
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Escocia, Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería
Que nadie dijo que Harry Potter no era responsable.
Porque lo era.
Tal vez no con la entrega puntual de sus deberes. Y tal vez tampoco con su tendencia a dejar absolutamente todo para el último momento. Pero, en lo que realmente importaba, Harry era el responsable. No tenía la culpa de que Hermione le llevara la contraria o de que Ron se riera en su cara cada vez que intentaba convencerse a sí mismo de que, en efecto, era un modelo de responsabilidad.
Ellos eran sus mejores amigos, las personas que más lo conocían en el mundo. Pero Harry conocía mejor que nadie.
Era responsable. Muy responsable.
Y tal vez, solo tal vez, un poco impulsivo.
Pero esa era otra historia.
Hoy, Harry estaba tranquilo.
De verdad.
Estaba en el campo de Quidditch, bajo el sol de septiembre, con la escoba en la mano y toda la autoridad de su nuevo puesto de Capitán brillando sobre su cabeza. Tenía todo bajo control, incluso cuando el equipo nuevo (porque era nuevo, casi por completo) parecía más un grupo de niños perdidos que jugadores en formación.
Sí, Ron se quejaba. Sí, Ginny lo miraba con cara de fastidio cada vez que les gritaba instrucciones. Sí, había tenido que esquivar más Bludgers de las necesarias. Pero Harry estaba tranquilo.
Hasta que lo vi.
Oh, mejor dicho, los vio.
Un grupo de Slytherins, cómodamente sentados en las gradas como si hubieran comprado boletos VIP para presenciar el desastre que era el entrenamiento de Gryffindor.
Harry no les iba a prestar atención.
De verdad que no.
Pero entonces, mientras intentaba convencer a un segundo año que apareció de la nada de que soltara su escoba antes de que se hiciera daño, escuchó un murmullo proveniente de las graduadas de Slytherin. Al principio, no le prestó importancia. Luego, alguien pronunció un nombre.
"Draco."
Y Harry vio rojo.
No sabía exactamente qué había dicho ese idiota, pero el simple sonido de "Draco" saliendo de su boca de fe lo hizo sentir una ira irracional.
Porque, claro, si alguien iba a decir el nombre de Malfoy, ese alguien no podía ser cualquier tonto con capa verde y plateada. Harry era el único con el derecho de pronunciar el nombre de Malfoy de esa manera.
Todo su cuerpo reaccionó antes que su cerebro. Abró la boca y, sin pensar, gritó lo primero que le pasó por la cabeza.
“¡Si Malfoy está quejándose, es porque yo lo dejé sin aliento anoche, imbécil!”
Silencio.
Silencio absoluto.
No solo en el campo de Quidditch, sino en todo el universo.
Harry sintió que el aire volverse denso a su alrededor, como si el tiempo se hubiera detenido justo después de que las palabras escaparan de su boca.
Los ojos de todos los jugadores de Gryffindor estaban sobre él.
Los ojos de los Slytherins en las graduadas estaban sobre él.
Ron tenía la boca abierta como si hubiera visto un dementor. Ginny parecía a punto de desmayarse.
Y Hermione desde las graduadas con su libro en mano.
Hermione estaba mirándolo con un brillo analítico en los ojos que lo hizo sentir como una rata atrapada en la jaula de un experimento.
Oh, no.
Oh, no.
¿Qué diablos acaba de decir?
"¿Qué?" La voz de Ginny cortó el silencio como una daga afilada.
Harry parpadeó. Su mente trabajaba a la velocidad de una tortuga herida.
"Harry, ¿qué dijiste?" Ron repitió la pregunta, con su voz cuidadosamente neutra.
Tragó saliva.
"Nada."
"No fue 'nada'." Katie Balbuceó, todavía con los ojos brillantes.
Harry negó con la cabeza. "Nada, no dije nada."
Pero ya era demasiado tarde.
Los Gryffindor se estaban intercambiando miradas de incredulidad. Los Slytherins estaban murmurando y riéndose, y Harry estaba bastante seguro de que Zabini se había caído de la banca de la risa.
Y en algún lugar del castillo, Draco Malfoy acababa de sentir un escalofrío mortal sin saber por qué.
Si Malfoy no lo asesinaba antes del anochecer, sería un milagro.
Porque, en este preciso instante, la noticia se estaba esparciendo por Hogwarts como fuego salvaje.
Él, Harry Potter, El Elegido, el Niño Que Vivió, acababa de declarar a los cuatro vientos que Draco Malfoy se había quedado sin aliento anoche.
No porque Harry lo hubiera golpeado en un duelo.
No porque lo hubiera perseguido como el paranoico obsesionado que era.
No.
Sino porque Harry lo había dejado sin aliento.
El horror se sentó en su estómago como una roca helada.
"Bueno..." dijo Ginny, con una expresión que oscilaba entre el desconcierto y el puro dolor, "...eso explica muchas cosas".
Harry quiso morirse.
Hermione abrió la boca cuando llegó hacia el campo, pero se detuvo, frunciendo el ceño con una intensidad casi aterradora.
"No, espera. Espera un segundo. Harry, ¿qué quieres decir exactamente con eso?"
Harry sintió su cara arder. "No lo dije en serio."
"Así que no es cierto." Había algo en la voz de Hermione que puso a Harry más nervioso.
"¡Por supuesto que no es cierto!" Grito Harry con desesperación.
Ron se limpió la oreja como si no pudiera creer lo que estaba escuchando. "Pero lo dijiste."
"¡Fue un error!"
"Oh, claro", dijo Ginny, con una sonrisita que no parecía de alegría. "Porque la gente dice cosas como esa por error todo el tiempo."
Los murmullos en el campo eran cada vez más fuertes.
Harry sintió un sudor frío recorrer su espalda.
La historia ya se estaba esparciendo.
Para la hora de la cena, toda la escuela estaría convencida de que él y Malfoy tenían un ardiente romance secreto.
Y Malfoy.
Dios mío. Malfoy iba a matarlo. Si no se suicidaba primero, claro.
Harry cerró los ojos y respiró hondo.
Cuando los abrieron, Hermione, Ron, Ginny junto al resto de su equipo lo estaban mirando con demasiada atención.
"Si alguien me necesita", murmuró Harry, con la resignación de un hombre que acaba de firmar su sentencia de muerte, "estaré en la enfermería. Dándome un coma autoinducido".
Y con eso, se marchó, dejando atrás a su equipo en un estado de confusión, diversión y pura fascinación.
Pero, sobre todo, dejando tras de sí un escándalo que ni siquiera la guerra podría borrar.
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Harry caminaba tranquilamente.
Énfasis con calma.
No estaba corriendo. No. No lo hacía.
El hecho de que sus pies apenas tocan el suelo mientras se dirige a la enfermería era un detalle menor. Su paso apresurado no tenía nada que ver con el escándalo que acababa de desatar en el campo de Quidditch, ni con la multitud de susurros y miradas que ardían en cada pasillo. Tampoco tenía nada que ver con el hecho de que el simple sonido del nombre "Draco" en labios ajenos lo había hecho perder el control de manera absolutamente espectacular.
Nada de eso.
Solo estaba… interesado. En la arquitectura del castillo. En la forma en la que las escaleras parecían moverse más rápido cuando uno tenía prisa. En la rapidez con la que un rumor podía propagarse dentro de los muros de Hogwarts.
Porque, sinceramente, era impresionante.
Cinco minutos. Solo habían pasado cinco minutos desde su pequeño... accidente verbal en el campo de Quidditch, y ya había cruzado miradas con al menos una docena de estudiantes que lo veían como si hubiera transfigurado a McGonagall en un caldero y luego se hubiera declarado su prometido.
McGonagall, por cierto, no estaba manteniendo los murmullos.
De hecho, nadie lo hacía.
El flujo de susurros, risitas y comentarios entre dientes seguían su curso como un río desbordado, sin que ningún profesor intentara contenerlo. Era como si Hogwarts entero hubiera decidido que Harry Potter había causado suficientes dolores de cabeza en los últimos años y que ahora era el momento de devolverle el favor.
Quizás esa era la venganza de McGonagall.
O peor aún. Tal vez era la venganza de Dumbledore.
Porque, claro, ¿qué mejor manera de reforzar su estatus de "El Elegido" que hacerlo el centro de la comidilla más escandalosa del año?
Y lo peor es que ni siquiera podía decir que era mentira.
Porque, técnicamente, él y Malfoy sí estaban involucrados.
Pero la historia era mucho más complicada que un simple chisme.
Harry sintió que su cabeza iba a explotar.
¿Acaso el universo se había confabulado para arruinarle la vida? ¿Era su destino morir de vergüenza en lugar de a manos de Voldemort? ¿Había cometido tantos pecados en su vida pasada como para merecer esto?
Fuera como fuese, su única esperanza ahora era asilo político en la enfermería.
Después de todo, Remus le había dicho una vez que Madam Pomfrey era un ángel. "Ella siempre me cuidó, Harry. Es la persona más comprensiva y amable del mundo". O Remus le había mentido, o Madam Pomfrey solo era un ángel para él.
Porque en lugar de darle refugio, en lugar de ser la salvadora que lo escondería por el resto del año escolar, Madam Pomfrey decidió someterlo a la peor tortura de su vida.
No, ni siquiera enfrentarse a Voldemort en su primer año había sido tan horrible como lo que estaba por vivir.
"Siéntate, Potter." La enfermería estaba vacía, lo cual normalmente habría sido una bendición, pero ahora significaba que no tenía escapatoria. Harry tragó saliva y obedeció, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda cuando Madam Pomfrey cerró las puertas con un chasquido de su varita.
Silencio.
Harry no sabía si debía hablar primero.
Tal vez si fingía estar inconsciente, ella simplemente lo acostaría en una cama y lo dejaría dormir por una semana. Pero antes de que pudiera probar su teoría, Madam Pomfrey dejó caer sobre la mesa frente a él una alarma cantidadnte de folletos.
"Bien, Potter. Tenemos mucho de qué hablar".
Harry parpadeó. Miró los folletos. Leyó los títulos.
"La magia y el sexo: Todo lo que los jóvenes magos deben saber".
"Encantamientos de protección: No seas un irresponsable."
"ETS mágicas: Cómo arruinar tu vida en una sola noche."
Oh, Dios.
Harry sintió que el alma se le salía del cuerpo.
"No." Se obligó a hablar, aunque su voz sonó más parecida a un susurro traumado. "No. No, no, no. Esto no está pasando".
Madame Pomfrey ni siquiera pestañeó. "Oh, sí que lo estás."
"¡Pero yo no—!"
"¿Ah, no?" Madam Pomfrey cruzó los brazos y lo miró con una mezcla de paciencia infinita y satisfacción pura, como si hubiera estado esperando este momento desde que Harry puso un pie en Hogwarts. "Potter, no soy sorda. Escuché lo que dijiste en el campo de Quidditch. Y al parecer, todo el castillo también lo hizo."
Harry sintió que el calor subirle al rostro.
Por Merlín, ¿podía morir ahora? "Eso fue... un malentendido."
"Ajá."
"En serio."
"Ajá."
"¡No tenemos esa clase de relación!"
Madame Pomfrey levantó una ceja. "Así que no se están acostando."
Harry sintió como si el universo entero se desmoronara a su alrededor. "¡No!"
¿Estás seguro?
"¡Por supuesto que estoy seguro!"
"Ajá."
Silencio.
Un silencio largo, incómodo y absolutamente insoportable.
Entonces, señora Pomfrey, muy sonriente.
Harry sintió un terror absoluto.
"Sabes, Potter", dijo, con demasiada tranquilidad, "cuando le di esta charla a Sirius Black, él puso exactamente la misma cara que tú". Harry abrió la boca y la cerró varias veces, sin encontrar las palabras adecuadas para expresar su creciente horror. "La única diferencia", continuó Madam Pomfrey con una sonrisa casi traviesa, "es que él estaba aterrorizado de haber quedado embarazado de Remus Lupin".
El universo se detuvo.
Todo en la enfermería se volvió borroso.
Su cabeza estaba zumbando.
Remo.
Por Sirio.
Su padrino.
Y su profesor de Defensa.
Juntos.
Su cerebro colapsó.
"Oh." Eso fue todo lo que pudo decir.
"Ajá."
Harry tragó saliva. "¿Remus y Sirius...?"
"Exactamente."
Harry parpadeó. "Oh."
"Volviendo al tema." Madame Pomfrey reconoció uno de los folletos y lo empujó hacia él. "Deberías leer esto. Y hacerte un chequeo. Nunca se sabe con los jóvenes hoy en día."
"Yo no…"
"Por precaución."
"Pero yo no…"
"Uno nunca es demasiado cuidadoso."
Harry quería saltar por la ventana.
No. Mejor aún.
Quería retroceder en el tiempo y estrangularse a sí mismo antes de abrir la boca en el campo de Quidditch.
Pero, como el universo lo odiaba, no tenía la opción de ninguna de las dos cosas.
En su lugar, estaba sentada en una camilla de la enfermería, con los músculos tensos y la mirada fija en el folleto que Madam Pomfrey acababa de deslizar frente a él.
"La magia y el sexo: Todo lo que los jóvenes magos deben saber".
Eso ya era suficiente para querer morirse, pero la verdadera puñalada llegó cuando pensó en las palabras de Madam Pomfrey, dichas con la calma imperturbable de alguien que había visto demasiados alumnos pasar por la misma humillación: "Sabes, Potter, cuando le di esta charla a Sirius Black, él puso exactamente la misma cara que tú. La única diferencia es que él estaba aterrorizado de haber quedado embarazado de Remus Lupin".
Harry parpadeó.
La realidad colapsó sobre sí misma.
El folleto en su regazo se sintió de arrepentimiento como una maldición imperdonable.
Había demasiadas cosas mal en esa oración. Demasiadas.
Su cerebro intentó procesarlas una por una, pero fue como intentar meter un dragón en una caja de zapatos.
Embarazo.
Remo y Sirio.
Dos hombres.
Un hombre embarazando a otro.
"¿Qué? ¿Sirius se embaraza?" preguntó, su voz saliendo en un susurro ahogado.
Madam Pomfrey lo miró con la paciencia de una sanadora que había lidiado con generaciones de estudiantes demasiado estúpidos para entender la biología mágica.
"Es posible que los magos se embaracen, Potter. No es muy común, pero tampoco imposible. Con la magia adecuada—"
"¿Qué?" repitió Harry, porque su cerebro se negaba a generar otra palabra.
"Oh, por Merlín", susurró Madame Pomfrey. "¿No te enseñaron nada?"
Harry sintió que su alma abandonaba su cuerpo.
"¿Cómo que los magos pueden—? ¿Eso significa que—?"
Sus pensamientos iban a una velocidad absurda, chocando entre sí, formando imágenes que no deberían existir en su mente.
Sirio y Remo.
Sirius, con pánico, preguntándole a Madam Pomfrey si podía estar embarazado.
Remus, serio y nervioso, sentado a su lado.
Dioses.
Dioses, dioses, dioses.
¿Eso significaba que Malfoy también…?
No.
No, no, no, no, no.
Se negó a terminar ese pensamiento. Se negó a aceptar lo que implicaba.
Pero su cerebro no cooperó.
Porque en ese momento, en su mente, apareció una imagen que lo dejó al borde del colapso.
Un niño pequeño.
Pálido.
Rubio.
Con el cabello tan desordenado como el suyo, con ojos tan verdes como los suyos.
Un pequeño Malfoy con sus ojos.
El aire abandonó sus pulmones.
Oh, Dios.
"Potter, respira", dijo Madam Pomfrey, acercándose con preocupación. "No entre en pánico."
Pero ya era demasiado tarde.
Todo dio vueltas.
Su mente hizo un cortocircuito.
Y lo último que escuchó antes de perder el conocimiento fue la voz de Madam Pomfrey, suspirando con resignación, mientras su cuerpo se desplomaba sobre la camilla.
Chapter 7: Todo lo que puedo decir es que fue encantador conocerte
Summary:
Advertencias específicas: Ninguna
Wolfstar siempre será canon.
Sirius no atravesó el velo, Harry si abrió el regalo de Sirius (el espejo bidireccional)
Chapter Text
Harry fingió estar muerto por al menos una hora después de recuperar la conciencia. Lo mínimo que podía hacer era darle tiempo a Madam Pomfrey para que sintiera algo de pena por él y no lo echara de la enfermería.
Por desgracia, la mujer era inmune al drama adolescente, lo que significaba que no podía quedarse allí para siempre. Eventualmente, tendría que levantarse, enfrentarse al mundo y lidiar con el hecho de que su vida, de alguna forma, se había convertido en una tragedia griega.
Porque claro, no era suficiente con Voldemort, las profecías y la inminente guerra. No. Ahora tenía que agregar a la lista la posibilidad—una que no se atrevía a decir en voz alta—de que podría haber… dejado a Malfoy… embarazado.
Harry cerró los ojos con fuerza, inhaló lentamente, y exhaló aún más despacio.
No.
No iba a pensar en eso todavía.
Primero necesitaba respuestas.
Con su mente aún tambaleándose entre la incredulidad y el puro terror, Harry susurró: "Dobby."
Un leve crujido de aire desplazado precedió la aparición del elfo doméstico, que lo miró con sus enormes ojos redondos, parpadeando con preocupación.
"¡El gran Harry Potter llama a Dobby! ¡Dobby está aquí para ayudarlo!"
Harry no tenía fuerzas para lidiar con la efusividad de Dobby en ese momento. "Necesito que vayas a mi habitación y me traigas un espejo que está en mi baúl. Es importante."
Dobby, para su sorpresa, no hizo preguntas. No hizo comentarios sobre los rumores que probablemente habían estallado en el castillo después de su espectáculo en el campo de Quidditch. No mencionó el nombre de Malfoy.
Dobby simplemente asintió, chasqueó los dedos y desapareció.
Harry dejó caer la cabeza contra la almohada, sintiendo que su cuerpo temblaba ligeramente por la ansiedad acumulada.
Malfoy.
El solo pensar en él le hacía apretar la mandíbula.
Anoche. Anoche había sido…
Un desastre. Un error. Una jodida maravillosa confusión de emociones, deseo y enojo.
No lo había planeado. Malfoy tampoco. Simplemente… sucedió. Y ahora Malfoy lo estaba ignorando. Harry no sabía si quería matarlo o suplicarle que le hablara.
No. No.
No iba a pensar en eso ahora.
Dobby regresó con un nuevo chasquido, sosteniendo el espejo con ambas manos y luego desapareció.
Harry lo tomó con dedos temblorosos y, sin perder un segundo, murmuró: "Sirius."
Nada.
"Sirius, por favor." La superficie reflejó su propio rostro durante unos segundos antes de oscurecerse.
Y luego… No fue Sirius quien apareció. Fue Remus.
"Harry," lo saludó con su acostumbrada calidez. "¿Estás bien?"
Antes de que Harry pudiera detenerse, antes de que pudiera pensar en algo racional, la pregunta salió disparada de su boca como una maldición: "¿Dónde está el bebé?"
Remus parpadeó. Su expresión pasó de la confusión a la genuina preocupación en menos de un segundo. "¿El qué?"
Harry se pasó una mano por el cabello, revolviéndolo aún más. "El bebé. El bebé de Sirius. ¿Dónde está?"
El silencio que siguió fue incómodo. Remus ladeó la cabeza ligeramente, como si estuviera esperando que Harry se explicara mejor.
Harry sintió su rostro arder. "Madam Pomfrey me dijo que cuando estabas en Hogwarts, Sirius creyó que estaba embarazado de ti," soltó de golpe.
Remus se quedó completamente inmóvil. "Ah."
Solo eso.
"Ah." Como si Harry no hubiera lanzado la declaración más absurda de su vida. "No entiendo—"
Harry lo interrumpió antes de que terminara la frase, las palabras saliendo desordenadas y atropelladas. "¡Me dijeron que los magos pueden embarazarse! Y yo no lo sabía, Remus. Nadie me dijo nada. Y Madam Pomfrey empezó a hablar de cuidados, y sobre cómo Sirius estuvo asustado y yo—" Su respiración se volvió errática. "—y ahora acabo de hacer todo más complicado con Malfoy y no sé qué demonios estoy haciendo y nadie me explicó nunca nada de esto y—"
"Harry." La voz de Sirius.
Fue como respirar aire fresco después de haber estado sumergido bajo el agua.
Harry se quedó en silencio cuando la imagen se movió y Sirius apareció junto a Remus en el espejo, su expresión una mezcla de incredulidad y diversión apenas contenida.
"¿Qué diablos está pasando?" preguntó Sirius, con una ceja arqueada.
Harry tragó saliva. De repente, todo el pánico, toda la vergüenza y la desesperación que había estado conteniendo se desbordaron. "¡¿Por qué nadie me dijo que podías embarazarte, Sirius?!"
El hombre parpadeó. "¿Perdón?"
"¡¿Por qué nadie me dio la charla antes?! ¿Por qué tuve que enterarme de esto por Madam Pomfrey? ¿Por qué las relaciones son tan jodidamente complicadas?! Y— ¡¿por qué demonios no me dijiste que estabas saliendo con Remus?!"
Sirius abrió la boca. Luego la cerró. Luego la volvió a abrir. Finalmente, miró a Remus, quien suspiró profundamente.
"No estoy embarazado, Harry," dijo Sirius, como si estuviera explicando algo a un niño pequeño. "Nunca lo estuve."
Harry frunció el ceño. "Pero—"
"Fui un idiota cuando tenía tu edad," continuó Sirius, con una expresión nostálgica y avergonzada a la vez. "Y creí que era posible sin saber cómo funcionaban realmente las cosas. Pero no pasó nada. Remus no me embarazó. No tuvimos un bebé secreto."
Harry sintió que su cerebro se reiniciaba. "Oh."
Sirius se cruzó de brazos. "Y para que lo sepas, no es que estuviéramos ocultando lo nuestro. Simplemente no salió en la conversación."
"Claro, porque es normal no decirle a tu ahijado que estás con su profesor," murmuró Harry, rodando los ojos.
Sirius sonrió con diversión.
"¿Y por qué, exactamente, te dio Madam Pomfrey la charla de educación sexual hoy?" pregunto Remus, sus ojos brillaban como los de Hermione cuando ya sabía algo, pero quería que otros lo confirmaran.
Harry abrió la boca. La cerró. La volvió a abrir. "…No importa."
Sirius y Remus intercambiaron una mirada. Remus fue quien hablo antes que Sirius. "Mencionaste a Malfoy, ¿Sucedió algo entre ustedes?"
Harry sintió que su alma abandonaba su cuerpo por segunda vez en el día.
"Adiós," dijo, cortando la conexión con el espejo de golpe.
Y luego, sin ningún tipo de dignidad, se dejó caer de espaldas en la camilla, cubriéndose la cara con ambas manos.
Quien le dijera a Harry que ser parte de una orden secreta que luchaba por derrotar a un mago tenebroso significaba que no tendría tiempo para desperdiciarlo en cosas triviales claramente no conocía a Sirius Black.
Porque, honestamente, su padrino parecía tener una cantidad absurda de tiempo libre.
Quizá era porque estaba atrapado en Grimmauld Place sin poder hacer nada realmente útil para la guerra. Quizá era simplemente su naturaleza inquieta, rebelde y eternamente desobediente. O quizá, solo quizá, era porque Sirius Black tenía un talento natural para ser irritante cuando más se necesitaba tranquilidad.
Harry pensó brevemente en tirar el espejo lejos de él.
O en romperlo. O en lanzarlo por la ventana de la enfermería para que nadie pudiera seguir llamándolo “cachorro” con esa maldita voz llena de afecto.
Pero no lo hizo.
No lo hizo porque, en el fondo, aunque jamás lo admitiría en voz alta, le agradó. Lo hizo sentir cálido escuchar a Sirius repetir su nombre varias veces, incluso cuando Harry no respondía. Le gustó que Sirius hubiera empezado a usar apodos con él, cachorro, Prongslet, Harrinkis, como los gemelos le decían para molestarlo.
No. No podía permitirse sentirse así en ese momento.
Tenía cosas más importantes en qué pensar.
Como el hecho de que Malfoy lo estaba ignorando.
Como el hecho de que ahora sabía sobre embarazos masculinos.
Como el hecho de que Madam Pomfrey le había hecho la charla más incómoda de su vida y que él, en un arrebato de pura estupidez, había preguntado por el supuesto bebé de Sirius antes de saludar a Remus.
Por eso, cuando escuchó a Remus decir que lo mejor sería que Sirius y él fueran a preguntarle a McGonagall si había escuchado algo sobre “Harry y el chico Malfoy”, supo que ya había perdido cualquier esperanza de que este día fuera, en algún momento, normal.
Se apresuró a tomar el espejo.
Para su buena o mala suerte, la superficie reflejó de inmediato el rostro sonriente de Sirius, con una expresión que lo hizo sentir extrañamente expuesto.
"Ahí está," dijo su padrino con satisfacción. "Sabía que no podrías ignorarme para siempre."
Harry gruñó en respuesta, frotándose el rostro con ambas manos. "¿Cómo es que siempre terminas arruinando mi día?"
"Es un talento natural, cachorro," dijo Sirius alegremente. "Pero dime, ¿qué demonios hiciste ahora para que Pomfrey te diera la charla de educación sexual?"
Harry frunció el ceño. "¿Por qué piensas que—?"
"Porque no estabas enterado sobre los embarazos mágicos," intervino Remus, con su tono paciente pero inquisitivo. "Y porque mencionaste a Malfoy en la misma conversación."
Harry sintió un escalofrío recorrerle la columna. "Eso no significa nada."
"Oh, por favor," Sirius rió, acomodándose mejor, parecía que ambos estaban en el suelo. "Si te sirviera de algo, te diría que no te preocupes. Pero, ¿sabes qué? Prefiero ver a dónde lleva esto."
"A ninguna parte," dijo Harry rápidamente.
"Claro," murmuró Sirius, sin creérselo.
Remus suspiró, decidiendo intervenir antes de que Harry simplemente terminara por destruir el espejo de pura frustración. "Escucha, Harry. Creo que es mejor que entiendas bien esto antes de que te hagas ideas equivocadas."
Harry frunció el ceño pero dejó que Remus continuara.
"Los embarazos en magos no funcionan igual que en los muggles. La magia tiene sus propios sistemas, sus propias reglas. Para que un mago pueda concebir de otro mago, debe haber una conexión mágica muy fuerte entre ambos. Y en el caso de los magos que provienen de antiguas familias mágicas, hay una condición extra: el jefe del hogar debe aprobar la unión antes de que la magia lo permita."
Hubo un breve silencio.
"¿Qué?" preguntó Harry, sin entender del todo.
"En mi caso," explicó Sirius, "mi madre jamás aprobó como mi pareja a Remus. Así que, aunque lo intentamos en infinidad de veces, nunca pasó nada."
Hubo algo en la forma en que Sirius lo dijo—con un tono de indiferencia forzada—que hizo que Harry bajara la mirada.
"Pero ahora tu madre está muerta," murmuró. "Y tú eres el jefe del hogar Black."
El silencio que siguió fue… interesante.
Harry observó cómo la expresión de Remus cambió levemente. Grandes ojos brillantes. Pero Harry no pudo decir si era por esperanza o miedo. Sirius, en cambio, simplemente sonrió, aunque no llego a sus ojos. "Cachorro, créeme, si no pasó antes, no pasará ahora."
Harry sintió que algo en su pecho se relajaba ligeramente.
Hasta que Sirius continuó: "Y además, si de lo que te preocupas es de que el chico de Narcissa esté embarazado, puedes estar tranquilo. Lucius jamás aceptaría a Harry Potter como el otro padre de sus nietos."
Hubo un silencio tenso.
Harry sintió algo desagradable retorcerse en su estómago.
Alivio. Porque no. No quería ser padre estando todavía en el colegio. Pero también… También enojo. Molestia.
Porque, ¿quién demonios era Lucius Malfoy para decir que él no era digno?
Como si Malfoy fuera… ¿qué? ¿Un objeto exclusivo? ¿Algo con lo que Harry había jugado pero que ahora querían quitarle y entregarle a alguien más?
Algo hirvió dentro de él.
"Oh," murmuró con frialdad.
Sirius lo miró con curiosidad. "¿Te molesta?"
Harry apretó los labios. "No."
Sirius sonrió de lado. "Por supuesto que no."
Harry no respondió. Porque en el fondo, sabía que estaba mintiendo.
En algún momento de la conversación, Remus se había marchado. Harry no lo había notado hasta que Sirius dejó de hablar sobre la importancia de leer los folletos que Madam Pomfrey le había dado y mencionó, con su típico descaro, lo desastroso que sería si Harry no los leía.
“Créeme, cachorro, te lo digo por experiencia propia.”
Harry alzó la vista y vio la puerta de la enfermería cerrada.
Remus no había dicho nada desde que Harry mencionó la posibilidad de que ahora, sin la sombra de Walburga Black, Sirius pudiera quedar embarazado. Solo se había quedado mirando al vacío, con una expresión extraña, como si no estuviera en la habitación con ellos.
Si a Sirius le había afectado el silencio de Remus, no lo demostró.
Se inclinó hacia adelante, apoyando un codo en lo que sea que había delante suyo, Harry aun no sabía con exactitud donde se encontraba su padrino. “Bien. Ya pasaste suficiente tiempo sintiéndote miserable ahí dentro. Es hora de enfrentarte al caos.”
Harry frunció el ceño. “¿Caos?”
“Oh, vamos, Harry, no me digas que crees que la gente no está hablando de ti y el chico Malfoy.”
Harry sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Sirius se rió. “Si te sirve de consuelo, dudo mucho que el chico intente matarte. No ahora, al menos.”
“Malfoy no es de los que se quedan callados cuando algo le molesta,” murmuró Harry.
Sirius asintió con una sonrisa divertida. “Exactamente. Y ahora lo has molestado. Mucho.”
Harry pasó una mano por su rostro. “Genial.”
“Pero si se acostó contigo, significa que al menos le gustas. Y si le gustas, no querría matarte.”
Harry entrecerró los ojos. “Esa lógica es terrible.”
Sirius se encogió de hombros. “Funcionó para mí y Remus.”
Harry no pudo evitar bufar.
Por un momento, Sirius pareció satisfecho de verlo relajarse, pero luego su sonrisa se tornó maliciosa. “Por cierto, cachorro…”
Harry sintió un escalofrío de advertencia. “¿Qué?”
“¿Cómo te fue anoche con Malfoy?”
Harry sintió que toda la sangre de su cuerpo se precipitaba hacia su rostro.
Sirius continuó, sin piedad. “¿Dejaste en alto el apellido Potter o no?”
“¡Sirius!”
El hombre estalló en carcajadas mientras Harry se cubría el rostro con ambas manos, sintiendo que se moría de vergüenza.
Finalmente, en un murmullo apenas audible, Harry confesó: “No lo sé… Fue mi primera vez.”
Sirius dejó de reír. Hubo un silencio, y cuando Harry se atrevió a mirar, su padrino lo observaba con los ojos muy abiertos, como si no supiera qué decir.
Finalmente, Sirius resopló. “Bueno. No lo vi venir. A tu edad James ya había estado con medio castillo.”
Harry se encogió, deseando desaparecer. Sirius se pasó una mano por el cabello y lo miró con una expresión más seria. “Harry, escucha. No te ates a una sola persona. Es bueno experimentar antes de decidir.”
Harry frunció el ceño.
Sirius continuó. “Sal con más chicos. O chicas. No sé qué te guste ahora.”
Harry no respondió de inmediato. La verdad era que él tampoco lo sabía.
Sirius notó su vacilación y añadió con aire despreocupado: “La menor de los Weasley está claramente interesada en ti.”
Harry sintió una punzada de incomodidad. “Ginny es como una hermana para mí.”
Sirius alzó una ceja. “No es como si tuvieras que casarte con ella. Solo divertirte.”
Harry hizo una mueca. La idea no le atraía en absoluto, pero tampoco le dio una respuesta negativa a Sirius.
Su padrino lo estudió con atención. “Estás confundido.”
Harry desvió la mirada.
Sirius suspiró y apoyó una mano en el suelo. “Haz lo que yo hice antes de tener algo serio con Remus. Diviértete. Experimenta con tantas personas como sea posible.”
Harry sintió que algo dentro de él se tensaba.
Sirius continuó, sin darse cuenta del cambio en la expresión de Harry. “Malfoy solo será uno más en tu lista. Y tú solo eres uno más en la de él.”
Algo helado se extendió por el pecho de Harry.
La idea de ser “uno más” en la lista de Malfoy lo inquietó de una manera que no esperaba.
No quería ser uno más. Y no quería que Malfoy lo fuera para él.
Harry se levantó abruptamente de la camilla. “Tengo que irme.”
Sirius parpadeó. “¿A dónde?”
Harry no respondió. Se dirigió a la puerta, con una nueva misión en mente.
Salir de la enfermería.
Esquivar a todos.
Encontrar a Malfoy.
Asegurarse de que Malfoy no estuviera embarazado.
No ser asesinado por Malfoy en el intento.
Y de alguna forma—de alguna forma—convencerlo de que Harry merecía ser más que solo otro nombre en su lista.
La sutileza no era la mejor cualidad de Harry. Nunca lo había sido.
Por eso, mientras avanzaba desde la enfermería hasta la torre de Gryffindor, pudo sentir cada par de ojos siguiéndolo con descarada curiosidad. El murmullo se extendía como una plaga, pequeñas carcajadas escondidas detrás de manos que se cubrían los labios, miradas que se desviaban apenas Harry cruzaba el patio, pero que volvían a él en cuanto creían que no estaba mirando.
Y, por supuesto, Harry sabía exactamente de qué hablaban.
No era un secreto. No después de que había dejado que las palabras escaparan de su boca en el campo de Quidditch, delante de Gryffindor, de Slytherin, de todo maldito mundo.
"Lo dejé sin aliento anoche." Merlín.
No sabía qué era peor, si la forma en que todos lo habían escuchado o la forma en que sus amigos lo habían mirado después, con el rostro crispado, pálido y aterradoramente mudo.
Apretó los labios mientras aceleraba el paso. Atravesó el patio con la espalda tensa, sintiendo cómo los murmullos se intensificaban en cuanto se alejó. Subió las escaleras hasta llegar a la torre de Gryffindor, murmuró la contraseña sin pensarlo demasiado y entró al dormitorio como si estuviera en una misión de vida o muerte.
Tal vez lo estaba.
El mapa. Necesitaba el mapa.
Se dejó caer sobre su cama, arrancando el baúl con dedos temblorosos. No tardó en encontrarlo, aquel viejo pergamino arrugado que conocía mejor que la palma de su propia mano. Tocó la superficie con la varita, murmurando con voz baja:
"Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas."
Las líneas comenzaron a desplegarse, la magia cobrando vida con cada pequeño trazo. Harry apenas respiraba cuando sus ojos recorrieron los pasillos, buscando ese maldito nombre.
Pero Malfoy no estaba.
El ceño de Harry se frunció. No era la primera vez. Malfoy se esfumaba del mapa con una facilidad irritante, desapareciendo en lugares que Harry no podía ver, que el mapa no podía ver. ¿Salía del castillo? ¿Iba al Bosque Prohibido? ¿Se escondía en algún pasadizo oculto que el mapa no registraba?
Harry no tenía respuestas. Y lo odiaba.
Así que se quedó ahí, sosteniendo el pergamino como si con solo mirarlo pudiera hacer que Malfoy apareciera. Durante horas, sus ojos se deslizaron por los pasillos, los nombres de los estudiantes moviéndose de un lado a otro como piezas de ajedrez. Sus compañeros entraron en la habitación en algún momento, pero Harry apenas se dio cuenta.
Hasta que Seamus lo miró con sospecha.
Fue un vistazo rápido, pero lo suficiente para que Harry lo notara. Como si esperara que hiciera algo raro. Como si lo estuviera vigilando.
Genial. Otra persona más que parecía convencida de que Harry Potter estaba perdiendo la cabeza.
Dean, en cambio, evitó mirarlo por completo. Y eso… bueno, eso era peor. Era casi como si la presencia de Harry fuera incómoda, desagradable, algo que Dean no quería reconocer ni en su visión periférica.
Ron, sin embargo, se quedó en la puerta. Mirándolo. Pensando.
Harry fingió que no lo veía y volvió al mapa.
Nada.
Neville fue el único que rompió el silencio. "No te vi en la cena," comentó mientras dejaba su mochila en la cama. "Y faltaste a Herbología. Somos pareja en el proyecto, por cierto."
Harry levantó la vista con lentitud. "¿De qué trata el proyecto?" preguntó, sabiendo que no tenía ni idea.
Neville frunció el ceño, pensativo. "Te lo diré mañana, cuando ordene mis apuntes."
Harry asintió, distraído.
Neville era el mejor en Herbología, lo sabía. Y ser su compañero significaba tener una nota sobresaliente asegurada. Solo esperaba que Neville no sintiera que Harry era un lastre, alguien que solo estorbaría en el trabajo.
No es como si Malfoy estuviera en mejor posición. Malfoy siempre evitaba hacer cualquier cosa mundana, como si ensuciarse las manos con algo fuera indigno de su existencia.
Malfoy.
La molestia burbujeó en el estómago de Harry. Bajó la cabeza y volvió a buscar en el mapa, justo cuando Ron pareció reunir el valor suficiente para hablarle.
La conversación empezó de manera torpe, como si Ron estuviera probando el terreno. No mencionó el campo de Quidditch. No mencionó el escándalo. No mencionó que Harry había dicho, en voz demasiado alta, algo que había lanzado a Hogwarts entero al caos.
Pero Harry ya no estaba escuchando.
Porque, por fin, ahí estaba.
Draco Malfoy.
Harry sintió que su respiración se detenía por un segundo.
El nombre apareció en el sexto piso. Se movía con rapidez, deslizándose entre los corredores como si estuviera huyendo de algo. O de alguien.
Ron seguía hablando, pero Harry no prestaba atención. Malfoy ya estaba en el quinto piso. Si bajaba el resto de pisos a esa velocidad llegaría a las mazmorras antes de que alguien pudiera detenerlo.
No. No iba a dejarlo escapar.
Se puso de pie de golpe, dejando a Ron con las palabras a medio camino.
"¿Harry?" preguntó su amigo con confusión, pero Harry ya estaba avanzando.
No le importaba si lo llamaban loco. No le importaba si lo estaban mirando de nuevo. Solo había una cosa en su mente ahora.
Encontrar a Malfoy.
Asegurarse de que no estaba… que no estaba… Harry tragó saliva con dificultad. Que no estaba embarazado.
Y que, de alguna forma, lo que sea que hubiera entre ellos no terminara siendo solo una muesca más en la maldita lista de Draco Malfoy.
Chapter 8: No soy solo uno de tus muchos juguetes
Summary:
Advertencias específicas
Sexo entre menores de edad.
Sexo en medio de un pasillo. Sexo semipúblico.
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La relación entre Harry y Draco no es sana, pero están en una guerra así que los dos hacen lo que pueden, pronto verán a la hermosa "pareja enamorada" tener una "relación" publica.
Chapter Text
Harry salió volando prácticamente del dormitorio, dejando atrás la sorpresa muda de Ron y las miradas inquisitivas de sus compañeros. Su respiración era entrecortada, más por la furia contenida que por el esfuerzo. No pensaba en lo que hacía, solo en lo que necesitaba hacer. Cada cierto tiempo sus ojos descendían al mapa, a ese nombre que se movía con una rapidez irritante. Draco Malfoy.
Harry presionó la mandíbula. Cuarto piso.
Se apresuró. Era rápido, sí, pero Malfoy también lo era.
Tenía sentido. Malfoy tenía esas piernas largas, escandalosamente suaves y con una fuerza sorprendente. Harry lo sabía porque la noche anterior esas mismas piernas lo habían rodeado con desesperación, anclándolo a un cuerpo tembloroso y sofocado de jadeos.
Por un segundo, la imagen irrumpió en su mente. El eco de su voz, las marcas en su piel, la forma en que Malfoy se aferraba a él como si no pudiera soportar que hubiera distancia entre sus cuerpos.
Harry casi tropezó. El maldito recuerdo lo golpeó como una patada en el estómago y sintió el calor subiéndole por la nuca.
No. No tenía tiempo para eso. Forzó a su cerebro a enfocarse en lo que tenía en frente. Malfoy ya estaba en el tercer piso. Estaba huyendo. De él.
Harry sintió un placer retorcido en la idea. Había sido diferente la noche anterior. Entonces, Malfoy no intentaba escapar. Todo lo contrario. Pero era de esperarse. Malfoy tenía una maldita habilidad para fingir que no le importaban las cosas. Fingía que Harry no existía cuando lo veía en los pasillos, fingía que su piel no recordaba las manos de Harry recorriéndola, fingía que lo que sucedía entre ellos no era algo tan peligroso como para hacer que Harry perdiera la cabeza.
Y tal vez la había perdido. Porque en lugar de dejarlo ir, estaba aquí, con el corazón desbocado y los dedos crujientes alrededor de su varita, persiguiéndolo por Hogwarts como si la cordura le importara un carajo.
Por los atajos del mapa, Harry logró interceptarlo en el segundo piso.
El lugar no le agradaba. Demasiado cerca del despacho del director. Demasiados retratos observando, sus ojos moviéndose entre sombras, llenos de ese tipo de curiosidad fastidiosa que Harry no soportaba. Pero nada de eso importó cuando vio a Malfoy.
Allí estaba. Suelto. Caótico.
Malfoy se giró justo cuando Harry se lanzó sobre él, su espalda chocando contra la pared de piedra con un golpe sordo.
Por poco no rodaron por las escaleras. Pero lo más divertido fue ver a Malfoy intentando encontrar que la cercanía no le afectaba.
Los labios apretados, los ojos helados, los dedos crujientes como si no supiera si empujarlo o aferrarse a su túnica.
“¿Qué demonios te pasa, Potter?” siseó entre los dientes.
Harry exhaló una risa sin humor. “¿A mí? Pensé que después de anoche ya sabías lo que me pasó.” Se lo dijo despacio, con una malicia medida, esperando ver la reacción en su rostro.
Y ahí estaba. Un leve temblor en sus pestañas, la manera en que su pecho subió con más rapidez, la furia en su mandíbula tensa.
Harry irritante. "¿Sigues corriendo? Pensé que te gustaba cuando te atrapo."
Malfoy lo empujó. Pero no fue suficiente. El retroceso hizo que Harry se tambaleara, su nariz golpeando la pared de piedra con un chasquido agudo y arrepentido.
Un segundo de dolor punzante. Harry entrecerró los ojos. Dolia. Mucho. Pero lo ignoró. Porque Malfoy ya estaba de pie, como si su única prioridad fuera alejarse de él.
Y eso era gracioso. Ridículamente gracioso. Porque la noche anterior, con la piel cubierta de marcas rojas y su boca entreabierta en jadeos, había rogado lo contrario.
Harry lo miró, con los labios curvándose en una sonrisa oscura. “¿A dónde crees que vas?” preguntó con una voz que no era del todo suya.
Malfoy no respondió. Y eso lo enfureció más. Porque Harry quería respuestas.
Quería saber por qué desapareció en el mapa. Quería saber qué mierda hacía cuando no estaba aquí. Quería saber si escapaba para encontrarse con alguien más.
Solo la idea hizo que algo oscuro se removiera en su pecho. “¿Por qué siempre desaparecerás?”
Malfoy se detuvo. Los pasillos estaban vacíos. Solo ellos dos, la luz tenue de las antorchas reflejando sombras alargadas en las paredes.
Harry no estaba seguro de si Malfoy planeaba responder. Hasta que lo hizo.
“¿Por qué te importa?” La pregunta no era burlona. No tenía la superioridad venenosa de siempre. Era más bien afilada.
Como una daga.
Harry no sabe qué responde. Por un segundo, la realidad se sintió extraña.
Porque sí, ¿por qué demonios le importaba?
No tenía sentido. Ninguno.
Pero aún así, la idea de que Malfoy pudiera estar escondiéndose con alguien más—de que esas piernas suaves y fuertes estuvieran rodeando otra cadera que no fuera la suya—lo hacía querer destruir algo.
"Porque lo sé todo sobre ti, Malfoy". Se lo dijo con esa voz baja, con la amenaza implícita en cada palabra.
Malfoy sonrojándose. Una sonrisa fría. Vacía. "No, Potter."
Y ahí estaba otra vez. La mentira. El intento de fingir que esto, lo que sea que tuvieran entre ellos, no significaba nada.
Harry se pasó la lengua por los dientes, sintiendo el sabor cobrizo en su boca. Su nariz probablemente estaba sangrando, pero le daba igual.
Se acercó un paso. Lo suficiente para que Malfoy tuviera que alzar la barbilla para mirarlo. Lo suficiente para que Harry viera lo que realmente había en esos ojos.
Algo quebrado. Algo que odiaba mostrar. Algo que Harry entendía demasiado bien. Así que en lugar de decir algo más, solo dejó que la tensión flotara entre ellos.
Malfoy respiró hondo. Y luego dio un paso atrás. Le dio la espalda.
Fue en el instante en que Malfoy giró para marcharse. Solo un movimiento. Un segundo de descuido.
Y Harry lo vio.
Primero, no registró lo que estaba viendo. Solo era un detalle. Un fragmento de piel expuesto, justo donde la tela de la camisa blanca y la túnica negra se abrirían lo suficiente para dejar al descubierto su clavícula.
Pero entonces lo entendí.
La marca. Una sombra oscura, irregular, justo ahí, sobre el hueso. El estómago de Harry se contrajo. Todo dentro de él se volvió rojo.
Ninguna era posible. No podía ser posible.
La voz de Sirius resonó en su cabeza con la fuerza de una maldición.
"No eres especial, Harry. No para alguien como Malfoy. Eres solo uno más en su lista".
No. No.
Harry no lo iba a permitir. No iba a dejar que Malfoy lo reemplazara.
La furia lo tomó antes de que pudiera pensar. Se agita sin advertencia, atrapándolo por el brazo y jalándolo con fuerza. Malfoy apenas tuvo tiempo de soltar un jadeo de sorpresa antes de que su espalda chocara contra la pared de piedra.
Los retratos soltaron exclamaciones escandalizadas. Uno de ellos, un mago con una peluca empolvada y expresión de absoluto horror, se cubró los ojos con un suspiro dramático.
Pero Harry no los escuchó. No los veía. Solo vi a Malfoy.
Solo veía su clavícula. Las hermosas, delicadas y pálidas clavículas que ahora estaban marcadas.
Marcadas por alguien más. Marcadas por alguien que no era Harry.
El aire se sentía pesado, vibrando con algo primitivo y oscuro.
Malfoy pestañeó, aturdido por el impacto, pero su confusión se disipó en cuanto vio la expresión de Harry.
Su ceja se arqueó con una frialdad calculada. "¿Voy a tener que empezar a preocuparme por tus ataques de locura, Potter?"
Harry no respondió. No podía. Sus pensamientos eran un torbellino descontrolado, una mezcla de furia y celos que lo hacían temblar.
Su agarre en el brazo de Malfoy se apretó.
“¿Quién te hizo esa marca?” El tono de su voz era bajo, tenso, peligroso.
Malfoy, para su absoluto y maldito infortunio, no parecía preocupado en lo más mínimo.
En lugar de eso, su boca se curvó en una media sonrisa perezosa.
"Oh. ¿Te refieres a esto?" preguntó, inclinando la cabeza lo suficiente para que su clavícula quedara aún más expuesta, el color de la marca tornándose más evidente bajo la luz tenue del pasillo.
Un gesto descartado. Una provocación directa.
Harry sintió la sangre arderle bajo la piel. "Te hice una pregunta, Malfoy."
Pero el otro solo ladeó la cabeza, con un aire de exasperación divertida, como si Harry estuviera siendo absurdamente infantil. “No preguntes su nombre.”
Harry sintió un chispazo de rabia recorrerle la espina dorsal. Su mano se movió antes de que pudiera detenerse, entrelazándose con los mechones sedosos y fríos del cabello de Malfoy, tirando con un poco más de fuerza de la necesaria.
Malfoy siseó, pero su reacción no fue la que Harry esperaba.
No hubo enojo. No hubo un insulto inmediato. Solo un brillo divertido y peligroso en sus ojos. Y eso lo hizo explotar.
Harry lo jaló del cabello aún más, obligándolo a inclinar la cabeza hacia atrás. El cuello de Malfoy quedó expuesto, tenso, la línea de su garganta tan malditamente perfecta que Harry sintió el impulso de destruirla.
Y lo hizo.
No lo besé.
No fue suave.
No fue cuidadoso.
Hundió la boca contra la piel de Malfoy con una brutalidad desesperada, mordiendo, chupando, dejando marcas que se oscurecerían en cuestión de minutos.
Malfoy se tensó, sus manos se elevaron como si fuera a apartarlo, pero su intento fue patético.
Porque no lo hizo. No se alejo. No lo detuvo.
Solo dejó escapar un jadeo bajo, uno que Harry sintió vibrar contra sus labios, contra su lengua cuando mordió de nuevo, más fuerte, más profundo.
Las marcas que hicieron no eran cuidadosas. Eran un desastre. Eran suyas.
Malfoy soltó una risa entrecortada, entre exasperada y complacida. "Alfarero…"
Harry no lo dejó hablar. Se alejó solo lo suficiente para verlo.
Malfoy estaba respirando con dificultad, su cabello desordenado de la manera en que Harry lo había jalado. Sus labios entreabiertos, la piel de su cuello cubierta de marcas rojas y moradas, un contraste feroz contra su pálida piel.
Estaba preciosa.
Pero Harry seguía ardiendo. Porque aún no tenía la respuesta que quería. "¿Quién te marcó, Malfoy?"
Malfoy parpadeó lentamente, y por primera vez, Harry notó algo más en su expresión. Nada de burlas en solitario. Ningún desafío en solitario. Algo más profundo. Algo que Harry no supo descifrar de inmediato.
Pero luego Malfoy sonrió. Y supo que estaba jodido. Porque esa no era una sonrisa de burla.
No era arrogante. Era más bien satisfecha.
Harry sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
"Anoche fuiste bastante apasionado, Potter".
Harry quedó inmóvil. Su cerebro tardó demasiado en procesarlo.
Anoche. Esa marca. Era suya. Era suya.
Harry sintió que su corazón daba un vuelco brutal dentro de su pecho.
Malfoy inclinó la cabeza, con esa maldita sonrisa aún en su rostro. "¿Me vas a marcar cada vez que creas que alguien más me ha tocado? Porque si es así..." Se acercó un poco más, sus labios rozando apenas la comisura de la boca de Harry cuando susurró: "Vas a estar muy, muy ocupado".
Harry sintió que el calor estallar en su estómago.
Lo único en lo que podía pensar era en cuánto quería destruir esa arrogancia. Y en cuanto quería hacerlo suyo otra vez.
El pasillo del segundo piso estaba casi vacío a esas horas. Solo las velas flotantes parpadeaban con un brillo tenue sobre las paredes de piedra, proyectando sombras alargadas que parecían moverse como espectros silenciosos.
Pero Harry no vio nada de eso. Solo vi a Malfoy. Su cuerpo aún atrapado entre la pared fría y la fuerza abrumadora del agarre de Harry. Su respiración aún agitada. Su cuello aún marcado.
Harry sintió una oleada de algo primitivo recorrerle el cuerpo. La satisfacción oscura de verlo así. De saber que él lo había hecho.
De saber que nadie más podía tocarlo. Que nadie más podía reclamar lo que era suyo. Pero Malfoy, maldito Malfoy, sonreía. No de manera arrogante. No con burla. Era algo peor.
Era una sonrisa satisfecha.
Harry sintió que su corazón golpeaba contra su pecho con violencia. Se inclinó apenas, su nariz rozando la piel caliente de su cuello, sintiendo cómo Malfoy contenía el aliento.
“Me estás volviendo loco.” Su voz era baja, ronca, llena de algo que ni siquiera se molestó en ocultar.
Malfoy tragó saliva. Y eso fue todo. Eso fue todo lo que Harry necesitaba.
Lo empujó de nuevo contra la pared, con más fuerza, con más desesperación, hasta que Malfoy soltó un jadeo entrecortado. Su corbata ya no estaba ajustada. Las marcas en su clavícula estaban más visibles que nunca. Y Harry quería más.
Necesitaba más. Porque si no lo hacía suyo aquí y ahora, se volvería loco.
Porque Malfoy lo estaba destruyendo con esa actitud activa, con su falta de miedo, con la manera en que lo provocaba sin siquiera intentarlo. "Alfarero…"
La voz de Malfoy era apenas un susurro. Había algo diferente en su tono. Algo que casi parecía… una súplica. "Por favor. No aquí".
Harry sintió una chispa de furia en su pecho. No quería esconderse. No le importaba si alguien los veía.
De hecho, quería que lo hicieran. Quería que vieran a Malfoy atrapado bajo su cuerpo, marcado, jadeante, completamente suyo.
Pero Malfoy lo miró con esos malditos ojos grises. Con esa vulnerabilidad apenas perceptible, escondida detrás de su orgullo. Y Harry, por una fracción de segundo, pareció hacerle caso. Pero solo por un segundo.
Porque en el siguiente, lo empujó lejos de las escaleras. Hacia la esquina oscura del pasillo. Casi cerca de la entrada del despacho del director.
El lugar donde nadie tenía permitido hacer algo como esto. El lugar donde podrían ser descubiertos en cualquier momento.
Malfoy tropezó ligeramente, sorprendido por la brutalidad del movimiento, pero Harry no le dio tiempo a reaccionar.
Lo atrapó antes de que pudiera apartarse. Antes de que pudiera escapar. Antes de que pudiera hacer otra maldita petición.
“¿De verdad crees que voy a detenerme?” Su voz era un gruñido bajo, oscuro, lleno de algo peligroso.
Malfoy entrecerró los ojos. Una chispa de desafío brilló en ellos, aunque su respiración aún era irregular.
Y eso fue lo que rompió el último hilo de autocontrol de Harry. Lo tomó por la cintura y lo giró bruscamente, empujándolo de espaldas contra la pared de piedra. La exclamación de sorpresa de Malfoy se convirtió en un jadeo sofocado cuando Harry se inclinó sobre él.
No con delicadeza. No con paciencia. Lo devoró.
Su boca atacó la piel de su cuello con un hambre salvaje, sus dientes marcándolos sin piedad, su lengua dejando un rastro ardiente sobre cada marca nueva.
Malfoy se retorció, sus manos se elevaron como si intentara apartarlo, pero Harry solo tomó sus muñecas y las empujó contra la pared.
Inmovilizándolo. Reclamándolo. Haciéndolo suyo.
Malfoy jadeó, su cuerpo estremeciéndose contra el de Harry. "Alfarero-"
“Cállate.”
Harry mordió su clavícula con más fuerza, sintiendo cómo Malfoy se arqueaba bajo él.
No con dolor. No con rechazo. Con otra cosa. Algo que hizo que la sangre de Harry ardiera aún más. Algo que lo hizo aferrarse a él con más desesperación.
Lo besó entonces. Pero no fue un beso dulce.
Fue un choque de labios y dientes, una lucha de lenguas, una batalla en la que Harry se aseguraba de ganar.
Malfoy intentó resistirse. Pero su resistencia era débil. Patética. Porque lo quería. Porque lo necesitaba tanto como Harry. El sonido de su respiración entrecortada, el temblor en su cuerpo, el ligero gemido sofocado cuando Harry mordió su labio inferior…
Todo lo traicionaba. Todo le decía a Harry que Malfoy ya era suyo. Que siempre lo había sido. Que siempre lo sería. Finalmente, se separó, apenas lo suficiente para mirarlo.
Malfoy tenía los labios hinchados, la respiración descontrolada, el cuello cubierto de marcas aún más oscuras. Pero aún así, sonreía. Esa maldita sonrisa. Esa sonrisa satisfecha. Esa sonrisa que le decía a Harry que lo había disfrutado. Que lo estaba disfrutando.
Harry se acercó de nuevo, sus labios rozando apenas los de Malfoy cuando susurró: "¿Todavía quieres que nos escondamos, Malfoy?"
Malfoy lo miró fijamente, su pecho subiendo y bajando con rapidez. Y luego, con voz ronca, respondió:
"Me importa una mierda quién nos vea."
Harry irritante. Porque esa era la respuesta que quería.
Harry estaba perdiendo la cabeza. El calor ardía en su piel, en sus venas, en cada rincón de su cuerpo, quemándolo por dentro como si una maldición lo estuviera consumiendo. Pero no era magia. Era Malfoy.
Malfoy, con su respiración errática y su piel marcada. Malfoy, con esa maldita sonrisa satisfecha en los labios hinchados.
Harry no podía soportarlo. No podía soportar la forma en que Malfoy lo miraba. No podía soportar la idea de que alguien más pudiera verlo así.
De que alguien más pudiera imaginar siquiera lo que acababan de hacer en ese pasillo oscuro, a unos pasos de la oficina del director.
El peligro de ser descubiertos, el latido frenético en su pecho, la adrenalina enloquecida en su torrente sanguíneo—todo se mezclaba con algo más oscuro. Algo más retorcido. Algo que lo hacía aferrar la cintura de Malfoy con una fuerza que casi parecía una advertencia.
Y Malfoy lo sabía. Lo veía en sus ojos. Lo sentí en la forma en que Harry lo sujetaba, como si estuviera al borde de romperse. Pero en lugar de apartarse, en lugar de detenerlo, Malfoy solo se inclinó un poco más, con esa arrogancia que lo volvió loco.
“¿Qué pasa, Potter?” susurró, con su voz aún áspera, su aliento cálido chocando contra los labios de Harry. “¿Te molesta que otros me vean así?”
Harry lo empujó de nuevo contra la pared. El sonido sordo del impacto resonó en el pasillo vacío, pero Malfoy no se quejó. Solo suena más. Como si le divirtiera. Como si disfrutara ver a Harry tan fuera de control.
Harry apretó los dientes. “Te odio”, gruñó, pero su mano se deslizaba peligrosamente bajo la túnica de Malfoy.
“Claro que sí”, murmuró Malfoy, con ese tono de burla que lo hacía querer destruirlo.
Y Harry lo hizo. Lo besó con una fuerza que bordeaba lo violento, robándole el aliento, devorándolo con una desesperación salvaje.
Malfoy dejó escapar un sonido ahogado cuando la mano de Harry se detuvo sobre su trasero, un gemido bajo que Harry sintió vibrar en su boca, y eso solo lo incitó más.
Sus manos sujetaron con más fuerza el glorioso trasero de Malfoy, acariciándolo con una posesividad absoluta.
No había delicadeza en sus movimientos. No había paciencia. Solo había necesidad. Una necesidad intensa, sofocante, peligrosa.
Y Malfoy no se resistía. Malfoy se aferraba a él. Se inclinaba hacia él, su cuerpo respondiendo al de Harry como si estuvieran hechos para esto.
Pero entonces, en medio del frenesí, Harry lo sintió. La mirada de alguien. Un escalofrío recorrió su espalda.
No podía ver a nadie, pero el simple hecho de imaginarlo era suficiente. Suficiente para que la furia se mezcle con el deseo en su interior, retorciéndose en un sentimiento aún más oscuro.
Porque nadie más podía ver a Malfoy así. Nadie más podía verlo temblar bajo su toque. Nadie más podía escuchar los jadeos entrecortados que escapaban de sus labios.
Nadie. Solo él. Solo Harry.
El pensamiento lo tocaba como un hechizo aturdidor. Y antes de que pudiera detenerse, antes de que Malfoy pudiera decir algo, sujetó con más fuerza el perfecto trasero de Malfoy y saco sus manos de la túnica para jalarlo bruscamente del brazo.
—Potter, ¿qué…?
Harry no le respondió. Solo lo empujó por el pasillo, guiándolo con pasos apresurados, sin importarle si Malfoy tropezaba un poco al intentar seguirle el ritmo.
No se detuvo hasta que alcanzaron la puerta del baño más cercana. El baño del segundo piso. El mismo donde Myrtle la Llorona solía esconderse.
Harry entró primero, tirando de Malfoy tras él, y cerró la puerta con un golpe seco.
El sonido resonó en el espacio vacío, ahogado solo por la respiración agitada de ambos.
Harry sintió que su propia sangre regresaba a sus oídos. Estaba tan alterado que apenas podía pensar con claridad.
Malfoy se soltó de su agarre, con el ceño fruncido, su cabello aún más revuelto, su túnica desarreglada.
“¿Qué demonios te pasa?” espetó, pero su voz temblaba apenas, y Harry lo notó.
Lo notó tanto como notó la forma en que Malfoy se humedecía los labios. Tanto como notó la manera en que su pecho subía y bajaba con cada respiración. Harry dio un paso adelante.
Malfoy, por primera vez, pareció dudar.
Harry entrecerró los ojos. Y entonces, con una lentitud peligrosa, alzó una mano y tomó el rostro de Malfoy entre sus dedos, obligándolo a mirarlo directamente.
Sus pulgares rozaron sus pómulos, bajando hasta la línea de su mandíbula, hasta el punto exacto donde Harry ya lo había marcado.
Malfoy contuvo el aliento.
“¿Sabes por qué te traje aquí?” Su voz era baja, tan oscura como el pasillo del que acababan de escapar.
Malfoy no respondió. No lo desafió. No esta vez. Harry lo vio tragar saliva. Lo vio pestañear rápidamente, como si intentara recuperar su arrogancia.
Y Harry irritante. Una sonrisa que no tenía nada de amable.
“Aquí nadie más puede verte”, susurró, acercándose más. Sus labios rozaron la oreja de Malfoy, dejando un escalofrío a su paso.
Malfoy se tensó. Y Harry lo sintió. Sintió la forma en que su cuerpo reaccionaba.
“Solo yo”, continuó Harry, su aliento cálido en su piel. “Solo yo puedo verte así”.
Lo empujó suavemente hasta que su espalda chocó contra el lavabo de mármol. Lo tenía atrapado.
Acorralado. Pero Malfoy no se quedó. No intenté apartarme.
En cambio, inclinó ligeramente la cabeza, exhalando con fuerza. Y Harry lo odió.
Lo odió por no resistirse. Lo odió por ceder tan fácil, por provocarlo de esa manera. Por tentarlo. Por hacerlo perder el control. Pero sobre todo…
Lo odió por disfrutarlo. Por necesitarlo tanto como él.
El silencio entre ambos era casi insoportable. La única interrupción era el eco de sus respiraciones desordenadas, el sonido de su ropa arrugada entre sus propios movimientos.
Harry deslizó una mano bajo la túnica de Malfoy, subiendo lentamente, sintiendo la piel caliente bajo sus dedos.
Malfoy presionó los labios, como si intentara no hacer ruido. Como si intentara ocultar lo que estaba sintiendo.
Pero Harry no lo permitiría. No esta vez.
Malfoy dejó escapar un jadeo bajo cuando Harry presionó su agarre sobre su trasero, cuando su boca descendió de nuevo a su cuello, cuando sus labios encontraron cada una de las marcas que había dejado antes.
Y Harry suena contra su piel. Porque Malfoy ya no tenía escapatoria. Porque Malfoy nunca la tuvo. Y porque, aunque pretendiera que esto le molestaba…
Ambos sabían que no era así.
Harry casi nunca usó su túnica si no era estrictamente necesaria a diferencia de Malfoy. Con mucho a pesar de que tuvo que usar solo una mano para acariciarlo, como si fuera algo habitual, Harry abrió sus pantalones con una mano y saco su pene y comenzó a bombear con fuerza, no fue necesario mucho esfuerzo para estar completamente duro, con tan solo escuchar los gemidos de Malfoy era suficiente para ponerlo duro.
“Ponte de rodillas”, le dijo Harry a Malfoy, en un rato volvería a dejar más marcas en el cuello de Malfoy por ahora quería hacer un buen uso de esa orgullosa boca. Malfoy inmediatamente se puso de rodillas en el frío piso, como si hubiera estado esperando hacerlo desde hace meses. "Ya sabes qué hacer, Malfoy".
Harry sostuvo su pene en su mano, empujándolo contra los labios abiertos que lo recibieron gustoso. La lengua tímida de Malfoy se asomó primero, probando antes de introducir la punta roma de Harry en su boca.
Harry cerro los ojos cuando sintió la lengua de Malfoy acariciarlo, sus gemidos salieron cada vez más fuerte al mismo tiempo que Malfoy bajaba la cabeza. Harry no pudo evitar agarrar los rizos platinados de Malfoy y empujar su pene con fuerza, los sonidos que la boca de Malfoy producía solo era un incentivo para Harry de ser más fuerte en sus movimientos, Malfoy lucho con fuerza para no ahogarse y reprimir su reflejo nauseabundo.
Malfoy lo miraba con los ojos llenos de lágrimas y la saliva goteaba de sus labios rosados hinchados, Harry se sintió molesto al pensar en cuantos vio a Malfoy de esa manera, tan hermoso y necesitado.
Con rudeza se aparto de la boca de Malfoy, los fluidos de ambos manchaban el pene de Harry y el rostro de Malfoy era un desastre.
Mejillas rosadas, ojos llorosos y labios hinchados mojados por los fluidos de ambos hizo que Harry tomara del brazo a Malfoy y lo pusiera de pie.
Quería destruirlo.
Harry saco su varita y murmuró un hechizo que hizo que sus ropas desaparecieran por completo, Dean se los había enseñado el año pasado a Ron no le debía de causar mucha gracia el saber que Dean lo estaría usando con Ginny. No fue difícil empujar a Malfoy una vez más contra el lavado de mármol, las manos de Malfoy temblaron cuando se apoyaron en el lavado. Harry primero acaricio la suave curva del trasero rosado y luego dejo que sus dedos viajaran hasta la pequeña entrada de Malfoy, con dos dedos masajeo su entrada, sus movimientos eran suaves y lentos presionando ocasionalmente hacia adentro, descubrió la noche anterior lo estrecho que era Malfoy y solo por eso no introdujo sus dedos, pero Malfoy hacia esos débiles deliciosos sonidos y Harry era un hombre.
A Harry no le gustaba lastimar a las personas, pero Malfoy, él tenia algo que hacia que Harry quisiera morder, romper y despedazarlo.
La respiración de Malfoy era irregular y sus caderas se movían, persiguiendo los dedos de Harry, instándolo a entrar, a romperlo. Pero Harry no lo haría, seria el propio Malfoy quien se rompería y Harry lo iba a disfrutar.
Harry no dejo de tocar, de acariciar, esperando el momento que Malfoy empezara a romperse y fue glorioso cuando sucedió. Malfoy arqueó su espalda y soltó un chillido del cual Harry estaba seguro de que nadie había oído más que él. Harry sintió como el agujero de Malfoy se abría y cerrado, sus hermosas piernas se abrieron, invitando a Harry a mirarlas, a tocarlas y lo mejor era que Malfoy le suplicaría que las mordiera.
Harry irritante, irritante como solo el hombre más feliz lo haría. Malfoy se había corrido con solo dos dedos de Harry y ninguno de ellos había entrado.
Malfoy no lo dejaría, no lo reemplazaría. Malfoy ya era suyo.
“Fuiste hecho para que te usara, ahora solo relájate y del resto me encargo yo”, Harry no espero a que Malfoy le respondiera, estaba demasiado ido para hacerlo. Agarrando de la cintura Harry lo atrajo hacia él, froto su pene entre las dos mejillas pálidas y ruborizadas de Malfoy, el silencio de Malfoy empezó a molestar a Harry así que le dio una palmada en el trasero. Malfoy chillo y arqueo su espalda, Harry luego descubriría que tan flexible podía ser Malfoy.
Con un solo movimiento Harry entró, Malfoy estaba mucho más apretado que anoche y más cálido y si Harry no hubiera estado agarrando la cintura de Malfoy hubiera caído al suelo y sucumbido al intenso placer que era estar dentro de Malfoy.
Harry había estado bebiendo la noche anterior y por eso no pudo apreciar lo caliente y estrecho que era Malfoy, era mucho mejor que ayer, Malfoy lo tomaba tan bien.
Harry no estaba seguro si el siguiente chillido fue de Malfoy o de Myrtle, estaba más concentrado en no correrse dentro de Malfoy, lo primordial ahora era moverse y así lo hizo, fue lento al comienzo o al menos lo intento, Malfoy era demasiado tentador y Harry era débil.
Hubiera querido ser más paciente, pero Malfoy y sus sonidos lo impulsaron a casi salir de Malfoy y entrar con fuerza, sintiendo cada glorioso centímetro del interior de Malfoy, dentro y fuera.
Continuo así hasta que sintió que estaba por correrse, se detuvo un momento para respirar y ver la nuca de Malfoy, estaba roja, Malfoy se ruborizaba mucho. Fue el saber que era Harry quien provocaba ese rubor que su ímpetu se fortaleciera, ignorando las súplicas de Malfoy de esperar, Harry se movió, usando a Malfoy a su antojo.
Su pene forzó el interior de Malfoy a dejarlo entrar con más fuerza y rapidez. Sus manos nunca dejaron la cintura de Malfoy, su pene embestía con fuerza, sus bolas cochaban con las de Draco cada vez con más fuerza.
Malfoy se sentía increíble, Harry nunca se cansaría de estar dentro de suyo y mucho menos de escucharlo gemir y suplicar por más.
Igual que la noche anterior Malfoy gimió y chillo cuando su interior empezó a tensarse, Harry sintió como el interior de Malfoy trato de absorberlo y Harry siseo, luego Malfoy gritó algo antes de que su cuerpo convulsionara y perdiera las fuerzas en sus brazos.
Harry lo tomo, tomo todo el peso de Malfoy y aumentó la velocidad de sus embestidas, agarrándolo del cuello. Harry embistió una última vez antes de venirse dentro de Malfoy.
Harry ahora no sabia cual seria su follada favorita con Malfoy, si la de anoche o la de ahora, tal vez necesitaba mas opciones antes de decidirse por una.
Malfoy ni siquiera lucho para impedir que Harry se viniera dentro de suyo, solo apoyo su cuerpo aun más sobre el de Harry, como si estuviera pidiendo que Harry lo arruine.
Ambos se quedaron presionados sobre el otro hasta que Harry estuvo seguro de que todo su semen estaba dentro de Malfoy. Harry no se habría alejado de Malfoy si no hubiera sido el propio Malfoy quien le dio una palmadita al brazo y Harry recordara que debía de soltar el cuello de Malfoy.
Harry sabia que estaba perdido cuando vio como el líquido blanco y pegajoso empezó a salir de Malfoy, lo vio hacer unos movimientos raros y Harry le iba a preguntar si lo había lastimado, pero se detuvo cuando el líquido aumentó y empezó a gotear en las baldosas del baño.
Como si esa fuera una señal, Harry sintió que su pene se estremeció y empezó a aguantar. Ver a Malfoy, el engreído y orgullo Malfoy de pie completamente desnudo en un baño abandonado y sobre todo verlo gotear su semen fue lo más hermoso que había y vería en toda su vida, Harry estaba seguro de eso.
Malfoy se relajó cuando sintió que Harry le metía un dedo en su interior.
“Potter, no… espera, por favor, no… no estoy…” Malfoy se relajó intentando separar a Harry, pero Harry era más fuerte que él.
Harry lo acorralo y aprisiono sobre el lavado, dejando sin salida a Malfoy.
“Realmente naciste para esto”, respondió Harry mientras le introducía dos dedos más.
Harry metía y sacaba sus dedos de Malfoy con suavidad, no era un desalmado después de todo. Malfoy no se cansaba de chillar y temblar, si Harry hubiera sabido lo dócil y delicioso que era Malfoy no había dejado que él se escapara la noche anterior.
“Salazar, no, por favor, no”, suplicó patéticamente Malfoy. Como respuesta Harry solo se introdujo lentamente en su dilatado y húmedo agujero. Gritó Malfoy.
Su interior aún estaba dilatado y húmedo por la reciente follada, por lo que Harry no se detuvo ni un segundo en sus embestidas. Lo mejor era que Malfoy solo gemía lastimosamente, su agujero lo recibía con mucha alegría y Harry estaba completamente seguro de que Malfoy no lo iba a reemplazar con nadie y mucho menos con Theodore Nott.
Harry siguió embistiendo a Malfoy por la siguiente hora, aun cuando en el Gran Comedor la cena ya había dado por finalizada Harry continuó embistiendo a Malfoy y nadie los interrumpió.
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Draco apenas podía mantenerse en pie. Cada músculo de su cuerpo protestaba con un dolor sordo, recordándole todo lo que había pasado en ese maldito baño.
Lo que Harry Potter le había hecho. Y lo peor de todo era que él se lo había permitido.
No. Lo había querido . Lo había disfrutado.
Esa maldita verdad lo perseguía con cada paso que daba por los pasillos oscuros de Hogwarts, con Potter a su lado, llevándolo a la entrada de las mazmorras. Su túnica estaba arrugada, su camisa medio salida de sus pantalones, su cabello aún más desordenado de lo normal. Su piel ardía, su cuello latía con un calor inconfundible.
Se sintió destrozado. Pero no se quejó. No se permitirá mostrar debilidad.
Solo caminó con la mandíbula apretada, ignorando la mirada intensa de Potter, ignorando la forma en que su cuerpo aún temblaba con el eco de su tacto.
Cuando frente llegaron a la puerta de la sala común de Slytherin, Draco alzó la mirada, listo para decir cualquier cosa: una burla, un insulto, cualquier cosa que rompiera el silencio entre ellos.
Pero Harry no le dio la oportunidad. En lugar de soltarlo y largarse como debería haber hecho, lo jaló de la túnica y lo besó.
Draco no pudo reaccionar. Su espalda chocó contra la fría piedra de la pared, su cuerpo todavía demasiado sensible, demasiado exhausto como para oponer resistencia.
El beso fue lento, pero no suave. Fue posesivo. Fue un recordatorio. Harry mordió su labio inferior antes de separarse, con los ojos entrecerrados, con una satisfacción oscura reflejada en su rostro. Como si lo hubiera marcado de nuevo.
Draco respiraba con dificultad, sus manos apretadas en puños a los lados de su cuerpo, pero no lo empujó.
No le devolvió el beso. No hizo nada más que mirarlo fijamente.
Un error. Porque Potter irrita. Una sonrisa pequeña, casi imperceptible. Pero Draco la vio. La sensación.
Y supo, con una certeza escalofriante, que Potter lo sabía.
Sabía lo que estaba sintiendo en ese momento. Sabía que no iba a decir nada. Que no podía decir nada.
Potter no dijo ni una palabra más. Solo retrocedió lentamente, su mirada recorriéndolo una última vez antes de darse cuenta de la vuelta y perderse en la oscuridad del pasillo.
Draco no se movió hasta que estuvo seguro de que Potter ya no estaba ahí. Entonces, inhaló profundamente y murmuró la contraseña con voz tensa.
La puerta se abrió con un crujido bajo, y Draco entró sin pensarlo dos veces, sintiendo su cuerpo protestar con cada movimiento.
Quería llegar a su cama. Quería dormir. Olvidarse de todo.
Pero la realidad no le dio tiempo. Porque en cuanto cruzó la habitación, algo lo empujó contra la puerta con fuerza.
Draco gruñó por la sorpresa y el dolor, sintiendo un ardor inmediato en su espalda, y alzó la vista con furia para encontrarse con Theo. Su expresión era sombría, su mandíbula apretada, sus ojos oscuros brillando con algo que Draco no supo identificar de inmediato.
“¿Qué mierda hiciste, Draco?” escupió Theo, empujándolo de nuevo.
Draco entrecerró los ojos. “Suéltame”, ordenó con voz baja, su paciencia colgando de un hilo.
Theo no lo hizo. Lo mantuvo contra la puerta, con los dientes apretados, mirándolo como si quisiera arrancarle la verdad a la fuerza. “¿Te acostaste con Potter?”
Draco sintió que su estómago se retorcía. Por suerte no lo grito, pero no lo preguntó con duda. Lo dijo como si ya supiera la respuesta. Como si todos lo supieran.
Draco tragó saliva con dificultad. Mierda.
“¿De dónde sacaste esa estupidez?” gruñó, empujándolo a un lado con más fuerza de la necesaria.
Theo tambaleó un poco, pero no dejó de mirarlo. No dejé de analizarlo. Y Draco sintió su piel arder bajo su escrutinio.
“Lo grité en el campo de Quidditch”, dijo finalmente.
Draco se congeló. No podía haber escuchado bien. “¿Qué?”
“Draco”, interrumpió Blaise, apoyado contra su propia cama con los brazos cruzados. Su tono era más tranquilo, pero no menos afilado. “Dijo, y cito: 'Slytherin no tiene derecho a hablar cuando Malfoy está demasiado ocupado gimiendo mi nombre', para más precisión dijo que sucedió anoche.”
Draco sintió que su piel volvía a ser de mármol. Los latidos en sus sienes eran ensordecedores.
No, no , no . El muy hijo de puta se atrevió a…. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Por eso lo había arrastrado al baño y luego besado en la puerta de la sala común. Porque sabía lo que había hecho. Porque sabía que Draco se enteraría y pondría fin a lo que sea que tuvieran.
Draco sintió que la rabia burbujeaba en su pecho, mezclándose con la humillación, con la impotencia, con el cansancio abrumador que pesaba en sus huesos.
No tenía fuerzas para esto. No tenía fuerzas para dramas adolescentes debía de cumplir con una misión del señor Oscuro y eso era lo único que le importaba. Levantó una mano con gesto impaciente y apartó a Theo de un empujón.
“Déjame en paz”. Su voz fue seca, cortante.
No esperaba respuesta. Solo se dirigió al baño y cerró la puerta con un golpe sordo.
El sonido del agua llenó el espacio, envolviéndolo en un silencio momentáneo que solo hizo que su mente trabajara más rápido. Se quitó la ropa con movimientos mecánicos, sintiendo su cuerpo temblar ligeramente por la tensión acumulada.
Cuando alzó la vista hacia el espejo, su reflejo le devolvió la mirada con una expresión ilegible.
Tenía el cuello lleno de marcas, oscuras. Evidencias de lo que hizo con Potter, lo que dejo que Potter le hizo. Potter había sido cruel con ellas. Animal, Potter es un animal sin cerebro.
Draco sintió una mueca formarse en su rostro mientras bajaba la vista. Su cintura también tenía marcas. El contorno de unos dedos, un agarre que aún ardía en su piel.
Se llevó una mano al cuello y frotó la piel con frustración, pero las marcas no desaparecieron. No podría desaparecer. Eran un recordatorio, una prueba de lo que había sucedido de lo que Potter había hecho, de lo que él le había permitido hacer.
Draco cerró los ojos con fuerza y apoyó las manos en el lavabo, sintiendo su respiración acelerarse.
No tenía una respuesta para esto. No tenía una forma de controlarlo. No tenía ni idea de qué haría mañana cuando viera a Potter en el pasillo.
Pero sí sabía una cosa, no iba a dejar que Potter lo distrajera y rezaba por Hécate de que sus padres no se enteren de lo sucedido con Potter.
Chapter 9: Yo podría ser mejor novio que él
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El vapor se alzaba lentamente en el baño de las mazmorras, enroscándose en el aire como un fantasma silente. Draco apoyó ambas manos en los bordes del lavabo de mármol negro y cerró los ojos, inhalando el aroma a musgo y humedad. Su respiración era irregular, no solo por el cansancio, sino por el dolor punzante que ahora se expandía por su cuerpo con la ausencia del placer que, hasta hace apenas una hora, lo había mantenido en pie.
Abrió los ojos y se encontró con su reflejo.
Un desastre. Los mechones platinados caían sobre su frente, pegándose a su piel húmeda. Tenía la mirada vidriosa, las mejillas pálidas con un ligero rubor que no tenía nada que ver con el calor del agua. Pero lo peor no estaba en su rostro.
Su cuello. Su clavícula. Su pecho. Cada centímetro de piel estaba marcado.
Los moretones oscuros e irregulares contrastaban con su piel pálida, formando un patrón de caos sobre él. Marcas de dientes, de dedos, de labios que habían sido despiadados, egoístas, hambrientos.
Potter. El muy maldito Potter.
Draco entrecerró los ojos, respirando con pesadez mientras deslizaba los dedos por su cuello, rozando la zona más inflamada con un toque casi experimental. La piel ardió bajo su propia caricia, y tuvo que apretar la mandíbula para no soltar una maldición.
Por la mañana, había sido lo mismo.
Cuando despertó en su cama tras la primera vez que esto ocurrió, su cuerpo ya estaba cubierto de marcas, sus caderas y muslos aún sentían el agarre rudo de Potter, la presión de sus dedos clavándose con fuerza, como si hubiera querido dejar una prueba tangible de que lo había tomado. Como si Draco fuera algo que se podía poseer.
La idea lo hizo apretar los puños.
Pansy le había salvado esa vez. Por la mañana, apenas había logrado moverse sin que su piel protestara con cada paso. Cuando Pansy fue a buscarlo, fingió desinterés y con su característico tono indiferente le pidió los ungüentos mágicos que ella solía usar cuando sus amantes eran demasiado brutos con ella.
Pansy lo había mirado con un destello de comprensión en los ojos. Pero no hizo preguntas. Solo le entregó los frascos y le dijo que los usara antes de que se le notara demasiado.
Pero ahora era demasiado tarde para eso.
No tenía los ungüentos. No tenía a Pansy. Solo tenía su propio reflejo y la certeza de que el idiota de Potter lo había vuelto a hacer. De que él lo había dejado hacerlo.
Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar la escena en el baño.
Había sido rápido. Rudo. Apresurado, como si Potter hubiera estado desesperado por hundirse en él antes de que Draco pudiera decir algo, antes de que pudiera detenerlo, antes de que él mismo pudiera cambiar de opinión.
Pero Draco no lo había detenido. Draco lo había querido. Esa maldita verdad lo golpeó como un puño en el estómago.
No se trataba solo de la humillación de saber que Potter lo había tratado como si fuera una cualquiera del Callejón Knockturn, como si no valiera más que una maldita puta.
Se trataba de que, por un instante, él lo había disfrutado. Y Potter lo sabía.
El agua caliente caía sobre su piel en una cascada silenciosa, deslizándose sobre su cuello, sus hombros, su espalda. La calidez ayudaba un poco con el dolor, pero no con la sensación de incomodidad que ahora se apoderaba de él.
Se movió con lentitud, permitiéndose sentir el daño que Potter le había hecho, cada punzada de dolor en su cuerpo una prueba de que esto había sido real. De que no podía simplemente ignorarlo.
Al salir de la bañera, se envolvió en una toalla, con los hombros rígidos y la mandíbula apretada.
El reflejo en el espejo seguía allí. Seguía siendo el mismo.
Pero algo en él había cambiado. Sabía que Potter iba a buscarlo otra vez. Sabía que esto no había terminado. Y lo peor de todo era que no estaba seguro de si quería que terminara.
Mientras tanto, en la Torre de Gryffindor, Harry se sentó en su cama con los codos apoyados en sus rodillas, los dedos entrelazados con fuerza, las uñas hundiéndose en su propia piel.
El fuego en estufa proyectaba sombras largas en la habitación vacía, pero él no podía pensar en nada más que en lo que había hecho.
Lo que le había hecho a Malfoy. Lo que Malfoy le había permitido hacer.
Su pecho subía y bajaba con respiraciones irregulares, todavía sintiendo el eco del calor de su piel contra la suya, el sonido entrecortado de su voz en su oído, la forma en que su cuerpo tembló bajo él.
Se llevó una mano al rostro, dejando escapar un suspiro tembloroso.
Esto estaba mal. Muy mal. Pero entonces, ¿por qué no podía detenerse?
Se sentía enfermo. Se sentía eufórico.
Como si estuviera cayendo en un abismo del que no quería salir. La forma en que Malfoy lo había mirado antes de que se marchara…
No había sido solo odio. No había sido solo furia. Había sido algo más. Algo que Harry no podía nombrar.
Y eso lo volvía loco.
No sabía si quería besarlo de nuevo o matarlo. Pero lo que sí sabía era que esto no había terminado. Y que la próxima vez, Malfoy no iba a poder huir de él.
Draco salió del baño con pasos medidos, la humedad de la ducha aún aferrándose a su piel mientras ajustaba la tela de su pijama de seda sobre su cuerpo. La habitación estaba sumida en la penumbra, apenas iluminada por la luz tenue que se filtraba por los bordes de las cortinas pesadas de Vicent. Blaise ya había cerrado las suyas, igual que Goyle. El único que aún permanecía despierto era Theo, su silueta recortada contra la oscuridad, sentado en el borde de su cama con los ojos clavados en Draco.
Draco fingió no notar la mirada gélida que Theo le dedicaba, pero la sensación le recorrió la espalda como un roce afilado. Sabía exactamente qué estaba mirando. Las marcas aún visibles en su cuello, rastros de lo que Potter había hecho con él. No se molestó en cubrirlas. ¿Para qué? Que Theo viera, que todos vieran. Que lo supieran si querían, aunque nadie se atrevería a decirlo en voz alta.
Caminó hasta su cama sin apurarse, sintiendo el peso de la mirada de Theo siguiéndolo. Su cama estaba cerca de la ventana, donde la luz del lago proyectaba sombras alargadas sobre las sábanas. Theo, como siempre, dormía en la cama contigua, más cerca del baño. Blaise tenía su lugar cerca de la puerta, mientras que Vincent y Goyle ocupaban los lados opuestos de la habitación, formando una disposición que Draco conocía de memoria.
Cuando se deslizó entre las sábanas y estuvo a punto de cerrar las cortinas, la voz de Theo lo alcanzó, baja y tensa.
"Esto es una mala idea, Draco." No hubo vacilación en su tono, solo una advertencia velada, una que iba más allá de la mera preocupación. "Cuando el rumor llegue a tus padres, no serán indulgentes."
Draco sostuvo su mirada por un segundo, desafiándolo en silencio. No respondió. No necesitaba hacerlo. Simplemente cerró las cortinas con un movimiento firme, envolviéndose en la oscuridad de su propio mundo. Aun así, las palabras de Theo quedaron suspendidas en el aire, pesando en la penumbra.
Podía escucharlo murmurar algo más allá de la tela gruesa, un tono cargado de celos y frustración. Draco decidió ignorarlo. No tenía paciencia para los juicios de Theo, no esta noche.
Se acomodó en la cama, intentando encontrar una posición que aliviara el dolor punzante que latía en su trasero. Cada movimiento le recordaba la manera en que Potter lo había tocado, lo había marcado, reclamado con un ardor que todavía ardía en su carne. Cerró los ojos, respirando hondo, tratando de dejar que el sueño lo envolviera. Pero la incomodidad persistía, y con ella, la sensación inquietante de que nada de esto estaba bajo su control.
El aire en la habitación se sentía cargado, denso con algo que no se había dicho en voz alta. En algún punto de la noche, Draco pensó que había oído moverse a Theo, demasiado cerca. Pero cuando apartó un poco las cortinas, solo encontró la oscuridad inmutable. Aun así, el presentimiento no lo abandonó.
No estaba solo, no realmente. No cuando los pensamientos de Potter seguían ardiendo en su piel, ni cuando la presencia de Theo vibraba al otro lado de la habitación, como una sombra que nunca se disipaba.
Draco apenas logra conciliar el sueño. Cada vez que cierra los ojos, siente la presión de los dedos de Potter en su piel, el ardor latente de cada marca que dejó en su cuello, en su clavícula, en su muñeca donde lo sujetó con fuerza. Es molesto. No solo el dolor físico, sino la sensación persistente de que aún lo está tocando, como si su cuerpo se hubiese vuelto territorio de alguien más.
Se gira sobre el colchón, frustrado, la seda de sus sábanas fresca contra su piel demasiado sensible. No importa cuánto lo intente, no puede encontrar una postura en la que su trasero no pulse con un eco del encuentro en ese baño.
Luego está Theo.
Draco puede sentirlo despierto al otro lado de la habitación, aunque no se atreve mucho a asomarse entre sus cortinas. Theo también está inquieto, su respiración es un ritmo contenido en la oscuridad, un testigo incómodo de lo que Draco no está dispuesto a explicar.
El silencio de la habitación es tan denso que casi se puede cortar. Solo el leve crepitar del fuego en la chimenea rompe la monotonía de la noche.
Entonces, un murmullo. Bajo, apenas audible.
"Vas a arrepentirte, Draco."
El susurro se arrastra a través de la penumbra, casi un eco de los pensamientos que Draco ha intentado reprimir.
Pero él no responde. No lo hará. Se hunde más en su lecho, cerrando los ojos con fuerza. Ignora el peso de las advertencias, de las amenazas no dichas.
Y, en la distancia, entre el letargo de la fatiga y el ardor latente en su piel, casi jura que aún siente la respiración de Potter sobre sus labios.
Draco despertó al sonido inconfundible de sus compañeros moviéndose por la habitación. Escuchó el murmullo de ropas siendo recogidas, el sonido metálico de hebillas de cinturón ajustándose y el agua corriendo en el baño mientras se aseaban. Manteniendo los ojos cerrados, fingió seguir dormido, esperando que su presencia pasara desapercibida. No quería enfrentar las miradas curiosas ni las sonrisas mal disimuladas que sabía que recibiría. Pero Blaise no le iba a dar esa cortesía.
"¡Pansy vendrá a verte, Malfoy!", anunció Blaise con un tono burlón.
Draco gruñó, maldiciendo para sus adentros, y se enterró más profundamente en sus sábanas. Su rostro ardía, no solo por la vergüenza sino por la furia que lo consumía. Si Potter pensaba que iba a dejarlo pasar, estaba equivocado. No solo lo había dejado marcado como si fuera de su propiedad, sino que encima había tenido la osadía de alardear sobre ello frente a medio equipo de Quidditch.
Los demás salieron uno por uno, hablando entre ellos, dejando la habitación en un estado de paz relativa. Pero la calma fue efímera. Apenas el último de ellos cruzó la puerta, esta volvió a abrirse de golpe.
"¡Largo, Theo!", espetó Pansy con su tono imperioso habitual. "Daphne te está buscando", añadió con desdén.
Draco escuchó a Theo refunfuñar algo entre dientes, pero un suave golpe—seguramente el empujón final de Pansy—lo silenció y lo obligó a salir. La puerta se cerró con un golpe seco, y entonces Draco supo que ya no tenía escapatoria.
Las cortinas de su cama fueron abiertas de un tirón, y la silueta de Pansy Parkinson apareció con una sonrisa de burla en su rostro.
"Oh, Draco", dijo, arrastrando su nombre con una mezcla de diversión y lástima. "No tienes que decir nada. Tu cuello habla por sí solo".
Draco gruñó y se dejó caer de espaldas en la cama, cubriéndose la cara con una almohada. "Cállate", masculló.
Pansy rió, ignorándolo por completo mientras se acomodaba junto a él, sacando su pequeño bolso de cuero. Lo abrió y comenzó a revolver entre sus frascos de ungüentos y pociones. Mientras lo hacía, hablaba con esa ligereza característica de ella, como si todo fuera un simple juego.
"A juzgar por tu expresión, tuviste una noche difícil", comentó con fingida preocupación. "¿Potter fue muy rudo contigo, amor?".
Draco apartó la almohada de su rostro y la fulminó con la mirada. "Es un bestia", escupió. "No me trata con la delicadeza que merezco".
Pansy arqueó una ceja sin dejar de revolver entre sus frascos. "Ajá", dijo, claramente más enfocada en encontrar el ungüento adecuado que en los lamentos de Draco. "¿Y me dices que volviste a dejar que te hiciera eso?".
Draco apretó la mandíbula. "No es como si le hubiera dado permiso para—" Se interrumpió, incapaz de terminar la frase sin sonrojarse.
"Claro, claro", respondió Pansy, divertida. Finalmente, sacó un pequeño frasco de vidrio con una sustancia dorada en su interior y lo destapó con facilidad. "Ven aquí. Déjame arreglar este desastre antes de que alguien más lo vea".
Draco suspiró y se incorporó lentamente, exponiendo su cuello. Pansy se inclinó y comenzó a untarle el ungüento con movimientos hábiles y delicados. Su contacto era fresco y aliviador, una clara diferencia con los labios y las manos de Potter, que siempre dejaban un ardor abrasador sobre su piel.
"Por Merlín, Draco", murmuró Pansy mientras aplicaba la pomada. "Nunca había gastado tanto ungüento en nadie. Vas a tener que comprarme más, porque a este ritmo, me vas a dejar en bancarrota".
Draco bufó, pero no pudo evitar notar la verdad en sus palabras. Pansy nunca había tenido que usar tanto sus remedios en él. Antes, las heridas que sufría eran cortes de duelos, magulladuras de los entrenamientos de Quidditch o algún rasguño ocasional. Pero ahora… ahora eran las huellas de Potter las que lo marcaban. Y eso lo enfurecía.
"Tienes que decirle que sea más cuidadoso", continuó Pansy con tono de reproche. "Si sigues apareciendo así, todos van a pensar que te acuestas con él".
Draco se quedó en silencio un momento, antes de entrecerrar los ojos y preguntar con recelo: "Pansy, ¿es verdad lo que dijo Potter ayer en el campo de Quidditch?".
Pansy alzó la cabeza y, al recordar, una sonrisa ladina se dibujó en su rostro. "Oh, ¿te refieres a cuando gritó a los cuatro vientos que estabas muy ocupado gimiendo su nombre como para hablar?". Rió con auténtica diversión. "Sí, lo dijo. Y fue un escándalo. Se puso tan rojo como una gragea de canela y salió corriendo después. Francamente, fue lo más entretenido que he visto en semanas".
Draco sintió cómo la rabia le subía por el pecho. "Voy a matarlo", siseó. "Voy a hacerlo sufrir por idiota imprudente".
Pansy rodó los ojos con un suspiro exagerado. "Eso te pasa por meterte con Potter".
Draco la fulminó con la mirada, pero Pansy simplemente se rió de nuevo. Con movimientos pausados, terminó de aplicar el ungüento y le entregó un pequeño frasco brillante.
Draco lo miró con sospecha. "¿Y esto?".
"Poción para el dolor", respondió ella con indiferencia. "Para tu… incomodidad".
Draco sintió cómo su rostro se calentaba. "No la necesito".
Pansy le dedicó una mirada incrédula. "Oh, claro. Y seguro que esta mañana despertaste sintiéndote como nuevo".
Draco la miró, desafiante, pero Pansy simplemente alzó una ceja con esa expresión que decía "haz lo que quieras, pero no te quejes después". Finalmente, con un gruñido, tomó el frasco y lo escondió bajo las sábanas.
"Sabía que lo harías", dijo Pansy con una sonrisa satisfecha. Se puso de pie y se estiró. "Bueno, amor, me tengo que ir. Tengo clase en cinco minutos y tú necesitas arreglarte para que nadie sospeche que tu noche fue tan desastrosa como parece".
Draco la miró con resentimiento mientras ella se despedía con un gesto de la mano y salía de la habitación como si nada.
Se quedó solo en la habitación, sosteniendo el frasco entre los dedos. No podía evitar recordar las palabras de Pansy. No podía evitar sentir el ardor en su piel.
Y sobre todo, no podía evitar pensar en Potter.
Draco se untó la poción en su interior, apretando los dientes ante la sensación helada que le recorría. A pesar de la incomodidad, Pansy tenía razón: la poción era efectiva. Con movimientos rápidos y precisos, terminó de vestirse, asegurándose de que no quedaran rastros en su piel, ningún indicio de lo que había ocurrido la noche anterior. Pero aunque su cuerpo estuviera intacto, su orgullo seguía lacerado.
No tenía tiempo de desayunar. Maldijo su suerte, a Potter y a toda su línea genealógica mientras corría por los pasillos, pasando una mano por su cabello en un intento vano de acomodarlo. La falta de tiempo le había impedido arreglarlo como a él le gustaba, lo que solo avivaba aún más su irritación. Por si fuera poco, el sonido de su propia respiración agitada le recordaba lo mucho que odiaba tener que apresurarse por algo.
Los ungüentos de Pansy habían sido efectivos, sí, pero su memoria no se desvanecía tan fácilmente. Draco recordaba con claridad el momento en el que Potter había notado la marca en su clavícula, la forma en la que sus ojos se habían estrechado con una furia que ni él mismo comprendía. Draco lo había culpado de inmediato a otra persona, esperando que eso le devolviera un poco del control de la situación. Pero Potter ni siquiera pareció registrar la mentira. No recordaba haberlo hecho. Y eso había irritado a Draco más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Cuando llegó al aula de Runas Antiguas, se detuvo un momento para recuperar la compostura antes de entrar. Inspiró hondo y alisó su túnica. Luego, con su expresión más altiva y despreocupada, empujó la puerta y se deslizó dentro.
“Lamento la tardanza, profesora,” dijo con una voz pulida y sin rastro de su agitación.
La profesora Babbling lo miró por encima de sus lentes, evaluándolo con un ojo crítico. Si Draco no fuera el mejor en su clase, probablemente no habría sido tan indulgente. Con un simple gesto de su mano, lo dejó pasar.
Draco se movió entre los pupitres, buscando un asiento vacío. Su suerte, por supuesto, no mejoraba. El único lugar disponible era junto a Granger.
Cuando se dejó caer en el asiento, su única intención era ignorarla por completo. Pero Granger no parecía compartir la misma idea. Apenas se sentó, ella giró hacia él con una expresión de superioridad que lo hizo apretar la mandíbula.
“Llegas tarde,” comentó en un tono casual, como si fuera una amiga que hacía una simple observación. Draco rodó los ojos.
“Brillante deducción, Granger. Tal vez deberías inscribirte de nuevo en Adivinación.”
Ella ignoró su sarcasmo y continuó, como si fueran vecinas que compartían una taza de té los sábados por la mañana.
“La profesora ya revisó el texto de la última inscripción que tradujimos. Dijo que tu interpretación de la tercera línea era interesante, pero que omitiste una posible segunda lectura basada en el dialecto nórdico antiguo.”
Draco dejó caer la cabeza en su mano, suspirando. No es que no le importara la clase, sino que lo último que necesitaba era escuchar a Granger darle una lección.
“Voy a fingir que me importa lo que acabas de decir.”
Hermione lo miró con la ceja arqueada y una sonrisa astuta. “¿No dormiste bien, Malfoy?” preguntó, con una inflexión en la voz que hizo que Draco sintiera un escalofrío incómodo.
Él se giró bruscamente hacia ella, entrecerrando los ojos. “¿Qué demonios insinúas?”
“Bueno,” dijo ella con una expresión exageradamente inocente. “Pareces irritado. Y, si me permites decirlo, un poco… distraído.”
Draco sintió que su irritación crecía. No tenía intención de discutir con Granger sobre su estado de ánimo. Se concentró en su pergamino y tomó su pluma con la intención de copiar la inscripción en la pizarra. Pero Granger no se rendía con facilidad.
“Por cierto, paso algo curioso ayer,” continuó ella con voz casual. “Algo sobre Harry y un comentario particularmente… explícito en el campo de Quidditch.”
Draco apretó la pluma con más fuerza de la necesaria. “No me interesa.”
“¿No?” Hermione ladeó la cabeza. “Porque parecías bastante interesado en preguntar si era cierto.”
Draco sintió su mandíbula tensarse. Maldita sea los Slytherin y su maldita manía de hablar sobre otros. Ahora Granger también lo sabía.
Se inclinó hacia ella, asegurándose de que nadie más pudiera escuchar. “Granger, si valoras tu vida, te sugiero que dejes de hablar de cosas que no entiendes.”
Ella lo miró con diversión apenas contenida. “¿No entiendo? Oh, Malfoy, por favor. He leído demasiadas novelas para no reconocer tensión cuando la veo.”
Draco sintió que la sangre le subía al rostro, pero mantuvo su expresión impasible. “Lo que Potter dijo fue un intento patético de fanfarronear. No significa nada.”
“Si tú lo dices.”
Granger sonrió de manera enigmática antes de volver su atención a su pergamino, dejándolo con una sensación desagradable en el estómago. Draco odiaba que tuviera razón, pero lo que más odiaba era la idea de que Potter estuviera en su mente incluso en esa maldita clase.
Si Potter no le hubiera dado los mejores orgasmos de su vida, ya lo estaría matando. Pero aquí estaba, con el maldito Gryffindor metido en su cabeza como una maldición imborrable.
La clase de Runas Antiguas terminó sin más incidentes para Draco, aunque no pudo evitar notar la mirada inquisitiva de la profesora Babbling sobre él. Fingió no darse cuenta, pero la incomodidad le carcomía por dentro. Su mente no dejaba de repetir, una y otra vez, el maldito comentario que Potter había hecho la día anterior, como si pudiera deshacerlo con la pura fuerza de su descontento. No era posible que los profesores hubieran escuchado, ¿verdad? Y sin embargo, el modo en que Babbling lo observaba, como si intentara diseccionar cada uno de sus gestos, le decía lo contrario.
Draco apretó la mandíbula y rezó internamente a Hécate, a Merlín, a todos los magos poderosos que alguna vez existieron, para que aquello no se propagara más de lo que ya seguramente lo había hecho. Lo último que necesitaba era que la noticia llegara a los oídos de Snape o, peor aún, de su padre. Quizá lo mejor sería desaparecer por unos días, refugiarse en la habitación del séptimo piso, seguir reparando el armario evanescente y esperar a que la tormenta pasara.
Pero cualquier plan de escape se hizo trizas en cuanto cruzó la puerta del aula y lo vio.
Potter. Allí estaba, con su uniforme desarreglado y su cabello en ese desastre perpetuo que parecía nunca poder controlar. Draco sintió cólera inmediata y renovada. No solo porque Potter le había humillado con su bravuconería habitual, sino porque ahora se atrevía a sonreírle.
Como si fueran amigos. Draco lo iba a matar y lo iba a disfrutar.
Potter se removió nervioso bajo su mirada fía y cortante, como si pudiera sentir que Draco ya estaba ideando la manera más dolorosa de hacerlo sufrir. El gryffindor tragó saliva, pasó una mano por su nuca y, antes de que Draco pudiera siquiera fulminarlo con un insulto, extendió una mano hacia él.
“Toma.”
Draco entrecerró los ojos. En la mano de Potter había un par de sándwiches envueltos en una servilleta de tela. Su estómago gruñó traicioneramente. Reconoció el aroma de inmediato: pollo asado con finas hierbas. Su favorito.
“¿Qué demonios es esto, Potter?” espetó Draco con desconfianza, sin hacer ademán de tomar la oferta.
Potter apartó la mirada, como si ya se arrepintiera de haberlo intentado. “Sé que no desayunaste. Vi que corriste por los pasillos esta mañana.”
Draco sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal. ¿Había estado observándolo? Lo perturbador no era solo eso, sino que Potter parecía saber demasiado. Como si le hubiese estado prestando atención sin que Draco lo notara.
“Me importa un carajo lo que veas o dejes de ver,” escupió. “No quiero tu maldita caridad, Potter.”
Potter se cruzó de brazos, exasperado. “Malfoy, deja de ser tan terco y cómetelos. No quiero que te desmayes en el pasillo y que luego me echen la culpa a mí.”
Draco bufó, con ganas de lanzarle los sándwiches a la cara. Pero su hambre y la lógica (maldita lógica) le hicieron tomarlos con brusquedad. Dio media vuelta, sin agradecer ni decir nada, y echó a andar.
Y, para su absoluto horror, Potter lo siguió. Granger también.
“¿Fuiste a tu clase, Harry?” preguntó la castaña, sin parecer sorprendida de que su amigo estuviera persiguiendo a Draco por los pasillos.
“No.”
Hermione frunció los labios en una clara muestra de desaprobación. “Harry, no puedes seguir saltándote clases. McGonagall se va a enterar.”
Draco ignoró la conversación. Tenía preocupaciones más grandes que la responsabilidad académica de Potter. Por ejemplo, el hecho de que los alumnos a su alrededor estaban mirándolos fijamente.
No importaba cuán rápido caminara, Potter y Granger igualaban su paso con facilidad. Y con cada segundo que pasaba, más miradas se posaban sobre ellos.
Draco podía escuchar los murmullos:
“¿Desde cuándo Malfoy camina con ellos?” “Pensé que se odiaban.” “Potter estaba buscándolo antes de clases.” “Ayer discutieron en los pasillos. Fue raro.”
Draco apretó los dientes. La tensión se acumulaba en su cuello y en su espalda. Si las miradas pudieran matar, Potter ya estaría muerto diez veces. Pero allí estaba, siguiéndolo, con esa actitud estúpidamente insistente.
Draco se detuvo en seco y giró sobre sus talones para enfrentar a Potter.
“¡Deja de seguirme, Potter!” escupió con furia.
Potter levantó las manos en gesto pacificador, pero no dio un solo paso atrás. “Solo quiero hablar contigo.”
“¿Hablar?” Draco dejó escapar una risa amarga. “¿Para humillarme otra vez, como anoche?”
Potter palideció visiblemente. “No era mi intención…”
“Cállate,” siseó Draco. “Si tienes un mínimo de dignidad, te alejarás de mí y fingirás que no existo.”
El silencio que se extendió entre ambos fue denso, cargado de algo que Draco no quería nombrar. Potter sostuvo su mirada, y por un momento, Draco vio algo indecible en esos ojos verdes.
Pero no tenía intención de descifrarlo. Se dio la vuelta con brusquedad y siguió caminando, dejando a Potter y a Granger atrás.
Sabía que no sería la última vez que Potter intentaba acercarse. Y ese pensamiento le heló la sangre.
Draco estaba al borde de la locura. A cada clase que asistía, a cada pasillo que cruzaba, a cada maldito rincón del castillo al que intentaba escapar, Potter estaba allí. Como una sombra pegajosa, como un castigo divino enviado exclusivamente para atormentarlo, el idiota de Potter aparecía con su estúpida mirada intensa, siguiéndolo con descaro. No bastaba con que hubiera arruinado su mañana, no, tenía que perseguirlo por todo el maldito día.
Almorzando, Draco se enteró de lo que ya temía: la mitad del castillo había escuchado el maldito comentario de Potter. Para la cena, ya estaba mentalmente redactando su testamento, convencido de que Snape había informado a su padre y que en ese preciso instante sus pertenencias en la Mansión Malfoy estaban siendo reducidas a cenizas. Su destino estaba sellado. La única duda que le quedaba era qué castigo le impondría el Señor Oscuro por haber cometido semejante herejía: haberse acostado con Harry Potter.
Sin embargo, por muy catastrófico que fuera su día, Draco no había anticipado lo peor. Porque con Potter siempre había algo peor.
El imbécil tuvo la audacia, la absoluta desfachatez de cruzar el Gran Comedor y dirigirse directo a la mesa de Slytherin. No a la de Gryffindor, no a la de Hufflepuff ni a la de Ravenclaw. A la de Slytherin.
El murmullo generalizado cesó en cuanto Potter se detuvo detrás de Theo, quien prácticamente echaba fuego por los ojos. Draco sintió su estómago revolverse cuando Potter, con un descaro suicida, empujó a Theo con el codo para hacerse espacio y, sin pedir permiso ni esperar invitación, se dejó caer en el banco justo frente a él.
Draco sintió como si un hechizo paralizante lo hubiera alcanzado. No podía mover un solo músculo mientras el comedor entero observaba la escena con una morbosa expectativa. Hasta Dumbledore los miraba desde la mesa de los profesores con ese brillo en los ojos que Draco detestaba. Maldita sea. Si algo estaba claro, era que Potter tenía la maldita intención de arruinarlo.
El silencio era tan denso que Draco apenas podía respirar. Y entonces, como si no estuviera haciendo la cosa más suicida del mundo, Potter tuvo la osadía de preguntarle:
"¿Hiciste la tarea de Defensa que dejó Snape?"
Draco no podía creerlo. No podía procesarlo. ¿Potter acababa de sentarse en la mesa de Slytherin para preguntarle por una tarea? En su maldita cabeza Gryffindor, ¿acaso pensaba que eran amigos? ¿Pensaba que era bienvenido?
Theo apretó los puños y su mandíbula se tensó tanto que Draco pensó que podría partirse. Blaise, a su lado, levantó una ceja con incredulidad, mientras Pansy fruncía los labios en una mezcla de diversión y horror. Y Potter... Potter sonreía, tranquilo, como si no estuviera a punto de ser despellejado vivo por toda la Casa Slytherin.
Draco sintió su ojo temblar.
"¿Te has golpeado la cabeza, Potter?" escupió en un susurro venenoso, con la esperanza de que el muy imbécil entendiera la indirecta y saliera de ahí antes de que lo descuartizaran.
Pero Potter, siendo Potter, solo amplió su sonrisa. Y Draco, sin quererlo, se fijó en ella. Estúpido, idiota. No podía ser que todavía le pareciera bonita. No después de todo lo que Potter le estaba haciendo pasar.
Blaise se cruzó de brazos y, con un tono deliberadamente lento, preguntó:
"¿Qué demonios planeas, Potter?"
Draco no podía estar más de acuerdo con esa pregunta.
Potter ni siquiera titubeó. Se encogió de hombros y respondió con la misma naturalidad con la que alguien comentaría el clima:
"Nada. Solo quería hablar con mi novio."
El aire abandonó los pulmones de Draco de golpe.
Hubo un momento de silencio absoluto. Un latido de muerte. Draco parpadeó, sintiendo como si el universo entero hubiera colapsado sobre él. Su cerebro tardó un par de segundos en registrar lo que Potter había dicho. No porque no lo hubiera entendido, sino porque era imposible.
"¿Qué?" fue todo lo que pudo articular.
Potter seguía sonriendo, aunque ahora había algo más en su expresión. Un desafío. Un fuego ardiendo en sus ojos verdes que hizo que Draco sintiera un escalofrío recorrerle la espalda. Su propio cuerpo reaccionaba antes que su mente. Algo en la manera en la que Potter lo miraba lo hacía sentir atrapado. Arrinconado.
Alguien tosió a lo lejos. Pansy ahogó un sonido que parecía un jadeo. Theo se levantó abruptamente del banco, su rostro enrojecido por la ira. Blaise se inclinó hacia adelante con los ojos entrecerrados, evaluando la situación.
"¿Tu qué?" repitió Draco, su voz apenas un susurro.
Potter inclinó la cabeza, su mirada nunca abandonando la de Draco. Y, con la peor expresión de satisfacción que Draco había visto en su vida, reafirmó:
"Mi novio. ¿No es así, Draco?"
El comedor explotó en murmullos.
Draco sintió que su piel ardía y que su mente iba a mil por hora. No sabía si quería asesinar a Potter en ese preciso instante o arrastrarlo fuera del Gran Comedor para hacerle pagar por esa maldita declaración. Sus manos temblaban bajo la mesa, pero no por miedo. No por vergüenza.
Por pura, ardiente furia.
Chapter 10: Hagas lo que hagas no regreses por mí
Summary:
Advertencias específicas:
Uso de una maldición imperdonable.
Mención de un secuestro.
Vemos lo que sucede en Hogwarts y en la Mansión Malfoy 😔
Chapter Text
El Gran Comedor se quedó sumido en el caos. Murmullos, exclamaciones ahogadas y el sonido de cubiertos cayendo sobre platos resonaron en el aire. Daphne se levantó de un salto, su voz llamando a Theo se perdió entre el murmullo creciente. Theodore ya no estaba en la mesa; se había marchado en una tormenta de furia contenida. Pansy parecía a punto de colapsar, sus rodillas temblorosas apenas sostenidas por dos chicos de quinto curso que intentaban mantenerla en su asiento. Crabbe y Goyle, los eternos guardaespaldas de Draco, saltaron hacia atrás como si Potter hubiera conjurado un maleficio imperdonable.
Pero Draco apenas podía procesar nada de eso. Su visión se desenfocó, y por un instante sintió que el suelo se inclinaba bajo él. Su estómago se revolvió en una mezcla de furia y vértigo.
Potter se levantó de golpe, su expresión de preocupación repulsivamente genuina. "¡Draco!", exclamó, con la mano extendida como si fuera a atraparlo en caso de que se desplomara.
Draco intentó alejarse, pero su cuerpo traicionó su voluntad y se tambaleó peligrosamente hacia un lado. Justo cuando su orgullo estaba a punto de verso destrozado al caer frente a todo el colegio, una sombra oscura y ominosa apareció a su lado.
"¡Por Merlín, Malfoy!", rugió Snape, con su varita ya en la mano para estabilizarlo.
Draco sintió un breve alivio al ser sujeto por su profesor, pero Potter no podía quedarse callado. No, tenía que hacer algo peor. Algo inconcebible.
"¡Alguien ayúdelo! ¡Mi novio se está desmayando!"
El caos se duplicó.
La palabra "novio" flotó en el aire como una maldición, como un hechizo de magia antigua que encadenaba a Draco a algo de lo que jamás podría escapar. Pero Potter no se detuvo ahí.
"¡Alguien haga algo por mi bebé!", gritó.
Silencio absoluto. Y luego, la explosión.
Pansy emitió un chillido estridente antes de desmayarse del todo. Blaise, que había permanecido en tensa calma hasta ese momento, escupió el jugo de calabaza que acababa de beber. Astoria Greengrass se cubrió la boca con ambas manos, mirando entre Draco y Potter como si intentara resolver una ecuación imposible. En la mesa de Gryffindor, Weasley se atragantó con su propia saliva mientras Granger le daba un codazo brutal en las costillas, su expresión dividida entre incredulidad y horror.
Draco, por su parte, sintió cómo su cerebro simplemente se apagaba.
No.
No.
NO.
No podía estar pasando. No. Potter no podía haber dicho eso. No podía haber gritado frente a todo Hogwarts que él—
Se desmayó.
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
El mundo regresó en oleadas desorientadas de sonido y luz.
"¡Malfoy! ¡Malfoy, despierta!"
Su cabeza palpitaba como si hubiera recibido un golpe directo de una bludger. Su boca estaba seca. Intentó abrir los ojos, pero todo lo que vio fue un techo de piedra y rostros desenfocados moviéndose sobre él.
"Por fin despiertas, Malfoy", la voz fría y afilada de Snape cortó el murmullo general. "Desearía decir que esta situación es mala, pero temo que eso quedaríame corto."
Draco logró enfocar la vista lo suficiente para notar que estaba en la enfermería.
Y que Potter estaba justo a su lado.
No solo eso. Estaba sujetándole la mano.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, y el instinto tomó el control. Sacudió su mano para librarse del agarre de Potter y se incorporó con demasiada rapidez. El mareo lo golpeó de inmediato, y hubiera caído de no ser porque Potter, el muy maldito, lo sostuvo por los hombros con una facilidad irritante.
"Tranquilo, novio mío", dijo Potter, con esa maldita sonrisa de suficiencia.
Draco lo fulminó con la mirada. "Voy a matarte."
Madame Pomfrey se acercó rápidamente, ignorando la amenaza de homicidio que acababa de flotar en el aire. "Señor Malfoy, debe mantenerse en calma. Ha sufrido un gran estrés".
"¿Estrés?", repitió Draco, con una risa amarga. "Estrés no cubre ni la mitad de lo que siento."
Madame Pomfrey lo observó con ojos calculadores antes de aspirar. "Me temo que necesitamos hacerle unos cheques médicos."
Draco sintió que se le helaba la sangre. "¿Por qué?"
Snape presionó el puente de su nariz como si su paciencia estuviera colgando de un hilo. "Porque el muy idiota de Potter ha gritado a todo el castillo que estás embarazado."
El estómago de Draco cayó hasta el suelo.
Potter, sin el menor rastro de vergüenza, sonriendo. "No me mires así. He estado dentro de ti demasiadas veces para que esto sea imposible."
Draco quiso morirse en ese instante. O mejor, quería matar a Potter.
Con sus propias manos.
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Wiltshire, Mansión Malfoy.
La Mansión Malfoy se alzaba imponente en la noche cerrada, sus altos muros de piedra apenas iluminados por la pálida luz de la luna. En el ala este, Narcissa Malfoy permanecía sentada en el borde de su cama, sus manos apretadas contra el regazo, los nudillos blancos por la tensión. Afuera, en el gran salón de la planta baja, los mortífagos se reunían en torno a su amo, guardando sus palabras con una mezcla de expectación y temor reverente.
Lucius le había asegurado que la captura de Andrómeda no era una prioridad para el Señor Oscuro. Sin embargo, Narcissa había observado a Bellatrix con creciente inquietud. Su hermana mayor nunca había sido una mujer paciente, pero últimamente su ansiedad la había vuelto aún más errática, más peligrosa. Sus ojos centelleaban con una intensidad febril cada vez que hablaba de traidores, y su boca se curvaba en una sonrisa torcida al mencionar a su hermana renegada.
Bellatrix ansiaba la cacería. Lo había dicho en voz alta en varias ocasiones, con ese tono vibrante de deleite sádico que hacía que la piel de Narcissa se erizara.
"No se nos ha ordenado todavía, Bella", le había grabado Lucius con paciencia forzada en una de sus últimas conversaciones, pero la bruja solo se había reído, como si supiera algo que ellos ignoraban. Narcissa temía que esa noche fuese el momento que tanto había esperado su hermana.
El corazón de Narcissa latía con fuerza mientras el murmullo de las voces en el salón se intensificaba. La voz del Señor Oscuro se alzó, sibilante, inconfundible. No lograba distinguir las palabras, pero la reacción de los seguidores era evidente: algunos asintieron con fervor, otros intercambiaron miradas tensas. Un escalofrío recorrió su espalda.
Unos pasos resonaron en el pasillo. Su respiración se aceleró. La puerta de su habitación se abrió con un chirrido leve, y Lucius apareció en el umbral. Sus ojos grises la examinaron con cautela antes de cerrar la puerta tras de sí.
"¿Qué ha dicho?" susurró ella, levantándose de inmediato.
Lucius vaciló por un instante, algo que rara vez hacía, y eso solo sirvió para aumentar la angustia de Narcissa.
"El Señor Oscuro está considerando tomar medidas contra ciertos... incidentes", comenzó con calma, pero ella ya sabía lo que eso significaba. "No ha dado la orden todavía, pero Bellatrix insiste. Está presionando".
Narcissa sintió cómo su garganta se cerraba. "Lucius, si Bellatrix convence al Señor Oscuro esta noche..."
Su esposo avanzó hacia ella, tomándola suavemente por los brazos. "No lo hará", aseguró, pero Narcissa podía notar la falta de convicción en su voz. "Andrómeda es irrelevante para él en este momento."
"No para Bellatrix", replicó ella, con un déje de desesperación en su tono.
Lucius exhaló con frustración, pero no la contradijo. Ambos sabían que Bellatrix siempre obtenía lo que quería cuando su obsesión se convertía en su única motivación. Y ahora, su única motivación era ver a Andrómeda humillada, rota, entregada a la voluntad del Señor Oscuro.
El sonido de pasos apresurados en el pasillo los sobresaltó. Narcissa se giró de inmediato, con el corazón en la garganta. La puerta volvió a abrirse, esta vez con más brusquedad. Era Bellatrix. Sus ojos oscuros centelleaban con un brillo casi maniaco y su boca se curvaba en una sonrisa excitada.
"Es hora, Cissy", anunció, con una felicidad cruel en la voz. "El Señor Oscuro ha decidido. Nos vamos a buscar a nuestra querida hermana".
El mundo de Narcissa se tambaleó. Sintió cómo la sangre abandonaba su rostro mientras las palabras de su hermana caían sobre ella como una sentencia de muerte. La habitación parecía cerrarse a su alrededor, y, en el fondo de su mente, una sola pregunta resonaba con desesperación: ¿cómo podía detener esto antes de que fuera demasiado tarde?
Las palabras resonaron en la habitación con la fuerza de una sentencia de muerte. Narcissa tragó en seco, sintiendo el peso de la decisión que su hermana había tomado por ella. Nunca antes el Señor Oscuro le había pedido algo directamente, nunca había tenido que ensuciar sus manos con el trabajo sucio que Bellatrix disfrutaba tanto. Pero esta vez, su hermana lo exigía.
"Tienes derecho a estar ahí", continuó Bellatrix, con una sonrisa torcida. "Es nuestra hermana, después de todo. ¿No querrás perderte la oportunidad de traerla de vuelta a donde pertenece?"
Narcissa mantuvo su expresión neutral, con la mirada baja, las manos temblando levemente en los pliegues de su vestido. "Bellatrix... no estoy segura de ser útil en esto. No soy una duelista. Y si Andrómeda me ve... podría reaccionar de forma impredecible."
Bellatrix ladeó la cabeza y chasqueó la lengua con impaciencia. "No necesitas luchar. Sólo estar allí. Ver con tus propios ojos lo que le pasa a la sangre sucia que traiciona a su familia. Tal vez así comprenda lo que sentimos por ella."
Narcissa sintió que su pulso se aceleraba. Si seguía negándose, Bellatrix podría sospechar. Y una Bellatrix sospechosa era un peligro en sí misma. Necesitaba encontrar una salida sin alarmar a su hermana. Su salvación llegó con la voz grave y calculadora de su esposo.
"Bella", intervino Lucius, acercándose con la elegancia medida de un hombre que sabía cómo manipular la situación. "Tal vez Narcissa deba quedarse. Es mejor que alguien permanezca aquí y se asegure de que todo está en orden. No podemos arriesgarnos a que su salud empeore".
Bellatrix entrecerró los ojos, evaluando sus palabras. Lucius continuó, con la seguridad de quien sabe que sus argumentos son sólidos.
"Yo iré en su lugar", declaró con calma. "No veo por qué mi presencia no sería suficiente."
El rostro de Bellatrix se tensó un instante, pero luego escuchó. "Supongo que tienes razón. Lo que importa es que se haga. Y yo me aseguraré de que sea algo inolvidable."
Mientras Lucius se ponía la capa negra y ajustaba la máscara en su rostro, Narcissa se acercó a él, con el corazón latiendo con fuerza. No podía dejar que esto se convirtiera en una masacre. Agarró su brazo y, en un susurro apenas audible, le suplicó: "No dejes que Bellatrix se ensañe con ella. No dejes que… la última vez más de lo necesario".
Lucius la miró por un instante. Sus ojos grises, fríos y calculadoras en la mayoría de las ocasiones, tenían un destello de algo más profundo en ese momento. No era solo amor, no en el sentido más puro de la palabra, pero era devoción. Era la promesa silenciosa de que, por Narcissa, haría todo lo que estuviera en su poder.
Finalmente, inclinó la cabeza en una mínima señal de asentimiento. "Haré lo que pueda."
Narcissa cerró los ojos con alivio, aunque sabía que nada de esto podía terminar bien.
Bellatrix avanzó hacia la puerta principal con un aire casi jubiloso, seguida de Rodolphus y Rabastan, quien parecía más aburrido que otra cosa. Greyback caminaba tras ellos, sus ojos brillando con una emoción hambrienta.
Antes de salir, Bellatrix se volvió y, con una sonrisa cruel, le dijo a Greyback: "Con suerte, la bastarda de Andrómeda estará con ella".
Narcissa sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Sus labios se separaron levemente, pero de ellos no salió ningún sonido. Ninfadora .
Un pánico sordo la envolvió cuando la puerta se cerró tras ellos. Todo en lo que había intentado no pensar se hacía realidad ante sus ojos.
Y ella se quedó atrás, atrapada en la fría seguridad de la mansión, mientras su hermana partía a destruir lo poco que le quedaba de su verdadera familia.
Las horas se estiraban como una pesadilla interminable en la fría inmensidad de la Mansión Malfoy. Narcissa sentía el peso de cada segundo que pasaba, cada uno más insoportable que el anterior. No podía quedarme quieto. Era una leona enjaulada, su mente un torbellino de pensamientos oscuros que la arrastraban hacia abismos de terror y desesperación.
Caminaba de un lado a otro en el gran salón, sus tacones resonando suavemente contra el mármol pulido. Sus manos temblaban, frías como el hielo, mientras intentaba controlar su respiración. No hay servicio de nada. Sus pasos la llevaban instintivamente hacia las enormes ventanas que daban al exterior, su mirada buscando entre la espesura de la noche cualquier indicio de movimiento. Nada. Solo la brisa nocturna que sacudía los árboles del jardín y el reflejo de la luna en el estanque.
El Señor Oscuro estaba en algún rincón de la mansión, su presencia un peso constante en la atmósfera. Ella no podía verlo, pero lo sentía, como un veneno impregnando cada piedra de la casa. Narcissa no se atrevía a buscarlo, no quería mirarlo a los ojos y permitirle ver su miedo, su debilidad. Él no debía saber cuánto le dolía esto, cuánto la desgarraba por dentro.
Se frotó los brazos, como si pudiera sacudirse el escalofrío que recorría su piel. Había encendida la chimenea, pero el fuego no le brindaba consuelo. La mansión entera estaba helada, como si reflejara la sombra que había caído sobre su vida.
Una copa de vino descansaba sobre una mesita cercana, pero no se atrevía a tocarla. Sabía que el alcohol no aplacaría su angustia, solo embotaría sus sentidos cuando más los necesitaba despiertos. No podía darme cuenta de ese lujo. No cuando Bellatrix estaba allá afuera con Greyback y los demás, yendo tras su hermana. No cuando el destino de Andrómeda y su hija pendía de un hilo.
Cerró los ojos por un momento, intentando calmarse. Las palabras de Bellatrix resonaban en su cabeza con una claridad cruel: "Con suerte, la bastarda de Andrómeda estará con ella". Narcissa presionó los labios. No. No podía permitir que ese pensamiento se afianzara en su mente. No podía imaginar el horror que podría estar enfrentando en ese preciso instante. Y sin embargo, no pensar en ello era imposible.
La puerta de la biblioteca cruzó a lo lejos, y Narcissa se sobresaltó, girando de inmediato. Su corazón latió con fuerza, pero no era Lucius, ni ninguno de los suyos. Solo un elfo doméstico que pasaba apresurado, con la mirada baja, consciente de la tensión en la casa. Narcissa exhaló lentamente y volvió la vista a la ventana.
El viento agitó las ramas de los árboles y Narcissa pensó, por un instante, que era el sonido de capas negras ondeando en la distancia. Se obligó a respirar, a contar los segundos. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Pero la noche se alargaba cruelmente, y la espera continuaba devorándola desde adentro.
El aire dentro de la mansión se sentía denso, cargado de una electricidad oscura que Narcissa no podía sacudirse de encima. Caminaba sin rumbo fijo por el salón, sus manos frías y temblorosas atrapadas dentro de las faldas de su vestido. La espera la estaba desgarrando por dentro, como si con cada segundo que pasaba, la noche estaba devorándola lentamente.
El viento golpeaba contra los ventanas, y cada crujido de la madera le hacía contener la respiración. No se atrevía a mirar afuera. No quería ver la silueta de los suyos regresando de lo que solo podía ser una cacería. No quería enfrentarse a la realidad de lo que estaba ocurriendo.
Y entonces lo sentí.
El aire en la mansión cambió, como si la misma estructura pudiera sentir la presencia de nuevos intrusos. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando la barrera mágica de la propiedad vibró, anunciando la llegada de magos.
Ya estaban aquí.
Narcissa se quedó inmóvil en medio del salón, dudando. Podría subir a su habitación, encerrarse y fingir que nada de esto estaba sucediendo. Fingir que su hermana no estaba regresando de haber destruido otra parte de su vida. Pero sus piernas no se movieron. Su mente gritaba que corriera, pero su cuerpo permanecía anclado al suelo, esperando el momento inevitable en que todo se desplomaría ante sus ojos.
La puerta principal se abrió con un golpe seco. Un estallido de aire frío invadió el interior de la mansión, trayendo consigo el olor a tierra ya humo. Y después, lo peor de todo: la risa.
Bellatriz. La carcajada de su hermana reverberó en los pasillos, una melodía desquiciada que se expandió como veneno por la casa. Hubo pasos pesados, voces amortiguadas, murmullos entre los que reconocieron a los Lestrange. Y luego… un sonido distinto, bajo y quebrado. Un gemido sofocado.
Narcissa sintió que su cuerpo entero se tensaba. Su corazón latía con tal fuerza que le dolía el pecho. No necesitaba ver para saber lo que traían consigo. No necesitaba preguntar. Lo sabía.
Ellos llegaron al salón.
Lucius entró primero, su rostro pálido y pétreo. Se quitó la capa con movimientos meticulosos, su máscara negra reluciendo en su mano. Detrás de él, Rabastan y Rodolphus conversaban en voz baja, susurrando entre sí como si el espectáculo que traían fuera meramente una anécdota más para contar en otro momento.
Pero fue cuando Bellatrix entró que Narcissa sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Su hermana se mueve con una energía casi infantil, como una niña emocionada por haber recibido el mejor de los regalos. Sus ojos oscuros brillaban con una luz enfermiza, y su sonrisa era una cicatriz de locura y triunfo. Pero no fue ella quien le quitó el aliento a Narcissa. No fue su risa, ni su mirada extasiada.
Fue la figura detrás de ella.
Andrómeda. Su hermana estaba atada y amordazada, arrastrada por los hombres lobo que caminaban tras Bellatrix. Su ropa estaba sucia, con rastros de hollín y sangre. Su frente tenía un corte que dejaba un rastro de líquido rojo escurriendo por los costados de su rostro, pero lo peor era su mirada. No estaba vacía. No estaba rindiendo. Sus ojos seguían brillando, ardiendo con la furia de alguien que no se doblegaría.
Narcissa sintió un nudo ahogarla la garganta. Quiso correr hacia ella, quitarle esas malditas cuerdas, limpiar la sangre de su rostro. Quiso gritar. Quiso llorar.
Pero no hizo nada.
No podía hacer nada.
“Cissy, Cissy, Cissy”, canturreó Bellatrix, girándose hacia ella con una emoción tan pura que casi parecía inofensiva. "Fue hermoso. Oh, deberías haber estado allí".
Narcisa no respondió. Su rostro estaba tallado en mármol, su expresión cuidadosamente neutral.
Bellatrix avanzó, sus pasos ligeros y danzantes. "Oh, fue un espectáculo, Cissy. Llegamos justo a tiempo para ver cómo el idiota de su sangre sucia luchaba con todo lo que tenía para salvar a su preciosa Andrómeda. Pobrecillo. Tanto esfuerzo... y para nada".
Los labios de Narcissa se separaron apenas, pero ninguna palabra salió de ellos. Bellatrix inclinó la cabeza con finga tristeza. “No pudimos conseguir a la bastarda”, continuó, con una mueca que casi parecía decepción genuina. "Qué lástima. Habría sido maravilloso tenerlas a ambas, ¿no crees?"
Rabastan soltó una risa baja y Rodolphus sonriendo con diversión. Greyback gruñó con molestia, claramente frustrado de que su parte de la diversión se hubiera visto reducida.
Pero Narcissa no escuchaba nada de eso. Su mirada estaba clavada en Andrómeda, de la manera en que su pecho subía y bajaba con esfuerzo, de la manera en que sus ojos oscuros se encontraron con los suyos y le gritaron todo lo que su boca no podía decir.
Lucius se movió en la periferia de su visión, quitándose los guantes con lentitud. Cuando pasó junto a Narcissa, su mano rozó la suya en un gesto apenas perceptible. Una promesa silenciosa.
Narcissa tragó con dificultad.
Sus manos se cerraron en puños detrás de su espalda, su expresión se mantuvo intacta. No podía permitirse quebrarse. No con Bellatrix delante. No con Greyback y sus bestias observando. No cuando cada fragmento de esta noche estaba diseñado para destruirla.
Así que se mantuvo de pie. Se mantuvo en silencio.
Y dejó que la oscuridad siguiera devorando lo poco que le quedaba de alma.
Narcissa siguió a los hombres lobo hasta la entrada del sótano, con el corazón latiendo frenéticamente en su pecho. No podía hacer nada, no podía decir nada. Solo observar. Andrómeda, con la cabeza ladeada y la sangre seca pegándose a su piel, apenas se sostenía en pie cuando los hombres lobo la empujaron hacia las escaleras.
Un crujido sordo resonó en la oscuridad cuando el cuerpo de Andrómeda rodó hasta el suelo de piedra. Un quejido sofocado se escapó de sus labios. Narcissa sintió que algo dentro de ella se rompía.
"¡Levántala!" Gruñó Greyback, impaciente.
Los hombres lobo la tomaron con brusquedad y la arrastraron hacia la celda preparada para ella. Narcissa ya la había visto antes, pero en ese momento se sintió como si la viera por primera vez. Las gruesas cadenas brillaban con un tono opaco bajo la escasa luz de las antorchas. Andrómeda fue arrojada dentro sin ceremonia y el sonido del metal al cerrarse resonó con frialdad.
Uno de los hombres lobo le quitó la mordaza. Andrómeda jadeó, recuperando el aliento, y alzó la vista. Su mirada oscura se posó en Narcissa con una mezcla de dolor, ira y algo más. Algo que Narcissa no podía soportar ver: tristeza.
"Cissy..." su voz era un susurro ronco, herido.
Narcissa abrió la boca, pero no pudo hablar. Quiso decir algo, cualquier cosa, pero las palabras se le ahogaron en la garganta. No podía demostrar debilidad. No podía arriesgarse.
Lucius, de pie a su lado, le tomó la mano con discreción. Su agarre era firme, un ancla en medio de la tormenta.
El sonido de pasos en la escalera hizo que todos se tensaran. Narcissa sintió un escalofrío cuando Rodolphus apareció, con el ceño fruncido y una mirada inquieta. No era habitual ver preocupación en su rostro.
"El Señor Oscuro los llama", dijo, con una tensión evidente en la voz.
Narcissa intercambió una mirada con Lucius. Algo iba mal.
Antes de que pudiera moverse, Bellatrix bajó apresurada. Su rostro, antes iluminado por la emoción, ahora estaba pálido, tenso. Sus ojos oscuros reflejaban una inquietud poco común en ella.
"¿Qué ocurre?" preguntó Lucius con frialdad.
Bellatrix apenas lo miró. Sus ojos se clavaron en Narcissa y, por primera vez en mucho tiempo, el miedo en su expresión era real.
"Es Draco", susurró.
El corazón de Narcissa se detuvo.
La voz de Bellatrix era casi un ruego cuando repitió, con urgencia: "Cissy, tienen que subir. Ahora".
Antes de moverse, Narcissa escuchó una risa áspera detrás de ella. Andrómeda, encadenada en el suelo, la miraba con una sonrisa amarga.
"Querían a mi hija", susurró con burla. "Pero al final será el tuyo quien pague".
La furia se encendió en el rostro de Bellatrix. "¡Cállate!" rugió, y con un rápido movimiento de su varita, lanzó un Cruciatus. Andrómeda se arqueó de dolor, pero sus ojos, llenos de desafío, nunca se apartaron de Narcissa.
"Bellatrix", la voz de Rodolphus fue dura. "No hay tiempo para esto. Luego puedes jugar".
Con el estómago revuelto, Narcissa giró sobre sus talones y subió las escaleras. Cada paso se sintió como una sentencia. Su respiración era medida, su postura impecable. No podía permitirse el lujo de temblar. No ahora.
El gran salón estaba en penumbras, iluminado solo por las llamas de la chimenea. Y en el centro de todo, con su presencia sofocante, estaba Él.
La voz del Señor Oscuro era un sonido cruel cuando habló: "Tu hijo ha fallado, Narcissa".
El aire se volvió espeso. Narcissa sintió cómo su garganta se cerraba, pero su rostro permaneció impasible. No podía flaquear. No ante Él.
"Draco... se ha convertido en la perra de Potter", continuó con una sonrisa helada. "Un traidor".
El corazón de Narcissa martilló con fuerza. No. No su hijo. Nada de Draco.
Lucius dio un paso adelante, su expresión serena como mármol. "Mi Señor, debe ser un malentendido. Draco es leal. Su misión..."
"¿Su misión?" Voldemort inclinó la cabeza con un gesto de burla. "¿Me tomas por un idiota, Lucius?" Su voz se volvió afilada. "¿Crees que no sé que tu hijo ha sido visto con Potter? Que ha pasado noches dejando que Potter lo folle. Que me ha traicionado".
Narcissa sintió que las uñas se clavaban en sus palmas. Rezó, imploró a cualquier entidad poderosa que Draco fuera una salva. Que no lo matarán. Ella haría cualquier cosa por su niño.
Lucius, con su templo impecable, negó con la cabeza. "Debe ser parte de su estrategia, mi Señor. Draco ha demostrado ser astuto, leal a su misión. No debemos apresurarnos a condenarlo...".
El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. La mirada de Voldemort era pura malevolencia cuando alzó la varita.
"¿Astuto? ¿Leal?" repitió con desprecio. "Lo único que veo es que intentas engañarme, Lucius".
Antes de que Narcissa pudiera reaccionar, la varita del Señor Oscuro se movió y la maldición salió disparada.
" Crucio ".
El grito de Lucius atravesó la habitación, desgarrando la compostura de Narcissa como una cuchilla. Ella quiso moverse, quiso intervenir, pero sus pies estaban anclados al suelo.
Lucius se desplomó de rodillas, su cuerpo sacudido por espasmos de dolor insoportable. Narcissa sintió la desesperación cerrarse alrededor de su garganta como un lazo. Quiso gritar, suplicar, pero su instinto la detuvo.
Los traidores morían. Y Draco era ahora un traidor. Pero ella haría cualquier cosa para evitarlo. Cualquier cosa.
El Señor Oscuro levantó la maldición con un simple movimiento de su varita, como si se tratara de un juego trivial, y Lucius se desplomó al suelo, tembloroso, con la respiración entrecortada. Voldemort lo observará con desdén, como si no valiera la pena prestarle más atención. Luego, con una sonrisa casi entretenida, se giró hacia Narcissa y Bellatrix.
"Ha sido una noche llena de sorpresas", murmuró, arrastrando cada palabra con deleite. "Al terminar nuestra reunión, uno de mis más fieles seguidores se acercó a mí para contarme una historia fascinante. Una historia que, al principio, creí difícil de aceptar". Su mirada carmesí se deslizó hacia Narcissa. "Después de todo, siempre pensé que habías criado a tu hijo con... disciplina".
El frío invadió el cuerpo de Narcissa, pero no respondió. No podía.
Voldemort continuó, paseándose con la calma de un depredador saciado. "Me contaron que el heredero Malfoy se ha estado acostando con Potter. Con mi enemigo. Que todo Hogwarts lo sabe. Y, por supuesto, pensé que era una calumnia absurda... hasta que mi fiel servidor me trajo pruebas."
El silencio fue cortado por la respiración agitada de Bellatrix. Narcissa, por su parte, quedó petrificada, sintiendo su pulso en los oídos.
Voldemort ladeó la cabeza, divertido con su reacción. "Me hablaron de encuentros clandestinos, de caricias furtivas... de que Potter ha proclamado a los cuatro vientos que son novios. Que se han acostado con frecuencia. Y lo más preocupante..." Se detuvo, alargando el momento. "Draco espera un hijo de Potter".
Un jadeo se escapó de los labios de Bellatrix. Narcissa sintió que el mundo tambalearse bajo sus pies.
"No le enseñaste buenos modales a tu hijo, Narcissa", dijo Voldemort con burla. "Si se anda revolcando con escorias como Potter...".
Lucius jadeó en el suelo, sintiendo aún el eco del dolor en su cuerpo mientras levantaba la vista hacia el Señor Oscuro. Su mente trabajaba a toda velocidad, buscando la forma de reparar el desastre antes de que fuera demasiado tarde.
"Mi Señor", comenzó, con la voz rasposa y el orgullo hecho trizas, "esto no es más que una vil mentira, un intento burdo de desacreditar a mi hijo. Draco ha demostrado su lealtad al recibir la tarea que usted le encomendó. Es un honor que pocos pueden ni siquiera soñar con recibir".
Narcissa, con los puños cerrados en su túnica, intentó no dejar traslucir el pánico que la consumía. "Draco jamás haría algo tan... repugnante, tan deshonroso para la sangre que corre por sus venas. Hay quienes le envidian, quienes desean verlo fracasar para ocupar su lugar a sus pies. Esto no es más que un engaño, una burda manipulación para alejarlo de su propósito."
Bellatrix, con su expresión torcida por la furia, avanzó un paso. "Mi Señor, ¿cree usted que Draco, un Malfoy, se rebajaría a ser la... perra de Potter?" escupió la palabra con asco. "Es absurdo. Un rumor infantil, propagado por imbéciles que temen su ascenso. Permitir que cuentos mentiras se difundan sin castigo solo alentaría la traición."
Voldemort los observó con su sonrisa cruel, disfrutando del espectáculo de su desesperación. "Entonces, ¿me están diciendo que mis seguidores me han mentido? ¿Qué su hijo no solo no es un traidor, sino que sigue comprometido con la misión que le di?"
Lucius tragó saliva, sintiendo la presión de los ojos rojos sobre él. "Así es, mi Señor. Draco no haría nada que pusiera en peligro su propósito. Es joven, sí, pero ambicioso. Y su lealtad está con usted."
Los ojos de Voldemort se entrecerraron, disfrutando de su lucha. "Si lo que dices es cierto, Lucius, entonces me lo demostrará. Draco tendrá la oportunidad de limpiar su nombre. Me traerá a Potter".
Chapter 11: Estoy jugando mentalmente contigo, te tengo donde quiero
Summary:
Actos totalmente imprudentes ocasionado por personas demasiado imprudentes. (Hermione no debió de dejar que Ron aconsejara a Harry)
Tomar decisiones por presión social nunca es una buena idea. (Díganle NO al matrimonio entre menores de edad, aprende eso Weasley) (Ginny, cariño, yo sufro contigo pero esta no es tu historia de amor) 💔
Es uno de mis capítulos favoritos y como dicen algunos: “Antes de la tormenta sale el Sol” 😔🐾💔
Chapter Text
Draco tenía muchas formas en mente para acabar con Potter sin necesidad de su varita. Mientras jalaba con furia el cabello desordenado del idiota, barajó mentalmente algunas de ellas, con la misma facilidad con la que solía elegir su atuendo por las mañanas.
Podría usar el maleficio de las mil cuchillas, un hechizo prohibido que desgarraba la piel centímetro a centímetro. O tal vez el Tormentum, una variante poco conocida del Cruciatus que atacaba los nervios sin dejar rastros visibles. Incluso, si quisiera algo más creativo, podría intentar la Maldición del Susurro, que hacía que la víctima escuchara voces incesantes hasta enloquecer.
Podría intentar la Maldición del Fuego Maldito, aunque, sin una varita, sería algo complicado. Podría optar por los clavos de Sangre Hierro, un antiguo método de tortura donde la magia se filtraba en el sistema sanguíneo del enemigo, provocándole un dolor insoportable sin dejar marcas visibles. O tal vez las ataduras de Morgana, un conjuro tan opresivo que haría que Potter sintiera cada uno de sus huesos quebrarse lentamente sin llegar a la muerte inmediata. Pero claro, eso también requería varita.
“Malfoy—¡Draco, por favor, suéltame!” Harry se quejaba, con la voz cada vez más angustiada. Su novio—bueno, lo que Potter creía que era su novio—se aferraba a su cabello con saña, sin intención alguna de soltarlo.
“¡¿Cómo pudiste hacerme esto?!” Rugió Draco, jalando más fuerte.
“No sé de qué hablas, pero estoy seguro de que lo podemos hablar con calma si, ya sabes, deja de intentar arrancarme el cuero cabelludo.”
Madam Pomfrey y McGonagall estaban intentando separar a Draco de Harry, pero él tenía la fuerza de mil venganzas y la furia de alguien que acababa de descubrir que el mundo entero lo creía enamorado de Harry Potter.
Se escuchó una de sus condescendientes. Severus Snape, con los brazos cruzados, observaba la escena como si prefería ser tragado por la Tierra antes de que verse envuelto en semejante espectáculo.
“Draco”, Snape habló con ese tono de advertencia gelido que hacía que incluso los mortífagos se enderezaran. "Deja de atacar a Potter. Ahora."
Draco finalmente soltó el cabello de Harry con un empujón, lo que provocó que la cayera de Gryffindor torpemente sobre la cama de la enfermería. Harry apenas tuvo tiempo de sentarse derecho antes de levantar las manos en son de paz.
“Si esto es por lo de anoche—”
Draco sintió que su alma abandonó su cuerpo.
Madam Pomfrey y McGonagall fruncieron el ceño al unísono. Snape entrecerró los ojos peligrosamente.
Draco inhaló, intentando no gritar. “¿POR LO DE ANOCHE, POTTER?”
Harry parpadeó, completamente ajeno al desastre que estaba provocando. "Sí... bueno, también antes de anoche. Y la noche anterior, pero esa fue técnicamente por la madrugada, así que no sé si cuente—"
“¡ME QUIERES MATAR!” Draco alzó las manos como si fuera a estrangularlo, pero McGonagall conjuró un hechizo para mantenerlo en su lugar. “¡QUÉ PARTE DE QUE TE ODIO NO ENTENDISTE!”
Harry hizo un puchero. "Pensé que lo decías por orgullo. ¿No es así como funcionan las relaciones?"
Draco se quedó sin palabras.
Severus suspir, pasó una mano por su rostro y murmuró para sí mismo: "Voy a necesitar un trago después de esto".
Draco, mientras tanto, seguía intentando aferrarse al cabello de Potter con una determinación casi admirable. No solo lo quería sostener, sino que cada vez que Harry intentaba moverse, Draco se imaginaba jalándolo con más fuerza, como si quisiera arrancarle cada hebra.
"Malfoy, por favor", jadeó Harry, con los ojos entrecerrados por el odio que le lanzaba los ojos grises. "Podemos hablar de esto como personas civilizadas."
"¿Personas civilizadas?", escupió Draco, sin dejar de temblar de ira. "¿Te parece civilizado andar proclamando a los cuatro vientos que somos novios?"
Madam Pomfrey intentaba intervenir, pero cada vez que daba un paso, Draco gritaba un poco más. McGonagall, con los labios prietos, estaba al borde de lanzar un hechizo para desaparecerlos de su vista.
Mientras intentaba quitarse el hechizo de McGonagall, Draco pensaba en todos los métodos de tortura conocidos por los magos. Podría empezar con una simple maldición de Langlock para que Potter dejara de hablar estupideces, luego podría probar con un encantamiento de piel ardiente, nada que lo matara, solo suficiente para que Harry se retorciera. Claro, si tuviera su varita. Maldito Snape. Seguro se la había quitado mientras estaba inconsciente.
"Señor Malfoy, déjele gritar al Potter ahora", ordenó McGonagall con su voz firme.
Draco bufó y le dio una última mirada de profundo odio antes de calmarse un poco, McGonagall levantó el hechizo e hizo que Draco tropezara hacia atrás.
"Esto es abuso", se quedó Harry, levantando levemente su mano para sostener a Draco.
Draco cruzó los brazos y lo fulminó con la mirada. "No, abuso es lo que estás haciendo tú al decirle a todo el colegio que somos pareja."
McGonagall ajustó sus lentes con un suspiro cansado y cruzó los brazos, dirigiendo una mirada severa a Harry.
"Señor Potter, por favor explíquese. ¿Por qué ha estado diciendo que es novio del señor Malfoy, cuando claramente él lo está negando?"
Harry, que aún sostenía su cabeza con una mano tras el jaloneo de Draco, parpadeó confundido. "Porque lo somos", respondió con seguridad, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
Draco soltó un bufido lleno de indignación. "¡NO, NO LO SOMOS!"
McGonagall le lanzó una mirada de advertencia para que se callara. Luego miró de nuevo a Harry. "Explíquese, Potter."
Harry dudó un momento y luego se encogió de hombros. "Ron me dijo que si dos personas hacen... ya sabes, cosas de adultos, entonces significa que están en una relación."
Severus, que hasta ahora había permanecido en silencio, presionó el puente de su nariz con evidente agotación. "Por Salazar..."
McGonagall no se permitió reaccionar de inmediato. Su expresión era estoica, aunque un pequeño tic en su ceja derecha indicaba su irritación contenida. "¿Y usted basó esta afirmación en un comentario del señor Weasley?"
Harry se planteó con tanta seguridad que Draco sintió un deseo inmediato de lanzarle algo a la cara. Preferiblemente una maldición. O un ladrillo.
"Y como ayer Madam Pomfrey me dio todas esas revistas para aprender sobre… ya sabe, pues, pensé que tenía que hacerme responsable del bebé que Malfoy lleva ahora", continuó Harry, completamente convencido de la lógica de su argumento.
Silencio. Un silencio largo, sepulcral. De esos silencios que anteceden a una catástrofe.
Draco sintió cómo toda su sangre abandonaba su rostro. "¡¿QUÉ?!"
Pomfrey se quedó petrificada por un segundo antes de abrir y cerrar la boca, como si estuviera atrapada entre el horror y la absoluta incredulidad. "¡Eso no tiene ningún sentido! ¡Señor Potter, los magos no pueden quedar embarazados así como así! ¡No es algo que ocurre espontáneamente! Se necesita una intervención muy específica, con pociones altamente especializadas y ayuda de magos entrenados en ello."
Harry parpadeó varias veces, como si le costara similar la información. Luego miró a Draco. "Entonces... ¿no estás embarazado?"
Draco le dedicó una mirada que podría haber calcinado un bosque entero. "¡NO ESTOY EMBARAZADO, POTTER!"
Severus soltó un gruñido de exasperación y lo tomó por el brazo, alejándolo unos pasos de la escena. "¿Acaso has perdido el poco juicio que tenías, Draco?"
Draco se frotó el rostro con ambas manos, sintiendo un dolor de cabeza venir. "¡Fueron solo dos veces, padrino! Solo dos. Eso no significa nada."
Severus alzó una ceja. "Díselo a Potter. Porque evidentemente, para él significa lo suficiente como para correr proclamando por el castillo que son una pareja establecida y que espera un hijo".
Draco hizo un sonido de pura frustración. "¡Ese idiota está completamente fuera de sí!"
A unos cuantos pasos de ellos, McGonagall se masajeaba las siete, intentando reprimir una migraña creciente. "Señor Potter, la próxima vez, no escuche los consejos del señor Weasley. Pregunte a un adulto responsable".
Harry asintió con algo de vergüenza y bajó la mirada. "Lo hice."
McGonagall parpadeó. "¿Lo hizo?"
Harry se acercó y luego, en un murmullo casi imperceptible, hizo un sonido de perro.
El gesto de Severus se congeló. Draco sintió un escalofrío de terror absoluto recorrerle la espalda. Ambos se giraron lentamente hacia Harry, mirándolo con horror y desconcierto.
"Oh, por Merlín", murmuró Severus, llevándose una mano al rostro. "Esto es peor de lo que imaginaba."
McGonagall cerró los ojos por un momento y luego miró a Harry con renovada severidad. "Señor Potter, hable con ese señor no cuenta como consultar a un adulto responsable. Contará solo el día que él deje de actuar como un niño de quince años atrapado en el cuerpo de un hombre adulto."
Harry hizo un puchero y se cruzó de brazos, ofendido. "Mi padrino sí es responsable."
Severus soltó una risa sin humor. "Si ese pulgoso es responsable, yo soy el Hada Madrina."
Madame Pomfrey se aclaró la garganta, tratando de recomponer la situación. "Lo importante aquí es aclarar las cosas. No hay ningún embarazo. No hay ninguna relación oficial entre el señor Malfoy y el señor Potter. Y, sobre todo, el señor Potter deberá empezar a preguntar a los adultos adecuados antes de tomar decisiones drásticas."
Harry frunció el ceño y miró a Draco. "Pero, Malfoy... ¿Seguro que no somos novios?"
Draco soltó un gemido de desesperación y miró al techo, como si implorara a los cielos por paciencia. "¡NO, POTTER!"
La enfermería estaba sumida en una tensa calma tras la exclamación de Draco. Madam Pomfrey se cruzó de brazos, lanzando una mirada severa hacia el rubio.
"Señor Malfoy, si no se realiza un cheque, no podrá garantizar que esté en condiciones de volver a sus actividades", dijo con un tono autoritario.
Draco se cruzó de brazos y ladeó el rostro con evidente desprecio. "No necesito un chequeo. Estoy perfectamente bien."
"Malfoy, acabas de desmayarte, tironeaste de mi cabello y luego gritaste histérico por diez minutos", intervino Harry, todavía sujetándose la cabeza donde Draco lo había jaloneado. "Yo diría que necesitas un cheque".
"Oh, cállate, Potter", espetó Draco con fastidio. "No necesito que me defiendas ni que opines sobre mi estado."
Severus, quien había estado observando con los brazos cruzados y una expresión inescrutable, decidió intervenir. "Estoy de acuerdo con el señor Malfoy. Si él no desea un cheque, entonces no lo forzaremos".
Minerva suspir y mir a Harry, que estaba de pie con la boca entreabierta, incapaz de procesar la negacin rotunda de Draco sobre su supuesto noviazgo. La profesora sintió una punzada de lástima al verlo así, claramente confundida y desubicada.
Harry, en su aturdimiento, comenzó a recordar su conversación con Ron y Hermione aquella mañana.
Todo comenzó cuando Ron y Hermione se acorralaron después de acompañar a Draco a sus clases matutinas. En un principio, habían decidido no molestarlo con preguntas, pero la paciencia de Hermione tenía límites y la situación se había vuelto insostenible.
"Harry, tenemos que hablar", dijo Hermione con los brazos cruzados y una expresión seria.
Ron, a su lado, avanzando con los brazos también cruzados, aunque su expresión era más de incomodidad que de firmeza.
Harry sintió un mal presentimiento, pero intentó jugar a la inocencia. "¿Sobre qué?"
"No te hagas el tonto", espetó Hermione. "¿Por qué estás siendo tan amable con Malfoy? No es normal."
"¿Y por qué le llevaste el desayuno?" añadió Ron, frunciendo el ceño. "Parecías una de esas amas de casa de las novelas muggles de mi madre."
Harry sintió que sus mejillas se encendían. "Yo... no es nada de lo que están pensando. Solo... bueno, Malfoy es diferente. Ha cambiado."
Ron soltó una carcajada burlona. "Sí, de gustos."
Hermione puso los ojos en blanco. "Harry, Malfoy es... Malfoy."
"Lo sé", replicó Harry, intentando controlar su frustración. "Pero ustedes no entienden. Lo conozco y ha cambiado."
Hermione suspir, visiblemente preocupada. "Harry, sé que quieres creer eso, pero... me da miedo que solo tú pienses eso."
Harry sintió un nudo en la garganta. Él se puso de pie y se dirigió al baño de la habitación de los chicos, pero antes de cerrar la puerta, se escuchó un golpe sordo. Ron gimoteó y se sobó la cabeza.
"¡Hermione!" protestó. "¡Eso fue con un libro!"
Cuando Harry salió del baño, con el cabello aún más desordenado que de costumbre y el ceño fruncido, se encontró con un silencio abrupto.
Hermione y Ron seguían sentados en su cama, inclinados el uno hacia el otro, murmurando con intensidad. Apenas cruzó la puerta, Hermione se llamó al instante y Ron se enderezó torpemente, finciendo que no había estado conspirando en su contra hacía un segundo.
Harry sospechó. Geniales . Había ido al baño con la esperanza de que Hermione se diera por vencida y se marchara a la biblioteca, pero ahí estaba ella, con los brazos cruzados y la mandíbula apretada. Ron tampoco se había movido, aunque él tenía la expresión de alguien que no entendía completamente qué estaba ocurriendo, pero igual estaba dispuesto a quedarse a ver el desastre.
"Harry", empezó Hermione, con esa voz cargada de paciencia al borde del colapso, "aún tenemos que hablar".
Harry rodó los ojos y se dejó caer en la silla junto a su cama. "No tenemos que hablar de nada."
Ron resopló. "Sí, claro. Excepto por el pequeño detalle de que te has vuelto completamente un lunático con Malfoy".
Harry le lanzó una mirada afilada, pero Ron se encogió de hombros. "Vamos, compañero. Te pasas todo el día buscándolo en el mapa. Ni siquiera te concentras en las clases. Ayer casi metes el pie en una cubeta de Snape porque estabas demasiado ocupado viendo que estaba haciendo Malfoy."
Harry apretó los labios. De acuerdo, tal vez sí lo había hecho.
"Y para colmo", añadió Hermione con un suspiro exasperado, "te la pasas siguiéndolo como si fuera a desintegrarse en cualquier momento. ¡Lo buscas en cada pasillo, Harry! Es enfermizo".
Harry bufó. "No lo sigo todo el tiempo."
Ron y Hermione lo miraron con el mismo nivel de incredulidad.
"Está bien, tal vez un poco."
"¡Un poco!" Hermione agitó los brazos con frustración. "Harry, anoche vi que estabas despierto en la sala común a las tres de la madrugada con el mapa abierto, mirándolo dormir ".
Ron parpadeó. "¿Podemos volver a eso un segundo? ¿Por qué demonios estabas viendo a Malfoy dormir?"
Harry sintió que el calor subirle a la cara.
"¡Eso no importa!" espetó. "Lo que quiero decir es que no es lo que creen. Malfoy y yo... hemos estado viéndonos."
Ron arrugó la frente. "¿Pues claro que lo has estado viendo, si lo sigues por todo el castillo—?"
"¡No, Ron!", exclamó Hermione con horror, y luego giró la cabeza lentamente para mirar a Harry, que ahora tenía las orejas completamente rojas. "Harry… ¿qué quieres decir con que se han estado viendo? "
El estómago de Harry dio un vuelco.
No podía decirlo. No así. No con Ron viéndolo como si estuviera tratando de resolver un acertijo y con Hermione entrecerrando los ojos como si ya tuviera una sospecha horrible pero necesitara confirmación antes de enloquecer.
Pero lo dijo de todas las formas.
"Malfoy y yo... hemos pasado... mucho tiempo juntos".
Silencio absoluto.
Ron parecía confundido. "Sí, claro, siempre están en el mismo sitio, eso ya—"
Hermione se relajó.
Se puso de pie de un salto, llevándose las manos a la boca, y luego empezó a sacudir la cabeza como si intentara deshacerse de la información que acababa de recibir.
Ron miró a Hermione, luego a Harry, luego de vuelta a Hermione, que ahora murmuraba palabras incoherentes en lo que parecía ser una crisis existencial.
"¿Qué?", preguntó Ron, cada vez más perdido.
Hermione lo ignoró. Dando media vuelta, salió de la habitación a toda prisa, sin dejar de murmurar frases incomprensibles en lo que probablemente era el primer colapso verbal de su vida.
Ron la vio irse. Luego miró a Harry.
"¿Qué demonios le pasa?"
Harry se dejó caer de espaldas en la cama, cubriendo la cara con las manos. No podía creer que esta fuera de su vida.
Harry dejó caer las manos de su rostro y miró a Ron, que seguía con la expresión de alguien que intentaba resolver un rompecabezas sin tener todas las piezas.
Ron frunció el ceño. "A ver… ¿por qué Hermione reaccionó así?"
Harry sintió cómo su cara volvía a arder. Sabía que debía explicárselo, pero ¿cómo se suponía que lo hacía sin querer tragarse la varita por la vergüenza?
"Bueno... verás, Ron..." empezó, sin mirarlo a los ojos. "Lo que quise decir con que Malfoy y yo hemos pasado mucho tiempo juntos es que… hemos estado… compartiendo… ciertos… momentos…”
Ron parpadeó. "¿Ciertos momentos?"
"Si." Harry tragó saliva. "Momentos… bastante cercanos ".
Ron seguía sin entender. "Pero si siempre están peleando. ¿Cómo pueden ser cercanos si no puedes estar a cinco metros de él sin insultarlo?"
Harry empezó a sudar.
"Bueno, es que… últimamente… nos hemos encontrado en privado ".
Ron inclinó la cabeza. "¿Privado cómo?"
Harry sintió que la desesperación crecía dentro de él. "¡Privado, Ron! Muy privado ".
Ron parpadeó lentamente, procesando.
Harry apretó los ojos cerrados y, antes de perder lo que le quedaba de paciencia, exclamó con frustración:
"¡NOS HEMOS ACOSTADO! ¡DOS VECES! ¡TUVE SEXO CON MALFOY DOS VECES!"
Silencio.
Ron no se movió. Ni siquiera pestañeó.
Harry se quedó sin aire y tragó en seco.
Ron se quedó inmóvil un segundo más… hasta que, de repente, su expresión cambió por completo. Sus ojos se agrandaron como platos, su boca se abrió y luego dejó escapar un grito de horror.
"¡¿QUÉ?!"
Harry no respondió. Ron había quedado completamente paralizado, con una expresión de absoluto terror. Parecía que el mundo entero se le acababa de volcar encima.
"¡No, no, no, no puede ser, NO PUEDE SER!" Ron se puso de pie de golpe, llevándose las manos a la cabeza. "¡TÚ! ¡MALFOY! ¡JUNTOS! ¡HACIENDO—!"
Se interrumpió a sí mismo, sacudiendo la cabeza con tanta fuerza que su cabello pelirrojo parecía estar a punto de despegarse.
"¡Tienes fiebre, Harry! ¡Tienes algo en la cabeza! ¡Te han maldecido! ¡Esto no es normal, esto no es normal!"
Harry resopló, cruzándose de brazos. "No tengo nada en la cabeza, Ron".
"¡Tienes un Malfoy, y eso es peor!"
Ron empezó a dar vueltas por la habitación como si estuviera teniendo un ataque de pánico. "¡Esto es una maldición! ¡Una poción! ¡Una posesión! ¡Seguro Malfoy hizo algo y ahora piensas que es atractivo!"
Harry apretó los labios.
Ron se quedó quieto. Lentamente, lo miró fijamente.
"Oh…por Merlín ."
Harry no le devolvió la mirada.
Ron se agarró el pecho como si le hubiera dado un paro. "¡No solo piensas que es atractivo! Te gusta ".
Harry no dijo nada.
" ¡TE GUSTA! " Ron le dijo a Harry con un dedo tembloroso. "¡Te gusta Malfoy! ¡Estás enfermo! ¡Estás mal de la cabeza! ¿Cómo puedes gustarte Malfoy?! "
Harry no pudo evitar encogerse de hombros. "Supongo que es algo así como… atracción fatal."
Ron gimió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Pero entonces, el horror en su rostro se transformó en algo peor. Una realización.
"Oh, no..." Ron se dejó caer en la cama, pálida como la leche. "No, no, no, no..."
"¿Qué pasa ahora?" preguntó Harry con cautela.
Ron levantó la vista y lo miró con absoluto pavor.
"¡Esto significa que ustedes están juntos!"
Harry parpadeó. "¿Qué?"
"¡Pues claro!" Ron empezó a contar con los dedos. "Primero, se acostaron. Luego, tú piensas que te gusta , lo que significa que Malfoy también debe pensar que le gustas ".
Harry inclinó la cabeza. "No creo que funcione así—"
"¡Claro que sí! ¡Y como se han acostado DOS VECES, eso significa que ahora son NOVIOS!"
Harry abrió la boca para decir que no estaba seguro de que Malfoy pensara lo mismo. Pero entonces, la idea hizo clic en su cabeza.
Sí. Sí tenía sentido.
Habían estado juntos dos veces. Se habían buscado dos veces. Malfoy no había huido después de la primera. Y aunque no lo decía, Malfoy también lo miraba diferente, también lo buscaba…
¿Podría ser que… realmente ya eran novios?
Harry se quedó en silencio, perdido en sus pensamientos, y Ron lo vio, aterrorizado.
"¡Mierda, Harry, ESTÁS SONRIENDO!"
"¿Eh?" Harry lo miró, aún en su nube de pensamientos.
Ron jadeó y se agarró la cabeza de nueva. "¡Esto es un desastre! ¡Ahora tendrás que llevar a la Madriguera en Navidad! ¡¿Te imaginas la cara de mi mamá cuando vea a Malfoy en la cena?! ¡ Tú y él sentados juntos! ¡ En nuestra mesa! "
Harry pestañeó. Ahora que lo pensaba… si Malfoy realmente era su novio, tendría que empezar a incluirlo en sus aviones. Tal vez podría invitarlo a Hogsmeade… O pasar más tiempo en los recesos… O incluso—
"¡Ya lo veo todo!" Ron empezó a caminar de un lado a otro. "¡Se casarán! ¡Y luego tendré que ser el maldito padrino en tu boda con MALFOY! ¡Esto es el fin del mundo!"
Harry frunció el ceño. "No es tan grave, Ron."
"¡¿NO ES TAN GRAVE?! ¡¿CÓMO QUE NO ES TAN GRAVE?!"
"Bueno, si lo piensas bien..." Harry se tocó el mentón. "Si ya somos novios, significa que Malfoy va a dejar de coquetear con otros. Y que nos veremos más seguido sin necesidad de escondernos."
Ron lo miró con absoluto horror.
"Acosar…"
"¿Si?"
"Debes hacerlo público."
Harry simplemente suena, pensando en su nuevo estatus sentimental. Ron, por otro lado, estaba a punto de vomitar.
Harry se cruzó de brazos unos minutos después de silencio, pensativo. "Así que... hacer público lo nuestro."
Ron asintió con una seriedad que no se veía en él desde la vez que había hecho cálculos sobre cuántos pasteles podía comer antes de morir. Se veía pálido, como si estuviera al borde de la fiebre, pero no iba a dejar que su propio sufrimiento se interpusiera en su deber de asesor romántico.
"Sí, Harry. Es la única forma. Si no lo dice públicamente, Malfoy va a hacerte una escena".
Harry arqueó una ceja. "¿Malfoy? ¿Escena?"
"¡Si!" exclamó Ron, sacudiendo las manos en el aire. "¿Recuerdas a la ex de Percy? ¡Lo perseguía por todo el castillo porque no se sentaba a comer con ella! Lo obligaba a despertarse temprano para que la saludara en el Gran Comedor y le gritaba si no lo hacía." Ron se estremeció. "Y Malfoy es peor , porque le encanta la atención. Cuanto más lo escuchen decir que es tu novio, más feliz va a estar."
Harry reflexionó. Bueno… tenía sentido. Si Malfoy quería atención, entonces dile a todo el colegio lo haría feliz, ¿no? Sonrio, satisfecho con el plan.
Ron se cubrió la cara con ambas manos. "Esto es lo peor".
"Oh, vamos, Ron", dijo Harry, dándole una palmada en la espalda. "Estás siendo un gran amigo".
Ron gimio. "Si no fueras tú, te tendría envidia. Pero como es Malfoy , solo quiero vomitar".
"Entonces, ¿cómo lo hago?"
Ron tomó aire como si estuviera a punto de pronunciar un discurso épico. "Primero, debes empezar a sentarte con él en las comidas. Es como… una regla de novios. Si no viene con él, va a sentirse ignorado, y si se siente ignorado, va a hacer drama. Si se sienta con los Slytherin, tú te sientas ahí. Si se sienta con los Gryffindor, cosa que dudo, entonces se sienta a tu lado."
"O podríamos encontrarnos en el medio de las mesas."
Ron lo miró con la expresión de quien acaba de ver a alguien estrellarse contra una pared. "¿Quieres que Gryffindor y Slytherin te vean besuqueándote con Malfoy en la mitad del Gran Comedor?"
Harry parpadeó. "¿Quién dijo algo de besuquearse?"
"¡Cualquier cosa que hagan va a ser besuquearse para nosotros!" exclamó Ron. "Si lo miras más de cinco segundos, si sonríes, si le sirves comida en el plato— todo eso va a ser peor que un beso en nuestra mente, Harry ".
Harry se rascó la cabeza. "Bueno, pero de todas formas voy a hacer que se haga público. ¿Qué más?"
Ron respiró hondo, tragándose el pánico. "Tienes que dejar de llamarlo Malfoy . Si eres su novio, tienes que llamarlo Draco ".
El silencio que siguió fue terrible. Ron no deseaba haber dicho nada.
Los ojos de Harry brillaron con una felicidad tan pura, tan genuina, que Ron sentía náuseas. "Tienes razón, Ron. Draco. Draco . Suena… bien. Draco y yo. Mi novio, Draco ". Harry suena como si acabara de descubrir la mayor revelación de su vida.
Ron se cubrió la cara. "Voy a vomitar".
"Oh, vamos, Ron. No es tan malo".
"Harry, hace dos días gritaste en el campo de Quidditch que tuviste sexo con Malfoy. Delante de todos . ¡Toda la escuela ya lo sabe, pero ahora lo harás oficial!"
Harry se encogió de hombros. "Bueno, eso fue en un arrebato de emoción. Ahora quiero hacerlo de verdad."
Ron gimio. "Eres una pesadilla."
"¿Cómo lo hago, entonces? ¿Cómo anuncio que Draco y yo somos pareja?"
Ron respiró hondo. "Bueno… puedes hacer algo llamativo. Algo que le gusta a Malfoy. Tiene que ser dramático, tiene que ser en público y tiene que asegurarse de que todos escuchen."
Harry pensó por un momento y luego su cara se iluminó con una idea.
"Lo haré en el Gran Comedor".
Ron casi se cayó de la silla. "¡NO!"
"¡Sí! Lo haré en el desayuno, cuando haya más gente. Me levantaré de la mesa de Gryffindor, me acercaré a la mesa de Slytherin, me pararé frente a Draco y—"
"Harry, escúchame bien, NO HAGAS ESO ".
"—diré en voz alta: Draco Malfoy, te amo y eres mi novio ahora ".
Ron lo miró fijamente. "Si haces eso, te mato."
"Bueno, entonces no lo haré exactamente así, pero—"
"Por favor, Harry, piensa en mi salud mental —"
"¿Y si le doy un beso delante de todos?"
Ron abrió la boca para gritar, pero no salieron palabras. Sólo un sonido ahogado de horror absoluto.
Harry se acercó para sí mismo. "Sí. Un beso lo hará claro."
Ron se agarró la cabeza con ambas manos. "Esto es un desastre."
"Tranquilo, Ron. Voy a hacerlo bien. No voy a gritarlo".
Ron suspiró de alivio.
"Voy a demostrarlo ."
Ron se quedó en silencio por un momento.
Luego, se levantó y salió de la habitación. Harry lo escuchó murmurar: "Voy a ver si Pomfrey me da algo para el dolor de cabeza antes de que me dé un ataque".
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Harry observó la escena frente a él con una mezcla de fascinación y horror . Draco—no, Malfoy, porque claramente no era su novio —iba de un lado a otro en la enfermería, su túnica ondeando dramáticamente mientras se relajaba que no estaba embarazado.
"¡NO ESTOY EMBARAZADO, IDIOTAS!" bramó, fulminando con la mirada a Madam Pomfrey, quien parecía lista para darle un calmante. "¡Y NO NECESITO QUE LLAMEN A MIS PADRES!"
Madam Pomfrey suspir con cansancio y le tendi una pocin relajante. Malfoy la rechazó de un manotazo.
Harry rascó su nuca . Bien… tal vez sí había exagerado al gritar en la cena que su… ¿novio? ¿No-novio? Estaba avergonzado. Pero no había sido su culpa, ¡Draco había estado pálido todo el día y lo vio tocarse el vientre con cara de horror! ¿Qué se suponía que debía pensar?
Se frotó la cara. Esto no estaba saliendo como esperaba. Lo que Draco—no, Malfoy—había dicho hace poco aún seguía zumbando en su cabeza.
"No somos novios, Potter."
Pero… no había dicho que no quería serlo, ¿verdad? Solo que no lo eran todavía.
Harry se iluminó con una idea brillante: tal vez solo necesitaba un buen plan. Sí, un plan para hacer que Malfoy lo amara. Porque ya lo deseaba—eso era innegable—, así que lo siguiente era enamorarlo. No podía ser tan difícil.
Se levantó de la camilla con decisión. Necesitaba ayuda. Pero no de Ron, que tenía cero sentido romántico, y definitivamente no de Sirius, que básicamente le había dicho que metiera a Draco contra la pared y le mordiera el cuello.
No. Necesitaba a alguien con experiencia en el amor. Alguien como Ginny.
Harry la encontró en la sala común de Gryffindor, con un libro en el regazo y las piernas cruzadas en el sillón más grande. Se acercó con determinación.
"¡Ginny! Necesito tu ayuda."
Ginny alzó la vista, sonriendo instintivamente al verlo, pero su sonrisa se desvaneció un poco al notar su tono de urgencia.
"¿Qué pasa?" preguntó, cerrando el libro.
Harry se sentó a su lado sin preámbulos. "Tú has tenido novios, ¿verdad?"
Ginny parpadeó, sorprendida. "...Si."
"¡Perfecto! Entonces debes saber cómo hacer que alguien se enamora de ti."
El estómago de Ginny se encogió. "¿Q-qué?"
Harry la miró con una gravedad que rara vez tenía. "Quiero que me ayudes a enamorar a Malfoy, Draco."
Ginny sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho.
"¿Un... Malfoy?" repitió con voz baja.
"Si." Harry no notó el temblor en su voz. "Mira, ya hemos... hecho algunas cosas, como todos ya deben de saberlo, pero necesito que me ame. Y no sé cómo hacer eso."
Ginny tragó saliva, su garganta ardiendo. Claro. Claro que Harry quería una otra persona. Claro que venía a pedirle ayuda para enamorar a alguien más.
"Ah..." Ginny desvió la mirada, sus dedos crujientes alrededor del libro en su regazo. "Yo… no sé, Harry. El amor no es una poción que puedes preparar con los ingredientes correctos".
Harry frunció el ceño. "Pero hay cosas que funcionan, ¿no? Gestos románticos, citas, regalos. Ron me dio algunos consejos, pero… es Ron."
Ginny soltó una risa vacía. "Sí. Es Ron."
"¿Entonces qué dices? ¿Me ayudas?"
Ginny cerró los ojos por un segundo, inhalando con fuerza. Luego, con su mejor sonrisa, dijo:
"Por supuesto, Harry."
Chapter 12: Después de todo lo que he sangrado por ti apenas puedo respirar
Summary:
Advertencias específicas
Mención de un ataque de Mortífagos en San Mungo.
Mención de sangre.
Breve mención del futuro (Posible muerte de una persona y secuestro de un ser amado)
Sexo semipúblico. (Harry entra a la habitación de Draco y bueno… pasa lo que tiene que pasar)
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas, Londres, Inglaterra
El caos era absoluto. El olor a sangre y antiséptico lo envolvía, sofocante y frío. La piedra blanca de San Mungo estaba resquebrajada, manchada de cenizas y salpicada de rojo oscuro. No era un hospital en ese momento, no un refugio. Era un campo de batalla. Gritos de dolor y desesperación se alzaban sobre el estruendo de las maldiciones que seguían chocando contra los muros derrumbados. El humo, espeso y sofocante, se mezclaba con la luz del fuego que devoraba las estructuras caídas, tiñendo todo de un resplandor anaranjado e infernal.
Sobre todo, ese ruido, sobre toda esa desesperación, una sola voz seguía dominándolo todo, rasgando el aire como un filo de acero. "¿Dónde está Potter? ¡¿Dónde está Potter?!"
El nombre era repetido una y otra vez, de diferentes bocas, con diferentes tonos: angustia, furia, urgencia, súplica. Pero Remus no escuchaba nada de eso. No escuchaba los gritos, ni los sollozos, ni los gemidos de los heridos. Su mente estaba nublada por el sonido de su propia respiración, de su corazón martillando en su pecho como si estuviera a punto de romperse.
Un segundo. Solo un segundo fue suficiente.
Apretó la mano de Sirius con toda la fuerza que tenía. El calor de su piel, el agarre firme, la certeza de que estaban juntos. Pero entonces, entre el caos, alguien chocó contra él. El impacto lo hizo tambalear y, por instinto, soltó la mano de Sirius por una fracción de segundo. Un instante de distracción. Un respiro. Y cuando se giró para volver a tomarlo, él ya no estaba a su lado.
Remus giró bruscamente, su mirada desesperada recorriendo la multitud, hasta que lo vio. A solo un par de pasos de distancia, Sirius estaba de pie, jadeante, con el rostro cubierto de hollín y sudor, su cabello negro enmarañado flotando con el viento caliente de la batalla. Sus ojos grises estaban fijos en él. Y entonces, con la misma rapidez con la que la vida les había dado la oportunidad de estar juntos, apareció la espada.
El filo atravesó el pecho de Sirius sin resistencia, como si su cuerpo fuera de papel. El sonido que hizo la hoja al desgarrar carne y hueso fue un susurro perverso, un eco que quedó suspendido en la mente de Remus mucho después de que todo lo demás desapareciera.
El tiempo pareció detenerse.
Sirius no reaccionó de inmediato. Su rostro se mantuvo igual por un segundo más, hasta que la comprensión se deslizó lentamente por su expresión, hasta que su boca se abrió en un intento de hablar y sus rodillas cedieron. Su sangre caliente brotó de la herida con un brillo carmesí bajo el fuego, manchando su chaqueta negra, salpicando el suelo.
Remus lo vio caer.
No escuchó el rugido de dolor que salió de su propia garganta. No sintió cuando sus piernas se movieron, cuando corrió hacia Sirius, cuando se dejó caer de rodillas frente a él y lo atrapó entre sus brazos antes de que pudiera tocar el suelo.
Solo vio sus ojos. Esos ojos grises que nunca antes habían parecido tan frágiles, tan débiles.
“Mi amor…”
La voz de Sirius era apenas un susurro, pero para Remus, fue un grito. Un grito que rompió todo dentro de él.
“No, no, no, no, no”, murmuró frenéticamente, sus manos temblorosas presionando la herida de Sirius, tratando de detener la sangre que no dejaba de fluir. “No, Sirius, mírame, no cierres los ojos, por favor, quédate conmigo.”
Pero Sirius estaba cansado. Remus podía verlo en la forma en que sus párpados temblaban, en la forma en que su respiración se volvía más débil, más superficial. Sus labios intentaban formar palabras, pero su cuerpo ya no le respondía. Sus manos, que momentos antes habían sostenido su varita con fuerza, ahora descansaban inertes sobre las rodillas de Remus.
Remus lo sacudió ligeramente, desesperado, sintiendo su propia garganta cerrarse con la angustia.
"Sirius, por favor... No me hagas esto, por favor".
Sirius intentó sonreír, pero apenas logró levantar una comisura de los labios. Su mano ensangrentada se aferró débilmente al suéter de Remus, sus dedos apenas logrando sostenerlo.
“No… me… deja…”
La súplica de Sirius fue un cuchillo en el pecho de Remus. Quería gritarle que no, que nunca lo haría, que siempre estaría a su lado, pero su voz se quebró antes de que pudiera responder. Los labios de Sirius temblaron, queriendo escuchar la respuesta, pero el tiempo no le concedió ese último deseo.
Detrás de ellos, gritó Harry. Un sonido desgarrador, lleno de horror.
Draco también gritó. Remus no supo qué fue lo que dijo, no supo que en ese instante unos brazos lo arrancaban de los escombros, que unos mortífagos se lo llevaban. No supo que el mundo seguía derrumbándose a su alrededor, que la batalla aún rugía.
Él solo vio a Sirius. Solo escuchó el nombre que su amado intentó pronunciar con sus últimos alientos. Solo sintió la calidez de la sangre en sus manos cuando la vida abandonaba el cuerpo de la única persona que alguna vez fue su hogar.
Cuando los ojos de Sirius se cerraron y su cuerpo se tornó pesado en sus brazos, el corazón de Remus se rompió en mil pedazos, de una forma en la que jamás podría volver a ser reparado, lo único que pudo pensar fue en la discusión de esa mañana.
Recordó la forma en que Sirius había fruncido el ceño, la forma en que su voz se había elevado, el fastidio en su tono. Recordó cómo él mismo había cruzado los brazos con rigidez, cómo le había dado la espalda, cómo se había negado a mirarlo incluso cuando Sirius intentó detenerlo antes de que se marchara.
Se había ido, molesto, dejando a Sirius con un suspiro frustrado detrás de él.
¿Por qué había desperdiciado esas horas en ojo? ¿Por qué no había aprovechado cada segundo con él? ¿Por qué tuvo que ser ese su último recuerdo juntos?
Y ahora, Sirius estaba desangrándose. En sus brazos. Con los labios entreabiertos, con su última palabra atrapada en su garganta, con su última mirada aún fija en él.
Y Remus solo pudo desear, con todo su ser, que la muerte se lo llevara a él también.
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Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, Escocia
Actualidad
Draco caminaba por los pasillos subterráneos de Hogwarts como si cada paso lo arrastrara más hondo, más cerca del infierno al que sin darse cuenta ya pertenece. El eco de sus botas resonaba con dureza contra las pérdidas frías, un sonido que normalmente parecía reconfortante. Pero esa noche, le taladraba los oídos.
El aire de las mazmorras estaba espeso, cargado de humedad y un olor metálico que se filtraba desde las viejas piedras. El silencio era denso, roto solo por el murmullo de Severus, que aún mascullaba detrás de él mientras caminaban hacia la entrada de la sala común de Slytherin. Las palabras del profesor se le adherían a la piel como una maldición.
"Imprudente. Estúpido. Inconsciente. ¿Sabes lo que podría costarle esto a tu familia, a ti, a todo lo que hemos construido?"
Draco no respondió. No podía. Si dijera una sola palabra, todo lo que contenía dentro se derramaría con una violencia insoportable. Y aún no estaba listo para enfrentarlo. No después de lo que acababa de ocurrir en la enfermería. No después de ver su sangre mezclarse con esa poción espesa, brillante, expectante.
El gris. Gris. Qué color más patético. Más incierto.
Ni la certeza del vacío, ni la condena del brillo. Solo… una espera agónica suspendida entre un pasado que no podía cambiar y un futuro que se abriría como un abismo.
Cuando finalmente estuvo solo —sin Pomfrey ni Severus, sin ese maldito Potter invadiendo hasta el último rincón de su pensamiento— Draco se desplomó en su cama sin molestarse en desvestirse. Su cuerpo temblaba bajo la túnica negra como si el frío de las piedras se hubiera instalado bajo su piel.
El escudo anti-ruidos y el hechizo de privacidad chisporrotearon apenas los lanzaron con un movimiento de su varita. Blaise, que acababa de entrar a la habitación, lo llamó por su nombre con tono despreocupado, pero Draco ni siquiera giró la cabeza. No podía. No quería enfrentarse a las preguntas. A los susurros. A las risitas que probablemente ya recorrían los pasillos.
“¿Has oído lo que gritó Potter durante la cena?”
"Dicen que son novios. Que gritó que Malfoy estaba embarazado. ¡Enfrente de todos!"
"¿Y Malfoy? ¿Qué hizo Malfoy? ¿Lo negocio?"
Draco cerró los ojos con fuerza. El rostro de Potter, sudoroso y brillante de arrogancia, apareció detrás de sus párpados con la claridad de un mal sueño. Ese idiota de Gryffindor. Ese maldito desastre andante con cicatriz en forma de rayo y el ego tan inflamado como su sentido del heroísmo. ¿Cómo había terminado… ahí? Bajo él. Sobre él. Contra una pared del baño del segundo piso. En medio de un pasillo. En la sala vacía cerca de la biblioteca.
La pasión había sido un incendio. Destructiva. Innegable. Ardiente hasta dejarlo sin aliento.
Y Potter había creído —¡había creído!— que eso significaba algo. Que eso era suficiente. Que después de unas pocas veces podía proclamarse su pareja como si Draco Malfoy fuera una recompensa, un trofeo de guerra que podía levantar en medio del campo de batalla.
“Esta embarazado”, había dicho Potter en la cena. En voz alta. En voz tan alta que medio Gran Comedor se había vuelto hacia él con cuchara en mano y mueca de confusión.
La rabia que lo había invadido en ese instante había sido tan pura, tan visceral, que Draco pensó por un momento que se transformaría en serpiente allí mismo. Como si la furia fuera una maldición genética que se activaba con la estupidez ajena.
“¡NO ESTOY EMBARAZADO, MAR MALDITA!” Había gritado, con los ojos desorbitados y la varita chispeando, si la hubiera tenido consigo.
Ahora, tumbado en su cama, esa misma rabia se transformaba en otra cosa. Algo más oscuro. Más húmedo. Más espeso que el dolor.
Y aún así… no podía dejar de pensar en él.
En sus labios, en la forma en que le susurraba su nombre — Draco — con reverencia y necesidad. En cómo lo miraba después, con esa mirada confusa, desesperada, como si el solo hecho de estar cerca de él le doliera y al mismo tiempo lo curara.
Potter lo deseaba. De eso no había duda. Lo deseaba de una forma tan total, tan absurda, que le arrancaba el aliento. Y Draco, idiota de él, había respondido.
Pero desear no era amar. Y dormir con alguien no significaba pertenecerle. Mucho menos un Potter. Mucho menos a alguien que no comprendía la diferencia entre el fuego y el incendio.
Draco se llevó una mano al pecho, como si pudiera calmar los latidos frenéticos que lo mantenían despierto.
Mañana. Mañana le pondría un alto.
Lo confrontaría. Le diría que todo había terminado. Que no había “nosotros”. Que no había relación. Que ni siquiera sabía cómo se atrevía a imaginarlo.
Pero entonces pensé en algo más.
¿Qué si Potter… cambiaba?
¿Qué si, en lugar de gritarlo, intentaba ganarse su atención? ¿Su afecto?
Draco sintió que el estómago se le encogía. Porque lo conocí. Lo conocía tan bien, aunque nunca se lo admitiría. Y si Potter se lo proponía, si decidió realmente intentarlo… con esa intensidad desesperada que lo hacía tan insoportable… tal vez…
Tal vez no sería tan fácil dejarlo ir.
La poción había sido gris. Indecisa. Ambigua. Como él.
Suspiré con rabia, y empujó su rostro contra la almohada. Su cuerpo aún ardía del contacto de Potter. Su mente aún palpitaba con la imagen de su rostro jadeando su nombre.
“Maldito Potter…” murmuró contra las sábanas, con un temblor apenas perceptible en la voz.
Aún no lo odiaba lo suficiente. Y eso era lo que más lo aterraba.
El suave clic de la puerta cerrarse le indicó a Draco que alguien había entrado a la habitación, pero se sintió demasiado cansado para saber cuál de sus compañeros fue el que trajo a su amante en turno. Draco esperaba que no fuera Theo, no quería escuchar los gemidos de Daphne.
Mientras Draco intentaba vaciar su mente para que el sueño lo alcance por fin, un idiota, porque solo un idiota pasaría por alto las protecciones que rodeaban la cama de Draco y se subiría encima suyo.
Potter lo giro sin ninguna delicadeza, no era la pose favorita de Draco, pero no tuvo oportunidad de hacer notar su molestia porque sintió el cálido aliento de Potter en su trasero. Draco aún no se acostumbraba a lo poderoso que podía ser Potter y que en vez de usarlo para dominar el mundo lo usaba para eliminar la ropa de Draco y lubricarlo con muy poco esfuerzo.
Al levantar la cabeza y mirar hacia atrás, vio el nido de pájaros que Potter tenía por cabello arrodillado a los pies de su cama, estirando con sus dos manos sus nalgas para pasar su lengua sobre su agujero. Si Potter seguía pasando su lengua y besándolo en ese lugar Draco haría un desastre en sus sabanas.
Los labios de Harry estaban cálidos sobre su agujero y su lengua intentaba ingresar, lo cual no tomo muchos intentos porque Draco aún mostraba señales por su anterior encuentro en el baño. Draco dejo escapar su primer gemido en la habitación y él esperaba que Potter no haya lanzado ningún hechizo silenciador, quería que Theo los escuchara.
Draco quería que Theo sufriera escuchando el placer que sentía cuando Potter se lo follaba. Quería demostrarle lo buen amante que era Potter y sobre todo quería atormentarlo, porque Draco nunca hizo sonidos tan necesitados y desesperados hasta que tuvo a Potter dentro de suyo,
“Eres mi nuevo sabor favorito, Malfoy” la lengua de Potter dejo de atormentar su agujero y empezó a recorrer el trasero de Draco.
Igual que un perro. Pensó Draco cuando la boca de Potter empezó a morder sus nalgas, a veces suave y otras veces duro, como si quisiera dejar su marca en esa parte de Draco.
“Oh, Salazar…” gimió Draco, las manos de Potter alzaron sus caderas y Draco se sintió en el mismo infierno. La boca de Potter era implacable buscando devorar a Draco. Él siempre supo que Potter tenía un talento en sus manos, pero su boca era más poderosa que cualquier magia.
“¿Sigues queriendo no ser mi novio?”
Potter tuvo el descaro de no sonar cansado, su lengua siguió lamiendo y haciendo esa cosa que volvió loco a Draco.
“No…” Draco no quiso sonar tan diseño, pero Potter y su maldita lengua eran un peligro para la cordura de Draco.
“¿Me quieres dentro, Draco?”
Potter dejo de atormentarlo con su lengua, pero sus dedos eran mucho peores.
“Yo… sí”, a Draco no le importaba si toda la casa Slytherin despertaba con sus gemidos, pero iba a tener a Potter dentro suyo en su cama y nadie lo iba a impedir.
Una luz se encendió en la cama del costado, pero Draco no le presto atención.
La punta roma de Potter ingreso con la misma fuerza y delicadeza que caracterizaba a Potter. La entrada de Draco le dio la bienvenida como si fuera un visitante habitual, él sintió como Potter hacía que su interior se llenara de más lubricante con cada centímetro que entraba a su cuerpo. Potter no espero, nunca lo hizo, para empezar a moverse.
Una mano de Potter estaba en su espalda baja y la otra brillaba en su ausencia, Draco nunca hubiera esperado lo que Potter tenía planeado a continuación.
Potter lo tomo del cabello en su puño y le hizo arquear la espalda hacia atrás provocando que Draco lo sintiera en lo más profundo.
Las cortinas verdes y gruesas que rodeaban la cama con dosel de Draco no lograban contener por completo los sonidos entrecortados, las respiraciones agitadas, el leve crujido de sábanas revueltas. El mundo entero parecía reducido al espacio entre el colchón y el cuerpo de Potter, que se cernía sobre él, jadeante, con los ojos encendidos de una urgencia peligrosa.
Draco lo sentía en cada fibra: ese deseo que lo empujaba al límite, que le hacía olvidar su apellido, sus lealtades, incluso su odio. Potter se movía con una desesperación que rayaba en la locura, como si temiera que el momento se le escapara de los dedos. La mano de Harry lo sostenía por las caderas con una fuerza que amenazaba con dejar marcas, y Draco, perdido entre el ardor y la culpa, apenas podía evitar no apretarse alrededor de Potter, ambos estaban cerca, demasiado cerca.
Ambos estaban demasiados concentrados en su propio placer como para darse cuenta de que alguien más estaba despierto en la habitación, Draco con la boca abierta se esforzó en solo soltar suaves gemidos mientras sentía a Potter correrse en su interior y el mismo corriéndose sin que su pene fuera tocado por Potter. Ambos se sintieron en la misma gloria, Potter estaba disfrutando de su clímax moviéndose lentamente.
Hasta que la escuchen.
"¡Por Salazar, Theodore! Esta cama es más dura que tu cabeza".
La voz de Daphne. Quejumbrosa. Estridente. Inconfundible.
Draco se quedó paralizado, sus sentidos en alerta como si alguien hubiera lanzado un encantamiento congelante sobre su cuerpo. La adrenalina cortó el deseo de raíz. Teo. Estaba en la cama de al lado. Con Daphne Greengrass. A estas horas. Y él tenía un Harry Potter encima de él, desnudo, sudoroso, palpitando aún en su interior.
El sonido de algo cayendo al suelo más allá de las cortinas hizo que Potter soltara un leve jadeo de sorpresa.
“Cállate, idiota”, siseó Draco en voz apenas audible mientras se giraba sobre sí mismo con una agilidad tensa, empujando a Potter hacia abajo y presionando su mano contra su boca justo un tiempo. Las sábanas se agitaron suavemente con el movimiento, pero no lo suficiente para despertar sospechas… todavía.
Los ojos de Potter se abrieron como platos, indignados, pero no por miedo. Por ese estúpido impulso Gryffindor de querer hablar. De querer decir algo. Como si las palabras pudieran justificar lo que estaban haciendo. Como si hubiera algo que pudiera justificar el hecho de que Harry Potter, el Niño Que Vivió, estaba en la cama de Draco, en pleno corazón de Slytherin.
Harry forcejeó, intentando apartar la mano. Draco presionó más fuerte, con una mirada fulminante. "Ni se te ocurre”, murmuró con los labios apenas moviéndose.
El silencio del dormitorio era tan tenso como una cuerda a punto de romperse.
“Shhh”, insistió Draco, agachándose hasta quedar a centímetros del rostro de Harry. Sentía el aliento cálido del otro en su cuello, el temblor de su pecho contra el suyo, la presión de sus piernas entrelazadas aún bajo las sábanas.
Y Potter, maldito sea, volvió a moverse. Impulsivo. Ingobernable. Draco no podía permitir que eso siguiera. No ahora. No con Theo y Daphne al lado, discutiendo sobre la incomodidad del colchón como si estuvieran en una posada mediocre y no en uno de los dormitorios más secretos de la casa más orgullosa de Hogwarts.
Así que, sin pensarlo demasiado, retiró la mano de la boca de Harry y lo besó.
Lo hizo con firmeza, con rabia contenida, con la intención de silenciarlo, de anclarlo a ese momento y hacerlo obedecer. Un solo beso. Breve. Castigador.
Pero Potter no conocía la medida.
El idiota aprovechó la apertura como si fuera una invitación. Le devolvió el beso con una intensidad avasalladora, sujetándolo por la nuca y jalándolo hacia él como si quisiera fundir sus cuerpos en uno solo. Su lengua exigente, su boca ávida, lo tomó por completo. Draco sintió el ardor volver a encenderse, esa chispa peligrosa que siempre los acompañaba, que latía debajo de cada insulto, de cada duelo, de cada mirada cruzada en los pasillos.
El colchón crujió suavemente. Draco se tensó.
“Te dije que esta cama es una porquería, Theo”, se quejaba Daphne, su voz amortiguada por la cortina entre ambas camas. “¿No podríamos haber ido a una sala vacía? ¿O al menos haber esperado que todos se despertaran mañana y vallan a clases?”
“Están dormidos”, respondió Theodore con voz grave, aunque Draco detectó la molestia apenas disimulada. “Y tú eres la que no quería esperar”.
“¡Porque tú dijiste que tenías ganas! Pero esta cama…”
Draco cerró los ojos con fuerza, conteniendo la risa histérica que amenazaba con brotarle de la garganta. Era absurdo. Estaban ahí, separados apenas por una tela, mientras Potter le mordía el labio inferior con una ferocidad que no ayudaba en nada a la situación.
"Potter..." susurró con los labios aún rozando los suyos. "Como sigas así, juro que te petrífico."
Pero Potter no respondió. Solo lo miró con esos ojos verdes brillando en la penumbra, cargados de deseo, desafío y una ternura que Draco no estaba preparada para ver.
"Esto es una locura", murmuró Draco, apenas audiblemente.
Potter acarició su rostro con la yema de los dedos. "Entonces deja que me vuelva loco contigo."
Draco tragó saliva. Sintió que todo dentro de él se contraía, no solo por la tensión de estar al borde de ser descubiertos, sino por esa otra sensación que lo asustaba más que cualquier castigo o escándalo: el miedo de que esa frase no fuera solo deseo. Que fuera verdad.
Se volvió sobre sí mismo, dándole la espalda.
“Duerme, Potter”, dijo, la voz más temblorosa de lo que hubiera querido.
Harry no respondió. Solo lo abrazó por la espalda, con los brazos firmes rodeando su cintura. Y así se quedaron, mientras del otro lado de la cortina, Theo y Daphne seguían discutiendo sobre la dureza de los colchones, ajenos al caos que ocurría a centímetros de ellos.
Draco cerró los ojos y dejó que el calor del cuerpo de Potter le envolviera. Por esta noche. Solo por esta noche. Mañana... mañana sería otra guerra.
La luz tenue del amanecer apenas filtraba sus primeras hebras a través de los cristales encantados de las mazmorras de Slytherin, y aun así Draco no quería abrir los ojos. El calor que lo rodeaba era demasiado agradable, demasiado ajeno a la realidad que siempre lo envolvía. Por un instante, apenas unos minutos más, quiso aferrarse a esa quietud. A ese silencio. A ese cuerpo que lo abrazaba como si pertenecieran el uno al otro.
Alfarero.
Draco entreabrió los ojos, con la respiración pausada, y lo sintió antes de verlo: el peso del brazo de Potter rodeándole la cintura, la presión tibia de su pecho pegada a su espalda, la manera en que sus piernas se entrelazaban como si quisieran fundirse.
Jamás había dormido tan bien. Ni una sola vez. Ni cuando era niño y el elfo doméstico le preparaba su cama con sábanas recién planchadas y olor a lavanda. Ni siquiera en los veranos que pasaba en la campiña francesa con su madre, cuando todo parecía tranquilo, incluso su mente.
Jamás como esa noche. Como esa madrugada. Como ese instante.
Potter se había convertido en su propio refugio sin siquiera pedir permiso. Bastardo estúpido.
Draco giró un poco el cuello, lo suficiente como para ver su rostro. El Gryffindor dormía profundamente, los labios entreabiertos, una suave línea de baba escapando por la comisura, y el cabello... merlín, ese cabello. Una aberración de la naturaleza que parecía desafiar cualquier intento de orden. Pero en ese momento, envuelto en la penumbra azulada de la madrugada, Potter no se veía desaliñado, ni torpe, ni ridículo. Se veía humano. Se veía cálido.
Se veía hermoso.
Draco no sabía cuándo había comenzado a pensar así, pero lo odiaba. Odiaba que Potter no fuera solo una obsesión adolescente, una curiosidad prohibida que podía ocultar tras sus sarcasmos. Odiaba que ahora, incluso con los ojos cerrados, pudiera memorizar cada línea de su rostro, cada cicatriz pequeña que adornaba su piel. Odiaba que sus dedos se deslizaron con suavidad por el brazo bronceado que lo sujetaba, delineando la curva de un músculo, el alivio de una vena. Odiaba que le gustara.
El brazo era fuerte, templado, protector. La piel de Potter tenía esa textura áspera de quien se lanza a todos los partidos de Quidditch con el cuerpo entero, y el dorado del sol todavía estaba ahí, incluso en pleno invierno. Draco lo rozó con la yema de los dedos, hipnotizado por lo diferente que era todo en comparación con Theo. Blaise también era atractivo, sí, pero distante, prepotente. Theo tenía una belleza pulida, con ese cabello marrón siempre bien peinado, sus movimientos medidos, la sonrisa precisa en el momento exacto.
Potter, en cambio, era un desastre. Una tormenta. Un incendio que no pedía permiso para arder.
Y Draco, maldita sea, prefería incendiarse antes que volver a respirar aire frío.
Se preguntó si Theo y Daphne finalmente habían logrado acostarse. La noche anterior había sido un circo mal armado, con la voz chillona de Daphne quejándose de lo dura que era la cama, como si Theo tuviera la culpa de los colchones de Hogwarts. Pero tal vez, después de tanto discutir, se habían rendido al deseo. Tal vez Theo había besado a Daphne en la boca como antes lo hizo con Draco. Tal vez incluso la había abrazado como ahora lo hacía Potter con él.
Pero no. No. Aun si Theo lo hubiera hecho, no sería igual. Nada en él tenía el ardor que desprendía a Potter incluso dormido. Theo jamás lo miraría como Potter lo había mirado esa noche. Con hambre. Con rabia. Con... ¿afecto?
Draco no quería pensar en eso. No quería enredarse en preguntas que no tenían respuesta. Solo quería quedarse así un rato más. Solo un rato más. Sabía que todo terminaría apenas Potter abriría los ojos y dijera algo idiota como "¿Dormiste bien, amorcito?" o peor aún, "¿Crees que Theo nos oyó?".
Así que lanzó un hechizo leve con la varita que había dejado bajo la almohada: " Muffliato ". El murmullo de las voces en la habitación, de los pasos de Vincent que ya se había levantado como siempre lo hacía antes que el sol, todo se apagó. Quedaron envueltos en una burbuja de silencio, como si el mundo no existiera más allá de sus cuerpos entrelazados bajo las sábanas verdes de Slytherin.
Draco respiró hondo. Olía a Potter. A sudor limpio y algo dulzón, tal vez una nota de canela, tal vez solo el engaño de su mente haciéndole creer que algo tan asquerosamente Gryffindor podía ser reconfortante. Su nariz rozó el brazo de Harry, y lo detestó aún más por eso. Porque incluso ahí, en ese rincón secreto donde nadie debía verlos, Potter era capaz de hacerlo sentir como si todo lo demás no importara. Como si el señor oscuro no era un problema, como si el apellido Malfoy no pesara toneladas, como si su sangre no fuera más una sentencia que una virtud.
Potter dormía, y en su sueño, parecía feliz.
¿Y si era así? ¿Y si de verdad sentí algo?
“Soy un idiota”, murmuró Draco en voz baja, como una confesión que solo el silencio podía escuchar.
Potter no respondió. Pero su brazo apretó un poco más su cintura, como si lo hubiera oído desde algún rincón de su inconsciencia.
Draco ya sentía que todo estaba siendo demasiado cursi. La calidez del cuerpo de Potter aún impregnaba sus sábanas, sus pensamientos, su maldito pecho. El aire parecía espeso, saturado de un afecto que no se había permitido admitir, y que ahora lo asfixiaba. Ya no era solo el peso de su apellido lo que lo mantenía tenso, sino el tacto fantasmal de unas manos que lo habían acariciado como si fuera algo más que una simple sombra del linaje Malfoy.
Espera. Se quedó quieto, los ojos abiertos mirando el dosel verde oscuro que colgaba como una celda. Escuchó con atención cada sonido en la habitación, cada respiración, cada crujido del colchón ajeno. Solo cuando estuvo absolutamente seguro de que Vincent y Crabbe habían bajado al Gran Comedor, y que ni Theo ni Blaise se encontraban cerca, se atrevió a moverse. Se deslizó con cuidado fuera del brazo de Potter, que seguía firmemente aferrado a su cintura como si inconscientemente se negara a soltarlo. Draco no podía decidir si quería quedarse o gritar.
Con un suspiro frustrado, se levantó de la cama. El aire fresco de la mazmorra le erizó la piel y le recordó—como una bofetada amarga—que aún estaba desnuda. Su cuerpo seguía siendo testigo de lo ocurrido: rastros de sudor, de saliva, de... otras cosas que Draco prefirió no pensar con demasiada profundidad. Su reflejo en el espejo de cuerpo entero de la sala de baño le desarrolló una imagen que no reconocía del todo.
Se duchó como si tuviera el tiempo encima. Quince minutos. Récord absoluto. El agua caliente no era suficiente para borrar la sensación de haber sido tocado por Potter, ni para arrastrar la confusión que sentía crecer como una enredadera venenosa en su pecho. Cuando salió, con el cabello goteando y la piel aún enrojecida por el calor, se sintió un poco más como él mismo. Al menos en apariencia.
Ya vestido y peinando cuidadosamente su cabello frente al espejo, Draco se contempló en silencio. Cada mechón estaba en su lugar, cada botón cerrado hasta el cuello. La perfección externa era su escudo, y lo necesitaba más que nunca.
Volvió a su cama y lo encontré aún ahí. Un alfarero. Boca abajo, abrazando la almohada de Draco como si fuera un objeto personal. El cabello revuelto en todas direcciones, su espalda descubierta, y una de sus piernas colgando con la misma desfachatez con la que se comportaba incluso estando dormido.
“Hora de levantarse, príncipe Gryffindor”, murmuró Draco, y sin previo aviso, empujó al otro muchacho fuera del colchón.
El golpe fue sonoro y satisfactorio. Potter soltó un quejido de alarma, seguido de un gruñido.
“¿Qué carajos…?” Harry se incorporó de golpe, el cabello aún más alborotado, los ojos verdes parpadeando como si esperaran a un mortífago en la habitación. “¿Estamos bajo ataque?”
Draco soltó una risa baja, seca. "Ojalá. Así podría culpar a alguien más por lo que pasó anoche."
Harry parpadeó, todavía aturdido, su mirada recorriendo con desconcierto las paredes de piedra, la iluminación verde, los estandartes de serpiente.
“¿Estoy... en Slytherin?” murmuró, como si aún no lo creyera del todo. “¿Qué demonios…?”
Sus ojos se encontraron con los de Draco, y entonces lo recordé. El deseo, el calor de las caricias, la forma en que se había rendido ante la arrogancia maldita de Malfoy. Lo peor era que no había venido para eso, si no para dejarle una nota romántica como le aconsejo Ginny.
“Sí”, respondió Draco con voz cortante. “Viniste a buscarme anoche, como un idiota me tomaste sin palabra alguna, y ahora estás aquí. Felicidades.”
Harry hizo una mueca y se frotó la cara. "Eres insoportable".
“Y tú un Gryffindor imprudente que no sabe cuándo parar”.
"¿Puedo ducharme al menos? Me siento como si me hubiera caído por una torre..." murmuró Harry, aún medio dormido, mirando alrededor como si no reconociera el lugar.
Draco hizo un gesto desganado con la mano. "Hazlo rápido. No quiero que nadie entre y te encuentres aquí oliendo a estupidez y orgullo Gryffindor".
Mientras Potter se internaba en el baño, Draco se apresuró a reunir toda la ropa ajena que estaba esparcida como si una tormenta de sexo hubiera pasado por su cama. Camisa arrugada, túnica medio colgada del dosel, un calcetín bajo la cama. Y por supuesto, los boxeadores. Merlín .
Cuando estaba colocando todo en una pila ordenada, la puerta del baño se abrió de golpe. Harry salió como había entrado al mundo: completamente desnudo y goteando agua como un tritón despistado. Draco se giró con rapidez, pero no lo suficientemente rápido como para que sus ojos no registraran cada centímetro de piel mojada, cada gota resbalando por esos brazos bronceados que tanto lo perturbaban.
“¡Por Salazar, Potter!” exclamó Draco, agitando su varita con torpeza para lanzarle un hechizo de secado rápido. “¿No sabes lo que significa la palabra 'pudor'?”
“¿No te gustó lo que viste?” Replicó Harry con una sonrisa descubierta, atrapando su ropa al vuelo.
Draco no respondió. Simplemente se volvió hacia su baúl y comenzó a guardar cuidadosamente los pergaminos y libros que necesitaría para las clases del día. Había perfeccionado el arte de ignorar a Potter en situaciones comprometidas. O eso quería creer.
La habitación volvió a llenarse lentamente de sonidos ajenos. Pasos que subían por las escaleras, voces apagadas desde el pasillo. Draco presionó los labios y revisó por última vez su túnica.
Cuando giró hacia la puerta, se encontró con Potter justo frente a él, ya vestido. Draco dio un respingo.
“¿Qué haces?” -preguntó con el ceño fruncido.
Harry no respondió de inmediato. Solo se inclinó hacia él. Y lo beso. Un beso lento, cálido, lleno de una ternura que Draco no sabía cómo procesar. No era deseo. No era lujuria. Era otra cosa. Algo mucho más peligroso.
Cuando Potter se apartó, susurró: “Te veo más tarde”.
Y luego se fue, tan tranquilo como si acabaría de despedirse en la biblioteca, no en una habitación de Slytherin, donde cualquier segundo podía ser su sentencia de muerte.
Draco quedó inmóvil. Sus labios aún ardían. Su corazón retumbaba como si intentara romperle las costillas. Se pasó una mano por el rostro, exasperado.
“Maldito Potter”, murmuró. “Mares malditos”.
Pero no podía evitar la media sonrisa que, a pesar de todo, le curvaba los labios.
El día apenas comenzaba, y Draco ya sentía que no sobreviviría a él. No con Harry Potter tan dentro de su piel.
Notes:
Me acabo de dar cuenta que me equivoque al escribir el titulo de Cenizas de un sueño roto con Cenizas de un corazón roto en Tik Tok, además de que añadí el spoiler de "La verdad que nunca dijeron se esconde en sus ojos" en una que no tenia nada que ver (Ecos del Destino) 😔
Pasar vergüenza es mi pan de cada día.
Chapter 13: Y si fueras mi pequeño, yo haría lo que fuera por ti
Summary:
Advertencias específicas
Tortura bajo una maldición imperdonable (Te odio Voldy)
Vómitos, desmayos y mucho dolor corporal.
Severus y su mala suerte en el amor💔
Chapter Text
Draco había pensado —muy erróneamente— que las cosas con Potter ya habían sido aclaradas. Y si pasaron la noche juntos otra vez, era solo un pequeño desliz, una despedida por así decirlo. No significaba nada. Nada más que una caída momentánea. Un eco de lo que no debía ser.
Pero Draco olvidó —porque al parecer se le había pegado la idiotez de Potter— que en primer lugar se encontró en guerra. Que tenía una misión que cumplir. Que Potter era el salvador, el elegido y toda esa basura con capas de gloria y fatalidad. Draco olvidó que Potter era… prohibido. Que Potter nunca debió entrar a su vida, al menos no de esa forma. Sin bronceado profundo. No tan rápido.
Debió seguir divirtiéndose con Theo. Al menos Theo no era como Potter. Theo no complicaba las cosas. Theo sabía mantener la distancia emocional incluso con las piernas entrelazadas con las suyas. Pero Potter... Potter era un vendaval. Tres noches. Tres solos. Y aún así había dejado una marca más permanente que cualquier otra persona en toda su vida. Lo había hecho sentir. Maldita sea, lo había hecho vivir de verdad por primera vez.
Y no solo eso. El muy imbécil ni siquiera le estaba dando descanso alguno. Desde que comenzó... desde que Draco cometió el error de dejarlo entrar... Potter era insaciable. Tenía demasiada energía, demasiada intensidad, y lo gastaba todo en Draco, de forma absolutamente deliciosa.
Pero Draco era un idiota. El más grande idiota del mundo al olvidar que Potter era... Potter. Nunca entendía un no como respuesta, era tan insistente, tan estúpidamente valiente y genuino que resultaba insoportable.
Le había gritado. Le había dicho con claridad: "¡No somos novios, Potter! ¡No estamos saliendo! ¡Esto no significa nada!"
Y Potter, el muy imbécil, había...
Había hecho lo impensable.
Todo ocurrió en el Gran Comedor, durante el desayuno. Draco estaba sentado en la mesa de Slytherin, rodeado de sus compañeros, cuando, de repente, el techo encantado se iluminó con destellos de colores. Pétalos de rosas rojas comenzaron a caer suavemente desde el techo, esparciéndose por todo el salón. Al principio, hubo murmullos de asombro y confusión entre los estudiantes. Pero entonces, los fuegos artificiales se estallaron.
No eran fuegos artificiales comunes; reconoció de inmediato las Weasleys' Wildfire Whiz-bangs, esos artefactos mágicos creados por los gemelos Weasley que causaban estragos dondequiera que se usaran. Dragones de fuego serpenteaban por el aire, corazones llameantes explotaban en el techo, y chispas doradas formaban las iniciales "H" y "D" entrelazadas en el centro del Gran Comedor. La multitud estalló en exclamaciones y risas, mientras los profesores intentaban, sin éxito, controlar la situación.
Draco sintió cómo la sangre abandonaba su rostro. Cada pétalo que caía, cada explosión de luz, era una humillación más que Potter le imponía delante de todo el colegio. Quiso desaparecer, evaporarse en el acto. Pero antes de que pudiera reaccionar, Potter apareció frente a él, con esa maldita sonrisa arrogante que tanto odiaba y deseaba al mismo tiempo.
"¿Qué demonios crees que estás haciendo, Potter?" escupió Draco entre dientes, intentando mantener la compostura mientras sentía las miradas de todos clavadas en ellos.
"Solo quería demostrarte algo, Draco", respondió Harry, su voz firme pero con un atisbo de nerviosismo.
Antes de que Draco pudiera replicar, Harry acortó la distancia entre ellos y, sin previo aviso, lo besó. No fue un beso casto ni tímido; Fue apasionado, intenso, lleno de una desesperación que Draco no esperaba. Por un instante, el mundo pareció detenerse. Draco sintió cómo el calor de Potter lo envolvía, cómo su aroma lo embriagaba, cómo su corazón latía al unísono con el suyo.
Pero entonces, la realidad lo tocó como un balde de agua fría. Estaban en el Gran Comedor, rodeados de estudiantes y profesores, con todos los ojos puestos en ellos. Entre la multitud, distinguió a Theo, su rostro una máscara de furia contenida, sus ojos ardiendo de celos y traición.
Draco recuperó el control y, con una mezcla de rabia y humillación, empujó a Potter, rompiendo el beso. "¡Estás loco!" siseó, sus ojos plateados brillando de ira.
Potter lo miró, su expresión una mezcla de desafío y vulnerabilidad. "No me importa quién lo sepa, Draco. No quiero esconderme más."
Draco sintió cómo su mundo se desmoronaba. Las paredes que había construido para protegerse se resquebrajaban bajo el peso de las acciones de Potter. Sin decir una palabra más, se dio la vuelta y salió del Gran Comedor, dejando atrás el murmullo creciente de los estudiantes y la mirada penetrante de Theo.
El frío de los pasillos de piedra se pegaba a su piel como un castigo, como si el mismo Hogwarts hubiera decidido hacerle pagar por lo que acababa de ocurrir. Draco caminaba a pasos largos, el corazón golpeando con fuerza ciega contra sus costillas, mientras su mente era una tormenta de pensamientos oscuros. No había sido solo la humillación pública, el beso, los fuegos artificiales brillando sobre su cabeza como si celebraran una unión que no existía. Había sido Potter. Potter, con su estupidez romántica y su corazón demasiado grande para caber en su propio pecho. Potter, que había declarado al mundo entero que lo quería. Como si Draco Malfoy fuera algo que se pudiera amar.
“Imbécil…” murmuró, sin saber si hablaba de Potter o de sí mismo.
Pero no llegó muy lejos.
Un brazo lo detuvo. Firme, inamovible, como si hubiera salido de las sombras mismas del castillo. Su corazón dio un vuelo al reconocer la túnica negra, el rostro pálido, la mirada intensa.
“Padrino…”
Severus Snape no dijo una palabra. Solo lo observaré.
Draco había visto muchas expresiones en el rostro de su padrino a lo largo de su vida. Frialdad, sarcasmo, irritación, incluso una especie de afecto austero. Pero nunca había visto eso. Ese silencio contenido, esa tensión en los labios, en los músculos de la mandíbula. Y sobre todo, esa mirada. No era enojo. Era miedo. Puro y crudo. Draco quedó desnudo. Su garganta se cerró. Todo dentro de él gritaba que dijera algo, que se defendiera, que explicara que no había sido su culpa, que Potter era un idiota y que todo había sido un malentendido… Pero no pudo.
Porque si Severus Snape tenía miedo, si esa mirada era por su causa… entonces algo estaba verdaderamente mal.
El profesor no necesitó tirar de su brazo. Draco lo siguió sin rechistar, con los pasos inseguros de quien ya sabe que está caminando hacia una sentencia.
La oficina de pociones olía a ingredientes secos, a humo apagado ya un perfume tenue que Draco reconocía desde la infancia. Cuando cruzaron la puerta, lo que vio le robó el aliento de una forma completamente diferente.
Lucius estaba allí. De pastel. Caminando de un lado a otro como un animal enjaulado. Sus túnicas estaban arrugadas. Su bastón descansaba en la pared, olvidado. Y su cabello, siempre perfecto, caía con desorden sobre su rostro. No se giró de inmediato al escuchar la puerta, pero cuando lo hizo, Draco vio en sus ojos algo que no había visto desde la última vez que el señor Tenebroso visitó la mansión: pánico.
"Capellán…"
No hubo regaño. No hubo voz alzada, ni acusación. Lucius dio un paso hacia él y luego otro, hasta abrazarlo con una fuerza desesperada que le cortó el aire.
Draco quedó helado. Ese no era su padre. Su padre era rígido, distante. No mostramos emociones. No olía a sudor seco, ni a lágrimas, ni tenía ese temblor en los dedos. Pero en ese momento, era solo un hombre que abrazaba a su hijo como si al soltarlo, fuera a perderlo para siempre.
Draco se aferró a él. Sin pensar. Sin entender. Como lo había hecho cuando regresó de cuarto año, tras el Torneo de los Tres Magos. Como lo había querido hacer cuando el Señor Tenebroso lo marcó.
Sintió la tela manchada de sangre contra su mejilla. Sintió el temblor. Y también el miedo. Un miedo que se filtraba a través de la piel. Era pegajoso, frío, húmedo. Como un presagio tangible.
No sé cuánto tiempo pasó. Pero cuando su padre habló, lo hizo con voz rota, apenas un murmullo:
“Debes venir a casa… el Señor Tenebroso ha pedido hablar contigo.”
Draco se separó apenas, mirando a Severus, buscando algo que lo anclara. Pero su padrino solo le devolvió la mirada con gravedad, con una tristeza seca y controlada. Había una súplica en sus ojos, oculta detrás de su habitual gravedad.
“La vida de tu madre está en peligro”.
Las palabras le arrancaron el aire. Fue como si algo lo apuñalara en el pecho.
Sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. La sangre abandonó su rostro. Quiso hablar. Quiso preguntar qué significaba eso. Pero Lucius ya lo estaba guiando hacia la chimenea. La gripe roja estaba preparada, ardiendo en un verde mortuorio que le revolvió el estómago.
Antes de que entrara, Severus lo tomó del rostro con ambas manos.
Draco no recordaba la última vez que su padrino lo había tocado así con tanto cuidado, con tanta urgencia. Sus dedos eran fríos, duros, pero había una dulzura desesperada en el gesto.
"Escúchame, Draco." La voz de su padrino era baja, temblaba apenas. "Sé inteligente. Prioriza tu vida, ¿me oyes? No la de Potter, no la de nadie más. La tuya".
Draco tragó saliva. Algo caliente cayó por su mejilla y solo entonces se dio cuenta que estaba llorando. Severus lo notó también, y por un instante, su expresión se ablandó. Con el pulgar, limpió la lágrima, pero no dijo nada más.
"Concéntrate. No muestres miedo. No lo provocas."
Lucius ya estaba en la chimenea, pero Severus no lo soltó todavía. Lo sostenido como si con esa presión pudiera impedirle desmoronarse.
—No te pierdas, Draco.
Y entonces, Lucius estiró la mano. Draco la tomó. La gripe roja los envolvió.
El vértigo inmediato fue. El aire giró a su alrededor, la magia lo sacudió desde dentro y, por un segundo, deseó no llegar nunca. Deseó que todo fuera una pesadilla. Pero el polvo y el frío de la Mansión Malfoy lo recibieron con brutalidad. Y el silencio.
Un silencio más cruel que cualquier grito.
La sala principal estaba vacía. Las cortinas corridas. Las velas encendidas, como si esperaran un ritual. Las sombras se estiraban por los muros como dedos que querían asfixiarlo.
Y entonces la vio. Narcissa Malfoy, su madre, yacía en el suelo.
Su figura blanca como la porcelana, los cabellos extendidos como un velo. Draco soltó un grito ahogado, intentó correr hacia ella, pero Lucius lo detuvo con un brazo extendido. No lo miró, no le explicó. Solo bajó la cabeza. Y algo dentro de Draco se quebró.
Y ahí, de pie, junto al cuerpo de su madre, con los ojos rojos como carbones encendidos y la varita en mano… estaba él.
El Señor Tenebroso.
"Draco... finalmente llegas".
La voz era hielo. Un susurro rasposo que le caló hasta el alma.
Draco no respiró. No pensé. No sentí nada más que un pánico primitivo. Cada parte de su cuerpo temblaba, desde la base de la espalda hasta los dedos de los pies.
Y de pronto lo entendió. El por qué de la mirada de Severus. El abrazo de su padre. Las lágrimas. El miedo.
Esto no era solo una advertencia. Esto era una sentencia. Una amenaza con nombre y apellido.
Harry Potter. Su pecado. Su debilidad. Su condena.
Draco estaba a punto de pagar el precio de haber dejado que Harry Potter lo tuviera. Y el precio seria su alma
Draco no respiró. El aire en el gran salón de mármol parecía haberse vuelto más pesado, más denso, como si reconociera que algo profano había tomado el control del espacio. Allí, erguido como una sombra antigua al borde del abismo, estaba él. El Señor Tenebroso.
Y entonces el miedo. No un miedo corriente, no ese nerviosismo típico de los exámenes o la presión del apellido Malfoy. No. Este miedo era primitivo, ancestral, tejido en los huesos. Era el terror de saberse observado por algo que no era humano, por algo que no amaba, no perdonaba, no olvidaba.
El cuerpo de su madre yacía inmóvil al pie del trono improvisado que Voldemort había formado con fragmentos de piedra y magia. Draco no podía ver su rostro, pero su corazón lo sabía. Su madre, Narcissa, estaba viva. Aún. Cada elevación lenta de su pecho era un milagro, cada exhalación una súplica silenciosa. No necesitaba ver sus ojos para saber que estaba sufriendo. Lo sentí. El lazo invisible entre madre e hijo vibraba con cada gemido ahogado de dolor que su cuerpo inmóvil emitía.
Lucius estaba a su lado, la mandíbula tensa, el rostro inexpresivo, pero su mano rozaba la de Draco con urgencia temblorosa. Quería correr hacia ella, ambos. Pero no pude. No en presencia de él.
Draco levantó la mirada. No era valentía lo que lo impulsaba, era la certeza de que cualquier vacilación podía condenarlos.
Los ojos rojos lo observaban, inmóviles, insondables. No había ira aún, no había castigo. Pero había interés. Voldemort lo miraba como quien examina un nuevo artefacto.
"Dime, Draco", continuó, paseando con deliberada calma por el salón. "¿Cómo te ha ido en el colegio? ¿Las clases? ¿Los profesores? ¿El... director?"
Draco tragó saliva. "Bien, mi Señor. Estudio con diligencia."
Voldemort sonreía, y esa sonrisa era peor que una mueca de furia. Era un gesto vacío, cruel en su teatralidad. Se acercó a otro paso.
"¿Y el amor? ¿Has encontrado compañía entre tanta juventud ardiente?"
El aire desapareció. Draco sintió que sus pulmones colapsaban. La pregunta había sido dicha como quien lanza una trampa, envuelta en terciopelo.
"No, mi señor."
La respuesta fue rápida. Demasiado rápido. Voldemort ladeó la cabeza. "¿No?"
Draco no respondió. El Señor Tenebroso extendió una mano pálida y el frío se instaló en su cráneo. La Legeremancia fue una invasión sin violencia, como el océano llenando los pulmones. Draco no se resistió. Dejó que viera.
Y lo hizo.
Harry Potter. Los encuentros a escondidas. Las discusiones cargadas de tensión. Las miradas que duran demasiado. El beso que nunca fue delicado. La negación. La frustración. El deseo, oculto, negado, inevitable.
Cuando Voldemort retrocedió, lo hizo en silencio. Luego, decepcionado. Pero esta vez, la sonrisa era real. Satisfecha.
"Interesante", dijo con un susurro sibilante.
Draco no habló. Sabía que cualquier palabra podría ser su última. Su cuerpo temblaba. El miedo se había convertido en una criatura viva en su estómago, mordiéndolo por dentro.
"Tu madre ha hecho todo lo posible por protegerte, Draco. Tu padre también. Pero tú, tú eres el futuro. No puedes permitirte... distracciones".
Voldemort levantó la varita con pereza, como si el dolor que estaba a punto de infligir no fuera más que una formalidad. Un juego.
“ Crucio .”
Draco no gritó. No al principio. La maldición lo alcanzó como una ola de electricidad negra, y su cuerpo se arqueó, sacudido por una corriente imposible. Fue como si su piel se rompiera en mil cristales, como si su sangre hirviera, como si su columna se quebrara vértebra por vértebra. No había palabras para describirlo. Sólo dolor. Puro. extremo. Incuestionable.
Entonces sí, gritó. Gritó como un niño, como un hombre, como alguien que está siendo devorado vivo. Sus pulmones se desgarraban con cada alarido, su garganta se volvía carne viva, cruda, ensangrentada por el esfuerzo.
Lucius se arrodilló, implorando sin palabras, pero no se atrevió a tocar a su hijo. No osó interponerse.
Narcissa seguía inmóvil. Su respiración era tan sutil que Draco ya no sabía si estaba viva o si su cuerpo sólo imitaba la vida.
El dolor cesó. Brevemente. Una pausa apenas. Draco jadeaba, con espasmos violentos recorriendo su cuerpo. Apenas podía pensar. Apenas podía ver.
“Dime, Draco…” dijo el Señor Oscuro, con un dejo de falsa curiosidad. "¿Quién te enseñó a besar de esa forma? ¿Fue el chico Nott? ¿O fue tu deseo de rebelarte lo que te condujo a los labios de Potter?"
Draco no respondió. No podía. Su boca estaba entreabierta, pero la voz no salía. El sabor metálico de la sangre se había instalado en su lengua.
“¿Lo amas, muchacho?” Voldemort se inclinó levemente. “¿Amas a tu enemigo?”
La varita subió de nuevo. Draco apenas tuvo tiempo de abrir los ojos.
“ Crucio .”
Esta vez, el dolor fue peor. Como si la maldición anterior hubiera abierto caminos en su cuerpo para que esta encontrara rutas más profundas, más íntimas. Cada nervio ardía. Cada órgano se comprimía como si una mano invisible lo apretara sin piedad. Sintió que sus huesos vibraban, que su mente se partía como un espejo al romperse.
Gritó otra vez, pero fue un sonido distorsionado. Apenas humanas. Como el lamento de una criatura rota.
Voldemort soltó una risa suave, casi entretenida, mientras lo observaba.
"Pensé que los Malfoy eran más fuertes. Pero tú... tú eres débil, Draco. Tan débil como aquellos que creen en el amor".
La maldición se detuvo un segundo. Draco cayó sobre sus codos, el cuerpo tiritando como si el frío del invierno lo hubiera atravesado hasta los huesos. Le dolían los párpados. Le dolía respirar. Su corazón parecía un tambor enloquecido, golpeando contra su pecho con violencia.
“ Crucio .”
Un tercer estallido de fuego lo consumió desde dentro. Esta vez, sus gritos no salieron. Se atragantó con ellos. Escaparon en forma de sollozos secos, de gemidos rotos. Sintió que sus uñas se hundían en el suelo de mármol, tratando de encontrar algún ancla, algo que lo devolviera al mundo real. Pero no había mundo. No había Hogwarts. No había Potter. Solo había eso: el infierno que el Señor Oscuro le infligía con cada segundo.
La sangre comenzó a salir de sus oídos. Gotas oscuras y espesas que caían en el suelo como campanas fúnebres. De sus ojos también. Lágrimas rojas que nublaban su visión. No podía oír bien. Un pitido agudo se había instalado en su cráneo, como si la maldición hubiera arrancado su sentido del sonido.
Y entonces, Voldemort bajó la varita.
Draco yacía en el suelo, inmóvil. Su pecho subía y bajaba con esfuerzo, y sus ojos miraban sin ver. Tenía la mandíbula desencajada. Había perdido la noción del tiempo. La noción de sí mismo. Lo único que quedaba era el dolor, aún presente, como brasas encendidas bajo su piel.
“Bien…” murmuró el Señor Oscuro, con la voz cargada de placer, como si acabara de saborear el vino más fino del mundo. "Así me gusta. Obediente."
Lucius estaba pálido, con las manos apretadas hasta el punto de que los nudillos se le habían vuelto blancos. Narcissa aún no se mueve, su cuerpo más parecido a una estatua que a un ser vivo.
Voldemort dio unos pasos hacia Draco. Se inclinó, acercando su rostro al del joven Malfoy.
“Tu misión ha cambiado.”
Draco no reaccionó. Apenas podía oírlo. Las palabras llegaban como ecos distantes, amortiguadas por el zumbido en su cabeza.
“Ya no basta con encontrar una entrada para mis fieles dentro de Hogwarts”.
Le tomó el mentón entre los dedos, obligándolo a mirarlo. Draco sintió cómo el contacto le quemaba. Voldemort sonriendo.
“Ahora, Draco… debes matar a Dumbledore antes de que acabe el año escolar”.
El mundo se detuvo. Draco no lloró. No podía. Su cuerpo ya no le respondería. Pero por dentro, algo se desmoronó. Algo más profundo que la carne. Más importante que la sangre.
El eco de las últimas palabras del Señor Oscuro quedó suspendido en el aire como una sentencia grabada en piedra.
Con un leve movimiento de túnica, Voldemort soltó el mentón de Draco, dejando tras de sí una sensación ardiente, corrosiva, como si su piel hubiera sido marcada. Dio un paso atrás, observando al muchacho con una satisfacción morbosa, como si el dolor que acababa de infligir fuera de una obra de arte cuya contemplación merecía reverencia.
"Ha sido una conversación... interesante", dijo con una sonrisa ligera, casi Cortés, antes de girarse y marcharse con esa cadencia serpenteante que lo caracterizaba. La puerta se cerró tras él con un leve chasquido, y el silencio que quedó fue aterrador.
Lucius no esperaba. En cuanto el sonido del cierre se apagó, se lanzó sobre su hijo. Cayó de rodillas junto a Draco, lo tomó por los hombros y lo sacudió con desesperación.
"Draco... Draco, respira, por favor", murmuraba con voz ronca, ahogada por el miedo.
La piel de Draco estaba helada, cubierta de un sudor gelido y una palidez cadavérica. Su cuerpo aún temblaba con espasmos involuntarios, y de sus oídos y ojos manaba sangre, lenta, espesa, negra como la noche.
La puerta volvió a abrirse. Lucius levantó la cabeza bruscamente, preparado para cualquier cosa. Pero no era Voldemort. Era Rodolphus Lestrange.
"Lucius", dijo en voz baja, apremiante, con el rostro tenso y los ojos sombríos. "Debes sacarlo de aquí. Rápido."
"Narcisa…"
"Yo me encargaré de ella. No te preocupes, ya estoy trabajando en su estabilización. Pero Draco no tiene tiempo. Muévelo".
Rodolphus ya estaba junto al cuerpo de su cuñada, lanzando hechizos de curación con movimientos fluidos y precisos, como quien ha hecho esto incontables veces en su vida.
Lucius, con el corazón rugiéndole dentro del pecho, alzó a su hijo entre sus brazos. Draco no se quedó. No había fuerza para eso. Era un peso lívido, apenas un hilo de vida. Lucius cruzó la habitación a grandes zancadas, entró en la chimenea y gritó:
"¡Oficina de Severus Snape!"
Las llamas verdes lo envolvieron y, en un parpadeo, ambos cayeron sobre la alfombra de la oficina del profesor. Severus ya los esperaba. En cuanto oyó el estruendo de la red Flú, corrió hacia ellos.
"Por Dios... Draco", murmuró al verlo, palideciendo.
"Ayúdame", ordenó Lucius, su voz rota por la urgencia. "Severus, ayúdame."
Ambos hombres alzaron a Draco con rapidez y lo colocaron con sumo cuidado sobre el escritorio. Severus corrió hacia un armario, abriéndolo con un movimiento de varita. Frascos de pociones tintinearon mientras los seleccionaba.
Lucius, sin perder un instante, sacó un pañuelo de su bolsillo y comenzó a limpiar la sangre que seguía saliendo de los ojos y oídos de su hijo. Las manos le temblaban.
"Draco… por favor, hijo… aguanta", susurraba, mientras le acariciaba el cabello empapado en sudor.
Severus regresó con un frasco azul brillante, otro verde esmeralda y un tercero, dorado, que desprendía un calor tenue.
"Debió haber muerto", dijo Severus con voz baja, oscura, mientras destapaba el primero. "Es un milagro que esté consciente."
"Estuvo a punto de hacerlo", replicó Lucius, apenas conteniendo la emoción. "Estuvo tan cerca, Severus… tan cerca."
Draco, en ese momento, abrió los ojos. Apenas. Sólo un atisbo de gris plomizo se asomó tras los párpados pesados. Vio borrosamente los rostros de su padre y Severus inclinados sobre él.
"Papá…"
Su voz era un murmullo roto, casi imperceptible, como si las cuerdas vocales hubieran sido laceradas.
"Estoy aquí, Draco. Estoy contigo."
Severus le sostuvo la cabeza con una mano firme y le acercó el primer frasco a los labios.
"Bebe esto. Sanación neural. Ayudará a estabilizar los impulsos nerviosos."
Draco trató de obedecer, pero el líquido le corrió por la comisura de los labios. Lucius se inclinó para ayudarle, con una mano le alzó suavemente la nuca mientras Severus vertía lentamente el contenido. Draco tragó a duras penas.
El siguiente frasco fue para los daños internos: corazón, hígado, vasos capilares. Severus lanzó un hechizo para mantener la circulación sanguínea estable, mientras vigilaba las constantes vitales con hechizos silenciosos.
Lucius no apartaba la vista del rostro de su hijo. El miedo que sentía no podía compararse con nada. Ni siquiera con el terror que había sentido ante el propio Voldemort.
"Severus, dime que vivirá."
"Si logra pasar la noche, sí. Pero esto… esto no es sólo físico. Lo han… lo han quebrado."
Lucius cerró los ojos. Un escalofrío recorrió su espina dorsal.
"Le dio una nueva misión."
Severus lo miró, frunciendo el ceño. "¿Qué misión?"
Lucius tragó saliva. "Debe matar a Dumbledore antes de que acabe el curso".
El silencio cayó como una piedra. Severus miró al joven Malfoy, frágil y roto sobre su escritorio, y una sombra se instaló en sus ojos oscuros.
"Lo he condenado."
"Lo torturo", corrigió Lucius con amargura. "Y yo... yo no, él no pudo hacer nada".
Severus apoyó una mano en el hombro de su amigo. Por primera vez, sus palabras no fueron frías, ni duras. Sino humanos.
"Todavía podemos protegerlo. Mientras respire, Lucius. Mientras tenga fuerza para mirar al frente."
Draco, aunque a punto del desmayo, escuchó. Y aunque sus ojos apenas pudieron abrirse, las palabras se le grabaron. Como cuchillos. Como anclas.
Mientras respira. Mientras tenga fuerza.
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Oficina de Severus Snape, Mazmorras del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería
El silencio en las mazmorras era peso, casi tangible, como una neblina densa que se colaba por los resquicios de piedra húmeda. Severus Snape se mantenía de pie junto a la mesa de trabajo, los dedos manchados con restos de poción, el rostro tenso y los ojos cargados de un cansancio que no era físico. Frente a él, calderos burbujeaban suavemente, cada uno cuidadosamente cronometrado, cada mezcla exacta, precisa. Nada podía salir mal. No hay estafa, Draco.
Habían pasado exactamente tres horas desde que Lucius había regresado con su hijo por la gripe roja, de regreso de la mansión Malfoy, para intentar estabilizar su respiración, para evitar que el veneno de la maldición cruciatus —prolongada más allá de los límites humanos— terminara lo que el Señor Tenebroso había comenzado. Tres horas. Severus las había contado. Cada minuto había sido una daga en el pecho, cada segundo, una condena.
Fue un giro del destino —o del infierno— que esa mañana no tuviera clases. Había planeado dedicarla a la preparación de materiales, a revisión deberes. No esperaba tener que transformar su santuario personal en una sala de emergencia. Y mucho menos esperaba ver el cuerpo de Draco, su ahijado, colapsado sobre su escritorio, sangrando por los oídos, con la piel pálida como mármol y las venas marcadas de dolor como si fueran raíces negras que serpenteaban bajo la carne.
Draco. El niño que había jurado odiar antes incluso de que naciera. El hijo de Lucius, el hombre que había amado casi tanto como a Lily. Cuando Narcissa lo miró con lágrimas en los ojos y le pidió que fuera padrino del bebé, Severus aceptó porque no pudo negarse a ella. A ninguno de los dos. Y cuando sostuvo al pequeño en brazos por primera vez, el odio que había prometido alimentar se desmoronó en un suspiro. No podía odiarlo. Era imposible.
Por eso, ahora, la desesperación le arañaba las entrañas mientras medía gotas y removía pociones. Porque Draco no solo era un alumno. Era la sangre, la promesa de Lucius. Y el niño que antes se escondía tras las túnicas de su padre, ahora estaba muriendo en la habitación detrás de su oficina.
Lucius no se había movido de su lado desde que regresó.
Había irrumpido por la gripe roja con el cuerpo inerte de su hijo entre los brazos, la desesperación dibujada con líneas gruesas en su rostro. Sus ropas estaban cubiertas de hollín, y en los dedos tenía restos de sangre. No la suya. La de Draco.
Severus había reaccionado de inmediato, su bata volando tras él mientras retiraba el pergamino que tenía sobre el escritorio, empujaba los libros a un lado y gritaba:
"Aquí. ¡Ponlo aquí!"
Draco apenas respiraba. Tenía los labios azulados, el rostro cubierto de sudor frío, los párpados cerrados con fuerza como si aún estuvieran atrapados dentro del dolor. Lucio temblaba. Lo acomodó con cuidado, acariciando su cabello, limpiando su rostro con manos frenéticas, con miedo. Severus no preguntó. No había tiempo para eso. Solo conjuró. Hechizos de diagnóstico, encantamientos estabilizadores, todo lo que sabía. Y cuando se dio cuenta de que ni eso era suficiente, lo llevaron a la habitación trasera.
Nadie debía ver a Draco en ese estado.
Y ahora, mientras el reloj mágico de la oficina marcaba las doce con suaves campanadas, Severus sabía que debía salir en menos de cuarenta minutos si no quería levantar sospechas. Tenía clase con los de quinto año. Gryffindor y Slytherin. La combinación más agotadora y potencialmente peligrosa del colegio. Pero no podía dejar a Draco solo. No así.
Dentro de la habitación, Draco yacía sobre una cama conjurada, cubierta hasta el pecho con una manta gruesa. Su respiración seguía siendo débil, pero estable. Lucius estaba sentado en una silla al lado, sin moverse, sin hablar. Solo observaba. Como si temiera que su hijo se desvaneciera si apartaba la mirada un segundo.
Severus entró en silencio. Llevaba dos frascos en cada mano, pociones humeantes de color ámbar, verde esmeralda, azul ceniza. Las depositó sobre la mesa de noche y luego habló, con voz baja pero firme:
"Debemos empezar con la de enervación muscular. Luego la calmante. Después… veremos si soportaremos la poción para reparar daño nervioso."
Lucius ascendió. Se inclinó hacia Draco, le alzó la cabeza con suavidad y Severus vertió con cuidado la primera gota. Draco tosió. Un sonido seco, apenas audible. Pero vivo.
"¿Crees que…?" Comenzó Lucius, pero Severus negó antes de que pudiera terminar.
"No lo sé, Lucius. Nadie sobrevive tanto tiempo bajo el cruciatus sin consecuencias. Lo que ese monstruo le hizo no fue castigo. Fue una demostración."
Lucius cerró los ojos. Cuando habló, su voz fue un susurro quebrado:
"Me obligó a mirar a Narcissa. Lo torturó sabiendo que ella no podría moverse. Fue una sentencia..."
Severus presionó la mandíbula. No podía permitirse la ira. Aún no.
"Y ahora le ha dado una misión".
Lucius abrió los ojos. Sus pupilas estaban dilatadas.
"Matar a Dumbledore."
Silencio.
Severus se sentó al borde de la cama. Miró a Draco con una mezcla de compasión y furia contenida.
"No puede hacerlo. No lo hará. No lo permitiremos".
"¿Y si no hay opción, Severus?"
El profesor levantó la cabeza. Su voz se volvió cortante, como un cuchillo afilado:
"Entonces será mi alma la que se manche. No la suya."
Draco, desde la bruma del dolor, escuchó. No entendía del todo. Pero lo sentí. Sintió el calor de la voz de su padrino, la fuerza en las manos de su padre, el amor desesperado de ambos. Y aunque su cuerpo apenas podía responder, su corazón —roto, pero latiendo— lo registró. Porque a pesar de todo, no estaba solo. Y en un mundo que se había vuelto infierno, eso significaba todo.
Severus se levantó. Respir hondo. Tomó la capa negra colgada en el perchero.
"Debo irme. No puedo levantar sospechas. Tendrás que vigilarlo."
Lucius ascendió. No apartó la mirada de su hijo.
"Lo haré. No dejaré que le suceda nada más. No mientras respire."
Severus se giró antes de salir. Miró a Draco una última vez. Luego, a Lucius. Sus ojos dijeron lo que su boca no pudo:
No dejaré que esto lo consuma. No dejaré que lo pierda.
Y luego se marchó, dejando en la habitación la promesa de una silenciosa. Una que lo ataría para siempre al destino de un muchacho que no merecía cargar con los pecados de un mundo en guerra.
Los pasos de Severus resonaban en las mazmorras como una letanía lenta y pesada. Cada zancada era una decisión, un recuerdo, una carga. La capa negra ondeaba tras él, acariciando las frías paredes de piedra como si pudiera absorber el peso que oprimía sus hombros. Caminaba hacia la superficie del castillo, hacia su clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, pero su mente permanecía anclada en el lugar que acababa de dejar. En la habitación detrás de su oficina. En Draco.
Draco, tan pálido como el mármol, tendido entre almohadones hechizados y encantamientos de estabilización. Draco, cuyo cuerpo temblaba aún cuando su conciencia se desvanecía. Draco, que no debía haber nacido para esto. No para el tormento. No para el dolor.
La injusticia del mundo le mordía la conciencia como un colmillo envenenado. Draco era un niño. Un muchacho apenas en la antesala de la adultez. Tenían dieciséis años, sí, pero sus manos seguían siendo las de un hijo. De un protegido. De alguien que debía ser amado y defendido con los dientes y la varita, no lanzado a las fauces del mismísimo demonio.
Y él, Severus, lo amaba. Lo odiaba también, por existir como existía. Por ser hijo de Lucius, por tener en la sangre la herencia de alguien a quien Severus una vez deseó tanto como a la misma vida. Renunció a Lucius, a la posibilidad—lejana, prohibida—de tener algo con él. Porque Lucius amaba a Narcissa, porque el mundo esperaba una unión entre ellos, porque esa unión traería algo que Severus, en secreto, también deseaba: a Draco.
Draco era el hijo de Lucius, sí. Pero también era el suyo, en un rincón del alma donde la sangre no dictaba la verdad pero el amor sí. Severus había sostenido al niño en brazos cuando era apenas un recién nacido, había sido el primero en conjurar una protección mágica sobre su cuna, mucho antes que los demás invitados a la fastuosa ceremonia de nombramiento. Había velado por él en cada año escolar, en cada descuido, en cada castigo que fincía imponer pero en realidad evitaba.
Y ahora, el mismo ser que le arrebató a Lily, el mismo que convirtió su vida en una penitencia perpetua, quería arrebatarle también a Draco. Al niño que no podía odiar. Al niño que había protegido jurado.
Severus apretó los dientes. Subió las escaleras que conducían al salón sin sentir el frío de las piedras. Contó cada minuto. Exactamente tres horas y diecisiete minutos desde que Lucius había cruzado la Flú roja por segunda vez, con Draco colgando entre sus brazos, flácido, desangrándose.
Draco aún respiraba.
Eso bastaba.
No podía retrasarse más. El reloj marcaba la hora. Los alumnos lo esperaban. Y él debía seguir cumpliendo su papel. El espía. El traidor de ambos bandos. El protector oculto.
Llegó al aula. La puerta se abrió con un chirrido, y los murmullos se apagaron como por arte de magia. Gryffindors y Slytherins. Quinto año. Justo la mezcla que alimentaba su paciencia al borde del abismo.
Severus cruzó el salón sin mirar a nadie. Su túnica cortaba el aire como una cuchilla. Al llegar al escritorio, se dejó caer sobre el asiento con un sonido sordo. Pero su mirada, por un instante, se detuvo. En una cabellera rojiza. En una chica de rostro decidido y ojos como brasas: Ginebra Weasley.
La menor de los Weasley. Tenía la fuerza, la testarudez y el fuego. Había sobrevivido a Tom Riddle en su forma más insidiosa. Había conocido la oscuridad y había salido viva. Tal vez , pensó Severus, con un frío cálculo, esta vez no estaba solo.
La idea se abrió paso lentamente, como veneno destilado gota a gota: no iría a Albus. No esta vez. No después de Lily. Cuando rogó por la vida de ella, Dumbledore la peso en una balanza. Y la dejó caer.
Draco no era una causa que Albus protegería. Lo usaría. Lo justificaría. Tal vez incluso lo entregaría.
Pero había otros. Dos hombres que lo detestaban, pero que entenderían.
Lupin, el fiel perro de Black y el otro verdadero perro en carne y hueso.
Ellos harían cualquier cosa por Potter. Lo habían probado. Lo habían dejado todo. Y Potter, por extraño que pareciera, sintió una insólita y malsana fascinación por Draco. Lo deseaba. Lo anhelaba. Y Severus no era idiota: reconocía la atracción cuando la veía. Lo irritaba, sí, pero también le daba una idea. Una puerta.
Usaría eso. Usaría a Potter. Lo arrastraría, lo manipularía, y pondría a Lupin y Black en el tablero. Porque solo ellos sabrían lo que es amar a un niño que no es suyo como si lo fuera. Porque solo ellos comprenderían que Severus no permitiría que Draco Muriera.
No permitiría que lo rompieran. No otra vez. No esta vez.
Los alumnos seguían esperando. Impacientes. Nerviosos. Algunos intercambiaban pergaminos. Otros se esforzaban en ocultar los deberes no hechos.
Severus inspiró a Hondo. Miró al grupo con ojos helados, con esa expresión que helaba el aire.
"Entréguenme la tarea", dijo con voz baja, grave, siniestra. Como una condena.
El aula se llenó de un caos contenido. Las sillas rasparon el suelo. Pergaminos se deslizaron. Los alumnos se pusieron de pie, apresurados, avanzando en fila hacia el escritorio de Severus como si su vida dependiera de ello.
Por Draco , pensó él mientras observaba el tumulto, haría lo que fuera necesario. Porque todo estaba por cambiar. Porque Draco respiraba.
Y mientras lo hiciera, Severus Snape no dejaría que lo consumieran. Ni siquiera el Señor Tenebroso.
Chapter 14: No puedo evitar notar que te reflejas en mi corazón
Chapter Text
Harry estaba inquieto.
No lo dijo en voz alta, por supuesto. No era algo que se pudiera admitir frente a Ron, y mucho menos en la mesa de Gryffindor, donde las voces subían de tono y el aroma del pastel de riñones se mezclaba con las risas. Pero la inquietud se le notaba en los hombros, en la forma en que tamborileaba los dedos contra el borde del banco, en la mirada constante que lanzaba hacia la mesa de Slytherin.
Draco no estaba ahí. Y no había estado en el almuerzo tampoco. Ni en la clase de Encantamientos que compartían después. Y, lo que era peor, no aparecía en el Mapa del Merodeador. Harry había revisado tres veces, trazando con el dedo cada pasillo, cada aula, incluso los pasadizos secretos. Nada. Como si se hubiera desvanecido.
"Se está escondiendo otra vez", murmuró entre dientes, cerrando el mapa con un chasquido seco. "Cobarde."
Lo dijo con veneno, pero el sabor que le dejó en la lengua fue amargo. Recordaba con demasiada claridad el rostro de Malfoy esa mañana. Los fuegos artificiales, las letras doradas flotando sobre el Gran Comedor, "H + D" en medio de un corazón titilante... Fue romántico, sí, pero también lo había hecho reír. Una demostración de su amor que, por un instante, le pareció perfecta.
Hasta que Malfoy salió corriendo. Desde entonces, ni rastro de él.
Harry se empujó el plato con frustración. No tenía hambre. Y por alguna razón, que no quería admitir del todo, que Malfoy no apareciera en la cena lo inquietaba más que cualquier otra cosa. Era como si la ausencia del rubio dejara una grieta invisible en el día, una especie de vacío que lo perseguía.
Intentó buscar consuelo en Hermione.
"Hermione, ¿has visto a Malfoy hoy?", preguntó, acercándose a ella mientras hablaba con un grupo de alumnos de primer año que no dejaban de hacer preguntas sobre deberes.
"¿Qué? No, no lo he visto. Harry, estoy ocupada, ¿puedes...?"
"Sí, sí, claro", murmuró. Pero se quedó un segundo más, mirando cómo Hermione fruncía el ceño mientras trataba de ayudar a una niña que lloriqueaba por una tarea de Encantamientos. No notó cómo Hermione lo seguía con la mirada cuando se fue, ni el leve apretón de mandíbula cuando vio que se marchaba sin decirle nada más. No notó, tampoco, que ella había estado callada desde que Harry mencionó a Draco por quinta vez ese día.
Ron estaba fuera de cualquier posibilidad de conversación seria.
"¿Has visto eso, Harry?", dijo, flexionando un brazo con torpeza mientras dos chicas de Hufflepuff reían desde el otro extremo de la biblioteca. "Creo que el entrenamiento de Quidditch me está dando resultado. ¿Qué opinas?"
Harry lo miró, perplejo. "¿Estás flexionando los brazos? ¿En serio?"
"Eh, sólo un poco. Nada malo en mostrarle a las chicas que los Gryffindor también podemos tener músculos, ¿no?"
Harry soltó un bufido y se alejó. Ron ni siquiera notó cómo Hermione los observaba con el ceño fruncido, cómo sus dedos se apretaban en torno a su pluma mientras intentaba no mirar. Hermione, que siempre tenía palabras, no dijo nada.
La última opción fue Ginny. La encontró en un rincón del salón común, sentada sola, los libros apilados en su regazo. Parecía... rara. Cansada. Como si le hubieran robado el color a su habitual energía.
"¿Ginny? Oye, ¿sabes algo de Malfoy?"
Ella levantó la vista, una sonrisa floja pintada en los labios. "¿Y por qué me preguntas a mí, Harry? ¿No se supone que tú lo sigues a todas partes?"
"No lo sigo. Simplemente... lo veo. Mucho. Estaba en el mapa. Digo, siempre está en el mapa. Pero hoy no."
Ginny bajó la mirada. "Quizá solo está cansado de tu acecho."
Harry frunció el ceño. "¿Qué? ¿Te refieres a los fuegos artificiales? Fue un gesto romántico, Ginny. Tú me dijiste que hiciera algo grande."
"Sí. Algo grande por alguien que lo apreciara." Su voz fue suave. Dolida. Luego se levantó, los libros contra el pecho. "Dean me pidió salir esta mañana. Dije que sí. Por si te interesa."
Y se marchó.
Harry se quedó ahí, sin saber qué decir. No comprendía por qué todos estaban tan raros. Hermione distante, Ron ensimismado, Ginny... bueno, Ginny estaba saliendo con Dean, aparentemente, y él ni siquiera se había dado cuenta.
Y Seamus... Seamus había sido el más raro de todos. Cuando Harry, algo confundido, le preguntó a él sobre Dean y Ginny, Seamus respondió con una risita forzada.
"Sí, lo sé. Ella se lo pidió. De pronto. Como si nada. Vaya momento para enamorarse, ¿eh?"
Pero Harry no vio alegría en su rostro. Ni apoyo. Solo una sombra amarga en sus ojos, como si cada palabra le costara. Como si Dean le hubiera arrebatado algo que no se atrevía a reclamar.
Todo estaba raro. Todo el castillo parecía respirar distinto. Y Draco no estaba.
Esa noche, cuando subió a la torre de Gryffindor, Harry no abrió los libros. No pensó en los deberes. Se quedó sentado junto a la ventana, mirando el cielo encapotado. Las nubes se movían pesadamente, como si anunciaran tormenta.
"¿Dónde estás, Draco...?"
Lo pensó sin rencor. Sin rabia. Solo con una inquietud que crecía. Que no lo dejaba en paz.
Una ausencia que pesaba más que cualquier otra presencia.
Y Harry Potter, el niño que sobrevivió, no sabía que el corazón podía romperse así. No con un grito. No con una pelea. Sino con el simple y punzante silencio de alguien que no aparece donde solía estar.
El Gran Comedor estaba lleno de luz dorada aquella mañana, con el cielo encantado reflejando una bruma gris que anunciaba lluvia. Las tazas de té humeaban, los búhos aún revoloteaban con retraso, y los murmullos se entremezclaban con el chasquido de cubiertos y el crujir del pergamino. Harry no tenía hambre. Tenía la mirada clavada en su plato de tostadas frías, pero la mente en otro lugar. O mejor dicho, en otra persona.
Draco no había aparecido. Ni la noche anterior, ni esa mañana. Ni en la madrugada, ni en el desayuno, ni en el mapa del Merodeador. Había vuelto a esconderse. Como desde principio de curso. Como cada vez que Harry se acercaba demasiado. Y Harry, por más que se repitiera que tal vez era su culpa por haber lanzado fuegos artificiales con sus iniciales en medio del Gran Comedor, no lograba entender por qué ahora Malfoy desaparecía por completo.
Un rollo de pergamino cayó sobre su plato con un leve golpe. Harry alzó la mirada, parpadeando, y vio a una chica bajita, de cabello oscuro y rizado, que le sonrió tímidamente antes de alejarse con rapidez. Le resultaba vagamente conocida, pero no lograba ubicarla.
“Romilda Vane,” dijo Hermione sin mirar siquiera desde el otro lado de la mesa. “Gryffindor. Cuarto año. La que intentó unirse al equipo a inicio de año. ¿De verdad no la recuerdas?”
Harry soltó un bufido incrédulo. “¿Qué? ¿Esa era ella?”
Hermione rodó los ojos y volvió a sumergirse en su desayuno, claramente irritada. Ginny, a su lado, soltó un pequeño resoplido de burla, pero su sonrisa no alcanzó sus ojos. Había algo extraño en su expresión, algo contenido y tenso que Harry no supo leer.
Con curiosidad creciente, desenrolló el pergamino. Era una nota del director Dumbledore. Le pedía que acudiera a su oficina esa noche, a las ocho. Le indicaba la contraseña: “Caramelo de limón”.
Harry sintió cómo el estómago se le encogía. La oficina de Dumbledore estaba en el segundo piso. Y el segundo piso…
El recuerdo lo golpeó sin misericordia: el pasillo iluminado por las antorchas, la tensión en el aire, los dedos de Draco temblando sobre su camiseta, los labios rozando los suyos, las respiraciones entrecortadas. Habían estado a punto de…
El rubor subió con violencia a sus mejillas.
“¡Por Merlín, Harry!” exclamó Ginny, molesta. “¿Por qué estás tan rojo?”
Hermione alzó la vista justo a tiempo para ver cómo Harry se llevaba la nota al bolsillo, visiblemente alterado.
“¿Acaso fue una carta de amor?” preguntó con sorna. “¿O es que la señorita Vane te invitó a una cita?”
Harry abrió la boca para responder, pero fue interrumpido por un golpe seco: Hermione lo había golpeado en el brazo con su pesado libro de Aritmancia.
“¡Ay! ¿Qué te pasa?”
“¡Lo que me pasa es que eres un insensible!” exclamó ella. “Todo este tiempo preguntándome qué más podías hacer para que Malfoy supiera lo que sientes, y ahora te pones todo sonrojado porque una chica te mira. ¡Ni siquiera sabías su nombre!”
“¡No tiene nada que ver! ¡No estoy interesado en ella!”
“¡Eso parece!” espetó Ginny, levantando la voz. “Y si solo querías jugar con Malfoy, entonces no deberías haber hecho todo ese teatro de pétalos, fuegos artificiales y confesiones frente a todo el colegio.”
Harry los miró a ambas, atónito. Se sentía como si el suelo se deslizara bajo sus pies.
“No estoy jugando. ¡Yo de verdad quiero estar con Draco!” dijo, con la voz más firme que pudo reunir. “No entiendo por qué se esconde. ¡Solo quiero hablar con él!”
Ginny apretó los labios. Hermione lo fulminó con la mirada. Ginny giró la cabeza con brusquedad y se volvió hacia Dean, que había estado conversando con Seamus. Harry la observó con una mezcla de culpa y desconcierto. Dean se quedó mirando a Ginny con una sonrisa suave, olvidándose por completo de su conversación con Seamus. Este, por su parte, soltó sus cubiertos con un estrépito y cruzó los brazos, molesto. Ni siquiera el ruido atrajo la atención de Dean.
Harry sintió que todo a su alrededor se desmoronaba.
“Vamos, Harry,” dijo Ron, que parecía ajeno a la tensión. Tenía la boca llena de salchichas y una sonrisa socarrona. “Eres joven. En vez de seguir detrás del hurón, deberías conocer a más chicas. O chicos, si es tu estilo. Diviértete.”
Ron acompañó sus palabras con un guiño descarado a un grupo de chicas de Gryffindor que estaban unas mesas más allá. Ellas estallaron en chillidos y risitas, como si fueran fans de un cantante famoso.
Hermione se levantó de golpe, con un ruido seco de indignación.
“¡Eres un imbécil, Ronald Weasley!”
Y salió del Gran Comedor con pasos rápidos y furiosos, su túnica ondeando tras ella.
“¡Hermione, espera!” llamó Harry, levantándose también. Pero ella no se detuvo.
Harry dudó por un segundo, mirando a Ron, que parecía más confundido que culpable, y luego volvió la vista a Ginny. Ella aún hablaba con Dean, dándole la espalda, su postura rígida.
Sin decir más, Harry dejó su desayuno intacto y corrió tras Hermione. Porque aunque no entendía del todo lo que estaba pasando, sí entendía algo muy claro: todo se estaba rompiendo, y no tenía idea de cómo arreglarlo.
Solo sabía que Draco seguía sin aparecer. Y que su corazón, cada vez, pesaba más.
Y esa noche, tendría que enfrentar al director con la sombra del pasillo del segundo piso aún quemándole la memoria.
Harry llegó tarde. O, al menos, casi. Las agujas del reloj marcaban que le quedaban apenas cinco minutos para presentarse en la oficina del director, pero la maldita intervención de Nott casi lo arruina todo. Todo había ocurrido cerca de la escalera del segundo piso, donde las sombras se alargaban en la penumbra del anochecer.
Una chispa de magia mal disimulada lo había alertado. Harry giró bruscamente y levantó la varita justo a tiempo para atrapar el intento torpe de Nott de lanzar un "Petrificus Totalus" desde detrás de una columna, envuelto en un hechizo de ocultación tan mediocre que un niño de primero podría haberlo detectado.
“¿En serio?” murmuró Harry con asco, apuntando sin esfuerzo. “Expelliarmus.”
La varita de Nott salió volando y rebotó en la pared antes de cruzar la sala en dirección a una ventana abierta. El sonido que hizo al chocar contra el borde de piedra fue satisfactorio, y más aún cuando cayó hacia los terrenos con un eco agudo de derrota.
Harry ni siquiera se molestó en mirar si Nott seguía consciente. Caminó con paso firme mientras escuchaba a sus espaldas el débil quejido del otro chico. Un par de retratos, colgados en la pared cercana, aplaudieron con entusiasmo.
“Bien hecho, muchacho.”
“Ese mocoso siempre fue un fastidio.”
Harry no sonrió. Solo se limitó a girar ligeramente el rostro y decir, con tono seco: “No es nada. Solo otro idiota celoso.”
Porque eso era Nott. Un idiota celoso. De él. De Draco. De todo lo que había entre ellos. Harry no tenía ninguna duda de que Nott deseaba estar en su lugar. No por amor, claro que no. Los celos de Nott eran posesivos, hirientes, mezquinos. Envidiaba a Harry como se envidia a algo que no puedes tener pero que quieres destruir.
Pero Draco… Draco era más que eso. Draco no era un trofeo. Era el chico que le robaba el aliento con una mirada, que lo había besado con cuidado, como si Harry fuera algo precioso. Draco, con sus ojos grises que brillaban como tormentas silenciosas. Draco, que no estaba listo para un “nosotros”, pero que había dejado en Harry una huella tan profunda que dolía cuando se alejaba.
Dos días sin verlo.
Dos malditos días desde que desapareció tras el desayuno. Dos días sin su risa altanera, sin sus pasos pausados, sin sus dedos fríos sobre su piel. Pero al menos tenían aquella noche. Esa noche en las habitaciones de sexto año de Slytherin, cuando Harry despertó primero y lo vio dormido junto a él, con el rostro en calma, respirando tan lentamente que parecía una pintura viviente.
Harry había memorizado cada pestaña, cada curva en su boca, cada mechón rubio caído sobre su frente. Ese recuerdo, lo sabía, sería el que usaría cuando necesitara conjurar su patronus. No había luz más poderosa que esa imagen.
Y sin embargo, el miedo lo carcomía. Miedo de no ser suficiente. Miedo de ser solo una más de las experiencias de Malfoy. De ser tachado de su vida con la misma elegancia fría con la que lo miraba cuando quería fingir que no sentía nada.
Harry tenía planes. Tontos, quizá, pero suyos. Un pergamino entero escondido bajo su colchón donde había escrito cómo serían sus citas. En Hogsmeade. En el mundo muggle. En Londres. Había imaginado llevar a Draco a una cafetería pequeña, de esas que servían pasteles calientes y chocolate con crema. Había anotado incluso ideas para un picnic cerca del Támesis.
Todo estaba ahí. Sus apellidos juntos, escritos con una caligrafía temblorosa pero decidida: "Draco Malfoy-Potter". No porque quisiera que eso ocurriera ahora. Sino porque lo quería para siempre.
Y aun así, Draco se escondía.
Harry llegó al segundo piso. La gárgola estaba en su sitio, inmóvil, severa. Pero antes de hablarle, sus ojos vagaron hacia el pasillo, hacia el punto exacto donde lo había besado contra la pared, con las manos temblando por la urgencia, con el corazón palpitando tan fuerte que temió que se le saliera del pecho.
Lo recordó todo. El calor. La presión de los labios de Draco. Sus dedos apretando su túnica. El temblor en su voz cuando lo llamó “Potter”.
Un estremecimiento le recorrió la espalda.
“Caramelo de Limón.”
La gárgola se apartó con un crujido sordo y las escaleras se desplegaron ante él.
Subió sin pensarlo, pero sin dejar de pensar en él. Draco. Siempre Draco.
Esa noche tenía que hablar con el director. Y aunque no sabía qué le esperaba tras esa puerta, lo único que deseaba—más que respuestas, más que poder, más que gloria—era a ese chico de ojos grises que lo había marcado como nada ni nadie antes.
Y mientras la puerta de la oficina se abría, Harry respiró hondo, tragó su angustia, y entró con el corazón aún palpitando el nombre de Draco en silencio.
El castillo estaba en silencio. Las antorchas encendidas lanzaban sombras largas contra las paredes de piedra mientras Harry ascendía por las escaleras que llevaban a la torre de Gryffindor. Sus pasos sonaban huecos, solitarios, y su mente no había dejado de dar vueltas desde que abandonó la oficina del director. El recuerdo que Dumbledore le mostró —aquel viejo y polvoriento fragmento de memoria de Bob Ogden— seguía enredado entre sus pensamientos como una telaraña incómoda, pegajosa.
La casa de los Gaunt había sido un desastre. La miseria, la locura, el desprecio entre ellos. Harry no sentía lástima por ellos —eran crueles, arrogantes, mezquinos— pero había algo en la joven Merope que lo había dejado inquieto. No su rostro apagado o su silencio tembloroso, sino lo que había hecho después.
“Un filtro de amor…”
La frase se repetía en su cabeza como un eco suave, demasiado persistente.
Harry frunció el ceño mientras llegaba al retrato de la Dama Gorda. A esa hora, solo un par de alumnos estaban en la sala común, murmullos bajos, un fuego ya dormido en la chimenea. Dio la contraseña —“Aethonán”— con voz distraída, y apenas entró, subió directo a su dormitorio.
Se dejó caer en su cama sin desvestirse, sin hablar con nadie. Las cortinas escarlatas cerradas lo envolvieron en una oscuridad tenue, y por un largo momento, se quedó ahí, en silencio, escuchando el ritmo inquieto de su propio corazón.
No podía dejar de pensar en Draco.
Era como una maldición. Una constante. Cada rincón del castillo tenía su sombra, su olor, su voz mordaz que ahora Harry entendía como un disfraz torpe de algo más profundo. El recuerdo del pasillo del segundo piso volvió, como siempre. El roce de sus labios, la forma en que Draco tembló cuando Harry lo sostuvo, cuando se besaron con el miedo de quien se asoma al borde de un acantilado sin saber si volará o caerá.
Y sin embargo, Draco seguía sin aparecer. Seguía escondiéndose. ¿Qué significaba eso? ¿Acaso no había sentido lo mismo que él? ¿No lo miraba de esa forma? ¿No lo deseaba también?
Harry apretó los puños contra las sábanas.
Draco lo deseaba. Estaba seguro de ello. Pero algo lo retenía. Su orgullo, tal vez. O el miedo. O simplemente la costumbre de no ceder, de controlar la situación. Siempre tan elegante, tan frío, tan... Malfoy.
“Pero yo también tengo derecho a luchar por lo que quiero, ¿no?”
La idea se deslizó como una serpiente bajo su piel. Pequeña. Peligrosa.
Un par de gotas. Solo eso.
Harry cerró los ojos, con fuerza, como si eso pudiera borrar el pensamiento.
No.
No, eso no estaba bien. No quería que Draco estuviera con él por un hechizo, por una trampa. Lo quería entero. Libre. Viéndolo, eligiéndolo. Consciente de todo lo que eran. Incluso con los defectos, incluso con el pasado.
Pero… Pero ¿y si solo ayudaba un poco? Una pizca de amortentia. Nada demasiado fuerte. Solo lo suficiente para que Draco se dejara amar. Para que bajara la guardia. Para que aceptara que Harry no era un capricho. Que estaban destinados a algo más.
Tal vez no sea tan terrible… solo un empujón. El pensamiento lo golpeó con fuerza, y se odió por pensarlo. Se sentó bruscamente en la cama, empujando las cortinas con furia.
¿Qué demonios estaba haciendo?
Se levantó, caminó de un lado a otro por la habitación vacía. Los demás aún no regresaban. La luna filtraba su luz por una rendija entre las cortinas, bañándolo en un reflejo pálido.
“Esto está mal…” murmuró, y se detuvo frente a su baúl. Levanto su colchón con manos temblorosas, buscando su pergamino.
No ese que usaba para anotar los horarios o los deberes. El otro. El que nadie conocía. Donde había escrito Draco Potter con tinta dorada. Donde había dibujado su escudo inventado, mitad león, mitad serpiente. Donde había planeado su primera cita con Draco: un café muggle en Londres, con ventanales amplios, donde nadie los reconociera y pudieran hablar de cosas tontas como películas o los nombres de las constelaciones.
Harry pasó los dedos por el pergamino, por cada trazo que había hecho con esperanza. Por cada línea escrita como una promesa.
¿Cómo podía siquiera pensar en forzar eso?
Se dejó caer otra vez en la cama, esta vez con el pergamino contra el pecho.
“Si lo hago… ya no es amor, ¿verdad?”
Porque lo sabía. Muy en el fondo, Harry lo sabía. Si usaba amortentia, aunque fuera solo unas gotas, aunque fuera con una buena intención, aunque fuera solo para que Draco lo mirara sin odio… ya no sería real. No sería suyo.
Sería una mentira. Una que él mismo habría fabricado.
Y por primera vez en toda la noche, Harry dejó que el miedo hablara sin disfraz.
“¿Y si nunca me elige, Hermione?” dijo en voz baja, como si su amiga pudiera escucharlo desde el otro lado del castillo. “¿Y si Draco nunca se deja amar por mí? ¿Y si yo… no soy suficiente?”
El silencio no respondió. Solo el viento, que sopló fuerte contra la ventana, sacudiendo los cristales.
Y Harry se quedó ahí, abrazando su pergamino, sintiéndose pequeño, confundido, dolido. Sabía que no podía usar amortentia. No quería ser como Merope. No quería que su historia con Draco naciera del engaño. Pero también sabía que el amor —el verdadero amor— dolía. Que dolía mucho.
Apretó el pergamino contra su pecho.
“No lo haré…” susurró, y esta vez fue una promesa.
No porque no pudiera. Sino porque lo amaba demasiado como para robarle la elección. Incluso si esa elección lo rompía por dentro. Incluso si Draco nunca regresaba. Incluso así.
Y en la oscuridad de su habitación, Harry cerró los ojos y se permitió llorar, en silencio, para que nadie lo oyera.
Solo por esta noche. Solo por él. Solo por Draco.
Las mazmorras estaban en completo silencio. Ni siquiera el rumor lejano del agua por las cañerías rompía la quietud que envolvía el lugar como una bruma antigua. Solo el crujir del fuego en la chimenea, encerrado tras una verja de hierro negro, osaba emitir un murmullo suave, como si temiera interrumpir la concentración del hombre que se movía lentamente junto al lecho.
Severus estaba agotado. Las mangas de su túnica estaban arremangadas hasta los codos, y el rostro, demacrado por la tensión acumulada, parecía más pálido que de costumbre. Las ojeras le hundían los ojos como si no hubiese dormido en días. Y, en efecto, no lo había hecho.
En su cama yacía Draco, envuelto en varias mantas, respirando con dificultad, los labios entreabiertos, la piel demasiado pálida incluso para un Malfoy. Severus había pasado las últimas cuarenta y ocho horas empleando cada fragmento de su conocimiento en pociones para revertir el daño que el Señor Oscuro había infligido.
No todo era físico. Lo peor estaba en lo invisible. En lo que había querido quebrar dentro de Draco.
La Cruciatus deja más que cicatrices en los nervios. Desgarra el alma.
Severus tomó el último vial de la mesa: una poción ligera, ámbar, que servía para equilibrar la percepción y devolver el control mental tras largos períodos de inconsciencia inducida. Su mano temblaba apenas cuando la sostuvo sobre la lámpara para revisar la densidad.
Tenía que despertarlo.
Ya no podía mantenerlo dormido más tiempo. Las sospechas crecerían. El director, aunque indulgente con ciertos secretos, no ignoraría del todo la ausencia de Draco. Y Lucius… bueno, Lucius ya no estaba.
Su ausencia era un alivio y una herida abierta.
La fragilidad de Lucius, su silencio roto, su voz hecha astillas por la culpa, eran insoportables para Severus. Porque le recordaban que había amado a ese hombre una vez. Y que había sido suficiente para perderlo todo. Cada palabra pronunciada con pesar, cada mirada vacía de Lucius mientras observaba a su hijo inconsciente, erosionaba la rabia que Severus había tejido durante años para no romperse. Era más fácil odiarlo. Más fácil despreciarlo que aceptar cuánto le había dolido verlo con Narcissa.
Con un gesto rápido de varita y voz baja, Severus conjuró el hechizo que rompía el estado inducido.
“Enervate.”
Un temblor recorrió el cuerpo inerte. Los dedos de Draco se crisparon. Sus párpados se sacudieron como alas de insecto atrapado. Por un segundo —uno demasiado largo— Severus contuvo el aliento. Y entonces, los ojos se abrieron.
Grises. Grises como la nieve más pura, como la tormenta que nunca termina. Y vivos.
Severus exhaló.
“Draco,” dijo, su voz ronca de cansancio. “¿Puedes oírme?”
El muchacho parpadeó. Un quejido escapó de su garganta, débil, seco.
“¿Duele?” Severus ya tenía el siguiente vial en la mano, y cuando Draco asintió apenas, sin siquiera fuerza para hablar, le sostuvo la nuca con una mano firme pero cuidadosa y vertió la poción con la otra.
Draco tragó. Tosió. El líquido le quemó la garganta, pero Severus no retrocedió. Esperó.
“¿Me reconoces?” preguntó al cabo de un momento.
Los ojos de Draco se movieron, y lo miraron directamente. Y en esa mirada —algo nublada aún por la confusión, pero limpia— Severus vio algo que no había estado seguro de encontrar.
Humanidad. El Señor Oscuro no lo había quebrado del todo. Draco seguía ahí. Con todos sus fragmentos.
“Estoy… en tu habitación,” murmuró el joven, con la voz tan áspera que apenas se entendía. “¿Cuánto tiempo…?”
“Casi dos días,” respondió Severus, tomando otra poción, esta vez una más suave, para aliviar el dolor muscular. “Es lo máximo que pude darte sin que alguien notara tu ausencia. Albus sospecha, pero no ha preguntado… aún.”
Draco asintió, apenas. El temblor en sus dedos había disminuido, pero aún estaba débil, pálido como papel.
“No volverás a tu habitación esta noche,” añadió Severus. “Dormirás aquí. Mañana regresarás a clases. Como si nada hubiera pasado.”
La expresión de Draco no cambió, pero su garganta se contrajo. Y Severus lo vio. El miedo estaba allí, escondido bajo capas de orgullo y silencio. Y lo entendía. Él también lo sentía.
Se sentó en la silla a los pies de la cama. Se permitió un momento de silencio, de recogimiento. Y entonces habló, con una amargura que le enredaba la lengua.
“Potter ha estado… preocupado,” dijo con voz baja, casi como si escupiera las palabras. “Ha estado rondando por ahí, interrogando a tus compañeros por tu desaparición.”
Draco frunció el ceño. Su labio se torció en una mueca de molestia. “Ese imbécil…”
Severus asintió lentamente, y en su rostro se dibujó una sombra más oscura. Como si estuviera a punto de cometer una traición.
“Debes hablar con él,” dijo. “Y mantener vuestra… relación…” —la palabra fue dicha con tal repulsión que pareció dejar un sabor a bilis en su boca— “en secreto.”
El silencio que siguió fue cortado por el grito de Draco, ronco, desgarrado.
“¿¡Qué estás diciendo!? ¿¡Tú!?”
Severus no lo miró. Mantuvo los ojos en el fuego, como si solo así pudiera soportar el peso de lo que acababa de decir.
“¿Tú me estás diciendo que… que yo debo hablar con Potter como si… como si eso fuera algo que debemos esconder juntos? ¿Como si tú…?”
“Las cosas han cambiado,” interrumpió Severus, con una frialdad helada, pero temblorosa. “Tus padres están… de acuerdo. En que sería sabio ser más cordial. Más… agradecido con Potter.”
“¡¿Agradecido?! ¿¡De Potter!? ¡¿Tú, Severus?! ¡Tú lo odias más que a nadie!”
“Sí,” susurró Severus, con el rostro endurecido por una expresión de absoluto desprecio. “Y lo seguiré haciendo hasta mi último aliento. Es un cabeza hueca temerario, un mártir inconsciente, una obsesión viviente de Dumbledore… Pero tiene poder. Influencia. Y más importante aún, por razones que escapan a mi comprensión, está dispuesto a protegerte.”
Draco lo miró como si lo estuviera perdiendo.
“Pero tú… tú le has despreciado toda tu vida.”
“Y lo sigo haciendo,” dijo Severus, levantándose de golpe, como si la conversación lo estuviera lacerando desde dentro. “Pero preferiría verlo a él sosteniéndote en brazos, que al Señor Oscuro rompiéndote cada costilla mientras sonríe.”
Y con eso, se dio la vuelta. No podía quedarse. Si lo hacía, su decisión flaquearía. Ya había traicionado demasiado. Había cedido más de lo que su orgullo permitía admitir. Había pronunciado palabras que deberían haberlo quemado por dentro.
Mientras cerraba la puerta detrás de sí, escuchó la voz de Draco, quebrada, dolida.
“¿Qué estás haciendo conmigo… padrino?”
Pero Severus no respondió.
Se marchó en silencio, con la túnica revoloteando como un eco de sombras, sintiendo que había entregado a su ahijado a los brazos del enemigo… y sabiendo, con odio, que esa era la única forma de salvarlo.
Chapter 15: Junta tus labios con los míos otra vez
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La oscuridad apenas comenzaba a diluirse en las primeras insinuaciones del amanecer cuando Severus lo despertó. No hubo gentileza en su voz, solo ese tono áspero, bajo, como si no quisiera que el mundo se enterara de lo que estaban haciendo.
“Levántate. Tienes que volver a tu habitación.”
Draco gruñó, sepultando medio rostro en la almohada. La noche, si podía llamarse así, había sido un pestañeo. El cuerpo le dolía, cada músculo parecía anudado y la mente aún navegaba entre el entumecimiento y la niebla.
“¿Ya?” murmuró, ronco. “¿No podemos esperar a que los pájaros al menos tengan la decencia de cantar?”
Severus lo ignoró, como siempre. “No quiero testigos. Vístete. El elfo ya trajo ropa limpia de tu baúl.”
Draco sintió el rastro de un hechizo limpiador recorrerle la piel, sin delicadeza alguna. El cansancio le pesaba en los párpados, pero el instinto le empujó a sentarse. Las mantas se deslizaron sobre su torso desnudo. La brisa fría de las mazmorras le mordió la piel. Su respiración aún era débil, pero más estable. Lo suficientemente lúcido para saber lo que eso significaba: el teatro comenzaba.
Tenía que fingir que nunca se había ido. Que no había pasado dos días lejos en la habitación de su padrino. Que no había sido torturado, ni descompuesto, ni reconstruido a medias.
Que no lo habían dejado al borde de romperse.
Severus le lanzó el uniforme sin ceremonias. Draco atrapó la túnica, la camisa y los pantalones, todos perfectamente planchados. Todo en orden. Todo como si nada hubiera pasado. El detalle era asfixiante.
“El anterior se quemó,” murmuró Severus, y su tono era tan seco como el aire alrededor. “Demasiado… comprometedor.”
Draco lo sostuvo unos segundos en el rostro. Las sombras bajo sus ojos. La rigidez en los dedos. No lo diría en voz alta, pero lo sabía: Severus había estado ahí todo el tiempo. Había estado cuidándolo. Y aun así, no se sentía cuidado. Se sentía gestionado, como una bomba a punto de estallar que debía ser disfrazada de niño normal antes de que alguien se diera cuenta de que tenía dinamita por dentro.
Se vistió en silencio, malhumorado, con los movimientos lentos de quien apenas puede mantenerse en pie. Al final, Severus le tendió una capa negra, elegante, con el escudo de Slytherin bordado discretamente en un lado. Él la tomó sin agradecer y caminó hacia la salida, sin despedirse.
El pasillo a esa hora estaba vacío, silencioso como una cripta. Ni un alma. Ni un cuadro despierto. Las antorchas apenas chispeaban, y el suelo de piedra devolvía un eco apagado a cada paso que daba. Caminaba con la cabeza baja, el cuerpo aún rígido por la tensión residual, y el estómago vacío, encogido. El cansancio se le enroscaba en los huesos.
Cuando finalmente llegó a la entrada de la sala común, pronunció la contraseña con voz baja. “Orgullo y Sangre.”
Las piedras se abrieron con un susurro serpentino, y Draco pasó al interior de la sala con pasos ligeros, procurando no despertar a nadie.
La sala común de Slytherin era como siempre: elegante, sombría, imponente. El lago arrojaba destellos verdosos a través de las vidrieras sumergidas, tiñendo el suelo con sombras en movimiento. Estaba vacía.
Draco atravesó el espacio en silencio, directo hacia el dormitorio de sexto. Entró sin encender las luces. Subió los escalones, sintiendo el leve temblor en sus rodillas cada vez que apoyaba el peso en ellas. Su cuerpo aún no respondía del todo, pero su mente… su mente ardía.
Empujó la puerta del dormitorio y al fin, al llegar a su cama, dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre ella. El colchón lo recibió con un crujido familiar. El leve aroma de las pociones de Severus se desvaneció. El olor de su cama, su espacio, su mundo, lo envolvió.
Pero entonces lo sintió. No era su cama como la había dejado. La sabana estaba arrugada. Hundida en un lado. Y más importante aún… faltaba una almohada.
Draco se incorporó de golpe. Sus ojos grises recorrieron el dormitorio a media penumbra. Y entonces lo vio. La cama junto a la suya. Cortinas verde esmeralda apenas entreabiertas.
Con una mezcla de rabia e incredulidad, se levantó, arrastrando la túnica con él, y se acercó. Con un solo tirón, abrió las cortinas.
La escena frente a él lo hizo torcer el gesto con asco inmediato.
“Theo,” murmuró con la voz más venenosa que pudo reunir a esa hora, “¿de verdad?”
Theodore estaba profundamente dormido. Su espalda desnuda emergía entre las mantas, al igual que los hombros pálidos de Daphne. Aunque no se tocaban, Draco lo sabía: estaban completamente desnudos. Y aún más condenable que el pecado en sí era el hecho de que la almohada sobre la que Theo dormía era suya.
Suya. La almohada. La de plumas firmes, con el forro de lino de hilo italiano. La que siempre iba en el centro. La que tenía su forma. Su olor.
Y Theo, con su cabello desordenado y su expresión idiota de satisfacción postcoital, estaba babeando sobre ella como un animal. Draco apretó los dientes.
“Cerdo,” murmuró, y con un bufido de asco se alejó, dejando las cortinas abiertas para que la vergüenza hiciera el resto cuando despertaran.
Volvió a su cama y se sentó al borde. Los ojos ardían de cansancio. Su humor era peor que el de un dementor con jaqueca. Y lo peor de todo: había perdido su almohada.
Ya no la quería. No después de saber que olía a Theo. No después de imaginarla contaminada con su sudor y ese perfume barato de Daphne. Estaba perdido. Devastado. Vacío.
Pero entonces, entre las otras cuatro, notó algo.
Un aroma sutil. Un recuerdo escondido entre las fibras del algodón. Algo que no pertenecía del todo a su mundo. Algo cálido, terroso… una mezcla de hojas húmedas, fuego y un toque de jabón barato. Potter.
Sus dedos temblaron apenas mientras la deslizaba hacia él. Se recostó de lado, hundiendo la nariz en ella, cerrando los ojos.
El recuerdo fue inmediato. Su cuerpo contra el de él. La noche que Potter había dormido ahí. La forma en que su respiración se acompasó con la suya. El calor de su muslo. La lentitud con que había cerrado los ojos, como si en ese momento, por primera vez, no hubiese nada que temer.
Y ese aroma seguía allí. Enredado en el tejido. Indeleble. Como una promesa no dicha.
Draco suspiró. No sonrió. No se permitió ese lujo. Pero su mandíbula se relajó. El nudo en su pecho aflojó. Por un instante, la furia contra Theo se volvió insignificante, y el asco se desvaneció como el humo en el agua.
Se abrazó a la almohada. La de Potter. La suya, de un modo extraño y visceral. Cerró los ojos, y por fin, esa noche —o lo que quedaba de ella— pudo dormir.
Y si soñó con el olor de la piel de Potter, si en su inconsciente buscó su mano en la oscuridad, nadie lo sabría. Excepto él. Y eso bastaba.
El primer grito de la mañana fue tan agudo que hizo temblar una de las cortinas de terciopelo verde. Draco lo escuchó con una satisfacción silenciosa, apenas una curva mínima en la comisura de sus labios mientras mantenía los ojos cerrados, aún abrazado a su almohada preferida, precisamente, la que olía a Potter. Un perfume cálido, de sudor seco y madera, y algo inexplicable, salvaje, que aún no sabía nombrar.
Daphne chilló otra vez, ahora más fuerte.
“¡Theodore! ¡¿Qué demonios—?! ¡¿Dónde está mi ropa?!”
Draco ahogó una risa contra la tela. Casi le provocaba lastima. Casi.
“Por Merlín, Daphne, baja la voz,” gruñó Theo, la voz áspera por el sueño. “Es viernes.”
“¡Me importa un carajo si es día festivo! ¡Estoy desnuda, con las cortinas abiertas!”
Blaise, desde la cama más alejada, hizo una mueca audible antes de hablar, la voz arrastrada de fastidio absoluto.
“¡Theo! ¡Tenías un trato con todos! ¡Si vas a traer a tus conquistas al dormitorio, por lo menos asegúrate de que no causen un escándalo matutino!”
“¡¿Conquistas?! ¡¿CONQUISTAS?! ¡¿Cuántas más trajiste antes que yo?!”
Daphne ahora estaba de pie, envuelta en una sábana —y aunque no podía verlo, Draco la imaginaba furiosa, con el cabello despeinado como una corona de serpientes y los ojos centelleantes de furia. Era un espectáculo. Uno digno de aplausos.
Draco sonrió. Esta vez sin contenerse. El grito de Daphne era un himno de justicia. Que le robaran la almohada podía ser un ultraje imperdonable, pero al menos el universo le compensaba con el drama ajeno.
Fue entonces cuando el recuerdo volvió.
La noche de hace tres días. El cuerpo contra el suyo. La respiración compartida. El calor imposible de Potter.
Hundió la nariz en la almohada.
Sí, ahí estaba. Ese aroma. Como una nota olvidada en un perfume caro. Draco cerró los ojos por un segundo más y exhaló lentamente, como si todo el enojo contra Theo se disolviera bajo esa fragancia persistente. Podía jurar que hasta el leve temblor en sus dedos desaparecía.
Se permitió un suspiro. Un único instante de debilidad. Luego, abrió las cortinas con un movimiento rápido.
El silencio que siguió fue casi cómico. Daphne se congeló en medio de su discurso. Blaise levantó una ceja desde su cama. Greg, aún medio dormido, lo miró como si acabara de resucitar de entre los muertos.
Draco estaba de pie, ya vestido con su uniforme (algo arrugado, pero perfectamente limpio), el cabello revuelto de forma encantadoramente descuidada, como si acabara de despertar en los brazos de un amante. Y lo había hecho. De alguna forma.
Sin decir palabra, se estiró con elegancia, tomó su varita y salió de la cama.
Justo en ese momento, la puerta del baño se abrió y Vincent salió, secándose las manos.
“Todo tuyo,” murmuró, aún medio dormido.
Draco asintió con la cabeza y entró al baño con paso seguro, cerrando la puerta detrás de sí.
Afuera, los murmullos explotaron como un enjambre.
“¿Draco ha vuelto?”
“¡Draco! ¡Por Merlín, estabas desaparecido!”
“¿Dónde demonios estuviste?”
Pero fue Theo quien habló más fuerte, con una mezcla de genuina sorpresa y algo más… preocupado.
“¡¿Draco?! ¡Pensé que estabas muerto o algo peor!”
Draco escuchó el golpe sordo de alguien —probablemente Daphne— lanzando una almohada, esperaba que no fuera la suya o la que fue suya.
“¡Theo! ¡No ignores lo que te estoy diciendo!”
Blaise, siempre con su tono altanero y melodioso, se quejó desde su cama:
“¿Podéis todos callaros? Draco ha vuelto, sí, maravilloso, pero algunos queremos dormir y no presenciar un divorcio prematuro.”
Dentro del baño, Draco se miró al espejo. Observó su reflejo: ojos pálidos, piel aún algo demacrada, pero viva. Enteramente viva. Una sonrisa se arrastró lentamente por sus labios.
No se apresuró. Se arregló el uniforme con cuidado, pasó los dedos por su cabello, se lavó el rostro con agua fría y salió con la misma seguridad con la que un rey cruza un salón de tronos.
Theo lo llamó al instante:
“¡Draco! ¡Oye, espera!”
Pero Draco no se detuvo. Siguió caminando hacia su baúl, recogió su bolso con los materiales del día y se giró hacia sus compañeros, como si apenas ahora los notara.
Blaise lo estudió con ojo crítico y comentó:
“Pareces ridículamente feliz para alguien que ha estado desaparecido.”
Draco le lanzó una sonrisa perfecta, afilada como la hoja de un puñal:
“Lo estoy.”
Gregory frunció el ceño. “¿Dónde estuviste? Pensamos que te había tragado el Bosque Prohibido.”
“Estuve ocupado,” respondió Draco, y luego hizo una pausa dramática. “Con mi novio.”
El dormitorio explotó en gritos.
“¡¿QUÉ?!”
“¿¡NOVIO!?”
“¿Tienes novio? ¡¿Desde cuándo?!”
Daphne, ahora completamente olvidada de su desnudez y el escándalo matutino, se acercó envuelta en la sábana, con los ojos muy abiertos.
“¿Tienes novio? ¿Tú? ¿Con quién?”
Draco giró hacia la puerta, ya preparado para irse, y justo antes de salir del dormitorio escucho una molestosa voz.
Theo, con voz tensa, rugió:
“¡No estarás hablando de Potter, ¿verdad?!”
Draco no respondió. Pero sonrió. Y esa sonrisa, vacía de negaciones, lo dijo todo.
Salió de la sala común de Slytherin con paso firme. Por el pasillo, varios alumnos lo observaron con sorpresa. Su desaparición no había pasado desapercibida, y su repentina aparición —sonriente, calmada, casi encantado con el mundo— generaba más preguntas de las que podía responder.
No le importaba.
Llevaba su bolso sobre el hombro, su varita en el bolsillo interior del uniforme, y el olor de Potter aún impregnado en su almohada y en su memoria. Había dormido poco, pero se sentía más despierto que nunca. El pasillo estaba apenas iluminado por la luz tímida de la mañana que se colaba por los ventanales altos, y Draco, envuelto en su propio mundo, se desplazaba como una sombra elegante y precisa, sin prisa, sin vacilar.
El Gran Comedor estaba en su versión más tranquila: apenas unas mesas ocupadas, mayormente por Ravenclaws con las narices hundidas en pergaminos o libros. Draco cruzó el umbral con el mentón en alto, ignorando las miradas furtivas que se clavaban en su figura como alfileres. Estaba acostumbrado a ser observado, pero no así. No con esa mezcla de curiosidad, asombro y algo más que no podía nombrar. Él sabía lo que pensaban: ¿Dónde había estado Malfoy durante dos días? ¿Por qué caminaba como si el mundo le perteneciera? ¿Qué ocultaba detrás de esa sonrisa leve, apenas sugerida?
Se sentó solo. No por elección, sino porque aún era temprano, y porque a Draco le gustaba así: espacio para pensar, para trazar estrategias. Acomodó su bolso con elegancia, retiró una manzana y algo de pan de la bandeja, y se sirvió té. Cada movimiento era preciso, como una coreografía aprendida desde la cuna. Su madre estaría orgullosa.
Mientras sorbía el té, cálido y dulce, pensó en Potter. Claro que pensó en Potter.
Era inevitable. El muy idiota se le había metido bajo la piel. Aún podía sentirlo, no solo en su almohada, sino en su espalda, en la comisura de su boca, como un eco persistente que no se desvanecía ni siquiera bajo el calor del desayuno.
Y ahora, debía agradecerle. Ser más... cordial, según las palabras de Severus. Su padrino lo había dicho con la mandíbula tan tensa que Draco casi pudo oírla crujir.
“Sé inteligente. Sé agradecido. No hagas que me arrepienta de haberte salvado.”
Draco se mordió el interior de la mejilla. No sabía cómo empezar con eso. ¿Un “gracias, Potter, por meterte en mí y por salvarme de una muerte agónica de la cual no sabía que me salvabas”? No. Muy sentimental. ¿Un guiño cómplice, como si compartieran un secreto de amantes? Potter se derretiría. Y no. Ni hablar. No actuaria como una fan más de Potter.
Además, Potter lo deseaba. Era obvio. Los pétalos, el esfuerzo, esa manera patética y descarada de mirarlo como si fuese el centro del universo. Draco podía manejar eso. Lo manejaba desde siempre. La gente lo deseaba. Pero Potter... era diferente. Potter no sabía desear con elegancia. Deseaba con torpeza, con fuego. Deseaba como si al hacerlo, el mundo pudiera desmoronarse.
Y ahora eran... algo. No novios. No aún. ¿O sí? Draco frunció el ceño. Era confuso. Severus le había dejado claro que debía mantener todo en secreto. Una relación con el niño dorado de Dumbledore no era precisamente la clase de distracción que necesitaba. Pero...
Pero Potter lo hacía sentir vivo.
¿Y cómo se suponía que iba a planear un asesinato con esa sensación burbujeando bajo la piel? ¿Cómo iba a mirar al director a los ojos, sabiendo que una parte de él —esa parte joven, rota, sucia— debía matarlo? El simple pensamiento le erizó la nuca.
“Que se joda el Señor Oscuro”, murmuró Draco entre dientes, apenas audible. Clavó los dientes en la manzana con una ferocidad poco habitual. Sintió el crujido, el sabor ácido y dulce. Se le antojaba como morder algo prohibido. Algo vivo.
No. No iría al séptimo piso hoy. Ese armario podía pudrirse, y con él, todos los planes nefastos que lo habían arrojado a esa misión suicida. Draco casi había muerto. Dos días atrás, su sangre había empapado el suelo de piedra. Y nadie, ni siquiera el Señor Tenebroso, tenía derecho a exigirle tanto.
Hoy haré algo para mí. Lo pensó, y la idea le supo deliciosa. No sabía aún qué. Pero algo que no tuviera que ver con sangre, muerte o secretos.
Terminó el pan, el té. Dejó la manzana a medio comer. Se limpió con una servilleta con lentitud, sus dedos largos y pálidos impecables como siempre. Echó un vistazo al comedor: los Ravenclaw seguían observándolo, sin acercarse. Cobardes. Bien por ellos.
Se levantó con una gracia casi aristocrática y caminó hacia la salida, su capa ondeando con suavidad. El pasillo estaba silencioso, como si Hogwarts mismo contuviera el aliento. Aún quedaba mucho tiempo para su primera clase. Quizá iría a la torre de Astronomía, o al invernadero. Quizá a la biblioteca, aunque eso significaba correr el riesgo de ver a Granger, y Draco no tenía energía para tolerar sus ojos entrecerrados de sabueso intelectual.
Pero lo importante era esto: Por una vez, haría lo que quisiera.
Y si ese algo incluía cerrar los ojos en una torre desierta e imaginar la risa de Potter, pues bien. Que así fuera.
Draco llegó a su clase de Aritmancia antes que nadie. El aula estaba en completo silencio, la piedra fría bajo sus pasos resonando suavemente mientras se acercaba a su sitio de siempre, al fondo, junto a la ventana. Se apoyó con desgano en la pared, sacó un trozo de pergamino arrugado del interior de su bolso y, sin preocuparse por la caligrafía, comenzó a escribir.
Desde que Potter y yo… desde esa maldita noche… todo se desmoronó.
Rasgó la pluma con más fuerza de la necesaria.
Ahora todo Hogwarts lo sabe. No sé si fue Potter quien lo dijo, o si fue su maldito rostro iluminado por la felicidad lo que lo delató. El caso es que incluso el Señor Oscuro lo supo. Entró en mi mente y…
Draco respiró hondo. La marca en su antebrazo palpitaba suavemente, como si recordara su humillación.
Me torturó por ello. Por Potter. Por mi debilidad. Por atreverme a querer algo que no me pertenecía.
Frunció el ceño. El pergamino crujió bajo sus dedos.
Y ahora, para colmo, Severus quiere que me comporte con amabilidad hacia Potter. Como si eso fuera fácil. Como si yo fuera idiota. Mi padrino está confabulado con mis padres. Quieren que mantenga mi relación con Potter en secreto. Pero ¿cómo puede algo ser secreto si ya todos lo saben? ¿Cómo se puede ocultar el sol detrás de una capa?
Miró la puerta cerrada del aula. Nadie más había llegado aún. Solo él, solo sus pensamientos.
¿Qué quieren de mí? ¿Que siga siendo el novio secreto de Potter? Primero: no he aceptado ser su novio. Segundo: no hay forma de ocultarlo, ni aunque lo deseara. Las paredes de este castillo son más chismosas que una docena de matriarcas de sangre pura. Si el Señor Oscuro lo sabía antes de entrar en mi mente es porque algún imbécil en este colegio se lo contó a sus padres. Y ellos, claro, lo llevaron directo a él.
Draco dejó caer la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos por un segundo.
No puedo cumplir todas las misiones. No puedo arreglar ese armario estúpido, no puedo matar al director, y no puedo ser el noviecito de Potter. No al mismo tiempo. Algo tendrá que romperse. Y temo que seré yo.
El sonido de pasos lo hizo guardar el pergamino de inmediato. La puerta del aula se abrió y, cómo no, fue Granger quien entró. Su pelo imposible, su cara de saberlo todo y de sospechar más aún. Draco la ignoró por completo.
Ella se detuvo unos segundos al verlo, como si su cerebro estuviera decidiendo si acercarse o no. Sus ojos lo analizaban, querían leerlo como si él fuera otro libro mugroso que devorar. Él no movió un solo músculo, ni siquiera para levantar una ceja.
Por dentro, sin embargo, el fastidio hervía.
“Que se atreva” murmuró para sí mismo, sin apartar la vista del escritorio frente a él. Que se atreva a hablarme de Potter y le lanzo un Petrificus Totalus.
Granger parecía debatirse, pero finalmente se sentó dos hileras más adelante, aunque no sin girar la cabeza un par de veces para mirarlo de reojo. Draco lo notó, por supuesto. Notaba todo.
Y entonces su ceño se frunció un poco más.
Había perdido dos días de clases. Dos malditos días. Y ahora estaba rodeado de idiotas. No iba a pedirle los apuntes a Granger. Jamás. Ni aunque el propio Voldemort le clavara la varita en el cuello. Prefería reprobar, prefería repetir el año entero, prefería robarle a un goblin antes que decirle a Granger:
“¿Puedo ver tus apuntes?”
Solo pensarlo le revolvió el estómago.
No. Encontraría otra forma. Ya encontraría a alguien más a quien manipular o intimidar. Incluso a Patil. Cualquiera menos ella.
Se irguió en su asiento, cruzó las piernas con una elegancia mecánica y clavó la mirada al frente. A su manera, esa era su guerra: no darles poder. Ni siquiera a Granger.
La clase de Aritmancia olía a tinta vieja y frustración. Draco había llegado temprano, sí, pero estar sentado allí, entre filas de alumnos que murmuraban fórmulas y repasaban diagramas, no le daba ventaja alguna. Estaba perdido. Más perdido que nunca.
La profesora Vector escribía en la pizarra encantada con su caligrafía precisa y rítmica, explicando una compleja fórmula relacionada con el Teorema de Numerología Aplicada, mientras Draco apenas lograba seguir los números que danzaban como insectos delante de sus ojos. La pluma en su mano temblaba apenas sobre el pergamino, y el pergamino estaba... vacío. No había apuntes previos. No había referencia. Nada.
Su ceño fruncido era casi permanente.
Claro que no tenía idea de lo que hacían ese día. Se había perdido la clase anterior por estar desangrándose en el suelo de una mazmorra, cortesía del Señor Oscuro. Y ahora estaba aquí, intentando fingir que no le hervía la sangre de impotencia. Porque era Draco Malfoy. Y los Malfoy no preguntan. No suplican. No admiten estar detrás.
Y aún así, necesitaba los malditos apuntes.
Pero ¿de quién? ¿De algún alumno de Hufflepuff? Por favor. ¿De esos de Ravenclaw que lo observaban como si fuera una criatura mitológica? No valía la pena. Podía amenazarlos, sí, pero eso implicaba una inversión de tiempo y energía que no tenía intención de gastar.
No. Solo necesitaba a una persona. Una que, desafortunadamente, compartía todas y cada una de sus clases.
Granger.
Draco sintió un escalofrío de irritación recorrerle la columna solo de pensar en ello. Allí estaba, dos filas más adelante, con su espalda erguida y ese cabello salvaje que parecía una declaración de guerra. No se había dignado a dejar de mirarlo desde que él había entrado al aula. Su mirada cargada de juicio, como si ya supiera exactamente lo que Draco necesitaba y se estuviera preparando para disfrutar el momento en que él tuviera que rendirse.
Draco no pensaba rendirse.
Se irguió en su asiento, cruzó las piernas con una elegancia mecánica y clavó la mirada al frente. A su manera, esa era su guerra: no darles poder. Ni siquiera a Granger.
Cuando la clase terminó, Draco fue el primero en levantarse. Recogió su bolso sin mirar a nadie, su expresión esculpida en mármol puro. No le debía explicaciones a nadie. Salió del aula con pasos precisos y, por un momento, se permitió cerrar los ojos brevemente al llegar al corredor. Respiró hondo. El aroma de Hogwarts, esa mezcla de piedra fría, pergamino y leña, lo reconectó consigo mismo.
Tenía tiempo antes de la siguiente clase. Tiempo que iba a usar para pensar. Planear. Manipular.
Fue entonces cuando vio a Granger caminando unos pasos delante de él, rumbo a la siguiente clase: Pociones. Sus rizos rebotaban con un ritmo que le crispaba los nervios. Draco no la siguió por gusto, claro que no. Pero su andar era lento, mecánico, sin demasiada prisa. Y justo cuando su mente empezaba a revolotear con ideas cada vez más desagradables sobre tener que depender de ella, sucedió algo.
El cabello rebelde de Potter apareció desde la esquina del pasillo.
Draco se detuvo. Un leve destello, como un chisporroteo dorado, envolvió la figura de Potter. Brillaba. Brillaba con una calidez que Draco sentía casi como un golpe físico. Sus ojos verdes eran soles, faros vivos que se encendieron al verlo. Sonreía. Sonreía como si ver a Draco fuera el punto culminante de su día. Como si dos días sin verlo hubieran sido una tortura.
Draco lo supo. Lo había echado de menos. El idiota lo había echado de menos.
Y fue entonces cuando una idea lo golpeó, perfecta, afilada, elegante.
No le pediría a Granger nada. Jamás. Ni aunque estuviera bajo la maldición Cruciatus.
Pero Potter... Potter era su autoproclamado novio. Quería hacer méritos, ¿no? Quería demostrarle que lo merecía. Y Potter era amigo íntimo de Granger. La clase de amigos que compartían apuntes, que se apoyaban, que hacían cosas estúpidas por lealtad y por amor.
Draco sonrió. Se apresuró, con pasos silenciosos y decididos, hasta llegar a Potter justo antes de que este pudiera tomar la curva hacia él.
“Potter”, dijo con una alegría que lo tomó por sorpresa incluso a él.
Potter se quedó pasmado, los labios entreabiertos, como si esa sola palabra hubiera sido un hechizo. Y lo era. Porque Draco lo había pronunciado con dulzura. Con expectativa. Como quien extiende una mano hacia una criatura salvaje, con un trozo de azúcar.
Antes de que Potter pudiera hablar, Draco lo tomó del cuello con firmeza pero sin dureza, y alzó su rostro apenas. Bastó con ese mínimo gesto para que sus labios se encontraran. Un roce. Apenas una caricia de bocas. Un beso tan fugaz que pudo haber sido un suspiro.
Pero Potter tembló.
Draco sintió la respuesta inmediata del cuerpo contrario. El brillo se intensificó, envolviéndolo como calor de verano. Sí. Así se manejaban los pavos reales. Lucius solía decirlo: incentiva a la criatura correcta y se abrirá como una flor.
Draco apartó el rostro, sonriendo con comedida satisfacción.
“Vamos”, dijo simplemente, y sin soltarle la mano, lo condujo hacia el aula de Pociones.
Los murmullos comenzaron detrás de ellos. Los pasos se ralentizaron. Algunos alumnos se detuvieron en seco. No le importó. Las miradas se clavaban en sus espaldas, pero Draco seguía caminando como si el pasillo le perteneciera. Como si llevar de la mano a Potter fuera tan natural como respirar.
Al llegar al aula, no dudó. Se sentó en una de las primeras mesas —la que siempre usaba— y tiró suavemente de Potter para que lo acompañara. Solo entonces lo soltó.
Y como si el universo quisiera arruinar su momento, allí estaban.
La comadreja y Granger.
Ya estaban sentados. Ya lo estaban mirando. Ya estaban intercambiando esas miradas cargadas de significado que tanto lo irritaban.
Draco cruzó los brazos y se dejó caer contra el respaldo de su silla, con una expresión de agotamiento casi teatral. Sabía que Weasley lo odiaba, que Granger desconfiaba de él y que Potter... Potter era el tonto más brillante que había conocido.
Pero si quería los apuntes, este era el precio. Y por alguna razón que no quería analizar todavía, no le parecía tan alto como debería.
La clase de Pociones siempre había sido un campo de guerra encubierto. Una mezcla de vapores, ingredientes brillantes y secretos velados tras el humo. Horace Slughorn, con su mostacho tembloroso y su voz melosa, no tenía idea de las tensiones invisibles que colgaban en el aire, pero Draco sí. Draco lo sentía en la piel como si la magia del castillo lo susurrara en la nuca.
Sentado en una de las mesas delanteras —su mesa, que ahora compartía con Potter—, Draco revolvía lentamente el contenido de su caldero con la precisión de un cirujano y la elegancia de un bailarín. La receta del Elixir de Euforia estaba escrita en la pizarra, pero Draco apenas la miraba. La sabía de memoria, por supuesto. Cada giro de la cuchara debía ser en sentido contrario a las agujas del reloj después de agregar el azafrán, y las virutas de escarabajo dorado debían triturarse solo con presión exacta para liberar su aroma sin alterar su esencia. Cualquiera podía seguir instrucciones. Pocos podían improvisar sin arruinarlo todo.
Y por desgracia, uno de esos pocos era Potter.
Draco entrecerró los ojos al verlo inclinarse sobre su caldero, el ceño fruncido en una mezcla encantadora de concentración y desconcierto. Usaba ese maldito libro destartalado como si fuera su Biblia personal, con anotaciones escritas por alguien que evidentemente tenía más ingenio que todos los profesores juntos. Draco no estaba seguro de si admirarlo u odiarlo por eso.
"Eso no es lo que dice la receta", murmuró Granger con los labios apretados, observando a Potter mientras este añadía una pizca de menta antes del extracto de valeriana.
Potter ni siquiera la miró. "Funciona mejor así."
Draco no pudo evitar arquear una ceja con burla. "¿Y ahora eres experto en alquimia, Potter?"
Potter giró la cabeza hacia él, y por un momento, todo lo demás desapareció. Sus ojos verdes brillaban como fuego de duende bajo la tenue luz del aula, y Draco sintió ese tirón molesto en el estómago. Una tensión eléctrica que no tenía nombre, que lo empujaba a provocarlo más.
"Digamos que tengo un buen consejero", replicó Potter, sin perder la sonrisa.
"Seguro que sí. Un libro viejo y polvoriento con letra de asesino. Cómo no sentirme amenazado", respondió Draco con fingida calma, removiendo su poción con elegancia renovada.
Detrás de ellos, Theo bufó. "Qué romántico. Uno envenenando pociones con garabatos, el otro babeando mientras lo observa hacerlo mal."
Weasley se tensó, pero Granger le sujetó el brazo. Draco ni siquiera se giró.
"Theo", dijo sin dejar de mirar su caldero, "si vas a hablar, por lo menos ten la decencia de no escupir veneno tan amargado. Es pésimo para la digestión."
Theo apretó los labios y soltó en un murmullo apenas contenido: "Y tú tan dispuesto a rebajarte por un Gryffindor... pensaba que tenías más orgullo."
Draco sonrió con lentitud y giró hacia Potter, inclinándose apenas, como si fuera a contarle un secreto. "¿Sabes, Potter? Hay personas que creen que estar cerca de ti es una humillación. Pero yo diría que es más bien una delicia."
Harry enrojeció un poco, y Granger dejó caer su cuchara con un sonido metálico. Ron murmuró algo que no sonó muy amistoso.
Theo se removió en su asiento. "Claro, porque acostarse con el enemigo es toda una estrategia, ¿no?"
"Shhh, Theo", dijo Pansy detrás de ellos, fastidiada. "Eres más molesto que un doxy en celo."
Draco decidió ignorar a todos menos a Potter. Tomó un frasco de esencia de lirio lunar y lo sostuvo entre los dedos. "¿Sabes cómo se usa esto, Potter? Si lo mezclas mal, provoca alucinaciones."
Potter asintió. "Lo sé."
"¿Sí? Enséñame entonces."
La voz de Draco era suave, peligrosa, como una daga envuelta en terciopelo. Potter extendió la mano sin decir nada, pero su piel rozó los dedos de Draco al tomar el frasco. Una corriente le recorrió la columna.
La tensión era palpable. Slughorn ni siquiera miraba en su dirección, enfrascado en ayudar a un Hufflepuff que había convertido su caldero en un pantano burbujeante. Nadie notaba el baile de sombras que se gestaba en la mesa delantera.
Granger murmuraba fórmulas. Weasley gruñía por lo bajo. Theo los observaba como si estuviera a punto de lanzarse sobre Potter. Y Potter... Potter solo brillaba. Su magia titilaba alrededor de su cuerpo como un aura cálida y feroz. Draco lo sentía. Lo veía. Y eso lo irritaba tanto como lo fascinaba.
"¿Tú y Potter?", preguntó Theo con voz fría. "¿De verdad? Creí que solo eras cruel, pero al parecer eres idiota también."
Draco ladeó la cabeza. "¿Estás celoso, Theo? No sabía que guardabas tantas emociones dentro. Qué conmovedor."
Potter fingió toser para no reírse.
"Madura, Malfoy", dijo Granger, apretando los labios.
Draco alzó los ojos al cielo. "Madura, dice. ¿Esto viene de alguien que usa quince marcadores de colores distintos en sus apuntes?"
"¡Eso se llama organización!"
"Eso se llama desesperación."
Harry dejó escapar una carcajada suave, y Draco sintió que había ganado algo, aunque no sabía exactamente qué. Se inclinó hacia su caldero, echando las últimas gotas de esencia de lirio con pulso perfecto, y no se sorprendió cuando su poción brilló con un resplandor dorado, mucho más vívido que el de la de Potter.
"Te gané esta vez", dijo sin mirarlo.
"Hoy sí", murmuró Harry, "pero el día aún no termina."
Draco sonrió, satisfecho. Porque sabía que esa era la promesa de algo más.
El aroma dulce y penetrante de la poción completada se mezclaba con el aire denso del aula. El murmullo constante de frascos, cucharones y cuchicheos llenaba el ambiente como una sinfonía sutil de tensión y ambición. Draco giró apenas el rostro, atrapando con la mirada la expresión concentrada de Potter.
Granger regañaba en voz baja pero cargada de frustración a Weasley por haber confundido la raíz de escorodonia con la de valeriana. Draco se permitió una sonrisa torcida. La oportunidad era perfecta.
Se acercó a Harry, tan lentamente que su túnica apenas rozó el brazo de este, y le susurró al oído con un tono arrastrado y perezoso, el tipo de voz que usaba solo cuando quería algo.
"Estoy teniendo un día horrendo, Potter. Todo me duele. Estoy agotado. Alguien debería llevarme a mi próxima clase."
Harry parpadeó. El rubor que subió por su cuello fue inmediato y delicioso de observar. Sus pestañas temblaron ligeramente al bajar la mirada al caldero como si ese fuera el objeto más fascinante del planeta.
"Yo puedo llevarte", respondió en voz baja, aunque con firmeza, casi con una urgencia torpe.
Draco giró hacia él, sus labios apenas separados en una sonrisa que no era del todo inocente. Había algo felino en su expresión, un deleite arrogante.
"¿Solo una clase, Potter? ¿O vas a ser mi caballero por el resto del día?"
Harry lo miró directo a los ojos. Sus pupilas dilatadas, los iris verdes como fuego líquido.
"Todas las clases, Draco. A donde vayas."
El nombre cayó de los labios de Harry como si acabara de descubrir un secreto. Draco bajó la mirada a los labios de Potter, que temblaban apenas como si estuvieran esperando permiso. El rubor ya no era tímido. Era expectación. Necesidad. Y Draco lo vio todo.
Así que, sin prisa, le dio un mordisco. Ligero. Sutil. Apenas una provocación.
Harry aspiró entre dientes, entreabriendo los labios como si le hubieran robado el aire. Fue justo entonces que Theo se levantó de su asiento.
El golpe de su silla contra el suelo fue un estallido seco que rompió el murmullo general. Todos giraron a verlo.
"¿No les da vergüenza?", escupió Theo, su voz baja, afilada como una daga. "Están en clase, por Merlín."
Draco ni siquiera se molestó en voltear. En vez de eso, apoyó la palma sobre el muslo de Harry y se inclinó hacia él con fingida indiferencia.
"Theo está gruñón otra vez", susurró con tono meloso, lo suficientemente alto como para que los de la mesa de atrás lo oyeran.
Slughorn se giró con lentitud desde el otro extremo del aula.
"¿Todo bien por allí? Señor Nott, por favor, conserve la compostura. No estamos en el patio."
Theo apretó los puños y regresó a su asiento de golpe, pero su mirada era puro odio. Draco, mientras tanto, parecía flotar.
Harry, como si la interrupción le diera permiso para hacer lo que deseaba desde hace minutos, deslizó la mano hacia la cintura de Draco y lo sostuvo con firmeza, como si pudiera anclarlo a su lado. Draco se dejó hacer. Y sonrió. Era una sonrisa que conocía bien: la de quien sabe que ha ganado y no siente culpa por ello.
Harry bajó la cabeza, apenas rozando con la nariz el cuello de Draco. Aspiró.
"Hueles a manzana fresca... y a caos."
Draco soltó una risa suave, tan cerca que sus labios rozaron la oreja de Harry.
"Y tú hueles a desastre emocional."
Weasley soltó un bufido desde su asiento, su expresión asqueada.
"Esto es repugnante. Estamos intentando hacer una poción, no presenciar una novela pornográfica barata."
Granger ni siquiera lo corrigió esta vez. Estaba roja como una manzana, los ojos fijos en su caldero como si eso pudiera desvanecer lo que acababa de ver. Pero el leve temblor en sus manos la delataba. Estaba más que avergonzada.
Draco ladeó la cabeza hacia el frente, como si apenas ahora notara al trío.
"Granger, podrías enseñarle a tu amigo a usar el mortero correctamente. O mejor aún, dile que deje de usarlo como mazo. Estoy seguro de que esas pobres hojas de acónito nunca pidieron una muerte tan brutal."
Theo soltó una carcajada ácida.
"Mira quién habla. El Príncipe del drama haciendo de puta en medio de la clase."
Draco se giró apenas, pero no le respondió. En vez de eso, dejó que Harry lo abrazara un poco más cerca. Esa era la mejor respuesta.
La poción en su caldero seguía burbujeando con un resplandor dorado perfecto. Y mientras Slughorn se acercaba por fin a su mesa, Draco ya sabía que sería la mejor del día.
Harry estaba con él. Theo estaba furioso. Weasley parecía al borde de vomitar. Y Granger deseaba estar en cualquier otro sitio.
Draco apoyó la cabeza en el hombro de Harry con la delicadeza de un gato satisfecho.
"¿Ves? No era un mal día después de todo."
Y cuando Slughorn murmuró un "¡Brillante, señor Malfoy! ¡Brillante!", Draco ni siquiera pestañeó.
Porque lo sabía desde el primer momento: esa competencia no era solo sobre pociones.
Era sobre deseo. Poder. Control. Y él, como siempre, ya había comenzado a ganar.
Notes:
Tres capítulos en un solo día, solo porque ya quiero que lean el capítulo 20 🙈
Chapter 16: Yo solo quiero ser tu amigo y me muero por salir contigo
Chapter Text
Todo esto era culpa de Severus.
Draco apretó los labios con molestia mientras dejaba caer la cabeza contra el hombro de Potter, con la gracia de alguien que sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Porque si el profesor Snape no le hubiese dicho que “fuera cordial” con Potter —como si eso fuera posible sin consecuencias catastróficas—, Draco no estaría ahora en esta ridícula posición: con los muslos enganchados alrededor de la espalda del Elegido, sostenido con firmeza por esas manos grandes que, para su maldita suerte, parecían haber nacido para sujetarlo.
"Todo esto es tu culpa, Severus", pensó Draco con amargura mientras se acomodaba mejor. "Cordialidad. Qué palabra tan hipócrita."
Potter caminaba por los pasillos como si no estuviera cargando a uno de sus mayores enemigos, sino a un delicado premio que necesitaba escoltar con reverencia. Lo peor —lo verdaderamente insoportable— era que Draco no estaba fingiendo estar cansado. Lo estaba. Físicamente agotado. Mentalmente drenado. Y emocionalmente… bueno, mejor no mirar demasiado esa parte.
Pero también estaba satisfecho.
Porque si tener a Potter como… lo que fuera que era ahora, significaba que podía ser llevado de esa forma a clase, con la comadreja cargando sus bolsos como un sirviente humillado, entonces Draco estaba empezando a considerar la idea de decirle “sí” al dichoso Gryffindor.
Tal vez.
Un día.
Cuando los dragones volaran de espaldas y Severus usara un sombrero color fucsia.
Roncó una breve risa.
"¿Estás cómodo?" preguntó Potter, girando apenas el rostro para mirarlo por sobre el hombro.
"Podría acostumbrarme," murmuró Draco, deslizándole los dedos por el cabello, con la punta de las uñas casi tocando la nuca. "Si hubieras empezado a comportarte así hace años, quizás ya habríamos compartido dormitorio."
Potter tosió. Weasley refunfuñó algo entre dientes más adelante, arrastrando los bolsos de ambos con una expresión tan amarga que Draco se sintió revitalizado.
"¿Qué dijiste, comadreja? ¿Algo sobre tu falta de dignidad?" comentó con ese tono dulce y venenoso que hacía que Weasley se pusiera rojo hasta la raíz del cabello.
"¡No te aproveches, Malfoy!" gruñó el pelirrojo, girándose a medias mientras luchaba con el peso. "¡No soy tu maldito sirviente!"
"Entonces déjalo en el suelo," canturreó Draco con indiferencia. "Total, Potter puede cargarlo con una sola mano. ¿No es así, Potter?"
"Eh… sí," balbuceó Harry, que apenas prestaba atención a otra cosa que no fuera la cercanía del cuerpo de Draco.
Weasley maldijo entre dientes. Granger, por su parte, había desaparecido. Se había escabullido en algún punto del trayecto, probablemente incapaz de soportar ver a su héroe convertido en algo tan… maleable.
Draco bajó la vista. Aun con la hora libre antes del almuerzo, no pensaba moverse. Había ganado este momento.
Y lo disfrutaba.
El pasillo que conducía a la sala de estudio donde algunos esperaban pasar el rato antes de volver a Pociones estaba casi vacío. Pero no por mucho tiempo. Al entrar, las conversaciones murieron de golpe. Varias cabezas se giraron, especialmente las de los Ravenclaw. Una chica soltó un chillido ahogado, otra dejó caer su tintero.
Draco Malfoy, llevado a cuestas por Harry Potter, parecía una visión sacada de algún delirio profético.
Y sí, el efecto era exactamente el que Draco quería causar.
Los Ravenclaw murmuraban entre ellos con una mezcla de escándalo y fascinación. Theo, detrás, prácticamente se fundía con Daphne en un beso torpe, apurado, como si con eso pudiera castigar a Draco. Draco ni siquiera se molestó en fruncir el ceño. Le lanzó una sonrisa de media luna, y luego bajó la mirada hacia el cabello de Potter.
"Quédate quieto," ordenó. "Voy a hacerte una trenza."
"¿Qué?"
Pero ya sus dedos estaban deslizándose con sorprendente precisión. No era la primera vez que lo hacía. Solía practicar con Pansy cuando fingía no interesarse por el mundo.
Harry, desconcertado y fascinado, se quedó inmóvil. Dejó que Draco hiciera y deshiciera entre murmullos. La comadreja, más adelante, seguía murmurando maldiciones entre dientes, y Theo... Theo no había dejado de mirar.
Draco alzó la voz lo justo para que se oyera en el salón:
"¿Sabes, Potter? Creo que así me convencerás de decirte que sí."
"¿Sí a qué?" preguntó Harry, aún con las mejillas rojas.
Draco inclinó el rostro hacia su oído y susurró:
"A todo."
La sala explotó en murmullos, jadeos y el ruido de una pluma que se partía entre los dedos de un chico de Ravenclaw. Y por primera vez en mucho tiempo, Draco sintió que el caos jugaba a su favor.
Se recostó con un suspiro satisfecho sobre la espalda de Potter, hundiendo el rostro en la nuca de su enemigo favorito mientras sus dedos, largos y pulcros, volvían a entretejer mechones rebeldes del cabello de Harry. La textura era curiosamente suave, más de lo que habría esperado de alguien tan caótico. Draco no pensó demasiado en por qué eso le parecía importante. Simplemente lo era.
Una trenza se convirtió en dos. Luego en tres. Se entretenía separando los mechones con la precisión de alguien acostumbrado a cuidar detalles ínfimos. Y Potter… bueno, Potter no se quejaba. No del todo. Se mantenía inmóvil, con la espalda recta, como si temiera arruinar la obra que Draco construía con dedos expertos.
Weasley, sentado a un lado, había dejado de refunfuñar. Draco notó el cambio de inmediato. El silencio del Weasley era, en sí mismo, sospechoso. Alzó la vista y lo entendió. Las chicas de Gryffindor de su año acababan de llegar, como un enjambre de risitas nerviosas, olor a perfume floral barato y susurros que pretendían pasar por discretos. Draco entrecerró los ojos.
Lavender Brown. La recordaba únicamente porque Pansy la detestaba con la intensidad de una maldición imperdonable. La chica tenía el tipo de risa que parecía un insulto disfrazado de coquetería, y la manera en que se sentó junto a Weasley, tan cerca como para rozarle el muslo, hizo que Draco levantara una ceja con desdén.
“Tan evidente”, pensó mientras hacía otra trenza, esta más gruesa, jalando un poco más fuerte solo por el gusto de hacerlo. "Ninguna dignidad. Ningún misterio. Qué vulgar."
Lavender se reía con esa voz aguda que parecía un chillido disfrazado de encanto, y Weasley… Weasley parecía encantado. Había dejado de mirar a Draco y Potter por completo, centrado en su patético intento de mantener una conversación ingeniosa con Brown. Su voz sonaba más grave de lo habitual, como si estuviera imitando a alguien más. Un Gryffindor con delirios de macho alfa.
Draco habría ignorado todo eso. Habría seguido trenzando en silencio, fingiendo que el mundo se reducía al cabello entre sus dedos y al calor del cuerpo de Potter contra su pecho. Pero entonces, los besos. Los de Theo y Daphne.
Un sonido húmedo, persistente, grotesco. Como si alguien estuviera aplastando fruta madura muy cerca del oído. Draco parpadeó, interrumpido por el chasquido de un beso particularmente ruidoso que lo hizo apretar los dientes.
No podía oír bien lo que Weasley y Brown decían. Y eso lo irritaba. Mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Giró el rostro hacia Potter, tan cerca que sus labios rozaron la oreja del Gryffindor.
"Llévame al Gran Comedor. Ya."
Potter, que ya había comenzado a retorcerse con nerviosismo por la cercanía de Draco y la incómoda escena entre su mejor amigo y Brown, asintió de inmediato.
"Como digas."
Draco sonrió contra su cuello. Un gesto frío, pero lleno de victoria.
Weasley los miró irse, aún sentado, y al ver que Draco volvía a acomodarse sobre la espalda de Potter con la gracia indolente de un príncipe aburrido, se levantó de golpe.
"¡Ey! ¡Esperen!"
Brown, veloz como una gata en celo, se ofreció a cargar los bolsos mientras seguía a Weasley con un entusiasmo tan ridículo que Draco tuvo que mirar hacia otro lado para no rodar los ojos. Le daba igual lo que hicieran, siempre y cuando se mantuvieran lejos de él y de Potter.
Potter caminaba con pasos seguros, Draco encima, acomodado como si hubiese nacido para ser llevado así. A mitad del pasillo, Draco ladeó el rostro hacia él y preguntó con fingido desinterés:
"¿Entonces tú y la comadreja ya no son una pareja monógama? ¿O lo de Brown es una traición encubierta?"
Harry tosió. Draco se deleitó en el sonido.
"¿Qué? No… No somos pareja. Ron y yo somos amigos. Y él y Lavender tampoco son novios, solo… está raro últimamente desde que entró al equipo."
Draco enarcó una ceja.
"¿Raro cómo? ¿Más idiota de lo habitual o solo hormonal?"
Harry se rió bajo, nervioso.
"Supongo que ambas."
Draco asintió. Luego, como si acabara de recordar algo, preguntó:
"¿Y Granger? ¿Cómo lo está tomando ella? Ver a su amigo babeando por la enemiga pública número uno de Pansy debe ser todo un espectáculo."
Harry se encogió de hombros, aunque Draco pudo sentir el gesto en el cambio de ritmo de su paso.
"No ha dicho mucho. Está ocupada con lo de ser prefecta y todos sus deberes."
Draco reprimió una carcajada.
Claro. Potter no tenía ni idea. Era tan obvio que Granger estaba enamorada de la comadreja que dolía. Y él, el Elegido, seguía caminando por Hogwarts sin entender ni la mitad de lo que pasaba bajo su nariz.
"Qué ciego eres", murmuró Draco, más para sí que para Harry.
"¿Qué?"
"Nada", dijo rápido, luego añadió, más alto: "¿Has pensado en que deberíamos juntar a nuestros amigos? Que se conozcan de verdad, quiero decir."
Harry frunció el ceño, confundido. "¿Pero si ya se conocen?"
Draco suspiró con fastidio teatral. "Se conocen porque somos compañeros. No es lo mismo. Si vas a ser mi novio, Potter, nuestros círculos sociales deberían encontrarse. Una vez. Aunque sea. Por protocolo."
Harry lo miró por encima del hombro, con los ojos brillando.
"¿Sería como una cita?"
Draco parpadeó. No había pensado en eso. No así. Lo de mezclar a los Weasley con los Parkinson, o a Granger con Zabini, sonaba como una receta para el desastre. Pero la posibilidad… esa remota idea de verlos todos juntos en un solo lugar, intentando no matarse, lo dejó pensando.
"Algo así", murmuró finalmente, fingiendo indiferencia. "Aunque más bien sería una sesión de tortura diplomática. Pero sí. Llámalo cita si te hace feliz."
Harry sonrió. Draco lo sintió. Fue un calor breve, como una centella cruzándole la espalda. Y justo en ese momento, Potter lo bajó sin aviso. Draco, distraído por la conversación, no se dio cuenta hasta que sus pies tocaron el suelo… justo frente a la mesa de Gryffindor.
Miró alrededor con desdén, sintiéndose como un cisne arrojado a un estanque de ranas. Luego, lentamente, se giró hacia Potter.
“¿Acabas de dejarme en la mesa de los leones?”
Harry asintió, aún con la sonrisa.
Draco se sentó, resignado, con la elegancia altiva de quien acepta una humillación pública sólo porque es demasiado superior para rebajarse a protestar. Sus dedos acariciaron distraídamente el borde del mantel mientras observaba cómo Brown llegaba con los bolsos y se sentaba muy, muy cerca de Weasley. Pero ya no le importaba. Porque el caos, una vez más, le pertenecía.
Potter, con una naturalidad que Draco no sabía si admirar u odiar, se sirvió un poco de calabaza asada, puré de patatas y algo de estofado. Luego, con el mismo ritmo casi maternal, comenzó a preparar un plato para él.
Draco lo observó de reojo, arqueando una ceja.
“¿Me estás sirviendo la comida?” preguntó, con la voz impregnada de incredulidad y curiosidad.
Harry no respondió. Sólo colocó delante de él un plato con estofado, pan tibio, y una porción generosa de su pastel de calabaza favorito. Draco abrió la boca, pero volvió a cerrarla al notar que Harry no lo miraba siquiera, simplemente seguía comiendo.
Eso lo hizo sonreír. Porque Potter no lo había preguntado. Había elegido exactamente lo que le gustaba. Como si hubiese sabido desde siempre.
“Eres un misterio, Potter”, murmuró con suavidad, más para sí mismo.
Poco después, Granger apareció con libros en una mano y una mirada exhausta. Se dejó caer frente a ellos, con un suspiro que parecía de siglos.
“Hola”, saludó con cortesía. Ni una sola queja por la presencia de Draco. Ni una mirada maliciosa a Pansy, que llegó segundos después y se dejó caer justo a su lado con un crujido de disgusto apenas disimulado.
“¿En serio?” murmuró Pansy, mirando a Granger como si estuviera cubierta de espinas. “¿Justo aquí?”
“Es una banca, Parkinson. No estás en tu mansión”, respondió Hermione sin levantar la vista de sus apuntes.
Draco tragó una risa. Le habría aplaudido. Incluso Blaise, que se dejó caer a su lado con toda la gracia de un príncipe aburrido, chasqueó la lengua con diversión.
“Esta es, sin duda, la peor idea social que has tenido, Draco”, murmuró Blaise. “Y eso que estuviste a punto de ir a la fiesta de los de Hufflepuff el año pasado con esa túnica ridícula que te envió tu madre.”
Draco le lanzó una mirada afilada, pero antes de que pudiera responder, el murmullo de fondo del Gran Comedor se intensificó. Todos los ojos estaban sobre ellos.
Tres Slytherin sentados en la mesa de Gryffindor. Si alguien hubiese soltado una lechuza dorada en llamas, habría causado menos revuelo.
Y como para coronar el espectáculo, la chica Weasley se aproximó con paso decidido… y se detuvo en seco. Su mirada voló de Granger a Pansy, luego a Harry, luego a Draco…
Y no supo dónde sentarse.
“¿Vas a quedarte ahí de pie como una estatua?” preguntó Pansy con irritación.
La chiquilla, con un gesto que fingía confianza, se sentó al lado de Granger. O más bien, se dejó caer tan cerca que empujó a Granger hacia Pansy.
“¡Oye!” protestó Pansy. “Me estás dejando sin espacio.”
“Muévete un poco”, dijo Weasley, con una sonrisa falsa. “Del otro lado tienes sitio.”
“Justamente por eso no me moveré”, respondió Pansy, apretujándose aún más contra Granger. “Me gusta este lugar.”
Draco alzó una ceja. Observó toda la escena con la calma del estratega que ve sus piezas avanzar solas.
La chiquilla, evidentemente, quería estar más cerca de Potter. Pero, como si el universo se burlara de sus intenciones, Harry no le prestó ni un segundo de atención. En cambio, se volvió hacia Draco con una mirada serena.
“¿Qué quieres beber?”
Draco alzó la copa y la agitó levemente.
“¿Sabes también lo que suelo beber?”
“Zumo de uva negra y un poco de agua. Nada con gas”, dijo Harry, sirviéndole sin esperar aprobación.
Draco lo miró fijamente. Estaba sorprendido. Cautivado. Del otro lado, Pansy y Granger se enzarzaban en una discusión sutil pero tensa.
“¿Podrías dejar de mover el codo?” murmuró Pansy.
“Estás sentada sobre mi túnica”, replicó Hermione, con la mandíbula tensa.
“Tu túnica ocupa más espacio que un dragón herido.”
“¿Has visto la forma en que tú te sientas?”
Blaise, encantado con la escena, se recostó en el banco y murmuró:
“Ah, el dulce aroma del entendimiento intercasas.”
Mientras tanto, al otro lado de Harry, Weasley parecía dividido entre escuchar a Granger y Pansy o seguir el intento patético de Brown por hablarle sobre pociones.
“…y entonces le dije al profesor Slughorn que tal vez podríamos hacer una poción de amor, ¿sabes? Aunque no la necesito, claro. Porque cuando sabes lo que quieres…”
Weasley emitió un “ajá” automático, mientras sus ojos se movían de un lado a otro, como si buscara una señal para escapar.
Y en el otro extremo de la sala, Snape los observaba como si se le acabara de partir el alma. O el orgullo. O ambos.
Su ahijado, Draco Malfoy, de Slytherin… compartiendo comida y miradas coquetas con Potter. Y ni siquiera fingía disimulo. Le acariciaba la muñeca al tomar la copa, murmuraba algo en su oído, se inclinaba más cerca de lo necesario.
Era una imagen grotesca.
Y, para Draco, absolutamente gloriosa.
Cuando la chica Weasley se inclinó ligeramente hacia el centro, en un intento por iniciar conversación con Harry, Draco la miró. Directamente. Sin sonreír.
Ella se tensó.
“¿Sucede algo?” preguntó, con esa voz dulce que usaba cuando quería parecer inocente.
“Sólo pensaba en lo difícil que debe ser fingir interés en alguien que no te devuelve ni la mirada”, dijo Draco con serenidad.
Weasley hembra frunció los labios. Granger la miró de reojo. Y Harry, como si no hubiese escuchado nada, seguía atento a Draco, preguntándole:
“¿Quieres más estofado?”
“Sí, por favor.”
Draco no necesitaba más victorias ese día. Pero aquella escena —Potter a su lado, Weasley confundido, Brown sin gracia, Snape en estado de trauma y Pansy discutiendo con Granger— era un cuadro que merecía enmarcarse.
La cena había concluido como si el universo mismo hubiese decidido que Draco tuviera una jornada excepcional. O al menos, excepcionalmente suya. Porque mientras algunos alumnos aún discutían sobre las extrañas compañías en las mesas —la realeza de Slytherin compartiendo espacio con Gryffindor, lo impensable haciéndose rutina— Draco, satisfecho y ligeramente más arrogante de lo habitual, fue alzado por Potter una vez más.
No se quejó. Ni siquiera hizo un ademán de resistencia. Tal vez porque su cuerpo aún no se recuperaba del todo, o tal vez —y esto era más inquietante de admitir— porque se estaba empezando a acostumbrar a la forma en la que las manos de Potter parecían saber exactamente cómo sostenerlo sin que doliera nada.
Caminaron así, cruzando el Gran Comedor como si Harry fuera un caballero y él, un prisionero de guerra resignado a ser cargado. Pasaron frente a la mesa de Slytherin. Draco levantó la barbilla, extendió el brazo con teatralidad y entregó su bolso a Blaise.
"Ponlo sobre mi cama. Y asegúrate de que no toque el suelo ni por accidente, ¿entendido?"
Blaise atrapó la bolsa al vuelo, divertido.
"Sí, mi lord."
Draco, sin bajar el tono, se giró hacia Potter y le estampó un beso en la mejilla que resonó como un relámpago en medio de un claro.
"Por cargarme como mi elfo doméstico, te ganaste eso."
Potter, rojo como la túnica de McGonagall, no dijo nada. Blaise, sin embargo, soltó una carcajada mientras Theo los miraba desde su asiento como si se le acabara de indigestar la sopa.
Cuando llegaron a la torre de Gryffindor, Draco se sintió observado. No mirado. Observado. Como si todos estuvieran evaluando si merecía estar allí, si ese rincón de madera y terciopelo rojo podía tolerar una mancha verde entre sus pliegues. Nadie dijo nada. Porque, claro, Potter podía hacer lo que quisiera. Y a Draco le disgustaba no saber si eso era por respeto… o por miedo.
Potter lo depositó suavemente en un sillón frente al fuego, el que olía levemente a canela y polvo antiguo. Draco arrugó la nariz ante el decorado. Demasiado escarlata, demasiadas texturas suaves, como si la habitación fuera un enorme cojín a punto de sofocarlo.
No tardó en notar, sobre una mesita cercana, una revista. La portada mostraba una túnica de gala bordada con hilo de runas mágicas y unos zapatos que, definitivamente, Pansy hubiera considerado de buen gusto.
"Tráeme eso."
Potter obedeció sin decir palabra. Cuando volvió y le entregó la revista, Draco la hojeó con calma mientras Potter lo observaba desde un sillón cercano, como si no supiera qué hacer con sus manos o su boca o incluso su presencia.
Cuando llegó a la sección de ropa de cama, Draco se detuvo.
Perfecto. Necesitaba una nueva almohada. Theo le había robado una y Draco se negaba a volver a tocarla. Estaba… contaminada.
Revisó las páginas. Había modelos encantados con regulación térmica, otros que olían a lavanda o menta, almohadas que adaptaban su firmeza según el humor del dueño, unas con bordados que susurraban cuentos para dormir en voz baja. Incluso encontró una que emitía un leve ronroneo mágico durante la noche. Draco la anotó mentalmente..
Una almohada de plumas de fénix, encantada para mantener una temperatura ideal sin importar la estación. Otra de fibras élficas, recomendada para quien duerme de lado. Un set de tres almohadas con núcleos de hierbas relajantes que liberaban un aroma sutil cada vez que se exhalaba sobre ellas. Una cuarta, de diseño escandinavo, con relleno de nube comprimida, eso decía la descripción, y Draco alzó una ceja, dudando que fuera real.
Mientras comparaba tamaños y densidades, Potter se inclinó hacia él. No dijo nada, simplemente apartó con cuidado los rizos que cubrían el cuello de Draco y depositó un beso suave sobre su piel expuesta. Draco no se sobresaltó. Solo bajó la mirada a la página sin voltear la cara.
"¿Qué estás haciendo, Potter?"
"Nada." murmuró él, y continuó con sus besos.
El tono despreocupado contrastaba con la calidez de sus labios que continuaron su recorrido suave, como si besarlo fuera ahora un hábito.
Draco ladeó el cuello, apenas perceptible, pero suficiente para que Potter tuviera más espacio.
"Voy a pedir varias. Algunas serán para ti."
Harry rió bajo.
"No necesito más almohadas."
Draco bufó.
"Tal vez tú puedas dormir como un salvaje, pero si yo voy a tu cama, Potter, no quiero que mi cuello termine dislocado. Necesitamos también sábanas nuevas. Las que tienes deben oler a Gryffindor… y no en el buen sentido."
El rostro de Harry se iluminó con un entusiasmo que a Draco no le interesó analizar. Él hablaba de linos egipcios, no de promesas románticas. Y, sin embargo, cuando Potter lo besó otra vez, la revista resbaló de sus manos y cayó al suelo con un golpe seco.
Draco lo golpeó con la mano abierta en el pecho.
"Eres tan bruto, Merlín."
Harry se rió, recogió la revista y se la devolvió, como si todo ya estuviera definido entre ellos. Volvió a besarle el cuello mientras Draco retomaba la página de las almohadas.
"¿Por qué necesitas más almohadas si ya tienes como cinco?"
La pregunta lo distrajo. Draco giró un poco la cabeza.
"Theo tomó una. Y no la quiero de vuelta."
El ambiente se volvió más tenso. Aunque Draco no lo notó, Harry endureció la mandíbula. Ese nombre, ese maldito nombre. Siempre colándose entre ellos, siempre pretendiendo recuperar algo que ya no era suyo.
Draco volvió a hablar, inconsciente del cambio de humor en el chico a su lado:
"Deberías considerar también una frazada de escamas de basilisco. No hay nada más cálido que eso."
Pero Potter ya no lo escuchaba del todo. Sus ojos se habían enturbiado, llenos de una molestia silente, de ese tipo de rabia que no se grita, sino que se acumula en los silencios. Porque sabía que Nott seguía ahí, aún merodeando. Y aunque Draco era suyo, aunque cada gesto, cada palabra, cada beso lo dejaba claro, no podía evitar que su estómago se anudara cada vez que lo escuchaba nombrar a Nott.
Draco eligió tres almohadas, marcó los números de pedido con la varita y le tendió la revista a Harry.
"Ya que estás siendo tan servicial este día, encárgate tú."
Harry sonrió, un poco forzado, pero la emoción volvió a prenderse cuando Draco agregó:
"Ah, y el set de sábanas de satén negro con encantamientos autoreparadores también."
"¿Estás planeando quedarte en mi cama para siempre o qué?"
Draco no respondió. Solo se recostó con un suspiro satisfecho, uno que parecía arrancado desde lo más profundo de su pecho, como si finalmente hubiera soltado un peso invisible que cargaba desde hacía semanas, meses, quizás toda su maldita vida. La alfombra roja del salón común de Gryffindor era demasiado áspera, el ambiente demasiado cálido para su gusto, y sin embargo, por alguna razón que no se atrevía a nombrar, no le molestaba estar allí.
No pensó en decirlo. Ni siquiera lo formuló del todo en su mente, pero lo supo. Lo supo con esa certeza obstinada y cruel con la que los Malfoy aprendían a reconocer las verdades que no podían cambiar: al menos por ahora… Potter era suyo. Su piel, su aliento, sus gemidos contenidos, su terquedad insoportable y su torpe afecto. Todo eso le pertenecía.
Y Draco… bueno, él pensaba pelear por mantenerlo así. Aunque tuviera que arrancarle el corazón a mordidas para que siguiera latiendo por él.
El silencio se alargó, interrumpido solo por el crepitar del fuego y el lejano eco de unas risas en los pasillos. Ahora que Potter parecía haberse saciado de besarle el cuello como un condenado hambriento y ya no estaba soplándole el alma por la garganta, Draco alzó la cabeza y echó un vistazo más detallado al salón común. No estaba diseñado para alguien como él. Las paredes de piedra cálida y tapices gastados, los muebles acolchonados de terciopelo rojo y oro, todo gritaba “hogar” de una manera que a Draco le resultaba profundamente ajena.
La ausencia de Granger y Weasley lo tranquilizaba. No es que le importara su opinión, por supuesto que no. Pero si iba a dejar que Potter le besara hasta dejarle marcas, prefería hacerlo sin testigos inoportunos. Y ya que pronto sería toque de queda, Draco sabía que debía irse antes de que su presencia allí comenzara a levantar sospechas, o peor, expectativas.
Hizo el ademán de incorporarse, elegante como siempre, sacudiéndose la túnica como si estuviera quitándose la evidencia de una tarde de decadencia. Pero justo cuando estaba por dar el primer paso, Potter le detuvo con un gesto simple: tomó su mano. Firme, decidido, como si eso bastara para evitar que Draco se evaporara en la noche.
La piel de Harry era más áspera que la suya, con callos pequeños que hablaban de años sosteniendo la escoba, peleando, sobreviviendo. Draco, en cambio, era más pálido, casi enfermizamente, y sus manos delataban su crianza: delicadas, pulidas, sin rastros de trabajo duro.
Se distrajo mirando sus dedos entrelazados, notando el contraste de tonalidades, texturas y... vidas. Tanto así, que no escuchó lo que Potter le había dicho.
Parpadeó para enfocar su atención y levantó la vista, encontrándose con el rostro de Harry. Tenía las mejillas encendidas, una rojez que no nacía del calor sino de la vergüenza, de esa torpeza emocional tan suya. Draco frunció apenas el ceño.
“¿Qué dijiste?” murmuró con desdén apenas contenido, aunque lo cierto era que le gustaba verlo así. Vulnerable. Nervioso.
Harry se aclaró la garganta, su voz tembló un poco antes de salir.
“Que… si quieres ir mañana a Hogsmeade… conmigo.”
Draco lo miró sin decir nada.
“No tiene que ser una cita,” añadió rápidamente Potter, atropellándose a sí mismo. “Podemos... podemos encontrarnos con Ron y Hermione si quieres. O con tus amigos, o... o quedarnos en el castillo, o—o hacer otra cosa. No tienes que si no quieres. Solo pensé que tal vez... podríamos pasar el rato. Pero si prefieres no hacerlo, está bien. Lo entiendo. En serio.”
Era como presenciar un derrumbe en cámara lenta. Harry vomitaba palabras como si al detenerse le fuera a estallar el corazón. Draco tuvo que cubrir su boca con una mano para no reír.
Era tierno. Una ridiculez tierna.
Con un suspiro que casi sonó resignado, tomó el rostro de Harry entre sus manos. Lo sintió temblar bajo su toque. Lo besó. Suave, breve, lo suficiente para silenciar ese torrente absurdo de inseguridades, y también, aunque no lo admitiera, para calmar algo en su propio pecho. Una sacudida impaciente de afecto que no sabía que estaba ahí hasta que sintió los labios de Potter.
Cuando se separó, su voz salió más suave de lo que hubiera querido.
“Me parece una buena idea.”
La expresión de Harry cambió como si alguien hubiera encendido un lumos dentro de él. Draco lo sintió brillar. Pero esta vez, no le dolía verlo así. No le lastimaba esa luz.
Harry sonrió, avergonzado, y le susurró: “Entonces… es una cita.”
Draco le respondió con otro beso, uno más decidido, más posesivo.
Cuando se enderezó, notó que no estaban tan solos como creía. Todos los Gryffindor presentes les estaban mirando, algunos entre sorprendidos y fascinados, otros con evidente incomodidad. Pero quien más le llamó la atención fue una chica de cabello largo y negro, con un mentón demasiado pronunciado y una mirada cargada de odio. Hacia él, por supuesto.
Draco sonrió con cinismo. Siempre era divertido tener competencia. Sobre todo si era tan patética como una Gryffindor que todavía pensaba que Potter le prestaría atención.
Se volvió hacia Harry y murmuró: “Tengo que irme.”
Harry se incorporó con rapidez, como si el solo pensamiento de dejarlo marchar le repugnara. “Te acompaño hasta las mazmorras.”
Draco rodó los ojos. “No es necesario. Ya me tuviste todo el día. Otros merecen tenerme también.”
Eso encendió algo en Harry. Se puso de pie de golpe y le rodeó la cintura con ambas manos, con una firmeza que rozaba la posesión. Draco rió, encantado por ver su reacción.
“Eres celoso, Potter. Me gusta.”
Pero antes de que Harry pudiera replicar, la entrada del salón se abrió con un chirrido y entraron Weasley, Granger y la Weasley menor. La expresión de la chica se torció de inmediato al verlos. Draco, por supuesto, no pudo resistir la provocación.
Le tomó el rostro a Harry con ambas manos y lo besó con una intensidad oscura, sabiendo exactamente lo que hacía. Harry jadeó contra sus labios, un gemido contenido que se ahogó cuando un cojín voló hacia ellos y la voz aguda de Weasley tronó:
“¡¿Pueden no hacer ESO delante mío?!”
Draco fingió limpiarse los labios con teatralidad, dedicándole una mirada burlona a la chica, pero antes de que pudiera soltar un comentario venenoso, Harry lo sujetó del cuello y lo besó con fuerza. Esta vez no fue tierno. Fue urgente. Draco sintió que le robaban el aire y le dejaban el pecho en llamas.
Otro cojín voló y esta vez Draco sí se apartó, riendo bajo mientras caminaba hacia la salida.
“Hasta mañana, Potter.”
Y sin mirar atrás, se fue. Aunque el calor de esos labios le siguió hasta las mazmorras.
Y sí, ya estaba condenado. Porque Draco Malfoy, el niño mimado de las sombras, ahora tenía a su propio rayo de sol… y no estaba del todo seguro de querer soltarse de él.
Chapter 17: Estabas fuera de mi liga, porque eres más que un solo sueño
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La mañana amaneció nublada, con el cielo encapotado y el aire frío cortando como si cada brisa viniera desde el mismísimo despacho de Snape. Harry se frotó las manos con ansiedad mientras esperaba en la entrada principal del castillo, sus amigos a cada lado: Hermione envolviéndose en su bufanda escarlata con practicidad y Ron ya con el ceño fruncido, como si todo el plan le pareciera una pésima idea desde el principio.
"¿Estás seguro de esto, Harry?" murmuró Hermione, sin levantar la mirada del reloj de su muñeca que había hechizado para marcar los minutos con desesperante lentitud.
Harry no respondió enseguida. Sus ojos estaban fijos en el campo que descendía hacia Hogsmeade, aunque no esperaba ver a Draco ahí. Sabía que él llegaría cuando quisiera, como si la puntualidad fuera un concepto diseñado para los demás, y no para los Malfoy. Lo que sí sabía era que los nervios le retumbaban en el pecho como un bombarda.
No era solo que fuera su primera cita con Draco, no del todo oficial, pero tampoco lo contrario. Era también el hecho de que tendría que convivir, al menos durante unas horas, con los amigos de Draco: Blaise Zabini y Pansy Parkinson. Harry apenas los conocía fuera de los insultos casuales en los pasillos o los encontronazos durante las clases compartidas. Los consideraba la extensión natural de la arrogancia de Slytherin: ricos, burlones, probablemente criados entre el mármol y los encantamientos de protección. No había en ellos ni un solo rasgo que le resultara cómodo. Excepto Draco. Draco era distinto. Draco se reía ahora de formas que antes no lo hacían. Draco lo besaba como si su vida dependiera de ello. Draco lo miraba como si pudiera ver a través de él.
Y eso lo volvía todo más complicado.
Las puertas del castillo estaban abiertas y el viento entraba primero, empujando el aire cálido hacia adentro con un zumbido. Detrás del viento, caminando con el tipo de cadencia que parecía parte coreografía, llegaron ellos. Y Harry, sin siquiera darse cuenta, dejó de respirar un segundo.
Draco era bello en el sentido más odioso de la palabra. Vestía un abrigo largo de lana negra con detalles en plata, perfectamente entallado al cuerpo, con botones antiguos que brillaban débilmente bajo la escasa luz del cielo encapotado. Bajo el abrigo, un jersey de cuello alto color gris humo hacía juego con sus pantalones de lino oscuro, y unas botas de cuero negro perfectamente lustradas completaban el conjunto. El cabello lo llevaba suelto, cayéndole por encima de la frente con desdén calculado, y el frío apenas lo tocaba, como si incluso el clima respetara el estilo Malfoy.
A su izquierda, Zabini iba vestido con un abrigo de corte militar color verde botella, bufanda blanca al cuello, guantes de cuero, y un aire de príncipe aburrido. A su derecha, Parkinson llevaba un vestido de lana azul oscuro que le caía hasta las rodillas, medias negras gruesas, botas altas, y un abrigo con cuello de piel que probablemente costaba más que todos los libros de Harry juntos.
Hermione murmuró algo que sonó peligrosamente a "no puedo creer que estoy haciendo esto".
Ron simplemente gruñó.
Draco se detuvo frente a Harry y, sin darle tiempo de decir nada, le tomó la bufanda con una mano enguantada y la acomodó con deliberada lentitud. Luego, con un tono que solo podía describirse como elegante y burlón, dijo:
"Pareces un tejón extraviado con esta cosa tan desordenada."
Harry lo miró con una mezcla de indignación y deseo incontrolable. "Hola a ti también, Draco."
"Hola, Potter," respondió Draco, bajando la voz. Su sonrisa era apenas un movimiento de labios. "¿Listo para conocer a la aristocracia serpiente?"
"No sé si debería estar más preocupado por eso o por lo bien que te ves."
Draco arqueó una ceja, claramente complacido. "Al menos uno de nosotros tiene buen gusto."
Pansy chasqueó la lengua detrás de ellos. "¿Podemos irnos ya o quieres seguir coqueteando hasta la vejez, Draco? Algunos no tenemos toda la eternidad para ver a Potter enrojecer."
Hermione se giró hacia ella con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. "Podemos irnos, claro. Tú y yo al frente. Vamos, Parkinson."
Pansy resopló. "¿Tú y yo? ¿Eso fue parte del trato?"
"Fue lo que se acordó," respondió Hermione con tono firme, ya caminando hacia la entrada.
Zabini se acercó a Ron, alzó una ceja con desprecio educado, y dijo: "No hables. No me hables."
"Ni pensaba hacerlo," escupió Ron.
Y así, con una formación improvisada que parecía más una expedición diplomática entre casas enemigas que una salida a Hogsmeade, empezaron a caminar.
Harry se quedó atrás un momento con Draco, sus manos rozándose de forma accidental y luego deliberada.
"¿Estás bien?" preguntó Draco, sin mirarlo del todo.
"Creo que sí. O lo estaré en cuanto me convenza de que Zabini no me va a lanzar un Avada por respirar."
Draco rió por lo bajo. "Te ignora porque no quiere admitir que te soporta. Lo cual, en nuestro idioma, es casi una declaración de amistad."
Harry lo miró con una mezcla de incredulidad y afecto. "¿Y tú? ¿Me soportas?"
Draco lo miró de reojo, su tono suave y burlón. "Potter… te estoy soportando con la lengua en tu boca desde hace una semana. Diría que es más que simple tolerancia."
El camino a Hogsmeade fue una mezcla de silencios incómodos, sarcasmos velados y algunas risas inesperadas. Hermione logró que Pansy hablara sobre moda mágica y, sorprendentemente, ambas encontraron un terreno común al que Ron y Zabini miraban con terror. Ron murmuró cosas bajo la nariz, Zabini bufó como si oliera a muggle cada vez que alguien decía "chocolate caliente", y sin embargo… funcionaba.
Harry y Draco, caminando juntos, eran una anomalía tan evidente que incluso un grupo de alumnos de tercero se quedaron mirándolos como si estuvieran presenciando el inicio del fin de los tiempos. Pero Harry ya no se escondía. No cuando Draco tomaba su mano como si tuviera todo el derecho del mundo.
"¿A dónde quieres ir primero?" preguntó Harry mientras se acercaban a la aldea.
Draco respondió sin dudar: "Honeydukes. Quiero dulces. Y si me vas a invitar, quiero los más caros."
Harry se rió. "¿Siempre eres así de exigente?"
Draco se detuvo, giró hacia él con una expresión intensamente seria. "Potter, soy un Malfoy. Solo hay una forma en la que funcionamos."
Harry lo besó ahí mismo, rápido, con descaro. "Y a mí me gusta así."
Draco sonrió contra sus labios.
Y por primera vez en mucho tiempo, Harry pensó que tal vez—solo tal vez—el amor podía sobrevivir incluso a la guerra que los rodeaba. Al menos, mientras Draco siguiera mirándolo como si nadie más existiera. Y él, mientras siguiera siendo tan estúpidamente suyo.
El cielo estaba encapotado desde temprano, una gran masa gris y espesa que parecía pesar sobre el mundo como una maldición silenciosa. El viento aullaba entre las torres del castillo de Hogwarts, helado y persistente, colándose bajo las túnicas, colándose por los bordes de los guantes y las bufandas como dedos fríos de un fantasma que se negaba a dejar a los vivos en paz. Harry se había arrepentido de salir en cuanto cruzó las puertas del castillo.
Pero entonces, Draco le tomó la mano. Y fue como si todo cambiara.
La magia que envolvía a Draco parecía expandirse en el contacto, cálida, envolvente, como si su ropa estuviera encantada para resistir el frío más implacable. Harry parpadeó, confundido al sentir que su propia piel dejaba de arder por la escarcha, sus dedos, antes entumecidos, se volvieron cálidos. Draco, por supuesto, lo notó. Draco notaba todo.
“No necesitas mirarme así, Potter,” dijo con una sonrisa lenta y triunfal. “No me sorprendería que estuvieras contigo solo por mis encantos de abrigo.”
“No te des ideas,” murmuró Harry, aunque el rubor que se extendió por sus mejillas lo traicionó. “Pero gracias.”
Draco soltó una risa suave, ese tipo de sonido que Harry todavía no sabía si amaba o temía, porque cada vez que lo escuchaba, algo dentro de él se derretía. Y maldita sea, hacía frío.
Harry había querido que la cita fuera perfecta. Una pequeña escapada a Hogsmeade, sin demasiadas presiones, solo ellos dos, lejos de las miradas indiscretas y las expectativas. Pero en vez de eso, tenía una comitiva de Slytherins ridículamente atractivos, bien vestidos y con expresiones de superioridad que hacían que hasta el aire pareciera filtrarse con juicio.
Harry había intentado peinarse antes de salir. Aparentemente, había fallado. Ron y Hermione se acercaban más a su lado del espectro estético. Hermione llevaba una bufanda tejida a mano y un abrigo que había usado desde cuarto curso. Ron tenía el rostro rojo de frío y las orejas le sobresalían por debajo del gorro. Aún así, Harry había sentido que la alineación de fuerzas era decente. Hermione se encargaría de Parkinson. Ron soportaría a Zabini. Y él tendría a Draco.
Al menos, ese era el plan. Pero Zonko estaba cerrado.
“Con tablones,” murmuró Ron, mirando la tienda como si hubiera perdido un familiar. “Con malditos tablones.”
Hermione frunció los labios. “Debe ser por los ataques recientes. Tal vez temen un ataque.”
Harry asintió, aunque su atención había quedado atrapada en la figura de Draco, que miraba los tablones sin mucho interés. Su expresión no había cambiado. No había tristeza ni resignación. Nada que indicara que eso le afectaba. Su rostro estaba vuelto hacia Zabini, que decía algo que hizo que Ron casi explotara.
“Me alegra que tus orejas sigan creciendo, Weasley,” soltó Zabini con voz suave. “Es adorable.”
Ron se puso rojo como un tomate y Harry lanzó una mirada desesperada a Hermione, que le lanzó una advertencia muda a su amigo y se interpusó entre ambos.
“Honeydukes,” dijo ella, rápida. “Vamos a Honeydukes. Todo el mundo ama el chocolate.”
Para disgusto de Harry, los grupos se movieron como un solo enjambre hacia la tienda. Él deseaba un momento, solo uno, para estar con Draco sin interrupciones. Pero cuando entraron a Honeydukes, el aroma a caramelo, cacao y almendras lo distrajo. Por un instante, todo fue dulce y tibio.
Hasta que vio al profesor Slughorn.
“Harry, querido muchacho,” exclamó el profesor, acercándose como una masa sonriente de bigote y entusiasmo. “No has asistido a ninguna de mis cenas. Estoy profundamente ofendido, ya lo sabes.”
Draco le soltó la mano con discreción y se deslizó hacia Parkinson y Zabini, dejándolo a merced del profesor. Harry intentó retroceder, pero Slughorn ya lo tenía atrapado.
“Espero contar contigo en la próxima. Y por supuesto, la señorita Granger siempre trae una conversación estimulante. ¡Oh! ¿Eres amigo del joven Zabini ahora?”
Harry abrió la boca para tartamudear algo, pero fue Zabini quien intervino.
“Mi nuevo padrastro está desesperado por conocerlo, profesor,” dijo con una sonrisa seductora. “Habló maravillas de su talento con los venenos.”
Slughorn se iluminó como un farolillo de Nochevieja. “¡Oh, cuán halagador! Tendré que escribirle. Me encantaría saber qué está haciendo con el ajenjo escocés este año...”
Harry aprovechó la distracción para escabullirse hacia Draco, que sostenía una caja de trufas y discutía con Parkinson sobre la calidad del cacao belga.
“Te las compraré todas,” dijo Harry, sin pensar. “Las que quieras.”
Los ojos de ambos Slytherin se iluminaron de inmediato. Fue entonces cuando Harry supo que acababa de cometer un error.
Media hora después, salían de Honeydukes con bolsas encantadas que levitaban cerca de ellos. Bueno, cerca de todos menos de Harry, que llevaba al menos tres, con el rostro rojo y los brazos temblorosos.
“Creo que se va a dislocar algo,” dijo Zabini con indiferencia.
“Lo compenso con carisma,” gruñó Harry.
Draco, satisfecho, lo recompensó con un beso fugaz en la mejilla. “Vales cada galeón, Potter.”
Y por alguna razón, eso hizo que Parkinson dejara de mirarlo como si fuera algo que había que desinfectar. No del todo, pero algo era algo.
“¡Tres Escobas!” dijo Ron, finalmente. “Necesito algo caliente.”
Todos asintieron. Incluso Zabini.
Harry no podía negar que su plan original se había ido por la ventana, pero mientras Draco caminara a su lado, mirándolo de reojo con esa media sonrisa, con los dedos entrelazados y una brisa mágica que lo mantenía tibio, pensaba que tal vez, solo tal vez, las citas no tenían que ser perfectas.
Solo tenían que ser suyas.
El calor tenue de “Las Tres Escobas” se sentía como un abrazo tibio luego del viento cortante de enero. La taberna estaba repleta de estudiantes buscando refugio del frío, y el olor a cerveza de mantequilla, leña quemada y pastel de calabaza llenaba el aire, envolviendo a todos en una mezcla nostálgica y reconfortante. Las ventanas empañadas dejaban ver apenas la nieve cayendo lenta, incansable, sobre el pueblo.
Harry empujó la puerta junto al grupo, y el murmullo de conversaciones, risas y tazas chocando llenó sus oídos como una melodía familiar. Draco seguía a su lado, aún con su mano entrelazada con la suya, y por un instante, Harry se permitió sonreír. No era perfecto, pero era real.
“¡Al fin!” dijo Ron con un suspiro casi reverencial, frotándose las manos para sacarse el frío. “Necesito algo caliente. Y fuerte. Como un chocolate con ron.”
“¿Sabes que eso es técnicamente ilegal?” murmuró Hermione, alzando una ceja, aunque sus labios se curvaron apenas, con diversión contenida.
Parkinson, que iba justo detrás de Hermione, soltó una risita nasal. “Oh, vamos, Granger. Déjalo soñar. ¿Qué otra cosa le queda a un Weasley?”
Ron giró sobre sus talones con la cara roja como su cabello, pero antes de poder replicar, Hermione le lanzó una mirada significativa a Parkinson. Fue casi imperceptible, un instante de conexión entre dos brujas que no tenían nada en común… excepto, tal vez, un repentino deseo de fastidiar al mismo objetivo.
“¿Y sabes a quién deberías invitar a tomarse ese chocolate caliente contigo, Ron?” dijo Hermione con fingida inocencia, mirando alrededor del local como si buscara a alguien. “Tal vez… a Madam Rosmerta.”
Los ojos de Ron se abrieron con horror, justo antes de que Parkinson se llevara una mano al corazón.
“Oh, sí, qué gran elección. Curvilínea, mayor, con esa melena rubia perfecta…” Parkinson suspiró teatralmente. “Un sueño de mediana edad, realmente. Me recuerda un poco a mi madre cuando va a los bailes del Ministerio.”
“¡No estoy mirando a Madam Rosmerta!” protestó Ron, enrojeciendo aún más, lo que sólo logró arrancar risas sofocadas de ambas chicas.
Hermione se encogió de hombros con gracia. “Nadie ha dicho que la estabas mirando, Ronald.”
“Todavía,” añadió Parkinson.
Harry soltó una carcajada, no tanto por la escena sino por la extraña naturalidad con la que sus amigos y los de Draco comenzaban a interactuar. No se lanzaban maldiciones, al menos, y eso ya era una victoria.
Buscar una mesa libre en Las Tres Escobas siempre era un reto, pero Zabini fue el primero en divisar una junto a una ventana que daba a la calle, lo suficientemente apartada como para ofrecerles algo de intimidad. Tomaron asiento como una comitiva dispareja: Harry junto a Draco, Hermione y Parkinson frente a ellos, y Ron y Zabini compartiendo el otro lado de la mesa con visibles reservas.
“¿Qué tomamos?” preguntó Zabini, levantando una ceja elegante. “Yo voto por una cerveza de mantequilla con un toque de fuego infernal.”
“Una cerveza de mantequilla normal está bien,” dijo Harry rápidamente, no queriendo tentar al destino con bebidas extrañas que olían a combustión espontánea.
Hermione, como era de esperarse, eligió un té especiado. Parkinson pidió hidromiel con pétalos de menta, con el gesto de alguien que sabía exactamente lo que quería. Draco, tras vacilar un momento, pidió lo mismo que Harry.
Madam Rosmerta, aún tan bella como siempre, se acercó con la bandeja flotando tras ella, y Ron intentó fingir que no la estaba mirando mientras hablaba con Zabini, quien lo observaba con una ceja arqueada y una sonrisa apenas disimulada.
Fue entonces cuando Harry los vio. En una mesa del fondo, medio escondida entre sombras y un perchero de capas, Ginny reía bajito con Dean. Estaban sentados muy cerca, las cabezas inclinadas hacia el centro, como si compartieran secretos o, peor aún, palabras suaves.
Harry sintió un breve pinchazo en el estómago, uno que se esforzó en ignorar. Hubiera querido estar así con Draco.
Pero ese pensamiento apenas alcanzó a completarse cuando notó algo distinto: Draco. Su cuerpo se había tensado a su lado, sus hombros más rígidos, la mandíbula apretada. Sus dedos dejaron de acariciar los de Harry para quedarse quietos, fríos.
“Voy al baño,” murmuró Draco en su oído. Su voz era suave, casi invisible bajo el bullicio de la taberna.
Zabini se movió en su asiento. “¿Quieres que te acompañe?”
Draco negó con la cabeza. “Quédate. Vigila que Weasley no babee por Rosmerta.”
Zabini rió por lo bajo, pero Harry no lo hizo. Observó el rostro de Draco un segundo más, esa sombra repentina en sus ojos, el modo en que su cuerpo parecía querer desaparecer.
Draco se alejó entre las mesas, moviéndose con la gracia habitual, pero había algo forzado en sus pasos. Algo que no era suyo.
Pasaron casi diez minutos. Para cuando Madam Rosmerta volvió con sus bebidas, Draco aún no había regresado. Harry miró hacia el pasillo del baño varias veces, sin disimulo. Se mordía el interior de la mejilla, incómodo, distraído por completo de las conversaciones cruzadas entre sus amigos.
Finalmente, Draco volvió. Y algo en él no estaba bien.
Llevaba el abrigo puesto otra vez, a medio abotonar, y su bufanda colgaba floja sobre un hombro. No dijo nada al sentarse junto a Harry, sólo tomó su cerveza de mantequilla y la sostuvo entre las manos, sin beber.
Pero fue el anillo lo que llamó la atención de Harry. Un anillo que, estaba completamente seguro, Draco no tenía antes. Era una pieza exquisita: de oro blanco, con diamantes engarzados en un patrón sinuoso que rodeaba una gema central color verde oscuro, que parecía cambiar de tono bajo la luz de las velas.
Hermoso. Casi hipnótico. Y no pertenecía a ese momento.
“¿Estás bien?” le preguntó Harry en voz baja, inclinándose hacia él.
Draco no lo miró. “Sí,” respondió, pero su tono era demasiado plano para ser cierto.
Durante el resto del tiempo en Las Tres Escobas, Draco no volvió a hablar más de lo necesario. Se mantenía recostado sobre Harry, como si su cuerpo buscara calor, pero su mente estuviera en otro lugar. Sus dedos jugaban con el anillo sin parar, girándolo, apretándolo, sacándoselo y volviéndoselo a poner.
Harry no lo presionó, pero lo observó todo el tiempo.
Mientras tanto, sus amigos parecían haber encontrado una extraña forma de convivencia: Ron y Zabini, en una esquina de la mesa, se quejaban como dos viejos gruñones sobre las parejas empalagosas.
“¿Pueden dejar de tocarse con los codos mientras se acarician?” murmuró Ron, empujando su silla hacia Zabini.
“Ugh, me voy a atragantar con tanto azúcar,” dijo Zabini, haciendo una mueca. “¿Se puede morir uno por exposición a afecto heterosexual fingido?”
Del otro lado, Parkinson y Hermione parecían haber encontrado terreno común en su disgusto por sus compañeras de habitación.
“Millicent es una pesadilla,” decía Parkinson con los ojos en blanco. “Ronca como un trol y tiene la sensibilidad emocional de una acromántula.”
“Parvati y Lavender no paran de hablar sobre sus horóscopos,” replicó Hermione con hastío. “Ayer dijeron que Mercurio retrógrado les impedía hacer la tarea.”
Harry no pudo evitar sonreír, incluso con Draco a su lado sumido en un silencio incómodo. Tal vez su cita no era perfecta. Tal vez había secretos que aún no entendía. Pero mientras los dedos de Draco, fríos y temblorosos, rozaban los suyos debajo de la mesa, pensó —con terquedad— que valía la pena quedarse. Que valía la pena intentarlo, incluso si había sombras entre ellos.
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La discusión entre Blaise y Potter sobre quién pagaría la cuenta en Las Tres Escobas fue, para Draco, casi un eco lejano. Estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos para prestar verdadera atención, aunque fingió estar entretenido, una ceja enarcada y un destello de burla en los labios mientras observaba la disputa con los brazos cruzados. La escena fue rápidamente zanjada cuando Granger, en un movimiento silenciosamente estratégico, ya había pagado lo suyo y lo de la comadreja. Pansy la imitó sin molestarse en ocultar su satisfacción.
“Parece que hoy nadie necesita tu oro, Potter,” murmuró Draco con un deje de ironía, sin molestarse en disimular el filo de sus palabras. Aunque no lo miró directamente. Sabía que si lo hacía, si conectaba con esa mirada verde y terca, perdería el poco equilibrio que había logrado recuperar desde que volvió del baño.
Blaise rodó los ojos mientras se guardaba la bolsa de galeones más ligera, obligado a pagar por sí mismo y, para rematar su humillación, Potter pago lo de Draco. Que nadie de sus amigos no hubiera intentado detenerlo solo hizo que Draco se sintiera más incómodo. Ese gesto, esa facilidad con la que Potter absorbía responsabilidades que no le correspondían, lo dejaba sin palabras. Draco no supo cómo sentirse al respecto. No en ese momento. No con el anillo aún frío contra su dedo.
El regreso al castillo fue un contraste violento con el interior cálido del local. El cielo se había cerrado sobre ellos con una ferocidad gélida, y la aguanieve caía en ángulos agresivos, impulsada por ráfagas de viento que hacían crujir las ramas desnudas de los árboles. Sin embargo, para Draco, Pansy y Blaise —y, por extensión, Potter— el frío no era más que una idea lejana. Los amuletos cosidos en sus ropas, invisibles a la vista, envolvían sus cuerpos en una burbuja de calor tenue y constante.
Draco apenas sintió el primer copo derretirse en su mejilla antes de que Potter lo rodeara por la cintura. El Gryffindor se pegó a él con descaro, ocultando el rostro contra su cuello con una sonrisa que se sentía, más que se veía.
“Eres como una chimenea ambulante.”
“Y tú eres un parásito adorable,” respondió Draco, fingiendo fastidio, aunque su voz tembló en la última palabra. No por el frío. Sino por lo que aún no se atrevía a enfrentar.
Pero la calma se rompió justo antes de llegar al castillo. A través de las cortinas de nieve y viento, vieron a un grupo de estudiantes de Slytherin correr por los escalones de piedra que llevaban a las puertas principales, sus capas agitadas violentamente por el temporal. Las voces se alzaban, revueltas, nerviosas. Era un caos contenido, como la antesala de algo peor.
El grupo disminuyó la velocidad. Incluso Blaise dejó de bromear con la comadreja sobre Madam Rosmerta. Draco sintió un nudo apretarse en su pecho, uno que ya conocía demasiado bien.
Fue la voz de Goyle la que rompió la tensión. Emergió del tumulto como un oso desorientado, la cara roja por el frío y el aliento escapando en nubes rápidas. Pero sus ojos buscaron los de Draco primero, y luego a Pansy y Blaise.
“El profesor Snape… ha convocado a toda la casa. Urgente. Dice que pasen la voz. Que nadie falte.”
No hubo tiempo para preguntas. Ni siquiera para sarcasmos. Draco se giró hacia Potter, que lo miraba con el ceño fruncido y una pregunta muda en la mirada. No podía detenerse. No ahora. No con esa tensión eléctrica zumbando en sus nervios.
“Te veré luego,” dijo Draco con una rapidez que no logró camuflar del todo. Aun así, besó a Potter. Rápido. Preciso. Como si ese gesto pudiera sellarlo todo, como si pudiera proteger lo que estaba a punto de dejar atrás.
Y luego se alejó. No miró atrás, aunque escuchó su nombre, suave y preocupado, salir de los labios de Potter.
El viento lo golpeó cuando perdió el cobijo de su cuerpo. Pero no fue eso lo que lo hizo encogerse. Fue el miedo. La ansiedad quemando bajo su piel como una maldición antigua.
Pansy y Blaise lo siguieron sin decir una palabra. El silencio entre ellos pesaba más que cualquier ventisca. A mitad del camino, justo cuando las primeras sombras del castillo los cubrían, casi chocaron con Theo.
Theo parecía haber estado esperando. A Draco, probablemente. Pero no dijo nada al principio. Solo comenzó a caminar a su lado, con una expresión contenida que a Draco le resultaba cada vez más insoportable.
Y luego Theo intentó tomarle la mano.
Draco se la retiró. No con violencia. Pero con la firmeza de alguien que sabía exactamente lo que no quería. No lo miró. No podía. El anillo en su dedo aún brillaba, cubierto por pequeñas gotas de nieve que se deshacían lentamente. Y Theo lo había visto. Por supuesto que lo había visto.
Las mazmorras estaban aún más frías de lo habitual. Las antorchas chispeaban con una energía tensa, como si la piedra misma contuviera el aliento. La casa Slytherin, reunida en pequeños grupos, hablaba en susurros agitados, cargados de especulación y temor. Un rumor viviente.
Draco caminó entre ellos con la espalda recta y el corazón al borde del colapso.
¿Qué había pasado? ¿Tenía que ver con su familia? ¿Con el señor Oscuro? ¿Con él? ¿Con Potter?
Quería creer que no. Quería creer que esta vez, por una vez, no sería por su culpa. Pero incluso mientras lo deseaba, supo que estaba mintiéndose. Nada de lo que había vivido en los últimos meses era simple. Nada era inocente. Todo estaba manchado por secretos, por decisiones que no podía deshacer, por besos que no debían existir y por una cicatriz invisible que crecía entre su pecho y su garganta cada vez que Potter lo miraba como si lo entendiera.
Un temblor lo recorrió. No por el frío. Sino por la certeza de que lo que Snape tenía que decir… marcaría el inicio del fin.
No miró a Theo. Ni a Blaise. Ni a Pansy. No pensó en el beso. No pensó en el verde de los ojos de Harry. Ni siquiera en el anillo.
Solo deseó, con todo lo que le quedaba, que Potter no intentara seguirlo.
Porque si lo hacía… Draco no estaba seguro de si tendría el valor para alejarse otra vez
Caminó entre ellos con la espalda recta y el corazón al borde del colapso, el eco de sus pasos amplificado por el silencio nervioso que seguía cada palabra pronunciada en voz baja. Muy pocas veces había visto a su casa reunida así, con esa uniformidad de rostros tensos y bocas apretadas. Solo Slytherin. Ni un solo rostro distinto, ni un atisbo de otro color que no fuera el verde y plata. Y por alguna razón, eso lo ponía aún más ansioso. Como si todo estuviera demasiado ordenado… antes del caos.
Theo caminaba a su lado, con las manos en los bolsillos, la mandíbula apretada. Blaise iba detrás, lanzando miradas frías a quienes susurraban demasiado alto. Pansy, siempre cerca, demasiado cerca, sin hablar pero atenta a cada movimiento de Draco, como si esperara que colapsara en cualquier momento. Lo odiaba. Odiaba que ella supiera lo que pasaba por su cabeza incluso antes de que él pudiera entenderlo.
Un golpe sordo lo sacó de sus pensamientos: la puerta de la sala común se cerró tras ellos, y la piedra se tragó el eco como si nada hubiese ocurrido.
El lugar estaba abarrotado. Las alfombras oscuras bajo los pies amortiguaban los pasos, pero no podían silenciar el murmullo creciente. Las serpientes del tapiz parecían observarlos desde las paredes, sus ojos bordados brillando con una malicia muda. Draco tragó saliva, pero no dijo nada. El anillo seguía frío contra su dedo. Invisible a la mirada de los demás, pero tan presente como el peso en su pecho.
Se deslizaron entre las multitudes, buscando un espacio donde pudieran permanecer juntos sin ser tocados, sin ser vistos demasiado. Draco se apoyó contra la repisa de mármol que decoraba una de las columnas cercanas al fuego, aunque no sentía el calor. Nada en él lo sentía.
Y entonces, el aire se volvió más denso. Más cortante. Como si la mazmorra misma hubiese contenido la respiración.
Severus apareció desde una de las entradas laterales, su túnica ondeando tras él como una sombra líquida. No dijo nada al principio, pero su sola presencia bastó para hacer que cada voz se apagara. Un silencio sepulcral cayó sobre la sala.
“¿Están todos?” preguntó con voz baja, cortante, que se alzó como un látigo.
Hubo un murmullo, luego un recuento rápido. Alguien, probablemente la hermana menor de Daphne, respondió con un firme: “Sí, profesor. Nadie falta.”
Snape asintió una vez. Su expresión era impenetrable, como siempre, pero había algo en su postura, algo en la forma en que no miraba directamente a nadie, que hizo que Draco sintiera que la sangre se le helaba en las venas antes incluso de escuchar lo que vendría.
“Hace una hora,” comenzó Snape, “el profesor Hagrid encontró el cuerpo de Malcolm Urquart en el límite del Bosque Prohibido.”
Un golpe sordo. Como si alguien hubiese soltado un libro pesado. Pero nadie se había movido. Fue el sonido de la respiración contenida, de los corazones acelerados, del pensamiento colectivo tambaleándose.
“Está muerto,” continuó Snape, sin rodeos. “No hay detalles concluyentes aún. Pero el ministerio ha sido alertado. Y a partir de este momento, nadie —repito, nadie— debe salir de la sala común sin autorización expresa. Ni a los terrenos. Ni siquiera a las torres. Cualquier persona que sepa algo, que haya visto o escuchado algo… debe presentarse en mi oficina antes del final del día.”
Draco sintió que el suelo se le movía bajo los pies. El nombre lo golpeó como un eco maldito. Urquart. Malcolm Urquart. El mismo que, semanas atrás, en medio de la embriaguez post-partido, lo acorraló en un salón abandonado con manos que olían a sudor y alcohol. El mismo que susurró cosas que todavía se le clavaban en los huesos. El mismo que intentó forzarlo. El mismo contra el que Draco apenas pudo defenderse, no con hechizos, sino con desesperación.
La misma noche que terminó enredado con Potter. Entre jadeos, culpas, y una cicatriz nueva que nadie podía ver.
¿Urquart había desaparecido desde entonces? ¿Y nadie se lo había dicho?
“¿Por qué no me lo contaron?” susurró Draco al oído de Blaise, con un tono tan bajo que parecía parte de su respiración.
Pero fue Pansy quien respondió, desde el otro lado, apenas un murmullo con filo: “Todos lo sabían. Pero a nadie le importó. Era detestable. Nadie lo buscó.”
Draco se quedó helado. No por el cadáver. No por el crimen. Sino por ese vacío que se abría entre sus costillas… ¿por qué sentía tanta culpa?
La sensación era sorda, corrosiva. Como si estuviera fallando en algo esencial. Como si su silencio hubiese sido una sentencia. Como si su asco, su miedo, su rechazo, hubiesen sido una especie de maldición que lo arrastró al bosque.
¿Lo había deseado muerto? ¿Alguna vez? ¿Había fantaseado con que desapareciera del castillo?
Sí. No. Tal vez.
Draco apretó los dientes. El pecho le ardía. No por tristeza. No por justicia. Sino porque en algún rincón oscuro de su mente, sintió alivio. Y eso lo enfermaba.
Quiso hablar. Quiso levantar la mano, decirle a Snape que él sabía algo. Que él era parte de esa historia. Que esa muerte tenía raíces que se enredaban con su propia piel.
Pero había demasiados ojos. Demasiadas bocas hambrientas de rumores. La sola idea de que alguien lo relacionara con Urquart le revolvió el estómago. El escándalo. Las miradas. La duda. La culpa que se volvería pública y se transformaría en algo aún peor que el crimen.
Snape paseó la mirada por la sala una última vez.
“Pueden retirarse a sus habitaciones. Ninguno debe salir hasta que se les indique.”
La orden fue clara. Terminante. Irrefutable.
Y como un enjambre de sombras, los estudiantes comenzaron a disiparse, con pasos arrastrados y conversaciones contenidas que chispeaban apenas en el aire como electricidad estática.
Draco no se movió.
Miró a Snape. Quiso acercarse. Decirle lo que debía. Lo que necesitaba soltar. Pero sus pies no respondieron. Sus piernas eran columnas vacías. Y en su cabeza, solo la idea de Potter, de cómo se vería su rostro si supiera lo que Draco callaba. Si supiera lo que había ocurrido esa noche. Si supiera que alguien lo había más que tocado, alguien que lo había herido, ahora estaba muerto. Y él... no sentía nada. Nada más que una culpa que no terminaba de tener forma.
“Vamos,” murmuró Blaise, tocándole el hombro con un gesto casi humano.
Draco asintió. No por convicción. Sino por necesidad.
Caminó hacia las escaleras con la espalda recta y el corazón en llamas. Y mientras lo hacía, pensó en el anillo que brillaba con cada movimiento de su mano, en el calor de Potter sobre su piel aquella noche, y en lo que había comenzado a morir dentro de él mucho antes que Urquart.
Porque algo sí sabía con certeza. Nada… nada después de esa noche volvería a ser igual.
La habitación de los chicos de sexto año en Slytherin estaba ahogada en una oscuridad espesa, casi tangible, como si las sombras hubieran decidido anidar allí tras las palabras de Snape. Solo un par de velas encendidas flotaban cerca del techo, lanzando destellos temblorosos sobre las cortinas verdes de las camas y las superficies de los escritorios. El silencio era tan absoluto que incluso el crujido de una cama sonaba como un relámpago seco entre las paredes de piedra.
Draco estaba tumbado sobre su colchón, con un brazo cubriéndose los ojos, y la otra mano cerrada en un puño tenso sobre su abdomen. El toldo de su cama no estaba cerrado, pero nadie lo miraba. Ni Theo, que leía sin pasar página desde hacía veinte minutos, ni Blaise, que se había encerrado en el baño, tal vez más para huir del ambiente que para hacer algo en realidad. Crabbe y Goyle no decían nada. Como siempre, sin verdaderas palabras que ofrecer.
Y Draco... se sentía como un cadáver despierto.
El nombre de Urquart todavía flotaba en el aire, como una maldición recién lanzada. Se pegaba al techo, se escurría por las paredes, se metía entre las sábanas como una serpiente. Malcolm Urquart. Muerto. Encontrado entre la maleza del bosque, con la carne fría y los ojos probablemente abiertos, atrapados en una última imagen que Draco no quería imaginar. Pero lo hacía. Su mente la creaba sin permiso.
Las manos de Urquart, sucias, llenas de nervios y sudor. El olor a alcohol barato. La fuerza con la que lo había empujado contra la pared del aula, con el pitido de la música todavía zumbando en los pasillos. Draco, ebrio, tambaleándose. Riéndose, al principio, creyendo que era alguna broma. Hasta que no lo fue.
Hasta que dolió.
Hasta que tuvo que usar los codos y la dignidad para sacárselo de encima, empujándolo lejos, dejando caer su varita, los gritos apagados por la música que venía de la sala común.
Hasta que lo soltó, jadeando, la ropa rota. Hasta que Potter lo salvo.
Y no lo pensó desde entonces. No realmente. Hasta ahora. Hasta que Snape dijo su nombre como si fuera una nota maldita que sacudió algo dentro de él que Draco no sabía que había enterrado tan profundo.
Había querido olvidarlo. Como si fuera solo un mal sueño. Como si no tuviera peso. Pero ahora que Urquart estaba muerto, cada recuerdo de esa noche volvió con garras. Y veneno.
“¿Estás bien?” preguntó la voz de Theo desde su cama, calmada, serena. Siempre tan jodidamente sereno.
Draco no respondió de inmediato. Se quitó el brazo de los ojos y giró el rostro hacia la piedra húmeda de la pared.
“Si.”
Theo no insistió. Solo hubo un leve crujido de ropa cuando dejó el libro a un lado. Draco supo que se había recostado para mirar al techo, como solía hacer cuando algo le dolía pero no quería admitirlo.
Y entonces, sin saber cómo, los recuerdos se mezclaron.
Urquart… y Potter.
Como veneno mezclado en agua clara.
Al principio, los momentos con Potter se habían sentido distintos. Cargados de ira, sí. De tensión. Pero también de una necesidad eléctrica que Draco no sabía nombrar. Los encuentros eran rápidos, robados. En los baños, en pasillos vacíos, tras cortinas de su cama y palabras que nunca debieron decirse.
Pero ahora, al recordarlos, algo se rompía.
Los dedos de Potter, duros contra su mandíbula. El beso forzado en la oscuridad de un aula vacía. El forcejeo. Draco empujando. No por miedo, sino por rabia. Y Potter respondiendo con la misma rabia. Como si pelear fuera el idioma que compartían.
¿Pero cuánto de eso era había querido Draco? ¿Cuánto de eso era deseo real… y cuánto era solo una repetición del asco?
El estómago de Draco se retorció. Se incorporó en la cama, apoyando los codos en las rodillas, las manos temblando ligeramente.
“Él no era así…” murmuró, sin saber a quién hablaba.
“¿Quién?” preguntó Theo, sin moverse.
Draco no respondió. Porque no sabía a cuál de los dos se refería.
Potter. Urquart. Eran distintos. ¿Verdad? Lo eran. Tenían que serlo. Pero su mente empezaba a moldear los recuerdos con la misma rudeza. Los mismos gestos. El mismo ardor en la piel después. El mismo nudo en la garganta. Y eso lo hacía querer vomitar.
Con Theo… nunca fue así.
Con Theo, todo había sido calidez. Lento. Una especie de tregua silenciosa que los abrazaba sin palabras. Habían compartido muchas noches, hace meses. A escondidas. Sin promesas. Pero Draco la recordaba con una nitidez que dolía. Los dedos suaves. Las caricias tímidas. Los ojos abiertos, incluso en la oscuridad. Theo le preguntaba si estaba bien. Theo se detenía. Theo entendía.
Y ahora… ¿cómo podría mirar a Theo a los ojos otra vez?
Estaba manchado. No por Urquart. No por Potter. Sino por todo.
Por el silencio. Por el asco. Por el deseo mezclado con culpa.
Theo no lo querría ya. No si supiera. No si viera las marcas que Potter había dejado en su cuello días atrás. No si supiera que Draco lo había dejado tocarlo sin pensar, sin decir no, sin saber si quería o no quería. Solo dejándose ir porque estaba cansado de resistirse.
“Potter solo me toca porque le doy pena,” susurró, como si decirlo en voz alta le diera forma.
Lo vio en su cabeza. La mirada de Potter. Compasiva. Intensa. Esa forma en que lo miraba cuando creía que nadie más estaba viendo. Como si viera algo roto en él que solo él podía arreglar.
“San Potter…” murmuró con una risa amarga. “Siempre salvando almas perdidas.”
Sintió rabia. No por Potter. Por sí mismo.
Porque Potter sí lo deseaba. Draco lo sabía. Lo había visto en sus ojos. En su respiración agitada. En la forma en que lo buscaba. Pero no sabía si era deseo real o solo lástima convertida en necesidad.
Y él… él se había dejado tocar igual.
Quizá porque quería sentir algo.
Quizá porque estaba tan vacío que cualquier contacto era mejor que el eco de su propia mente.
Quizá porque parte de él quería castigarse.
Se levantó de la cama de golpe. Caminó hacia el lavamanos al fondo del cuarto y abrió el grifo con fuerza. El agua helada le mordió las muñecas, pero no se detuvo. Se inclinó sobre el lavabo y se miró en el espejo.
Ojeras. Pómulos marcados. Labios agrietados.
No se reconocía.
“¿Draco?” Theo apareció detrás, con el rostro medio oculto por la penumbra.
Draco lo miró desde el espejo. Su reflejo era una versión distorsionada de sí mismo.
“¿Te pasa algo?”
Hubo un silencio largo.
Luego, Draco murmuró con voz ronca:
“Me usó.”
Theo frunció el ceño. “¿Quién?”
Draco no respondió. El agua seguía corriendo, golpeando la porcelana con un murmullo constante, como una letanía que no cesaba. Draco la dejó correr. Fría, helada, purificadora en su crueldad. La dejó caer sobre sus dedos entumecidos mientras el vapor de su aliento comenzaba a empañar el espejo frente a él. No se movió cuando Theo habló. No respondió.
Lo miró a través del espejo. Sus ojos, plateados y turbios, se encontraron con los de Theo. El reflejo era un eco distorsionado de la realidad, pero suficiente. Theo lo miraba con una mezcla de preocupación, cansancio y algo más que Draco no podía —o no quería— nombrar.
Draco dio un paso atrás. Luego otro. Giró sobre sus talones con una precisión tensa, casi militar. Su respiración era irregular. Y entonces, sin pensar, sin razonar, sin medir nada, lo hizo.
Tomó a Theo por el cuello y lo besó.
No fue un beso dulce. Ni amable. Ni siquiera pasional en el sentido romántico. Fue un choque de bocas desesperadas. Un acto de rabia. De necesidad hueca. Draco lo besó con fuerza, con furia, como si con cada mordida pudiera vaciarse de sí mismo. Como si pudiera arrancarse lo que sentía. O lo que no sentía.
Theo no resistió. Al contrario. Su cuerpo respondió con una naturalidad pasmosa. Se entregó con los labios, con los dedos que buscaron la cintura de Draco, aferrándose con torpeza, como si hubieran esperado ese momento desde hacía meses.
Un gemido escapó de la garganta de Theo. Y fue ahí. Ahí Draco lo sintió.
El vacío.
No le gustaba. El tacto. El calor. El sonido. No era como Harry. No quemaba. No estremecía. No lo hacía sentir arrastrado a algo más grande que él mismo. Theo era seguro. Suave. Aburrido. Y Draco no quería seguridad. No quería ternura. Quería castigo. Furia. Quería borrarse.
Así que lo empujó contra la pared del baño.
El golpe resonó en la piedra húmeda, seco, abrupto. El grifo seguía abierto. El agua ahora caía fuera del lavamanos, empapando el suelo.
Draco lo besó de nuevo, con los dientes, con el alma rota, con las manos temblorosas aferrándose a la ropa de Theo como si fuera un salvavidas… o una cuerda para ahorcarse.
“Haz que desaparezca,” pensó con desesperación. “Haz que no sienta nada.”
El beso era hambre. Era asco. Era una súplica muda para no pensar en Potter, para no pensar en el tacto de Urquart, para no recordar nada más que el presente. Pero no funcionaba. No llenaba. No servía. Theo gemía de nuevo y eso lo ahogaba. Lo mataba.
Entonces alguien golpeó la puerta. Fuerte. Una sola vez. El sonido fue como una explosión en una tumba.
Draco se separó de golpe, con la respiración cortada, las pupilas dilatadas, el cuerpo aún temblando de adrenalina. Theo tenía el rostro enrojecido, el cabello alborotado y los labios manchados por la violencia del momento.
La puerta se abrió con un chirrido lento. Blaise.
La figura de Blaise apareció en el umbral con el rostro cubierto por una sombra tan densa como el aire del lugar. Lo miró todo. No dijo nada al principio. Solo los contempló.
Draco. Deshecho.
Theo. Desordenado.
Y lo entendió todo sin necesidad de palabras.
“Daphne está buscándote,” dijo Blaise con una calma que cortaba como una daga.
Theo bajó la mirada. Se arregló la camisa en silencio, se pasó una mano por el cabello e inhaló profundamente, como si acabara de despertar de un encantamiento.
Y sin mirar a Draco, sin pronunciar una sola palabra, se marchó.
Como si nada hubiera pasado. Como si no acabara de traicionar a la única persona que confiaba en él. Como si besar a Draco Malfoy no significara absolutamente nada.
La puerta se cerró. El silencio volvió. Solo el goteo del grifo persistía.
Blaise no se movió. Seguía en el umbral, con los brazos cruzados y los labios fruncidos en una línea fina. Lo miraba como si quisiera decir mil cosas, pero no supiera por dónde empezar. La decepción en sus ojos era evidente. Sorda. Dolorosa.
Draco bajó la mirada. El corazón le latía en la garganta. El aire le costaba.
“No digas nada,” pidió con voz rasposa. “No hoy.”
Pero Blaise no obedeció. Dio un paso dentro.
“Pensé que sentías algo por Potter,” dijo, bajo pero firme. “Algo real.”
Draco apretó los ojos. El nombre dolía. Como un aguijón que volvía a clavarse en la carne expuesta.
“No lo entiendes…”
“Entonces explícame,” pidió Blaise, acercándose un poco más. “Porque desde aquí pareces alguien que está destruyéndose a propósito. Y arrastrando a los demás contigo.”
Eso fue demasiado.
La garganta de Draco se cerró, y lo siguiente que emergió no fue una respuesta ni una réplica. Fue un sollozo. Uno, ahogado. Luego otro. Y otro.
Se cubrió la boca con la mano, como si pudiera contenerlos, pero no pudo.
El llanto lo dobló por la mitad. No había dignidad en él. No había control. Solo la desesperación cruda de alguien que llevaba demasiado tiempo conteniéndose, sosteniéndose en pedazos, fingiendo tener control de algo que hacía tiempo se le había escapado.
Blaise, sin pensarlo dos veces, cruzó el espacio entre ambos y lo abrazó.
Draco no recordaba la última vez que alguien lo había sostenido así. Con firmeza. Sin juicio. Con una calidez discreta pero sólida. Blaise no dijo nada más. Solo lo abrazó con fuerza, como si supiera que había algo que Draco no podía decir. Algo grande. Algo sucio. Algo que le estaba comiendo el alma desde dentro.
Y Blaise no sabía los detalles. No sabía sobre el Señor Oscuro. No sabía lo que pasaba en la Mansión Malfoy. No sabía las marcas que se ocultaban bajo las mangas largas ni los gritos que se apagaban en los pasillos de piedra fría.
Pero sabía lo suficiente. Sabía que Draco estaba perdiéndose. Sabía que el orgullo, el sarcasmo, la rabia… eran una máscara. Y que debajo había un chico quebrado. Asustado. Solo.
“Estoy aquí,” murmuró Blaise. “No sé qué te está pasando, pero no tienes que cargarlo solo.”
Y Draco lloró más fuerte. Porque sí tenía que cargarlo solo. Porque nadie podía salvarlo.
Notes:
He estado escribiendo mal el apellido de Malcolm Urquart, pero como ya esta muerto ya no importa.
En el canon es "Urquhart" y solo me di cuenta de ese error hasta hoy 🤔
Si adivinan quien lo mato, publico hasta el cap 20 (hasta ahora el capitulo mas "pesado" que he escrito)
Chapter 18: Estás más muerto que nunca y cayendo para siempre
Notes:
Lo prometido es deuda o por algo así es aquel dicho.
Chapter Text
El día siguiente amaneció gris, como si incluso el cielo supiera que algo estaba mal.
Draco no dijo palabra al despertar. Sus dedos temblaban cuando se abrochó los botones de la túnica con una lentitud casi ritual. No desayunó. No se arregló el cabello. No discutió con nadie. Se sentó en el extremo más alejado del aula de Encantamientos, clavando la mirada en el libro abierto frente a él como si fuera un escudo, aunque no recordaba una sola palabra de lo que había leído. El texto se desdibujaba ante sus ojos, las letras bailando en una danza muda que no lograba descifrar.
Fue un alivio —un pequeño regalo de las deidades mágicas que Draco ya no sabía si lo escuchaban— que ninguna de sus clases coincidiera con los Gryffindor. No tenía fuerzas para fingir indiferencia. No hoy. No cuando su cabeza era una maraña de pensamientos confusos, deseos que no quería admitir y errores que aún sentía en la piel.
Lo peor no fue el silencio.
Lo peor fue Theo.
El modo en que lo miraba desde el otro extremo del aula. Esa familiaridad en su expresión. Esa esperanza estúpida. Esa costumbre de creerse con derecho. Como si el beso —ese beso impulsivo, desesperado y vacío— significara algo. Como si pudieran volver a lo de antes. A los encuentros clandestinos tras el invernadero. A los dedos temblorosos en la oscuridad. A los jadeos contenidos por miedo a que los escucharan.
Pero ya no eran esos chicos. Draco había cruzado una línea. No porque hubiera besado a Theo.
Sino porque había deseado que fuera Potter.
Y Daphne… Merlin, Daphne.
Le lanzaba miradas como dagas encantadas. La princesa de papi se había convertido en un volcán de desprecio contenido. Y Draco, por primera vez, sentía verdadero miedo de cruzarse con ella en un pasillo estrecho. No porque temiera su ira. Sino porque no tenía fuerza para defenderse.
No sabía cuántas veces a lo largo del día repitió mentalmente la súplica desesperada: Que Potter no se entere. Por todo lo que es sagrado en este condenado castillo, que no lo sepa. Y si ha de saberlo, que sea por mí. No por rumores. No por terceros. Por mí.
La tensión se acumuló como magia estática en su nuca, vibrando justo debajo de la piel, allí donde el frío del castillo solía meterse como un veneno lento. Draco deseaba gritar. Romper algo. Golpear a alguien. A sí mismo, quizás. Pero no hizo nada.
Solo soportó. Hasta la noche. En la Casa de Slytherin, las cosas parecían, al menos en apariencia, normales. El fuego verde chisporroteaba perezoso. Varios alumnos hablaban en voz baja mientras terminaban deberes o tejían chismes como telarañas venenosas. Draco estaba sentado en su cama, con las cortinas entreabiertas, fingiendo leer una carta que no entendía, cuando la voz de Pansy rompió la calma.
“Fue un completo desastre,” dijo con una emoción tan evidente que sus palabras casi brillaban. “Weasley golpeó a una chica de su equipo en mitad del entrenamiento. Literalmente le dio un puñetazo.”
Draco alzó una ceja, pero no habló.
“Ginny lo hechizó en el acto, por supuesto,” continuó con deleite. “Un mocomurciélago tan fuerte que el idiota quedó colgando de la torre por la nariz como si fuera una bandera.”
Blaise soltó una risa nasal. “¿No es esa la chica con la que salía Potter?”
Draco apretó los dedos.
“¿Y sabes qué más?” Pansy bajó la voz, con esa malicia juguetona que usaba cuando sabía que tenía información valiosa. “Al parecer, Potter se puso celoso cuando la encontró besándose con su nuevo novio. Un tal… Dean, creo.”
Draco parpadeó. Varias veces. Dejó caer la carta.
“¿Qué dijiste?” preguntó, sin levantar la voz, pero con un filo peligroso.
Pansy, encantada de tener su atención por fin, sonrió como una gata a punto de jugar con su presa. “Que Potter se puso celoso por la Weasley. ¿No lo sabías? Al parecer no le gustó nada verla besando a otro. Lo miró como si quisiera lanzarle un Cruciatus.”
Blaise intentó intervenir. “Pansy, basta.”
Pero ya era tarde.
La palabra celoso ardía en la mente de Draco como una maldición.
Potter. Celoso. Por ella.
Por esa... comadreja menor. Esa niña malcriada con el cabello como fuego sucio. Draco sintió cómo la furia le trepaba por la garganta como un bicho venenoso. Se suponía que lo quería a él. Se suponía que su Potter era suyo. Se suponía que lo había mirado en el Gran Comedor con esos ojos estúpidamente intensos porque quería besarlo, tocarlo, pertenecerle.
No a ella.
Draco se levantó de golpe.
Las cortinas de su cama se abrieron de par en par. Su túnica temblaba con el movimiento. Los ojos plateados le brillaban con una rabia gélida que nada tenía de contenida.
“¿Draco?” preguntó Blaise, ya de pie, alerta.
No respondió.
Salió de la habitación con pasos largos, decididos, peligrosos.
En el pasillo, justo antes de cruzar hacia la puerta de la Sala Común, se topó con Theo. Otra vez. Como si el universo no tuviera otra forma de castigarlo.
“Draco, yo quería hablar—”
Draco lo empujó.
No con violencia desmedida, pero con la frialdad exacta para hacerlo a un lado. Como si fuera nada más que un obstáculo. Una sombra molesta.
Blaise y Pansy lo siguieron, pero no pudieron alcanzarlo. Draco no se detuvo.
La furia le hervía en la sangre.
Potter estaba celoso por ella.
Por ella.
Draco no podía tolerarlo.
¿Qué derecho tenía Potter de mirarlo como si lo quisiera y después desear a otra? ¿Qué derecho tenía de colarse en sus pensamientos día y noche y después besar a otra boca sin mirar atrás? ¿Qué derecho tenía de estar en todos los malditos rincones de su alma y luego no elegirlo?
La Sala Común se abrió ante él. Draco cruzó el umbral. Ignoró por completo la advertencia de Snape de no salir sin permiso. No le importaba. Estaba ardiendo. Y un Draco Malfoy furioso era un conjuro a punto de estallar.
No había avanzado más de unos cuantos pasos por el pasillo de piedra, húmedo y frío como la rabia que le calaba el pecho, cuando una sombra alargada se deslizó sobre la suya, oscura, tétrica, como una nube cargada de tormenta. Draco no necesitó girarse. El silencio espeso, la quietud mortal del aire, la sensación de ser atrapado en una red invisible, le dijeron todo lo que necesitaba saber.
“¿Puedo saber qué crees que estás haciendo?”
La voz de Severus era baja, suave como la superficie de un lago helado, pero con ese filo venenoso que podía cortar hasta el alma.
Draco apretó la mandíbula. Estaba dividido. Entre el deseo visceral de girarse, gritarle a su padrino que no lo entendía, que nadie lo entendía, y el impulso irrefrenable de ir a buscar a Potter, estrangularlo o besarlo hasta dejarlo sin aliento por atreverse a celar a otra persona que no fuera él. Draco sintió cómo sus manos temblaban. No se giró. Mantuvo la vista fija en las sombras que lo esperaban más adelante. No dijo nada.
Pero Severus se movió. Sus pasos eran silenciosos como una amenaza contenida. Se detuvo junto a Draco, y el aire pareció volverse más denso, como si el castillo mismo contuviera la respiración. Su padrino lo miró con esos ojos negros tan familiares, tan llenos de juicio, de furia, de decepción… y de una preocupación brutal que Draco no podía soportar.
“¿Qué parte de ‘no salir sin permiso’ fue tan difícil de comprender?” dijo Severus con voz baja, pero dura. Tomó a Draco del brazo. No con violencia, pero con firmeza, con una urgencia paternal que Draco no había pedido, pero que en ese momento lo sostenía. “Vas a venir conmigo. Ahora.”
La oficina de Severus estaba tan cerca que Draco ni siquiera tuvo tiempo de pensar en una excusa. El trayecto fue silencioso, solo roto por el eco de sus pasos sobre las losas de piedra. Cuando entraron, la puerta se cerró con un chasquido final que sonó como una sentencia. Las velas titilaron con un estremecimiento, como si también temieran la conversación que estaba por venir.
Severus no gritó de inmediato. Se apoyó contra su escritorio, se cruzó de brazos, y observó a Draco durante un largo momento.
“¿Qué te sucede?” preguntó finalmente. No era un reproche. Era cansancio. Desgaste. Y algo peor: decepción. “Hoy no prestaste atención en ninguna clase. Los profesores vinieron a mí. Todos. Incluso Flitwick. Estás actuando como un niño, Draco, no como el joven inteligente que sé que eres.”
Draco alzó la mirada con furia contenida. Pero no dijo nada. La tensión en su garganta era tal que temía que cualquier palabra lo hiciera estallar.
“¿Y qué hay de lo que hablamos?” continuó Severus, y ahora su voz sí subió, oscura, implacable. “¿Tienes idea de lo que te estás jugando? ¿De lo que están haciendo tus padres por ti? ¿De lo que estoy haciendo yo?”
Draco sintió que el pecho se le cerraba. Apretó los puños.
“Te vi, Draco,” escupió Severus. “En Hogsmeade. Del brazo de Potter. ¿Y tengo que fingir que todo va bien? ¿Que estás siguiendo el plan? ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Tomarlo de la mano? ¿Besarlo?”
Draco se encogió ligeramente, como si el peso de esas palabras fueran cadenas. La culpa le ardía por dentro, como fuego lento.
“¿Es eso lo que significa ser cordial con Potter?” continuó Severus, y ahora sí alzó la voz, rugiente como un trueno. “¿Es eso lo que entendiste cuando te dije que te acercaras a él?”
“¡Solo he hecho lo que me dijiste!” estalló Draco por fin, la voz quebrada, cargada de frustración. “He sido amable con él, he fingido, me he reído de sus chistes, he fingido que me importa… ¡todo lo que me pediste! ¡Todo!”
Severus soltó una risa amarga, sin rastro de humor. “¿Fingido?” susurró, acercándose. “¿Eso fue fingir, Draco? Porque yo he visto esa mirada antes. La he visto en mí. Y te aseguro que no termina bien.”
Draco lo miró. Odiaba cómo su padrino lo conocía tan bien. Cómo podía ver a través de él, como si sus pensamientos fueran vitrales rotos.
“Entonces dime qué debo hacer,” dijo, casi en un susurro. “¿Mantenerlo feliz? ¿Enamorado? ¿Cuál es mi trabajo?”
Severus lo observó en silencio. Su expresión cambió, y por un instante, una sombra de dolor cruzó su rostro, tan fugaz que Draco dudó haberla visto.
“Ambas cosas,” respondió al fin. “Y ninguna.”
Draco frunció el ceño.
“Tu trabajo es mantenerlo de tu lado, Draco,” dijo Severus, más bajo ahora, como si el peso de la verdad lo agobiara. “Debes hacerle creer que le importas. Que tú eres quien lo entiende, quien lo apoya. Pero no debes… no debes enamorarte de él. No puedes confundir tu rol con tus emociones.”
Draco tragó saliva. Quiso protestar. Quiso decir que no era eso, que no sentía nada, que podía separarlo todo. Pero no lo hizo. Porque en el fondo sabía que era mentira.
Severus se acercó, y su voz fue apenas un murmullo, pero con la gravedad de una maldición.
“Si lo besas, si lo tocas, si haces lo que sea que los jóvenes hacen, hazlo con la mente clara. Con el pensamiento de que es por ti. Por tu seguridad. Por tu familia. No por él.”
Draco se quedó en silencio, atrapado entre la furia y la tristeza, entre el deseo de gritar y el impulso de romper a llorar.
“¿Y qué pasa si…?” murmuró, con la voz quebrada. “¿Qué pasa si soy yo quien se enamora?”
Severus se detuvo. Lo miró. Sus ojos eran abismos oscuros, sin fondo, llenos de advertencias.
“El que se enamora de un Potter,” dijo con dureza, “no vive por mucho tiempo. Si estás dispuesto a cargar con ese dolor, con ese luto… entonces yo tendré que pensar en otro plan. Porque no te dejaré arrastrar a tus padres con esa decisión.”
Draco no respondió. Dio un paso hacia la puerta. Le ardía la garganta, y por un instante, pensó que era por la rabia. Pero no. No era eso. Era ese nudo cruel que subía cuando uno intentaba no llorar.
“Vuelve a la Sala Común,” dijo Severus, sin levantar la voz. “Y no salgas más esta noche.”
Draco asintió. Caminó hacia la puerta, con pasos firmes. Pero por dentro, estaba tambaleándose. Como un castillo de cristal al que le habían lanzado la primera piedra.
Draco no miró atrás al salir.
Las palabras de Severus aún ardían en su pecho, como si su padrino las hubiera pronunciado con fuego en lugar de voz. Caminó por los pasillos sombríos de las mazmorras como un fantasma sin rumbo, tragándose cada emoción que lo desbordaba por dentro. Su corazón latía tan rápido que le dolía, como si quisiera escapar de su pecho, como si se sintiera atrapado al igual que él.
La piedra bajo sus pies parecía más fría que nunca. La luz de las antorchas se deformaba a su alrededor, lanzando sombras alargadas y quebradizas que danzaban a cada paso que daba. Cuando dobló el pasillo hacia la entrada de Slytherin, se detuvo en seco.
Allí estaba. No el cuerpo. No la figura. Solo un rastro. Un destello de magia tan brillante, tan imposible de ignorar, que heló a Draco hasta los huesos.
El resplandor de Potter.
No era un brillo visible para cualquiera que no sea Draco. Era como una sensación que zumbaba en el aire, un susurro de poder que electrificaba los nervios de Draco. Lo reconocía. Siempre lo reconocía. Como si el alma de Potter dejara huellas que solo él pudiera seguir.
No lo miró directamente. No tenía que hacerlo. Solo apretó los labios, tragó el nudo en su garganta y siguió caminando hacia la entrada de piedra, con pasos cada vez menos firmes.
Esperó. Y entonces, lo sintió. Esa presencia tan inevitable, tan malditamente constante, que no necesitaba presentarse. Draco cerró los ojos. Podía escuchar el roce de tela deslizándose. Un suspiro contenido. Una respiración agitada.
Cuando abrió los ojos, ahí estaba. Potter. Sin su capa. Tan brillante como siempre, con esos ojos verdes iluminando incluso las grietas de su alma.
“Potter,” susurró, apenas audible. Una palabra rota, como si fuera una plegaria o una confesión. Tal vez ambas.
Y en ese momento, todo se desmoronó. Draco no lo pensó. No evaluó. No analizó. Simplemente se lanzó a sus brazos, con una necesidad que jamás admitiría en voz alta. Como si solo el latido de Potter pudiera calmar la tormenta dentro de él.
Harry no dijo nada. Solo lo sostuvo. Con fuerza. Con una terquedad que solo un Gryffindor podía tener, y con una ternura que rompió cada una de las defensas que Draco había levantado desde niño.
Draco cerró los ojos. Se aferró al cuello de su camiseta como si su vida dependiera de ello. En cierto modo, lo hacía.
“Pasa la noche conmigo,” murmuró Draco, casi sin voz. Tenía miedo de pedirlo. Como si pedirlo fuera admitir que lo necesitaba.
“Siempre,” respondió Potter sin dudar. Como si no fuera una promesa, sino una verdad que ya había jurado en silencio.
Draco tragó saliva. No lloró. No frente a él. Pero la presión en su pecho aflojó, y por primera vez en ese día, pudo respirar.
Dio un paso atrás, solo para girarse hacia la entrada.
“Lacertae Obscura,” dijo con voz baja, pero clara. La pared de piedra se abrió lentamente, revelando la oscuridad de la Sala Común de Slytherin. Antes de entrar, se giró un poco, sin mirarlo del todo.
“¿Cómo entraste la vez pasada?” preguntó, intentando sonar indiferente. No lo logró.
Harry se sonrojó. “Me quedé esperando a que alguien entrara… me colé.”
Draco soltó una risa suave, tan seca que sonó como un suspiro triste. Y sin saber por qué, un par de lágrimas escaparon de sus ojos. No eran de felicidad. No del todo. Pero Potter alzó su mano y, con el pulgar, las limpió con tal cuidado que nuevas lágrimas brotaron de inmediato. No por tristeza, sino por ese maldito cuidado que Potter tenía con él. Por esa forma de tocarlo como si valiera algo.
Draco bajó la vista, avergonzado. Harry se colocó de nuevo la capa de invisibilidad. Draco no comentó nada sobre lo fea que era. No tenía fuerzas. Solo se giró y entró.
La Sala Común estaba en penumbra, iluminada apenas por el fuego azul verdoso que crepitaba en la chimenea. Theo lo llamó desde un sillón, pero Draco no le respondió. Daphne, al verlo, se levantó y abofeteó a Theo con fuerza. “Te lo advertí,” dijo entre dientes. Draco no se detuvo a ver más.
Subió las escaleras con pasos decididos, aunque por dentro sentía que flotaba.
Al entrar al dormitorio, vio a Blaise levantarse de la cama con preocupación en el rostro.
“Draco, al fin volviste, ¿estás—”
“Ahora no, Blaise,” dijo Draco con cansancio. “Solo quiero dormir.”
Blaise no insistió. Lo observó con atención, con ese tipo de preocupación que no se dice en voz alta.
Draco caminó hacia su cama, abrió las cortinas con movimientos suaves, como si temiera que el sonido del roce pudiera quebrarlo. Se sentó en el colchón y esperó. Solo cuando notó el leve hundimiento a su lado, cerró las cortinas. Con movimientos precisos, lanzó un par de hechizos de privacidad. Uno tras otro. Silencios, barreras mágicas, protección.
Y cuando todo estuvo sellado, Potter se quitó la capa.
Draco lo miró. La luz tenue que venía del hueco entre las cortinas se reflejaba en sus ojos verdes, haciéndolos parecer aún más intensos. No hablaron. El aire estaba cargado de una tensión contenida, casi eléctrica, como si un solo suspiro pudiera incendiarlo todo.
Draco rompió el silencio, con la voz tan baja que parecía parte del ambiente: “Puedes acostarte… si quieres.”
Harry vaciló por un segundo. No por temor, sino por el peso de lo que implicaba esa invitación. Pero entonces, como si recordara quién era, enderezó los hombros, tomó una pequeña bocanada de aire —valentía Gryffindor en estado puro— y se acomodó en la cama con una naturalidad que hizo que Draco apartara la mirada. Era como si Harry hubiera estado en esa cama toda su vida. Como si esa cama fuera suya, no de Draco.
Draco ya se había quitado la túnica después de la cena. Solo llevaba el pantalón del uniforme y la camisa algo arrugada, su silueta más frágil de lo que a él le gustaba admitir. Fue Potter quien se acercó. Sus dedos eran suaves pero seguros mientras desabotonaba la camisa de Draco con una calma que rozaba lo reverencial. Draco contuvo la respiración cuando la prenda cayó a un lado, y luego el pantalón. Hubo un instante —un solo pensamiento fugaz— en que creyó que Potter lo desnudaría por completo, que lo tocaría, que lo tomaría. Que lo harían ahí, rodeados de hechizos y secretos y un corazón que palpitaba con demasiada fuerza.
Pero no.
Harry solo lo arropó.
Con cuidado.
Con ternura.
Y entonces Draco supo que no necesitaba sexo, ni pasión, ni posesión. Lo único que necesitaba era eso. Ser cuidado.
“¿Puedes… consentirme?” susurró Draco, y su voz era tan baja que por un momento pensó que Potter no lo había oído. Pero lo había hecho.
Harry se recostó con él, acomodando el cuerpo para que la cabeza de Draco quedara sobre su pecho. El calor de su piel traspasaba la delgada tela de la camiseta muggle que llevaba puesta. Draco se sorprendió al verla. Negra, sencilla, sin marcas. Un poco gastada. Era tan ajena al mundo pulido de Slytherin que Draco estuvo a punto de decir algo sarcástico, pero no lo hizo. No cuando la mano de Harry comenzó a enredarse en su cabello con una delicadeza que lo dejó sin aliento.
La otra mano acariciaba su espalda, arriba y abajo, lentamente. Como si tuviera todo el tiempo del mundo para memorizar cada centímetro de él.
Draco se sintió pequeño. Cansado. Acogido. Y por un segundo, débil.
Y entonces mordió.
Un mordisco rápido, casi infantil, en el pecho de Potter. Harry soltó un quejido ahogado, sorprendido.
“¿Por qué hiciste eso?” preguntó, alzando la ceja, una sonrisa en la voz.
Draco no se movió. Se aferró a su pecho como si fuera su único ancla. “Por ser un mal novio.”
Harry intentó que lo mirara. Movió la mano hacia su rostro, pero Draco se negó a alzar la mirada. Mantuvo el rostro escondido en su pecho, escuchando los latidos que se sincronizaban con los suyos.
“No he hecho nada malo,” murmuró Potter.
“Sí que lo has hecho,” respondió Draco, sin pensarlo, con el veneno cansado de quien quiere pelear pero no tiene fuerzas.
Harry no dijo nada. Y el silencio se alargó, denso, pesado. Draco lo sintió como un castigo, como un reproche mudo, y su orgullo no pudo soportarlo. Alzó la cabeza de golpe, con el ceño fruncido, dispuesto a decir algo hiriente.
Pero Potter estaba sonriendo. Mirando su cabello.
“¿De qué te ríes, imbécil?” gruñó Draco.
“De ti,” respondió Harry, sin vergüenza. “Tienes el cabello hecho un desastre.”
Draco bufó. “Claro, porque tú no estabas jugando con él como si fueras un Kneazle.”
La sonrisa de Potter se hizo más suave. “Me enteré de lo de Ginny y su noviecito,” espetó Draco, como si necesitara algo con qué contraatacar. “Que estuviste celoso.”
Harry se rió por lo bajo. “¿Celoso de Ginny? Por favor.”
Draco entrecerró los ojos. “Admítelo.”
Pero Potter solo estiró un dedo y lo posó en el entrecejo de Draco, presionando con suavidad justo en el centro. El contacto lo desconcertó.
“Estás arrugando mucho la frente,” dijo, divertido. “Te vas a llenar de arugas antes de cumplir veinte años.”
Draco se quedó callado. Porque sus palabras se habían desvanecido.
Harry aprovechó su silencio para hablar. Con calma, sin prisas.
“Ginny estaba con Dean. Ron y yo los vimos besándose detrás de un tapiz. Ron se enfadó, claro, por ser su hermana. Yo solo intenté calmarlo. Nada más.”
Draco lo miró. Desconfiado. Pero algo en su voz… algo en esa forma que tenía de decir la verdad como si se le escapara, le dio pausa.
“No me importa ella,” susurró Harry. “No me importa nadie más. Solo tú.”
Draco lo miró más tiempo del que pensaba. Y ese fue su error.
Porque la sinceridad en los ojos de Potter era abrumadora. Dolía. Y Draco sintió que no lo merecía. No con lo que había hecho.
“Yo…” tragó saliva. Se aferró al pecho de Potter otra vez. “Ayer por la noche… besé a Theo.”
Potter no se movió. Solo dejó de acariciarle la espalda. Eso fue todo.
Pero el silencio se volvió un peso denso entre ellos. Uno que Draco sintió caer directamente sobre su pecho. Sin embargo, Potter lo siguió mirando. Sus ojos verdes, llenos de una intensidad callada, no mostraban ni ira ni decepción. Solo una especie de profunda concentración, como si estuviera tratando de sostener algo que apenas comprendía.
Draco tembló. No por el frío. Ni por el cansancio. Tembló porque sabía que esa mirada podía cambiar. Que la ternura que hasta entonces había recibido podía desvanecerse con un solo parpadeo. Que lo perdería, no con un grito ni con una pelea… sino con una distancia nueva en los ojos de Potter.
“Fue un error,” murmuró Draco, y se aferró al pecho cálido que lo contenía. “Uno estúpido.”
El silencio volvió. Como si el mundo se estuviera conteniendo la respiración junto a él.
Entonces, Potter inspiró hondo. Sus dedos volvieron a moverse sobre su espalda, más lentos esta vez, más cautos, como si estuviera tanteando el terreno de un nuevo hechizo. Draco cerró los ojos. Era demasiado. Demasiado todo.
“No te voy a dejar por eso,” dijo Potter, con una voz tan serena que dolía. “No ahora. No así.”
Y esas palabras. Esas malditas palabras. Dolieron más que cualquier castigo. Más que cualquier reproche. Porque eran sinceras. Porque eran demasiado puras para el desastre que Draco era.
Se le tensaron los músculos. Se le cerró la garganta. Pero también, por primera vez en días—o quizá semanas—sintió que podía cerrar los ojos en paz. Que alguien estaba sosteniéndolo sin exigirle nada más que ser él mismo, roto o no.
Las caricias de Potter se volvieron un suave vaivén. Como olas que subían por su espalda. Draco se fue relajando, cada vez más, acunado por el calor de aquel cuerpo que sentía como un refugio. Ya casi se había dormido. Lo sabían sus párpados pesados, la respiración que comenzaba a volverse lenta… cuando una voz cautelosa rompió la quietud.
“¿Draco…?”
Un murmullo. Apenas un suspiro.
Draco emitió un leve sonido, como una nota de violín entre las sombras. Una forma de decir “habla”, sin la energía para usar palabras.
Harry tragó saliva.
“¿Lo quieres? ¿Quieres a Nott?”
La pregunta no fue agresiva. No fue acusatoria. Solo estaba teñida de miedo. De esa incertidumbre que venía cuando uno tenía demasiado que perder.
Draco abrió los ojos, aunque no levantó la cabeza. Su respiración se volvió un poco más agitada. No por culpa de Potter. Sino por su propia conciencia, por las palabras que aún danzaban bajo su lengua como cuchillas.
“No,” dijo finalmente. “Nunca lo quise.”
Se hizo el silencio. Un silencio distinto. No el de antes, lleno de tensión. Este era más suave. Más vulnerable. Como si estuvieran suspendidos en un hechizo de suspensión, sin tiempo.
Entonces, Potter volvió a hablar. Su voz era apenas un hilo.
“¿Y a mí…? ¿Me quieres a mí?”
Draco sintió el corazón agitarse. Lo supo incluso antes de poder responder. Lo supo porque el mundo pareció detenerse, todo en él clamando por no perder ese instante. Por no arruinarlo.
Con un movimiento lento, como si estuviera cruzando el umbral de algo sagrado, levantó la cabeza. Sus ojos buscaron los de Potter, pero no los sostuvo. No esta vez. En lugar de eso, inclinó el rostro y depositó un beso. Pequeño. Cuidadoso. Con esa ternura desesperada que uno guarda para las cosas que no quiere romper.
Sus labios se deslizaron sobre los de Harry con la devoción de una promesa rota que aún suplica por redención. Luego se separó apenas, con un suspiro que rozó los labios del otro como un hechizo sin nombre.
“Sí,” dijo, casi inaudible. “A ti sí.”
Y ese fue el hechizo más fuerte de todos.
Harry lo abrazó con más fuerza. No lo suficiente para lastimarlo, pero sí para sostenerlo como si se lo fueran a quitar. Draco dejó que lo envolviera. Se acurrucó como si todo su cuerpo supiera que ese era el único lugar donde no dolía tanto existir. Donde las sombras se disipaban un poco.
Ninguno de los dos volvió a hablar. No hacía falta. Sus cuerpos encontraron un lenguaje más antiguo que cualquier palabra: el del tacto, el de la cercanía, el de la redención compartida.
Y cuando finalmente el sueño venció a Draco, lo hizo con los dedos de Potter aún acariciándole el cabello, con el calor de su pecho bajo la mejilla y el eco de una promesa no dicha latiendo entre ellos. Que al menos esa noche, Draco no estaría solo. Que al menos esa noche, sería amado.
La mañana llegó sin pedir permiso. Un rayo de sol tembloroso se filtró entre las cortinas de terciopelo verde, acariciando las cobijas con la delicadeza de un secreto. Draco abrió los ojos en silencio, sin necesidad de que ningún reloj lo despertara. Había dormido mejor de lo que podía recordar, pero el peso de la realidad ya lo reclamaba.
No esperó a que todos abandonaran la habitación. No se quedó acostado como lo haría cualquier otro alumno que hubiese pasado la noche abrazado a alguien que, técnicamente, no debería estar en su cama. En cambio, se levantó sin vacilar, aún con el eco cálido de Potter en su pecho, cruzó el dormitorio con una elegancia que solo él podía mantener a primera hora de la mañana.
Blaise estaba medio sentado en su cama, frotándose los ojos con una mano y bostezando como si hubiera corrido tres maratones en sueños. Vincent, aún con los párpados pesados, murmuraba algo mientras empujaba a Gregory con el codo. Goyle, por su parte, parecía estar invernando, envuelto en las cobijas con tal determinación que ni un incendio lo hubiera movido.
Theo aún dormía. Sus cortinas estaban bien cerradas, tan tensas como el nudo que Draco sentía en el estómago al recordarlo. Pero no pensaría en eso ahora. No cuando el calor de Potter aún parecía aferrarse a su piel.
“Buenos días,” murmuró Blaise, la voz rasposa por el sueño.
“Buenos días,” devolvió Draco, tan tranquilo que resultaba sospechoso. No se detuvo a conversar. Desapareció dentro del baño privado de los chicos de sexto año y se duchó con la rapidez de quien tiene algo que esconder, pero con la minuciosidad de quien no permite que ni una hebra de cabello quede fuera de lugar.
Cuando volvió, impecablemente vestido, Blaise ya estaba completamente incorporado, aún sentado en su cama, observando hacia la de Draco, alzando una ceja.
Draco siguió su mirada. Las cortinas de su cama estaban cerradas aún, igual que cuando se había levantado.
Con una sonrisa apenas visible y un gesto con la mano, Draco indicó que hablarían más tarde. Blaise ladeó la cabeza, una sonrisa lenta apareciendo en su rostro. No necesitaba palabras. Lo sabía.
Draco caminó hacia su cama y apartó suavemente las cortinas. El corazón le dio un vuelco. Potter seguía ahí, enredado entre las sábanas, la cabeza enterrada en una de sus almohadas. La luz que se colaba por la abertura recién hecha dibujaba un halo dorado sobre su piel.
Draco se agachó, casi sin hacer ruido. Con cuidado, apartó los rizos oscuros de su frente. La yema de sus dedos tembló apenas. Era una intimidad que no merecía, pero que no podía evitar anhelar.
“Potter,” susurró. Su voz era suave, más de lo que recordaba haber usado jamás con alguien. Lo pinchó con un dedo en la mejilla. “Despierta.”
Nada.
Draco sonrió con ternura y se inclinó más. Besó su frente, dejando en ella una presión cálida, un roce leve que hablaba más de cuidado que de deseo.
Entonces, Potter parpadeó. Lento. Confundido. Sus ojos sin gafas lo miraron como si aún soñara, hasta que reconoció el rostro pálido frente al suyo.
La sonrisa que le dirigió fue torpe y somnolienta, y Draco casi se rió al ver cómo entrecerraba los ojos para enfocar.
“Tus gafas,” dijo Draco, alcanzándolas desde la mesita junto a la cama y entregándoselas con delicadeza.
Harry se sentó despacio, estirándose con un gruñido suave. Su camiseta muggle se subió ligeramente, revelando una franja de piel en su abdomen. Draco tragó saliva. Un cosquilleo eléctrico le recorrió la espina dorsal.
Pero no era el momento. No ahora. No así.
“¿Quieres darte un baño aquí o prefieres que te acompañe hasta tu torre?” preguntó Draco, su voz curiosamente ligera, como si no hubieran dormido juntos, como si su corazón no estuviera latiendo con desesperación en el pecho.
Harry lo miró, desconcertado.
Draco rió bajo.
“Tranquilo, no te estoy echando. Solo que si no te das prisa, no vas a tener tiempo para cambiarte y desayunar antes de clases.”
Se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
Harry seguía viéndolo como si no pudiera entender en qué universo paralelo se encontraba. Draco sintió una extraña punzada de ternura al verlo así, desarmado y sin esa maldita fachada de héroe.
Al salir de las cortinas, el ambiente en el dormitorio había cambiado. Blaise estaba completamente despierto y demasiado sonriente. Lo miró con una mezcla de triunfo y complicidad que hizo que Draco quisiera maldecirlo.
Greg y Vincent lo miraban con ojos entre sorprendidos y confundidos. Draco no les prestó demasiada atención. Se limitó a alzar la barbilla con su típica elegancia y caminar hacia su baúl para sacar sus libros que necesitaría.
Al menos Theo seguía dormido. Su silencio era una bendición que Draco no pensaba desperdiciar.
El día apenas comenzaba. Pero por primera vez en mucho tiempo, Draco lo sentía menos asfixiante. Como si hubiese una cuerda aflojada en su pecho, como si esa noche—esa única noche—hubiera sido suficiente para recordar lo que se sentía ser cuidado. Ser querido.
Y aunque sabía que el mundo volvería a pesar sobre sus hombros en cuanto cruzara la puerta del dormitorio, por ahora, se permitió un respiro.
Un pequeño instante en el que todo estaba bien.
Chapter 19: Sus manos en mi cabello, su ropa en mi habitación y su voz es un sonido familiar
Chapter Text
La mañana seguía envuelta en una bruma fría que se colaba por las rendijas del castillo, cargada del susurro lejano del lago y del crujido de las hojas secas que el viento arrastraba por los jardines. Draco caminaba al lado de Potter, las manos en los bolsillos de su túnica y la cabeza ligeramente agachada, como si no quisiera que el mundo notara lo evidente: que no podía dejar de mirarlo. A esas alturas, ya ni siquiera lo disimulaba bien.
“Voy a la biblioteca”, dijo cuando llegaron frente al retrato de la Dama Gorda. El tono fue tan casual que habría sido casi creíble, de no ser por la sonrisa torcida que Harry le devolvió.
“¿Ah, sí? ¿Y la biblioteca queda pasando por aquí?” preguntó, las cejas arqueadas con sorna.
Draco hizo un leve gesto con la mano, como si apartara la insinuación de un golpe invisible. “Es un desvío. No seas idiota, Potter.”
Pero Harry no respondió. Solo lo miró, con esa media sonrisa que a Draco le irritaba tanto, justo porque le hacía querer sonreír también. Lo besó fugazmente —tan rápido que fue más un roce de labios que un beso real— y desapareció tras el retrato, dejándolo solo, en medio del frío y del peso de su propio pecho.
Draco no dijo nada cuando Harry se giró una última vez para dedicarle esa media sonrisa arrogante con la que solía irritarlo… y que ahora le revolvía el estómago por razones que le resultaban cada vez más difíciles de negar. Le devolvió la sonrisa, claro, con esa superioridad sutil que usaba como armadura. Pero cuando Potter desapareció en la entrada de Gryffindor, algo dentro de Draco se quedó demasiado quieto. Como si la ausencia del otro hiciera temblar los cimientos de su temple cuidadosamente construido.
No lo amaba. No podía amarlo. ¿Verdad?
Caminó por los pasillos como si los bordes de las paredes pudieran cortarlo. La biblioteca era solo una excusa, y ambos lo sabían. Le dijo a Potter que necesitaba estudiar, tal vez revisar unos textos para Pociones Avanzadas, que era un desvío menor acompañarlo hasta la torre… Pero Harry lo había mirado con esa media sonrisa, esa que decía “te creo solo porque quiero creerte”, y Draco había desviado la mirada antes de delatarse.
Se sentó en una de las mesas más alejadas de la biblioteca. El silencio allí era tan denso que podía escucharse el eco de los pensamientos. Draco abrió un libro al azar y fingió leer. Sus ojos recorrían las líneas, pero su mente estaba anclada en la noche anterior. En la forma en que Potter lo había sostenido cuando se quebró. En la forma en que lo había besado con ternura, cuando Draco apenas podía sostener su propia vulnerabilidad.
No le gustaba que le dijeran qué sentir. No le gustaba que Severus, su único lazo medio estable con algo parecido a un hogar, le dijera que podía seducir a Potter, pero no enamorarse. Que debía fingir, manipular, jugar el juego como un Malfoy. Que debía llevar a Harry a sus pies, no a su corazón.
Y sin embargo…
Draco no sabía si estaba enamorado. No tenía con qué compararlo. Pero lo que sentía se desbordaba cada vez que lo veía. Era una presión constante bajo la piel, como una fiebre que no se iba. El amor, se decía a sí mismo, no podía sentirse así. No podía doler. No podía desbordarse hasta quemar los márgenes de su autocontrol.
Pero lo estaba.
Aunque no lo supiera aún, aunque no quisiera nombrarlo, el amor ya lo había atravesado. Con la violencia de algo prohibido. Con la ternura de algo que necesitaba más de lo que sabía admitir.
Y entonces llegó el día siguiente. La clase conjunta con Gryffindor comenzó antes incluso de que el profesor apareciera.
Draco entró junto a Pansy, la barbilla alta, los pasos medidos. Ya estaba allí Theo, apoyado contra una de las mesas como si fuera dueño del lugar. Y junto a él, por supuesto, estaba Potter. Harry tenía esa sonrisa ladeada que Draco reconocía demasiado bien, esa que usaba cuando estaba jugando, cuando estaba a punto de provocar. Y Theo no era idiota; sabía perfectamente lo que estaba haciendo.
“Lo puedo tener cuando yo quiera,” dijo Theo con un tono que rezumaba vanidad.
Harry soltó una risa baja. “¿Crees que eres mejor que yo? ¿Que te elegiría a ti?”
Theo sonrió, esa clase de sonrisa que cortaba. “Bien. Te lo demostraré.”
Draco pasó entre ellos sin detenerse. Alzó el libro que llevaba en la mano y golpeó el brazo de Theo con un movimiento rápido, seco, certero. Como si apartara una plaga. Theo se quejó, pero Draco ya estaba lejos.
Harry se rio con fuerza, esa risa que arrastraba como una ola, cuando Draco lo tomó de la mano, con los dedos fríos y la determinación caliente. Lo arrastró con él sin mirar atrás.
“¿Qué haces?” murmuró Harry, entre risas.
“Evitar que bajes tu nivel social al mínimo absoluto,” murmuró Draco entre dientes, frunciendo el ceño… aunque sus labios se curvaron sin permiso.
Harry se apresuró para igualar su paso y, en un acto completamente vulgar y típicamente Potter, le dio una palmada en el trasero.
Draco soltó un chillido de indignación. “¡Potter, eres un cerdo!”
Pero no llegó a escupirle todas las amenazas que tenía pensadas. Porque Potter lo besó. Así, de golpe. Un beso directo y cálido que interrumpió cualquier pensamiento coherente. Draco quería indignarse. De verdad. Pero su cuerpo tenía otras ideas y su boca, al parecer, también.
No se sentaron juntos, sin embargo. Pansy se lo llevó hacia un rincón, farfullando sobre el hecho de que no pensaba tolerar más “escenas públicas con Gryffindors mugrientos”. Draco rodó los ojos y se dejó arrastrar.
Potter se sentó con Weasley. Curiosamente, el pelirrojo estaba sentado justo detrás de Blaise, quien, con esa sonrisa suya de conquistador, jugueteaba con los rizos oscuros de Tracey Davis. Draco apenas les prestó atención… hasta que notó que Weasley estaba demasiado callado, demasiado quieto, mirando de reojo. Su mandíbula estaba apretada. Blaise soltó una carcajada baja por algo que susurró Tracey, y Weasley miró hacia otro lado con una expresión dura y fugaz.
Celos. Ronald Weasley estaba celoso.
Draco sonrió para sí. El mundo era un caos constante.
Y él… él no tenía idea de en qué parte de ese caos estaba parado.
Era un Malfoy. El heredero. El que llevaba la Marca bajo la manga como un veneno que aún no lo había matado. Era el niño que creció escuchando que el amor era para los débiles, que los lazos verdaderos eran un lujo para los tontos. Que el poder estaba en la sangre y el control.
Pero entonces estaba Harry. Con su risa desordenada. Con sus manos tibias y firmes. Con su forma de mirarlo como si Draco no fuera una ruina de promesas rotas.
Y Draco no sabía qué hacer con eso. No sabía si quería huir o dejarse caer.
Pero por primera vez, pensó que tal vez… tal vez no estaba tan mal ser un poco débil.
Si eso significaba que Harry lo mirara así. Si eso significaba que, solo por un segundo, podía olvidar la oscuridad que se arrastraba bajo su piel.
Si eso significaba amor. Aunque no lo admitiera. Aunque no supiera aún cómo se sentía amar. Aunque el mundo entero le gritara que no debía.
Era miércoles. El tipo de miércoles en que el aire en Hogwarts parecía espesarse con la proximidad de un partido de Quidditch. Incluso en el Gran Comedor, donde las voces solían estallar como fuegos artificiales entre mordiscos de pan y trozos de calabaza confitada, había algo contenido. Algo eléctrico.
Draco lo sentía, aunque no miraba a nadie más que su plato.
Hasta que la recibió. El proyectil de pergamino impactó contra su sien izquierda con la precisión de un maleficio menor. No lo suficientemente fuerte como para doler, pero sí para ofender. Draco se quedó quieto por un segundo, pestañeando con un deje de incredulidad asesina. Sus dedos se cerraron con lentitud sobre la bola de pergamino arrugada mientras su mirada, helada y peligrosa, barría la sala con la intención de maldecir al responsable.
Y entonces lo vio.
Potter.
A la otra punta del comedor.
Lejos.
Sonriéndole como si nada.
Como si no acabara de lanzarle un proyectil a la cabeza con la naturalidad de quien escoge una galleta de jengibre.
Potter agitaba una mano, como si eso sirviera de disculpa, mientras hacía las mímicas más ridículas que Draco había presenciado jamás. Parecía una combinación de borracho y mimo sin talento: señalaba el pergamino, hacía gestos para que lo abriera y por algún motivo también imitaba a alguien durmiendo, quizás. Draco lo observó con una mezcla de irritación y fascinación, la mandíbula tensa y una ceja peligrosamente arqueada.
“Es el rey de los idiotas”, pensó Draco.
Desenvolvió el pergamino con dedos elegantes pero furiosos. Lo leyó. Y soltó una exhalación por la nariz.
La letra de Potter era una atrocidad. Torcida, rasgada, como escrita por una criatura mágica herida. Y sin embargo, las palabras estaban claras:
Mañana llegan tus cosas. Las almohadas y las sábanas. Para que no te quejes más.
Draco alzó los ojos. Potter le sonreía. Como si eso fuera adorable. Como si no acabara de violar todas las leyes de la decencia social entre casas rivales.
Y Draco... no dijo nada. Volvió a mirar su comida. Alzó su tenedor.
Ignoró completamente la risa suave y ladina de Blaise junto a él. Y más aún, la expresión horrorizada de Pansy que lo miraba como si le hubieran reemplazado el alma con una criatura del bosque.
Draco comió con la gracia fría de un aristócrata ante la corte, y aún así, en su mente, resonaba la nota absurda. Las almohadas. Las sábanas. Como si Potter supiera qué le faltaba antes que él mismo.
Entonces, como un rayo, lo recordó.
El partido de mañana. Gryffindor contra Ravenclaw.
Su rostro se frunció levemente. La última vez que Gryffindor jugó fue contra Slytherin... ¿y ellos habían perdido?
Draco parpadeó. “¿Nosotros ganamos el primer partido?”
“No,” dijo Blaise entre risas contenidas. “Pero Urquart dijo que haríamos fiesta igual. Por imagen, ya sabes. Y porque técnicamente casi matamos al portero de Gryffindor.”
“¿Quién es el capitán ahora?” preguntó Pansy, acercándose con ese interés que solo mostraba cuando algo le resultaba útil o escandaloso.
“Ni idea,” murmuró Daphne, asomando el cuello desde la otra punta.
“¿Y cómo entrenan sin capitán?” preguntó ella a Blaise, que se encogió de hombros.
“No entrenan,” respondió con una mueca elegante. “Yo no volví. No después de ese desastre.”
“El profesor Snape no permitiría que Slytherin quede en ridículo,” insistió Pansy.
“Está ocupado,” intervino Vicent sin levantar la vista. “Este año no ha estado tan presente. O no lo parece.”
Draco se quedó pensativo. El nombre de su padrino apareció en su mente como un recordatorio persistente. Severus. Siempre observando. Siempre calculando. Draco se prometió que lo vería esa misma tarde. Tenía que hacer algo por el equipo. La imagen de su casa no iba a desmoronarse por culpa de ineptitud ajena.
Entonces Theo habló.
“Estaba pensando algo para el partido de mañana...” comenzó con voz neutral, pero sus ojos estaban clavados en Draco.
“¿Qué clase de ‘algo’?” preguntó Pansy con una sonrisa ladina.
Theo no respondió a ella. Solo continuó mirando a Draco.
“Depende de si cierta persona demuestra más lealtad a su... amante de turno.”
La palabra “amante” fue pronunciada con una claridad venenosa. Draco no respondió. Ni siquiera lo miró.
“Cuenta conmigo,” dijo Pansy, encantada de estar incluida en algo que olía a caos.
Blaise suspiró. “Lo que sea. Mientras no me ensucie el uniforme.”
Theo comenzó a describir el plan. Palabras envueltas en sarcasmo, estrategias disfrazadas de bromas. Pero Draco apenas lo escuchaba. Porque sintió una mirada. Una mirada tan intensa que la reconoció de inmediato.
Potter. Le miraba desde el otro extremo del comedor, una arruga en su frente y una mueca de preocupación en su boca. Como si hubiera entendido algo del veneno que flotaba en el aire entre Theo y Draco.
Draco alzó la vista hacia él. Por un segundo, todo se detuvo.
Theo, tan cerca. La amenaza de la conversación, como una trampa abierta a sus pies. Y Potter, mirándolo como si temiera perderlo.
Entonces Draco negó suavemente con la cabeza. Y sonrió. Una sonrisa honesta. Limpia. Suya. Y Potter... se iluminó.
Fue tan repentino, tan genuino, que Draco sintió un tirón en el pecho. Potter volvió a girarse hacia Weasley, que ahora parecía absolutamente furioso por algún motivo. Draco notó cómo su mirada se desviaba hacia Blaise, que reía y sonreía a Tracey. Era algo que estaba pasando mucho los últimos días... pero Weasley apretó la mandíbula.
Curioso. Draco bajó la mirada, pensativo. Todo estaba cambiando.
La oficina del profesor Snape siempre olía a una mezcla de piedra húmeda, pociones recién elaboradas y un leve rastro de hierbas amargas que se colaban desde los estantes más altos. Era un lugar denso, cerrado, y en cierto modo, asfixiante. Como si las paredes pudieran susurrar si uno se quedaba lo suficiente tiempo dentro.
Draco estaba de pie, con las manos en los bolsillos de su túnica y el ceño fruncido. No porque tuviera frío. No porque no supiera por qué estaba allí. Sino porque Severus no había dicho una sola palabra desde que lo dejó pasar.
Severus, detrás del escritorio, terminaba de escribir con parsimonia en un pergamino alargado. Su pluma raspaba el papel con la precisión de un bisturí, cada letra perfectamente afilada. Draco no podía evitar pensar que era la forma que tenía de recordarle que tenía todo el tiempo del mundo… y que él no.
“¿Vas a quedarte ahí como un mueble, Draco, o planeas hablar?” murmuró Severus al fin, sin levantar la vista.
Draco se cruzó de brazos, la barbilla en alto. “Pensé que tú eras el adulto en esta habitación.”
Snape dejó caer la pluma. Lenta, muy lentamente, alzó la vista. “¿Y tú no tenías nada mejor que hacer esta noche? ¿Algún beso húmedo en los pasillos, tal vez?”
Draco apretó los dientes. “Sabía que lo mencionarías.”
“Y sin embargo viniste.”
“Porque esto no tiene que ver con Potter.”
Severus arqueó una ceja. “¿Ah, no? Es curioso, porque hasta hace unos días eras visto constantemente a su lado. En cada rincón, en cada sombra. Como una enfermedad no identificada.” Hizo una pausa, ladeando la cabeza. “Y ahora… nada. Ni una mirada. Ni un roce. Ni siquiera una de esas muestras públicas de afecto tan... desagradables.”
Draco lo miró con frialdad. “Está ocupado con los entrenamientos de Gryffindor.”
“¿Y tú qué haces con todo tu tiempo libre, ahora que has dejado de fingir obediencia al Señor Tenebroso?”
“Pensaba que eso era lo que tú querías. Que me alejara. Que me olvidara del encargo.”
Snape no dijo nada. Su silencio era tan afilado como sus palabras.
Draco dio un paso al frente. “Slytherin es un desastre. No tienen rumbo. Sin capitán, sin estrategia. No puedo creer que no hayas hecho nada.”
“¿Y tú?” Severus entrecerró los ojos. “Saliste del equipo porque dijiste que tu 'misión' era más importante que el Quidditch.”
“¡Y lo era! Pero ahora... ahora no tengo nada más que tiempo. Y ver a Slytherin perder contra equipos ridículos como Hufflepuff me provoca náuseas.”
Snape se levantó con un movimiento fluido y fue hacia un estante donde reposaban antiguos registros del equipo. “Entonces únete de nuevo. Tómalo.”
“No quiero.”
“No te estoy preguntando.”
Severus regresó con un pergamino sellado y se lo tendió. “A partir de mañana, eres el nuevo capitán del equipo de Slytherin.”
Draco se quedó inmóvil. “¿Qué?”
“Lo has oído. No hay discusión.”
“¡Esto es absurdo!”
Snape se le acercó, la túnica flotando como sombra viva. “Draco, no te he pedido permiso. Te estoy informando.”
Draco tomó el pergamino con fuerza, como si fuese un insulto. Iba a girar sobre sus talones y marcharse, pero la voz de Snape lo detuvo.
“Espero que no dejes de ser tú mismo solo porque andas besándote con Potter.”
Draco se giró lentamente, con los ojos entrecerrados. “¿Perdón?”
Snape se cruzó de brazos. “No soy ciego. Y tampoco soy ingenuo. Pero si vas a perder el control, el orgullo y la identidad por unos cuantos roces con el Elegido, entonces no eres el Draco que eduqué.”
“Tal vez nunca fui el que tú creías.”
“Tal vez. Pero aún puedes decidir quién vas a ser.”
Draco lo miró un segundo más, las palabras atrapadas en la garganta, una mezcla de rabia y decepción empapando su pecho. Luego se dio la vuelta y salió de la oficina, la túnica ondeando detrás como una declaración de guerra contenida.
Y mientras subía por las escaleras de piedra, sintió el peso del pergamino en la mano. Lo apretó contra sí.
No pensaba agradecerle a Severus. Pero tampoco podía ignorar lo que le había dicho.
Reunir al equipo de Slytherin fue como tratar de ordenar a un grupo de dragones malhumorados sin varita ni escudo. Draco lo intentó todo: notas encantadas, amenazas sutiles, incluso promesas vacías. La mayoría acudió, con renuencia, al llamado. Algunos llegaron con la actitud de quien asiste a un funeral; otros, con la expresión de quien espera ver a Draco fracasar.
Pero Blaise… Blaise brillaba por su ausencia.
Y no solo él. Tracey tampoco había aparecido después del almuerzo, y Draco estaba convencido de que no era coincidencia. Lo conocía lo suficiente para saber que ambos estarían encerrados en algún rincón oscuro del castillo, haciendo cosas que no quería imaginar.
Draco estaba al borde de renunciar. El título de capitán era un castigo disfrazado de privilegio. Aún faltaban tres meses para el tercer partido de la temporada, programado para finales de febrero, pero si no conseguía siquiera reunir a su equipo completo en noviembre, ¿qué esperanza tenía?
Además, Urquart había sido uno de los cazadores. Su muerte no solo había dejado un hueco en el equipo, sino también una herida abierta que seguía supurando. Harper, el actual buscador, era suficiente en su puesto, pero no era alguien con quien Draco quisiera competir por el título de “estrella del equipo”, y mucho menos tenerlo cerca en los entrenamientos.
Y el guardián… el guardián había sido algo más que un compañero para Urquart. Draco lo vio cuando pusieron un pie en el campo de Quidditch esa tarde: la mirada vacía, el rostro lívido, el temblor en las manos. No necesitó decir una sola palabra para que Draco comprendiera que no volvería a tocar una escoba. Fue casi un alivio que ningún otro equipo estuviera entrenando en ese momento.
Draco se quedó de pie en el centro del campo, mirando el cielo gris, la escoba en una mano, el pergamino arrugado en la otra. El peso de todo amenazaba con quebrarlo.
Hasta que unos brazos lo rodearon por detrás.
Draco se tensó, solo por un segundo. Ese olor era inconfundible.
“¿Qué estás haciendo aquí?” preguntó Harry, la voz cálida junto a su oído.
Draco no se volvió. “Snape me nombró capitán.”
“¿En serio?” Harry se apartó para mirarlo, los ojos brillando de entusiasmo. “¡Eso es genial! Vamos a poder competir otra vez—”
“No,” lo interrumpió Draco. “Gryffindor ya jugó contra Slytherin.”
Harry pareció pensarlo por un momento. “Entonces es mejor todavía. Podré verte jugar sin preocuparme por ganarte.”
Draco frunció los labios, mirando hacia los vestidores. Blaise acababa de aparecer, abotonándose la camisa con lentitud y con una expresión de absoluta tranquilidad. Draco no necesitaba confirmación de lo que había estado haciendo.
Se giró hacia Harry, una ceja alzada. “Será mejor que te vayas antes de que alguien sugiera sacrificarme por andar abrazando al capitán del equipo contrario.”
Harry sonrió, descarado. “Suerte, capitán.”
Draco negó con la cabeza mientras lo veía marcharse.
La práctica fue una mezcla de frustración, descubrimiento y resignación. Blaise, después de una breve demostración, mantuvo su puesto como cazador. Era demasiado bueno para perderlo, por más que Draco quisiera lanzarlo de la escoba.
Harper siguió como buscador. Draco no tenía energía para disputarle el puesto, y bastante tenía con ser el novio de Potter como para sumarle otro foco de estrés.
Vincent y Gregory siguieron como golpeadores. No había nadie más disponible y, aunque torpes, al menos sabían cómo usar los bates.
Vaisey, por otro lado, era un cazador desastroso. Draco lo envió a ser guardián. Sorprendentemente, no era terrible en ese puesto.
Aún así, faltaban dos cazadores.
Draco, con el ceño fruncido, montó su escoba. No era su posición, nunca lo había sido. Pero tras un pequeño juego improvisado para cubrir huecos y medir habilidades, quedó claro: tenía talento. Incluso más del que esperaba. Volar era liberador. Hacerlo con una estrategia clara, aún más.
Al final del día, Draco anotó los nombres en el pergamino y dejó un espacio en blanco. Aún faltaba un cazador. Tendría que buscarlo en los próximos días.
Cuando el entrenamiento terminó, el equipo caminó en silencio de vuelta al castillo, cada uno sumido en sus pensamientos. Draco iba al frente, la túnica revoloteando con el viento helado de noviembre.
Y justo antes de cruzar la entrada, vio un destello.
Magia. Roja y dorada. Como un cometa. Harry.
Corría en dirección opuesta, volviendo al castillo por otro camino, pero claramente los había estado observando.
Draco ocultó su sonrisa tras el cuello alzado de su capa. Mañana, se dijo, Potter me va a felicitar por ser tan buen cazador. Y esa idea, absurda como era, le dio más calor que cualquier hechizo de protección.
El aire estaba helado, pero el estadio de Quidditch ardía de emoción. Draco se encontraba en las tribunas de Slytherin, sentado entre Pansy y un primerizo que no dejaba de estornudar. El partido entre Gryffindor y Ravenclaw había comenzado hacía pocos minutos, y ya estaba considerando irse cuando la voz nasal y desagradable de Zacharias Smith resonó en todo el estadio.
"Y ahí va Weasley, con esa forma tan peculiar de volar... ¿es miedo lo que veo en sus ojos, o simplemente viento en contra?", comentó Smith, con la lengua afilada como siempre.
Pansy gruñó. "Juro que si vuelve a decir algo de las 'piernas temblorosas' de Weasley, me lanzo desde aquí."
Draco no contestó. Tenía los ojos puestos en el campo, analizando cada movimiento. Aunque lo odiara, tenía que reconocer que Gryffindor era un equipo sólido. Blaise, por supuesto, brillaba por su ausencia. Otra vez. Y aunque Tracey sí estaba presente, se veía molesta, con los brazos cruzados y la mirada perdida, como si hubiera tenido una discusión con él.
A mitad del partido, un estruendo hizo que medio estadio girara la cabeza. Desde las gradas de Slytherin, una enorme nube de humo escarlata estalló en el aire, formando letras brillantes que decían: "Gryffindor = payasos con escobas". Draco se llevó la mano a la frente, exasperado.
"Merlín... Theo", murmuró.
Theo, de pie orgulloso en la tribuna, saludaba con una reverencia mientras el humo giraba en círculos antes de disiparse. Algunos Slytherin se reían, otros aplaudían, pero Draco solo suspiró. No era gracioso. Ni ingenioso. Solo innecesario. Y por culpa del numerito, Weasley parecía más nervioso que nunca. Lo vio mirar a su alrededor, desorientado, como si esperara que algo le explotara en la cara. Harry voló directo hacia él y le dijo algo que pareció devolverle el alma al cuerpo: Weasley asintió, respiró hondo, y volvió a su puesto.
Draco entrecerró los ojos, más molesto que antes. No con Theo, ni siquiera con Smith. Sino con la chica Weasley.
Volaba con una determinación que le crispaba los nervios. Iba tras la quaffle como si de eso dependiera su vida, pero Draco no era tonto. No era por los puntos. Era por Potter. Se notaba en cada mirada que le lanzaba, en cómo esperaba que él la elogiara. Estaba desesperada por su atención.
Y lo que Draco no soportaba era que Cho Chang, la buscadora de Ravenclaw, parecía estar jugando a otro tipo de caza. No dejó de rondar a Potter en todo el partido. Lo seguía como si fuera el snitch dorado, hablando, sonriendo, y una vez incluso lo tocó en el brazo. Draco se mordió el interior de la mejilla para no gritar.
Cuando Gryffindor atrapó la snitch y el marcador finalizó en 450 a 140, Draco sintió una mezcla de satisfacción y rabia. No por la victoria de Potter—eso, en secreto, le agradaba—sino por el espectáculo que había presenciado.
Pero entonces Potter voló hacia él. No preguntó, no dudó. Simplemente lo subió a su escoba, y Draco, aunque resopló como si lo molestara, se aferró a él con naturalidad. En el aire, el frío era más agudo, pero no le importó cuando Harry lo besó con una sonrisa.
"¡Señores Potter y Malfoy! ¡Bajen ahora mismo!", rugió McGonagall desde las gradas. Smith aprovechó para soltar un comentario venenoso, pero su voz se cortó de repente.
Draco se giró, curioso. Smith tenía la boca abierta, paralizado. Pansy, más abajo, le lanzó un guiño descarado y escondió su varita en la manga. Granger, al notarlo, soltó una carcajada.
Aún en el aire, Draco se inclinó hacia Potter y susurró: "Por haber ganado... mereces un premio."
Harry se sonrojó hasta las orejas. Cuando intentó besarlo, Draco se apartó con una sonrisa ladina.
"Si no quieres matarnos a ambos, lo mejor será que bajemos."
Harry frunció el ceño, visiblemente herido, pero antes de que pudiera decir algo, Draco le tomó el rostro entre las manos, con firmeza, y lo besó con pasión.
El rugido del equipo de Gryffindor acercándose los hizo separarse. Draco bajó la mirada, maldiciendo la interrupción, pero aún con los labios húmedos del beso. Si no fuera por esos gritos, pensó mientras descendían, habría cometido un acto demasiado vulgar con tanto público presente.
Ahora caminaba al lado de Potter, apenas a unos pasos de distancia, con las túnicas ondeando en un silencio cargado de electricidad. Las luces cálidas de los vestidores de Gryffindor se colaban por las rendijas de la puerta de madera, y del otro lado se oían risas, silbidos, el sonido de botas contra el suelo de piedra, ropas cayendo al suelo, y vítores anticipados por la fiesta que se avecinaba.
Draco sintió el calor sofocante del lugar apenas entró, aunque no por el ambiente, sino por estar allí, en territorio ajeno, con las mejillas aún tibias y el corazón acelerado. La mayoría del equipo ya se estaba cambiando de ropa, apresurados por subir a la sala común. La chica Weasley tiró su túnica al banco con una risa estridente, y Dean le lanzó un elogio que hizo rodar los ojos a Seamus.
Draco se apartó hacia un lado, cruzándose de brazos mientras apoyaba un hombro en el marco de la puerta, desde donde tenía visión directa hacia el exterior. Fue entonces que lo vio: Blaise, a varios metros de distancia, discutiendo con Pansy. Las palabras se perdían en el aire, pero la tensión era visible incluso a esa distancia. Los gestos de ella eran cortantes, y los de Blaise, más retraídos, aunque firmes.
En un punto, Blaise alzó la mirada y la encontró con la de Draco.
Draco alzó ambas cejas en un gesto sutil, casi perezoso, como diciendo “Estoy esperando a Potter. ¿Pueden desaparecer, por favor?” Blaise lo entendió al instante. Asintió, con una expresión neutral, y tomó a Pansy del brazo, guiándola hacia el castillo mientras ella murmuraba algo entre dientes.
Detrás, los amigos de Potter —Weasley, Granger y Longbottom— tenían una discusión a media voz. Granger parecía estar dando un sermón, Weasley refunfuñaba, y Longbottom solo asentía como si no entendiera del todo. Cuando salieron, apenas le dedicaron una mirada a Draco, aunque Granger lo observó unos segundos de más, como si quisiera decir algo… pero se contuvo.
Draco no se molestó en prestarles atención. Porque en cuanto la puerta volvió a cerrarse detrás de ellos, Potter lo jaló por el brazo con una urgencia apenas contenida, llevándolo más al fondo del vestidor, donde el murmullo del mundo desapareció bajo el eco del silencio y los respiraciones agitadas.
“Sabes que eso fue una locura, ¿cierto?” susurró Harry con una media sonrisa, con la espalda contra las casillas del fondo donde aún colgaban túnicas rojas con bordados dorados.
Draco alzó una ceja. “¿Lo de ganar o lo de besarme frente a todo el colegio?”
“Ambas.”
“Y aún así no puedes dejar de buscarme.”
Harry lo sostuvo por la cintura con ambas manos. “No puedo. Lo sabes.”
Draco se dejó acercar, aunque sus dedos se cerraron en la tela del jersey de Quidditch de Potter. Lo atrajo hacia él, lentamente, como si saboreara el gesto más que el resultado.
Sus labios se encontraron, esta vez sin público, sin interrupciones. Fue un beso lento, embriagador. De esos que no piden permiso y se quedan.
Las manos de Harry subieron por debajo del abrigo de Draco, tocando la camisa blanca aún desabrochada desde la mitad del pecho. Draco jadeó contra su boca, sintiendo el pulso acelerarse de nuevo.
“Podrías venir con nosotros a la fiesta, sabes,” murmuró Harry con los labios rozándole el cuello.
Draco soltó un suspiro, cerrando los ojos. “No puedo. Tengo una reputación que mantener.”
“Lo haces bien.”
“Lo sé.”
Potter lo empujó suavemente contra una pared, sus cuerpos rozándose con una fricción que prometía incendios.
“¿Mi premio?” susurró Harry en su oído, y Draco sonrió, sintiéndole el temblor en los dedos.
“Te lo di antes, ¿no lo recuerdas? Aunque…” deslizó una mano por el cuello de Harry, entrelazándola con su cabello, “podría darte otro.”
Cuando lo besó esta vez, no fue con la pasión salvaje del campo, sino con algo más peligroso: una dulzura profunda, un deseo lento, como si se conocieran desde siempre.
Y cuando se separaron, respirando con dificultad y sonriendo apenas, Draco apoyó la frente contra la de él.
“Mañana me vas a felicitar por lo buen cazador que soy,” murmuró.
“Lo haré,” prometió Harry.
Draco alzó la mirada. “Y no le vas a hablar a la Chang. ¿Entendido?”
Harry rió, besándole la comisura de los labios. “Eso ni lo dudes.”
Y así se quedaron unos minutos más, Draco desplomado hacia atrás y solamente sostenido por las manos de Potter en sus glúteos mientras lo penetra rápidamente contra la pared de madera entre el olor del sexo y victoria, gimiendo hasta sentir que la carga de emoción y placer los abruma.
El nombre de Draco en los labios de Harry es absorbido por un beso con el cual intentan recuperar el aliento antes de volver a ponerse la ropa y subir hacia una celebración que espera a Harry. Sin embargo, Draco no puede evitar hacer una mueca de desagrado al sentir el semen de Potter gotear de su interior y bajar por sus piernas.
El eco de sus respiraciones aún flotaba en el vestidor. Un silencio espeso, cargado de lo que acababan de hacer, se extendía entre ellos, interrumpido solo por el chasquido de la cremallera de una túnica o el leve roce de tela sobre piel.
Draco, de espaldas a Harry, abotonaba su camisa con dedos que temblaban apenas —no por nervios, sino por ese molesto y persistente rubor en las mejillas que no lograba sacarse de encima. Sus pantalones estaban algo torcidos, la camisa arrugada, y su corbata colgaba de su cuello como si fuera un lazo a medio deshacer.
“Esto es ridículo,” murmuró, echándose el cabello hacia atrás con gesto irritado. “Parecemos adolescentes… bueno, técnicamente lo somos, pero aún así.”
Harry rió por lo bajo, aún terminando de colocarse el cinturón del uniforme y buscando su túnica del equipo entre un montón de ropa sudada. “Tú pareces bastante satisfecho para estar quejándote.”
“No me quejo del resultado,” dijo Draco, dándose la vuelta con la barbilla en alto, “sino de lo fácil que me dejé llevar. No planeaba asistir a tu patética fiesta, Potter.”
Harry alzó una ceja mientras se colocaba la túnica, observándolo con esa sonrisa molesta y encantadora. “¿Y qué te hizo cambiar de opinión?”
Draco se detuvo un momento, mirando sus propios reflejos difusos en los casilleros de metal. Se encogió de hombros.
“El… entusiasmo. Supongo.”
Harry se acercó un paso más. “¿Y si te digo que me gustó ese entusiasmo?”
Draco lo miró con ojos entrecerrados. “Te juro que si intentas besarme otra vez aquí mismo, me largo al castillo sin decir una palabra.”
“No iba a hacerlo,” se defendió Harry, alzando las manos con una sonrisa traviesa. “Bueno… no en serio.”
Draco chasqueó la lengua, ajustándose el cuello de la túnica negra. Luego tomó su varita y se apuntó el pecho. “Tergeo,” murmuró, y una corriente mágica le limpió la ropa y el cuello marcado que tanto había tratado de ignorar.
Harry lo imitó con torpeza. Draco lo miró de reojo, exasperado.
“No puedo creer que iré a esa sala común decrépita solo porque no tuve fuerza de voluntad para decirte que no.”
Harry caminó hacia la puerta, abriéndola apenas unos centímetros para mirar hacia afuera, y luego volvió a mirar a Draco, sonriendo con los ojos brillantes.
“No tienes que quedarte toda la noche. Solo… un rato. Te debo una copa de mantequilla espumosa. Y creo que Hermione quiere interrogarte.”
“Merlín.” Draco rodó los ojos, suspirando con resignación mientras pasaba junto a él. “Si me pregunta cuál fue tu puntuación en Encantamientos del tercer año, me lanzo por la ventana.”
“Prometo distraerla.”
“Más te vale.”
Salieron juntos del vestuario, el pasillo retumbando con ecos de música y risas provenientes de los pisos superiores. A medida que subían, Draco podía sentir el cambio en el aire: la calidez del fuego, el olor a pastelillos recién hechos, los murmullos de victoria llenando cada rincón del castillo.
Y mientras caminaba al lado de Potter, con el cuerpo aún tibio por lo que acababan de hacer y la mente aún algo nublada por el placer, Draco se sorprendió pensando que… tal vez no sería tan terrible quedarse un poco más.
Después de todo, si esa era la recompensa por una victoria de Gryffindor… quizá podía aprender a tolerarlas de vez en cuando.
Chapter 20: Tus uñas en mi piel. Traga mis pecados
Summary:
Advertencias específicas
Sexo entre menores de edad.
Doble contenido sexual 🙈🙊
Chapter Text
La fiesta de Gryffindor estaba en pleno auge. Luces cálidas flotaban en el aire, iluminando las paredes con destellos dorados. Una docena de estudiantes danzaba al ritmo de una música estridente conjurada mágicamente, mientras copas flotaban solas de un lado al otro, llenas hasta el borde de ponche con un sospechoso aroma a canela y ron de mantequilla. El aire era peso, cargado de magia juvenil, euforia y calor humano. Draco se sintió como un cisne plateado lanzado al medio de un corral de gallinas escandalosas.
Apenas cruzó el umbral del retrato junto a Potter, las conversaciones se apagaron con la velocidad de un hechizo silenciador. Las miradas cayeron sobre él como lluvia ácida. Murmullos, susurros venenosos, risitas que perforan su orgullo como flechas envenenadas.
Un vaso cayó de manos temblorosas. Una chica soltó un jadeo ahogado. Finnigan dejó de bailar con Thomas solo para mirarlo como si Draco fuese un boggart encarnado.
“Encantador recibimiento”, murmuró Draco, irónico. “¿Acaso esperaban que llegara en una carroza tirada por thestrals?”
Harry, con una sonrisita contenida, no dijo nada. Pero Draco ya estaba sintiendo cómo la tensión en sus hombros se multiplicaba.
Y entonces lo vio. Blaise y Pansy. Sentados como si fueran parte habitual del decorado rojo y dorado, conversando con… Granger.
Draco parpadeó.
“¿Qué… qué clase de realidad distorsionada es esta?”
Estuvo a punto de marchar hacia ellos para exigir una explicación, pero el destino, siempre cruel, tenía otros planos.
Un estruendo de chillidos femeninos cortó el aire como un hechizo explosivo. Draco giró con fastidio y vio un enjambre de chicas saltando, riendo, señalando hacia el sofá más cercano a la chimenea. Lavender Brown estaba sentada en el regazo de Weasley, besándolo con tal entusiasmo que Draco midió seriamente la posibilidad de que estuviese intentando devorarlo. Literalmente. La escena era tan grotesca como fascinante de una manera turbia.
Pero no fue eso lo que le hizo fruncir el ceño.
Fue la figura de Granger cruzando el retrato, con el rostro tenso, la boca apretada, el cabello más salvaje de lo habitual. La seguía Pansy, inexpresiva, con paso firme. Y justo detrás, Blaise, lanzando una mirada que prometía la muerte a Weasley, quien seguía hundido en el cuello de Brown como si el mundo no existiera.
Draco ni pensó. Se volvió hacia Potter, le estampó un beso rápido, casi desafiante, y susurró:
“Vuelvo enseguida.”
Al girar, empujó sin remordimiento a una chica de cabello negro que se acercaba peligrosamente a Harry.
Ojalá le hubiera torcido la nariz.
Salió a los pasillos y se dejó guiar por los ecos. Si no fuera porque conoció a Pansy desde que ambos podían sostener una varita, jamás la habría encontrado. Pero su risa se filtraba entre las piedras y, junto al murmullo de voces, lo condujo a una puerta entornada.
Draco se asoma. Y lo que vio casi lo mata.
Pansy estaba contra la pared, con Granger encima. Sus labios estaban unidos con una desesperación carnal que parecía arrastrar consigo toda la tensión del universo. Las manos de la Gryffindor estaban en la cadera de Pansy, la rodilla peligrosamente alzada entre sus muslos. La pared parecía contener la respiración.
Draco sintió que el estómago se le hundía. Abrio la boca. La cerrada. Abrio otra vez. Nada salió.
Estoy alucinando. Estoy atrapado en una pesadilla alimentada por ponche adulterado.
Una mano firme, cálida, le cubrió la boca y lo arrastró hacia atrás. No se resistió. Era Potter.
Cuando se giró y lo vio, sus miradas se cruzaron en un instante de mutuo trauma. Y entonces… rieron. Una risa rota, nerviosa, el tipo de risa que nace cuando la realidad deja de tener sentido y lo único que queda es el delirio.
Pero la puerta se abrió de golpe.
Granger salió, el rostro rojo como un tomate, los rizos rebotando salvajes. Les lanzaron una mirada que decía "ni una palabra" antes de girar por el pasillo.
Y luego salió Pansy, ordenando su falda diminuta con la dignidad rota de quien ha sido descubierta en pleno escándalo. Draco notó el desgarrón en la malla negra que trepaba por su muslo como un susurro indecente.
“Pans, tus pantis—”
“Ni una palabra, Draco”, dijo ella, aún jadeando.
Y entonces, como si la noche no tuviera suficiente, Brown irrumpió en el pasillo, llorando a yeguas, con Patil tras ella, lanzando dagas con la mirada.
“¡Ahora sí pueden reírse, serpientes traicioneras!”
Draco y Pansy se miraron. Algo no cuadraba. ¿Dónde estaba Blaise?
El pánico lo recorrió como una corriente eléctrica. Se volvió hacia Potter.
“¡Contraseña, ya!”
Sin discutir, Harry obedeció. El retrato se abrió y Draco entró como un huracán.
La escena que lo recibió le robó el aliento. Literalmente.
En medio de la sala común, bajo la luz cálida de las velas flotantes, Blaise estaba besando a Weasley. No un beso casto. No un beso robado. Un beso como si Blaise estuviera buscando redención entre los labios de la comadreja.
Las manos de Blaise estaban en la cadera de Weasley, subiendo bajo la camiseta, y el pelirrojo respondía como si hubiera estado esperando esto toda su vida. Draco dio un paso y sintió que las piernas le flaqueaban.
“No. No. No puede ser…”
Potter lo mantuvo justo un tiempo.
—Draco, ven. Vamos.
Lo guiaba hacia las escaleras, pero Draco no podía apartar la vista. Como si necesitara convencerse de que sí, que Blaise también se había unido a la decadencia Gryffindor. El colmo de la traición.
La puerta se abrió de nuevo.
Granger y Pansy entraron, y la reacción fue inmediata. Granger se quedó sin aire. Pansy se detuvo, tan blanca como el mármol de los pasillos.
Draco sintió vértigo.
No se desmayó solo porque no quería caer rodando por las escaleras con la dignidad arrastrándose detrás de él.
Pero estaba seguro de algo: esa noche era la confirmación definitiva de que el universo lo odiaba personalmente.
Y Draco quería morirse. O maldecir a todos. O besar a Potter hasta que el mundo dejara de girar.
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
En algún lugar del castillo Hogwarts
El aula estaba vacía. Silenciosa, como si el castillo entero hubiera olvidado que aquella habitación existía. Solo la luna se acordaba de ella, proyectando su luz blanca sobre las losas grises del suelo, filtrándose por las altas ventanas góticas como el último suspiro de una promesa olvidada. Blaise Zabini estaba allí, de pie, con la espalda recta y los ojos entornados. Era una figura tallada en sombra y plata.
Ronald Weasley respiraba con dificultad, su cuerpo extendido sobre el escritorio del profesor, con las piernas abiertas a cada lado. No era un gesto voluntario. Era algo más primitivo. Algo que lo arrastraba a un abismo de deseo que no comprendía del todo. Y Blaise estaba entre sus piernas, mirándolo como un depredador mira a una presa que se ofrece voluntaria.
El silencio entre ellos no era incómodo. Era expectante. Casi reverente. Como si incluso las piedras contuvieran el aliento.
Blaise se inclinó hacia adelante, apoyando una mano en la madera envejecida del escritorio, justo al lado de la cadera de Ron. Su otra mano, de dedos largos y precisos, subió lentamente por el torso de Gryffindor, delineando el borde de su camiseta.
"Yo no soy Draco", dijo con voz baja, con ese acento indolente que siempre parecía esconder una amenaza, o una risa. Oh ambas. "No voy a jurarte amor ni lealtad."
La tela de seda negra de su camisa brilló tenuemente bajo la luna mientras comenzaba a desabotonarla con movimientos fluidos, como si se deshiciera de una piel que ya no necesitaba. Cada botón que caía dejaba a la vista una franja más de su pecho firme, de su piel oscura y tersa, de su cuello largo adornado con una fina de oro.
Ron no dijo nada. No podía. Tenía la boca entreabierta, los labios enrojecidos, los ojos brillando como si estuviera bajo un hechizo. Tal vez lo estaba. Tal vez Blaise era una maldición ambulante y aún así, uno deseaba beber de ella.
"Precioso", continuó Blaise, mientras se deslizaba más cerca. La palabra sonó casi cruel en sus labios. "Puedes divertirte con quien quieras. Porque yo haré lo mismo. No eres el único al que puedo recurrir."
La camisa ya colgaba de sus muñecas. Blaise la dejó caer al suelo, sin mirarla. Toda su atención estaba en Ron. En cómo su pecho subía y bajaba. En el leve temblor de su muslo derecho. En el rubor que se extendía por su cuello.
"A diferencia de mis amigos", dijo con lentitud, como si cada palabra estuviera calculada, afilada, veneno en plata, "yo no nací para estar en un solo lugar sin aburrirme".
Sus dedos se deslizaron debajo de la camiseta de Ron. La levantó despacio, sintiendo el calor de su piel, el estremecimiento que lo recorrió cuando sus uñas rozaron la línea de su abdomen. Ron no lo detuvo. No lo empujó. Se dejó hacer.
"A menos que puedas convertirte en alguien más interesante", susurró junto a su oído, con una voz que rozaba la amenaza y la caricia, "no intentas quedarte. Porque te voy a romper. Y volverás pidiendo más".
El Gryffindor tragó saliva. Su mirada estaba fija en Blaise, no como quien observa a alguien que desea, sino como quien contempla algo que no entiende del todo, pero a lo que no puede resistirse. Como un fuego que no calienta, sino que consume.
Blaise lo besó entonces. No con dulzura. No con ternura. Sino con esa intensidad que deja marcas, que reclama territorio. Sus labios eran firmes, seguros, con una arrogancia que rozaba lo insoportable. Y aún así, respondió Ron. Su mano subió, temblorosa, hasta la nuca de Blaise. Sus labios se abrieron bajo los de él. Su espalda se arqueó cuando la camiseta finalmente fue despojada de su cuerpo.
La luna continuaba espiando desde la ventana. El único testigo de aquel encuentro donde el deseo se mezclaba con la amenaza, donde la seducción era también una forma de control. Blaise se mueve como una serpiente, con elegancia y peligro. Cada caricia suya era un roce de hielo ardiente, una advertencia disfrazada de placer.
Ron no huyo. No retrocedió. No lo empujó.
Era como si lo supiera. Como si entendiera que Blaise Zabini no ofrecía amor, ni redención, ni seguridad. Solo ofrecía la caída. Pero una caída hermosa. Irresistible.
Blaise cayó por su cuello, marcándolo con los labios, con los dientes, con el aliento contenido. Ron jadeó. Se acercó al borde del escritorio. Blaise suena contra su piel.
"Eso es", murmuró. "Déjate caer."
Ron no respondió. No podía. Sus manos, temblorosas, descansaban sobre la madera debajo de él, y aunque todo en él parecía advertir que aquello era una locura, una condena, no había ni un solo indicio de que fuera a alejarse. Cuando Blaise inclinó el rostro y rozó sus labios apenas, Ron fue quien rompió la distancia, aferrándose a él como si la piel de Blaise fuera lo único que aún lo mantenía conectado al suelo.
El beso fue una guerra. Un incendio contenido por años de represión, vergüenza y hambre. Blaise devoraba como si tuviera que reescribir la historia de cada caricia prohibida entre Gryffindor y Slytherin. Ron gemía bajo su toque, enredando sus dedos en el cabello oscuro de Blaise mientras sus caderas se arqueaban involuntariamente contra él.
La varita de Blaise rodó por el escritorio, olvidada. Nada de esto requeriría magia. El hechizo ya estaba hecho. Y Ron era un alma atrapada.
“¿Sabes qué me gusta de ti, Weasley?” preguntó Blaise contra sus labios, con una sonrisa que parecía una amenaza vestida de seda. “Que ni siquiera tú sabes si me deseas o me temes más”.
Ron abrió los ojos, apenas. Sus pupilas dilatadas, su cuerpo expuesto al aire fresco del aula, los músculos tensos por la expectativa.
“Yo…” comenzó, pero la frase se perdió en un jadeo cuando Blaise mordió su cuello, dejando una marca que dolía con placer.
"Shhh", susurró Blaise. "No necesitas hablar. Solo sentir."
Y Ron sintió. Cada movimiento, cada caricia que oscilaba entre lo divino y lo cruel, cada palabra que se arrastraba por su oído como un veneno lento. Blaise lo empujó ligeramente hacia atrás sobre el escritorio, inclinándose sobre él como una sombra, como un castigo, como un deseo demasiado tarde comprendido.
La luna, indiferente, los observaba desde la ventana, como un espectador eterno del pecado humano. El frío de la piedra bajo el escritorio contrastaba con el calor entre sus cuerpos, con los jadeos que comenzaban a llenar el aire, con los dedos de Blaise que se deslizaban por la piel desnuda de Ron como si lo conociera mejor que él mismo.
Y en medio de todo ese caos sensorial, Blaise me escuchó.
Porque esta era su naturaleza: seducir, destruir, renacer. Porque el fuego no suplica. Arde solo.
Y Ronald Weasley —pobre Gryffindor de corazón ingenuo— acababa de convertirse en su nueva llama favorita.
Cuando Blaise decidió que era momento de dejar de jugar con Ron se volvió a enderezar y dar un par de pasos hacia atrás para terminar de desnudarlo por completo. La cara de Weasley ardía de vergüenza cuando Blaise le alzo ambas piernas para ver con más detalle su trasero.
Ronald ni siquiera sabía cómo organizar sus palabras y pedirle a Zabini que dejara de mirarlo.
“Tienes un trasero muy bonito, uno de los mejores hasta ahora sin duda.” Blaise parecía estar examinando un nuevo regalo en vez de la única parte que hasta ahora nadie había visto.
Ronald sintió a Zabini soltar una de sus piernas y con la mano libre agarrar una de sus mejillas y moverla hacia un lado, por un instante Ron sintió que moriría ahí mismo de la vergüenza cuando la presión de un dedo en su entrada aún virgen le causara una punzada de placer y dolor.
Blaise esta tan dichoso, era como si la navidad y su cumpleaños se mezclaron en un solo día. Había muy pocos chicos guapos como Weasley que aún eran vírgenes, para Blaise era lo más justo de que fuera él quien tomara la virginidad de Weasley, después de todo Draco y Pansy estarían divirtiéndose con el resto del trío dorado. Con un breve tarareo de satisfacción, Blaise paso su pulgar por el pequeño orificio, sabía muy bien cómo preparar a Weasley para que pudiera tomarlo sin lastimarlo, después de toda la especialidad de Blaise eran las vírgenes y los castos.
El saber que pronto se hundiría en el apretado y orgulloso Gryffindor lo estaba volviendo cada vez más ansioso.
Con cada caricia que Zabini le provocaba en ese lugar hizo que Ron soltara tímidos gemidos que nunca antes había soltado hasta ahora. Para su completo horror sintió algo frío y resbaladizo salir de su propio interior, Ron no sabía que eso era posible hasta ahora, el dedo empezó a presionar con más fuerza y no pudo evitar gritar cuando lo sintió ingresar.
Le gustaba y mucho a Ron todo lo que estaba haciendo Zabini con su dedo, pero una voz en su cabeza le empezó a molestar recordándole lo desecha que se sentiría su madre si supiera lo que Ron esta dejando que un Slytherin le hiciera sentir un placer desconocido hasta ahora.
Blaise casi se ríe al ver que Weasley empezó a temblar sobre la mesa y gemir como la mejor puta solo podría hacerlo, se pregunta si Weasley ya tenía alguna clase de experiencia, aunque el rubor era una muestra de que Weasley era el típico mago sangre pura que ni siquiera se masturbaba porque se guardaba hasta el matrimonio.
Sin aviso previo introdujo dos dedos dentro de Weasley provocando que arqueara la espalda y chille como un alma torturada. Blaise hizo aparecer más lubricante en sus dedos para que sus dedos pudieran moverse con facilidad.
Weasley parecía haber nacido para ser usado y Blaise lo había estado buscando toda su vida.
Mientras Ron seguía cabalgando la ola de su placer escucho muy a lo lejos el sonido de una cremallera abriéndose y de tela cayendo al suelo, Ron intentó muy débilmente recuperar el control, pero su cuerpo se lo impedía.
Ron sintió que los dedos de Zabini salían de su interior con un sonido húmedo que aumentaba su vergüenza, en un segundo sintió como la cabeza del pene de Zabini se detuvo en su entrada húmeda y lubricada.
“Espera… Yo no…”
“Tranquilo, no dolerá mucho.”
Zabini lo tomo de la cintura y lo jala hacia el borde del escritorio, Ron tuvo que relajarse mientras sentía a Zabini forzar en su entrada, era demasiado grande y Ron no pudo contener sus lágrimas.
Con un solo movimiento, Blaise empezó a entrar en Weasley. Blaise tuvo que taparle la boca a Weasley cuando gritó al sentirlo deslizarse en su caliente y apretado interior. Era mil veces mejor que con los otros chicos con quienes Blaise se había acostado, Weasley lo estaba prácticamente estrangulándolo. Blaise tuvo que detenerse para no venirse ahí mismo.
Ron temblaba, gemía y gritaba, su propio cuerpo lo obliga a no moverse mientras Zabini lo llenaba con su enorme pene que parecía no tener fin. Ron podía sentirlo en su estómago, estaba seguro de que estaría arruinado. Zabini lo estaba arruinando y le fascinaba.
“Eso es”, dijo Zabini cuando entró por completo, ambos tenían la respiración agitada y el rostro perlado en sudor por el esfuerzo de no correrse. “Solo… debes de acostumbrarte… todo será más sencillo después.”
Fueron los más largos minutos de su vida para Ron esperar a que su interior dejara de arder por el dolor de ser atravesado de esa forma.
Blaise comenzó a moverse muy lentamente, saliendo casi por completo y hundiéndose del todo, repitió los movimientos hasta que Weasley dejó de temblar.
Zabini los llenaba por completo, el sonido de sus pieles chocando y el firme agarre en sus glúteos lo estaban volviendo loco.
Los pequeños gemidos de Weasley pasaron a ser desesperados. Blaise acomodo las piernas de Weasley sobre sus hombros y aceleró la velocidad, el escritorio se movía y sonaba al mismo ritmo que las embestidas de Blaise, sentía que podía morir ahí mismo y seria la muerte más deliciosa.
Ron no pudo evitar gritar cuando su interior empezó a tensarse, Zabini estaba presionando algo dentro que crecía con cada movimiento, cuando la tensión se volvió demasiada Ron sintió que ya había muerto, las paredes de su interior empezaron a sufrir de espasmos por su orgasmo.
Blaise se aferro a Weasley con toda su fuerza, era la mejor presión que su pene sufría hasta ahora, Blaise aumentó aún más sus embestidas, con desesperación y anhelo puro.
Dando un último golpe, Blaise dejo de moverse y se corrió dentro de Weasley, vaciándose por completo en el pelirrojo que parecía destrozado. Blaise no salió hasta sentir que todo su semen estaría dentro de Weasley.
Blaise se rio al darse cuenta recién que no había lanzado ningún hechizo de protección ni usado el condón que ocasionalmente usaba, su madre estaría furiosa cuando se enterara, pero el ver como su semen se escapaba de Weasley valía la pena el grito que recibiría de Lady Zabini.
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Dormitorio masculino de sexto año, torre de Gryffindor
Draco no recordaba haber cruzado escaleras, ni mucho menos cómo terminó aquí. Pero ahora, recostado en la cama de Potter, la única constante era el olor a algo limpio y recién lavado. Las sábanas de lino verde oscuro que él mismo había elegido para Harry, con la excusa de que “nadie decente duerme entre ese horror de algodón desteñido”, lo envolvían con una suavidad que contrastaba peligrosamente con la forma en que su cuerpo temblaba.
El dormitorio estaba silencioso, vacío, iluminado apenas por la luz lechosa de la luna que se colaba por la ventana entreabierta. Las sombras danzaban sobre las paredes de piedra como si se burlaran de él. Draco tenía el torso desnudo, la camisa arrojada sin cuidado al suelo, y su cabello rubio, suave como la seda más cara, se desparramaba sobre las almohadas como un halo pálido.
Harry estaba inclinado sobre él.
Los labios de Potter descendían lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo para memorizarlo. Besó la clavícula de Draco con devoción callada, luego su pecho, justo entre las costillas. Y cuando los labios se demoraron allí, Draco presionó los ojos y sintió cómo una tibia oleada se expandía desde su abdomen.
“Deja de hacer eso”, murmuró, con la voz más débil de lo que esperaba.
Harry suena contra su piel. Lo sentí. Esa maldita sonrisa.
“¿Hacer qué?” preguntó, finciendo inocencia mientras su lengua dibujaba un camino perezoso hacia el esternón de Draco.
Draco se estremeció, las mejillas ardiendo.
“Provocarme como si no supieras lo que haces.”
Potter levantó la cabeza, las lentes dejaron a un lado, el verde de sus ojos brillantes incluso en la penumbra. “Oh, sé perfectamente lo que hago”.
Y volvió a bajar.
Draco arqueó apenas la espalda, una mano aferrada a la sábana, la otra enterrándose en el cabello desordenado de Harry.
La respiración de Potter era caliente contra su piel, cada beso una caricia líquida que se deslizaba entre nervios expuestos. Y sin embargo, había algo más. Algo que lo mantenía atado ahí, vulnerable, entregado.
Era Harry. Era esa mirada suya, salvaje y dulce a la vez. Como si quisiera devorarlo y protegerlo. Como si pudiera romperlo y luego reconstruirlo con sus propias manos.
“Te ves tan distinto aquí”, susurró Potter, bajando hasta el vientre. "Sin fachada de niño rico arrogante. Solo tú. Así."
Draco tragó saliva, una mano cubriendo los labios para no gemir.
“Cállate…”
Pero no lo decía en serio.
Harry subió de nuevo, hasta su rostro, y lo besó. Con hambre, con ternura. Como si no existiera nada más en ese castillo.
Como si no supieran que, al mismo tiempo, abajo, en un aula vacía, las reglas se rompían y las máscaras caían. Ellos no lo sabían. Pero esa noche, en Hogwarts, todo estaba ardiendo.
Draco escucha el clic metálico cuando Potter le desabrocho el cinturón y le bajo los pantalones dejándolo completamente desnudo. Harry ya le había roto en los vestidos de Gryffindor sus calzoncillos con encaje, que Pansy le recomendó usar ese día.
Esta vez fue Harry quien murmuró el hechizo lubricante e ingreso dos dedos de golpe en el agujero aún inflamado y rosado de Draco.
Draco Chillo, intentando inútilmente levantar sus piernas para darle mejor acceso a Potter.
“¡Oh, por Zalazar! Por favor… Potter… por favor…”
“Detesto tanto cuando mencionas otros nombres y lo sabes, Draco”.
Potter ni siquiera fingio estar molesto o arrepentido cuando saco sus dedos y metió tres. Metía y sacaba sus dedos como si quisiera castigar a Draco.
El sonido del chapoteo en la habitación hizo que Draco soltara más chillidos que solo incrementaban el entusiasmo de Potter en estirarle los músculos de su interior, aunque estos ya lo habían estado por lo sucedido hace menos de una hora.
“¡Que bien se siente, no te detengas!” suplico desesperado Draco. Potter le agregó un dedo más, expandiendo su agujero y la sensación de pasar a ser completamente fuera de otro mundo para Draco.
Harry tuvo más cuidado en sus movimientos, el agujero de Draco lo estaba absorbiendo haciendo que sus dedos sintieran lo de su pene cuando estaba dentro de su novio.
Draco deseaba poder decirle a Potter que dejara de meterle los dedos y usara su pene. Sus gemidos no se detuvieron en ningún momento, los dedos de Potter empezaron a expandir su anillo de músculos. Draco solo podía balbucear y suplicar que Potter dejara de maltratar su agujero y lo follara de una vez.
De pronto, los dedos salieron y no volvieron a entrar, Draco abrió sus ojos que no sabía que los había cerrado. Harry solo se desabrocho el pantalón para sacar su pene y entrar en su novio.
Draco grito como si lo estuvieran torturando, su interior recibió al pene de Potter como si no lo hubiera tenido nunca, sus músculos cedieron a la presión, estirándose y separándose para abrir a Harry. Esta vez Draco lo sintió más horrible y largo que antes, intentando tomar bocanadas de aire, pero el bruto ya se estaba moviendo, arrastrando la cadera de Draco en el proceso.
Harry jamás dejaría de sorprenderse de lo flexible que era Draco. Harry no sabia si estaban creando una nueva posición, pero sabía que nadie disfrutaría a Draco como él lo haría esa noche y en las próximas.
Mientras Draco seguía balbuceando, retorciéndose y gimiendo el nombre de su amante, Potter lo embistió sin cuidado, manteniéndolo abierto cada que salía, pero siempre manteniendo su cabeza roma dentro de Draco y se volvió a introducir con fuerza, golpeando el trasero con sus testículos como si quisiera enterrar en Draco y nunca más salir.
Draco no sabia que más le gustaba, las embestidas de Potter dentro de su pobre agujero que terminaría más maltratado que la primera vez, el como podía ver a Potter en su vientre cada que entraba o que su cuerpo era completamente sostenido por las manos fuertes de Potter.
Harry continúa penetrando a su novio con movimientos rápidos y fuertes, empujándose dentro del rubio hasta la empuñadura y alzándolo un poco más con cada embestida.
"¡Acosar!" grito Draco cuando se dio cuenta que no solo eran ellos lo que se movían sino también la cama.
Su postura actual le limitaba su visión del rostro de Potter, pero Draco podía jurar que el idiota estaba sonriendo, porque sus embestidas se volvieron más profundas y lentas. La vergüenza inundo a Draco al escuchar como el sonido de sus cuerpos chocando eran ahora más ruidosos y que sus propios gemidos eran completamente lascivos.
Draco solo espero que el ruido no llegue hasta la sala común.
Tal vez, Potter debió pensar lo mismo porque se detuvo apenas unos segundos que Draco aprovecho para respirar, pero el sádico de Potter solo se detuvo para tomar un nuevo ángulo, las embestidas fueron más fuertes y Draco supo que ahora chocaban directamente con ese punto que lo convertía en la puta del elegido.
El placer lo recorrió como fuego, su cuerpo reaccionó a la presión y el dulce placer creció descontrolado en su interior.
Draco estaba completamente entregado a Potter, las embestidas eran demasiados fuertes y rápidas, no controlo sus gritos ni gemidos, dejo que Harry lo tomara, que tuviera el completo control de su cuerpo y placer.
"Me correré dentro de ti. Me sentirás por días y aunque beses a Nott solo me sentirá a mí."
Draco supo que estaba completamente perdido, no iba a poder cumplir el deseo de su padrino.
Draco estaba enamorado, estaba perdidamente enamorado de Harry Potter.
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Harry soltó un fuerte gemido cuando vio a Draco venirse sobre su vientre y salpicarle el pecho. Siguió embistiendo dentro de su apretado y dócil novio hasta vaciarse por segunda vez dentro de Draco.
Esta vez Harry no salió apenas se corrió como hace una hora, si no que espero hasta estar seguro que todo su semen iría a lo más profundo de Draco y la posición que tenia su novio era perfecta para que su semilla inundara su joven y fértil interior.
Harry vio maravillado como es que unas gotas de su semen escaparon de Draco y no pudo resistir su impulso de introducir un dedo para volver a meter su semen dentro de su novio. Draco volvió a gemir deliciosamente por la presión añadida. Harry se retiró lentamente de su dedo, pero aún permaneció dentro de su pene. Hizo casi malabares para mantenerse en equilibrio mientras colocaba el cuerpo de su novio por completo en su cama y al mismo tiempo no salirse del interior de su novio.
El silencio que envolvía el dormitorio era como un susurro contenido en los muros de piedra antigua. La luna se filtraba por la ventana estrecha, su luz plateada extendiéndose como un velo sobre la cama donde Draco yacía, exhausto, con el cabello desparramado como hilos de seda sobre las sábanas oscuras.
Harry estaba tendido a su lado, respirando con lentitud, la mirada fija en el rostro dormido del otro chico. Draco tenía los párpados cerrados con suavidad, el ceño relajado, la boca entreabierta apenas como si estuviera susurrando algo a un fantasma que sólo él podía oír. Se veía… pacífico. Hermoso. Vulnerable, incluso.
A Harry le había costado mucho el decidir limpiar su pecho y vientre de semen, pero tuvo que hacerlo si no quería que al despertar Draco fuera molesto de no haberlo limpiado.
Harry alzó una mano y le apartó un mechón de cabello de la frente con un gesto más íntimo que cualquier caricia anterior. El corazón le toca en el pecho con fuerza. La habitación aún olía a ellos, a sexo y semen de ambos, a piel tibia y al perfume sutil que Draco dejaba tras de sí como una promesa.
Con cuidado, casi con temor de romper el instante, Harry se incorporó. Draco no se movió, solo murmuró algo inteligible en sueños y se volteó ligeramente, dejando que las sábanas resbalaran por su espalda pálida. Harry se apresuró a cubrirlo de nuevo, tirando de la tela hasta que Draco quedó arropado como un secreto que debía protegerse a toda costa, antes de que el deseo volviera a él y decidiera volver a jugar con el agujero muy rosado e inflamado de su novio.
“Duerme”, murmuró Harry, apenas audible.
Se deslizó fuera de la cama, descalzo, pisando con suavidad sobre las alfombras gastadas del dormitorio. Recogió su camisa, la camisa olvidada de Draco, sus pantalones arrugados. Su cuerpo dolía de forma dulce, como si cada músculo recordara dónde había sido tocado y cómo. Aún sentía el peso de Draco sobre sus manos, su voz jadeante, su piel caliente. Fue… diferente a las otras veces. Había una ternura casi peligrosa de la manera en que Draco se entregó por completo al placer.
Harry se acercó a las cortinas de la cama y, justo cuando iba a cerrarlas por completo, la puerta del dormitorio se abrió.
Voces.
“Shhh… vas a despertar a los demás”.
Era Decano. Decano Tomás. Y otra voz, más baja, ronca de risa como si estuviera borracho. Seamus.
Harry quedó inmóvil, paralizado como una estatua. Se escondió tras la sombra de las cortinas medio corridas, el corazón golpeando contra sus costillas con violencia. Rezó porque no lo vieran. Rezó porque Draco no despertaría y decidió irse a su habitación en Slyhterin.
Los pasos se acercaron, tambaleantes.
“¿Estás seguro de que Neville no está aquí?” preguntó Dean en un susurro urgente.
“¿Te parece que me importa Neville ahora mismo?” Respondió Seamus, y oyó el sonido suave de una chaqueta cayendo al suelo.
Harry se cubrió la boca con la mano. Los pasos llegaron hasta la cama contigua. El crujido del colchón, el roce de piel con tela. Luego, besos. No tímidos ni inocentes. Besos desesperados, húmedos, acompañados de jadeos reprimidos y roces que no dejaban espacio a la duda.
Harry no podía ver, pero podía escuchar.
“Dean… Dios, estás loco”, murmuró Seamus entre risas ahogadas. Definitivamente estaba borracho.
"Shhh, cállate. No hagas ruido".
Un gemido. Muy bajo. Pero lo suficiente.
Harry sintió cómo el horror se le enredaba en el estómago. Dean estaba saliendo con Ginny. Ginny. La hermana de Ron. La chica que él mismo consideraba como una hermana.
Y ahora… esto. Esta traición muda y húmeda detrás de una cortina del dormitorio compartido. Harry sintió que no debía escuchar, que aquello era una invasión, que debía taparse los oídos, volver a la cama con Draco. Pero no se movió. Se quedó ahí, como si el cuerpo le hubiera fallado. Paralizado por el conflicto de emociones.
La vergüenza. La incomodidad. La incredulidad. Sobre todo, el enojo.
Draco se retiró de la cama. Harry giró en redondo, el instinto inmediato de protegerlo tomándolo por completo. Volvió a metros entre las cortinas, cerrándolas de un tirón sin hacer ruido. Se acurrucó junto a Draco, que apenas emitió un suspiro y se volvió hacia él por inercia, como si lo buscara incluso dormido.
Harry pasó un brazo alrededor de su cintura con marcas que empezaban a oscurecerse. Cerró los ojos.
Y mientras los jadeos en la otra cama se hacían más intensos, más urgentes, él se aferró al calor de Draco, al aroma de sus cabellos, al roce de su respiración tranquila.
Harry tuvo que lanzar hechizos de privacidad y de ruido para que Draco no se despertara por el sonido que hacían en la otra cama y porque el mismo Harry no quería escucharlos porque era capaz de matar a Dean con sus propias manos por serle infiel a Ginny, solo esperaba que Draco no se enojara cuando Harry le contara lo sucedido y lo acusara de infiel y de andar celando a Ginny, otra vez.
Chapter 21: He estado aquí todo el tiempo. Entonces, ¿Por qué no puedes verlo?
Chapter Text
Los días pasaban en Hogwarts como copos de nieve arrastrados por el viento: suaves, fríos, y extrañamente apremiantes. El invierno había reclamado cada rincón del castillo, y las festividades navideñas comenzaban a colarse por las grietas de piedra, trayendo consigo un aire perfumado de canela, madera encendida y chocolate caliente.
Draco estaba de mal humor.
No importaba cuán hermoso luciera el Gran Comedor, con sus doce árboles inmensos decorados hasta el último centímetro con velas encantadas que parpadeaban suavemente, lazos de oro viejo, manzanas escarchadas y cientos de esferas de cristal que flotaban en torno a las ramas. No importaba que del techo encantado colgaran ramos de muérdago que reunían parejas ansiosas por besarse, o que los retratos tararearan villancicos con un entusiasmo casi molesto. Draco estaba estresado.
“¡Inútiles!” rugió una tarde mientras se quitaba los guantes de cuero a manotazos, arrojándolos al suelo del vestuario de Slytherin. “¡Todos! ¡No entiendo cómo pueden lanzar una Quaffle con tanta torpeza! ¡Parecen hijos de muggles sin coordinación ni varita!”
Había pasado la tarde organizando pruebas para reemplazar al cazador que había abandonado el equipo. El resultado había sido, por decirlo suavemente, una catástrofe. Jugadores que se caían de la escoba, que lanzaban la Quaffle a sus propios aros, que se reían nerviosos mientras él los miraba con una expresión que prometía muerte lenta.
Severus no había ayudado en nada. Cada vez que Draco intentaba que su padrino interviniera, este solo lo miraba por encima de sus dedos entrelazados, los codos apoyados en su escritorio.
“Preocúpate de tus responsabilidades inmediatas, Draco,” había dicho Snape con voz cansada. “No puedes resolver todo con gritos.”
Así que Draco había dejado la oficina con los dientes apretados y los dedos crispados.
En su habitación, con los hombros tensos y la mandíbula pulsando, lo esperaba Potter.
Harry no preguntó qué pasaba. Lo conocía lo suficiente para saber cuándo Draco no estaba de humor para hablar. Solo le había abierto la manta y le había hecho un gesto para que se metiera en la cama.
Draco lo hizo. Pero en lugar de quedarse quieto, se trepó encima de Harry, lo miró a los ojos y, sin más, lo mordió.
Un mordisco preciso, posesivo, sobre la clavícula. Justo donde la piel era más delgada. Harry jadeó.
“¿Otra vez con eso?” dijo con una risa ronca mientras acariciaba el cabello platinado de Draco.
“No puedo evitarlo,” murmuró Draco, hundiendo la frente contra su cuello. “Necesito descargar esto o voy a explotar.”
“Podrías escribir en tu diario,” bromeó Harry. “O maldecir a Nott.”
“Eso último suena tentador,” dijo Draco, aunque su voz ya sonaba menos tensa. Más somnolienta. Más suya.
Potter, como siempre últimamente, se había comportado como... bueno, como un buen novio, aunque ninguno lo hubiera dicho con todas sus letras. Ninguno había hablado de amor. Ni una sola vez. Y sin embargo, Harry lo abrazaba en las noches, le arreglaba la bufanda antes de salir al frío, le traía pastelillos de calabaza robados de la cocina, y lo besaba bajo cada maldito muérdago que encontraban, como si fuera un juego sagrado entre ellos.
Draco no sabía si Potter lo amaba. No sabía si él mismo quería saberlo.
Mientras tanto, el castillo se transformaba más y más cada día. Los pasillos se llenaban de guirnaldas trenzadas de hiedra y acebo, con campanas que tintineaban levemente al pasar. En las ventanas, el hielo dibujaba filigranas cristalinas. Las armaduras encantadas vestían capas escarlatas con bordes dorados y, de vez en cuando, daban vueltas sobre sí mismas al compás de una tonada lejana que salía de los pasillos encantados.
La fiesta de Navidad de Slughorn se acercaba, y con ella, el caos social que Draco más detestaba. ¿Iría con Potter? ¿O tendría que fingir neutralidad frente a sus compañeros? ¿Qué pasaría si lo veían bailar con él? ¿Qué pasaría si Potter no lo pedía ser su cita?
No era el único confundido. Weasley, por ejemplo, parecía estar al borde de un colapso nervioso. Aunque oficialmente estaba saliendo con Lavender Brown —una relación que Draco encontraba insoportable de presenciar por la cantidad obscena de besos ruidosos en cada esquina—, cada vez que se cruzaba con Blaise, su cara se contraía en una mueca que oscilaba entre el odio absoluto y el deseo no resuelto. Draco, que no era idiota, sabía lo que eso significaba.
Pansy, por otro lado, se había convertido en una especie de hada madrina infernal para Granger. Desde que ambas compartieron un beso —que Draco accidentalmente presenció antes de lavarse los ojos con colonia francesa—, se habían vuelto inseparables. Pansy había transformado a Granger en una amenaza visual: el cabello domado con encantamientos de alisado, túnicas ajustadas con líneas de alta moda, y una nueva confianza venenosa que hacía que incluso a Draco le costara apartar la mirada.
“Son un dúo peligroso,” le murmuró a Harry un día mientras Granger y Pansy pasaban por el pasillo, caminando como si desfilaran sobre una pasarela.
Harry solo rió. “No puedes con ellas.”
“No quiero poder con ellas. Solo quiero que Granger deje de usar mi perfume.”
Y así pasaban los días, con la nieve acumulándose en los alféizares y los estudiantes caminando envueltos en bufandas, compartiendo secretos bajo el muérdago y preparando sus atuendos para la inminente fiesta de Slughorn. Las noches eran más frías, pero los pasillos estaban llenos de calor. Risas, nervios, besos robados. Draco intentaba no pensar demasiado. En lo que sentía, en lo que no decía.
Intentaba no contar cuántas veces Potter lo había besado en lugares públicos, ni cuántas veces se había quedado dormido con la nariz apoyada contra su pecho. Intentaba no preguntarse si eso era amor. Porque si lo era... entonces, Draco tenía todas las de perder.
El día era gris. No del tipo tormentoso, ni siquiera melancólico. Era ese tipo de gris que no ofrece emoción alguna, que se cuela entre las piedras del castillo y se posa en las pestañas con una languidez que arrulla más que irrita. Draco estaba tendido en uno de los amplios sofás de cuero verde de la sala común de Slytherin, con la barbilla apoyada en una mano, mirando sin realmente ver cómo Pansy hablaba consigo misma mientras hojeaba revistas de moda bruja extendidas como un abanico sobre la mesa de centro.
“Esto, definitivamente esto,” murmuraba Pansy mientras alzaba una página con un conjunto de túnicas negras de terciopelo con ribetes en oro. “Aunque Granger es tan... Gryffindor que seguro lo arruinaría con esos zapatos horrendos que usa.”
Draco bufó. No porque le importara cómo Granger se vistiera, sino porque era la vigésima vez que Pansy mencionaba a la chica esa mañana. Y no, al parecer él no recibiría ningún regalo de Yule por parte de su mejor amiga de la infancia. Porque, claro, Pansy estaba demasiado ocupada seleccionando regalos para su nueva mejor amiga.
“Tranquilo, Dray,” dijo Blaise, estirado en otro sofá mientras hojeaba sin atención un ejemplar viejo de Quidditch Hoy. “Yo sí te tengo regalo. O varios.”
Draco levantó una ceja, ladeando la cabeza sin moverse realmente. “Más te vale.”
Y por alguna razón, ese día Potter no estaba en la sala común. Lo cual era, por decir poco, extraño. Su presencia no solicitada se había vuelto tan común que los estudiantes de Slytherin ya ni siquiera se molestaban en mirarlo mal. Simplemente seguían con sus vidas, como si tener al Elegido merodeando fuera lo más normal del mundo. Como si Draco no tuviera que justificarle al retrato cada vez que quería entrar a la casa Gryffindor.
Fue un leve golpe en su regazo lo que lo sacó de sus pensamientos. Un cojín, lanzado con esa pereza elegante tan característica de Blaise.
“¿Que-”
Draco se interrumpió al notar a Astoria Greengrass parada junto a su sofá. Pequeña, de rostro sereno, con los ojos de un verde opaco que solían pasar desapercibidos, al igual que casi todo en ella. Astoria rara vez hablaba. Rara vez se acercaba.
“Quiero hacer la prueba para cazadora,” dijo.
Por un momento, Draco pensó que había escuchado mal. Miró a Blaise, luego a Pansy, quien ya soltaba una carcajada afilada.
“¿Tú?” dijo Pansy entre risitas. “Pero eres tan...”
Astoria no la miró. No parpadeó. Su mirada estaba fija en Draco, con las mejillas apenas sonrojadas.
“Hablé con el profesor Snape. Él dijo que podía hacer la prueba.”
Draco se incorporó en el sillón, sus cejas arqueándose. “¿Tienes escoba?”
“Sí,” dijo con un leve temblor de emoción en la voz.
“Entonces vamos,” respondió Draco, estirándose como un gato, sin quitar la vista de Blaise. “Necesitamos un cazador. Es eso o perder la Copa.”
“Merlín, Draco,” refunfuñó Blaise. “¿De verdad?”
“Eres el único otro cazador, Zabini. Si no vienes, no sabremos si sirve o no.”
Pansy, aún con su risa en la garganta, recogió sus revistas con una sacudida. “Iré por Vincent y Gregory. Al menos ellos se divertirán con esto.”
Draco alzó la voz hacia la otra punta de la sala. “¡Vaisey! ¡A campo, ahora!”
Del fondo, un muchacho delgado de cabello oscuro levantó la vista desde una partida de ajedrez mágico, palideció, y se levantó de inmediato.
Mientras salían por el pasadizo secreto de la sala común, Blaise se acercó a Draco y le susurró:
“¿Estás seguro de esto? Es pequeña y es una niña.”
“Mi padrino la aprobó. Por algo será,” murmuró Draco. “Además, necesitamos a alguien. Cualquiera mejor que los desastres de las últimas semanas.”
Desde detrás de ellos, una voz aguda y molesta, casi histérica, se alzó.
“¡Astoria! No seas ridícula. Vas a hacer el ridículo frente a todo el equipo. ¡Vuelve aquí ahora mismo!”
Pero Astoria no se detuvo. Sus pies seguían firmes tras Draco y Blaise. Y si el rubio notó cómo las mejillas de la menor de las Greengrass se encendían cada vez que lo miraba, no dijo nada. No notó, o prefirió no notar, cómo sus ojos seguían cada uno de sus movimientos, cómo sus pasos se aligeraban al ritmo del suyo.
En la distancia, Vaisey tropezó con sus propios pies intentando alcanzar al grupo, mientras Gregory y Vincent llegaban corriendo, jadeantes, y Pansy los azuzaba como una madre halcón impaciente.
Y el cielo seguía gris. Impasible. Tal como Draco sentía su corazón en esos días: frío, desordenado y peligrosamente en calma, justo antes de una tormenta que ni él mismo sabía si quería evitar o provocar.
Las gradas del campo de Quidditch estaban vacías, cubiertas por un velo blanco que anunciaba la inminente nevada. El invierno se deslizaba sobre Hogwarts con pasos pesados, y los días eran más cortos, más silenciosos, como si todo el castillo contuviera la respiración esperando el fin de algo que nadie quería nombrar.
Pero ahí estaban: el equipo de Slytherin—al menos casi todo—sobrevolando el campo con la determinación grabada en el rostro, el aire helado rozando sus mejillas como cuchillas. Blaise, Vaisey, Crabbe y Goyle, todos formando un círculo en el aire, atentos a la figura delgada y precisa que se deslizaba entre ellos como un suspiro con alas.
Draco la observaba sin pestañear, los dedos firmemente cerrados sobre el mango de su Nimbus 2000. La chica no solo volaba bien, no. Volaba como si la escoba fuera una extensión de su propio cuerpo, como si hubiera nacido entre nubes y no sobre el suelo.
“¿Viste eso?”, murmuró Vaisey a su lado, boquiabierto, cuando Astoria esquivó por enésima vez una Bludger lanzada con brutalidad por Crabbe. La muchacha giró, giró como una snitch viviente, dejando atrás el proyectil como si supiera exactamente dónde estaría antes de que se lanzara.
Blaise resopló, frustrado. “Esto se supone que es una prueba, no un espectáculo de circo.”
“¿Estás molesto porque te quitó la Quaffle por tercera vez o porque lo hizo sonriendo?”, replicó Draco con media sonrisa, la voz teñida de un entusiasmo que no podía ocultar.
Astoria atrapó la Quaffle con una elegancia inquietante, se impulsó hacia el aro izquierdo y, en un movimiento tan limpio como certero, lanzó. Vaisey no tuvo tiempo de moverse.
El sonido hueco de la Quaffle al atravesar el aro fue seguido de un silencio que se rompió con el silbido de Draco. “¡Detenemos el juego!”
El grupo descendió lentamente, menos Astoria, que flotaba aún con los colores de la adrenalina en las mejillas.
Draco voló hasta quedar frente a ella. La luz gris del cielo le marcaba los pómulos, y su cabello castaño, atrapado por la humedad, parecía una corona caída sobre su frente. Él la miró fijamente, notando el leve temblor en sus manos que no era por miedo, sino por la energía contenida que aún recorría su cuerpo.
“Estoy realmente impresionado, Greengrass.”
Astoria bajó un poco la mirada, pero no la voz. “¿Eso significa que paso la prueba?”
Draco esbozó una sonrisa que por un instante suavizó el contorno severo de su rostro. “Eso significa que no solo la pasaste, sino que espero verte en cada entrenamiento. A tiempo.” Luego, ladeó el rostro hacia Blaise que ya estaba desmontando. “No como otros.”
Astoria rió bajito. Una risa suave, de esas que parecen buscar permiso para existir.
Él descendió un poco más en su escoba, acercándose lo suficiente para entablar una conversación que no se viera interrumpida por el viento cortante.
“¿Hace cuánto entrenas así?”, preguntó Draco, con una sinceridad que rara vez mostraba.
“Desde el verano pasado,” confesó ella. “Me escapaba por las noches para volar cuando mi madre dormía. Mi padre… bueno, él nunca me permitió estar cerca del Quidditch. Decía que no era apropiado.”
“Tu padre es un imbécil,” murmuró Draco.
Ella lo miró sorprendida, luego sonrió, y por un instante, el aire pareció templarse.
“Gracias por dejarme intentarlo.”
“No tenías que agradecer nada,” respondió él. “No hago favores. Si no fueras buena, te habría hecho bajar de esa escoba a los cinco minutos.”
“Lo sé.”
Y se quedaron en silencio. Solo se oía el leve crujido del viento helado rozando las túnicas y los suspiros de los árboles al borde del campo. Fue Pansy quien rompió el momento.
“¡Draco! ¡Baja ya! ¡Está empezando a nevar otra vez!”
Draco alzó la vista. No se había dado cuenta de los copos flotando lentos, uno de los cuales acababa de instalarse con precisión milimétrica sobre una de sus pestañas.
Astoria se acercó un poco más. Alzó la mano con cuidado, como si temiera que él se deshiciera si lo tocaba, y con la yema del dedo rozó su pestaña.
“Tenías nieve en los ojos,” murmuró.
Draco parpadeó sin molestarse en agradecer o corresponder. “¿Sí?”
Descendió sin mirar atrás, tocó tierra con elegancia y caminó hacia Pansy que lo esperaba con los brazos cruzados.
“¿Enamorando a otra, Malfoy? ¿No te basta con Potter?”
“Deja de decir tonterías.”
“¿Tonterías? No me digas que no viste cómo te miraba.”
Draco bufó. “Si tanto te molesta la nieve, apresúrate a volver a la sala común. Yo tengo que hablar con Severus sobre la nueva incorporación.”
Pansy alzó una ceja, pero no discutió más. Le dio un pequeño empujón en el brazo y se marchó refunfuñando mientras Vicent y Greg seguían discutiendo sobre si Astoria podría esquivar un bludger lanzada por el mismísimo Montague.
Draco no volvió la vista hacia arriba. No necesitaba hacerlo para saber que Astoria aún flotaba allí, suspendida entre el aire y la ilusión, con las mejillas encendidas y los ojos clavados en él. Probablemente aún tenía en la punta del dedo el rastro frío de su pestaña.
Y el cielo seguía gris.
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Pansy Parkinson
La sala común de Slytherin rebosaba un murmullo bajo y contenido, como una sinfonía entonada a media voz. Las luces de las lámparas flotantes brillaban con una calidez dorada sobre las paredes de piedra verde musgo, reflejándose en los zafiros incrustados de las repisas encantadas. La chimenea, enorme y decorada con detalles de ónix y bronce, crepitaba con elegancia, lanzando chispas ocasionales que parecían fuegos fatuos danzando al compás del silencio. Sentadas en un diván tapizado de terciopelo negro, Pansy conversaba con un grupo selecto de chicas de séptimo año. Las risas eran suaves, medidas; cada palabra, cuidadosamente seleccionada, como si cada frase hubiese sido ensayada en los jardines de invierno de alguna antigua mansión Parkinson.
Pero entonces, la puerta del pasadizo se abrió con un leve siseo y la figura pequeña de Astoria Greengrass cruzó el umbral. Llevaba el uniforme perfectamente ajustado, los bordes de su túnica impecables, y su largo cabello oscuro recogido en una trenza baja, atada con una cinta verde esmeralda que hacía juego con sus ojos de jade. Caminaba como quien sabe que tiene derecho a estar donde está, con esa seguridad tranquila que solo poseen las hijas menores de antiguas casas de sangre pura.
Pansy alzó una ceja con leve teatralidad, como si hubiese estado esperando ese momento.
“Discúlpenme, queridas”, dijo con una sonrisa perfectamente compuesta, más encantadora que cálida. “Tengo un pequeño asunto que atender.”
Se levantó con la gracia de una heredera entrenada en los bailes del solsticio, y se deslizo hasta encontrarse con Astoria. La menor se detuvo, sin cambiar su expresión serena. Ambas se observaron por un segundo, como dos piezas de porcelana enfrentadas en una repisa de colección.
“¿Te acompaño a tu habitación, querida?”
“Claro, Parkinson. Será un honor”, respondió Astoria con una voz suave, pero afilada como una pluma de halcón.
Las dos caminaron lado a lado por los pasillos de piedra, adornados con estandartes de serpientes bordadas a mano y candelabros flotantes de hierro bruñido. Ninguna necesitó hablar de inmediato; el silencio entre ellas era un lenguaje en sí mismo.
Cuando llegaron a la entrada de las habitaciones de cuarto año, Pansy se detuvo, apoyando su mano enguantada en el marco de mármol verde oscuro como quien se dispone a inaugurar una conversación delicada.
“Sabes que no doy pasos en falso, Astoria. Y cuando algo me huele a intención... bueno, suelo tener razón.”
“¿Y qué es lo que deseas confirmar?” replicó Astoria, manteniendo la voz nivelada, aunque sus ojos brillaban como gemas cortadas con paciencia.
Pansy la observó como quien inspecciona una joya heredada de generaciones anteriores.
“¿Entraste al equipo solo para estar más cerca de Draco?”
Astoria no respondió de inmediato. Caminó unos pasos más, dejando que sus dedos rozaran las vetas del mármol pulido, como si eligiera el momento exacto para dar la estocada verbal. Luego, giró.
“¿Y si lo hice? ¿Lo vuelve menos meritorio? ¿O simplemente más interesante?”
Pansy soltó una risita acompasada, de esas que nunca suben del pecho.
“Sabía que había más en ti que trenzas bonitas y buenos modales. Tienes filo, Greengrass.”
“Soy una Greengrass, Parkinson. No nací para esperar a que las cosas lleguen solas.”
“Y sin embargo, tu hermana sigue creyendo que Theodore no la engaña con ese Ravenclaw del club de gobstones. Patético, realmente.”
Ambas compartieron una carcajada más abierta, aunque medida. La complicidad era como un perfume costoso: embriagador y en capas.
“Draco está con Potter, lo sabes,” dijo Pansy, cruzando los brazos con delicadeza, su capa de satén resbalando como agua oscura.
“¿Lo está?” preguntó Astoria, alzando ligeramente una ceja. “No lo he escuchado decirlo. Y hasta donde sé, Potter estuvo celando a la chica Weasley. Esos actos pueden interpretarse de diferentes maneras.”
Pansy asintió, reconociendo el juego.
“Eres lista. Fría cuando debes, dulce cuando quieres. Me gusta eso. No como Daphne, que vive enamorada de un ideal patético de fidelidad.”
“No soy Daphne.”
“Lo sé.”
La pausa que siguió fue tan tensa como elegante. Como si ambas contemplaran un ajedrez invisible.
“No voy a interponerme entre Draco y Potter,” dijo Pansy al fin, con una voz que sabía a vino especiado y advertencia. “Pero tampoco voy a detenerte. Si logras que se fije en ti, bien por ti. Solo recuerda, Astoria, los Malfoy no son hombres fáciles de conquistar... Y si algo sé sobre los afectos... es que no siempre pertenecen a quien llega primero, sino a quien sabe quedarse”
Astoria sonrió, un gesto lento y contenido.
“Entonces, no me desees suerte. Solo obsérvame.”
Pansy giró sobre sus talones, dejando tras de sí una estela de perfume a lavanda y ambrosía.
“Lo haré, querida. Y si algún día lo consigues... francamente, prefiero una chica como tú que como Potter. Draco puede que no sepa lo que quiere ahora... pero a veces, basta con mostrárselo para que lo descubra."
Y con ese comentario envuelto en terciopelo y veneno, se marchó por el pasillo, dejando a Astoria con el eco de sus propios latidos, más seguros que nunca. Porque incluso en las sombras frías de Slytherin, los sentimientos podían arder con una intensidad silenciosa... pero imparable.
Pansy caminaba por los pasillos con la seguridad de quien sabía que el castillo se doblegaba a su paso. Su capa verde oscuro ondeaba con gracia y sus tacones resonaban contra la piedra como si estuvieran marcando el ritmo de un vals silencioso. El encuentro con Astoria le había dejado un regusto extraño en la boca. La chica era lista, sí. Tal vez demasiado para su edad. Y eso, viniendo de una Parkinson, no era un cumplido gratuito.
Pero ahora tenía otro asunto que atender. Y este era mucho más molesto. Muchísimo más.
Encontrar a Hermione Granger.
Pansy frunció los labios solo de pensarlo. ¿Quién habría imaginado, hace cinco años, que terminaría buscándola en la biblioteca para tomarle medidas como si fuera su costurera personal?
Ah, claro. Nadie.
Pero la vida tenía un sentido del humor retorcido. Casi tan retorcido como el capricho de Draco por Potter, que lejos de ser una fase, parecía más bien una condena autoimpuesta. Pansy se había resignado con una dignidad envidiable —porque resignarse con rabia solo arruga la piel—. Y si Draco estaba empeñado en jugar al juego de la pasión imposible, ella, como buena amiga, haría lo que le correspondía.
Como tomar medidas para regalarle ropa a una sangre sucia insoportable.
Granger no estaba difícil de encontrar. Como siempre, vegetaba en la biblioteca, abrazada a una torre de libros como si fueran el último vestigio de cordura en un mundo de mortífagos y hormona adolescente. Pansy la divisó entre dos estanterías de Historia de la Magia y se acercó con la elegancia de una serpiente bien criada. Esa forma de caminar en la que el suelo parecía inclinarse apenas para que sus tacones no tropezaran.
Hermione la miró como quien observa una tormenta acercándose con tacos de ocho pulgadas y olor a perfume caro.
“Parkinson”, saludó sin mucho entusiasmo.
“Granger”, replicó Pansy con una sonrisa que no llegaba ni cerca de los ojos. “Necesito tus medidas.”
Hermione frunció el ceño. “¿Mis qué?”
“Talla. Cintura. Busto. Largo de pierna, distancia entre hombros, la inclinación de tu espalda si vamos a ponernos técnicas. Llevo semanas prestándote mi ropa con hechizos de ampliación y honestamente ya me estoy sintiendo como un armario ambulante.”
Hermione parpadeó. “¿Y por qué te importa tanto?”
“Porque no pienso regalarte ropa para Yule sin saber si parecerás un saco de patatas con mangas. Me niego.”
La incomodidad de Hermione era casi palpable, como si las palabras de Pansy le quitaran el aire. Pero la Gryffindor no retrocedió. Al contrario, se cruzó de brazos con ese aire moralista tan característico suyo.
“¿Esto es algún tipo de broma?”
Pansy bufó con elegancia, sacando de su bolso una cinta métrica encantada que flotó en el aire, brillando con un tenue resplandor plateado.
“¿Tú me ves cara de tener tiempo para bromas, Granger?”
Hermione suspiró y se quedó de pie mientras la cinta comenzaba a rodearla, tomando nota en silencio de cada medida. Pansy se apoyó contra la estantería, mirando con la expresión de alguien que evaluaba un vestido caro con una costura mal hecha.
“Sabes... jamás pensé que llegaría el día en que haría esto. Tomarte medidas. A ti.”
“Puedes dejar de decirlo como si fuera una humillación pública. No te estoy pidiendo que me bordes un vestido de gala.”
“No, pero tampoco estás protestando mientras lo hago. Mira qué progresista nos hemos vuelto.”
La cinta finalizó su recorrido con un leve zumbido y volvió flotando al bolso de Pansy. Ella la guardó con un suspiro, como quien ha terminado una tarea pesada pero necesaria.
“Por cierto... Blaise ha estado hablando con Weasley últimamente. ¿Sabías?”
Hermione parpadeó. “¿Ron y Zabini? Eso suena... improbable.”
“¿Improbable?” Pansy soltó una risita baja. “Si vieras la forma en que Weasley lo mira ahora... una cama debió haber estado involucrada. O al menos un escritorio. Aunque dudo que Blaise pierda el tiempo con algo más que una mesa robusta.”
Hermione abrió la boca para protestar, pero se detuvo, probablemente sin saber qué parte le escandalizaba más.
“¿Tú... hablas así de todos tus amigos?”
“Solo de los que coleccionan amantes como si fueran fichas de chocolate. Blaise es el tipo de chico del que tu madre te advertiría si tuviera el mínimo sentido. Yo, en cambio, crecí sabiendo que podía probar lo que quisiera. Hombres, mujeres. Siempre que tuviera buen gusto y supiera salir antes de que se volviera… complicado y me viera forzada a buscar una poción abortiva.”
Hermione no respondió. Pansy la observó por un instante más, con una expresión casi analítica. El silencio entre ambas se volvió espeso como poción mal revuelta. Y entonces, como si nada, Pansy cambió de tema con una suavidad casi ensayada.
“Draco no va a quedarse con Potter, lo sabes, ¿verdad? Es bonito. Lindo, incluso. Pero caprichoso. Hay algunas personas que lo entiende mejor. Personas que tienen la misma clase. La misma ambición. Saben cuándo presionar y cuándo retirarse. Potter... solo reacciona.”
Hermione frunció el ceño, su mirada desafiando a Pansy. “¿Por qué me dices todo eso?”
Pansy ladeó la cabeza, la mano todavía descansando sobre la mesa, los dedos delicados, ligeramente curvados, casi como si estuviera pensando si valía la pena darle una respuesta sincera. Finalmente, habló con una frialdad que hizo que Hermione sintiera como si un hielo invisible se estuviera formando en su estómago.
“Porque Potter no es lo que Draco necesita. Y no es lo que yo necesito.”
Hermione dejó escapar una risa nerviosa, algo que no pudo evitar. “¿Y qué necesitas, Parkinson? ¿Un hombre que se dé un golpe en la cabeza para demostrarle que pertenece a la élite?”
Pansy sonrió, pero no con amabilidad. Era una sonrisa afilada, una que decía mucho sin palabras, y estaba acompañada de una mirada que parecía cortar a través de Hermione como una espada de plata. “Lo que Draco necesita es alguien que entienda las reglas del juego. Alguien que sepa que las cosas no siempre son fáciles, que la vida no es un campo de Quidditch donde todos pueden ganar, ¿verdad? Alguien que no reaccione a lo que le ponen frente a los ojos. Alguien que lo elija y, a la vez, sepa cómo manipularlo. Eso es lo que lo mantiene en su sitio, Hermione. La ambición. El poder. Los intereses comunes.”
Hermione intentó mantener la compostura, pero el desprecio implícito de Pansy hacia Harry la hizo apretar los dientes. “¿Eso es lo que realmente piensas? ¿Qué Harry no es digno porque no tiene ‘ambición’ o no está obsesionado con la magia como tú y tu círculo de amigos?”
Pansy alzó una ceja, la expresión en su rostro tan seria que casi parecía que estaba dando una lección en lugar de mantener una conversación. “No es eso, Granger. No es simplemente que Potter sea ‘bueno’ o ‘malo’. Es que un Gryffindor y un Slytherin no deberían involucrarse. Las casas no están hechas para fusionarse. Los intereses no se cruzan, las ambiciones no se alinean. Y el orgullo, el orgullo no se debe compartir.”
Un leve y nervioso tic apareció en la mandíbula de Hermione, un claro indicio de que la conversación estaba comenzando a molestarse de una manera que Pansy encontraba deliciosamente divertida. Pero no se iba a detener allí. No aún.
Pansy, con una suavidad ensayada, se quitó uno de sus guantes de encaje blanco y lo tendió hacia Hermione. Era un guante delicado, con finos bordados en hilo de plata, tan intrincados que parecían casi más de una obra de arte que de una prenda. La tela era suave, de una textura tan fina que parecía desmoronarse a la mínima presión.
“Pruébatelo”, dijo Pansy con una sonrisa juguetona, pero con una malicia clara en su tono.
Hermione miró el guante con escepticismo. “No voy a ponerme eso, Parkinson.”
“¿Por qué no? ¿Tienes miedo de que te quede bien?” La risa que siguió a esa frase fue tan afilada como una daga. “Es solo un guante, Granger. No te va a morder.”
Hermione levantó una ceja. “No quiero usarlo.”
Pero lo que Pansy notó en ese momento fue la rigidez de la postura de Hermione, el leve rubor que teñía sus mejillas y la incomodidad palpable en sus movimientos. Hermione no era de aquellas que se dejaban llevar fácilmente, y ese rechazo era una parte importante del juego de Pansy. Porque Pansy entendía algo que Hermione no parecía comprender aún: el guante no era simplemente un objeto. Era un símbolo. Y ella necesitaba que Hermione lo entendiera.
“Si te lo pruebas, lo entenderás mejor”, insistió Pansy, su voz suave, pero insidiosa. “Verás lo que significa realmente pertenecer a algo. Cómo se siente usar algo que define quién eres. Y cómo se siente no estar en el lugar adecuado, Hermione. Porque eso es lo que eres: una pieza fuera de lugar. Y si realmente supieras lo que significa ser parte de algo... entonces sabrías por qué alguien como tú nunca podría mantener ni siquiera una amistad con alguien como yo, o con cualquiera de los nuestros.”
Hermione tensó los músculos, apretó los puños en su regazo, y por un momento, parecía que iba a rechazar la oferta una vez más. Pero Pansy ya conocía esa reacción. La obstinación de Hermione Granger era tan típica de su sangre Gryffindor que casi se podría predecir.
Finalmente, con un suspiro de exasperación, Hermione extendió la mano y tomó el guante, poniéndoselo con cuidado, como si temiera que fuera a quemarla. Pero al hacerlo, Pansy vio la confusión en sus ojos, la pregunta sin respuesta flotando en su mente.
“¿Ves?” dijo Pansy, su voz ahora suave pero llena de una seguridad inquietante. “Este guante es más que un simple accesorio. Es un recordatorio de que hay cosas que no puedes cambiar. Cosas que te definen. Cosas que ni siquiera una Gryffindor como tú puede entender.”
Hermione se levantó, ya visiblemente incómoda, el guante encajado con precisión en su mano. “No estoy de acuerdo con nada de eso. Pero... eso es lo que siempre esperas, ¿verdad? Que todo el mundo esté de acuerdo contigo, que todo el mundo vea las cosas como tú las ves.”
Pansy la observó por un momento, sin decir nada. Había algo en Hermione que la irritaba, algo en esa obstinación feroz que desafiaba las expectativas de todo el mundo, y sin embargo, Pansy no podía dejar de admirarlo en su interior. Quizás, de alguna manera, ese desafío era lo que le daba valor a la chica.
Hermione se enderezó y, al no poder soportar más el juego de Pansy, hizo un movimiento inesperado.
“Te invito a la fiesta de Navidad de Slughorn. Para comprobar que tan inestable somos.”
Pansy la miró, sus ojos brillando de una forma inesperada. Fingió pensar por un momento, observando la tímida invitación en los ojos de Hermione. “Mmm... pensaba no asistir.”
“¿Por qué?” Hermione parecía genuinamente curiosa, pero Pansy no podía dejar de notar que la pregunta venía cargada de algo más. Una necesidad de aprobación, tal vez.
“Porque no tengo mucho interés en pasar las vísperas de Yule con un grupo de... gente que no tiene idea de lo que es el verdadero poder”, respondió Pansy, su tono implacable.
Pero justo cuando Hermione levantó una ceja en desafío, un pensamiento se apoderó de Pansy. El sentimiento de querer ver la expresión de Hermione cuando, a su manera, le diera la contraria.
“Pero tal vez iré. Solo para ver si me sorprendes, Granger. Solo para que entiendas que no todo es tan fácil como crees y que el amor no lo es todo.”
Chapter 22: Probablemente solo estoy loc@ porque seas mi hombre
Summary:
A mitad del capitulo tendremos un cambio de perspectiva.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Los días después del partido contra Ravenclaw se arrastraban con una lentitud tortuosa, como si el castillo mismo estuviera reteniendo el aliento. Harry se sentía agotado, descompuesto, casi como si una poción mal preparada se hubiese volcado dentro de él y estuviera hurgando sus entrañas con cada pensamiento.
Todo había comenzado con algo que debería haber sido perfecto: dormir junto a Draco. Abrazarlo. Sentir su respiración calma en su pecho. Su perfume caro y tenue se mezclaba con la esencia húmeda de la piedra de Gryffindor, y aunque el cuerpo de Draco encajaba perfectamente contra el suyo, como si hubiese sido moldeado para él, Harry no pudo cerrar los ojos ni un solo segundo sin que su mente volviera a ese rincón oscuro de la habitación.
Dean y Seamus.
Cada vez que pensaba en ellos, una náusea espesa le subía por la garganta como un veneno que se negaba a morir. ¿Cómo podían seguir fingiendo? Dean caminaba por el dormitorio como si no tuviera el alma podrida, sonriendo, haciendo comentarios triviales, besando a Ginny con una delicadeza que a Harry le revolvía el estómago. Y Seamus, siempre tan ruidoso, tan cómodo, como si no hubiese cruzado ninguna línea, como si sus manos no hubiesen tocado lo que no debían, como si su boca no hubiese pronunciado el nombre de su amigo en medio del placer.
Ginny lo ignoraba todo. Lo peor era eso. La forma en que se colgaba de Dean, cómo le lanzaba miradas a Harry que no podía ver sin pensar en todo lo que él sabía. Y él… él no podía decírselo. No aún.
Había pensado en contárselo a Ron. De hecho, la mañana siguiente a aquella noche sin descanso, lo había intentado. Se había sentado junto a él en el comedor, con un nudo en el estómago, con la boca seca. Pero Ron estaba raro. Más raro que nunca.
Saltaba ante el más mínimo roce, como si cada superficie le quemara la piel. Apenas hablaba, y cuando lo hacía, tartamudeaba con torpeza. Sus ojos esquivaban todo contacto visual, y Harry llegó a preguntarse si no estaría enfermo, pero la idea quedó flotando en el aire, sin respuesta.
Hermione tampoco estaba disponible. Últimamente pasaba más tiempo con Parkinson, algo que le parecía una completa locura. Parkinson. La misma que solía llamarla sangre sucia con voz chillona y rostro retorcido, ahora caminaba a su lado por los pasillos como si fueran viejas confidentes. Harry ni siquiera sabía cómo había comenzado aquello. Tal vez era una estrategia, pensó. Tal vez Hermione estaba fingiendo para sacar información, como una Gryffindor infiltrada en territorio enemigo. Pero algo en sus ojos, algo que ni siquiera Ron parecía notar, le decía que no era una actuación. No del todo.
Sirius tampoco ayudaba. Las llamadas por el espejo eran cada vez más frustrantes. Su rostro pálido aparecía en el reflejo como un recuerdo borroso, sin energía, sin esa chispa habitual que solía tener incluso cuando hablaba de temas trágicos. Parecía enfermo. Más delgado. Menos él. Y lo más raro de todo era que Remus nunca estaba. Harry no recordaba la última vez que los había visto juntos, y cada vez que preguntaba, Sirius esquivaba la conversación con una rapidez que helaba la sangre.
Todo estaba mal. Todo estaba al borde de estallar. Menos Draco.
Y ese era, tal vez, el problema más grande de todos.
Draco estaba bien. Demasiado bien.
No discutían. No había sarcasmo hiriente ni amenazas veladas ni noches en las que Draco lo echara con una sola mirada. Harry aparecía en Slytherin sin invitación, se sentaba en su cama a esperarlo con la arrogancia de quien cree haber vencido a un dragón y Draco… simplemente lo aceptaba. No decía nada. Sonreía de lado. Le acomodaba la túnica o le acariciaba el pelo como si fuera natural tener a Harry Potter sentado en su cama en medio de su santuario privado.
Dormían juntos más noches de las que no. Hacían el amor con una entrega que Harry nunca pensó que encontraría con él. Draco lo miraba como si fuese suyo. Como si siempre lo hubiese sido. Y sin embargo, había un vacío en todo eso, un hueco sin llenar que se abría cada vez más.
"¿No te parece raro?" le preguntó Harry a Draco una noche, mientras trazaba círculos en la palma de su mano.
Draco levantó una ceja. "¿El qué?"
"Que estemos… bien. No lo sé. Que no haya pasado nada malo en semanas."
Draco bufó, dándole la espalda. "No tientes a la suerte, Potter."
Pero no era superstición. Harry lo sentía en los huesos. Esa calma no era natural. Era la calma que precedía a un incendio.
Y luego estaba el asunto de los regalos de Navidad.
¿Cómo diablos se le regala algo a Draco Malfoy? El chico tenía más túnicas que días del mes. Sus plumas estaban hechas de materiales que Harry apenas sabía pronunciar, y su reloj de bolsillo —porque claro, Draco no usaba reloj de muñeca, era “vulgar”— parecía haber sido robado de un museo. Un regalo malo podía arruinarlo todo. Draco no lo admitiría, por supuesto. Se lo guardaría. Lo dejaría pudrirse en una caja y haría una mueca de cortesía si alguien le preguntaba. Pero Harry lo conocería. Sabía cómo apretaba la mandíbula cuando algo le disgustaba.
Y entonces se lo imaginaría en una cena de Slytherin, riéndose con Blaise y Pansy sobre el intento patético de su Gryffindor de sorprenderlo. De lo barato. De lo sentimental. De lo incorrecto.
"Quizás le doy mi capa de invisibilidad", murmuró para sí mismo, tumbado sobre su cama.
Neville lo miró desde el otro lado de la habitación. "¿A quién?"
Harry se sobresaltó. "A nadie. Pensando en voz alta."
Y aún así, cuando la noche llegaba y el castillo enmudecía bajo la nieve, lo único que lo calmaba era saber que Draco estaba ahí, entre sus brazos. Que aún no se había ido. Que lo tocaba con la misma pasión y rabia que la primera vez. Que cada beso seguía sabiendo a desafío.
Pero cada vez que miraba el mapa del merodeador y veía el nombre de Draco quieto, predecible, sin escapadas misteriosas ni pasadizos secretos, sentía el filo de la sospecha rasgándole el corazón.
Algo estaba por romperse. Y por primera vez, Harry no sabía si estaba preparado para volver a juntar los pedazos.
Por supuesto, aquí tienes el nuevo capítulo centrado en la vida, pensamientos y sentimientos de Harry, con descripciones detalladas que reflejan la atmósfera de su sexto año en Hogwarts:
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
El día en Hogwarts transcurría con una lentitud exasperante para Harry. Desde que había salido de la sala común de Gryffindor, se había topado repetidamente con escenas que preferiría olvidar. La más reciente y desagradable fue encontrarse con Ron y Lavender en un rincón del pasillo, entregados a una sesión de besos que, a juicio de Harry, rozaba lo grotesco. La forma en que Lavender se aferraba al cuello de Ron y los sonidos húmedos que emitían le revolvieron el estómago.
"¡Por Dios!", murmuró para sí, desviando la mirada y apresurando el paso. La imagen de su mejor amigo enredado con Lavender era algo que no necesitaba tener grabado en su memoria.
Mientras avanzaba por los corredores de piedra, su mente divagaba hacia asuntos más apremiantes. La fiesta de Navidad del profesor Slughorn estaba programada para la noche siguiente. Inicialmente, Harry había considerado no asistir; las reuniones del "Club de las Eminencias" no eran precisamente de su agrado. Sin embargo, había notado una chispa de interés en Draco cuando se mencionó el evento. Aunque Draco no expresó abiertamente su entusiasmo —después de todo, un Malfoy jamás admitiría algo tan mundano, palabras de su novio no suyas—, Harry pudo percibirlo en la forma en que su novio levantó ligeramente una ceja y en la sutil curvatura de sus labios.
Pensando en Draco, una nueva inquietud se instaló en su pecho. Había elegido una túnica para la ocasión, una prenda sencilla pero elegante, o al menos eso creía. ¿Aprobaría Draco su elección? Su novio siempre mostraba un gusto impecable y una vanidad que rozaba lo exagerado. Era extraño que Draco no hubiera mencionado nada sobre su propia vestimenta para la fiesta, considerando lo meticuloso que era con su apariencia.
De repente, una realización golpeó a Harry como un rayo: nunca le había pedido a Draco que fuera su acompañante a la fiesta. La mirada intensa que Draco le había lanzado durante el desayuno y el almuerzo cobraba ahora un nuevo significado.
"Soy un completo idiota", se recriminó en voz baja, sintiendo cómo el calor subía a su rostro.
Decidido a enmendar su error, aceleró el paso hacia las mazmorras, hogar de la casa Slytherin. Las escaleras parecían interminables bajo sus pies, y algunos retratos le dirigieron miradas de desaprobación por su prisa.
"¡Cuidado, joven!", le regañó el retrato de una joven mujer al pasar por su lado.
"Lo siento", respondió Harry sin detenerse.
Al doblar una esquina cercana a las mazmorras, chocó de frente con Parkinson. El impacto fue lo suficientemente fuerte como para derribarla al suelo, esparciendo el contenido de su bolso ridículamente pequeño por doquier.
"¡¿Pero qué demonios te pasa, Potter?!", chilló Pansy, su rostro enrojecido por la ira.
"Lo siento, no te vi", se disculpó Harry, extendiendo una mano para ayudarla a levantarse.
Pansy lo fulminó con la mirada y rechazó su mano de un manotazo.
"¡No necesito tu ayuda!", espetó, incorporándose por sí misma y sacudiendo el polvo de su túnica.
Harry suspiró, recogiendo algunos de las cosas caídas y extendiéndoselos.
"Aquí tienes".
Ella los arrebató de sus manos con brusquedad.
"Eres un patán, Potter. Un verdadero caballero habría tenido más cuidado".
Harry apretó la mandíbula, recordándose a sí mismo que Pansy era la mejor amiga de Draco y que una confrontación con ella podría derivar en problemas con su novio. Respiró hondo, intentando mantener la calma.
"De verdad lo siento, fue un accidente".
Pansy lo miró con desdén, sus ojos entrecerrados.
"Más te vale que no vuelvas a cruzarte en mi camino".
Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y se alejó con paso firme, sus zapatos resonando en el suelo de piedra.
Harry exhaló lentamente, sintiendo cómo la tensión abandonaba su cuerpo.
"Genial. Ahora Parkinson me odia más que nunca", murmuró para sí, reanudando su camino hacia las mazmorras.
Al llegar a la entrada de la sala común de Slytherin, se detuvo frente al muro de piedra que ocultaba la puerta. Aun no conocía la contraseña de esa semana, pero esperaba que alguien saliera o entrara pronto.
La suerte estuvo de su lado, pues las piedras se abrieron y Zabini apareció, arqueando una ceja al ver a Harry.
"¿Qué haces aquí, Potter?"
"Necesito hablar con Draco. ¿Está adentro?"
Blaise lo observó por un momento antes de encogerse de hombros, con la expresión de quien no tiene prisa por ser útil.
“No estoy seguro,” respondió, mirando por encima del hombro hacia la entrada oscura de la sala común. “Creo que salió hace un rato, aunque no te sabría decir a dónde.”
Su tono era desganado, casi aburrido, y esa falta de claridad fue todo lo que Harry necesitó para saber que Draco no estaba allí. Zabini alargaba la conversación como si esperara que el problema se resolviera por sí solo, y Harry sintió el peso de la frustración asentarse en su pecho.
Sin esperar más, dio media vuelta. La túnica se agitó detrás de él como una sombra desesperada mientras subía las escaleras con paso apurado. Su corazón martillaba en las costillas, y no solo por el esfuerzo físico. Draco no estaba en la sala común. ¿Dónde estaba, entonces? ¿Estaba evitando a Harry? ¿Se había molestado por no haber recibido una invitación formal a la fiesta? Cada pregunta generaba otra peor.
El frío del pasillo le arañaba la piel, pero no aminoraba su paso. Cuando llegó al vestíbulo principal, las puertas enormes que daban al Gran Comedor estaban entornadas, y por un segundo pensó que podría buscar allí. Sin embargo, no llegó muy lejos.
Un segundo choque, seco y firme, lo sacó de sus pensamientos. Su hombro impactó con otro cuerpo, más pequeño, más esbelto. El inconfundible aroma floral de Parkinson lo envolvió justo antes de que ambos tropezaran.
“¡Por la barba de Morgana, Potter!” exclamó ella con voz exasperada, apenas logrando no caer al suelo gracias a un reflejo de último minuto. El bolso de terciopelo verde oscuro que llevaba colgado del brazo tambaleó peligrosamente, pero no se estrelló contra el suelo. “¿Estás decidido a derribarme hoy o qué?”
Harry parpadeó, aturdido. El bolso de Parkinson era claramente caro, con bordes bordados a mano y un cierre de plata que brillaba con arrogancia incluso bajo la tenue luz de las antorchas. Por suerte, ni un rasguño.
“Lo siento, de verdad,” dijo Harry, con voz apagada.
Pansy entrecerró los ojos. “¿Por qué estás corriendo por todo el castillo como si se te hubiese quemado el trasero?”
Esta vez no apartó la mano cuando Harry, casi en automático, le ofreció ayuda. Se estabilizo con elegancia, sacudiéndose la túnica sin romper la mirada inquisitiva que le lanzaba.
Harry abrió la boca para hablar, pero lo que salió no fue una explicación pausada. Fue un torrente incontrolable de palabras.
“Es que... no le pedí a Draco que fuera conmigo a la fiesta de Slughorn. No porque no quisiera, claro que quiero, quiero que venga, por supuesto, pero se me olvidó y ahora creo que está molesto y no estaba en la sala común y Zabini no dice nada claro y me estoy volviendo loco porque no lo encuentro y necesito hablar con él antes de que piense que no me importa, lo cual no es cierto, en absoluto no lo es, solo soy un idiota que se distrae fácilmente con los mil dramas de este castillo…”
Pansy lo observó en silencio durante toda la avalancha de palabras. Sus ojos, delineados con precisión meticulosa, mostraban un brillo peculiar: no de burla, sino de fatiga. No condescendencia, no desprecio. Solo... agotamiento.
Finalmente, suspiró, como si llevara años arrastrando ese mismo cansancio.
“Si el destino no los quiere juntos,” dijo, su voz más suave de lo habitual, “fuércenlo.”
Harry se quedó congelado, frunciendo el ceño pregunto. “¿Qué... qué quieres decir con eso?”
La frase lo atravesó, inexplicable, absurda, tan simple y tan grande al mismo tiempo. La cabeza se le llenó de razones, de teorías. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué lo decía? ¿Sabía algo? ¿Estaba Draco…?
Pero no hubo tiempo para elaborar la paranoia. Su cuerpo reaccionó antes que su mente.
“¡Draco!” gritó, y salió corriendo de nuevo por el pasillo, sin rumbo fijo, solo con la urgencia en la garganta y la esperanza de que su voz encontrara el camino antes que él.
“¡Está ayudando al profesor Snape, lunático!” alcanzó a gritar Pansy desde lejos, con un tono de resignación que apenas logró seguirle el paso al eco de sus botas resonando en el castillo.
Snape. Claro. Draco respetaba a ese hombre más de lo que Harry creía sano. Si estaba con él, no sería fácil alcanzarlo.
Pero Harry no se detuvo. Algunos retratos se quejaron a su paso.
“¡Potter, cállate!”, chilló un retrato de una bruja con verrugas. Otros lo observaron con desaprobación. Un par de ellos, sin embargo, cuchichearon y uno le indicó con una floritura de su abanico: “El joven Malfoy va hacia la enfermería, con el profesor Snape.”
Esa palabra fue suficiente: enfermería. Su estómago se hundió.
Aceleró, doblando pasillos, bajando escaleras con tanta prisa que por poco no se cae dos veces, tomando atajos que solo conocía por años de merodear por el castillo. Al doblar una esquina, distinguió las túnicas negras de Snape y la figura rubia de Draco.
Draco avanzaba junto al profesor Snape, cargando dos cajas de madera llenas de frascos opacos. Los pasos eran firmes, acompasados, hasta que una voz atravesó el pasillo:
“¡Draco!”
Draco giró un poco, aunque no se detuvo. Snape tampoco. Harry los alcanzó jadeando, la túnica algo torcida, el rostro enrojecido.
Snape se giró con brusquedad, el rostro sombrío. Un movimiento de su varita, y un chorro de agua fría golpeó a Harry de frente, empapándolo de pies a cabeza.
“¡Cinco puntos menos para Gryffindor por irrumpir como un bárbaro en las actividades del personal, Potter!” escupió Snape con frialdad. “Y otros cinco por no saber cuándo quedarse callado.”
Draco, empapado por las gotas que salpicaron, soltó una risa baja, contenida.
“Potter, ahora no es momento,” dijo, con una sonrisa traviesa.
“¡Malfoy!” bufó Snape, avanzando para apurarlo.
Pero Harry no se iba a rendir. Dio un paso al frente, chorreando.
“Es importante.”
Snape giró lentamente, como si calculara el hechizo perfecto para callarlo.
Draco se detuvo, ladeando la cabeza. “¿Qué es tan importante como para desafiar a Snape en su hora favorita del día?”
Harry tragó saliva, miró a Snape. No. No podía decirlo ahí. Snape tenía esa mirada suya, de víbora afilada, como si odiara cada partícula de polvo que Harry pisaba.
“No. No con él mirando.”
Snape bufó. “Patético.”
Harry se plantó como una estatua. “¿Quieres venir conmigo a la fiesta de Slughorn?”
Snape bufó. “¿Qué clase de trivialidades son estas? ¿Piensas que estamos en un colegio de señoritas?”
Harry ignoró al profesor. Sus ojos no se apartaban de Draco. Este, al principio, pareció no responder. Luego, tras una pausa, sonrió apenas.
“¿Me estás invitando a la fiesta, Potter?”
Harry asintió, intentando parecer menos miserable de lo que se sentía.
Snape estalló con un bufido de desprecio. “No puedo creer que esté presenciando esta escena. ¿Una invitación? ¿Es eso lo que tanto urgía?”
Draco levantó una ceja. “Sí, Severus. Y acepto. Pero por favor, hazlo desaparecer antes de que le dé una hipotermia.”
Harry, impulsado por algo más fuerte que la lógica, se inclinó hacia Draco y lo besó. Profundo, lento, descaradamente indecente. Un beso que se quedó flotando en el aire como un crimen cometido a la vista de todos.
Snape soltó una exclamación de furia.
“¡Suficiente! ¡Treinta puntos menos y si no desapareces en este instante, Potter, te juro por el alma de Salazar que haré que te expulsen por conducta indecorosa en instalaciones médicas!”
Harry se apartó con una sonrisa descarada, completamente empapado pero aliviado.
“Nos vemos en mi habitación,” murmuró antes de girarse y echar a correr, dejando un rastro de agua y caos tras él.
Draco no dejó de sonreír mientras retomaba el paso. Snape, en cambio, mascullaba maldiciones entre dientes como si recitara una letanía antigua. Y Hogwarts, indiferente como siempre, siguió respirando.
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
Hermione Granger
La nieve había comenzado a cubrir los bordes de las ventanas con una delicadeza que parecía casi cruel. Como si el mundo allá afuera pudiera seguir siendo hermoso, mientras adentro, en el corazón de Hermione Granger, todo se sentía árido, irregular, desordenado.
La Sala Común de Gryffindor hervía de ruido. Las llamas danzaban en la chimenea con energía festiva, los estudiantes reían, se pasaban ranas de chocolate y envolvían cajas con papel brillante que tintineaba como campanillas. Y en medio de ese bullicio, Lavender Brown se reía con una dulzura excesiva mientras sus manos no dejaban de recorrer el brazo de Ron, su cuello, sus mejillas.
Hermione apretó el libro que tenía en las manos sin siquiera mirar lo que estaba leyendo. Era algo de Pociones Avanzadas, pero las palabras se volvían borrosas entre el beso que acababa de ver —otro— y la manera en que Ron soltaba una risa ahogada, medio orgullosa, medio avergonzada, como si no supiera cómo reaccionar pero tampoco quisiera detenerla.
Lavender le besó la mejilla, luego la comisura, luego la boca. Otra vez.
No era como si Hermione esperara que Ron fuera particularmente sutil. Nunca lo había sido. Pero había algo en la forma en que él aceptaba todos esos gestos que la desequilibraba. Ella jamás había sido de muchas caricias en público, nunca lo había necesitado. Pero ahora no podía evitar preguntarse si era eso lo que él quería. Alguien que lo colmara de atenciones visibles. Que lo besara sin preocuparse por quién miraba.
Ella no era esa persona.
No podía serlo.
Y, sin embargo, le dolía.
Había empezado como un zumbido sordo en el pecho, pero a medida que los días pasaban y el aire se volvía más frío, más espeso, más navideño, se transformó en algo mucho más complejo. No era solo tristeza. Era exclusión. Soledad. Ron estaba con Lavender. Harry…
Hermione miró por la ventana más cercana. En el patio del primer piso, justo bajo una de las ramas donde siempre colgaban muérdagos encantados por Flitwick, Malfoy y Harry estaban sentados, los abrigos gruesos cubriéndoles las piernas, los guantes entrelazados. Harry había inclinado la cabeza para besar la mejilla de Malfoy con una lentitud que casi parecía ceremoniosa, mientras este le ofrecía un pequeño paquete envuelto en papel dorado.
No lo abría aún. Malfoy solo miraba a Harry con una suavidad imposible. Con cariño.
Hermione sintió un nudo en la garganta.
Sabía que Harry intentaba pasar tiempo con ella. No era insensible. La invitaba a estudiar, le dejaba chocolates en la mesa, incluso le ofrecía dar paseos cuando Neville o Ginny no estaban cerca. Pero no era lo mismo. Ya no eran un trío indivisible. Ya no compartían el peso de los secretos como antes. Harry pertenecía a otra órbita ahora, y esa órbita tenía el nombre de Draco Malfoy.
Y lo peor era que funcionaba. Eran opuestos, sí. Pero se entendían de un modo que a Hermione le dolía presenciar. Compartían el silencio, los gestos pequeños, una lealtad silenciosa que parecía crecida entre el fuego y la sangre.
Ron, Lavender.
Harry, Draco.
¿Y ella?
Ella era el espacio entre ambos mundos. Una grieta donde no crecía nada.
La sorpresa llegó como una nota extraña en una sinfonía bien conocida. Parkinson la abordó en la biblioteca una tarde de finales de noviembre, cuando Hermione intentaba ignorar los ruidos del pasillo y el eco de sus pensamientos.
La voz de Parkinson era como siempre: firme, altiva. Pero no tenía veneno.
"¿Vas a seguir evitando las secciones con los libros de Encantamientos Avanzados o solo estás esperando que alguien los saque por ti?" preguntó, y su tono fue… casi casual.
Hermione levantó la mirada. Parpadeó. "¿Perdón?"
Parkinson se sentó frente a ella sin pedir permiso. Tenía el cabello perfectamente recogido, y las uñas pintadas de un verde profundo que combinaba con su bufanda. Se inclinó sobre la mesa como si fuesen viejas amigas, como si nada en su historia implicara hostilidad.
"Estoy intentando ser amable. No es mi especialidad, pero... se hace el esfuerzo."
Hermione no supo qué decir. Había demasiadas cosas que no encajaban.
La conversación duró más de lo que esperó. Hablaron de libros, de los profesores —sin excesivo veneno—, incluso de lo ridículamente empalagosos que podían ser algunos alumnos ahora que diciembre se acercaba.
En algún momento, Hermione soltó una risa breve. Parkinson arqueó una ceja.
"¿Ves? No es tan terrible hablar conmigo."
"No lo esperaba."
"¿Que pudiera mantener una conversación o que tuviera algo más que insultos en la cabeza?"
"Ambas cosas, supongo."
Parkinson no pareció ofendida. Solo sonrió de lado, como quien ya está acostumbrada a ser subestimada.
Y sin embargo, lo que más retumbaba en Hermione era el recuerdo del beso.
Aquel beso robado en un aula vacía. Una noche de celebración tras la victoria contra Ravenclaw. Una noche en la que Hermione había escapado de la fiesta porque no soportaba ver cómo Ron y Lavender se besaban contra la pared como si nadie más existiera. Vagó por los pasillos. Se escondió. Lloró, tal vez. Y luego apareció Parkinson, con su porte de mármol y su lengua afilada, pero esa vez —solo esa vez— sin juicio.
Fue un beso breve. Un roce de labios incierto. Hermione no recordaba quién se acercó primero. Pero sí recordaba el calor. El vértigo. El temblor.
Hermione se separó rápido, sin comentario alguno, y se marchó como si nada. Parkinson no la detuvo como si besarla fuera una cosa común, sin peso. Hermione, en cambio, tardó días en recuperar el aliento.
Y luego, al volver a la fiesta, vio a Ron.
Ron, riéndose. Ron, besando a Zabini.
No a Lavender.
"No entiendo nada," murmuró para sí mientras hojeaba un libro días después. Ginny, que pasaba por ahí, le lanzó una mirada curiosa.
"¿Dijiste algo?"
"No, nada."
No entendía nada. ¿Qué era Ron, entonces? ¿Qué sentía ella por él? ¿Y por Parkinson?
La confusión la había acompañado desde entonces como un segundo abrigo, uno más pesado y más difícil de quitar.
Sabía que le gustaba Ron. Por supuesto que sí. Siempre discutían, pero también se buscaban, se retaban, se entendían entre líneas.
Y aun así…
Hermione jamás confesaría que el primer chico que le gustó fue Malfoy. Tan elegante en su furia, tan calculador, tan brillante a su manera. El segundo fue Harry. Porque lo admiraba, lo quería, lo cuidaba. Y ahora que lo veía feliz, amando sin miedo, algo en ella se quebraba cada día un poco más.
Pero el beso con Pansy… la confundía. Le había gustado. Era imposible negarlo. ¿La convertía eso en otra cosa? ¿Le gustaban solo las chicas ahora? ¿O simplemente le gustaba ella?
Hermione no lo sabía. Todo era demasiado borroso.
Diciembre llegó con su hielo y su nostalgia. El castillo comenzó a decorarse con guirnaldas, velas flotantes, árboles cubiertos de nieve artificial encantada. Las risas aumentaban en los pasillos, los magos de primer año jugaban con bolas de nieve que levitaban, y las parejitas se multiplicaban bajo los muérdagos encantados.
Ron y Lavender.
Harry y Draco.
Incluso Parkinson y ella se reían en voz baja en el rincón más sombrío de la biblioteca, como si compartieran un secreto que no les dolía.
Una tarde, Hermione se detuvo frente a una ventana mientras la escarcha cubría el cristal con dibujos infinitos.
"¿Sabes que miras mucho por las ventanas?" dijo Parkinson, apareciendo a su lado.
"¿Y tú qué sabes de lo que hago o dejo de hacer?"
"Sé más de lo que crees."
Hermione frunció el ceño. "¿Por qué estás siendo amable conmigo?"
Pansy la miró, sin sonreír. "Porque facilita las cosas para Draco."
Hermione no respondió. Pero por primera vez en días, no se sintió tan sola. Y ese invierno, mientras el viento aullaba contra las ventanas, algo dentro de ella empezaba a moverse. A cambiar. No era claridad aún. Pero era el principio.
De algo. Tal vez de todo.
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
Ginebra Weasley
El invierno había envuelto a Hogwarts en una calma gélida y engañosa. La nieve caía con lentitud desde hacía días, dibujando paisajes inmaculados en los jardines, acumulándose en los alféizares de las ventanas y filtrando una luz blanca y silente por cada rincón del castillo. A pesar del frío que calaba los huesos, dentro de la escuela se sentía una efervescencia particular: diciembre llegaba con su promesa de villancicos, cenas cálidas, guirnaldas encantadas y muérdagos estratégicamente colocados.
Pero para Ginebra Weasley, la magia de la temporada se sentía lejana. Más que nunca, sentía que algo se estaba desmoronando en silencio.
La relación con Dean Thomas había comenzado con risas, con besos robados entre clase y clase, con cartas escritas a escondidas durante el desayuno. Había habido emoción, deseo, expectativa. Durante los primeros días, Dean la miraba como si fuera una estrella fugaz, algo digno de perseguir y proteger. Pero desde la victoria de Gryffindor contra Ravenclaw, algo había cambiado. Sutil al principio, pero cada vez más evidente.
En público, Dean era el novio ideal. Le tomaba la mano, le ponía el brazo sobre los hombros, le hablaba con voz dulce. Pero cuando estaban a solas, era como si Ginny le resultara indiferente. Como si cada palabra que ella decía fuera un desafío, una provocación. Intentaba decirle cómo debía sentarse, con quién debía hablar, qué debía hacer. Y Ginny, que era fuego desde la raíz de su pelo hasta la punta de los dedos, jamás había tolerado que nadie intentara apagarla.
“¿Por qué siempre tienes que discutirlo todo?”, había dicho Dean la noche anterior, cuando Ginny se negó a salir del castillo solo porque él quería caminar por los terrenos nevados.
“Porque no soy una estatua, Dean. No voy a quedarme callada solo para que tú te sientas en control.”
Él había apretado los labios, molesto. Ella se fue antes de que pudiera contestar.
Ginny sabía quién era. Era audaz. Valiente. Había crecido con seis hermanos, había luchado contra la sombra de Tom Riddle en su primer año, había estado en la maldita Cámara de los Secretos. No iba a dejar que nadie la moldeara como si fuera barro blando. Dean la quería hermosa, dócil, sonriente. Ella era hermosa, sí, pero también era filo. Era fuego. Y más de una vez había deseado arder en los brazos de otro.
Como lo hacía Malfoy cuando Harry lo besaba. O simplemente cuando lo miraba.
Ginny lo había visto. Todos lo habían visto. Aunque Hogwarts fingiera discreción, el rumor se esparcía como humo entre las rendijas. Y lo peor era que ya ni siquiera parecía un secreto. Harry y Malfoy caminaban juntos por los pasillos, a veces con las manos rozándose, otras veces solo con las miradas clavadas el uno en el otro. Y cuando creían que nadie los observaba —como Ginny lo hacía, escondida tras columnas o estanterías—, se besaban como si el mundo pudiera acabarse al día siguiente.
No odiaba a Malfoy. No realmente. Había momentos en los que lo envidiaba con una rabia sorda, un deseo irracional de que simplemente desapareciera. Porque quería ser ella. Quería que fuera su nombre el que Harry murmurara entre sueños. Que fueran sus labios los que buscara con desesperación.
Ginny siempre había estado ahí para él. Siempre.
“¿Has dormido bien?”, le preguntaba Harry por las mañanas, con esa voz áspera y suave que a ella le provocaba escalofríos.
“Sí”, respondía, fingiendo que no dolía. “¿Y tú?”
“Draco se quedó dormido en mi cama anoche”, decía a veces, con una sonrisa secreta. “No quise despertarlo. Se veía… tan en paz.”
Ginny asentía. Escuchaba. Era su confidente. Su amiga. La voz que lo consolaba cuando Malfoy tenía uno de sus momentos de arrogancia. Era a ella a quien Harry buscaba cuando necesitaba entender algo sobre el romance o cuando simplemente deseaba recordar quién era fuera de todo eso.
Pero no era suficiente. Porque Harry nunca la miraba como miraba a Malfoy. Nunca la tocaba como lo hacía con él. Nunca la deseaba con la intensidad que ardía en su pecho cada vez que lo veía reír, o quitarse la bufanda con una lentitud que dejaba ver su cuello pálido y hermoso.
A finales de noviembre, algo cambió. Ginny lo notó. Harry la miraba más. Con atención. Con una especie de nostalgia o duda. A veces, cuando Malfoy hablaba demasiado fuerte o se marchaba molesto, Harry parecía buscar los ojos de Ginny como si esperara algo en ella. Y ella lo ofrecía todo. Una sonrisa, un gesto, un silencio comprensivo.
Por una semana entera, Ginny creyó que tal vez...
Tal vez él empezaba a cansarse. Tal vez el amor con Malfoy era demasiado complicado. Tal vez Ginny aún tenía una oportunidad.
Pero entonces llegaron los rumores. Las chicas de Hufflepuff hablaban en voz baja en los baños: “Dicen que Potter está enamorado. Que lo de ellos no es un juego.” Y ella, con el corazón comprimido, lo había confirmado por sí sola. Porque había visto a Harry mirar a Malfoy cuando él no lo veía. Con ternura. Con veneración. Como si orbitara a su alrededor.
En una ocasión, sentada junto a él en la biblioteca, Harry cerró el libro y susurró:
“¿Crees que alguien pueda cambiar por amor?”
Ginny lo miró. “¿Tú cambiaste?”
Harry sonrió, casi con tristeza. “Creo que sí. O tal vez solo me encontré.”
Ella no dijo nada. Porque no había espacio para ella en esa frase.
Y, aun así, le gustaba. A pesar de todo. A pesar de Dean, que se volvía más sofocante cada día. A pesar de Malfoy, que tenía el lugar que ella anhelaba con desesperación. Ginny no dejaba de arder.
Esa noche, en la Sala Común, mientras las luces del árbol de Navidad titilaban con un brillo encantado, Dean le ofreció una taza de chocolate caliente. Ella la tomó, agradecida, pero su mirada se desvió hacia Harry, que hablaba con Ron en voz baja, con el rostro iluminado por el fuego de la chimenea. Malfoy no estaba cerca. Ginny lo supo por la forma en que Harry jugaba con la hebra de su suéter, distraído, ausente.
Ron notó su mirada. “¿Estás bien?”, le preguntó en voz baja.
Ella tardó en contestar. “Solo tengo frío.”
No era cierto. Tenía fuego bajo la piel. Una llama constante que ni el invierno más crudo podía apagar.
Y aunque sabía que ser amiga de Harry era lo correcto, lo noble, lo valiente… también era una tortura silenciosa.
Porque Ginny quería ser más. Quería ser la que mantuviera a Harry ansioso. Quería ser aquella con la que Harry soñara, aquella a quien Harry eligiera incluso después de que la nieve se derritiera.
Pero Hogwarts, como la vida, estaba lleno de fantasmas. Y el suyo tenía ojos verdes que nunca miraban en la dirección correcta.
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Astoria Greengrass
La nieve caía con suavidad sobre los terrenos de Hogwarts, cubriendo los senderos con un delicado manto blanco. Era finales de noviembre y el frío ya había calado hasta los muros más antiguos del castillo. Los días eran más cortos, las noches más largas, y el aire olía a leña quemada, castañas asadas y cartas que llegaban con promesas de vacaciones navideñas. Para Astoria Greengrass, sin embargo, aquella temporada no traía consuelo ni esperanza. Sólo el helado recuerdo de una historia que nunca tuvo oportunidad de comenzar.
Antes de Hogwarts, la vida de Astoria era una sucesión de reglas elegantes, tacitas de porcelana, y sonrisas perfectas ensayadas frente a espejos antiguos. Siempre fue "la hermana menor de Daphne", la que debía aprender a caminar con gracia, a hablar con medida, a no levantar la voz ni arrugar el vestido. En esa monotonía pulida y fría, Astoria se conformó con observar y soñar. Soñaba con mundos más grandes que su casa ancestral, con amistades verdaderas, con el tipo de amor que las novelas escondidas en su baúl describían.
Y entonces llegó a Hogwarts. Tenía once años, los ojos brillantes y un nombre que aún no era suyo. La primera vez que lo vio fue en el Gran Comedor, rodeado de su séquito habitual. Draco Malfoy. Rubio como el trigo, con una altivez en el mentón que intimidaba, pero una tristeza en los ojos que sólo alguien como ella podía notar. Lo observó durante meses sin decir palabra, construyendo en su mente dos versiones de él: el Malfoy que todos conocían y el Draco que ella imaginaba. El primero era arrogante, cruel en sus comentarios, siempre a la cabeza de cualquier situación. El segundo, era humano, vulnerable, incluso amable. Y con el paso de los años, descubrió que ambas versiones existían. Que el Draco que bajaba la voz para hablar con su madre era real. Que el Draco que recogía el libro de un compañero caído, creyendo que nadie miraba, también era real. Astoria se enamoró en silencio, con la devoción temblorosa de quien sabe que jamás será vista.
Hasta que Potter dio el primer paso que Astoria no pudo.
Los rumores comenzaron tras el partido con Gryffindor, cuando Potter dijo ante ambos equipos un día de entrenamiento que él y Draco tenían un affaire. Al principio, fue una curiosidad, una murmuración más entre pasillos. Pero con los días se volvió escándalo. Draco y Potter, decían. Draco y Potter, juntos, a solas, demasiado cerca. Astoria tuvo que escuchar esas palabras como cuchillos, cada una hincándose donde antes había una ilusión intacta. Y sonreír. Y asentir. Y hacer como si Draco no significara nada para ella.
"¿Has oído que Potter grito que Malfoy espera un hijo suyo?", preguntó una chica de quinto.
Astoria fingió estar concentrada en su pergamino. "No me interesan los escándalos."
"¿Tú crees que sea cierto?", preguntó otra.
"Claro que sí", murmuró Daphne desde su sillón, sin despegar los ojos de su prometido. "Draco está… diferente."
Y lo estaba. Ya no caminaba solo. Ya no sonreía con esa torpe sinceridad cuando creía que nadie miraba. Ahora sólo había Potter, y Potter parecía no mirar a nadie más. Astoria comenzó a evitar ciertos pasillos, ciertas horas. Cambiaba de dirección si los veía juntos. No por odio. No podía odiar a Potter, aunque deseaba hacerlo. Deseaba que desapareciera. Que dejara de ser el centro de gravedad de Draco. Que dejara espacio para que ella, siquiera por un instante, existiera en su mundo.
Pero Astoria no era estúpida. Sabía que Draco nunca la miraría con los mismos ojos con los que miraba a Potter. Ni siquiera como amiga. Ni siquiera como compañera. Y sin embargo, algo dentro de ella —una fuerza obstinada e imbatible— se negaba a rendirse. No quería seguir siendo sólo la sombra de Daphne. No quería ser invisible.
Por eso, cuando se enteró de que Draco había vuelto al equipo de Quidditch y que buscaban un nuevo cazador, supo que era su momento. Sabía que las chicas no solían estar en el equipo de Slytherin. Sabía que los chicos se burlarían. Que su hermana pondría el grito en el cielo. Pero también sabía volar. Y lo hacía bien.
Pero Astoria no se dejó intimidar. Decidida, solicitó una reunión con el profesor Snape, su jefe de casa. Había preparado un discurso elaborado, lleno de argumentos sobre igualdad y mérito. Sin embargo, apenas comenzó a hablar, Snape la interrumpió con su voz fría y característica.
"Señorita Greengrass, puede presentarse a las pruebas", dijo sin emoción.
La sorpresa y la alegría inundaron a Astoria. Por un momento, olvidó la severidad del profesor y estuvo a punto de abrazarlo, pero la mirada de asco e incomodidad que él le dirigió la detuvo en seco.
“¿De verdad?”, preguntó, conteniendo un chillido.
“Si gritas, me veré obligado a revocar mi permiso”, respondió con el ceño fruncido.
Astoria sonrió, reverenció con torpeza y salió flotando del despacho. El resto del día lo pasó ensayando cómo acercarse a Draco. Pero él nunca estaba solo. Si no era Potter, eran Crabbe y Goyle. O Zabini. Siempre rodeado, como si el universo conspirara para mantenerla lejos.
Esa tarde, Daphne se enteró.
“No vas a hacer las pruebas”, dijo su hermana desde el sofá, con la voz de quien no acepta réplica.
Astoria alzó una ceja. “¿Por qué no?”
“Porque no eres un chico. Porque los Greengrass no hacen espectáculos. Porque… es ridículo.”
“Lo único ridículo es que pienses que tu apellido vale más que mi voluntad.”
Y con esas palabras, Astoria se levantó y cruzó la sala común hasta donde estaba Draco, rodeado de los suyos.
“Quiero hacer la prueba para cazadora,” dijo, y su voz tembló, pero no se quebró
Él la miró. Por primera vez, la miró de verdad.
“¿Tú?” dijo Parkinson entre risitas. “Pero eres tan...”
Astoria no la miró. No parpadeó. Su mirada estaba fija en Draco, con las mejillas apenas sonrojadas y con el corazón latiéndole en los oídos.
“Hablé con el profesor Snape. Él dijo que podía hacer la prueba.”
Draco se incorporó en el sillón, sus cejas arqueándose. “¿Tienes escoba?”
“Sí,” dijo con un leve temblor de emoción en la voz.
“Entonces vamos,” respondió Draco, estirándose como un gato.
Y así fue. Volaron juntos. Compitieron. Y cuando todo terminó, Draco se acercó, la mano aún enguantada, el cabello cubierto de escarcha.
“Estás dentro.”
Ella casi gritó. Casi lloró. Pero no lo hizo. Porque estaba en su escoba. Porque Draco Malfoy se veía peligrosamente guapo volando bajo la nieve. Porque una pestaña suya atrapó un copo y ella, sin pensar, extendió la mano y lo tomó.
“Lo siento”, murmuró, ruborizándose.
Él no dijo nada. Sólo le sonrió, una de esas sonrisas que ella había visto en secreto tantas veces.
Al volver a la sala común, su hermana la intercepto antes que Parkinson.
“Así que al fin te atreviste”, dijo con sorna. “¿Sabes que se te nota mucho?”
“¿El qué?”, preguntó Astoria, fingiendo ignorancia.
“Que estás loca por él.”
Astoria tragó saliva y pensó: ¿Tanto se nota?
Esa noche, Astoria se acurrucó en su cama, la escarcha aún pegada al dobladillo de su capa, el corazón latiéndole con una mezcla de esperanza y miedo. Tal vez Draco nunca la viera como ella deseaba. Tal vez nunca pudiera ocupar el lugar de Potter. Pero por primera vez en su vida, no era una sombra. No era sólo la hermana de Daphne. Era Astoria. Cazadora de Slytherin. Compañera de equipo de Draco Malfoy.
Y eso, por ahora, era suficiente.
Notes:
¡¡Agregue una nueva etiqueta!!
También me equivoque al subir los capítulos, pero me di cuenta a tiempo así que todo esta bien.
Doble capitulo solo porque nos acercamos al primer climax de la historia.
¿Alguien ya se dio cuenta quienes serán los primeros en hacer que el mundo mágico aumente la tasa de natalidad?
(Soy muy creyente de que los magos se ponían de alguna forma de acuerdo para tener hijos casi al mismo tiempo)
Chapter 23: Tal vez realmente no me quieras ahí
Summary:
Disfrútenlo mucho porque después se viene la angustia y en forma de un tren descarrilado.
Advertencias específicas
Sexo entre menores de edad. 🛁🫧💧
Chapter Text
Harry no sabía en qué momento exacto del día había empezado a sentirse fuera de sí, pero lo cierto era que llevaba horas fingiendo que ponía atención. Los pergaminos frente a él estaban en blanco, o casi, con letras desordenadas que había garabateado por inercia durante las clases de Pociones y Encantamientos. McGonagall había alzado una ceja en su dirección más de una vez, y Harry había fingido que tomaba notas, aunque por dentro solo había una idea constante dando vueltas en su cabeza: Draco.
No era la fiesta. No exactamente. No le importaban las luces, la decoración ni siquiera el hecho de que Slughorn, con su usual entusiasmo baboso, había estado alardeando durante el desayuno que esta sería “la velada más exclusiva del año”. No. Lo que tenía a Harry comiéndose por dentro era Draco. Draco que ayer, cerca de la enfermería, le había susurrado con esa voz baja, tensa, que hablarían más tarde. Draco que, desde ese momento, parecía haber desaparecido del mapa.
Cuando se le ocurrió ir a buscarlo a la sala común de Slytherin a altas horas de la noche —una locura en sí misma—, fue Parkinson quien se interpuso como una barrera viva, con los brazos cruzados y una mueca que destilaba superioridad.
“Draco no puede verte ahora, Potter. Está ocupado arreglando el desastre que causaste.”
“¿Qué desastre causé yo?”
“Tu existencia,” respondió Pansy, dándose la vuelta con el dramatismo de una actriz del Teatro Mágico de Londres que Draco siempre hablaba en querer volver a visitar.
Fue Hermione quien le explicó, arrastrando cada palabra como si le pesara en el alma, que tanto ella como Parkinson estaban ayudando a Draco con su vestuario. Y no un vestuario cualquiera. No, al parecer la elección de túnicas, zapatos, gemelos y hasta el perfume adecuado era un asunto de estado que requería toda la atención del joven Malfoy.
Harry sintió cómo algo dentro de él se rompía y no tenía ni idea de por qué. Porque él no era celoso. No, él era maduro. Él no iba a sentir celos porque Draco estaba con Parkinson. O con Hermione. O con ambas. Y sin embargo…
Hoy, tres chicas parecían haber sufrido la pérdida de un familiar cercano. Hermione andaba con el ceño fruncido, farfullando maldiciones en voz baja cada vez que algo no salía como quería; Parkinson caminaba como si pisara las ruinas de sus sueños, y Ginny —quien inexplicablemente había sido arrastrada al vórtice emocional de las otras dos— parecía al borde de asesinar a alguien con su cepillo del cabello.
“Están locas,” murmuró Harry, observando cómo las tres cuchicheaban en la esquina del pasillo, soltando chillidos de risa que a él le resultaban incomprensibles. “Completamente dementes.”
Pero Draco… Draco estaba peor.
Harry lo vio esa mañana atravesar el Gran Comedor sin dirigirle ni una mirada. Llevaba su túnica verde oscuro perfectamente planchada, el cabello recogido hacia atrás con una precisión casi quirúrgica, y hablaba con Parkinson en susurros veloces. Cuando Harry intentó interceptarlo, solo recibió un “luego, Potter” acompañado de un gesto con la mano como quien espanta una mosca.
“¿‘Luego’ cuándo, maldito seas?” masculló Harry, mirando cómo se alejaban.
A mediodía, todo empeoró.
Durante el almuerzo, Hermione —con una sonrisa de inocencia tan falsa como un galeón de plata— anunció que iría con Parkinson a la fiesta. Y no solo eso. Que dos amigos de Pansy, “ricos, apuestos y famosísimos”, estarían también invitados.
Uno de ellos era un jugador de Quidditch cuyo nombre Harry jamás había escuchado. Pero Ron se atragantó con su zumo de calabaza y Lavender dejó caer su tenedor, así que debían ser importantes. Hermione y Parkinson se miraron en ambos extremos del Gran Comedor, satisfechas, como si acabaran de lanzar un hechizo de confusión que surtió efecto inmediato.
Harry las observó con los labios apretados, mientras se preguntaba si no sería mejor encerrarse en su habitación y fingir que no existía ninguna fiesta, aunque eso significaría que Draco lo asesinara sin piedad.
Pero a las tres de la tarde, Hermione y Ginny salieron disparadas como si el castillo estuviera en llamas. Llevaban los brazos cargados de pociones, frascos brillantes, brochas y sus vestidos envueltos en una tela plateada que flotaba tras ellas como una nube. Harry apenas alcanzó a decir “¿ya se van?” cuando las chicas cruzaron la sala común a toda velocidad. Se oyeron murmullos. Comentarios. Risas.
Harry se dejó caer en uno de los sofás.
“Supongo que eso es un sí,” dijo para sí mismo, mientras Ron lanzaba una mirada larga hacia donde había desaparecido Hermione, con Lavender sentada encima suyo, mascando chicle como si masticar pudiera borrar la tensión del ambiente.
A las seis, las clases terminaron. Harry caminó hacia el Gran Comedor, esperando ver a Draco. Pero no había rastro de él. Ni de Hermione. Ni de Pansy. Ni de Ginny. Solo Nott, sentado al final de la mesa de Slytherin, mirándolo con un odio tan puro que por un momento Harry se preguntó si el chico tenía una vudú suyo escondido bajo la túnica.
A las siete, por fin decidió ir a ducharse. El agua caliente no ayudó. Su cabello seguía rebelde y cuando intentó ponerse la camisa, se mojó al instante por el goteo constante de su nuca. Se secó como pudo, se vistió con prisa y trató de alisar su ropa con la varita, no salió muy bien.
A las ocho y media, estaba maldiciendo en voz baja mientras trataba de cerrar los botones torcidos de su túnica. Su reflejo en el espejo le devolvía la mirada con sarcasmo.
“Perfecto, Harry. Realmente estás deslumbrante,” murmuró con amargura.
Quince minutos antes de las nueve, ya estaba bajando los peldaños del vestíbulo como si le persiguieran trolls. Ginny estaba allí. Se veía hermosa, con un vestido marrón oscuro que le hacía juego con los ojos. Su cabello estaba recogido a medias con una trenza, y cuando lo vio, soltó una risita.
“Te ves como si hubieras corrido desde la Torre Norte,” dijo.
“Lo hice,” respondió Harry, ajustándose la túnica. “¿Has visto a Draco?”
“Claro,” dijo Ginny su sonrisa se hizo más pequeña. “Estaba maldiciéndote y a toda tu futura descendencia hace unos quince minutos. Luego fue con Hermione y Pansy al despacho de Slughorn.”
Harry suspiró. “Perfecto.”
“Por cierto,” añadió Ginny mientras comenzaban a subir por la escalinata de mármol, “te ves muy bien.”
Harry la miró, sorprendido. “Gracias, ¿Y Dean?”
“Está en la fiesta,” respondió ella con una sonrisa tensa. “Me dejó aquí sola. Supongo que prefiere ir temprano y poder conocer a los invitados.”
Harry sintió una punzada en el pecho. No por Ginny, sino por la escena completa. Ella, sola, rodeada de chicas que cuchicheaban mientras la miraban de reojo con expresión burlona. Ginny, que siempre fue tan fuerte, tan orgullosa, manteniéndose erguida, como si no le afectara. Como si no le doliera.
Harry la tomó del brazo con suavidad.
“Bueno, ahora no estás sola,” dijo. “Vamos juntos.”
Ginny lo miró de reojo, la sombra de una sonrisa dibujándose en sus labios y con un brillo tenue en sus ojos.
“Gracias, Harry.”
Pero Harry no la escuchaba. Su corazón latía con fuerza. Porque arriba, en el despacho de Slughorn, Draco lo estaba esperando. O quizás no. Quizás lo había olvidado. Quizás estaba con uno de esos famosos amigos de Parkinson, riendo, encantador, hermoso, como siempre. Pero Harry iba a subir. Aunque tuviera que enfrentar a Parkinson, a Slughorn, a todos.
Porque esta noche, él quería bailar con Draco. Aunque fuera solo una vez. Aunque terminara con el corazón hecho trizas si a Draco no le gustaba su apariencia.
Harry llegó al umbral del despacho de Slughorn con Ginny tomada aún de su brazo, y supo —por el sonido de las risas, de la música encantada flotando en el aire, y de las conversaciones que se entrelazaban como cintas— que estaba llegando tarde. Las puertas estaban abiertas de par en par y, desde el pasillo, una oleada de luz dorada lo recibió, cálida y festiva, como una exhalación de magia bienintencionada.
El despacho de Slughorn había sido transformado de forma casi prodigiosa. Las paredes estaban revestidas con una tela escarlata que caía como terciopelo pesado desde el techo hasta el suelo, y brillaban con pequeños destellos dorados que imitaban la caída de nieve. Cientos de velas flotantes pendían sobre las cabezas de los invitados, lanzando chispas de luz blanca que explotaban silenciosamente al tocar el aire. Ramas de acebo y muérdago colgaban de los candelabros, mientras un enorme árbol de Navidad, de más de tres metros de altura, se alzaba en la esquina izquierda de la sala, adornado con orbes de cristal, runas flotantes y figuras animadas que cantaban villancicos en voz baja.
Elfos domésticos, vestidos con túnicas plateadas a juego, cruzaban la sala con elegancia, llevando bandejas de plata sobre sus cabezas, cargadas de canapés humeantes, copas de cristal que rebosaban hidromiel espumosa, y pequeñas tartaletas encantadas que flotaban brevemente antes de posarse en los platos con un leve suspiro.
Harry dio un paso dentro, tragando saliva, y entonces lo vio.
Draco.
Como si todo lo demás hubiese sido solo un preludio. Como si el verdadero centro de la sala no fuera el árbol, ni la mesa de banquetes, ni los invitados de renombre. Draco estaba de pie cerca de una mesa con copas de ponche, rodeado de Parkinson, Hermione y un par de hombres de aspecto distinguido pero, según la visión nublada por los celos de Harry, también extremadamente feos.
Llevaba una túnica de corte clásico, elegante y ceñida, color azul noche con detalles de filigrana plateada bordados a mano. Cada hilo parecía relucir como escarcha pura, y el tejido caía con un peso suntuoso, como si hubiese sido hecho a medida por algún sastre de sangre pura acostumbrado a vestir a la nobleza. Draco no había escatimado. Ni un solo botón estaba fuera de lugar. El cuello estaba ligeramente abierto, revelando una cadena de platino que brillaba apenas, como un secreto guardado entre las sombras de su piel pálida.
Pero fue su rostro el que hizo que Harry olvidara respirar.
Draco tenía el cabello recogido hacia atrás, pero a cada lado de la cabeza dos pequeños broches engarzados con gemas heladas —probablemente zafiros y diamantes diminutos— sostenían los mechones con una gracia letal. Hacían que sus ojos grises, tan fríos y profundos como el lago en invierno, resplandecieran con una intensidad casi insoportable.
Y entonces Draco lo sintió.
Sus ojos buscaron, cruzaron la sala y chocaron directamente con los de Harry.
Fue como una corriente invisible. Un reconocimiento callado. Un “estás aquí” sin palabras. Y en ese instante, todo se silenció. Harry se sintió el hombre más afortunado del mundo. Más aún: el único hombre en el mundo que importaba, porque Draco Malfoy, hermoso, arrogante, perfectamente compuesto Draco Malfoy, era suyo.
Ginny desapareció de su brazo sin que Harry se diera cuenta. Como si el simple contacto visual con Draco hubiera anulado todo lo demás.
Draco dijo algo breve, murmuró una despedida a su pequeño círculo, y comenzó a caminar hacia Harry. Su andar era firme, elegante, seguro. Como si estuviera desfilando por la alfombra de su propia historia, y Harry… Harry estaba allí para escribirla con él.
Cuando llegaron uno frente al otro, no hubo palabras. Solo un silencio repleto de electricidad. Y luego, el beso.
Fue suave. Cálido. Sincero.
Draco se inclinó con lentitud, apenas ladeando el rostro, y sus labios rozaron los de Harry con una ternura que lo dejó sin aliento. El beso no fue impúdico, pero sí íntimo. Como si se dijeran todo con ese roce. Un “te extrañé”, un “estás hermoso”, un “me importas”. Harry sintió que su corazón se apretaba en el pecho y le dolían las comisuras de los labios de tanto contener una sonrisa. No necesitaba más que eso. No esta noche.
“Hola,” murmuró Draco al separarse apenas, con esa voz que parecía tejida con terciopelo.
Harry apenas pudo responder. Estaba hipnotizado. Lo único que logró articular fue: “Estás... espectacular.”
Draco sonrió, y su sonrisa fue como un faro en medio de una tormenta.
“Y tú pareces un poco perdido.”
Antes de que Harry pudiera responder, Slughorn apareció como una bocanada de perfume fuerte y entusiasmo congestionado.
“¡Harry, querido muchacho! ¡Por fin llegas! Ven, ven, hay muchos invitados que desean conocerte. No puedes ocultarte todo el tiempo. Ah, y veo que estás con el encantador señor Malfoy, excelente elección, brillante elección.”
Harry sintió un leve tirón en el estómago, pero entonces Draco se inclinó hacia su oído y le susurró con voz baja, suave, que le rozó como una caricia: “No huyas. Déjame presumirte un poco. No me quites ese placer.”
El tono, la cercanía, el calor de su aliento—todo ello hizo que Harry soltara un gemido bajo, apenas audible, que solo Draco captó con una sonrisilla de triunfo.
“Muy bien,” dijo Harry, ya rendido, “pero no me dejes solo con Slughorn.”
“Prometido,” susurró Draco, y se colocó a su lado como un ángel de mármol encantador.
Slughorn los llevó primero hacia Zabini, que estaba en una esquina, peligrosamente cerca de un vampiro alto, delgado, vestido con ropas negras y guantes de encaje. El hombre sonrió con colmillos apenas visibles, y Harry pensó que su cercanía con Blaise bordeaba lo indecente.
“Sanguini, este es Harry Potter,” anunció Slughorn.
Sanguini inclinó la cabeza con elegancia. “El joven salvador. Encantado. Tu sangre debe saber a profecía y a fuego.”
Harry retrocedió medio paso, incómodo, pero Blaise solo sonrió con pereza. “No lo asustes,” dijo al vampiro, “ya lo han puesto bastante nervioso.”
Siguieron los saludos. Un Ministro de Magia retirado que olía a lavanda rancia. Una autora famosa que escribió novelas sobre criaturas mágicas y que no paraba de hacer preguntas sobre Buckbeak. Y un alquimista anciano, con una voz frágil pero ojos vivos, que felicitó a Draco por su impecable vestimenta y preguntó a Harry si lo había conocido en París.
“Nos conocimos en el callejón Diagon,” respondió Harry con una sonrisa tonta.
Draco lo miró de reojo, encantado.
En cada presentación, Harry encontraba formas de introducir a Draco en la conversación. “Mi novio, Draco Malfoy.” “Oh, Draco sabría responder eso mejor.” “Draco es el que tiene mejor gusto.” Y cada vez, Draco jugaba su papel de príncipe perfecto, ofreciendo reverencias, comentarios amables, hasta alguna que otra risa falsa. Pero su mano tocaba la de Harry en cada ocasión que podía. Una caricia fugaz. Un roce del dorso. Un apretón disimulado. Y Harry… Harry quería que la noche no terminara nunca.
Pero entonces vinieron ellos.
Los dos “amigos” de Parkinson. Los que Hermione había mencionado. Uno de ellos era, en efecto, un jugador de Quidditch, alto, musculoso, con la mandíbula cuadrada de un héroe trágico. El otro, de nariz respingada y voz chillona, se reía como si cada palabra que decía fuera una genialidad.
Harry los odió al instante.
Ambos se inclinaron hacia Draco como si lo conocieran de toda la vida, y Harry sintió que sus puños se cerraban.
“Así que tú eres el novio de Draco,” dijo el jugador, evaluándolo. “Interesante.”
“Más que interesante,” dijo Draco con una sonrisa que rozó el sarcasmo. “Él es todo lo que necesito.”
Harry sintió que su pecho se expandía. Miró a Draco con adoración abierta, ya sin importarle nada. No los vampiros, no los feos, no Slughorn.
Solo Draco. Y esta noche, Draco era suyo.
Por supuesto que no todo podía salir bien. No cuando era su primera fiesta con su novio. No cuando todo parecía encajar demasiado perfectamente, cuando el beso suave que le había dado a Draco frente a todos había sido tan cálido, tan dulce, que Harry sentía que aún lo tenía tatuado en los labios. No. La vida no era tan generosa con él. Al menos no por mucho tiempo.
Slughorn, que parecía haber nacido para actuar como anfitrión entre el humo dulce de las velas encantadas y los elfos domésticos desfilando con bandejas de plata, los había dejado con una sonrisa apresurada y el anuncio de que debía ir a saludar a unos recién llegados que, según sus palabras, eran de lo más distinguidos. Harry no escuchó el resto. Había perdido el interés en cuanto el viejo profesor se alejó y ese idiota del jugador de Quidditch volvió a aparecer a la periferia de su visión, acercándose peligrosamente a Draco.
No, no fue por eso que Harry lo tomó de la cintura. Fue por los bocaditos. Dios, solo por los bocaditos. En ese lado del d salón navideño había una mesa adornada con ramas de muérdago flotante, manzanas caramelizadas, bombones rellenos de crema de calabaza y pequeños pastelillos que olían a nuez moscada. Era completamente lógico que Harry se sintiera atraído hacia allá.
Claro que sí.
Y si su mano bajó más de lo debido al rodear a Draco, si se deslizó lenta, casi perezosamente, por la curva de su espalda hasta asentarse en su trasero con la posesividad de quien acaricia lo que le pertenece, no fue porque lo estuviera marcando frente a aquel estúpido jugador de Quidditch. No. Fue pura coincidencia. O algo así.
Draco giró el rostro, con una ceja alzada, y murmuró con una amenaza apenas contenida entre dientes:
“Quita tu maldita mano de mi trasero, Potter, antes de que te la corte.”
Harry sonrió como si le hubiera dicho te quiero, y no dejó de mirar al jugador de Quidditch mientras obedecía con una lentitud descarada.
“Solo quería llevarte a los bocaditos.”
Draco lo miró con la desconfianza de alguien que sabía exactamente cuándo le estaban mintiendo y, aún así, estaba dispuesto a dejarlo pasar. Solo porque, en secreto, le encantaba la idea de pertenecerle a Harry Potter. Aunque nunca, jamás, lo admitiría en voz alta.
El momento habría sido perfecto. La música de fondo envolvía la escena como un hechizo suave, con violines encantados que flotaban entre guirnaldas de oropel, y el aire olía a canela, pino fresco y vino caliente. La risa levemente ebria de los adultos, el susurro de las conversaciones en distintos rincones, el brillo de las luces centelleando sobre los cristales del ventanal, todo parecía conjurado para darle a Harry el momento exacto que había imaginado desde que se atrevió a besar a Draco Malfoy por primera vez.
Y entonces, por supuesto, apareció Snape.
Como un mal presagio en forma humana, vestido de forma impecable —con una túnica negra de una tela que parecía absorber la luz y un broche de plata en forma de murciélago en el cuello alto— el profesor cruzó el salón con esa forma suya de caminar, como si se deslizara, como si pisara una alfombra de veneno. Sus ojos se clavaron en Harry y Draco con una intensidad gélida.
Draco fue el primero en sonreír.
Porque, claro, para Draco, no había nada más entretenido que ver cómo su padrino destruía a Harry con apenas unas pocas palabras.
“Potter,” dijo Snape, con una voz grave y educadamente desagradable, como si estuviera nombrando una enfermedad contagiosa. “Qué agradable sorpresa. Supongo que incluso las criaturas milagrosas pueden recibir invitaciones a fiestas.”
Harry apretó la mandíbula. Draco intentó, y falló, no sonreír con más amplitud.
“Hola, profesor Snape,” respondió Harry, en un tono que fingía cortesía pero que tenía filo. “Veo que está de humor navideño. Esa túnica realmente le grita alegría y festividad.”
Snape lo ignoró. Dirigió su atención a Draco con una mirada que solo suavizaba lo justo.
“Draco. Me sorprende verte aún aquí. Creí que ya habrías abandonado este teatro de mediocridad.”
Draco ladeó la cabeza y respondió con una cortesía exquisita:
“Estoy sorprendentemente entretenido, profesor. Y no puedo quejarme de la compañía.”
Harry sintió una calidez recorrerle el pecho ante esas palabras. Por más que Draco sonara como si hablara de un peón en una partida de ajedrez, había dulzura en su tono. Oculta. Encubierta. Solo para él.
Snape alzó una ceja. “¿La compañía? Ah. Claro.”
Sus ojos se posaron de nuevo en Harry, y fue como recibir una maldición sin necesidad de varita.
“Espero, Potter, que comprendas que lo que sea que estés intentando con mi ahijado tiene fecha de caducidad. Draco es demasiado inteligente como para no... aburrirse.”
Harry dio un paso hacia él, pero Draco colocó una mano en su brazo. Fue una caricia apenas perceptible, un roce de advertencia.
“No lo hagas,” murmuró con el tono de quien conoce todas sus reacciones.
“¿Y usted, Snape?” replicó Harry, ignorando la advertencia. “¿Alguna vez ha tenido algo que dure más que su mal olor?”
Draco soltó una risa breve, contenida en su garganta, y Snape entrecerró los ojos.
“Cuidado, Potter,” dijo en voz baja. “Eres encantadoramente estúpido cuando te dejas llevar por tus emociones.”
“Y usted es encantadoramente amargado siempre,” murmuró Harry. “Debe ser agotador.”
“Merlín,” susurró Draco, fingiendo fastidio. “Me encantaría ver cómo mi padrino lanza a mi novio por la ventana.”
“Sería un gesto romántico,” comentó Harry. “Me lanzaría por ti.”
Draco se rió de verdad entonces. Una risa baja, elegante y verdadera. Y por un instante, solo uno, Harry supo que era el mejor momento de la fiesta para Draco. No por los pasteles ni por los saludos diplomáticos, ni por las reverencias que le ofrecían los hijos de magos ricos que querían codearse con un Malfoy. Era por él. Por ellos. Incluso con Snape entre ellos como una tormenta anunciada, Draco se reía. Por él.
Y eso bastaba.
Snape los observó a ambos, la línea de su boca crispándose, y luego, sin una palabra más, se giró y se marchó.
Harry lo miró alejarse, aún con las palabras atragantadas en la garganta. Pero Draco se volvió hacia él, sus ojos grises brillando como el hielo bajo la luz de las velas.
“Si vuelves a agarrarme el trasero delante de mi padrino, Potter,” murmuró, con una sonrisa de medio lado, “te juro que me aseguraré de que el próximo regalo navideño que recibas sea una maldición confundus permanente.”
Harry sonrió, sin poder contenerse. “Si eso significa tenerte cerca para lanzármela, vale la pena.”
Y Draco, sin poder evitarlo, soltó una carcajada que Harry guardaría como su recuerdo favorito de toda la noche. Aunque no lo supiera todavía, estaba enamorado de cada gesto del rubio, incluso de su forma de amenazarlo.
Y Dios, cómo quería volver a agarrarle el trasero.
La música aún vibraba a lo lejos, colándose entre los muros de piedra como un eco distante de carcajadas y copas que tintineaban. Las luces cálidas del salón de Slughorn quedaban atrás, desdibujadas por la distancia y el repentino desasosiego que se había instalado en el pecho de Harry. Aún sentía el calor de la mano de Hermione aferrada a la suya mientras bajaban los escalones que llevaban al pasillo inferior, alejándose del bullicio de la fiesta.
No era así como había imaginado su primera fiesta con Draco. Claro que no. Harry había fantaseado —aunque nunca lo admitiría en voz alta— con besos robados junto a la mesa de ponche, dedos entrelazados ocultos bajo los pliegues de sus túnicas, tal vez incluso con la posibilidad de un arrullo íntimo en algún rincón poco transitado del castillo. Pero ahora, Draco estaba fuera, con Parkinson, y Hermione temblaba a su lado, con los ojos aún brillantes por las lágrimas que había contenido tan estoicamente.
“Estoy bien”, dijo ella por tercera vez, aunque su voz no tenía fuerza alguna.
Harry no respondió. Tenía demasiadas preguntas, demasiados nudos en la garganta. Draco. ¿Por qué se había ido con Parkinson? ¿Por qué no le había dicho nada? ¿Por qué ahora?
Unos minutos antes, todo había cambiado. Él y Draco se habían separado para ir con Hermione y Pansy respectivamente, prometiéndose reencontrarse pronto, con esa tranquilidad mundana de quien cree que el universo les va a conceder al menos un respiro de normalidad. Pero, por supuesto, la noche no podía desarrollarse con sencillez.
Hermione le había hecho señas desde el otro lado del salón, los ojos muy abiertos, el gesto crispado. Harry se había excusado de inmediato, pensando que tal vez había surgido algo con Ron, o tal vez Ginny —pero no esperaba la confesión entre susurros y temblores.
“Harry… cometí un error. Un gran error.”
“¿Qué ha pasado?”
“Me besé con un chico… uno de los amigos de Parkinson. Pensé que era simpático, pero… ahora quiere que lo acompañe a otro lugar. No quiero ir. Y… acabo de enterarme que es mucho mayor de lo que parecía.”
El remordimiento en sus ojos había sido desgarrador. Hermione, siempre tan cuidadosa, tan juiciosa, estaba teniendo una crisis tan humana, tan vulnerable, que a Harry se le pasó por completo el enojo de haber dejado a Draco para ir con ella.
“No dejaré que te lleve a ninguna parte.”
“Mi madre estaría tan decepcionada si supiera que estoy besándome con desconocidos en fiestas. ¡No soy así, Harry!”
“Lo sé, Hermione. Está bien. Todo está bien. Vamos a buscar a Draco y a su amiga y nos iremos de aquí, ¿sí?”
Ella asintió, y juntos recorrieron el salón, cruzando la pista de baile, esquivando a estudiantes eufóricos. Fue entonces cuando Ginny los interceptó, con el rostro encendido por la emoción.
“Harry, al fin te encuentro”, dijo con una sonrisa que se desvaneció ligeramente cuando lo vio tomado de la muñeca de Hermione.
“¿Has visto a Draco?”
“Lo vi salir hace unos minutos… con Parkinson.”
La punzada de desconfianza fue inmediata, brutal. Harry no esperó a más. Tiró de la muñeca de Hermione, sin notar cómo Ginny lo seguía con la mirada, triste, dolida. Pero Hermione sí lo notó. Lo anotó en algún lugar privado de su mente, y se guardó el comentario para más tarde.
El pasillo estaba en penumbra, apenas iluminado por las antorchas titilantes en las paredes. El ruido de la fiesta seguía filtrándose, distante, como si el castillo se negara a aislarlos por completo. Harry buscaba con los ojos, los oídos, el instinto. Hasta que vio la puerta entornada de un aula y escuchó la voz de Draco.
Al empujarla con cautela, se encontró con una escena que lo desarmó: Draco, de espaldas, se quitaba la túnica para cubrir los hombros de Pansy, que estaba sentada en una mesa, encorvada, la mirada clavada en el suelo. Su expresión era la de un animal herido, tenso, listo para defenderse.
Harry no supo qué sentir primero. La visión de Draco con solo una camisa traslúcida y esos pantalones tan ajustados que parecían cosidos a su piel le habría hecho perder el aliento en cualquier otro momento. Pero no ahora. No con Pansy así. No con el rostro de Draco torcido en preocupación.
Pansy alzó la mirada, y por un instante, fue la de siempre. Altiva, burlona. Pero Harry pudo ver la tristeza escondida tras sus ojos. Draco la ayudó a bajar con cuidado.
“Yo la acompaño”, dijo Hermione de pronto, avanzando con decisión. “Tú quédate con Draco.”
Draco y Pansy se miraron. No dijeron nada, pero algo silencioso pasó entre ellos. Una conversación muda. Una despedida contenida. Y luego Draco asintió, casi imperceptiblemente. Hermione se llevó a Pansy del brazo, y el aula volvió a quedar en calma.
Draco se apoyó en la mesa, dejando escapar un suspiro largo. Harry se acercó y lo abrazó por la cintura, apretando su cuerpo contra el suyo, el rostro enterrado en su hombro. El calor de Draco era reconfortante, una ancla en mitad del caos.
“¿Estás bien?”
“Ahora sí”, murmuró Draco, recostando la cabeza contra la de Harry. “Pansy estaba muy tomada. Uno de esos imbéciles quiso llevarla fuera. Cuando la encontré, estaba intentando quitárselo de encima.”
Harry apretó los dientes.
“¿Quién fue?”
“No lo sé. No quise perder tiempo preguntando nombres.”
Harry asintió. “Y Zabini…”
“Se fue con el vampiro, según Pansy.”
Harry resopló. “Zabini tiene gustos… bastante extraños.”
Draco rió, y el sonido alivió el pecho de Harry como un encantamiento reparador.
“Le gusta sentir la adrenalina. Decía que salir con un vampiro es como bailar con un basilisco. Nunca sabes si te va a besar o a matarte.”
“Genial.”
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Draco se mantuvo abrazado a Potter por un largo rato, inmóvil, con los ojos cerrados, dejando que el sonido lejano de la música que aún se colaba por las rendijas del castillo marcara el ritmo de su respiración. El calor del cuerpo de Potter le llegaba a través de la delgada tela de su camisa, y por un instante, Draco deseó poder permanecer así para siempre. Solo ellos dos, solo ese silencio lleno de cosas no dichas, de palabras que no hacían falta.
Había sido una bonita noche. Al menos la mayor parte. Draco jamás pensó que asistiría a una fiesta en medio de tantas cosas que lo asfixiaban a diario, menos aún de la mano de Harry Potter. Había algo casi surreal en eso: él, el heredero de los Malfoy, con su camisa arrugada y el corazón latiéndole demasiado rápido, siendo abrazado en un aula vacía por el Elegido. No era solo improbable, era absurdo. O al menos lo habría sido hace un año. Ahora, en cambio, se sentía como lo único que tenía sentido.
Potter había decidido formar parte de su vida. No se había ido. No lo había dejado solo ni siquiera cuando Draco había hecho todo lo posible para sabotear lo que fuera que estaban construyendo entre los dos. No era una relación normal, ni tampoco una que pudiera definir con palabras simples. No era algo que se pudiera mostrar con orgullo en el Gran Comedor o pasear por los pasillos. Era algo que vivía en las sombras, como muchas de las cosas importantes en su vida.
Al principio, cuando Severus le dijo que debía mantenerse cerca de Potter para sobrevivir, Draco pensó que sería simple: usaría su cuerpo, su encanto, sus conocimientos de lo que Potter deseaba en secreto y lo tendría. Sexo. Seducción. Manipulación. Eso era todo lo que pensaba que podía ofrecerle. Porque para entonces, Draco no se creía digno de nada más.
Nunca habían sido amigos. Ni siquiera enemigos civilizados. Su historia estaba marcada por insultos, por duelos fallidos, por desprecios. No había habido sonrisas compartidas ni confianza. Habían sido dos fuerzas que colisionaban, siempre con el orgullo por delante. Y sin embargo, Potter, como siempre, encontró una forma de reescribir esa historia.
Potter no solo quería sexo. Aunque lo tenían, y con intensidad. Pero eso no era todo. Potter quería saber cosas. Cosas estúpidas como qué libro leía Draco antes de dormir, si prefería la primavera al invierno, si le gustaba el té con miel o sin ella. Quería pasar tiempo con él sin necesidad de quitarle la ropa. Quería escucharlo. Verlo. Y Draco, contra todo pronóstico, se había dejado ver. Se había dejado tocar de formas que no tenían nada que ver con el cuerpo y todo con el alma.
Draco se aferró un poco más a Potter, presionando el rostro contra su cuello. Su cabello aún olía a esa colonia extraña que usaba, una mezcla de incienso suave y algo más salvaje. Le reconfortaba. Lo enraizaba. Le recordaba que estaba allí.
No eran como las otras parejas de Hogwarts. No se acurrucaban en los sillones de la sala común, ni compartían paseos por los jardines bajo la luna. Lo suyo ocurría en la intimidad de una cama, con las cortinas cerradas y los dedos entrelazados en la oscuridad. No se daban apodos cursis ni intercambiaban corazones de papel. Se decían cosas punzantes en voz baja, discutían con intensidad, y luego se tocaban como si el mundo fuera a acabar. A veces, pensaba Draco, eso era lo que los mantenía unidos: la necesidad de sentir algo real, algo que quemara.
Y sin embargo, también se sonreían en público, como si no hubiera nada que ocultar. Aún se tomaban de la mano bajo la mesa durante las clases compartidas o se daban empujones al pasar por los pasillos. Aún eran Potter y Malfoy. Pero también eran Harry y Draco. Y eso, por absurdo que fuera, funcionaba.
Draco sabía que lo suyo tenía una fecha de vencimiento. Sabía que un día la guerra acabaría, que las máscaras caerían y la verdad se haría visible. Sabía que Potter lo miraría y vería lo que era en realidad: un traidor, un cobarde, un chico marcado por el horror. Porque Draco llevaba una marca en la piel. Una marca que odiaba, que ocultaba, que limpiaba con ungüentos hasta sangrar. No quería que Potter lo supiera. No podía. Porque en el momento que lo supiera…
No sabía qué pasaría. Tal vez lo odiaría. Tal vez le tendría lástima, y eso sería incluso peor. Tal vez se alejaría sin decir nada, como si nada hubiera pasado. Como si Draco no hubiera sido nunca más que un desliz, un error de guerra. Y Draco no estaba listo para eso.
No quería renunciar. No todavía. No a las discusiones absurdas ni a los besos robados en la oscuridad. No a las manos de Potter sobre su espalda ni a su risa cuando Draco decía algo sarcástico. No quería renunciar a la forma en la que Potter lo miraba, como si realmente pudiera ser otra cosa, como si tuviera una oportunidad.
Draco respiró hondo y aflojó un poco el abrazo. Aún no lo soltaba del todo, pero sus manos habían bajado a la cintura de Potter, jugando con los bordes de su camisa.
“Potter…” dijo, apenas un susurro contra su cuello.
“Mhm?”
Draco se separó un poco solo para mirarlo, para encontrarse con esos ojos verdes que aún lo confundían.
“No fue una buena noche para nuestras amigas, pero… tú y yo… aún no hemos terminado la nuestra, ¿verdad?”
Potter lo miró. El fuego de las antorchas lanzaba sombras sobre su rostro, pero sus ojos brillaban como siempre. Intensos. Presentes.
“Claro que no. Aún no acaba.”
Y esta vez, cuando lo besó, no fue con prisa ni con hambre. Fue un beso con promesa. Con compromiso. Fue un beso que decía "estoy aquí". Un beso que sabía a esperanza, aunque Draco no supiera si la merecía.
Draco no podía dejar de sonreír. Era ridículo, lo sabía. Absolutamente estúpido, incluso. Pero allí estaba, con la sonrisa más tonta estirada en su rostro, mirando a Potter mientras este gesticulaba con las manos al explicar —con una mezcla de emoción y torpeza— cómo los muggles veían a los vampiros.
“Algunos los creen románticos”, decía Potter, casi ofendido. “Otros creen que brillan con la luz del sol, que tienen... sentimientos nobles, pero se alimentan de sangre como si fuera té.”
Draco lo miraba, recostado de lado en el suelo del aula vacía, una mano apoyada en su mejilla mientras dejaba que sus dedos jugaran con los pliegues de la túnica del pelinegro. Potter estaba sentado frente a él, con las piernas cruzadas y el cabello aún más desordenado que de costumbre. Y hablaba. Hablaba como si Draco fuera la única persona en el mundo con la que quería compartir ese pensamiento. Como si no estuvieran en medio de un castillo helado, en mitad de una guerra, como si fueran solo dos adolescentes con la noche por delante.
“¿Y qué más?” preguntó Draco, alzando una ceja, disfrutando de cada pausa, cada duda que aparecía en el rostro de Potter. “¿Los muggles creen que los hombres lobo bailan al ritmo de la luna también?”
Potter se rió. “No, pero casi. Aunque sí los pintan como... bestias sin mente. Casi como si no pudieran pensar ni sentir.”
Draco no respondió enseguida. El recuerdo del profesor Lupin cruzó su mente fugazmente, pero lo dejó pasar. No quería hablar de eso ahora. No cuando Potter lo miraba como si le confiara el mundo.
Entonces Potter cambió el tema.
“¿Sabías que muchos muggles tienen varias religiones?”
“Obviamente”, dijo Draco, arqueando una ceja, como si fuera lo más obvio del mundo.
Potter lo miró, genuinamente sorprendido. “¿De verdad?”
Draco asintió con una sonrisa apenas curvada. “Mi madre tenía una Biblia guardada en una vitrina. Antigua, con márgenes dorados. Herencia de la rama francesa de su familia, creo. Era más decoración que fe, claro. Pero la leí.”
“¿La leíste?”
“Sí, Potter. Sorprendentemente sé leer.”
Potter rió, agachando la cabeza con esa sonrisa que a Draco se le antojaba tan real, tan humana. “¿Qué historia recuerdas?”
Draco se quedó en silencio un momento, observando el techo ennegrecido del aula, como si pudiera encontrar allí las palabras. Finalmente, murmuró:
“La de Caín y Abel. Me pareció grotescamente trágica. La primera historia de hermanos en la historia de los hombres, y termina en asesinato.”
Harry lo miró fijamente. Como si acabara de descubrir otra capa de un mapa que apenas empezaba a descifrar. “Nunca pensé que tú... supieras de esas cosas.”
Draco se encogió de hombros. “La mayoría no piensa que sepa muchas cosas. Me acostumbré.”
Potter sonrió, pero esta vez su sonrisa fue suave, con una ternura que lo desarmó.
El aula se llenó de un silencio cálido. No era incómodo. Era como si el mundo entero se hubiera alejado unos pasos para dejar que ellos respiraran. Solo sus risas, sus miradas, y ese cosquilleo bajo la piel que Draco no sabía cómo poner en palabras.
“¿Sabes qué podríamos hacer?” preguntó Draco de pronto, con esa voz arrastrada que usaba cuando quería divertirse.
Potter alzó la vista. “¿Qué?”
“Nadar.”
Harry lo miró como si se le hubiera caído una pluma en la sopa. “Draco... es diciembre.”
“¿Y?”
“El lago está congelado.”
Draco soltó una carcajada seca, divertida. “¿Quién dijo que hablaba del lago?”
Harry entrecerró los ojos, confundido. Y entonces Draco añadió con una media sonrisa:
“El baño de los prefectos, Potter. Su bañera es casi una piscina. Con agua caliente.”
La transformación en el rostro de Potter fue inmediata. La sorpresa, el alivio, la sonrisa traviesa.
“¿Tienes la contraseña?”
“Siempre tengo la contraseña. Soy prefecto.”
Harry se puso de pie con tal rapidez que Draco casi se echó a reír de nuevo. “¿Qué esperas? Vamos.”
Y entonces corrieron. Como niños escapando de una travesura, como amantes corriendo hacia un rincón solo suyo. Draco lo seguía de cerca, sus dedos rozando los del otro cada tanto, tropezando en las esquinas, riéndose cuando Potter se detenía para besarlo entre pasillos o para arrastrarlo con torpeza por escaleras encantadas que cambiaban de dirección.
“¡Cuidado, Potter!”
“¡No me digas qué hacer, Malfoy!”
Las risas estallaban en medio de la noche. El castillo dormía, pero ellos no. Hogwarts parecía contener la respiración para no delatarlos. Y cada beso, cada roce, cada mirada compartida entre sombras parecía una promesa de algo que no sabían nombrar.
Cuando finalmente llegaron a la puerta de mármol blanco, Potter se giró con el rostro iluminado por el esfuerzo y la emoción.
“¿Y bien, prefecto?”
Draco murmuró la contraseña con voz clara. “Espuma de luna”.
La palabra se deshizo en el aire como una llave invisible, y el pomo giró sin esfuerzo, dejando que entraran al santuario húmedo y cálido que se ocultaba tras el umbral.
El baño de los prefectos estaba silencioso y tranquilo a esa hora. Un lugar bañado en vapor, con techos altos de mármol blanco y vitrales que dejaban entrar la luz de la luna en fragmentos de colores. Las paredes estaban decoradas con mosaicos de criaturas marinas que parecían moverse con cada parpadeo, y la gran bañera, más bien una piscina de mármol, ocupaba el centro de la sala como un altar de relajación. Cientos de grifos rodeaban su borde, cada uno marcado con piedras preciosas y encantamientos distintos, listos para verter esencias, espumas, sales o corrientes de agua caliente o helada, según el gusto de quien los usara.
Draco caminó con seguridad hasta sus grifos favoritos, aquellos que soltaban una mezcla de burbujas de lavanda, agua ligeramente celeste y pequeñas corrientes de vapor perfumado. Se inclinó con elegancia para abrirlos, y en ese gesto simple, con su ropa aún puesta pero su cabello ya empapado por la humedad, pareció brillar. Su silueta, bañada por la luz pálida que se filtraba desde el vitral más alto, lo hacía parecer irreal, como si no perteneciera del todo a ese lugar.
Cuando se giró, encontró a Potter allí, quieto como una estatua, con las mejillas encendidas y los labios entreabiertos, como si acabara de perder el hilo de sus pensamientos.
“¿Qué pasa, Potter? ¿Perdiste la lengua en el camino?” preguntó Draco con una sonrisa burlona, aunque sus ojos brillaban de ternura más que de sarcasmo.
Harry negó, torpemente, y luego, con voz algo baja, murmuró: “Pareces una sirena.”
Draco frunció el ceño, una ceja arqueada en confusión, como si dudara si tomárselo como un cumplido o insulto.
“Una sirena,” repitió Harry, y señaló con un movimiento torpe de la cabeza hacia una de las vitrinas encantadas, justo sobre el borde de la bañera. Tras el cristal, una figura femenina de cola escamada y cabello largo y brillante los observaba con descaro mientras se peinaba. Sus ojos, oscuros y grandes, se enfocaban directamente en Draco con una mezcla de envidia y diversión.
Draco ladeó la cabeza y soltó una carcajada ahogada, divertida y un poco condescendiente.
“¿Eso crees? ¿Qué me parezco a esa cosa?” preguntó mientras se acercaba a la vitrina. La sirena lo miró con aire desafiante, y en respuesta, Draco cruzó los brazos y dijo en tono helado: “O te vas, o juro que haré añicos ese cristal con un Bombarda tan elegante que no te dará tiempo ni de peinarte antes de ser exiliada.”
La criatura soltó un chillido burbujeante, claramente ofendida, y se sumergió en el fondo del vitral, no sin antes golpear la superficie con su cola, haciendo que el agua mágica ondulara como un espejo inquieto.
Harry soltó una risa que pareció sacarle el peso de toda una semana de encima.
“Eres un encanto, Malfoy.”
“Lo sé,” replicó Draco, girándose lentamente hacia él con una expresión que bordeaba lo arrogante y lo íntimo. “Pero tú estás hecho un desastre.”
Y sin más, comenzó a desabrochar su camisa con movimientos lentos, dejando que la prenda resbalara por sus hombros antes de colocarla con cuidado sobre uno de los bancos de mármol, doblándola con la precisión de quien está acostumbrado a cuidar sus cosas. Luego, su pantalón y el encaje que recién le había llegado hace pocos días, todo iba quedando ordenado, sin prisa. Incluso sus botas estaban alineadas como si se tratara de una ceremonia.
Harry, por el contrario, parecía haber olvidado cómo funcionaban sus propias manos. Sus dedos se atoraban en los botones, sus movimientos eran torpes y apresurados. Draco se volvió para verlo con una risa apenas contenida.
“¿Quieres ayuda, Potter? Pareces un alumno de primer año que acaba de ver a su primer Veela.”
“Cállate,” gruñó Harry, aunque sus mejillas traicionaban su intento de fingir molestia.
Draco se acercó desnudo, y lo ayudó a desabrochar los últimos botones. Su tacto era suave, pero cargado de intención. No necesitaba palabras. Su mirada decía todo. Cuando por fin estuvieron ambos dentro del agua, el calor los envolvió como una promesa.
Las burbujas flotaban a su alrededor, perezosas y perfumadas. El agua rozaba la piel con una calidez casi amorosa, y el vapor que subía de la superficie dibujaba líneas suaves entre ellos, como si el ambiente se resistiera a dejarlos verse con claridad. Pero no necesitaban verse. No por completo. Porque se conocían. Porque en ese instante, sus cuerpos ya hablaban otro idioma.
Draco se sumergió primero, soltando un suspiro audible mientras el agua acariciaba su piel. Se apoyó contra el borde, cerrando los ojos por un momento, dejando que las pequeñas corrientes encantadas le recorrieran la espalda. Cuando abrió los ojos, vio a Potter mirándolo de nuevo, como si no pudiera dejar de hacerlo.
“¿Qué?” preguntó, con una sonrisa ladeada.
Harry negó con la cabeza y murmuró: “Solo… no puedo creer que esté aquí. Contigo. Así.”
Draco inclinó la cabeza, como si estuviera considerando algo, y luego se acercó nadando lentamente, como un gato curioso, hasta estar frente a él.
“¿Sabes, Potter?” dijo en voz baja, rozando sus labios apenas. “A veces, tú me haces olvidar todo. Hasta lo que no debería olvidar.”
El beso que siguió no fue torpe ni apresurado. Fue suave, lento, con la delicadeza de algo que ambos sabían que podría romperse con facilidad si se usaba mal. Y sin embargo, bajo esa suavidad, se escondía una intensidad silenciosa, algo que Draco no se atrevía aún a nombrar.
El agua tibia envolvía sus cuerpos como un velo invisible, borroso y denso, mientras la espuma se acumulaba a su alrededor, flotando en remolinos suaves que ocultaban lo que las miradas no se atrevían aún a explorar por completo. Draco sentía la piel de Potter rozando la suya bajo la superficie, apenas un roce, pero suficiente para que su respiración se volviera más lenta. Más pesada.
Potter estaba cerca. Tan cerca que podía ver las diminutas gotas de agua acumuladas en sus pestañas, podía oír su respiración interrumpida, como si le costara sostener el peso de esa cercanía sin perder el control.
Draco deslizó una mano bajo el agua, tocando la cadera de Potter con una calma ensayada, pero sus propios latidos traicionaban su aparente seguridad. Estaban acelerados. El deseo no era nuevo, pero la forma en que Potter lo miraba lo era. No había miedo, no había duda. Solo entrega. Silencio. Confianza.
“¿Estás bien?” murmuró Draco, su voz baja, casi un susurro que apenas logró superar el suave murmullo del agua.
Harry asintió con los ojos cerrados, como si necesitara un segundo más para procesar ese tacto. Luego abrió los ojos y lo miró con algo que Draco no supo cómo nombrar. No era ternura. Era algo más crudo, más verdadero. Algo que ardía en el fondo del pecho.
“Quiero estar dentro de ti,” fue todo lo que dijo.
Esas palabras bastaron para que Draco sintiera que algo dentro de él, algo pequeño y resguardado, se estremeciera. Porque Potter no decía cosas así. No sin que primero se besaran por largo rato. No sin tener una superficie sólida. Y que las dijera aquí, en esta bañera que otros usarían.
“Siempre sabes cómo joderme la cabeza,” murmuró Draco, acercándose lo suficiente como para sentir el aliento de Potter en su boca. “Eres irritante.”
“Y tú estás temblando,” replicó Harry en voz baja, notando el leve estremecimiento que recorría los brazos de Draco bajo el agua. “¿Tan mal te hago efecto?”
Draco sonrió, pero en lugar de contestar, deslizó la mano por la espalda de Potter, hundiéndola entre la espuma hasta tocar la base de su nuca. Tiró de él con lentitud, y cuando sus bocas finalmente se encontraron otra vez, el beso ya no fue suave.
Fue distinto.
Fue hambre, fue deseo contenido. Fue rabia y alivio, todo a la vez. Los labios de Potter sabían a hidromiel y vapor, y se movían con una seguridad que contrastaba con el nerviosismo de antes. Era como si la timidez hubiera quedado olvidada en el borde de mármol, junto con la ropa cuidadosamente doblada.
Las manos de Draco se deslizaron por los omóplatos de Harry, guiándolo, tocándolo como si tuviera que memorizarlo todo. Cada línea, cada ángulo. Harry respondió con igual intensidad, tomándolo de la cintura, atrayéndolo más, como si el calor no bastara, como si necesitaran más de sí mismos para no ahogarse.
Sus cuerpos chocaban suavemente bajo el agua, sin violencia, pero con urgencia. El vapor se volvía más espeso, más íntimo, envolviéndolos en un capullo irreal donde no existían pasillos, ni deberes, ni enemigos. Solo ellos. Solo la respiración entrecortada, los labios entreabiertos, los dedos deslizándose por la piel mojada como si buscaran respuestas que no se atrevían a formular en voz alta.
Draco separó su frente de la de Potter apenas un instante, con los ojos entrecerrados, jadeando apenas.
“Estás… tan malditamente loco,” murmuró con voz grave, cuando sintió que Potter los llevaba hacia los escalones de la bañera
Harry rio suavemente, y esa risa, ahogada entre suspiros, lo hizo temblar otra vez.
“No actúes como si no lo quisieras,” contestó, mirándolo a los ojos. “Quiero esto tanto como yo.”
Draco cerró los ojos por un momento, como si esas palabras fueran demasiado para procesarlas todas a la vez. Cuando los abrió, ya no había espacio entre ellos.
Los besos se hicieron más lentos, pero más profundos. Las caricias, más intensas. Draco dejó que sus dedos rozaran la mandíbula de Harry, bajaran por su cuello, siguiendo el pulso que latía rápido, eléctrico, bajo la piel. Era como si pudiera sentirlo también en su propio pecho, como si el corazón de Potter marcara el ritmo del suyo.
El agua salpicaba apenas, discreta, cómplice de cada movimiento.
Draco se acomodo sobre el regazo de Potter sin romper el beso empezó a deslizarse sobre el pene del pelinegro. Harry había colocado sus dos manos en las caderas de Draco para ayudarlo a bajar.
La cabeza roma del pene de Harry empezó a sumergirse con facilidad en la entrada mojada de Draco.
“Métemelo el resto,” le indicó Draco, el agua le impedía mover sus caderas con facilidad.
Harry se agarro el pene con una mano, apuntándolo hacia arriba, con su otra mano bajo el cuerpo de su novio. Era la primera vez de ambos que lo harían debajo del agua y Harry estaba preocupado de que no funcionara muy bien, pero cuando sintió su pene deslizarse en lo más profundo del rubio pudo al fin dejar sus temores a un lado.
“Lo hiciste muy bien, amor. Relájate y yo me encargare del resto.”
El cuerpo de Draco tembló, sus brazos lo rodearon con mas fuerza mientras su interior se estiraba para recibir una vez más al pene de Potter.
Harry necesito dar algunas respiraciones para no embestir a Draco, no quería asustarlo y mucho menos soltarlo por accidente y que su novio terminara ahogado. Harry ya sentía que estaba soltando su presemen dentro de Draco, era la primera vez que tardaba tanto en moverse.
Draco movió su cabeza para volver a besar a su novio, permitiendo que la lengua de Harry se introdujera en la suya al mismo tiempo que sentía como le amasaba el trasero.
El rubio fue el primero en empezar a mecerse sobre el pene de Harry señalando que ya estaba listo para sus embestidas.
Harry dejo de sujetarle la cadera para poner ambas manos sobre el pálido y terso trasero de Draco para empezar a subirlo y bajarlo sobre su pene. Froto con un dedo la entrada estirada de su novio mientras lo penetraba rápidamente salpicando el agua fuera de la bañera.
Aferrado a la espalda de Harry, Draco se sintió mas lascivo que nunca, su cuerpo se apretaba al de Potter, sus caderas se sacudían con cada embestida y el agua se movía al ritmo de ambos. Draco no quiso pensar en cómo los elfos tendrían que limpiarlo todo después que ambos terminaran.
Potter cambio de posición que hizo que su pene se hundiera aun más profundo y Draco grito. Draco podía sentirlo como golpeaba algo en su interior y con cada embestida estaba forzando a que se abriera.
“¡Harry, sí!” grito Draco, Harry gruño y acelero aun más sus embestidas provocando más gritos en Draco.
En un par de segundos Draco termino boquiabierto, con la mandíbula desencajada y balbuceando palabras sin sentido, entonces dejo escapar un chillido que asustaría a cualquiera que estuviera merodeando a esa hora.
Harry sintió cuando su pene atravesó una barrera en el interior de su novio que le impidió seguir moviéndose, la presión era tanta que Harry no pudo evitar gritar al mismo tiempo que sentía como salía de él chorro tras chorro de semen caliente y fértil en el interior de su novio.
Draco recostado por completo sobre Potter no dejaba de sufrir de espasmo de éxtasis, su vientre le ardía como el infierno, pero el placer que sentía era aún más, era la primera vez que Draco sentía que el semen de Potter fuera tan caliente y abundante.
El vapor bailaba a su alrededor. Las luces de los vitrales proyectaban sombras de azul y violeta sobre sus cuerpos exhaustos. Y el mundo, fuera de esos muros de mármol perfumado, simplemente dejó de importar.
A la mañana siguiente Draco tendría que informarle a su padrino que su dosis anticonceptiva debía de ser mejorada o el mundo mágico seria premiado con la existencia de un pequeño rubio de ojos verdes.
Chapter 24: ¿Te quedarías conmigo y olvidarías el mundo?
Notes:
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El tren había partido como cada año tras el desayuno, su silbido agudo rompiendo el aire frío de diciembre, arrastrando con su estela las risas, los saludos finales y los ecos apagados del castillo que ya se iba vaciando. Hogwarts, en invierno, se transformaba en una especie de santuario suspendido en el tiempo, una fortaleza cubierta de escarcha, más silenciosa, más solemne. Draco la miró por la ventanilla empañada, sin prestar atención a las voces a su alrededor.
Se sentía ajeno. No sólo al lugar, sino a sí mismo.
Había dormido apenas una hora esa madrugada. Había regresado a Slytherin a altas horas de la noche y no había dejado de suspirar ni de sonreír hasta en la madrugada Solo gracias a Pansy, que sin decir palabra había envuelto un par de bollos de calabaza y una porción de beicon crujiente en servilletas, logró llevar algo al estómago. Comía en silencio ahora, masticando despacio, sin hambre, más por obligación que por necesidad. Si no hubiera sido por ella, no habría probado bocado hasta que la señora del carrito apareciera, y entonces ya sería demasiado tarde para fingir normalidad.
Este sería el primer Yule desde los once años que no pasaría con sus padres. Ni en la Mansión Malfoy ni en los pasillos fríos de Hogwarts. Y el peso de esa ausencia lo aplastaba.
Draco ya lo sabía. Desde el instante en que su padrino le dijo que no siguiera las órdenes de la última misión asignada por el Señor Oscuro, supo que las cosas no volverían a ser como antes. Romper ese lazo lo había dejado en un limbo cruel: uno donde ya no podía comunicarse con su madre ni recibir cartas, donde su nombre sólo podía ser pronunciado en susurros dentro de su propia casa, por si alguien escuchaba. Por si alguien lo delataba.
"Hasta que todo termine", había dicho Severus en una de sus conversaciones más frías, la voz grave del hombre retumbando aún en su memoria. Esa era la condición. La guerra debía terminar, para bien o para mal, antes de que él pudiera volver a mirar a sus padres a los ojos.
Se suponía que pasaría las vacaciones con su padrino. Que al menos tendría el refugio de sus pociones, de su silencio. Pero ni siquiera eso fue posible. “Demasiado riesgoso”, había dicho Snape, con la mandíbula tensa y las manos cruzadas tras la espalda. Así que los Zabini lo recibirían. La señora Zabini, reciente viuda de su sexto esposo, accedió sin reparos. Draco era familia en todo menos en sangre, y Blaise no objetó nada. Solo serían ellos tres, en una casa que se sentía demasiado grande incluso con visitas. La soledad parecía inevitable. Una condena implícita.
Y sin embargo, no era eso lo que le carcomía las entrañas.
Era el presentimiento.
Una sensación helada, arraigada en el centro de su pecho desde hacía días. Como si al volver a pisar Londres, al traspasar la barrera del andén, todo lo conocido fuera a romperse. Ya no estarían bajo el encantamiento protector de Hogwarts. No habría escudos ni profesores que impidieran lo inevitable. Se enfrentarían, por fin, al mundo real. A la guerra real. A los horrores que, hasta entonces, sólo habían amenazado desde las sombras.
Draco se encontró jugueteando con el anillo. No por costumbre, sino por necesidad. Era su ancla.
Oro blanco. Diamantes engarzados en un patrón sinuoso, como si una hiedra plateada lo abrazara. Y al centro, una gema verde que parecía respirar con vida propia. Ahora, sin embargo, el color era turbio. Casi enfermizo. Verde pálido, blanquecino en las esquinas, como si la piedra misma compartiera su angustia. Ese anillo había sido lo último que su madre le entregó.
"Tu padre me lo dio," le dijo, aquella tarde en Hogsmeade. "Te protegerá, mientras nosotros no podemos hacerlo."
Draco apenas recordaba cómo había logrado soltarse de sus brazos. Cómo caminó de regreso hasta Las Tres Escobas, donde Potter y los demás lo esperaban entre conversaciones forzadas y risas ahogadas. Solo recordaba el olor de su madre, el sonido de su voz, y cómo sus propias manos temblaban cuando se colocó el anillo en el su dedo índice de su mano izquierda.
No había llorado entonces. Pero ahora...
Ahora sentía las lágrimas apretadas en la garganta, como si lo ahogaran desde dentro. Tuvo que levantarse. Murmuró algo a Blaise.
“Ya vuelvo” y salió del compartimiento antes de que pudiera detenerlo.
Sabía que su amigo intentaría retenerlo. Sabía que Severus le había ordenado que no lo dejara solo ni un segundo.
Pero Draco no podía más.
Necesitaba verlo.
A Harry.
No para que lo salvara, no para que lo consolara. Draco necesitaba decirle la verdad. Mostrarle la marca que se extendía como una maldición en su antebrazo. Necesitaba que lo supiera antes de que fuera demasiado tarde, antes de que la estación llegara, antes de que el mundo se quebrara.
Draco no caminaba, se arrastraba por el pasillo del tren como un fantasma. El zumbido de las ruedas sobre los rieles parecía más fuerte, más cruel. Como si el mundo entero le recordara que el tiempo se estaba acabando.
La calefacción era cálida, pero él tenía frío. Las yemas de sus dedos estaban heladas. El anillo en su dedo cambiaba de color a cada segundo, un verde turbio, luego un pálido casi blanco. Como si también él supiera que algo estaba a punto de romperse.
Cruzaba compartimiento tras compartimiento, deteniéndose brevemente en cada uno, buscando entre las caras conocidas la única que importaba. Las cortinas estaban corridas en algunos, en otros sólo encontró cabezas recostadas contra los vidrios empañados, alumnos dormidos o conversando sin notar su presencia. Su ansiedad crecía con cada paso. ¿Y si no estaba en el tren? ¿Y si lo habían bajado antes? ¿Y si ya se había ido?
Y entonces lo vio.
A través del vidrio de una puerta apenas entornada. Harry estaba allí, hablando con Weasley y la chica Granger, y cuando lo vio —cuando sus ojos se encontraron a través del cristal—, Harry sonrió. Esa clase de sonrisa tonta, cálida, que parecía estar reservada sólo para él. La clase de sonrisa que dolía.
Draco sintió el golpe seco del corazón en su pecho, como si el cuerpo le recordara que aún estaba vivo, que aún dolía.
Le hizo un gesto con la mano. Solo un movimiento sutil, casi desesperado. Harry se levantó de inmediato, como si no pudiera evitarlo. Salió del compartimiento sin hacer preguntas.
Y Draco no pudo decir nada. No podía. Si hablaba, las lágrimas saldrían con él. Así que simplemente tomó su mano. Con fuerza. Con necesidad. Y lo condujo por el pasillo, lejos, hacia la parte trasera del tren. Donde los compartimientos estaban vacíos, abandonados por los alumnos que ya dormitaban en sus asientos o se habían quedado en Hogwarts.
Abrió una puerta sin mirar. Harry entró tras él y cerró con cuidado.
Draco se dio la vuelta. Y se lanzó a sus brazos.
Lo abrazó como si fuera lo único que le quedaba. Con desesperación. Con furia. Con miedo. Sus dedos se clavaron en su espalda, su cara se hundió en su cuello. Y por un momento no hubo palabras. Solo el temblor de su cuerpo y el silencio roto por su respiración temblorosa.
Harry lo abrazó de vuelta. Atónito. Preocupado. "¿Draco? ¿Qué pasa? ¿Estás herido? ¿Qué ocurrió?"
Draco negó con la cabeza, pero no se apartó.
"¿Es por lo de anoche?" preguntó Harry, con la voz llena de horror. "Yo… Draco, lo siento si fui muy… Si te hice daño…"
Él negó con la cabeza otra vez. Se aferró más. Tardó en poder hablar.
"No fue eso…" murmuró con dificultad. "Anoche fue bonito… Muy bonito…"
Y entonces la primera lágrima cayó.
Harry lo sostuvo con más fuerza, sus dedos acariciando su espalda con torpeza. Draco no lloraba. Draco Malfoy no lloraba. Y sin embargo, ahí estaba, derrumbándose contra él como si el mundo estuviera terminando.
Se sentaron. Draco aún respiraba como si le costara contenerse. Miraba hacia el pasillo, nervioso. Como si en cualquier momento fueran a descubrirlos. Como si lo que estaba a punto de decir fuese algo que debía mantenerse oculto, incluso en el rincón más olvidado del tren.
Harry se dio cuenta de eso y, en un gesto lleno de entendimiento silencioso, cerró las cortinas del compartimiento con un movimiento de su varita. Todo se volvió más oscuro, más íntimo. Solo ellos dos.
Draco tragó saliva. Sentía que el corazón se le había subido a la garganta. Sus manos temblaban. Acarició el anillo de su madre como si le diera valor.
"Mi familia…" empezó, apenas un susurro. "Crecí con normas, con códigos… con una historia que no tuve elección de aceptar o rechazar. Fui un Malfoy antes de aprender a leer. Antes de entender qué significaba lo bueno y lo malo."
Harry no dijo nada. No interrumpió.
"Hay cosas que heredamos como si fueran parte de nuestra sangre. Los ideales… los errores."
Su voz se quebró, pero siguió.
"Mis padres… ellos… han hecho cosas terribles. Por miedo, por orgullo, por convicción. Pero conmigo… siempre fueron buenos. Protectores. Amorosos. Me dieron todo lo que tenían. Y yo los amo, Potter. Más de lo que puedo explicar."
Harry bajó la mirada, asintiendo muy levemente. Entendía.
Draco respiró hondo. Buscando fuerza donde ya no quedaba.
"Sé que no me amas."
Harry levantó el rostro de golpe. Abrió la boca para hablar, pero Draco levantó un dedo y lo colocó sobre sus labios. Su mirada era firme, pero sus ojos brillaban.
"No lo digo para que lo niegues. No confundí las cosas. Sé lo que somos. Sé que… lo nuestro es deseo, puro deseo. Y está bien. Me basta. Me bastó con tenerte, aunque fuera por poco."
Harry negó con la cabeza, pero no habló. Algo en su pecho se apretó. Draco retiró el dedo con suavidad, como si lo estuviera despidiendo.
"Solo… por favor. No me odies. Y si lo haces… al menos déjame despedirme."
Harry se inclinó hacia él, sus manos sosteniendo las de Draco.
"No te odio. No podría."
Draco sonrió. Una sonrisa triste. Tan triste que rompía.
"Eres un tonto", susurró, acariciándole la mejilla. "Un Gryffindor insoportable."
Y entonces se separó. Bajó la mirada. Respiró.
Temblando, se arremangó la túnica. El silencio se volvió absoluto. Y allí estaba. La Marca Tenebrosa. Negra, cruel, viva. Grabada en su piel como un hierro candente. Como una sentencia. Como una confesión.
Harry se quedó sin aliento. Lo sintió. El sonido que no llegó a salir de su garganta. La respiración contenida. El terror.
Draco cerró los ojos. Esperaba el rechazo. El asco. El odio. Lo que no esperaba… fue el roce.
Los dedos de Harry. Lentos. Suaves. Templados. Tocando su piel con una delicadeza casi reverencial. No sobre la marca, sino alrededor. Como si quisiera curarla con caricias.
Draco tembló. Todo su cuerpo se estremeció.
Y no pudo evitarlo. Lloró. En silencio.
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El llanto de Draco comenzó en silencio, como si su alma se deshiciera en sombras lentas e invisibles. Pero en cuestión de segundos, el silencio dio paso a una tormenta. Harry lo sintió en su pecho, como si el llanto de Draco se filtrara a través de su piel y lo alcanzara por dentro. El rubio lloraba con una tristeza tan cruda y ruidosa, tan desgarradora, que por un instante Harry pensó que se rompería con él. No sabía cómo consolarlo. Nada de lo que hacía parecía funcionar. Ni sus palabras susurradas al oído, ni las caricias temblorosas sobre su espalda. Todo lo que hacía solo parecía abrir más la herida.
Así que dejó de intentar entender. Solo lo abrazó. Con fuerza, sí, pero no de esa que lastima, sino la que sostiene. Lo rodeó con todo su cuerpo, como si pudiera envolverlo del mundo y resguardarlo en su pecho. Draco se aferró a él como si fuera su único refugio.
“Vamos a solucionarlo, ¿sí? Lo que sea… vamos a resolverlo juntos, te lo juro.”
Draco sollozó con un temblor que le sacudió los hombros. Su voz salió rota, pero con un dejo de ironía que, a Harry, le pareció como ver un rayo de sol en medio del apocalipsis.
“Eres un tonto cursi, Potter.”
Harry sonrió. Sonrió con tanto alivio que por un segundo se sintió mareado. Que Draco pudiera responderle, aunque fuera con sarcasmo, significaba que aún lo escuchaba, que aún lo sentía cerca. Aún estaba ahí.
Y aunque la marca estaba allí, impresa como una quemadura viva sobre la pálida piel de su antebrazo, Harry no podía verlo como un mortífago. No. Draco no tenía ni una gota de crueldad real en él. Tenía una lengua afilada, sí. Sabía cómo herir con palabras. Pero nunca con actos. Era, a los ojos de Harry, como un gato callejero: desconfiado, arisco, peligroso cuando se sentía acorralado… pero solo porque el mundo lo había herido tantas veces, que no sabía cómo dejarse querer. Aunque claro, nunca se lo diría así. Malfoy probablemente lo asesinaría por compararlo con un gato, y encima, callejero.
Pero ahora lo sabía. Harry lo supo con total claridad, tan intensa que lo dejó sin aliento: amaba a Draco Malfoy. No sabía cuándo había comenzado exactamente. Tal vez había sido una acumulación lenta, como la forma en que la nieve se posa sobre los techos hasta cubrirlo todo. Pero cuando Draco dijo que Harry no lo amaba, algo dentro de él se rebeló. Quiso gritar que sí, que claro que lo amaba, que siempre lo había hecho, incluso cuando se negaba a aceptar que eso era posible.
Después de lo que pareció una eternidad, el llanto de Draco fue disminuyendo. Ya no era una marea furiosa, sino un mar en calma, con suaves sollozos y espaciados hipidos que sacudían sus labios.
Harry acarició sus mejillas húmedas con ternura. “¿Por qué pensaste que te odiaría?” le preguntó, con una voz apenas audible. “¿Por qué creíste que te rechazaría… si a mí me costó la vida que me aceptaras como tu novio?”
Draco lo miró, todavía con los ojos brillantes por el llanto, y murmuró:
“No soy tu novio.”
Harry arqueó una ceja. Se inclinó un poco y con ambas manos tomó su rostro sonrojado, obligándolo a mirarlo directamente.
“¿Estás seguro?” preguntó con una sonrisa ladeada, suave pero provocadora.
Draco tragó saliva. “Jamás me lo pediste formalmente.”
Harry frunció el ceño. “¿Cómo que no? Lo hice. En el Gran Comedor. Delante de todos.”
“Eso no cuenta,” refutó Draco, medio ofendido. “Fue horrible. Terminó conmigo desmayado del coraje y la vergüenza.”
Harry se rió, agachando la cabeza. Recordar ese momento le provocó una mezcla de vergüenza y risa. “Bien… fue un desastre. Pero la intención estaba. Aunque…”, levantó la mirada con más decisión y acarició con el pulgar la mejilla de Draco, “déjame hacerlo bien, entonces.”
Draco lo miró, aún respirando con dificultad, aún débil por el llanto, pero con una chispa nueva en los ojos. Harry le tomó ambas manos, entrelazando sus dedos.
“¿Quieres ser mi novio, Draco Malfoy?”
El rubio lo observó por un segundo que pareció eterno. Después, con una voz ronca y casi inaudible, susurró:
“Sí.”
Harry sintió que su corazón se detenía. Luego, aceleró tan rápido que creyó que se le iba a escapar del pecho. Sonrió. Rió. Lo besó en la frente, en la sien, en la nariz. Draco rió también, y el sonido fue tan perfecto, tan limpio y real, que a Harry le pareció el mismo paraíso.
“Voy a contárselo al Profeta,” dijo entre risas, “para que lo pongan como primicia.”
Draco se carcajeó. “No olvides mencionar que el tonto de Harry Potter es el primer novio del maravilloso Draco Malfoy.”
Harry parpadeó. “¿En serio?”
Draco asintió. “Claro que sí.”
“No te creo.”
“Te lo juro por mi colección de piedras lunares.”
Harry se echó a reír, pero algo dentro de él se llenó de un calor tan profundo, tan dulce, que por un momento pensó que iba a llorar también. Era el primero. El primero. Tenía algo de Draco que nadie más había tenido.
De pronto, dejándose llevar por la emoción, dijo sin pensar:
“Cásate conmigo.”
Draco soltó una carcajada encantadora y lo besó suave, lento, como si cada segundo pudiera durar para siempre. Después apoyó su frente contra la de Harry y murmuró:
“Eres horrible haciendo propuestas.”
Harry sonrió. “No dijiste que no.”
“Tampoco dije que sí.”
Se quedaron así, riendo como si el mundo no se fuera a terminar, como si no existiera la marca en la piel de Draco, ni la guerra que se avecinaba, ni la oscuridad que amenazaba con tragarlos a todos. Solo estaban ellos. Dos adolescentes temblorosos y enamorados, sentados en un compartimiento vacío de un tren que los llevaba de regreso al infierno.
Pero al menos lo harían juntos. Y en ese momento, para Harry, eso bastaba.
El pasillo del Expreso de Hogwarts crujía suavemente bajo sus pies mientras Harry se apresuraba a llegar a la mitad del tren, esquivando equipajes colocados en medio del pasillo, gatos adormilados y un par de estudiantes de segundo que jugaban con una rana de chocolate rebelde. En sus bolsillos tintineaban unas cuantas monedas de oro, y en su cabeza retumbaba una sola idea: su novio tenía hambre.
"Mi novio", pensó Harry, y una sonrisa boba —imposible de controlar— se le formó en los labios. Decirlo en su mente aún se sentía como si estuviese probándose una capa nueva. Una muy suave, cómoda y cálida, que olía vagamente a madera de roble y a la colonia cara que Malfoy usaba sin querer parecer pretencioso. Draco estaba al final del tren, con los ojos aún levemente enrojecidos por el llanto que había estremecido a ambos. Pero ahora estaba más tranquilo. Hermoso. Y hambriento.
Harry lo había visto abrir la boca para decir algo cuando su estómago rugió. No fue particularmente fuerte, pero sí lo suficiente como para que Harry se levantara sin decir palabra, decidido a hacer lo que un buen novio debía hacer: alimentarlo.
Primero encontró a Zabini.
“Draco va a estar conmigo el resto del viaje”, le dijo Harry con el tono más tranquilo que pudo adoptar. Zabini alzó una ceja.
“¿Y yo qué voy a hacer, Potter? ¿Hablarle al aire?”
Harry no respondió, pero extendió los brazos justo a tiempo para atrapar el equipaje encogido de Draco que Zabini le lanzó sin miramientos.
“Cuídalo”, fue lo único que Blaise dijo antes de cerrarle la puerta de un golpe, como si aquello fuera más una advertencia que una orden.
Luego, Harry encontró a Ron, que ahora compartía el compartimiento con Lavender, aunque esta última dormía con la cabeza apoyada en su hombro. Hermione no estaba, como había predicho al irse junto a Draco.
“¿Ya te encontró, entonces?”, preguntó Harry, entrando brevemente. “Estaré con Draco durante el viaje.”
Ron lo miró desconcertado.
“¿Y eso?”
“Somos novios”, dijo Harry, sin rodeos.
Ron entrecerró los ojos. “¿No lo eran ya?”
“No oficialmente.”
Ron parpadeó, como si procesar la idea le costara más energía de la que estaba dispuesto a gastar. Harry no se detuvo a explicarle. Ya habría tiempo.
La señora del carrito estaba en su lugar habitual, con su carrito lleno de pasteles de caldero, ranas de chocolate, grageas de todos los sabores y más dulces de los que un estómago humano podía tolerar sin consecuencias. Harry vació casi todo su bolsillo, llevándose un poco de todo. Draco no había especificado qué quería comer, así que, por si acaso, Harry decidió comprarle todo lo que pudiera imaginar.
Regresó al compartimiento del final del tren, con los bolsillos pesados y el corazón latiéndole como si hubiese corrido una maratón. Abrió la puerta con cuidado, con el equipaje de Draco aún debajo del brazo, y lo encontró exactamente como lo había dejado: sentado junto a la ventana, mirando el paisaje nevado que pasaba lentamente del otro lado del cristal.
Draco no se había dado cuenta de que había regresado, tan absorto estaba en las laderas cubiertas de nieve y los árboles que parecían fantasmas blancos. Pero cuando lo vio por el vidrio, giró la cabeza y le sonrió. Fue una sonrisa suave, apenas curvada, pero tan hermosa y honesta que Harry no pudo evitar cruzar el compartimiento en tres zancadas y robarle un beso rápido, uno que apenas rozó sus labios antes de que Draco protestara, aunque sin convicción.
“Te traje comida”, anunció Harry, vaciando sus bolsillos llenos de dulces como si fuese un tesoro.
Draco alzó una ceja. “¿Toda Honeydukes, Potter?”
Harry se encogió de hombros. “No especificaste.”
“¿Y pensaste que tenía antojo de sesenta cosas distintas?”
“Pensé que no querías decidir. Así puedes comer lo que te guste… y yo me encargaré de lo demás.”
Draco resopló una risa, pero tomó una rana de chocolate y se la llevó a los labios. “Eres ridículo.”
Harry se sentó a su lado, tan cerca que sus piernas se rozaban. El calor de Draco, aunque discreto, le resultaba casi hipnótico.
“Y tú estás precioso cuando comes chocolate.”
Draco se sonrojó, y trató de disimularlo mirando hacia la ventana. Pero su reflejo en el cristal lo delataba.
Pasaron el resto del trayecto compartiendo dulces, palabras suaves y silencios cómodos. A veces hablaban sin mirarse. Otras veces se miraban sin decir nada. Harry apoyó la cabeza en el respaldo, observando cómo la luz gris del invierno se filtraba por la ventana, tiñendo de melancolía cada rincón del compartimiento. El sonido del tren sobre los rieles era un murmullo constante, casi reconfortante.
Cuando el tren comenzó a desacelerar, anunciando su inminente llegada a Londres, Harry sintió una punzada en el pecho. No quería separarse de Draco. No después de todo lo que habían vivido en esas horas.
Draco, como si leyera su mente, bajó la mirada al entrelazar los dedos con los suyos.
“No podemos bajar así”, murmuró, sin necesidad de aclarar a qué se refería.
Harry lo miró, con el ceño fruncido. “¿Así cómo?”
“Tomados de la mano. Tú y yo. No podemos hacerlo, Harry. No ahora. Es peligroso. Para ti… y para mí.”
La decepción fue un golpe frío, como aire helado colándose por una rendija mal sellada.
“Lo sé”, dijo Harry, y realmente lo entendía. Pero eso no quitaba que odiara cada segundo de esa realidad.
Draco lo miró, y había algo en sus ojos —una mezcla de culpa y cariño— que le hizo tragar saliva.
“Pero…” agregó Harry, inclinándose hacia él, “me prometes que vamos a hablar durante las vacaciones, ¿sí?”
Draco dudó un segundo. “¿Hablar?”
“Sí, escribirnos. Mandarnos cosas. Estar en contacto.”
El tren se detuvo con un chirrido final. El tiempo se acababa.
Harry se inclinó hacia él y le besó la mejilla. “Te lo prometo, Draco. No importa lo que venga… vamos a estar bien.”
Draco giró el rostro, apenas, y atrapó sus labios en un beso suave, breve pero lleno de promesas. Cuando se separaron, Harry aún sentía el cosquilleo en la piel.
“Nos vemos pronto, Potter.”
“Pronto, Malfoy.”
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Draco se deslizó fuera del compartimiento con la suavidad de quien ha rehecho su rostro tras el llanto. La nieve golpeaba con dulzura los cristales del Expreso de Hogwarts, cubriéndolos de un velo blanquecino. Sus pasos eran silenciosos, seguros, aunque en su pecho aún ardía un fuego lento, como si las palabras y caricias de Harry hubiesen dejado una estela cálida detrás de cada costilla.
Aún sentía las comisuras de los labios curvadas, casi como si estuviera... feliz. Se permitió esa palabra. Fugazmente. No duraría, lo sabía. Nada duraba. Pero ahí estaba, caminando por el pasillo del tren hacia la puerta de salida más cercana, envuelto en el eco de una risa que aún parecía flotar en el aire. La de Harry.
No había avanzado más que unos pasos cuando una mano lo rodeó por la cintura con firmeza y lo empujó con suavidad contra la pared acolchada del pasillo. Draco abrió los ojos, el corazón brincando en su pecho, preparado para una amenaza.
Pero no era un enemigo. Era Potter.
Harry lo miraba con esos ojos tan intensos, tan absurdamente vivos, que Draco sintió cómo se le evaporaba cualquier intento de racionalidad. Las puertas del compartimiento más cercano se abrieron ruidosamente, y voces comenzaron a llenar el pasillo, pero Harry no se movió. Draco tampoco.
“¿Qué haces?”, preguntó Draco, la voz apenas más que un susurro, confundido por el apremio en el gesto de su novio. Su novio. Santo Merlín. ¿Desde cuándo usaba esa palabra sin reticencia?
Harry no respondió de inmediato. Solo lo miró con una emoción tan pura que Draco tuvo que apartar la mirada por un segundo, como si mirar directamente fuera tocar una estrella con los dedos y quemarse.
“Dijiste mi nombre”, murmuró Harry con una sonrisa tan genuina que parecía casi infantil.
Draco frunció el ceño. “¿Qué? Claro que dije tu nombre.”
“No”, Harry negó con la cabeza, con ese gesto atolondrado que siempre le alborotaba aún más el cabello. “Siempre me llamas Potter. Pero cuando estábamos dentro del compartimiento... me llamaste Harry. Dijiste: ‘No podemos salir tomados de la mano, Harry’.”
Draco parpadeó. Luego entrecerró los ojos, como si procesar lo que acababa de decir Potter requiriera una traducción simultánea desde un idioma desconocido. “¿Y te parece tan importante eso?”
“Sí”, respondió Harry sin vacilar. “Mucho.”
Draco no pudo evitarlo. Sonrió. No de esas sonrisas tensas, irónicas, afiladas como cuchillos, sino una genuina, que le nacía del centro del pecho y se extendía hacia los labios con una ternura absurda. “Supongo que no me di cuenta.”
Harry lo miró como si acabara de confesarle que era capaz de conjurar la felicidad con un movimiento de cejas. “Dilo otra vez.”
“¿Qué? ¿Harry?”
Esa vez Harry cerró los ojos, como si el sonido lo golpeara con fuerza, y cuando los abrió, su sonrisa era más grande. Draco soltó una risa nasal y añadió con dramatismo exagerado:
“Harry. Harry. Harry.”
“Vas a matarme.”
Draco entrecerró los ojos con diversión. “No sería yo si no lo intentara.”
Afuera, los alumnos comenzaban a descender del tren, el sonido de maletas rodando, pasos apresurados y saludos llenando el aire gélido. Draco se obligó a mirar hacia la puerta.
“Debo bajar”, dijo, sin moverse.
Harry parecía debatirse entre la razón y el impulso. Al final asintió con pesar. “Lo sé.”
“Te escribiré”, prometió Draco. “Pero solo si me mandas cosas lindas.”
Harry soltó una carcajada, ronca y feliz. “¿Cosas lindas?”
“Regalos”, especificó Draco con altivez. “Estoy acostumbrado a ciertos estándares.”
“Entonces prepárate para una avalancha de ranas de chocolate con mi cara.”
Draco rodó los ojos, pero rió. Y antes de irse, se acercó lo suficiente como para darle a Harry un beso rápido, suave, apenas un roce que sin embargo le dejó los labios ardiendo.
“Y si tanto te gusta...”, murmuró junto a su boca, “te llamaré Harry a partir de ahora.”
Harry apoyó la frente contra la suya. “Más te vale.”
Draco le dio otro beso fugaz, casi como un secreto compartido, y luego se apartó con decisión. No miró atrás, porque si lo hacía, probablemente no sería capaz de alejarse.
El andén estaba cubierto por una fina capa de nieve que el tren había traído de su travesía. La brisa olía a carbón y a despedidas. Draco descendió con elegancia y buscó con la mirada a Blaise. No lo vio de inmediato, pero sí al elfo doméstico de los Zabini, esperándolo con expresión impasible.
“Maestro Draco”, dijo el elfo, haciendo una reverencia tan baja que casi se hunde en el suelo.
Draco asintió y caminó hacia él, pero algo lo hizo detenerse. Más allá, entre una maraña de cabellos rojos y el murmullo de los Weasley, distinguió a Granger. Y muy cerca, a Harry, bajando del tren junto a Ron, con expresión preocupada. Justo frente a ellos, Blaise. Observando fijamente a Weasley con una mezcla de curiosidad y algo más indescifrable.
Cuando sus ojos se encontraron, Blaise se giró de inmediato y se dirigió a él con paso seguro.
“Tardaste”, dijo con sequedad, aunque sus ojos recorrieron a Draco de pies a cabeza como quien evalúa daños invisibles.
“Estaba... ocupado.”
“No me digas.”
Draco iba a responder con algún comentario sarcástico, pero el elfo ya había tomado su mano, y la de Blaise, y con un estallido seco, el frío del andén desapareció.
El mundo se desdibujó. El rugido de la locomotora se desvaneció. Y cuando volvieron a materializarse, ya estaban lejos de Londres. Lejos del tren, del andén, de los ojos verdes que parecían mirarlo incluso en la distancia.
La mansión Zabini se alzaba ante ellos, oscura y majestuosa, con los ventanales cubiertos de escarcha y un sol apenas visible oculto por nubes sobre los campos de Gales. Y aunque Draco ya no tenía a Harry a su lado, llevaba consigo su voz. Su risa. Su nombre.
Harry.
Lo repetiría en su mente todas las noches si era necesario. Porque de todas las cosas que la guerra aún podía arrebatarle, ese recuerdo... ese no se lo pensaba permitir.
Notes:
Mi segundo capítulo favorito ❤️💖
Chapter 25: Siempre seré el tonto con el corazón más lento
Summary:
Me duele, me quema, me lastima tanto Sirius 😭
Se que no es nada correcto lo que esta haciendo Sirius, pero él no está al 100% bien y lo único que quiere es no quedarse solo.
Chapter Text
Era una tarde de octubre, o tal vez noviembre, Sirius no lo recordaba con certeza. El calendario colgado en la pared del comedor de Grimmauld Place llevaba días sin cambiar de página, y la escasa luz otoñal que entraba por las ventanas sucias hacía que todo pareciera más viejo de lo que realmente era. La casa era una prisión disfrazada de hogar, cada rincón impregnado con el olor rancio de la sangre Black y el resentimiento acumulado de generaciones. Y él, Sirius Black, seguía atrapado en ella como si el tiempo no hubiese pasado desde que tenía dieciséis años y su madre lo maldijo al marcharse.
No fue hasta esa noche que se enteró de lo de Andrómeda.
Estaban todos reunidos en la cocina: Alastor con su pierna de madera golpeando el suelo con un ritmo inconstante, Kingsley repasando informes con una paciencia exasperante, Remus con las manos entrelazadas sobre la mesa, callado como casi siempre, y Tonks, de pie, con los ojos hinchados y la voz quebrada.
“¿Entonces qué se supone que haremos para recuperar a mi madre?”
El silencio fue inmediato, absoluto. Todos bajaron la mirada o hicieron como si de repente el mapa de vigilancia que Kingsley sostenía fuera de suma importancia. Nadie respondió. Nadie.
Sirius no entendía. ¿La madre de Tonks? ¿Andy?
“¿Qué le ha pasado a Andrómeda?” preguntó, sintiendo cómo una corriente helada le recorría la espalda. Las palabras le supieron metálicas en la boca.
Tonks lo miró como si él fuera una sombra olvidada en la esquina.
“Fue secuestrada hace tres días, Sirius.”
Tres días. Tres malditos días y nadie le había dicho nada. Ni Remus. Ni Albus. Ni siquiera Kreacher, que seguramente se relamía de satisfacción al saberlo.
Se puso de pie tan bruscamente que la silla cayó al suelo con un estruendo. La furia subió por su garganta como una oleada de fuego.
“¿Y nadie pensó en decírmelo?” rugió. “¡Es mi prima! ¡Es Andy!”
“Siéntate, Sirius,” dijo Albus con voz serena, como si no acabara de estallar una bomba emocional en la cocina.
“¡A la mierda con eso, Albus! ¿Por qué demonios nadie me lo dijo?”
No hubo respuesta. Solo la mano de Remus deslizándose bajo la mesa para apoyarse en su rodilla, apretando con fuerza. Sirius no le miró, no podía. Pero tampoco apartó la mano.
Ese gesto, simple, escondido, fue lo único que evitó que maldijera a todos y cada uno de los presentes. Lo único que le impidió romper las botellas del estante o lanzar su vaso de whisky de fuego contra la pared. Andy... su Andy. La única de las Black que alguna vez lo miró con verdadera calidez, con ternura, con comprensión. Y ahora estaba en manos de los mismos monstruos que se hacían llamar su familia.
Después de eso, la reunión continuó como si nada. Hablaron de patrullas, de informes, de guardias en Hogwarts. Como si una vida no estuviera en juego. Como si Andrómeda no importara. Sirius no dijo nada más, y Remus tampoco. Solo sus manos seguían tocándose por debajo de la mesa, compartiendo un silencio lleno de cosas no dichas.
Con Remus las cosas eran... difíciles. Siempre lo habían sido. Desde los días de Hogwarts, donde las miradas duraban más de lo que debían, y las risas en la Sala Común eran seguidas por noches en las que ninguno de los dos podía dormir. Ahora, más de una década después, seguían atrapados en ese ciclo de deseo y distancia.
Remus y él tenían sexo, sí. Lo hacían en su habitación, a veces en el salón, una vez incluso en el desván cuando la rabia de Sirius se volvió insoportable. Era intenso, urgente, casi desesperado. Pero fuera de eso... había poco. Había silencios. Había comidas que compartían cuando Remus no tenía una misión para la Orden. Había miradas furtivas, manos que a veces se rozaban. Y en raras ocasiones, había risas.
Sirius vivía para esas risas.
No estaba en Azkaban, pero tampoco era libre. Grimmauld Place era su cárcel ahora. Y cada sombra le recordaba el pasado. Su madre chillando desde el retrato, Regulus observando desde cada jodida pared, Kreacher murmurando en la oscuridad.
Lo peor es que se estaba acostumbrando. Al encierro. A la soledad. A la idea de que tal vez nunca sería otra cosa que un recuerdo sucio para el mundo mágico.
No recordaba con claridad qué día fue cuando Harry lo llamó por el espejo. Pero recordaba su rostro. Ese rostro tan parecido al de James, pero con unos ojos que le pertenecían solo a Lily. Estaba nervioso. Siempre lo estaba últimamente.
“¿Ha sucedido algo con Malfoy?”
La pregunta sorprendió a su ahijado.
“Draco,” dijo Harry, más suave. “Yo... no sé qué estamos haciendo. Pero... me gusta. Y creo que a él también.”
Sirius no dijo nada al principio. Luego sonrió.
“No soy el mejor ejemplo de relaciones sanas, Harry. Pero si te hace sentir menos solo... entonces tal vez valga la pena.”
Harry no lo dijo, pero Sirius lo vio en su cara. Lo agradeció. No quería sermones. Solo quería saber que no estaba haciendo algo terrible.
Remus no fue tan comprensivo. Cuando se enteró —y se enteró porque Sirius, como un idiota, le lo mencionó con la esperanza de compartir algo con él—, se molestó.
“¿Y tú lo permitiste?” dijo con esa voz fría que usaba cuando estaba decepcionado. “¿Después de todo lo que han hecho los Malfoy?”
“¿Qué querías que hiciera? ¿Pegarle una charla sobre pureza de sangre?”
“¡Quiero que lo protejas, Sirius!”
“¡Y lo estoy haciendo!”
Después de eso, Sirius se cansó. De discutir. De intentar hacer que Remus lo entendiera. Lo dejó pelear solo. Él ya tenía suficientes peleas en su interior.
Tal vez debió darse cuenta en ese momento. Tal vez debió comprender que entre ellos ya no quedaba nada más que la costumbre de tocarse cuando la casa se volvía demasiado fría. Pero no podía dejarlo. No después de todo. No después de tanto silencio, de tanto encierro, de tanta oscuridad.
Doce años en Azkaban. Casi tres en Grimmauld Place. Y ahora... ahora su prima favorita estaba en peligro. Y nadie parecía tener prisa por salvarla.
Sirius cerró los ojos, recostado en la cama donde tantas veces había sido feliz y desgraciado con Remus. Y sin embargo, hacía días —o semanas, ya no estaba seguro— que no lo veía. El tiempo en Grimmauld Place pasaba como una bruma espesa, sin horas concretas, sin amaneceres que prometieran otra cosa más que encierro. La oscuridad era un huésped permanente en esa casa, una criatura que se metía en sus huesos y que susurraba con la voz de su madre desde los retratos tapados.
Estaba solo. Otra vez. Como tantas veces desde que lo encerraron entre estas paredes.
Sirius no recordaba qué día era. Solo sabía que esa mañana —o tarde, tal vez— Harry le había hablado por el espejo. Apareció de pronto, con el rostro apurado, como si hubiera corrido por todo el castillo para hablar con él. Y antes de saludar siquiera, había soltado, con los ojos desorbitados y la voz llena de ansiedad:
“¡Draco está embarazado!”
Sirius casi se cayó de la cama.
“¡Qué!” gritó, la voz rasposa por el desuso, las manos apretadas contra las mantas.
Harry, con esa torpeza tan suya, se apresuró a aclarar:
“No, no es cierto, no está embarazado. Fue un malentendido. Estaba nervioso, y creo que lo arruine todo. Ginny dijo que debía de hacerme notar con el círculo cercano de Draco, pero bueno, Draco ahora está furioso conmigo.”
Sirius exhaló con fuerza, el corazón repiqueteando en su pecho como si acabara de escapar de un duelo. ¡El hijo de Cissy embarazado de su ahijado! El mundo se había vuelto completamente loco.
Pero cuando su corazón se calmó y Harry empezó a contarle que ahora estaba pidiéndole consejos a Ginny para conquistar a Malfoy, Sirius no pudo evitar una risa suave, amarga y dulce a la vez. Harry tenía dieciséis años. Y hablaba de enamorar a alguien con la seriedad de un hombre mayor.
“Tú y tu padre se parecen más de lo que crees,” murmuró Sirius mientras Harry hablaba.
“¿Qué dijiste?” preguntó Harry desde el espejo.
“Nada. Sigue contándome.”
Y Harry habló. Habló de las ideas de Ginny, de los consejos ridículos que involucraban flores encantadas y cartas con tinta perfumada. Sirius no le dijo que James había hecho lo mismo, que había escrito poesías horrendas para Lily y que Sirius había sido quien las corregía en secreto. Fue en ese tiempo, entre versos torpes y carcajadas mal contenidas, que Sirius empezó a notar que sus ojos buscaban a Remus por costumbre, que el roce de sus dedos al pasarle un tintero lo hacía estremecer. Que lo amaba. Que lo había amado desde siempre, aunque solo lo supiera en los silencios entre palabras.
Harry se despidió, porque tenía clase, y Sirius se quedó mirando el techo. La soledad, esa vieja conocida, se instaló sobre su pecho como un peso invisible.
Pensó que se volvería loco. Más de lo que ya estaba. No podía seguir solo en esa casa.
Sirius no estaba seguro si Harry se volvió a comunicar más tarde con él en ese día o sucedió mucho tiempo después, pero le hizo una pregunta sin pensarlo demasiado hace poco o demasiado tiempo, Sirius no estaba seguro:
“Sirius, ¿por qué tú no estás embarazado? Ya no necesitas que tus padres aprueben a Remus, ¿cierto?”
En ese momento Sirius se había reído, otra vez cuando su ahijado cuestiono su situación. Pero ahora… ahora no podía dejar de pensar en ello.
¿Y si pudiera? ¿Y si, en lugar de solo compartir sexo y silencio con Remus, pudiera compartir algo más?
Un hijo. Una vida creciendo dentro suyo. Algo vivo, tibio, pequeño. Algo suyo y de Remus. Algo que le dijera, con cada latido, que no estaba solo. Que había algo más allá de la oscuridad.
La idea lo persiguió durante los días siguientes. Cuando comía solo. Cuando caminaba por los pasillos donde su madre había gritado siglos de odio. Cuando se recostaba en la cama vacía.
Una tarde, sin darse cuenta del todo, se encontró en la biblioteca.
Grimmauld Place tenía estanterías enteras de libros antiguos. Muchos de ellos hablaban de rituales oscuros, genealogías, pociones prohibidas. Pero entre tanta tinta empolvada, Sirius buscaba otra cosa. Algo sobre magia de sangre, sobre herencia, sobre embarazos mágicos.
Y encontró fragmentos. Párrafos sueltos.
“…en casos excepcionales, dos magos con alta compatibilidad mágica y vínculos del alma pueden concebir sin la aprobación de un patriarca…”
“…la sangre del jefe de familia puede sellar la unión, permitiendo la gestación mediante vínculos mágicos antiguos, reconocidos por la magia misma…”
Eran párrafos breves. Nada concluyente. Pero eran algo. Un destello de posibilidad en la oscuridad.
Sirius cerró el libro y lo sostuvo contra su pecho, como si pudiera extraer de él el consuelo que Remus ya no le daba. Pensó en contarle. Pero también pensó en no hacerlo. Aún no sabía si eso era un sueño hermoso o una locura nueva.
Pero la imagen ya no podía dejarlo. Sentir crecer dentro suyo la vida que había creado con Remus. Ver sus ojos, sus manos, su risa en un niño que fuera suyo.
“Serías libre conmigo,” murmuró al aire, como si hablara con un futuro que no sabía si existiría.
Porque si esa criatura llegaba a existir, Sirius sabía que no podría seguir encerrado. No podría criarla entre retratos que lo odiaban. No podría alimentarla con los mismos silencios que ahora lo mataban.
La idea se volvió un faro. Algo a lo que aferrarse. Un sueño que, por primera vez en muchos años, le daba ganas de vivir.
Y sin embargo, Remus no estaba. No había tocado la puerta en días, ni había dejado una nota. Y Sirius no sabía si lo buscaría, si volvería. Pero si volvía, Sirius sabía que tendría que decirle algo más que "te extrañé".
Le hablaría de hijos. De magia. De amor.
Y de esperanza, aunque Remus ya no creyera en eso.
El polvo sobre los lomos de los libros se aferraba como una condena, como si cada página que Sirius hojeaba en la penumbra de la biblioteca de Grimmauld Place susurrara que aquello que buscaba era un imposible, una quimera reservada a los magos de antaño, o a los cuentos que su madre quemó cuando él tenía seis años y todavía creía que la magia era algo bello.
Pasó días encerrado ahí. Solo con su sombra, su desesperanza y el leve crujido del fuego en la chimenea del fondo, como si la casa aún quisiera recordarle que seguía viva, que seguía respirando… que seguía observándolo.
Sirius había buscado en cada maldito libro, incluso en aquellos que olían a sangre vieja y magia negra, en tratados olvidados y pergaminos que amenazaban con deshacerse si los tocaba con demasiada ansiedad. Encontró párrafos, líneas vagas, fórmulas incompletas. Casi nada. Pero a veces, el casi era suficiente. Lo único transcendental había sido cuando descubrió que en casos rarísimos —casi mitológicos— dos magos podían concebir sin la aprobación de una figura familiar si sus magias eran perfectamente compatibles. Era un acto de alma, de amor profundo, casi de destino.
Y Sirius creyó. Por primera vez en mucho tiempo, creyó.
Para cuando Remus volvió, envuelto en ese abrigo polvoriento que usaba en las misiones del lado más oscuro de la guerra, Sirius ya lo tenía todo planeado: lo abrazaría, lo tocaría, y después le contaría. Le diría que lo había pensado, que quería tener un hijo. Que quería tener un hijo con él.
Pero el momento nunca llegó.
Porque con Remus también vino Tonks.
Claro que vino Tonks. ¿Cómo no iba a venir? Tonks, con su sonrisa valiente y la esperanza brillando en los ojos como si su madre no estuviera cautiva. Tonks, que saludó a Remus con una risa suave y una caricia sobre el hombro. Tonks, que hacía que Remus sonriera.
Sirius la observó desde la escalera, aferrado al pasamanos con los nudillos blancos. Esa risa que tanto amaba en Remus, esa risa que una vez fue suya, ahora se ofrecía a otra como un regalo.
Y él, él estaba allí, inmóvil, sintiendo cómo algo en su pecho se quebraba con un sonido sordo.
“¿Vienes?” preguntó Remus desde el salón, alzando apenas la voz. Sirius bajó. Se sentó a su lado. Se tragó cada palabra que quería decir.
No mencionó los libros. No mencionó los párrafos con tinta desvaída. No mencionó el sueño absurdo de tener un hijo.
Porque ¿cómo hacerlo cuando Remus no lo miraba a él, sino a ella? ¿Cómo hablar de crear vida juntos cuando lo único que compartían ahora eran noches clandestinas en las que el amor se sentía más como necesidad que como ternura?
Cuando Tonks se fue —con un beso rápido en la mejilla de Remus y una sonrisa que Sirius no supo si era para él también o solo para demostrar que no le importaba estar de más—, la casa se sumió en ese silencio habitual. Sirius pensó que tal vez esa sería su oportunidad.
Pero en lugar de hablar, Remus lo empujó contra la cama y lo besó.
Fue rápido. Fue urgente. Fue carnal. Y Sirius se dejó llevar, como siempre. Abrió las piernas, abrió los brazos, se abrió como si con eso pudiera retenerlo un poco más. Como si el placer pudiera ser suficiente. Como si el amor se construyera con gemidos ahogados entre las sábanas y no con palabras.
Remus nunca preguntó qué había leído Sirius todos esos días. Nunca preguntó por qué había dormido en la biblioteca. Nunca se quedó hasta el amanecer.
Sirius, por su parte, dejó de preguntarse cuándo se había vuelto invisible.
Las siguientes noches fueron iguales. Por el día, Tonks llegaba con su cabello de colores cambiantes y sus historias graciosas. Por la noche, Remus lo buscaba como si el cuerpo de Sirius fuera el único espacio donde podía olvidar lo que ocurría afuera.
Y Sirius… Sirius era lo suficientemente idiota como para agradecerlo.
Pero cuando Remus dormía, cuando su pecho subía y bajaba con la calma de quien no tenía idea del caos que sembraba, Sirius lloraba en silencio. Se preguntaba si de verdad podía ser tan cruel el amor. Si merecía imaginar un hijo con alguien que apenas lo veía. Si era justo desear crear vida con alguien que solo lo buscaba cuando las luces estaban apagadas.
Recordaba la pregunta de Harry, aquella que al principio creyó una broma. “¿Por qué tú no estás embarazado?” le había dicho su ahijado, con una sonrisa traviesa en los labios.
Sirius se había reído en ese momento. Una carcajada hueca, cargada de ironía. Pero esa noche, cuando volvió a la biblioteca, buscó. Buscó como un loco. Como un hombre aferrado a una ilusión.
Y ahora, todo eso le pesaba. Cada palabra no dicha. Cada página estudiada en vano. Cada caricia que dio esperando algo más.
Una noche, Remus llegó tarde. Tonks no lo acompañaba. Sirius pensó, por un segundo, que tal vez, solo tal vez, esa noche sí podría hablar. Pero Remus estaba cansado. Se quitó la túnica sin decir nada. Sirius se acercó, lo tocó. Quiso acariciar su rostro, pero Remus le giró la cabeza para besarlo, como siempre hacía. Como si besar fuera suficiente.
Y Sirius… otra vez, no dijo nada.
Después, mientras Remus dormía, Sirius apoyó una mano sobre su propio vientre, apenas rozando la piel bajo la sábana.
“¿Y si pudiera?” susurró en la oscuridad. “¿Y si este cuerpo roto pudiera hacer algo hermoso por fin?”
Pero Remus no respondió. Y Sirius no esperó que lo hiciera.
Porque si hablaba, si contaba lo que sentía, lo perdería del todo. Y Sirius no sabía si podría sobrevivir a otra pérdida. Ya no.
Así que se calló. Una noche más. Un día más. Y al amanecer, cuando Tonks volvió y Remus sonrió, Sirius simplemente se alejó. No estaba listo para que lo miraran como si estuviera loco. Aunque tal vez, ya lo estaba.
El día que Sirius tomó la decisión, el cielo estaba nublado. El tipo de gris sucio que no prometía tormenta ni sol, solo esa clase de luz inerte que parecía chuparle a todo el color. No quedaba ya mucho calor en Grimmauld Place, aunque la chimenea estuviera encendida.
Había pasado días—¿semanas?—encerrado entre libros de magia arcaica, manuscritos con tinta corrida, páginas plagadas de teorías inservibles y peligrosas, con diagramas anatómicos que no entendía del todo. A veces pensaba que se estaba volviendo loco otra vez. Como en Azkaban. Como cuando el tiempo y la realidad comenzaban a deshacerse entre sus dedos y la única constante era el rostro de Remus en su memoria.
Pero nada servía. Todo era polvo. Ideas teóricas que requerían ingredientes imposibles o hechizos prohibidos que habrían hecho temblar a Dumbledore. Nada útil. Nada claro. Solo desilusiones y frustración acumulada en su garganta como un nudo inmenso que no sabía gritar.
Y entonces escuchó. A través de la rendija de la puerta, como un ladrón en su propia casa, oyó la risa de Tonks. Ese tipo de risa luminosa, descuidada, juvenil. Como un río que corre limpio. Y la voz de Remus, algo más grave, cansada, pero con esa nota de dulzura que Sirius ya no escuchaba dirigida hacia él.
“Podríamos ir, si quieres. Dijiste que era en una zona tranquila, ¿no?”
“Sí, es un nuevo museo, cerca del Valle de Dean. Nada muy turístico, pero bastante curioso. Me lo topé en una de las rondas. Tienen artefactos pre-ministeriales, incluso un par de cosas goblins.”
Y Sirius supo que Remus se iría con ella.
Así que esperó. Esperó como había aprendido a hacer. Como un perro abandonado. Apenas le besó la coronilla cuando Remus pasó frente a él con el abrigo a medio poner, con los ojos llenos de esa luz que Sirius ya no sabía provocar.
Ni una mirada. Ni un “volveré temprano”.
Remus se fue. Y no volvió.
Sirius también se fue, pero en dirección contraria.
Salió por la puerta trasera como Padfoot, con las patas temblorosas, y caminó primero. Luego corrió. Corrió como si pudiera escapar del peso del pecho, como si con cada zancada pudiera arrancarse la desesperación que lo carcomía. Terminó en un callejón de Londres, húmedo y oscuro, junto a una biblioteca muggle que parecía haber sido olvidada por el tiempo. Allí, entre un montón de cajas de cartón y un par de ratas que lo observaron sin demasiado interés, Sirius recuperó su forma humana.
Sacó la varita ajena que había conseguido con ayuda de Mundungus y se transfiguró lo justo: la barba se acortó, el cabello se alisó un poco, la piel pálida tomó algo de color. Las ropas, sencillas, pasaban desapercibidas. Nada llamativo. No magia evidente. Solo apariencia cuidada.
Entrar a la biblioteca fue fácil. Devolver el saludo de la mujer del mostrador, un poco más difícil.
“¿Le puedo ayudar en algo, señor?”
Sirius tragó saliva. Tenía que sonar convincente.
“Estoy buscando... información. Sobre embarazos.”
Ella alzó una ceja, sin burlarse. Había en sus ojos algo parecido al tedio profesional.
“¿Sobre el proceso o... sobre cuidados, nutrición, eso?”
Sirius pensó rápido. “Más bien... sobre cómo lograrlo. Métodos. Casos... particulares.”
La mujer asintió, sin hacer preguntas incómodas. Lo miró como quien ha visto ya todo tipo de clientes.
“Tenemos una sección sobre fertilidad y otra sobre medicina alternativa. También hay algunos textos de salud reproductiva más abiertos, sobre experiencias poco convencionales.”
Le indicó un rincón discreto de la biblioteca, con estanterías bajas y una lámpara antigua que parpadeaba.
Sirius se perdió entre los títulos. No sabía qué estaba buscando, no del todo. Leyó sin comprender del todo: “Nutrición para concebir”, “Caminos hacia la maternidad: nuevas perspectivas”, “Guía práctica para la fertilidad”, “Sueños de familia: relatos de búsqueda y espera”, “Cuerpo fértil, mente fértil” y, entre los más recientes, uno que captó su atención de forma inesperada: “Trans y embarazades: una mirada médica y emocional”.
No era magia. No hablaban de hombres embarazados por hechizos. Pero hablaban de deseo, de cuerpos que querían transformar su destino. De lucha. De amor. Y aunque la mayoría se centraban en mujeres y parejas heterosexuales, la idea subyacente era la misma: el anhelo de crear vida, contra las probabilidades.
Eligió los libros que pudo entender. Algunos más técnicos, otros más testimoniales. Nada decía que un hombre como él pudiera gestar, pero hablaban de quienes habían desafiado sus límites corporales, médicos o sociales. Eso bastaba para alimentar su esperanza.
La mujer volvió a acercarse, con un par de libros adicionales en brazos.
“Estos son un poco más específicos sobre tratamientos de fertilidad: inseminación artificial, fertilización in vitro, ajustes hormonales... No sé si sea exactamente lo que busca, pero puede encontrar algo útil.”
Sirius asintió con un leve murmullo. Le agradeció con los ojos.
Salió de la biblioteca con los libros contra el pecho, envueltos en una bolsa de papel. Afuera, el cielo seguía gris. Las calles olían a humedad y humo. Caminó hasta perderse en los callejones, luego buscó un rincón seguro, uno donde nadie lo viera, y solo entonces se transformó en Padfoot para regresar corriendo a casa.
Sirius sabía que no tenía tiempo. El reloj de la cocina marcaba casi las seis, y él apenas había regresado de la biblioteca muggle con la bolsa de papel entre los brazos, los dedos entumecidos por el frío y el corazón latiéndole con una mezcla de ansiedad y emoción febril. Remus volvería pronto. Quizá una hora. Tal vez menos. Tonks no solía alargar demasiado las salidas, y aunque Remus intentaba ser discreto, Sirius siempre sabía cuándo lo acompañaba.
Subió las escaleras de dos en dos, esquivó el retrato de su madre (que lo maldijo igual, como siempre), y entró en su habitación con un portazo seco.
Encendió la lámpara de su mesilla y volcó el contenido de la bolsa sobre la cama. Los títulos lo miraban como si tuvieran respuestas que él no sabía formular: "Nutrición para concebir", "Caminos hacia la maternidad: nuevas perspectivas", "Más allá del cuerpo: testimonios de deseo", "Fertilidad y esperanza", "El cuerpo receptivo", y el único que lo había hecho detenerse más de una vez, con la portada azul marino: "Historias de gestación en hombres trans: ciencia y vida".
Sirius se dejó caer en la cama, las manos apoyadas en los muslos, el pecho subiendo y bajando demasiado rápido. Empezó por el más sencillo, el de nutrición. Lo hojeó. Palabras como "ácido fólico", "niveles hormonales", "vitamina B12" y "regulación endocrina" se entremezclaban con consejos sobre comidas ricas en omega-3, rutinas de descanso, ejercicios suaves.
“¿Qué demonios significa eso?” preguntó al aire, rascándose la cabeza mientras buscaba en otra página. Allí sí había cosas prácticas: hojas verdes, suplementos, vitamina E, infusiones específicas... Sirius no tenía tiempo para una dieta, pero sí recordaba haber visto hojas de frambuesa en la alacena, alguna vez que Molly Weasley había traído sus cosas.
Bajó como una exhalación a la cocina, hurgó entre las hierbas secas, encontró un puñado de hojas de frambuesa, las echó en una taza con agua caliente y la subió tembloroso. El líquido era amargo y soso, pero lo bebió de un trago. No tenía idea si eso ayudaría en algo. Tal vez no. Tal vez sí. Pero ya no le importaba fallar si al menos lo intentaba.
Luego pasó a "Caminos hacia la maternidad". Había capítulos enteros sobre mujeres que se habían sometido a tratamientos dolorosos, historias de parejas que intentaron durante años, métodos naturales y alternativos, posiciones sugeridas durante el sexo, prácticas posteriores... Sirius enrojeció al leer una lista de recomendaciones: permanecer acostado al menos veinte minutos tras el coito, elevar las caderas, evitar baños calientes. Rió entre dientes, más por nervios que por humor. Se sentía absurdo, pero también esperanzado.
El libro más complejo era el que hablaba de experiencias trans: estudios clínicos, adaptaciones hormonales, complicaciones médicas. Sirius lo había hojeado con reverencia, con temor incluso. No era su caso, no exactamente. Pero allí también encontró algo: el acto de fe. El convencimiento de que, a pesar de todo, el cuerpo podía ser fértil si el deseo lo era también. Esa idea, casi poética, le había parecido más poderosa que cualquier conjuro.
Fue entonces cuando escuchó la puerta.
Un leve crujido abajo. Las voces. El sonido de Remus hablando con alguien más. Despidiéndose.
“Gracias por el paseo, Nymphadora. Fue... agradable.”
“Llámame Tonks. Y sí, para mí también. Cuídate, ¿vale?”
“Tú igual.”
La puerta volvió a cerrarse. Pasos. Lentos. En la madera.
Sirius se sacó la camisa arrugada, se peinó con las manos, escondió los libros debajo de la cama, se echó en ella de costado y fingió estar dormido, aunque su respiración era irregular.
La puerta se abrió con suavidad. Apenas un clic.
“¿Sirius?” la voz de Remus, baja, como si temiera romper algo. “¿Estás despierto?”
Sirius no contestó. Esperó. Fingió que se movía un poco entre sueños.
Remus suspiró. El sonido de su abrigo colgándose. Las botas dejadas a un lado. Se acercó. El colchón se hundió a su lado.
“Te traje una tarta de limón. Pensé que te gustaría. No sabían tan bien como las de Molly, pero...”
Sirius entreabrió los ojos, solo un poco.
“Estás de vuelta.”
“Sí.” Remus lo miró con cuidado. “Estabas dormido. No quise despertarte.”
Sirius se estiró, con movimientos suaves, casi torpes. Estaba nervioso. Demasiado. Cada célula de su cuerpo lo estaba.
“No dormía bien sin ti aquí.”
Remus sonrió, cansado.
“Solo fue una tarde.”
“Se sintió más larga.”
Hubo un silencio. Luego, como si las palabras hubieran sido un puente, Remus se inclinó a besarlo. Fue un beso lento, con el sabor leve de la distancia. Sirius lo correspondió con hambre callada.
Sus respiraciones se entrecortaron a medida que los besos se volvieron mas audaces, Remus metió la mano bajo la camiseta de Sirius buscando tocar su tibia piel.
Sirius meció sus caderas, sintiendo a través de la tela húmeda como la punta del pene de Remus se frotaba sobre su muslo desnudo.
“Estuve deseando todo el día en tenerte así.”
El corazón de Sirius casi de detuvo por la emoción y luego comenzó a latir desesperado.
“¿De verdad?”
“Si.”
El pene de Sirius se sacudió al imaginar a Remus a lado de Tonks fingiendo interés cuando en realidad pensaba en Sirius.
Remus casi le arranco la camiseta al quitársela a Sirius, cuando lo vio completamente desnudo debajo de él no pudo contenerse a bajar la cabeza y presionarla sobre el torso delgado y manchado de tinta de Sirius. Le lamio ambos pezones que en el pasado habían estado adornados con argollas de metal, Sirius no pudo evitar sonreír y arquear su espalda, presionándolos contra la cara de Remus, quien empezó a succionarlos alternándose con cada pezón en su boca húmeda y cálida.
“Moony...”
Sirius jadeo tan lascivamente el apodo de su amante al sentir una suave mordida en sus sensibles pezones. El pene de ambos derramaba liquido preseminal con cada jadeo que Sirius soltaba.
Sirius bajo una mano y la metió con cierta dificultad entre los cuerpos de ambos, cuando llego al elástico del bóxer de Remus los bajo, aunque al final fue él quien se los tuvo que bajar. El pene de remus fue puesto en libertad, grueso y duro, balanceándose entre sus piernas, hipnotizando a Sirius con su cabeza roma brillante. Los muslos de Sirius temblaron ante la expectativa de lo que vendría después.
Remus no tuvo que usar sus manos para separar las piernas de Sirius, porque él ya lo estaba haciendo muy dócilmente.
La piel de Sirius estaba mayormente adornada por la tinta de sus tatuajes, pero existían algunos lugares donde ni una gota de tinta había tocado. El pene de Sirius estaba de un bonito color rosado y mucho mas abajo se encontraban una hendidura de un rosa que pronto cambiaria a un rosa rojizo.
Para Remus, Sirius tenia la hendidura mas brillante y rosada de todos sus amantes. Era hermosa y tan pequeña que parecía que nunca había sido usada, pero Remus sabia muy bien que eso no era cierto, él había tomado la virginidad de Sirius hace tantos años. Paso sus pulgares por esa piel rosada y arrugada, Sirius se estremeció como siempre.
Remus se divirtió con la entrada de Sirius como siempre, froto círculos a su alrededor, presiono uno o ambos pulgares dentro, estiro y empujo hasta ver como el rosa empezó a oscurecerse por sus caricias.
Saco sus pulgares para tomar su pene con una mano y frotarlo sobre la entrada brillante de Sirius. Remus sonrió al ver como Sirius ya se había preparado para él. observo maravillado como su liquido preseminal burbujeaba y manchaba la entrada de su amante al mismo tiempo que el pene de Sirius seguía goteando.
Remus se volvió a mover para acomodarse, una vez que la encontró tomo la base de su pene con una mano y con la otra alzo una de las piernas de Sirius, la cabeza de su pene se detuvo en la entrada de Sirius. Por un momento, a Remus le pareció que no cabría, pero Sirius era muy elástico y era el único hasta ahora que había podido tomarlo por completo, aunque Remus no le diría a Sirius eso.
Remus empujo, presionando su cabeza contra el pequeño agujero, se deslizo dentro de la calidez de Sirius y entonces, el primer anillo se apretó alrededor de la punta aumentando la sensibilidad de Remus.
Sirius lo sintió retirarse y volver a empujar dentro y quedarse quieto. El saber que su cuerpo aun no se acostumbrara a Remus le hizo dar vueltas la cabeza, no lo había logrado en el pasado y mucho menos ahora aun con tantas noches sintiéndolo en su interior, tan caliente y duro como una vara de metal ardiente que le provoca el dolor mas placentero hasta ahora conocido.
Sirius espero que el feo té que había tomado sirviera de algo, Remus se inclino hacia su rostro para tomar sus labios con la misma posesividad de siempre cuando estaban en ese punto, Sirius lo sintió moverse dentro y fuera del primer anillo, escucho un suave chapoteo la siguiente vez que remus salió y volvió a entrar, pero ahora un par de pulgadas mas profundo.
Remus gruño y Sirius chillo cuando le levanto ambas piernas y se adentro en lo profundo de Sirius sin aviso alguno.
Sirius se sintió tan lleno, tan caliente y tan delicioso. Su agujero se estiro al límite, sentía como los testículos de Remus chocaban con su trasero y sus piernas se hubieran caído si Remus no las estuviera sujetando tan fuerte hasta el punto de dejarle moretones que más tarde notarían.
“¡Mierda! ¡oh, dulce Moony!”
Remus nunca había sido un amante muy conversador, era más de gruñidos y gemidos roncos a diferencia de Sirius que maldecía y gritaba sin importarle nada más que sentir a Remus dentro.
Sirius apenas pudo pensar en que Remus debió de ver su entrada dilatada y lleno de él porque lo siguiente que supo Sirius fue que estaba gritando incoherencias mientras Remus lo penetraba con fuerza y rapidez.
Su pobre trasero era golpeado con agresividad, con la desesperación de arruinarlo para siempre.
Remus por otro lado, solo podía pensar en lo perfecto que era Sirius, el cómo parecía haber sido diseñado específicamente para tomarlo, se abría para él y lo recibía tan bien que Remus no tuvo control de sus propias embestidas.
Todo suyo, para siempre, Sirius era para él. Pensó Remus mientras el ruido de las bofetadas del trasero de Sirius chocaba contra sus testículos, sonidos tan perfectos que solo sus cuerpos podían crear.
Remus no se detuvo a pensar el porque de su rudeza esa noche, Sirius aun tenia el cuerpo delicado por su estadía en Azkaban, pero era como si el cuerpo de Remus no le interesara eso, solo quería penetrarlo hasta que solo sientan dolor.
Sirius se retorcía, sus manos volaban de las sabanas a las almohadas, no sabia a que aferrarse para no perder la cordura, ni siquiera supo que ya se había corrido si no fuera porque sus manos cayeron sobre su vientre húmedo de semen. Remus gruñía con cada embestida, ambos sentían una sensación tan deliciosa que no tomaron atención cuando el sonido de algo rompiéndose se escucho en el primer piso.
Remus soltó las piernas de Sirius que cayeron sin fuerza a ambos lados, sus manos se aferraron a la cintura estrecha de Sirius y lo empujo hacia él al ritmo de sus embestidas, el placer y dolor estaba empezando a separarse, pero a ninguno le importo.
Remus ni siquiera le importo mucho el ver las lagrimas corriendo por las mejillas sonrojadas de Sirius o que el respirar se volvía cada vez más difícil por las embestidas.
El vientre de Sirius era un completo desastre, su semen se había desbordado hacia los costados y Remus aun parecía que no se correría en cambio Sirius sentía que pronto iba a desmayarse del placer.
Remus no soltó la cintura de Sirius mientras se dejaba caer sobre el cuerpo del pelinegro, con el cuerpo inmovilizado Sirius solo pudo aferrarse a la espalda llena de pecas de remus mientras este lo embestía fuertemente.
Para mañana el caminar seria una agonía, pero por ahora caminar no tenía relevancia.
Sirius grito, tembló y gimoteo cuando se corrió por ultima vez, su pene no soltó ninguna gota de semen, pero el placer fue demasiado que pudo sentir como su interior se volvió mucho mas apretado. Remus no dejo de moverse, solo echo la cabeza hacia atrás mientras un profundo gruñido salía de su garganta y ambos se sacudieron al escucharlo.
Remus sintió que el propio cuerpo de Sirius lo atrapaba y le impedía moverse, estaba tan apretado y cálido que le provoco dolor en su pene, pero el placer fue aun más que Remus no se dio cuenta que se estaba corriendo. Chorro tras chorro fue lanzado en lo más profundo de Sirius, llegando a lugares que nunca antes habían sido mancillados.
Remus nunca se había corrido tanto en su vida y temió nunca dejar de hacerlo, era como si su propio pene se hubiera convertido en una manguera que expulsaba agua dentro de Sirius. El interior de Sirius no dejaba de contraerse y apretar el pene de Remus en su interior, como si no quisiera dejarlo ir a pesar de que el mismo Sirius solo gemía y temblaba debajo suyo.
En uno de los libros Sirius había leído que mantener las caderas elevadas después del sexo podía ayudar a la fecundación. En otro, que el cuerpo respondía mejor si estaba en calma, si se sentía amado. Sirius no sabía si eso aplicaba en su caso ya que tardaron un buen tiempo para calmarse y mucho mas en hacer que el interior de Sirius se relajara y soltara el pene de Remus que se había corrido dos veces con igual cantidad de semen.
Cuando Remus se recostó a su lado, satisfecho y somnoliento, Sirius buscó lentamente una almohada, la colocó bajo su espalda baja y se quedó así. Piernas ligeramente elevadas. Silencio.
“¿Estás bien?” Remus murmuró, adormilado.
“Sí. Solo... cansando.”
El otro asintió. No hizo más preguntas. Pronto se quedó dormido.
Sirius no. Sirius pensaba. Soñaba despierto. Imaginaba. Imaginaba una célula. Una semilla diminuta. Como en los dibujos de los libros muggles: pequeños óvalos viajando hacia un centro cálido. Imaginaba que el suyo, su cuerpo, podía ser ese centro. Que, si hacía lo correcto, si decía las palabras indicadas —aunque fueran mudas—, su cuerpo entendería. Haría falta mucha magia.
La luz de la mañana se filtraba apenas por los cortinajes pesados de Grimmauld Place, tamizada por el polvo y la tela raída como si dudara si entrar del todo. Sirius la sintió antes de verla: una claridad tibia en la espalda, una punzada en la cadera, piernas y mucho más en el trasero, la almohada todavía bajo él. No recordaba en qué momento el sueño lo venció, pero había sido con la súplica aún latiendo en sus labios.
Remus ya no estaba a su lado. Se había levantado en silencio, como siempre, dejando solo el eco de su cuerpo sobre las sábanas.
Sirius abrió los ojos y, por un instante, pensó en quedarse así. Quedarse con la ilusión inmóvil de que algo estaba germinando dentro de él. Que había funcionado. Que el universo había escuchado.
Pero la realidad siempre era más áspera al tacto.
Se incorporó despacio, sintiendo cada hueso como una maquinaria vieja, y apartó la almohada con cuidado. No había nada que confirmara lo que deseaba, pero tampoco nada que lo negara. Y eso era suficiente.
Por ahora.
Chapter 26: Y que por más que lo intentes lo nuestro está muerto, ya no hay marcha atrás.
Summary:
EL té de lavanda lo consume Sirius solo porque casi siempre lo tomo ya que soy una persona que se estresa demasiado ☹
Chapter Text
En la cocina, la tetera silbaba como si estuviera a punto de romperse en lágrimas. Sirius la bajó del fuego sin decir nada. Servirse el té, poner dos terrones de azúcar, remover con la cuchara de plata —la de su madre, irónicamente—, se había vuelto una rutina insoportable. Las mañanas eran iguales. Casi siempre vacías. A veces Remus le dejaba un trozo de pan tostado, otras una nota breve (“salí a comprar, vuelvo antes del almuerzo”) escrita con esa caligrafía inclinada, demasiado serena.
Esa mañana, la nota no estaba. Pero el pan sí. Sirius lo ignoró.
Subió con la taza entre las manos. El vapor le rozó el rostro. Entró en su habitación con pasos lentos. Sabía lo que tenía que hacer. Sabía que no podía esperar sentado.
Sacó los libros de debajo de la cama, uno por uno, y los alineó como cartas del tarot.
Empezó por Fertilidad y esperanza. Le pareció un título casi cruel, como si lo desafiara. Saltó directamente al capítulo que había marcado con una esquina de la hoja doblada: Ritmos naturales y calendario lunar.
Leyó en silencio. Luego en voz alta. Luego con los labios apenas moviéndose, como si conjurara algo.
“La fertilidad se incrementa durante la luna creciente. Algunos creen que el cuerpo —especialmente el cuerpo femenino— responde a la atracción lunar. Si se busca concebir, es útil alinear el acto con ese ciclo.”
Sirius miró por la ventana.
Luna creciente.
Sonrió. Fue casi una risa ahogada, una burla privada. Claro que tenía que ser ahora.
Ahora o nunca, pensó.
Pero no bastaba con leer. No para él. No cuando todo lo que tenía era un puñado de palabras, un deseo escondido, y una certeza frágil como el cristal.
Se inclinó y rebuscó entre los cajones de su escritorio. Encontró una vela blanca —herencia de algún ritual de Regulus, probablemente—, una ramita de lavanda seca, y un frasco con restos de miel que subió de la cocina ayer. Colocó la vela sobre la repisa, la encendió con su varita, y murmuró:
“Para que crezca algo donde solo hay vacío.”
Luego echó la lavanda en la taza con té ya frío y añadió una cucharada de miel. Era una mezcla inútil. No estaba en ningún libro muggle, aunque el recuerdo de su madre dándoselo a Narcissa apenas se comprometió con Malfoy estaba aún vigente en su memoria. Así que la bebió igual, sintiendo que algo en su interior, incluso si era solo esperanza, respondía a ese gesto.
La casa crujía. Afuera, los gorriones chillaban sobre el tejado, ajenos a los pensamientos de los hombres encerrados en ella.
Sirius se sentó en la alfombra, los libros abiertos a su alrededor, y escribió una lista en una hoja rota:
- Evitar alcohol (Rayos.)
- Dormir al menos 8 horas (Difícil.)
- Relajación (¿Cómo?)
- Meditar (Ja.)
- Visualizar el proceso (Ya lo hago.)
Debajo, escribió en letras pequeñas: Amor
Y ahí se detuvo.
Remus entró sin tocar. Su silueta apareció en el umbral, y por un segundo Sirius quiso esconder todo. Los libros, la vela que no se había consumido aún, incluso sus propios pensamientos. Pero no hubo tiempo.
“¿Todo bien?” preguntó Remus.
Sirius alzó la mirada.
“No duermo si no estás.” Lo dijo sin rodeos, sin esperar reacción.
Remus se apoyó en el marco de la puerta. Su abrigo gris colgaba abierto, y había nieve sobre sus hombros.
“¿Otra noche con pesadillas?”
“No exactamente.” Sirius bajó la vista a sus rodillas. “Solo… pienso demasiado.”
Remus avanzó dos pasos. Miró los libros sin preguntar. Sirius supo que los había visto.
“¿Qué haces con eso?”
Sirius tragó saliva.
“Curiosidad. Estaban en la biblioteca de… Reggie.”
Remus frunció el ceño, pero no insistió.
“No parecen lecturas livianas.”
“¿Y cuándo he leído por placer?” replicó Sirius con una sonrisa breve.
Hubo un silencio. De esos que se estiran como elásticos y pueden romperse si alguien respira mal.
“Te traje otra tarta,” dijo Remus finalmente. “De arándanos, esta vez. Pensé que podrías odiarla menos.”
Sirius asintió. No sonrió.
“Gracias.”
Remus dudó. Dio un paso hacia atrás.
“Sirius…”
“¿Sí?”
“Si necesitas hablar de algo...”
“Te lo diré.” Sirius lo interrumpió sin mirarlo. “Cuando esté listo.”
Remus se quedó quieto. Luego, como si entendiera más de lo que decía, asintió despacio.
“Bien.”
Y se fue.
La vela seguía encendida. Sirius la miró largo rato, hasta que sus ojos empezaron a arder. Sintió el frío de la casa metiéndosele por la espalda, pero no se movió. Pensó en la lista. En la luna. En la lavanda. En los arándanos. En los arándanos y su color oscuro, casi violáceo, como algo vital.
Abrazó sus rodillas. Cerró los ojos.
Y pensó: Si alguien puede hacer crecer algo en medio del invierno… tiene que ser por amor. O por locura. Tal vez las dos.
Y siguió esperando.
Los días pasaban sin pedir permiso. Uno tras otro, arrastrándose como hojas muertas en el suelo empedrado de Grimmauld Place, sin que nadie supiera exactamente en qué momento noviembre se volvió diciembre.
Sirius lo notó solo cuando Molly cambió los manteles de la cocina por unos con copos de nieve bordados, y Kreacher, con su habitual mal humor, comenzó a murmurar "Navidad otra vez, como si esta casa no hubiera sufrido ya bastante". Afuera, Londres olía a humedad, carbón y a esas castañas que vendían asadas en los rincones, aunque Sirius hacía tiempo que no pisaba una calle.
Dentro de la casa, la vela aún ardía.
La misma vela blanca que había encendido a finales de noviembre seguía viva, su llama temblorosa pero persistente, como si estuviera ligada a algo que no quería morir. Sirius la observaba cada noche. Al principio creyó que era buena señal. Ahora no estaba tan seguro.
Tal vez era su propia magia. Tal vez su deseo lo mantenía así, como una maldición que no cesa. O tal vez —y esto lo pensaba solo en las noches de insomnio más agudas—, tal vez era una broma del universo. Una llama que no se apagaba para recordarle que aún no había logrado nada.
Ni un síntoma. Ni una señal. Ni un cambio.
Y sin embargo, seguía intentando.
Remus venía y se iba, como un cometa silencioso. A veces se quedaba una noche, a veces dos. Esas noches eran las únicas en las que Sirius lograba respirar hondo sin sentir que el mundo iba a colapsar.
El sexo se había vuelto más frecuente. Más intenso. Como si algo primitivo dentro de ambos entendiera el propósito sin palabras. Sirius no se atrevía a decirlo en voz alta, pero cada vez que lo abrazaba, cada vez que lo recibía en su cuerpo, cada vez que Remus cerraba los ojos y apretaba los dientes contra su cuello, Sirius pensaba:
"Hazlo, hazme tuyo, hazme crecer algo dentro."
Y después se quedaba acostado a su lado, sintiendo los latidos de Remus como un metrónomo que marcaba el paso del tiempo, el mismo tiempo que tanto temía.
Los días sin Remus eran otra cosa.
Era en esos días que Sirius se obligaba a seguir sus rutinas nuevas: ejercicios de relajación, respiración controlada, meditaciones que le parecían sacadas de revistas muggles. No era natural en él. Nunca lo había sido. Su mente era un incendio perpetuo, y pedirle calma era como pedirle a un dragón que suspire.
Pero lo intentaba. Merlín, lo intentaba.
Fue durante una de esas tardes que Sirius, sin camiseta, con los pantalones de pijama colgándole de la cadera y el cabello enredado, bajó al salón tras terminar una meditación guiada (más bien frustrada). El incienso aún flotaba en el aire. Sus tatuajes, marcas de runas antiguas, estrellas, líneas tribales y símbolos que recordaban a su juventud en moto, brillaban suavemente a la luz del fuego de la chimenea. No se molestó en cubrirse. ¿Quién vendría a Grimmauld un jueves por la tarde?
La respuesta no tardó en llegar.
Primero escuchó voces. Una masculina, baja y amable. Otra más juvenil, animada. Y luego pasos.
"¿Sirius?" llamó la voz conocida de Bill.
Sirius se giró y lo vio entrar con una sonrisa tranquila, el cabello largo recogido en una coleta desordenada y el abrigo de piel de dragón todavía húmedo por la nieve. Pero Bill no venía solo.
Junto a él, un hombre más bajo pero más ancho de hombros —del tipo que parecía haber sido moldeado a golpes de montaña— lo observaba con una sonrisa que Sirius no supo cómo clasificar.
"Sirius, este es mi hermano Charlie" dijo Bill con naturalidad. "Está de paso por Londres, y mamá lo hizo venir para ayudar a traer unos frascos de la Reserva. ¿No es eso emocionante? Hace años que no estábamos todos para Navidad."
Charlie alzó la mano, la sonrisa aún intacta. Su cabello rojo, más corto que el de Bill, tenía un desorden que parecía intencionado. Vestía una camiseta térmica de mangas largas, ceñida al cuerpo, y una chaqueta de cuero abierta. Había algo en su presencia que era fácil. Sencilla. Como si no tuviera que esforzarse para llenar una habitación.
"Encantado, Sirius. He oído muchas cosas… aunque la mayoría probablemente no eran ciertas" dijo, con un guiño apenas perceptible.
Sirius abrió la boca para contestar algo sarcástico, pero Molly entró detrás de ellos justo entonces, con un delantal cubierto de harina y una expresión de desaprobación maternal.
"¡Por el amor de Dios, Sirius! ¿No puedes ponerte una camiseta?" exclamó, colocándose entre él y Charlie como si pudiera proteger la virtud de su hijo. Sirius dudo que aun la conservara.
"Me olvidé" murmuró Sirius, bajando la mirada sin apuro. "Estaba meditando."
"¿Meditando sin ropa?" replicó Molly, con una ceja alzada.
"Es parte de la práctica" dijo él, tomando una taza de té fría del mueble sin molestarse en explicarse.
Charlie soltó una risa breve. No burlona, sino curiosa. Observó a Sirius de arriba abajo, sin disimulo, como quien aprecia una pintura que no esperaba encontrar colgada en una casa antigua. Había algo en su mirada que decía "me gustas", pero no de manera vulgar. Más bien, como quien encuentra un secreto interesante.
Sirius, por su parte, no supo cómo responder. Hacía tanto que nadie lo miraba así. Como si tuviera valor. Como si aún fuera deseable, Remus lo hacía, pero él era Moony.
Charlie se acercó más tarde mientras Sirius preparaba más del feo té de lavanda en la cocina.
"¿Siempre usas varitas aromáticas o fue especial para hoy?" preguntó, con tono juguetón.
"Hoy tocaba incienso de mirra" respondió Sirius. "No sabía que tendría visitas."
"No me quejo. Has sido una grata sorpresa."
Sirius lo miró con una mezcla de curiosidad y cautela.
"¿Eso le dices a todos los fugitivos rehabilitados?"
"Solo a los que conservan su encanto" Charlie sonrió de lado. "Aunque lo de la meditación me intriga."
"¿De verdad?"
"Sí. La gente cree que domar dragones es pura fuerza. Pero es sobre respirar. Mantener la calma. Si ellos pueden hacerlo, tú también."
"¿Estás comparándome con un colacuerno húngaro?"
"Te pareces más a un Vipertooth peruano" dijo Charlie, guiñándole un ojo. "Bonito pero peligroso."
Sirius se rió, pese a sí mismo. Le resultaba extrañamente fácil reír con Charlie. Tal vez, por eso Remus era más feliz con Tonks.
Más tarde, cuando todos se marchaban, Charlie se despidió con un apretón de manos.
"Si te aburres de meditar solo… puedo enseñarte algunos ejercicios de respiración" dijo con un tono bajo, apenas una sugerencia disfrazada de broma.
Sirius alzó una ceja.
"¿Y tú eres experto en eso?"
"Soy un experto en dragones. Si ellos pueden calmarse conmigo, tú también podrías."
Y se fue. Sirius se quedó mirando la puerta por varios minutos. Luego volvió a su vela, que seguía ardiendo. Acarició el borde de la mesa. Se sentó con una mano sobre el vientre, aún plano, aún vacío. Pero el corazón, por primera vez en días, no dolía tanto.
La navidad se acercaba como una ola de nieve imparable y, para molestia de Sirius, Molly era su jinete. Grimmauld Place, sombría y polvorienta como siempre, había comenzado a transformarse a manos de esa mujer incansable que, armada con guirnaldas, hechizos y una determinación brutal, había obligado a todos los habitantes de la casa —y a los que se acercaran con la mala suerte de tener dos piernas— a participar de una transformación navideña que rozaba lo militar.
La mujer los había dividido por equipos.
"Decoración, limpieza y remodelación, y quiero resultados antes del 23, ¿me han oído?" gritó una mañana mientras colocaba una corona navideña hechizada en la puerta de entrada. "¡Y no quiero oír ni una queja, especialmente de ti, Sirius Black!"
Sirius, recostado en el sofá con una manta a medio cubrir sus piernas y una expresión que combinaba escepticismo y resignación, no respondió. Su último libro de consejos sobre fertilidad descansaba cerrado a su lado con la portada camuflada con otro título. Las páginas estaban marcadas con notas, sus propias observaciones al margen, y algunas partes subrayadas con una intensidad casi dolorosa. Decía que debía evitar el estrés. Y si para eso tenía que permitir que Molly lo obligara a clavar luces flotantes en los marcos de las ventanas, lo haría.
El problema fue que Molly, en su infinita sabiduría organizacional, había puesto a Sirius en el equipo de remodelación. Con George, Fleur y Charlie. Esa última asignación no era del todo problemática —Charlie era agradable, bromista, y Sirius sospechaba que lo miraba demasiado cuando se inclinaba a recoger algo—, pero el verdadero fastidio era que Remus no estaba en su grupo.
Remus había vuelto recientemente de una misión para la Orden, más delgado, ojeroso, con esa forma de caminar que parecía decir "estoy entero, pero solo porque no me has preguntado cómo". Sirius había querido abrazarlo más de lo que lo hizo. Pero entre el caos de los preparativos y la estricta división de equipos, apenas habían compartido un desayuno y unas pocas palabras en las noches, antes de derrumbarse exhaustos en la cama sin siquiera rozarse.
Remus estaba en el equipo de limpieza junto a Bill, Fred, Moody y Tonks, lo que a Sirius le parecía una receta para el desastre. Entre los retratos malditos que se negaban a ser descolgados y los bichos mágicos que aún infestaban algunas esquinas, ese grupo se enfrentaba a lo más desagradable de Grimmauld Place. Y Tonks, por supuesto, no ayudaba en nada a los celos irracionales de Sirius.
La joven metamorfomaga parecía haber decidido que la navidad era el momento perfecto para coquetearle aún más a Remus. Sus cambios de apariencia eran cada vez más vistosos: un día tenía el cabello rojo oscuro con pequeñas campanas tintineando entre los rizos; otro día, se lo aparecía completamente plateado con destellos verdes y rojos. Cada vez que Remus entraba a una habitación, Tonks encontraba la forma de tropezarse cerca de él, o de pedirle ayuda con algo, o de lanzarle una broma que hacía que los demás se miraran entre sí, conteniendo risas.
"¿Remus, podrías alcanzarme eso? Eres más alto. Y más fuerte. Oye, no sabía que tenías esos brazos bajo los suéteres…"
Sirius no decía nada, pero sus ojos hablaban solos. Charlie, que parecía tener el don de notar lo que otros no decían, se le acercó una tarde mientras martillaban molduras nuevas para el comedor.
"¿Todo bien, Sirius?" preguntó mientras conjuraba una chispa para fundir un clavo mágico.
"Perfectamente. Adoro que me obliguen a redecorar la casa de mis antepasados bajo amenazas de puré de papas indigestadas."
Charlie rió. "Podría ser peor. Podrías estar atrapado con mi madre y su obsesión por el ponche de huevo."
Sirius lo miró de reojo, sin dejar de martillar. "Tu madre está aquí. Literalmente."
"Lo sé. Lo intento bloquear con humor."
En las tardes, mientras intentaban agrandar el comedor con un hechizo de expansión y arreglar el sistema de calefacción que había decidido escupir vapor con olor a ruda, Charlie seguía acercándose. Era bromista, sí, pero había una calidez en él que era difícil de ignorar. Sirius no lo rechazaba. No porque quisiera algo más, sino porque era bueno sentirse mirado sin juicio.
"¿Y cómo va el incienso de meditación, Black? ¿Ya lograste flotar sobre la alfombra?" preguntó un día con una sonrisa torcida.
"Voy en la etapa de aprender a no asesinar mentalmente a las personas que hacen preguntas como esa."
"Te estás superando, entonces."
El tono siempre era juguetón, pero no insistente. Charlie tenía esa manera de hablar que no exigía respuesta inmediata. Dejaba el espacio abierto, como una chimenea encendida por si querías sentarte, pero no te arrastraba hasta ella. Y eso, para Sirius, era un alivio.
El caos crecía con los días. Molly no se inmutaba. Distribuía tareas con precisión quirúrgica, enviaba hechizos limpiadores como flechas y hacía que hasta Moody terminara colgando escarcha encantada que gritaba villancicos si alguien la tocaba.
Y Mundungus… bueno, de Mundungus no había noticias. Molly lo había enviado hacía cuatro días por un ingrediente rarísimo para un postre navideño que nadie más conocía. Todos estaban convencidos de que, o bien el ingrediente no existía, o bien Mundungus había sido distraído por alguna mercancía dudosa.
En las noches, Sirius y Remus apenas se veían. Cuando por fin coincidían, ya en su habitación, compartían el té de lavanda de siempre, una palabra, una mirada. El cansancio les robaba las caricias. La ternura estaba, pero la pasión se escondía bajo las mantas sin manifestarse.
Los días se sucedieron con una monotonía agotadora. Bajo las órdenes cada vez más insistentes de Molly, los tres equipos habían comenzado a rendirse ante la implacable agenda navideña. El equipo de limpieza había logrado, contra todo pronóstico, arrancar de las paredes los retratos que se aferraban a sus marcos como parásitos encantados. Moody había disfrutado más de la cuenta al lanzar hechizos contra los objetos malditos, Fred y Tonks casi incendiaron un ala entera de la casa en el proceso, y Bill y Remus acabaron con el cabello cubierto de polvo ancestral de Black.
El equipo de remodelación, al que pertenecía Sirius junto con Charlie, Fleur y George, no había tenido mejor suerte. Después del desastroso incidente en el que Fleur y George hicieron desaparecer todas las ollas de la cocina (para aparecer mágicamente en el tercer baño del cuarto piso), Molly los había vetado de esa sección de la casa. Por ahora, solo tenían permitido trabajar en el comedor y la sala. Sirius no estaba convencido de que lograrían algo antes de Navidad, pero sus libros eran muy claros: no debía estresarse si realmente deseaba quedar embarazado. Así que no opinaba. Solo suspiraba, apretaba su taza de té y tragaba la infusión con resignación.
El equipo de decoración, por ahora, estaba compuesto únicamente por Arthur y Kingsley. Los verdaderos refuerzos, según Molly, llegarían cuando los jóvenes salieran de Hogwarts. Faltaba solo una semana para ello, y Molly se volvía más mandona y gruñona con cada amanecer. Sirius ya no sabía cuántas tazas de té de lavanda más podría consumir sin perder el juicio o el sentido del gusto.
Molly estaba más gruñona y mandona que nunca. Sirius ya no sabía cuántas tazas más de té de lavanda tendría que soportar. Remus, aunque lo bebía a veces por inercia o por imitar a Sirius, ya había dejado claro en voz baja que no le parecía particularmente delicioso. Pero aun así, en los pocos momentos de calma, lo bebía desde la taza de Sirius, como si eso hiciera el sabor más tolerable.
Una de esas mañanas, Sirius encontró un raro momento de paz en la cocina. Estaba solo, con su bata, y la taza humeante entre las manos. La casa estaba inusualmente silenciosa, aunque sabía que no duraría. No había dado dos sorbos cuando la figura de Molly apareció en el umbral, con su delantal lleno de motas de harina y un rollo de pergamino en la mano.
“¿Otra vez el té de lavanda?”, preguntó con un gesto de ceja levantada.
Sirius sonrió apenas. “Para dormir mejor.”
Molly caminó hasta la mesa, se sentó frente a él y lo miró con cierta ternura mezclada con curiosidad. “Arthur también lo tomó durante semanas después de que nació Bill. No dormía. Se preocupaba por todo: el trabajo, el bebé, que yo estuviera bien…”
“¿Y funcionaba?”, preguntó Sirius, soplando su taza.
“Claro que sí. Aunque lo dejé cuando nacieron los gemelos. Ahí supimos que el té de lavanda no solo servía para dormir. Hace a los magos más fértiles.”
Sirius tosió un poco con el sorbo que acababa de tragar. Molly sonrió, divertida.
“Después de Fred y George, Arthur no volvió a probarlo. Pero cuando quisimos intentar tener una niña… bueno, los dos volvimos al té. Ron fue el resultado. Y luego… Ginny llegó sin que lo esperáramos.”
Sirius bajó la mirada a su taza. El calor del líquido se sentía diferente ahora. Molly, sin embargo, seguía hablando con naturalidad, como si hablar de fertilidad con Sirius fuera lo más normal del mundo.
“Por eso me preocupa que tú lo tomes tanto. Uno no toma té de lavanda así, todos los días, a menos que esté buscando algo.”
Sirius alzó la mirada y le sonrió con ese gesto encantador que usaba para escabullirse de conversaciones incómodas. “No estoy casado, Molly. Ni tengo pareja. ¿Qué podría estar buscando?”
Ella se rio, negando con la cabeza. “Tienes razón, querido. Qué tontería la mía.”
Sirius se levantó con su taza en la mano, estirándose. “Me espera la sala. George quiere poner un tapiz interactivo que canta villancicos. Fleur está convencida de que el comedor debería oler a Francia. Y Charlie… bueno, Charlie sigue proponiendo que colguemos luces de dragón.”
Molly soltó una risa sincera. “Merlín nos proteja.”
“Eso, o más té de lavanda.”
Y con un guiño, Sirius salió de la cocina, su bata ondeando tras él, rumbo al salón donde su equipo de remodelación lo esperaba. No dijo nada más, pero mientras caminaba, pensó en la charla con Molly. En el té. En Remus. En lo que aún no había dicho.
Mientras la mañana avanzaba lentamente en Grimmauld Place, el comedor, que rara vez albergaba conversaciones agradables, se había transformado en un campo de batalla decorativo. La gran mesa de roble estaba cubierta de revistas, tanto mágicas como muggles, cuyas portadas brillaban con imágenes encantadas: árboles de Navidad que se adornaban solos, luces titilantes que cantaban villancicos desafinados y centros de mesa que cambiaban de color según el estado de ánimo del anfitrión. Un número particularmente sospechoso mostraba a Santa Claus guiando un trineo tirado por thestrals, lo cual Fleur había cerrado con un estremecimiento murmurado en francés.
El grupo de remodelación, aún con manchas de pintura en las ropas y polvo en los cabellos, se había reunido allí para tomar decisiones sobre la estética general de la casa para las próximas festividades. Charlie, con una ceja alzada, hojeaba una revista con entusiasmo casi infantil, mientras George reía cada vez que encontraba alguna decoración excesivamente ridícula, como los muñecos de nieve que gritaban al ser tocados.
Arthur Weasley estaba inclinado sobre una revista muggle que había traído de su colección personal, maravillado por una guía para crear guirnaldas eléctricas con luces LED. Kingsley, de brazos cruzados y con una expresión más estoica, ofrecía consejos puntuales cuando se le preguntaba, prefiriendo observar en silencio cómo el caos navideño se desataba en la mesa.
Pero Sirius, sentado en uno de los extremos con su taza de té de lavanda entre las manos, no participaba realmente en el bullicio. Su mirada estaba fija en una página sin verla, sus dedos acariciando distraídamente el borde de la taza ya tibia. Los aromas de canela, clavo de olor y pino fresco flotaban en el aire, mezcla de hechizos aromáticos y las primeras decoraciones colocadas en otras habitaciones. Y, sin embargo, para Sirius, todo parecía distante, como una escena tras un velo.
No era por falta de interés. No exactamente. Era simplemente que su mente no lograba soltar la conversación que había tenido días atrás con Snape. Una visita inesperada, de esas que cargaban el aire con tensión apenas el humo de la chimenea comenzaba a disiparse. Estaba solo, por primera vez en semanas, cuando la figura negra emergió de las llamas verdes.
Se había quedado quieto. El primer impulso fue alzar la varita, maldecirlo, arrastrarlo por la casa como tantas veces había soñado. Pero no lo hizo. No por respeto, ni por madurez. Simplemente porque había estado leyendo una de sus guías sobre fertilidad mágica y la sección que hablaba sobre estrés físico y daño corporal lo detuvo. No podía arriesgar su cuerpo si realmente quería concebir. Así que, por primera vez en su vida, Sirius Black respiró hondo y decidió no pelear.
Snape, con su típica expresión de desprecio, no se demoró en ir al grano. Le pidió algo que en cualquier otra circunstancia Sirius habría rechazado con carcajadas crueles: asilo humanitario para Draco Malfoy.
Sirius lo miró con incredulidad.
“¿Para el mocoso de Narcissa?” pensó.
No hubo detalles, como era de esperarse de alguien como Snape. Solo una petición, seca y sin adornos, pero cargada de urgencia. Y aunque cada fibra de su cuerpo se retorcía ante la idea de tener al hijo mimado de su prima bajo su techo, Sirius dijo que sí.
No por Snape. Ni por la causa. Lo hizo por Harry.
Sabía que Harry no lo admitiría ni aunque Sirius se lo pidiera, pero Sirius había visto lo que muchos no. Las miradas soñadoras, la rabia teñida de interés, esa tensión cuando Harry mencionaba al chico. Lo sabía. Y si Harry lo necesitaba, Sirius protegería al chico, así como lo había prometido proteger a su ahijado desde el primer día.
Y, claro, ya que Snape estaba allí, Sirius aprovechó. No confiaría en nadie más con esa petición, y Mundungus seguía desaparecido desde que Molly lo había enviado a buscar un ingrediente sospechosamente inexistente. Así que Sirius, bajando la voz, le pidió una poción. Una especial. Una que podría hacer sus sueños realidad. Una que le demostrara si lo que deseaba existía. Snape no preguntó por qué, y eso lo incomodó. Solo lo miró como si ya supiera, como si nada en Sirius pudiera sorprenderlo.
Sirius se llevó la taza a los labios otra vez, dejando que el amargo sabor de la lavanda le cubriera la lengua, aún con la conversación de Snape latente en su mente.
“Ey, Sirius,” dijo Charlie de pronto, estirando un brazo hacia él con una revista abierta, “¿qué opinas de esto?”
Sirius parpadeó, sacudiéndose del recuerdo. Miró la imagen: un árbol de Navidad encantado que levitaba y giraba lentamente en el aire, arrojando nieve artificial que se disolvía al tocar el suelo.
“Si esa cosa empieza a cantar, lo incinero,” murmuró.
Charlie soltó una risa grave. “Eso es un sí.”
La conversación se reanudó a su alrededor, pero Sirius no podía evitar preguntarse cuánto tiempo más tendría antes de que todo se desbordara. Los chicos llegarían el sábado 14. Ginny, Ron, Harry… Hermione vendría unos días después de Navidad. Molly se había vuelto más mandona conforme se acercaba la fecha, dividiendo aún más los equipos y asignando tareas con la precisión de una general.
La decoración, antes relegada a Arthur y Kingsley, ahora recaería también sobre adolescentes con demasiada energía. Y Sirius… él solo quería un momento de paz.
A veces lo encontraba al anochecer, cuando Remus se le unía en su dormitorio, ambos demasiado exhaustos para más que compartir su infusión tibia.
Pero aún no se lo había dicho. Aun no sabía por qué.
Sirius desvió la vista de la revista. Fuera, Londres estaba cubierto de una neblina suave. Las luces de las casas vecinas titilaban como luciérnagas a través del vidrio empañado. Dentro, el comedor rebosaba de ruido, de magia doméstica, de risas a media voz.
Y aún así, en su pecho, Sirius cargaba con una certeza muda: este año, todo estaba por cambiar.
Sirius desvió la vista de la revista. Fuera, Londres estaba cubierto de una neblina suave. Las luces de las casas vecinas titilaban como luciérnagas a través del vidrio empañado. Dentro, el comedor rebosaba de ruido, de magia doméstica, de risas a media voz. Y aún así, en su pecho, Sirius cargaba con una certeza muda: este año, todo estaba por cambiar.
El reloj de la cocina marcaba las once de la mañana cuando Molly, Charlie, Bill, y los gemelos partieron con rumbo a King's Cross. Iban a recoger a Harry, Ron y Ginny, escoltándolos con discreción y varitas preparadas por si los mortífagos decidían presentarse. Hermione no vendría aún. Pasaría los días previos a Navidad con sus padres muggles, algo que Sirius, en secreto, envidiaba con una punzada en el pecho. Tener familia con la que celebrar unas fiestas sin miedo, sin guerra, sin nombres malditos.
Grimmauld Place ya no era lo que fue. Después de dos inviernos bajo el control casi militar de Molly Weasley, la casa ya no tenía ese aire opresivo de mausoleo familiar. Los retratos habían desaparecido, las paredes habían perdido parte de su humedad, y la cocina incluso olía a cosas dulces más seguido que a moho. Pero aun así, Grimmauld seguía teniendo rincones oscuros, esquinas donde los recuerdos se aferraban como telarañas. A veces Sirius creía escuchar los susurros de su madre, incluso con su retrato destruido.
El resto de la casa estaba en calma. Desde un piso superior, Sirius oyó la risa apagada de Remus, acompañada de la voz chillona y juguetona de Tonks. Probablemente ella había tropezado con algún adorno mal colocado o le había contado una anécdota de sus días en Hogwarts. A Remus le encantaban esas cosas. Reía poco, pero cuando lo hacía, el sonido le llenaba a Sirius todo el pecho como un incendio lento. No se lo permitiría hoy. No podía. No si quería guardar el secreto.
Aprovechando que ambos estaban distraídos en el salón, Sirius subió con pasos suaves. Las viejas tablas del suelo aún crujían si no sabías cómo pisarlas. Él sí lo sabía. Abrió la puerta de su habitación con cuidado, cerrándola detrás con el seguro. Luego caminó hacia el viejo armario, quitó la madera que ocultaba la parte trasera y sacó un pequeño frasco oculto dentro de un calcetín de lana negra. La poción que Severus Snape le había traído la noche anterior. Sin palabras, sin burlas, sin condiciones. Solo le había entregado el frasquito, tan pequeño que cabía en la palma de su mano, y había desaparecido de nuevo por la chimenea.
Sirius sostuvo la poción entre los dedos como si cargara una reliquia antigua. El cristal tintineó débilmente. El líquido dentro tenía un leve tono opalino, como leche mezclada con plata. Su pulso temblaba.
Entró al baño y cerró con seguro. Se sentó lentamente en la tapa del inodoro, con la espalda recta y los ojos clavados en el frasco. Respiró hondo. Una vez. Dos. Tres. El aire le dolía al entrar.
Sacó de su chaqueta un pequeño recipiente plano de vidrio —lo había tomado esa mañana de la cocina, uno de esos que Molly usaba para guardar mermelada casera— y vertió con cuidado la poción dentro. El líquido se extendió en una capa fina, brillante. Luego, con manos que temblaban apenas, Sirius sacó su varita y se hizo una pequeña incisión en el dedo índice. Una gota. Dos. Su sangre cayó como tinta espesa sobre el fondo brillante. La mezcla burbujeó suavemente, como si despertara de un largo sueño.
Sirius contuvo la respiración. Esperó.
El líquido comenzó a cambiar. Primero se oscureció, un gris humo que lo hizo sentir un escalofrío en la espalda. ¿Gris? ¿Estaba fértil? ¿Eso era todo? ¿Había sido en vano? Cerró los ojos.
Pero entonces, algo más ocurrió. El gris se tornó plata. Luego oro. Y después, sin previo aviso, estalló en un fulgor brillante, vívido, casi cegador. Como si el pequeño recipiente hubiese atrapado un rayo de sol.
Sirius se cubrió la boca con ambas manos. Un sollozo se escapó de su garganta, húmedo y entrecortado. Las lágrimas le llenaron los ojos antes de que pudiera detenerlas. Hundió la cara contra las rodillas, temblando. El cristal seguía brillando, inmutable, implacable en su verdad.
Estaba embarazado.
Su cuerpo, su terco, herido y cansado cuerpo, había logrado lo que había deseado en secreto durante meses. Había una vida creciendo dentro de él. Una chispa diminuta, apenas un destello. Pero era real. Era suya.
No supo cuánto tiempo estuvo ahí, doblado sobre sí mismo, llorando en silencio contra el muslo, respirando apenas. El baño estaba frío, pero él no lo sentía. Solo podía pensar en esa luz. En lo que significaba. En lo que venía después.
Remus no lo sabía. Nadie lo sabía. Ni Tonks, ni Molly, ni siquiera Harry. Sirius se había guardado ese deseo con tanto cuidado que a veces temía que se marchitara de tanto esconderlo. Pero ahora era real.
“Shhh,” se susurró a sí mismo, limpiándose el rostro con las mangas del suéter que tomo de Remus. “No ahora. No aún.”
Tomó el recipiente, vació el contenido en el lavamanos con manos trémulas y lo lavó con agua fría hasta que no quedó rastro. Luego se curo el dedo, escondió el frasquito vacío en el doble fondo de un cajón y salió del baño con la espalda más recta de lo que la sentía.
Desde abajo, la risa de Tonks se había apagado. Ahora solo se escuchaban pasos, voces suaves, Remus preguntando algo sobre chocolate caliente. Sirius apoyó la mano contra la baranda de la escalera. El mundo seguía girando. Pero el suyo, desde hoy, era otro.
Y él lo protegería con todo lo que le quedaba de alma.
Chapter 27: Cariño, eres como un relámpago en una botella
Chapter Text
Harry descendió del tren con una sonrisa que no lograba controlar, como si alguien hubiera lanzado un hechizo de Rictusempra directo a su pecho. El aire frío le golpeó el rostro, pero ni siquiera eso logró disipar el calor que le recorría las venas. Draco lo había besado. Draco le había llamado Harry. No Potter, no imbécil, no niño elegido. Harry.
Se llevó la mano a los labios sin pensar, tocando el lugar donde aún podía sentir el eco del beso. Por primera vez en semanas, no sintió el peso del mundo sobre sus hombros. Solo se sentía… joven. Enamorado. Estúpidamente feliz.
Caminó solo entre el bullicio de la estación. Padres, maletas, bufandas agitadas por el viento, besos y abrazos, y por supuesto, los murmullos. Muchos lo miraban. Algunos disimulaban. Otros no tanto.
"Ahí está Potter. ¿Crees que sea verdad lo de Malfoy?"
"Una fase. Tiene que serlo…"
Harry levantó la cabeza, decidido a ignorarlos. No era nada que no pudiera manejar. Había cargado cosas peores que rumores. Y aun así, deseó poder girar y buscar a Draco. Pero no lo hizo. No podía. Draco le había pedido distancia fuera de Hogwarts. No podían arriesgarse. No allí, rodeados de ojos.
Hermione los alcanzó en cuanto puso un pie en el andén. Llevaba el cabello cubierto de copos de nieve y las mejillas encendidas, de seguro estuvo con la ventana abierta durante el viaje. Sonrió al verlos y se acercó para abrazar primero a Ginny con fuerza y luego a Harry, más suavemente, pero con el mismo cariño.
“Nos vemos después de las fiestas”, prometió, y su mirada se desvió brevemente hacia Ron, quien apenas y la miro desde unos pasos de distancia.
Lavender observaba desde el fondo, con una expresión ansiosa, como esperando que Ron hiciera algo. Que la llamara. Que la presentara. Pero Ron no se movió. No la miró. Mantuvo los ojos fijos en el suelo mientras Hermione se alejaba lentamente, despidiéndose con la mano.
Harry frunció el ceño por la tensión evidente, pero no dijo nada. No era el momento. Su mente ya estaba en otro lugar.
Esperándolos en el andén estaban Molly, Bill, Charlie, los gemelos y Moody, que parecía más paranoico que nunca. Tras saludos breves, comenzaron las apariciones múltiples para llevar a los jóvenes a Grimmauld Place, con varias paradas estratégicas “por seguridad”, como insistió Moody. El proceso fue tan confuso como agotador, y para cuando llegaron a la casa, Harry tenía el estómago revuelto y la cabeza girando.
La puerta de Grimmauld Place crujió al abrirse y el calor interior los envolvió de inmediato. Tonks y Remus estaban esperándolos en el vestíbulo. Harry apenas les dedicó una sonrisa apresurada, murmurando algo parecido a un saludo, y sin detenerse, subió corriendo las escaleras hacia el segundo piso.
El corazón le martilleaba en el pecho. No podía esperar más. Empujó la puerta del estudio que sabía que a Sirius le gustaba en secreto, casi con desesperación.
“Sirius.”
Su padrino se giró desde el sillón donde estaba sentado, y en cuanto sus ojos se encontraron, Harry ya estaba lanzándose sobre él. Sirius lo atrapó entre sus brazos con una risa ronca, como si hubiera estado conteniéndola durante meses.
“¡Cachorro!” exclamó, apretándolo con fuerza. “¡Por Merlín, te he echado tanto de menos!”
“Yo también”, dijo Harry, apretando el rostro contra su hombro. “Tanto.”
Sirius olía a fuego de chimenea, a pergamino viejo y a hogar. Se sentía como el refugio más seguro del mundo, y Harry permaneció ahí, sin importar cuán infantil pudiera parecer. No quería moverse. Sirius tampoco lo soltó.
Finalmente se separaron un poco, lo suficiente para verse el rostro. Sirius sonreía, pero tenía los ojos húmedos.
“¿Y eso?” preguntó Harry, alzando una ceja.
“Me emociono porque no te veo desde septiembre y ahora te tengo aquí, en carne y hueso.”
“Pues prepárate”, dijo Harry, con una sonrisa traviesa. “Porque tengo mucho que contarte.”
“Oh, no. ¿Te metiste en líos otra vez?”
“Peores.”
Sirius se rió y le revolvió el pelo. “Dímelo todo.”
Harry lo hizo. Le contó del tren, de Draco, del beso, de cómo ahora eran novios. Sirius escuchaba con atención, sin interrumpir, solo con una sonrisa que no dejaba su rostro. Ni una mueca, ni una reacción amarga. Nada que delatara su secreto. Solo calidez.
Cuando Harry terminó de hablar, Sirius le puso una mano sobre el hombro.
“Estoy orgulloso de ti. Por amar a quien quieres, sin miedo.”
Harry sonrió, con los ojos húmedos también. “Gracias, Sirius.”
Sirius lo abrazó de nuevo, más fuerte. "¡Merlín, Harry! Estás más alto. ¿Desde cuándo eres más alto que yo?"
Harry rió, apretándose contra su padrino. "Desde que dejaste de mandarme cartas para vigilarme."
"No necesitaba cartas, tengo espejos mágicos y un muy mal sentido del respeto a la privacidad."
"Lo sé. Te escuché cantando a las tres de la mañana la semana pasada."
Sirius se separó apenas para verlo bien, los ojos brillándole de emoción. Sus manos se quedaron en los hombros de Harry, como si necesitara asegurarse de que no era un espejismo. "Estás bien... ¿Verdad?"
Harry asintió. "Estoy bien. Y tengo muchas cosas que contarte."
Sirius lo llevó de inmediato a la sala, donde un par de tazas humeantes ya los esperaban. Harry volvió a mirar a su padrino. No podía dejar de sonreír.
"¿Entonces?", dijo Sirius, apoyando el mentón en una mano con fingida paciencia. "¿Es verdad lo que me insinuaste por el espejo? ¿Tú y Malfoy...?"
Harry se rascó la nuca. "Sí... Draco. Somos novios."
Sirius soltó una carcajada suave, rascándose la mandíbula. "Nunca creí que dirías esa frase con tanta naturalidad. ¿Y estás feliz?"
Harry asintió con una timidez que solo Sirius podía arrancarle. "Sí. Nunca pensé que lo estaría así. Con él."
Sirius lo miró largo rato, luego se inclinó hacia él y le desordenó el cabello. "Entonces es suficiente para mí. Aunque si te rompe el corazón, me encargaré personalmente de que no vuelva a sentarse en su vida."
Harry se echó a reír, y Sirius se unió, ambos riendo hasta que las carcajadas se volvieron suaves exhalaciones. Y entonces Sirius se acomodó junto a él, como antes, como cuando Harry era más joven, con la cabeza recostada en su hombro.
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
Había algo extraño en volver a Grimmauld Place. Extraño… pero no necesariamente malo.
Harry lo notó en cuanto cruzó el umbral con el abrigo aún empapado por la nieve y las zapatillas dejando pequeñas huellas húmedas sobre el piso de madera recién pulido. Ya no se oía la voz chillona de la señora Black maldiciendo desde el retrato que antes presidía el pasillo como una reina podrida. Ahora, solo quedaba una pared limpia, donde la tela que la cubría había sido retirada hacía semanas. El silencio de ese rincón era casi… amable.
El aire dentro de la casa era cálido, cargado del aroma a canela y clavo de olor que salía de la cocina en oleadas, mezclado con los gritos y risas constantes de los Weasley. Ginny protestaba en algún lugar del segundo piso, la voz aguda alzándose por encima del murmullo general.
“¡No es mi culpa que Bill se crea francés solo porque sale con Fleur! ¡Y no me hablen de cómo se besan, Fred, George, o juro que los enveneno!”
Harry sonrió sin querer mientras subía las escaleras, la mano aferrada al pasamanos con un gesto ya familiar. Le costaba aceptar cuán distinta se sentía la casa. Era como si una vieja herida hubiese comenzado a cerrar lentamente, dejando aún un dolor sordo, pero también la promesa de algo mejor. Tal vez era Sirius. Tal vez era él mismo.
Sirius había cambiado.
O, mejor dicho, había vuelto a parecerse más al hombre que Harry apenas había comenzado a conocer antes de Azkaban. Sus ojos tenían menos sombra, su sonrisa aparecía más rápido, y cada vez que Harry lo miraba, lo encontraba mirándolo también, como si aún no pudiera creer que estuvieran compartiendo el mismo espacio.
“¿Sigues pensando en Malfoy, incluso cuando estás aquí?” le preguntó Sirius esa misma noche, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá de su habitación. Tenía un vaso de jugo de cereza a medio terminar y los ojos entrecerrados por la luz de las velas.
Harry, tumbado boca abajo sobre la cama, escondió una sonrisa en la almohada.
“No siempre. A veces pienso en mis amigos.”
Sirius rió. Era una risa grave y cálida, algo rasposa por el aire que a veces se filtraba por la ventana. “Bueno, eso me alivia un poco.”
La casa bullía de vida. No había momento de verdadero silencio. Tonks tropezaba con los muebles en su intento de seguir a Remus como un cachorro mal entrenado, lanzando comentarios descarados mientras Remus intentaba esconder una sonrisa y seguir con sus tareas. La efusividad de ella era apenas comparable con la intensidad que Charlie usaba para buscar la atención de Sirius, quien fingía no darse cuenta, aunque Harry lo había sorprendido un par de veces mirándolo con una ceja arqueada y una sonrisa torcida.
La señora Weasley, por su parte, parecía haberse fusionado con la cocina. Si no estaba cocinando, estaba dando órdenes con la autoridad de una general en medio del campo de batalla. Ginny, Ron y Harry eran sus soldados, aunque Ron había sido exiliado de la decoración navideña después de vomitar una caja entera de cintas brillantes que Ginny había querido usar para las esquinas del pasillo.
“¡Ronald!” había gritado ella, mientras sostenía los restos arruinados con asco. “¡No tienes ni el sentido del decoro ni del estómago!”
“¡No fue mi culpa!” protestó Ron desde la esquina del sofá, con el rostro más pálido que la nieve del patio. “Solo… me sentí raro. El olor de esas cosas me dio náuseas.”
Harry lo miró de reojo. Lo había notado desde sus últimos días en Hogwarts. Ron dormía más de lo normal, comía con desgano y a veces se quedaba mirando al vacío como si tratara de recordar qué estaba haciendo. La señora Weasley, preocupada, lo había confinado a la habitación con el argumento de que era “el clima” y “la energía oscura que se siente en Londres por culpa de los dementores que ahora se pasean como si nada”.
Harry no estaba tan seguro.
Y no solo por Ron.
Había algo peor.
Remus se veía cada vez más cansado. Al principio, Harry pensó que era normal. El invierno, los recuerdos, el peso de estar en misiones con las manadas… Pero entonces lo vio desmayarse en las escaleras, y el miedo lo golpeó de lleno. Fue Charlie quien lo atrapó justo a tiempo, el grito que soltó alertó a todos, y Sirius… Sirius bajó las escaleras como una exhalación, sin abrigo, sin zapatos, con el pánico reflejado en la piel.
“Remus,” murmuró Sirius, arrodillado junto a él, sujetando su rostro con una mano temblorosa. “Remus, por favor…”
Charlie apartó la mirada, y Tonks, que había llegado un segundo después, palideció más que Remus.
Esa noche, Harry no durmió bien. Ni la siguiente. Ni la siguiente. Algo estaba mal. Lo sabía. Y lo peor era que Sirius parecía saberlo también, aunque no dijera nada. A veces lo sorprendía mirando a Remus de forma extraña, como si intentara atar cabos invisibles. A veces, Sirius se quedaba en silencio, con los dedos entrelazados sobre la boca, la mirada fija en el fuego, y Harry sabía que pensaba, que repasaba cosas en su cabeza, buscando una explicación.
Pero no decía nada. Y Harry tampoco.
En las mañanas, Harry se perdía en la cocina, lavando platos mientras escuchaba a Ginny y su madre discutir sobre la mejor forma de envolver un regalo sin usar magia. En las tardes, Sirius lo arrastraba a su habitación para hablar de cosas sin importancia —de Draco, sobre todo—, como si el hecho de escuchar a Harry decir “Draco” con una sonrisa le bastara para permanecer en equilibrio.
Harry se lo contó todo. Bueno, casi todo. Le habló de cómo se habían acercado, de los momentos incómodos y los roces suaves, del primer beso en público y de cómo Draco había temblado cuando Harry pronuncio su nombre por primera vez. Sirius lo escuchó en silencio, con los ojos entrecerrados y una sonrisa medio burlona que se suavizaba en los bordes.
“¿Estás feliz?” le había preguntado una noche, con la voz más seria que de costumbre.
Harry había asentido.
“No pensé que lo estaría así. Con él.”
Sirius suspiró, una exhalación lenta, y luego le despeinó el cabello como cuando era niño.
“Entonces es suficiente para mí.”
El calor de esa afirmación le duró a Harry todo el día siguiente.
Pero no era suficiente para olvidar el presentimiento que le crecía dentro como una sombra.
Había algo en el modo en que Remus se tocaba el vientre sin darse cuenta. En la forma en que Sirius lo miraba cuando creía que nadie veía. En el color enfermizo de la piel de Ron. En los silencios pesados que a veces se arrastraban por los pasillos, ocultos tras las luces titilantes del árbol y los cantos navideños en la radio mágica.
Harry no sabía qué era.
Pero sabía que esa Navidad no sería como las demás.
Y eso, lo sentía en los huesos.
El invierno no era igual en Grimmauld Place. Era más denso, más pesado. Como si la nieve allá afuera no solo cubriera las calles de Londres, sino que también se hubiera colado por las grietas del alma de la casa. La Navidad estaba a un día de distancia, y a pesar de las decoraciones esparcidas con esmero por toda la mansión —luces encantadas que parpadeaban suavemente en tonos dorados, coronas de muérdago que giraban solas como si buscaran víctimas, y cintas rojas que serpenteaban entre los marcos de los cuadros—, había algo que no terminaba de encajar.
Harry lo notaba en todo.
En cómo la señora Weasley hablaba con voz más alta de lo habitual, como si el volumen bastara para tapar la preocupación que le cubría los ojos. En cómo Ron dormía durante horas en la habitación, con las mejillas a veces encendidas por la fiebre, a veces completamente pálidas, mientras su madre lo vigilaba como un centinela nervioso.
Harry trataba de aferrarse a las cosas normales. Se obligaba a concentrarse en envolver regalos —aunque sus hechizos no eran los más finos—, ayudaba a Ginny a preparar galletas en forma de snitch y huía de los gritos de Kreacher cuando accidentalmente colocaban algo demasiado muggle sobre una de las viejas vitrinas. Fingía que era una Navidad común. Pero cada noche, cuando el bullicio de la casa se apagaba y solo quedaba el crujido del fuego y los murmullos a lo lejos, la verdad se le colaba entre los pensamientos como la brisa helada de una ventana entreabierta.
Algo no estaba bien.
Y no podía hacer nada al respecto.
Fue esa mañana —24 de diciembre— cuando la carta llegó. Un pequeño halcón de plumaje gris perla rasguñó la ventana de su habitación justo cuando Harry salía de la ducha. Lo reconoció al instante. El halcón de Zabini. Siempre tan limpio, tan orgulloso, tan perfectamente entrenado. A diferencia de Hedwig, que solía meter la pata en la mantequilla o zamparse el tocino antes de dejarle la correspondencia.
Harry se secó apresuradamente las manos y desató el pergamino cuidadosamente enrollado en la pata del ave. El sello de cera tenía la M de los Malfoy fusionada con el símbolo de la familia Zabini: dos espinas entrelazadas formando una corona.
El halcón lo miró de forma despectiva antes de despegar.
Harry se sentó al borde de su cama, aún con el cabello chorreando, y desplegó la carta. La tinta era negra, clara y sin adornos. El caligrafiado de Draco, elegante y preciso.
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
Harry,
No te hagas ilusiones. No he tenido un ataque de romanticismo repentino. Simplemente prometí escribir y no rompo mis promesas, incluso cuando me gustaría mucho más ignorarte hasta que termine esta pesadilla de estancia en la mansión Zabini.
Aquí es un desfile constante de sonrisas falsas, copas de vino que se llenan solas y la madre de Blaise que intenta sonsacarme información sobre "el estado real de la Torre de Astronomía", como si yo fuera idiota y no supiera que todo esto no es más que un interrogatorio. Blaise desaparece durante horas, y cuando vuelve, huele a sexo y rosas silvestres. Si me entero de que esta saliendo con alguien del pueblo, juro por Morgana que…
En fin.
Supongo que te echo un poco de menos. Solo un poco. Tal vez más cuando la señora Zabini habla de cosas que no puedo decirte por carta, y pienso que tú entenderías sin que tuviera que explicarte. O cuando me siento en el salón principal y hay una maldita chimenea idéntica a la de la Sala de Gryffindor y me acuerdo de cómo me mirabas como si te importara de verdad lo que tenía que decir.
Espero tus regalos mañana. No quiero tener que pensar que olvidaste enviarlos. O que crees que no me importan. Porque sí. Me importan.
No abras los míos hasta la medianoche. O me molestaré.
No seas ridículo y mantente vivo, ¿quieres?
Draco M.
PD: Si Weasley sigue enfermo, haz que lo revise un sanador de verdad. El estómago no arde así sin razón.
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Harry terminó de leer con una sonrisa pequeña, casi involuntaria. Era tan Draco. La forma seca de escribir, como si cada palabra le costara admitir algo, y sin embargo, ahí estaba, en cada línea. El “te echo de menos” disfrazado, el “me importas” oculto entre sarcasmo, y la preocupación evidente por Ron… solo porque a Harry le importaba.
Guardó la carta en su baúl y se levantó de golpe.
No podía dejar pasar más tiempo. Si Draco esperaba los regalos de Yule para el día siguiente, Harry tendría que enviarlos esa misma tarde.
Ya los tenía listos desde hacía días: un tomo raro de alquimia elemental con anotaciones a mano, una bufanda negra tejida por Hermione pero encantada por Ginny para proteger contra el frío mágico, y un frasco pequeño de perfume personalizado —con una nota que decía “No es que huelas mal, es que te gusta oler como si fueras invencible. Esto huele a ti”—. Y, por supuesto, la carta.
Se sentó a escribirla mientras la tarde se teñía de azul fuera de la ventana.
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
Draco,
No me hagas creer que esto es solo una carta formal. Te conozco lo suficiente para saber que no escribirías si no te importara. Y me alegra. Me hizo feliz verte ahí, en esas palabras tuyas llenas de amor aprecio.
Yo también te echo de menos. No es solo el lugar. Es tú no estar aquí. Hay cosas que me gustaría contarte en persona, pero aún no puedo. Cosas que no entiendo del todo. Cosas que me asustan un poco. Pero sé que si estuvieras, solo con mirarte, sabría que todo va a estar bien. O al menos, sabría que no estoy solo.
Te envío los regalos esta misma tarde, porque me aterra que te molestes. Y porque no quiero que pienses ni un segundo que no me importas.
Nos vemos pronto.
Harry.
PD: Temo el día que Zabini se encuentre en una relación.
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El paquete fue entregado a Hedwig con instrucciones claras de que debía llegar esa misma noche. Harry lo observó perderse entre la nieve desde la ventana, con el corazón latiendo más rápido de lo que debería.
La cena fue animada. Molly preparó su famoso pastel de carne envuelto en masa crujiente, y Fred y George hicieron estallar bengalas mágicas encima de la mesa que dejaban caer escarcha plateada sobre los platos. Remus sonrió varias veces, aunque tenía el rostro más delgado y las manos más frías de lo normal. Sirius no dejó de mirarlo. Charlie se mantuvo callado casi toda la noche, y Ron apenas comió.
Nadie habló de lo evidente.
Pero Harry lo sintió.
Era la calma antes de la tormenta.
Y aunque Draco estaba lejos, su carta lo anclaba. Lo sostenía. Como si la nieve de Gales le hubiera susurrado al oído que todavía quedaba algo por lo cual luchar.
Mañana sería Navidad.
Y tal vez, solo tal vez, con Draco al otro lado de la línea mágica que los unía, el día no sería tan oscuro.
El 25 de diciembre amaneció silencioso, como si incluso el tiempo quisiera retrasar el día unos minutos más.
Grimmauld Place parecía contener la respiración. El cielo estaba cubierto de nubes delgadas y frías, y la nieve caía en copos pequeños que se adherían a los cristales de las ventanas, creando patrones delicados que bailaban cuando el sol asomaba tímidamente. En el salón principal, donde un árbol de casi tres metros ocupaba la esquina frente a la chimenea, todo estaba preparado para la apertura de regalos: cojines mullidos alrededor del fuego, bandejas flotantes con chocolate caliente y tazas que se llenaban solas, y el aire con ese inconfundible olor a canela, cera de velas y magia doméstica.
Harry bajó las escaleras con el cabello todavía húmedo, frotándose los ojos, y con esa sensación extraña de estar a punto de descubrir algo sin saber el qué.
Ginny ya estaba allí, envuelta en una bata granate con ribetes dorados, sonriendo desde el sillón más cercano al fuego. Ron aún no baja. Sirius y Remus estaban en la cocina, terminando de preparar el desayuno —aunque Sirius insistía en que nadie debería cocinar en Navidad, Remus encontraba cierta calma en mover la cuchara dentro de una olla con leche caliente—.
Los paquetes estaban apilados junto al árbol, y cada uno estaba encantado para brillar levemente con la magia de quien lo envió. Era un detalle encantador. El de Molly, por ejemplo, tenía un suave resplandor rosado, mientras que los gemelos Weasley envolvían los suyos en un brillo ámbar lleno de chispas traviesas.
Pero había un paquete que no brillaba.
No necesitaba hacerlo.
Estaba cuidadosamente envuelto en papel negro mate, con cintas plateadas hechas de seda, y un pequeño sobre blanco sobre la tapa. No era grande, pero tenía un peso diferente. Un tipo de presencia que, apenas entró en la sala, Harry sintió de inmediato, como si algo dentro de él se despertara con un cosquilleo suave. Lo reconoció al instante. No por el envoltorio —que era impecable—, sino porque su magia se entrelazaba con la suya como un eco silencioso.
Draco.
Ginny lo notó también. Lo miró de reojo, alzando una ceja mientras sostenía su taza.
“Llegó anoche. Estaba en la ventana de la cocina cuando me levanté a beber agua. Creo que el halcón me juzgó por mi pijama.”
Harry sonrió, nervioso, se arrodilló frente al árbol mientras la nieve seguía cayendo fuera, amortiguando el mundo, como si el tiempo mismo se hubiera ablandado para permitirle respirar. Con cuidado, deslizó el sobre blanco del paquete. Su nombre estaba escrito a mano, con una caligrafía elegante, precisa, inconfundible. La “H” tenía esa leve curvatura que Draco siempre hacía al escribir apresurado pero con estilo, como si incluso su descuido fuera calculado.
No abrió la carta de inmediato. En lugar de ello, quitó la cinta de seda, que resbaló entre sus dedos como agua encantada, y deshizo el nudo con la misma reverencia con la que uno abre un relicario antiguo. El papel negro mate no crujió; era grueso, casi textil al tacto, y perfectamente doblado. Dentro, había tres cajas.
Harry parpadeó.
Ginny se inclinó sobre el respaldo del sillón, interesada.
“¿Tres?” preguntó, con esa sonrisa suya que era mitad travesura y mitad ternura.
Harry no respondió. Solo asintió, hipnotizado por la forma en que cada caja parecía tener su propio latido. La primera tenía un envoltorio de papel marfil con pequeños copos plateados que flotaban ligeramente por su superficie, como si estuvieran atrapados en una nevada eterna. La segunda, más grande, era de un azul oscuro tan profundo que parecía absorber la luz, con una cinta de terciopelo gris perla. La tercera era la más pequeña: de un negro brillante, como obsidiana pulida, sin decoración alguna. Simple. Silenciosa. Inquietante.
“¿Qué estás esperando?” susurró Ginny, apoyando la barbilla sobre sus brazos cruzados. “Ábrelas ya. Tengo más curiosidad que tú.”
Con el corazón latiéndole en la garganta, Harry tomó la primera caja.
Al abrirla, se encontró con una pequeña caja de terciopelo gris oscuro. Sus dedos temblaron al levantar la tapa. Dentro, sobre una base de satén claro, reposaba una alianza. No era ostentosa. No tenía joyas ni escudos. Nada de elaboradas runas o símbolos de casas. Solo una banda simple, de un tono cálido de platino que parecía absorber el resplandor del fuego. Y sin embargo, al tocarla, Harry sintió cómo algo se deslizaba hacia su pecho. Una oleada de calor, como si la magia de Draco hubiera sido derramada directamente en el anillo.
Miró la inscripción interior.
“Eras mi elección antes de saber que podía elegir.”
Las palabras no estaban grabadas con tinta ni magia visible. Aparecieron solo para él, como susurros en su mente. Parpadeó, incrédulo. Pasó el dedo por dentro del anillo, pero no sintió ninguna ranura. Cuando Ginny se inclinó más, curiosa, y le pidió ver la inscripción, Harry le tendió la alianza sin pensar.
“No veo nada,” dijo ella, tras unos segundos de inspección. “¿Estás seguro que hay algo escrito?”
Harry la tomó de nuevo, y allí estaban otra vez. Nítidas. Presentes. Suyas.
Una sonrisa se formó, tímida, bajo su nariz. Aquel gesto… era tan de Draco. Ocultar el mensaje del mundo, pero dárselo todo a él. Sin testigos. Sin presiones. Casi podía imaginarse al rubio sentado en el escritorio, en Zabini Manor, con la varita entre los dedos y ese ceño fruncido que solo aparecía cuando realmente le importaba algo. O alguien.
“Gracias,” murmuró, como si Draco pudiera oírlo.
La segunda caja reveló un abrigo. Harry lo tomó con sorpresa. Era largo, casi hasta los tobillos, con una caída elegante y una textura que recordaba a la lana más fina, pero con la ligereza de una capa encantada. Lo tocó, maravillado, y notó de inmediato el leve cosquilleo de la magia protectora incrustada en la tela. No era magia común. Era refinada, cuidadosa, tejida con una intención palpable.
“¿Qué esperas? ¡Póntelo!” insistió Ginny, dándole un leve empujón.
Se lo probó. El abrigo lo abrazó. Literalmente. Como si las costuras se ajustaran a su cuerpo con el propósito específico de envolverlo y protegerlo. Y luego… el olor. El perfume tenue de Draco. No un perfume fuerte, sino esa mezcla suave de cuero, madera oscura y algo frío como la noche misma.
Harry cerró los ojos por un instante. Fue como estar en los brazos de Draco. Como esa vez que, después de un paseo por el jardin, Draco se quitó su abrigo y se lo puso a Harry sin decir una palabra. Solo un gesto. Solo cuidado.
“Es bonito,” dijo Ginny, tocando el borde. “Y te queda demasiado bien para que no haya sido hecho a medida.”
Harry asintió, sin poder hablar. Porque si hablaba, quizá todo ese nudo en su pecho se rompería.
Finalmente, tomó la tercera caja.
Era más pequeña que las otras. Más pesada, también. Harry dudó unos segundos antes de abrirla. Al hacerlo, contuvo el aliento.
Dentro, sobre una base de terciopelo negro, descansaba un orbe. Negro. Profundamente negro. Como un pedazo del cielo nocturno sin estrellas. Pero al mirarlo más de cerca, Harry notó que no era opaco. Había algo dentro. Como una neblina giratoria, como humo atrapado.
“¿Qué demonios es eso?” preguntó una voz desde la entrada.
Bill se había acercado. Detrás de él, Arthur Weasley lo seguía, con los ojos abiertos como platos.
“Es fascinante,” dijo el señor Weasley. “Nunca he visto uno igual. ¿De dónde proviene?”
Harry apretó la tapa de la caja.
“No lo sé,” dijo. “Quiero decir… no lo sé aún.”
Charlie se agachó a su lado, con la ceja alzada.
“No voy a tocarlo si no quieres,” prometió, alzando las manos. “Solo quiero mirarlo.”
Los gemelos estaban ya lanzando comentarios.
“¿Celoso, Harry?”
“¡Mira cómo lo protege!”
“Parece que va a morder si se lo quitan,” añadió George con una sonrisa burlona.
Harry no respondió. Solo alejo la caja con más firmeza de los gemelos.
En ese momento, la puerta de la sala se abrió.
Sirius entró, seguido por Remus. Ambos cargaban bandejas flotantes con tostadas y más tazas humeantes. Sirius se detuvo de golpe al ver el orbe.
Silbó con los dientes.
“¿Eso te lo envió tu novio?” preguntó con una sonrisa que iba entre la picardía y la complicidad.
Harry se sonrojó hasta las orejas. Asintió, lentamente, como si admitirlo fuera arrojarse desde un tejado.
Y entonces, el caos.
“¿¿¡NOVIO!??” gritaron Fred y George al unísono.
“¡¿Desde cuándo?!”
“¿QUIÉN ES?”
“¡DIME QUE NO ES UN HUFFLEPUFF, ME LA DEBES!”
“¡No puedo creer que tenga novio antes que yo!” dijo Tonks, ofendida.
Charlie cruzó los brazos, divertido. Fleur murmuraba algo en francés que sonaba a indignación poética.
Pero Harry no dijo nada. Solo se escondió más detrás del respaldo del sillón, con las mejillas encendidas y el corazón galopando.
Sirius se echó a reír y se acercó a Harry.
“¿Ya sabes qué es?” preguntó, señalando la caja cerrada.
Harry negó.
“Una vez, una prima odiosa mía recibió uno igual cuando se convirtió en madre, el pomposo de su esposo dijo que su estrella merecía otra estrella,” dijo Sirius, alzando las cejas.
El señor Weasley se enderezó.
“¿Una estrella?” repitió Bill, como si no estuviera seguro de haber escuchado bien.
Fleur, que había estado a punto de volver a la cocina, se giró de inmediato.
“¿Una estrella?” murmuró, los ojos amplios y brillantes. “¿Comme une vraie étoile…?”
Sirius sonrió.
“Sí, una estrella. Negra, por ahora. Hay que llamarla para que aparezca.”
Ginny, curiosa, se acercó más.
“¿Y cómo se llama a una estrella?”
Sirius se encogió de hombros.
“¿Quién sabe? Seguro que tu muy tonto novio lo explicó en la carta,” dijo, revolviendo el cabello de Harry como si siguiera teniendo dos años.
Los gemelos se abalanzaron sobre los papeles abiertos de los regalos, buscando la carta. Harry los persiguió de inmediato, gritando entre risas:
“¡No! ¡Devuélvanla! ¡Esa carta es mía!”
La sala entera se llenó de carcajadas, incluso de Remus, que había dejado la bandeja en la mesa para ver el espectáculo. La Navidad, por un momento, fue solo eso: magia, risas, y el calor de saber que se es amado.
Harry no dejaba de mirar el orbe, aún en sus manos.
Una estrella. ¿Draco le había regalado una estrella?
Harry se quedó sentado en el mullido sillón junto al árbol, con las rodillas dobladas contra el pecho. La sala común parecía respirar con un caos dulce y familiar: el fuego chisporroteaba, las tazas tintineaban y el papel de regalo volaba como si fueran copos de nieve de colores.
Pero no eran los regalos lo que le importaban ahora, sino las expresiones. La manera en que la alegría tomaba por sorpresa a todos, una a una, con la suavidad de un recuerdo cálido.
Desde su rincón, podía verlo todo.
Ginny, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, reía mientras sacaba de una caja un set de pinceles mágicos que cambiaban de color con el estado de ánimo. Su madre, con las mejillas encendidas por la emoción, le explicó que los había encontrado en una pequeña tienda de artistas en el Callejón Diagon.
"Para cuando quieras pintar lo que no se puede decir," murmuró Molly, acariciándole la mejilla.
Fred y George se enzarzaron en una pequeña guerra de papel arrugado mientras abrían, casi al mismo tiempo, un juego de bufandas tejidas por Molly con sus iniciales… pero con los colores invertidos adrede.
"¡Este año se superó!" dijo Fred, entre carcajadas.
"Nos odia a partes iguales, hermano," celebró George con teatralidad, haciendo una reverencia exagerada ante su madre, que fingió tirarle un zapato.
Charlie abrió un paquete más sobrio: unos guantes de piel de dragón, reforzados mágicamente para resistir las mordidas de las crías recién nacidas. Levantó la vista con una sonrisa sincera.
"Gracias, papá… Son perfectos."
Tonks recibió un abrigo corto con parches de colores que cambiaban de forma según su estado de ánimo. En ese momento, las costuras brillaban con tonos rosados y dorados.
"¡Es como si lo hubiese hecho yo misma!" exclamó, girando sobre sí.
"Probablemente lo soñaste y Remus te leyó la mente," comentó Sirius, lanzando una almendra en su dirección.
Fleur desenvolvió un pequeño joyero de madera clara con una rosa tallada en la tapa. Dentro había un broche de perla encantada que parecía latir levemente con su propia luz. Lo sostuvo con una delicadeza casi reverente.
"Es… très beau…" murmuró, y por primera vez no pareció querer traducirlo.
Bill se acercó para colocárselo él mismo, con los dedos temblando apenas.
"Lo encontré en una tienda antigua en Egipto. El dueño decía que protege el corazón."
Harry no pudo evitar sonreír. Había algo profundamente íntimo en ver a otros estar enamorados.
Percy no estaba, pero Molly había dejado su regalo apartado, envuelto con un lazo rojo perfecto. Arthur, mientras tanto, sostenía entre las manos un viejo radio muggle que, gracias a la ayuda de Hermione y Sirius, ahora podía reproducir estaciones mágicas también.
"¡Esto es una maravilla!" exclamaba, ajustando perillas al azar con entusiasmo infantil.
Remus abrió una caja larga de madera de roble. En su interior, un conjunto de plumas de tinta autorellenables, finamente talladas, con un estuche de piel. Harry vio cómo sus ojos se suavizaban al leer la nota que las acompañaba. No preguntó qué decía. Solo notó cómo Remus se acercó a Sirius y le tocó la mano, brevemente, como si ese solo gesto pudiera contener siglos de significado.
Y entonces, justo cuando la mayoría ya había abierto la mitad de sus paquetes, un crujido suave de pasos llamó la atención de todos.
Ron bajaba las escaleras, envuelto en su manta, el cabello aún alborotado, los párpados pesados como si acabara de luchar contra una semana entera de sueño.
"¿Ya empezaron sin mí…?" murmuró, con la voz ronca.
Ginny le lanzó una naranja. "¡Te lo advertimos! No hay misericordia en Navidad."
Ron atrapó la fruta con una mano y bufó, aunque la comisura de sus labios se curvó en una sonrisa apenas disimulada.
"¿Alguien guardó café o chocolate caliente?" preguntó, mientras se acercaba lentamente al árbol.
Harry se levantó del sillón y le tendió su taza aún tibia.
"Puedes tomar el mío," dijo con tono suave. "Estoy más despierto que nunca."
Ron lo miró un segundo, agradecido. "Gracias, chico romántico," bromeó sin sarcasmo. Luego bajó la voz, lo suficiente como para que nadie más los oyera, salvo quizá Remus con su oído sobrenatural. "¿Has recibido algo relacionado a Malfoy?"
Harry frunció el ceño. "¿A qué te refieres?"
Ron miró brevemente hacia los regalos. "No sé… si alguno de sus amigos te mandó algo en su nombre. Parkinson, Zabini… ya sabes."
Harry negó con la cabeza. "No. Nada. Solo lo que ya tengo, pero los envió él mismo."
Ron asintió en silencio, sin insistir. Harry tampoco dijo más. El orbe seguía en su bolsillo: intacto, cálido, silencioso.
Ginny intervino desde el suelo, con una gran sonrisa forzada. "Ya abrió sus regalos de su misterioso novio."
Fred se llevó una mano al corazón. "¡Oh, el amor joven! Qué rápido crecen."
George fingió limpiarse una lágrima. "Recuerdo cuando solo lanzaban hechizos, y ahora… corazones lanzados también."
"Y sospechosamente rubios," añadió Fred. "¿Verdad, Harry? ¿No tiene tu misterioso galán el mismo color de cabello que cierta serpiente dramática?"
Sirius soltó una risa contenida. "¿Draco Malfoy, tal vez? Qué interesante elección."
Harry se encogió en el sillón, rojo hasta las orejas. "¡No tienen idea de lo que hablan!"
"¡Por favor!" exclamó George. "Se sonroja cada vez que decimos ‘rubio teñido‘."
"¿Y qué hay de los suspiros?" dijo Fred. "Los hemos escuchado, Potter."
"¡No suspiro!"
"Claro que sí," dijo Sirius con una sonrisa divertida. "Y con dramatismo incluido. Ya es casi es un Black honorario."
Ginny no dijo nada, solo miró el fuego, tensa, con los dedos apretando el papel del regalo que aún no abría. Su sonrisa se había borrado hace rato.
Ron solo bufó con resignación. A diferencia de Ginny, él no necesitaba ocultar nada. Había aceptado la relación hacía tiempo, aunque eso no significara que le gustara la idea de Malfoy cerca de su mejor amigo.
Harry, por su parte, miró alrededor. Sabía que ya había abierto los regalos más importantes, pero algo en él aún esperaba ver algo más. No un objeto, tal vez. Solo un momento. Una palabra. Una mirada de complicidad. Y, aunque Draco estaba lejos, su magia, su calor, aún le rodeaban como el abrigo que no se había quitado.
Chapter 28: Soy todo lo que me he esforzado por ser
Summary:
Navidad siempre es mi época favorita del año, lástima que aun falte más de cinco meses para que llegue ☹ también es una lástima que a nadie le preocupe la estabilidad mental de Severus. 🫣
Chapter Text
La casa de Grimmauld Place seguía en silencio, apenas perturbado por el crujido de la madera antigua bajo los pasos lejanos de Tonks o el murmullo del viento contra los ventanales polvorientos. Era mediodía, pero la luz apenas filtraba entre las cortinas cerradas. La atmósfera era espesa, como si el alma misma de la casa cargara con siglos de secretos no contados.
Harry estaba de rodillas junto al baúl que había dejado abierto al pie de su cama. Sus regalos de Navidad estaban cuidadosamente apilados a un lado, menos uno. El orbe. Aquel objeto pequeño, redondo y oscuro reposaba encima de su almohada como si le perteneciera al lugar. Parecía absorber la poca luz de la habitación. Tenía un brillo apagado y profundo, como la tinta espesa de un pozo sin fondo.
“Ni siquiera parpadeas, ¿eh?” murmuró Harry, recostando el mentón sobre sus brazos cruzados mientras observaba el orbe con una mezcla de frustración, curiosidad... y algo más que no quería poner en palabras.
“Si la ofendes, te la quitaré. Y nunca volverás a verla.” Draco no firmaba las cartas, pero Harry ya sabía cómo era su caligrafía: perfecta, obsesiva, como tallada a fuego. Todo en él parecía pensado para fascinar y molestar al mismo tiempo.
La carta aún estaba doblada en el bolsillo de su pantalón, leída al menos una docena de veces. No decía cómo activar la estrella. No decía qué debía hacer, ni qué esperar. Sólo advertencias vagas y una frase que Harry no lograba sacarse de la cabeza: “Si es mía, también lo será todo lo que guarda.”
Ron, mientras tanto, estaba acostado boca arriba en la otra cama, sujetando el collar en forma de corazón que Lavender le había enviado. El “Amor mío” grabado en el colgante le quemaba los ojos. Hacía rato que lo miraba en silencio, como si se preguntara si podía tragárselo sin que nadie se diera cuenta.
“Podrías dárselo a Kreacher.” sugirió Harry sin mirarlo, con una sonrisa sarcástica apenas contenida.
Ron resopló.
“Muy gracioso. Seguro le hace juego con el delantal.”
“¿Y no se supone que lo ibas a terminar con ella hace semanas?”
“Lo intenté, ¿vale? Pero me dio pena. Me trajo un pastel y empezó a llorar y... ¿cómo se supone que termine con alguien cuando llora por ti con la boca llena de chantillí?”
Harry se rió por lo bajo, sin apartar los ojos del orbe. El negro no había cambiado. Ningún resplandor, ninguna estrella. Solo una esfera muda y orgullosa.
“Igual está bonito. El collar, digo,” añadió Harry, sin mucho convencimiento. “Tierno, pero bonito.”
“¿Bonito? ¿Acaso me parezco a un elfo doméstico enamorado?” Ron se sentó en la cama, lanzando el collar a un lado con un gesto de fastidio. “Mejor habla de tus cosas. Vaya regalos, Potter. ¿Quieres fingir que no estás impresionado por todo lo que Malfoy te mandó?”
Harry enarcó una ceja.
“¿Y si lo estoy?”
“Entonces finges muy mal. Ese anillo con el grabado que solo tú puedes ver... y el orbe ese que te tiene mirando al techo desde el desayuno. ¿Lo vas a negar?”
“No.” La respuesta fue simple, sin sarcasmo. Harry deslizó el dedo por la superficie del orbe. “Me gustan. Todos.”
Ron bufó.
“Claro que sí. Carísimos, todos. Me extraña que no vinieran con un elfo incluido. O una nota insultando a mi linaje.”
Harry no respondió. Miraba el orbe como si fuera un enigma. El mismo regalo que le intrigaba y lo hacía rabiar. Una estrella encerrada y muda. Una advertencia implícita. No la ofendas. ¿Y si ya lo había hecho? ¿Si la estrella, como Draco, se cerraba en sí misma cada vez que Harry no decía lo correcto?
En medio de ese silencio tenso, Ron se volvió a recostar. El rostro le palideció levemente.
“Ugh... no debí comer todo ese pan de jengibre. Me late el estómago.” Se tocó el vientre con un gesto de incomodidad.
Harry lo miró de reojo, preocupado.
“¿Te sientes mal?”
“No es nada. Tengo el estómago raro desde hace días, pero seguro son los nervios. Navidad, la guerra, ya sabes...”
Harry asintió, aunque no muy convencido. Ron había estado más callado de lo normal desde que partieron de Hogwarts. Sus colores iban y venían, y se quejaba por todo, pero no con sus quejas habituales. Era como si su cuerpo estuviera peleando contra algo sin nombre.
Tal vez debería decírselo a Remus, pensó Harry. Pero Remus, como siempre, parecía saber más de lo que decía. Caminaba por la casa como un lobo domesticado, con los ojos atentos y una paciencia infinita que solo usaba con Sirius. Había algo raro en cómo se miraban últimamente. Algo contenido. Algo que Harry no sabía si quería entender del todo.
Suspiró, volviendo su atención al orbe. Se incorporó en la cama, lo tomó entre las manos y lo acercó a sus labios.
“Vamos. Muestra algo. Un destello, una chispa. Aunque sea tu arrogancia flotando ahí dentro.”
Nada.
Frunció el ceño. La estrella estaba allí. Lo sabía. La sentía. A veces, si apoyaba el orbe en el pecho, sentía como si algo cálido y orgulloso se enroscara cerca de su corazón.
Tal vez no era magia lo que activaba la estrella.
Tal vez era otra cosa. Otra cosa que Draco no iba a decirle porque disfrutaba el misterio. O porque, como había dicho Sirius en voz baja cuando le pidió que no mencionara nada delante de Molly: “Las estrellas se parecen demasiado a sus guardianes. No muestran lo que no quieren que veas.”
Entonces tienes miedo, pensó Harry, casi con fastidio. O eres tan orgullosa como él. O simplemente no me crees digno todavía.
Apretó los labios y volvió a colocar el orbe sobre la almohada, cerca de su cabeza.
Del pasillo se oyeron pasos. Tonks, seguramente. O los gemelos buscando la opinión de Sirius para sus productos. Hermione llegaría por la tarde, pero Harry no tenía prisa por verla. No ahora. No con tantas cosas girando en su cabeza.
Se tumbó en la cama sin decir nada más. Ron ya se había dormido, una mano sobre el estómago, respirando con dificultad. Harry lo miró un momento, preocupado. Luego giró hacia su propia almohada, donde el orbe lo observaba con su eterno silencio.
Estaba tan cerca. Tan presente. Tan irritantemente inerte.
Como Draco. Y sin embargo, no podía dejar de mirarlo.
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Wiltshire, Mansión Malfoy.
Quinta noche de Yule – 25 de diciembre
El viento golpeaba contra los ventanales de la Mansión Malfoy con un lamento que parecía brotar de las paredes mismas. No había música, ni aromas de especias cálidas, ni el murmullo elegante de fiestas pasadas. No había luz más allá de las velas encantadas que flotaban como luciérnagas moribundas por los largos corredores. Solo había sombra. Y silencio.
Lucius se encontraba sentado en el salón de su alcoba, con la espalda recta y los dedos enlazados sobre su regazo. Vestía como si esperara visitas: túnica negra de terciopelo, botas recién lustradas, el cabello recogido con una cinta oscura. Pero nadie iba a llegar. Nadie a quien quisiera recibir. Y, sin embargo, esperaba.
Esperaba a Draco.
La ausencia de su hijo se sentía como una grieta en el suelo. Narcissa no hablaba de ello. Ni siquiera con él. Solo le pasaba la taza de té, apenas templado, y luego se perdía mirando hacia las chimeneas encendidas, como si al mirar lo suficiente pudiera ver la figura de su hijo atravesando la estancia.
Draco estaba a salvo. Con Lady Zabini, en su mansión en Gales. Severus lo había decidido. Lucius y Narcissa lo habían aceptado.
La seguridad del chico estaba por encima de todo. Incluso del corazón roto que había dejado atrás.
Pero la decisión no había sanado nada. Solo lo había hecho soportable. Como una herida bien vendada que sigue sangrando por dentro.
Narcissa entró en la sala sin hacer ruido. Sus pasos eran tan suaves que Lucius solo la sintió cuando se sentó a su lado, en el diván que ambos solían compartir en las veladas navideñas.
"No ha escrito hoy", murmuró ella, con una voz tan tenue que parecía pedir perdón.
Lucius asintió.
"Quizá mañana."
El fuego crepitaba frente a ellos. Pero ninguno se calentaba con él.
Bellatrix rondaba por la casa como un espectro enloquecido. Desde que el Señor Oscuro había tomado la mansión como una de sus residencias principales, la atmósfera se había vuelto densa, asfixiante. La magia oscura impregnaba los muros como humedad antigua. Todo estaba impregnado de su presencia, incluso cuando no estaba presente físicamente.
Y eso la volvía aún más insoportable.
Bella no soportaba el silencio. Ni la soledad. Ni la sensación de estar esperando algo que no llegaba. Había algo de esa misma frustración latente en la manera en que abría las puertas de golpe, en cómo se reía demasiado fuerte cuando nadie más se atrevía a hacerlo.
Pero lo que más preocupaba a Narcissa no era la inestabilidad de su hermana.
Era la celda. Las mazmorras de la mansión estaban frías y húmedas. Un lugar indigno incluso para un enemigo. Pero Andrómeda estaba allí. Desde hacía semanas.
Bella bajaba cada noche. A veces varias veces. Narcissa no preguntaba qué ocurría allá abajo. No podía. Porque ya sabía.
Sabía por los gritos. Y por los silencios más largos que los gritos.
Narcissa se mordía las uñas. Ya no eran perfectas. El esmalte azul noche que solía llevar estaba descascarado. Su cabello, antes impecable, colgaba suelto y algo apagado. A veces se llevaba las manos al vientre como si necesitara recordarse a sí misma que aún estaba entera. Aún era ella.
Lucius la miró de reojo.
"No puedes seguir escuchando. Te está consumiendo."
"Es mi hermana, Lucius. Ambas lo son."
"No eres responsable de lo que Bellatrix decide hacer."
"Pero soy responsable de permitirlo."
Él no respondió. No porque no tuviera una opinión, sino porque no existía argumento válido contra la culpa.
Esa noche, el Señor Oscuro no estaba. Se había marchado días antes, dejando tras de sí un silencio más pesado que su presencia. Pero su sombra seguía allí. En los retratos que se habían volteado. En los elfos que ya no se atrevían a mirar a sus amos a los ojos. En el eco de los gritos bajo tierra.
Narcissa se levantó del diván y caminó hacia uno de los ventanales. Afuera, la nieve caía sobre los jardines encantados que solían estar decorados con luces de Yule. Este año no había ni una sola. Solo el reflejo pálido del invierno en los ventanales.
"Draco amaba estas noches", susurró. "Las luces. El árbol. Incluso las canciones. Fingía que no, pero siempre las esperaba."
Lucius se acercó y apoyó una mano en su hombro.
"Volverán."
"¿Tú crees?"
"Debemos creer."
Abajo, una carcajada estridente resonó como un cuchillo. Bellatrix, otra vez.
Narcissa apretó los labios. "Tengo que bajar."
"No puedes. No deberías."
"Pero si no voy yo... ¿quién lo hará?"
Lucius no respondió.
Narcissa salió del salón. Caminó por los pasillos largos, donde los tapices se agitaban con corrientes invisibles. Cada paso la llevaba más cerca de algo que la destrozaba. Pero no podía evitarlo.
La bruma que dormía sobre los ventanales del ala este se espesaba con la caída de la noche. Desde su habitación, Narcissa podía oír la lluvia suave golpeando los cristales y el gemido casi constante del viento entre las columnas. El aire cargado de humedad parecía volverse más denso con cada paso que daba por los pasillos revestidos de mármol grisáceo, como si la mansión misma contuviera la respiración. Su andar era lento, preciso, el eco de sus tacones arrastrándose por el corredor solitario.
Había dejado a Lucius sentado en el salón que compartían desde que se vieron obligados a replegarse al ala más protegida del hogar, donde la magia ancestral de su linaje aún tejía cierta resistencia contra la presencia opresiva que residía bajo el mismo techo. La intención de Narcissa era clara: descender a las mazmorras. No soportaba seguir oyendo los gritos de Andrómeda, ni mucho menos la carcajada que siempre le seguía, retorcida y cada vez más desquiciada. Bellatrix llevaba días torturándola, a veces por horas, a veces por puro capricho. Y aunque Narcissa sabía que oponerse a su hermana en presencia del Señor Oscuro podría ser su sentencia, algo en su interior se quebraba más cada vez que sentía el crujido de huesos desde el sótano, tan claramente como si lo tuviera al lado.
Estaba a punto de tomar las escaleras de mármol que descendían al nivel inferior cuando un destello verdoso, seguido del característico sonido de llamas mágicas, la hizo detenerse. El salón principal acababa de recibir una conexión por red Flu.
Giró, sintiendo cómo su respiración se entrecortaba de forma casi imperceptible. No era habitual que alguien llegara sin previo aviso, y menos en noches como esa. Cruzó el pasillo con un paso más rápido que antes, su túnica de terciopelo arrastrándose tras ella como una sombra obediente. Al cruzar la puerta alta del salón, la vio. La figura delgada y oscura emergía de la chimenea con la compostura de quien está acostumbrado a caminar entre llamas.
“Severus,” susurró, más exhalación que palabra.
Él sacudió la ceniza de sus hombros con la elegancia seca que lo caracterizaba y levantó apenas el mentón al verla.
“Narcissa.”
Ella cruzó la estancia y lo tomó del antebrazo, un gesto inusualmente íntimo viniendo de una mujer que rara vez permitía contacto físico. “¿Es Draco? ¿Ha pasado algo? ¿Te envió algún mensaje, Severus, cualquier cosa?”
“No aquí,” respondió él con la voz baja, como si la misma oscuridad pudiese delatarlo.
Ella asintió de inmediato, y sin soltarlo del todo, lo condujo por los corredores hasta el salón del ala este. Lucius alzó la mirada al verlos entrar, sus ojos grises afilándose con sospecha apenas reconoció al recién llegado.
“Snape.”
“Lucius.”
Narcissa se adelantó y ocupó el lugar junto a su esposo. Severus permaneció de pie, la figura perfectamente erguida en medio del resplandor tenue de las velas encantadas que nunca se apagaban del todo en esa parte de la casa.
“¿Draco?” preguntó Lucius sin rodeos.
“Está bien,” respondió Severus. “Lady Zabini lo está cuidando con el celo de una madre, y... Black ha accedido a protegerlo.”
El silencio que siguió a esa frase fue casi palpable. Narcissa se inclinó hacia adelante, esperanzada.
“¿Sirius Black?” preguntó Lucius con frialdad. “¿Qué ha pedido a cambio?”
“Nada,” dijo Severus. “Y antes de que lo preguntes, no, no ha exigido ningún trato, ni ha impuesto condiciones. Solo quiere que Draco esté a salvo.”
La incredulidad en el rostro de Lucius era tan evidente como la furia contenida. “No confío en él. Nadie da algo sin buscar un beneficio.”
“Él lo hace,” replicó Severus con un dejo ácido. “Porque es débil ante Potter. Porque haría cualquier cosa por la felicidad del niño dorado.”
Lucius soltó una risa sin humor. “Entonces, por extensión, la felicidad de Potter... es Draco.”
Severus asintió, sin bajar la mirada.
Narcissa entrelazó las manos sobre su regazo, con una expresión que oscilaba entre alivio y preocupación. “¿Qué tan seguro estás de que Draco puede fingir interés por Potter sin que este se dé cuenta?”
Severus guardó silencio un momento demasiado largo antes de responder. “Muy seguro. Potter está tan cegado por su propia deseo y anhelo de sentirse querido, que no verá lo que no quiere ver.”
Lucius lo observó con dureza. “¿Y en qué basas esa seguridad?”
El hombre de negro no sonrió, pero algo en su expresión se volvió casi burlón. “Eres tú quien debería saber la respuesta.”
Lucius entrecerró los ojos, confuso.
“La obsesión de Draco por Potter no es nueva,” añadió Severus. “Yo la vi cuando eran niños. Tú la viste también.”
“Era una fase,” bufó Lucius. “Una fijación infantil, nada más. Una rivalidad.”
“¿Estás seguro de eso?” inquirió Severus, con el tono cuidadosamente neutral. “Yo no lo estoy.”
Lucius se puso de pie, el rostro tenso, la mandíbula marcada bajo la piel pálida. “No permitiré que mi hijo pierda la cabeza por un mestizo.”
“Tu hijo ya está en juego, Lucius,” dijo Severus con dureza. “Y si no eres capaz de verlo, entonces harías bien en prepararte para la caída.”
“¡Basta!” exclamó Narcissa, con voz firme. Ambos hombres la miraron. “Esto no es una cuestión de orgullo ni de linaje. Esto es una estrategia. Un plan. Draco tiene un papel que jugar, y si él olvida que todo esto es un acto, Severus... tú eres su padrino. Tu deber es recordárselo.”
Severus la miró con una intensidad implacable. “Lo haré.”
El fuego seguía crepitando en la chimenea, proyectando sombras anaranjadas sobre las paredes de piedra del salón oriental. Las cortinas pesadas se mecían suavemente con una corriente de aire invisible, arrastrando consigo el aroma lejano de la cera y la humedad. Nadie hablaba. El silencio era espeso, cargado, como si cada uno de los presentes supiera que lo próximo que se dijera podría quebrar algo que no podría repararse jamás.
Lucius permaneció de pie durante un largo instante, la mirada fija en el fuego, los labios apretados en una línea dura. Sus dedos tamborileaban con tensión sobre el respaldo de un sillón tapizado en terciopelo azul oscuro. Finalmente, con voz baja pero afilada como una daga, preguntó:
"¿Qué tan lejos han llegado las cosas entre Draco y Potter?"
Severus, que hasta ese momento había mantenido una postura impasible, giró levemente la cabeza hacia él, como si sopesara cada palabra antes de entregarla.
"He tenido que aumentar la dosis de pociones anticonceptivas de Draco."
El sonido fue seco. Directo. Como un latigazo.
Lucius giró bruscamente, los ojos brillando con un odio impotente. "¡Está siendo mancillado! ¡Por ese niño mestizo!"
Severus no se inmutó. Solo bajó un poco la barbilla, su voz permaneciendo tan controlada como siempre. "Si no fuera por mí, Draco estaría muerto. O peor: con un bastardo de Potter en el vientre y el Señor Oscuro satisfecho al haberlo destruido desde dentro."
"¡Tú permitiste esto!" rugió Lucius, dando un paso al frente, los puños cerrados a los costados. "¡Lo entregaste como cordero!"
"Lo protegí como lo que es: una pieza valiosa en un tablero que está colapsando," escupió Severus, esta vez con frialdad visible. "Draco está vivo. Y lo estará mientras él pueda seguir engañando a ambos bandos."
"¡Basta ya!" exclamó Narcissa, que se había mantenido en silencio, las manos temblando sobre su regazo. Se levantó lentamente, con la compostura de una reina herida. "Esta discusión no cambia los hechos. Necesitamos información, no reproches. Severus, ¿alguien en la Orden sabe lo que está ocurriendo entre Draco y Potter?"
Lucius bufó a un lado, con un gesto agraviado. "Una relación, dices... ¡Por Merlín, Narcissa!"
Ella no le prestó atención. Tenía los ojos fijos en Severus, quien asintió con un movimiento lento.
"Hasta el momento, solo Black... y Lupin."
Lucius dio un paso más hacia la ventana, girando el rostro hacia la noche cerrada. Se negaba a mirar a ninguno de los dos. "¿Por qué Lupin?"
"Porque fue a él a quien acudí primero en busca de protección para Draco."
"Se negó, imagino."
"Dudó. Pero aceptó."
Narcissa se cruzó de brazos, envolviéndose en su propia desesperación como en un manto. "¿Por qué era necesaria su protección?"
"Porque Lupin es pareja de Black. Y si Black se hubiera negado, Lupin hubiera sido mi carta para convencerlo."
Lucius dejó de mirar por la ventana. Volvió lentamente hacia ellos. Ya no se veía colérico, sino devastado.
"¿Y cuál es el siguiente paso, entonces?"
"Draco tiene hasta el final del año escolar," dijo Severus, su voz ahora más apagada, casi sepulcral. "Antes de eso, lo sacaré del colegio y lo llevaré a Black. Luego..."
Se detuvo. No fue necesario terminar la frase.
Narcissa bajó la mirada, sus párpados temblando. Su voz fue un susurro, monótono y hueco. "Luego desaparecerá. Hasta que todo esto termine."
Lucius cerró los ojos. Apretó los labios. Y añadió, sin mirarlos: "Y si el Señor Oscuro triunfa... nunca volveremos a verlo."
El silencio volvió, espeso como la niebla en los campos de Wiltshire.
"Ese fue el precio," dijo Severus al fin. "El que accedisteis a pagar."
Narcissa caminó hacia uno de los ventanales altos, posando la mano enguantada sobre el cristal frío. Miró hacia los jardines, ocultos ahora por la escarcha. En algún rincón de esa oscuridad, en alguna parte del mundo, su hijo dormía. Tal vez en paz. Tal vez no. Pero lejos. Tan lejos.
Lucius se dejó caer finalmente sobre el sillón. Apoyó la frente en la mano, como si el peso del futuro que se avecinaba se le hubiese desplomado sobre los hombros.
Y Severus... Severus se quedó en pie, inmóvil, como una sombra tallada en piedra. El rostro sin emociones, el corazón enterrado bajo capas de deber y condena. Había jurado proteger a Draco. Y lo haría. Incluso si al final, no quedaba nada de él para salvar.
Lucius levantó la cabeza con lentitud, como si el mero acto de mirar a otro ser humano fuera una carga excesiva en ese momento. Su rostro estaba demacrado, la palidez casi translúcida de su piel bajo la escasa luz del fuego dibujaba en su expresión una derrota silente y honda. Sus ojos grises, antes afilados como cuchillas, estaban apagados, sumidos en un cansancio que no se curaba con sueño. Observó a Severus con una expresión que se debatía entre el rencor, el agotamiento y algo más primitivo: desesperación.
“¿Por qué has venido?”, murmuró con voz rasposa, apenas audible sobre el crepitar de las brasas.
Severus no respondió de inmediato. Se limitó a sostenerle la mirada, como si en aquel instante se estuviera despidiendo de algo. Tal vez de la esperanza. Tal vez del último resquicio de certidumbre. Finalmente, habló con lentitud, cada palabra como una piedra dejada sobre una tumba.
“Ha surgido un inconveniente.”
Desde el ventanal, Narcissa no se volvió del todo, pero sus hombros se tensaron. Aún con la mirada puesta en la escarcha que cubría los jardines como un sudario de cristal, su voz sonó clara, inquisitiva y helada.
“¿Qué clase de inconveniente?”
Severus bajó apenas la barbilla, como si decidiera en ese segundo hasta qué punto podía hablar. “Hay alguien en Slytherin que está pasando información al Señor Oscuro sobre lo que hace Draco.”
El sonido que emitió Lucius fue una mezcla de incredulidad y desprecio. Se irguió con una lentitud indolente, como si el aire le costara trabajo.
“El Señor Oscuro se marchó hace días. Si hubiese sabido algo comprometedor sobre Draco... si hubiese sospechado siquiera... nos habría asesinado a todos sin titubear.”
Severus asintió, lento, pensativo. “Lo sé. Pero la información que recibe no es precisa. Es falsa.”
Eso captó la atención de Narcissa. Se apartó del ventanal, caminando con paso decidido hacia ellos, el dobladillo de su túnica acariciando el mármol como una sombra líquida. Se detuvo frente a Severus, la preocupación resplandeciendo en sus ojos claros, como si temiera que cualquier respuesta quebraría lo que quedaba de su mundo.
“¿Falsa?”, repitió. “¿Falsa cómo?”
Severus levantó una mano con un gesto paciente, como quien trata de silenciar una sala llena de murmullos ansiosos.
“Hay un infiltrado. Sospecho que alguien muy cercano a Draco, tal vez un compañero de habitación. Le está diciendo al Señor Oscuro que Draco desaparece por largas horas, que actúa con una mezcla de discreción y misterio... y ha sugerido que Draco es responsable de la muerte de un alumno, como una suerte de prueba de su lealtad.”
La boca de Narcissa se abrió un momento, incrédula. “¡Draco no sería capaz de matar!”
Lucius, en un tono más apagado pero firme, añadió: “Ni siquiera puede ordenar a un elfo castigarse sin disculparse. Le tiene pavor a causar daño.”
“Lo sé”, respondió Severus. “Y por eso repito: la información es falsa. El retrato de Draco que se le está dando al Señor Oscuro... es el de un fiel servidor. Leal. Decidido. Capaz.”
Narcissa entrecerró los ojos. “¿Alguien está construyendo una imagen de Draco que no corresponde con la realidad... pero que lo mantiene a salvo?”
“Exactamente.”
Lucius frunció el ceño. “¿Y por qué alguien haría eso? ¿Por qué mentirle al Señor Oscuro? Draco... no es alguien fácil de querer. Ni siquiera de compadecer.”
Narcissa asintió con tristeza. “Incluso de niño, mantenía a todos a distancia. No pedía consuelo. No buscaba afecto.”
Severus los observó con intensidad, como si quisiera perforar sus almas con la mirada. “¿Están seguros de que no conocen a nadie cercano a Draco que haría esto? Que pondría su vida en peligro por él, sin recibir nada a cambio.”
Ambos padres se quedaron callados, sumidos en pensamientos oscuros. Fue Narcissa quien alzó la vista primero y, con una voz suave pero cargada de intuición, le devolvió la pregunta:
“¿Y tú? ¿Tienes alguna sospecha?”
Severus entrecerró los ojos, como si pesara cada palabra.
“Sospecho de alguien. De un hijo de mortífago. Alguien a quien Draco está... rechazando. Por Potter.”
Lucius resopló con desdén. “¿Entonces, en lugar de buscar venganza, ese alguien... lo ayuda?”
Severus asintió con lentitud. “Sí. Lo cual es... desconcertante. Pero no imposible.”
Narcissa ladeó la cabeza. “¿Quién?”
Severus bajó la vista por un segundo. Cuando habló, lo hizo con la gravedad de quien pronuncia un nombre maldito.
“Theodore Nott. Hijo de Morienus Nott.”
El silencio cayó como una losa.
Morienus Nott. El nombre era una sombra viva en los rincones más oscuros del círculo del Señor Oscuro. Un hombre cruel, devoto al purismo, cuyos actos ni siquiera eran susurrados con facilidad entre otros mortífagos.
Lucius se levantó de nuevo, aunque el movimiento pareció costarle años. Se paseó por la sala como un animal encerrado, la mandíbula tensa, las manos entrelazadas tras la espalda.
“No tiene sentido”, murmuró. “Ese muchacho... no es distinto a su padre. Lo he visto. Frío. Calculador.”
Severus lo observó con dureza. “Quizás no lo has visto bien.”
Narcissa se acercó más. “¿Estás seguro, Severus?”
“No”, admitió. “No hay certezas en este juego. Solo sombras. Sospechas. Pero si Nott miente al Señor Oscuro, si lo hace para proteger a Draco... entonces debemos entender por qué. Qué lo motiva. Y hasta dónde está dispuesto a llegar.”
Lucius se detuvo frente al fuego, los ojos fijos en las llamas. “Y si es cierto... si realmente está protegiendo a Draco... entonces también es una debilidad.”
Narcissa cerró los ojos por un instante, como si rezara a un dios ya muerto. “O una bendición disfrazada.”
Severus se limitó a asentir.
Afuera, el viento seguía gimiendo con una ferocidad que rozaba lo inhumano, golpeando las ventanas con manos invisibles. El eco de la tormenta parecía responder a otro sonido, uno mucho más visceral: un grito, desgarrador, humano, lleno de un dolor primitivo que recorrió las paredes de la vieja mansión como una maldición despierta. Fue ese chillido lo que quebró el silencio que había quedado tras la última conversación.
Narcissa cerró los ojos con una mueca de dolor que surcó su rostro como una línea de grieta en un espejo. Lucius se limitó a tensar la mandíbula con desprecio, apenas un gesto, mientras su expresión se endurecía. Y Severus... Severus no se inmutó. Permaneció inmóvil, con la vista fija en el vacío, como si aquel chillido no hubiera sido más que el silbido de una brisa.
“Bella está particularmente animada esta noche,” dijo con frialdad, la voz impregnada de sarcasmo helado.
“Ha estado divirtiéndose con su invitada desde que comenzaron las vacaciones,” comentó Lucius, acomodándose con desdén en el sillón. “Parece que no le ha gustado que Draco no esté en casa.”
“Puedo imaginarlo,” respondió Severus con sequedad.
Otro grito interrumpió la conversación. Este fue distinto. Más crudo. Más profundo. Como si la carne misma hubiese sido atravesada por un recuerdo doloroso. Narcissa dio un paso hacia Severus, su voz apenas un susurro:
“Severus... ¿Puedes hacer algo?”
Severus arqueó una ceja, tan lentamente que pareció esculpir el gesto en el aire. “¿Y crees que ella me lo permitirá?”
“Draco es su favorito,” dijo Narcissa con amargura. “Pero tú eres el único aquí que puede hacerla entrar en razón... o al menos, detenerla. Eres al único que respeta después del señor Oscuro.”
Severus soltó un suspiro, largo y cansado. No dijo nada más. Simplemente se dio la vuelta, dejando tras de sí la sala sumida en un silencio inquietante. Su figura negra se deslizó como una sombra viva por los pasillos del ala este, descendiendo por corredores angostos donde la piedra estaba fría y el aire, viciado por el eco de sufrimientos pasados. La mansión pareció estremecerse con cada paso suyo, como si lo reconociera y a la vez lo repudiara.
El salón principal era una cámara de ecos y sombras. Las antorchas colgaban de las paredes como centinelas dormidos, y la luz temblorosa no era suficiente para disipar la oscuridad que se agazapaba en los rincones. Severus descendió por las escaleras que conducían a las mazmorras, su capa ondulando como un manto de niebla en medio de la penumbra.
Allí, al final de los escalones, lo esperaba Rodolphus Lestrange. Sentado sobre un escalón de hierro, jugaba distraídamente con una daga ornamentada, sus dedos largos pasando con una familiaridad inquietante por el filo. Las piedras preciosas engarzadas en la empuñadura brillaban a la luz trémula como ojos maliciosos.
“Snape,” dijo Rodolphus con una sonrisa ladeada, el tono impregnado de burla. “Siempre tan puntual cuando los gritos empiezan. ¿Te llaman? ¿O simplemente vienes a disfrutar del espectáculo?”
Severus no se detuvo. “Muévete, Lestrange.”
“Oh, vamos,” insistió Rodolphus, incorporándose con lentitud. “Un poco de charla entre camaradas no te haría daño. Estás tan pálido como siempre. Diría que hasta estás de peor humor que de costumbre.”
Severus intentó pasarlo, pero Rodolphus se interpuso, levantando la daga como si quisiera admirarla bajo la luz tenue.
“Deberías ver la joya de esta noche,” dijo en voz baja, casi con excitación. “Bella dice que grita como los ángeles cayendo. Una melodía celestial a su parecer.”
Fue entonces cuando Severus se movió. En un parpadeo, tomó la daga y, con una precisión quirúrgica, le hizo un corte limpio en la palma a Rodolphus. No fue profundo. Pero fue suficiente.
Rodolphus soltó una carcajada.
“¡Ah! Ahí estás, Severus. Sabía que podías sentir. Me preguntaba si habías olvidado lo que era la sangre.”
Severus lo empujó a un lado y avanzó, ignorando el murmullo de risa que Rodolphus dejó tras él. El pasillo se estrechó, llevándolo a las celdas. El hedor era penetrante, mezcla de humedad, sangre vieja y desesperanza. A través de las paredes, podía oír los sollozos apagados, los ecos de locuras sembradas y cultivadas con meticulosa crueldad.
Y entonces la vio. Bellatrix, danzando casi, con la varita en alto, el rostro iluminado por una felicidad demente. Su risa era aguda, infantil. En el centro de la celda, Andrómeda yacía en el suelo de piedra, el cabello pegado al rostro por el sudor y la sangre, su cuerpo temblando en espasmos involuntarios. Los ojos, sin embargo, seguían abiertos, llenos de furia, de dignidad, de un odio que ni siquiera el Cruciatus podía disolver.
“Bella,” dijo Severus, su voz cortante como un bisturí.
Bellatrix se giró lentamente. Su rostro estaba encendido por la emoción. “¡Severus! Llegas justo a tiempo. Acaba de decirme que su hija está con los sangre sucia. ¡Con muggles, Severus! ¡Y los defiende!”
“Eso no me sorprende,” replicó Severus, acercándose un paso. “Andrómeda traicionó a tu familia hace mucho tiempo. ¿No es ya castigo suficiente vivir con esa sangre en sus venas?”
“Oh, pero yo no castigo,” dijo Bella, sus ojos danzando con locura. “Yo purifico.”
“Purificar implica limpiar, no destruir,” dijo Severus con frialdad.
Bellatrix ladeó la cabeza, mirándolo con una curiosidad casi infantil. “¡Oh, Severus! Siempre tan frío, tan correcto. ¡Pero yo sé que hay fuego dentro de ti!”
“Y también tengo sensatez,” dijo Severus, acercándose un paso más, su capa ondulando como una sombra viva. “El Señor Oscuro quiere a sus prisioneros enteros. No arruinados.”
Bellatrix lo observó. Durante un largo instante, no hubo sonido alguno. Luego, con una risita, se encogió de hombros.
“Está bien, está bien,” dijo, como una niña a la que se le niega un dulce. “Túmbate, Andrómeda. Por ahora. Pero volveremos a jugar.”
Y con un giro elegante, salió de la celda, rozando a Severus al pasar.
“Gracias por venir a verme, Severus. Siempre es... muy enriquecedor.”
Severus se acercó a Andrómeda, que intentaba incorporarse apoyándose en un brazo tembloroso. Sin decir nada, sacó una pequeña botellita de su túnica y la extendió. Ella la tomó con dedos sangrantes como la rutina de siempre.
“Aún... aún no estoy vencida,” susurró, la voz rota pero firme.
“Lo sé,” fue todo lo que dijo Severus.
Luego se quedó junto a ella en la penumbra, como una sombra fiel, mientras el eco de la locura de Bellatrix se disipaba lentamente por los corredores de piedra.
Las antorchas que colgaban en las paredes apenas ofrecían luz suficiente para distinguir el contorno de los cuerpos. Andrómeda se hallaba recostada en un rincón, con las piernas encogidas y la cabeza apoyada contra la piedra húmeda, como si el frío de la roca pudiera aplacar el dolor que palpitaba bajo su piel rota. Su respiración era errática, salpicada de jadeos y espasmos involuntarios.
Severus la observaba desde una distancia prudente, como se estudia un ingrediente dañado antes de decidir si desecharlo o usarlo para otro propósito. La poción comenzó a hacer efecto, aliviando las heridas internas, pero dejando intactas las marcas visibles de la tortura. Andrómeda se acomodó contra la pared, cerrando los ojos por un momento antes de hablar con voz ronca:
“¿Cuánto tiempo fue?”
Severus la miró con expresión imperturbable.
“Han pasado un par de semanas.”
Ella frunció el ceño, procesando la información. Cerró los ojos, la garganta tensándose al recordar los chillidos que no había podido contener, la risa de su hermana cada vez que se retorció bajo una nueva maldición.
“¿Y cuánto tiempo estuve siendo torturada?”
“Más de 11 días, con breves intervalos.”
Andrómeda suspiró, el sonido cargado de agotamiento y resignación.
“¿Has visto a Dora?”
Severus no respondió de inmediato. Se limitó a acomodarse la capa, como si el frío del lugar por fin le afectara.
“No he tenido tiempo para asistir a reuniones tediosas.”
Una risa amarga escapó de los labios agrietados de Andrómeda. Cada vibración en su pecho le recordaba alguna costilla agrietada.
“Dile que estoy viva, al menos. No quiero que se preocupe.”
Severus la observó en silencio, sin prometer nada.
“Preocúpate por ti misma.”
“La razón por la que estoy aquí es solo para que me torturen. No tengo nada que darles.”
Severus se acercó, su mirada penetrante. Sus botas resonaron sobre la piedra con un eco hueco.
“¿Estás segura de eso?”
Andrómeda lo miró, confundida. “¿Qué podría tener yo que le interese al loco a quien sirven?”
“Eres inteligente. Piensa mejor antes de hablar.”
Ella bajó la vista. El silencio se extendió entre ellos como una bruma espesa. Luego, Andrómeda rompió el mutismo con voz ronca.
“Si quisieran, podrían acabar conmigo de una vez.”
“Eso no sería divertido, según Bellatrix.”
Ella apretó los labios y se abrazó los hombros. Por primera vez, Severus vio cómo la frialdad le ganaba terreno al valor.
“¿Qué quieren de mí?”
“Será mejor que descanses ahora que puedes, antes de que Bellatrix regrese.”
Andrómeda se incorporó con dificultad, su voz cargada de ira.
“¡Puedes sacarme de aquí!” explotó ella, golpeando con el puño la piedra a su lado. “Podrías hacerlo si quisieras.”
Severus la miró con frialdad. “Si te pones a pensar, la estás pasando mejor que los demás.”
“¿Qué otros? Soy la única prisionera.”
Una sonrisa irónica se dibujó en los labios de Severus.
“¿Eres tan tonta como para pensar que Bellatrix o Lucius traerían a otros prisioneros a este lugar, donde reside Narcissa, donde es el hogar de Draco?”
“¿Dónde están, entonces? ¿Dónde los tienen?”
“Eso no es de tu incumbencia.”
Severus se dio la vuelta y comenzó a alejarse. Andrómeda se arrastró hasta los barrotes, su voz desesperada:
“¡Espera! ¿Dónde están? ¿Qué les han hecho?”
Severus regresó, sus ojos brillando con una amenaza contenida.
“Cállate. Si deseas seguir con vida, si deseas que tu hija siga con vida... guarda silencio.”
El color se fue del rostro de Andrómeda. El temblor en sus labios ya no era solo de dolor físico.
“¿A qué te refieres?”
Severus la observó, y por un instante sus ojos negros se tornaron abismos. Vio el miedo. Vio la desesperación.
“Si sigues comportándote mal, recibirás más visitas pronto,” dijo con lentitud venenosa. “Y vas a rogar porque sea Bellatrix.”
No hizo falta decir más. Andrómeda se quedó quieta, muda, con las manos aferradas a los barrotes como si pudieran protegerla. Severus dio media vuelta y salió, dejando la celda a oscuras salvo por el leve resplandor de una antorcha moribunda. Y en ese silencio que dejó a su paso, solo se oía el eco del miedo latiendo como un corazón desbocado.
Chapter 29: Debí abrazarte más fuerte la ultima vez
Summary:
Demasiadas emociones en un solo capitulo, sonreí, me emocione y llore. 🥺
Se vienen cositas para los Weasley 😭
Chapter Text
La magia de la Navidad se había desvanecido tan pronto como la última vela del pastel de jengibre se consumió. Grimmauld Place, siempre tan propensa a impregnarse de cualquier emoción colectiva, ahora olía a humedad invernal, a incienso barato mal disimulado, y a los restos de un festejo que nadie tenía intención de recordar. Las guirnaldas seguían colgando, sí, pero como los últimos restos de una fiesta cuyos invitados ya estaban demasiado borrachos o demasiado hartos para fingir alegría.
Harry lo sentía en los huesos. Ese cansancio latente. Esa presión invisible que pesaba sobre todos. Pero nadie parecía más dispuesto a enterrar el año que Ron. El pelirrojo se movía como un resorte mal calibrado: eufórico por las mañanas, irritable por las tardes, y al borde del colapso emocional por las noches. Era una montaña rusa que a Harry le empezaba a provocar náuseas.
“¡Va a empezar un nuevo año! ¡Uno entero!” decía Ron, como si anunciarlo fuese algún tipo de hechizo contra la tristeza colectiva. “¿Acaso no es eso emocionante?”
Ginny bufaba con los ojos puestos en el techo. Los gemelos intercambiaban miradas de fastidio hasta que uno de los dos murmuraba algo como “¿Y si lo encantamos para que suene como una alarma de tren cada vez que abra la boca?” y entonces Molly intervenía, con una dulzura que ocultaba su furia apenas contenida. Arthur, por su parte, intentaba mediar, siempre con una mano sobre el hombro del hijo más volátil, mientras sugería que salieran al jardín a jugar ajedrez mágico o revisar los gnomos que volvían a invadir los macizos.
Pero cuando todo parecía calmarse, cuando el caos descendía por unos segundos a una paz frágil, era cuando Ron se derrumbaba.
Harry lo vio una tarde. Se había acercado al pasillo contiguo a la habitación de Sirius para devolverle una de sus bufandas (que aún olía vagamente a cuero y almendras), cuando escuchó un sollozo contenido detrás de la puerta entreabierta de la biblioteca. Hermione estaba allí, sentada junto a Ron, acariciándole la espalda mientras él enterraba la cara entre las manos. No dijo nada. No lo juzgó. Solo cerró la puerta con cuidado y se fue. Porque en esa casa ya no se podía fingir que todo estaba bien.
Molly estaba preocupada. Se le notaba en cada línea de su rostro, en cómo ojeaba libros de cocina sin realmente leerlos, en cómo sus manos se enredaban nerviosas cuando pasaba cerca de Remus, que parecía aún más ajeno y cansado que de costumbre.
El siempre sereno Remus Lupin ya no era un hombre, sino un espectro irritado. Su rostro pálido había perdido definición, como si su alma se replegara hacia dentro. Tonks, fiel como un farol en medio del invierno, había intentado acercarse a él —cinco veces, por lo menos—. Cada una, un rechazo más cruel que el anterior. La última, con testigos, había hecho que Molly le alzara la voz con esa furia maternal de quien no tolera la injusticia ni siquiera cuando proviene de los que más quiere.
“¡No tienes derecho a tratarla así, Remus John Lupin!”
Pero Remus solo la miró. Un segundo. Y después se giró, dejándola con las palabras temblando entre los labios. Desde entonces, no le hablaba. Y eso dolía. Se sentía en el ambiente. Harry lo notaba como se nota el silencio antes de una tormenta.
Sirius, por otro lado, parecía vivir su propio mundo paralelo. Su olfato, bendito o maldito por las sobras de su vida como animago, se había convertido en una maldición para cualquiera que intentara esconder una golosina. No era broma. Aquel día que Fred intentó comerse en secreto una barra de turrón de fuego, Sirius apareció cinco segundos después, con una sonrisa de lobo y ojos brillantes.
“¿Eso es... caramelo tostado?” preguntaba, con un tono tan casual que daba miedo.
Kreacher, por su parte, se había vuelto una especie de sirviente exclusivo del capricho chocolatero de su amo. Postres de Hogwarts, recién hechos, aparecían cada noche. Mousse de chocolate con esencia de violeta. Trufas con toques de licor de arce. Brownies con capas de galleta triturada y hechizos para mantenerlos tibios. Sirius no compartía. Ni siquiera con Harry.
“Un bocado,” suplicó Harry una vez, medio en broma.
“Tuviste pastel en Navidad. No seas avaricioso,” respondió Sirius, sin siquiera mirarlo.
Las peleas entre Ron y Sirius por los postres se volvieron comunes. Al principio eran intercambios mordaces. Luego, eran guerras abiertas por el sillón junto al fuego. Sirius gruñía como si fuera literalmente un perro defendiendo su territorio. Ron chillaba. Los gemelos apostaban a ver quién caía primero al suelo. Molly amenazaba con encantarlos a todos con un Silencio Permanente.
Solo Hermione tenía la paciencia suficiente para soportar a Ron.
Y eso... eso era preocupante.
Harry no entendía qué estaba pasando. Todo el mundo parecía a punto de estallar por razones que él no podía ver. Era como si los hilos invisibles que sostenían la calma comenzaran a ceder. Ron fluctuaba entre un estado de entusiasmo maníaco y una tristeza tan honda que dolía mirarlo. Remus era un vendaval a punto de romperse. Tonks ya no sonreía. Y Sirius... Sirius estaba demasiado callado cuando creía que nadie lo notaba.
Una noche, Harry se quedó en el rellano de la escalera, observando cómo Sirius se sentaba frente a la chimenea. Tenía una taza entre las manos —cacao, probablemente, con tres cucharadas de azúcar como le gustaba— y el fuego le iluminaba el rostro. Era el mismo Sirius de siempre, y sin embargo... no lo era. Sus ojos estaban bajos. Su perfil era sereno, pero de ese modo extraño en que lo son las personas que están fingiendo. Como si detrás de esa quietud existiera una tormenta que nadie debía ver.
Remus bajó las escaleras entonces, envuelto en una bata que ya no le quedaba del todo bien, y pasó sin decir palabra. Sirius alzó la vista, como si esperara algo, lo que fuera. Pero Remus no se detuvo. Y el silencio que quedó tras su figura fue más frío que el invierno del exterior.
Harry apretó los dedos contra la baranda. Sentía que todos sabían algo que él no. Que había un idioma compartido entre miradas, suspiros y rabias no pronunciadas.
¿Y él?
Él seguía siendo el observador. El niño en medio del fuego cruzado. El huérfano al que todos querían proteger, y al que nadie se atrevía a confiar.
Pero este no era el tipo de protección que necesitaba. Lo que Harry necesitaba era la verdad. Por más oscura que fuera.
Y mientras Ron gritaba en la cocina porque alguien le había cambiado su taza de té por una con menta —“¡Odio la menta! ¡Me da náuseas!”—, Harry subió de nuevo a su habitación.
Harry se detuvo en las escaleras solo un momento, cerrando los ojos. No por empatía, sino por el hartazgo acumulado. Todos parecían al borde de una implosión silenciosa. Remus estaba más irritable que nunca, Hermione pasaba horas encerrada en la biblioteca como si el conocimiento pudiera salvarlos de lo inevitable, y Ron... Ron era una bomba de relojería emocional con el estómago permanentemente lleno.
Harry no tenía espacio para sí mismo.
Subió los últimos peldaños con paso lento, como si pudiera alargar el trayecto y así postergar la inminente presencia de las sombras que se apretaban entre las paredes del cuarto que compartía con Ron. La habitación estaba en penumbras, iluminada apenas por la vela que había dejado encendida sobre el escritorio de madera carcomida.
Se sentó sin quitarse la chaqueta, dejando que el peso de su cuerpo descansara con resignación sobre la silla. Se frotó los ojos con ambas manos debajo de sus lentes y, luego, como si sus dedos lo guiaran a un ritual secreto, buscó el papel doblado que había guardado bajo uno de los libros de Defensa.
No era más que un trozo arrugado de pergamino sin tinta aún, pero ya cargado con la ansiedad de las palabras que no sabía cómo escribir.
“¿Qué se le dice a alguien que parece saber todo de uno... pero que aún no sabe cómo leer entre las pausas?” pensó.
Draco.
Desde que iniciaron a ser más cercanos habían aprendido a caminar en una cuerda floja. Pero era una cuerda que Harry no quería soltar. No cuando el otro extremo estaba sostenido por la única persona que lo había mirado sin la compasión de los demás, sin la condescendencia de los héroes caídos. Draco lo había elegido sobre Voldemort. Lo había aceptado arriesgando su propia vida.
Y eso lo hacía real.
La pluma tembló entre sus dedos al escribir la primera palabra:
Draco,
No "querido". No aún. No cuando todo entre ellos parecía en constante redefinición.
Sigo atrapado aquí, entre los gritos de los Weasley y el sonido constante de mis propios pensamientos. El lugar no ha cambiado mucho desde la última vez que te escribí. El polvo sigue aferrándose a las cortinas como si también necesitara esconderse del invierno. Y yo… yo también me escondo, pero no sé de qué exactamente.
Harry se detuvo. Apoyó la pluma sobre la mesa y entrelazó los dedos frente a él. Lo que realmente quería decir no podía escribirse de golpe. Tenía que arrancárselo del pecho.
Te extraño.
No era una confesión. Era una verdad incontestable.
Quiero volver a Hogwarts solo para tenerte cerca. Para besarte sin preocuparme de quién está mirando. Para despeinarte solo porque me gusta ver tu cara de fastidio cuando lo hago. Y porque después, sin importar cuán molesto te pongas, terminas apoyándote en mí como si no pudieras evitarlo.
Sonrió. Pequeño, fugaz. De esos gestos que no se reflejan en los ojos.
Me pregunto si en la mansión de Zabini los árboles también están cubiertos de escarcha. Me imagino que sí. Me imagino que tú estás ahí, con tu abrigo negro largo y esa expresión de estar por encima del mundo, pero aún así extrañándome un poco. Quiero pensar que me extrañas. No me lo has dicho, pero tus cartas… me hacen sonreír. Incluso cuando solo hablas del té que no soportas o de los elfos domésticos que se niegan a llamarte por tu nombre completo.
“Cuatro cartas.” Harry pensó en ellas, dobladas con cuidado en el fondo de su baúl, como si al tocarlas demasiado fueran a desaparecer.
Se inclinó sobre el escritorio y siguió escribiendo.
Tu última carta la he leído cinco veces. Sé que no fue romántica. No necesitas que lo sea. Pero cuando leí que soñaste conmigo, aunque no dijiste qué soñaste, sentí como si me hubieras tocado. Sé que harás una mueca de desagrado, Draco. Sé que las cosas no son sencillas, pero… ¿puedo pedirte que no desaparezcas? Al menos no de mí. No te me vayas.
La puerta se abrió sin previo aviso.
Ron entró arrastrando los pies, con la cara aún más pálida de lo normal y una expresión de malhumor perpetuo. Llevaba un bollo de pan en una mano y una servilleta arrugada en la otra. No dijo nada. Se dejó caer de espaldas en la cama como si su propio cuerpo le pesara más de lo habitual.
Harry no lo miró al principio. Terminó de escribir el último renglón, cuidando que la tinta no se corriera. Espero a que la tinta secara y dobló con meticulosidad el pergamino, lo metió en un sobre sin sellar, y entonces sí, giró ligeramente la cabeza.
Ron estaba masticando como si cada bocado fuera una venganza personal.
Silencio. Largo. Pesado. Cómplice.
Finalmente, Ron habló.
“¿Cómo están las vacaciones de Malfoy?”
Harry alzó una ceja, sin voltearse del todo.
“Supongo que sigue en la casa de los Zabini en Gales. No lo ha mencionado mucho, pero sí escribió algo sobre el clima allá. Dice que los tejones del jardín se están volviendo su única compañía civilizada.”
Ron murmuró algo que Harry no entendió. Masticó con más lentitud.
“¿Zabini ya tiene pareja?” preguntó, como quien se interesa por el clima de Madagascar.
Harry giró sobre su silla. Lo observó de reojo, calibrando el tono.
“En su última carta, Draco dijo que Zabini estaba viendo a alguien del pueblo. Nada serio. Al parecer, es una panadera que hace dulces con forma de gatitos. Draco dijo que era cursi.”
Ron asintió. No miraba a Harry, solo al techo, con la boca llena.
Un segundo después, mientras se metía otro pedazo de bollito en la boca, su otra mano —como si actuara por cuenta propia— se posó sobre su estómago. Se acariciaba como quien siente un leve dolor o un movimiento interno que no comprende.
Harry frunció el ceño.
“¿Qué haces?”
Ron lo miró como si acabara de notar su presencia. Bajó la mano bruscamente.
“¿Me ves gordo?”
Harry parpadeó. “¿Qué?”
“¿Me ves gordo?” repitió Ron con una seriedad absurda.
“No…” respondió Harry, alzando una ceja. “¿Desde cuándo te preocupa eso?”
Ron no respondió. Se llevó otro trozo de pan a la boca, más lento esta vez. Su mirada se perdió en la vela.
Harry no supo si debía insistir. Ron estaba actuando extraño, sí, pero lo cierto era que todos lo estaban.
Sin decir nada más, se levantó de la silla, guardó el sobre con la carta de Draco en su bolsillo, y se encaminó hacia la puerta. No tenía fuerzas para interpretar silencios ajenos. Bastante tenía con los propios.
Mientras cruzaba el umbral, escuchó a Ron decir, con la voz algo más apagada:
“Sólo era una pregunta.”
Harry no respondió.
Bajó las escaleras, sintiendo cómo el corazón le latía rápido sin una razón clara. Afuera, la nieve seguía cayendo. Y Draco… Draco era el único fuego que quería sentir en medio de todo ese invierno.
El 31 de diciembre amaneció con una nevada densa que cubría los ventanales de Grimmauld Place, como si incluso la casa misma quisiera refugiarse del mundo exterior. El aire olía a canela, a madera quemada en la chimenea del salón principal, a humedad antigua atrapada entre las paredes. La casa estaba viva, crujía, susurraba entre paredes, se vestía de ruido y de promesas inestables. Como si supiera que era el último día de un año que había dejado más cicatrices que recuerdos.
Harry apenas había dormido. Había soñado con manos frías sosteniendo las suyas, con la voz de Draco diciéndole cosas sin sonido, con el eco de un tren que parecía no llegar nunca. El mismo tren que, en dos días, lo llevaría de regreso a Hogwarts. A Draco.
Estaba en el cuarto de baño cuando escucho a Hermione gritar que Hedwig acababa de llegar. Harry sintió un vuelco en el pecho cuando la imagino posarse en el alféizar de la ventana helada. Casi se le resbala el cepillo de dientes de la emoción.
Salió corriendo, el cabello revuelto, aún con la toalla sobre los hombros. Se estrelló con Fred —o quizás George— por el pasillo, murmuró algo sobre "la carta" y bajó las escaleras como si el suelo estuviera por deshacerse bajo sus pies. Lo interceptó Molly, lo quiso poner a retirar las cortinas, y fue Ginny quien lo salvó.
“Yo puedo con eso, mamá. Harry me ayuda”, dijo Ginny, con esa voz que sabía usar cuando quería que nadie sospechara nada.
Harry se la quedó mirando un segundo. No fue hasta que ella le sonrió que entendió que lo había hecho para cubrirlo. Ginny siempre supo cuando mentir por él, y cuándo no preguntar por qué.
Se escabulló hasta la biblioteca, cerró la puerta tras de sí, y sacó la carta de entre su suéter que había arrebatado a Hermione después de chocar contra uno de los gemelos. La abrió con manos temblorosas. El sobre tenía su nombre, con esa caligrafía elegante, precisa, como si Draco temiera que una letra fuera a delatarle algo que no debía decir.
La carta olía levemente a incienso y al pergamino caro que Draco usaba. Era más larga que cualquiera de las anteriores.
29 de diciembre de 1996
Mansión Zabini, Gales del Norte
Harry,
¿Sabías que el sonido del mar no se detiene aunque nieva? No lo sabía, no me interesaba saberlo, hasta que Blaise me obligó a caminar esta mañana por la playa con un abrigo ridículo y bufanda prestada. Él jura que el aire frío despeja la mente. No tiene idea de cuánto odio admitir que tenía razón.
Pensé en ti. Bueno, pienso en ti todo el maldito tiempo, pero esta vez fue más molesto. Porque estabas en mi cabeza mientras las olas golpeaban las piedras y Blaise hablaba de cosas aburridas, y yo solo quería estar contigo. Contigo, Potter. No me hagas repetirlo.
Me llegó tu carta. Más larga que las otras, por fin. (Lo sé, soy un hipócrita, no hace falta que lo pienses). Pero la leí tres veces. No me río en voz alta, pero me hiciste sonreír. Bastante.
Quiero verte. No es solo porque echo de menos tus manos —lo hago— o porque quiero besarte hasta que dejes de pensar tanto en salvar el mundo. Es porque tú me haces sentir menos… vacío.
Faltan pocos días. No es mucho tiempo. Ya quiero regresar a Hogwarts y horrorizarme con ese nido de ratas que llamas cabello.
PD: Blaise dejo de ver a la chica del pueblo. Tenía nombre horrible y voz chillona, pero él parece feliz de que ahora ella lo odie. ¿Te imaginas? Un Zabini feliz. Sospecho que está ansiando ver a alguien del colegio. Qué asco.
Te extraño. No lo pongas en un marco.
Draco Lucius Malfoy
Harry sostuvo el pergamino entre las manos durante un rato, sin moverse. No podía dejar de sonreír. Una sonrisa suave, boba, que le subía por la garganta hasta los ojos. Draco podía ser frío como el mármol, podía escribirle “te extraño” como si no quisiera decirlo, pero Harry lo entendía. Había aprendido a leer entre líneas. A leerlo a él.
Se recostó sobre la vieja butaca de la biblioteca, cerró los ojos por un momento. Sintió que el invierno se volvía menos pesado. Que la casa dejaba de parecer un encierro. Que el mundo era un poco menos hostil con esa carta en el bolsillo.
Cuando regresó al salón, Ginny seguía quitando las últimas cortinas. Lo miró de reojo y notó la expresión de su rostro.
“¿Y bien?” preguntó ella, fingiendo estar más concentrada en una cortina que no terminaba de desprenderse.
Harry se acercó, casi flotando, con la carta aún doblada en la mano.
“Me escribió. Hoy. Justo hoy”, dijo, sin poder disimular el brillo en su voz.
“¿Malfoy?” preguntó ella, aunque ya lo sabía.
Harry asintió y se sentó a su lado, mientras ella dejaba caer la tela pesada sobre una silla cercana. Sus ojos verdes resplandecían de emoción.
“Dijo que me extraña. Lo escribió. Bueno, a su modo… tú sabes cómo es él, siempre medio refunfuñando, pero fue lindo. Dijo que piensa en mí todo el tiempo. ¿Puedes creerlo?”
Ginny sonrió, una sonrisa ensayada, contenida, tan bien fingida que Harry no la notó.
“Sí, claro que lo creo.”
“Sin ti, nunca habría pasado nada entre nosotros,” dijo él, emocionado. “Tus consejos... hasta lo que me dijiste sobre no tener miedo de sentir, todo eso me ayudó. Ginny, de verdad. Si ahora él es mi novio, es en parte gracias a ti.”
Y la abrazó. Sin pensar. Con cariño sincero, como se abraza a una hermana que te salvó de ti mismo.
Ginny le devolvió el abrazo. Apoyó su barbilla en su hombro por un segundo. Y mientras lo hacía, mientras lo sentía tan feliz, tan enamorado de otro, deseó no haberle enseñado nunca cómo acercarse a Draco Malfoy.
No dijo nada. No podía.
Harry, completamente ajeno, se levantó para ayudar a seguir quitando las cortinas de la casa. Había una fiesta esa noche. La última del año. Y ahora, también tenía una razón para celebrarla.
Ginny se quedó sola, con las cortinas aún medio colgando, el nudo en la garganta, y el sabor agridulce de las palabras que nunca dijo.
La noche del 31 de diciembre de 1996 sería la primera vez que Harry comprendiera que la felicidad no era eterna, comenzó con un cielo despejado y una atmósfera que parecía no conocer de guerras ni cicatrices. Grimmauld Place, usualmente sombría y llena de ecos amargos del pasado, vibraba esa noche con una calidez inusual. Los pasillos olían a canela, sidra y madera recién encendida en las chimeneas. El murmullo de voces entrelazadas con risas llenaba cada rincón de la antigua casa de los Black. La familia Weasley, Sirius, Remus, Harry y Hermione se habían reunido en el salón principal, donde Fred y George se encargaban de entretener a todos con una selección especial de fuegos artificiales mágicos de Sortilegios Weasley, que prometían una entrada al nuevo año cargada de color, estruendo y carcajadas.
Harry se sentía ligero. El recuerdo de la carta de Draco aún ardía dulcemente en su pecho. En su interior, todo era confusión y nervios, pero esa noche permitía olvidarse, aunque fuera solo por unas horas, del mundo que los esperaba más allá de las ventanas congeladas.
Los fuegos artificiales explotaban sobre la casa con forma de dragones dorados, fuegos fatuos que bailaban al ritmo de la música, y estrellas fugaces que estallaban en pequeños corazones resplandecientes. Ginny, Hermione y Ron reían mientras se protegían los ojos del destello. Molly servía bebidas calientes, Arthur hacía sonar unas campanas mágicas que había encantado él mismo, y hasta Sirius bromeaba sin sarcasmo mientras Remus lo observaba con esa mezcla habitual de ternura y alerta discreta.
Era una celebración sincera, familiar, la última del año y, aunque nadie lo decía en voz alta, todos sabían que quizás no habría muchas más como esa.
Harry estaba por brindar con los demás cuando la chimenea del salón se encendió con un rugido inesperado. La red Flu crepitó con una intensidad poco común, y de entre las llamas emergió la figura alta y oscura de Severus Snape. El murmullo de voces se detuvo al instante.
Severus vestía completamente de negro, pero no era su atuendo habitual de profesor ni su túnica de pocionista. Era un abrigo largo, cerrado hasta el cuello, de tela gruesa, cubierto de ceniza, escarcha y algo más... algo oscuro que le salpicaba las botas. Su rostro, pálido como la muerte, era una máscara de tensión helada.
Molly, confusa pero hospitalaria como siempre, se acercó rápidamente.
“¡Severus! Ven, toma algo caliente, no puedes estar afuera con este frío. Estamos por brindar por el año nuevo…”
Pero Snape no respondió. Su mirada barría el salón con gravedad. Sirius y Remus intercambiaron una mirada que hablaba más de lo que las palabras podrían. Ambos se acercaron, alertas.
“¿Qué ha pasado?”, preguntó Sirius, dejando su copa en una repisa.
Snape abrió la boca, pero no alcanzó a hablar. La chimenea volvió a encenderse violentamente. De la red Flu emergieron Kingsley Shacklebolt y Nymphadora Tonks, cubiertos de polvo, con la ropa rasgada y el rostro marcado por el cansancio y la desesperación. Tonks tenía el labio partido y sangre seca en la sien; Kingsley, el abrigo desgarrado y ceniza en el cabello.
La alegría de la noche se desvaneció como si alguien hubiera lanzado un encantamiento Silencio sobre el alma de la casa.
Arthur corrió hacia Molly, que retrocedía con el rostro cada vez más pálido.
Sirius levantó la voz con firmeza: “¡Arriba todos los niños, ahora!”
“¡No, espera!”, protestó Harry.
“¡Harry, haz lo que dice Sirius!”, le gritó Bill, empujando a él, a Ginny, Ron y Hermione hacia las escaleras.
Pero no subieron del todo. Se agacharon tras la barandilla, lo suficiente para ver y escuchar sin ser vistos.
Fred, con voz nerviosa, preguntó: “¿Qué ha pasado?”
Fue Tonks quien rompió el silencio. Su voz sonaba rota, apenas un susurro entre el caos contenido.
“Perdón… Molly… lo siento tanto… lo intentamos… no pudimos… yo…”
Molly dio un paso hacia ella. “¿Qué estás diciendo, Tonks?”
Kingsley alzó una mano, casi temblorosa, y con voz grave pidió: “Arthur, Molly, siéntense. Por favor.”
“No”, dijo Molly, negando con la cabeza. “No, no me digas que—”
Fue Snape quien habló entonces. Su voz era una hoja cortante, sin emociones, pero su garganta pareció tensarse con cada palabra.
“Percy Weasley ha sido secuestrado.”
El grito de Molly fue tan agudo, tan visceral, que Hermione tapó su propia boca con la mano, conteniendo un sollozo. Ron tembló. Ginny se llevó ambas manos al rostro. Harry sintió que el corazón se le caía dentro del pecho.
Arthur no podía moverse. Su rostro se vació de color. Fred y George, por primera vez en su vida, no supieron qué decir. Charlie se llevó una mano al pecho, como si le faltara el aire. Bill sujetaba a su novia con fuerza.
“¡Tenemos que ir por él!”, gritó George. “¡Ahora mismo!”
“¡Yo también voy!”, dijo Fred.
“¡No!”, rugió Kingsley. “¡No saben lo que enfrentamos!”
Sirius, pálido, se quedó congelado. Fue Remus quien lo sostuvo por el brazo.
“Hay esperanza”, dijo Remus con voz firme. “Molly, recuerda lo que pasó con Andrómeda. La dieron por muerta y sigue viva. Aún hay tiempo.”
Molly lloraba sin consuelo, pero sus ojos buscaron la mirada de Remus como un ancla. Asintió lentamente, como si se aferrara a esa única chispa de esperanza en la oscuridad.
Pero Snape la apagó.
“No lo han llevado a la Mansión Malfoy.”
Arthur se incorporó de golpe. “Entonces… ¿a dónde?”
El silencio que siguió fue insoportable. Snape bajó la mirada por un segundo. Cuando volvió a hablar, su voz era un hilo de acero.
“Lo tiene Mulciber.”
El nombre cayó como una maldición antigua. Molly se dobló sobre sí misma, gritando de dolor. Arthur la abrazó, completamente derrotado. Fred y George, inmóviles, parecían niños otra vez. Charlie dio un paso atrás, con la mirada perdida. Bill, esta vez, no pudo hablar. Ginny, desde las escaleras, rompió en llanto. Hermione sollozaba en silencio. Harry sintió un puño invisible apretarle el pecho. Ron se llevó una mano al estómago, como si una punzada lo hubiese atravesado.
Mulciber. No era como Bellatrix. Mulciber no era locura. Era precisión. Era crueldad meticulosa. Era lo peor de la humanidad, vestido de control y propósito. Nadie sobrevivía a Mulciber. Y si lo hacían, ya no eran los mismos. Suplicaban no haberlo hecho.
La medianoche cayó entre los ecos de un reloj que nadie miró. El nuevo año había llegado, y con él, la certeza de que nada volvería a ser igual.
El primero de enero pasó como un suspiro muerto, sin color, sin voz, sin más sonido que el leve crujido de la nieve cayendo sobre la cornisa de Grimmauld Place. Nadie celebró el año nuevo. Nadie alzó sus varitas para brindar. Nadie pensó en pedir un deseo. ¿Qué deseo podría sobrevivir a la noticia del secuestro de Percy? ¿Qué magia era suficiente para deshacer el nombre de Mulciber susurrado con miedo entre los pasillos?
La casa parecía enmudecida, enferma. Hasta la luz había decidido abandonarla. Y lo peor no era el silencio, sino el modo en que todos se movían en él: como si no merecieran más ruido. Como si levantar la voz fuera un insulto a la pérdida que apenas estaban comenzando a comprender.
Fleur ya no brillaba. Se había vuelto translúcida, invisible, una silueta sentada junto a Bill que apenas respondía al tacto, al sonido, al calor. Molly no lloraba. Ya no. Llorar es un acto vivo, y ella se había vuelto de piedra. A veces sus ojos se quedaban abiertos por horas frente a la ventana, como si esperara ver a Percy aparecer por el camino, con su abrigo planchado y pulcro, con sus gafas torcidas, con ese gesto serio que siempre parecía fuera de lugar en Navidad.
Arthur hablaba. No mucho. Solo lo justo. Lo necesario para suplicar a sus hijos mayores que no fueran. Que no corrieran detrás de un fantasma. Que no buscaran con desesperación a un hijo que, aunque doliera, ya no era suyo. Nadie en la casa se atrevía a decirlo en voz alta, pero todos lo pensaban: Percy ya no estaba. Y si lo estaba, ya no era Percy.
Harry no podía soportarlo.
Los miraba. A todos. A los Weasley. A su otra familia. Y no los reconocía.
“¿Así es como se rinden?”, pensaba con rabia mientras paseaba por los pasillos de la casa como una fiera enjaulada. “¿Así es como aceptan perder a uno de los suyos? ¿Sin pelear, sin intentarlo, sin siquiera gritar?”
Harry sintió un nudo de asco, de incomprensión. No por Mulciber, sino por el modo en que todos parecían haber enterrado a Percy sin una tumba.
El dos de enero llegó sin avisar, con un sol pálido que apenas lograba colarse por las ventanas empañadas de la vieja casa. Era día de regreso a Hogwarts. Ginny empacaba en silencio. Hermione no decía palabra.
Ron no se levantó de la cama desde esa noche. No comía. No hablaba. Hermione intentaba acercarse, pero él se limitaba a darse la vuelta, ocultando su rostro contra la almohada. Ginny lloraba en silencio en el baño, cada noche. Harry lo sabía, aunque nunca la confrontó.
Él mismo se sentía al borde. No tanto por Percy —nunca fue cercano a él— sino por la forma en la que la familia entera había aceptado su pérdida. Era como si hubiesen empezado el luto sin siquiera luchar. Le parecía injusto. Cobarde.
“¿Así de fácil lo van a dejar?” había dicho, exasperado, en la cocina, solo para que Sirius lo tomara del brazo y lo llevara afuera.
“Harry… no es tan simple. Estamos hablando de Mulciber.”
“¡Justamente! ¡Entonces no podemos quedarnos sin hacer nada!”
Sirius lo había abrazado, con una expresión que Harry no supo descifrar en ese momento, y le había dicho, muy bajo:
“Lo entiendo más de lo que imaginas. Pero a veces no se trata de querer… sino de poder.”
Esa frase se quedó con él durante los días siguientes.
Harry había ido a ver si Ron ya había despertado, pero lo encontró aún recostado, con la cara vuelta hacia la pared. Dejó su baúl en el pasillo y caminó sin rumbo por la casa, deteniéndose frente a las paredes vacías, las vitrinas polvorientas, los ecos de una guerra que apenas comenzaba.
Al pasar por la habitación de Sirius, oyó algo. Un sollozo ahogado. Un susurro tembloroso.
El corazón de Harry dio un vuelco, y aunque sabía que debía respetar el espacio, algo se le revolvió dentro. Golpeó la puerta. No hubo respuesta.
“Sirius… ¿estás bien?”
No obtuvo respuesta otra vez. Preocupado, giró la manija y empujó suavemente la puerta. No vio nada al principio. Todo estaba oscuro, las cortinas cerradas, la habitación desordenada con ropas tiradas por el suelo y la cama sin hacer. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando un movimiento minúsculo en el otro extremo del cuarto le hizo entrecerrar los ojos.
Allí estaba. Sirius estaba allí, encogido, con los brazos rodeando sus rodillas y el rostro hundido entre ellas. Harry sintió un vuelco en el estómago.
“Sirius…”
Su padrino levantó la cabeza lentamente. Tenía los ojos enrojecidos, húmedos, y una expresión que mezclaba agotamiento, miedo y dolor.
“Perdona, no quería que me vieras así.”
Harry se acercó con lentitud. “No importa cómo estés. ¿Qué pasa?” preguntó con voz suave, hincándose a su lado.
Hubo un silencio espeso. Luego Sirius habló, sin mirarlo, mirando en cambio sus propias manos como si fueran ajenas.
“Tengo miedo, Harry.” Harry no respondió. Solo le dio espacio. “Miedo de esta guerra… de volver a perderlo todo. Perdí a mis amigos. A tus padres. A mi hermano… y ahora…”
Harry tragó saliva. Dudó antes de preguntar: “¿Tu hermano?”
Sirius negó con la cabeza. “No puedo hablar de él todavía. Aún… duele.”
Un silencio los envolvió. La casa seguía silenciosa, como si contuviera la respiración.
Entonces Sirius susurró:
“Estoy… embarazado.”
Harry lo miró como si las palabras no tuvieran sentido. Parpadeó. “¿Qué?”
Sirius asintió, con lágrimas cayéndole. “Lo descubrí hace semanas, cuando llegaste… y no he sabido cómo lidiar con ello ahora. Tengo tanto miedo. Pensé que era una buena idea, pero ahora siento que soy un idiota por querer un bebé ahora, en medio de todo esto.”
Harry le tomó la mano. “No lo eres.”
Sirius lloró con más fuerza.
“Estoy viviendo lo que Lily y James pasaron contigo. Tener un hijo en medio de una guerra. ¿Y si… qué si no llego a verlo crecer? ¿Qué si muero y le dejo solo?”
Harry sintió una punzada en el pecho, pero la reprimió. Puso una mano sobre la de Sirius. “Esta vez no va a pasar. Esta vez vamos a ganar. Tu bebé no va a perder a sus padres. No mientras estemos nosotros aquí.”
Sirius alzó la mirada, con los ojos anegados. “¿Tú crees eso?”
Harry asintió. “Sí. Por supuesto.”
Sirius lo miró, con los ojos cristalinos. “¿Serías el padrino de mi bebé?”
Harry sonrió con los ojos muy abiertos.
“¡Sí! Draco y yo vamos a ser los mejores padrinos del mundo.”
Sirius rió entre lágrimas. “Para eso tendrían que casarse primero.”
Harry se sonrojó. “Le pedí matrimonio en el tren… antes de Navidad.”
Sirius lo miró con los ojos abiertos. “¿¡Le propusiste matrimonio!? ¿Y qué te dijo?”
“No me dijo que no,” se apresuró a explicar. “Pero tampoco me dijo que sí. Solo… me besó.”
Sirius rió, genuinamente esta vez, aunque una lágrima se coló por su mejilla. “Hay esperanza entonces.”
El silencio los envolvió unos segundos. Harry aprovechó para preguntar, con delicadeza: “¿Remus lo sabe?”
Sirius bajó la mirada. Su voz se volvió apenas un susurro. “Sí.”
Harry no necesitó más. El tono lo dijo todo. Se acercó más, y Sirius, sin resistirse, apoyó la cabeza contra su hombro.
Sirius bajó la cabeza, murmurando: “Ahora solo estamos el bebé, tú… y yo.”
Harry le apretó la mano. “Eso es suficiente.”
Sirius esbozó una sonrisa, pero pronto se quebró de nuevo, llorando más fuerte.
“Me dijo que no era suyo.”
Un sollozo ahogado le cortó el pecho y lo dobló hacia adelante como si acabaran de golpearlo. “Me miró como si le diera asco. Como si yo… como si esto lo hubiera traicionado.”
“Pero Sirius…” intentó Harry, conmocionado, “¿cómo puede decirte eso? Él—él te ama.”
“No.” Sirius negó con la cabeza, los hombros encogidos, los brazos cruzados sobre el vientre, como si intentara proteger lo que aún no podía verse. “No me ama. No más. Me lo dijo. Con esos ojos fríos que a veces tiene cuando se convence de que ser cruel es la única forma de ser fuerte. Me dijo que no puede querer algo que viene del error, de un desliz, de… alguien como yo.”
El temblor en su voz se transformó en sollozos abiertos. Sirius se cubrió el rostro con ambas manos y su cuerpo entero se contrajo. “Dijo que esto —que mi bebé— no es suyo. Que no éramos nada. Que he arruinado todo…”
Harry se sintió impotente, pequeño, pero no dudó. Lo rodeó con los brazos, lo sujetó con fuerza, como si pudiera contener todo ese dolor. Sirius lloraba contra su hombro, como un niño, como un hombre roto, como alguien que había guardado tanto durante tanto tiempo que ya no sabía cómo dejar de romperse.
“No debí decirle nada, Harry. No debí esperar que se quedara. Solo… quería que me dijera que todo iba a estar bien. Que me abrazara. Que me mirara como lo hacía antes…”
Sirius se apartó apenas, solo lo justo para mirarlo a los ojos, y lo que Harry vio allí fue devastador: un océano de miedo, de abandono, de amor no correspondido.
“Pero no lo hizo. Me felicito y me deseo suerte y que no me acerque. Que es mejor así. Que no tiene espacio para más errores en su vida. Nos llamó error.”
Harry apretó los dientes, sintiendo la rabia crecerle dentro, pero no la dejó salir. No en ese momento. No cuando Sirius necesitaba otra cosa.
“Sirius,” dijo con voz firme pero cálida, “no eres un error. Y tu bebé tampoco lo es. No dejes que la cobardía de Remus decida por ti lo que vales. Él puede estar roto ahora. Puede estar asustado. Pero eso no cambia lo que tú eres.”
Sirius lo miró, sus ojos rojos, húmedos. “¿Y qué soy, Harry?”
Harry inspiró hondo. “Eres mi familia. Eres mi padrino. Y eres la única persona que me enseñó lo que significa querer a alguien sin condiciones. Ahora déjame devolverte eso. Déjame estar aquí. Para ti. Para tu bebé.”
Sirius rompió de nuevo. Pero esta vez no solo con lágrimas. Lloró con todo el cuerpo, como si cada célula le suplicara ser perdonada por haber creído que no merecía amor. Se dejó caer contra Harry, abrazándolo con una fuerza que mezclaba desesperación y gratitud.
Harry no lo soltó.
“Estoy aquí,” susurró. “Y no me voy a ir.”
Los minutos pasaron así. En silencio. En respiraciones entrecortadas. En un abrazo que no reparaba el mundo, pero sí hacía soportable su peso.
Cuando Sirius logró calmarse, aún con el rostro húmedo, dijo con un susurro roto:
“Se mueve. A veces. Sé que es pronto, pero… tiene mucha magia. Lo siento en mi y está tan lleno de vida.”
Harry puso una mano con cuidado sobre el vientre aun plano de su padrino. Cerró los ojos.
“Hola,” murmuró, “soy Harry. Y te prometo que nunca sentirás soledad, no pasaras una infancia como la mía.”
Sirius sonrió entre lágrimas.
Y por primera vez en días, el invierno pareció retroceder un poco.
Chapter 30: Estoy cansado de amar de lejos y nunca estar donde estás
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Había sido una despedida larga que Harry no recordaba cuándo fue la última vez que Sirius lo había abrazado de esa forma. Quizás antes de tercer año. Tal vez antes de todo.
El mundo ya no se medía en horas, sino en sobresaltos. En noticias que caían como piedras sobre su pecho. En los susurros entre los adultos que, aunque creían que hablaban en voz baja, siempre dejaban escapar lo suficiente para alimentar su ansiedad.
“La red Flu será suficiente,” había dicho Shacklebolt días antes. “Más segura que enviar a los estudiantes en tren.”
Mentira.
No era suficiente.
El intento de secuestro del Ministro de Magia durante la celebración de Año Nuevo —un movimiento tan descarado que ni siquiera los más optimistas pudieron disfrazar como una excepción— había sido la señal definitiva. Habían tenido que intervenir los Aurores con fuerza letal, y Percy… Percy había desaparecido. En medio del fuego verde, el humo, y los gritos. El Ministerio afirmaba que estaba “probablemente con vida”, pero Harry ya no creía en las promesas institucionales. Lo único seguro era que Molly Weasley había llorado tanto, tan en silencio y con una toalla entre las manos, que ya ni siquiera le quedaban lágrimas para cuando todos partieron de Grimmauld Place.
Él había viajado junto a Fleur y Bill, que desde ahora se turnaban como sus escoltas personales. Decían que era por seguridad, pero Harry lo sabía: era vigilancia. Camuflada con sonrisas tristes y frases en francés, con trenzas doradas y lágrimas renuentes. Y aunque Bill era amable, y Fleur más cálida de lo que él jamás hubiera imaginado, su presencia constante solo alimentaba la sensación de encierro que crecía en su pecho como hiedra venenosa.
La red Flu se convirtió en un mal necesario. No una, sino seis paradas. Seis chimeneas, seis espacios oscuros que olían a hollín, a magia mal cerrada, a tiempo robado. La primera fue en la Madriguera, vacía de risas, llena de tazas de té abandonadas y un reloj que marcaba “peligro mortal” en todas sus manecillas. Luego, al departamento de Kingsley, un sitio que olía a café fuerte y pergamino viejo. Después, a una casa segura cuyo nombre nadie se atrevió a decir. Cada salto era como tragarse una pesadilla.
Harry se aferraba a la mochila que colgaba de su hombro con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. No hablaba. Apenas respiraba. Cada nueva chimenea era un golpe seco en el estómago. Un remolino de fuego esmeralda que lo hacía perder la orientación, el juicio, y a ratos, la voluntad.
“Solo uno más, ‘arry,” había susurrado Fleur con una ternura inusitada cuando alcanzaron la penúltima chimenea. “Solo uno.”
Pero Harry ya no se fiaba del “solo”. El “solo” había sido el viaje. El “solo” había sido la pérdida de Percy. El “solo” era siempre el comienzo del desastre.
Cuando finalmente salieron de la última chimenea, el suelo bajo sus pies era el despacho de la profesora McGonagall. El aire olía a tiza y a disciplina, y la silueta erguida de la profesora esperaba al otro lado, con su varita en mano, apuntando directamente a Bill.
“¿Contraseña?” preguntó McGonagall con una firmeza que no admitía vacilación.
“Étoiles en hiver,” dijo Bill sin dudar.
Harry observó el intercambio sin moverse. La varita de McGonagall descendió, pero sus ojos no perdieron la agudeza de un halcón.
“Bien. Bienvenidos, señor Potter.”
Fleur le apretó suavemente el brazo antes de despedirse, y Bill, con una mirada que contenía más preocupación de la que el joven deseaba ver, le dio un toque en el hombro. “Cuídate, ¿sí?”
Harry asintió, incapaz de hablar. Porque justo entonces, el enjambre de emociones que había estado conteniendo se rebeló dentro de su pecho. Quería correr. Quería gritar. Quería encontrar a Remus y golpearlo con palabras que dolieran tanto como lo que Sirius le había dicho en la mañana.
“Dijo que no era suyo.”
Las palabras resonaban como un eco hueco.
Pero no podía. Su cuerpo no le respondía.
Otra explosión de fuego verde y una nueva figura cayó de la chimenea. Ron. Su rostro era un borrón de colores mortecinos: pálido, verdoso, con gotas de sudor que le surcaban la frente. Apenas puso pie firme, se dobló y vomitó en el suelo de piedra pulida del despacho.
“¡Ron!” exclamó Harry, por fin moviéndose. Lo sostuvo por los hombros, lo ayudó a incorporarse, mientras McGonagall agitaba su varita y desaparecía el desorden con un suspiro apenas audible.
Ron se apoyó en él como si sus piernas fueran de gelatina.
“Merlín,” murmuró, con voz ronca. “¿Vamos a morir cada vez que usemos la maldita red Flu?”
“Depende,” respondió Harry, forzando una sonrisa, “¿piensas seguir comiendo pastel de carne antes de cada viaje?”
Ron gruñó algo ininteligible y apoyó la cabeza en su hombro.
La chimenea volvió a encenderse y Hermione cayó de rodillas, jadeando como si hubiera corrido diez kilómetros cuesta arriba. George apareció detrás, más sereno, pero con una mueca clara de incomodidad. Tonks fue la siguiente. Sin mediar palabra, ayudó a Hermione a sentarse, le arregló el cabello revuelto con una sacudida de su varita y le dio un guiño antes de regresar por la red.
Y luego, Ginny. Ginny, que salió como un relámpago contenido. Se mantuvo en pie, sí, pero tuvo que apoyarse en la pared, una mano extendida como si temiera que el suelo desapareciera.
“¿Estás bien?” preguntó Harry, avanzando hacia ella.
Ella asintió con la cabeza, sin decir nada.
Los dos últimos en aparecer fueron Arthur y Remus, que inspeccionaron la escena con rapidez militar. El señor Weasley corrió hacia Ron, tomándole la cara entre las manos.
“¿Estás bien? ¿Estás—?”
“Está bien, Arthur,” intervino McGonagall, severa. “Se recuperará. Pero deben irse. Los alumnos comenzarán a llegar en cualquier momento, y no podemos tener adultos presentes.”
Arthur asintió, aunque su mirada tardó en despegarse de su hijo. Le dio una palmada en la espalda y se marchó. Remus solo se despidió con un leve asentimiento antes de desaparecer en la chimenea.
Y entonces… silencio.
Harry miró a su alrededor. Sus amigos estaban hechos un desastre. Él estaba hecho un desastre. Pero Remus no se había acercado a decirle una sola palabra desde que había llegado con el señor Weasley y Ginny. Ni una mirada. Ni una excusa. Ni una mueca de incomodidad. Y eso… eso dolía más que cualquier sacudida de la red Flu.
Harry apretó los puños. “Dijo que no era suyo.”
“¿Cómo puedes fingir que no pasó nada?” susurró entre dientes, pero solo para sí.
Y no podía enfrentarlo todavía. No sin vomitar las palabras que ardían en su garganta.
No sin decirle que Sirius lloro por horas, que hablaba con la almohada como si fuera él, y que aún creía que tal vez, solo tal vez, Remus se presentaría con dulces o con disculpas.
Harry quería decirle todo eso. Gritárselo.
Pero no podía.
Por ahora, tenía que fingir que estaba entero.
“Vamos,” murmuró a Ron, tomándolo del brazo con cuidado. “Nos toca fingir que todo está normal, ¿recuerdas?”
Ron rió débilmente. “Nunca fue tan difícil fingir, ¿no?”
Harry no respondió. Solo lo sostuvo, echó una última mirada a la chimenea —a ese símbolo estúpido de todo lo que se había perdido entre fuego y sombras— y se preparó para caminar por los pasillos de Hogwarts. Como si la vida siguiera. Como si el mundo no se hubiera fracturado en seis saltos por la red Flu.
Pero la verdad era otra. La verdad era que ya no había regreso. Solo seguía seguir adelante. Siempre adelante.
La torre de Gryffindor los recibió con el mismo aire cálido de siempre, ese que pretendía envolver en nostalgia, como si Hogwarts aún pudiera ser refugio. Como si los muros pudieran detener el tiempo, los horrores, la culpa. Como si nada de lo que pasaba afuera —ni lo que pasaba dentro de ellos— tuviera realmente permiso de entrar.
Pero Harry sabía mejor. Ya no había muros lo suficientemente gruesos. No después de tantos saltos en la red Flu, no después de tanta sangre derramada en silencio, no después de oír a Remus callar el embarazo de Sirius como si negar fuera suficiente para borrar una vida. No después de ver a Ron temblar y vomitar sobre piedra mágica como si su alma también quisiera escaparse por la boca.
El pasillo se extendía ante ellos, estrecho, frío, con la piedra goteando humedad de invierno y algo más, algo denso. Incomodidad tal vez. Recelo. O quizás solo era la costumbre de caminar en dirección a la Dama Gorda fingiendo que todo estaba bien. Harry se adelantó apenas medio paso, manteniendo el brazo bajo el de Ron, que ahora se apoyaba más en él que caminaba por sí mismo. Hermione iba detrás, murmurando algo sobre estiramientos antináusea que había leído en Hechicería Curativa para Mentes Estresadas, pero el tono de su voz era quebradizo, como si ella misma estuviera a punto de partirse por dentro.
Y Ginny... Ginny caminaba en silencio. Con ese silencio suyo que no era mutismo, sino sentencia. La clase de silencio que Harry no sabía cómo enfrentar.
“¿Y si la contraseña ha cambiado?” murmuró Hermione de pronto, con una inquietud que, pese a su tono medido, dejó en el aire un sabor agrio.
Harry iba a responder —algo sarcástico, seguramente, algo con filo— cuando la verdad se les estampó de golpe: la Dama Gorda, regordeta y fastidiada, los miró con escepticismo desde su marco.
“Contraseña nueva,” dijo con una sonrisita que a Harry le pareció especialmente odiosa. “Y no, no es esperanza. Ya lo intentaron otros siete.”
Ron, al borde del colapso, se echó hacia atrás tambaleante. “¿Nos estás diciendo... que vamos a tener que dormir aquí afuera?”
La señora Gorda le hizo un mohín. “Las normas son normas, señor Weasley. Las reglas son lo único que mantiene este castillo en pie.”
“¿Y los pasillos?” masculló Ron con una risa vacía. “Porque juro que si paso una hora más de pie, la piedra va a tener que hacerse cama por mí.”
Hermione intentó mediar. “¿Hay alguna pista, alguna letra…?”
Pero Ron ya no escuchaba. Su varita estaba en su mano, y sus nudillos pálidos por la presión. Harry lo conocía. Ese era el punto donde Ron dejaba de razonar y empezaba a hacer explotar cosas.
“¡Ron!” soltó Harry, alarmado, sujetándole el brazo.
Pero entonces, como enviado por el mismísimo destino con un disfraz particularmente molesto, apareció Dean Thomas desde la curva del pasillo, agitando una mano como si nada del mundo pesara.
“¡Ey! ¿Se les olvidó la nueva contraseña?” preguntó con esa sonrisa suya, la que solía ser amistosa y ahora, por alguna razón, a Harry le parecía condescendiente. “Es Aguamenti florece.”
Dean saludó a Ginny con un beso rápido en la mejilla, demasiado casual, como si no acabara de salvarlos de dormir con los fantasmas de los pasillos.
Harry no dijo nada. Porque si abría la boca, algo se iba a romper.
La señora Gorda les permitió el paso, canturreando mientras abría su cuadro. Ron entró primero, tropezando con su propio cansancio, y Harry le siguió de cerca, aún sosteniéndolo.
Y entonces, el infierno.
“¡Ro-ro!” chilló Lavender desde uno de los sillones cerca del fuego, lanzándose de pie como si hubiera visto al mismísimo Merlín.
Y como si el universo no pudiera ser más cruel, la voz de Seamus resonó justo detrás: “¡Dean, por fin! ¡Pensé que te habías esfumado!”
Harry se giró, justo a tiempo para ver a Dean correr hacia Seamus con los brazos abiertos, riéndose como si fueran niños en un patio de juegos. Como si el mundo no fuera un campo minado. Como si Ginny —su novia, supuestamente— no estuviera de pie justo detrás de él, ignorada, borrada.
Harry no supo qué fue lo que se encendió en él exactamente. Solo supo que algo ardió. Algo viejo y nuevo al mismo tiempo. Era furia, sí, pero también vergüenza ajena, desdén, asco. Era una rabia tan densa que se sintió físico, como si hubiera inhalado humo de incendio y ahora cada exhalación quemara por dentro.
No fue consciente de que había soltado a Ron.
No fue consciente de que Ron se tambaleó y cayó hacia delante, que Lavender lo sostuvo con un chillido y que Hermione se lanzó hacia ambos para evitar que se estamparan contra el suelo.
Solo veía a Dean.
A Dean, abrazando a Seamus. A Seamus, abrazando de vuelta.
Y a Ginny. Viendo. Tragándose la escena con la mandíbula apretada y los ojos tan brillantes que Harry quiso cerrar los suyos, por no tener que seguir viéndola romperse tan en silencio.
¿Ellos creían que no lo sabían?
¿Creían que el mundo se olvidaba de las noches compartiendo cama, de los susurros, de las desapariciones discretas?
¿De las veces que Dean regresaba con el cabello revuelto y la camisa mal abrochada, mientras Ginny preguntaba donde había estado?
Harry apretó los puños. No podía gritar. No podía lanzar su varita. No podía hacer nada sin terminar en una conversación con McGonagall y una carta urgente a Lupin.
Y, sin embargo, su mirada —ese hielo afilado que tenía en la sangre cuando todo lo demás fallaba— se clavó en Dean como una maldición no pronunciada. Dean lo miró por un segundo. Sonrió. Pero su sonrisa se rompió en los bordes. Sabía. Harry lo sabía.
“¿Todo bien, Harry?” preguntó Ginny, con esa voz suya que sabía afilarse con dulzura.
Harry la miró. La expresión de ella era ilegible. Como si lo estuviera midiendo, como si tratara de entender por qué exactamente él estaba tan molesto. Pero ya lo había hecho antes. Lo había visto mirar a Dean, malinterpretar esa rabia, pensar que era por ella.
Y Harry… no sabía cómo explicar que no era por celos. No era por posesión. Era por ella. Por verla así. Por verla invisible para el tipo que decía quererla.
Y tal vez, un poco, era por él también. Porque cada vez que veía traición, recordaba la propia. Sirius, Remus. El bebé. Lo que no se dijo. Lo que se perdió.
“No,” dijo Harry finalmente, la voz rasposa. “Todo está perfecto.”
La sala común de Gryffindor seguía rebosante de vida, como si el mundo no se hubiera fracturado en algún rincón del castillo, como si todo fuera igual a antes. Pero Harry sabía que no era así. Él lo sentía. En el peso en sus costillas, en el filo en su garganta, en la mirada de Ginny que todavía no se apartaba de él.
“¿Quieres sentarte conmigo en esa mesa? Podemos hablar un rato,” preguntó Ginny, con una suavidad que contrastaba con la tormenta que Harry llevaba dentro.
Harry giró la cabeza hacia donde ella señalaba. Era una esquina tranquila, medio oculta tras una estantería desordenada. Un lugar casi acogedor. Un refugio, si él estuviera buscando uno.
Y por un momento, pensó decir que sí.
Ginny era agradable. Ginny era más que eso. Era fuerte, brillante, y a veces, cuando reía de verdad, su risa tenía la cualidad de hacer desaparecer el ruido de todo lo demás.
Pero entonces, en un giro que solo su vista podía permitir, lo vio.
Ron, su mejor amigo. Ron, el mismo que minutos antes parecía al borde del colapso. Ron, ahora acaramelado en un sofá con Lavender, riendo, haciendo cosquillas como si el mundo fuera simplemente un juego de manos y caricias. Como si no existiera el dolor. Como si nada hubiera pasado.
La imagen fue como un disparo silencioso en el pecho.
Porque ver a Ron así le recordó algo. Algo que había olvidado en medio del caos, las miradas, las suposiciones erróneas, los celos malinterpretados.
Él también tenía a alguien.
Un novio. Un rubio sensual, malhumorado y elegante que seguramente ya debía de estar en el castillo, en algún rincón de las mazmorras, tal vez sentado en su cama de dosel con ese aire de príncipe caído que lo envolvía incluso cuando Harry lo destrozaba por completo.
Harry se irguió, una emoción repentina de alegría deslizándose por su pecho como una bocanada de aire fresco en medio de la sofocación.
“Lo siento, Ginny,” dijo de repente, apresurado, con una sonrisa que brotó sola. “Tengo que ir a buscar a Draco.”
Ginny parpadeó. No dijo nada. Solo asintió, una sombra pasando por sus ojos. Una sombra que Harry no vio, porque ya estaba alejándose con pasos apresurados, casi tropezando en su prisa.
La dama gorda resopló con desdén cuando lo vio salir. “¡Menudo escándalo para entrar, y sales como si te persiguiera un traslador mal ajustado!”
Harry no respondió. No podía. Tenía el corazón latiéndole tan rápido que apenas podía pensar.
Y entonces oyó pasos tras él. Se detuvo y giró. Vio a Hermione correr detrás suyo.
“¿Puedo acompañarte?” preguntó, ajustándose el cuello de su bufanda, los ojos grandes, atentos.
Harry pensó en decir que sí, como un reflejo. Pero algo en su interior vaciló.
Draco no era exactamente amable con los Weasley. Y Hermione… Hermione era hija de muggles. Harry aún no sabía exactamente cómo se sentía Draco respecto a eso. No después de todo lo que había pasado. No después de las cartas. Las confesiones. Las promesas veladas entre tinta y pergamino.
Hermione pareció adivinar sus dudas. “Sé que vas a ver a Malfoy,” dijo sin rodeos. “Y no te preocupes… No somos los mejores amigos, pero al menos ya no me insulta.”
Harry la miró, asintiendo con lentitud. Tenía razón. Draco había cambiado. O, al menos, había aprendido a mantener la lengua bajo control. Y aunque no solía hablar con Ron o Hermione, tampoco los miraba con ese desprecio que antes era su firma.
Recordó aquella salida a Hogsmeade. Una vez, solo una. Los amigos de él y los de Draco. Raramente juntos, pero tampoco enemigos. Como tregua no declarada.
“Está bien,” dijo por fin. “Ven.”
Caminaron juntos por los pasillos, donde las antorchas lanzaban sombras que parpadeaban como pensamientos fugitivos. Harry, más tranquilo ahora que su meta era clara, sentía una energía distinta en el cuerpo. No de ansiedad, sino de expectativa. Como si todo fuera un preludio de algo más.
“¿Y cómo van las cosas con Malfoy?” preguntó Hermione, con voz casual. Pero Harry notó el verdadero interés en sus ojos.
“Bien,” respondió. “Nos escribimos durante las vacaciones. Mucho. Me dijo que me extrañaba.”
Y lo dijo con una sonrisa tan involuntaria, tan sincera, que Hermione no pudo hacer otra cosa que sonreír también. No era fácil estar enamorado en Hogwarts, y mucho menos cuando ese amor era… complicado. Pero verlo así, tan lleno de algo tan puro, le devolvía la esperanza.
“Eso suena… lindo,” dijo ella, suavemente.
“Lo es,” murmuró Harry. “Nunca pensé que Draco pudiera… ya sabes. Ser así.”
“Cambian, Harry,” dijo ella. “Las personas cambian.”
Hubo un breve silencio. Entonces Hermione habló de nuevo, más bajo: “Ron parece feliz con Lavender.”
Harry se tensó.
“Sí,” dijo, como si la palabra le raspara la lengua. “Parece. Pero estuvo raro durante las vacaciones. Lo sabes. Tú estuviste con él.”
Hermione se ruborizó, pero no negó nada.
“Sí,” admitió. “No dormía bien. A veces se levantaba para ir al baño. Tenía muchas nauseas. Pero nunca me quiso contar todo.”
Harry asintió, con la mandíbula apretada. Ron no hablaba. No cuando algo lo devoraba por dentro. Lo sabía bien.
Llegaron a la entrada de piedra. El muro sombrío que ocultaba el acceso a las mazmorras de Slytherin.
Harry se giró hacia Hermione, con una ceja arqueada. “¿Tienes algo con Parkinson?”
Ella se quedó boquiabierta. “¿Qué?”
Harry ladeó la cabeza. “Solo me preguntaba si… ya sabes, si las amigas se besan o si eso es solo algo que tú haces con tus amigas.”
Hermione palideció. “Yo… eso no fue… solo fue una vez…”
Pero no terminó. Porque la entrada de piedra se abrió con un leve crujido. Y allí, con el porte de quien siempre parece haber estado en la escena anterior, estaba Zabini.
Alzó una ceja elegante al verlos.
“¿Qué tenemos aquí? ¿Un Gryffindor domesticado con su guardaespaldas personal?”
Harry no respondió de inmediato. Solo entrecerró los ojos. Zabini sonrió como quien ya sabe algo que los demás no. Y Zabini apoyó un hombro contra el marco de la entrada, como si le perteneciera, como si su sola presencia fuera un lujo que los demás no merecían observar tan de cerca. Su túnica verde oscuro caía impecable sobre su figura alta y delgada, y había en su expresión algo casi indolente, como si incluso la tarea de mirarlos fuera un esfuerzo que apenas valía la pena.
Harry, sin poder evitarlo, sintió cómo la irritación trepaba por su pecho, caliente y amarga. No era porque Zabini fuera un Slytherin —ya estaba más que acostumbrado a eso, sobre todo considerando quién era su pareja—. No. Era la manera en que Zabini lo miraba: como si Harry fuera un insecto raro atrapado en ámbar, digno de estudio y burla a partes iguales.
“¿Así que quieres ver a Draco?” preguntó Zabini, con una sonrisa lenta, felina, de esas que no presagian nada bueno. “Qué… adorable.”
Harry apretó los puños a ambos lados del cuerpo. No era solo la forma en la que Zabini hablaba, era el tono. Como si Draco fuera un capricho suyo, una pieza de ajedrez que Harry tocaba con manos sucias.
Hermione, a su lado, también parecía sentir el desprecio flotando en el aire, aunque ella, como siempre, optó por mantener la calma. Se ajustó el suéter y lanzó a Zabini una mirada de advertencia que él ignoró con la facilidad de quien ha sido criado en fiestas donde las ofensas eran envueltas en sonrisas corteses.
Harry respiró hondo. Una vez. Dos veces. Intentó recordar que estaba allí para ver a Draco, no para iniciar una pelea.
“¿Está o no está?” preguntó finalmente Harry, la voz ronca de impaciencia.
Zabini ladeó la cabeza con una lentitud casi irritante, estudiándolo como un coleccionista inspecciona un objeto defectuoso.
“Tal vez esté,” dijo, arrastrando las palabras. “Aunque claro… no todos tienen la fortuna de atraer su atención. Draco tiende a aburrirse con facilidad. ¿Sabías eso?”
Harry entrecerró los ojos. “¿Qué estás insinuando?”
Zabini sonrió, un destello blanco entre los labios oscuros. “Nada en absoluto, Potter. Solo me preguntaba cuánto tiempo más lograrás mantenerlo interesado. Draco siempre ha tenido... estándares muy altos.”
La burla era tan evidente que Harry dio un paso al frente antes de pensarlo, pero Hermione le puso una mano firme en el brazo. No dijo nada —todavía— pero su gesto fue suficiente para anclarlo.
Zabini dejó escapar una risa breve, sonora, como si se deleitara con cada chispa de rabia que lograba arrancarle.
“Oh, no me mires así,” continuó, disfrutándolo. “Debe ser agotador vivir con la duda constante. Preguntándote si realmente eres suficiente para él.”
Harry sintió que toda su sangre hervía en sus venas.
“Lo soy,” dijo en voz baja, peligrosa.
Zabini alzó una ceja, elegante como un golpe de guante blanco. “Quizá... por ahora.”
Harry estaba a un segundo de abalanzarse sobre él cuando la entrada de piedra se abrió.
Y allí estaba Draco.
La presencia de Draco fue como una ráfaga de viento frío en un incendio: no apagó su enojo, pero lo desvió en otra dirección. Harry apenas registró el gesto elegante de Zabini, apartándose de la entrada como un maestro de ceremonias que presenta su obra maestra.
Harry ya no pensaba. No evaluaba. Se movió.
De un empujón brusco apartó a Zabini, sin molestarse en ser sutil. La expresión de Zabini —una mezcla perfecta de indignación y diversión— fue lo último que vio antes de lanzarse hacia Draco.
Todo el mundo se desvaneció.
Harry lo abrazó con fuerza, respirándolo como un náufrago que alcanza tierra firme. Draco soltó una risa suave, envolviéndolo de vuelta.
“Te extrañé,” murmuró Harry contra su cuello, cerrando los ojos un momento, como si pudiera grabarse esa sensación en la piel.
Draco soltó una risa baja, musical, que hizo que el estómago de Harry diera una voltereta entera. Para Harry, la risa de Draco era como un hechizo antiguo y poderoso, uno que sólo él parecía conocer.
“Hace diez minutos que llegué, Potter,” dijo Draco, el sarcasmo apenas velando el afecto evidente en su voz.
Harry se apartó un poco solo para verlo a la cara. Y allí estaba: la sonrisa de Draco, franca, radiante, un espectáculo tan raro que Harry siempre se sentía afortunado de presenciarla. Como si Draco solo le permitiera verla a él, como si fuera un secreto compartido.
Harry no pudo evitar ponerse de puntillas y besarlo.
El beso fue lento al principio, hambriento después. Un latido interminable en el que Harry volcó toda la frustración, la añoranza, el amor imposible de contener. Draco respondió con la misma intensidad, una mano enredada en su cabello, la otra apoyada en su cintura.
Hermione se mantuvo en silencio, permitiendo el momento. No fue hasta que ambos, finalmente, se separaron, jadeando ligeramente, que la incomodidad en el ambiente se hizo demasiado evidente.
Zabini cruzó los brazos, apoyándose de nuevo contra el marco como quien presencia una obra mediocre pero divertida.
Parkinson, hasta entonces silenciosa, rodó los ojos con teatralidad y se acercó a Hermione.
“¿Y tú cómo aguantas toda esta escena tan empalagosa, Granger?” preguntó, su tono mordaz, pero no exactamente hostil.
Hermione, aún con una pequeña sonrisa, se encogió de hombros con calma. “Es mejor que la alternativa.”
Pansy soltó una risita nasal, y por un extraño momento, hubo algo casi... cómplice entre ellas. Una tregua silenciosa en medio del habitual campo de batalla.
Zabini, sin embargo, no parecía tener intenciones de retirarse en paz. Se enderezó, desperezándose como un felino.
“¿Seguro que no quieres reconsiderarlo, Potter?” preguntó con fingida preocupación. “Aún puedes salir corriendo. Ahorrarte el inevitable drama.”
Harry ni siquiera se molestó en responder. Su mano buscó instintivamente la de Draco, entrelazándolas con decisión.
Draco le dirigió una mirada de complicidad y luego miró a Zabini con una sonrisa apenas curvada, elegante y despectiva.
“¿Celoso, Blaise?” preguntó con frialdad.
Zabini soltó una carcajada, breve y sonora, inclinándose apenas hacia atrás como si de verdad le resultara gracioso. La risa resonó contra las paredes de piedra del pasillo, un sonido que a Harry le pareció insultantemente insolente.
“De Potter, jamás,” dijo finalmente Zabini, aún sonriendo con esa indolencia venenosa que parecía formar parte de su piel, como un perfume caro y desagradable.
Harry apretó los dientes. Podía sentir la mano de Draco entrelazada con la suya, cálida y firme, un ancla que le impedía hacer una tontería. Sin apartar su mirada de Draco —porque mirar a Zabini directamente sería darle importancia, y Zabini no merecía ni una pizca más—, Harry soltó, con un tono ligero que camuflaba el veneno debajo:
“Nadie tomaría en serio a Zabini, de todos modos.”
Hubo un momento de tenso silencio.
Y luego, la risa. Primero, la de Draco: baja, casi musical, vibrando en su pecho de una manera que Harry sintió a través de su contacto. Después, la de Parkinson, una risa aguda y satisfecha que no se molestó en disimular. Incluso Hermione, llevó una mano a su boca, tratando de ahogar una risita traicionera detrás de sus dedos.
Zabini dejó de sonreír.
El cambio en su expresión fue sutil, pero letal: la curva de sus labios se tensó, y sus ojos se entornaron apenas, fríos y calculadores.
Porque todos sabían. Oh, sí, todos en Hogwarts sabían. La reputación de Zabini era casi legendaria: ni novias ni novios oficiales, solo encuentros fugaces, susurros entre pasillos oscuros, encuentros en aulas vacías o en armarios de limpieza olvidados. Blaise Zabini era un jugador, un hedonista que no dejaba huellas más allá del rumor escandalizado y las sonrisas de complicidad.
Y aunque a Zabini parecía no importarle —porque, después de todo, era demasiado elegante para preocuparse por las opiniones ajenas—, que fuera Harry Potter quien se lo echara en cara, delante de Draco, delante de Hermione, y peor aún, delante de Pansy, era otra historia.
Zabini inclinó la cabeza apenas, su sonrisa reapareciendo, pero esta vez impregnada de un filo venenoso.
“Vaya, Potter,” dijo con suavidad. “Me sorprende que tengas tiempo para hablar de moralidades, considerando los... amigos tan interesantes que tienes. ¿O ya olvidaste las visitas nocturnas de cierto Gryffindor a los invernaderos?”
El golpe fue certero.
Harry sintió cómo su estómago se contraía en un nudo abrasador. Sus ojos, hasta ese momento fijos en Draco, se desviaron hacia Zabini con un destello de furia apenas contenida. La sangre rugía en sus oídos, y durante un instante, todo pensamiento racional amenazó con evaporarse, sustituido por una ira visceral y ardiente.
Iba a responder —iba a decir algo que probablemente le costaría una detención de un mes—, pero en el último segundo, sintió la suave presión de los dedos de Draco apretando los suyos.
La mirada de Draco era tranquila, casi divertida, pero había algo más en ella: un llamado silencioso, una súplica disfrazada de indiferencia.
No lo hagas.
Harry tragó saliva, respirando hondo a través de la nariz.
No le des el gusto.
Draco, como siempre, sabía exactamente cómo anclarlo. Cómo evitar que la tormenta dentro de Harry explotara de la peor manera.
Con esfuerzo, Harry desvió la mirada de Zabini, como si fuera poco más que una molestia en el borde de su visión. Volvió a centrarse en Draco, en el peso reconfortante de su mano, en el brillo sardónico de sus ojos.
“Vamos,” murmuró Draco con un leve tirón de su mano.
Sin esperar más, Draco lo guió fuera del pasillo, lejos de la confrontación, con una naturalidad que solo podía haber sido practicada después de años de lidiar con los egos inflamados de Slytherin.
Mientras se alejaban, Harry sintió que los hombros se le aflojaban poco a poco, como cuerdas tensas soltándose al fin. El aire frío del castillo le acariciaba la piel, y por primera vez en lo que le parecía siglos, pudo respirar de verdad.
Detrás de ellos, escuchó el suspiro exasperado de Parkinson.
“Yo no voy a seguirlos,” anunció con un tono de fastidio teatral. “Tengo que ordenar mis baúles. ¿Sabes cuántas maletas he traído, Draco? Una cantidad indecente, francamente.”
Draco soltó una risa seca sin volverse.
“Más te vale no perder nada esta vez, Pansy. No pienso ayudarte a buscar anillos entre tus calzones otra vez.”
Parkinson puso los ojos en blanco, aunque una sonrisa divertida curvó sus labios.
“Muy gracioso, Malfoy.”
Pero en lugar de irse sola, Pansy giró hacia Hermione, que hasta entonces se había mantenido discretamente en segundo plano.
“Vamos, Granger. Traje un par de cosas que... podrías necesitar. Y no voy a aceptar un no por respuesta.”
Antes de que Hermione pudiera siquiera formular una negativa educada, Parkinson ya le había tomado la mano —un gesto inesperadamente afectuoso que dejó a Hermione boquiabierta— y la arrastraba, sin ceremonias, hacia la entrada de Slytherin.
Hermione protestó, sonrojada hasta las orejas, pero Parkinson la ignoró con el aplomo de quien está acostumbrada a salirse con la suya.
Harry apenas alcanzó a ver la expresión de Hermione —una mezcla de confusión, resignación y, si no estaba muy equivocado, un leve toque de diversión— antes de que la puerta de piedra se cerrara tras ellas.
Y entonces solo quedó Zabini, apoyado de nuevo contra el marco de la entrada, viendo cómo Harry y Draco se alejaban, juntos, íntimos, como dos piezas de un rompecabezas encajando con una naturalidad que podía llegar a ser dolorosa de observar.
La mirada de Zabini era inescrutable: una máscara perfecta de aburrimiento. Pero algo en la tensión de su mandíbula, en la manera en que sus dedos tamborileaban contra su propio brazo, traicionaba la irritación ardiente que bullía debajo de su piel.
Harry, sin embargo, no volvió a mirar atrás.
Se dejó guiar por Draco a través de los pasillos de piedra, sus pasos resonando suavemente en el suelo antiguo, las antorchas chisporroteando contra la oscuridad creciente. Había algo en caminar con Draco de esta forma —tan cerca, tan sencillo, tan suyo— que hacía que el resto del mundo pareciera irrelevante.
Salieron al patio, donde la luz de la tarde empezaba a teñir el cielo de un naranja pálido. El aire olía a tierra húmeda y a piedra fría, un olor que Harry asociaba inevitablemente con Hogwarts, con casa, con memorias que dolían y sanaban al mismo tiempo.
“¿Estás bien?” preguntó Draco en voz baja, apenas más que un susurro.
Harry soltó un bufido, más exhalación que risa, y apretó la mano de Draco con más fuerza.
“Estaba a dos segundos de lanzarle un Expelliarmus en la cara,” admitió.
Draco rió suavemente.
“Y yo habría tenido que salvarle el pellejo a Zabini otra vez. Qué fastidio.”
Harry lo miró de reojo, la sombra de una sonrisa curvando su boca.
“¿Otra vez?”
Draco asintió, la expresión divertida y perezosa.
“Zabini tiene una habilidad especial para meterse en problemas cuando más inoportuno resulta.”
Harry dejó escapar una risa breve y seca, sintiendo que, poco a poco, la tensión se derretía bajo la tibia presión de Draco contra su costado.
Se permitieron unos minutos de silencio, caminando sin rumbo fijo entre los jardines. Hogwarts se extendía a su alrededor como un gigante dormido, sus torres recortadas contra el cielo que empezaba a llenarse de estrellas. Y por primera vez en mucho, mucho tiempo, Harry sintió algo parecido a la paz. No perfecta, no inquebrantable. Pero suficiente. Suficiente, mientras Draco siguiera a su lado.
La brisa del anochecer soplaba helada en el patio, alzando pequeños remolinos de nieve sobre las losas de piedra. A pesar del abrigo grueso que llevaba, Harry no pudo evitar estremecerse. La temperatura era despiadada, filtrándose incluso a través de su ropa como dedos invisibles de hielo.
Draco, notando el escalofrío de Harry, sonrió con esa mezcla perezosa y elegante que parecía haber perfeccionado desde niño. Sin decir nada, pasó un brazo alrededor de su cintura y lo atrajo contra su cuerpo. Al instante, un calor agradable los envolvió a ambos, como si una capa de sol se hubiera desplegado silenciosamente sobre sus espaldas.
Harry suspiró, apoyando la frente en el hombro de Draco.
“¿Hechizo calentador?” murmuró, apenas audible.
“Por supuesto,” respondió Draco en tono displicente, como si fuera lo más natural del mundo. “¿Creías que iba a arruinar mi abrigo solo por una nevada de poca monta?”
Harry rió, una risa breve y baja, sintiendo la tensión de sus músculos disolverse poco a poco bajo el abrazo cálido de su novio. Le gustaba ese pequeño lujo compartido, esa intimidad casi clandestina, lejos de miradas curiosas o críticas. Aquí, donde el cielo empezaba a teñirse de un azul profundo salpicado de estrellas, podían ser simplemente ellos.
Caminaron un rato más en silencio, las botas crujiendo sobre la nieve helada, hasta que Draco rompió el silencio.
“Pasé las vacaciones en la Mansión Zabini,” comentó con un suspiro teatral. “En Gales. Solo Blaise, su madre y yo. Su último esposo falleció hace poco, ¿sabes?”
Harry levantó la cabeza, curioso.
“No lo habías mencionado. ¿Estuvo bien... digo, la estancia con el luto?”
Draco hizo una mueca que decía más que mil palabras.
“Tan bien como puede ser cuando estás atrapado entre las eternas conversaciones de una mujer con demasiado tiempo libre y los eternos coqueteos de su único hijo con todo ser que tuviera dos piernas,” dijo con desdén. “Al menos la comida era decente.”
Harry sonrió, imaginándoselo perfectamente.
“¿Y tú? Apenas dijiste nada en tus cartas,” preguntó Draco, mirándolo de reojo.
Harry encogió los hombros, un poco incómodo.
“La pasé con los Weasley, lo cual si mencioné. En un lugar... bueno, no puedo decirte dónde,” confesó, bajando la voz.
Draco arqueó una ceja, claramente poco interesado en los secretos de la Orden del Fénix.
“¿Y qué hicieron? ¿Tejieron bufandas a mano mientras cantaban villancicos?” preguntó con fingida inocencia.
Harry soltó una carcajada corta.
“No. Decoramos la casa. Bueno, más bien Ginny, Ron y yo... Fred y George pasaban más tiempo burlándose de nosotros que ayudando,” explicó, notando cómo Draco, apenas empezaba a hablar de los Weasley, comenzaba a enredar distraídamente los dedos en su cabello, jugueteando con los mechones rebeldes.
A Draco no le agradaban Ginny ni Ron, y eso era obvio. Pero Harry, que lo conocía mejor que nadie, sabía que esos gestos distraídos eran su forma de mantenerse cerca, de no quejarse en voz alta.
“Ron estuvo enfermo casi toda la Navidad,” añadió Harry, acariciando el dorso de la mano de Draco con el pulgar. “No podía comer casi nada. Dormía muchísimo. Parecía un fantasma la mayoría del tiempo.”
Draco levantó una ceja, recordando vagamente algún comentario en las cartas de Harry.
“Ah, sí, mencionaste algo. ¿Cómo está ahora Weasley?” preguntó con un desinterés tan exagerado que era casi cómico.
Harry sonrió.
“Lo pasó fatal en el viaje de regreso en la Red Flu. Vomito en la alfombra de la profesora McGonagall,” dijo, riendo suavemente.
Draco no pudo evitar soltar una carcajada elegante y sardónica.
“Qué imagen tan encantadora,” dijo, antes de inclinarse para robarle un beso rápido a Harry, como pidiendo disculpas por reírse de la desgracia ajena.
Harry resopló, fingiendo indignación, pero no pudo mantenerse molesto mucho tiempo. Draco, como siempre, sabía cómo desconcertarlo, cómo desarmarlo.
Quizá por eso, para distraerlo aún más, Draco preguntó:
“¿Y qué más? ¿Siguió actuando como un inválido hasta el final de las vacaciones?”
Harry, sin dejar de sonreír, asintió.
“Sí... estaba tan cansado todo el tiempo. Tenía náuseas, cambios de humor...”
Harry se detuvo, mordiéndose el labio. Una sonrisa enorme apareció en su rostro, como si algo dentro de él estallara en fuegos artificiales.
Draco lo miró, intrigado.
“¿Qué pasa?” preguntó, ladeando la cabeza.
Sin responder, Harry se lanzó sobre él, besándolo con una emoción desbordante. Draco, sorprendido, tropezó y ambos cayeron sobre la nieve, levantando una nube de cristales blancos.
“¡Potter, estás arruinando mi abrigo de alpaca italiana!” chilló Draco, mientras intentaba enderezarse sin éxito.
Harry, todavía sobre él, rió abiertamente, su rostro iluminado por una felicidad genuina. Con cuidado, apartó los mechones rubios que cubrían los ojos grises de Draco y, en un susurro emocionado, soltó la noticia:
“Sirius está embarazado.”
Draco parpadeó, desorientado.
“¿Qué?” preguntó, como si no hubiera entendido bien.
Harry se inclinó más cerca, con una ternura evidente por la confusión de su novio.
“Sirius... está esperando un bebé.”
La comprensión tardó unos segundos en asentarse en la mente de Draco. Sus ojos se agrandaron en un gesto de incredulidad maravillada.
“¿Hablas en serio?” jadeó, sentándose bruscamente en la nieve a pesar del frío.
Harry asintió, los ojos brillantes, reflejando la emoción que apenas podía contener.
Draco, aunque nunca había conocido a Sirius Black en vida, sentía hacia él un afecto tácito, un respeto nacido del amor que Harry profesaba por su padrino. Y ahora, viendo la dicha casi infantil en el rostro de su novio, Draco no pudo sino contagiarse.
“¡Eso es... increíble!” exclamó, riendo, su risa clara como las campanas en invierno.
El embarazo mágico era algo extraordinariamente raro, y cuando ocurría, toda la comunidad mágica solía celebrarlo como una bendición. Representaba la expansión de la magia, la promesa de futuro.
Harry se dejó caer de nuevo sobre Draco, envolviéndolo en un abrazo torpe pero feroz.
“No podía esperar para decírtelo,” murmuró contra su cuello.
Draco acarició el cabello de Harry con una ternura que rara vez mostraba en público.
“Gracias por contármelo,” susurró.
Se quedaron así unos minutos, ignorando el frío, ignorando el mundo entero. Solo existían ellos, el calor compartido, y la promesa latente de nuevas alegrías por venir.
Draco, aún sonriendo, pensó que, mientras Harry sonriera así, no había nada que temer en el futuro.
Nada en absoluto.
Chapter 31: Dices que vas a soltar mi mano, para que yo corra hacia mi libertad
Summary:
Es un capítulo más largo de lo normal.
Chapter Text
Lunes 6 de enero amaneció con un frío que calaba hasta los huesos, incluso dentro de los gruesos muros de piedra de Hogwarts. Draco se enfundó en su túnica negra con forro de lana encantada, lanzando un hechizo cálido sobre su bufanda antes de envolvérsela con pereza alrededor del cuello. Había algo en el aire de aquel lunes —quizá el gris pesado de las nubes o la forma en que el viento silbaba entre las torres— que hacía que todo se sintiera más real. Las vacaciones habían terminado. La tregua había acabado. Ahora volvían a ser estudiantes de sexto curso, con todas las responsabilidades que eso implicaba.
Pero Draco apenas podía preocuparse por eso. No cuando cada descanso, cada almuerzo, cada caminata en los pasillos era ocupado por Harry Potter haciéndole pucheros, frunciendo los labios y mirándolo como si esperara, paciente pero determinado, que Draco cediera y volviera a llamarlo Harry.
Draco no lo hacía. No porque no quisiera —por Salazar, lo quería tanto que a veces le dolían las manos de tanto apretar los puños para contenerse— sino porque adoraba verlo así. Adoraba la forma en que Potter resoplaba y le tiraba de la manga o le lanzaba esas miradas de cachorro herido. Y aún más adoraba las largas, casi clandestinas, sesiones de besos que inevitablemente seguían a sus "negaciones crueles".
Así que cuando se sentó en el aula de Pociones esa mañana de viernes, en la misma mesa de siempre, lejos de su novio —por toda la estúpida guerra territorial entre sus amigos—, Draco se acomodó en su asiento con un suspiro apenas disimulado y buscó a Harry con la mirada. Allí estaba, en el extremo izquierdo del aula, entre la comadreja y la sabelotodo.
Draco apretó los labios, conteniendo una risa cuando vio a Harry mordiéndose el labio inferior, lanzándole miradas furtivas. El muy imbécil adorable seguía esperando. Draco, como cada mañana, se limitó a arquear una ceja de manera burlona y mover los labios en un silencioso "Potter" exageradamente dramático.
La cara de Harry se arrugó de fingida tristeza, y Draco, satisfecho, desvió la mirada justo cuando Slughorn entraba con su característico trote tambaleante, saludando a todos con energía desbordante.
"¡Buenos días, queridos! Hoy vamos a poner a prueba sus habilidades. ¿Quién será capaz de preparar el antídoto perfecto?" exclamó el profesor con una sonrisa que casi rebotaba en las paredes de piedra. "Recuerden: la Tercera Ley de Golpalott. Si no la dominan, hoy sufrirán."
Draco apenas escuchaba. Se sabía la ley de memoria, claro. Había pasado su infancia recitándola a la perfección bajo la mirada severa de su madre. La combinación de dos o más venenos requiere un antídoto que contrarreste cada uno individualmente, así como sus efectos combinados. Bla, bla, bla.
Cuando Slughorn indicó que podían pasar a escoger sus ampollas, Draco fue el segundo en levantarse. No porque tuviera prisa, sino porque Granger —cómo no— ya se había lanzado como halcón hambriento hacia la primera. Draco avanzó con elegancia, tomó una ampolla al azar (¿qué importaba cuál, si iba a ganar igual?) y regresó a su lugar.
Desde el rabillo del ojo, vio cómo Harry se acercaba a la mesa de Slughorn con esa torpeza encantadora que casi hacía que Draco se mordiera el puño para no reír. El chico agarró una ampolla, la miró como si fuera un acertijo en arameo, y regresó a su mesa con la misma expresión de absoluto desconcierto.
Draco se mordió la lengua, fingiendo concentración mientras encendía el fuego bajo su caldero.
La escena que siguió fue, sencillamente, gloriosa.
Harry vertió el contenido en su caldero, encendió el fuego y luego... se quedó mirando a la comadreja. Weasley, a su vez, lo miró de vuelta, igual de perdido. Draco juró que habría pagado con gusto cinco galeones para ver sus pensamientos estampados en sus frentes.
Contuvo una carcajada cuando vio a Granger golpear su propia frente en frustración y murmurar algo que parecía ser "¡La Tercera Ley, Harry, la Tercera!"
Draco suspiró de satisfacción y se puso a trabajar, disfrutando de cada segundo. Porque, además, sabía algo que Potter no sabía: ese libro suyo —ese viejo Elaboración de Pociones Avanzadas garabateado y corregido— hoy no le serviría de nada. La Tercera Ley era un conocimiento teórico, no un truco de poción.
Y Draco... Draco tenía toda la intención de ganar hoy.
Mientras trituraba raíces de valeriana con la precisión de un cirujano, no pudo evitar levantar la mirada de vez en cuando. Su Harry estaba precioso, concentrado, la lengua asomando ligeramente entre sus labios mientras intentaba leer su libro en busca de alguna respuesta mágica que, lamentablemente para él, no existía.
Era absurdo. Era ridículo. Y Draco estaba absolutamente perdido por ese idiota.
“¿Te estás divirtiendo, Draco?” susurró Theo desde atrás, sin levantar la vista de su mortero.
“Como nunca, Theo,” respondió Draco, sonriendo de lado. “Gracias por preguntar.”
Theo bufó, pero no dijo nada más. A esas alturas, todos sabían que Draco estaba perdido por Harry Potter, y aunque Theo refunfuñaba, no era lo suficientemente idiota como para intentar intervenir.
Mientras agregaba la esencia de murtlap, Draco escuchó un pequeño "pop" y luego un chisporroteo en la mesa de Potter. Miró de reojo y vio una nube de humo verde elevándose del caldero. Granger se apresuraba a corregir el desastre, Weasley tosía dramáticamente, y Harry... Harry alzó la vista hacia él, los ojos brillando con impotente ruego.
Draco le lanzó un beso al aire.
Potter, por supuesto, se sonrojó hasta las orejas.
Slughorn pasaba entre las mesas, oliendo las mezclas, lanzando elogios exagerados o arrugando la nariz teatralmente cuando algo no cumplía sus expectativas. Cuando llegó junto a Draco, inhaló profundamente y sonrió, aprobador.
“Excelente, Sr. Malfoy. Muy buen inicio.”
Draco inclinó la cabeza con un orgullo que apenas pudo disimular. Luego, como si su día no pudiera mejorar más, escuchó a Slughorn toser violentamente junto a la mesa de Potter.
“¡Merlín bendito, Potter! ¿Acaso pretendías matar a alguien?” exclamó el profesor, riendo mientras se apartaba del humo.
Draco no pudo evitarlo: soltó una carcajada abierta, tapándose la boca con una mano. Potter lo fulminó con la mirada... y aún así, Draco sólo pensó en lo guapo que se veía incluso cuando estaba furioso.
La clase de Pociones bullía en una mezcla de nerviosismo y concentrada ansiedad mientras los minutos se agotaban como arena entre los dedos. El aroma denso de ingredientes burbujeantes flotaba en el aire, impregnándolo todo con notas de ajenjo, escamas de sirena y raíces de valeriana. Draco, con su varita girando perezosamente entre los dedos, lanzaba miradas furtivas hacia Harry mientras pretendía repasar mentalmente los pasos de su antídoto.
"¡Dos minutos!" exclamó Slughorn, con voz vibrante y risueña, golpeando las palmas para llamar la atención del salón. "Dos minutos, mis queridos alumnos, apresúrense."
Draco apenas asintió, su mirada atrapada, casi contra su voluntad, en la figura de su novio. Su novio. Cada vez que lo pensaba, sentía como si una corriente eléctrica le recorriera la columna vertebral, una mezcla absurda de incredulidad y orgullo que no lograba disipar.
Fue entonces cuando lo vio: Harry, saliendo a hurtadillas del armario de suministros. Su cabello rebelde estaba aún más alborotado que de costumbre, y sostenía algo apretado contra el pecho mientras se escabullía de vuelta a su puesto. Draco entrecerró los ojos, intentando discernir qué había tomado, pero Harry fue demasiado rápido, y antes de que pudiera hacer una suposición razonable, ya estaba de regreso frente a su caldero, agachado como un ladrón atrapado en pleno acto.
Draco mordió el interior de su mejilla para no reír. Sabía que Harry no había avanzado gran cosa con su antídoto —si acaso había hecho algo más que arruinar su caldero—, y ahora, ese gesto desesperado no hacía más que confirmar sus sospechas. Sin embargo, en vez de preocupación, lo invadió una ternura inquietante. El muy idiota, pensó Draco, incapaz de dejar de sonreírse solo.
Blaise, por otro lado, estaba recostado en su asiento, con una expresión de superioridad satisfecha. Claro, después de todo era Zabini, y su madre era famosa en toda Europa por sus conocimientos en venenos y antídotos. Draco supuso que Blaise podría haber preparado un antídoto con los ojos cerrados mientras recitaba poesía en latín antiguo. Pansy, al lado, bufaba de frustración, sus mejillas teñidas de un rojo furioso mientras murmuraba maldiciones entre dientes. Al parecer, Blaise se había negado a ayudarla con su propio veneno, un caprichoso cóctel de extracto de raíz de madrágora y polvo de cuerno de bicornio, y ahora Pansy se las veía negras tratando de no hacer estallar su caldero.
Draco dejó escapar un suspiro satisfecho. Su propio veneno había sido veneno de tentácula venenosa, un clásico en pociones defensivas, y con una facilidad que rozaba lo indecente, había preparado un antídoto a base de esencia de díctamo y una infusión de pétalos de lunaria. A su lado, Blaise había tenido la desventura —o la suerte— de recibir un veneno compuesto de lágrimas de basilisco diluidas, el mismo que, según él no dejó de mencionar ruidosamente, mató al tercer esposo de su madre. Blaise, por supuesto, había preparado su antídoto utilizando una complicadísima combinación de raíz de mandrágora destilada y lágrima de fénix, una mezcla que olía intensamente a tierra mojada y especias fuertes.
El movimiento de Slughorn arrastró la atención general. El profesor, con su barriga prominente bamboleándose alegremente, comenzó a pasar entre las mesas, olfateando, observando, lanzando comentarios despreocupados como si se encontrara en una cata de vinos.
Cuando llegó a la mesa de Blaise, sus ojos brillaron como faroles.
"¡Excepcional, Sr. Zabini! ¡Sencillamente magistral!" exclamó, aplaudiendo como si Blaise hubiese inventado un nuevo elixir de la inmortalidad. "¿Y dice usted que es similar al veneno que mató al esposo de su madre? Fascinante, fascinante."
Blaise sonrió con una arrogancia perezosa y añadió: "El tercero, profesor. El más desafortunado de todos."
Una risita incómoda recorrió la sala. Draco se mordió la lengua para no soltar una carcajada, mientras Slughorn, rojo hasta la raíz del cabello, se apresuraba hacia la mesa de Pansy, cuya poción chisporroteaba de forma preocupante. Draco apenas escuchó los murmullos de desaprobación cuando el profesor pasó rápidamente hacia él.
Cuando Slughorn inhaló sobre su caldero, su rostro se iluminó de inmediato.
"¡Oh, Sr. Malfoy! ¡Impecable! Su antídoto es perfectamente equilibrado. Una técnica envidiable, sí, sí. ¡Su padrino estaría orgulloso!"
Draco inclinó la cabeza con una falsa modestia cuidadosamente ensayada, aunque por dentro se sentía como si flotara a un metro del suelo. ¡Por supuesto que su padrino estaría orgulloso! Lo había obligado durante su infancia a saber todo de las pociones mucho antes que su padre le enseñara a volar. La excelencia era su naturaleza.
Pero su euforia apenas duró unos segundos.
Cuando Slughorn se acercó a la mesa de Harry, Draco sintió una punzada de algo parecido a ansiedad —o quizá, celos irracional. Se obligó a observar, porque no mirar sería admitir que temía el desastre que su novio, su despistado y adorable novio, había causado.
El profesor frunció el ceño al ver el caldero vacío... pero luego, al notar el objeto que Harry le tendía tímidamente, sus cejas se alzaron en sorpresa. Con una teatralidad propia de un actor consumado, Slughorn alzó un bezoar para que todo el aula lo viera.
"¡Extraordinario!" rugió, con voz retumbante. "¡Potter, has salvado tu pellejo de manera brillante! ¿Sabes que tu madre también era famosa por su ingenio natural en Pociones? ¡Siempre encontraba soluciones creativas donde otros veían obstáculos!"
Hubo un murmullo generalizado. Draco debería haberse sentido fastidiado —¡por supuesto que Potter había hecho trampa, y aun así lo elogiaban!— pero cuando miró a Harry y vio esa sonrisa tímida, esa chispa de orgullo y alegría tan genuina reflejada en sus verdes ojos, todo enojo potencial se disipó como humo.
Por Salazar, pensó Draco, con una mezcla de exasperación y adoración, estoy perdido.
Mientras Gryffindor recibía diez puntos —y el resto del aula gruñía colectivamente en descontento—, Draco comenzó a planear mentalmente cómo interceptarlo antes de que saliera del aula.
Y así lo hizo.
Apenas Slughorn los despidió, Draco cruzó el aula en un par de zancadas decididas, ignorando a Blaise que resoplaba y a Theo que lanzaba cuchicheos irritados. Se acercó a Harry, lo tomó de la túnica y, antes de que pudiera articular palabra, lo atrajo hacia sí.
"¿Un bezoar, Potter?" murmuró Draco con una voz grave, cargada de sarcasmo contenido. "Qué creativo."
Harry soltó una risita nerviosa, abriendo la boca para responder, pero Draco no le dio oportunidad. Lo besó, un roce firme, decidido, cargado de una mezcla embriagadora de orgullo, ternura y algo ferozmente posesivo que no se atrevía a nombrar.
Cuando se separaron, Harry lo miró, sonrojado hasta la raíz del cabello, pero sin perder esa sonrisa temblorosa que Draco comenzaba a amar más de lo que estaba dispuesto a admitir.
"Te sorprendí, ¿eh?" susurró Harry, aún jadeante.
"Claro," dijo Draco con un encogimiento de hombros desinteresado, como si besar a Potter frente a medio Hogwarts fuera la cosa más trivial del mundo. "Después de todo, serás mi primera gran hazaña histórica."
Harry soltó una carcajada que le hizo temblar los hombros, y Draco sonrió para sí mismo, sabiendo, sintiendo, que aquel era sólo el comienzo de algo tan complicado, peligroso y glorioso como cualquier poción prohibida.
Apenas Slughorn dio su venia para que abandonaran el aula, el rumor de bancas arrastrándose y voces elevadas llenó el aire. Draco, sin soltar la mano de Harry, lo arrastró suavemente hacia la salida, deseando escapar antes de que algún idiota abriera demasiado la boca o que el propio Slughorn decidiera otorgar otro discurso innecesario sobre los méritos de la improvisación con bezoares.
El contacto de la mano de Potter —callosa, cálida, temblando apenas bajo la suya— era un ancla en medio del bullicio. Draco sentía un impulso primario de llevárselo de allí, esconderlo en algún rincón remoto del castillo y perderse en la dulzura tímida de sus sonrisas. Pero justo cuando llegaron al umbral de la puerta, Harry tiró de su brazo, frenándolo en seco.
“Draco… espera. Tengo que hablar con el profesor,” dijo Harry, su voz apenas un susurro, los ojos verdes esquivando los suyos con torpeza.
Draco frunció el ceño, un hilo de irritación cosiendo su pecho. Iba a replicar, quizá con algún comentario mordaz, pero al ver la expresión de Harry —esa mezcla de decisión y nerviosismo— simplemente soltó su mano, permitiéndole regresar al aula.
“Te espero aquí, Potter. No tardes,” murmuró, con una indiferencia fingida.
Se recargó en la pared, cruzando los brazos sobre el pecho, mientras Blaise y Pansy se acercaban, arrastrando los pies con desdén. Theo merodeaba a cierta distancia, murmurando algo al oído de Daphne, pero Draco apenas les prestó atención. Su mirada estaba fija en la puerta entreabierta del aula de Pociones.
“¿Qué se supone que quiere Potter con el vejestorio de Slughorn?” preguntó Pansy, alzando una ceja con fastidio.
Draco encogió un hombro. “Qué sé yo. Tal vez quiere preguntarle cómo se consigue una medalla al mérito por usar un bezoar.”
Blaise soltó una risa seca, mientras miraba hacia otro lado. Más allá, Weasley y Granger esperaban también, aunque a varios metros de distancia. Pansy se apresuró a ir con ella y las dos chicas apenas parecieron registrar la presencia a su costado, murmurando entre ellas en voz baja, mientras la comadreja, incómodo, se movía de un pie al otro, con la expresión de quien preferiría estar en cualquier otro sitio antes que compartir aire con ellos.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. Draco sentía en su piel ese peso denso, incómodo, de algo que no terminaba de revelarse.
La conversación se cortó en seco cuando un estruendo sonoro proveniente del aula los sobresaltó. Todos se giraron justo a tiempo para ver al mismísimo Slughorn salir despavorido, su rostro rojo como un tomate y los ojos desorbitados de pánico.
El profesor lanzó una mirada breve y aterrada a Harry —aún dentro del aula—, luego a todos ellos, como si temiera que fueran a atacarlo, y sin decir palabra, se echó a correr por el pasillo, su capa ondeando tras él de forma ridícula.
Hubo un silencio sepulcral.
Hasta Pansy, siempre lista para una burla oportuna, no encontró palabras.
Draco sintió que algo frío se le instalaba en el pecho. Dio un paso adelante, dispuesto a irrumpir en el aula si era necesario. Pero justo entonces, Harry emergió, deteniéndose en el umbral, el rostro más pálido de lo habitual y los hombros encorvados como si llevara una carga invisible.
Draco llegó a su lado en dos zancadas.
“¿Qué demonios hiciste, Potter?” soltó, la preocupación disfrazada de burla.
Harry no respondió de inmediato. En lugar de eso, bajó la mirada, acercándose hasta apoyar la frente contra el pecho de Draco, buscando refugio, comprensión… cualquier cosa que pudiera sostenerlo.
El corazón de Draco tambaleó en su pecho. Instintivamente, sus manos se enredaron en el cabello rebelde de Harry, acariciándolo con una ternura que habría negado bajo tortura.
“Shh…” murmuró, cerrando los ojos. “No importa. Estoy aquí.”
Detrás de ellos, los murmullos crecían. Draco apenas oyó a Granger bufar con impaciencia.
“¡De verdad, Harry! ¿Qué estabas pensando?” exclamó Granger, acercándose a grandes pasos.
La comadreja, visiblemente incómodo, frunció el ceño. “Fue estúpido, amigo. No tenías por qué presionarlo así.”
Harry no respondió. Ni siquiera alzó la cabeza. Draco sintió una oleada feroz de ira recorriéndole las venas. Era evidente que Harry ya se sentía miserable. No necesitaba que sus supuestos amigos lo hicieran sentir aún peor.
Apretando la mandíbula, Draco se giró apenas para fulminarlos con la mirada.
“¿Se supone que eso ayuda?” espetó, su voz baja, amenazante.
Granger abrió la boca para replicar, pero Weasley la tomó del brazo, murmurando algo apresurado. Ambos se dieron la vuelta, dejándolo solo con Harry.
Blaise y Pansy intercambiaron una mirada significativa.
“Nos largamos,” dijo Blaise, llevándose a Pansy antes de que pudiera abrir la boca para comentar algo inapropiado.
De repente, el pasillo quedó en un silencio extraño, solo interrumpido por las respiraciones entrecortadas de Harry.
Draco lo sostuvo unos momentos más, su mano deslizándose en círculos lentos en su cabello.
Finalmente, se inclinó, rozando su oreja con los labios.
“Vámonos, Potter. Nos saltaremos las clases de esta mañana,” susurró.
Harry alzó el rostro, con una mirada sorprendida.
“¿En serio?”
Draco sonrió, esa sonrisa ladeada, arrogante y protectora que solo reservaba para él.
“¿Crees que voy a dejar que te arrastres miserablemente por los pasillos mientras otros te miran como si fueras una bomba de relojería? No, gracias. Tengo reputación que mantener.”
Harry soltó una risa débil, y Draco sintió una chispa de alivio encenderse en su pecho.
Sin soltarlo, lo condujo fuera de las mazmorras, escabulléndose por pasillos poco transitados. No les costó demasiado: la mayoría de los estudiantes estaban ya en sus clases matutinas.
Draco lo llevó hasta un invernadero vacío, uno de los que solo usaban para proyectos de séptimo año. El aroma a tierra húmeda, flores cerradas y madera vieja llenaba el aire. Casi podría pasar por un escondite romántico si no fuera porque el corazón de Harry aún latía con violencia contra su pecho.
Se sentaron en el suelo, entre macetas vacías.
Draco lo envolvió con sus brazos, dejando que el silencio se acomodara entre ellos.
“¿Vas a decirme qué pasó?” preguntó al cabo de unos minutos, en voz baja.
Harry negó con la cabeza, frotando su mejilla contra su túnica.
“No ahora.”
Draco apretó los labios, deseando tener el poder de arrancarle el dolor del pecho. Pero no lo presionó. No hoy.
Había algo oscuro, urgente y desesperado gestándose en el fondo de todo esto. Lo sentía. Como una tormenta acercándose por el horizonte.
Harry, Granger y Weasley estaban planeando algo. Algo que involucraba al propio Slughorn. Y Draco, que amaba el control, que necesitaba comprender y anticipar todo… no sabía si debía temerlo o lanzarse de cabeza.
Pero de algo estaba seguro. No pensaba dejar a Harry enfrentarlo solo. Jamás.
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Febrero había llegado como una maldición arrastrada por el viento helado. La nieve, que hasta hace poco había cubierto los terrenos de Hogwarts con una pátina serena de blancura, ahora se derretía en riachuelos sucios que la lluvia incesante se empeñaba en arrastrar. El aire era espeso, cargado de humedad, y unas nubes bajas, de un gris violáceo que parecía anunciar el fin del mundo, se cernían sobre las torres del castillo. Cada ráfaga de viento hacía que la estructura milenaria se estremeciera, como si el propio Hogwarts sintiera el mismo humor miserable de Draco.
Apoyado contra la ventana de piedra del ala sur, Draco observaba el aguacero con una mueca de desprecio apenas disimulada. Cada gota repiqueteaba contra el cristal como un eco de su irritación creciente. No podía dejar de pensar que el inminente San Valentín, su primer San Valentín con Harry, se vería arruinado por esta asquerosa temporada. Ni un paseo decente, ni una salida a Hogsmeade, ni una excusa para perderse con su novio entre los pasillos escondidos del pueblo. Todo se reducía al castillo. A este maldito, gélido castillo.
"Perfecto," murmuró para sí, cruzándose de brazos con una rigidez amarga, "el día más cursi del año, atrapados en la misma piedra mohosa donde llevamos encerrados medio curso."
Pero antes de que pudiera seguir alimentando su frustración, llegó el recordatorio inevitable: la primera clase de Aparición para los alumnos de sexto año. Una actividad que, en teoría, debería emocionarlo. ¿Quién no querría aprender a desaparecer de un sitio y aparecer en otro con un simple acto de voluntad? Draco, sin embargo, encontraba el concepto igual de atractivo que lanzarse a un lodazal.
Y encima, para colmo, la clase sería dentro del Gran Comedor.
"Magnífico," gruñó entre dientes mientras se encaminaba hacia allí, los bajos de su túnica arrastrándose por el suelo húmedo de los corredores.
Cuando llegó al umbral, una oleada de humedad fría lo envolvió. Las altas ventanas temblaban bajo el golpe de la lluvia, y el techo encantado, que usualmente reflejaba el cielo exterior, ahora era un torbellino ominoso de nubes moradas y grises. El Gran Comedor, desprovisto de mesas y bancas, parecía una enorme caverna de piedra, vacía y resonante, iluminada por las candelas flotantes que titilaban como estrellas nerviosas.
Los alumnos se agrupaban en corrillos, murmurando entre sí, algunos visiblemente excitados, otros con el ceño fruncido de anticipación. A un costado, los cuatro jefes de casa —McGonagall, Snape, Flitwick y Sprout— esperaban con la compostura propia de soldados en víspera de batalla. En el centro, un mago de escasa estatura y aspecto más bien ridículo, vestido con una túnica púrpura adornada con relámpagos plateados, se aclaraba la garganta de forma ostentosa.
Draco rodó los ojos.
"Atención, por favor," anunció el instructor con voz chillona. "Bienvenidos a su primera lección de Aparición. Soy Wilkie Twycross, instructor aprobado del Ministerio de Magia."
Blaise, a su izquierda, soltó un resoplido apenas contenido. Pansy disimuló una sonrisa bajo su mano enguantada. Draco, en cambio, no podía apartar la vista de Harry, que estaba varios metros más allá, entre los Gryffindor.
Su novio parecía distraído, moviendo la cabeza como si buscara algo... o a alguien. Y cuando sus ojos se encontraron, en medio del mar de estudiantes, Draco sintió cómo su pecho se aligeraba, aunque solo un poco. La sonrisa de Harry, tímida y genuina, fue suficiente para que el nudo que lo apretaba desde el desayuno se aflojara brevemente.
"Estúpido Gryffindor," murmuró Draco sin rabia, más como una oración privada, como un nombre secreto que nadie más debía oír.
"Ahora," continuó Twycross, "como bien saben, no es posible aparecer o desaparecer dentro de Hogwarts debido a los encantamientos protectores del castillo. Sin embargo, el director ha accedido a levantar dichos hechizos exclusivamente en este salón, por una hora, para nuestra práctica."
La mayoría de los estudiantes reaccionaron con murmullos emocionados o nerviosos. Draco, en cambio, sentía su irritación crecer. Un fallo en la Aparición no era poca cosa: podía acabar desmembrado, como bien advertían los textos, y él no pensaba dejar que su perfecta anatomía Malfoy sufriera semejante afrenta.
"Se colocarán dejando un espacio libre de un metro y medio entre cada uno," dijo Twycross, alzando las manos para ilustrarlo. "Por favor, acomódense ahora."
El caos no tardó en estallar.
Estudiantes chocando, empujones, gritos, peleas sobre centímetros ridículos. Los prefectos corrían de un lado a otro intentando imponer algo de orden, mientras los jefes de casa intervenían con paciencia forjada en los fuegos del infierno docente.
Draco, con la elegancia de quien está por encima del caos mundano, se deslizó hasta encontrar su sitio. Blaise se colocó a su derecha, Pansy a su izquierda. Más allá, Goyle y Crabbe discutían en voz baja sobre cuántos pasos equivalían a metro y medio, provocando que Pansy pusiera los ojos en blanco tan fuerte que casi pudo oírse.
Draco, que había estado demasiado concentrado en no pisar un charco de agua que se colaba desde la puerta, apenas notó cuando Harry se deslizó entre el gentío y se situó detrás de él.
El saberlo ahí, a escasos metros, le erizó la piel.
No miró hacia atrás, no aún. Pero sonrió, una sonrisa breve, privada, que ningún otro podría interpretar.
Desde el rabillo del ojo, vio cómo Blaise ladeaba la cabeza con una media sonrisa divertida, y Draco le respondió con una mueca que claramente decía: "Ni una palabra."
"Atención," ladró McGonagall, su voz cortando el aire como un látigo. "¡Espacio! ¡Metro y medio! ¡Brazos extendidos si es necesario!"
Los estudiantes extendieron los brazos con resignación, tanteando la distancia entre ellos. Draco apenas notó el movimiento. Sentía la presencia de Harry como un calor constante en su espalda, una promesa muda que templaba el frío que parecía haberse anidado en su alma estos últimos días.
Twycross volvió a hablar, pero Draco apenas lo escuchaba. Algo en su interior, algo terco y orgulloso, se aferraba a la certeza de que, a pesar de la lluvia, del castillo cerrado, de la tensión creciente y los planes que Harry parecía ocultarle últimamente, ellos estaban bien.
O al menos, quería creerlo.
Harry tosió ligeramente detrás de él, como si quisiera llamar su atención sin que fuera obvio.
Draco cerró los ojos un segundo, exhalando lentamente.
"Solo un par de semanas," pensó. "Solo un par de semanas más y podrá decírmelo."
Sea lo que fuera que su novio tramaba —porque de eso no había duda, lo conocía demasiado bien—, Draco sabía que tarde o temprano lo descubriría.
Pero por ahora, lo único que importaba era mantenerse de pie, firme, centrado, mientras la magia crepitaba en el aire y el instructor del Ministerio lanzaba su discurso sobre concentración, determinación y destino.
Tres D's. Destino, Decisión y Desenvoltura.
Draco sonrió para sí mismo.
Él ya tenía su destino decidido, y no había fuerza en este maldito castillo —ni en el Ministerio, ni en el propio cielo encapotado— que pudiera apartarlo de lo que más amaba.
Harry.
Y si para mantenerlo a salvo debía enfrentarse al mundo entero... bueno, que así fuera.
La voz de Twycross sonó como un eco sibilante bajo el repiqueteo de la lluvia contra los vitrales.
"Destino... Decisión... y, por último, Desenvoltura", entonó el mago con solemnidad, como si declamara un conjuro olvidado.
Draco reprimió una mueca de fastidio, cruzándose de brazos mientras escuchaba al instructor pasearse entre ellos con pasos cortos y presurosos, su capa arrastrándose como un espectro. La humedad del ambiente, mezclada con el aroma rancio de los suelos encantados para no pudrirse bajo la tormenta, le provocaba una opresión incómoda en el pecho.
"Las Tres D son la esencia de la aparición," continuó Twycross. "Concéntrense para visualizar su destino. Decisión, para imaginarse allí. Y el cumplimiento de la Desenvoltura, el movimiento decisivo que los transportará."
Draco dejó escapar un suspiro inaudible, su mirada fija en el aro de madera que el mago había hecho aparecer frente a cada alumno. Un miserable aro, apenas más grande que un escudo de armas, que ahora era su 'destino'.
Perfecto.
"Ahora," anunció Twycross, levantando su varita huesuda, "a la cuenta de tres, girarán sobre ustedes mismos y... se moverán hacia su destino."
Draco sintió una punzada de ironía recorrerle el estómago. Moverse hacia su destino. Como si eso no fuera, en sí mismo, una metáfora amarga de su vida últimamente.
"Uno..."
Las maderas del suelo crujieron bajo las suelas mojadas de todos. Draco respiró hondo, sintiendo la presencia de Harry aún vibrar a sus espaldas.
"Dos..."
Los latidos de su corazón martilleaban en sus sienes. Se preguntó, con un humor seco y desganado, cuántos terminarían desmembrados en el primer intento.
"Tres."
Hubo un sinfín de crujidos, suspiros, quejidos y murmullos mientras todos giraban torpemente sobre sí mismos, en movimientos erráticos más propios de un teatro cómico que de una técnica avanzada de magia.
El primer sonido que registró Draco fue el que ya anticipaba: un gruñido frustrado y bajo de Harry, como si acabara de patear una piedra invisible.
Sin poder evitarlo, Draco ladeó un poco la cabeza, espiándolo por encima del hombro. Sonrió apenas. Harry estaba en el mismo lugar, el ceño fruncido de tal forma que casi podía oír sus pensamientos de pura testarudez: Lo lograré, maldita sea.
A su izquierda, Pansy soltó un chillido agudo cuando giró demasiado rápido y chocó contra Goyle, que bufó indignado al tambalearse hacia un lado, tropezando con un Theo absolutamente impoluto, que solo se limitó a apartarlo con una mirada de desprecio.
"Merlín, Goyle, ¿acaso no sabes calcular un miserable metro y medio?" escupió Theo, sacudiéndose la manga con repugnancia como si temiera haberse contagiado algo.
Daphne, más atrás, se resbaló torpemente en el suelo húmedo y cayó de bruces, soltando un grito ahogado. Theo, con la resignación de quien ya esperaba el desastre, la levantó por un brazo mientras le murmuraba algo mordaz que Draco no alcanzó a escuchar.
Weasley, por otro lado, parecía no haberse movido ni un centímetro. Draco rodó los ojos. Realmente, ni con milagros.
El segundo intento no fue mejor.
"Uno, dos, tres," marcó de nuevo Twycross.
Draco giró, más rápido esta vez, concentrándose en el estúpido aro. El aire frío le azotó el rostro. El mareo le golpeó en la nuca como una bofetada invisible.
Detrás de él, Harry volvió a emitir ese sonido molesto, entre una tos y un gruñido contenido, que Draco empezaba a reconocer como el preludio del desastre.
Se permitió pensar, con sarcasmo, que si alguien iba a lograr aparecerse por pura terquedad, sería su maldito novio. O morir en el intento, claro.
Para el tercer intento, Draco ya sentía el estómago dar vueltas, como si hubiera bajado por la montaña rusa más violenta del mundo mágico.
Fantástico, pensó con amargura, llevando una mano a la sien. En lugar de desaparecer, voy a vomitar frente a todo el colegio. Qué memorable será eso.
El cuarto intento, sin embargo, no fue simplemente otra vuelta fallida.
"¡Uno, dos, tres!"
Draco giró, sintiendo que la sala daba vueltas a su alrededor. Cerró los ojos apenas una fracción de segundo, buscando su centro... cuando un grito agudo cortó el aire.
Se volvió justo a tiempo para ver a Susan Bones desplomarse de lado, gimiendo, su pierna izquierda... o más bien, el lugar donde debería estar, vacío. La extremidad sobresalía torpemente unos metros más atrás, tiesa como un tronco, separada grotescamente de su cuerpo.
Una oleada de murmullo horrorizado recorrió el Gran Comedor. Alguien gritó. McGonagall y Sprout corrieron hacia Susan, conjurando de inmediato un hechizo de estabilización mientras Flitwick abría paso entre la multitud atónita.
Pero no fue el único caos.
Draco sintió algo impactarlo con fuerza en la espalda. Perdió el equilibrio, tambaleándose hacia adelante con un jadeo. Algo —o alguien— se enredó con él, haciéndolo caer pesadamente al suelo.
Su primera reacción fue insultar, pero lo siguiente que sintió fueron los labios cálidos de Harry contra los suyos en un beso torpe y desesperado, lleno de adrenalina y alivio.
Por un glorioso instante, Draco olvidó dónde estaba. Solo existía el calor de Harry, el latido desbocado de su corazón, la certeza implacable de que no había lugar más seguro en el mundo.
Hasta que un par de manos firmes —y frías como la ira contenida— separaron a Harry de él, levantándolo bruscamente por el cuello de su túnica.
"¡Potter!" bramó Severus, su rostro deformado en una mueca de furia helada. Los ojos oscuros del profesor lanzaban chispas mientras empujaba a Harry de vuelta a su lugar asignado.
Draco se incorporó con dificultad, aturdido, y fue recibido con una mirada asesina de Snape como si el accidente fuera de su entera responsabilidad.
"¡Y usted, Malfoy, compórtese!" siseó Snape antes de girar sobre sus talones, su capa ondeando como una nube de tormenta.
El corazón de Draco latía a mil por hora. Se pasó la mano por los labios, aún sintiendo el rastro tibio del beso.
Mientras tanto, Twycross, como si nada, comenzó a explicar con su voz lenta y monótona el fenómeno de la despartición.
"Cuando una parte del cuerpo queda atrapada entre el punto de partida y el destino," dijo, como si hablara del clima, "ocurre una separación involuntaria. Altamente doloroso, altamente indeseable. Es por eso que deben concentrarse absolutamente antes de girar."
McGonagall, mientras tanto, no se molestó en disimular su furia mientras regañaba a Harry, apuntándolo con su varita temblorosa.
"¡Potter! ¡Debe aparecerse dentro de su propio aro, no encima de sus compañeros! ¡Una falta más y seré obligada a cambiarlo de posición!"
Harry, con el rostro rojo como un tomate, asintió sin mirarla.
Draco apenas podía contenerse. Se mordió la lengua hasta casi sangrar para no estallar en carcajadas. El espectáculo de ver a Harry regañado como un niño travieso era sencillamente demasiado tentador.
El resto de la lección transcurrió entre intentos fallidos, magulladuras, y amenazas apenas veladas de expulsión. Pero, como Draco había predicho, fue Harry quien, finalmente, logró un destello de magia verdadera: un parpadeo y luego la forma inconfundible de su novio apareciendo dentro de su aro, jadeante pero triunfante.
Twycross aplaudió secamente.
"Bien hecho, señor Potter. Primer logro de la jornada."
Draco cruzó los brazos, mirándolo desde su lugar, una media sonrisa ladeándole los labios.
Claro que lo lograrías, pensó con amarga ternura. Terco como una mula. Y mío.
La tormenta seguía golpeando el castillo, pero en el pecho de Draco, una tormenta aún más feroz y peligrosa seguía creciendo, latiendo a ritmo de los pasos de Harry Potter. Y, lo sabía bien, esa tormenta apenas había comenzado.
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A Draco le bastó una sola mirada —una sola— para saber que Harry tramaba algo.
No era difícil leerlo. No cuando conocías la manera en que su ceja izquierda se tensaba apenas, o el modo en que mordía la parte interior de su labio cuando creía que nadie miraba. Harry era terrible para mentir, especialmente con los que verdaderamente importaban.
Y Draco, por supuesto, se colocaba a la cabeza de esa lista.
Por eso, con un suspiro lleno de fingida paciencia, Draco había decidido darle dos semanas. Dos semanas para que su terco, obstinado y desesperante novio confesara qué era eso que tanto él como sus dos inseparables y ruidosos amigos planeaban entre susurros en las esquinas.
"Dos semanas," se repitió, una y otra vez, como si fuera una oración sagrada. "Le daré dos semanas."
Una decisión, en teoría, razonable. En la práctica, un suplicio.
Cada día era una danza de miradas esquivas, conversaciones a medias y promesas tácitas que jamás terminaban de romper el silencio denso que se había instalado entre ellos. Draco lo soportó, con el temple de un mártir.
O al menos, eso le gustaba pensar.
El día amaneció gris, con una llovizna persistente que lamía las ventanas del castillo y pintaba el mundo de un tono melancólico. Los corredores estaban llenos de murmullos, de papelitos perfumados volando de mano en mano, de suspiros adolescentes que Draco encontraba absolutamente insoportables.
Hasta que Harry apareció frente a él, empapado hasta los huesos, con el cabello más desordenado que de costumbre y un ramo de lirios encantados para no marchitarse.
"Feliz San Valentín, Draco," dijo, la voz un poco ronca por el frío, pero cargada de una calidez que casi dolía.
Draco lo miró como si se le hubiera aparecido un espectro.
"¿Has perdido la cabeza?", preguntó, arqueando una ceja. "¿Sabes que pareces un trapo mojado, verdad?"
Harry sonrió, ese tipo de sonrisa que siempre lograba romper cualquier resistencia en Draco.
"Tenía que encontrarte antes de que escaparas," replicó, encogiéndose de hombros. "Además, el agua es solo... ambientación dramática."
"Patético," murmuró Draco, aunque sus dedos ya jugaban distraídamente con uno de los lirios.
"¿Patético... o romántico?"
Draco bufó, pero no lo negó.
Antes de que pudiera decir algo más, Harry lo arrastró —literalmente— fuera del Gran Comedor, hacia los jardines interiores, que por obra de algún milagro o un hechizo particularmente eficaz, estaban secos y protegidos de la lluvia.
Allí, sobre una manta calentada con encantamientos, Harry había dispuesto una improvisada merienda: pastel de manzana, un termo de chocolate caliente, y pequeñas cajas con bombones que, según dijo con un rubor adorable, había pedido por lechuza a Honeydukes.
Draco se dejó caer con toda la dignidad que pudo reunir.
"¿Planeabas secuestrarme, alimentarme y esperar que me rindiera?"
"Algo así," admitió Harry, sirviéndole una taza de chocolate. "Funciona en las novelas, al menos en las muggles."
Draco tomó la taza, fingiendo desdén.
"Y aquí pensé que eras original."
"Solo contigo," dijo Harry, muy serio.
Draco sintió que su estómago hacía un extraño giro traicionero. Bebió del chocolate para disimularlo.
Pasaron horas allí, riendo, discutiendo trivialidades, besándose bajo la falsa protección de un cielo que parecía a punto de romperse en llanto. Draco, contra todo pronóstico, se dejó llevar. Permitió que su armadura de sarcasmo y cinismo se agrietara un poco más.
Y por eso, cuando la fecha límite se acercó, le otorgó a Harry una semana adicional.
Una semana. Era todo lo que podía darle sin traicionarse a sí mismo.
El cuarto fin de semana de febrero amaneció con un cielo de plomo. Las nubes se arremolinaban pesadamente sobre las torres de Hogwarts, y un viento cortante se filtraba por cada grieta de piedra, anunciando que el partido de Quidditch de esa mañana no sería más que un baño inevitable de agua helada.
Draco miró por la ventana de los vestuarios, dejando que la brisa gélida le revolviera el cabello aún desordenado por el sueño. Había algo humillante en tener que empaparse para un partido que, honestamente, no requería más de cinco minutos de esfuerzo. Nadie en Slytherin, salvo quizás Blaise —demasiado obstinado para su propio bien—, tenía la más mínima intención de prolongar la agonía bajo la tormenta.
Con un bufido resignado, Draco se apartó del alféizar y recogió su uniforme de Quidditch, que colgaba de una silla como un testigo silencioso de la estupidez que estaba a punto de cometer.
El campo de Quidditch estaba convertido en un lodazal traicionero. Las tribunas crujían bajo el peso de los estudiantes que, envueltos en capas impermeables y encantamientos de protección, apenas podían ocultar su irritación. Ni siquiera la tradicional euforia que acompañaba a los partidos lograba calar esa mañana.
Draco se ajustó los guantes de cuero y montó su escoba con un movimiento elegante, lanzando una mirada de fastidio a Blaise, quien ya revoloteaba nerviosamente a varios metros sobre el suelo.
"Idiota," pensó Draco con cariño venenoso. "Solo a él le emociona jugar bajo una tormenta."
El pitido de Madame Hooch cortó el aire, y el partido comenzó con un chorro de barro y agua levantándose bajo las escobas.
Astoria, a pesar de su complexión delicada, demostró ser un relámpago verde y plateado entre la niebla, esquivando a los golpeadores de Hufflepuff con la gracia de un espectro. Draco la siguió de cerca, trabajando en perfecta sincronía con Blaise para maniobrar entre los cazadores rivales.
La estrategia era sencilla: marcar tantos como fuera posible antes de que la paciencia de todos —incluida la de Madame Hooch— se agotara.
El primer tanto fue de Astoria, un tiro limpio que el guardián de Hufflepuff apenas alcanzó a rozar. El segundo fue obra de Blaise, luego de un pase rápido que confundió a los cazadores de Hufflepuff. Draco anotó el tercero con una pirueta arrogante, elevando un rugido entre la porra de Slytherin.
Harper, mientras tanto, volaba como un murciélago enloquecido en busca de la Snitch, sin éxito.
Draco no pudo evitar reír para sí mismo. Ni siquiera la insistencia de su tonto novio, observándolo desde las gradas con una mezcla de orgullo y nerviosismo mal disimulado, podía hacerlo tomarse ese partido en serio.
Para cuando el marcador mostraba una diferencia humillante —Slytherin 150, Hufflepuff 20—, Madame Hooch, quizás movida por un arranque de misericordia, dio por concluido el partido. No hubo necesidad de celebración cuando Hufflepuff capturo la Snitch. Nadie se quedó mucho tiempo en el campo.
Los vestuarios estaban impregnados del olor a cuero mojado, sudor y barro. Draco se quitó los guantes lentamente, dejando que las gotas de agua resbalaran por su rostro como una purificación involuntaria.
Sabía que en cualquier momento Harry aparecería, seguramente con esa sonrisa medio culpable, medio esperanzada, buscando "recompensar" a Draco por el partido.
Pero cuando abrió la puerta, lo único que encontró fue a Theo abalanzándose sobre él en un abrazo efusivo.
"¡Ganamos, Draco!" exclamó Theo, con una carcajada jubilosa. "¡Y eso que parecía que íbamos a morir congelados!"
Draco apenas soltó una risa sardónica mientras se dejaba abrazar sin demasiada resistencia.
"Tranquilo, Nott," dijo, su voz impregnada de una ironía cortante. "No me aplastes antes de poder disfrutar de mi gloria."
Desde el rabillo del ojo, vio una figura conocida detenerse en seco. Harry, de pie, vestido aún con su túnica de Gryffindor, lo miraba como si el mundo se hubiera partido en dos.
Una mezcla de desánimo, decepción y algo mucho más oscuro brillaba en sus ojos verdes.
Draco sonrió, disfrutando cruelmente de la escena. Si su estúpido novio quería jugar al misterio, Draco sabía cómo vengarse.
Así que, en lugar de correr a sus brazos como Harry parecía esperar, se limitó a mantenerse en su uniforme de Quidditch, aún goteando, aún gloriosamente inalcanzable, y lo miró con una ceja arqueada, como preguntándole en silencio: "¿Y bien? ¿Te lo has ganado?"
La respuesta de Harry fue un paso tímido hacia adelante... y luego nada. Se quedó allí, tragándose las palabras que Draco sabía que aún no estaba listo para pronunciar.
Como castigo, Draco se giró con toda la indiferencia que pudo reunir, ignorándolo de forma deliberada.
Ni siquiera el venenoso destello de odio que Daphne le lanzó —al ver cómo su prometido, Theodore, seguía abrazando a Draco con demasiada familiaridad— logró incomodarlo tanto como lo hizo la mirada desesperada de Harry.
A finales de febrero, el ambiente en Hogwarts se volvió más denso, como una cortina de humo que nadie quería reconocer.
La noticia llegó una mañana cualquiera, filtrándose a través de los pasillos como veneno en agua limpia: la segunda salida a Hogsmeade había sido cancelada.
El anuncio provocó una ola inmediata de quejas, gritos indignados y rumores exagerados.
"¡Es injusto!" chillaban los de tercer año.
"¡No pueden encerrarnos aquí como prisioneros!" bramaban los de séptimo.
Pero Draco, sentado en un rincón de la sala común, apenas alzó una ceja.
Sabía —porque siempre sabía— que la verdadera razón era mucho más siniestra que la que los profesores admitían en voz alta.
Más de dos decenas de parientes de alumnos habían sido secuestrados o habían desaparecido sin dejar rastro desde las fiestas de Navidad. Padres, hermanos, primos...
La guerra que fingían ignorar estaba desbordándose por las grietas de la normalidad.
Draco se pasó los dedos por el borde de la ventana, observando cómo las gotas temblaban bajo su tacto.
Sabía, también, que uno de los hermanos Weasley —el mayor, tal vez, aunque no le importaba demasiado recordar nombres— había sido secuestrado en Año Nuevo.
Pero para ser honestos, parecían tomárselo con una indiferencia asombrosa.
"Claro," pensó con mordacidad, "con tantos hermanos, uno menos no debe hacer gran diferencia."
Y mientras escuchaba a los demás protestar por la pérdida de una salida a Hogsmeade —una nimiedad en comparación con la sangre que ya corría afuera—, Draco se preguntó cuánto tiempo más podrían seguir fingiendo que la guerra no los alcanzaría a todos.
Porque, tarde o temprano, lo haría. Y él estaba más que preparado para ello.
O al menos, eso se decía a sí mismo mientras su mirada buscaba, casi involuntariamente, a un par de ojos verdes al otro lado del comedor durante las comidas.
Ojos que todavía guardaban secretos. Secretos que Draco ya no sabía si quería o no conocer.
El primero de marzo amaneció cubierto por una neblina espesa, fría y densa como una manta húmeda que se aferraba a cada rincón del castillo. Draco descendió al Gran Comedor con una expresión cuidadosamente neutra, como era su costumbre, solo para que esa fachada se resquebrajara apenas cruzó el umbral.
Harry no estaba allí.
Draco frunció el ceño, ocultando su incomodidad bajo una mirada desdeñosa que solo engañaba a los más ingenuos. Caminó hacia su lugar en la mesa de Slytherin, se dejó caer en el banco con una gracia irritada y clavó la vista en la puerta, esperando ver asomar aquella inconfundible maraña de cabello negro.
Nada.
Seguro que se está vistiendo... o discutiendo con Weasley sobre algo irrelevante, pensó, revolviendo distraídamente su plato sin apetito alguno.
Los minutos fueron dilatándose, perezosos y crueles, arrastrando con ellos la paciencia de Draco. Al cabo de una hora, cuando el profesor Twycross ya había comenzado a organizar la cuarta sesión de aparición y los estudiantes formaban filas desordenadas como ganado resignado, la preocupación anidó en su pecho con garras heladas.
Severus, que supervisaba de lejos con su eterna expresión de disgusto, no tardó en advertir el desasosiego de su ahijado.
“Draco, compórtate,” murmuró con voz baja, apenas perceptible entre el murmullo de voces y pasos. “Pareces una novia histérica antes de una boda.”
Draco ni siquiera tuvo fuerzas para lanzar un comentario sarcástico, lo cual, viniendo de él, era tan alarmante como un grito de auxilio.
Su mente, siempre aguda, comenzó a desbordarse de posibilidades. ¿Y si Harry había sufrido un accidente? ¿Si había sido atacado? Conociéndolo, era perfectamente capaz de haberse lanzado de cabeza contra cualquier amenaza sin pensarlo dos veces.
Cuando la tercera campana sonó, marcando el final de la práctica, Draco no esperó ni un segundo más. Sin despedirse de nadie, ignorando por completo a Twycross y al resto de los alumnos que apenas se estaban desmaterializando de regreso a sus casas comunes, salió del Gran Comedor a paso rápido, casi al borde de la carrera.
Sus zapatos resonaban en los corredores vacíos, su respiración era una sucesión entrecortada de jadeos silenciosos. Buscó en la Biblioteca, en los jardines, en la Torre de Astronomía. Preguntó a un par de alumnos de tercero que lo miraron con sorpresa cuando su compostura habitual se quebró apenas lo suficiente como para dejar entrever el filo de su desesperación.
Subió, bajó escaleras, atravesó pasillos oscuros y fríos. Incluso llegó a la enfermería, pero la encontró cerrada, las ventanas protegidas por cortinas pesadas. Golpeó la puerta con fuerza, exigiendo una respuesta que no llegó.
El corazón le martilleaba en las sienes como un aviso brutal.
En algún rincón racional de su cerebro, sabía que debía calmarse. Que no podía perder la cabeza por un simple retraso. Pero esto era Harry. Harry, que caminaba hacia el peligro como si fuera un paseo dominical. Harry, que era suyo aunque el mundo entero pareciera conspirar para recordarle que no podía poseerlo de verdad.
El tiempo se volvió una broma cruel. Las horas parecieron desdibujarse en una niebla de ansiedad hasta que, ya entrada la tarde, Draco escuchó voces en uno de los corredores cercanos al ala de la enfermería.
Se detuvo en seco, el corazón le dio un vuelco tan violento que por un momento pensó que iba a vomitar.
Y entonces, lo vio.
Harry, saliendo de la enfermería acompañado de Granger y de la pelirroja Weasley. Se veía cansado, con una pequeña venda en la mano y una expresión de hastío que Draco reconoció demasiado bien: era la mueca que hacía cuando intentaba ocultar el dolor tras una fachada de resignación.
“¡Harry!” exclamó Draco, sin poder evitarlo.
Blaise y Pansy, que estaban siguiéndolo de cerca, le gritaron algo —probablemente que no corriera—, pero Draco ya no los escuchaba.
Corrió. Atravesó el pasillo ignorando las miradas sorprendidas y los murmullos. Sus zapatos resonaban en el suelo de piedra, pero el ruido era insignificante comparado con el clamor ensordecedor en su pecho.
Cuando llegó a su lado, no dijo una sola palabra.
Simplemente lo envolvió en sus brazos, apretándolo contra sí como si su propia vida dependiera de ese contacto. Harry soltó un quejido de sorpresa, pero no lo apartó. De hecho, sus dedos se cerraron en la túnica de Draco, aferrándose a él como un náufrago a un pedazo de madera.
El aroma de Harry —una mezcla de hierba mojada, madera y algo cálido e indescriptible— le invadió los sentidos. El alivio le desgarró el alma tan violentamente que no pudo evitar bajar el rostro y besarlo.
Un beso rápido, urgente, desesperado.
La piel de Harry estaba fría por la brisa del castillo, pero sus labios estaban cálidos y vivos.
La tensión acumulada durante horas se rompió como un dique y Draco apenas logró contener un sollozo que le subió por la garganta.
“¿Qué demonios te pasó?” preguntó finalmente, separándose apenas lo suficiente para mirarlo a los ojos.
Harry sonrió, una mueca cansada y traviesa al mismo tiempo. “¿Te preocupaste por mí, Draco?”
Draco bufó, buscando su sarcasmo como un náufrago busca tierra firme.
“No seas ridículo,” respondió, su voz temblando ligeramente. “Solo estaba preocupado por... por mi reputación. Si mueres de forma estúpida, todos pensarán que he estado saliendo con un idiota.”
Granger resopló detrás de ellos y la chica Weasley murmuró algo poco halagador, pero Draco no les prestó atención.
Harry, por su parte, rió suavemente, ese sonido rasposo y hermoso que siempre parecía calentar algo en el pecho de Draco.
“He estado todo el día con Ron,” dijo, como si eso explicara todo.
Draco enarcó una ceja, su paciencia colgando de un hilo muy delgado. “¿Y eso qué significa? ¿Ahora resulta que te hieres por acompañar a Weasley?” añadió, con su sarcasmo habitual, afilado como un cuchillo, pero no logró disfrazar del todo el miedo que aún sentía.
Granger y la chica Weasley intercambiaron una mirada nerviosa. Harry soltó un suspiro derrotado.
“Ron fue envenenado dos veces,” explicó finalmente. “Primero con un filtro de amor mal preparado... y después con un licor que Slughorn tenía.”
Draco lo miró sin parpadear, sus ojos fríos, inalterables.
“No me interesa si Weasley está muerto o no,” dijo, encogiéndose de hombros con fingida indiferencia. Lo que realmente quería decir —lo que no podía— era que solo le importaba Harry, su bienestar, su estúpida manía de ponerse en peligro a cada instante.
En cambio, alzó la vista hacia la venda en la mano de Harry, su mirada afilándose.
“¿Y eso?” preguntó en tono cortante, señalando la mano herida.
Harry pareció tensarse al instante. Dudó. Sus ojos verdes esquivaron los de Draco durante un segundo, apenas un segundo, pero para Draco fue suficiente.
“Harry,” repitió, su voz más baja, más peligrosa. “¿Qué pasa?”
El silencio se estiró entre ellos, denso y pegajoso como la melaza. Finalmente, Harry soltó el aire de golpe y bajó la mirada.
“Me hicieron una prueba de paternidad,” confesó en voz baja.
Draco lo soltó como si le hubieran echado encima agua hirviendo.
Lo miró con incredulidad, su estómago hundiéndose violentamente. Cada músculo de su cuerpo se tensó.
“¿Qué?” preguntó, su tono era una mezcla entre una carcajada incrédula y un rugido.
Miró instintivamente hacia la chica Weasley, que palideció visiblemente bajo su escrutinio. Pero antes de que pudiera abrir la boca, Harry se apresuró a levantar ambas manos.
“¡No es ella!” aseguró, casi tropezando con sus propias palabras.
Draco frunció aún más el ceño, su cabeza dando vueltas. Giró lentamente hacia Granger, que se limitó a cruzarse de brazos, lanzándole una mirada exasperada.
“No soy yo tampoco, Malfoy,” dijo Hermione con firmeza.
Draco, aturdido, miró de nuevo a Harry. Esta vez, su voz fue más baja, cargada de una furia fría.
“¿Entonces quién?”
Harry bajó la mirada, como si de repente el suelo del castillo fuera fascinante. Cuando habló, su voz fue apenas un susurro, lleno de una vergüenza que a Draco le revolvió el estómago.
“Es Ron.”
Por un momento, Draco se quedó congelado. Luego soltó una carcajada seca, cortante.
“¡Claro, claro!” exclamó, agitando las manos. “¡Muy gracioso, Potter! ¿Sabes? Por un momento pensé que hablábamos en serio—”
Su risa se apagó lentamente cuando notó que ni Granger ni la Weasley reían. Y Harry... Harry simplemente lo miraba con esos ojos enormes y culpables.
La sangre de Draco se heló.
Blaise y Pansy, que apenas llegaban junto a ellos, los observaron con confusión.
“¿Qué pasa aquí?” preguntó Blaise, entrecerrando los ojos.
“¡Nada que les importe!” soltó Ginebra con una aspereza tan inusual que hasta Pansy alzó las cejas.
Draco apenas los oyó. Su mundo se había reducido al rostro de Harry y las miles de suposiciones que se agolpaban en su mente.
Tragó saliva, su voz áspera al preguntar:
“¿Por qué demonios te hicieron la prueba a ti?”
Harry suspiró, evidentemente cansado, como si cada palabra le costara un esfuerzo monumental.
“Porque Ron no quiere decir quién es el... responsable,” explicó, apretando la venda de su mano.
Blaise arqueó una ceja. “¿Responsable de qué?”
Pero nadie respondió.
Draco dio un paso más cerca de Harry, sus ojos grises intensos, devastadores.
“¿Tú tuviste algo que ver?” preguntó en voz baja, como si el mundo pudiera caerse dependiendo de la respuesta.
Harry levantó la cabeza al instante, su voz firme, fuerte, tan clara que resonó en todo el pasillo:
“¡Yo solo te deseo a ti!”
El silencio fue absoluto. Las mejillas de Granger, Weasley y hasta de Pansy se tiñeron de rojo. Blaise bufó y desvió la mirada, disgustado.
Draco, en cambio, sintió algo dentro de él derrumbarse y recomponerse en el mismo instante.
No se molestó en responder. Simplemente atrapó a Harry del cuello de la túnica y lo besó, sin ningún pudor, sin importarle las miradas, los murmullos, nada.
Besarlo era reafirmar que Harry era suyo, solo suyo.
Cuando se separaron, los seis ya comenzaban a caminar lejos de la enfermería, deseosos de dejar atrás la extraña tensión. Pero las voces que se elevaron desde dentro los detuvieron.
Un grito furioso. Luego otro.
La voz de Molly Weasley, inconfundible, chillando algo sobre responsabilidad y vergüenza. Y la de Arthur, mucho más controlada, pero igualmente dura.
Draco frunció el ceño.
“¿Quién está ahí dentro?” preguntó en voz baja, manteniendo una mano sobre la espalda de Harry.
Fue Hermione quien respondió:
“Los señores Weasley. Madam Pomfrey. El director Dumbledore. Y la profesora McGonagall.”
Pansy cruzó los brazos, su ceño fruncido. “¿Y por qué tanto alboroto?”
Ginebra lanzó otra mirada de advertencia.
“No es asunto de ustedes,” dijo entre dientes.
Antes de que Draco pudiera replicar, la puerta de la enfermería se abrió de golpe.
La profesora McGonagall salió al pasillo con el ceño fruncido, su expresión severa.
Sus ojos grises y agudos se detuvieron en Blaise como un rayo láser.
“Señor Zabini,” dijo con un tono que no admitía réplica, “será mejor que pase adentro. Su madre ya ha sido convocada.”
El corazón de Draco dio un vuelco. Pansy soltó un jadeo audible. Hasta Harry pareció tensarse.
Draco entrecerró los ojos, girando hacia Blaise. Se acercó un paso, siseando con furia contenida:
“¿Qué carajos has hecho?”
Blaise, lejos de mostrarse nervioso, sostuvo su mirada. Un destello frío y duro pasó por sus ojos, suficiente para que Draco entendiera: su amigo estaba metido en algo mucho más grave de lo que jamás habían imaginado.
Y esto apenas estaba empezando.
Chapter 32: Son las 2 am y estoy maldiciendo tu nombre
Summary:
Nos has lastimado… Harry 😭
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La enfermería, usualmente silenciosa salvo por el leve tintinear de frascos y el murmullo ocasional de Madam Pomfrey, se había transformado en un campo de tensión casi palpable.
Cuando Blaise dio el primer paso dentro, Draco y los demás lo siguieron en automático, como si fueran marionetas tiradas por la misma cuerda invisible. El eco de sus pisadas retumbaba en las paredes de piedra, denso y pesado. Frente a ellos, los padres de Weasley se giraron abruptamente, pero no para ver al grupo entero. No. Sus ojos, duros y acusadores, se clavaron directamente en Blaise Zabini como dagas.
Draco sintió que un mal presentimiento se revolvía en su estómago.
La única cama ocupada en toda la estancia era la más alejada. La comadreja estaba sentado en ella, encorvado, cabizbajo, las manos entrelazadas sobre el regazo, ajeno a todo y a todos. El chico, que de por sí solía cargar una atmósfera de torpeza desesperante, ahora parecía la viva imagen de la miseria. Un espectro de sí mismo.
Draco apartó la vista, un incómodo nudo instalándose en su garganta.
Fue Madam Pomfrey quien rompió el tenso silencio.
“Señor Zabini,” dijo con firmeza, acercándose, “por favor, explíquese.”
Blaise, imperturbable como siempre, cruzó los brazos sobre el pecho y ladeó apenas la cabeza. “No sé de qué se me acusa,” respondió con esa voz profunda y tranquila que a Draco siempre le había parecido peligrosa, casi demasiado serena.
La madre de Weasley soltó una carcajada cruel, un sonido tan fuera de lugar que a Draco se le erizó la piel. Molly Weasley dio un paso al frente, roja de furia, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.
“¡Mi hijo, mi Ron, está embarazado!” exclamó, y el escándalo de sus palabras hizo eco por toda la enfermería. “Y él dice que fuiste TÚ quien lo dejó en este estado.”
Pansy se atragantó con su propia saliva de la impresión, y Granger, que estaba a su lado, acudió rápidamente para darle unas palmaditas en la espalda, ayudándola a recuperar el aliento.
Draco cerró los ojos con fuerza, deseando —con todo su ser— despertar de lo que solo podía ser una pesadilla absurda. No podía estar pasando. No podía estar escuchando eso. No aquí, no ahora.
Blaise, en cambio, ni siquiera pestañeó.
“No tengo nada que ver con esto,” dijo, su voz tan seca que casi parecía una bofetada.
Arthur Weasley, con una expresión de grave decepción, dio un paso hacia adelante. “Si eso es cierto, entonces no deberías tener problema en dar una gota de sangre para una prueba.”
Blaise entrecerró los ojos, su postura endureciéndose. “Me niego.”
La madre de Weasley soltó un grito ahogado, de indignación pura. “¡Claro que te niegas! Sabes que has arruinado la vida de mi hijo y ahora quieres huir de tus responsabilidades.”
La mirada de Blaise fue un cuchillo afilado, cortante. “No pienso someterme a nada. Soy menor de edad.”
Fue la profesora McGonagall quien intervino entonces, su voz firme pero cargada de una paciencia visiblemente forzada.
“Precisamente por esa razón se ha llamado a su madre, señor Zabini.”
El silencio que siguió fue un abismo. Draco sentía la sangre golpearle las sienes. Se debatía entre las ganas de zarandear a su amigo por su estupidez o alejarse corriendo de todo ese desastre. Blaise, ¿cómo habías sido tan idiota?
Harry, a su lado, se mantenía inusualmente sereno, tanto que Draco supo de inmediato que no era calma lo que sentía, sino una furia tan intensa que solo se sostenía gracias a una delgada, frágil línea de autocontrol.
Los minutos se arrastraron como horas hasta que finalmente las puertas de la enfermería se abrieron de par en par con un golpe que resonó como un trueno.
Lady Zabini entró.
El aire mismo pareció cambiar a su alrededor. Era una mujer alta, de piel color miel, con unos ojos oscuros y fríos como ónix pulido. Cada paso que daba era elegante y decidido, su vestido largo de terciopelo negro ondeando a sus tobillos, revelando destellos de sus costosos zapatos italianos de tacón de aguja. Llevaba joyas discretas pero evidentemente carísimas, y una diadema de perlas adornaba su cabello, perfectamente recogido en un moño elegante.
Su sola presencia impuso silencio y respeto. Era majestuosa, inalcanzable, una bruja cuya belleza y aura de poder parecían su propio escudo impenetrable.
Detrás de ella caminaban el director Dumbledore —con su habitual expresión de falsa cordialidad— y Severus, cuya mirada dura como piedra se clavó de inmediato en Draco. Draco, sintiéndose repentinamente como un niño atrapado robando dulces, soltó a Harry, quien lo miró entre dolido y desconcertado.
Lady Zabini se detuvo frente a su hijo, sin mirarlo aún.
“¿Por qué me han llamado, Blaise?” preguntó, su voz como seda afilada.
Fue Dumbledore quien, en un tono que pretendía ser amable, pero que no lograba disfrazar el contenido de sus palabras, explicó toda la situación.
La madre de Blaise escuchó todo sin cambiar de expresión. Cuando terminó, ladeó apenas la cabeza y, con la más mínima de las sonrisas, se volvió hacia los padres Weasley.
“¿Cuánto desean para dejar en paz a mi hijo?” preguntó, como quien ofrece comprar un mueble molesto.
El rostro de Molly Weasley enrojeció de tal manera que Draco temió que le estallara una vena.
“¡¿Cómo se atreve?!” gritó. “¡El honor de mi hijo no está en venta!”
Lady Zabini, sin inmutarse, sacudió una pequeña mota invisible de su guante de encaje. “Lamentable,” dijo con fingido pesar. “Entonces permítanme hacer otra oferta: puedo comprar su silencio.”
La indignación fue tal que el señor Weasley tuvo que sujetar a su esposa antes de que se abalanzara sobre ella.
Draco apenas se atrevía a respirar. Se moría de ganas de tocar a Harry, de entrelazar sus dedos, de asegurarse de que, al menos, él estaba allí, sólido y real entre toda aquella pesadilla absurda. Pero no podía. No con Lady Zabini presente, con su fría dignidad que convertía cualquier gesto espontáneo en un sacrilegio.
El ambiente era una tormenta a punto de estallar.
Blaise no decía nada, ni se defendía, ni se disculpaba. Solo observaba todo con la misma calma imperturbable que Draco empezaba a reconocer como autodefensa. Pero Draco no podía dejar de pensar que, en algún nivel, su amigo había sido irresponsable. No solo por su vida. Por todos ellos.
Harry estaba tenso, sus ojos verdes brillando peligrosamente. Draco sintió el peso de su furia contenida vibrando contra su costado.
La profesora McGonagall, finalmente, intervino.
“Lady Zabini, su hijo deberá someterse a una prueba para esclarecer los hechos. Con su permiso, procederemos a tomar una muestra de sangre.”
Lady Zabini miró a su hijo, y fue en ese breve intercambio de miradas donde Draco lo vio: la promesa muda de venganza, de represalias, de consecuencias.
“Permítanle tomarla,” dijo finalmente la bruja, su voz como un susurro mortal.
El destino de todos parecía haberse sellado en ese instante.
Y Draco, atrapado en medio del huracán, solo pudo pensar en Harry. Solo en él. Como siempre. Como siempre sería.
El silencio era tan denso que parecía otro huésped más, sentado al borde de una de las camas, expectante.
Draco, con la espalda recta y las manos crispadas a los costados, sentía cómo su pulso latía sordamente en sus oídos. Su respiración era lenta, medida a la fuerza, como quien camina sobre el filo de una navaja. No apartaba la vista de Harry, que forcejeaba en silencio con Granger y la mocosa Weasley, sus ojos verdes ardiendo de rabia contenida.
Harry, su Harry, estaba fuera de sí.
Y Draco, cobarde o inteligente —nunca estaba seguro cuál de las dos—, no se movía.
“Muy bien,” dijo Madam Pomfrey finalmente, sacándolo del trance. Su voz era firme, sin embargo, todos pudieron notar el leve temblor que ocultaba. “Se procederá ahora.”
Una mesa rodante se deslizó por sí sola hasta Blaise, rechinando levemente. Sobre ella descansaba una pequeña ampolla de cristal, delgada como un dedo, que contenía un líquido plateado que se arremolinaba perezosamente dentro. Era imposible saber si era sólido o líquido; parecía estar en un estado intermedio, vivo de alguna forma perversa.
Un bisturí encantado flotaba junto a la enfermera.
Blaise no pestañeó cuando el pequeño corte fue hecho en la yema de su dedo índice. Ni un quejido, ni una mueca. Solo extendió la mano con la indiferencia de quien ya ha aceptado su condena.
Una única gota de sangre oscura cayó en el interior de la ampolla.
El efecto fue inmediato. El líquido se agitó como un animal herido, centelleando con rabia, y luego, lentamente, se tornó de un profundo y brillante color rojo carmesí.
Draco supo lo que significaba antes que nadie hablara.
La prueba era positiva.
Un grito ahogado —no, un aullido desgarrado— surgió de la garganta de la señora Weasley.
“¡Lo sabía! ¡Lo sabía!” chilló, señalando a Blaise con un dedo tembloroso. Sus mejillas estaban rojas, brillantes de furia, sus ojos desorbitados. “¡Has arruinado la vida de mi niño! ¡Lo has corrompido, lo has deshonrado!”
Ron, sentado como una sombra derrotada en su cama, no alzó la vista. Su mera presencia, su existencia miserable, parecía empequeñecer cada vez más.
La señora Weasley rompió a llorar, primero en gemidos altos, luego en sollozos que sacudían su cuerpo entero.
Harry, sin esperar más, se zafó bruscamente de Hermione y Ginny. Se lanzó hacia Blaise como un rayo, toda su furia condensada en sus puños.
Fue Hermione quien, con una rapidez que a Draco le resultó casi dolorosa de ver, se interpuso, sujetando a Harry por los hombros.
“¡Harry, no!” chilló la castaña, luchando por mantenerlo a raya.
Ginebra, más hábil, le sujetó una muñeca con fuerza, sus ojos ardientes de lágrimas.
Draco no se movió. Solo observaba. Observaba a su mundo derrumbarse en silencio.
“Basta,” dijo Lady Zabini, su voz cortante como un látigo.
Toda la sala pareció congelarse.
La madre de Blaise, erguida como una estatua esculpida en mármol negro, avanzó dos pasos, sus tacones resonando como campanadas de muerte contra el suelo de piedra.
“¿Este es el nivel de disciplina que promueve Hogwarts?” preguntó, sin levantar la voz, pero logrando que todos la escucharan con claridad mortal. “¿Permitir agresiones físicas, amenazas, linchamientos en plena enfermería?”
McGonagall se tensó visiblemente, pero antes de que pudiera hablar, Lady Zabini continuó:
“Esta es una falla de la institución, no de mi hijo. Si hubiese una mínima supervisión sobre sus estudiantes, si los profesores hicieran su trabajo y el director cumpliera su rol... este tipo de incidentes nunca ocurrirían.”
La mirada de Dumbledore, curiosamente apacible, no dejaba entrever nada.
Fue la señora Weasley quien, entre hipidos, gritó: “¡Fue tu hijo el que arruinó al mío! ¡Un niño decente, puro, inocente!”
Lady Zabini arqueó una ceja.
“Inocente,” repitió, como si la palabra fuese un veneno que saboreaba lentamente. “¿Acaso no sabe protegerse? ¿No le enseñaron los riesgos del sexo casual? ¿Debo suponer entonces que su familia cría idiotas, señora Weasley?”
Un murmullo horrorizado recorrió la sala. La señora Weasley enrojeció hasta la raíz del cabello.
“No es la primera vez,” continuó Lady Zabini, quitándose un invisible hilo de polvo del vestido. “Que una familia de dudoso linaje intenta encadenar a mi hijo mediante un embarazo inesperado. Lamento informarles, mis señores, que mi Blaise no es tan fácil de atrapar como ustedes creen.”
Lady Zabini giró ligeramente la cabeza, su mirada evaluando la escena con un desprecio apenas disimulado.
“Pero dado que evidentemente hay una criatura en camino, no pienso negar responsabilidades. Propongo una solución civilizada: una transacción justa. ¿Cuánto desean a cambio del... feto?”
El silencio que siguió fue ensordecedor.
La señora Weasley pareció quedar momentáneamente sin palabras, su rostro una máscara de indignación y horror.
“¡Jamás!” gritó finalmente, la voz quebrada por la rabia. “¡Mi nieto no es una mercancía!”
Lady Zabini se encogió de hombros con indiferencia. “Todo tiene un precio, señora. Algunos solo son más tercos al admitirlo.”
Draco sintió que su estómago se revolvía. El mundo parecía cada vez más irreal, más pesado, como si estuviera atrapado en una pesadilla febril de la cual no podía despertar. Lo único real era la figura de Harry, jadeando de furia, con la ropa desordenada y los puños cerrados.
“Bien hecho, Draco,” dijo Lady Zabini de pronto, girando su atención hacia él. Sus ojos brillaban como cuchillas afiladas. “Parece que al menos uno de ustedes tiene la sensatez suficiente para no cometer estupideces irreparables.”
Draco inclinó la cabeza levemente, sin saber si sentirse halagado o asqueado.
Lady Zabini giró entonces hacia Severus, que observaba todo con el ceño fruncido y los labios apretados.
“Severus, Lucius siempre confió en su capacidad para cuidar de su hijo,” dijo, su voz impregnada de una dulzura envenenada. “Lástima que esa misma vigilancia no se extendiera a mi Blaise. Pero no se preocupe, no guardo rencores... solo observo, y aprendo.”
Severus se inclinó apenas, su rostro tan impenetrable como la piedra.
“Ahora,” prosiguió Lady Zabini, volviendo su mirada al director, “¿hay algo más que deba atenderse, o puedo retirar a mi hijo de este circo decadente?”
Dumbledore cruzó las manos con calma.
“Habrá consecuencias, Lady Zabini. Pero discutiremos eso en privado.”
Lady Zabini sonrió, delgada y peligrosa.
“Como prefiera.”
Draco dejó escapar un suspiro que no sabía que estaba conteniendo. Se sentía agotado, desgarrado por dentro, como si hubiese estado luchando en una guerra invisible mientras su cuerpo permanecía quieto.
Harry aún lo miraba, pero ya no con furia: lo miraba como si Draco le hubiese fallado de alguna manera. Como si hubiese esperado que hiciera algo... y no lo hubiese hecho.
Draco bajó la mirada. Porque sabía que era cierto. Y lo peor de todo era que ni siquiera sabía cómo empezar a arreglarlo.
Sentado en una silla de respaldo recto junto a lado de Blaise, Draco tamborileaba los dedos sobre su muslo, conteniendo la marea de emociones que amenazaba con consumirlo. A su derecha, Pansy cruzaba los brazos con furia, lanzando cuchilladas invisibles a Blaise con la mirada. Y Blaise… Blaise Zabini parecía aburrido, como si todo esto no fuera más que otra pequeña molestia en su día perfectamente planeado.
"Deberías al menos fingir que te importa," masculló Pansy entre dientes, la rabia chisporroteando en sus palabras.
Blaise bostezó, sin ningún tipo de prisa. "Me importa," dijo en tono desganado, jugando con la manta blanca de la cama cercana. "Solo que no lo suficiente como para pretender que fue algo más de lo que fue."
Draco apenas pudo contener el bufido sarcástico que se le formó en la garganta. Blaise siempre había sido así: frío, desapegado, demasiado seguro de que su mundo podía arreglarse con dinero y una sonrisa vacía.
"Se te olvidó," repitió Draco, su voz tan seca como el pergamino viejo, "que te acostaste con la comadreja."
"¿No les pasa a todos?" preguntó Blaise, como quien comenta sobre el clima. "Una fiesta aburrida, un par de copas robadas de whisky de fuego… Un error insignificante."
Un silencio mortal cayó sobre ellos. Delante de ellos, Draco pudo ver las figuras de los Weasley: la señora Weasley de pie como una tormenta contenida, el señor Weasley intentando sostenerla, aunque con la mandíbula tan apretada que parecía hecha de piedra. La pequeña Weasley, con el rostro encendido de furia. Y Harry… Harry, que brillaba como una llama en medio del caos, la rabia escrita en cada línea de su cuerpo.
Y justo en ese momento, las palabras que nunca debieron ser pronunciadas escaparon de la boca de Blaise:
"Además," añadió encogiéndose de hombros, "ni siquiera fue la gran cosa."
El rugido fue inmediato.
Harry fue el primero en moverse, un destello verde y furioso que atravesó la sala como un hechizo fuera de control. Draco apenas tuvo tiempo de saltar hacia un lado cuando Granger y la chica Weasley se lanzaron sobre Harry, sujetándolo con desesperación antes de que llegara hasta Blaise.
"¡Déjenme, voy a matarlo!" vociferó Harry, sus ojos brillando con una ira salvaje que Draco rara vez había visto.
Por un segundo, Draco no hizo nada. No movió un músculo, simplemente observó cómo su mundo se desmoronaba frente a sus ojos, con Harry al centro de todo, fuera de sí, y él… inmóvil. Incapaz de salvarlo de su propia furia.
Fue Severus quien finalmente intervino, apareciendo como una sombra entre la confusión, su varita en alto, conjurando una barrera mágica invisible que separó a los Weasley de Blaise en un suspiro. McGonagall, con su habitual eficiencia de acero, apareció justo detrás, su expresión tan severa que hasta Draco, acostumbrado a ella, sintió escalofríos recorrerle la espalda.
"¡Suficiente!" tronó la profesora, su voz cortando el aire como un látigo.
"¡Ese mocoso insultó a mi hijo!" gritó la señora Weasley, luchando contra el hechizo de contención de Severus.
"Y créame, señora Weasley," dijo Severus con su característico tono gélido, "que de no estar yo aquí, lo lamentaría profundamente. No en nombre del colegio, sino en el suyo propio."
La tensión era tan densa que Draco podía saborearla en su lengua, amarga y metálica. Se preguntó si así sabría la sangre.
Lady Zabini había reaparecido brevemente en la enfermería, su presencia envolvente como una serpiente real que se desliza silenciosa pero mortal. Habló con su hijo en privado por un par de minutos —susurrando palabras que Draco apenas alcanzó a oír, llenas de advertencias y amenazas—, y luego se fue con la misma frialdad con la que había llegado.
En su camino, había dejado sembrado el caos.
Antes de irse, había apuntado un dedo largo y enjoyado hacia la señora Weasley, su tono cargado de un desprecio apenas contenido:
"Quizá," había dicho, su voz acariciando cada palabra como un cuchillo, "sienta que hace lo correcto al seguir manteniendo el poco honor de su hijo conservando al feto, pero otros al menos han tenido la decencia de aceptar lo que se les ofreció y arreglando el error a tiempo."
La señora Weasley había tenido que ser sujetada por su esposo para no lanzarse sobre Lady Zabini mientras se marchaba de la enfermería.
Ahora, Blaise seguía encogiéndose de hombros, como si toda la furia, el dolor, la humillación, le fueran ajenos.
Madam Pomfrey, ignorando la tensión casi explosiva, había comenzado a hablar con su voz fuerte y clara, una voz que resonaba contra los techos altos y góticos de la enfermería.
"Treinta y tres centímetros de cintura, síntomas de náusea matutina, exámenes positivos de Amniocentesis… Trece semanas de gestación confirmadas," recitó como si hablara de un dolor de cabeza, "un embarazo bastante avanzado para no haberse detectado antes."
Draco hizo las cuentas mentalmente, con una rapidez nacida del hábito de buscar patrones incluso en el caos.
Noviembre. Fiesta de Gryffindor. Cuarta semana. El partido contra Ravenclaw.
Se obligó a no recordar detalles, pero era imposible. Esa noche, mientras Blaise desaparecía, Pansy y Granger… Draco cerró los ojos un segundo. Maldita sea.
Cuando los abrió, vio a Pansy, su mejor amiga, con el mismo gesto horrorizado en el rostro. Y Granger… parecía tan pálida como una sábana, su mirada perdida en recuerdos que probablemente deseaba olvidar tanto como Draco.
Todo enredado, todo mezclado en un nudo imposible de desenredar.
"¿Qué vamos a hacer ahora?" murmuró Pansy, acercándose a Draco como si pudiera protegerse de la tormenta con su mera presencia.
Draco no respondió. No tenía respuestas.
Al otro lado de la sala, los señores Weasley interrogaban a Madam Pomfrey, sus voces se filtraban, rotas y desesperadas.
“¿Y está… está segura que el bebé está bien?” preguntó la señora Weasley con un temblor en la voz, aferrando el brazo de su esposo como si así pudiera mantenerse en pie.
Madam Pomfrey, con la paciencia curtida por años de lidiar con catástrofes adolescentes, asintió con gravedad.
“El señor Weasley y el bebé están fuera de peligro… por ahora,” dijo con tono firme. “A pesar de la exposición a dos potentes toxinas, ambos muestran signos vitales estables.” Hizo una pausa deliberada antes de añadir: “Debo insistir: el filtro de amor en gestantes es considerado un veneno extremadamente dañino.”
Arthur Weasley apretó los labios hasta formar una línea blanca. Ginebra, a su lado, parecía a punto de lanzar un Crucio en cualquier momento.
Pero Blaise no prestaba atención. Se acomodó perezosamente en su asiento y, cuando Severus se acercó con paso depredador, Blaise preguntó, con el tono indiferente que reservaba para desconocidos:
“¿Ya podemos irnos?”
Severus lo fulminó con la mirada, esa que podía congelar a un basilisco.
“Por desgracia, sí. Lady Zabini ha retirado toda representación parental de tu caso al abandonar el colegio.” Su voz era ácida. “Tú, Parkinson, Malfoy… los tres, a las mazmorras. No salgan de allí hasta que yo lo indique. Y créanme,” añadió con un deje amenazante, “hablaremos.”
Draco sintió cómo se le helaba la espalda, pero asintió con la cabeza en un movimiento breve y crispado. Pansy no dijo nada; se limitó a tomar del brazo a Blaise y a caminar hacia la salida como si fuera a un entierro.
Draco, sin embargo, se detuvo en el umbral. No podía irse todavía, no sin mirar a Harry una vez más.
Su mirada buscó instintivamente a Potter entre la maraña de rojos Weasley, y cuando lo encontró, su corazón se partió en dos.
Harry lo miraba. Pero ya no era la mirada de hace rato, llena de calor, de complicidad secreta y amor tímido. Era fría. Decepcionada. Rota.
Draco apartó la mirada antes de que sus piernas flaquearan. Temía lo que venía después. Lo temía de una manera visceral y profunda que le retorcía las entrañas. Cuando por fin se obligó a moverse, notó la mirada de Severus clavada en él. Era una advertencia silenciosa: luego hablaremos.
El pasillo estaba vacío salvo por los ecos de sus pasos apresurados. Iban ya a medio camino a las mazmorras cuando el grito desgarrador rompió la quietud.
“¡ZABINI!”
Fue como una explosión. Un huracán.
Harry pasó corriendo a su lado, tan rápido que Draco apenas alcanzó a sentir el movimiento de su túnica. Blaise apenas giró la cabeza antes de recibir el primer golpe directo en la mejilla.
La fuerza de Harry no parecía humana. Draco se quedó paralizado por una fracción de segundo, viendo cómo Blaise caía contra la pared con un quejido apagado. Harry no le dio respiro: estaba encima de él, golpeándolo de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, cada puñetazo cargado de una rabia casi primitiva.
“¡Harry!” gritó Draco, acercándose, tirando de su brazo. “¡Harry, basta!”
Pero era como intentar contener a un dragón desatado. Harry no parecía oírlo; era como si el dolor y la furia hubieran eclipsado toda razón. Cada puñetazo hacía que Blaise se encogiera más contra la pared, su rostro ya inflamado, sangre manando de su ceja.
“¡Harry, por favor!” suplicó Draco, tirando con todas sus fuerzas.
Nada.
Fue Pansy quien, con los ojos brillando de furia, sacó su varita y, con un rápido movimiento, lanzó a Harry hacia atrás con un Depulso bien dirigido.
Harry cayó de espaldas, jadeando.
“¡Pansy, no!” gritó Draco, interponiéndose entre ella y Harry, viendo cómo Pansy levantaba su varita de nuevo. “¡Llévate a Blaise!”
Pansy dudó, su varita temblando entre sus dedos, la expresión dividida entre la lealtad a Draco y sus propias ganas de pulverizar a Harry en ese instante.
Pero al final, con un gruñido de frustración, agarró a Blaise —que apenas se mantenía en pie— y lo arrastró pasillo abajo.
Draco se giró justo a tiempo para ver a Harry levantarse. Sus ojos verdes, usualmente llenos de vida, eran ahora dos brasas encendidas de odio y dolor.
“¿Por qué, Draco?” rugió Harry, su voz rota. “¿Por qué lo defendiste? ¡¿A él?!”
Draco tragó saliva, con el pecho subiendo y bajando violentamente.
“¡Es mi amigo, Harry!” exclamó, sintiendo cómo las palabras le desgarraban la garganta. “¡No podía dejarte matarlo!”
“¡¿Amigo?!” Harry soltó una carcajada amarga, una carcajada que le rompió el corazón a Draco. “¡Ese maldito imbécil arruinó la vida de mi mejor amigo! ¡De mi hermano! ¿¡Y tú lo defiendes!?”
Draco dio un paso adelante, temblando.
“No sabes toda la historia. No es tan simple como lo estás viendo, Harry.”
“¡No quiero escuchar tus malditas justificaciones!” gritó Harry, sus puños temblando a los lados. “¡Siempre es igual contigo, Draco! ¡Siempre encuentras una forma de ponerte del lado equivocado!”
Fue un golpe más doloroso que cualquier hechizo. Draco sintió cómo algo dentro de él se rompía, agrietándose irreparablemente.
“¡No es tan sencillo, Harry! ¡No puedo dejar que mates a alguien aunque lo odies!” replicó Draco, su voz elevándose en un grito. “¡Yo también te odio a veces y no por eso te mato!”
El silencio cayó como una losa entre ellos, ambos respirando con dificultad, los ojos vidriosos por la rabia y la tristeza.
“Tal vez deberías,” murmuró Harry, con una voz tan rota que Draco apenas lo reconoció.
Draco retrocedió un paso, como si Harry lo hubiera abofeteado.
Draco sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Todo por lo que había luchado en silencio, todo lo que había deseado, parecía ahora tan frágil, tan imposible de alcanzar.
Draco apenas podía mantenerse en pie. Sentía las piernas temblarle bajo la túnica empapada de sudor frío. El pasillo de piedra, iluminado solo por las tenues antorchas encendidas a lo largo de las paredes, parecía cerrarse a su alrededor, haciéndolo sentir atrapado, como un animal herido.
Harry lo miraba, la mandíbula apretada, el ceño fruncido, los ojos verdes oscurecidos no por lágrimas, sino por una furia contenida que vibraba en el aire como electricidad antes de una tormenta.
“Debiste decir algo,” espetó Harry, su voz ronca, vibrando con una rabia tan pura que a Draco le dolió en el pecho. “Cuando la madre de Zabini trató de comprar el honor de Ron con su sucio dinero, debiste decir algo, ¡Malfoy!”
Draco parpadeó, aturdido, como si cada palabra fuera una bofetada invisible.
“¿Qué se supone que debía hacer, Potter?” replicó con amargura, el sarcasmo tiñendo su voz. “¿Levantar la mano como un buen Gryffindor y dar un discurso sobre la moral y el honor? ¡No soy uno de los tuyos!”
Harry apretó los puños tan fuerte que sus nudillos palidecieron. Dio un paso hacia Draco, y este, aunque cada fibra de su ser le gritaba que retrocediera, se mantuvo firme.
“¡No necesitabas dar un discurso! ¡Solo hacer lo correcto!” bramó Harry.
Draco soltó una carcajada vacía, amarga.
“¿Lo correcto?” repitió, su voz casi temblando. “¿Y quién decide qué es lo correcto, Potter? ¿Tú y tu club de héroes improvisados?”
La rabia chisporroteaba entre ambos, cruda, dolorosa, tan tangible que parecía llenar cada rincón del pasillo.
Harry negó con la cabeza, como si no pudiera comprenderlo, como si Draco hablara un idioma diferente.
“¡Era tu oportunidad de demostrar que eras distinto, Draco!” gritó Harry.
Draco lo miró fijamente, las palabras atrapadas en su garganta, sofocándolo. Se le escapó en un susurro, un lamento quebrado.
“Distinto… ¿qué soy para ti, Harry?”
Harry parpadeó, desconcertado por un segundo, como si no esperara esa pregunta, como si no supiera cómo responder.
“Eres mi novio,” dijo finalmente, como si cada palabra le costara esfuerzo.
La palabra flotó entre ellos como un fantasma.
Draco soltó una carcajada vacilante, más herida que divertida.
“¿Tu novio… del cual no confías?” preguntó, su voz resquebrajándose.
“No es eso,” dijo Harry rápidamente, su tono tenso, impaciente. “Confío en ti, Draco.”
“¡No lo haces!” explotó Draco, su voz elevándose en el pasillo vacío. “¡Si confiaras en mí, me habrías contado qué es lo que planean tú y tus amigos!”
Harry pasó una mano por su cabello desordenado, frustrado.
“¡Eso no tiene nada que ver!”
“¡Claro que tiene que ver!” bramó Draco, la desesperación latiendo bajo su piel. “¡Tiene todo que ver! ¡No soy idiota, Potter! Noto cuando cambias de conversación cuando me acerco, sé que ocultas algo, que planeas algo y que estas frustrado porque no lo has logrado ¡Ni siquiera nos hemos acostado porque lo que sea que estes haciendo es tu prioridad ahora!”
La voz de Draco se quebró en el último grito, y lágrimas ardientes amenazaron con desbordarse de sus ojos grises.
Harry pareció conmocionado, su expresión oscilando entre el enfado y la culpa.
“No puedo decírtelo,” susurró Harry finalmente, bajando la mirada, incapaz de sostener la de Draco.
Draco sintió que algo dentro de él se desplomaba. Un castillo de cartas que se había sostenido a duras penas por semanas, por meses.
“No puedes…” susurró, apenas audiblemente, “¿o no quieres?”
Harry levantó la cabeza, sus labios apretados, sin decir palabra. El silencio entre ellos fue peor que cualquier grito.
Draco dio un paso atrás, como si Harry fuera ahora algo que no podía tocar.
“Dijiste…” empezó Draco, la voz rota, los ojos anegados de lágrimas, “dijiste que esto”—levantó la manga de su túnica, mostrando apenas el borde de la oscura marca en su antebrazo—“no importaba. Que no significaba nada.”
Las lágrimas finalmente cayeron, resbalando silenciosas por sus mejillas pálidas.
“Dijiste que no te importaba mi marca, que no era yo…” sollozó. “Pero si no confías en mí, Harry, ¿entonces qué buscas? ¿Qué quieres conseguir de mí?”
La respiración de Draco era un jadeo agitado, roto.
“Por favor…” susurró, suplicante, la voz impregnada de un dolor tan profundo que Harry dio un paso hacia él instintivamente. “Por favor, dímelo… confía en mí. Te lo suplico, Harry.”
Por un instante, Harry vaciló. Algo en sus ojos verdes brilló con un dolor igual de feroz. Pero entonces bajó la mirada, derrotado.
“No puedo,” dijo simplemente.
Las palabras fueron el golpe final.
Draco bajó los brazos, toda la fuerza abandonándolo de golpe. Se irguió, tembloroso, como un muñeco roto.
“Entonces no me pidas que crea… que vea a Weasley como una víctima,” dijo, su voz apenas un murmullo, pero cargada de una amargura letal.
Harry levantó la mirada, confuso, molesto.
“¿Estás de su parte?” preguntó, el desconcierto pintando sus rasgos.
Draco lo miró largo y tendido, con los ojos vidriosos pero firmes.
“Sí, Harry,” dijo, en un tono firme, aunque su cuerpo entero temblaba. “Estoy del lado de mi amigo. Así como tú lo estás del tuyo.”
Un silencio mortal se abatió entre ellos.
“Bien,” escupió Harry, la palabra más como un cuchillo que como un consentimiento.
Sin otra palabra, Harry se dio la vuelta, la oscuridad de la noche lo envolvía como una sombra.
Draco se lanzó hacia adelante, desesperado.
“¡Harry…!” suplicó, pero su voz se apagó en el pasillo vacío.
Harry no se detuvo. No se giró. No dudó.
El sonido de sus pasos alejándose resonó en el corazón de Draco como un eco cruel.
Solo cuando la figura de Harry desapareció en la oscuridad, Draco dejó caer la cabeza entre las manos, sollozando silenciosa y desoladamente en medio de aquel pasillo frío, bajo la pálida luz de las antorchas que ya no lograban calentar nada.
Su corazón, por fin, se rompió. Y esta vez, Draco supo que no sería tan sencillo recomponerlo.
Draco no supo cuánto tiempo estuvo allí, arrodillado en el frío pasillo de piedra, las manos cubriendo su rostro, temblando como si cada sollozo le arrancara un trozo más del alma. El mundo a su alrededor se había reducido a un vacío oscuro e insondable, un abismo que lo envolvía y lo arrastraba hacia sus profundidades.
No fue consciente de nada más hasta que sintió unos brazos pequeños, cálidos, rodearlo con una ternura desesperada. La calidez del contacto lo sacudió, y por un momento pensó que estaba soñando. Un aroma familiar lo envolvió, un olor a flores frescas, dulces y silvestres... flores que su madre cultivaba en los invernaderos de Malfoy Manor. Jazmín, madreselva y rosas blancas. El perfume lo atravesó como una daga y, sin pensar, se aferró a aquella presencia como un náufrago se aferra a un madero en mitad del océano.
No supo cuánto tiempo pasó así, apretando su rostro contra el hombro de la figura que lo abrazaba, permitiéndose por primera vez en mucho tiempo ser vulnerable. Solo cuando escuchó una voz pequeña, temblorosa, susurrando su nombre con preocupación, logró apartarse apenas unos centímetros.
Parpadeó varias veces para aclarar su visión nublada por las lágrimas. Frente a él, con los ojos grandes, verdes como la primavera, estaba Astoria Greengrass. Su rostro, normalmente travieso y alegre, estaba ahora surcado por una preocupación genuina que lo golpeó de lleno. No era el par de ojos verdes que su corazón ansiaba ver... pero en ese momento, era todo lo que tenía.
“Draco...” susurró Astoria, como temiendo que si hablaba demasiado fuerte, él se rompería en pedazos.
Draco intentó decir algo, cualquier cosa, pero la garganta se le cerró en un nudo apretado. Sollozó, un sonido débil y quebrado, antes de volver a ocultar su rostro en las manos, derrotado.
Los pasos resonaron en el pasillo. Firmes, rápidos, impacientes.
Severus apareció entre las sombras como una figura salida de una pesadilla, su túnica negra ondeando a su alrededor. Su boca ya se abría para regañarlos cuando sus ojos se posaron en Draco. El profesor se detuvo en seco. La rabia se desvaneció, sustituida por una preocupación fría y aguda.
“Greengrass,” dijo Severus con su tono habitual, aunque ahora mucho más contenido. “Llévalo a mi despacho. Yo los alcanzo.”
Astoria asintió rápidamente, ayudando a Draco a ponerse en pie con delicadeza. Él apenas se mantenía en equilibrio, sus piernas temblando como si fueran de papel. Entre los dos, avanzaron lentamente por los pasillos de piedra húmeda de las mazmorras, guiados solo por la luz temblorosa de las antorchas.
Al llegar al despacho de Snape, Severus abrió la puerta con un rápido movimiento de su varita. Los dejó pasar primero, luego se volvió hacia Astoria.
“Ve a la Sala Común,” ordenó con firmeza, aunque no con brusquedad. “Y en media hora, les diras a Parkinson y a Zabini que los quiero ver aquí.”
Astoria dudó, lanzando una última mirada ansiosa a Draco antes de asentir. Con un susurro de su túnica, desapareció tras la puerta cerrada.
Draco se dejó caer pesadamente en una de las sillas frente al escritorio de Severus. Se sentía vacío, consumido, incapaz siquiera de fingir la compostura que tan cuidadosamente cultivaba. No era necesario. No allí, no frente a Severus.
Sin mediar palabra, Snape le puso una pequeña copa de vidrio en la mano. El líquido humeaba tenuemente, un color ámbar espeso. Una poción para calmar los nervios. Draco la bebió de un solo trago, sintiendo cómo el calor se extendía dolorosamente por su pecho, sin lograr, sin embargo, curar el agujero que Harry había dejado en él.
El silencio se prolongó, pesado, solo roto por el leve chisporroteo del fuego en la chimenea.
Finalmente, Severus habló.
“Mañana,” dijo con tono bajo pero firme, “deberás recomponer tu relación con Potter. Y si es necesario, deberás disculparte.”
Draco levantó lentamente la mirada hacia él, incrédulo, la rabia y la tristeza bullendo en sus venas como un veneno.
“¿Disculparme?” susurró, la voz ronca por tanto llorar. “¿Después de lo que me dijo? ¿Después de dejarme ahí tirado como si... como si no significara nada?”
Severus apoyó las manos sobre el escritorio, su expresión inmutable.
“Tu vida depende de esa relación, Draco. No de tu orgullo.”
El muchacho desvió la mirada, mordiendo su labio inferior con fuerza hasta casi hacerse sangre.
“Potter no me ama,” dijo finalmente, cada palabra costándole más que cualquier cruciatus.
Severus no parpadeó.
“Entonces haz que te ame.”
Draco soltó una risa amarga, carente de humor, más un jadeo que una verdadera risa.
“No es tan sencillo.”
“No,” admitió Snape, con una sombra de compasión en su mirada. “Pero debes hacerlo. No hay otra opción.”
Draco apretó las manos en puños sobre sus rodillas. Cada fibra de su ser gritaba en protesta.
“No quiero,” susurró, apenas audible.
El profesor no mostró piedad. Se acercó a él, lo agarró por los hombros y lo sacudió ligeramente, con la intensidad de quien sabe que sus palabras son cuestión de vida o muerte.
“No importa lo que quieras. Tienes que hacerlo.”
Draco cerró los ojos con fuerza. Y entonces, sin poder contenerse más, el dique se rompió.
“No puedo...” sollozó, la voz destrozada. “¡No puedo seguir fingiendo! ¡No puedo seguir usándolo!”
Severus aflojó el agarre, pero no se apartó. Lo observó, con su rostro endurecido pero sus ojos, por una vez, mostrando un destello de pena.
“Lo amo,” confesó Draco, cada palabra arrancada de su alma como un pedazo de carne viva. “Lo amo tanto que... que no puedo seguir pretendiendo que esto no me está matando.”
Un silencio largo y denso llenó la oficina. Severus, con una lentitud casi reverente, tomó el rostro de Draco entre sus manos, obligándolo a mirarlo.
“Solo un poco más, Draco,” susurró. “Aguanta un poco más. Hasta que la guerra termine.”
Draco negó con la cabeza, lágrimas rodando libremente por sus mejillas pálidas.
“No puedo,” gimió. “No quiero... no puedo seguir viéndolo y sabiendo que para él... para él no soy nada.”
Snape apoyó su frente contra la de Draco brevemente, un gesto extraño de afecto en alguien como él.
“Te juro que no será para siempre,” dijo en voz baja. “Pero ahora mismo, tu vida depende de esto.”
Draco sollozó de nuevo, temblando bajo la fuerza de su angustia.
“Tenías razón,” balbuceó, aferrándose a los pliegues de la túnica de Severus como un niño perdido. “Amar a un Potter es lo peor que podría existir.”
Severus lo sostuvo firmemente, dejando que el muchacho llorara todo el dolor que llevaba dentro, mientras el fuego crepitaba suavemente y la fría noche de Hogwarts envolvía el castillo en su abrazo inexorable.
Y Draco, en los brazos de su padrino, lloró no solo por su corazón roto, sino también por la amarga certeza de que, en una guerra como la que se avecinaba, el amor no era una salvación.
Era una condena.
El amanecer filtraba su luz pálida y brumosa a través de los altos ventanales de Hogwarts, tiñendo las piedras de un gris melancólico. Draco caminaba en dirección al Gran Comedor, sus pasos arrastrándose apenas sobre el frío suelo de piedra, como si cada movimiento pesara más que el anterior. El eco de las palabras de Severus retumbaba en su mente, tan persistente como el latido doloroso en su pecho:
Tendrás que recomponer tu relación con Potter. De ello depende todo.
Draco apretó los puños dentro de las mangas de su túnica, sintiendo cómo las uñas se le enterraban en las palmas. Su dignidad, su orgullo... todo debía quedar relegado a un segundo plano. Todo, absolutamente todo, debía supeditarse a un solo propósito: ganarse el corazón de Harry Potter.
Y, peor aún, debía hacerlo sin el consuelo de sus propios amigos.
Los vio apenas girar la esquina del corredor que daba a la entrada del Comedor: Blaise, con esa típica sonrisa perezosa que no lograba ocultar su preocupación, y Pansy, cuyos ojos brillaban de nerviosismo bajo su cabello perfectamente peinado. Ambos se detuvieron al verlo, pero no se atrevieron a acercarse.
Draco apenas asintió con la cabeza, un gesto casi imperceptible. Sabía que Blaise y Pansy habían recibido órdenes claras de parte de Severus: mantener su distancia hasta que Harry estuviera completamente de su lado, hasta que el mismísimo Niño Que Vivió estuviera tan ciego de amor que ni siquiera el recuerdo del embarazo de Weasley, a manos de Blaise, pudiera arruinarlo todo.
Draco apretó los labios. El peso de esa traición —la de sus amigos, la suya propia— lo aplastaba con la misma fuerza que la soledad. En una sola noche había perdido tanto: su orgullo, su consuelo, su sentido de pertenencia... y todo por un amor que probablemente nunca sería correspondido.
Entró al Gran Comedor con el mentón en alto, como si el escudo invisible que siempre había usado aún estuviera intacto. Pero por dentro, todo se desmoronaba con cada mirada, cada susurro, cada carcajada apagada que se alzaba en el aire saturado de comida y magia.
Harry estaba ahí. Lo sintió antes de verlo, como un tirón inevitable en el centro de su pecho.
No necesitó girar la cabeza para saber que el chico lo miraba. Podía sentir esos ojos verdes —verdes como los que había llorado no tener frente a él la noche anterior— clavados en su nuca, casi rogándole que lo mirara, que le ofreciera alguna señal, cualquier indicio de reconciliación.
Pero Draco no pudo. No todavía.
Se sentó en su lugar habitual entre los de Slytherin, sintiendo cómo la mirada de Potter seguía fija en él como un faro condenado, quemándolo sin fuego. Fingió desayunar, masticando sin probar, tragando trozos de comida que le sabían a cenizas.
Cuando por fin logró levantar la vista —solo un segundo, solo una sonrisa, solo un gesto forzado— Harry sonrió con tanta alegría, con tanta esperanza, que Draco sintió su estómago retorcerse de culpa y asco.
Salió del Gran Comedor como alma que lleva el diablo, corriendo por los pasillos hasta el baño más cercano. Apenas alcanzó a cerrar la puerta antes de caer de rodillas frente al lavabo y vomitar todo lo que había forzado a entrar en su cuerpo.
El sabor ácido de la bilis en su garganta no era nada comparado con la sensación de traición que le desgarraba el alma.
Se lavó el rostro, observando su reflejo en el espejo empañado. Ojeras moradas se marcaban bajo sus ojos, su piel parecía más pálida que de costumbre, casi traslúcida. No reconocía al muchacho que lo miraba.
Y de nuevo, como tantas veces, huyó.
Se escabulló por pasillos secundarios, corredores vacíos, hasta llegar al séptimo piso. La vieja Sala de los Menesteres apareció ante él como una herida abierta en la pared. Dentro, el eco de sus recuerdos vibraba en el aire polvoriento: las horas interminables que había pasado reparando el Armario Evanescente, su única salida de un destino sellado.
Esta vez no necesitaba un Armario. Solo necesitaba desaparecer.
Permaneció ahí durante horas, envuelto en silencio y soledad, hasta que los relojes invisibles del castillo le recordaron que el toque de queda se acercaba. Solo entonces, cuando estaba seguro de que Harry habría abandonado su búsqueda, se permitió salir y regresar a su sala común.
El primer día había sido difícil.
El segundo, insoportable.
Y al tercer día... Draco simplemente dejó de resistirse.
Fue en los jardines, a la sombra de un roble antiguo, cuando Harry lo encontró.
Draco apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de sentir el abrazo apretado, desesperado, de Potter envolviéndolo.
“¡No soporto seguir peleado contigo!” exclamó Harry contra su hombro, su voz quebrada de angustia.
Draco cerró los ojos, dejando que el dolor lo atravesara como una espada oxidada.
“Lo siento, Draco... De verdad. Yo solo... solo estoy haciendo lo que Dumbledore me pidió. No quería ocultártelo. De verdad.”
Draco parpadeó, la mente nublada. ¿Qué importaban ahora esas palabras? ¿Qué importaba si Potter intentaba justificarse, si hablaba de recuerdos de Slughorn, de misiones secretas?
Él ya no podía escuchar nada más que el eco de su propio tiempo desmoronándose.
¿Cuánto tiempo le quedaba junto a Harry?
¿Cuántos amaneceres más antes de que todo se viniera abajo?
¿Cuánto tardaría en enamorar verdaderamente a Harry... o en destruirse por completo?
Se mantuvo en silencio, dejando que Harry hablara, dejando que el muchacho vertiera palabras que ya no alcanzaban a llenar los vacíos que crecía dentro de Draco como grietas en una presa a punto de estallar.
Y cuando Harry lo besó —sin aviso, sin permiso, simplemente porque creyó que podía— Draco sintió que todo el peso del universo se le venía encima.
Sus labios temblaron contra los de Harry, incapaces de corresponder. Lágrimas calientes le llenaron los ojos y descendieron, silenciosas, por sus mejillas.
Cuando Harry se apartó apenas unos centímetros para mirarlo, preocupado, Draco forzó una sonrisa rota.
“Son... de felicidad,” mintió con voz ronca, demasiado débil para sonar convincente, pero lo suficientemente desesperada para que Harry quisiera creerle.
Y Harry creyó. Claro que creyó. Porque así de ciego podía ser el deseo de Harry cuando deseaba aferrarse a él.
Harry lo abrazó de nuevo, apretándolo contra su pecho, como si quisiera fundirlo con su propio latido. Draco cerró los ojos, permitiéndose por un instante imaginar que aquello era real, que ese cariño era sincero, que no había mentiras, ni traiciones, ni finales inminentes.
Pero en el fondo, muy en el fondo, sabía que solo estaba prolongando una agonía inevitable.
Sabía que no había salvación.
No para él.
No para Harry.
No para ninguno de los dos.
Y, sin embargo, cuando el ocaso tiñó los jardines de un rojo sangriento y el frío volvió a descender sobre Hogwarts como una vieja maldición, Draco permitió que Harry lo llevara de la mano de regreso al castillo.
Permitió que, lo llevara hasta la torre de Gryffindor, hasta su cama.
Notes:
Siento que la angustia debería de aumentar en la historia 🤔
Chapter 33: No puede ser tan fácil dejarme ir ¿Cierto, cariño?
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Harry apenas sintió el frío que corría como un susurro helado por los pasillos de piedra mientras se dirigía a la enfermería. Cada paso retumbaba demasiado fuerte en su cabeza, como si el eco quisiera empujarlo a retroceder. Se abrazó a sí mismo bajo la túnica del colegio, no por frío —aunque Hogwarts parecía envuelto en una niebla invernal perpetua esos días—, sino por una punzada de ansiedad que no lograba sacudirse.
"Ron... embarazado."
Las palabras seguían sonándole absurdas, como si alguien se las hubiera recitado en un mal sueño del que aún no despertaba.
Al llegar a la puerta de la enfermería, dudó. El pomo de latón parecía más lejano de lo que debería. No estaba preparado. No estaba preparado para ver a su mejor amigo reducido a una sombra de sí mismo, para ver a Ron —el mismo que una vez había hecho volar bocados de pastel a la cara de Neville solo para hacerlo reír— acostado en una cama blanca, demasiado pálido, demasiado roto.
Finalmente, empujó la puerta.
Harry sintió una presión helada en el pecho apenas cruzó el umbral de la enfermería. El olor a pociones, hierbas amargas y vendas limpias le golpeó las fosas nasales, haciéndole sentir que el estómago se le daba vuelta. Dio un paso adelante, torpemente, como si el suelo fuera demasiado frágil para sostenerlo. Hermione estaba sentada en una silla junto a la cama, con un libro abierto en el regazo que no parecía estar leyendo realmente. Ginny, en cambio, estaba recostada contra la pared, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, como una leona lista para atacar al mínimo indicio de peligro
“Hey,” murmuró, su voz sonando quebradiza incluso a sus propios oídos.
Ron parpadeó, como si despertara de un trance. Intentó sonreír, pero el gesto se torció, vacío, incapaz de ocultar la tristeza que colgaba de sus párpados.
“Hola, Harry,” respondió, la voz ronca, apenas un susurro.
Harry se sentó en el borde de la cama. La túnica crujió contra las sábanas, demasiado fuerte en medio de aquel silencio cargado. ¿Qué se suponía que debía decir? ¿"Felicidades"? ¿"Lo siento"? ¿"¿Qué demonios pasó?"?
Ninguna frase parecía suficiente para alcanzar la gravedad del momento.
Fue Ron quien rompió el incómodo vacío, bajando la mirada al punto donde sus manos temblorosas retorcían la manta.
“Supongo que quieres saberlo todo,” dijo, con un sarcasmo frágil, apenas una sombra de su humor habitual.
Harry soltó una risa seca, amarga, que se le atascó en la garganta.
“No estaría mal,” respondió, la mandíbula apretada. “Considerando que casi me desmayo cuando Madam Pomfrey sospechó que era... bueno, ya sabes.”
Ron dejó escapar un suspiro tan largo y quebrado que Harry sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Se restregó el rostro con las manos, como si quisiera borrarse a sí mismo antes de hablar.
“Fue en la fiesta... la de después del partido contra Hufflepuff,” empezó, sin mirarlo. “¿Recuerdas que te fuiste con Malfoy?”
Harry asintió, sintiendo el corazón latirle dolorosamente contra las costillas al recordar que hace poco dejo a su novio llorando.
“Después de que se fueron, y Hermione también… me quedé allí. Con Zabini. No sé qué estaba pensando.” Ron tragó saliva con dificultad. “Me besó. Y yo... no lo detuve.”
Harry frunció el ceño.
“¿Solo eso?”
Ron soltó una risa amarga, hueca.
“Ojalá. Lo seguí hasta un aula vacía. Merlin, Harry, ni siquiera sé por qué. Quizá porque... porque por una maldita vez alguien me miró como si fuera suficiente para algo.” La voz de Ron se quebró, y se abrazó a sí mismo como si tuviera frío. “Acabamos... besándonos. Y luego…”
Se detuvo. El silencio entre ellos vibraba, tenso, casi insoportable.
“¿Y luego?” presionó Harry, la voz tan tensa que era apenas un hilo.
Ron cerró los ojos con fuerza, como quien teme mirar su propia memoria.
“Luego yo estaba desnudo sobre el escritorio del profesor Binns, buscando mi ropa como un idiota, mientras Zabini se iba sin decir una palabra.”
Las palabras cayeron como piedras, cada una más pesada que la anterior. Harry sintió una oleada de ira tan cruda que le hormiguearon los dedos de las manos.
“¿Y después de eso?” preguntó en un susurro helado.
“Nada,” murmuró Ron. “No me buscó. No me habló. Actuó como si nunca hubiera ocurrido.”
El pecho de Harry ardía, una rabia sorda bullendo bajo su piel. Se obligó a respirar hondo para no gritar.
Ron siguió hablando, la voz deshilachada.
“Me sentí... basura. Como si no valiera ni un saludo. Y entonces apareció Lavender.”
Harry frunció el ceño, sintiendo que entendía adónde iba todo, pero sin querer admitirlo.
“¿Lavender?” repitió.
Ron asintió, miserable.
“Ella era... fácil. Alegre. Me hacía reír. No preguntaba. No me miraba como si yo estuviera roto.” Se encogió de hombros, la desesperanza impregnando cada gesto. “Así que acepté salir con ella. Pensé que, si me esforzaba lo suficiente, podría... olvidar. Olvidar que le había dado a Zabini algo que… se supone no...”
Harry bajó la cabeza, apretando los puños contra sus rodillas.
“¿Y funcionó?” preguntó, su voz apenas contenida.
Ron negó, su cabello rojo ocultando sus ojos brillantes.
“No. Nunca funcionó.”
Una lágrima solitaria resbaló por la mejilla de Ron. Harry sintió que algo dentro de él se desgarraba al verlo.
El silencio se rompió de nuevo cuando Hermione, que había estado sentada rígidamente en una silla cercana, dejó caer su libro al suelo con un golpe seco.
“¡Es un imbécil!” exclamó, su voz temblando de furia contenida. “¡Un cobarde de primera!”
Ginny, en su rincón, cruzó los brazos con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.
“Le arrancaré la lengua si vuelve a acercarse,” gruñó.
Harry apenas las oyó. Sus pensamientos eran un torbellino, girando peligrosamente en su cabeza.
En ese momento, la cortina se abrió bruscamente y Madam Pomfrey apareció, su delantal ondeando como una bandera de guerra. Los miró a todos con severidad.
“Debe descansar,” dijo mirando directamente a Harry. “Las emociones fuertes no ayudan.”
Harry asintió de mala gana, pero antes de moverse, se inclinó hacia Ron, obligándolo a alzar la vista.
“Estoy aquí, Ron,” dijo, la voz temblando de un modo que ni siquiera intentó disimular. “No importa qué pase. No vas a pasar por esto solo.”
Ron parpadeó, las lágrimas llenándole los ojos. Asintió, aunque la tristeza era un peso aplastante en sus hombros.
Harry se apartó, sintiendo que abandonarlo en esa cama era una traición, pero sin otra opción. Salió de la enfermería casi a trompicones, tropezando con el marco de la puerta.
Afuera, apoyado contra la pared fría de piedra, se dejó deslizar al suelo. Se cubrió la cara con las manos, apretando los ojos hasta ver estrellas.
“Maldito seas, Zabini,” susurró entre dientes, con una furia que sabía que no lo abandonaría fácilmente.
El cuarto día de Ron en la enfermería amaneció envuelto en un silencio incómodo que Harry no lograba sacudirse. Los pasillos de Hogwarts parecían más fríos, más vacíos, como si el castillo mismo contuviera la respiración a la espera de algo que nadie quería nombrar.
Harry empujó la puerta de la enfermería con la mano temblorosa, el sonido de las bisagras chirriantes rasgó el silencio como una daga oxidada. Allí, en una de las camas del fondo, Ron dormía o al menos fingía dormir. La luz pálida de la mañana bañaba su rostro, haciendo que su piel pareciera aún más enfermizamente pálida que de costumbre. Un mechón de su cabello rojo se pegaba a su frente sudorosa, y Harry sintió una punzada de dolor en el pecho.
Se acercó con pasos cuidadosos, como si temiera despertarlo, pero Ron entreabrió los ojos antes de que Harry pudiera siquiera pronunciar su nombre.
"Hey," murmuró Ron, su voz raspada como papel de lija.
Harry se sentó en la silla junto a la cama, arrastrándola ruidosamente contra el suelo de piedra. Se obligó a sonreír, pero fue un gesto forzado que se deshizo casi de inmediato.
"¿Cómo te sientes?" preguntó, sabiendo que la respuesta no sería alentadora.
Ron alzó un hombro en un gesto desganado. "Vivo. Supongo que eso es algo."
Un silencio incómodo cayó entre ellos, pesado como plomo. Harry apretó los puños sobre sus rodillas. No podía soportar verlo así: derrotado, apagado... roto.
El embarazo era un tema tabú entre todos ellos. Ni Ron ni Harry ni siquiera se atrevían a mencionar la palabra en voz alta, como si ignorarla pudiera hacerla desaparecer. Solo los señores Weasley habían abordado el tema con una calma que Harry no podía entender, aceptando que el bebé llegaría, que había que prepararse, mientras Ron apenas había cumplido diecisiete años y seguía atrapado en la maraña de ser demasiado joven para todo esto.
Era imposible no comparar. Cuando Sirius le había contado de su embarazo —un evento igual de impactante— Harry había sentido una extraña mezcla de alegría y miedo, pero al final, alegría. Sirius era un adulto. Un adulto que, aunque Remus no quisiera saber nada del asunto, Harry sabía que sería capaz de amar y cuidar a ese bebé. Pero Ron… Ron era un niño aún. Un niño atrapado en una guerra, atado a una vida que ninguno de ellos había pedido.
Y para empeorarlo todo, Zabini, ese maldito cobarde, ni siquiera había tenido el coraje de acercarse. No una carta, no una visita, ni siquiera una mirada fugaz al pasillo de la enfermeria. Como si Ron fuera una mancha incómoda que prefería ignorar. Cada vez que Harry pensaba en él, sentía hervir la sangre en sus venas.
Lavender también era un problema persistente. No dejaba de insistir en ver a Ron, enviando notitas ridículas a la enfermería, merodeando fuera de la puerta. Pero Ron, siempre amable hasta para su propio daño, se negaba a verla, encerrándose aún más en su caparazón de culpa y vergüenza.
Harry suspiró, recostándose en la silla hasta sentir que su espalda crujía.
"¿Ginny o Hermione han pasado hoy?" preguntó, intentando sonar casual.
"Más temprano," murmuró Ron, su mirada clavada en algún punto indeterminado del techo. "Hermione trajo una pila de deberes. Como si importara."
La amargura en su voz era un puñal. Harry tragó saliva.
"Importa para distraerte," dijo, aunque ni él mismo creía sus palabras.
Ron giró la cabeza hacia él, sus ojos azules cargados de una tristeza que Harry no recordaba haber visto antes en su mejor amigo.
"¿Tú crees que voy a poder seguir como si nada, Harry? ¿Con… esto creciendo dentro de mí? ¿En medio de una guerra? ¿Con un imbécil que finge que no existo?"
Harry no tuvo respuesta. Se quedó allí, mudo, sintiendo que cualquier cosa que dijera sería una traición a lo que Ron estaba pasando.
Madam Pomfrey apareció entonces, su expresión severa como siempre.
"Cinco minutos más, señor Potter," anunció, acomodando unas pociones en la mesilla de noche de Ron.
Harry asintió sin protestar. Cuando la enfermera se alejó, Ron volvió a cerrar los ojos, como si la conversación le hubiera drenado lo poco de energía que le quedaba.
Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
"Estoy de tu ladoe, Ron," susurró, las palabras apenas audibles.
Ron no respondió, pero Harry vio la ligera tensión en sus labios, como si luchara por no llorar.
Cuando salió de la enfermería, el frío de los pasillos lo golpeó en la cara como una bofetada. Se frotó los brazos, caminando rápido, como si pudiera dejar atrás el dolor con la velocidad.
Buscó a Draco instintivamente, como un náufrago buscando tierra firme.
Lo encontró en los jardines interiores, de pie junto a una fuente helada, la bufanda de Slytherin colgando descuidadamente de su cuello. Su cabello rubio brillaba bajo el pálido sol de primavera.
Harry sonrió, aliviado por verlo allí, por tener al menos un problema menos que enfrentar.
Se acercó y, sin pensarlo, lo saludó con un beso. Pero Draco giró la cabeza en el último segundo, y sus labios solo rozaron la comisura de su boca.
Harry se quedó quieto, sintiendo cómo el corazón le daba un vuelco, un presentimiento oscuro enroscándose en su pecho.
Draco le lanzó una sonrisa apurada, demasiado tensa para ser genuina.
"Hola, Potter," dijo, su tono juguetón forzado.
Harry no respondió de inmediato. Cada fibra de su ser gritaba que algo iba mal. Draco nunca rechazaba sus besos. Jamás.
"¿Pasa algo?" preguntó finalmente, tratando de sonar despreocupado.
Draco se encogió de hombros con una indiferencia fingida que solo aumentó el nudo en el estómago de Harry.
"Estoy cansado, eso es todo. No dormí bien."
Harry quiso creerlo. Quiso con desesperación. Pero recordó la tarde anterior: cuando, entre caricias y susurros, había intentado hacer el amor con Draco en su dormitorio de Gryffindor, y Draco lo había apartado con suavidad, murmurando una excusa sobre el lugar, sobre la incomodidad… y luego se había ido antes de que Harry pudiera ofrecerle alternativas.
No era normal. Draco nunca se había quejado de la cama de Harry hasta ayer.
Y ahora esto.
Harry apretó los dientes, un sabor amargo subiendo por su garganta. No podía perder a Draco ahora. No después de todo lo que había pasado. No después de pelearse con Zabini, de ver a Ron destrozado, de sentir que el mundo entero se resquebrajaba a su alrededor.
Se obligó a sonreír.
"¿Quieres caminar un rato?" ofreció, su voz más tensa de lo que pretendía.
Draco dudó, apenas un segundo, pero luego asintió.
Caminaron en silencio, el sonido de sus pasos resonando sobre la grava. Harry lanzaba miradas furtivas a Draco, buscando signos, pistas, cualquier cosa que pudiera explicarle este cambio.
Su corazón latía dolorosamente rápido. Cada minuto de silencio se sentía como una herida abierta.
Quería tomarle la mano, apretarla con fuerza, asegurarse de que no lo iba a perder. Pero no se atrevió. No cuando Draco parecía a punto de desvanecerse ante sus ojos.
Y en su interior, una vocecita venenosa susurraba que no importaba cuánto fingiera que todo estaba bien. Algo estaba mal. Muy mal.
La primavera empezaba a hacerse sentir en Hogwarts, con el aire oliendo ligeramente a tierra mojada y a flores recién brotadas, como si el castillo mismo intentara lavar las heridas del invierno. Sin embargo, para Harry, aquella atmósfera renovada no traía alivio. Si acaso, sentía que el peso de todo lo que había pasado se hacía aún más notorio contra la ligereza de la estación. Era como llevar una losa a la espalda mientras todos los demás corrían a campo abierto.
El día había sido denso y largo. Entre clases, los murmullos sobre la guerra y el embarazo de Ron —aunque sólo ellos tres lo sabían realmente— Harry sentía que caminaba por un terreno lodoso. Y ahora, tenía que lidiar con Lavander Brown.
“Si no me dejas entrar por la puerta, Harry Potter, juro que me meteré por la ventana. Y haré que la estancia de Ron aquí sea mucho más larga, créeme.”
Las palabras de Lavander todavía resonaban en su cabeza mientras subía las escaleras hacia la enfermería, deseando profundamente no ser parte de esa conversación. Pero como todo últimamente, no era algo que pudiera esquivar.
Cuando transmitió el mensaje a Ron, este suspiró largamente, mirando al techo como si pidiera paciencia a los cielos.
“Está bien”, dijo finalmente, en un tono resignado. “Que venga. Total, hoy salgo de aquí.”
Harry no dijo nada. No era su lugar cuestionarlo, aunque cada fibra de su ser deseaba proteger a Ron de más molestias. Pero, para ser sincero, a esas alturas, Harry apenas tenía fuerzas para ser el héroe de nadie, ni siquiera de sí mismo.
Todo parecía controlado, en teoría. La visita de Lavander sería rápida, ordenada, limpia.
Claro, en teoría.
Cuando llegó la noche y Harry, Hermione y Ginny acudieron a ayudar a Ron a salir de la enfermería, no se esperaban encontrar a Lavander allí, esperando justo afuera de la puerta, toda ansiosa e histérica como un hurón atrapado.
Ron estaba pálido, y su cuerpo aún temblaba un poco por la última dosis de poción calmante que Madame Pomfrey le había administrado. Harry notó que, aunque Ron había ganado algo de energía —probablemente gracias a estar entrando en su segundo trimestre—, su complexión seguía reflejando el peso emocional más que el físico del embarazo. No había panza notable, no cambios que el ojo no entrenado pudiera captar, sólo un cansancio hueco, una tristeza instalada en sus ojos azul claro.
Harry y Hermione sostenían a Ron de cada brazo mientras Ginny empujaba una silla de ruedas flotante que Ron se negaba a usar.
Y entonces, claro, Lavander irrumpió.
“¡Ron Ron!” chilló, lanzándose hacia ellos con una teatralidad tan intensa que Harry sintió que le daban ganas de girar los ojos hasta la nuca.
Hermione, que ya tenía los nervios bastante a flor de piel, apretó los labios con fuerza y no soltó a Ron.
“Brown, contrólate”, dijo en un tono que no admitía réplica.
Lavander ignoró la advertencia, su mirada sólo clavada en Hermione como si Harry y Ginny ni siquiera existieran.
“¿Qué crees que estás haciendo?”, espetó Lavander, poniéndose entre Hermione y Ron. “¡Suéltalo! ¡No eres su enfermera!”
“¡Estoy ayudándolo!”, replicó Hermione, irguiéndose de manera desafiante. “Y si hubieras venido en los horarios de visita como todos los demás, no tendrías que estar haciendo una escena.”
Harry, por su parte, soltó a Ron en cuanto la pelea verbal comenzó, dando un paso atrás y haciendo un gesto sutil a Ginny. Ella captó la indirecta al instante y tomó su lugar junto a Hermione, mientras Harry se apoyaba contra una de las grandes ventanas de piedra del pasillo, cruzándose de brazos. Prefería observar desde una distancia segura que verse atrapado entre el fuego cruzado de dos brujas decididas.
A través de la ventana, el jardín se extendía, salpicado de flores amarillas y blancas que parecían tímidas tras el invierno. La luz plateada de la luna bañaba todo con una suavidad engañosa. Fue entonces que Harry vio a Theodore Nott caminando apresuradamente, acompañado de una chica rubia de cabello liso y rostro severo. Estaban claramente discutiendo.
Harry los observó con asco. No porque Nott fuera realmente feo —objetivamente hablando no lo era—, sino porque simplemente lo odiaba. Lo odiaba por ser uno de los fantasmas del pasado de Draco, por existir siquiera en la misma realidad que compartía con Draco.
‘Bastardo’, pensó Harry, entrecerrando los ojos.
Recordar a Nott, inevitablemente, lo llevó a pensar en su propia relación, y en todas las grietas diminutas que últimamente empezaban a abrirse bajo sus pies. Todavía no le había contado a Ginny que Dean le era infiel con Seamus, otro golpe bajo que Harry mantenía guardado en el pecho como una carta envenenada.
Instintivamente, su mirada volvió hacia sus amigos... sólo para encontrar a Ginny devolviéndole una mirada curiosa. Harry intentó disimular, sonriéndole con un gesto breve, apenas un tirón de labios, pero el efecto fue devastador: Ginny se sonrojó intensamente, bajando la vista, como si Harry le hubiera dicho algo indecente en medio de la sala común.
‘Genial, Potter’, pensó, conteniendo una mueca. ‘Justo lo que necesitas: más complicaciones.’
Volviendo la vista al jardín, notó que Nott ya no estaba. La rubia, sin embargo, seguía allí, mirándolo con una expresión de profundo fastidio. Harry apenas tuvo tiempo de preguntarse si esa mirada era para él directamente cuando Ginny, que había aparecido a su lado como un fantasma, le susurró:
“Esa es Daphne Greengrass. La prometida de Nott.”
“Ya lo sé”, murmuró Harry, sin apartar los ojos de la figura de Daphne. “Draco me lo dijo.”
Ginny no respondió de inmediato, pero Harry notó cómo su hombro rozaba el suyo con suavidad, un gesto silencioso de camaradería.
“Deberíamos seguir”, le recordó finalmente Ginny, en voz baja. “Ron necesita llegar a su habitación antes de que Madame Pomfrey venga a buscarlo.”
Con un suspiro pesado, Harry giró hacia sus amigos y vio la escena surrealista frente a él: Ron, aún tambaleante, estaba siendo jalado en direcciones opuestas por Hermione y Lavander, ambas en plena discusión acalorada mientras Ginny trataba de estabilizar la situación con unos tirones firmes pero cuidadosos.
Harry avanzó a paso lento, resignado, mientras pensaba que, si el drama fuera una asignatura, su grupo sería el primero de la clase.
‘Solo otro día perfecto en Hogwarts’, pensó con amargura, justo antes de unirse a la pequeña procesión que avanzaba torpemente por los pasillos, rumbo a la torre de Gryffindor.
Los días pasaban, resbalándose entre sus dedos como arena húmeda, y Harry se encontraba cada vez más perdido en una maraña de pensamientos que no sabía cómo desenredar. Parecía que el tiempo en Hogwarts avanzaba a un ritmo distinto desde que Ron había salido de la enfermería. El sol de marzo filtraba su luz dorada por los ventanales altos del castillo, tiñendo de tonos cálidos los viejos pasillos de piedra, pero en el pecho de Harry, todo se sentía frío y opaco.
Lavender seguía siendo la novia de Ron. Técnicamente. Aunque Harry no sabía exactamente bajo qué extrañas reglas se sostenía ahora su relación. Ya no había besos apresurados ni caricias incómodas frente a todos, solo miradas tensas y una especie de distancia peculiar, como si fueran algo más parecido a compañeros que a amantes. Era desconcertante observarlos, y lo era aún más porque Harry no sabía si Ron le había confesado a Lavender su embarazo.
La verdad es que Harry lo dudaba. Si lo hubiera hecho, ¿no sería lógico que Lavender ya hubiese hecho una escena? ¿Un llanto histérico en medio del Gran Comedor, o alguna rabieta dramática en los pasillos? Pero no, nada. Lavender seguía pegándose a Ron con sonrisas, como si todo estuviera bien, mientras Ron parecía cada día más sombrío, más hundido en su propio mundo de preocupaciones.
Y Harry... Harry estaba cansado. Cansado de adivinar. De ver todo derrumbarse lentamente mientras fingía que podía arreglarlo.
La primera clase de Pociones después de la ausencia de Ron había sido un desastre en cámara lenta. Todos los Gryffindor estaban inquietos, mirándolo como si fuera de cristal. Y luego había estado Draco. Harry había visto con sus propios ojos cómo Draco, su Draco, ese que solía sonreírle con esa arrogancia dulce que Harry encontraba casi adictiva, había cruzado el aula para abrazar a Ron.
Fue un gesto breve, casi torpe, pero lo suficiente para provocar un caos silencioso.
Pansy Parkinson, que ya no hablaba con Draco desde que Harry había estrellado el puño contra la cara de Zabini semanas antes, se había desmayado sobre el mismo Zabini, quien apenas tuvo fuerzas para sostenerla. El murmullo de los Slytherin había sido ensordecedor, y antes de que Slughorn pudiera decir algo, Draco había salido disparado del aula, dirigiéndose al baño de prefectos. No regresó para el resto de las clases ese día.
Cuando Harry intentó buscarlo, Draco lo evitó. Se escabulló entre excusas vagas de deberes pendientes y compromisos inventados. Y Harry, frustrado y herido, tuvo que tragarse su ansiedad.
Durante dos semanas, Harry vio cómo Draco se convertía en una sombra de sí mismo. Siempre tenso, siempre con sonrisas que parecían más heridas que expresiones de felicidad. Y Harry no podía dejar de preguntarse qué demonios estaba pasando. ¿Era Ron? ¿Era el embarazo? ¿Era él mismo? La duda se retorcía en su estómago como una bestia hambrienta.
Todo estalló a finales de marzo.
La tarde era perfecta, o al menos eso habría pensado cualquiera que no tuviera el alma desgarrándose por dentro. Los árboles alrededor del lago comenzaban a despertar de su letargo invernal, desplegando hojas tiernas y flores silvestres que danzaban al ritmo de la brisa. El sol caía perezoso sobre el césped, tibio y tentador.
El grupo se había acomodado cerca de la orilla. Ginny, recostada sobre Dean, quien parecía más interesado en charlar animadamente con Seamus que en prestarle atención a su novia. Hermione, por supuesto, brillaba por su ausencia, probablemente enterrada entre libros en la biblioteca. Ron y Lavender hojeaban una revista, murmurando cosas que Harry no quería saber.
Draco jugaba distraídamente con el cabello de Harry, entrelazando sus dedos en mechones oscuros, su tacto ligero pero constante, como si necesitara anclarse a algo real para no derrumbarse.
Harry cerró los ojos, respirando el aire tibio de la primavera, intentando convencerse de que todo estaba bien. Que todo volvería a la normalidad.
Y entonces Ginny abrió la boca.
“¿Sabías que Ron terminó envenenado por culpa de los chocolates que Romilda Vane le había mandado a Harry?”, dijo, en tono de conversación casual, como quien comenta el clima.
El mundo se detuvo.
Harry sintió que Draco se congelaba a su lado, los dedos aferrándose a su cabello por un instante antes de soltarse de golpe.
“¿Qué?”, preguntó Draco, su voz tan baja que apenas fue un susurro.
Ginny, ajena o tal vez cruelmente consciente del efecto de sus palabras, sonrió con ese brillo mordaz que a veces mostraba cuando estaba irritada.
“Sí, fue un accidente. Los chocolates eran para Harry, pero Ron se los comió. Por eso terminó envenenado después cuando Slughorn intentó curarlo.”
Harry tragó saliva, sintiendo como su garganta se cerraba. El aire a su alrededor parecía haberse vuelto pesado, pegajoso como melaza. Se giró lentamente para mirar a Draco.
Su rostro era una máscara de furia contenida. Sus ojos grises, normalmente cálidos y chispeantes cuando estaba con Harry, ahora parecían acero al rojo vivo.
“¿Por qué no me contaste eso?”, preguntó Draco, en voz baja pero con un filo cortante que hizo estremecer a Harry.
“Draco, yo...”, empezó Harry, pero no supo cómo terminar. ¿Qué podía decir? ¿Que sí lo sabía? ¿Que había decidido no contarlo porque ya había suficiente caos? ¿Que tenía miedo de perderlo si decía algo mal?
Draco se puso de pie de un salto, apartándose de Harry como si le quemara el contacto.
“¡¿Desde cuándo?!”, rugió, y varias cabezas en el jardín se giraron para mirarlos. Dean dejó de hablar. Lavender soltó la revista. Incluso el murmullo del lago parecía apagarse.
Harry sintió el calor treparle por el cuello hasta las mejillas, el pánico y la culpa aplastándolo.
“Desde... desde que Ron los comio”, admitió en voz baja.
La carcajada de Draco fue seca, amarga. Se pasó las manos por el cabello rubio platino, despeinándolo, como si buscara una forma de descargarse sin hacer algo de lo que pudiera arrepentirse.
“Perfecto, Potter. Perfecto”, dijo, cada palabra impregnada de veneno. “¿Y qué más me ocultas, eh? ¿Qué otras cosas divertidas planeas decirme cuando ya sea demasiado tarde para arreglarlas?”
Harry dio un paso hacia él, pero Draco retrocedió. Su cuerpo entero estaba rígido, vibrando de rabia contenida.
“¡Draco, no es así! Yo... sólo quería protegerte, pensé que ya estabas suficientemente estresado, pensé—”
“¡Pensaste mal!”, interrumpió Draco, su voz temblando. “¡Yo no necesito que me protejas, Harry! Necesito que confíes en mí. Que me trates como tu igual, no como un niño que se va a romper si le dices la verdad.”
El silencio cayó como una losa. Harry abrió la boca, pero no encontró palabras. Nada que pudiera deshacer el daño. Nada que pudiera tapar el dolor que veía en los ojos de Draco.
Finalmente, Draco se dio la vuelta, su túnica ondeando tras él mientras se alejaba a grandes zancadas, sin mirar atrás.
Harry se quedó ahí, en medio del jardín florecido, rodeado de miradas curiosas, con el corazón destrozado latiendo contra sus costillas como un pájaro herido, sabiendo que acababa de perder algo precioso.
Y no estaba seguro de cómo iba a recuperarlo.
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En algún lugar de Gran Bretaña
La habitación era un pozo de sombras. No olía a humedad ni a suciedad como las celdas donde había estado encerrada durante lo que parecían siglos; aquí el aire era más denso, más cruel, cargado de una magia oscura que parecía filtrar su esencia por las mismas grietas de las paredes. El silencio era tan opresivo que dolía. Las únicas fuentes de luz eran unas antorchas malditas que chisporroteaban con una llama violácea, proyectando sombras grotescas contra los muros de piedra.
Andrómeda forcejeaba con desesperación mientras los hombres la arrastraban hacia el centro de la estancia, donde una mesa de piedra, fría como la muerte, aguardaba. Se debatía como una fiera, pateaba, arañaba, gritaba insultos que rebotaban impotentes contra las paredes.
“¡Malnacidos! ¡Cobardes! ¡Suéltenme ahora!” chilló, su voz rasgada por la furia y el terror.
Uno de los hombres la sujetó con brutalidad de las muñecas mientras otro amarraba gruesas correas de cuero alrededor de sus tobillos. Andrómeda pataleó, pateó al que tenía más cerca en la cara, arrancándole un gruñido de dolor, pero eso solo empeoró las cosas. Otro de los captores la golpeó en el costado con el puño cerrado, dejándola sin aire.
“¡NO!” sollozó, mientras sentía el cuero mordiéndole la piel al ser tensado hasta inmovilizarla.
Atada, vulnerable, fue entonces cuando lo vio. En una esquina, de pie como una estatua viviente, estaba Lord Voldemort. Su rostro, pálido como la cera, estaba sumido en una expresión inescrutable. Los ojos rojos como brasas la taladraban en silencio. No había palabras. No había amenazas. Solo su presencia bastaba para hacer temblar la sangre en sus venas.
Los hombres se retiraron tras atarla, dejándola sola bajo la mirada del Señor Tenebroso. Andrómeda, valiente hasta el último aliento, lo escupió con la mirada, temblando de ira.
“¡¿Qué esperas, monstruo?! ¡¿Torturarme tú mismo?!” gritó, su voz rasgándose en un alarido de odio.
Voldemort no respondió. Ni siquiera pestañeó.
El silencio era peor que cualquier palabra.
Entonces, las bisagras oxidadas de la puerta se quejaron, rompiendo la tensión como un cuchillo. Severus Snape entró en la habitación, su capa negra rozando el suelo como un espectro. Tras él, una mujer que Andrómeda no reconoció: alta, delgada, con el rostro severo y los ojos sin brillo, como si estuvieran muertos desde hacía mucho tiempo.
Ambos se acercaron a la mesa y, con una reverencia profunda y temblorosa, se inclinaron ante Voldemort.
Andrómeda se retorció contra las correas, su corazón golpeando su pecho como un tambor de guerra.
“¿Dónde está Bellatrix?” escupió, su voz rota entre el dolor y la furia. “¡¿Dónde está Cissy?!”
Nadie respondió.
Severus ni siquiera levantó la vista. La mujer tampoco. Solo esperaban.
Voldemort habló entonces, su voz siseante llenando cada rincón de la habitación.
“Puedes empezar.”
La mujer se acercó, su varita ya en mano. Andrómeda, presa del pánico, sacudió su cuerpo todo lo que pudo, tirando de las ataduras hasta lastimarse la piel.
“¡Aléjate de mí, bruja demente!” rugió.
La mujer no dijo nada. Solo colocó la punta de su varita sobre el vientre de Andrómeda.
Andrómeda cerró los ojos, preparándose para el dolor. Esperaba la Maldición Cruciatus, o algo peor, algo que destrozaría su cuerpo y su mente. Pero el dolor no llegó.
Confusa, entreabrió los ojos. La mujer movía su varita en círculos lentos, entonando encantamientos en un murmullo apenas audible. De su varita surgían hilos de luz verdosa que se sumergían en la piel de Andrómeda, recorriendo sus entrañas.
Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza.
Era un examen. Un examen de su cuerpo.
Y después de unos minutos que se sintieron eternos, comprendió.
La bruja estaba revisando su útero.
Una náusea abrasadora subió por su garganta. Andrómeda forcejeó de nuevo, intentando girar su cuerpo, romper las ataduras con una fuerza que sabía no poseía.
“No… no, no…” murmuró en voz baja, una súplica inconsciente.
Cuando la mujer terminó, se volvió hacia Voldemort con una inclinación de cabeza.
“Es fértil, mi Señor” dijo, su voz seca como el pergamino.
El corazón de Andrómeda pareció detenerse en seco.
La sonrisa de Voldemort fue una mueca antinatural, una distorsión de lo que debería ser un gesto humano.
“Bien” susurró.
Se volvió hacia Severus, cuya expresión era una máscara inalterable de resignación.
“Haz lo que se te ordenó” dictó Voldemort, su tono sereno como un verdugo anunciando una ejecución.
Andrómeda gritó, luchó, gimió en un esfuerzo inútil.
“¡NO! ¡NO, POR FAVOR! ¡SEVERUS, NO!”
Severus avanzó hacia ella. No había odio en su mirada. No había placer. Solo un vacío abrumador, como si su alma hubiera sido despojada de todo lo que la hacía humana.
Andrómeda sollozó, lágrimas calientes corriendo por sus sienes. Se sentía como una niña pequeña, atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar.
“No… no lo hagas…” susurró, su voz quebrándose.
Pero Severus no detuvo su avance.
La puerta se cerró detrás de Voldemort y la otra mujer, dejando a Andrómeda sola con él. La habitación parecía haberse contraído, volviéndose aún más opresiva, como si las paredes mismas respiraran el hedor de la desesperación. El único sonido era el jadeo roto de Andrómeda mientras forcejeaba, sus muñecas enrojecidas y sangrando contra las correas de cuero que la mantenían atada a la mesa.
Severus se acercó, su figura alta y encorvada envuelta en la penumbra. El rechinar de sus botas contra el suelo de piedra rompió el silencio. Cuando extendió la mano hacia ella, Andrómeda lanzó un grito desgarrador, primitivo, de puro terror.
“¡NO! ¡NO! ¡NO!” aulló, una súplica sin esperanza que rebotó en las paredes como un eco ahogado.
Severus no dijo nada. Su rostro seguía siendo una máscara de piedra, inmutable ante sus súplicas. Con gesto rápido, colocó su mano áspera sobre su boca para acallar los gritos. Andrómeda, en un acto desesperado, le mordió con toda la furia de su impotencia. Sintió el sabor metálico de la sangre en sus labios justo antes de que la mano de Severus se retirara con violencia, seguida de un golpe seco que la hizo girar la cabeza hacia un lado, la mejilla ardiendo de dolor.
Lágrimas calientes se deslizaron por su rostro hinchado, pero ella volvió a gritar, enloquecida, incapaz de someterse.
Con brusquedad, Severus sacó un trapo de su túnica y se lo metió en la boca, amordazándola. Andrómeda gimió, sus protestas ahogadas, mientras su cuerpo entero se arqueaba en un intento fútil de liberarse. Sus ojos, muy abiertos y enrojecidos, miraban aterrados cómo el hombre comenzaba a abrir su túnica.
El corazón de Andrómeda se detuvo. Sintió un vértigo nauseabundo apoderarse de ella. Pero en lugar de ver cómo Severus se despojaba de sus ropas, observó cómo sacaba de entre los pliegues una daga. No una cualquiera. Era una daga de empuñadura de ónix y hoja plateada, adornada con el blasón de los Black: tres cuervos entrelazados.
La daga que sus padres le habían dado a Bellatrix en su decimoséptimo cumpleaños.
La visión de esa reliquia familiar, ahora convertida en un instrumento de terror, paralizó a Andrómeda. Su cuerpo dejó de forcejear de inmediato, y su mente, atrapada entre la angustia y el desconcierto, apenas registró cuando Severus se inclinó sobre ella.
Se acercó tanto que Andrómeda pudo sentir su respiración sobre su oreja, una caricia helada.
“No pienses en gritar” susurró Severus, su voz baja y urgente. “No voy a hacerte lo que se me ordenó. Pero si sigues luchando, llamarás la atención. Y si eso pasa… harán entrar a uno de los hombres de Greyback.”
Andrómeda negó con la cabeza frenéticamente, el terror subiéndole por la garganta como bilis. La sola mención de Greyback era suficiente para helarle la sangre.
“Bien” murmuró Severus, su tono tan controlado que parecía carecer de toda emoción.
Con mano firme, Severus colocó la punta de la daga sobre el costado de Andrómeda. Ella tembló, un sollozo sofocado escapándose tras el trapo que la amordazaba. Sin aviso, el filo cortó su carne en un trazo largo y preciso, desgarrando tanto la tela de su vestido como la piel. El dolor fue agudo, ardiente, arrancándole un gemido ahogado.
Severus, sin pestañear, sostuvo pequeños viales de cristal y los llenó uno a uno con su sangre. Su rostro seguía impasible, pero había un brillo en sus ojos, un destello de algo que Andrómeda no supo reconocer. ¿Culpa? ¿Determinación? ¿Desprecio por sí mismo?
Cuando reunió suficiente sangre, Severus curó la herida de un rápido movimiento de varita. El tejido de la piel se cerró de forma áspera, dejando una mancha rojiza que él mismo, con manos toscas, extendió hacia sus muslos, manchándola aún más de sangre.
Andrómeda se agitó, su cuerpo intentando alejarse, pero Severus la sujetó por los muslos con fuerza.
“Silencio” siseó entre dientes.
Ella obedeció, más por terror que por comprensión.
Guardó los viales en su túnica, los envolvió cuidadosamente en un paño, y se enderezó. Desde arriba, Severus la miró, y por primera vez, dejó entrever un atisbo de humanidad en su mirada.
“Escúchame” dijo en voz muy baja, casi sin mover los labios. “Si quieres seguir viva, harás exactamente lo que te diga.”
Andrómeda lo miró, inmóvil, como un animal atrapado.
“Cuando entren los hombres para llevarte de regreso, actuarás como si estuvieras herida. Rota” continuó. “No te resistas. No hables. Solo finge… finge que… lo hice.”
Las palabras de Severus se grababan en la mente de Andrómeda con la misma precisión que sus manos habían manejado la daga.
“Cuando Rodolphus venga a verte… intentará tocarte. No lo permitas sin ruido. Grita como si te desgarraran por dentro. Despierta la casa entera si puedes.”
Andrómeda cerró los ojos, intentando no llorar.
“Cuando Bellatrix escuche tus gritos, vendrá. Te llevará de allí. No resistas” instruyó Severus con tono áspero. “Una vez que estés en el salón… cuando todo esté dicho y hecho, cuando todo esté desbordado… entonces, y solo entonces, actuarás como si hubieras muerto.”
Los sollozos de Andrómeda sacudían su pecho, pero Severus la sostuvo firmemente para que no hiciera ningún sonido.
“No te moverás, no importa qué escuches. No importa quién grite. No importa si oyes mi voz o la de Bellatrix. ¿Entiendes?” preguntó.
Andrómeda, con un nudo brutal en la garganta, asintió.
“Solo si logras hacerlo… entonces podré sacarte de aquí” concluyó Severus, apartándose lentamente.
Ella lo miró, su visión borrosa por las lágrimas, las palabras resonando en su cabeza como una plegaria desesperada. No moverse. No respirar. Fingir que todo había terminado.
El sonido de la puerta abriéndose al final del pasillo sacudió la habitación. Severus, rápido como una sombra, guardó la daga en su túnica y le dio una última mirada a Andrómeda, como si midiera su determinación.
Y en ese instante, Andrómeda supo que no había salvación sin sacrificio. Que su cuerpo roto y su alma despedazada serían el precio que debía pagar por un atisbo de libertad.
Cuando los pasos resonaron más cerca, y las voces roncas de los hombres llegaron hasta ella, Andrómeda cerró los ojos, dejando que su cuerpo cayera inerte sobre la mesa, fingiendo ser poco más que un cascarón vacío.
Mientras la puerta se abría de golpe y las manos brutales se apoderaban de ella para llevarla de regreso al infierno, Andrómeda repitió las palabras de Severus como un mantra silencioso.
No moverse. No gritar. No vivir, no hasta que sea libre.
Y así, comenzó su descenso final al abismo.
Notes:
Al inicio tenia pensado escribir alrededor de 30 capítulos, pero estoy por el cap 50 y ni siquiera el fin se ve cercano.
Chapter 34: Nadie dijo que era fácil, tampoco dijeron que seria tan duro
Summary:
Un capítulo completo para Severus 🥰
Chapter Text
Enero, 1997
La noche se extendía como un manto espeso y asfixiante sobre el castillo, sin estrellas, sin luna, apenas un soplo oscuro que parecía querer aplastar cada rincón de Hogwarts. Severus avanzaba por los corredores vacíos, su figura casi deslizándose sobre la piedra fría, impulsada no por la voluntad, sino por la inexorable certeza de que ya no podía dar marcha atrás. La Marca Tenebrosa ardía en su antebrazo, no con dolor físico, sino con esa quemazón nauseabunda que recordaba, a cada latido, a quién pertenecía su alma.
El castillo mismo parecía ceder bajo sus pasos, como si lo invitara a hundirse en su vientre pétreo y desaparecer. Pero no había refugio posible. El llamado había llegado. El Señor Tenebroso había regresado, y Severus ya no tenía el derecho de decir que no.
Sin apenas pensarlo, se lanzó a la red Flu y fue escupido en el vestíbulo helado de la Mansión Malfoy. El silencio allí era distinto, casi sólido, saturado de miedo antiguo, como si las paredes mismas exhalaran el hedor rancio de generaciones de secretos y traiciones. En el gran salón, figuras encapuchadas yacen de rodillas como si la mera gravedad del lugar los hubiera reducido a esa postura miserable. Severus no los miró. No eran sus iguales. O, al menos, eso intentaba creer mientras un nudo de repulsión se formaba en su estómago.
Buscó el ala oeste, donde las sombras parecían más densas y los susurros de la noche, más profundos. Un ventanal ofrecía la visión de árboles retorcidos que gemían contra el viento, y Severus, casi sin ser consciente de su propio movimiento, apoyó la palma contra el cristal. El frío se filtró en su carne, un frío que no era solo exterior, sino que parecía emanar también de su interior, desde el hueco que había dejado su última pizca de esperanza.
El temblor llegó sin aviso. Un estremecimiento en el suelo, seguido de pasos. Severus giró demasiado tarde. Mulciber emergió de las sombras, su rostro hinchado y perverso iluminado apenas por la luz mortecina que se filtraba del pasillo. Su presencia era un golpe en el estómago: el hedor de su odio, la violencia agazapada en su sonrisa torcida.
Severus retrocedió, pero la distancia no fue suficiente. Mulciber lo alcanzó con la facilidad de quien caza a una presa cansada. Sus manos, ásperas y brutales, lo atraparon con una fuerza enfermiza. El aliento apestoso le rozó el oído cuando murmuró su nombre, como si fuera un secreto que había estado esperando demasiado tiempo para ser pronunciado.
El asco golpeó a Severus con toda su crudeza. No era solo físico; era más profundo, como si la misma esencia de su ser se viera mancillada por esa cercanía. El instinto tomó el control. Sin pensar, Severus hundió los dientes en el cuello de su agresor, sintiendo el crujido grotesco de la piel rompiéndose, el sabor caliente y metálico de la sangre llenándole la boca.
Mulciber gritó, un sonido que no era humano, y Severus se liberó, tambaleándose hacia atrás, con la túnica rasgada y el pecho agitado. Mulciber cayó de rodillas, maldiciendo entre gemidos, pero el peligro no había terminado. Una nueva figura se dibujó en el umbral.
Lucius, inmaculado en su compostura, los observaba con su rostro marmóreo, incapaz de revelar emoción alguna. A su lado, Rodolphus Lestrange sonreía con la morbosa satisfacción de quien sabe que el espectáculo apenas comienza.
Y entonces el frío verdadero descendió sobre ellos.
Una sombra más densa que la noche se materializó entre las columnas. Voldemort. El aire pareció ser succionado del vestíbulo cuando sus ojos rojos se posaron en los presentes, congelando el tiempo y la voluntad.
Una palabra bastó. "Crucio."
Mulciber se arqueó, despedazado por un dolor tan absoluto que apenas parecía caber en el mundo físico. Severus permaneció inmóvil, su rostro una máscara inquebrantable. Sabía que no debía parpadear, no debía mostrar horror, ni siquiera compasión.
Voldemort avanzó despacio, la oscuridad replegándose a su paso como una criatura servil. Se agachó junto al cuerpo convulso de Mulciber y lo contempló como quien observa un objeto roto que ya no tiene valor. Murmuró algo que apenas era un susurro: "Asqueroso."
Una ráfaga de magia, un crujido sordo, y el cuerpo quedó inmóvil.
Voldemort se incorporó y se volvió hacia Severus.
La mirada que le dedicó era un juicio.
Severus sostuvo su peso sin temblar, sin arrodillarse, sin rogar. Solo aceptando. Porque no había otra salida. Porque la oscuridad ya había cerrado sus garras en torno a su alma, y él, aún sabiendo que lo peor estaba por venir, dio el primer paso adelante cuando Voldemort lo llamó.
"Ven conmigo, Severus."
Severus siguió a Voldemort en silencio, sus pasos deslizándose apenas sobre el mármol frío del pasillo. La casa entera parecía contener el aliento. Cada rincón, cada sombra, parecía inclinarse hacia la figura esbelta y pálida que avanzaba delante de él, como si las paredes mismas reconocieran al amo que ahora las poseía. La oscuridad, obediente, retrocedía a su paso, replegándose como un manto sumiso.
Atravesaron el salón principal. La estancia estaba abarrotada de mortífagos que se habían reunido apresuradamente al sentir la llegada de su señor. Bellatrix fue la primera en reaccionar. Con su habitual exaltación, corrió hacia ellos, una risa ahogada escapándose de sus labios. Sin embargo, se detuvo en seco al ver a Severus caminando detrás. La sonrisa se congeló en su rostro. Sus ojos se agudizaron al contemplarlo: la boca manchada de sangre seca, el frente de la túnica desgarrada y oscura por fluidos que ya nadie quiso identificar.
El resto de los presentes también volvió los ojos hacia él, algunos con curiosidad morbosa, otros con desdén apenas disimulado. Pero nadie habló. Nadie osó hacer un solo movimiento cuando vieron que el Señor Tenebroso no les prestaba atención. Voldemort no los miró, no los reconoció. Para él, en ese instante, solo existía Severus.
Siguieron avanzando.
El camino los condujo a una habitación apartada que alguna vez había sido el despacho del dueño original de la mansión. Ahora era el trono privado de Voldemort. La sala estaba envuelta en un crepúsculo perpetuo; ni las lámparas ni las ventanas ofrecían más que una luz débil y enfermiza. Sobre una gran chimenea apagada, una serpiente de piedra se enroscaba entre relieves de caracolas y flores marchitas. Y en un rincón oscuro, Nagini, viva, reptaba su cuerpo deslizándose en silencio tras su amo.
Voldemort hizo un gesto sutil con la mano, invitando a Severus a sentarse en una de las dos sillas frente a una mesa baja y negra como la obsidiana. Severus obedeció, el cuerpo cansado pero la mente firme.
Con un segundo movimiento, Voldemort agitó los dedos pálidos, y una ráfaga de magia envolvió a Severus. Sintió cómo la sangre seca se disolvía, cómo la tela rasgada se tejía nuevamente sobre su pecho, como si una mano invisible remendara cada desgarro. No hubo dolor. Solo una breve sensación de ser observado, de ser tocado en lo más profundo.
Voldemort comenzó a pasearse lentamente por la habitación. Nagini se arrastraba junto a él, su silueta serpenteante acompañando cada uno de sus pasos. El Señor Tenebroso mantenía las manos entrelazadas a la espalda, su figura recortándose en la penumbra como la de un espectro irrefutable.
“Estuve viajando”, dijo finalmente, su voz acariciando el aire como un susurro envenenado. “Buscando algo... algo que me hiciera más poderoso.”
Severus no respondió. Se limitó a escuchar, el rostro imperturbable, aunque sus músculos tensos no lograban engañar a Nagini, quien lo observaba con ojos hambrientos.
Voldemort se detuvo frente a la mesa. Con una teatralidad apenas velada, deslizó la mano dentro de su túnica y sacó un trozo de papel viejo, tan fino que parecía que podría desintegrarse con un suspiro. Lo depositó frente a Severus con una reverencia burlona.
Severus, acostumbrado a tratar con ingredientes frágiles, fue extremadamente cuidadoso. Tomó el papel entre sus dedos, que temblaban apenas por el cansancio, y lo abrió. El pergamino era casi transparente, los bordes quemados y deshilachados por el tiempo.
Las palabras que allí se plasmaban estaban escritas en un idioma antiguo, de líneas torcidas y símbolos olvidados. Arameo antiguo. Severus frunció levemente el ceño, concentrándose. No era un idioma que dominara plenamente, pero reconocía lo suficiente para descifrar el contenido general.
Un ritual.
Uno prohibido.
Uno que no debería existir.
El corazón de Severus latió con lentitud deliberada mientras leía. Había instrucciones precisas: círculos de sangre, invocaciones susurradas, sacrificios cuidadosamente escogidos.
Dejó que sus ojos pasaran una vez más sobre el texto, absorbiendo cada matiz, cada implicación oscura.
Pasaron algunos minutos en los que solo se escuchaba el leve siseo de Nagini. Entonces, Voldemort se acercó y se sentó frente a él, tan inmóvil que parecía una figura tallada en mármol.
“¿Has logrado entenderlo, Severus?” preguntó, su voz baja, expectante.
Severus levantó la vista, encontrándose con esos ojos rojos, antinaturales. No vaciló.
“Sí, mi señor.”
Una chispa de satisfacción —pequeña, casi imperceptible— cruzó el rostro de Voldemort.
“Bien”, murmuró. “Ahora dime... ¿qué es lo que está mal en el ritual?”
Severus volvió a bajar la mirada hacia el pergamino. Lo analizó con más detenimiento. Sabía que no podía permitirse un error. Voldemort no preguntaba por preguntar. Estaba buscando algo... una confirmación, quizás, o una traición velada.
Finalmente, Severus respondió, su voz ronca pero firme:
“Los contenedores.”
Una lenta sonrisa, fina y cruel, curvó los labios de Voldemort.
“Exactamente”, dijo con un dejo de deleite. “El error, el primero, fue el contenedor. Usaron cuerpos muertos... una necedad, como puedes imaginar. Fracasaron rotundamente.”
Severus asintió, permitiéndose un breve movimiento de cabeza.
“Corrigieron el error en la segunda ocasión”, continuó Voldemort. “Usaron cuerpos vivos. Humanos vivos. Y, aún así... fallaron.” Se inclinó hacia Severus, la mirada inquisitiva. “¿Por qué, crees tú?”
Severus reflexionó. La lógica mágica era inapelable. Arriesgó:
“La cantidad... ¿demasiados participantes?”
Voldemort emitió un sonido que no era ni una risa ni un suspiro.
“No, Severus”, corrigió con infinita paciencia, como si enseñara a un niño. “El error fue la calidad.”
Severus enarcó una ceja, en silencio.
“Usaron magos experimentados”, explicó Voldemort. “Hombres y mujeres con núcleos mágicos formados, fuertes... y viejos. Magos que ya habían vivido una larga vida, que tenían demasiadas ataduras. Demasiados recuerdos. Demasiados lastres.”
La comprensión se abrió paso en la mente de Severus. Asintió de nuevo, más despacio esta vez.
“Por eso”, dijo Voldemort, recostándose con elegancia en su asiento, “quiero que descubras cómo realizar este ritual correctamente. Y no te preocupes por los ingredientes. Lo que necesites... te será proporcionado.”
Severus cerró el pergamino con todo el cuidado que pudo, entregándoselo de nuevo a su amo.
“Entiendo, mi señor”, dijo.
Voldemort sonrió con una sonrisa que no contenía alegría.
“Buena suerte, Severus”, murmuró. “La necesitarás.”
Severus se inclinó ligeramente en señal de respeto, luego se incorporó. Salió de la habitación con la misma calma controlada con la que había entrado, aunque por dentro su mente hervía.
El Señor Tenebroso no había preguntado por Draco. Ni por sus misiones. Y eso, en su retorcido mundo, era un alivio.
El pasillo volvió a engullirlo. El eco de sus pasos resonó, apagado, entre las paredes que ya no pertenecían a nadie más que a la oscuridad.
Febrero caía como un manto de plomo sobre los hombros de Severus Snape. Cada día era una repetición implacable de responsabilidades que se superponían unas a otras como olas negras, sin darle respiro. Desde las primeras horas de la mañana, debía impartir clases en Hogwarts, donde el murmullo constante de los estudiantes, sus quejas infantiles y sus torpezas al memorizar hechizos, eran como agujas invisibles horadando su paciencia ya disminuida. Su rostro imperturbable ocultaba la fatiga que lo carcomía. Cada corrección, cada castigo, cada palabra pronunciada con la sequedad de la costumbre era un esfuerzo.
Pero Hogwarts era la parte fácil.
Era en la mansión Malfoy donde comenzaba el verdadero tormento.
Cada noche, Severus atravesaba los portones de hierro forjado y avanzaba bajo el cielo de invierno, donde la luna se ocultaba tras nubes tan densas como el horror que lo aguardaba en su interior. En el sótano, convertido ahora en su laboratorio privado por orden del Señor Tenebroso, lo esperaba una pesadilla de sangre, fórmulas inexactas y cadáveres tibios.
Severus se dejaba caer sobre una silla al borde del laboratorio. No había calor en ese lugar, solo piedra, escarcha y muerte.
Frente a él, el pergamino antiguo seguía extendido sobre una mesa, custodiado por velas que chisporroteaban débilmente en la humedad. Una tras otra, las runas y las fórmulas bailaban en su mente cansada. No importaba cuántas veces ajustara los círculos de invocación, no importaba cuánta sangre fresca utilizara: cada intento terminaba en la misma escena horrenda.
El cuerpo de los sacrificados —fuese mago, muggle o animal— convulsionaban en un paroxismo grotesco y luego morían, vacíos, inútiles.
La frustración era un veneno que se le acumulaba en las venas.
Había empezado con sujetos voluntariosos, magos adultos, fuertes. Luego, siguiendo la lógica de Voldemort, probó con jóvenes, incluso niños. Nada. Animales mágicos y no mágicos. Ancianos, adolescentes. Machos, hembras. Criaturas cuyos gritos aún retumbaban en sus pesadillas.
Y todo para nada.
Una noche, después de otro fracaso, Severus se derrumbó de rodillas sobre el suelo de piedra, las manos crispadas en puños contra su propia túnica ensangrentada.
Lucius, siempre tan meticuloso y distante, se acercó a él con una copa de brandy y una expresión tan contenida que rozaba la compasión.
“Debes descansar, Severus”, dijo en voz baja, como si temiera perturbar aún más la frágil cordura del hombre frente a él.
Severus soltó una carcajada seca, casi histérica, y se pasó una mano por el cabello empapado de sudor frío.
“No puedo permitirme ese lujo, Malfoy”, gruñó, con una sonrisa torcida que no llegaba a sus ojos. “El Señor Tenebroso aguarda.”
Lucius dejó el brandy a un lado, sabiendo que insistir sería inútil.
Rabastan, más torpe en sus maneras pero con un tipo de lealtad brutal, intentó ofrecer su ayuda otro día. Acompañó a Severus en la preparación de un ritual, sosteniendo los ingredientes, trazando los círculos, ayudándolo a inmovilizar a las víctimas.
Cuando todo volvió a fallar, y el suelo se cubrió otra vez de sangre inútil, Severus perdió el control. Estrelló los frascos de vidrio contra la pared, respirando como un animal acorralado.
“¡Fuera!” rugió, su voz reverberando en las piedras húmedas. “¡Fuera de aquí, maldita sea!”
Rabastan, lejos de ofenderse, simplemente se retiró, encogiéndose de hombros.
Los cadáveres se apilaban. Para Bellatrix y Greyback, aquello era un espectáculo. Ambos asistían a los experimentos como niños a una feria, observando los espasmos finales de los condenados con sonrisas abiertas y codiciosas.
“¿Cuántos más, Severus?” preguntó Bellatrix, girando en círculos con su varita, salpicada de rojo. “¿Cincuenta? ¿Cien? ¡Oh, deberíamos apostar! ¿Qué dices, Greyback?”
El hombre lobo rió con una risa gutural, lamiéndose los labios de manera obscena.
Severus apretaba los dientes hasta hacerlos crujir. Se obligaba a ignorarlos. Se obligaba a no sentir.
Y aún había más.
A su agotadora doble vida de profesor y asesino experimental, se sumaban las exigencias de las pociones.
Tenía que preparar dosis precisas para evitar que Draco, en su arriesgada y volátil relación con Potter, quedara embarazado. Un descuido sería fatal. Cada ingrediente debía ser impecable, cada proporción medida al milímetro.
Y luego estaba Black.
Severus lo detestaba.
El maldito Sirius Black, radiante con su embarazo, lo acosaba cada vez que lo veía, exigiendo su atención como si Severus no tuviera ya suficientes cadenas alrededor del cuello.
“¡Mira, Snivellus!” exclamó un día, levantándose la camiseta hasta mostrar su vientre plano. “¡Se está notando, lo juro! Tócalo, ¡tócalo y verás!”
Severus lo miró como si fuera un insecto.
“No hay nada ahí, Black”, dijo con desprecio. “Deja de comportarte como un niño.”
Pero Black no se inmutaba. Se acercaba aún más, agitando frente a él dos muestras de telas.
“¿Cuál te gusta más, Severus?” insistió con una sonrisa radiante. “¿El azul cielo o el amarillo mantequilla? ¡Dime, porque si no eliges no pienso proteger a tu ahijado si algo pasa!”
Severus lo fulminó con la mirada. Cada segundo que pasaba en su compañía era una tortura adicional.
“No me importa”, siseó, apartándose violentamente de las telas.
Pero no podía ignorarlo del todo. Sabía que, por ridículo que fuera, la protección de Draco dependía de mantener a Black contento.
Así que, con los dientes apretados, señaló el maldito azul cielo.
Black sonrió como si le hubieran otorgado el premio más importante del mundo.
Febrero fue una larga, viscosa, asfixiante caída en el infierno.
Las paredes de la mansión Malfoy parecían caer sobre él cada noche. Las miradas expectantes de Voldemort en cada reunión eran lanzas invisibles que lo perforaban, silenciosas pero implacables. Nadie le exigía resultados. No había amenazas. Pero la presión era absoluta.
Severus dejó de comer. Dormía apenas unas horas entre las clases y los experimentos. Tenía la piel cetrina, los ojos hundidos, los nervios al borde de quebrarse. En la oscuridad de su mente, una voz comenzaba a susurrarle que no había salida, que todo era inútil.
Una noche, al regresar a Hogwarts, tropezó en un pasillo vacío. Cayó de rodillas, jadeando. No lloró. No gritó. Solo apoyó la frente contra las frías losas y dejó que el silencio lo envolviera.
Odiaba su vida.
Odiaba su existencia.
Y, más que nada, odiaba que no pudiera detenerse.
Marzo llegó con un viento persistente que ni siquiera los gruesos muros de Hogwarts podían detener. La primavera llego con vientos violentos, como un huésped indeseado, se había aferrado a los pasillos, llenándolos de corrientes cálidas que se colaban por las rendijas. Severus, envuelto en su capa negra, caminaba con pasos largos y silenciosos hacia la enfermería, sus labios apretados en una delgada línea de hastío.
Todo habría sido perfecto. Perfecto.
Un Weasley. El infame Ronald Weasley, la sombra inepta de Potter, había sido envenenado —por imbécil, como cabía esperar— al beber de un vino que Slughorn había usado para celebrar el cumpleaños del idiota en su despacho. Pero eso no era lo mejor. No. Lo mejor era que, mientras el mocoso se revolvía entre sudores fríos y convulsiones, Poppy había descubierto algo aún más espectacular: Weasley estaba embarazado.
Severus recordaba el momento con una claridad deliciosa. Minerva, blanca como la cera, había ido a buscarlo casi tropezándose con su propia túnica. Él apenas pudo ocultar la sonrisa sardónica que amenazó con curvar sus labios cuando escuchó la noticia.
“Un Gryffindor,” murmuró para sí mismo mientras ascendía las escaleras, el eco de sus botas resonando como tambores de guerra. “Un Weasley. No uno de los míos. No un Slytherin.”
Había esperado años, años, para ver cómo los intachables y moralistas Gryffindor caían en su propia hipocresía. Era un regalo del universo. Un bálsamo, aunque fuera momentáneo, para su existencia miserable.
Cuando llegó a la enfermería, Minerva lo esperaba de pie junto a la cama donde Weasley yacía, pálido y mareado. La tensión en el aire era tan densa que Severus casi podía paladearla.
“Severus,” dijo Minerva, con la voz temblorosa, “necesitamos tu ayuda. Poppy sospecha que… que fue Potter.”
El golpe fue inmediato. Fue como si alguien le hubiera arrojado agua helada por la espalda. Su mente, siempre aguda, comenzó a trabajar al instante. Potter. El imbécil de Potter. Si Potter era el responsable…
Severus no esperó a escuchar más. Estaba ya construyendo planes en su cabeza: sobornar a algún sanador para un aborto “accidental”, o tal vez un pequeño error en la dosis de una poción prenatal. Algo discreto. Algo definitivo.
Pero las pruebas… Las pruebas dieron negativo.
Cuando Pomfrey, con su habitual tono severo, les mostró los resultados, Severus casi sintió que podía respirar de nuevo.
“Potter no es el otro padre,” dijo Poppy, tajante.
Minerva suspiró, llevando una mano a su pecho como si acabara de librarse de un hechizo de estrangulamiento.
Weasley, sin embargo, no dejó que el alivio durara.
En una voz temblorosa, apenas audible, confesó: “Fue… Zabini.”
La enfermería se sumió en un silencio absoluto. Incluso Severus, acostumbrado a las revelaciones más descabelladas, se quedó inmóvil durante un latido eterno.
Luego, muy despacio, Severus giró la cabeza y miró a Minerva. Ella lo miraba de vuelta, como si esperara que él desmintiera esa ridiculez. Pero Severus, por supuesto, sabía que no podía. Blaise Zabini era suyo. Un Slytherin. Y no solo cualquier Slytherin. El primogénito de Arabella Zabini, la Viuda Negra, una mujer que había enterrado a diecisiete esposos y había salido de cada matrimonio más rica que antes.
La mandíbula de Severus se tensó hasta doler.
“¿Tienes idea,” siseó Severus, “de en qué clase de nido de víboras te has metido, Weasley?”
Ron gimió débilmente.
Minerva, ya al borde del colapso, tartamudeó: “Deberíamos llamar a la madre de Zabini…”
Severus no pudo evitarlo. Soltó una carcajada seca, cruel.
“Por supuesto,” dijo. “Invoquemos a la Viuda Negra. ¿Qué podría salir mal?”
Arabella Zabini llegó esa misma tarde. No caminaba, flotaba. Su vestido negro parecía beberse la luz a su alrededor, y su perfume —una mezcla embriagadora de gardenias y algo más oscuro, más letal— precedía su llegada.
Severus, junto con Minerva, Pomfrey y los aterrados padres Weasley, la esperaban en la enfermería junto a Draco, Parkinson y por supuesto el supuesto padre, Blaise.
Arabella apenas dirigió una mirada a Arthur y Molly cuando el director llevo a los tres padres lejos de los alumnos, quienes se agruparon en dos grupos, Slytherin y Gryffindor, Severus hubiera querido que siempre hubieran mantenido esa distancia. Sus ojos, fríos como dos joyas preciosas, se posaron en Severus.
“Severus,” dijo con una sonrisa cargada de veneno. “Sabes que siempre es un placer verte.”
Severus inclinó ligeramente la cabeza, conteniendo su repulsión.
“Mi señora Zabini,” dijo con la voz impregnada de la cortesía más gélida. “Tenemos un pequeño… inconveniente, como ya ha descubierto.”
Arabella volvió la mirada hacia la puerta de la enfermería.
“¿Ese?” preguntó con desprecio. “¿Ese es el pequeño problema?”
Molly ahogó un sollozo. Arthur, temblando de indignación, murmuró: “Es nuestro hijo.”
Arabella soltó una carcajada suave.
“Deberían enseñarle a comportarse mejor,” dijo, antes de volverse hacia Severus con una ceja arqueada. “¿Está seguro de que el bebé es de mi Blaise?”
Severus apretó los dientes.
“No hay duda, usted misma vio como la prueba fue positiva” dijo secamente.
Arabella suspiró como si la hubieran obligado a contemplar una mancha particularmente desagradable en su vestido.
“Muy bien,” dijo. “Me encargaré de ello.”
“¿Encargarse de qué?” chilló Molly, acercándose con los puños apretados.
Arabella la miró como si fuera una molestia insignificante.
“De asegurar que mi apellido no quede manchado por... tonterías,” dijo, con un desdén tan absoluto que Severus casi la aplaude.
La noche había caído sobre la mansión Malfoy como un sudario espeso y sofocante. Severus caminaba por los largos corredores revestidos de mármol, con la capa ondeando detrás de él como un fragmento de sombra viva. El eco de sus pasos era la única compañía que se permitía mientras descendía, escalón tras escalón, hacia las profundidades ocultas de la casa.
Afuera, el viento gemía contra las ventanas, un lamento agudo y desesperado que parecía brotar del propio corazón de la noche.
Severus no solía cometer errores. Su vida había sido una sucesión meticulosa de elecciones frías, de estrategias medidas con la precisión de un alquimista. Pero esa noche... esa noche su mente estaba tan cargada que, sin notarlo, plantaría las semillas de un desastre.
El embarazo de Weasley había sido un golpe a la estructura ya tambaleante del castillo. No solo por el escándalo, sino por lo que representaba: caos, imprevisibilidad, emociones fuera de control. Y Severus odiaba el caos. Odiaba la imprevisibilidad. Odiaba, más que nada, el dolor de ver a Draco abatido, el futuro de su protegido pendiendo de un hilo por el capricho de sentimientos adolescentes y la terquedad de Potter.
“Debes conquistarlo, Draco,” había dicho horas antes, en un susurro áspero mientras colocaba una mano en el hombro tembloroso de su ahijado. “Tu vida depende de ello.”
Draco había asentido, los ojos hinchados por el llanto contenido, la piel tan pálida que parecía traslúcida. Severus, endurecido por años de guerra y traición, había sentido una punzada en su pecho que rápidamente sofocó. No había lugar para la compasión. No ahora.
El sótano estaba helado. Las paredes, cubiertas de runas antiguas, exhalaban una humedad que se le colaba bajo la túnica. Severus encendió las lámparas flotantes con un movimiento seco de su varita. Luz amarillenta y temblorosa se derramó sobre estanterías abarrotadas de frascos, pergaminos y artefactos prohibidos.
En el centro de la sala, el altar de experimentación, cubierto de pociones, plumas de fénix, raíces de mandrágora seca… y un códice prohibido: Corpus Animae.
Severus se acercó, sus dedos largos y huesudos acariciando las páginas envejecidas. Era un texto olvidado incluso por los magos tenebrosos más ambiciosos.
El vino derramado. El embarazo. El destello de horror en los ojos de Molly Weasley. El desprecio frío de Arabella y su hijo.
Fragmentos de la tarde rebotaban en su cabeza mientras trazaba fórmulas en el aire con la varita.
“Un recipiente puro,” murmuró, su voz retumbando en la estancia vacía. “Un alma limpia… magia no corrompida…”
El códice era claro: para expandir un fragmento de magia tan oscura como la del Señor Tenebroso, se necesitaba un recipiente que no tuviera todavía cicatrices de la vida. Algo —alguien— inocente. Sin historia. Sin memoria.
Un bebé.
La idea se formó como una gota de veneno en un cáliz de plata. Insidiosa. Letal.
Severus permanecía de pie frente a su mesa de trabajo, inmóvil, los dedos aún manchados de tinta negra y roja. El pergamino que había descifrado y corregido y vuelto a corregir durante horas estaba extendido frente a él como un cadáver. No podía apartar la vista de los caracteres en arameo, crueles, inmutables, sentenciándolo.
"¿Qué he hecho…?" murmuró para sí mismo, la voz apenas un hilo de sonido.
El eco le devolvió su propia condena.
Sabía que tenía que actuar. Que no podía dejar cabos sueltos. Que no debía permitir que la información que ahora pesaba sobre su pecho como una lápida fuera descubierta por alguien más.
Y sin embargo... sus piernas no se movían.
El horror era una criatura viscosa, subiéndole por las entrañas, atrapándolo.
Fue entonces que el sonido de pasos descendiendo las escaleras de piedra helada quebró el silencio como un latigazo. Severus parpadeó, su instinto endureciendo sus facciones, borrando todo rastro de vulnerabilidad de su rostro. Se giró hacia el origen del sonido, recto, digno, la máscara de la indiferencia ya firme sobre su piel pálida.
Pero cuando el cabello largo y reluciente de Lucius capturó la luz temblorosa de las antorchas, Severus sintió cómo algo dentro de él —algo que había resistido todo el día— simplemente se quebraba.
Lucius era como un espejismo entre las sombras, impecable incluso a esas horas intempestivas, su túnica de terciopelo gris oscuro ondeando ligeramente mientras bajaba los últimos escalones. Sus ojos grises, afilados como cuchillas, se clavaron en Severus, leyendo en su cuerpo rígido la historia que su boca aún no contaba.
"Severus," dijo, su voz baja y calmada, pero cargada de una inquietud inmediata, "¿qué ha sucedido?"
Severus dejó caer la mirada un instante antes de recomponerse. Inclinó apenas la cabeza, como si le costara articular siquiera el comienzo.
"El hijo de Arthur Weasley… está embarazado," dijo finalmente, su tono seco, cansado, como quien repite un mal chiste que ha oído demasiadas veces.
Lucius soltó una risa suave, divertida.
"¿Weasley?" repitió, sus labios curvándose con desprecio. "Vaya, el linaje de los traidores no deja de sorprenderme. Apenas niños… y ya engendrando más bocas que alimentar."
Severus no sonrió. No hubo ni una chispa de humor en su semblante.
Lucius se detuvo, su risa muriendo en su garganta. Dio un paso más cerca, ladeando la cabeza como un halcón curioso.
"¿Qué más, Severus?" preguntó, su voz ahora tensa, sus ojos escudriñándolo.
Severus no lo miró. Observó el pergamino arrugado sobre la mesa como si fuera un abismo que amenazaba con tragárselo.
"Lo he resuelto," susurró, apenas audible.
Lucius entrecerró los ojos. Se acercó más.
"¿El ritual?" preguntó, un destello de temor y curiosidad cruzando su rostro. "¿Lo has perfeccionado?"
Severus asintió una vez, lento, casi con pesar. Lucius sonrió, victorioso. Siempre demasiado curioso por saber más.
"Eso es… magnífico, Severus," dijo, con genuina emoción. "El Señor Tenebroso sabrá recompensarte generosamente."
Pero la falta de júbilo en el rostro de Severus sembró una alarma sorda en Lucius. Su sonrisa se desvaneció.
"¿Qué tan grave es?" preguntó, la voz ahora grave, casi un susurro.
Severus alzó la vista, y en ese instante, Lucius lo supo.
La sangre se le heló en las venas.
Un sonido bajo y apagado, mitad suspiro, mitad exclamación de horror, escapó de los labios de Lucius. Sin pensarlo, se acercó y tomó a Severus entre sus brazos, atrayéndolo contra su pecho con una urgencia muda.
Severus se dejó abrazar, su cuerpo rígido al principio, y luego quebrándose como un trozo de cristal resquebrajado demasiado tiempo bajo presión.
Ninguno habló durante los primeros minutos. Solo el crepitar de las antorchas llenaba el sótano, como si el mundo entero hubiera sido reducido a ese instante roto y amargo.
Lucius bajó la cabeza, rozando con su mentón el cabello de Severus.
"Si resolviste el ritual…" murmuró contra su oído, "también puedes… sabotearlo. Puedes impedirlo sin que Él lo sepa."
Severus soltó una risa corta y amarga, una carcajada hueca que no tenía nada de humor.
"No soy tan arrogante," dijo, su voz quebrada, "como para pensar que puedo engañar al Señor Tenebroso."
Lucius se apartó solo lo suficiente para tomarle el rostro entre las manos, obligándolo a mirarlo. Sus dedos eran firmes, sus ojos grises ardían con una intensidad feroz.
"Eres el hombre más inteligente que he conocido, Severus," dijo, cada palabra pesada como un voto de sangre. "Si alguien puede hacerlo, eres tú."
Se quedaron así, a centímetros uno del otro, respirando el mismo aire, compartiendo un latido sordo de dolor y memoria. Severus se perdió en el gris tempestuoso de los ojos de Lucius, un mar en el que una vez naufragó de joven, de iluso, de enamorado.
"Lucy..." susurró Severus, apenas audible, cargando en esa sílaba rota toda la nostalgia de una vida que nunca fue.
Cerró la distancia entre ellos, inclinándose para rozar con sus labios los de Lucius, buscando un recibimiento que ya no existía.
Pero Lucius giró la cabeza, y el beso erró su destino, rozando apenas el mentón del rubio.
El contacto fue frío, efímero. Un corte más en un corazón ya desgarrado.
Lucius lo soltó con suavidad, casi con pesar.
"Narcissa me espera en nuestra cama," dijo, su voz baja, distante, teñida de una tristeza que no quiso mostrar.
Severus enderezó los hombros, la máscara de hielo deslizando de nuevo sobre su rostro. Asintió sin emoción.
"Entonces apresúrate," dijo, su tono cortante, glacial.
Lucius dudó un instante, como si fuera a decir algo más, pero finalmente se dio media vuelta y subió las escaleras, dejando a Severus solo con los fantasmas de sus errores.
El sótano volvió a sumirse en el silencio pesado, pero no por mucho tiempo.
Una voz tenue, quebradiza, surgió de una de las celdas más alejadas tras la pared de piedra. Una voz que apenas era un susurro, casi imperceptible.
"Severus..." llamó Andrómeda, su voz cargada de un dolor tan denso que parecía encadenar el aire.
Severus la miró de reojo, sus ojos oscuros encendidos de ira y agotamiento. No respondió. No ahora. No podía.
Sin una palabra, giró sobre sus talones y abandonó el sótano, sus pasos resonando en la piedra como golpes de martillo en un ataúd.
Cuando llegó a su habitación privada en Hogwarts, el peso de la noche cayó sobre él con toda su crudeza. Cerró la puerta tras de sí y, en la penumbra, se llevó los dedos a los labios.
Los labios que habían tocado, aunque fuera por un instante fugaz y torcido, al único hombre que había amado después de Lily.
Un estremecimiento le recorrió la espalda. Severus cerró los ojos. Y deseó, por un momento tan breve como eterno, no despertar jamás.
Los días siguientes transcurrieron como un interminable crepúsculo en el corazón de Severus. El castillo de Hogwarts se alzaba, severo y monolítico, entre la niebla temprana de noviembre. Cada amanecer parecía teñido de plomo, como si el cielo mismo cargara con el peso de un secreto inconfesable. Severus recorría sus pasillos largos y fríos con la compostura de siempre: túnica ondeando como una sombra viva, rostro imperturbable, ojos como pozos profundos sin reflejo.
Desde la última noche en la Mansión Malfoy, había evitado regresar.
No porque su tarea estuviera casi concluida —aunque el ritual estaba casi perfeccionado, sus instrucciones en arameo descifradas y anotadas en una caligrafía impecable—, sino porque el dolor sordo y espectral de lo que había ocurrido con Lucius aún le palpitaba bajo la piel, como una herida mal cerrada.
Severus se había mentido tantas veces que casi había llegado a creerlo: que había enterrado, quemado y dispersado en cenizas aquel amor de juventud. Que Lucius ya no era más que una nota amarga en la sinfonía cruel de su vida.
Pero había bastado ese roce fallido, esa breve esperanza abortada en un beso que no fue, para saber la verdad.
No. El recuerdo aún vivía. El amor aún dolía.
Y por eso se mantenía alejado de la Mansión. De Lucius. De todo.
En su lugar, se lanzaba a su papel de profesor con una dedicación casi fanática. Las clases de Defensa Contra las Artes Oscuras se sucedían unas a otras en un ritmo implacable. Los estudiantes temblaban bajo su mirada, sus varitas tartamudeaban, sus corazones latían con terror reverente. Severus encontraba en su miedo un refugio áspero, pero familiar.
Era más fácil ser temido que ser amado.
Era menos doloroso.
Entre clase y clase, Severus encontraba tiempo —o se obligaba a encontrarlo— para observar a Draco. Su ahijado, su pequeño príncipe de cabellos de luna, de ojos como espejos rotos. Draco no era ya el muchacho altanero que caminaba por los pasillos con arrogancia heredada; ahora era un joven quebrado, un muchacho de miradas furtivas y sonrisas demasiado frágiles.
Severus lo vio esconderse de Potter durante tres días. Tres días en que el dolor estaba grabado en la tensión de sus hombros, en la sombra azulada bajo sus ojos claros.
Al cuarto día, Draco y Potter volvieron a acercarse, como imanes condenados a atraerse aunque se rompieran en el intento. Severus los vio desde una esquina del Gran Comedor: Potter con su torpeza habitual, Draco fingiendo una indiferencia que solo engañaba a quien no sabía mirar.
Severus sí sabía.
Severus siempre había sabido.
Y en los ojos azul grisáceo de Draco, tan similares a los de Narcissa, Severus vio reflejado su propio dolor. El dolor de amar a quien nunca podría corresponderle como uno anhelaba. El dolor de querer y no poder odiar.
Draco, con sus gestos, sus silencios, sus miradas robadas a Potter, era el espejo cruel de su propia juventud, de su propio error llamado Lucius.
Y Severus… Severus lo quería. A su manera tortuosa, lo quería.
No podía odiarlo. No podía odiar a Narcissa tampoco, quien en los peores momentos le había tendido una mano, había creído en él más de lo que él mismo se permitía.
Y si no podía odiarlos… entonces debía odiar a Lucius.
Porque la alternativa era más dolorosa.
Porque amar era un acto de guerra contra uno mismo.
Porque odiar, en cambio, era simple. Natural. Conocido.
A la quinta noche, cuando Draco, con la desesperación apenas disimulada de quien ya no sabía a qué aferrarse, paso la noche en la torre de Gryffindor, Severus comprendió que ya no podía seguir postergando lo inevitable. No podía seguir ocultándose en su miseria ni pretender que la guerra no le exigía más de lo que ya había pagado. Había un deber que lo arrastraba de los cabellos, una verdad amarga que debía ser revelada. No mirar atrás fue un acto de cobardía tanto como de valor. Sin detenerse, abandonó el Gran Comedor con paso firme y se dirigió a su despacho.
Allí, bajo la escasa luz de la chimenea, Severus tomó un puñado de polvos Flu. Sus dedos, largos y huesudos, temblaron apenas al acercarse al fuego.
Murmuró la dirección con voz ronca y apagada: “Mansión Malfoy”. Las llamas se tiñeron de verde al instante, y con ellas, algo en su interior pareció romperse.
La Mansión Malfoy estaba más fría que nunca. La piedra misma parecía exhalar un aire gélido y denso que se enroscaba en torno a su garganta como una soga invisible. En uno de los salones laterales, entre cortinas polvorientas y tapices que se deshilachaban en silencio, el Señor Tenebroso lo esperaba. Nagini, envuelta sobre sí misma, observaba con esos ojos inexpresivos que no parpadeaban jamás.
Severus habló con voz medida, cada palabra colocada con precisión quirúrgica. No permitió que el menor temblor se filtrara en su relato. Presentó su hallazgo como quien ofrece un sacrificio: un recipiente puro, un alma intacta, una oportunidad para el fragmento que ansiaba un cuerpo nuevo. No mencionó los temores que lo carcomían desde el momento en que entendió las implicaciones. No habló de los nombres que su conciencia susurraba en medio de la noche.
No habló de Weasley. Sólo de posibilidades.
El Señor Tenebroso sonrió. Era una sonrisa delgada, afilada como la hoja de un cuchillo. “Excelente, Severus”, dijo, con esa voz que era más caricia de serpiente que aliento humano. “Eres, como siempre, indispensable.”
Severus bajó la cabeza en una inclinación obediente. No contestó. Sabía que cualquier palabra sería inútil. Lo único que podía ofrecer era su sumisión, su entrega absoluta. Lo único que podía hacer era seguir interpretando el papel que le había tocado representar. Hasta el final.
Cuando el ritual fuera ejecutado, él estaría allí. Lo había prometido. Y no había escapatoria.
Terminada la audiencia, Severus abandonó el salón lateral sin apresurarse. Avanzó por los pasillos oscuros de la Mansión Malfoy, donde los cuadros lo miraban pasar con rostros severos y mudos reproches. Estaba a punto de llegar a la chimenea principal, cuando una voz quebró el silencio.
“Severus.”
El sonido de su nombre, pronunciado con una urgencia contenida, lo detuvo en seco.
Era Lucius.
Severus no se giró. Permaneció de espaldas, inmóvil, sintiendo en la espalda el peso de esa invocación, como un cuchillo recién afilado apoyado sobre su piel.
“Severus, espera...”
La voz de Lucius temblaba ligeramente, un matiz que pocos habrían notado, pero que para Severus era como un grito.
Y aún así, no se volvió. No respondió.
Ni siquiera respiró hondo. No podía permitírselo.
Con una frialdad absoluta, Severus avanzó el último paso hasta el fuego verde que lo esperaba, y sin mirar atrás, desapareció entre las llamas.
Lucius no lo siguió.
Horas más tarde, al volver a Hogwarts, Severus caminó por su oficina vacía como un fantasma que vuelve a recorrer su tumba. Subió a su habitación privada —ese pequeño santuario de sombras y frío donde nadie podía seguirlo—, cerró la puerta tras de sí y apoyó la espalda contra la madera, como si necesitara sostenerse.
La chimenea vibró apenas unos segundos después, una vibración tenue, urgente. Una señal que conocía de memoria. La magia suspendida en el aire era inconfundible: Lucius.
Severus apretó los labios hasta que el dolor le atravesó la mandíbula. Durante un instante, quedó inmóvil, la mano suspendida frente a la runa de permiso. Bastaba un simple toque para dejarlo entrar. Para permitir que la presencia de Lucius irrumpiera en su refugio, con todo lo que traía consigo: recuerdos, promesas rotas, heridas abiertas.
No activó la runa.
La vibración cesó, como un suspiro ahogado.
Lucius insistió a la siguiente hora.
Severus retrocedió torpemente hasta el sillón más cercano y se dejó caer en él, hundiéndose como quien se abandona al peso insoportable del cansancio. No estaba ocupado. No estaba cansado. Lo que sentía era algo más corrosivo y brutal: odio.
Odio hacia Lucius, por atreverse a buscarlo cuando menos podía soportarlo. Odio hacia sí mismo, por desear, todavía, que Lucius no dejara de insistir. Odio hacia el pasado, hacia cada elección estúpida que lo había llevado hasta allí, hasta esa soledad inescapable.
Se llevó una mano a los labios. Cerró los ojos, pero el recuerdo era nítido. El roce apenas perceptible de su boca sobre el mentón helado de Lucius. La fragancia inconfundible que había perseguido durante años en su memoria. Las noches de juventud en las que había creído, con una fe absurda, que bastaba con quedarse cerca para ser amado.
No lo había sido entonces.
No lo sería ahora.
No lo sería nunca.
La habitación, silenciosa y fría, pareció cerrarse a su alrededor como una prisión. Severus dejó caer la cabeza hacia atrás, dejando que la oscuridad lo envolviera. Si cerraba los ojos, podía fingir, por un momento, que no estaba solo. Pero no podía engañarse por mucho tiempo.
Amar había sido siempre un lujo reservado para otros. No para él. No para alguien como Severus Snape.
Odiar, en cambio, era un arte que dominaba a la perfección.
Y esa noche, como tantas otras, Severus se abrazó al odio como quien se aferra a una tabla rota en mitad del naufragio. Porque si no odiaba —si no convertía en veneno todo aquello que había sentido alguna vez—, se ahogaría en su propio vacío.
Y no habría magia, ni ritual, ni criatura pura capaz de salvarlo de sí mismo.
Chapter 35: Todas las promesas de mi amor se irán contigo
Summary:
Las hormonas durante el embarazo son peligrosas, un baño de agua fría a veces es la solución, para Sirius parece que no surge efecto 🤨
Chapter Text
Grimmauld Place, 1997
La casa parecía más grande ahora. O quizá era sólo que el vacío se había hecho más pesado, expandiéndose por los corredores como una neblina densa que trepaba las paredes y se enroscaba en las esquinas. Grimmauld Place había sido siempre un lugar oscuro, un vestigio de glorias pasadas convertido en refugio de los caídos. Pero ahora había algo más que el polvo y las viejas maldiciones adheridas a sus cimientos. Ahora la casa olía a abandono, a traiciones silenciosas y a promesas rotas.
Remus lo sentía en cada paso que daba.
Desde enero, había visitado Grimmauld Place cada vez con menos frecuencia. A decir verdad, no era sólo el peso del deber ni las misiones que Dumbledore le encomendaba lo que lo mantenía alejado. Era Sirius.
Desde aquella noche en que Sirius, con una serenidad dolorosa, le había revelado que esperaba un hijo, todo había cambiado entre ellos.
Remus había negado ser el padre —una verdad innegable—, y Sirius, lejos de la explosión que Remus había temido, simplemente... aceptó.
No hubo gritos. No hubo acusaciones. No hubo rencores.
Y eso fue lo que más hirió.
Sirius, que antes hubiera rugido de celos al ver a Tonks lanzándole miradas insinuantes, ahora apenas alzaba la cabeza. No apartaba a la joven metamorfomaga de su camino. No ponía una mano posesiva sobre el hombro de Remus. No fulminaba con la mirada a quien osara acercarse demasiado.
Sirius ya no lo miraba.
Remus había sabido, en algún rincón resignado de su alma, que llegaría el día en que Sirius se cansaría de él. Que dejaría de ser el centro de su caos, su rabia, su amor.
Pero nunca había imaginado que sería tan fácil.
Esa tarde de febrero, Grimmauld Place estaba particularmente silenciosa. Afuera, la primavera luchaba por abrirse paso en un Londres gris, mientras la guerra seguía cobrándose nombres conocidos. Percy Weasley seguía desaparecido. Andrómeda, la prima favorita de Sirius, también. Los días parecían morder con dientes invisibles, arrancándoles trozos de esperanza.
Remus avanzó por el corredor del primer piso, sus zapatos resonando con un eco desolado sobre las maderas gastadas. Se detuvo frente a la habitación que solía ser suya... suya y de Sirius. La puerta estaba entornada.
Empujó con suavidad.
La cama estaba vacía. Perfectamente tendida. Cada objeto de Sirius en su lugar. Las sábanas olían a jabón neutro y a una ausencia cuidadosamente construida. Remus lo supo de inmediato: todas sus pertenencias habían sido retiradas.
Sus libros, su suéter olvidado sobre la silla, su taza favorita en la mesita de noche.
Todo.
Hasta su cepillo de dientes.
Como si nunca hubiera estado allí.
"Así que es definitivo", pensó amargamente, dejando que la puerta se cerrara con un susurro tras de sí.
Un golpeteo de pasos lo sacó de sus pensamientos. Al girar, vio a Tonks avanzando torpemente por el pasillo, el cabello teñido de un amarillo chillón que desentonaba con la penumbra de la casa.
"¡Remus!", exclamó ella, sonriendo de manera que pretendía ser casual. "¿Bajarás a la cocina? Molly ha traído pastel de carne."
Él intentó sonreír, pero sólo consiguió una mueca.
"En un momento", respondió.
Los ojos de Tonks se iluminaron, y durante un instante, Remus pensó que iba a decir algo más. Algo que los acercara aún más en ese juego sutil que ella parecía dispuesta a jugar. Pero entonces, de reojo, la vio.
Sirius.
Bajaba las escaleras lentamente, una mano apoyada en la barandilla como si necesitara más equilibrio del habitual. Vestía con una camiseta holgada que caía suelta sobre su figura delgada.
Sólo Severus—una elección que desconcertaba a Remus, y sobre la cual Severus jamás hablaba— sabía que, bajo aquella tela, Sirius escondía la curva incipiente de un embarazo aún secreto.
Remus lo miró. Por un instante, un anhelo casi infantil le atravesó el pecho. Una parte absurda de sí mismo esperaba que Sirius alzara los ojos, que encontrara su mirada, que dijera algo, cualquier cosa.
Pero Sirius pasó junto a ellos como un fantasma.
Ni siquiera vaciló.
Tonks, sin percibir el drama contenido en el aire, tomó a Remus del brazo de manera casual.
"Vamos", dijo, sonriendo. "No dejes que se enfríe."
Remus permitió que lo guiara hacia la cocina, pero cada paso le pesaba como plomo.
La cena fue un desfile de voces apagadas. La Orden hablaba de planes, de pérdidas, de nombres tachados. Moody fruncía el ceño constantemente. Molly intentaba, en vano, insuflar algo de calidez en la habitación. Arthur, cada vez más demacrado, jugueteaba nerviosamente con su tenedor.
Y Sirius, sentado al fondo, participaba en silencio. Comía poco. Sonreía de manera automática cuando alguien le dirigía la palabra.
Ya no buscaba a Remus con la mirada.
Ya no reclamaba su lugar a su lado.
Remus apenas probó bocado. Su estómago estaba anudado. Sentía, con la misma certeza con la que sentía la luna crecer sobre su piel cada mes, que algo irreversible se había fracturado entre ellos.
Y lo peor de todo era que no había sido por una pelea, ni por un error fatal.
Simplemente... había sucedido.
Como las hojas que caen en otoño sin que nadie las empuje.
Cuando la reunión terminó y los miembros de la Orden comenzaron a dispersarse, Remus subió a la biblioteca, incapaz de enfrentar otra noche encerrado en su habitación vacía. El fuego chisporroteaba débilmente. Se dejó caer en un sillón, cubriéndose el rostro con las manos.
Escuchó pasos en el umbral, un susurro de tela contra la madera.
"¿Te molesta si me quedo aquí un rato?", preguntó una voz baja.
Era Sirius.
Remus bajó las manos lentamente. Su corazón martillaba en su pecho con una mezcla de esperanza y terror.
"No", dijo. "Quédate."
Sirius se sentó en el sillón frente a él. El silencio se estiró entre ambos, incómodo, cargado de todo lo que no se decían.
Finalmente, Remus se atrevió.
"Sirius, yo..." La voz le falló. Tragó saliva, luchando contra el nudo que se formaba en su garganta. "Yo no quería que esto terminara así."
Sirius alzó los ojos. Había en ellos una tristeza tranquila, resignada, que Remus no recordaba haberle visto nunca.
"¿Y cómo debería haber terminado, Remus?", preguntó en voz baja. "¿Con un 'para siempre'?"
Remus bajó la mirada, incapaz de sostener la suya.
"No sé", susurró.
"Yo sí", dijo Sirius. "Hubieras preferido que te odiara."
El fuego crepitó entre ellos.
"Pero ni siquiera eso puedo pedirte, ¿verdad?"
La biblioteca de Grimmauld Place aun olía a cera derretida y madera vieja cuando Sirius se puso de pie y se fue sin responder. Remus se mantenía en su sillón, las piernas cruzadas, los dedos enredados en su cabello ya más gris que castaño, mirando sin ver el libro abierto en su regazo. El eco apagado de risas y conversaciones flotaba desde la cocina, donde los demás aún terminaban de departir tras la reunión de la Orden.
El invierno moría lentamente, arrastrándose en los rincones, pero en la casa, la luz comenzaba a colarse de formas nuevas. Desde febrero, Remus lo había notado: los pasillos ya no eran cuevas oscuras; los marcos ennegrecidos y los retratos malditos habían desaparecido, reemplazados por corredores claros, casi acogedores. Como si Grimmauld Place, contra todo pronóstico, hubiese comenzado a latir otra vez.
Y todo, pensaba Remus mientras cerraba el libro sin leer una sola palabra, todo por Sirius.
Porque Sirius —su Sirius— brillaba ahora. Brillaba de una manera que ningún conjuro o hechizo podía replicar. Era una luz nacida desde dentro: desde la vida nueva que llevaba en su vientre, oculta aún a los ojos del resto, pero innegable para quienes sabían mirar.
Molly miraba. Remus la había sorprendido más de una vez estudiando a Sirius como si intentara resolver un acertijo imposible. Charlie también miraba, pero su mirada era distinta, más cómplice. No era raro escuchar el rumor de la red flu encendida, los murmullos de conversaciones largas entre Sirius y Charlie que se prolongaban hasta que las rodillas de Sirius le dolían de tanto arrodillarse frente a la chimenea. Charlie había comenzado a visitarlo en persona, trayéndole delicias de Rumanía, envoltorios de colores brillantes, pequeños frascos de miel o golosinas especiadas que hacían reír a Sirius hasta las lágrimas.
Y Severus.
Remus apretó los puños. Severus.
Era Severus quien, contra toda lógica, acudía cada semana, discreto como una sombra, para hablar con Sirius. No sobre la guerra. No sobre estrategias. Sino sobre mantas, sobre pociones suaves para dormir, sobre colores para pintar una habitación que aún nadie sabía que estaba siendo preparada.
Sirius lo recibía con sonrisas.
Sonrisas que antes habrían sido para Remus.
Y Remus, sentado en su rincón, con Tonks a su lado —Tonks que lo buscaba, que reía con nerviosismo y le rozaba la mano como si él pudiera ser algún tipo de refugio—, Remus veía. Veía todo.
"¿Quieres té?", preguntó Tonks aquella noche, su voz llena de ternura mal disimulada. Ella también sufría, lo sabía. Había perdido a su madre. Y Remus no tenía el corazón para rechazar su necesidad de consuelo.
"Claro, gracias", murmuró, apenas consciente de las palabras.
Mientras Tonks desaparecía rumbo a la cocina, Remus permitió que su mirada vagara de nuevo hacia el corredor.
Sirius estaba en el recibidor, despidiendo a Severus. Una vez más. El rostro de Sirius, bañado por la tenue luz dorada del fuego, se iluminaba de una forma que a Remus le rompía el alma en pequeños fragmentos. No era la risa temeraria de antes, ni la sonrisa sarcástica de la juventud. Era algo más suave. Más íntimo.
Y Remus lo entendió entonces, con la violencia de un puñal torcido: Sirius no lo necesitaba. Ya no.
Lo había necesitado para concebir a esa pequeña vida dentro de él. Para cumplir su deseo de tener algo, alguien, propio en un mundo que se deshacía alrededor. Pero no lo necesitaba ahora. No para la felicidad radiante que llenaba sus días.
"No deberías mirar así", murmuró una voz a su lado.
Remus se volvió, sobresaltado. Molly estaba allí, una taza de té humeante en cada mano. Le tendió una.
"¿Así cómo?", preguntó, su voz ronca.
"Como si hubieras perdido algo que nunca fue verdaderamente tuyo", dijo ella, con una compasión feroz en los ojos. "He notado que Sirius... es diferente ahora."
Remus asintió, incapaz de encontrar palabras. Molly le dio una palmadita torpe en el hombro y se alejó, dejándolo solo con su amarga bebida y su tristeza.
Más tarde, cuando la casa se sumió en el silencio expectante de la madrugada, Remus subió a su nueva habitación —un cuarto pequeño, frío, que olía a papel viejo y a soledad— pero sus pasos, traicioneros, lo llevaron hasta la vieja habitación de Sirius.
La puerta estaba abierta.
Dentro, la luz de una lámpara mágica bañaba las paredes en un brillo suave. Había mantas de colores cálidos, cojines mullidos, pequeños juguetes encantados que se movían perezosamente en los estantes. Todo traído por Severus.
Y sobre la cama, sentado con las piernas cruzadas, estaba Sirius, hojeando un pequeño libro de canciones de cuna. No lo había oído llegar.
Remus apoyó la frente contra el marco de la puerta, cerrando los ojos un instante, reuniendo valor.
"Sirius", dijo, apenas un susurro.
Sirius alzó la cabeza. Su rostro estaba iluminado, hermoso en su serenidad.
"¿Remus?", preguntó, como si no esperara verlo.
"Yo... solo quería..." Las palabras se enredaban en su garganta. Todo lo que había reprimido durante semanas —el dolor, los celos, la amargura— amenazaba con desbordarlo. "Quería saber si... si necesitas algo."
Sirius sonrió, una sonrisa tan suave, tan ajena a la pasión que una vez compartieron, que Remus sintió que algo dentro de él se rompía.
"Estoy bien", dijo Sirius, acomodándose un cojín tras la espalda. "Charlie me ha traído un montón de cosas de Rumania. Kreacher acaba de ir por un postre que se me antojo. Severus..." Hizo una pausa, pensativo. "Severus me entrego mis pociones para esta semana, así que no. No necesito nada."
Remus tragó saliva, las palabras atascadas en su pecho.
"Me alegro", dijo, mintiendo con cada fibra de su ser.
Sirius lo miró largamente, como si buscara algo en su rostro.
"Remus", dijo entonces, su voz baja, casi doliente. "No quiero que pienses que... que lo nuestro no importó. Lo hizo. Y estoy respetando tu decisión de no involucrarte."
Remus apretó los labios.
"Entonces, ¿Recures a otros hombres? ¿Tan fácil es reemplazarme?", susurró, antes de poder detenerse.
El silencio se estiró entre ellos como una herida abierta.
"No te reemplace", dijo Sirius finalmente. "Solo... aprendí a vivir sin ti, como tú lo pediste."
Remus cerró los ojos, dejando que el peso de esas palabras lo aplastara.
"¿Tan sencillo fue para ti?", preguntó, incapaz de ocultar la amargura.
"No", dijo Sirius, y en su voz había una grieta. "Pero no me dejaste opción."
El silencio se extendió como un manto pesado, sofocante, en aquel cuarto cálido donde todo hablaba de una vida que ya no era de Remus. La luz de la lámpara titilaba suavemente, proyectando sombras que parecían susurrar secretos antiguos en las paredes agrietadas.
"No me dejaste opción", había dicho Sirius.
Y fue como si una chispa saltara en el pecho de Remus, incendiando una furia sorda que había fermentado en su interior durante semanas, silenciosa, paciente, venenosa.
"No me dejaste opción", repitió Remus en un murmullo seco, que apenas contenía el temblor de su voz. Alzó la cabeza, clavando los ojos en Sirius, y todo su cuerpo pareció tensarse, endurecerse.
"¡¿Y qué hay de mi opción, Sirius?!" exclamó de repente, con una violencia que hizo estremecer la lámpara. Su voz, normalmente templada y serena, se quebraba ahora en ráfagas de dolor. "¿¡Dónde quedó mi derecho a elegir, a saber!? ¿¡A decidir si quería ser parte de esto contigo!?"
Sirius dejó lentamente el libro de canciones de cuna a un lado, sus movimientos medidos, como si no quisiera avivar más aquella tormenta que ya rugía imparable.
"Moons..." empezó con suavidad.
"¡No me llames así!" rugió Remus, avanzando un paso dentro de la habitación, como un animal acorralado que sólo conoce el lenguaje del ataque para enmascarar su miedo. "Tú planeaste esto. ¡Tú planeaste embarazarte sin decírmelo! ¡Semanas, Sirius! ¡Semanas mintiéndome con cada beso, cada caricia, cada 'te amo'! ¡Me usaste!"
La palabra cayó como una bofetada en el aire cálido.
Sirius, por un momento, no dijo nada. Su pecho subía y bajaba lentamente, sus manos descansaban sobre su regazo, apretadas en puños. Sus ojos grises, siempre tempestuosos, eran ahora un mar en calma, profunda y oscura.
"No te usé", dijo finalmente, en un susurro firme. "Quería algo... algo que fuera mío. Algo que sobreviviera a esta guerra, a toda esta muerte. Algo que amara incondicionalmente."
Remus soltó una carcajada amarga.
"¿Y yo qué era, entonces? ¿Un medio? ¿Un objeto que usarías a tu placer?"
"¡Eras todo, Remus!", exclamó Sirius, y su voz, aunque aún contenida, vibraba de dolor. "Eras todo para mí. Pero también eras miedo. ¡Miedo de perderte! ¡Miedo de que un día decidieras que mi oscuridad era demasiado para ti y eligieras a otra!"
Remus se llevó las manos al cabello, jalándolo con frustración, caminando de un lado a otro en la habitación como un lobo atrapado.
"No se trata de miedo, Sirius", dijo, su voz quebrándose. "Se trata de confianza. ¡Me arrebataste el derecho a decidir si quería ser padre! ¡Me convertiste en tu maldito donador de esperma!"
Sirius se levantó entonces, despacio, con la gracia depredadora de quien sabe que cada movimiento importa. Se acercó hasta quedar frente a Remus, dejando entre ellos sólo un espacio de aire trémulo.
"Te ofrecí ser parte de esto", dijo, cada palabra impregnada de una calma terrible. "Te lo ofrecí cuando te dije lo de mi bebé. Cuando aún tenía miedo de que algo saliera mal, cuando aún podíamos haberlo compartido."
Remus negó con la cabeza, los ojos brillando de lágrimas que se negaba a soltar.
"¡Me lo dijiste cuando ya no había vuelta atrás!", gritó. "¡Cuando ya no había más opción que aceptar o convertirme en un fantasma en sus vidas!"
Sirius frunció el ceño, sus manos temblando a los costados.
"¿Y qué elegiste, Remus?" preguntó, la voz grave, herida. "¿Qué elegiste tú? ¡Me dejaste! ¡Me miraste a los ojos y dijiste que no querías esto! ¡Que no me querías! ¿Ahora vienes a reclamarme por aprender a seguir adelante?"
Las palabras se clavaron en Remus como cuchillas, desgarrando cada fibra de su corazón.
"No es tan sencillo", susurró, el dolor desbordándolo. "Te veo... cada día, tan hermoso, tan lleno de vida... Y no puedo tocarte. No puedo decirte lo que siento. Y tú... tú actúas como si nada, riendo, abrazando a Snape o a Charlie."
Sirius cerró los ojos, como si aquella confesión lo atravesara.
"¿Qué quieres que haga, Remus?" preguntó, alzando por fin la voz, toda la rabia contenida brotando como un torrente. "¿Que me arrastre? ¿Que llore cada vez que entras a una habitación? ¿¡Que me disculpe por haber querido algo más que tu miedo y tus medias promesas!?"
Por un instante, solo existió el eco de sus voces aún vibrando en las paredes. Luego, un súbito silencio, tan denso que parecía apretar el aire.
Remus, de pie frente a Sirius, respiraba con dificultad, como si cada inhalación le quemara por dentro. Tenía las manos tensas a los costados, los nudillos pálidos, los ojos enrojecidos de rabia contenida. Todo su ser clamaba por tocarlo, por gritarle, por amarlo y odiarlo al mismo tiempo.
Y entonces, lo vio.
Sirius parpadeó varias veces, su postura tambaleándose ligeramente. Una mano temblorosa fue a apoyarse en el marco de la cama mientras su rostro perdía algo de color, y sus labios se entreabrieron como buscando aire.
Remus dio un paso hacia él, la preocupación atravesando su ira como una lanza.
“Sirius”, dijo, ahora con una voz urgente, baja, rota.
El otro no respondió de inmediato. Cerró los ojos, y su cuerpo, tan ágil y vibrante siempre, pareció ceder bajo un peso invisible. Un sudor fino brillaba en su frente.
Remus ya estaba allí, sujetándolo con fuerza por los codos antes de que Sirius pudiera desplomarse. Sintió el temblor bajo sus dedos, la fragilidad inesperada del cuerpo que había amado con devoción y resentimiento en igual medida.
“Siéntate”, murmuró, guiándolo hacia la cama con torpeza, el corazón golpeándole contra las costillas. “Sirius, tienes que sentarte. Respira conmigo, ¿de acuerdo? Solo respira.”
Sirius obedeció, pero al hacerlo, sus manos —delgadas, cálidas— se aferraron a la camisa de Remus con una necesidad primitiva. El olor de Sirius —jabón de sándalo, tela limpia, y ese leve aroma salino que sólo él tenía— llenó los sentidos de Remus, embriagándolo.
Y de repente, lo sintió: un estremecimiento recorriendo el cuerpo de Sirius, no de dolor ni de miedo, sino de algo más profundo, más visceral. Los ojos grises se abrieron, velados, oscuros de deseo.
Remus se quedó congelado, el corazón latiéndole en un ritmo desbocado. La súbita cercanía, el calor de sus cuerpos, la mirada hambrienta de Sirius... Todo aquello despertó en él una oleada antigua, un fuego reprimido que se negaba a morir.
“Sirius…” susurró, temblando.
Pero Sirius ya se había inclinado hacia él, sus labios rozando la mandíbula de Remus en un roce apenas contenido. Un suspiro escapó de su garganta, un gemido pequeño, como un clamor silencioso.
Remus cerró los ojos un instante, una parte de él queriendo rendirse, otra luchando con uñas y dientes contra ese abismo.
“Estás mareado”, dijo, aunque su voz era apenas un hilo. “Estás... confundido, por las hormonas, no... no deberíamos…”
Pero Sirius lo miraba como si no hubiera nadie más en el mundo. Como si sólo existiera él.
“No estoy confundido”, murmuró, su aliento cálido contra la piel de Remus. “Te quiero, Remus. Siempre te he querido. Nunca dejé de hacerlo.”
El pecho de Remus se apretó hasta doler.
Quería gritarle que no era justo. Que no podía abrirle las puertas de su corazón solo para destrozarlo otra vez. Que no podía —no debía— sentir esta necesidad desesperada de besarlo, de aferrarse a él como si su propia vida dependiera de ello.
Pero cuando Sirius deslizó las manos por su pecho, con una ternura temblorosa, toda resistencia se quebró.
Remus cayó de rodillas ante la cama, apoyando la frente contra el vientre aún plano de Sirius, envolviéndolo con los brazos como si pudiera protegerlo de todo el dolor del mundo —incluso del suyo propio.
“¿Por qué, Sirius?” susurró, la voz cargada de llanto contenido. “¿Por qué no confiaste en mí? Podríamos haberlo tenido todo…”
Sirius acarició su cabello con dedos temblorosos.
“Tenía miedo”, confesó, casi sin voz. “Miedo de que no me eligieras. De que vieras en mí sólo un error, un capricho, un peso.”
Remus se aferró más fuerte a él, sintiendo el latido rápido bajo su oreja, el calor que emanaba del nuevo corazón que Sirius llevaba dentro.
“No eras un error”, dijo, alzando la mirada, sus ojos bañados en lágrimas. “Nunca, nunca lo fuiste.”
Sirius sonrió entonces, una sonrisa temblorosa, rota.
Y esa visión —tan hermosa, tan humana, tan absolutamente suya— quebró las últimas defensas de Remus.
Sin pensar, se incorporó y lo besó.
Fue un beso torpe, desesperado, cargado de todos los meses de amor negado y odio mal dirigido. Sirius respondió de inmediato, abriéndose a él con una facilidad dolorosa, como si nunca hubiera habido distancia alguna entre los dos.
Sus bocas se buscaron, se encontraron, se necesitaron.
Las manos de Remus vagaron por la espalda de Sirius, subiendo y bajando en caricias temblorosas, mientras Sirius lo jalaba hacia sí, sus cuerpos encajando aún con la barrera de las ropas entre ellos.
Un gemido bajo escapó de Sirius cuando Remus mordisqueó su labio inferior.
Remus se apartó un poco, jadeando, su frente apoyada contra la de él.
“¿Estás bien?”, preguntó, la voz ronca, temblorosa de contención.
Sirius rió suavemente, un sonido cargado de ternura y deseo. Sus dedos delinearon la mandíbula de Remus, subieron por su mejilla, hasta perderse en su cabello desordenado.
“Te he echado tanto de menos”, susurró, y sus ojos, inundados de lágrimas no derramadas, decían más que cualquier palabra.
Remus cerró los ojos, sintiendo la gravedad de ese momento, la magnitud de lo que estaba en juego.
Sabía que si seguía, no habría vuelta atrás.
Sabía que volvería a perderse en Sirius, a amar cada pedazo roto de él, a luchar contra el mundo entero sólo por sostenerlo un poco más.
Y, aun así, no pudo —no quiso— detenerse.
Volvió a besarlo, con más urgencia esta vez, sintiendo cómo Sirius se rendía en sus brazos, cómo el temblor de su cuerpo no era ya de mareo, sino de necesidad.
Con cuidado —con una reverencia temblorosa—, Remus lo recostó sobre las mantas, cubriéndolo con su cuerpo sin aplastarlo, protegiendo con sus manos el vientre que latía con nueva vida.
Sirius lo miró, sus mejillas sonrojadas, su respiración entrecortada, su cuerpo brillando de deseo bajo la luz cálida de la lámpara.
Remus apenas podía pensar. Todo su mundo se había reducido al calor de Sirius bajo sus manos, a su aliento entrecortado, a la forma en que sus cuerpos encajaban como piezas perdidas de un mismo todo. Y, sin embargo, un atisbo de conciencia se filtró entre la bruma de deseo que lo envolvía.
Separó apenas sus labios de los de Sirius, aún temblando por la intensidad de lo que acababa de pasar, y preguntó en un susurro grave, con una voz que apenas reconoció como propia:
“¿Es… es seguro hacer esto?”, murmuró, rozando con la yema de los dedos la curva sutil del vientre que latía entre ellos, como temiendo quebrarlo solo con nombrarlo.
Por un momento, Sirius lo miró en silencio. Luego, una risa suave —casi un soplo— escapó de sus labios. Al principio fue apenas un destello en su mirada gris, un temblor en su boca. Pero cuando Remus frunció el ceño, visiblemente incómodo con su propia pregunta, Sirius soltó una carcajada más audible, como si le hubieran contado el chiste más ridículo del mundo.
“¿De qué te ríes?”, preguntó Remus, una sombra de vergüenza tiñendo sus mejillas. Se sentía torpe, estúpido, y el eco de la risa de Sirius retumbando en la habitación no ayudaba en lo más mínimo.
“De ti”, respondió Sirius entre risas, su voz entrecortada. “De nosotros. De esto.” Hizo un gesto amplio, abarcándolo todo: la discusión, los gritos, los besos, el hambre de amor que los había consumido hacía apenas unos instantes.
La risa de Sirius se volvió incontrolable, desbordada, y Remus, por un instante aterrador, pensó que se había vuelto loco. Después de todo, no hacía ni media hora que se habían gritado cosas que parecían irreparables, que se habían herido con la precisión de quienes conocen las zonas más vulnerables del otro.
Ahora, Sirius reía como un niño.
Remus, aún apoyado sobre sus codos a cada lado de él, lo observó, una mezcla de ternura y preocupación agitándole el pecho.
“¿Estás seguro que estás bien?”, preguntó, ladeando la cabeza, como si pudiera adivinar con la mirada si Sirius estaba a punto de romperse en mil pedazos.
Por toda respuesta, Sirius alzó una mano y le tiró juguetonamente de un mechón de cabello castaño.
“Estás viejo, Moony”, dijo con una risa traviesa, los ojos chispeando malicia y amor. “Tienes nuevas canas.”
Remus resopló, aliviado sin querer, dejando caer la frente contra la de Sirius. Dejó varios pequeños besos en su frente, en sus mejillas, en la comisura de sus labios, en un intento casi torpe de acallarlo, o tal vez de saborearlo, de asegurarse que aún estaba allí, que no era una ilusión nacida de su desesperación.
“Idiota”, murmuró entre beso y beso, sintiendo cómo la risa de Sirius vibraba contra sus labios.
Cuando Sirius por fin dejó de reírse, lo miró de una forma que hizo que a Remus se le apretara el corazón: con ternura, sí, pero también con una concentración absoluta, como si estuviera grabando cada detalle de su rostro en su memoria. Como si cada línea, cada cicatriz, cada sombra bajo sus ojos fueran cosas sagradas.
Remus suspiró, enredando una mano en el cabello revuelto de Sirius, como si no pudiera soportar la idea de soltarlo jamás.
“Debo levantarme”, dijo en voz baja, aunque ninguna parte de su cuerpo quería moverse de allí.
Sirius, como si fuera un niño travieso y encantador, se aferró a él. Literalmente. Rodeó su torso con los brazos y entrelazó sus piernas alrededor de sus caderas, como una enredadera obstinada que se niega a ser despegada.
Remus soltó una carcajada exasperada, tratando de zafarse con cuidado, consciente del pequeño ser que Sirius llevaba dentro.
“¡Sirius!”, protestó, medio riendo, medio alarmado. “¡Vas a lastimarte!”
“¡No me importa!”, dijo Sirius, su voz amortiguada contra el cuello de Remus. “No te vas a ir. No todavía.”
Remus trató de levantarse con más seriedad, pero Sirius, a pesar de su estado, era fuerte y obstinado. Terminaron forcejeando entre risas sofocadas y gemidos de esfuerzo, hasta que Remus resbaló en la manta y cayó de espaldas contra la cama, con Sirius encima suyo, sonriendo triunfante.
El corazón de Remus latía desbocado, pero no de miedo, ni de ira. Era un latido lleno de vida, de amor, de una especie de felicidad aturdida que hacía meses que no sentía.
Sirius, sin darle tiempo a reaccionar, volvió a besarlo. Esta vez no fue un beso hambriento ni desesperado: fue un beso dulce, lleno de risa, de alivio, de la promesa de algo que tal vez, sólo tal vez, podían reconstruir.
Las manos de Sirius se apoyaron a ambos lados de la cabeza de Remus, temblorosas todavía, pero firmes. Sus labios se movieron contra los de él en una danza lenta, pausada, como si el tiempo por fin les hubiera concedido una tregua.
Remus deslizó las manos por la espalda de Sirius, acariciando la curva delicada de su cuerpo, consciente de la vida que latía entre ellos. El instinto protector, casi feroz, se mezclaba con el amor desbordante que sentía. No sabía cómo había llegado hasta aquí, no sabía si merecía siquiera estar aquí, pero no pensaba desperdiciar ni un segundo más alejándose de Sirius.
Cuando finalmente rompieron el beso, Remus mantuvo los ojos cerrados por un instante más, saboreando la sensación, la calidez del cuerpo de Sirius sobre el suyo, el olor inconfundible de su piel: humo, cuero, y algo más dulce ahora, algo nuevo y antiguo a la vez.
“Moony…”, susurró Sirius, acariciándole la mejilla con la punta de los dedos.
Remus abrió los ojos, encontrándose con los de Sirius, tan llenos de amor que le dolieron.
“¿Qué haríamos, si no fuera por las guerras que nos ponemos a pelear?”, preguntó Sirius en voz baja, sonriendo con tristeza.
Remus tragó saliva, incapaz de encontrar palabras. En su pecho, una emoción brutal y hermosa amenazaba con desbordarlo.
“No lo sé”, respondió finalmente, rozando la nariz de Sirius con la suya. “Pero prefiero pelear a tu lado, que vivir sin ti.”
Sirius cerró los ojos, dejándose envolver por la seguridad del abrazo de Remus, como si en ese instante pudiera soltarse por completo, confiarle no solo su cuerpo, sino también todos los miedos, todas las esperanzas recién nacidas.
Remus permaneció quieto por unos segundos, acariciando con movimientos lentos y circulares la espalda de Sirius, sintiendo el peso de su cuerpo acomodarse mejor sobre él. La habitación estaba en silencio salvo por sus respiraciones acompasadas, la calidez entre ellos formando un refugio casi tangible contra todo el dolor que habían dejado afuera.
Pero lentamente, casi sin proponérselo, algo comenzó a cambiar en el aire.
El calor no era solo físico; era una necesidad, una llamada suave que iba creciendo, un anhelo de sellar algo más profundo que palabras o promesas.
Remus sintió el momento exacto en que Sirius exhaló contra su cuello, su aliento cálido erizando su piel, y supo que no podría, ni quería, resistirse.
Abrió los ojos y lo miró.
Sirius también lo miraba ahora, sus pestañas oscuras enmarcando unos ojos que brillaban, no solo por el deseo, sino por algo aún más devastador: amor puro, sin condiciones, sin máscaras.
Remus deslizó una mano hasta la mandíbula de Sirius, delineándola con una ternura que le hizo temblar los dedos. Sirius inclinó la cabeza ligeramente hacia su caricia, como un animal que busca el tacto de su dueño, y ese gesto sencillo, casi infantil, le rompió algo dentro a Remus.
Lo atrajo hacia sí, despacio esta vez, saboreando cada centímetro que los acercaba, hasta que sus labios se encontraron en un beso lento, profundo, cargado de reverencia.
No había urgencia ahora. Solo una necesidad tranquila de tocarse, de reconocerse, de amarse en todos los sentidos posibles.
Remus dejó que sus manos vagaran, subiendo por debajo de la camiseta de Sirius, rozando su piel tibia. Notó cómo su cuerpo temblaba bajo el suyo, no de miedo, sino de anticipación.
“¿Seguirás riéndote de mí si pregunto otra vez si estás bien?”, murmuró contra sus labios, su voz ronca, cargada de emoción.
Sirius sonrió, esa sonrisa ladeada que siempre había tenido el poder de desarmarlo, y negó suavemente con la cabeza.
“Estoy mejor que bien”, susurró, besándolo de nuevo, esta vez en la comisura de los labios, luego en la mejilla, luego en la línea sensible de su mandíbula.
Remus se permitió reír, un sonido bajo y vibrante que Sirius sintió contra su pecho. Era liberador, como abrir una ventana después de años de encierro.
Lentamente, con una delicadeza que jamás había creído poseer, Remus ayudó a Sirius a despojarse de su camiseta, cuidando cada movimiento, acariciando cada nuevo tramo de piel expuesto como si fuera sagrado.
El cuerpo de Sirius había cambiado. No era el mismo joven de antaño: era más delgado, más frágil, pero cada marca, cada curva hablaba de la vida que había llevado, de la fuerza que aún poseía. Para Remus, no había belleza más perfecta que esa.
“Eres tan hermoso”, dijo en un susurro, temiendo quebrar la magia del momento si hablaba demasiado alto.
Sirius soltó una risa incrédula, bajando la mirada como un muchacho avergonzado. Pero Remus le levantó el mentón con un dedo, obligándolo a mirarlo de nuevo.
“No me importa cuánto tiempo haya pasado”, dijo, sus palabras pesadas de verdad. “Siempre vas a ser hermoso para mí.”
Los ojos de Sirius se llenaron de lágrimas, pero esta vez no las escondió. No hubo necesidad.
Remus se incorporó apenas para deshacerse también de su camiseta dejándola caer a un lado, sintiendo el roce de la piel de Sirius contra la suya, enviándole una oleada de calor hasta los huesos.
Cuando volvió a recostarse sobre él, Sirius deslizó sus manos por su espalda, reconociendo su cuerpo con movimientos lentos, como si quisiera memorizar cada músculo, cada cicatriz, cada respiración.
Sus labios se encontraron de nuevo, y esta vez fue Sirius quien profundizó el beso, abriéndose a él, entregándose sin reservas.
Remus se movió con extrema precaución cuando cambiaron de posición, siempre atento a la respuesta de Sirius, a cualquier señal de incomodidad o dolor. Remus siempre había sentido una debilidad por el torso de Sirius, así que beso, succiono y mordió el pecho de Sirius, sobre todo en sus pezones inflamados.
Sirius se aferro al cuerpo de remus y arqueo su espalda para mayor contacto, ambos sintieron la dureza del otro en sus pantalones.
“Están más sensibles y duros.” Menciono Remus aun con el pezón de Sirius en su boca.
“Es… es por… el bebé,” Sirius jadeaba tanto que fue complicado entender lo que trataba de decir.
“¿En serio?”
Remus sabía que Sirius aprovecharía para hacer el mismo juego de palabras de siempre, pero como Remus pellizcaba y succionaba los pezones de Sirius este no podía dejar de jadear.
Sin dejar de atormentar el pecho de Sirius, Remus levanto las piernas de Sirius para desnudarlo por completo, sus pálidos muslos se abrieron para recibir a Remus.
Sirius no pudo evitar reírse al ver lo desesperado que se puso Remus al momento de quitarse los pantalones, aunque se estremeció cuando vio el pene de Remus erguirse en el aire orgulloso y listo.
Remus paso un dedo por la entrada rosada de Sirius provocando estremecimiento en el pelinegro. Remus lo toco como si fuera su dueño, hizo círculos a su alrededor, presiono justo en el centro para expandirlo y empujo su dedo dentro, lo saco y volvió a meter cada vez el sonido del lubricante conjurado en silencio hacia que los movimientos fueran más rápidos y profundos.
Sirius no dejo de moverse y jadear hasta sentir como Remus se colocaba en su entrada, por un momento Sirius temió que no cabría dentro, Remus siempre había sido más grande y ancho que el promedio de magos por sus genes licántropos.
La punta poesía un color rosa tan bonito que Sirius salivo deseoso de tenerlo en su boca. El primer empujón hizo que la cabeza se deslizara dentro de Sirius.
“¡Remus!”
Grito Sirius cuando sintió la cabeza roma de Remus dentro suyo. Remus tuvo que respirar para no correrse al instante, Sirius estaba tan apretado y cálido a su alrededor como nunca antes.
“¿Estas bien?” pregunto Remus por tercera vez en la noche, Sirius asintió con la cabeza calmando el temor de Remus.
Remus se retiro y vio con asombro como la entrada de Sirius se volvía a cerrar y de su pene una gota de líquido preseminal salió. Volvió a empujar dentro, dejando que el interior cálido y estrecho de Sirius lo absorbiera lentamente.
Sirius gimió debajo de él y Remus poso sus manos en el vientre aun plano de Sirius, su piel lechosa era mucho mas hermosa cuando se sonrojaba y brillaba por el sudor.
Para Remus Sirius se veía tan comestible con sus mejillas y cuello rosados, la piel tan suave como la seda y con la boca abierta intentando pronunciar el nombre de Remus.
Remus sintió una oleada de placer tan grande que de una sola estocada se hundió por completo en Sirius. Se inclino más cerca, acariciando su vientre y con la otra usándola de soporte para no lastimar ni al bebé ni a su pareja, porque Sirius era suyo.
Se movieron juntos, lento, como olas suaves rompiendo en la orilla, sus cuerpos encajando de una forma que solo el tiempo, el amor y el sufrimiento podían haber perfeccionado.
Remus besó cada centímetro de la piel de Sirius que pudo alcanzar, murmurando palabras sin sentido contra su hombro, su cuello, su cabello.
“Te amo”, dijo una, dos, tres veces, como si pudiera conjurar un hechizo para mantenerlo a salvo.
Sirius respondió del mismo modo, sus manos aferrándose a su espalda, sus caderas alzándose para encontrarse con las suyas, su voz quebrándose en un gemido que fue más una declaración que cualquier palabra.
Remus mordió el cuello de Sirius sin dejar de embestir hasta el fondo del interior cálido y estrecho de Sirius.
Remus sostuvo a Sirius contra su pecho, sintiendo cómo el corazón de él golpeaba frenéticamente contra sus costillas, un latido frenético, desesperado, pero vivo, tan vivo. Remus se disculpo mentalmente con el bebé y empezó a embestir con fuerza, mordiendo mas fuerte el cuello de Sirius, lo mas seguro era que la piel se hubiera roto porque sentía en su boca el sabor de la sangre.
Gritando y gimiendo Sirius se corrió, su cuerpo se apretó alrededor de Remus y aun así no dejo de embestir, no lo había tocado en toda la noche y aun asi Sirius se estaba corriendo.
Remus se sentía tan orgulloso de haber logrado eso que gruño y gimió como un animal sobre Sirius. Remus se corrió casi fuera de Sirius, su primer chorro termino manchando los muslos de ambos, el siguiente acabo dentro de Sirius y así siguió hasta sentir como se contraria dentro de la estreches de Sirius.
No se movieron por largos minutos. Solo respiraron, juntos, enredados, cada uno absorbiendo la existencia del otro.
Finalmente, Sirius murmuró, con una voz soñolienta, agotada:
“Moony... creo que lo despertaste.”
Remus cerró los ojos por un momento, una sonrisa suave y temblorosa curvándose en sus labios. Sabía exactamente a qué se refería. Bajó una mano temblorosa hasta el vientre cálido de Sirius, extendiendo sus dedos con una reverencia casi temerosa.
Entonces lo sintió.
Un leve movimiento, una presión sutil bajo su palma, como el roce de un ala diminuta contra la superficie interior del mundo.
Remus contuvo la respiración, el corazón latiéndole en los oídos, mientras sus dedos temblaban apenas, incapaces de asimilar del todo la realidad de lo que estaba sintiendo.
Era real.
Era vida.
Una vida que habían creado juntos.
“Sí”, susurró, su voz quebrada por la emoción. “Creo que sí.”
Sirius dejó escapar una risa ahogada, entrecortada por la fatiga, pero cargada de una dicha casi infantil. Se llevó una mano a cubrir la de Remus sobre su vientre, entrelazando sus dedos con los suyos, como si quisieran atrapar ese momento y guardarlo para siempre.
Remus abrió los ojos y lo miró. Sirius tenía las mejillas enrojecidas, el cabello revuelto, los párpados pesados de agotamiento. Pero su sonrisa… su sonrisa era como el sol abriéndose paso entre las nubes tras una tormenta interminable.
“Se movió, Moony…”, susurró Sirius, con una mezcla de asombro y ternura tan intensa que Remus sintió un nudo apretarle la garganta. “Nuestro cachorro… se movió.”
Sirius parpadeó varias veces, como si luchara por mantenerse despierto, como si no quisiera perderse ni un segundo más de aquello, aunque su cuerpo suplicara por descanso.
Remus inclinó la cabeza y besó su frente sudorosa, prolongando el contacto mientras su corazón intentaba recordar cómo seguir latiendo después de un milagro como ese.
“Está bien”, murmuró contra su piel. “Está feliz.”
Sirius soltó una risa débil, casi un suspiro, y sus ojos se entrecerraron.
“Contigo… siempre va a estar a salvo.”
Remus sintió que su pecho se estrechaba, incapaz de contener todo el amor que sentía en ese momento. Sirius, con su cuerpo frágil y su espíritu indomable, había dicho esas palabras como una certeza absoluta, como si creyera en él más de lo que Remus creía en sí mismo.
Acarició lentamente vientre, sintiendo otro pequeño movimiento, más suave esta vez, como si la pequeña vida dentro de Sirius también respondiera a su toque, también supiera quién era.
Una lágrima rodó sin permiso por la mejilla de Remus, y la dejó caer, sin vergüenza alguna.
Sirius sonrió, somnoliento, al sentirla.
“Llorón…”, murmuró con una ternura infinita, y cerró los ojos, confiándose al sueño.
Remus se quedó despierto un rato más, sosteniéndolo, protegiéndolo, memorizando cada latido, cada respiración, cada pequeño temblor de vida entre ellos.
No había dolor ahora.
No había culpa, ni guerra, ni miedos acechantes.
Solo Sirius, su Sirius, durmiendo en sus brazos, y la vibración frágil y milagrosa de su hijo moviéndose por primera vez.
Y en ese instante, Remus comprendió que todo —el dolor, las pérdidas, las cicatrices— había valido la pena para llegar hasta aquí.
Porque en sus brazos sostenía todo lo que alguna vez había amado.
Chapter 36: Amiga mía sé que estoy quitándote al hombre de tu vida
Chapter Text
El reloj en la cocina de Grimmauld Place marcaba las cinco y veintitrés de la tarde. Afuera, la lluvia tamborileaba contra los ventanales con una cadencia insistente, como si el cielo londinense buscara colarse en el interior de aquella casa que, con el paso de los meses, había dejado atrás parte de su lúgubre melancolía. Alfombras nuevas, cortinas menos pesadas, incluso unas pequeñas macetas con lavanda en los alféizares. Cambios mínimos, pero visibles, y sobre todo, tocados por la mano de Sirius.
Remus lo notaba todo. Cada detalle, cada nueva costumbre. Sirius ahora despertaba más temprano, pasaba largos ratos en la biblioteca leyendo libros de crianza muggle —cosa que antes habría evitado ver—, y últimamente, reía. Lloraba también, pero sus lágrimas no eran las de antes, cargadas de culpa o de rabia contenida, sino sollozos inesperados, casi infantiles, emocionados por algo que Remus no terminaba de comprender del todo.
Y todo aquello, lo hacía sin él.
Remus bajó lentamente los escalones hacia el salón principal, con un libro en la mano que no había podido leer. Su mente no cooperaba. La lluvia lo había arrullado al principio, hasta que un murmullo de voces le robó la atención. Provenían de la sala contigua, aquella que Sirius solía utilizar para sentarse frente a la chimenea.
Se detuvo en el umbral.
Allí estaban. Sirius, con una manta azul marino cubriéndole las piernas, los ojos hinchados pero brillantes, sostenía entre las manos una pequeña hoja de papel brillante que Remus, incluso a la distancia, reconoció: una ecografía. Sentado junto a él, más cerca de lo que esperaba, Severus Snape. No parecía incómodo. Todo lo contrario. Su postura era relajada, una pierna cruzada sobre la otra, y su tono de voz —habitualmente frío y seco— estaba matizado por algo parecido a la paciencia.
“¿Qué opinas de Elara?” preguntó Sirius, con una sonrisa tímida, casi avergonzada.
“Suena a estrella,” respondió Severus, sin titubear. “Aunque dudo que al niño le agrade saber que lo nombraste por una luna de Júpiter.”
“¿Y si es niña?”
Severus giró apenas el rostro. “Entonces tienes permiso para volverte ridículamente poético. Pero aún no lo sabes, ¿no?”
Sirius negó, y por un instante bajó la mirada al papel en sus manos como si allí pudiera encontrar la respuesta. “Me dijeron que podré saberlo en unas semanas más… pero, Snivellus, lo vi… abría y cerraba los puños. ¿Te lo puedes imaginar? Tan pequeño, tan…” Sus labios temblaron. “Parecía que saludaba.”
Y luego, las lágrimas.
Severus no dijo nada. No se burló, no desvió la mirada, no bufó ni expresó fastidio. Solo se mantuvo ahí, sentado en silencio, dejando que Sirius sollozara como si él fuese un ancla o una sombra antigua que, por una vez, no lo juzgaba.
Remus sintió algo muy parecido al frío apretándole el pecho.
No fue la visión de Sirius llorando —estaba acostumbrado ya a la intensidad con la que su expareja vivía cada emoción—, ni tampoco fue la presencia de Snape lo que le dolía, al menos no por completo. Fue el hecho de no haber estado allí. No haber sido él quien acompañó a Sirius al médico. No haber sostenido su mano mientras veía por primera vez a su hijo. No haber sido quien escuchara ese pequeño suspiro, ese temblor de labios, esa primera elección de nombre.
Apretó los dedos contra el marco de la puerta. No había sido su elección mantenerse al margen, pero tampoco había insistido en participar. Habían vuelto a compartir cama, sí, y entre las sábanas parecía que por fin se encontraban… pero en cuanto amanecía, la distancia regresaba. El embarazo, el bebé, las decisiones… todo eso parecía pertenecer a un mundo donde él apenas era un visitante.
¿Y Severus?
Severus estaba dentro.
“¿Y si es un niño?” dijo el aludido, con una ceja alzada.
Sirius rió entre lágrimas. “No lo sé. Estuve pensando en Cassian. ¿No suena fuerte, como un nombre que le pertenecería a un guerrero antiguo?”
Remus bajó la mirada.
No debería molestarle. Era estúpido. Sirius tenía derecho a hablar con quien quisiera. Severus estaba en la Orden, sí, pero nunca había sido cordial con Sirius, y sin embargo, ahí estaban. Hablando de nombres de bebés como si el mundo no se estuviera cayendo a pedazos. Como si no hubiera guerra, ni marcas oscuras, ni traiciones que aún no se habían reparado.
Sintió el impulso de marcharse, pero su orgullo lo retuvo.
En cambio, entró en la sala.
Ambos hombres se giraron a mirarlo. Sirius, al verlo, pareció iluminarse por completo. Los ojos aún húmedos, la ecografía en alto como si quisiera mostrársela desde el otro lado del cuarto.
“Moony,” dijo, con una voz tan cálida y vulnerable que le atravesó el esternón. “¿Quieres ver…?”
“Ya lo vi,” dijo él, un poco más cortante de lo que pretendía. Sus ojos pasaron brevemente a Severus. “Veo que no estuviste solo.”
Severus entrecerró los ojos, pero no dijo nada.
Sirius parpadeó. “Él… él me ayudó con los hechizos para ocultarme. No podía ir a San Mungo, ya sabes. Y… necesitaba hacerlo. Verlo. Saber que está bien.”
Remus asintió, pero su mandíbula seguía tensa. Se acercó con pasos lentos, pero se mantuvo de pie, sin sentarse junto a ellos. “Me habría gustado acompañarte.”
Hubo un breve silencio. Sirius bajó la mirada.
“No sabía si querías.”
Remus sintió cómo esa frase le golpeaba el estómago como un puñetazo inesperado. “¿No sabías si quería?”
Sirius levantó la vista, con la expresión confundida y dolida. “No hemos hablado de esto, Remus. Apenas y me miras cuando intento mencionarlo. Pensé… no sé, pensé que no querías involucrarte.”
“¿Y se lo contaste a él?” La mirada de Remus se posó en Severus como un filo.
“Remus.” Sirius se puso de pie, acercándose. “No es eso. Solo… estaba asustado de no recibir ayuda profesional y Snape se ofreció. Fue todo. Él no…”
“No tienes que justificarte,” dijo Remus, con la voz baja, tensa. “Solo… me sorprende lo mucho que se está involucrando alguien que, según sus propias palabras, no tiene ningún interés en vidas tan mundanas como las nuestras.”
Severus se levantó con lentitud. “Si terminas tu pequeña escena, me retiro. No vine a disputar tu lugar, Lupin. Solo hice lo que tú no hiciste: estar disponible.”
Remus apretó los puños.
“No necesitamos tu ayuda.”
“Entonces no provoques que el chucho busque a otro,” replicó Severus, cruzando la sala hacia la puerta. “Black, volveré en dos días para tus pociones. Si necesitas algo, ya sabes cómo contactarme.”
Y sin más, desapareció por el pasillo.
Sirius se quedó quieto, sosteniendo aún el papel de la ecografía entre los dedos.
Remus lo miró. Había tanto que decir, pero el nudo en su garganta era más fuerte.
“Solo quería disfrutar de mi embarazo,” murmuró Sirius finalmente. “Pero no puedo solo, no siendo un maldito fugitivo.”
Remus cerró los ojos. “No me dejes fuera. No otra vez.”
“Entonces no me obligues a preguntarme si te importa.”
Y entre ambos, como un eco que no desaparecía, quedó el silencio. Y la imagen de un bebé, del tamaño de una naranja, moviendo los puños en una fotografía que ambos deberían haber visto juntos.
El silencio se había vuelto una presencia habitual en Grimmauld Place. No uno acogedor, sino denso y afilado, como las cortinas cerradas que apenas dejaban pasar la luz, como las palabras que nunca llegaban a decirse entre ellos. Desde hacía semanas, Remus se encontraba atrapado en un ciclo exasperante: entrar en una habitación donde estaba Sirius, acercarse, fingir buscar un libro o revisar algo en la cocina, sentarse a su lado con un gesto distraído, y justo cuando las palabras se formaban en su mente, cuando parecía que podría por fin preguntar cómo estás, cómo está el bebé, aún me quieres, Sirius se levantaba, encontraba una excusa o simplemente lo ignoraba con esa expresión apática que había aprendido a usar como escudo.
Esa tarde, como tantas otras, Remus rondaba cerca de la biblioteca. No había abierto ningún libro, aunque llevaba uno en la mano desde hacía media hora. Fingía buscar algo entre los estantes mientras escuchaba el crujido del sillón donde Sirius solía leer últimamente. Lo escuchaba pasar las páginas con lentitud. Cada tanto, lo oía suspirar. Tenía la espalda encorvada y una manta sobre las piernas, los cabellos algo desordenados como si no se hubiera peinado en todo el día. El perfil de su rostro, iluminado por la chimenea, tenía una belleza quieta, vulnerable, casi etérea.
Remus tragó saliva. Dio un paso más, el suelo crujió. Sirius no levantó la vista.
Otro paso. Otro crujido.
“Por Merlín, Remus,” dijo Sirius de pronto, sin apartar la vista del libro. “Si vas a seguir merodeando como un espectro, al menos trae algo dulce.”
Remus no respondió. Bajó la vista.
Sirius cerró el libro con un golpe seco y se puso de pie, echando la manta a un lado. Lo miró directamente, con los ojos grises chispeando con una mezcla de cansancio y fastidio.
“¿Qué te pasa?” preguntó con brusquedad. “Llevas días así. Me sigues por toda la casa, entras a las habitaciones, te quedas parado como un imbécil y luego desapareces. Me tienes harto, Remus. ¿Qué es lo que no puedes decirme, maldita sea?”
La intensidad de su voz rebotó contra las paredes llenas de libros. Remus parpadeó, la garganta le ardía como si se hubiera tragado fuego.
“No sé cómo preguntártelo,” admitió finalmente, bajando la mirada. “No sé si tengo derecho.”
“¿Derecho a qué?” Sirius frunció el ceño, pero su voz ya no era tan dura. “¿A saber sobre mí? ¿Sobre tu hijo?”
Remus levantó los ojos. El impacto de esa última palabra —hijo— le sacudió el pecho como un golpe invisible.
“¿Cómo fue la cita?” preguntó, con la voz baja, temblorosa. “Con la ginecóloga. No me contaste nada.”
El rostro de Sirius se suavizó de inmediato. Como si alguien hubiera apagado la rabia y encendido, en su lugar, una luz tenue pero cálida. Se le curvaron los labios en una sonrisa sorprendida, casi infantil.
“¿Quieres saber?” preguntó, y su voz, por primera vez en días, no contenía reproche. Solo asombro.
Remus asintió en silencio.
Sirius dio unos pasos, con una mano apoyada en el respaldo del sillón. “Fue… increíble, Remus. La doctora fue muy amable. No le pareció extraño que fuera ‘un caso peculiar’… Severus se encargó de los hechizos, claro.”
Remus no respondió. Cada mención de Severus era como un dedo empujando una astilla más adentro. Pero no dijo nada. No esta vez.
“El bebé tiene quince semanas,” continuó Sirius, con voz suave, casi temblorosa. “¿Sabes qué significa eso? Que ya puede abrir y cerrar la boca… puede bostezar, chuparse el pulgar. Incluso... ya se mueve. Bastante.”
Remus entrecerró los ojos, recordando con nitidez una noche, no mucho tiempo atrás, en la que Sirius había jadeado contra su pecho mientras se arqueaba suavemente y luego se quedaba muy quieto, sorprendido. Había dicho que algo se movía. Remus no había podido creerlo. Pero ahora…
“¿Entonces fue eso?” preguntó, casi sin aire. “Cuando dijiste que se había despertado…”
Sirius sonrió, bajando la mirada como si compartieran un secreto precioso. “Sí. Era él. O ella. No lo sabemos aún, claro. La doctora dijo que en unas semanas se podrá ver el sexo con claridad.”
Remus no pudo evitarlo. Una sonrisa, torpe y temblorosa, se abrió paso en su rostro.
“¿Y viste… algo? ¿En la ecografía?”
“Todo.” Sirius se acercó al escritorio, rebuscó entre unos papeles doblados y sacó una pequeña imagen en blanco y negro. Se la mostró con delicadeza, como si fuera algo sagrado. “Mira. Aquí está. ¿Ves esta parte? Es la cabeza. Y esto… los bracitos.”
Remus observó la imagen. No era más que una sombra borrosa para él, pero el modo en que Sirius la sostenía, como si fuera lo más precioso que había tocado en la vida, le dio forma y significado.
“¿Sabes qué hizo?” continuó Sirius, con los ojos brillantes. “Movió la mano así.” Imitó con torpeza un pequeño puño abriéndose y cerrándose. “Como saludando. Me puse a llorar como un idiota, creo que la doctora se asusto.”
Remus sintió una presión en el pecho, una emoción cálida, abrumadora, que le nubló por un momento la vista. Su bebé. Su hijo. Lo había saludado. Y él no estaba allí para verlo.
“Dijeron también que… es normal si me siento despistado. Si me cuesta recordar cosas o encontrar palabras.” Sirius se encogió de hombros. “Ya sabes, pérdida cognitiva del embarazo, o como sea. Severus me preparó unas pociones para eso.”
Y ahí estaba otra vez ese nombre. Ese recordatorio constante de que otro había estado donde él debió estar. Remus no dijo nada, pero el nudo en su estómago se apretó un poco más.
“Quiero decirte que lo intenté,” murmuró finalmente. “Intenté preguntarte antes. Pero tenía miedo. Miedo de que me dijeras que ya no querías que formara parte de esto.”
Sirius lo miró, incrédulo. “¿Cómo puedes pensar eso?”
“Porque a veces pareces tan distante, tan herido… y porque me odiaste durante tanto tiempo.”
“No te odié,” dijo Sirius, con la voz rota. “Te extrañé. Y me dolió. Y cuando volviste, no sabía si era real. Si te quedarías. O si solo te sentías cachondo, la mayor parte del tiempo no dejo que hables mucho porque te pones en plan victima...”
Remus se acercó. Extendió una mano hacia la ecografía, sin tocarla. “No me siento cachondo siempre, Sirius. Me siento… aterrado. Feliz. Perdido. Todo al mismo tiempo. Pero quiero estar aquí. No quiero seguir viendo tu felicidad desde la puerta.”
Sirius lo miró largo rato. Luego, sin decir nada, le entregó la ecografía. Remus la sostuvo entre los dedos, con reverencia.
“¿Te gustaría elegir conmigo el color del cuarto de nuestro bebé?” preguntó Sirius, con una sonrisa tenue.
Remus asintió. “Sí. Me encantaría.”
Y por primera vez en semanas, el silencio entre ellos no fue una barrera, sino un refugio o lo fue hasta la siguiente pelea.
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Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, 1997
La primavera no tenía piedad. Todo florecía. El aire estaba lleno de vida, de perfumes dulces y promesas verdes que se mecían con la brisa. Las colinas se encendían de amarillo y violeta, y el cielo parecía un espejo líquido reflejando la calidez de una estación que insistía en renacer… aunque por dentro uno estuviera muriendo.
Harry se sentía como un fantasma en ese mundo vibrante.
El comedor rebosaba de luz cuando bajó para la cena, aunque a él todo le parecía difuso, como si la realidad se hubiera corrido a un costado. Las conversaciones eran demasiado ruidosas, las risas demasiado agudas. Todo era excesivo. Agobiante.
Se sentó junto a Ron, quien, aunque mascaba su pan como si fuera una tarea heroica, no se atrevía a decir una palabra. Las horas desde la discusión con Draco habían sido largas y crueles, hechas de un silencio que Harry no sabía cómo llenar.
No esperaba verlo. No tan pronto. No esa noche.
Y por eso, cuando Draco entró al Gran Comedor con el porte erguido y la mirada limpia —como si el mundo no se le hubiera caído a pedazos solo unas horas antes—, Harry sintió que el corazón se le detenía.
Literalmente. Un vacío punzante le hizo contener la respiración.
Lo siguió con la mirada. Draco pasó de largo la mesa de Slytherin sin siquiera voltear a verla. Era una imagen que desentonaba con la rutina perfectamente establecida de Hogwarts, como si alguien hubiera roto una norma sagrada. Algunos estudiantes cuchichearon. Parkinson lo miró con el ceño fruncido. Zabini, inexpresivo, bajó la mirada igual que el feo de Nott.
Pero Draco no vaciló.
Y tampoco miró a Harry cuando se dirigía hacia la mesa de Gryffindor.
Harry se enderezó, su cuerpo entero tenso como un arco, sintiendo a cada segundo una eternidad palpitante. Por un instante, pensó que vendría a sentarse a su lado. Que se acomodaría junto a él, que sus manos se rozarían como tantas veces antes, que quizás incluso se permitiría una sonrisa. Una pequeña tregua.
Pero Draco pasó de largo. Sin mirarlo siquiera.
Y fue entonces cuando ocurrió lo imposible: se sentó al lado de Hermione. Ella lo miró como si acabaran de colocarle un mandrágora venenosa en el plato.
“¿Qué demonios…?”, murmuró Ron, ladeando el cuerpo para mirar la escena con la boca entreabierta. Su voz era apenas un murmullo entre el murmullo general.
Harry no respondió. No podía.
Observó cómo Hermione le dedicaba una mirada llena de escepticismo, ladeando apenas la cabeza, como si esperara una broma de mal gusto. Pero Draco dijo algo en voz baja, tan bajo que ni Harry ni Ron lograron captar nada.
Y entonces, para sorpresa de todos, Hermione bajó la vista y comenzó a comer. Draco también.
Harry no lo podía creer.
Había algo completamente ajeno en esa imagen. Como si observara un sueño… o peor: una pesadilla con la lógica torcida de lo absurdo. Hermione. Draco. Comiendo juntos. Como si fueran aliados. Como si se entendieran.
“¿Qué… qué crees que le dijo?”, preguntó Ron, rompiendo un pedazo de pan y tirándolo dentro de su sopa sin mirarla.
Harry no contestó. Sus manos temblaban.
La cena continuó. Más platos aparecieron con un centelleo mágico: pasteles de carne, budines de Yorkshire, zanahorias glaseadas. Harry no tocó nada. No sabía qué hacer con su cuerpo. Con su respiración. Con sus pensamientos. Era como estar atrapado dentro de sí mismo, intentando descifrar un idioma que ya no comprendía.
Draco no volvió a mirarlo en toda la cena.
Y entonces, cuando los postres comenzaron a materializarse —helados, natillas, pudines de chocolate—, Draco se levantó. Hermione también. Ambos caminaron hacia la salida del Gran Comedor sin prisa. Como si todo estuviera bien. Como si no se acabaran de rasgar los hilos invisibles que sostenían el mundo.
Pero al pasar por su lado, Draco bajó la mirada y dijo, con un tono tan casual que dolía:
“Nos vemos después, cariño.”
Y se fue. Harry se quedó paralizado. No por las palabras. Sino por el apodo.
Draco no usaba apodos. Los detestaba. Lo había dicho mil veces. “No soy un animal de peluche, Potter”, solía bufar cuando alguien intentaba llamarlo por cualquier cosa remotamente dulce.
Y ahora le había dicho “cariño”. Frente a todo el mundo.
“¿Qué fue eso?”, preguntó Ron, con la voz arrastrada por la incredulidad. “¿Lo dijo en serio? ¿Fue sarcasmo? ¿Una trampa? ¿Un hechizo? ¿Está poseído? ¿Te maldijo?”
Pero Harry no podía responder. No podía respirar bien.
Sentía el estómago revuelto, la garganta cerrada, la mente nublada. Como si su cuerpo ya no le perteneciera.
Y lo peor era que no sabía si Draco lo odiaba… o si lo estaba perdonando. Y en ambos casos, el no saber le arrancaba la piel desde adentro.
“¿Está bien si me levanto?”, preguntó Harry en voz alta, sin saber si hablaba con Ron, con el aire o consigo mismo. “No creo que… pueda…”
“Harry”, dijo Ron con un tono urgente, posando una mano en su hombro. “Hey. Está bien. No pasa nada. Vamos. Vamos afuera. Vamos.”
Y lo arrastró fuera del comedor, mientras las miradas se clavaban en sus espaldas.
El aire nocturno lo golpeó como una bofetada. Frío, agudo, cruel. Harry caminó sin rumbo, hasta que Ron lo obligó a sentarse en una banca de piedra bajo un cerezo recién florecido. Las flores caían en pequeños suspiros rosados, como si intentaran consolarlo sin lograrlo.
“¿Qué crees que significa?”, preguntó Harry al fin, con la voz hecha trizas.
Ron se encogió de hombros, torpe. “No lo sé, amigo. Puede que se haya calmado. Puede que quiera arreglarlo.”
“¿Entonces por qué no me lo dijo?”, susurró Harry, mirando el suelo. “¿Por qué a Hermione? ¿Por qué ‘cariño’? ¿Por qué actuar como si nada? No... no entiendo lo que está haciendo.”
Ron se pasó una mano por el rostro.
“Puede que... esté probando algo. O castigándote. O... merlín, no sé. Malfoy no es exactamente un libro abierto.”
Harry rió, sin humor.
“No lo entiendo. Y no saber… me está matando.” Se llevó las manos al rostro. Las flores seguían cayendo, dulces y delicadas, como una ironía de la naturaleza. “No me odia, pero tampoco me habla. Me llama ‘cariño’, pero se sienta con Hermione. No sé si lo arruiné para siempre. No sé si quiere volver. No sé si está bien. ¡Y no sé por qué no me dice nada!”
Su voz se quebró, la rabia y la angustia derramándose por los bordes. Ron no dijo nada. Solo se sentó a su lado. Se quedó ahí.
Después de un largo silencio, Harry murmuró:
“No sé cómo se repara algo cuando no sabes si sigue roto.”
Y Ron respondió, con una calma sorprendente:
“Supongo que… lo descubres paso a paso. Y no solo con palabras. Siempre hemos sabido que Malfoy no es un dulce y tierno conejo y por supuesto que no hace las cosas sencillas porque es un dramático que le gusta jugar con nuestras mentes, en especial la tuya.”
Harry cerró los ojos. Primavera. Todo florecía. Pero él no sabía si lo que sentía era el brote de algo nuevo… o el final silencioso de lo que alguna vez fue.
El día siguiente comenzó con una broma pesada sobre Hogwarts, como si el castillo hubiera absorbido la tensión de la noche anterior y la estuviera exhalando en susurros fríos. Las piedras de los pasillos parecían más oscuras, las sombras más largas, los techos más bajos. Harry lo sintió desde el primer momento en que abrió los ojos: el mundo se sentía distinto. Más apagado. Más hueco.
Y fue en el desayuno cuando lo supo con certeza.
“¿Dónde están?” murmuró Ron, con el ceño fruncido, mirando la mesa de Slytherin. “Ni Malfoy ni Parkinson ni Hermione… No están.”
Ginny, que estaba sentada frente a ellos, bajó su taza de té con un tintineo suave. “Tal vez están en la biblioteca. O se quedaron dormidos. Hermione hace eso cuando está estresada.”
“No en sexto año,” refutó Harry. “Hermione nunca se pierde clases. Nunca se pierde una comida. Nunca.”
La ausencia era como un golpe sordo, uno que se repetía en cada clase. El sitio de Hermione, vacío. El pupitre de Draco, intacto. La silla de Parkinson, con su bufanda aún colgando del respaldo, como si su dueña hubiese desaparecido en mitad de una frase. Profesores comenzaron a notar la ausencia, algunos con desdén, otros con preocupación velada. Pero nadie dijo nada en voz alta. Aún no.
Para Harry, cada hora que pasaba se sentía como una piedra más sobre su pecho. Hermione no estaba. Draco tampoco. Y lo peor era que nadie parecía saber por qué.
Durante la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, Harry no pudo concentrarse en el hechizo que Neville conjuraba a su lado. Su mente divagaba, saltando entre el recuerdo del “cariño” de la noche anterior y la silla vacía que ahora lo encaraba como una amenaza silenciosa.
“¿Y si algo les pasó?” susurró, más para sí mismo que para los demás.
Ron, con una expresión que rozaba la furia contenida, murmuró en el almuerzo: “Voy a ir a las mazmorras. Lo juro. Si Malfoy se llevó a Hermione a algún sitio raro…”
“Ron,” lo detuvo Ginny, su voz más firme y baja que nunca. “No puedes. Ya sabes lo que dijo Madam Pomfrey. Si te exaltas, si fuerzas los nervios, si corres… te encierra en la enfermería hasta que… nazca el bebé.”
“¡Es mi mejor amiga!” explotó Ron, levantando la voz antes de cerrarse sobre sí mismo. “Y ese bastardo… ese maldito bastardo…”
“¡Ron!” exclamó Ginny, tomando su mano con fuerza. “No puedes hacer esto solo. Y no puedes… no puedes meterte en las mazmorras en tu estado.”
Harry los escuchaba con el corazón latiéndole en la garganta. Quería hacer algo. Decir algo. Pero se sentía atrapado en su propio cuerpo, igual que la noche anterior. Era como si el tiempo se hubiera convertido en melaza: lento, espeso, difícil de atravesar.
La tarde cayó sin respuestas. Los profesores empezaron a preguntar por Hermione, pero nadie parecía saber nada. Parkinson no estaba en su dormitorio. Draco tampoco. Nadie en Slytherin decía una palabra, los muy desgraciados.
“Encubrimiento,” escupió Ron al salir de Encantamientos. “Es típico de ellos. Protegen a los suyos. Aunque estén haciendo algo terrible.”
Ginny frunció el ceño cuando se encontraron en un pasillo. “No podemos asumir lo peor. Aún no.”
“¿Y si alguien les hizo algo?” preguntó Harry, su voz casi un suspiro. “¿Y si fue una represalia? ¿Por lo del Ministerio el año pasado?”
Ron iba a responder, pero fue interrumpido por un grito suave —una voz chillona, familiar.
“¡Ron!”
Lavender Brown corría hacia ellos, el cabello ondeando como una bandera de oro viejo, la túnica medio desabotonada. Llevaba una carta en la mano, apretada con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos.
“Lav,” murmuró Ron, tensándose. “¿Qué…?”
Pero Lavender no lo dejó hablar. Se lanzó a abrazarlo sin previo aviso, casi tropezando. Ginny se apartó con rapidez, molesta.
“¡Parvati me conto que los vio en el pasillo! ¡Granger! ¡Vio a Hermione Granger anoche! Iba con Malfoy y Parkinson, bajaban por la escalera que lleva a la torre oeste.”
Harry parpadeó. “¿La torre oeste? ¿Estás segura?”
“¡Claro que estoy segura! Mi amiga no es una mentirosa. Aunque iban rápido. Malfoy parecía… molesto. Parkinson lloraba. Y Granger… apresurada o algo así.”
Una corriente helada recorrió a Harry desde la nuca hasta los tobillos.
“¿Y por qué no lo dijiste antes?” preguntó Ginny, claramente incrédula.
“¡Porque no sabía que estaban desaparecidos! ¡Acabo de enterarme que ustedes los buscaban! ¡No los he visto en todo el día!”
Ron parecía a punto de echarse a correr. Sus manos temblaban.
“¿Qué demonios hacen en la torre oeste?” gruñó. “Nadie usa esa zona. Está cerrada desde hace dos cursos.”
“Está sellada,” murmuró Harry. “Con encantamientos del profesorado. Dumbledore dijo que era para evitar que se usaran los antiguos salones de castigo.”
“Entonces alguien los rompió,” dijo Ron. “Y si Malfoy lo hizo…”
Harry sintió una punzada aguda en el pecho. Draco. ¿Qué estás haciendo? ¿Dónde estás? ¿Por qué no me lo dijiste?
El peso de la incertidumbre le presionaba la cabeza como una nube negra. Pensaba en el apodo suave, dicho la noche anterior con un tono casi burlón, casi íntimo. ¿Fue una despedida? ¿Una forma de decir adiós sin decirlo?
Lavender apretó el brazo de Ron, con la voz temblorosa. “Yo… lo siento. Si hubiera sabido que estaban buscándolos…”
“Gracias por decirnos ahora,” dijo Ginny, con un tono tenso pero sincero. “No es tu culpa. Esto es… más grande de lo que parece.”
Harry apenas la escuchaba. Su mente se había quedado en una imagen que no sabía si era real o inventada: Draco, caminando con Hermione hacia un sitio oculto. Hermione apresurada. Pansy llorando. Algo iba muy mal. Algo se estaba rompiendo.
Y él, parado en medio del caos, sin respuestas. Sin señales. Solo con un corazón que palpitaba con miedo, rabia y una esperanza tonta que se negaba a morir.
“Voy a encontrarlos,” murmuró. “Aunque tenga que revisar cada rincón del castillo. Lo haré.”
“Lo haremos,” corrigió Ron, poniéndose de pie con torpeza. “Solo déjame respirar un segundo. No vamos a dejar que Malfoy se lleve a Hermione sin explicación.”
Harry asintió, y por primera vez desde la noche anterior, algo se movió dentro de él. No era tranquilidad. No era certeza. Pero era algo. Era movimiento. Y eso, en medio del desconcierto, ya era un inicio.
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La tarde de aquel domingo parecía no entender nada del caos que reinaba dentro de Harry.
Era una tarde de cielos despejados, aire tibio y aroma a césped recién cortado. Los jardines de Hogwarts rebosaban de risas dispersas, de estudiantes que aprovechaban el buen clima como si no existiera una guerra, como si el mundo más allá de los muros encantados no estuviera desmoronándose poco a poco. Era uno de esos días que parecían un regalo. Uno de esos días que, en otros años, habría disfrutado en compañía de Ron y Hermione, riendo, lanzando piedrecillas al lago, o escuchando a Hagrid contar historias imposibles junto a su cabaña. Pero no ahora. No con ese nudo de rabia y desconfianza apretándole la garganta.
Harry estaba tirado sobre su cama, en la torre de Gryffindor, con el Mapa del Merodeador extendido frente a él como un mantel maldito que solo mostraba verdades incómodas. Sus dedos recorrían los pasillos del castillo, deteniéndose cada tanto sobre nombres conocidos. Ginny estaba cerca de la torre de Astronomía, hablando con Luna. Ron y Hermione... sus nombres brillaban juntos, como una burla cruel, en el gran comedor. Juntos. Sentados. Comiendo como si nada.
Como si ella no hubiera desaparecido por más de un día.
Como si él, Harry, no hubiese pasado la noche anterior encerrado en una sala sombría, con Dumbledore mirándolo con decepción mal disimulada y recuerdos viejos de un joven Tom Riddle que pedía un puesto en Hogwarts con la mirada helada de quien ya tenía un ejército bajo su manga. Como si no hubiera salido de allí con el cuerpo tenso, los hombros doloridos por la rigidez de la rabia, y con la certeza de que algo se estaba desmoronando a su alrededor. Otra vez.
Había querido gritarle al director. Gritarle que él no era un espía, que no podía sacarle a Slughorn lo que ni siquiera sabía cómo pedir. Que estaba cansado de hurgar en memorias ajenas cuando ni siquiera podía sostener las propias. Que el mundo estaba quebrándose, y que no entendía cómo seguir sonriendo mientras le ponían piezas incompletas en las manos.
Pero no lo hizo. Se tragó las palabras, como siempre. Como con Sirius. Como con Draco. Como con todos.
Y ahora, Hermione cenaba con Ron. Y Draco...
El nombre de Draco Malfoy aparecía con elegancia precisa en el séptimo piso, merodeando por el pasillo que llevaba a la Sala de los Menesteres. Otra vez. Siempre en ese sitio. Siempre oculto. Siempre esquivo.
Harry se levantó de golpe, con el corazón galopando y el mapa arrugado entre los dedos. Bajó las escaleras en un salto, pasó de largo a dos alumnas de tercero que charlaban en voz alta y salió de la torre como un rayo rojo por los pasillos aún tibios por la luz que se filtraba en los vitrales.
No pensaba. Solo caminaba rápido. O corría. Era difícil distinguir la diferencia.
Dobló una esquina y no vio venir el cuerpo que se cruzó de pronto en su camino. El golpe fue seco, sorpresivo, y ambos terminaron tambaleándose. Harry logró sostenerse con una mano contra la pared, mientras del otro lado, una melena de cabello corto y rebelde se sacudía con fastidio.
“¿Harry? ¡Mira por dónde vas!” exclamó Tonks, parpadeando como si acabara de despertar de una siesta mal tomada.
Harry se quedó inmóvil. Su pecho aún subía y bajaba con violencia. El olor a primavera se mezclaba con algo más amargo en su boca. Iba a disculparse, pero la mirada de Tonks lo detuvo. Estaba cansada. Profundamente. Tenía ojeras debajo de los ojos y su nariz —que solía cambiar por diversión— estaba normal, sin retoques. Parecía haber olvidado su habilidad de metamorfomaga por pura extenuación.
“¿Estás bien?” murmuró él.
Tonks hizo una mueca que no era sonrisa. “¿Y tú? Pareces un huracán.”
Harry no respondió. Solo la miró. Y, de pronto, Tonks habló, con una voz baja, ronca, cargada de un enojo contenido.
“¿Sabías que mi madre lleva meses secuestrada y tengo que venir cada domingo para pedir, suplicar que Dumbledore haga algo?”
El mundo se detuvo.
Harry frunció el ceño, confundido. “¿Qué… qué dijiste?”
Tonks lo miró. Con los labios apretados. Como si estuviera decidiendo si seguir o no. Pero lo hizo. Cada palabra cayó como una piedra.
“La tomaron en noviembre. No sabemos si fue por su sangre, por su relación conmigo, o porque se negó a vender información. No lo sabemos. Pero nadie, nadie en la Orden ha hecho nada para buscarla. No hay rastros y nadie te ha contado, ¿verdad?”
“No,” murmuró Harry, sintiendo un frío nuevo en la nuca. “No tenía idea.”
“Claro que no. El Profeta ya no publica las noticias en tiempo real. Retrasan las desapariciones. Las camuflan. Están controlados. Hay más de cien personas desaparecidas este mes, Harry. Cien. Y la Orden… se sienta a hablar en la cocina de… Sirius.”
Ella rió sin humor. Era un sonido quebrado, casi animal. Luego lo miró con ojos turbios.
“No se trata solo de Dumbledore, o del que no debe ser nombrado. Es todo el maldito sistema. Algo se está pudriendo desde adentro. Y tú… tú tienes que saberlo, Harry. Tienes que saberlo, saber que...”
El silencio que siguió fue largo. Asfixiante.
“Lo siento, Tonks,” dijo él, apenas un susurro. “Lo siento de verdad.”
Ella lo observó un segundo más, como si buscara honestidad en sus pupilas. Luego se giró y se fue, caminando con los hombros rígidos, como si llevara todo el dolor del mundo en la espalda.
Harry no se movió. No sabía cómo.
Pasaron minutos. Quizás horas. No lo sabía. Cuando sus dedos recuperaron el mapa, buscó automáticamente los nombres. Draco. Hermione. Ron. Todos seguían allí. En el gran comedor.
Él caminó hasta allí, pero lo hizo lento. No porque no pudiera correr, sino porque no quería llegar.
El mundo se sentía más grande de lo que podía abarcar. La noticia de la madre de Tonks aún le zumbaba en los oídos. Y lo peor de todo era el silencio. El silencio de Sirius. El silencio de los Weasley. El silencio de todos.
¿Tan poco confiaban en él?
¿O era que sabían que no soportaría más peso?
El gran comedor rebosaba de risas y murmullos, como si el castillo aún no supiera lo que el mundo afuera estaba gritando. Como si la guerra no estuviera mordiendo los bordes de todo. Como si nadie supiera que alguien como Tonks acababa de decirle a Harry que su madre llevaba meses desaparecida y nadie estaba haciendo nada.
Harry cruzó el umbral, y los sonidos se estrellaron contra él. El murmullo de cubiertos contra platos, los pasos apurados de algún alumno que volvía a sentarse, el crujir de las bancas largas… Todo demasiado ruidoso, demasiado normal. A cada paso, sentía que arrastraba un mundo que solo él veía. Un mundo que pesaba y se deshacía al mismo tiempo.
Draco fue el primero en notarlo. Alzó la vista desde su lugar —justo en el centro de la larga mesa donde antes, años atrás, Harry jamás habría imaginado verlo— y sus ojos grises se encontraron con los suyos. No había juicio en ellos. Tampoco reproche. Solo ese gesto sutil con la ceja alzada, mezcla de complicidad y curiosidad, y un ligero deslizamiento hacia un lado para hacerle espacio.
Harry se sentó sin pensar. Lo hizo porque su cuerpo ya había aprendido a moverse por instinto hacia Draco, como si su centro de gravedad hubiera cambiado de eje. Apenas tocó la madera del banco, Draco se inclinó y lo besó.
Fue un beso breve. Normal, incluso. Pero lo normal tenía una textura nueva desde que Draco Malfoy era su novio. Desde que besarlo en público no era una provocación sino un gesto cotidiano. Y Harry lo sintió —como siempre— desde la punta de los dedos hasta la nuca, un destello cálido que se colaba por todas las grietas que el día le había dejado.
Draco volvió a su posición con una sonrisa de medio lado, como si nada. Como si no supiera que Harry aún tenía el sabor del miedo en la lengua.
“Estás pálido,” dijo en voz baja, casi ronroneando, mientras tomaba un trozo de pan.
“Tuve un encuentro…” murmuró Harry, apartando su mirada de Hermione, que los observaba con atención desde su lado de la mesa.
“¿Del tercer tipo?” ironizó Draco, llevándose el pan a la boca.
Hermione bufó. “¿Todo lo conviertes en sarcasmo, Malfoy?”
“Lo intento,” respondió él sin mirarla, pero sonriendo como si sí lo hiciera. “Me dicen que tengo talento natural.”
Sería un intercambio habitual entre ellos. Uno que antes habría significado tensión y ahora era una suerte de coreografía, una danza verbal que dejaba a Hermione satisfecha y a Draco estimulado, como si fueran piezas en un duelo intelectual eterno que ninguno deseaba ganar del todo.
Y Harry… bueno, Harry se había vuelto experto en callar durante esas discusiones, solo para luego recibir las consecuencias en forma de besos —largos, acalorados, y deliciosamente enfocados— por parte de su novio.
Pero esta vez, Harry no estaba para juegos.
“Vi a Tonks,” dijo de pronto.
La frase cayó con la misma intensidad con la que él la había sentido. Como una piedra. Como una verdad que pesa.
Draco se detuvo. Hermione también. Incluso Parkinson dejó de observar su uña recién pintada. Ron —más allá de la mesa— hizo una pausa en su conversación con Lavender, y giró el rostro, lento.
“¿Está bien?” preguntó Hermione con la voz más suave que había usado en toda la semana.
Harry tragó saliva. No sabía por dónde empezar.
“Su madre está desaparecida,” dijo finalmente, sintiendo que lo decía en voz ajena. “Desde noviembre. La secuestraron. No saben si fue por su sangre o por ella misma. Pero nadie… nadie ha hecho nada.”
El silencio que se formó no fue incómodo, fue desolador. Hermione bajó la vista. Parkinson lo miró como si dudara si debía fingir entender. Ron frunció el ceño con incredulidad. Draco…
Draco se quedó absolutamente quieto. No dijo nada. Ni una palabra. Ni un gesto. Ni siquiera un cambio de expresión.
Harry lo notó. Lo miró con atención. Esperando algo. Cualquier cosa. Una pregunta. Un comentario. Una maldita reacción.
Pero Draco seguía en silencio. Su mandíbula apretada. Los ojos fijos en la mesa.
La manga de su túnica —como siempre— cubría la Marca Tenebrosa, pero Harry no pudo evitar pensar en ella. No porque desconfiara. No del todo. Pero sí… porque había algo allí. Algo que no se decía.
Fue Hermione quien rompió el silencio.
“¿Desde noviembre?” repitió, casi como un eco dolido.
Harry asintió. “Y nadie dijo nada. Ni una sola palabra. Como si fuera normal. Como si no importara.”
Draco apretó los labios, sin levantar la mirada. Ni una sola vez. Ni siquiera cuando Harry volvió a hablar.
“Tonks cree que me lo ocultaron para protegerme. Como si no pudiera soportarlo.”
“¿Y puedes?” preguntó Parkinson en voz baja. Por una vez, sin ironía.
Harry la miró, sorprendido por el tono.
“Puedo soportar muchas cosas,” dijo. “Pero no esto. No este silencio. No esta forma de... protección que en realidad solo me deja más ciego.”
Hermione lo observó largamente. Sus ojos estaban empañados, pero no lloraba.
“No eres el único al que se lo han hecho,” murmuró. “A todos nos han quitado información. Nos tratan como niños. Incluso a Ron...”
“Mi madre no acepta aun lo sucedido,” añadió Ron, con voz tensa. “El Profeta aun no menciona nada de Percy, ni siquiera una mención de lo sucedido. Papá convenció a mis hermanos de quedarse en casa. Y yo... yo estoy aquí con Ginny fingiendo que nos importa si entregamos o no la tarea a tiempo.”
Harry asintió, respirando con dificultad. La conversación le parecía demasiado grande para este lugar. Demasiado real para estas paredes.
Y Draco. Draco no decía nada. Harry volvió a mirarlo. Esta vez, no pudo evitarlo.
“¿Draco?” preguntó, en voz baja, como si nombrarlo fuera una cuerda que lo atara a la escena.
Draco levantó los ojos al fin. Su mirada era dura, sin brillo.
“No lo sabía,” dijo simplemente. “No sabía que… Tonks estaba buscando a su madre. No sabía que estaba desaparecida.”
“Pero no te sorprende,” respondió Harry, con suavidad. “No pareces sorprendido.”
“Porque nada me sorprende ya,” murmuró Draco. “¿Quién puede desaparecer y quién no? ¿Quién vale lo suficiente como para que se actúe rápido? No es una sorpresa, Potter. Es rutina.”
Había cansancio en su voz. No enojo. Solo agotamiento. Y algo más. Algo que Harry no supo nombrar.
Hermione miró a ambos, y luego, lentamente, tomó la mano de Harry sobre la mesa.
“Vamos a recuperarlos,” dijo.
“¿Qué?” murmuró él, atónito.
“No vamos a esperar a que el Ministerio o la Orden mueva un dedo. Si nadie hace nada, lo haremos nosotros.”
Harry la miró con los ojos abiertos de par en par. Draco también.
Ron se pasó una mano por el rostro. Parkinson resopló, aunque sin burla.
“¿Y qué propones?” preguntó Ron, tenso.
“No lo sé aún,” confesó Hermione. “Pero sé que no voy a quedarme sentada mientras secuestran a nuestras familias.”
El silencio cayó de nuevo sobre la mesa. No uno frío ni incómodo, sino uno espeso, de esos que no se rompen con el sonido sino con la conciencia. Un silencio que vibraba como si todos los ecos de las palabras anteriores hubieran dejado una marca invisible flotando en el aire. Era el tipo de silencio que hacía que los cubiertos parecieran demasiado ruidosos y que el calor de las velas sobre las mesas largas del Gran Comedor se sintiera demasiado presente.
Fue Ron quien, sin mirar a nadie, murmuró:
“Estamos hablando de la Orden.”
Harry parpadeó. No por incredulidad, sino por una repentina toma de conciencia que se le hundió en el pecho como una piedra lanzada al fondo de un lago oscuro.
La Orden.
La Orden del Fénix.
Y lo habían dicho en voz alta. Frente a Draco. Frente a Parkinson.
Ron levantó la vista, encontrándose con los ojos de Harry, que parecían ahora clavados en él con la misma preocupación que sentía. Ambos entendían lo que acababa de pasar: habían hablado de planes, de secuestros, de tomar acción sin el Ministerio, sin la Orden… y lo habían hecho sin reservas, como si todos alrededor de esa mesa ya fueran parte del círculo de confianza. Pero no lo eran. No realmente.
Harry tragó saliva. Draco no había dicho ni una palabra. Parkinson solo los miraba con expresión impasible, las manos cruzadas sobre la mesa, como si estuviera esperando que alguien se atreviera a decir lo que ya sabía.
Ron carraspeó, inquieto, y miró a Parkinson como si la acabara de notar por primera vez.
“No deberías haber escuchado eso,” dijo, con una mezcla de nerviosismo y autoridad mal ensayada.
Ella arqueó una ceja con absoluta desdén.
“¿Y qué se supone que haga? ¿Taparme los oídos y cantar himnos escolares cada vez que se les escapa la lengua?”
Harry, aún en shock, la observó con atención. Parkinson tenía ese aire de siempre saber más de lo que decía. Como una niña rica que fingía estar aburrida del drama porque el drama era su estado natural. Como si ya hubiera vivido tres vidas, todas llenas de secretos que no le importaban demasiado.
“Esto no es un juego,” dijo Ron, claramente irritado. “No es un cotilleo del baño de chicas, Parkinson. Es guerra.”
Ella lo fulminó con la mirada, cruzando las piernas con lentitud.
“¿Y crees que no lo sé? ¿O es que porque no lloro cada vez que mencionan la palabra ‘desaparecido’ piensan que soy de porcelana?” Se inclinó ligeramente hacia él, sus palabras goteando veneno y orgullo. “Sé sobre la dichosa Orden, sobre lo de pelear contra ‘el otro lado’, sobre los mortífagos, los desaparecidos, los traidores y los mártires. Bla, bla, bla.”
Lo dijo sin emoción, sin dramatismo. Como si cada palabra pesara más por lo obvio que por lo trágico.
Ron frunció el ceño, molesto, pero también levemente desconcertado. “¿Y quién te lo dijo?”
“Yo,” respondió Hermione en voz baja, sin levantar la mirada de su plato.
Ron giró hacia ella con una mezcla de sorpresa y frustración mal contenida. “¿¡Qué!?”
“Fue necesario,” replicó ella con un tono firme, que apenas disimulaba su propia culpa. “Si va a estar involucrada, si vamos a trabajar juntos, al menos debe saber a quién va a tener al lado cuando el mundo se incendie.”
“¡¿Trabajar juntos?!” La voz de Ron subió más de lo que pretendía, sus orejas ya rojas. “¿Desde cuándo decidimos que los Malfoy y sus... allegados son de los nuestros?”
Parkinson le empujó un plato sin perder la compostura. “¿Quieres un muffin, Weasley? Son de arándanos. Deberían de ser tus favoritos.”
Ron parpadeó. El repentino aroma dulce y tibio del panecillo le rozó las narices como una trampa suave. Miró el plato, miró a Parkinson, miró a Hermione… y decidió, de forma casi instintiva, callarse. Tomó el muffin, aunque sin morderlo.
Harry, aún aturdido, no podía apartar la mirada de Parkinson. “¿Estás hablando en serio?” le preguntó. “¿Vas a… a luchar?”
Ella lo miró fijamente, como si le doliera la pregunta, como si no fuera la primera vez que alguien dudaba de su fuerza.
“Draco es como mi hermano,” dijo simplemente. “Y no voy a dejar que arriesgue el cuello solo. Mucho menos voy a permitir que entre en la guarida del león sin alguien que le cubra las espaldas.”
Harry no tuvo tiempo de responder. Draco soltó un pequeño sonido, como una mezcla entre una risa nasal y un suspiro de resignación. Luego, giró hacia él, con una ternura traviesa en los ojos.
“¿De verdad pensaste que no iba a luchar contigo?” preguntó, con una ceja arqueada y una expresión que parecía decir qué poco me conoces, Potter.
Harry lo miró, desconcertado. “Es que… nunca lo dijiste. Nunca preguntaste nada sobre la Orden, ni sobre lo que hacíamos, ni…”
“Porque no tenía que hacerlo,” dijo Draco con suavidad. “Porque sabía que me lo dirías cuando estuvieras listo. O porque no importaba.” Se encogió de hombros, pero sus ojos no perdían esa intensidad cálida. “Pero vamos, Potter. ¿Pensaste que iba a luchar contra ti?”
Harry negó con la cabeza. “No. Solo… no quería mezclar esto con lo nuestro. No quería que se… ensuciara.”
Draco sonrió, ladeando la cabeza como si quisiera grabarse ese momento en la memoria. “Eres ridículo. Y completamente tú.” Se inclinó y lo besó de nuevo. Fue un beso breve, más una caricia que un reclamo, y cuando se separó, susurró: “Gracias.”
Harry parpadeó. “¿Gracias por qué?”
“Por no negarte a que Pansy se una. Por aceptarme a mí. Y…” Draco bajó un poco más la voz. “Por solo existir.”
Harry sintió que el corazón le daba un vuelco y luego una caída lenta, como una hoja arrastrada por el viento. El mundo pareció quedar en silencio otra vez, pero esta vez uno suave, uno acogedor.
No escucharon a Hermione cuando empezó a hablar, más centrada que nunca mientras desdoblaba un pergamino lleno de anotaciones meticulosas, ni a Parkinson cuando abrió un pergamino doblado cuidadosamente entre sus libros, con gestos precisos y ojos atentos. No oyeron las frases como “veritaserum diluido” o “el despacho de Slughorn cuando va a los invernaderos a robar” o “truco de distracción que usaron con sus propios padres”.
Estaban demasiado ocupados. Demasiado perdidos.
Harry se inclinó un poco hacia Draco, y este lo miró como si lo conociera desde siempre, como si fuera una constante incluso en medio del caos.
Y por primera vez en semanas, Harry sintió que, quizá, no estaba solo en esta guerra. No de verdad.
Y que incluso si el mundo se incendiaba, él no iba a arder solo.
Draco estaba allí. Parkinson también. Ron, aunque gruñón porque Parkinson descubrió que había tenido semanas con un antojo, no se había ido. Y Hermione, como siempre, llevaba la delantera. Eso empezaba a sentirse como un equipo.
Una especie de familia. La que él había escogido.
Durante los días que siguieron a esa conversación en la mesa de Gryffindor, algo peculiar ocurrió: la normalidad regresó.
O al menos, lo más parecido a ella que Hogwarts podía ofrecer con los rumores de desapariciones flotando como humo rancio entre pasillos, los profesores cada vez más tensos, y el mundo mágico tambaleándose en el borde de una guerra abierta. Pero para Harry, fue como si hubiesen tirado un lazo desde el caos hacia algo cálido. Algo más firme. Más íntimo.
Draco ya no era una sombra en las esquinas, ni una figura cortante lanzando cuchillas verbales a quien se atreviera a respirar a su lado. Se sentaba junto a él en el Gran Comedor, le quitaba la mermelada de frambuesa cuando pensaba que era demasiada azúcar para un Gryffindor, y compartía conversaciones que a veces rozaban lo absurdo.
Hermione ya no se tensaba cuando Draco aparecía. De hecho, comenzaban a intercambiar ideas. No era exactamente agradable al principio: cada charla derivaba en una discusión, pero no de las que terminaban con libros cerrados de golpe o bufidos indignados. No. Eran debates afilados, casi brillantes. Ráfagas de lógica y hechizos teóricos, ingredientes de pociones avanzadas y contrahechizos antiguos. Una especie de danza intelectual que dejaba a Hermione satisfecha, con ese brillo particular en los ojos que solo tenía cuando sentía que había encontrado a alguien con quien pelear sin perder el tiempo.
Y a Harry… le encantaba. Porque cada vez que terminaban uno de esos duelos verbales, Draco se giraba hacia él con una mirada intensa y medio ladeada, como si verlo lo aliviara del desgaste mental. Lo besaba. Largo, profundo, a veces impaciente. Con las manos frías de tanto escribir, enredadas en su nuca, mientras Harry se derretía en medio de la biblioteca o en una esquina solitaria del pasillo del castillo.
Eso era lo más raro: cómo el mundo seguía girando mientras ellos encontraban su propio eje.
Y sin embargo, había cosas que Harry no entendía.
No sabía qué había pasado exactamente entre Draco, Hermione y Parkinson el día que los tres desaparecieron. Draco no hablaba de ello, Hermione lo esquivaba con una elegancia precisa, y Pansy—que ahora formaba parte de esa suerte de familia improvisada—simplemente levantaba una ceja si se lo insinuaba. Así que Harry decidió dejarlo estar. Porque fuera lo que fuese, los había unido. Eso bastaba.
Parkinson se había convertido en una constante. No era dulce, ni pretendía serlo. Pero había algo honesto en su crueldad calculada, en la forma en que miraba a Draco y le decía que tenía ojeras de insomnio y que dejara de leer tanto antes de que se le cayeran los ojos. Era amiga de Hermione otra vez, aunque usaran sarcasmos como otros usaban cumplidos, y aunque ninguna se atreviera a admitirlo en voz alta.
Ginny, por su parte, parecía haberse desvanecido. No del castillo, claro. Pero su presencia, la que una vez fue constante, se había esfumado del día a día de Harry. Desde que Draco volvió a ser el mismo—el que no fingía desinterés por Harry, el que se quedaba hasta tarde en la sala común solo para despertar uno junto al otro en la cama de Harry—Ginny dejó de aparecer en la mesa de los Gryffindor cuando Harry estaba cerca. No saludaba. No discutía. No miraba. Y aunque eso dejaba un hueco raro en el pecho de Harry, también lo aliviaba. Porque no tenía que enfrentar preguntas que no sabía cómo responder.
Pero lo que realmente lo sacudió llegó una tarde cualquiera. De esas en que el cielo está cubierto por nubes grises y el aire parece prometer una tormenta. Estaban en la sala común de Gryffindor cuando Lavander apareció con paso decidido, un bolso colgando de su hombro y una expresión extrañamente serena.
Se detuvo justo frente a Ron, quien estaba sentado al lado de Hermione, con Harry enfrente y Draco distraídamente hojeando un libro de encantamientos mientras jugaba con sus manos entrelazadas.
Lavander sacó un pequeño paquete del bolso. Estaba envuelto con papel plateado y tenía un moño azul claro en la parte superior.
“Para ti,” dijo simplemente, entregándoselo a Ron.
Harry miró el paquete, sin entender.
Ron lo recibió con una expresión entre avergonzada y agradecida. Lo sostuvo con ambas manos, y su boca se movió para decir algo, pero no emitió sonido alguno.
Hermione miró el paquete. Luego a Lavander. Y luego a Ron.
El silencio duró apenas unos segundos. Lo rompió un sonido casi inaudible, un leve jadeo que Harry reconoció como el inicio de algo más.
Hermione se llevó la mano a la boca. El sonido se repitió. Un sollozo atrapado. Harry la miró, desconcertado, y luego miró a Ron. Al paquete. Al moño.
Y entonces lo entendió. Con la fuerza de un golpe seco.
Un conjunto de bebé. Muy pequeño. Una talla que solo podía ser para un recién nacido.
Lavander le había regalado ropa para el bebé de Ron.
Porque Ron… seguía embarazado. Porque Lavander lo sabía. Porque Hermione también lo sabía, probablemente muchos más sabían. Y Harry sintió cómo todo se ralentizaba, como si su cerebro necesitara más tiempo para procesar cada detalle.
“Ella lo sabe,” murmuró Draco, bajando el libro. “Brown. Weasley se lo conto hace un tiempo y le pidió guardar el secreto.”
“¿Y aún así se lo dio frente a todos?” susurró Harry.
“Tal vez… era el momento,” respondió Draco con calma. “O tal vez fue una venganza elegante por haberle quitado al novio e hijastro.”
Hermione no dijo nada. Pero no se fue. No lloró. No gritó. Solo sostuvo la mirada de Ron con una firmeza dolorosa. Y eso, de algún modo, dolió más que si hubiese estallado.
Harry quiso preguntar. Quiso hacer algo. Pero justo en ese instante, la campana retumbó con eco solemne: era hora del examen de aparición.
Todos los alumnos de diecisiete años comenzaron a levantarse con urgencia. Ron se disculpó con una excusa torpe y Hermione simplemente lo siguió, como si necesitara que al menos algo de ese día se mantuviera igual.
Y entonces Draco se inclinó hacia Harry.
“Me voy. Llevaré el mapa. Regresare al atardecer.”
Harry asintió, notando por primera vez que Draco había metido el Mapa del Merodeador en su bolso. Pero no preguntó por qué. Tal vez porque confiaba. Tal vez porque, por primera vez en mucho tiempo, no quería sentirse celoso o herido por algo que no entendía.
Y cuando Draco se fue, Harry hizo lo que llevaba días sin hacer.
Subió hasta su habitación y sacó el espejo del fondo de su baúl, lo sostuvo entre las manos, y murmuró:
“Sirius.”
Tardó unos segundos, pero el rostro de su padrino apareció en el cristal. Radiante, vivo y feliz. Sus ojos brillaron al verlo.
“Harry. ¿Adivina que ocurrió?”
Y por primera vez en mucho tiempo, Harry escucho a Sirius hablar sin filtros. Sobre su propio embarazo, sobre su regreso con Remus, sobre que habían remodelado las habitaciones incluida la que sería para el bebé.
Y mientras hablaban, el cielo afuera comenzaba a teñirse de rojo y púrpura, como si el día también necesitara escuchar lo que él tenía que decir.
Harry había intentado leer. Tenía un libro abierto sobre las rodillas desde hacía más de media hora, pero no había pasado de la misma página. La sala común de Gryffindor estaba tranquila. Demasiado tranquila. Como si todo el castillo contuviera la respiración.
Todos los alumnos de séptimo curso habían terminado el examen de aparición hacía más de una hora. Hermione, Ron, Lavender, incluso el maldito de Dean y Seamus. Harry no podía hacer nada más que esperar. Ni siquiera faltaba mucho para cumplir 17 años, pero aun así no tenía permiso para acompañarlos ni estar cerca de la zona de evaluación.
Se había quedado en el sillón más alejado de la chimenea, el que daba a la ventana. Tenía los pies estirados y el libro apenas sostenido con una mano, pero su mente no estaba en las palabras, sino en Draco.
¿Dónde estaba?
Le había dicho que llevaría el Mapa. Que regresaría al atardecer. Pero ya era tarde. Muy tarde. El cielo afuera estaba teñido de naranjas y azules profundos, y el fuego de la sala común ya no era suficiente para calentar la ansiedad que se había instalado en su pecho.
El espejo con el que había hablado con Sirius descansaba ahora sobre la mesa frente a él, aún ligeramente empañado por su aliento de hacía unos minutos. La conversación con su padrino le había calmado… un poco. No del todo. Porque seguía sin saber qué buscaba Draco con ese mapa. O por qué había salido corriendo como si se tratara de algo urgente.
¿Y si le pasaba algo? ¿Y si se metía en un lugar donde no debía estar?
El pensamiento apenas se formó cuando la entrada a la sala común se abrió de golpe con un gemido del retrato de la Dama Gorda. Harry se incorporó, el libro resbaló de sus piernas y cayó al suelo con un golpe seco.
Draco entró como una exhalación.
Tenía las mejillas encendidas, el cabello revuelto y los ojos muy abiertos. No caminaba: volaba. Como si huyera. Como si el castillo lo hubiese escupido, o él lo hubiese abandonado en llamas.
Harry estuvo a punto de levantarse. “¿Draco?”
Pero no hizo falta. Draco lo había visto. Solo a él.
En dos zancadas, se abalanzó hacia el sillón. No se detuvo a hablar. No lo saludó. Ni siquiera le explicó qué había pasado. Simplemente se lanzó sobre él, con una urgencia que cortó el aliento.
Harry apenas tuvo tiempo de inclinarse hacia atrás cuando el cuerpo de Draco cayó sobre el suyo, y sus labios lo encontraron. Fue un beso que no se parecía a ninguno de los que habían compartido antes.
Fue desesperado. Inconsciente. Brutal.
Como si Draco hubiera estado aguantando el aire desde hacía horas y Harry fuera el único oxígeno que conocía.
Le jaló del cabello, obligándolo a inclinar el rostro hacia atrás, y Harry soltó un gemido entre dientes. Draco lo mordió. Succionó su labio inferior con una desesperación que casi dolía. Había saliva, y jadeos, y una intensidad cruda que le hacía temblar la espalda.
Harry respondió. Por supuesto que respondió.
Le sujetó la cintura con fuerza, clavando los dedos en la tela húmeda de su camisa. Le devolvió el beso con la misma furia que lo recibía, sintiendo la lengua de Draco empujar dentro de su boca como si reclamara algo que siempre le había pertenecido.
El mundo se desdibujó.
No existía el fuego, ni el cielo, ni la sala común.
Solo ese beso, sus cuerpos tensos, y un calor que nacía entre sus vientres, creciendo como una chispa arrastrada por gasolina.
Entonces:
“¡¿ME CREE ESTUPIDA?!”
El grito cortó el aire como un relámpago de Ginny y detrás de ella, Hermione había entrado jadeando, seguida de Parkinson que se detuvo tan en seco que su moño negro se ladeó.
Draco y Harry se separaron, pero solo un poco. Se miraron de cerca, con las respiraciones entrecortadas, las mejillas rojas, y los labios… los labios húmedos, hinchados, mordidos. Draco tenía una erección que se marcaba cruelmente bajo sus pantalones negros, Harry no entendía el gusto de su novio por el color negro, y Harry sentía su propia erección punzarle entre los muslos con un ritmo casi doloroso.
Ninguno se movió. Ninguno podía moverse.
Ginny soltó una carcajada. Seca. Fría. Como si hubiera visto exactamente lo que temía confirmar.
“Por supuesto,” murmuró. “Tenías que ser tú, Harry.”
Hermione intentó detenerla con un “Ginny, no lo hagas—” pero ya era tarde.
“¿¡Cómo no lo vi antes!?” exclamó Ginny, avanzando dos pasos. “¡Claro! Por eso las sonrisitas, lar largas miradas, las conversaciones… Te gusto mentirme, ¿no? Te encanto que me hayan mentido y que te mire como si fueras lo único que importa en el mundo. ¡Te encanta ser su juguete!”
Draco ni parpadeó.
“Ginny,” dijo Harry, con voz ronca. “No…”
“No me hables, Harry,” escupió ella. “No ahora. No cuando todavía tienes su saliva en la boca.”
La tensión era tan espesa que la habitación parecía contener el aliento. Hermione tomó el brazo de Ginny para arrastrarla fuera de la sala, pero entonces el caos golpeó la sala común de forma más literal.
Seamus entró corriendo. Su camiseta estaba rota por la mitad, su cabello alborotado, y la mirada… desquiciada.
Corrió directo hacia las escaleras del dormitorio, sin mirar a nadie.
“¡SEAMUS!” gritó Dean, entrando un segundo después. Llevaba los pantalones desabrochados, manchas de algo en las mejillas, y los ojos inyectados. “¡SEAMUS, MALDITA SEA, NO HUYAS!”
“¿Pero qué mier—?”
Lavender apareció detrás de Dean, con el ceño fruncido y un mechón enorme de cabello negro entre los dedos. Lo blandía como un trofeo de guerra, mientras resoplaba como un dragón.
“Oh, por Merlín,” murmuró Hermione.
“Te dije que no era buena idea,” comentó Parkinson, con una sonrisa apenas contenida.
Y justo detrás de todos, como si el caos no le concerniera en lo más mínimo, apareció Ron. Tranquilo. Masticando dos muffins a la vez.
Llevaba la bufanda colgando del cuello, un poco torcida, y las mejillas infladas de miga.
“¿Ya lo castro?” preguntó, con la boca llena.
Harry no podía hablar. No podía moverse.
Tenía a Draco encima, todavía respirando sobre su cuello, con el pulso acelerado. Sentía su dureza rozarlo, el aroma de su piel, el temblor leve de sus muslos. Y aunque el mundo entero acababa de estallar, no quería que se moviera.
Draco se aferró a su camiseta con los dedos y susurró, solo para él:
“No me preguntes qué pasó… No todavía.”
Harry tragó saliva, su corazón aún tamborileando.
“No voy a hacerlo,” murmuró.
Draco cerró los ojos y apoyó la frente contra su clavícula.
Y mientras el resto de la sala se incendiaba de rumores, gritos y escándalos, ellos dos permanecieron así. Quietos. Unidos. Como si fueran el único rincón del castillo que todavía tenía sentido.
Chapter 37: Y recordaras de como tú te reías el día en que estuve en tu lugar
Summary:
Llego el momento esperado, anhele que este día llegara.
Chapter Text
Draco Malfoy tenía muchas virtudes. La paciencia no era una de ellas.
Y, sin embargo, allí estaba: recargado contra el pecho de su novio quien deslizaba sus manos con suavidad inconsciente por su cintura, bajando hasta sus muslos, luego ascendiendo por su espalda, rodeando su trasero con una confianza temblorosa que Draco no se atrevía a detener y aun así veía a Granger debatirse entre la sensatez y el colapso nervioso, mientras Pansy deshilachaba su moño como si en sus dedos llevase el destino de todos los que se hallaban presentes.
A cada vuelta del lazo negro entre sus manos —casi reverente, como si acariciara un amuleto de guerra— Draco sentía un tic nervioso formarse en su ceja izquierda. Y no solo porque Pansy podía ser dramática (que lo era), sino porque el escándalo estaba subiendo de tono y él tenía un novio sentado debajo suyo en la sala común, confundido, inquieto y, muy probablemente, esperando una explicación que Draco no pensaba darle jamás.
“Pansy,” insistió Granger con el tono autoritario de quien ha debatido con el Ministro de Magia y sobrevivido para contarlo, “tienes que ayudarme. Lavander va a arrancarle la piel si no la detienen. Está cada vez más cerca de sus cejas.”
Draco parpadeó. Eso era cierto.
Dean Thomas, el infiel más inepto del siglo, parecía ahora un pichón de Thestral mal alimentado. Los mechones faltantes de su cabello daban la impresión de que algún bicho mágico le hubiese hecho un festín en la cabeza. Lavander Brown, con la furia de una banshee despechada, se aferraba a sus cabellos con la misma desesperación con la que Dean intentaba mantener la dignidad. Spoiler: fracasaba.
“¿Y por qué debería?” masculló Pansy, su moño enredado ya hasta los nudillos. “¿Por qué tengo que detener a Brown si este gusarajo con piernas merece cada chispa de su miseria?”
“Porque si Lavander lo mata, alguien va a tener que ir a Azkaban, y será un papeleo horrible,” respondió Hermione con absoluta sequedad.
Draco, por su parte, solo giró los ojos y miró a Weasley, que observaba el desastre como si fuera teatro de marionetas.
la comadreja preñada masticaba lentamente un muffin, uno de los tres que Pansy le había lanzado antes, cuando se toparon por primera vez con Granger, Brown y el escándalo en ciernes.
“¿Tú tampoco vas a hacer nada?” preguntó Draco, con ese tono gélido que solía usar para incomodar a los Hufflepuff de primer año.
Ron se encogió de hombros. “Parkinson me dio muffins. Estoy observando por cortesía.”
Draco bufó. Por Salazar.
Todos estaban perdiendo la cabeza y el pelirrojo solo quería seguir comiendo como si presenciar un asesinato romántico fuese parte del almuerzo.
Pero el punto más molesto no era ni Granger ni Pansy ni Lavander ni el muy calvo de Dean.
Era él mismo.
Draco Malfoy, heredero de una familia milenaria, estudiante sobresaliente, prefecto oficial de sexto año y, al parecer, ahora también un completo desastre emocional.
Porque mientras todo se desmoronaba, su mente no dejaba de volver a Harry. A la forma en que lo había besado minutos antes, como si fuera lo único que lo mantenía con vida. A la manera en que había sentido sus manos en la cintura, en la espalda, bajando lento, apretando con descaro y ternura ese punto exacto que lo hacía estremecer.
Claro que Harry lo había mirado confundido, entre jadeos y sonrisas.
Claro que le había preguntado en voz baja: “¿Qué te pasa? ¿Por qué…?”
Y Draco no había respondido.
No podía decirle que todo había sido porque el caos emocional lo rebasaba. Porque ver a Dean engañando, a Ginny rompiéndose, a Lavander destruyéndose… le había recordado lo fácil que todo se podía ir al carajo.
Y pensar en perder a Harry lo asustaba más que la Marca Tenebrosa que había ardido hace un par de días con fuerza.
Así que había preferido quedarse allí, montado descaradamente sobre su regazo, con la cabeza contra su cuello, dejando que lo acariciara.
El tacto era su única calma.
Las caricias en su espalda, los dedos que se colaban por debajo de su camisa, los suaves y descarados apretones en su trasero… todo eso lo mantenía entero.
Pero no por mucho.
Porque entonces los gritos estallaron.
“¡DEAN THOMAS, INFELIZ!”
La chica Weasley bajaba las escaleras de las chicas cargando una caja entre los brazos. Dentro estaban los restos patéticos de una relación condenada al fracaso: Un reloj rojo con la correa medio rota.
Una fotografía vieja en la que Ginny y Dean reían en una banca de Hogsmeade. Un suéter que probablemente antes le quedaba bien, pero que ahora parecía prenda de elfo doméstico.
Draco se separó de Harry lo justo para mirar la escena con ojos entrecerrados, sin bajarse de sus piernas. Brown continuaba arrancando cabello a Dean, que ahora tenía calvas visibles y una expresión de pánico absoluto.
“¡Dije que fue una confusión! ¡Una maldita confusión!”
Dean intentaba esquivar tanto a Lavander como a las bolas de fuego que Pansy lanzaba con precisión quirúrgica hacia sus pantalones.
“¡Claro, confusión! Como cuando la boca de Finnigan confundió una flauta con tu pene, ¿no?” gritó Ginny, lanzándole el suéter en pleno rostro.
Draco casi aplaudió cuando Ginny le lanzó el suéter a la cara con la precisión de una cazadora profesional.
“¡Confusión, dice!” chilló Ginny, con una rabia que helaba el aire. “¡Como si no los hubiéramos encontrado con los pantalones abajo y Seamus entre sus piernas!”
“¡Fue un error!” gritó Dean, patéticamente.
El muy descarado tenía los pantalones a medio abrochar y la camiseta humeando. Pansy ya había comenzado a lanzarle pequeñas bolas de fuego. Con precisión maldita. Cada una aterrizaba cerca de su entrepierna como una advertencia.
“¿Error? ¿ERROR?” rugió Lavander. “¡¿Te parece confusión que tu mejor amigo te haga una mamada en la Torre Oeste?! ¡¿TÚ LE LLAMAS ESO CONFUNDIRSE?!”
Draco hundió la cara en el cuello de Harry, carcajeando en silencio.
Fue entonces cuando Hermione dejó de intentar salvar a Dean. El Gryffindor cometió el peor error de su vida. Abrió la boca. Y la arruinó.
“¡Todo esto pasó por culpa de Ginny! ¡Yo tenía necesidades! ¡Ustedes no lo entenderían!”
El silencio cayó como un encantamiento anti-sonido. Un segundo de suspensión. Un instante de horror.
Weasley mujer tembló. Pansy entrecerró los ojos. Brown levantó los brazos. Y Granger… Hermione Granger sacó la varita con una fluidez que heló la sangre.
“¿Cómo te atreves?” susurró Ginny, su voz tan baja que ni el mismísimo Merlín se habría atrevido a replicar.
“¡INCENDIO!”
“¡EXPELLIARMUS!”
“¡CONFUNDO!”
Los hechizos salieron volando al mismo tiempo, en una coreografía letal de furia femenina. Dean fue proyectado contra un sofá.
Su pantalón, definitivamente, ya no existía.
Lavander le lanzó los mechones de cabello como proyectiles. Hermione ni se molestó en conjurar de nuevo, solo lo fulminó con una mirada que hablaba de mil bibliotecas de venganza.
“Creo que deberíamos cerrar con una cortina,” murmuró Draco sin dejar de mirar. “Por pudor, aunque sea.”
Harry volvió a acariciarle la espalda por debajo de la camisa. Draco se tensó. Se sentía vulnerable, expuesto, como si ese beso lo hubiese dejado en carne viva.
Pero también se sentía querido. Y eso le aterraba más que cualquier bola de fuego.
Draco no se había bajado de las piernas de Harry, aunque el murmullo de asombro en la sala común lo obligó a incorporarse un poco, ajustándose con disimulo la camisa del uniforme —por supuesto, solo por estética— y girando para ver con claridad la nueva interrupción del día.
Y ahí estaba Seamus Finnigan.
Bajaba por las escaleras de los dormitorios como si no acabara de ayudar a detonar una crisis diplomática entre las casas Gryffindor y Slytherin. Como si no estuviera el cadáver emocional de Dean Thomas despatarrado en la alfombra con el culo al aire, una ceja chamuscada y una mancha sospechosa que, Draco esperaba por el bien de todos, fuera sólo sudor. Y no… otra cosa.
Finnigan traía puesta una camiseta nueva, aún olía al jabón que usaban en las duchas conjuntas del colegio. una mezcla de menta vieja y ceniza de dragón y su cuello…
Oh, su cuello era un poema obsceno.
Las marcas de mordidas estaban tan frescas que Draco casi sintió la urgencia de conjurar hielo. Algunas eran redondas, otras apenas arañaban la piel, pero todas decían lo mismo: Thomas. Qué asco. Qué drama. Qué entretenimiento.
Draco sintió los dedos de Harry acariciarle distraídamente la cadera, y por un instante estuvo a punto de rendirse a ese contacto, a la dulzura de tenerlo ahí, bajo él, con esa mirada entre divertida y preocupada. Pero no. El mundo ardía, y él no se iba a perder el incendio.
La sala común ya estaba llena de curiosos. Estudiantes que habían llegado con el rumor, con los gritos, o simplemente con la intención de ver si alguien moría hoy. Granger estaba tiesa, con los brazos cruzados. Pansy, en cambio, todavía tenía una chispa de fuego en la punta de su varita. Brown murmuraba algo entre dientes, probablemente un encantamiento capilar para restaurar los daños en los mechones que le había arrancado a Dean.
Y entonces sucedió.
Weasley. Furia pura. Orgullo pelirrojo en estado volcánico. Se giró hacia Seamus como si todo lo demás —el chico inconsciente, las cenizas del pantalón, las bolas de fuego y los restos de dignidad masculina esparcidos por el suelo— fueran meros telones de fondo.
“Seamus Finnigan,” dijo Ginny, con la voz cargada de hielo.
El ambiente se tensó. Pansy bajó su varita. Granger, por primera vez, desvió la mirada del cuello de Pansy. Draco notó esa dirección de ojos con una punzada en el estómago. No. No. No.
“¿Sí?” respondió Seamus, todavía limpiándose los dientes con la uña del pulgar, como si estuviera en el comedor a media tostada.
Draco rodó los ojos.
“¿Me vas a decir,” continuó Ginny, avanzando paso a paso, “que meterte en la cama con el novio de otra fue un accidente?”
Finnigan tragó saliva. Draco escuchó el sonido desde su lugar.
“Fue… fue espontáneo.”
“¿Espontáneo?” Ginny arqueó las cejas. “¿Como una reacción mágica? ¿Te resbalaste, caíste de rodillas y tu boca por casualidad terminó en su pene?”
Harry sofocó una carcajada bajo Draco. Este, por su parte, se cruzó de brazos con absoluta fascinación.
Finnigan levantó las manos, torpe. “No fue planeado, ¿bien? Dean estaba… confundido. Y yo solo… estaba ahí.”
“¿Estabas ahí?” repitió Ginny, cada palabra una daga. “¿Y eso te pareció suficiente motivo para meterte con el novio de la hermana de tu amigo? ¿De la chica con la que te criaste en esta casa?”
Finnigan bajó la mirada por primera vez. Por un momento, pareció realmente avergonzado. Lo cual, para Draco, fue más desconcertante que cualquier excusa.
“Me sentía solo,” murmuró Seamus. “Y Dean también.”
“¡¿Así que se metieron las lenguas para curarse la soledad?!” bramó Ginny. “¡Eres asqueroso, Seamus! ¡Eres repugnante, ambos lo son!”
Draco pensó que eso era un poco exagerado, pero aún así, asentía internamente. Estaba del lado de la venganza. Siempre.
Ginny dio un paso más. “¿Sabes qué es lo peor? Que ni siquiera tienes la decencia de pedir disculpas.”
Finnigan apretó los labios.
“Lo siento,” dijo al fin. “No por lo que pasó… sino por cómo te enteraste.”
“Ah, claro.” Ginny sonrió con los labios apretados. “Porque me habría encantado descubrirlos con la boca llena de quien sabe que porquería en medio de un pasillo, ¿no?”
“Ginny…” empezó Seamus.
Pero Ginny no lo dejó terminar. Se giró y vio a Dean, aún desmayado, roncando entre gemidos y probablemente con los pelos que Brown le quito a jalonazos incrustados en el paladar.
“¿Sabes qué, Seamus?” dijo, con voz baja pero peligrosa. “Que tengas suerte. Porque cuando termine de reventar lo poco que te queda de dignidad, vas a necesitarla.”
Y entonces se fue.
Caminó entre la multitud con la cabeza alta, pero los ojos brillando de rabia contenida. Draco la observó pasar y tuvo que reconocerlo: la Weasley tenía clase. Ruin, pero con clase.
Fue solo entonces que Draco notó lo que nadie más había visto: Pansy se había acercado a Lavander Brown y le había pasado una mano por el brazo. Un roce, apenas. Pero luego la misma mano bajó… al codo. Y al costado. Como quien agradece, sí, pero también como quien se toma la confianza de tocar.
Hermione Granger lo notó también.
Draco la miró de reojo. Estaba quieta. Con los labios apretados y la mirada fija en el punto exacto donde la mano de Pansy descansaba.
“No,” susurró Draco. “No, no, no. No tú.”
Porque si Hermione Granger empezaba a mirar a Pansy como si fuera algo más que su aliada feminista en defensa de los derechos de las brujas… Draco se vería obligado a intervenir. Y él no hacía eso desde segundo cuando la chica Weasley le envió un poema a su ahora novio.
Se acomodó mejor sobre Harry, sin disimulo. El movimiento lo obligó a echarse contra el pecho del otro, y por un momento, el aroma de Harry —magia, viento frío, hogar— lo envolvió por completo.
Harry lo sostuvo con una firmeza tranquila, casi intuitiva. Como si supiera. Como si supiera que Draco estaba enfadado sin saber por qué. Que ver a su mundo moverse sin permiso le molestaba. Que el roce de Pansy con otra, la mirada de Granger, el silencio de Blaise desde hacía días, todo se acumulaba.
Draco se tensó.
“¿Todo bien?” murmuró Harry, sin dejar de acariciarle la espalda.
“Claro,” dijo Draco, con sarcasmo sutil. “Solo estoy disfrutando del espectáculo de tu casa autodestruyéndose. Es mi versión de relajación.”
Harry rió suavemente. “Dijiste lo mismo cuando Neville se cayó por las escaleras.”
“Fue estéticamente perfecto,” dijo Draco. “Rodó como una croqueta. Inolvidable.”
Pero mientras hablaban, su mirada volvió a fijarse en Granger.
Y en el modo en que aún miraba a Pansy.
“Necesito hablar con Blaise,” murmuró Draco.
“¿Sobre Ron?” preguntó Harry, sorprendido y algo molesto por la mención del moreno.
Draco entrecerró los ojos. “Sobre muffins.”
Porque, vamos… si la comadreja se había revolcado con Zabini, y estaba embarazado, y sus antojos eran de muffins, muffins que parecía que Weasley tenía siempre a la mano desde hace días, y los muffins eran lo único que Draco sabía que a Blaise realmente le hacían perder la cabeza…
Entonces estaba pasando algo más.
Y si Draco Malfoy quería mantener el control de su mundo, tendría que intervenir. Porque nadie —nadie— iba a desordenar su vida sin que él lo permitiera.
Ni Weasleys, ni Gryffindors, ni Grangers. Y mucho menos... muffins.
El drama en la sala común de Gryffindor había dejado el aire denso, cargado de un silencio incómodo que ni siquiera los chismes más hambrientos se atrevían a interrumpir. Seamus, rojo como una granada madura, arrastró —literalmente— a un Dean inconsciente y con más piel expuesta que cubierta, dejando a su paso un rastro de suspiros escandalizados y mechones arrancados por Lavander.
Draco, que se había negado a levantarse de su posición encima de Harry con la firmeza de un gato posesivo, terminó cediendo solo porque Pansy tiró de su bufanda. Ella iba tras Granger. Lavander iba tras Pansy. Granger tras Ginebra. Y Harry, por supuesto, tras Draco. Weasley, como buen Gryffindor sentimental, solo necesitó ver la mirada de su hermana para seguirla sin decir palabra.
Ginebra Weasley no caminaba. Marchaba. Y cada paso suyo parecía empujar el aire a su alrededor, obligando a los estudiantes a apartarse sin que ella siquiera los mirara. La ira la vestía mejor que cualquier uniforme.
Cuando llegaron al patio interior del castillo, el cielo ya estaba teñido de un gris azulado que prometía lluvia. Las nubes arrastraban el viento de primavera que se colaba entre las columnas de piedra y mordía la piel expuesta. Pero nadie se atrevió a sugerir regresar.
Harry se adelantó por reflejo, pero se detuvo a un paso de su amiga. Weasley mascaba palabras sin decir nada y Granger, que tenía el gesto entre herido y frustrado, se colocó al lado de la Weasley en un intento silencioso de sostenerla. Fue Ginebra quien rompió el hielo, con una voz tan seca como el crujido de una rama rota.
“¿Tú ya lo sabías?” le preguntó a Harry, sin mirarlo.
Harry parpadeó. “¿Qué cosa?”
“Que Dean me engañaba. Con Seamus.”
Y en ese momento, Potter demostró que su cabeza no estaba hecha para el disimulo.
“Sí,” murmuró.
Ginebra no lloró. No necesitaba hacerlo. Pero el modo en que bajó la mirada, solo por un segundo, bastó para que Draco frunciera el ceño.
Ginebra murmuró: “Me duele más que tú me lo ocultaras… que lo que ellos me hicieron.”
Harry extendió una mano, torpe, para tocar su brazo. Y lo logró. Su palma rozó la tela del suéter de la muchacha, y la muchacha, por un instante fugaz, pareció derretirse. Como si toda la furia y el desprecio pudieran ser contenidos en el calor de ese contacto, como un gato bebiendo crema caliente.
Draco casi lo pisó.
Pero no fue necesario. Porque Pansy, dulce, letal y oportuna, se deslizó entre ambos con una gracia felina y se sentó justo entre ellos. Sonrió.
“Yo te cuento, Potter,” dijo con una voz tan afilada como sus uñas. “Draco, Ginebra y yo veníamos de cumplir muy bien la misión que tú aún no logras ni rozar… sí, ese recuerdo del profesor Slughorn que te tiene perdiendo cabello.”
“¡Pansy!” bufó Draco, con un tono entre advertencia y fastidio.
Pansy siguió como si no lo hubiera escuchado. “Pasábamos por la torre oeste cuando oímos un ruido extraño. Al principio pensamos que era Blaise con alguna de sus conquistas.” Draco cerró los ojos con fuerza. Maldita Parkinson.
“¿Y qué era?” preguntó Harry, con una mezcla de horror e ingenuidad.
“Seamus,” dijo Ginny, por fin. “De rodillas. Y Dean con los pantalones a media pierna.”
Lavander soltó una risa siniestra. Granger apretó los labios. Weasley palideció.
“Fue… traumático,” dijo Pansy, casi riendo. “Seamus tenía la boca hecha un desastre, Dean jadeaba como si corriera un maratón, y nosotros tardamos en reaccionar. Cuando Ginebra por fin levantó la varita, ya se estaban besando. Con lengua y su… bueno, ya te imaginas.”
Granger continuó el relato. “Ron, Lavander y yo llegábamos del examen de aparición. Ron no pasó, por cierto.”
“¡Hermione!” gritó la comadreja, indignado.
“Como sea. Escuchamos el escándalo y vimos a… Finnigan con la camisa a medio arrancar y Dean… bueno, ese no había terminado de vestirse.”
“Y yo…” Lavander se relamió como si saboreara el recuerdo. “Me lancé directo al asqueroso animal. Literalmente. Le arranqué un buen puñado de cabello.”
Pansy alzó una ceja. “Finnigan aprovechó para correr. Ginebra fue tras él, claro.”
“Y cuando llegamos a la sala común,” murmuró la muchacha pelirroja, mirando a Draco como si fuera un enemigo, “Malfoy ya estaba besando a Harry.”
Draco se irguió como si le hubieran insultado la sangre. “¿Y eso es malo, acaso?” preguntó, con hielo en la voz. Se giró hacia Harry, lo tomó del mentón con dos dedos elegantes y lo besó. Sin prisa. Con intención.
Harry pareció quedarse sin aire. Draco no se detuvo. Besó sus labios, luego la nariz, el mentón, la mandíbula. Su cuello. Besaba como quien reclamaba terreno.
Pansy respondió, indiferente: “Nadie dijo que fuera malo. Pero hay tiempos y lugares, amor.”
Draco no contestó. Porque Harry acababa de besarlo de vuelta. Y porque sentía la mirada de la Weasley fija en ellos. Casi como si… le doliera.
“¿Qué vas a hacer ahora?” preguntó Lavander, cortando el aire como cuchillo. Se dirigía a la muchacha pelirroja, claro. “¿Cómo los vas a hacer pagar?”
Ginny no respondió al instante. Pero algo en sus ojos brilló. Hermione la observó con atención, como si leyera un plan ya escrito. Pansy se irguió, alerta. Lavander sonrió como quien huele la sangre.
La tarde se deshacía poco a poco, tragada por un cielo violeta que presagiaba tormenta. Nadie hablaba. Nadie se movía. Era como si el mundo se hubiera encogido alrededor de ese asiento de piedra donde Ginebra Weasley sostenía el rostro entre las manos, mirando el suelo como si allí estuviera el cadáver aún tibio de su dignidad.
Lavander se removía a su lado, inquieta. Como una loba que huele carne nueva. Granger cruzaba los brazos con una rigidez glacial, mientras su mirada se perdía en el cielo cada vez más oscuro, calculando variables que los demás ni siquiera sabían nombrar.
Pansy, en cambio, estaba perfectamente cómoda. Apoyada en un costado del novio de su amigo, con una pierna sobre la otra, limándose las uñas como si no estuviera rodeada de territorio enemigo. Su sonrisa era delgada como una daga.
Draco no participaba. Estaba a un lado de Harry, con el brazo tirado detrás de él como quien reclama posesión sin esfuerzo. La cabeza recostada hacia el cuello del pelinegro, los ojos cerrados. Parecía dormido, pero no lo estaba. Escuchaba. Cada palabra. Cada respiración. Cada promesa de caos.
La comadreja, por su parte, se había hundido en una esquina de la fuente demasiado pequeña para su cuerpo. No hablaba desde que Granger lo había delatado frente a todos. Se limitaba a mirar fijamente las manos vacías de muffins como si pudiera invocarlos con la fuerza de su nostalgia.
“Entonces… ¿nos van a decir cuál es el plan o seguiremos en este funeral emocional para siempre?” preguntó Pansy, finalmente, con una voz afilada y deliciosamente cruel.
La muchacha pelirroja alzó la mirada. Su rostro ya no era el de una víctima. Era otra cosa. Algo más viejo. Más peligroso. Sus mejillas estaban enrojecidas por la rabia, no por el llanto. Y en sus ojos brillaba esa chispa que uno solo ve en las brujas que han decidido dejar de suplicar justicia para tomarla por las manos.
“Quiero que les duela,” dijo, con una calma escalofriante. “Quiero que Dean y Seamus se despierten por las noches sudando, preguntándose si el cielo los castigó. Quiero que no puedan volver a mirarse sin recordar lo que les hicimos. Quiero que piensen dos veces antes de volver a jugar con alguien. Conmigo.”
Lavander asintió, lenta. “Que sufran. Que se sientan observados. Que crean que están malditos.”
“Me parece absolutamente encantador,” dijo Pansy, como si hablara de un postre. “Pero va a requerir algo más que un par de polvos Weasley y un maleficio menor.”
“Ya lo sé,” murmuró Granger. “Por eso necesitaremos dividirnos. Un equipo se encargará de manipular las emociones. Otro, de alterar su entorno físico. Y el tercero… será el que ejecute.”
Draco abrió un ojo, apenas. El gris de su iris brilló en la penumbra. “¿Y yo estoy en alguno de esos equipos?”
“No.” Ginebra lo miró de reojo, como si quisiera prenderlo en llamas. “Pero tú vas a hacer que parezca que sí.”
Hubo un silencio. Harry frunció el ceño.
“¿Qué significa eso?”
“Que necesitamos intimidación. Necesitamos miedo. Y tú, Harry Potter…” Granger se giró hacia él con una expresión difícil de leer. “Tienes más presencia de la que crees. Todos te siguen. A ti no te ven como una víctima. Te ven como una amenaza. Usa eso.”
Harry la observó, ladeando la cabeza.
“No soy bueno en fingir que sé lo que estoy haciendo.”
“No tienes que fingir,” dijo Lavander, bajando la voz. “Solo tienes que estar. Con Draco al lado. Y con Ron. Todos piensan que si los tres están juntos es porque van a hacer explotar algo. Usemos esa fama.”
“Además,” añadió Pansy, “ahora que el rumor de que están por terminar está en auge, el que Draco camine a tu lado, nadie sabrá si es una sentencia de muerte o solo una pareja que están por follar delante suyo.”
Draco sonrió sin abrir los ojos. “Gracias, Parkinson. Me halaga tu fe en nuestra relación.”
“Es bien ganada.” Granger no lo miró. “Y si vamos a hacer esto bien, necesitaremos su ayuda.”
Entonces lo dijeron todo.
Lavander sugirió poner un Encantamiento Sensorial en el colchón de Dean, que emitiría un leve gemido —la voz de Ginebra, llorando su nombre— cada vez que intentara dormir. Ginebra se encargaría de envenenar suavemente su perfume favorito con una poción que despertaba inseguridades: sus pensamientos se llenarían de dudas, celos, paranoia. Granger propondría usar un antiguo ritual de origen escocés que provocaba que las plumas de la víctima empezaran a escribir sus propios secretos mientras dormía. Nada mágico a la vista, claro. Todo parecería casualidad. Descuido. Karma.
Seamus sería el blanco emocional. Pansy, cruel como el invierno, dijo que había algo peor que ser odiado: ser olvidado. Sugirió que toda interacción que intentara tener en los pasillos fuera interrumpida. Que los hechizos se le escaparan de las manos, como si hubiera perdido el control. Que no pudiera besar sin que se le rompieran los labios, sin razón.
Harry apenas podía seguirles el paso. Granger tomaba notas mentales. Ginebra hablaba con una furia meticulosa. Lavander planificaba con rencor. Y Pansy... Pansy disfrutaba cada segundo. Weasley, por fin, alzó la voz solo para decir:
“¿Y qué me toca hacer?”
“Intimidar,” dijo Ginebra, sin mirarlo. “Y proteger. Si alguno de ellos intenta acercarse a nosotras, lo frenas. Con el puño si es necesario.”
Ron asintió, algo más reconfortado por su rol físico. Draco bufó.
“Eres como un San Bernardo sin pedigrí, Weasley. Qué oportuno.”
La comadreja le lanzó una mirada fulminante, pero no dijo nada.
La conversación siguió hasta que los relojes mágicos anunciaron el inicio de toque de queda para estar fuera de sus casas. El cielo se había cerrado sobre Hogwarts como una cúpula de tinta, la noche había llegado con su silencio denso y su promesa de oscuridades más profundas.
Harry se puso de pie, ajustando la camisa de su novio. Se sentía extraño. Había estado sentado durante una hora entera entre los restos de múltiples corazones rotos, como si no fuera uno de ellos. Como si no tuviera también heridas aún frescas.
Draco lo dejo hacer sin decir palabra. Lo tomó del rostro con una dulzura que solo usaba con él, lo besó como si la rabia de las otras chicas no existiera, como si el mundo no fuera más que su boca y la de Harry chocando bajo la luz tenue.
Cuando se separó, le susurró al oído:
“A las once. En la gárgola del director. No olvides tu capa, Potter.”
Harry abrió la boca para preguntar, pero Draco ya se había girado, su silueta alejándose entre los susurros de traición y brujería.
No sabía lo que planeaba su novio. Solo sabía que era peligroso. Y que pensaba ir. Aunque fuera lo último que hiciera esa noche.
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Harry no podía dejar de pensar en lo que Parkinson había dicho.
La frase se le había pegado a la mente como un maleficio menor que nadie se molestaba en revertir, una picazón constante entre los pensamientos que ya no le pertenecían del todo. “Ahora que el rumor de que están por terminar está en auge, el que Draco camine a tu lado, nadie sabrá si es una sentencia de muerte o solo una pareja que están por follar delante suyo.”
Lo había dicho con esa voz suya: dulzona, ligera, casi burlona, como quien describe el clima o el menú del desayuno. Pero las palabras se habían arrastrado por la piel de Harry, lentas y venenosas, instalándose en su pecho como algo vivo y oscuro.
Lo peor fue que no sabía si Parkinson lo decía por diversión o si realmente era cierto. ¿Había rumores? ¿De ellos?
El silencio tras esa frase fue como un campanazo seco.
Y Harry no pudo resistirlo. A la primera oportunidad, en un rincón silencioso de la sala común, mientras Hermione hojeaba un libro sobre transformaciones parciales, preguntó, con una voz más baja que un susurro:
“¿Hay rumores sobre Draco y yo…? ¿De que vamos a… terminar?”
Hermione levantó la vista con lentitud, como si no le sorprendiera la pregunta. Como si la hubiese estado esperando. Su ceño se frunció apenas un poco antes de responder.
“Algunos lo murmuran. En voz baja. Ya sabes cómo son… Basta con que Malfoy no te sonría durante el desayuno y todos creen que te odia, otra vez.” Cerró el libro con un golpe seco y lo abrazó contra el pecho. “Pero no son más que suposiciones, Harry.”
Su voz fue racional, templada. Práctica. Un alivio efímero.
Pero cuando se atrevió a preguntarle a Ginny mientras fingían revisar unos cojines de la sala común, la respuesta fue distinta.
Ginny no lo miró al principio. Estaba sentada con las piernas cruzadas, el cabello recogido en una trenza alta que Lavander le había hecho, y el ceño fruncido como si su concentración estuviera únicamente en hacer los cojines más cómodos. Pero respondió con una mordacidad que casi dolía.
“No son susurros, Harry. Son conversaciones completas. Hasta los profesores lo comentan. Flitwick le apostó a Sprout que terminarían antes del fin de curso. ¿Crees que alguien no lo nota cuando Malfoy no se sienta a tu lado en el Gran Comedor o cuando tú llegas con cara de haber llorado?”
Harry se quedó inmóvil. Como si algo dentro de él se hubiese detenido también. Porque no había llorado. No exactamente. Pero, ¿era tan obvio?
No supo a quién creer. Hermione con su lógica o Ginny con su crudeza.
Y entonces, como un gesto inesperado de cordura, fue Ron quien intervino. Estaban en su habitación, mirando las luces de la noche bailar en las cortinas, y Ron, entre mordiscos de un muffin que apareció de la nada ya se estaba deshaciendo entre sus dedos, dijo sin mirarlo:
“No le hagas caso a Parkinson. O a nadie. Malfoy… te quiere. Lo suficiente como para no dejarte. Y eso, Harry, es jodidamente raro en alguien como él.”
Harry no supo qué le dolió más: que Ron lo dijera con tanta seguridad o que fuera cierto.
Porque Draco lo quería.
No se lo había dicho con palabras, pero Harry lo sabía. Lo sabía por cómo lo miraba cuando pensaba que nadie más lo hacía. Por cómo había llorado en el tren cuando le mostró su Marca, temiendo que Harry lo odiara. Pero él no podría. Nunca. No después de todo lo que Draco había arriesgado por él. No después de lo que compartían. No después de la pelea, cuando Draco lo besó como si el mundo se fuera a acabar.
Y ahora Draco estaba dispuesto a ayudar con la venganza de Ginny. Por él. Por su gente.
Ron, con el ceño fruncido, estaba lanzando hechizos de detección contra las camas de Dean y Seamus, esperando encontrar una falla en las protecciones. Las cortinas estaban cerradas. Sospechosamente cerradas. Y aunque Harry no podía ver, sabía que lo que sucedía dentro era repugnante. Una traición que Ginny no merecía. Una deslealtad que había que pagar.
A las diez y media, la habitación estaba sumida en un silencio tenso. Todos dormían. O fingían hacerlo.
A las diez cuarenta y cinco, Harry se levantó sin hacer ruido. Se puso la capa de invisibilidad. El corazón le latía como si quisiera escapar de su pecho. Caminó por los pasillos oscuros de Hogwarts como una sombra sigilosa, pasando por armaduras que crujían, por cuadros que murmuraban entre sueños y por corredores que parecían más estrechos de noche.
Cuando llegó a la gárgola que protegía la oficina del director, el castillo estaba en un estado de silencio absoluto. Las paredes parecían contener la respiración.
Y a las once, exactas, lo vio.
Draco. Vestido completamente de negro, como una figura recortada contra la piedra. El negro lo hacía parecer más alto, más etéreo. Harry siempre pensó que había demasiados colores que harían que Draco fuera más hermoso de lo que ya era —el verde esmeralda de Slytherin, el dorado del amanecer, incluso el azul profundo de la noche—, pero había algo en el negro que lo transformaba. Como si ese color lo reclamara como suyo. Draco Malfoy en negro era una herida abierta en la noche. Bellísimo y peligroso.
Y a su lado, como una sombra femenina con perfume de magnolias envenenadas, estaba Parkinson. Su sonrisa era aguda. Su postura, elegante. Su expresión, indescifrable.
“Llegas justo a tiempo,” dijo ella, con una voz suave, como si anunciaran el inicio de una ópera trágica.
Harry retiró la capa por completo con lentitud, mirando a Draco. No podía evitarlo. Sus ojos iban a él como atraídos por un hechizo antiguo.
Draco lo miró de arriba abajo con una sonrisa que parecía un secreto, y luego caminó hacia él con esa cadencia que siempre hacía que Harry olvidara respirar. Se detuvo tan cerca que el calor de su cuerpo era tangible. Y, sin decir nada, lo besó.
Un beso lento. Largo. Con la gravedad de algo que tal vez no se repita.
Harry cerró los ojos. El mundo podría haberse derrumbado y no habría notado la diferencia. El castillo parecía girar en torno a esa voz, a ese susurro.
“¿Qué vamos a hacer?” preguntó él, apenas un murmullo contra la tela de la camisa de Draco.
Draco sonrió con la comisura torcida. Una sonrisa que no prometía nada bueno.
Antes de que pudiera responder, Pansy alzó una ceja. “Asegurar ciertas alianzas. No te preocupes, Potter, no tendrás que vender tu alma. Solo escuchar.”
Harry dijo la contraseña —“Anís estrellado”— y la gárgola se movió con ese sonido rasposo y pesado de siempre. La escalera de caracol emergió con su suave zumbido y comenzaron a subir. Parkinson, detrás de él, murmuraba consigo misma.
“Debí haberme puesto otro atuendo… ¿negro con vino? ¿Qué estaba pensando? No es ni una gala ni un duelo… quizás algo más sobrio… tal vez gris pizarra con botas hasta la rodilla…”
Harry rodó los ojos. No era la primera vez que se enfrentaba al extraño universo mental de los Slytherin, pero Pansy Parkinson era una categoría aparte. Nunca entendería su lógica. Ni quería hacerlo.
Al llegar a la puerta, fue él quien levantó la mano para tocar. Detrás, escuchó a Parkinson resoplar suavemente, como si su elección de vestuario aún la atormentara. Draco no había dicho una palabra desde que salieron del vestíbulo. Iba ensimismado, con los ojos fijos en la madera antigua de la puerta, como si en ella estuviera escrita la respuesta a todo.
Cuando Harry golpeó, la voz del director resonó al otro lado con inconfundible calidez.
“Adelante.”
Fue Draco quien entró primero, con el aplomo de quien se sabe esperado. Pansy lo siguió inmediatamente, prácticamente empujando a Harry en su entusiasmo. Harry entró el último y cerró la puerta tras de sí, con el corazón latiendo como una alarma en su pecho.
El despacho estaba como siempre, acogedor y desordenado, lleno de objetos que chispeaban con magia antigua y retratos dormidos que roncaban en marcos dorados. Pero algo se sentía distinto. Tal vez era la hora. O el hecho de estar allí, juntos, a esa hora y por una razón que Harry aún no comprendía.
Dumbledore los observó con una mezcla de sorpresa y paciencia. Estaba de pie detrás de su escritorio, con la túnica de noche y una leve expresión de alarma entre las cejas.
“Harry. Señorita Parkinson. Señor Malfoy. ¿A qué debo esta visita tan inusual… a estas horas?”
Harry no respondió. Solo miró a Draco. Y como si ya estuviera todo ensayado, Draco avanzó y se sentó frente al escritorio, cruzando una pierna sobre la otra con naturalidad. Parecía el dueño del lugar.
Pansy se había apartado, paseando por el despacho con mirada avidez, examinando artefactos y relojes encantados, y deteniéndose ante algunos retratos dormidos como si evaluara su decoración. Harry permanecía de pie, sintiéndose cada vez más ajeno a todo.
“No ha sido una decisión improvisada, profesor,” comenzó, la voz modulada con una cortesía que no ocultaba del todo el veneno. “Ni tampoco una decisión simple.”
“¿A qué te refieres, Draco?” preguntó Harry, por fin, sintiendo que algo se le escurría entre los dedos sin entender qué.
Draco no lo miró. Sacó algo del bolsillo interior de su abrigo y lo colocó sobre el escritorio de Dumbledore con un movimiento controlado, casi solemne. Era un pequeño frasco de cristal. Plateado en los bordes. Dentro, una sustancia nebulosa brillaba con un fulgor espectral.
Dumbledore se enderezó apenas.
“Slughorn. Su recuerdo completo.”
Hubo un instante —uno solo— en que el despacho pareció contener la respiración. El aire se volvió más denso, la luz más tenue. Harry sintió que su estómago caía en picado.
Draco no apartó la mirada de Dumbledore. Su expresión era imperturbable, pero sus ojos —grises, acerados— estaban llenos de una determinación que Harry no reconocía. No así. No en ese tono.
“El que Harry no consiguió,” añadió con una calma cruel, casi calculada. “Pero nosotros sí.”
“¿Nosotros?” repitió Dumbledore.
Draco asintió. “Pansy. Granger. La chica Weasley. Y yo. Lo conseguimos hace poco.”
Harry sintió que todo el mundo se inclinaba de repente. El suelo ya no era firme. “¿Qué?”
Draco no se giró.
“Lo compartiremos con usted… si nos acepta.”
Dumbledore lo miró, lento, como si evaluara cada palabra como una runa antigua que podía liberar magia incontrolable.
“¿Si los acepto?” repitió. “¿A usted, señor Malfoy? ¿Y la señorita Parkinson?”
Draco asintió de nuevo, apenas un movimiento de cabeza.
“Queremos luchar,” dijo Parkinson entonces, aún sin apartarse del retrato de Dilys Derwent. “Por Potter.”
El profesor entrecerró los ojos. “¿No por mí? ¿Ni por el resto del mundo mágico o muggle?”
Draco alzó la barbilla. “No. Por él.”
Harry sintió un tirón dentro del pecho. Algo entre orgullo y confusión, pero también… molestia. No entendía qué estaba pasando. Por qué Draco estaba hablando como si él mismo llevara la dirección de la conversación. Como si el despacho fuera suyo. Como si Harry no estuviera ahí.
“¿Está chantajeándome, señor Malfoy?” preguntó Dumbledore finalmente, sin levantar la voz, pero dejando caer la pregunta como una sentencia.
Draco sonrió. No con humor, no con arrogancia. Fue una sonrisa cerrada, contenida, de esas que se ofrecen justo antes de clavar el puñal.
“No, director. Estoy siendo práctico.”
Dumbledore lo miró largamente. El frasco seguía sobre el escritorio, intacto, brillando como una estrella muerta.
“Podría dárselo,” continuó Draco, encogiéndose de hombros como si no importara. “Podría confiárselo y dejarlo a su disposición. Podría, si creyera que eso bastaría. Pero el mundo ha cambiado. El Señor Tenebroso ha cambiado. Y nosotros también.”
“¿Nosotros?” volvió a repetir Dumbledore, aunque con más suavidad esta vez.
“Pansy y yo,” respondió Draco. “Granger y el clan Weasley ya están con usted, aunque no lo digan abiertamente también los profesores. Pero Pansy y yo... queremos dejarlo claro. No queremos seguir fingiendo. No queremos... esperar a que alguien más decida.”
El profesor bajó la vista por primera vez al frasco.
Harry, que aún no había movido un músculo, sintió cómo le subía un calor incómodo por el cuello.
“¿Y por qué ahora?” preguntó él finalmente, sintiendo que la voz le temblaba más de lo que le gustaría admitir. “¿Por qué sin decirme nada?”
Draco se giró por fin. Y la expresión en su rostro hizo que Harry se sintiera aún peor. No era condescendencia. Era tristeza.
“Porque si te lo decía, me habrías detenido.”
“¿Y tú sabes lo que ese recuerdo significa?” preguntó Harry con la voz crispada, sin pensar. “¿Tienes idea de cuánto... de cuánto depende ese recuerdo?”
“Por eso mismo,” dijo Draco con firmeza. “Porque tú ya tienes suficiente sobre tus hombros. Porque tú no tendrías por qué llevar todo solo. Porque a veces los que… queremos, también debemos tomar decisiones difíciles.”
Harry dio un paso atrás.
“Eso no te da derecho a hablar así con él,” dijo en voz baja, mirando al director, luego a Draco. “Él confió en mí.”
“Y yo estoy confiando en ti ahora,” respondió Draco. “Esto es por ti. No por Dumbledore. No por la Orden. Por ti, Harry.”
“Pero no me lo dijiste.”
“Porque no sabía si me dejarías hacerlo.”
La tensión se sentía como una cuerda a punto de romperse. Incluso Parkinson dejó de mirar artefactos y se quedó en silencio.
Dumbledore volvió a hablar, aunque su tono esta vez no era ni inquisitivo ni suave. Era neutro. Frío, incluso.
“Y si no acepto el trato... ¿qué hará con el recuerdo?”
Draco se encogió de hombros. “Se lo regresamos al profesor Slughorn. O al Señor Tenebroso. Seguro que sabrá apreciarlo por lo que es. Un secreto que usted no quería compartir ni siquiera con sus aliados. Un error que puede costarle caro.”
Harry dio otro paso, ahora hacia Draco. “¡No vas a hacer eso!”
Draco lo miró. “No quiero hacerlo, Harry. Pero lo haría. Porque si este es un juego de ajedrez… entonces prefiero sacrificar una torre antes que perder a mi reina.”
El despacho quedó en silencio.
Los relojes siguieron marcando el paso del tiempo, Fawkes se removió en su sueño, y los retratos fingieron no haber escuchado lo que todos habían oído.
Y Harry... Harry ya no sabía si quería abrazarlo o gritarle.
Tal vez ambas cosas. Pero había algo que sabía con certeza: nunca había visto a Draco Malfoy así. Y no sabía si eso lo hacía amarlo más… o tenerle miedo.
Dumbledore lo observó largamente. A Draco. Al muchacho que durante tantos años había sido una figura más de la casa Slytherin, un rostro altivo entre la multitud. Pero que ahora, en ese momento preciso, parecía estar esculpido en mármol vivo. Inamovible. Determinado.
“Así que eso es todo,” dijo Dumbledore finalmente, y su voz era suave, pero cargada de una gravedad insondable. “¿Me da este recuerdo a cambio de su lealtad?”
Draco se limitó a asentir. La frialdad en su rostro se sostenía, pero Harry, que lo conocía mejor que nadie, notó la leve tensión en su mandíbula. El pulso contenido. El fuego bajo la superficie.
Pansy fue la única en romper el instante. Dio un paso hacia el escritorio, sin dejar de mirar el frasco con un brillo depredador en los ojos. “Quiero verlo,” dijo.
Dumbledore entrecerró los ojos. “No es algo que deba mostrarse a la ligera, señorita Parkinson. Ni siquiera usted comprendería del todo lo que contiene.”
“Entonces no hay trato,” intervino Draco, sin apartar la vista del director.
Harry parpadeó. Giró la cabeza hacia Draco tan rápido que el cuello le crujió. “¿Qué estás haciendo?” susurró.
Draco no lo miró. Solo observaba a Dumbledore con una mezcla de desafío y cansancio. “O es una alianza completa, o no es nada.”
Fue entonces cuando Harry sintió el verdadero peso de todo. No se trataba solo de un chantaje. No era una rabieta. Era una apuesta. Una jugada peligrosa y desesperada. Draco estaba poniendo todas las piezas sobre el tablero. Y había elegido quedarse. Había elegido quedarse con él. Con Harry.
Pero no se lo había dicho. Y ahora lo miraba como si fuera Harry el que le debía algo.
Dumbledore lo notó. Lo notaban todos. Incluso Parkinson, que entrelazó los dedos detrás de su espalda, impaciente.
“Profesor…” dijo Harry, y su voz sonó más baja de lo que esperaba. Sentía un ardor en el estómago, una mezcla extraña entre miedo, lealtad y decepción. “Déjeles ver.”
Dumbledore no se sorprendió. Solo lo miró, largo rato, como si pudiera leer en su rostro cada línea de pensamiento, cada herida invisible. Al final, se levantó lentamente.
“Síganme.”
Los condujo hacia un mueble antiguo de madera tallada, cubierto de polvo en las esquinas. Abrió sus puertas con un toque de varita, revelando el Pensadero: un cuenco de piedra con inscripciones rúnicas, donde la superficie líquida de recuerdos oscilaba con una calma engañosa. Esta vez, Harry no se colocó a un lado del director. Caminó y se situó al lado de Draco. Lo sintió respirar. Contenidamente. Como si estuviera sosteniéndose entero solo por fuerza de voluntad.
Parkinson se acercó, pero antes de inclinarse, Draco habló:
“No. Tú no.”
Pansy lo miró, ofendida. “¿Qué?”
“No lo necesitas,” repitió, sin alzar la voz. “Y créeme, no querrás ver esto.”
Ella bufó, ofendida, como una reina a la que le negaban el cetro. Pero cuando Draco la miró directamente, bastó un segundo para que Parkinson girara sobre sus talones y regresara al escritorio, cruzándose de brazos con un fastidio teatral.
Dumbledore y Draco se miraron. Fue un acuerdo silencioso. Entonces, el director abrió el frasco. El recuerdo se derramó lentamente en el Pensadero, donde se arremolinó como una tormenta contenida. Los tres se inclinaron. Y se sumergieron.
El despacho desapareció.
A su alrededor se formó el comedor privado de Slughorn: una sala cálida, con luz de candelabros flotantes y un aroma dulzón a vino de saúco. Media docena de estudiantes reían y cenaban con el profesor. En la cabecera, Tom Ryddle, joven, pulcro, con el rostro casi angelical, lo observaba todo con ojos demasiado viejos para su edad.
Harry sintió un escalofrío y se acercó a Draco, como por reflejo.
“Ese es Tom Ryddle,” murmuró al oído de Draco. “Antes de convertirse en Lord Voldemort.”
Draco asintió muy levemente. La atmósfera cambió mientras el recuerdo avanzaba. La sala se vació. Solo quedaron Slughorn y Ryddle.
“Quería preguntarle algo, profesor,” decía el joven Tom con una sonrisa estudiada. “Algo sobre magia avanzada…”
Draco tragó saliva. Harry sintió su mano buscar la suya, y la apretó con fuerza apenas lo encontró. El gesto fue instintivo, como si Draco necesitara un ancla.
“¿Los Horrocruxes?” preguntó Ryddle, casual, como si hablara del clima.
El aire se tensó. Slughorn pareció inquieto, como si su alma misma sintiera que lo que iba a decir no debía decirse jamás.
Y aun así, lo hizo.
Explicó qué eran. Cómo funcionaban. Qué implicaban. Habló de la ruptura del alma, del acto de asesinato como condición, de las consecuencias espirituales irreparables.
“Pero… ¿es posible dividir el alma en más de una ocasión?” preguntó Ryddle, con voz casi inocente. “¿Digamos… en siete partes?”
El recuerdo de Slughorn palideció visiblemente. Se quedó sin palabras.
Draco dejó de apretar la mano de Harry. Ahora la estaba destrozando. Las uñas se clavaban en la piel con tal fuerza que Harry apenas pudo contener un jadeo.
Y entonces, el recuerdo se diluyó.
El despacho de Dumbledore volvió a surgir alrededor. Las sombras de las velas, el crujido de la madera, el parpadeo tenue de Fawkes. Todo seguía igual. Pero nada lo era.
Draco no soltó la mano de Harry.
Dumbledore estaba en silencio. Parecía una estatua, con los ojos perdidos en el Pensadero, las manos entrelazadas sobre su regazo. Su mirada no mostraba sorpresa, sino resignación.
Draco giró hacia Harry, con los ojos aún más pálidos por el impacto. “¿Eso era lo que intentabas esconder?”
Harry no respondió. No podía. No sabía si debía consolarlo o reclamarle. Tenía un nudo en la garganta, una bola de emociones en conflicto.
“Gracias por compartirlo,” dijo Draco a Dumbledore, aunque su tono era apenas audible.
Draco seguía sin soltar la mano de Harry. Parkinson lo miraba desde la esquina, con expresión confusa, como si aún no entendiera qué era lo que acababan de presenciar.
Y Harry, por primera vez, sintió que había cruzado un umbral. Que no se podía volver atrás.
Draco lo había elegido. Pero lo había hecho a su manera. Y ahora, él debía decidir si eso bastaba.
Chapter 38: Solo detén tu llanto, me dijeron que todo estará bien
Summary:
Harry fue el primero en amar a Draco, pero Draco siempre lo amaría mucho más.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
El despacho de Dumbledore estaba inmerso en un silencio espeso, como si la habitación misma se negara a dejar que la realidad lo quebrara. La superficie del Pensadero aún brillaba con un resplandor espectral que no terminaba de disiparse, como si el recuerdo de la conversación entre Slughorn y Tom Ryddle siguiera colgado en el aire, goteando lentamente en la consciencia de quienes lo presenciaron.
Draco apenas respiraba.
Estaba de pie junto a Harry, pero sentía como si estuviera muy lejos de él. Como si algo invisible hubiera empezado a arrastrarlo lentamente hacia otro lugar, uno más profundo y oscuro, uno del que quizás no pudiera salir.
Fue Dumbledore quien rompió el instante con esa voz que parecía no perturbar el aire, sino abrazarlo.
“Harry, ¿Te importaría quedarte un momento? Me gustaría hablar contigo... a solas.”
Las palabras cayeron con un peso distinto, cargadas de intenciones y de ese tono paternal que el director utilizaba cuando quería obtener obediencia sin imponerla. Harry parpadeó, confuso, giró apenas hacia Draco, como si esperara una señal, una protesta, algo que le permitiera decir “no” sin sonar rebelde. Pero Draco no se la dio.
No podía.
Porque por primera vez en mucho tiempo, sabía que no podía pensar si Harry lo seguía mirando con esos ojos que lo leían todo. Esos ojos que parecían encontrar dentro de él no solo al Malfoy que había aprendido a fingir, sino también al muchacho roto que aún buscaba un lugar donde no doliera tanto respirar.
Draco cerró los ojos un segundo. Necesitaba espacio. No mucho. Solo el suficiente para poder sostener su propia alma sin derrumbarse.
Así que hizo lo más sensato.
Se giró hacia Harry, con manos temblorosas que logró controlar por puro orgullo, lo tomó del rostro con una suavidad que desentonaba con su rigidez y lo besó. Lo besó despacio, como si con ello pudiera guardarlo dentro de sí. Como si con ese único roce pudiera recordarse a sí mismo quién era antes de todo esto. Antes de las marcas invisibles que el miedo, el deber, y la sangre maldita habían dejado.
Los labios de Harry eran cálidos, firmes, siempre tan presentes. Draco tembló apenas al contacto, y aún así no se separó hasta que fue inevitable.
Cuando por fin rompió el beso, sus labios rozaron los de Harry una última vez y murmuró:
“Te espero abajo. En las mazmorras.”
Esperó.
Esperó a que Harry dijera que sí, a que sus ojos se suavizaran en esa forma tan devastadora que siempre le hacía olvidar cómo odiarse. Esperó a que el calor de su boca lo dejara, como un sol reacio a ocultarse. Esperó a que su fuerza lo soltara, a que su amor lo liberara solo por un instante.
Y cuando lo hizo, cuando Harry finalmente asintió —inseguro, herido, obediente—, Draco dio un paso atrás.
Solo uno.
Pero fue suficiente para sentir el abismo.
Pansy, silenciosa hasta entonces, se acercó sin hablar. Sabía cuándo no debía decir nada. Le ofreció su brazo, y Draco lo tomó con más necesidad de la que estaba dispuesto a admitir. Bajaron juntos la escalera de caracol. Él apenas podía sostenerse, como si con cada peldaño descendiera no solo del despacho, sino de sí mismo.
El frío de la piedra le calaba los huesos. Y aunque no derramó lágrimas —porque no debía, porque no podía, porque si empezaba tal vez no terminaría nunca—, sintió la urgencia de esconderse en algo que no fuera solo su propio dolor. Se aferró a Pansy, literal y emocionalmente, recargó la cabeza en su hombro y caminó en silencio por los pasillos vacíos del castillo, como un espectro.
No hablaron.
Él tampoco lloró.
Pero sus dedos se entrelazaron por momentos, como dos sobrevivientes que se habían encontrado entre ruinas.
Cuando llegaron a la entrada de piedra de Slytherin, Draco se detuvo.
Se quedó de pie, mirando la pared como si fuera una condena.
“Ve tú,” dijo, sin girarse. Su voz estaba ronca, deshilachada. “Yo me quedo aquí.”
Pansy frunció el ceño. “Draco, no seas ridículo. Está helando.”
“No me importa,” respondió. Apretó los labios. “Voy a esperarlo.”
“Puede tardar,” insistió ella, como quien trata de hablarle a alguien bajo el agua. “Dumbledore solo quiere—”
“¡He dicho que me voy a quedar aquí!” gritó, girándose bruscamente. El eco de su voz rebotó por el pasillo como un latigazo. Sus mejillas estaban encendidas, y su nariz, roja. No por el frío. Por lo que no estaba diciendo.
Pansy se quedó quieta, herida. No por el grito. Por la forma en que él se veía. Congestionado. A punto de quebrarse. Como si lo que había visto en el Pensadero no solo lo hubiera impactado, sino desfigurado por dentro.
No dijo nada más.
Solo lo miró, lo miró como solo alguien que ama sin condiciones puede mirar a quien está al borde del abismo, y luego se marchó.
Draco se sentó en el suelo después de un rato. Se recargó contra la fría pared de piedra. El abrigo no era suficiente. Nada lo era. Esperó.
Esperó con la espalda rígida, con los ojos fijos en el pasillo. Esperó mientras contenía el nudo en la garganta que no se deshacía. Esperó mientras el castillo se callaba, mientras el frío se volvía parte de su piel. Esperó sintiéndose roto, inútil, profundamente solo. Esperó mientras recordaba la voz de Tom Ryddle, tan tranquila, hablando de dividir su alma en siete partes como si fuera una decisión trivial. Esperó, porque sabía que eso era lo que hacía el amor: te hacía quedarte, incluso cuando todo dolía.
Y entonces, lo sintió.
No lo escuchó. No del todo.
Pero lo sintió.
La magia.
Harry, incluso bajo la capa de invisibilidad, emitía una luz que Draco podía ver, no con los ojos, sino con el alma. Era cálida. Intensa. Como la última vela que se niega a apagarse.
Draco no esperó a que se descubriera.
Se levantó torpemente, como quien ha estado demasiado tiempo en el suelo, y cuando lo tuvo cerca, lo abrazó.
Lo abrazó como si hubiera estado esperándolo toda una vida.
Como si ese abrazo pudiera devolverle algo de lo que había perdido. Como si en los brazos de Harry pudiera, por fin, descansar.
Hundió la cara en su cuello, y por un instante, solo un instante, pensó que quizás sí existía un lugar en el mundo donde el miedo no podía alcanzarlo.
“Gracias por volver,” murmuró, con voz áspera.
Y no se apartó. Porque el mundo seguía siendo cruel. Pero Harry… Harry estaba allí.
La entrada de piedra se abrió sola. Draco ni siquiera tuvo que preguntar cómo. No le extrañó. No tenía espacio en la mente para hacerlo. Las cosas que antes habrían llamado su atención —que Harry conociera la contraseña, que la entrada obedeciera su presencia como si él también perteneciera allí— ahora parecían insignificantes, pequeñas, diminutas ante la inmensidad de lo que llevaba encima.
Harry entró primero, sin decir palabra. Draco lo siguió como si lo necesitara para respirar. Y quizás sí lo necesitaba. Quizás era eso lo que dolía tanto: que en medio de un mundo hecho pedazos, el único sitio donde podía estar sin desmoronarse por completo era junto a él.
La sala común de Slytherin era fría, más de lo habitual. No por la temperatura. Por el silencio. Por la pesadez de la piedra. Por el peso de las decisiones que colgaban del techo como si fueran hilos invisibles, a punto de quebrarse.
Caminaron por el pasillo en silencio. Draco no hizo preguntas. No intentó ser elocuente. Estaba demasiado cansado, demasiado saturado, como para pronunciar algo que no fuera absolutamente necesario.
Cuando entraron al dormitorio de sexto año, el sobresalto fue inmediato. Theo, con el cabello alborotado y las sábanas todavía enredadas en la cintura, se incorporó de golpe en la cama, extendiendo una mano hacia Draco.
Pero Harry fue más rápido.
“¡Desmaius!”
Theo cayó de nuevo con un sonido sordo, desplomado como una marioneta sin hilos.
Draco, incluso en su estado de ánimo, sintió un atisbo de lo que antes habría sido una risa. No la soltó, pero la pensó. Pensó en lo absurdo, en lo estúpido, en lo desesperadamente normal que había sido todo eso.
“Le dolerá la cabeza cuando despierte,” murmuró.
Harry no respondió. Solo lo ayudó a subir a su cama. Y entonces Draco lo hizo. Lo jaló hacia él sin ceremonias, como si lo necesitara en ese mismo momento o fuera a perderse para siempre.
Le quito la varita de su novio de sus manos y cerró las cortinas con un movimiento seco. Ni siquiera se sorprendió al sentir la corriente cálida de la magia correr por su brazo. Ni siquiera pensó en lo simbólico que era sostener la varita de Harry.
Solo quería tenerlo cerca.
Harry pareció entenderlo sin necesidad de palabras. Se sentó junto a él, tan cerca que sus rodillas se tocaban. Draco pudo sentir el calor que irradiaba incluso a través de la tela.
Pero antes de que Harry dijera nada, antes de que le contara qué había pasado con Dumbledore cuando él y Pansy bajaron por la escalera de caracol, Draco habló primero.
Lo hizo sin mirarlo.
Lo hizo mirando la tela cerrada de las cortinas, como si el mundo allá afuera pudiera hacerle daño con solo un vistazo.
“Te pediría que huyeras conmigo,” dijo, y su voz tembló, apenas, en el borde de la desesperación. “Que nos alejáramos de esto, de todo. Que te dejaras llevar. Que soltáramos Hogwarts, la guerra, los bandos… y simplemente te fueras conmigo, Harry.” Se detuvo para tragar sus sollozos. “Te suplicaría que nos marcháramos, lo más lejos posible, que desapareciéramos. Pero no lo haré, porque sé que no vendrías. Porque sé que elegirías luchar. Que elegirías esta guerra antes que a mí.”
Y eso le rompió algo por dentro.
No había ira en sus palabras. No había reproche. Solo la amarga aceptación de una verdad que conocía demasiado bien.
“Y no te culpo por ello,” añadió, bajando la mirada hasta sus propias manos, que se aferraban a la manta como si fuera su única ancla. “Porque tú no peleas por venganza, ni por rabia. Peleas por los demás. Incluso por los que no lo merecen. Y eso... eso es lo que más odio y más… valoro de ti.”
El silencio entre ellos fue denso. Doloroso. Draco levantó la mirada, encontrando al fin los ojos verdes de Harry.
“Por eso, Harry,” dijo en voz más baja, más íntima, como si fuera un juramento sagrado, “escúchame muy bien. Yo voy a pelear por ti. Haré todo por ti. Lo que sea necesario, lo que me pidas, lo que odies que haga. Daré mi vida y la de todos por ti. Porque el mundo dejaría de existir si tú no estás en él.”
Y allí estaba. La confesión más cruda que jamás había hecho. No un “te amo”, porque aún no podía decirlo. Pero lo que acababa de pronunciar... era incluso más.
Harry no respondió de inmediato. Solo lo miró con una expresión que Draco jamás olvidaría. Como si lo estuviera viendo por primera vez. Como si acabara de entender algo vital que antes solo intuía.
Draco se inclinó y lo abrazó. Lo abrazó con tanta fuerza que Harry sintió que sus costillas se quejaban. Pero no dijo nada. Porque comprendió. Porque entendió, al fin, que nadie lo había amado nunca con esa clase de brutal sinceridad.
Y en ese abrazo, Harry también lo eligió. No con palabras. No aún. Pero sí con cada latido.
Porque eso era amor. No el amor de cuentos. No el de besos robados o bailes bajo la lluvia. Sino ese otro amor. El que se aferra en medio del caos. El que grita en silencio. El que se niega a soltar.
Draco se quedó así un largo rato. Sintiendo su respiración. Su cuerpo. Su calor. Y en esa cercanía, en ese leve temblor que lo recorría al hablar, dejó escapar el pensamiento que lo consumía por dentro.
“Es tan injusto…” susurró. Harry bajó la mirada, pero no dijo nada. “Es injusto que tú… tú, que nunca pediste esto, tengas que llevar todo este peso. Es injusto que te hayan convertido en un símbolo. Que te arrebataran tu infancia, tu libertad. Todo. Es injusto que sólo ahora me dé cuenta de que tú estabas peleando desde mucho antes de que el Señor Tenebroso decidiera marcarte con esa maldita cicatriz.”
Y le tembló la voz.
“Desde que eras un niño, Harry. Desde que supiste lo que era perder. Desde que entendiste lo que era tener miedo y no poder huir.”
Se separó apenas un poco. Lo justo para mirarlo de nuevo. “Si mañana estallara todo,” dijo, con la voz más firme, “yo estaría sosteniendo tu mano.” Una promesa. “Porque no habría nada, absolutamente nada, que me impidiera estar a tu lado. Sé que hay muchas cosas que debemos hablar. Que debemos resolver. Que no todo está bien. Pero sé que, al final del día, nada de eso importa. Porque aún… aún…”
Se le quebró la voz. Harry lo sostuvo con ambas manos.
“Lo sé, lo sé, Draco,” respondió con suavidad.
El silencio volvió a envolverlos. Uno más cálido, más íntimo.
Draco apoyó la frente contra la de él. Casi sin aliento. “Un día…” susurró, “un día lo diré. Y no tendré miedo.”
“Yo igual,” respondió Harry. “Yo igual, Draco.”
Y en ese momento, ninguno de los dos pensó en el mañana. Ni en las guerras. Ni en las palabras que Dumbledore se grabo en la memoria de Harry para siempre.
Solo pensaron en ese instante. En el ahora. En ellos.
Porque en medio de la oscuridad, habían elegido quedarse. El uno con el otro. Y, por ahora, eso bastaba.
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
La primavera había llegado por completo como una mentira hermosa.
Las ramas de los sauces se mecían suavemente bajo una brisa que olía a tierra húmeda y pétalos recién abiertos. Las flores silvestres pintaban los bordes del campo de Quidditch con colores que habrían podido arrancar sonrisas sinceras, si los tiempos no estuvieran teñidos por sombras tan densas. Abril en Hogwarts siempre había tenido algo de respiro, de tregua natural. Pero este año, esa tregua no existía. No para Draco.
No cuando se sentía como si cada segundo del día lo estuviera deshilachando desde dentro.
Por fuera, todo parecía intacto. Llevaba la túnica con el escudo de Slytherin pulcramente acomodado sobre el pecho, los botones de la camisa alineados con exactitud casi obsesiva, y su andar, aunque algo más tenso, aún tenía la elegancia que se esperaba de un Malfoy. Pero por dentro... por dentro era una batalla constante entre el deber y el miedo, entre el amor y la desesperación, entre lo que era y lo que debía ser.
La presión sobre sus hombros era brutal.
Como capitán del equipo de Quidditch de Slytherin, había tenido que multiplicarse para preparar a su equipo para el partido contra Ravenclaw, que se celebraría el primer fin de semana de mayo. Apenas dormía. Cada entrenamiento lo dirigía como si se tratara de una batalla decisiva y cada error de sus compañeros lo sentía como un fallo personal. Porque no podía fallar, no ahora. No cuando todo lo demás tambaleaba.
Y luego estaban las clases. Las malditas clases.
Segundo mejor alumno de su curso —Granger seguía en la cima, por supuesto—, y mantener ese puesto no era opcional. Era un asunto de honor. Pero a veces, se encontraba sentado en la biblioteca, con la pluma temblando entre los dedos y las palabras bailando sin sentido frente a sus ojos, porque su cabeza solo sabía pensar en una cosa: Harry.
Harry y los malditos horrocruxes.
Harry y su determinación estúpida de salvar el mundo.
Harry y lo que le había dicho Dumbledore, esa conversación de la que Draco se negaba a oír más. No porque no confiara en Harry, sino porque no podía soportar la idea de lo que ese conocimiento representaba.
Cada vez que Harry intentaba hablar del tema, Draco lo callaba con un beso o un comentario sarcástico, fingiendo ligereza, fingiendo que el mundo no se estaba resquebrajando. No quería saber cuáles eran los fragmentos del alma de ese monstruo existían, no quería imaginar a su novio arriesgando la vida una y otra vez, como si fuera una obligación impuesta por algún designio cruel.
Quería gritarle a Harry que parara, que dejara que otros lucharan. Que no era su deber cargar con todo.
Pero sabía que sería inútil. Porque Harry siempre había sido así. Siempre dispuesto a poner el cuerpo antes que el resto. A soportar lo insoportable. Y Draco, que había llegado tarde a la verdad, ahora vivía atrapado entre el amor que le profesaba y el miedo indescriptible de perderlo.
A veces se sorprendía mirando a través de las ventanas del Gran Comedor, viendo cómo los cerezos florecían a lo lejos y preguntándose si alguna vez volverían a tener una primavera de verdad. Una en la que pudiera simplemente preocuparse por las calificaciones o el partido del sábado.
Una en la que amar a Harry no doliera tanto.
Y entonces, al girarse, lo veía: Harry, con su cabello desordenado, con esa sonrisa rota que solo él podía ofrecer después de una noche sin dormir y otra más soñando con cosas que lo desgarraban. Draco lo amaba. Lo amaba más de lo que creía posible. Y odiaba, con una furia sorda, al mundo que lo había obligado a volverse un soldado desde los once años.
“¿Cómo soportaste todo esto?” pensaba cuando lo veía hablar con McGonagall o discutir con Granger entre libros de magia antigua. “¿Cómo pudiste cargar con tanto sin quebrarte por completo?”
Era injusto. Todo lo era.
Injusto que él apenas comenzara a comprender el infierno que era estar en la piel de Harry. Injusto que mientras él se aferraba con desesperación a un fragmento de normalidad, Harry solo conociera la guerra.
Y lo peor era que el mundo no se detenía. Seguía girando, implacable, como si nada.
La comadreja, como él seguía llamándolo a pesar de que ya no le resultara tan repugnante como antes, comenzaba a notarse más redondo. El embarazo era innegable ya. Las túnicas escolares apenas disimulaban la nueva curva de su vientre, y algunos estudiantes comenzaban a murmurar con más insistencia. Draco no sentía envidia. Ni por el embarazo ni por la atención. Lo único que le provocaba era una punzada de amargura. Porque aún eso, aún el milagro de una vida nueva, ocurría bajo el manto de una guerra que no perdonaba a nadie.
Y luego estaban Dean Thomas y Seamus Finnigan.
La traición era un veneno de lento efecto, y las chicas, las Gryffindor y Pansy lideradas por una Ginebra Weasley furiosa, no se lo habían perdonado. Vivían un infierno diario, rodeados de miradas frías y comentarios punzantes. Draco no se compadecía. Porque en tiempos como estos, la lealtad era lo único sagrado.
Draco, por su parte, se sentía dividido. Entre la realidad que intentaba controlar —los entrenamientos, las notas, su relación con Harry— y la verdad que cada día se hacía más insoportable: estaba enamorado. Hasta los huesos. Hasta el alma. Y eso lo aterraba.
Porque no sabía cómo proteger a Harry.
No sabía cómo salvarlo.
No sabía si podía siquiera salvarse a sí mismo.
A veces pensaba que todo lo que estaba haciendo —entrenar hasta el agotamiento, estudiar hasta el mareo, fingir que estaba bien— era solo una manera desesperada de no derrumbarse.
“Si mantengo todo en orden… si no dejo que nada se me escape… entonces no tendré que pensar en que él podría morir. No tendré que pensar en que esta guerra podría quitarme lo único que de verdad importa.”
Y lo único que importaba era Harry.
Harry, que dormía mal.
Harry, que llevaba siempre una expresión cansada pero firme.
Harry, que cuando lo miraba, parecía ver más allá de las máscaras que Draco había aprendido a usar desde niño.
Harry, que seguía queriéndolo incluso cuando Draco no sabía cómo quererse a sí mismo.
Abril, con su aroma a flores y tierra mojada, solo servía para recordarle que la vida seguía mientras ellos se preparaban para destruirla y reconstruirla.
Y Draco, mientras caminaba por los pasillos de piedra rumbo a su siguiente clase, mientras escuchaba a algunos estudiantes murmurar a su paso, mientras sentía la presión de todo lo que era y lo que esperaba ser, solo pensaba en una cosa:
En cuánto más podría resistir sin romperse del todo.
Porque resistía, sí. Pero cada día dolía un poco más.
Y lo único que quería era llegar a la noche, meterse bajo las cortinas de su cama o la de Harry, sentir a Harry junto a él y olvidarse de todo. Aunque fuera por unas horas. Aunque fuera en silencio.
Porque si el mundo estaba a punto de estallar, entonces al menos quería estallar con Harry al lado. Con su mano apretada a la suya. Con su voz diciéndole que todo iba a estar bien, aunque fuera mentira.
Porque si todo se iba al infierno… Draco necesitaba saber que no se iría solo.
El día comenzaba a pudrirse en sus últimas horas, y con él, los nervios de Draco. Había algo asfixiante en la forma en que los días se estiraban, largos y húmedos como el aliento de una serpiente sobre la nuca. La primavera avanzaba, sí, en teoría, pero los brotes verdes en el invernadero no hacían más fácil respirar cuando uno tenía que dividir su alma en partes iguales entre el deber, el amor y el miedo. Draco sentía que no vivía las semanas, sino que las sobrevivía.
Entre entrenamientos de Quidditch cada vez más exigentes, ensayos académicos de nivel de EXTASIS que no le daban respiro y la constante tensión de mantener una relación con el niño que vivía bajo la mirada del mundo mágico, Draco se encontraba atrapado en una especie de tormenta invisible. Dormía poco, comía menos. Pero nadie parecía notarlo. O al menos, fingían no hacerlo.
Y fue en una tarde así, donde el sala de los Gryffindor olía a humo de chimenea y pan de pasas tostado, que la conversación más absurda terminó detonando algo en él.
“Ugh, juro que mi cuerpo ya no es el mismo…” se quejó la comadreja con la misma gravedad con la que otros discutirían una guerra inminente. Weasley se había hundido en el sillón más cercano al fuego, una mano descansando sobre el bulto redondeado que empezaba a notarse en su abdomen. “¡Hay cosas que ya no me quedan, Hermione! Mis túnicas me aprietan y tengo estas marcas raras en la piel, como si me estuviera deshaciendo desde adentro.”
“Hay cremas para eso, Ronald,” replicó Hermione con esa resignación pulida con la que sólo ella podía insultar y ayudar al mismo tiempo. “Ungüentos mágicos, bálsamos… incluso algunos elaborados con esencia de mandrágora. Ayudan a evitar las cicatrices. Lo leí en—”
Pero Draco ya no escuchaba. La palabra “ungüento” lo había empujado de cabeza a un recuerdo tan vívido que por un instante dejó de ver la sala común y se encontró otra vez en la sala fría del ala este de la Mansión Malfoy, hace más de un año.
Recordó el dolor. Ardiente, agudo. La forma en que la carne se hinchó y se quebró bajo el tatuaje maldito que marcaba su brazo izquierdo. Recordó haber apretado los dientes, la náusea en la garganta, las lágrimas que no permitió caer. Y luego... a Severus. Su padrino. Su salvación.
Él no preguntó. No dijo nada al respecto. Sólo apareció esa noche, cruzando la chimenea con su túnica negra flotando tras él como un presagio, y le extendió un frasco opaco.
“Aplica esto. No hará que desaparezca, pero evitará que te consuma.”
La voz de Severus fue un faro entonces. Y ahora, pensar en él, en su inteligencia afilada como daga y en su capacidad de mantenerse entero incluso cuando el mundo se desplomaba, le devolvió algo que Draco no había sentido en semanas: esperanza. No euforia. No alivio. No paz. Pero sí una pequeña grieta en la oscuridad.
Quizá Snape podría saber algo más. Algo útil. Algo que les diera ventaja. Porque el simple hecho de que el Señor Tenebroso tuviera horrocruxes era una sentencia de muerte escrita en los bordes del alma de Harry. Y Draco... Draco no podía seguir permitiendo que Harry lo enfrentara todo solo.
“Voy a salir un momento,” murmuró, casi inaudible, mientras se incorporaba, sus dedos deslizándose por los rizos rebeldes de Harry como una caricia final.
Harry levantó la vista desde donde había estado encorvado, revisando un texto sobre reliquias mágicas de los fundadores de Hogwarts con el ceño fruncido. Se veía agotado. Tenía ojeras, el pelo más desordenado que de costumbre y el temperamento más inestable que Draco recordaba.
“¿A dónde vas? Ya es tarde.” La voz de Harry tenía un borde de súplica, aunque estaba cuidadosamente disfrazado.
“Necesito pensar. Respirar,” dijo Draco, dándose media vuelta antes de que la verdad lo atrapara.
No podía decirle que iba a ver a Snape. No después de la forma en que Harry lo había fulminado con la mirada la última vez que mencionaron su nombre. La relación entre ambos era un campo minado y no tenía intención de atravesarlo esta noche. Además, sabía que Harry estaba molesto. Blaise había reaparecido en los pasillos, indiferente, impune, y cada mirada hacia Weasley—con su estómago creciendo y su rostro desencajado—era una herida abierta para su novio.
Draco escucha cerrarse el retrato de la mujer de rosa con cuidado tras de sí.
El castillo se alistaba para su próximo descanso. Era esa hora del día donde los cuadros empezaban a cabecear y las armaduras parecían suspirar. Hogwarts tenía una forma peculiar de volverse más viva en la noche, como si compartiera el insomnio de sus estudiantes. Draco caminó rápido, los pasos amortiguados por las alfombras largas y oscuras de los corredores del ala norte. Su túnica ondeaba como un susurro.
Las paredes de piedra estaban frías al tacto. Olían a humedad, a libros viejos, a cera derretida y a historia. Cada sombra parecía esconder un secreto, y Draco estaba harto de secretos. Estaba harto de tener que fingir normalidad en un mundo que se desmoronaba, harto de que lo miraran como un adolescente con demasiadas opiniones cuando por dentro sentía que cargaba la responsabilidad de todo.
Llegó a las mazmorras sin encontrar a nadie. Ni Peeves, ni Filch, ni siquiera el maldito gato. Golpeó la puerta de la oficina con los nudillos, más nervioso de lo que admitiría jamás.
Pasaron unos segundos antes de que se oyera un clic metálico y la puerta se abriera por sí sola.
“Entra,” dijo una voz seca desde la penumbra.
Draco lo hizo. El despacho de Snape olía a pociones, a hierbas y a tinta vieja. Las estanterías cubrían las paredes con frascos de cosas que no quería nombrar, y una vela flotante sobre el escritorio lanzaba sombras ondulantes que hacían parecer que todo en la sala respiraba. Severus estaba de pie, de espaldas, organizando algunos papeles.
“Es tarde,” dijo sin girarse.
“Lo sé.”
“Y aún así estás aquí.”
Draco no prestó atención a los papeles que Severus acomodaba sobre su escritorio. No le importaban. No ahora. Tenía la garganta seca, las palmas sudadas y un peso insoportable en el pecho, uno que no se debía solo al miedo, sino también a la desesperación. Todo su cuerpo estaba en un estado de alerta que le recordaba a los duelos, a esas prácticas que solía tener con su tía Bella y su tíos Rodolphus y Rabastan para liberar tensión... pero esto no era liberación. Esto era una implosión.
Se quedó de pie unos segundos más, temblando ligeramente aunque intentaba fingir que no. Sus rodillas querían doblarse. Lo odiaba. Odiaba no tener el control. Odiaba tener dieciséis años y sentir que el mundo se rompía en mil fragmentos a su alrededor.
“Necesito hablar contigo,” dijo y la voz le salió quebrada. Apretó los dientes. Se obligó a mantenerse erguido.
Severus no respondió enseguida. Terminó de organizar los papeles, los deslizó dentro de una carpeta con movimientos precisos, y luego alzó la mirada. Lo observó con esa expresión indescifrable suya, entre juicio y preocupación, como si ya supiera que nada bueno saldría de esa visita.
“¿Sobre qué?” preguntó, sin sentarse aún.
Draco se pasó una mano por el cabello, respiró hondo y habló. Las palabras salieron atropelladas, sin pausa ni filtro, como si su mente fuera incapaz de retener todo lo que tenía que decir.
“Había un recuerdo de Slughorn. Que Harry necesitaba. Lo conseguimos. Lo vio. Yo también lo vi. Fue... fue horrible. Slughorn le contó a… este tipo, Tom Riddle sobre los Horrocruxes. Le dijo que podía dividir su alma en siete partes. ¡Siete! ¿Entiendes lo que eso significa? ¡Que no puede morir! Que ya está... roto por dentro, quebrado, partido como si su alma fuera un objeto más que coleccionar—”
“Draco,” interrumpió Severus, sin levantar la voz, pero con esa autoridad que hacía que el aire pareciera más denso. “Respira.”
Draco inspiró de golpe, como si hubiera estado conteniéndose bajo el agua. Sus ojos estaban brillosos, y no sabía si era por rabia, angustia o miedo.
“¿Qué más sabes?” preguntó Severus ahora con cuidado, como si cada palabra debiera escogerse con precisión quirúrgica.
Draco negó con la cabeza.
“Nada. Eso fue todo lo que dijo Slughorn. Dijo que... que la… él… el señor tenebroso quería ir más allá que nadie. Que siete era el número más poderoso. Que dividir el alma en tantas partes es... inhumano. Lo dijo con miedo. Como si supiera que había cometido un error irreparable. Harry no me ha dicho nada más. No deje que lo hiciera… porque... que me da miedo. Que ahora nada tiene sentido. Y yo no sé qué hacer. ¡No sé qué hacer, Severus! Él... él va a luchar contra eso. Contra alguien que no puede morir. ¡Y es solo un chico terco que no escucha! No quiere que nadie se meta, no quiere que nadie más se sacrifique y yo... yo no puedo quedarme quieto. Pero lo amo… y él… no puedo. Severus… yo no… no puedo.”
Severus lo contempló por unos segundos. Luego preguntó, casi con calma quirúrgica:
“¿Por qué viniste a mí?”
Draco bajó la mirada. Sus pestañas temblaron, y durante un instante pareció que iba a mentir, o a desviar la conversación. Pero entonces su voz salió baja y honesta.
“Porque no sabía a quién más recurrir.”
Hubo un silencio denso. Severus entrecerró los ojos, dio un paso hacia él y con voz más grave, teñida de una inquietud que rara vez mostraba, preguntó:
“¿Tú quieres sobrevivir, Draco... o quieres vivir?”
Draco levantó la cabeza de golpe. Esa pregunta... se le clavó en el pecho como una daga. Su mente no dudó. No pasó ni una milésima de segundo antes de que su corazón gritara la respuesta por él.
“Harry,” susurró. “Solo quiero que Harry viva. Quiero que sea feliz.”
Severus apartó la mirada, casi como si las palabras de su ahijado le dolieran físicamente. Se alejó, caminó hacia un estante cubierto de frascos y pergaminos, pero no tocó nada. Sus manos estaban cerradas en puños. Su espalda, tensa. Se quedó así por un largo momento, como si estuviera procesando algo demasiado peligroso para decirlo en voz alta. Luego giró sobre sus talones y volvió a acercarse a Draco, deteniéndose frente a él.
Y entonces, en voz tan baja que apenas si se escuchó por encima del crepitar de la vela, preguntó:
“¿Qué estás dispuesto a sacrificar para lograr eso?”
Draco sostuvo su mirada. Tenía las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes por el esfuerzo de no romperse. Pero su voz fue firme.
“Todo.”
Severus parpadeó. Una vez. Dos veces. Luego se dio la vuelta otra vez, sacó su varita con un movimiento elegante y rápido, y empezó a lanzar hechizos protectores alrededor del despacho. Un encantamiento de silencio, otro de privacidad, uno más de detección. Draco reconoció algunos. Otros no.
Cuando terminó, se volvió hacia él, con una expresión completamente distinta: lúgubre, helada, pero cargada de decisión.
“Cuéntamelo todo. Cada palabra que escuchaste en ese recuerdo. Y todo lo que Potter te haya dicho, por más insignificante que parezca.”
Draco obedeció sin dudar. Volvió a narrarlo todo, esta vez con más orden, con más claridad. Habló durante varios minutos. Snape no lo interrumpió ni una vez. Ni siquiera parpadeaba.
Cuando Draco terminó, el silencio volvió a llenar la habitación. Severus no lo miraba. No miraba nada. Solo dejó caer la varita sobre su escritorio con un chasquido suave.
“Vete,” dijo entonces, con una voz baja, gélida y sin matices.
Draco se irguió, desconcertado.
“No. Quiero ayudar. ¡Quiero hacer algo más!”
Severus alzó la mirada. Sus ojos oscuros estaban cargados de algo que Draco no supo nombrar. Dolor, quizá. O frustración.
“Ya lo estás haciendo,” respondió con severidad. “Eres… su refugio. Su única razón para seguir en pie. No minimices eso.”
Draco no supo qué decir. Durante un momento quiso quedarse. Preguntar más. Exigir un plan, un camino, algo. Pero sabía leer a su padrino. Severus no lo estaba echando... lo estaba protegiendo.
Se levantó con lentitud. Caminó hacia la puerta. Su mano ya estaba en el picaporte cuando se giró.
“¿Tú ya sabías sobre los Horrocruxes?”
Snape levantó la cabeza. Lo miró por un momento largo. Luego bajó la mirada.
“Sí,” dijo apenas audible. “Pero no cuántos eran.”
Draco frunció el ceño.
“¿Sabes qué pueden ser?”
El silencio que siguió fue una respuesta en sí misma. Severus se giró de espaldas, como si ya no pudiera mirarlo.
“No,” murmuró. “Pero Potter debería saberlo.”
Draco asintió una sola vez. No dijo nada más. Abrió la puerta y salió al pasillo.
El aire de las mazmorras era frío, pero no como el del despacho. Aquí abajo todo olía a humedad y piedra. Caminó sin pensar, con el corazón golpeando como un tambor contra sus costillas. Subió los primeros tramos de escaleras, llegó al segundo piso y se detuvo frente a la estatua de la gárgola que custodiaba la entrada al despacho de Dumbledore. La contempló un segundo, preguntándose si debía subir y pedir respuestas directamente al director. ¿Le respondería? ¿O lo haría retroceder con sus ojos azules brillando como cuchillas?
Estaba a punto de seguir su camino, de continuar subiendo a la torre de Gryffindor, cuando el sonido amortiguado de voces en el baño de ese piso lo detuvo.
No debía haber nadie allí.
Frunció el ceño.
Su cuerpo respondió antes que su pensamiento. Dio un paso hacia el baño, pero apenas lo hizo... se detuvo.
Sus ojos se fijaron en la puerta de madera. No se movió. Un nudo se formó en su estómago, y sin saber por qué, retrocedió el paso que acababa de dar. No por cobardía, sino por un instinto que no sabía nombrar. Algo... algo estaba mal.
La voz femenina volvió a sonar, baja pero urgente, y esta vez clara como el cristal: “Se los diré, les diré a todos.”
Draco sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Conocía esa voz. No podía ubicarla con precisión, pero había algo familiar en ella, algo que lo sacudió, que lo empujó de vuelta a un recuerdo que no podía precisar. Estaba por darse la vuelta, por girar sobre sus talones y marcharse. Iba a buscar a Harry, debía de hacerle un par de preguntas sobre lo que sea que él supiera que Draco no.
Pero no se fue.
Algo lo retuvo. No fue valentía. Fue un presentimiento, esa punzada que le avisaba que, si se marchaba ahora, algo irreversible pasaría.
Entonces, la voz de Theo estalló en el silencio. No gritaba, no exactamente, pero había una furia contenida, sorda, venenosa, que desgarraba cada sílaba: una furia que Draco nunca había escuchado antes. Theo jamás se enojaba. Theo era el equilibrio, la compostura, la calma. Ese Theo, el que había besado por primera vez debajo de un sauce llorón, el que había tomado su virginidad solo porque Draco había estado demasiado molesto y borracho de dolor como para detenerse, ese Theo no estaba allí. La voz que hablaba ahora era de otro.
Draco quiso irse. Por un momento, su cuerpo le pidió correr. Pero algo —algo líquido y grotesco— se escuchó del otro lado de la puerta. No una voz. No un golpe. Un sonido espeso, burbujeante... como si algo se arrastrara por el suelo mojado. Un gorgoteo, un último aliento retenido. Draco sintió que el estómago se le revolvía.
Ese baño.
Ese maldito baño.
El baño donde Harry lo había besado con desesperación, justo antes de que se dejara tomar con desesperación por en ese momento su rival. El recuerdo estaba tan atrás, tan cubierto por el polvo de meses enteros de guerra, desconfianza y secretos, que le dolía más por lo lejano que por lo que significaba. Y aun así, algo lo empujó hacia adelante. La mano sobre la manilla. El corazón desbocado.
Abrió la puerta.
El mundo se tornó rojo.
La sangre no era solo sangre. Era paisaje. Era aire. Cubría el suelo en ondas irregulares, como si alguien hubiera intentado pintar con un tintero carmesí. El olor metálico llenó su garganta de inmediato, obligándolo a dar un paso hacia atrás por puro reflejo.
Y allí estaba. Lavander Brown.
Tendida sobre el suelo frío del baño, los rizos dorados enmarañados y pegados al rostro. La camisa del uniforme empapada, el pecho subiendo y bajando de forma errática, hasta que ya no subía. La vida se le escurría con cada gota.
Draco no podía moverse. Sentía el latido de su corazón golpearle los oídos como un reloj que se vuelve loco. Cada segundo una explosión. Cada respiración un puñal.
Alzó la vista.
Theo. De pie junto al cuerpo. Respiración agitada. Ojos completamente desencajados. La varita aún levantada.
Draco no lo reconoció. No al menos al Theo que recordaba. No al Theo que le leía poesía en voz baja después de un sexo aburrido, no al que olía a libros viejos y menta.
Este era un desconocido. Y entonces la escuchó. Un sollozo, apenas audible.
Daphne. En un rincón, encogida contra la pared, con el rostro tapado por las manos, como si eso pudiera borrar la sangre que le lamía los zapatos. Nadie la miraba. Nadie la veía, al menos Theo no.
Theo solo lo veía a él.
Cuando dio un paso hacia Draco, este retrocedió dos. Las piernas le temblaban. No por la sangre. No por el cuerpo. Por Theo.
“Fue un accidente...” dijo Theo. La voz ya no sonaba como él. Sonaba vacía, hueca, como si viniera de otro cuerpo. “No quería... No... No podía dejar que hablara.”
Pero Draco no le creía.
Conocía esa mirada. La había visto en los ojos enloquecidos de su tía Bella antes de lanzar la maldición Cruciatus sobre inocentes. La había visto en los Lestrange, en el Señor Tenebroso, en los devotos que sacrificaban todo con tal de ser temidos. Draco conocía la mirada de un asesino.
Theo la tenía. Y entonces ocurrió.
El aire pareció espesarse, como si el tiempo se ralentizara. Theo bajó la varita. Dio un paso más. Alzó la mano y rozó la mejilla de Draco con una ternura espantosa. Como si fuera digno. Como si tuviera permiso.
“No tengas miedo de mí, Draco.” susurró. El aliento caliente contra su rostro. Casi una caricia que se sintió como una amenaza. “Yo nunca te haría daño.”
Draco no supo que estaba llorando hasta que las lágrimas le recorrieron los labios.
Y luego Theo lo besó.
No fue un beso. Fue una invasión. Labios resecos. El sabor de la sangre en el aire. Un asco profundo, visceral. Draco se sintió traicionado por su propio cuerpo, paralizado por un horror que no sabía cómo procesar. No era Theo quien debía besarlo. No eran esos labios. No era ese momento.
Era Harry. Solo Harry.
Y fue ese pensamiento, la imagen furiosa y amorosa de Harry, la que le devolvió la fuerza. Lo empujó con violencia, sin pensar. Theo tambaleó hacia atrás, herido no físicamente, sino con esa herida invisible que solo duele cuando el orgullo es lo único que queda.
Draco lo miró con rabia. Con miedo. Con asco. Con algo más.
Odio. Quiso haber sacado su varita. Quiso haber gritado. Haber actuado antes, pero el “hubiera” no cambiaba nada.
Y en ese momento, sin saber cuándo había ocurrido, el llanto de Daphne había cesado. Tal vez fue el beso. Tal vez ver a su prometido ignorarla por completo y lanzarse a besar a otro frente al cadáver aún tibio de una chica a la que, alguna vez, Pansy amó.
Pero en ese silencio... Draco sintió que ya nada sería igual.
Y no supo qué era más insoportable: la sangre en sus zapatos, el beso de Theo aún pegado a su boca, o la certeza de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba solo.
Draco estaba listo para correr. El aire del baño era denso, cargado de magia inestable y olor a sangre. Su mano rozaba la varita dentro del bolsillo de la túnica. El instinto no necesitaba permiso. Su cuerpo lo supo antes que su mente: si tenía que defenderse, lo haría. Y no dudaría. Se defendería de Theo... lo atacaría sin remordimiento alguno.
Pero a Daphne... a ella no quería lastimarla. Aunque algo en sus ojos, algo en su postura crispada, en las uñas enterradas en las palmas, le decía que ya no era del todo ella. Que el dolor había fermentado demasiado tiempo. Que el miedo, la humillación, la furia, la culpa, el abandono... todo lo había podrido por dentro.
Y Draco sabía que en cualquier momento, ella podría atacarlo.
Y no iba a ser Lavander. Jamás volvería a ser débil. Él no iba a morir en un suelo frío y asqueroso, desangrado mientras los demás lloraban o mentían o se besaban sobre su cadáver.
Draco Malfoy no iba a caer fácil.
Había vivido bajo el mismo techo que el Señor Tenebroso. Había sido entrenado en duelos por su madre, por los Lestrange, por su tía Bellatrix entre gritos y carcajadas. Y Severus. Su padrino. Su sombra. Su juicio constante. Había aprendido a defenderse de maleficios que ni siquiera existían en los libros.
No, no sería un cuerpo más. Se defendería con magia si era necesario. Y si no, con sus puños. Con los dientes si hacía falta.
El miedo no lo paralizaba. Lo afilaba. Y justo cuando sus dedos se cerraban con decisión sobre la varita, algo se movió.
La puerta del baño. Draco se giró con la adrenalina a flor de piel, listo para lo peor.
Pero no era lo peor. Era Harry. Harry maldito Potter. Su novio. Su sombra. Su acosador. Su salvación.
Claro que estaba allí. Por supuesto que sí. Tenía que haberlo seguido en el Mapa del Merodeador. Draco lo sabía. Lo sentía en los huesos. Harry jamás lo dejaría solo. Y menos con Theo. Y mucho menos en un baño. Y menos aún en ese baño. El mismo en el que Harry y él se habían besado por primera vez con desesperación sin ninguna gota de alcohol, antes de tomarlo con hambre y rabia. El mismo donde Draco se le había entregado por deseo contenido, por amor no dicho.
Por eso no fue alivio lo que sintió cuando lo vio entrar. Fue algo mucho peor. Amor rabioso. Dolor. Y gratitud tan brutal que se le atragantó en la garganta.
Harry cruzó el umbral con la varita en alto, los ojos brillando de furia. El cuerpo de Lavander seguía allí, el charco de sangre más grande, más rojo que antes. Pero Harry no titubeó. Porque Harry era un jodido león.
Porque Harry era puro fuego. Y porque Harry, sobre todo, era suyo.
“¡Expelliarmus!” rugió Theo, antes de que nadie pudiera hablar.
Un rayo de luz rojo chilló en el aire, directa al pecho de Harry. Pero Harry se giró —rápido, afilado, salvaje— y la esquivó por centímetros.
Y entonces todo estalló.
“¡Stupefy!” bramó Harry, devolviendo el ataque con una precisión brutal.
“¡Confringo!” Contribuyo Draco a la par de Harry.
El aire explotó detrás de Theo, una lluvia de azulejos y vapor.
“¡Protego Maxima!” conjuró Daphne, cubriendo su lado antes de que otro maleficio los alcanzara.
Theo retrocedió, pero respondió al instante. “¡Petrificus Totalus! ¡Expulso!”
Theo lanzó el segundo hechizo y el tercero como si hubiera perdido el juicio, y Draco apenas lo vio: solo sentía la magia de Harry, cruda, poderosa, rugiendo por sus venas. Lo vio avanzar como una tormenta con varita en alto, devolviendo cada maleficio con el doble de fuerza, sin dejar espacio para respirar.
“¡Incarcerous!” gritó Harry, y las sogas invisibles se dispararon hacia Theo.
Pero este las quemó al vuelo. “¡Incendio!”
Draco sintió el calor en la cara, el baño iluminado por llamas repentinas que se extinguieron al chocar con un “Aguamenti” automático de Harry.
Draco sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Harry era hermoso cuando peleaba. Hermoso y aterrador.
Y justo cuando pensó que eso era todo, cuando pensó que solo tenía que observar y resistir la euforia caliente en la boca del estómago...
Daphne gritó. Un sonido tan inhumano que le atravesó el pecho. Y lanzó su hechizo.
“¡Bombarda Maxima!”
El suelo tembló. Draco apenas alcanzó a gritar “¡Protego!” y desvió la explosión hacia el techo.
La magia le sacudió el brazo, el escudo centelleando, apenas sosteniéndose.
Draco contraatacó. “¡Stupefy! ¡Flipendo! ¡Expelliarmus!”
Daphne esquivó con rabia, los ojos húmedos, desquiciados.
Y en segundos, todo fue una guerra. Dos contra dos. Un amor podrido enfrentando a otro que aún respiraba. Dos monstruos contra dos supervivientes.
Y Draco y Harry… Dioses, se movían como si compartieran alma.
Harry lo cubría sin mirar. Draco lo empujaba fuera de línea de fuego sin pensarlo. Un “¡Protego!” compartido, un “¡Depulso!” que parecía latir con el mismo corazón.
Daphne debió de notar lo sincronizados que estaban porque con ira alzó la varita. Los ojos desencajados. La boca torcida.
“¡Sectumsempra!”
Draco sintió el mundo detenerse.
Conocía ese maleficio. Lo había visto a su padrino usarlo. Le había provocado pesadillas. Lo había visto acabar con más de una vida. Y supo que si el hechizo lo alcanzaba, su sangre cubriría el suelo como la de Lavander.
Pero Theo se lanzó. Se arrojó contra Daphne con un grito ahogado, arrastrándola al suelo, desviando el hechizo en el último segundo. Draco sintió el silbido mortal pasar cerca, y luego...
La pared detrás de él. Cortes profundos. La piedra hecha trizas. La magia aún vibrando como una campana rota.
Eso... eso pudo haber sido él. Draco jadeó. El pecho le subía y bajaba con violencia. Y, por un segundo eterno, solo pudo mirar la escena frente a él: Theo atemorizado sobre una furiosa Daphne, sangre salpicando el suelo, la varita aún humeando, Lavander inmóvil, Harry a su lado, respirando con dificultad.
Y Draco, en medio de todo, con la certeza de que la guerra aún no había terminado. Solo había cambiado de forma. De escenario. De enemigos.
Y que, si no fuera por Theo... Estaría muerto.
Notes:
Y así es como damos bienvenida una vez más a la angustia y esta vez su estadía será extensa
Chapter 39: Ahora más que nunca te necesito junto a mí
Summary:
😭 Draco 😭
Daphne te odio
Chapter Text
Todo ocurrió demasiado rápido. Demasiado brutal. Demasiado humano.
Harry no se dio cuenta del temblor en sus propias manos hasta que intentó sostener con firmeza la varita. La soltó enseguida. No podía tocarla. No después de ver a Lavender desplomada como una marioneta rota, no después del rugido de un “¡Sectumsempra!” que había desgarrado el aire como un aullido de guerra.
Aún podía oler el olor metálico de la sangre flotando, pesado, asfixiante. Podía oír el eco del hechizo atravesando el aire, partiendo la piedra, dejando su huella asesina grabada en la pared.
Y Draco. Dios. Draco… casi no lo cuenta.
“¡Voy tras ellos!” gruñó Harry de pronto, rompiendo el silencio, eligiendo el fuego porque el hielo que se le había clavado en el pecho ya no le dejaba respirar. Sus piernas se movieron antes de que su mente pudiera seguirlas. Sus pies resonaron contra el suelo como una sentencia. No pensaba. Solo iba tras Nott y Daphne. Solo pensaba en destruir algo. En devolver el miedo, la amenaza. En no quedarse quieto. No otra vez.
Pero fue detenido. Un muro de carne, hueso y desesperación se interpuso entre él y la puerta. Draco.
“¡Suéltame!” bramó Harry con los ojos encendido. “¡Se escaparán!”
“¡No!” la voz de Draco sonó como un latigazo. No una súplica. Una orden. Casi un ruego disfrazado.
Harry forcejeó, furioso, fuera de sí, sintiendo que el mundo se inclinaba hacia el abismo. Todo dentro de él gritaba, sangraba, rugía. El hechizo pudo haberle arrancado a Draco. Y no había sido él quien lo protegió. Fue Nott. Nott, el maldito traidor, Nott el cobarde, el que huyó con la loca de Daphne y lo dejó todo en ruinas. Nott, el que salvó a Draco cuando él—Harry—ni siquiera había reaccionado a tiempo.
“¡Déjame ir! ¡No me puedes detener, Draco, no puedes! ¡Me quit… me ibas a…!” su voz se quebró. No podía decirlo. No podía pronunciar lo que estuvo a punto de perder.
Pero Draco tampoco lo soltó. Tenía los brazos tensos alrededor de él, como si al aflojar los dedos algo en el universo fuera a desaparecer. Los ojos grises, abiertos de par en par, lo miraban con una mezcla de rabia, miedo y dolor que le heló la sangre.
“Estoy bien,” murmuró Draco, y le temblaba la voz. “Estoy bien, Harry. Mírame. ¡Mírame!”
Harry lo hizo. Lo miró. Vio las gotas de sudor en la sien pálida, el leve rasguño en la mejilla, los labios partidos, los ojos que contenían un océano de cosas que no sabían cómo decirse. Y entonces ya no pudo más.
Se derrumbó.
Los brazos de Harry lo envolvieron con una desesperación que no había sentido nunca. No de esa forma. Lo sostuvo como Draco lo sostenía cuando él se quebraba. Con la urgencia de alguien que temía que el otro se desvaneciera si parpadeaba. Lo abrazó con la fuerza de quien se aferra a su única razón de seguir en pie. Se hundió en él, en su olor, en su calor, en el pulso tembloroso bajo la piel.
Y ahí, en medio del baño destrozado, con Lavender desangrándose a unos pasos, con la piedra aún vibrando por el eco del hechizo, Harry se dio cuenta de que no podía odiar a Nott. Porque lo había salvado. Porque si no fuera por él, Draco estaría... no, no podía decirlo. Ni siquiera pensarlo.
Solo lo abrazó más fuerte.
“No fuiste yo,” murmuró, con la frente apoyada en el cuello de Draco. “No fui yo. No fui yo quien te salvó…”
Draco no respondió. Solo lo sostuvo de vuelta. Respiraban como si hubieran corrido kilómetros. Como si el peso de lo que no había ocurrido pesara igual que el de lo que sí. Como si el miedo estuviera aún ahí, sentado en la sombra, con una sonrisa maliciosa.
El sonido de pasos por el pasillo interrumpió el hechizo de silencio en el que habían caído. Primero apresurados. Luego más. Voces. Alguien gritando. Un nombre. Varios.
Harry no se apartó. Solo alzó la mirada cuando, entre el marco de la puerta rota, apareció Snape. Después McGonagall, y detrás de ella Filch, pálido como un pergamino sin tinta.
Los rostros se transformaron apenas vieron el baño. McGonagall palideció. Snape apenas murmuró una maldición. Harry no escuchó más. Solo oía el sonido de la respiración de Draco, su pecho moviéndose, el latido de su corazón resonando como un tambor en su oído.
Cuando McGonagall se acercó, intentó separarlos con suavidad, pero Harry no se movió. Ni siquiera la miró.
Snape fue el que se arrodilló junto a Lavender, murmurando un hechizo que no conocía. Las heridas de la chica se cerraron lentamente, como si la magia estuviera exhausta. Draco se estremeció. Harry lo sostuvo aún más fuerte.
No se soltaron cuando McGonagall les ordenó que fueran a la enfermería. No se soltaron cuando Pomfrey los recibió con un grito de horror al verlos cubiertos de polvo y sangre seca. No se soltaron cuando los hicieron tumbarse en una camilla ampliada por magia. Draco no dijo nada. Harry tampoco.
Y cuando, mucho después, llegó el director a interrogarlos, Harry solo lo miró una vez. Solo una. Y no dijo nada. No porque no quisiera, sino porque no podía. Tenía la garganta cerrada. Las palabras no le salían.
“Daphne Greengrass y Theodore Nott han huido del castillo,” dijo el director, serio, y algo en su voz parecía pesar más que nunca.
Harry sintió un ardor en el pecho. Quiso gritar. Quiso llorar. Quiso maldecirlos. Pero no podía moverse. Porque si se movía, si aflojaba los dedos siquiera un poco, temía que todo volviera a caer.
Snape le gritó que soltara a Draco en algún punto de la noche. Harry no lo hizo. Draco le susurró que estaba bien. Que ya estaba todo bien. Que solo era una herida más, una más entre tantas.
Pero no era verdad.
Harry se aferró aún más.
Pasaron la noche así. En una camilla mágica, uno aferrado al otro. Draco con la cabeza apoyada en su pecho. Harry con el rostro enterrado en su cabello. No durmió. Ni un minuto. Cada vez que cerraba los ojos, veía el maleficio. La pared. Los cortes. La sangre.
Y la cara de Draco.
Ese pavor. Ese instante.
Ese “casi”.
Porque la guerra, pensó Harry con un nudo en la garganta, ya no olía a pólvora. No se vestía de túnicas oscuras. La guerra ahora se escondía en las aulas. En los pasillos. En los compañeros. En las amistades rotas. Y en los hechizos que se pronunciaban con rabia cuando se suponía que deberían estar aprendiendo a vivir.
Harry no soltó a Draco. Porque, por primera, había sentido que lo perdía. Que todo podía haberse acabado en un parpadeo.
Y lo peor… es que no había sido él quien lo salvó.
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Los rumores se esparcieron como si alguien hubiese gritado fuego en los pasillos. Bastó que una sola alumna —la misma que siempre merodeaba la sala común de Gryffindor con intenciones sospechosamente poco académicas, Harry sospechaba que era para ver a Draco— hubiera oído a Ginny hablar con Ron en voz baja del ataque en el baño del segundo piso, para que, en cuestión de horas, todo el colegio supiera que algo había sucedido.
Claro que no sabían todo. Nadie sabía exactamente qué había pasado entre Theodore Nott, Daphne Greengrass, Draco Malfoy y Harry Potter, pero eso no impidió que todos se inventaran sus propias versiones. Algunos decían que Draco había lanzado un hechizo ilegal. Otros juraban haber visto a Harry conjurar una maldición antigua y prohibida. Las paredes de Hogwarts, siempre demasiado atentas a las pasiones de sus habitantes, vibraban ahora con cuchicheos sordos y miradas furtivas cada vez que los dos implicados pasaban cerca.
El baño aún estaba acordonado por Filch y perfumado con un desinfectante tan potente que Hermione arrugó la nariz al pasar junto a él.
Pero lo que nadie podía negar —ni siquiera Ron, con su creciente costumbre de gruñir entre dientes cada vez que alguien mencionaba el nombre de Draco— era que algo se había quebrado y reconfigurado después de esa pelea. Harry no se separaba de Draco. No por obsesión, ni siquiera por deseo. Lo hacía por algo mucho más visceral. Un instinto primario, como si su corazón hubiera dictado que no podía dejar a Draco solo. No después de eso.
Draco no protestó. De hecho, parecía... contento. Casi más sereno que antes, como si el desastre lo hubiese purificado, como si la violencia, el miedo, los insultos a gritos y las varitas temblorosas hubieran hecho algo que ninguna conversación, ningún beso, había logrado hasta ahora: hacerlo sentir seguro a su lado. Harry lo notó en pequeños gestos. En cómo Draco rozaba su mano al caminar por los pasillos, en cómo se apoyaba un segundo más de lo necesario contra él en la sala común de Slytherin, en cómo le hablaba en voz baja cuando creía que nadie los escuchaba.
Claro que no todos lo tomaron con la misma serenidad.
Parkinson, por ejemplo, estaba a punto de implosionar. Sus suspiros, sus gestos teatrales, su ceja perpetuamente alzada cada vez que Harry abría la boca… todo indicaba que su tolerancia hacia el Gryffindor había llegado a un límite peligroso. Aquel jueves, cuando Harry se sentó junto a Draco en el desayuno y accidentalmente rozó el plato de tostadas de Pansy, la chica soltó los cubiertos con tal fuerza que varios alumnos giraron la cabeza.
“¿Podrías no respirar tan cerca de mí, Potter?”, murmuró ella, pero lo suficientemente alto como para que tres de sus amigas se rieran detrás de su copa de jugo de calabaza.
Draco no dijo nada. Solo ladeó la cabeza y le lanzó una mirada de advertencia. Eso fue todo lo que hizo falta para que Pansy se callara. Por el momento.
Ron, por su parte, había adoptado una actitud aún más extraña. Si bien al principio solo murmuraba cosas ininteligibles cada vez que Draco aparecía, últimamente sus refunfuños se volvieron más intensos. Harry lo descubrió una noche en la Sala Común, hablando solo mientras observaba la chimenea.
“El bebé ya puede escuchar… ¿cómo no va a dejar de moverse aterrorizado si Malfoy está cerca siempre?”, mascullaba, una mano sobre el vientre que, aunque cubierto por un jersey holgado, ya tenía una curva suave y notoria.
Hermione lo escuchó desde su rincón, con un libro de hechizos en la mano y una expresión cuidadosamente neutra.
“No deberías preocuparte tanto”, dijo ella en voz baja. “Pomfrey lo dijo claramente, Ron. Todo está bien.”
“¿Y si no lo está?”, gruñó él. “¿Y si el bebé sale… con el pelo de Malfoy?”
Hermione dejó el libro en su regazo. Lo miró durante unos segundos, evaluando si valía la pena entrar en ese campo minado emocional.
“Ron, eso es científicamente imposible.”
Pero entonces recordó la conversación de esa mañana con Pomfrey. La mujer le había explicado con una paciencia agónica —y una pizca de malicia, quizás— que el estado emocional del gestante influía en la magia formativa del bebé. “Si odias a alguien con demasiada fuerza”, había dicho Pomfrey, “podría alterar el patrón de energía mágica. Ya ha pasado antes.”
Harry no tenía idea de esa charla, por supuesto. Solo sabía que, desde que Draco comenzó a hablar con voz suave frente al vientre de Ron, el bebé daba patadas. Y Draco, por supuesto, lo aprovechaba.
“¿Ves? Le agrado”, decía Draco con una sonrisa burlona.
Ron palideció tanto el primer día que Ginny corrió a buscar a Pomfrey pensando que había entrado en trabajo de parto.
“No fue nada”, dijo luego Ginny con voz tensa. “Se asustó porque... bueno, Parkinson encontró un artículo de ‘Corazón de Bruja’. Ya sabes, esos de mala muerte…”
“¿Qué decía?”, preguntó Harry.
“Que si el gestante discute mucho con alguien, el bebé podría parecerse a esa persona al nacer.”
Harry se atragantó con su jugo. Ron no volvió a hablarles en tres días completos.
A pesar de los roces y tensiones, estar junto a Draco también le trajo cosas buenas. Por ejemplo, pudo ver a Draco siendo capitán del equipo de Slytherin. Nunca lo había visto así: concentrado, feroz, con la voz firme lanzando órdenes a su equipo desde el aire. Su escoba cortaba el cielo como una saeta, y cada vez que Draco giraba en el aire con el cabello ondeando como un aro, Harry sentía que el pecho se le apretaba un poco más.
Y luego estaba Astoria. La niña cazadora, con el cabello recogido en una trenza y una sonrisa tímida que solo se dirigía a Draco. La primera vez que la vio acercarse a él después del entrenamiento, Harry se quedó helado. No por lo que dijo, sino por cómo Draco le sonrió. No la sonrisa maliciosa que usaba con el resto. No. Una sonrisa auténtica.
“¿Celoso?”, murmuró Draco más tarde, cuando estaban vistiéndose después de haberse dado una larga ducha juntos.
“No.”
“Harry…”
“Bueno, un poco. ¿Quién es?”
“La hermana menor.”
El mundo se detuvo un segundo. “¿Hermana menor de quién?”
“De Daphne, la… prometida de Theo.”
Harry no respondió. No hacía falta. Draco lo miró con los ojos entrecerrados.
“No le hagas nada.”
“No lo haré”, dijo Harry, pero por dentro juró que no bajaría la guardia ni por un segundo. Astoria podía tener diez años y trenzas ridículas, pero era una Greengrass. Y Harry había aprendido a no subestimar a nadie con ese apellido.
Lo mejor, sin embargo, fue el momento en que Sirius apareció en su espejo.
La imagen tembló durante unos segundos, como si el vidrio tuviera frío, y luego Sirius apareció, radiante. Literalmente. Sus mejillas estaban rosadas, su cabello brillaba más de lo normal y hablaba como si tuviera fuego bajo la lengua.
“¡Harry! ¡¿Ese es tu novio?! No importa, a que no saben lo que pasó. ¡Fui a la ginecóloga! Pensé que el bebé tenía un ataque... saltaba tanto que creí que algo andaba mal, pero ¡solo tenía hipo! ¿Pueden creerlo?”
Harry se rió. No podía evitarlo. Sirius hablaba tan rápido, tan feliz, que parecía haberse olvidado de que alguna vez fue un hombre que vivió entre sombras.
“¿Y cómo estás?”, preguntó Draco, para sorpresa de Harry.
Sirius lo miró con una sonrisa. “Muy bien, estamos de maravilla. ¡Ya tengo veintiuna semanas! El quinto mes. Y... ya sabemos el sexo del bebé.”
“¿En serio?”, preguntó Harry, los ojos brillando.
Sirius se llevó un dedo a los labios.
“Pero no se los diré todavía. Es una sorpresa, Remus ha estado trayéndome muchos libros, para según nutrir la mente del bebé, pero creo que todo es una mentira. La cuestión es que quiero hacer una revelación, Remus dice que si, pero creo que solo es porque al bebé no le agrada mucho y busca su aprobación.”
Harry se quedó mirando el espejo mucho después de que Sirius desapareció. Cuando bajó el brazo, notó que Draco lo miraba con ternura, con esa expresión que rara vez le permitía mostrar en público.
Y en ese instante, entre todo el caos, los rumores, los celos, los gritos de Parkinson, las patadas del bebé de Ron cada que Draco hablaba, Harry pensó que, tal vez, solo tal vez, podía soportar el mundo entero si Draco Malfoy seguía a su lado.
El mes de abril se deshizo como una sombra contra el marco de una ventana. Sin hacer ruido, sin ceremonias, solo con ese dejo agrio de algo que nunca estuvo del todo limpio.
Había sido un mes turbio, cargado de secretos que nunca debieron pronunciarse, confesiones gritadas entre pasillos vacíos, y una pelea —una en particular— que todavía latía en las paredes de Hogwarts. A veces, Harry creía oír los ecos de los hechizos colándose entre las armaduras, como si la piedra misma se negara a olvidar.
Abril no había terminado: se había desgarrado.
Y ahora, mayo llegaba con una sonrisa torcida. La primavera comenzaba a ceder. Ya no era esa estación joven de brisas dulces y cielos nuevos, sino un suspiro más cálido, más pesado, como si incluso el castillo necesitara exhalar el peso de todo el curso.
Era el primer fin de semana de mayo. Y Harry deseaba —más que nada— poder respirar sin que le doliera el pecho.
La luz del lago comenzaba a filtrarse por las rendijas del dormitorio de Slytherin, tan suave y plateada que parecía querer no molestar a nadie. Harry se despertó antes de lo habitual, cosa extraña si se consideraba que Zabini era siempre el primero en salir del colchón cuando Harry pasaba la noche en la cama de su novio.
Pero esa mañana, todo parecía… cargado. El aire olía a pasto húmedo, a nerviosismo contenido, a un partido que marcaría la pauta del mes entero.
Draco dormía a su lado. De espaldas. La sábana enrollada en su estrecha cintura, dejando al descubierto una espalda blanca como el mármol y una rodilla doblada que asomaba hacia el borde del colchón. Su respiración era pausada, con ese ritmo casi infantil que Harry reconocía tan bien.
Y por un momento —solo un momento—, se quedó quieto. Mirándolo.
Como si quisiera memorizar la escena. Como si eso pudiera protegerlo.
Porque a pesar de todo, a pesar de haberlo visto sangrar, romper cosas, llorar y gritar, esa imagen…
esa imagen tranquila, dormida… todavía le dolía en el pecho.
Era estúpido. Estúpido cómo, después de todo lo que habían vivido, de todas las veces que lo había visto desnudo, jadeante y tembloroso, esa imagen de placer que podía ponerlo duro en segundos. Draco Malfoy era suyo.
Y aun así, Harry no podía dejar de sentir esa inquietud, esa punzada clavada entre las costillas como si el mundo aún pudiera arrebatárselo.
“Puedes dormir un poco más,” murmuró Draco de repente, la voz ronca, sin abrir los ojos.
Harry sonrió, apenas. “No puedo. No cuando tengo que asegurarme de que no te secuestren antes del partido.”
Draco entornó los ojos, girando apenas la cabeza hacia él. Una ceja levantada. Los labios curvados en esa sonrisa burlona que conocía tan bien.
“¿Sigues pensando que Theo está escondido bajo la cama con una soga esperando una oportunidad?”
Harry se encogió de hombros. “No lo descartaría. El muy imbécil sigue convencido de que te va a “recuperar”.”
Draco rió, bajo. Un sonido cálido, íntimo. Extendió un brazo para rodearle la nuca y atraerlo, besándolo sin prisa.
Tenía ese tipo de sueño aún pegado al cuerpo que lo hacía más blando, más humano. Más Draco.
Harry le respondió con más fuerza de la prevista, los dedos apretándole la cintura. Como si ese beso pudiera ahuyentar a todo aquel que quisiera robarle eso. Como si bastara.
“Quiero bañarme contigo,” susurró, rozándole el cuello con los labios.
Draco rió otra vez, suave. “Claro que quieres.”
“Y tú también.”
“Sí, pero…” Draco se estiró, dejando que su cuerpo rozara al de él, “mi espalda no quiere. Y mis muslos tampoco.”
“Maldito seas, Malfoy,” gruñó Harry, separándose de él y arrastrándose fuera de la cama.
Se cruzó con Crabbe y Goyle, que ya se alistaban para salir, y les lanzó una mirada tan filosa que los dos evitaron cruzar palabra. Sabían que Harry estaba a punto de estallar. Después de todo, a Zabini aún no le había partido la cara por lo que le hizo a Ron, y esa deuda pendía del aire como un puñal flotante.
Una deuda suspendida como un cuchillo, brillando justo sobre sus cabezas.
El baño ya estaba tibio, envuelto en vapor espeso. Draco se desnudó con una lentitud absurda, como si ignorara deliberadamente cómo cada movimiento suyo lo desquiciaba. Y sí, se metieron juntos a la ducha. Pero no como Harry quería.
“Ni lo intentes, Potter,” advirtió Draco, mientras le aplicaba champú con movimientos circulares. “No antes del partido.”
“¿Por qué no?” replicó él, entre dientes, con la frente apoyada en su hombro.
“Porque luego me dejas caminando como si me hubiera enfrentado a un troll borracho.”
“Lo tomas como un cumplido, ¿no?”
“Eres un pervertido,” respondió Draco, riendo.
Harry se conformó con besos largos, húmedos, besos que lo dejaban sin aire. Con manos temblorosas sobre la cintura de su novio. Con las marcas visibles que dejaban los dedos de Harry en el trasero de su novio.
Y luego, Draco lo dejó solo. Se secó con un gesto de varita y se puso el uniforme de Quidditch con su elegancia habitual: la capa verde, la capucha de capitán, el anillo con el emblema familiar bordado en plata. Era tan jodidamente hermoso que dolía.
Harry lo miraba deseando quitarle cada prenda y dejarlo húmedo, jadeante y completamente marcado por él.
Se dijo que no era celos lo bien que se veía en su uniforme, que era orgullo. Que era admiración.
Claro. Hasta que vio a la niñita que acosaba a su novio esperándolo en el campo. Ella se acercó sonriendo, con las trenzas impecables y esa expresión de niña buena que ocultaba colmillos. Draco sonrió de vuelta. Y Harry sintió, de forma muy literal, cómo el monstruo verde dentro de su pecho le arrancaba una costilla.
“Es una mocosa,” murmuró, medio escondido entre las gradas. “Solo es una mocosa.” Se frotó el rostro con ambas manos. “No es Daphne. Joder, no es una amenaza.”
Pero igual quiero meterle un maleficio entre ceja y ceja.
Desde las gradas, observó a su novio dirigir al equipo como si ya hubiera ganado. La autoridad. La precisión. La forma en que todos lo escuchaban.
Parkinson estaba a su lado, mascando chicle como si odiara estar viva.
“¿No puedes dejar de babear?” espetó sin mirarlo.
“¿Y tú no puedes dejar de respirar tan fuerte?
“Touché.”
Ron no estaba allí. Hermione lo había llevado a dar una vuelta para calmar su ansiedad. O eso decían. La verdad era que Ron se había escondido. Desde que Parkinson le mostró ese artículo de Corazón de Bruja, donde afirmaban que los bebés de gestantes resentidos se parecían a la persona que más odiaban, Ron había entrado en pánico. Tanto que casi se desmaya cuando Draco le habló demasiado cerca durante el desayuno.
Y para colmo de males, el bebé solo reaccionaba a la voz de Draco, por más que Hermione, Ginny o Harry intentaran que el bebé reaccionara ante ellos.
El viento húmedo que cruzaba el campo de Quidditch no había ahuyentado a ningún alumno. Muy por el contrario, parecía que todo Hogwarts se había reunido en las gradas, temblando de emoción, cubiertos con bufandas de sus casas, sus voces ya roncas incluso antes de que el primer silbato sonara.
Harry estaba sentado, o más bien aplastado, entre un grupo animado de Slytherins, con la bufanda verde esmeralda que Draco le había lanzado después del desayuno colgando flojamente alrededor de su cuello. El ambiente era eléctrico. Gritos de apuestas, cánticos de apoyo, risas crueles de los estudiantes de séptimo año, y el agudo chillido de los silbatos se mezclaban en una sinfonía tensa que hacía vibrar hasta los huesos.
“¡Vamos, Harper! ¡Atrápala antes de que te la robe un cuervo idiota!” gritó Parkinson a su izquierda.
Harry no respondió. Sus ojos estaban fijos en Draco.
Había algo en su manera de volar ese día que se sentía distinto. No solo se deslizaba por el aire con precisión y velocidad, sino que parecía guiado por un impulso más oscuro, como si cada pase que hacía con la Quaffle tuviera una segunda intención, una dirección más allá del aro de Ravenclaw.
Y entonces la vio. Cho Chang.
Ella también estaba en el aire, elegante como siempre, sus movimientos cuidadosos, concentrada, aunque una sombra de inseguridad recorría su postura cada vez que Draco se acercaba. Harry no podía evitar notarlo: cada vez que su novio pasaba cerca de ella, Cho tensaba los hombros, se tambaleaba brevemente en la escoba, su mirada perdía la concentración.
Fue entonces cuando lo comprendió.
Draco no solo quería ganar el partido.
Quería destrozar la compostura de Cho.
Y Harry... bueno, Harry no sabía si eso lo perturbaba o lo excitaba.
Porque había una parte de él, una parte profundamente humana y cruel, que se sentía poseída por un calor extraño al ver a Draco marcar territorio. Era tan injusto como primitivo, tan tóxico como íntimamente satisfactorio. Porque si alguien debía castigar a Cho, no por lo que ella hizo, sino por haber sido la que Harry creyó amar antes de saber lo que realmente era el amor… entonces Draco estaba haciendo un trabajo magnífico.
Y, Merlin, cómo volaba.
Como si el aire mismo le perteneciera, como si pudiera reescribir la gravedad con un simple giro de muñeca. Se zambullía entre jugadores, esquivaba Bludgers con una elegancia asesina, y lanzaba la Quaffle con una ferocidad calculada que hacía vibrar las gradas. Zabini lo seguía, ágil y sereno, pero no había duda de quién lideraba el ataque. Draco era un depredador. Y hoy, su presa era una sola: Cho Chang.
“¡¿Qué fue eso?!” chilló Parkinson, saltando en su asiento justo cuando Cho perdió el equilibrio por tercera vez y apenas logró evitar una caída en picada.
Harry contuvo el aliento. No por preocupación, sino porque Draco había fingido un pase a la mocosa de Astoria y en el último segundo desvió la Quaffle directo hacia la buscadora de Ravenclaw, rozándole el hombro. El árbitro no pitó. No había razón. Técnicamente, era un movimiento permitido.
Pero no era casual.
No, ni de lejos.
Y Cho lo sabía. Lo sabía en sus manos temblorosas sobre el mango de su escoba, en sus ojos húmedos que ya no rastreaban la Snitch sino a Draco, como si fuera un segundo Bludger que amenazaba con derribarla.
Harry se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre las rodillas, el corazón golpeándole el pecho. No sentía pena. Sentía algo más peligroso: orgullo. Y no lo entendía. ¿Era así como se sentía cuando alguien peleaba por ti? ¿Como si todo el pasado importara menos porque alguien, desde el aire mismo, desde el viento y la velocidad, te estaba diciendo “te elijo”?
La voz de la comentarista, una séptima de Hufflepuff con voz nasal, resonaba en el estadio, casi todo el colegio protesto para que Ernie jamás volviera a comentar un partido:
“Y otro gol de Malfoy, señoras y señores, eso hace el sexto para él… ¡y Astoria Greengrass anota su cuarto! Slytherin domina el marcador con 160 puntos contra 40 de Ravenclaw. ¡Qué masacre estamos presenciando hoy!”
Masacre. La palabra no era exagerada.
Especialmente cuando Crabbe y Goyle, golpeadores de Slytherin, comenzaron a coordinar sus Bludgers no para proteger a su buscador, sino para seguir el ejemplo de Draco. Cada vez que Cho intentaba ascender o cambiar de dirección, uno de los dos enviaba una Bludger cerca de su línea de vuelo, obligándola a retroceder o hacer una curva tan cerrada que perdía segundos valiosos. Harper no necesitaba ayuda. Cho no podía buscar nada. Apenas podía mantenerse en el aire.
Y Draco… Draco lo sabía.
Jugaba como si cada movimiento fuera una obra de teatro, como si cada pase fuera una escena escrita para impresionar a una sola persona en todo el estadio.
Harry.
Lo sintió con una certeza tan brutal como el frío en sus mejillas. Draco volaba para él. Draco destrozaba a Cho para él. No por celos —Draco no era tan simple—, sino por orgullo. Por una necesidad visceral de recordarle a Harry quién estaba a su lado ahora. Quién lo amaba. Quién lo conocía entero. Y sobre todo, quién nunca permitiría que volviera a mirar atrás.
Y Harry… se dejó mirar. Se dejó poseer por esa danza feroz en el cielo.
Cuando finalmente Harper atrapó la Snitch, lo hizo con un rugido triunfal, elevando el brazo como si hubiera atrapado el corazón del mismo partido. Pero a nadie le importó. Ya era tarde.
Slytherin había ganado por 320 a 90.
Las gradas estallaron en júbilo. El verde se alzó como una ola, envolviendo a los jugadores que descendían entre vítores y empujones. Zabini alzó a Draco por los hombros como si fuera un rey de guerra. Astoria se limpió el barro de la cara con desdén y recibió un beso en la frente de Harper. Crabbe y Goyle golpearon sus escobas en el aire, haciendo estallar chispas de júbilo con sus varitas.
Y entonces, en medio de ese torbellino de euforia venenosa, Harry sintió unos brazos envolviéndolo. Unos brazos que olían a perfume caro y que se cerraron con una fuerza inesperada.
“¡Ganamos, Potter!” gritó Parkinson junto a su oído.
El abrazo duró exactamente tres segundos. Tres segundos antes de que Pansy se separara como si hubiera tocado una salamandra escaldada, su rostro contorsionado por la vergüenza.
“Ni una palabra,” masculló, reacomodándose los pliegos de su falda.
Harry apenas la miró. Sus ojos ya estaban puestos en Draco, que volaba hacia él con esa sonrisa torcida que le vaciaba el pecho. Tenía el cabello despeinado, las mejillas rojas del esfuerzo, y una chispa asesina aún viva en los ojos.
“¿Viste eso?” le dijo, con voz ronca.
Harry asintió. Y no dijo nada. Porque no necesitaba decirlo.
Draco lo había hecho por él, en el aire, con cada pase, cada golpe, cada mirada de fuego.
Y Harry… lo había sentido todo. Como si la escoba no estuviera bajo Draco, sino bajo él. Como si cada gol fuera una promesa. Como si el infierno en las alturas se hubiera encendido solo para él.
Harry no recordaba una sola semana en todo el año que se le hubiera hecho tan larga. Ni siquiera cuando Dumbledore estaba desaparecido por días enteros o cuando Ron estuvo en la enfermería, ni en los días en que Dracp desaparecía sin previo aviso por los pasillos y Harry lo seguía sin aire como si su corazón dependiera de eso. No, nada se comparaba a las tres semanas que siguieron después del partido de Slytherin contra Ravenclaw.
La victoria de Slytherin había sido aplastante. De eso no cabía duda. Pero lo que se había quedado grabado en la mente de Harry, más que el marcador final, era la forma en que Draco había jugado… como si no solo persiguiera la Quaffle sino también una revancha personal.
Harry no podía dejar de recordar la expresión de Cho cada vez que Draco se le acercaba: una mezcla de miedo, desconcierto y algo que Harry no supo si era culpa o solo simple supervivencia. Cada pase de Draco parecía ir más dirigido al rostro de la buscadora de Ravenclaw que a las porterías. Y lo peor, lo más enfermizamente complicado de todo, era que Harry no podía evitar sentir un retorcido orgullo por ello.
No era justo. No era correcto. Pero era la verdad.
Cho, temblando en su escoba, era un símbolo. Una figura de un pasado que ya no pertenecía a Harry, pero que en algún momento lo había tentado con promesas vacías de ternura y comprensión. Ver a Draco arrasar con todo eso —con sus manos, con su vuelo preciso, con su brutalidad apenas disimulada— había encendido en Harry algo que no sabía si era deseo, o culpa.
Claro que no dijo nada. Estaba sentado entre los alumnos de Slytherin, fingiendo que el sudor en la palma de sus manos era por el calor del sol y no por la tensión que le recorría la espalda. Fingiendo que no veía cómo Parkinson se reía con exageración cada vez que Cho casi se caía de la escoba. Fingiendo que su corazón no saltaba con cada pase violento de Draco.
La celebración fue estruendosa. Y luego vino la caída.
Gryffindor tenía el último partido. Uno decisivo. Y Ron, por supuesto, ya no estaba. Su embarazo, aunque apenas visible, lo mantenía fuera del campo. Harry lo había aceptado con comprensión forzada, diciéndose que eso era lo mejor, que su amigo no debía arriesgarse. Pero ahora tenía un hueco, uno difícil de llenar, uno que terminó ocupado por el único candidato disponible: Cormac McLaggen.
Cormac era todo lo que Harry odiaba en un compañero. Prepotente, bocón, con un ego que necesitaba su propio vestuario. Pero lo peor no era su actitud… lo peor era que, por desgracia, era buen guardián. Lo suficientemente bueno como para que Harry no pudiera justificar dejarlo fuera.
“Si quieres que pare esa Quaffle, tendrías que dejarme organizar la defensa como yo quiera”, había dicho Cormac el segundo día de práctica, apenas montando su escoba. “No puedes ser Capitán y Buscador sin desordenar el equipo.”
Harry no le respondió. No tuvo que hacerlo. Draco, que se había acercado con una botella de zumo energético en mano para darle a Harry y una expresión de aburrimiento milenario, se detuvo al oír esa frase. Lo miró. Lo escaneó.
“¿Perdona?” dijo Draco, sin levantar la voz.
Cormac, como el idiota que era, repitió la frase con más claridad, creyendo que Draco no lo había oído.
El resultado fue tan rápido que Harry apenas tuvo tiempo de parpadear. En un abrir y cerrar de ojos, Cormac estaba en el suelo, con la escoba a varios metros de distancia y la cara tan roja como su túnica. Draco ni siquiera lo había tocado. Solo se había acercado lo suficiente como para que el otro retrocediera torpemente por sí solo.
“Una orden más a alguien que no seas tú mismo y no llegarás ni a ponerte los guantes”, murmuró Draco.
Harry, al principio, pensó que era exagerado. Pero cuando Draco se giró a él, con los ojos encendidos por una furia helada, entendió que eso no había sido una advertencia, sino una promesa.
Así que Harry hizo lo que mejor sabía hacer: sostener los pedazos de todo mientras fingía que el pegamento era suficiente. Lideró los entrenamientos. Soportó los comentarios de Cormac. Intentó mantener la calma mientras Draco lo observaba desde las gradas, bronceándose a veces sin camisa junto a Parkinson, riéndose entre susurros, hojeando revistas que Harry no quería saber de dónde salían.
Y así pasaron tres semanas. Hasta que llegó el día del partido.
Era una mañana particularmente brillante, de ese tipo que parecía burlarse de las emociones humanas. En el Gran Comedor, todos estaban de buen humor, incluso los Hufflepuff, que hablaban animadamente de lo “divertido” que sería el partido. Harry se concentró en su tostada. En la mantequilla que se derretía en los bordes. En el ruido de las tazas de té.
Y entonces, la vio.
Una chica de pelo muy corto, castaño oscuro, casi tan corto como el de un niño. Estaba sola en el extremo de la mesa de Gryffindor, mirando su plato sin comer nada. Ginny fue la primera en notarla y murmuró con el tono más ácido que Harry le había escuchado en semanas: “Bien merecido.”
Harry frunció el ceño. “¿Quién es?”
Ginny se inclinó hacia él, con una media sonrisa. “Romilda Vane. ¿No la reconoces? Pobrecita… resulta que no le crece el pelo con magia. Y, bueno, alguien se aseguró de que no tuviera ni un solo cabello durante semanas.”
Harry tragó saliva. Lentamente, giró la cabeza y sus ojos encontraron los de Draco a su costado. No estaban mirando a Harry si no al frente, Hermione también lo miraba. Y Parkinson. Los tres. Como si compartieran un secreto. Como si supieran perfectamente que él había hecho la conexión.
Harry debería haberse levantado. Debería haberse ido con Draco, debería haber exigido explicaciones, debería haber sentido una indignación moral legítima. Pero no lo hizo.
Porque en el fondo… no estaba enojado. No realmente.
Romilda le había dado filtro de amor. Había intentado manipularlo, forzar algo que no existía, y Ron terminó casi muerto por su culpa. Y Draco… Draco solo había hecho justicia. ¿O venganza? ¿Era diferente, siquiera?
Harry se sintió sucio por pensarlo. Pero también satisfecho. No podía decirlo en voz alta, ni siquiera a sí mismo, pero había una parte de él que se regocijaba al verla así.
Y esa parte llevaba el nombre de Malfoy.
El campo de Quidditch vibraba. Las gradas estaban llenas, retumbantes de voces, cánticos y tambores mágicos que resonaban con un ritmo insistente. Los estudiantes agitaban pancartas, banderas y bufandas de colores dorados, escarlatas, amarillos... Incluso algunos Slytherin se habían sumado al bullicio, aunque de forma más discreta, aplaudiendo solo cuando nadie los miraba.
Harry, enfundado en su túnica escarlata con el número 7 en la espalda, tenía las manos húmedas. No era por el calor. No solo por eso. El sudor le corría por la nuca, bajo el cuello del uniforme. Sentía el corazón golpearle el esternón, como si quisiera escapar antes del partido. Ya había dirigido una charla a su equipo, tan coherente como pudo bajo la mirada incrédula de Cormac McLaggen, quien aún no parecía comprender que no era él quien mandaba.
Y por un segundo, Harry pensó en Ron. Ron, que había sido su guardián, su escudo, su hermano en el aire.
Ron, que ya no podía jugar porque estaba... embarazado.
Y entonces estaba Cormac, con su sonrisa condescendiente, su tendencia a opinar de todo y a dar órdenes como si llevara sangre de Godric Gryffindor. Draco no lo soportaba. Y Harry no lo culpaba.
Pero ahora, en ese día de finales, lo único que importaba era ganar. Una última victoria. La última snitch. La última oportunidad de levantar la copa antes de que ese año, complicado, sucio, lleno de secretos y traiciones, terminara por destruirlos del todo.
Cuando el silbato sonó, Harry subió a su escoba y el mundo se desdibujó.
No había pensamientos, solo reflejos. No había ansiedad, solo instinto. El viento le golpeaba el rostro, le despeinaba el cabello y le hacía lagrimear los ojos, pero Harry no lo sentía. Era el cielo, el sol, el vértigo. Era Demelza Robins esquivando una bludger, Cormac gritando algo inútil, Ginny marcando un tanto con la quaffle. Era todo y era nada. Solo existía la snitch. Solo existía él.
Pasaron treinta, cuarenta, quizá sesenta minutos. Harry no sabría decirlo con precisión. El tiempo en los partidos de Quidditch era líquido.
Y entonces, de pronto, lo vio: un destello dorado. Bajando hacia el lado de las gradas de Slytherin.
Se lanzó.
Fue un movimiento casi animal. Instintivo. El aire se volvió más denso, rugiente en sus oídos. La escoba vibraba, la túnica se agitaba como una bandera en guerra. La snitch zigzagueó, caprichosa, pero Harry no se rindió. Bajó más, más, casi tocando el césped, esquivando a un golpeador de Hufflepuff que venía de frente. Y luego, de un zarpazo, la atrapó.
El silbato final fue ensordecedor. Gryffindor ganó. Y Harry, por un segundo, no supo qué hacer con el corazón latiéndole desbocado en el pecho.
Cuando bajó de su escoba y sus pies tocaron el césped, el rugido de las gradas estalló como una ola que se estrellaba en la arena. Gritos, aplausos, fuego rojo y dorado en forma de chispas mágicas se elevaban al cielo. El equipo corría hacia él, todos querían abrazarlo, alzarlo, coronarlo. Era el héroe.
Pero él no los vio.
Porque al alzar la mirada hacia las gradas, sus ojos se encontraron con algo mucho más valioso que una copa: Draco Malfoy.
Estaba en el lado de Gryffindor, rompiendo todos los protocolos de etiqueta no escrita entre casas, sentado junto a Parkinson, quien estaba al lado de Hermione. Pansy aplaudía sin entusiasmo, como si tuviera un deber que cumplir. Hermione reía, aplaudía de verdad, y Draco…
Draco lo miraba con esa sonrisa. Radiante. Desarmante. Una sonrisa real, sin el sarcasmo habitual, sin la máscara que se colocaba cada mañana antes de salir de su sala común. Estaba feliz. Feliz por él. Orgulloso. Con los ojos brillando bajo el sol, con su cabello rubio platinado reluciendo como hilos de luz.
Harry sintió un tirón en el pecho. Se olvidó de todo. De Cormac, de la copa, del sudor, del calor. Solo existía Draco.
Y fue por eso, precisamente por eso, que no se dio cuenta.
No se dio cuenta de que todo el equipo lo rodeaba, lo abrazaba, lo levantaba. No se dio cuenta de que Ginny se acercaba. Ni siquiera la sintió. Estaba absorto, mirando a Draco, tan hipnotizado que el mundo a su alrededor no era más que un zumbido lejano.
Solo cuando la sonrisa de Draco empezó a encogerse, solo cuando sus ojos dejaron de brillar, solo cuando su expresión cambió de orgullo a algo más... roto, fue que Harry reaccionó.
Giró el rostro, y fue entonces que ocurrió. Sus labios chocaron con los de Ginny.
Fue un beso suave, pero seguro. Un beso que, a los ojos del mundo, fue un beso de victoria, de pasión contenida, de euforia liberada. Un beso de película.
Los vítores se intensificaron. La gente gritaba. Algunos aplaudían de pie.
“¡Harry y Ginny!” gritaban algunos Gryffindor, emocionados.
Y Harry... Harry estaba paralizado.
El sabor de Ginny en los labios, los aplausos en los oídos, las manos del equipo sobre sus hombros, todo era irreal. No supo cuánto duró el beso, solo que fue demasiado. Porque cuando se separó, cuando volvió a mirar hacia las gradas... Draco ya no estaba.
El asiento estaba vacío.
Harry sintió el estómago caerle a los pies. Un frío lo invadió desde dentro, como si la snitch que aún apretaba en su mano se hubiera transformado en hielo.
Ginny seguía sonriendo, su sonrisa segura, como si acabara de reclamar algo que le pertenecía. El equipo lo felicitaba.
El cielo seguía azul.
Pero Harry ya no podía ver nada de eso. Solo el hueco en las gradas. Solo el espacio donde Draco había estado.
Donde debería haber estado. Y supo, sin lugar a dudas, que lo había arruinado todo.
Chapter 40: Te necesito como el aire que respiro
Notes:
El ver un numero impar en los capítulos me puso de los nervios y ya no pude soportar verlo así.... 🙃
Apenas voy escribiendo la mitad de la historia y no puedo evitar llorar 😭 Ni siquiera me gusta tanto la angustia... 💔
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Draco siempre había sabido que algo oscuro corría por su sangre. Lo sabía desde niño. No porque lo sintiera, sino porque se lo dijeron. Una y otra vez, en cada comida, en cada reunión familiar, en cada lección privada. Estaba en su apellido, en las historias de linaje, en los tapices antiguos del salón Malfoy que murmuraban nombres como encantamientos rotos. Lo oscuro era parte de lo que era.
Pero nunca supo hasta qué punto esa oscuridad podía tomar forma.
No hasta ahora.
No hasta ese maldito momento.
Porque en ese preciso instante —mientras huía de las gradas como si se le quemaran los pies, como si no pudiera respirar, como si el grito que se formaba en su pecho fuera más fuerte que cualquier vociferador jamás lanzado— Draco Malfoy descubrió de qué estaba realmente hecho.
Y no le gustó.
Quería matarlo. Quería matarlo. Quería matarlo.
Quería matar a Potter.
Quería ver su rostro en el barro, suplicando, llorando, sufriendo.
Y quería torturar a Ginebra Weasley, quería arrancarle la voz, borrarle los labios, hacerle olvidar cómo se besa a alguien que no te pertenece.
Quería… quería… no haberlos visto. No haber visto ese beso.
No haber visto cómo los labios de ella buscaban los de Harry con esa hambre descarada, como si fuera lo más natural del mundo. Como si el universo lo hubiera esperado. Como si Draco no importara. Como si él nunca hubiera estado allí. Como si él no fuera la persona a quien Potter le hacía el amor con los dedos temblorosos y el alma rota. Como si no fuera él el que Harry había prometido amar. Como si no fuera él el que había estado esperándolo cada noche en una tibia cama rogando que el mundo dejara de joderlos.
Draco corrió.
Corrió a través del campo, sin mirar a nadie, sin detenerse ni siquiera cuando Pansy gritó su nombre o cuando un prefecto intentó decirle que no podía salir del castillo sin autorización.
No le importaba.
Tenía que huir.
De los vítores. Del júbilo. Del campo. De los rostros sonrientes. Del beso.
El bosque prohibido era lo único que le pareció suficientemente lejano, suficientemente oscuro, suficientemente cruel como para acoger lo que sentía.
La luz del sol desaparecía entre las ramas altas y retorcidas mientras se abría paso a trompicones entre la maleza, sin importarle las ramas que le arañaban la piel o los árboles que le cortaban las palmas. Solo corrió. Más rápido. Más lejos. Más hondo. Más… más lejos de Potter.
Y entonces, como si la tierra también estuviera harta de su existencia, tropezó.
Se desplomó al suelo con un golpe seco, un ruido sordo que no sonó lo suficientemente fuerte para el dolor que sintió.
Y lloró.
Pero no por Harry. No por él.
Era la caída. Solo la caída.
Su mejilla se hundió contra el suelo húmedo, la tierra se mezcló con su aliento, con el llanto que no quería soltar. El olor a follaje podrido le llenó la nariz, y eso bastó para que soltara un gemido. Uno que no sonó a enojo. Uno que no sonó a rabia.
Uno que sonó a dolor.
Golpeó el suelo con sus puños. Una vez. Dos. Tres.
No por Potter. No por el chico que lo tocaba como si fuera frágil. No por el chico que le decía “te quiero” con los ojos.
No.
Era la maldita caída. El barro en sus pantalones. El desgarro en su camisa. El ridículo de haber tropezado por nada, por correr como un idiota escapando de un partido, de una victoria, de un beso…
El beso.
El maldito beso.
Draco gritó. El eco rebotó entre los árboles, espantando a algún ave que se perdió entre las sombras. Su cuerpo se dobló sobre sí mismo. Ya no tenía forma de distinguir el lodo de las lágrimas, ni la sangre de sus nudillos del sabor amargo en su boca.
No sabía cuánto tiempo pasó. Pero escuchó pasos. Y entonces, voces.
“¡Draco!” Era Pansy. “¡Draco, por favor!”
Y luego, más suave. “¿Draco? Soy yo… Hermione.”
Sintió manos, primero en sus hombros, luego en su espalda. Tocaban con cuidado. Como si temieran que se deshiciera si lo tocaban mal. Como si pudieran recogerlo del suelo en pedazos. Como si aún quedara algo por salvar.
“¿Estás herido?” preguntó Granger con voz baja, la voz de alguien que ya sabe la respuesta pero no se atreve a decirla en voz alta.
Él no respondió.
No podía.
Estaba intentando no llorar de nuevo.
Pansy se sentó a su lado y, por una vez, no dijo nada sarcástico. No preguntó por Harry. No insultó a Weasley. No culpó a nadie. Solo puso una mano sobre la suya. Pequeña. Cálida.
Hermione lo tocó en la mejilla. Había algo en ella… algo maternal, algo imposible.
“Draco… lo que viste… no fue lo que parece. Él no lo buscó. Él no la besó. Él—él solo… se quedó quieto. Se sorprendió. Te lo juro, te lo juro por lo que más amo.”
Pero Draco no hablaba. Porque si hablaba, todo saldría. El temblor de su voz. La necesidad. La desesperación.
Así que no habló.
Se quedó en el suelo, temblando, mientras Granger lanzaba hechizos de sanación, mientras Pansy le limpiaba los nudillos con las mangas de su túnica. Ninguna de las dos lo dejó solo.
Y cuando el sol empezó a ocultarse, cuando el cielo comenzó a teñirse de rosa y azul como una herida mal cerrada, Draco se permitió respirar. Solo un poco. Solo lo suficiente.
Hermione abrió los brazos. Y él fue hacia ellos. No por cariño. No por ternura. Sino porque tal vez, solo tal vez, ella era lo último que le quedaba de Harry.
Y si tenía que aferrarse a algo para no morir del todo, que fuera eso. Hermione lo abrazó con fuerza. Él enterró la cara en su cuello, como un niño que aún no sabe odiar. Y lloró. Esta vez no dijo que era por la caída. No dijo nada.
Y Pansy no lo delató. La noche cayó sobre el bosque prohibido, y con ella el silencio. Pero dentro de Draco, el grito seguía. Un grito mudo, largo y cruel, como el alarido de alguien que nunca debió aprender a amar.
Draco pensó que cuando todo terminara, cuando la guerra acabara o cuando el mundo se diera por vencido y cayera al suelo —con todos ellos incluidos—, él sería desechado.
No olvidado. No ignorado con indiferencia elegante y piadosa. No. Sería desechado. Como un trapo sucio. Como una reliquia que alguna vez sirvió, que alguna vez significó algo.
Draco Malfoy, el novio secreto, el dolor de cabeza, el sacrificio que Harry Potter cargó durante un tiempo porque así le dictaba su compasión absurda y su sentido idiota de la justicia. Draco estaba convencido de que ese sería su final. Un silencio. Una puerta cerrada. Una espalda que se alejaba.
Y sin embargo... no fue así.
No del todo.
Porque le costó a Granger y le costó a Pansy sacarlo del bosque. Mucho más de lo que Draco quiso admitir. Las raíces húmedas parecían crecer bajo sus zapatos embarrados, aferrándolo al suelo con una fuerza que no era mágica, sino emocional. Las hojas secas pegadas a sus codos, las ramas rotas enganchadas en sus pantalones rotos, todo parecía gritarle que se quedara, que se dejara morir ahí, en la espesura oscura que, por una vez, no le parecía temible. Le parecía honesta. Acogedora.
Pero ellas no lo dejaron. No lo soltaron.
Las dos lo arrastraron —casi literalmente— a través de los matorrales y raíces traicioneras. Hermione con la mandíbula apretada, la varita en mano, los ojos ardiendo como si la justicia fuera algo que pudiera invocarse con puro fuego. Y Pansy… Pansy parecía hecha de odio frío y manos temblorosas. Pero no hacia Draco. No esa noche. No mientras lo sostenía como si no fuera su mejor amigo, sino algo más frágil, más preciado.
Era tarde. Tal vez era la hora de la cena. Tal vez ya había sonado el toque de queda. Draco no lo sabía. No lo quería saber.
Solo quería que lo dejaran en el suelo. En cualquier parte. Entre los helechos. Junto a los troncos podridos. Donde el dolor pudiera filtrarse en la tierra y dejar de doler tanto. Donde pudiera hacerse pequeño. Insignificante. Invisible.
Quería hacerse bolita. Quería cerrar los ojos. Morir ahí, si era posible. Si alguien tenía la decencia de dejarlo.
Pero claro que no fue así.
Pansy, con su terquedad digna de una hermana mayor que nunca tuvo, no lo permitió. Y Hermione… Hermione Granger, que por alguna razón inexplicable no lo odiaba esa noche, tampoco lo dejó. Ni con hechizos, ni con conjuros que aligeraran su peso, ni con palabras vacías. No. Lo sostuvieron a la antigua. A puro músculo. A pura rabia. A puro cansancio emocional.
Avanzaban lento, torpes, como sombras heridas.
Y casi mueren. No por una criatura mágica, ni por un centauro enojado o un inferi perdido de alguna mazmorra. No. Casi mueren porque Hagrid —el semigigante, el guardabosques, el amigo de todos los Gryffindor, el protector del bosque— los oyó. Y no pensó que fueran humanos.
Porque los sonidos que salían del pecho de Draco no eran humanos.
Aullidos secos. Quejidos sin forma. Respiraciones cortadas como cuchillos oxidados. Las chicas intentaron hablar, pero sus voces se perdían entre las ramas agitadas por el viento de primavera. Hermione gritó su nombre, una, dos veces. El silbido de su voz fue más fuerte que la brisa.
Y Hagrid se detuvo.
“¿Hermione?” gruñó, con una ballesta en mano, los ojos entrecerrados en dirección a ellos. “¿Qué diablos hacen en el bosque a estas horas?”
El perro gigante que siempre lo acompañaba —Fang, una cosa temblorosa y asquerosamente empática— corrió hacia ellos antes de que el semigigante pudiera detenerlo. Fue directo hacia Draco. No gruñó. No ladró. No hizo nada más que olerlo… y gemir. Como si compartiera su pena. Como si reconociera ese tipo de dolor.
Y entonces, como si algo se hubiera hecho evidente para todos, Hagrid los hizo a un lado con cuidado y tomó a Draco entre sus brazos como si fuera un niño perdido.
Draco se dejó llevar. Ya no tenía fuerzas para discutir. Ni para odiar. Ni para fingir. La camisa le colgaba hecha jirones. Las lágrimas se le secaban en los labios. Tenía la garganta en carne viva. El corazón… ya ni siquiera lo sentía. Y eso era peor.
El semigigante no lo llevó al castillo. No se atrevió, tal vez. O tal vez entendía lo suficiente como para saber que Hogwarts —esa noche— no era un lugar seguro para un corazón roto.
Lo llevó a su cabaña. Una pocilga. Una casucha que olía a madera mojada, heno viejo y pan quemado. Draco hubiera puesto los ojos en blanco, hubiera hecho un comentario mordaz, incluso tal vez hubiera vomitado en su umbral si tuviera algo en el estómago. Pero no lo hizo.
Porque justo cuando sus pies tocaron el umbral, Hermione murmuró hacia Hagrid: “Harry”, como si su nombre fuera una contraseña. Como si fuera una confesión.
Y Draco lloró otra vez.
No supo si fue un llanto nuevo o si el anterior jamás había terminado. Solo supo que sus rodillas temblaron y que si Hagrid no lo sostenía, se habría desplomado de nuevo.
No escuchó la conversación. No oyó cómo Hermione explicaba en voz baja lo que había ocurrido. No vio cómo Pansy daba vueltas por la cabaña como una pantera encerrada. No le importó que Hagrid sospechara de ellas, que las interrogara con esa voz de trueno paternal que solía usar cuando atrapaba a estudiantes fuera de cama.
Draco solo sintió el peso de una taza —no, un tazón— entre sus manos. Grande. Pesado. Y caliente.
No lo pensó. No preguntó. Lo bebió. Y se arrepintió.
“¡Por Hécate! ¿Qué es esto?” logró soltar con la voz ronca, apartando el recipiente de golpe.
“Sólo un traguito para calmar los nervios,” respondió Hagrid con una sonrisa incómoda. “Tiene un toque de aguardiente de centauro. Y pimienta de fuego. Cosas mías.”
Draco tosió. El líquido le quemaba el esófago, pero le secaba las lágrimas. Le quitaba el temblor. Como si la mezcla maldita del guardabosques lograra, por arte oscura o milagro, apagar el incendio en su pecho.
Pansy suspiró aliviada. Hermione también.
Draco cerró los ojos.
No porque tuviera sueño. No porque quisiera descansar. Sino porque necesitaba no ver nada. No ver la cabaña. No ver los rostros preocupados. No ver el reflejo de sí mismo en la tetera oxidada que colgaba sobre la chimenea.
Y si se dejó abrazar por Pansy, si permitió que Hermione volviera a acariciar su cabello como si fuera algo normal, como si fuera suyo… fue solo porque no podía seguir gritando por dentro.
La noche fuera se tornó más espesa. El cielo, inabarcable y negro, parecía tragarlo todo. Incluso los sonidos del bosque. Incluso las lágrimas. Incluso los nombres que no quería decir en voz alta.
Pero Draco no se durmió. Se quedó sentado, respirando con dificultad, el estómago caliente por la bebida, los ojos abiertos en la oscuridad, viendo sin ver.
Pensando. Cuando todo esto acabe —pensó, con un sarcasmo agrio—, me desechará. Me desecharán todos. Incluso ellas.
Pero por ahora… no lo hicieron. Y eso dolía más que cualquier desprecio. Como si aún quedara algo en él que valiera la pena salvar.
Draco no sabía cuántos minutos pasaron desde el primer sorbo, sólo que al final terminó el tazón. El primero fue un castigo, el segundo una traición a su dignidad, pero a partir del tercero… fue agua limpia en su garganta. Agua con fuego, sí, con una llama ardiéndole desde el paladar hasta el pecho, pero también con algo más. Algo que le aflojaba la mandíbula tensa, que le desenredaba los músculos crispados del cuello. Quizá fue el aguardiente de centauro, con ese amargor a tierra y magia antigua, o quizá fue la pimienta de fuego que le raspaba las lágrimas de los ojos, secándoselas desde dentro.
Pero Draco dejó de llorar. No porque se sintiera mejor. No porque el mundo tuviera más sentido. Sino porque la rabia ocupaba demasiado espacio.
Rabia y alcohol. Y Harry. Ese maldito, jodido, inaceptable Harry.
Harry “mi-novio-cuando-le-conviene” Potter. Harry “te-juro-que-es-un-malentendido” Potter. Harry “la-besé-pero-no-significó-nada” Potter.
Draco bufó por lo bajo, con una mueca torcida que le dolía en la cara. Porque claro, ahora también dolía sonreír. Todo dolía. Cada costilla, cada dedo, cada suspiro.
"Si ese idiota cree que puede ir por ahí besando a la perra de Ginebra y luego volver a mí como si nada…" murmuró para sí, sin saber si hablaba en voz alta. No importaba. No le importaba nada.
Terminó su tazón con un último trago rabioso, como quien lanza una copa contra la pared después de brindar por una mentira.
Y entonces lo vio. El de Pansy. Después, el de Granger.
Las chicas no se lo impidieron. Tal vez porque sabían que no era momento de discutir.
Tal vez porque entendieron que, por esa noche, Draco necesitaba algo más que consuelo verbal y palmadas en la espalda. Necesitaba dejar de pensar. O de sentir.
Y él se los agradeció. Tal vez con un “gracias” murmurado, o quizá solo con una mirada menos cortante. No estaba seguro. Su cabeza ya no era un sitio fiable.
La voz de Hagrid retumbó a su lado, diciendo algo sobre el clima, o sobre las calabazas, o sobre cómo Fang le había comido otra vez los cordones. Draco no sabía por qué estaba hablando con él. O cómo. O cuándo. Solo sabía que de pronto se encontró allí, en un rincón de la cabaña, sentado junto al semigigante, sujetando otro tazón vacío entre las manos mientras sus palabras salían como humo tibio.
“Lo del tercer año… lo del hipogrifo…” empezó, la lengua entumecida, la voz como de piedra sumergida en agua. “Fue una estupidez. De mi parte. Quiero decir… ¿un juicio? Por un pollo con cara de tragedia griega…”
Hagrid soltó una carcajada que hizo temblar los tarros de miel sobre la repisa. “¡Buckbeak! ¡Ese ‘pollo’ es más noble que medio Ministerio de Magia junto!”
Draco levantó una ceja. “Nombre horrendo, por cierto. Podrías haberlo llamado Brontós, o Seraphim, o incluso Tempest. Algo digno.”
“¿Tempest?” rió Hagrid, golpeando su muslo con una mano enorme. “¿Saben cuántos hipogrifos tolerarían un nombre así sin arrancarte los ojos?”
Draco se rió. De verdad. No una risa fingida, ni una mueca. Una risa salida desde lo más profundo del estómago que aún le ardía por la pimienta, pero que de alguna forma se sintió liviana.
Caminaron juntos de regreso al castillo. Pansy a un lado, Hermione al otro, como dos sombras discretas que lo escoltaban sin intervenir.
Hagrid hablaba y hablaba, contándole historias sobre criaturas que nadie en su sano juicio criaría, y Draco respondía con sarcasmos suaves que ya no tenían filo. El alcohol lo había limado todo.
Pero entonces, justo cuando llegaron a la entrada de piedra iluminada por los faroles encantados, Hagrid se detuvo. Se volvió hacia él, con esa cara enorme y medio arrugada, con los ojos brillando en la penumbra.
“Dale una oportunidad a Harry, Malfoy.”
La frase cayó como una roca lanzada a un estanque. El agua se estremeció. La calma se resquebrajó.
Draco no dijo nada. No dijo que sí. No dijo que no. Solo lo miró, con esa expresión ausente que a veces le ponía a su madre cuando ella hablaba de sus flores. Un rostro bonito y vacío, decorado para no sentir.
Las chicas lo tomaron del brazo antes de que pudiera abrir la boca. Y lo llevaron dentro. Él, por supuesto, no se calló.
“No voy a darle nada a ese traidor. Lo voy a despellejar. Lo voy a colgar por los tobillos del torreón… torre de Gryffindor. Y luego… luego…”
Pansy le dio un codazo. Hermione intentó distraerlo con un comentario sobre darle un baño. Pero ya era tarde.
“¿Saben lo que es peor?” murmuró mientras subían los escalones. “Que aún lo amo. Como un idiota. Pero lo voy a dejar yo primero. Antes de que lo intente otra vez. Porque nadie, nadie, deja a Draco Malfoy. Yo dejo. Yo destruyo. Yo… yo le enseñé a Potter cosas que esa pelirroja santurrona no entendería ni con un diccionario ilustrado. En griego. Antiguo.”
La puerta del baño de prefectos se abrió como un suspiro encantado. Y allí entraron los tres. Vapor. Mármol. Fragancias de jazmín, eucalipto, y sándalo. Chorros de espuma mágica danzando como hadas enloquecidas.
Draco alzó los brazos.
“¡Mi bañera!”
Hermione intercambió una mirada de pánico con Pansy. Draco, por su parte, se desabrochó la camisa que Pansy reparo con la torpeza de quien lleva guantes puestos en los dedos del alma.
“No lo mires,” dijo Pansy, aunque ambas conocían demasiado un cuerpo masculino como para escandalizarse. “Sólo ayúdalo a no ahogarse.”
El agua estaba tibia. Acogedora. Draco se hundió en ella con un suspiro de alivio que pareció arrancarle siglos de encima. Y entonces empezó a hablar.
“Fue aquí. Aquí mismo. En este exacto sitio… ¿ven esa mancha en el borde? Ahí fue donde Potter… me saco su semen.”
Hermione abrió mucho los ojos horrorizada. Pansy se tapó la boca para no vomitar. Draco no se detuvo.
“Se arrodilló. El Elegido. El héroe del mundo mágico. El muy maldito con sus gafas torcidas y su aliento a menta. Y me dijo que nací para ser follado por él. Dijo que sabia ri-co… El muy maldito… me mintió…”
Se llevó una mano al pecho, teatral y trágico.
“¿Y ahora? ¿Ahora me cambia por una Weasley? ¿Pensará que ella es virgen? ¡Bah!”
Pansy le froto el cabello húmedo. Hermione empezó a recordar un hechizo para bajarle la borrachera.
Y Draco… Draco cerró los ojos otra vez.
No para dormir. No para descansar. Sino porque, una vez más, no quería ver nada. Ni el mármol. Ni las luces flotantes. Ni a sus dos amigas cubriéndolo con hechizos para que no se resfriara.
Porque mañana… Mañana quizá ya no querría matar a su novio. Tal vez sí.
El agua se había vuelto tibia de otra manera. No sólo por el calor —que aún flotaba en ondas suaves bajo la espuma encantada— sino por el peso del silencio que lo envolvía todo. Como si el vapor ya no fuera sólo vapor, sino el aliento de un castillo que contenía la respiración, temeroso de lo que Draco Malfoy diría a continuación.
Pero no dijo nada más.
Simplemente se quedó allí, sumergido hasta el pecho, con la cabeza recostada contra el borde de la bañera, los párpados temblándole con un cansancio que era más emocional que físico. Sus dedos, laxos, flotaban en el agua, y cada tanto se le escapaba un suspiro tan lastimoso que hasta las burbujas mágicas parecían apagarse con discreción, dejándolo solo.
Pansy le quitó la copa que Granger conjuro con agua de las manos. No había más licor, pero el efecto seguía ardiéndole en la sangre.
“Está bajando,” murmuró Hermione, con la voz medida de quien intenta no asustar a un animal herido.
“¿El alcohol?” preguntó Pansy, llevándose el dorso de la mano a la frente húmeda. “O su ego.”
Ambas sabían la respuesta.
Hermione se arrodilló junto a la bañera, con la varita firmemente sujeta entre los dedos. Su expresión era seria, como si hubiera estado lidiando toda su vida con hombres rotos que hablaban demasiado cuando estaban borrachos.
“Draco,” dijo suavemente. “Vamos a sacarte de aquí antes de que empieces a soltar… detalles más específicos.”
Draco, sin abrir los ojos, murmuró con desdén arrastrado:
“¿Vas a lavarme el pelo también, Granger? ¿Vas a acariciarme la frente y decirme que Harry en el fondo me ama?”
Pansy bufó por lo bajo y le lanzó una toalla a la cara. “Levántate, príncipe de la decadencia.”
Draco se incorporó con lentitud, el cuerpo elegante, aunque ahora torpe, emergiendo del agua con la teatralidad inconsciente de alguien que ha sido hermoso durante demasiado tiempo como para darse cuenta de que sigue siéndolo, incluso cuando está deshecho. El vapor resbaló por su piel pálida, por las costillas demasiado marcadas, por los huesos de la cadera que parecían gritar que no dormía bien desde hace semanas.
Hermione se dio la vuelta con brusquedad, el rostro encendido.
“¡Por Merlín, Pansy! ¿Puedes ayudarlo tú?”
Pero Pansy ya estaba envuelta en una risa ronca.
“¿Qué pasa, Granger? ¿Nunca viste un chico desnudo?”
Draco, mientras se secaba con lentitud tortuosa, murmuró:
“Ella acaba de hacerlo.”
Hermione lo fulminó sin girarse. “¡Cerré los ojos!”
“¿Sí?” La voz de Draco era un arrullo borracho, casi felino. “Entonces fue muy valiente de tu parte sostenerme la toalla con los párpados cerrados.”
Se acercó tambaleante, sin pudor, sin prisa. Hermione, rígida, dio un paso atrás mientras él, todavía húmedo, se le plantaba enfrente con la camisa colgando de un brazo. Las gotas de agua le caían desde el cuello, recorriendo las clavículas con una precisión indecente.
“¿Quieres divertirte, Granger?” preguntó, ladeando la cabeza con una sonrisa resquebrajada. “Una noche con un Slytherin borracho, tal vez te haga olvidar lo mucho que extrañas a Weasley…”
Hermione lo empujó con un dedo en el pecho. “Estás delirando.”
Draco soltó una carcajada opaca, esa risa hueca que se reía para no llorar.
Pansy, en ese momento, le propinó una palmada firme en la parte posterior del muslo. “¡Deja de molestarla, imbécil! Dame el pie.” Se agachó con dignidad agotada y le colocó los zapatos mientras él se apoyaba en su hombro, murmurando algo sobre el terciopelo de las cortinas de Gryffindor.
Hermione, más recuperada, tomó la camisa arrugada y con un hechizo rápido la dejó como nueva. La colocó sobre sus hombros con cuidado.
“¿Sabes abotonar, o también necesitas ayuda con eso?”
Draco la miró, con los ojos más grises que nunca, y por un segundo no fue arrogante. Fue simplemente un chico roto con demasiadas cosas encima.
“Gracias,” murmuró, y se dejó vestir.
Una vez completamente presentable —o lo que se puede considerar como tal para alguien que ha llorado, bebido y provocado incomodidad en menos de una hora— Draco se sacudió el cabello hacia atrás con aire dramático y declaró:
“Voy a escoltar a Granger a su torre. No es decente que ande sola a estas horas. Puede haber Gryffindors peligrosos por los pasillos.”
Hermione lo miró, incrédula. “No seas ridículo, puedo acompañarlos a ustedes. Además, tú estás… así.”
“¿‘Así’?” Draco alzó una ceja con fingida dignidad. “Yo siempre estoy ‘así’, Granger. Es mi encanto.”
Pansy negó con la cabeza mientras se colocaba la capa. “Cuando está borracho no lo contradigas. Es como discutir con un elfo doméstico por la cocina.”
Hermione suspiró y se rindió. Los tres salieron del baño de prefectos, caminando con lentitud, mientras el eco de los pasos llenaba los pasillos vacíos. Había una calma extraña en los corredores de Hogwarts a esa hora, como si el castillo también se permitiera su propio respiro nocturno, un susurro entre muros cargados de historia y secretos que jamás serían pronunciados en voz alta.
Cuando llegaron a la entrada de la torre de Gryffindor, Draco se detuvo.
El fuego de las antorchas le iluminaba el rostro con un resplandor tenue, dorado. Sus ojos grises estaban más claros ahora. O tal vez era que ya no tenía fuerzas para sostener su máscara habitual.
Se inclinó hacia Hermione, tan cerca que ella pudo contar las pestañas largas que temblaban junto a las sienes. Su voz fue baja, casi íntima.
“Si te topas con el desgraciado de Potter…” Hizo una pausa. El nombre le dolió. “No le digas que estuve llorando. No quiero que me imagine así.”
Hermione asintió lentamente, pero antes de que pudiera hablar, Draco añadió con una sonrisa torcida:
“Pero sí puedes decirle que estuviste en el baño de prefectos con Pansy y conmigo. Y que me viste desnudo.”
Hermione se sonrojó violentamente. “Eso lo va a volver loco de celos.”
Draco asintió, satisfecho. “Se lo tiene merecido.”
Pansy carraspeó detrás de ellos, cruzándose de brazos con cara de pocos amigos.
“Ya, suficiente exhibicionismo emocional por hoy. Ven aquí antes de que le pidas a Granger que te cante una nana.”
Draco hizo un mohín fingido, pero no se movió. Fue Pansy la que se acercó, sujetándolo del brazo.
Hermione, aún con el rubor como fuego vivo bajo la piel, se quedó paralizada cuando Pansy, al pasar a su lado, le rozó la mejilla con los dedos y le estampó un beso breve —apenas un roce de labios— en la comisura de la boca.
“Por soportarnos.”
Y justo cuando Hermione estaba a punto de implosionar del bochorno más absoluto, Draco estalló:
“¡¿Un beso?! ¡¿Por qué ella recibe un beso y yo no?! ¡Esto es discriminación!”
Pansy, sin dignarse a responder, comenzó a arrastrarlo por el pasillo.
“¡Buenas noches, Granger!” gritó Draco con dramatismo. “¡No olvides decirle a Potter que mi trasero es el mejor de Hogwarts!”
Hermione apretó los ojos, queriendo que el suelo se la tragara.
La señora gorda, desde el retrato, rió por lo bajo. “Tienes buenos gustos, querida.”
Hermione se llevó ambas manos al rostro. Y desde lejos, la risa de Draco siguió rebotando por los pasillos como una campana rota, entre carcajadas, besos robados, y heridas que no sabían aún cómo cerrarse.
El eco de la risa de Draco y Pansy resonaba entre los muros húmedos de piedra mientras descendían hacia las mazmorras. La luz de las antorchas oscilaba con sus pasos irregulares, proyectando sombras largas y distorsionadas que bailaban en los bordes de su visión. El cabello de Draco se mecía con cada paso, aún húmedo por el vapor del baño de prefectos, y cada tanto una gota resbalaba por su cuello, deslizándose por el hueco entre los botones mal cerrados de su camisa blanca.
“¿Crees que Hermione realmente lo hará?” preguntó Pansy, con una sonrisa ladina en los labios. El cabello se le pegaba en mechones oscuros a la sien, y su falda, aún ligeramente mojada, se adhería a sus muslos como si intentara esconderse en ellos.
Draco rió, un sonido agudo, casi musical. “Por supuesto que sí. No hay alma en Hogwarts que se resista al placer de volver loco a Potter.”
Pansy chasqueó la lengua. “Eres un bastardo cruel cuando te lo propones.”
“Y sin proponérmelo también,” murmuró Draco, más para sí que para ella. Un segundo después, tropezó contra un saliente del suelo de piedra, y soltó una carcajada desordenada. “Mierda. Estoy más borracho de lo que pensaba.”
“¿Te quejas? Te hacía falta.” Pansy le sostuvo del codo sin ternura, casi empujándolo hacia adelante. “Tu humor estaba empezando a parecerte al de Snape y no es un cumplido.”
Pero justo cuando doblaron el último recodo antes de la entrada de piedra de la sala común de Slytherin, la risa se les cortó. Como un suspiro atrapado entre costillas.
Harry Potter estaba allí, de pie, completamente inmóvil. Como una estatua que no encajaba en las mazmorras, vestido aún con el uniforme de Quidditch, el pelo rebelde y los ojos verdes brillando con una mezcla de sorpresa, ira contenida y algo que Draco no supo identificar del todo. Miedo, tal vez. O dolor.
“¿Qué haces aquí?” espetó Pansy con el filo de una daga en la voz, sus pasos se detuvieron en seco, y colocó el cuerpo frente a Draco como si fuera una extensión natural del suyo.
Harry no respondió de inmediato. Su mirada estaba clavada en Draco, como si necesitara observarlo desde todos los ángulos para entenderlo. El cabello húmedo. La camisa desabrochada hasta casi el esternón. Los párpados pesados. La sonrisa torcida. Y luego, Pansy, con la ropa pegada al cuerpo, los muslos marcados por el agua y el vapor. Algo se crispó en su rostro.
“Necesito hablar contigo,” dijo Harry finalmente. Su voz no era firme. Más bien, se quebraba. Como si le doliera incluso pedirlo. “Por favor.”
Draco ladeó la cabeza con teatralidad. Sus labios se curvaron con lentitud. “¿Hablar?” repitió, con voz grave y sarcástica. “¿No tienes a la Weasley para eso? ¿O solo te sirve su lengua si está en tu garganta?”
Harry cerró los ojos un instante, como si el comentario lo hubiese golpeado en el estómago. Los volvió a abrir con un dejo de súplica. “Draco…”
“Oh, merlín, está suplicando,” susurró Draco con una risa baja, ahogada en el cabello de Pansy mientras se apoyaba en ella. “Potter nos debe haber descubierto.”
Claro que no lo susurró. Lo dijo con esa voz arrastrada y ebria que, en su cabeza, sonaba como un secreto, pero que en la realidad se escuchó perfectamente entre los muros de piedra.
Harry dio un paso adelante. “Estás borracho.”
“¡Puntos para Gryffindor!” exclamó Draco, abriendo los brazos como si hubiera ganado un premio. “El Niño Que Vivió también puede observar.”
Intentó rodear a Pansy, tambaleándose un poco, pero antes de que pudiera entrar en la sala común, Harry lo alcanzó y lo rodeó por la cintura con ambos brazos. El contacto fue breve. Ínfimo. Pero Draco se congeló.
Porque incluso borracho, incluso herido, incluso en guerra, el tacto de Potter aún lo desarmaba.
“Déjalo,” gruñó Pansy, empujando el pecho de Harry con ambas manos. “No lo toques.”
“Parkinson” dijo Harry sin mirarla. “Por favor. Solo un momento.”
“Ni muerta,” escupió ella.
Pero Draco levantó una mano con lentitud. “Está bien.”
Pansy se volvió hacia él, horrorizada. “¿Estás loco?”
“Solo un poco,” murmuró Draco con una sonrisa opaca. “No tardaré.”
“No me gusta esto,” gruñó ella. “No me gusta nada.”
Harry sintió cómo Pansy le metía una patada seca en la espinilla antes de girarse con furia y desaparecer tras la entrada de piedra, dejando tras de sí el retumbar del código y el temblor de los muros cerrándose.
Draco se apoyó en la pared, resbalando un poco hasta quedar medio sentado en el suelo, las piernas estiradas, la cabeza echada hacia atrás. El cabello rubio, mojado, pegado al cuello. Las pestañas largas lanzando sombras sobre sus mejillas.
Harry se agachó frente a él. “Draco. Escúchame. Por favor.”
No hubo respuesta. Solo la respiración lenta del rubio, y el murmullo lejano del castillo. Harry tragó saliva. Sentía el corazón en la garganta, las manos heladas.
“Fue un accidente,” comenzó. “Ginny… Ginny me dijo que no quiso besarme. Que fue un impulso. Y yo… yo no quería que pasara. Yo no sentí nada, Draco. Juro que no sentí nada.”
Draco seguía sin responder. Harry frunció el ceño, pero siguió hablando, cada palabra clavándose como un alfiler en su garganta.
“No tienes idea de cuánto me importas. De cuánto me dolió no poder alcanzarte, no poder explicarte. No me importa si todos me odian, si Ron me deja de hablar por empujar a su hermanita, si Hermione me lanza libros. Solo me importa que tú no me mires como si fuera otro más que te traicionó.”
El silencio pesaba. Draco no se movía. No pestañeaba siquiera.
Harry se acercó un poco más, y notó algo extraño. El ritmo de su respiración. La forma en que su cuerpo se había relajado por completo.
“Draco…” susurró, con temor. Con cuidado, le apartó el cabello de la frente, y luego deslizó los dedos hasta su cuello. Tiró de él, solo un poco, hasta que la cabeza de Draco cayó suavemente sobre su hombro.
Y entonces lo supo.
El muy idiota estaba dormido. Dormido profundamente, con el aliento cálido y tibio saliendo entre sus labios entreabiertos, la frente húmeda y las mejillas sonrosadas por el alcohol.
Harry soltó una carcajada rota, sin humor, mientras lo sujetaba para que no se deslizara más. Su voz se quebró entre el asombro y la derrota.
“No escuchaste nada, ¿verdad?”
Draco emitió un sonido gutural, casi un ronquido, y murmuró algo sobre “traseros” y “baños encantados”.
Harry lo abrazó con más fuerza. No supo si para mantenerlo en pie o para no quebrarse por completo en ese pasillo frío.
Allí se quedó, sosteniéndolo. Aún enamorado. Aún herido. Y completamente solo con su confesión no escuchada, flotando en el aire espeso de las mazmorras como una plegaria que nadie quiso oír.
Draco no supo exactamente en qué momento dejó de estar inconsciente y comenzó a soñar.
Era como nadar lentamente hacia la superficie de un lago helado, sin saber cuánto tiempo había estado sumergido en el fondo. Sentía el cuerpo pesado, como si cada extremidad hubiese sido hechizada con un encantamiento de plomo. No había pensamientos claros, solo una sensación cálida, constante, reconfortante, como si el mundo entero se hubiera detenido para permitirle un respiro.
El primer indicio de que estaba volviendo fue el sonido.
Un latido. Constante. Tranquilo. Justo debajo de su oído, vibrando con una familiaridad que le erizó la piel.
Ba-dum. Ba-dum. Ba-dum.
No era el suyo. Era demasiado fuerte, demasiado firme. Aun sin abrir los ojos, supo de inmediato quién era, Harry.
El pecho donde reposaba su cabeza subía y bajaba con un ritmo acompasado. No se movía mucho, lo que indicaba que Harry estaba despierto. Draco pudo sentirlo: los pequeños ajustes en su postura, los brazos enroscados en torno a él con una delicadeza que le provocó un nudo en la garganta. La mano de Harry rozaba apenas la parte baja de su espalda, como si temiera que cualquier presión de más pudiera quebrarlo.
El perfume de Harry, inconfundible y tan él, lo envolvía: una mezcla cálida de madera húmeda, hojas de primavera y esa pizca de cera de escoba y cuero viejo que se le impregnaba en el cuello después de pasar horas en el campo de quidditch. Draco se acurrucó más sin pensarlo, moviéndose lo suficiente como para que la tela de su pijama rozara la piel de Harry. Aun así, mantuvo los ojos cerrados. No porque quisiera seguir dormido… sino porque no estaba preparado para abrirlos.
La voz que interrumpió el momento no fue la de Harry.
“Hazme un favor,” dijo una voz baja, calmada, de pronunciación perfecta, “métete en tus propios asuntos.”
Draco frunció el ceño apenas, sintiendo el eco de esas palabras atravesar la habitación con un tono demasiado elegante como para pertenecer a cualquiera. Reconoció esa voz al instante. Blaise.
Y no fue solo el tono: fue el tipo de cansancio contenido que arrastraban esas palabras, como si llevaran horas discutiendo algo que ninguno quería decir en voz alta. Draco no supo a quién le hablaba Blaise —tal vez a Pansy, o a Vicent, o incluso a Gregory—, pero la respuesta no tardó.
La vibración en el pecho de Harry fue lo que lo delató. Draco pudo sentir cómo los músculos bajo su mejilla se tensaban apenas, y entonces llegó la respuesta, seca y cargada de una irritación apenas contenida.
“Sé que eres tú quien le ha cumplido cada antojo que tiene.”
La voz de Harry. Más grave de lo habitual, ronca de cansancio o de rabia contenida.
Draco abrió apenas los labios, en silencio, reconociendo ese tono con una punzada helada de ansiedad. No tenía que ver con celos, no del todo. Era… frustración. Celos también, quizás. Una mezcla explosiva que Harry no sabía cómo manejar del todo, sobre todo cuando se trataba de quienes quería.
Harry suspiró. El sonido se esparció en su pecho como un oleaje cálido, y Draco sintió el cambio inmediato cuando los brazos que lo sostenían se apretaron ligeramente. No de forma posesiva, sino como quien, sin mirar, necesita saber que lo importante sigue ahí.
Draco tragó saliva. Aun fingiendo dormir, podía notar la tensión que antes no estaba. El aire parecía más denso ahora. Como si se hubiese espesado con las palabras no dichas, con las dudas suspendidas entre el murmullo de las velas y el sonido amortiguado del agua que rozaba los ventanales.
“Deja de actuar como si no supieras de qué hablo,” continuó Harry, con voz más baja, más áspera. Una frase que sonaba como un desafío y una súplica al mismo tiempo.
Draco, aún con los ojos cerrados, se removió apenas, lo suficiente como para que el roce de su mejilla provocara otra reacción en Harry. Un leve sobresalto. Y después, el abrazo más firme. Harry lo envolvió como si temiera que se desvaneciera, como si al mínimo movimiento pudiera deslizarse otra vez entre los dedos.
Un largo silencio se instaló entonces. De esos que pesan más que cualquier discusión, y que Draco sintió como una manta pesada que lo obligaba a mantener los ojos cerrados. Lo peor de fingir dormir era la necesidad de no reaccionar, de tragarse cada emoción que le subía por la garganta como fuego líquido.
“Deberías hablar con él,” dijo Harry, eventualmente, con una suavidad inesperada. No era una orden. Era una invitación.
Hubo un leve crujido. Tal vez Blaise se había apoyado contra la pared de su cama, o había cruzado los brazos. Cuando respondió, su voz ya no sonaba tan firme.
“No quiere saber nada de mí.”
Las palabras eran casi inaudibles, pero Draco las sintió retumbar igual. Porque Blaise no decía esas cosas. Blaise no admitía esas cosas.
Harry se rió, muy bajo. Un sonido seco, que no era de burla. Más bien de resignación.
“Bueno… como diría mi novio, los Gryffindor venimos con esa programación. Dramas innecesarios, decisiones idiotas y una necesidad enfermiza de lanzarnos a salvar lo que no se puede salvar.”
Draco tuvo que morderse la lengua para no bufar. Y para no sonreír, también. Maldito idiota.
Se quedó inmóvil. No por miedo a que lo descubrieran, sino porque… quería escuchar. Quería saber.
“¿Lo de Draco y tú… se acabó?” preguntó Blaise entonces.
Draco sintió que su cuerpo se tensaba por dentro, aunque por fuera no se movió un solo milímetro. Su respiración se volvió tan superficial que por un momento temió que Harry notara que estaba despierto. Su corazón retumbaba como un tambor en su pecho, y todo su ser estaba alerta. Esperando.
La respuesta de Harry tardó. Y cuando llegó, fue un susurro cargado de algo más grande que el miedo.
“No. Jamás dejaría a Draco.”
Un segundo de silencio. Dos. Y luego:
“Él… él es…”
Pero Harry no terminó. Draco quiso gritar. Lanzar un cojín. Sacudirlo y exigirle que lo dijera de una vez, porque tenía que saberlo. Necesitaba saberlo. Pero no lo hizo.
“Parece que te quiere,” respondió Blaise, y Draco juraría por Godric Gryffindor que su amigo sonrió al decirlo.
Lo que Harry respondió, en cambio, no tuvo ni una pizca de humor.
“Espero que sí. Porque yo… no sé qué sería de mí sin Draco.”
El silencio que siguió fue diferente al anterior. Era… más cálido. Más denso. Como si las palabras dichas hubieran llenado por completo la habitación y no quedara espacio para nada más.
Draco ya no pudo sostener el velo del sueño fingido por mucho más tiempo. Se sintió flotar en esa mezcla de alivio, emoción y una ternura que no se atrevía a reconocer tan fácilmente. Quiso abrir los ojos. Mirar a Harry. Quiso… tantas cosas.
Pero el calor. El calor de su pecho, el perfume de su cuello, la forma en que su respiración lo acunaba…
Todo lo hizo rendirse de nuevo.
Draco se durmió antes de poder pensar más en ello, con una sonrisa tenue en los labios. No supo que Harry lo había estado mirando durante toda la conversación. No supo que cada palabra que decía la medía según el leve ritmo de su respiración. No supo que, cuando Draco sonrió, Harry también lo hizo, bajando la frente para rozar su cabello con los labios.
No supo que, en medio de todas las dudas y los malentendidos, aún había algo intacto entre ellos: ese amor no dicho que seguía flotando, latiendo fuerte y claro, como el corazón bajo su mejilla.
Notes:
Si pudieran eliminar a un personaje de la historia, ¿Cuál seria y por que Daphne? 👀
Chapter 41: Si no hay nadie que te amé, no vas a ninguna parte
Summary:
Mi corazón de pollito ya no puede escribir más angustia 💔
Advertencias específicas:
Embarazo no deseado
Mención de abuso sexual y físico.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Doce días. Solo eso.
Doce malditos días para su cumpleaños número diecisiete y, al paso que iban las cosas, Draco estaba seguro de que lo celebraría completamente solo. No solo sin amigos —porque los tenía, aunque fueran selectos, estratégicos, irritantes o simplemente útiles— sino sin pareja. Peor aún, sin el imbécil infiel de su novio. O exnovio. O lo que fuera Harry Potter ahora.
Draco no sabía cómo llamarlo. Sabía lo que sentía, claro, el peso entre el esternón y la garganta no lo dejaba respirar del todo bien desde hace 10 horas, cuando todo se fue a la mierda. Cuando la pelirroja lo arruinó todo. Cuando Harry... cuando Harry no se apartó.
Había muchas cosas en la vida que Draco podía tolerar: la lluvia de noviembre colándose por las ventanas del aula de Adivinación, los ronquidos inhumanos de Crabbe, incluso la risa chillona de Padma Patil. Pero había una que simplemente le resultaba intolerable: que lo vieran la cara de idiota.
Y ahora todo el colegio hablaba de lo mismo. Lo había escuchado incluso en la biblioteca: “Potter y Weasley se besaron después del partido”, “Malfoy lo perdonó, claro, como si tuviera orgullo para hacerlo”. Murmuraban su nombre como si fuera una advertencia, una burla, un chisme digno de los pasillos. Algunos lo veían con pena. Otros con diversión. Y eso a Draco lo carcomía por dentro.
Claro que Harry le había dicho que fue un accidente. Que Ginebra —o “Ginny”, como a Draco le desagradaba que la llamara el imbécil de Potter— lo había besado de sorpresa, como una imbécil eufórica tras la victoria de Gryffindor, y que él no había querido. Que había intentado apartarla. Que lo detestaba. Que solo pensaba en Draco.
“Claro que sí,” murmuró Draco aquella mañana en su cama con dosel, en las mazmorras, mirando el techo con los brazos cruzados tras la cabeza. “Como si yo fuera un maldito elfo doméstico sin cerebro.”
La verdad era que sí quería creerle. No porque confiara ciegamente en Harry —porque eso sería suicidio emocional—, sino porque conocía la forma en la que Harry lo miraba cuando pensaba que nadie los veía. Esa mirada suave, urgente, desesperada. Con hambre y miedo. Como si Draco fuera lo único seguro que tenía en el mundo.
Pero... tampoco podía fingir que no había visto la forma en la que Ginebra se lanzaba sobre él, ni ignorar que Harry no se había apartado de inmediato. Y si bien podía tragar, con esfuerzo, la idea de que Potter no quería ese beso, lo que jamás se tragaría era que la Weasley no lo quisiera. Draco podía oler la desesperación de Ginebra por meterse en la cama de Harry desde kilómetros.
Y entonces, claro, llegaron las cartas.
La más ofensiva de todas había sido la de Lavender Brown, que desde su convalecencia en San Mungo había tenido la desvergüenza de enviarle una lechuza envuelta en papel con perfume empalagoso. Lo primero que Draco hizo fue lanzar un hechizo de desodorización. Luego la leyó. Se arrepintió de haberlo hecho al tercer párrafo.
“La infidelidad es imperdonable, Draco”, decía la carta en su caligrafía redondeada. “No dejes que te pisoteen. No vuelvas con él. Aunque, claro, harían bebés tan bonitos.” Draco frunció el ceño tan fuerte que sintió el entrecejo latir.
Lo quemó todo apenas llegó al final, cuando Lavender, con una dulzura ridícula, le pedía que si él y Harry llegaban a tener hijos, le apartaran el más bonito para una futura unión con uno de los suyos.
“¡Como si yo fuera a cargar con una criatura en el vientre como si fuera una vaca gorda y mansa!” gritó Draco en la privacidad de su baño, mientras su varita convertía en cenizas la carta de Brown. “¡Como si mi hijo fuera a casarse con alguien por debajo de su categoría! ¡Como si yo fuera a criar herederos para dárselos a imbéciles promedio!”
El enojo lo mantenía caliente. Le ayudaba a no quebrarse.
Pero había un problema: Harry.
Ese imbécil, delicioso, insoportablemente guapo Gryffindor había pasado la noche en su cama. Draco, por supuesto, no había intentado echarlo porque estaba demasiado borracho. Que Harry respetaría su espacio a la mañana siguiente. Pero no. En lugar de eso, cuando se despertó —con la garganta seca, la cabeza ardiendo y las sábanas enredadas entre sus piernas— lo primero que vio fue a Harry, dormido a su lado, completamente desnudo y el cabello más desordenado de lo normal.
Cuando Draco le tiró una almohada, Harry solo murmuró “Draco” y se dejó empujar por Draco, mientras le lanzó el uniforma de quidditch de Gryffindor a la cara. Luego se acostó. Draco intentó ignorar cómo su corazón latía con fuerza cuando vio a Harry estirarse aun sobre su cama sin pensarlo, los músculos marcados, el pecho ancho, ese cuello que le provocaba tantas cosas que no eran aptas para antes del desayuno.
Pero todo se fue a la mierda otra vez cuando Harry habló.
“Draco,” había dicho. “Necesito que me escuches. Lo del beso fue—”
“No tendremos más sexo si sigues hablando.” Su voz había sido gélida, afilada. Como una daga de hielo. Y funcionó. Harry se calló.
Claro que luego lo siguió como el maldito perro faldero que era. Ni siquiera Vincent pudo soportarlo: el pobre casi se desmaya cuando vio a Harry salir detrás de Draco completamente desnudo rumbo al baño. Draco solo alzó una ceja y sonrió con satisfacción, su novio no solo estaba dotado en magia.
El resto del día fue igual: Harry, detrás suyo como una sombra. Pansy a su izquierda, con sus uñas recién pintadas y la varita lista para atacar si Potter abría la boca. Granger a su derecha, lanzando libros como si fueran proyectiles guiados por magia. Draco no decía nada. Solo caminaba, bebía su té, almorzaba en silencio y mantenía su cabeza en alto. Si el castillo iba a mirarlo, que lo hiciera con respeto.
“¿Y que estuve en la cabaña de Hagrid emborrachándome?” preguntó Draco más tarde en voz baja mientras hojeaba un libro en la biblioteca junto a Granger. “Que lo crean. Mejor eso que sepan que casi salto de la Torre de Astronomía.”
La realidad es que sí había bebido. No tanto como para perder la conciencia, pero sí lo suficiente para reírse con Pansy y Hermione como si fueran amigas de toda la vida. Por supuesto que luego tuvieron que llevarlo al baño de prefectos y desnudarlo para un baño a mitad de la noche, como las desalmadas que ambas eran. Y Harry... bueno, Harry había seguido al grupo como una sombra, escuchando, observando. Callado.
Draco no sabía qué hacer. Si lo perdonaba tan rápido, el mundo pensaría que era un pusilánime sin amor propio. Si no lo perdonaba, se quedaría sin Harry. Y, por Merlín, odiaba cuánto lo necesitaba.
Miró por la ventana desde un pasillo mientras caminaba hacia las mazmorras aquella noche, observando cómo la luna menguante colgaba pálida sobre los terrenos nevados de Hogwarts. Se sentía fracturado. Como si algo en su pecho estuviera mal colocado, y cualquier movimiento, cualquier palabra equivocada, pudiera hacerlo colapsar.
“Maldición, Potter,” murmuró con los ojos cerrados. “Si no fuera porque te amo, te odiaría con todo lo que tengo.”
Pero no lo hacía. Y eso era lo peor.
Amanecía en Hogwarts y ya el lunes se abría paso con un cielo encapotado que parecía reflejar con precisión el humor de Draco Malfoy.
Draco aún no sabía cómo no había convertido en sapo a su estúpido novio miope. Tal vez porque se veía demasiado atractivo con la nariz sangrando bajo la luz dorada del atardecer cuando Harry menciono el nombre de la Weasley delante suyo. O tal vez porque, pese a todo, Draco era débil cuando se trataba de él. Y eso era imperdonable.
La noche anterior, entre un debate moral, tres chocolates de menta y dos bufidos compartidos con Pansy y Hermione, decidieron el castigo. Uno digno de un traidor sentimental que había arrastrado el honor de Draco por el césped embarrado del campo de Quidditch. Hermione, ruborizada, había terminado por marcharse antes de que la conversación llegara a los detalles prácticos, murmurando algo sobre “límites de confianza” y “salud mental colectiva”.
“Cobarde,” había murmurando Pansy sin molestarse en disimular la sonrisa ladina que se le escapó.
Draco, por su parte, había pasado el resto de la noche observando el dosel verde oscuro de su cama como si en sus pliegues se escondiera alguna revelación. No durmió. Pero tampoco pensó demasiado. No lo necesitaba. A veces, las decisiones no eran cuestión de razonamiento, sino de estilo. Y Draco, si algo tenía, era estilo para vengarse con elegancia.
Así que a las siete y cuarenta y tres de la mañana, se escabulló de su cama con paso sigiloso, envuelto en una manta ligera que había robado del baúl de Theo hace meses, el cabello peinado como si no hubiera estado despierto toda la noche. Se dirigió a la cama de Blaise, quien, según rumores internos —confirmados por Pansy con el mismo tono que se usaría para hablar de las reservas de Gringotts—, guardaba un baúl lleno de objetos comprometidos y, digamos, peculiares.
Draco golpeó las cortinas una vez.
“¿Sabes que no son ni las ocho, verdad?” murmuró Blaise con la voz grave y ligeramente ronca al abrir sus cortinas con solo los ojos visibles entre la maraña de sábanas que llevaba encima.
“No tengo tiempo para tus quejas matutinas,” espetó Draco con un deje de urgencia. “Necesito uno de tus juguetes.”
Blaise parpadeó.
“¿Disculpa?”
“No para mí, imbécil,” dijo Draco girando los ojos, cruzando los brazos con una elegancia innata. “Es para Potter. Por… ya sabes.”
“Ah,” dijo Blaise, asintiendo lentamente. “La tragedia nacional del beso con Ginebra. Estaba esperando el apocalipsis. Me preguntaba si explotarías el sábado o el domingo. Has aguantado más de lo que pensé, Draco.”
“Cállate. ¿Puedo verlos?”
Blaise suspiró como si estuviera entregando un tesoro familiar, luego chasqueó los dedos y, con un encantamiento de desbloqueo, un baúl de madera oscura se arrastró desde debajo de su cama. Estaba cubierto de runas de privacidad y de un fino polvo de olvido automático. Draco frunció el ceño, fascinado a su pesar.
“¿Te has metido en tráfico mágico ilegal y no me lo dijiste?” preguntó con falsa indignación.
“Por favor, esto no es Bulgaria,” respondió Blaise, abriendo el baúl. “La mayoría son nuevos. Algunos me los trajeron mis primos de Grecia. No están mal.”
La primera caja era de terciopelo granate, con bordes dorados. Draco la alzó con delicadeza.
“¿Qué demonios es esto?”
Blaise le explicó con voz tranquila, como quien recita el menú del desayuno. “Eso es un modulador de sensibilidad mágica. Se supone que lo colocas en la garganta y amplifica cualquier contacto mágico... O táctil. Depende de cómo se lo encante.”
“¿Y esto de aquí?” preguntó Draco, señalando otro estuche negro con un broche de serpiente.
“Oh, ese es más tradicional. Un encantador de obediencia. Sirve para canalizar órdenes.”
Draco arqueó una ceja.
“¿Me estás diciendo que esto hace que alguien... te escuche sin rechistar?”
“Solo si quiere. O si está demasiado entretenido para resistirse,” respondió Blaise con una sonrisa traviesa.
Draco hojeó entre los compartimentos con una mezcla de asombro y desdén. A veces no sabía si envidiaba a Zabini por su descaro o si le horrorizaba su falta de filtro.
“No voy a usar nada que implique... excesos innecesarios. Esto es un castigo simbólico,” murmuró Draco finalmente, mientras elegía una pequeña caja plateada, discreta, con una inscripción en francés: Volonté et Silence.
Blaise asintió, reconociendo el objeto. “Ese es perfecto. No muy invasivo. Más teatral que otra cosa.”
“Perfecto,” murmuró Draco con satisfacción, ocultando la caja en el bolsillo interno de su túnica. “¿Cuánto?”
Blaise se cruzó de brazos y sonrió como si esperara ese momento desde hacía siglos.
“Weasley. Sin la presencia de Granger o Potter por al menos dos horas.”
Draco lo fulminó con la mirada. “Pides demasiado y no quiero ni pensar para que lo quieres si ya lo embarazaste.”
“Lo sé,” dijo Blaise con orgullo.
Mientras Draco guardaba la caja en su bolso, pensó en que si salía bien lo que ya estaba planeando Harry nunca volvería a humillarlo.
El gran comedor hervía en voces y risas animadas, aún impregnado del júbilo del día sábado. Las banderas de Gryffindor ondeaban suspendidas sobre las mesas gracias a algún encantamiento dejado por Flitwick o un prefecto particularmente entusiasta. El aire olía a tostadas calientes, miel, huevos revueltos y jugo de calabaza recién servido. Draco cruzó las puertas como si la algarabía no fuera más que una molestia menor en su camino, su andar elegante, firme, sin prisa pero con un propósito claro. No había dormido bien, no porque no pudiera, sino porque no había querido. Lo había pasado entero pensando, maquinando, alimentando ese rencor que le hervía lento en el pecho.
Como de costumbre, cuando llegó a la mesa de Slytherin, un leve murmullo se levantó a su paso. Pansy, sentada junto a un grupo de chicas de sexto y séptimo, hablaba con voz baja y una sonrisa ligera en los labios. Apenas lo vio acercarse, se enderezó. Las otras chicas bajaron la cabeza ruborizadas como si les hubieran sorprendido en plena travesura, o le lanzaron sonrisas de medio lado que Draco ignoró sin esfuerzo alguno. Su mirada estaba en otro punto de la sala. Mejor dicho, en otra persona.
Se sentó junto a Pansy con la soltura de quien no tenía que pedir permiso, alcanzó una taza de té negro sin decir palabra. Pansy lo observó un momento, con el ceño levemente fruncido, y le susurró sin apartar los labios de su copa de zumo:
"¿Qué tramas, Draco?"
Él no respondió. Ni siquiera parpadeó. Solo elevó la mirada lentamente hacia la mesa de Gryffindor. Y ahí estaba. Potter.
Harry lo miraba. Había estado mirándolo desde que entró. Tenía el cabello más desordenado de lo usual y, aun a la distancia, Draco pudo notar la tensión en sus hombros. Llevaba los labios apretados, la mandíbula rígida, y los ojos… esos ojos siempre tan vivos, ahora le parecían apagados, más oscuros de lo normal. Como si supiera exactamente lo que se venía y lo esperara con esa estúpida obstinación mártir que tanto irritaba a Draco.
Y sin embargo…
Tan patético. Tan... vulnerable.
Draco dejó que una sonrisa torciera levemente sus labios. No dijo nada más, pero a su lado, Pansy soltó una risita ahogada.
Durante el desayuno no probó bocado. Apenas jugó con su panecillo mientras bebía su té, interrumpido sólo por las miradas intermitentes que se cruzaban entre él y Potter. No hablaban. No necesitaban hacerlo. Cada mirada era una amenaza muda, una súplica implícita, una promesa de ajuste de cuentas.
Diez minutos antes de que la campana anunciara el fin del desayuno, Draco se puso de pie con lentitud deliberada, dejando su taza intacta sobre el plato. Con un movimiento leve, casi imperceptible, se pasó dos dedos por el cuello, rozando la piel pálida y libre de marcas, como si de pronto sintiera algo que no estaba allí. Sabía lo que hacía. Sabía exactamente hacia dónde mirarían los ojos de Potter en cuanto hiciera ese gesto. Y así fue.
Harry se puso de pie tan rápido que tumbó ligeramente su banco. Nadie pareció notarlo en medio del bullicio. Draco ya había salido del gran comedor sin mirar atrás.
Lo escuchó acercarse por detrás, justo cuando doblaba hacia el primer pasillo a la derecha. Lo condujo por los corredores menos transitados a esa hora, directo al baño vacío del ala este, un sitio que siempre olía a menta y mármol húmedo, y que por alguna razón nunca parecía recibir alumnos a primera hora.
Apenas Harry cruzó el umbral, Draco lo empujó con una fuerza contenida contra la puerta, sin violencia pero con firmeza, como quien se asegura de que no haya escapatoria.
"No creas que esto se ha olvidado", murmuró, su voz baja, casi áspera. Sus ojos, tan grises como el acero mojado, lo escrutaban sin compasión.
Harry tragó saliva. Lo miró a los ojos, sin intentar zafarse. "Lo sé. Draco, lo siento. Ya te lo dije. Fue solo… fue una confusión. No fue…"
"¿No fue qué, Potter?" Draco interrumpió, su voz más baja, más peligrosa. "¿No fue nada? ¿Un error? ¿Un desliz? ¿Una celebración estúpida? ¿O simplemente fue que te sentías demasiado Gryffindor para pensar en mí ese segundo?"
El silencio se hizo denso.
"Draco…"
Pero Draco no quería escucharlo.
Lo calló con una presión suave de los labios, apenas un roce fugaz sobre los de Harry. Un gesto que, lejos de ser tierno, estaba impregnado de tensión, de enojo contenido, de esa mezcla extraña de deseo, orgullo y rencor.
Cuando se separó, sus ojos se clavaron en los de Harry, sin dejarlo escapar.
"No te creas perdonado", dijo. "Aún estamos en eso. Hoy es solo el inicio."
Metió la mano en el bolsillo interior de su túnica, sacando un pequeño estuche de cuero negro, de esos que parecen inofensivos si no sabes lo que contienen. Harry frunció el ceño, desconcertado. Draco no dijo nada de inmediato. Solo lo sostuvo frente a él, abriéndolo con parsimonia. En su interior, descansaba un anillo delgado de plata con una ligera vibración mágica.
Harry lo miró sin comprender.
"¿Qué es eso?"
"Algo que quiero que uses", dijo Draco con voz suave. "Tiene un encantamiento de retención por si tratas de quitártelo. Y otra cosa más… especial."
"¿Encantamiento de retención?", repitió Harry, el ceño cada vez más fruncido.
Draco se acercó, apenas un paso, lo suficiente para invadir su espacio personal.
"Es… simbólico", susurró, y por un segundo, la dureza en sus ojos se suavizó. Solo un segundo. "Y si tienes tanto remordimiento como dices, lo llevarás durante el día. Te recordará lo que hiciste. Lo que pusiste en riesgo."
Harry bajó la mirada al objeto. No parecía tener nada de particular. Pero sabía que en manos de Draco, incluso lo aparentemente simple podía tener implicaciones complejas.
Y entonces, Draco sonrió. Una de esas sonrisas que no llegan a los ojos.
"Y además, es bastante cómodo. Blaise me mostró algunos más… interesantes. Pero esos son para otra ocasión."
Harry lo miró, en parte consternado, en parte fascinado.
"¿Y si no quiero ponérmelo?"
Draco lo sostuvo de la nuca con una mano fría, firme.
"Entonces será aún peor, Potter. Porque lo único que me impide hacer de esto un escándalo público, es la idea de que me debes algo. De que aún estás dispuesto a demostrar que no todo lo que pasó allá abajo en ese campo fue un impulso hormonal de la Weasley."
Harry, tras una pausa pesada, tomó el anillo. Lo sostuvo entre sus dedos. Suspiró.
"Está bien", dijo. "Lo haré."
Draco lo miró fijamente. No sonrió. No dijo "gracias". Solo asintió, una sola vez, con esa solemnidad antigua que parecía heredada de generaciones de sangre pura entrenada para no mostrar emoción.
Y entonces, justo cuando Harry pensó que lo dejaría ir, Draco se acercó una vez más. Su voz fue un susurro:
"Hoy serás mío, Potter. Aunque no esté a tu lado. Vas a sentirlo. Aquí" —le tocó el pecho, justo donde latía su corazón— "y aquí." Su mano bajó suavemente hacia el pene dormido que salto de emoción ante el tacto. "Porque, aunque el mundo crea que puedes besar a quien quieras, yo sé exactamente a quién miras cuando todo se apaga."
Draco jamás olvidaría la cara de idiota de su novio cuando lo vio arrodillarse en el suelo, hacer a un lado la túnica y bajarle la cremallera de sus pantalones y sacar su pene que lentamente se endurecía en la mano tibia y pálida de Draco.
Draco no había tenido más de cuatro oportunidades de hacerle un oral a su novio. Era fascinante para Draco ver el bien dotado pene de su novio tan cerca, Draco podía jurar que la Weasley jamás en su patética vida experimentaría un pene como el de Harry Potter.
El pene de Harry empezó a endurecerse cada vez más rápido, era sumamente obsceno la forma en que latía en la mano de Draco.
“¿Draco… que haces?”
Harry sonaba tan asustado, tan ansioso por saber que haría Draco, su novio no era alguien que le gustara estar de rodillas y mucho menos estando molesto.
Al inicio Draco dudo en colocar la cabeza del pene de su novio entre sus labios, pero fue por inercia abrir su boca dejando que su lengua se moviera alrededor. Harry emitió un sonido de satisfacción tan fuerte que si Draco no hubiera estado ocupado hubiera reído.
En ese momento Draco no pudo comprender por qué casi nunca le chupaba el pene a Harry, si con tan solo una lamida Harry ya estaba sumiso y rogaba por más.
“¡Si, Draco, no pares!”
Draco se sintió tan orgulloso de sí mismo que metió más del pene de Harry en su boca. Por cómo no tenían mucho tiempo Draco se esforzó en mover su cabeza con más rapidez de lo que usaría normalmente.
Harry por impulso agarro un mechón del rubio cabello de su novio y lo empujo más al fondo. Su pene penetraba la cálida boca de Draco tan profundo que el rubio lo sintió en su garganta, tal vez fueron todas las emociones de los últimos días que hizo que Draco relajara su garganta y trago hasta la base.
Ninguno se movió, ninguno hizo sonido alguno. Draco con la cara pegada al escaso vello púbico de Harry miro hacia arriba.
Draco chillo de sorpresa cuando Harry agarro con ambas manos su cabello y lo empezó a mover con fuerza, con rudeza, con desesperación.
“Solo un poco más, cariño, solo un poco más,” intento tranquilizar Harry, Draco tuvo que dejar de intentar zafarse del agarre de Harry porque el rostro de su novio lo estaba excitando como nunca antes.
A Draco le costó respirar y mucho más ignorar el dolor de sus rodillas, pero relajo su garganta, dándole acceso total a su novio.
Harry debió de embestir en su garganta por más de 10 minutos, cada minuto la velocidad aumento y el placer que Draco sentía en ser usado de esa manera le derritió el cerebro.
A ninguno le importo los sonidos que hacían y que alguien los descubriera.
Harry siguió adueñándose de la boca y garganta de Draco que fue inevitable que ambos sintieran al mismo tiempo que el placer era insoportable.
Draco lo sintió primero, el cómo el cuerpo de Harry se tensaba, como el pene palpito y endureció aún más en su boca.
“¡Dios mío, Draco!” gritó Harry, temblando de pies a cabeza se recostó en la pared. “¡Eres tan bueno! ¡Tómalo todo, cariño, maravilloso… eres maravilloso!”
Draco sintió el semen de su novio llenar su boca y garganta y si no fuera porque lo escucho decirlo Draco no se hubiera dado cuenta que lo estaba tragando todo con desesperación.
Nunca antes había tragado tanto de la semilla de Harry como ahora, la cantidad era con mucha diferente la más abundante de todas las cargas que Draco tuvo en su boca.
Mientras draco terminaba de limpiar el pene aun goteante de Harry, aprovecho que su novio estaba recuperándose para tomar el anillo y colocarlo en el pene que lentamente volvía a dormir. Harry ni siquiera se dio cuenta de lo sucedió aun disfrutando de las caricias que Draco le hacía a su pene.
Con la dignidad que solo Draco podía tener, se levantó del suelo, impidiendo que el temblor de sus piernas lo hicieran regresar al suelo, en silencio le subió la cremallera de los pantalones a Harry y se giró hacia el espejo más cercano para arreglar el desastre en su cabello.
Cuando ambos salieron del baño ninguno tenía señales de lo ocurrido y con un suave beso en los labios se despidieron, claro que Draco estuvo mucho más feliz de ver a Harry irse feliz sin ninguna preocupación en su rostro.
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El anillo vibró por primera vez a las ocho y cuarto de la mañana, justo cuando el profesor Flitwich trazaba una línea dorada en la pizarra y hablaba con entusiasmo sobre la complejidad de un hechizo nuevo. Harry estaba en su banco, en el ala izquierda del aula, moviendo lentamente su pluma sobre el pergamino, cuando lo sintió: una vibración suave, breve, íntima, que le subió desde la base de su pene y se coló por su pecho como un suspiro contenido.
Casi derramó el frasco de tinta.
Nadie más pareció notarlo. Ron, a su lado, se quejaba en voz baja de que Hermione no le prestaba atención desde hacía dos días, y Hermione —tres filas más adelante— anotaba frenéticamente en su pergamino, demasiado concentrada para mirar hacia atrás. Pero Harry sí lo notó. El anillo. El maldito anillo. El que Draco le había deslizado en su pene como quien no quiere la cosa, con esos dedos fríos, largos, tan seguros y tan cobardes a la vez.
No había dicho nada. Ni para qué servía, ni con qué propósito real lo había encantado, ni siquiera lo había sentido que se lo ponía, pero Harry lo entendía: Draco lo había hecho para torturarlo dulcemente. Para estar en su piel aunque no compartieran clases. Para aparecer en su día sin aparecer del todo. Y funcionaba.
Porque después de esa primera vibración, hubo otra. A las nueve y media, justo cuando McGonagall le pedía a Neville que demostrara la transfiguración de una taza de estaño. Fue más larga esta vez, casi como un murmullo constante, irregular, como una risa silenciosa. Harry contuvo el aliento, con la varita en mano, mientras sentía que el anillo zumbaba como si alguien le hablara desde otro plano.
Levantó la vista hacia las ventanas altas de la torre norte, queriendo ver más allá del cristal empañado. Pero no había rastro de Draco. Solo la nada brillante de una mañana en Hogwarts.
Así transcurrió el resto del día. Cada clase sin Draco era un escenario perfecto para que la vibración lo alcanzara en el momento más inoportuno. En Adivinación, cuando Firenze lo llamaba a interpretar la posición de Marte sobre la Casa Cuatro, el anillo vibró dos veces, por poco y Harry se venía delante de toda la clase. Y Harry se atragantó con la saliva, mirando a sus manos como si pudieran delatarlo.
En su segunda clase de Encantamientos, justo cuando practicaban el Orbis Circum, la vibración fue un cosquilleo lento, casi sensual, que le hizo temblar las piernas hasta las manos. Y Harry, entre los murmullos de los alumnos y los giros de varitas, se preguntó si Draco estaba riéndose. Si, en algún rincón del castillo, sabía lo que le estaba provocando.
Para la hora del almuerzo, Harry ya estaba al borde del colapso nervioso. No era el anillo en sí, sino lo que significaba. Era Draco. Siempre era Draco. Incluso cuando no podía verlo, incluso cuando no debía verlo. En su primer año, habría soñado con chocolate o con las gradas de Quidditch. En sexto, soñaba con un cuello blanco, un trasero pálido con muy pequeñas y casi invisibles lunares alrededor de su espala baja y unos ojos que lo miraban desde el otro extremo del castillo como si supieran que tenía las manos frías y el pecho acelerado.
Harry se dejó caer junto a Ron y Hermione en la mesa de Gryffindor, sin apenas saludar, y clavó la vista en la fuente de pastel de carne que la magia del castillo había hecho aparecer como cada martes. El anillo no vibraba en ese momento. Estaba en silencio, frío y dorado. Como una promesa enterrada.
Pero entonces lo sintió. No el anillo, sino otra cosa. Esa mirada.
Giró la cabeza. Y ahí estaba.
Draco, impecable en su postura, con un trozo de pan entre los dedos y la boca curvada en una sonrisa apenas contenida. Estaba sentado en la mesa de Slytherin, claro, al lado de Pansy y rodeado por sus compañeros. Pero era evidente que solo lo estaba mirando a él.
La vibración volvió. Débil al principio, como un saludo desde una dimensión paralela. Luego más intensa. Tres zumbidos seguidos. Como latidos.
Harry se atragantó con el zumo de calabaza.
Ron le dio una palmada en la espalda mientras Hermione lo miraba como si sospechara que se había olvidado de un ensayo o que escondía un traslador ilegal. Harry disimuló como pudo, agachando la cabeza y fingiendo leer la etiqueta de su propia túnica. Pero al alzar los ojos, Draco seguía ahí. Lo estaba viendo. Y estaba divertido.
Parecía absolutamente feliz con el efecto que causaban las vibraciones del anillo, como si su única tarea del día hubiera sido esa: programarlas para cada momento embarazoso. Para atraparlo sin contacto. Para tocarlo sin tocarlo.
Durante el almuerzo, Harry no pudo concentrarse. El anillo vibraba cuando se llevaba la cuchara a la boca. Vibraba cuando intentaba hablar. Vibraba cuando no hacía nada. Y cada vez que lo hacía, levantaba la cabeza instintivamente, como esperando ver a Draco corriendo a su lado. Pero él seguía ahí, al otro lado del Gran Comedor, con esa expresión de sé exactamente lo que estoy haciendo.
La peor vibración, sin embargo, llegó en la clase de Historia de la Magia.
Era una vibración sorda, constante, como si el anillo se hubiera sincronizado con el ritmo del corazón de Draco. Harry se revolvía en su asiento, inquieto, con el pergamino a medio escribir, y Binns flotando de un lado a otro sin mirar a nadie. No sabía si quería gritarle al fantasma para que lo dejara salir o si quería correr hasta Slytherin y arrancarle la varita a Draco para desquitarse.
Y sin embargo, también sonreía.
Porque había algo profundamente inquietante pero hermoso en esa tortura. Algo que se parecía al cariño. A una intimidad silenciosa que se deslizaba entre las capas de sus días. Como si Draco, con sus vibraciones intermitentes, le dijera: Estoy aquí. Pienso en ti. No me olvido.
Cuando llegó la cena, y volvió a sentir el zumbido mientras bebía agua, Harry ya no saltó. Solo se permitió mirar de reojo. Draco lo saludó con una ceja arqueada. Y el anillo vibró una vez más.
Lenta. Prolongadamente. Como una despedida que no quería serlo.
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
Peninos, Inglaterra
Los Peninos se alzaban como un lomo antiguo, musgoso y cansado, cubierto de siglos de viento y silencio. Las nubes se aferraban a sus cumbres como si el cielo tuviera miedo de dejarlas caer. En primavera, los valles se abrían con una timidez verdosa y temblorosa, y en invierno, las piedras lloraban escarcha. Aquel era un paisaje sin artificios, donde los árboles se retorcían como ancianas encorvadas por el tiempo, y los ríos se abrían paso por entre los musgos con una terquedad obstinada. Un lugar que no pedía amor, pero que lo exigía con cada ráfaga de viento helado.
Armida Crabbe había nacido en ese lugar. No en un hospital mágico ni en una casa de campo acogedora, sino en una cabaña de piedra húmeda, entre laderas cubiertas de escarcha y un viento que cortaba como cuchillas. Su madre, que había muerto cuando Armida aún era niña, solía decir que los Peninos no eran un sitio para vivir, sino para resistir. Pero Armida no lo entendía así. Para ella, aquellas montañas eran todo lo que podía necesitar. Cada curva del terreno, cada sombra proyectada al atardecer sobre los riscos, era parte de su mundo íntimo, un mundo que había amado desde la primera vez que caminó sola entre los brezos.
Amaba los ríos que nacían en lo más alto y bajaban como hilos plateados, cortando el silencio de las piedras. Amaba los árboles solitarios, deformes por el viento, los cuervos de mirada inteligente que la seguían entre las quebradas, los puentes cubiertos de líquenes, las cavernas donde las voces rebotaban como secretos olvidados. Amaba el frío seco, el sonido hueco de las botas en la escarcha, el olor a humo de leña. Lo amaba todo, hasta las cosas que a otros les parecían miserables: las lluvias interminables, las noches oscuras, los inviernos que parecían no acabar nunca.
Allí nació Vincent Crabbe. Allí lo crió. Aunque sería inexacto decir que lo crió con amor. Lo crió porque era su deber, porque era lo que su esposo —un hombre cruel de palabras cortas y manos demasiado grandes— esperaba de ella. Vincent fue el único hijo que le permitieron tener. "Uno basta", había dicho su marido mientras fumaba junto a la ventana. "Un heredero. No necesitamos más."
Armida, en su juventud, había tenido otra vida en mente. Fue sanadora. Una buena, según sus antiguos colegas en San Mungo. Se especializó en natalidad mágica, una rama que requería no solo habilidad sino una compasión instintiva, algo que parecía nacer con ella. Las madres le confiaban lo que no podían decir ni a sus propios esposos. Los bebés nacían en sus manos, a veces ensangrentadas y temblorosas, pero siempre precisas. Durante años, vivió entre partos, conjuros de estabilización y el suave aleteo de las alas de la vida recién llegada.
Pero el matrimonio con Crabbe lo cambió todo. Su varita quedó relegada al fondo de un cajón. Su bata verde limón fue quemada. Su pasión, silenciada bajo la amenaza de lo que le harían si volvía a practicar magia sin autorización de su esposo. Durante años, vivió para ser madre, esposa, sombra. Su cuerpo delgado se encorvó, su rostro se volvió rígido. Apenas hablaba. Apenas respiraba con libertad. Cada día se despertaba, alimentaba a Vincent, escuchaba sin responder las palabras ásperas de su esposo, y se iba a dormir con la sensación de que algo dentro de ella se estaba secando como una flor olvidada en un grimorio viejo.
Y sin embargo, nunca dejó de amar las montañas.
Salía a caminar cada tarde, incluso con la nieve a los tobillos. Hablaba con las piedras. Les decía cosas que no se atrevía a decirle a nadie más. Les contaba lo mucho que extrañaba el olor del hospital, el calor de los recién nacidos, el llanto diminuto que abría una puerta a lo sagrado. Les hablaba del dolor de no ser suficiente, del miedo que le provocaba mirar a su hijo a los ojos y no encontrar ternura en ellos, sino una oscuridad aprendida de su padre.
Fue entonces cuando el Señor Tenebroso regresó. Y con él, su esposo recuperó la arrogancia de quien se sabe útil a una causa violenta. Crabbe se unió sin dudar, con la misma rapidez con la que en el pasado había renunciado a su propia voluntad para ganar poder a través del miedo. Y Armida, silenciosa, lo siguió. Como sombra. Como siempre.
Pero un día, algo cambió.
El Señor Tenebroso requería una sanadora. Alguien que conociera la natalidad mágica. No una partera común, no una aprendiz. Alguien con experiencia, con conocimientos profundos sobre la fisiología mágica, sobre los riesgos de gestaciones alteradas por rituales antiguos, sobre cuerpos atravesados por maldiciones. Y entre los nombres susurrados en las reuniones clandestinas, alguien recordó a Armida.
“¿La esposa de Crabbe?”, dijeron con escepticismo.
“La misma. Fue brillante, antes de... ya saben.”
Fue así como Armida Crabbe volvió a empuñar su varita.
Por primera vez en años, sus dedos volvieron a tener fuerza. Sus ojos se encendieron con una chispa que no era odio ni miedo, sino conocimiento. Sabía lo que hacía. Sabía cómo curar, cómo aliviar, cómo improvisar cuando el dolor sobrepasaba lo conocido. Sabía más que los curanderos de los pequeños hospitales del sur. Y sin embargo, cada día que pasaba en ese lugar —una base oculta, construida bajo una de las muchas cordilleras que tanto amaba—, sentía que le arrancaban algo.
Porque ese sitio, enterrado bajo su tierra natal, no era un santuario. Era un laboratorio sin alma. Un infierno. Un sitio donde el Snape experimentaba con cuerpos y conjuros que debían permanecer en los libros prohibidos. Donde la vida no era bienvenida si no servía a un propósito. Donde los bebés eran parte de una ecuación más grande, más fría, más aterradora.
Armida no lloraba. Había olvidado cómo. Pero a veces, al terminar una intervención, se quedaba quieta mirando una piedra incrustada en la pared. Y recordaba otra piedra, muy parecida, que había tocado con sus manos de niña. Y sentía ganas de vomitar.
Un día, mientras limpiaba sangre seca de sus manos, murmuró en voz baja:
“Si hubiera sabido lo que harían con mis conocimientos… si hubiera imaginado esto…”
Pero no terminó la frase. Porque sabía que, en el fondo, no se habría atrevido a rebelarse. Todavía no.
Afuera, el viento de los Peninos seguía soplando. Las nubes seguían aferradas a las cumbres. El mismo río seguía bajando, tercamente, por la misma quebrada.
Ella los amaba aún. A pesar de todo. Aun cuando eran testigos de su ruina. Porque eran lo único que no le pedía explicaciones. Lo único que la aceptaba sin juzgarla. Lo único que le recordaba que, aunque el mundo se pudriera bajo sus pies, alguna vez supo lo que era sentirse viva.
Había una humedad antigua en los muros. Una que no venía de las lluvias de los Peninos ni del vapor que ascendía desde los pasillos subterráneos, sino de algo más profundo, más viejo y mucho más denso. Un olor que se adhería a la piel como el recuerdo de una fiebre, como la sangre reseca entre las uñas.
El ala sur de la base no tenía nombre. No lo necesitaba. Nadie que estuviera allí tenía intenciones de hablar de ella.
La base se extendía bajo una de las tantas cordilleras de los Peninos, camuflada por la niebla constante y por una barrera mágica tejida por el mismísimo Lord Voldemort, tan espesa como el olvido. Se accedía por un sendero que parecía no conducir a ninguna parte, entre brezos marchitos y troncos de robles muertos, hasta que se llegaba a una fisura en la piedra. Sólo los marcados por la Marca Tenebrosa podían cruzarla sin que sus huesos ardieran desde dentro.
Dentro, el aire era pesado, saturado de encantamientos oscuros y silenciadores. Las paredes eran de piedra viva, palpitaban como si respiraran con las víctimas. A lo largo de los corredores se alzaban antorchas eternas, con llamas azuladas que no calentaban nada, pero iluminaban demasiado. Todo era demasiado visible allí. Cada gesto, cada suspiro, cada lágrima.
El laboratorio de Snape estaba al final del corredor central, justo antes de que el ala se bifurcara en dos pasillos simétricos: a la derecha, las celdas para las gestantes; a la izquierda, el espacio de selección inicial, que en los documentos internos era llamado, irónicamente, “La Recepción”.
El laboratorio de Snape no se parecía a los que tenía en Hogwarts. No había calderos escolares ni estanterías de madera. Aquí, todo era de metal, de mármol negro y cristal encantado. Las vitrinas contenían ingredientes de orígenes oscuros: corazones de fauno flotando en formol, fluidos encantados en tubos sellados con plomo, sangre de veela coagulada, y una fila de frascos con lágrimas etiquetadas como “último recuerdo”. En el centro, una mesa de piedra tallada con símbolos antiguos —algunos, tan viejos que ni Armida los reconocía— se alzaba como un altar quirúrgico. Sobre ella, Severus analizaba muestras de fluido seminal, examinado tejidos y conjuraba esencias vitales con una precisión que rozaba lo clínico, pero no podía ocultar el cansancio en sus manos.
No hablaba más de lo necesario. Cuando lo hacía, su voz era seca, arrastrando las sílabas como si le doliera pronunciarlas.
“Esta es compatible con Avery”, dijo una tarde sin levantar la vista. “Y esta… con Mulciber. Necesitará un calmante.”
Armida asintió en silencio. No discutía con Snape. Nadie lo hacía. Él era el único que conservaba una pizca de autonomía en aquel infierno, aunque eso no lo protegía de la lujuria con la que Mulciber lo miraba, o de la sonrisa lobuna de Greyback cada vez que pasaba frente al laboratorio.
El ala de Armida era distinta. No mejor. Solo distinta. Más silenciosa aún.
Ella había exigido trabajar sola. Se lo ganó. No por respeto, no por dignidad. Sino porque nadie más quería ese lugar. Nadie más sabía qué hacer cuando, tras la selección, las mujeres eran traídas de nuevo para ser examinadas. Nadie quería mirarles los ojos. Pero Armida los miraba.
Sus manos eran firmes. Sus dedos nunca temblaban. Sabía dónde tocar, qué ver, qué magia usar para sentir la vida antes de que esta se manifestara. Sabía distinguir la diferencia entre un embarazo mágico y uno muggle, sabía leer las señales del cuerpo como un herbolario lee las hojas de mandrágora. Pero sobre todo, sabía callar.
“Estás embarazada,” decía, y evitaba el llanto de la mujer.
“Regresaras en tres días,” murmuraba a otra, que aún no lo estaba. Aunque sabía que esa volvería con los ojos más hundidos. Con menos voz. Con menos alma.
Las celdas estaban acondicionadas para que no lo parecieran. Cada una con una cama amplia, cortinas con hechizos de atmósfera, imágenes ilusorias de paisajes: montañas, lagos, bosques. Algunas gestantes recibían libros, té caliente, incluso música suave. No podían salir, pero al menos no estaban encadenadas.
Lo llamaban cuidado. Era una mentira. Pero era una mentira que Armida aceptaba con resignación.
No todas las mujeres eran brujas. Las primeras sí lo fueron. Algunas habían sido voluntarias, otras simplemente desafortunadas. Pero con el paso de las semanas, los rostros comenzaron a cambiar. Mujeres muggles. Jóvenes, adultas, ancianas incluso. Algunas traídas con fuerza. Otras, engañadas. Unas pocas, drogadas. Y luego empezaron a llegar los hombres.
Ellos eran diferentes. Eran más silenciosos. No lloraban como las mujeres. Pero la forma en que la miraban… como si ella fuera una diosa o un demonio. Como si no supieran si arrodillarse o escupirle.
La creación de úteros mágicos era un procedimiento muy delicado. Armida no lo dominaba del todo, nadie lo hacía, pero Voldemort había provisto los libros. Runas antiguas, hechizos de transmutación biológica, y un sistema que exigía la cooperación del gestante mágico, lo que casi nunca sucedía. La mayoría eran doblegados mediante pociones, encantamientos o, en algunos casos… la fuerza. Snape nunca participaba de esos actos. Solo entregaba su muestra. Solo cumplía su parte.
Armida recordaba a cada uno de ellos. Un joven con cabello rizado que no dejaba de repetir el nombre de su hermana. Otro que temblaba cada vez que ella decía: “Eres fértil”. Uno más, de mediana edad, que imploró en voz baja: “Por favor, no me deje recordar esto.”
Ella asentía. Les hablaba lo mínimo. No porque no le importara. Sino porque, si hablaba más, se rompería.
Pero ya estaba rota. Desde hacía años.
A veces, por las noches, cuando todo estaba en silencio y solo se oía el eco de los encantamientos de vigilancia, Armida se sentaba en su escritorio, junto a una vela encantada que nunca se apagaba. Sacaba un pequeño trozo de tela: un retazo del primer enterizo que usó Vincent cuando nació. Lo olía. Aún conservaba algo del aroma de leche, de piel tibia. A veces lloraba. A veces solo lo sostenía hasta que los dedos se le adormecían.
Se decía a sí misma que lo hacía por él. Que algún día el mundo sería distinto. Que sobrevivir era, de alguna forma, resistencia. Que obedecer era el precio de proteger a los suyos.
Pero en lo más profundo, sabía que no era cierto. Sabía que lo hacía porque ya no sabía cómo detenerse. Porque si paraba, si dejaba de hacer, si dejaba de cumplir con su trabajo… tendría que enfrentar todo lo que era. Y eso dolía más que cualquier cosa.
Una vez, una niña de quince años, traída desde Gales, la miró con los ojos muy abiertos después del examen y le preguntó, con la voz temblorosa:
“¿Tú también estuviste aquí? ¿Tú también… tuviste que…?”
Armida no respondió. No tuvo fuerzas. Solo se agachó, limpió el banco, escribió el nombre en el expediente y murmuró:
“Fértil.”
Y la puerta volvió a cerrarse.
El ala de observación tenía un silencio que pesaba como plomo, espeso, gélido. Los magos y brujas o mujeres muggles llegaban por turnos, arrastrados por Greyback o cualquier otro mortífago menor que actuaba como perro de caza.
Desde hacía semanas, todo procedimiento había cambiado. Ya no se les permitía despertar después del primer examen. Los que resultaban fértiles eran sedados de inmediato, mantenidos bajo efectos de pociones que Severus preparaba personalmente, diseñadas para no dañar al embrión pero sí apagar la conciencia, reducir la resistencia, convertir cuerpos vivientes en meras incubadoras obedientes.
La pérdida de las primeras embarazadas —cuatro en total— había enfurecido al Señor Tenebroso. Una se había ahogado mordiendo su propia lengua, otra se lanzó por las escaleras de piedra del ala norte, y las otras dos habían logrado combinar con ingenio el contenido de sus bandejas diarias para fabricar un veneno rudimentario pero letal. Desde entonces, la sedación era total. La vigilancia, constante. Los errores, inaceptables.
Pero entre todos, entre los cuerpos y rostros nuevos que Armida examinaba cada día con la indiferencia clínica que aprendió a fingir, hubo uno que la detuvo en seco. No por lo que dijo —pues no hablaba— ni por lo que hizo —porque no se movía— sino por lo que no era.
El chico estaba ya recostado en la camilla cuando ella entró. Había sido dejado allí como todos los demás, en silencio, y sin embargo Armida sintió que la habitación entera se tornaba distinta.
No tenía más de veinticinco años, tal vez menos. El cabello rojo cobrizo, apelmazado por la mugre y el sudor, caía en mechones sobre el rostro delgado, desprovisto de todo color. Tenía la piel tan pálida que parecía papel húmedo. Pero no fue eso lo que hizo que Armida se detuviera, fue la mirada —vacía, profundamente rota— y el abultamiento notorio del vientre bajo la túnica gris.
Cuando colocó la palma enguantada sobre su vientre, no hubo resistencia. El joven ni parpadeó. Solo respiraba, apenas perceptible, con ese ritmo débil que tienen los cuerpos a los que ya no les importa vivir. Y sin embargo, la magia dentro de él bullía de forma distinta. Pulsaba, lenta y firme.
Armida conjuró sin palabras, su varita flotó sobre el abdomen del chico y el encantamiento reveló lo que ya sospechaba: un feto viable, dieciocho semanas con dos días, el más avanzado entre todos los casos masculinos que había supervisado hasta entonces.
Se permitió, por primera vez en mucho tiempo, un temblor en la garganta. No por el milagro de la gestación mágica —eso ya había dejado de conmoverla hacía meses— sino por el rostro que ahora reconocía.
Un Weasley. No podía ser otro. El cabello, la estructura facial, el leve movimiento de la nariz, incluso estando sedado. Y luego el apellido vino a su mente como una punzada: Percy. Percy Weasley. El hermano de los gemelos que seguían causando revuelo en Diagon, el que había trabajado en el Ministerio, el que había desertado de su familia en los tiempos de mayor tensión. El mismo que, por algún giro cruel del destino, había caído en manos de Mulciber.
Mulciber.
El orgullo de aquel hombre enfermo era nauseabundo. Había traído al joven con una sonrisa ladina, como quien ofrece un trofeo. Presumía a puertas cerradas que aquel embrión en el vientre del joven era su “creación”, su “conquista”. Nadie lo había escuchado decirlo en voz alta frente al Señor Tenebroso, pero los susurros se deslizaban entre las paredes como ratas.
Esa noche, Armida no durmió.
Percy fue llevado a una de las celdas acondicionadas. Cada celda tenía un hechizo que replicaba el cielo según el estado emocional del ocupante. Para él, el cielo era una bruma constante, ni día ni noche, solo un gris impenetrable. La cama tenía sábanas suaves, la comida llegaba puntual, las pociones eran medidas con precisión. Todo aquello que buscaba hacer del encierro algo “humanamente tolerable”.
Pero no había nada que pudiera reparar lo que Mulciber había hecho.
Días después, ocurrió lo impensable.
Armida estaba revisando un par de gemelas muggles de no más de diecisiete años cuando Mulciber irrumpió en su ala sin anunciarse. Eso, en sí mismo, era inusual: nadie entraba sin permiso al ala médica. Pero él lo hizo, y no vino solo. Caminaba con paso amplio, arrogante, arrastrando consigo a uno de los enfermeros para que abriera la celda de Percy.
“Quiero verlo”, había dicho con esa voz empapada en veneno. “Quiero sentirlo. Es mío, al fin y al cabo.”
Armida lo vio acercarse al joven con el mismo aire con el que otros contemplaban una obra de arte. Percy seguía inmóvil, aunque había comenzado a responder mínimamente a los estímulos. Respiraba con algo más de fuerza. Había abierto los ojos una vez. No habló. No lloró. Pero miró el techo. Eso había sido suficiente para despertar en Armida un atisbo de esperanza que se quebró de inmediato.
Mulciber posó una mano sobre el vientre abultado del joven.
“¿Lo sientes?”, murmuró, como si hablara con un amante dormido. “Está vivo. Vive por mí.”
Armida no pensó. No midió. No lo planeó. Simplemente actuó.
“¡Expulso!” rugió, y Mulciber fue lanzado hacia atrás, estrellándose contra una de las estanterías de pociones.
Los frascos estallaron en una lluvia de cristales y líquidos burbujeantes. La alarma mágica se activó de inmediato.
El castigo llegó esa misma noche.
El Señor Tenebroso descendió con furia silenciosa. Nadie habló mientras su figura avanzaba por el pasillo. Nadie osó interceder. Y aunque Armida fue la responsable del ataque, él no la miró ni una vez. Solo a Mulciber.
La maldición Cruciatus duró cinco minutos exactos.
Mulciber gritó hasta que la garganta se le secó. Hasta que los huesos se doblaron. Hasta que cayó, convulsionando como un animal aplastado.
Luego, el Señor Tenebroso giró hacia Armida. Sus ojos eran dos brasas apagadas, negras y sin alma.
“Cuídalo”, ordenó. Su voz era más afilada que cualquier varita. “Ese feto es necesario. Si se pierde… tú también lo estarás.”
Y se fue, dejando tras de sí el hedor a carne quemada, a miedo antiguo, a un poder que no tenía igual.
Esa noche, Armida se sentó junto a Percy hasta el amanecer.
Miró su rostro y por primera vez en muchos meses, lloró.
No por él, ni siquiera por el niño que crecía en su interior, sino por lo que ella misma se había convertido.
Una parte del sistema. Una pieza de esa maquinaria de horror.
Y sin embargo, no dejaba de cuidarlo.
Porque en medio del infierno, incluso una sombra podía reconocer que había algo que aún no debía morir.
Notes:
¿Alguien vio el ultimo tik tok que subí de esta historia?
Me costo mucho decidir cual canción usar, porque muchas me gustaron y también porque dude mucho en subir ese spoiler... 🤔
Chapter 42: Me construyes y luego yo me desmorono
Summary:
Breve calma antes de la tormenta 💀
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
No hubo una vela encendida. No hubo carta. Ni un pedazo de pastel, ni una nota arrugada con tinta borrosa firmada por mamá.
Nada.
El día de su cumpleaños llegó así, sin previo aviso, como una bofetada suave al amanecer, apenas perceptible pero suficientemente hiriente como para dejar una marca. Draco lo supo porque Blaise le lanzó una almohada a la cara en cuanto se sentó en su cama y soltó con un bostezo medio fingido:
"Feliz cumpleaños, príncipe."
Draco ni se molestó en responder. Se quedó mirando el dosel oscuro de su cama, el mismo que tantas veces había contemplado para no pensar. La tela verde con bordados de hilos dorados ya no le provocaba ninguna emoción. Ni orgullo, ni seguridad. Ni siquiera nostalgia. Era solo otra jaula, bordada con las apariencias de una gloria pasada que ya no existía. Como él. Como todo.
Gregory y Vicent, fieles como siempre a cualquier protocolo de Slytherin, lo saludaron después. Un golpe suave en el hombro, un murmullo torpe de buenos deseos, y una risa baja cuando Pansy entró —sin llamar— para abrazarlo como si nada en el mundo hubiera cambiado. Como si aún fueran niños de primer año y no soldados en entrenamiento.
"¡Dray! Feliz cumpleaños, tonto," dijo con esa voz nasal que no dejaba espacio a la tristeza. "No te atrevas a fingir que se te olvidó."
Draco fingió una mueca. "¿Cómo olvidarlo si tú lo anuncias a gritos cada año desde que tenemos memoria?"
La habitación se llenó de risas suaves. Falsas. Tibias. Blaise rodó los ojos, y Vicent soltó un bostezo.
Pero lo cierto era que Draco sí lo había olvidado. O más bien lo había enterrado en algún rincón de su mente, junto con todos los recuerdos que ya no le servían. Porque ser mayor de edad ya no significaba libertad. Era la certeza de que ya no habría más cartas con la caligrafía perfecta de su madre, ni más escapadas de su padre para verlo volar en partidos de Quidditch. No habría más excusas. Solo responsabilidades que olían a sangre seca, y un destino que apestaba a magia oscura.
Bajaron a la sala común, y en el sillón que daba la espalda al fuego, encontró la caja. Astoria la había dejado con una pequeña nota sin firma, como si no quisiera ser descubierta por Pansy, que lo jaló del brazo hacia la salida con la energía de quien ignora por completo la gravedad de todo.
"Vamos, no puedes llegar tarde el día de tu cumpleaños. Es de mala suerte," dijo. Draco no respondió. Ni siquiera le importaba el contenido de la caja. Estaba seguro de que no necesitaba abrirla para saber que nada ahí dentro le haría sentir mejor.
Se encontraron con Snape en el pasillo hacia el Gran Comedor. Su padrino estaba tan pálido como siempre, su expresión tan severa que cualquier palabra amable parecía un chiste mal contado. Y sin embargo, se detuvo frente a él y le dedicó unas palabras secas, envueltas en una formalidad que casi parecía ternura.
"Feliz cumpleaños, Draco."
"Gracias, profesor."
Nada más. Snape no era hombre de afectos. Draco tampoco. Algo en él le decía que algo andaba mal.
En el comedor, las cosas se tornaron más... extrañas. Algunos rostros conocidos lo saludaron con gestos de cabeza, otros con frases rápidas entre bocados de pan y calabaza. Hermione Granger —por alguna razón que él se negaba a analizar— fue una de las primeras en felicitarlo de verdad.
"Feliz cumpleaños, Malfoy. Espero que... tengas un día bonito."
Él arqueó una ceja. "¿Te tragaste una poción de amabilidad o solo estás tan aburrida como para ser civil?"
Ella solo sonrió, levemente, antes de volver a su mesa. Ginebra, en cambio, lo fulminó con la mirada. La pelirroja no comprendía como es que Draco seguía siendo el novio de Harry. Desde que, en medio de la celebración por la victoria de Gryffindor, se había atrevido a besar a Potter. Esa tarde, Draco lo había visto todo. Había visto a Ginebra lanzarse sobre Harry, lo había visto congelarse, y luego apartarla. Y aunque Harry había corrido tras él, y lo había alcanzado por la noche en los pasillos fríos de las mazmorras para explicarle que no sentía nada, que no quería nada con ella, algo dentro de Draco se había encendido.
El dolor de las marcas que Harry le dejo después de quitarle el anillo había sido insoportable. Durante días, cada asiento, cada banco, cada rincón del castillo era un recordatorio constante de lo que no podía olvidar. Pansy, por capricho o por desdén, se había negado a prestarle sus ungüentos mágicos. Decía que debía curarse solo. Pero Draco sabía que lo hacía porque estaba celosa. Celosa de lo que Harry y Draco tenían aun cuando el mundo estaba en guerra, celosa de todo lo que ella no podía evitar querer también.
Y él, por supuesto, no iba a pedirle dinero a sus padres. No mientras el Señor Tenebroso vivía en la misma casa. No mientras las cuentas podían ser revisadas, los paquetes interceptados. Cada compra innecesaria era un riesgo. Así que soportó.
Harry, en un intento torpe de ayudar, le ofreció masajes. Los primeros habían sido útiles... hasta que dejaron de serlo. Hasta que una de esas sesiones terminó con Draco gritando el nombre de Harry por toda la torre Gryffindor. Así que dijo basta. Hasta que el dolor se fuera, hasta que pudiera pensar con claridad, no más toques. No más piel.
Y ahora, justo ahora que el dolor había desaparecido por fin, justo ahora que las marcas en sus muslos y su trasero habían sanado, Draco se sentía más expuesto que nunca.
La ausencia de Harry en el desayuno fue como un agujero negro. Silenciosa. Amenazante.
Draco sabía que su novio estaba planeando algo. Era evidente. Pero al ver a Granger y a la comadreja —que honestamente parecía una mandrágora inflada con su embarazo ya muy avanzado— sin señales de alarma, asumió que no era una tragedia inmediata.
Y aun así... aun así no podía quitarse de encima la inquietud.
Ese sentimiento ácido en el estómago.
Esa rabia disfrazada de ironía.
Esa necesidad absurda de saber qué diablos tramaba Potter.
Se sentó junto a Pansy en la mesa de Slytherin, empujando el desayuno con desgano. Blaise se sentó del otro lado, dándole un leve codazo.
"¿Esperas que te lleven una tarta flotante con fuegos artificiales?" murmuró con sorna.
"Solo espero que este día termine sin sorpresas."
Blaise soltó una carcajada seca. "Draco Malfoy, deseando un día aburrido. Qué decadencia."
Draco no sabía cómo lo sabía. No había señales claras, ni visiones que lo alertaran con precisión. Sin embargo, dentro de él algo palpitaba con violencia, como si un cuervo gigantesco se hubiera instalado en su pecho y batiera sus alas con desesperación. Lo supo al despertar esa mañana. Lo supo antes de que abriera los ojos siquiera. Algo oscuro había penetrado su hogar. No era una idea, ni un presentimiento, era certeza. Cruda, cortante. Fría. Tenebrosa.
Sabía que algo estaba mal en la Mansión Malfoy. Algo que ya no podía fingir ignorar. Tal vez tenía que ver con haber cumplido los diecisiete, con el brote de magia antigua que se agitaba bajo su piel como electricidad quemada. La magia Malfoy. Esa que se estiraba como un hilo invisible desde sus huesos hasta los cimientos del hogar familiar. Draco sentía —en cada segundo de esa mañana— que ese hilo se tensaba. Que algo lo halaba desde la distancia, como si el propio hogar sangrara.
Y sabía quién estaba allí.
El Señor Tenebroso.
La sola mención dejó un sabor metálico en su lengua, y el reflejo de asco que subió por su garganta lo obligó a apretar los dientes. Estaba en clase de Runas, en el ala norte del castillo, y sin embargo su cuerpo entero temblaba, como si estuviera arrodillado en la entrada de su sala, con los fríos ojos rojos clavados en él.
La profesora Babbling lo observaba desde el borde de la tarima, con una de esas sonrisas cargadas de paciencia que él detestaba. Draco parpadeó. Tenía una pluma en la mano, tinta seca en los dedos y ninguna idea de qué runa había discutido el resto del curso. Granger —sentada a su lado desde hace tres meses— frunció el ceño con una preocupación apenas contenida. No eran amigos, eso lo había dejado claro muchas veces. Pero eran... ¿aliados, tal vez? ¿Compañeros con un pacto tácito de respeto? Todo había empezado por culpa de Pansy, que le insistía en estudiar con alguien que no pensara en lo que sea que Granger pensaba.
La muchacha lo miró de reojo, dejando caer su pluma suavemente sobre el pergamino.
“¿Estás bien?” murmuró, sin sarcasmo, sin superioridad. Solo una pregunta honesta.
Draco no supo qué responder. La verdad quería escupírsela como fuego, pero sabía que ella no la entendería. Granger no sabía lo que era tener un apellido que pesaba siglos. No conocía la sensación pegajosa de la magia negra filtrándose en las paredes de un hogar. Nunca había crecido entre pasillos que susurraban secretos en lenguas muertas.
Así que solo apartó la vista, encorvó un poco los hombros y fingió leer.
Cuando sonó la campana, salió del aula como si el aire mismo lo asfixiara. El cuerpo le pesaba como si llevara piedras bajo la túnica. La presión en su pecho crecía. Había dejado atrás la expresión inquisitiva de Granger, la mirada curiosa de algunos compañeros y las preguntas flotando en el aire, pero nada de eso lo tranquilizaba. Draco sentía su sangre marchita, su pulso deformado. Estaba seguro de que si se miraba en un espejo ahora mismo, vería una sombra en sus pupilas.
La idea de comer le revolvió el estómago. Dudó si ir al Gran Comedor o simplemente encerrarse en algún baño a vomitar. Tal vez solo necesitaba estar solo. Pensar. Respirar.
Pero entonces lo sintió. Esa otra presencia.
Como si un fuego dorado invadiera el pasillo, Harry apareció, rodeado de luz a pesar de que no había sol directo sobre ellos. Era ridículo, como una metáfora viviente. Potter tenía esa maldita capacidad de brillar incluso en el día más nublado. Draco quiso fruncir el ceño, quiso quejarse. Pero en lugar de eso, sonrió, automática y casi aliviadamente, como si algo en su cuerpo supiera que con Harry cerca, el mundo era un poco menos cruel.
Harry se acercó con ese andar despreocupado que tenía cuando estaba de buen humor. Tomó la mano de Draco, lo jaló hacia sí sin pedir permiso y lo besó con esa calidez estúpida que tanto lo desarmaba.
"Feliz cumpleaños," dijo con una sonrisa tan genuina que dolía. Sus ojos estaban brillantes, llenos de emoción. "No pude darte tu regalo en el desayuno, pero ahora sí. Tengo algo planeado. No te diré qué es. Es una sorpresa."
Draco solo lo miró.
Las palabras de Harry llegaban entrecortadas, como si fueran hojas arrastradas por el viento. Algunas entraban por su oído, otras se perdían. Lo único que podía ver con claridad era su rostro. El rostro que tanto amaba, que tanto le había salvado. Pensó en todas las veces que había jurado no amar a Harry Potter. En todas las veces que fracasó miserablemente.
Potter era brillante, dulce, inquietante. El sol en medio de su invierno.
Y, sin embargo, Draco no podía concentrarse.
El peso en su pecho era insoportable, como si algo hubiera sido arrancado de su alma. El agarre de Harry en su cintura se volvió más firme de pronto. Su voz cambió. La alegría dio paso a una alarma.
"Draco... hey... Draco, mírame."
El mundo se balanceó. La oscuridad pulsó desde dentro. El aire se volvió demasiado espeso para respirar. Draco sintió que su estómago se contraía. Algo estaba mal en su interior. Se dobló ligeramente, apoyando una mano en la pared. Harry lo sostuvo, fuerte, sólido, su ancla contra la realidad.
"Draco," insistió con una voz más baja, más urgente.
Y Draco lo miró.
Miró sus ojos verdes. Sus ojos llenos de amor, de temor, de dolor. El tipo de dolor que solo se siente cuando se ve a la persona que amas romperse frente a ti. Quiso hablar, decirle que todo estaba bien, mentirle como solía hacerlo antes. Pero sus labios se movieron con lentitud, sin palabras. Tal vez dijo algo. Tal vez no. Tal vez le dijo que lo amaba, por si acaso no podía volver a hacerlo.
Y entonces cayó. El mundo desapareció. Pero antes, solo segundos antes, fueron los ojos de Harry lo último que vio. Fueron esos malditos ojos —luminosos, vivos, rotos de miedo— los que lo acompañaron hasta el abismo.
Draco hubiera querido recordar su cumpleaños como un día hermoso. O, al menos, como uno soportable.
Uno de esos días donde todo parecía una broma, donde todo el mundo le cantaba con ese tono ridículamente desafinado y él fingía odiarlo con la ceja alzada y los brazos cruzados, pero por dentro… por dentro, se derretía. Porque era suyo. Porque era para él.
Imaginaba a Blaise trayéndole un pastel sin glaseado, justo como le gustaba, porque lo conocía bien, lo suficiente como para saber que el glaseado le sabía solo a azúcar. Imaginaba a Vicent o Gregory dejándole una nota en el libro de Aritmancia, escrita con esa caligrafía rápida que parecía burlarse de la educación que tuvieron de niños: “No te hagas el amargado, sabes que amas la atención.”
Imaginaba a Pansy con sus manos frías sujetando su rostro y diciéndole: “No frunzas el ceño, Draco, estás más viejo pero igual de guapo.” Y luego le empujaría hacia el centro del salón, donde habrían decorado con serpentinas plateadas y verdes, y donde, para su absoluto horror fingido, todos estarían coreando su nombre.
Y Harry… Merlín, Harry.
Harry estaría ahí con una sonrisa de esas que podían romper un siglo de guerra en su pecho. Lo besaría como si fuera lo más normal del mundo, frente a todos, sin miedo, sin vergüenza. Le tomaría la mano con fuerza —como si siempre hubiera sido suya— y al final de la noche, cuando todo se hubiera calmado, lo abrazaría por la espalda, besaría su cuello y le susurraría: “Te amo.”
Draco hubiera querido recordar todo eso. Hubiera querido vivirlo. Hubiera querido tener dos velas en su pastel porque una le parecía una broma mal contada y tres le parecían demasiado simbólicas, como si estuviera soplando deseos que jamás se cumplirían.
También imaginó un paquete elegante esperándolo en su cama, con una carta larga —de esas que solo su madre podía escribir, llenas de instrucciones ridículas, consejos sobre su ropa y advertencias sobre lo que comía— y una caja con dulces traídos desde Francia, tan caros como deliciosos, acompañada de un reloj de cadena antiguo o tal vez una sortija familiar. Algo brillante. Algo suyo. Algo que dijera: “Eres nuestro hijo. Te recordamos.”
Pero nada de eso pasó. Nada de eso existió.
El día de su cumpleaños no tuvo fiesta, ni pastel, ni regalos. No hubo cartas. No hubo “te amo”.
Harry no apareció al atardecer con los ojos brillantes ni lo tomó de la mano mientras caminaban hacia la cama. Lo único que hubo fue oscuridad.
Cuando Draco abrió los ojos, lo primero que sintió fue la sensación viscosa del miedo pegado a su piel. El mundo olía a piedra, a alquimia antigua, a madera húmeda y magia contenida. No supo dónde estaba al principio. No supo qué hora era, ni qué día, ni siquiera si seguía en Hogwarts.
La primera certeza fue que no podía moverse. La segunda, que tenía algo en la boca.
Una mordaza encantada, cálida y seca, silenciosa como un secreto maldito. Sus manos y pies estaban sujetos por cuerdas mágicas que no apretaban, pero quemaban de otra forma, como si detectaran cada pensamiento rebelde. No podía alzarse. No podía gritar. No podía huir.
Y luego lo vio. A su padrino.
Severus Snape se alzaba frente a la cama con el rostro tenso y los ojos más oscuros que nunca, concentrado en un conjuro que Draco no reconocía. Su varita se movía con precisión milimétrica, como si cada giro estuviera planeado con años de antelación. El hechizo no era de los que enseñaban en Hogwarts. Era más viejo, más denso, más cruel. No había color en la luz que brotaba de su varita. Era pura fuerza. Pura intención.
Del otro lado del cuarto, frente a la cama, de pie junto a una vieja chimenea sin fuego, estaba Sirius Black. O al menos la imagen de Sirius Black.
Draco parpadeó una vez. Luego otra. Luego se quedó mirándolo durante un largo rato, intentando encontrar el error en la escena.
Porque Black no se veía como se suponía que debía verse. No tenía la túnica raída de Azkaban. No tenía el rostro sucio ni los ojos vacíos que Draco recordaba del Profeta.
Se veía bien. Terriblemente bien. La ropa que llevaba parecía sacada de una boutique mágica de alta costura. Un abrigo largo de terciopelo negro, con botones de ónix y una bufanda granate que contrastaba extrañamente con su piel clara. Su cabello caía sobre los hombros, liso, oscuro, pulido, como si alguien se lo hubiera peinado con esmero.
Draco pensó, sin querer, que él mismo jamás se había visto así de bien. Y luego recordó.
Black. Harry. El embarazo. La conversación por el espejo bidireccional que Harry y Sirius usaban para hablar a escondidas.
La voz de Black diciendo que el bebé estaba bien, que estaba sano, fuerte. Harry sonriendo con ese orgullo tonto en la cama del Gryffindor cuando dijo: “Sirius me pidió ser el padrino de su hijo.”
¿Entonces por qué su cuerpo no lo reflejaba? ¿Dónde estaba el vientre hinchado? ¿Dónde estaba el peso en su andar?
Sirius Black no se veía embarazado. Sirius Black no parecía un hombre a punto de parir. Parecía… perfecto.
Demasiado perfecto. Draco tragó saliva, o lo intentó. La mordaza le raspaba la garganta.
Solo recordaba que una palabra en latín antiguo, rugosa y seca, le entró por los oídos como una astilla. Después otra, más áspera aún. Entonces Severus abrió la boca como si conjurara conjuros desde el fondo del mundo, con esa cadencia serpenteante que tenía cuando estaba verdaderamente concentrado, y a cada frase dicha, el cuerpo de Draco se retorcía como si alguien lo hubiera sumergido en aceite hirviendo.
Pero no había calor. No. Tampoco frío. Era una sensación horrible, la de no tener cuerpo pero estar atrapado en uno.
Su piel, los dedos de sus pies, las costillas, el pecho: todo parecía temblar con vida propia, como si él solo fuera un testigo encerrado en su carne. Su columna vertebral se arqueaba sin que él lo ordenara, y su espalda rebotaba sobre la superficie acolchada del colchón, con sacudidas convulsas que lo hacían perder la noción del eje, del tiempo, del cielo o del suelo.
El sudor se deslizaba por su cuello con un ritmo ajeno. Cada músculo estaba en rebelión. Y sin embargo, su mente… su mente estaba quieta.
Eso era lo más aterrador de todo. El cuerpo se deshacía en espasmos, pero su conciencia flotaba, firme, dentro de su cráneo, lúcida y serena, casi con una claridad insultante. Podía pensar con calma, podía recordar el rostro de Harry mientras dormía, el modo en que fruncía el entrecejo incluso soñando, la pequeña cicatriz en el dorso de su mano que Draco tanto odiaba y amaba verla en su novio, y cómo siempre se la rascaba sin darse cuenta cuando estaba nervioso. El recuerdo del sol filtrándose por la ventana de la torre Gryffindor llenó su mente. Y con ese rayo solar vino la pregunta inevitable:
“¿Dónde está Harry?”
Apretó los dientes cuando un nuevo espasmo le sacudió las piernas. Su voz salía, claro que sí, salía en forma de alaridos. Pero él no gritaba. Él no quería gritar. Estaba seguro de que su garganta terminaría hecha trizas y que Snape le obligaría a tomar alguna de esas pociones asquerosas que sabían a metal oxidado y hiel, y cuya textura era más espesa que el lodo.
Tal vez, solo tal vez, había cerrado los ojos. Draco no supo cuánto tiempo pasó. Podrían haber sido segundos o días completos. Sentía que el tiempo se estiraba como una cuerda mojada, imposible de medir. Lo siguiente que supo fue que una cachetada le atravesó la mejilla con una bofetada tan sonora que se oyó incluso por encima de sus propios quejidos.
Abrió los ojos. Sirius Black estaba encima de él.
Sus pupilas estaban dilatadas, tenía la boca ligeramente abierta, y un temblor casi imperceptible en las comisuras. Se notaba cansado, eso era lo primero que Draco notó, pero también había en su rostro un rastro de irritación, como si su paciencia hubiera alcanzado el borde del precipicio. Estaba diciendo algo, algo urgente, pero su voz llegaba a Draco como si viniera del fondo de una pecera.
“No es tan guapo como antes,” pensó con amargura mientras su mejilla ardía por la cachetada. “Maldito Black.”
Snape, al fondo, no se detuvo. Continuó recitando esas palabras que no parecían tener fin, esa especie de letanía arcana que parecía extraída de un libro maldito, una reliquia prehistórica que no debería ser pronunciada.
Sirius resopló con fastidio y levantó la varita.
“No otra vez…” pensó Draco antes de que el segundo conjuro le atravesara el pecho como un relámpago de hielo.
El espasmo volvió, y su cuerpo se arqueó tanto que por un segundo creyó que se partiría en dos. Intentó contenerse. Intentó no gritar. Pero el grito escapó de todos modos, rasgándole la garganta como si estuviera hecha de papel viejo.
La segunda vez que cerró los ojos, ya no fue una cachetada. Fue agua. Agua helada como el lago en invierno, conjurada directamente sobre su rostro. Abrió los ojos tosiendo, con el cabello chorreando, las pestañas empapadas y el sudor mezclado con la escarcha artificial. Black tenía una sonrisa torcida, cruel y vengativa, y Draco lo odió. Lo odiaba con todas sus fuerzas por disfrutar el momento.
“No se lo toma en serio,” pensó. “No entiende lo que sea que está pasando, y aun así juega con mi cuerpo como si fuera un maldito experimento.”
Pero cuando cerró los ojos por tercera vez, fue distinto.
No hubo hechizos. No hubo frío. No hubo dolor.
Los abrió lentamente, con el cuerpo aún entumecido, y se dio cuenta de que ya no estaba atado. Ni siquiera amordazado. Sus dedos eran libres, y cuando los movió, sintió una textura tibia, suave y familiar. Alguien estaba acostado junto a él. El olor lo alcanzó antes de que pudiera enfocar bien: melaza, hierba recién cortada, algo ligeramente ahumado.
Harry.
Se giró de inmediato y lo abrazó. No necesitó comprobar que era él. Su instinto lo reconoció mucho antes que sus ojos.
Su brazo se aferró a la cintura de Harry con una urgencia infantil, como si temiera que si no lo sujetaba con fuerza, desaparecería. Su rostro se hundió en el cuello de su novio, buscando el calor, buscando la calma, buscando algo real a lo que anclarse.
Pero entonces escuchó la risa.
Una risa fuerte, grave, viva. No era una risa amable. Era burlona. Llena de una ironía mordaz y una pizca de triunfo.
Draco giró lentamente la cabeza hacia la puerta, y lo vio.
Sirius Black, recostado de forma relajada en el marco de la entrada, lo observaba con una ceja alzada y las manos acariciando su vientre.
Su vientre…
Draco frunció el ceño. Miró más detenidamente ahora que no estaba atado ni sufriendo un dolor corporal de los mil demonios. No estaba abultado.
Eso no tenía sentido.
Tenía seis meses de embarazo… ¿o tal vez un poco más? Draco no estaba seguro. Había perdido la noción del tiempo durante casi todo mayo, pero sí recordaba los murmullos, las conversaciones a medias, la voz de Black a través del espejo mencionando su embarazo cuando Draco pasaba la noche en la cama de su novio.
Entonces, ¿dónde estaba el bebé?
El vientre de Black era apenas redondeado, como si hubiera comido mucho pan en el desayuno, pero no tenía esa forma contundente y redonda que Draco había esperado. Ni siquiera tenía la piel tensa ni caminaba con torpeza.
“Tal vez así son los embarazos Black…” murmuró para sí, confundido.
Porque, claro, nunca había visto una foto de su madre embarazada. Ni una. Ni una sola. Ni siquiera una pintura encantada, como solían tener los sangres puras. ¿Era por elegancia? ¿Por superstición? ¿Por miedo?
Draco no lo sabía.
Tampoco sabía por qué Severus había conjurado palabras que parecían extraídas de un idioma que el mundo había olvidado. Ni por qué Sirius, con esa risa tan viva, se comportaba como si todo fuera un maldito juego de salón.
Tampoco sabía cómo había llegado Harry hasta ahí. Ni cuánto tiempo había dormido. Ni siquiera si estaba despierto todavía o si todo esto era solo un sueño post-ritual, una alucinación más, un residuo de magia arcaica.
Pero sí sabía algo.
Sabía que no iba a soltar a Harry.
Porque si el mundo se volvía incomprensible, si su cuerpo le fallaba y su mente flotaba en una calma extraña, si Sirius Black reía y Severus Snape recitaba conjuros que hacían que su alma vibrara, entonces lo único seguro en el mundo era ese pecho cálido bajo su mejilla.
Y Draco, por primera vez en horas —o días—, permitió que su cuerpo respirara sin resistirse.
Aunque fuera por un momento. Aunque fuera para después volver a arder.
La habitación olía a piedra húmeda, a madera vieja y a ese inconfundible perfume a pociones que se filtraba desde las estanterías llenas de frascos, libros polvorientos y metales extraños. Una vela chisporroteaba junto a la cabecera, arrojando sombras sobre los rostros reunidos. Draco parpadeó lentamente, sintiendo aún el eco apagado de una magia demasiado densa en su pecho, como si le hubieran vaciado el alma y luego vuelto a llenarla con algo ajeno.
La voz de Severus lo arrancó del letargo de su mente.
“Has estado aquí más de dos semanas, es momento de despertar, Draco.”
Draco no supo cómo reaccionar a eso. Miró alrededor, confundido. La cama era de Severus. La reconocía por el dosel negro y los brocados verdes, por el tono apagado de las sábanas y por el leve olor a lavanda y polvo que siempre impregnaba sus túnicas. Era extraño verse allí, otra vez y de igual forma que la anterior recuperándose de casi morir.
“¿Dos semanas?” repitió, como si las palabras no tuvieran sentido aún en su boca.
Snape asintió, con ese gesto grave que usaba solo cuando la situación lo ameritaba, como cuando hablaba de pociones peligrosas, o cuando entregaba una noticia lo suficientemente oscura como para congelar el aire.
“El día de tu cumpleaños,” comenzó, sin preámbulos, “se activó por completo tu magia Malfoy. Tu núcleo mágico maduró al nivel en que ahora puede conectarse con el hogar ancestral. Fue ese vínculo lo que desencadenó el colapso. El malestar que sentiste esa tarde no fue una simple indisposición, como ya te diste cuenta. La magia oscura que infesta la Mansión Malfoy está… envenenando todo lo que toca.”
Draco tragó saliva. Lo había sospechado, en algún rincón de su mente. Esa náusea persistente. Ese frío extraño bajo la piel. La forma en que se le erizaba la nuca al estar en ciertos pasillos. Lo había sentido, sí, pero no quiso nombrarlo.
Severus continuó, inmutable. “Pudiste haber muerto si Potter no te hubiera encontrado.”
Y entonces, como si esas palabras fueran un disparador, Harry se incorporó desde el otro lado de la cama. No se había alejado ni por un momento desde que Draco despertó. Tenía la piel pálida, los ojos rojos de cansancio, pero su mano seguía firmemente entrelazada con la de Draco, como si soltarla significara volver a perderlo.
“Fue horrible,” dijo Harry, su voz quebrada por un recuerdo que aún parecía fresco. “Empezaste a convulsionar. Te retorcías en el suelo y… tus ojos. Algo negro empezó a salir de ellos. Yo no… yo no sabía qué hacer.” Se interrumpió para mirarlo. “Creí que te iba a perder.”
Severus frunció los labios con evidente desagrado, lanzando una mirada cortante como una daga. No dijo nada. Continuó como si Harry no existiera en la habitación.
“Potter te trajo hasta aquí. No tengo idea de cómo logró bajar tantos tramos sin matarse en el intento.”
En la esquina opuesta, un crujido delataba a Sirius Black, quien había estado revolviendo uno de los armarios del profesor con la expresión curiosa de un gato que olfateaba secretos. Al oír el nombre de su ahijado, se dio la vuelta, visiblemente divertido, y se acercó con esa energía desbordante que lo caracterizaba.
“Y cuando Snape no pudo controlar la situación,” dijo con una sonrisa demasiado brillante para Draco, “me llamó por la red flu. ¡Imaginen eso! Severus Snape pidiendo ayuda a mitad de la madrugada, Remus se asustó de verlo en nuestra habitación.”
“Cállate, Black,” escupió Severus con los dientes apretados, sin siquiera girar la cabeza.
Sirius, por supuesto, lo ignoró con una sonrisa aún más amplia.
“¿Estuve así por dos semanas?” preguntó Draco, volviendo la vista entre ambos.
Fue Sirius quien respondió primero, antes de que Snape pudiera abrir la boca.
“No exactamente,” dijo, acercándose al borde de la cama. “Cuando llegué y vi el estado de tu núcleo mágico… Malfoy, estabas desmoronándote. Esa casa tuya te estaba matando, así que tuvimos que actuar rápido. Hicimos un cambio de hogar.”
Draco entrecerró los ojos. “¿Qué… qué significa eso?”
Severus fue quien respondió esta vez, su voz pesada, como quien entrega una sentencia.
“La Mansión Malfoy está tan contaminada por la magia del Señor Tenebroso que habrías muerto si hubieses seguido vinculado a ella. Y ahora que tu núcleo ha madurado, la conexión es más fuerte, imposible de bloquear sin consecuencias. Por eso Sirius propuso que el hogar Black te acogiera temporalmente como residente. Es una medida de protección mágica. No podías seguir conectado a un lugar que intenta devorarte desde adentro.”
Sirius asintió, cruzándose de brazos. “Solo hasta que derrotemos al sin nariz. Luego podrás volver a tus marmóreos pasillos llenos de fantasmas y elfos histéricos.”
Harry, mientras tanto, no dejaba de besar el dorso de la mano de Draco, cada tanto deslizaba los dedos por su cabello, acariciando un mechón tras otro como si esa repetición fuera lo único que podía mantenerlo cuerdo. La intensidad de su mirada era abrumadora, como si quisiera memorizar cada pestaña, cada línea de expresión en el rostro de Draco.
Y Severus... Severus parecía querer arrancarse los ojos con la mirada que le lanzaba a Harry. No solo por estar en su cama. Sino por todo: por atreverse a tocar a Draco de esa manera, por hablar sin permiso, por existir.
“¿Mis padres saben esto?” preguntó Draco finalmente, con voz apagada.
Severus asintió una vez. “Han sido notificados. Pero por razones que ya conoces, no pueden presentarse aquí.”
El silencio que siguió fue espeso, lento, como un pantano en medio del pecho de todos. Sirius volvió a su entretenimiento de hurgar entre los objetos personales del profesor, Snape se quedó de pie junto a la cabecera como una estatua severa de mármol oscuro, y Harry… Harry seguía ahí, sin dejar de tocarlo, de besarlo con una ternura casi insoportable.
Fue Harry quien rompió ese silencio.
“Viviremos en la misma casa durante las vacaciones,” dijo, con una sonrisa temblorosa pero llena de luz, como si acabara de hacer una promesa inviolable. “Te lo juro. Vamos a estar bien.”
Draco lo miró, y en sus ojos ya no había confusión. Solo tristeza.
Porque, ¿cómo se le decía a alguien que tan solo había querido sobrevivir? ¿Que su cercanía, sus besos, sus caricias… habían sido una tabla de salvación y no una elección sincera? Que había usado su deseo como escudo, como pasaporte hacia una protección que no merecía.
Y sin embargo, cuando Harry lo miraba así, cuando su calor le llegaba a través de la piel, Draco no podía arrepentirse. Aunque doliera. Aunque fuera cruel.
Sonrió, una de esas sonrisas ladeadas, tristes, esas que Harry siempre decía que eran sus favoritas.
Y cerró los ojos. Solo por un momento. Para no tener que mirar lo mucho que dolía quererlo. O dejarse querer.
El sábado 21 de junio amaneció gris, no de ese gris dramático de tormenta, sino de un gris pesado, de esos que se cuelan en los huesos y hacen que todo se sienta levemente más difícil. Draco se sentó por primera vez en dos semanas en el borde de una cama que no era la de Severus Snape, con el uniforme perfectamente planchado y el escudo de Slytherin cosido sobre el pecho como un recordatorio irónico de una herencia que ya no le pertenecía. La habitación de su padrino estaba vacía, tranquila, como si supiera que debía dejarlo ir.
No lo dijo en voz alta, pero lo sintió: ese cuarto había sido su refugio. Las sábanas ásperas, el olor penetrante a pociones y cuero viejo, incluso la forma en que la luz apenas lograba entrar por la rendija de la puerta. Todo lo echaba de menos incluso antes de cruzar la puerta. Pero debía marcharse. Era sábado y su estancia allí no podía prolongarse. Las clases retomaban ritmo, y él… él tenía dos semanas de vida entre paréntesis que recuperar.
El regreso a su dormitorio fue frío. Las paredes eran las mismas, los rostros, los murmullos, los saludos educados de compañeros que no sabían qué decir. Draco volvió a su cama cerca a la ventana, con su baúl aún cerrado, como si nadie hubiera querido tocarlo por respeto o por miedo. Las cortinas verdes ondeaban suavemente con la corriente que venía de la escalinata, y las sombras familiares no ofrecieron consuelo. Había vuelto a su vida. O a lo que quedaba de ella.
El primer deber que retomó fue Encantamientos. El segundo, Historia de la Magia. El tercero, fue simplemente aguantar. Draco pasó el fin de semana en la biblioteca, con los apuntes de Granger que, sin hacer preguntas, le había dejado en su escritorio con su letra pulcra y sistemática. Su mente, frágil como cristal recién soplado, no tenía tiempo para emociones. Se obligó a leer, a memorizar, a practicar con un rigor que rozaba lo inhumano. Cada vez que escribía una línea, cada vez que subrayaba una palabra, algo en su interior crujía, una grieta, un susurro, una herida que no se cerraba.
“Ya no eres un Malfoy.”
La voz no era real. No era suya. No era externa. Era como un eco oculto dentro de su propia magia. Cada vez que repasaba un párrafo, la escuchaba. Cada vez que pasaba su pluma sobre una página, sentía cómo una parte de sí lo odiaba. Lo odiaba por seguir, por fingir, por respirar. A veces la voz murmuraba cosas más oscuras: reproches a su padre, maldiciones del Señor Tenebroso. La voz no era la magia Malfoy. Era lo que quedaba de ella. O lo que crecía en su lugar.
Explotó por primera vez el domingo siguiente.
Pansy había llegado con una revista de moda parisina, la había desplegado sobre la cama con emoción y había señalado un abrigo de corte victoriano con cuello de zorro blanco. “Te haría ver como un Malfoy de verdad otra vez,” había dicho sin malicia, sonriendo como quien da un consuelo tonto.
Draco se la arrebató de las manos y la lanzó al fuego. “¡No necesito tus mierdas de consuelo, Parkinson!”
Pansy lo miró con los ojos redondos, las manos temblorosas y la boca entreabierta. Ni siquiera lloró. Solo se fue.
La segunda vez fue con Blaise. Hablaban de criaturas mágicas, algo sobre garras de mantícora, pero de repente Blaise nombró a Weasley, y la palabra hizo que Draco estallara sin pensar. Lo empujó contra la pared, escupiendo palabras como “bastardo” y “repudio”. Ni siquiera recordaba el contexto. Solo recordaba el sabor metálico de la furia en la boca, y la forma en que Blaise lo miró después. Como si no lo conociera.
La tercera vez fue contra Severus. En su despacho, rodeado de frascos brillantes y libros apilados hasta el techo, el profesor le había llamado la atención por la forma errática en que trataba a los demás.
“Estás desbordando odio, Draco. Ni siquiera sabes hacia dónde lo diriges.”
“¡¿Y tú qué sabes de lo que siento?! ¡Tú lo ocultas todo detrás de tu maldito rostro impasible! ¡Tú no tuviste que renunciar a tu familia!”
El silencio que siguió fue brutal. Severus no respondió. No lo castigó. No lo echó. Solo lo miró con esa expresión de cansancio ancestral, y Draco se sintió peor.
Luego fue Flich. Draco volvió tarde de la biblioteca, los dedos manchados de tinta, los ojos ardiendo, la respiración errática. Cuando Flich lo detuvo, Draco le gritó tanto que la señora Norris se escondió.
A todos les gritaba.
A todos… excepto a Harry.
Harry lo seguía mirando igual que siempre. Con ese calor insoportable en la mirada. Con esa esperanza testaruda de Gryffindor que parecía empeñada en salvarlo de todo, incluso de sí mismo. Y eso bastaba para que Draco no pudiera gritarle. Para que se deshiciera por dentro con solo verlo. Para que todo lo oscuro se callara cuando Potter lo rozaba, cuando le tomaba la mano debajo de la mesa, cuando lo esperaba en las escaleras de piedra con una sonrisa torpe.
Una noche, Draco no aguantó más y tomó el espejo.
“¡Tú no debiste hacerlo! ¡No era tu decisión!”
La cara de Sirius apareció en la superficie con un bostezo perezoso. “Hola, Draco.”
“¡No me saludes como si nada! ¡El hogar Black no era mío!”
“Ahora lo es,” replicó Sirius, acomodándose en su sillón con el espejo en la mano. “¿O prefieres morirte en la mansión de tu familia?”
Draco se quedó sin palabras. Un nudo se formó en su garganta. Pero la rabia no se fue. “¡No tenías derecho! ¡Yo...! Yo solo quería sobrevivir, no que me adoptaras como si fuera un huérfano de guerra.”
Sirius lo miró largo rato. No sonrió. No se burló. Solo dijo: “No te adoptaría aun si mi hijo tuviera tu edad y me odie con la misma pasión.”
Draco parpadeó. El aire se le fue de los pulmones.
“¿Tu hijo?”
“Sí,” Sirius se levantó del sillón, moviendo el espejo mientras cruzaba la habitación, parecía que la estaban pintando. “Es un niño, por cierto. Pero aún no se lo he dicho a Harry. Quería hacer una fiesta, pero las cosas no andan bien con Remus.”
La rabia se evaporó. Quedó solo el silencio.
Draco lloró. No de esa forma contenida que se enseña en salones de etiqueta. Lloró como niño, con los ojos cerrados y la cara roja. Sirius lo dejó hacer, sin decir nada más.
A partir de esa noche, algo en Draco se templó. No se curó. No se resolvió. Pero se templó. Como el acero al calor, como la magia bajo control.
Los exámenes comenzarían el lunes. Y Draco los enfrentó como si fueran la única batalla que podía ganar. Tal vez no sería el primero. Granger, con sus apuntes perfectos y su mente afilada como una espada, lo superaría de nuevo. Pero él sería el segundo. Y ese segundo lugar, en ese contexto, era su victoria personal.
Ya no estaba ligado a la magia Malfoy. Pero aún era Draco. Y estaba sobreviviendo.
El lunes llegó como una campana maldita que no dejaba de sonar en la nuca. El desayuno sabía a papel viejo y el jugo de calabaza no tenía más sabor que el cansancio acumulado en las comisuras de sus labios. Draco se miró en el espejo antes de salir del dormitorio de Slytherin y no reconoció del todo a la persona que le devolvía la mirada. Bajo los ojos, unas ojeras firmes y casi de un tono azulado. En las mejillas, un matiz cenizo como si no hubiera dormido en semanas y en realidad, no lo había hecho bien desde que dejó la habitación de Severus.
El Gran Comedor estaba repleto de murmullos nerviosos y risas fingidas. Nadie parecía completamente presente. Las cucharas golpeaban las tazas como si compitieran en una carrera invisible. Draco, con la túnica ajustada al cuello y la varita lista, no se permitió más que unas cuantas miradas rápidas. Harry estaba al otro lado del salón. Sus ojos se cruzaron.
Harry le sonrió.
Draco no le devolvió la sonrisa. No podía. No quería. Si lo hacía, se rompería. Y no podía quebrarse antes del primer examen.
Defensa Contra las Artes Oscuras. No podían haber comenzado con algo más sencillo como Herbología, ¿no? Por supuesto que no. Tenían que empezar con la materia más brutal, más cruda, la más emocionalmente cargada de todas.
El aula estaba oscura. Las ventanas cerradas, las antorchas lanzaban sombras retorcidas. Severus, con su capa flotando detrás, caminaba entre ellos con la cadencia de quien está a punto de presidir un juicio.
“Hoy no defenderán solo su cuerpo. Defenderán su mente.”
La voz de Severus fue clara como el cristal y cortante como el hielo. No se molestó en dar más explicaciones.
La primera prueba fue la maldición Imperius.
Draco tragó saliva, su garganta se sentía como papel secante.
Cuando la magia de su padrino lo envolvió —fuerte, densa, implacable— se preparó para el vértigo habitual, esa sensación de que su voluntad era solo un hilo que otra mano sostenía. Pero algo fue diferente esta vez. Era como una ráfaga de aire que intentaba levantar una estatua.
Resistió. Con facilidad. ¿Demasiada?
“¿Lo estás haciendo más suave conmigo?”, pensó, sin atreverse a decirlo en voz alta. Severus lo miró durante un largo segundo, sus ojos oscuros como tinta sin diluir, y luego pasó al siguiente alumno sin hacer comentarios.
Harry, claro, resistió la maldición con la destreza de un auror entrenado. Su cuerpo no se movió ni un centímetro bajo su influjo. Ni siquiera pestañeó. Fue tan limpio, tan claro, que hasta Granger aplaudió suavemente.
Y luego vino el duelo.
Fue Harry quien, de forma absolutamente conveniente, “se equivocó” al emparejar los nombres en la lista que entregaron a Severus. Draco, que esperaba tener que medirse con alguien de su nivel —tal vez Thomas o incluso Granger—, fue emparejado con Longbottom.
Longbottom.
Draco contuvo una carcajada amarga. El chico había mejorado, eso era innegable. Pero lanzar hechizos no verbales era otra historia. Sus encantamientos salían a medio camino, como si la magia se arrepintiera de haber salido de su varita. Draco, en cambio, era como un latigazo: preciso, rápido, sin piedad. Cada hechizo se deslizaba de su varita como una sentencia.
Al final, Severus solo asintió.
Draco aprobó con amplitud a diferencia de Longbottom.
Harry fue el último. Su duelo con Granger fue casi ceremonial: ambos se lanzaban hechizos con la pasión de los que se conocen demasiado bien. Harry no era tan bueno con los encantamientos no verbales, pero su magia era intensa, viva, casi salvaje. Fue un espectáculo verlos batirse. Y aunque Hermione resistió como una verdadera experta, fue Potter quien acabó con la ventaja.
Weasley, mientras tanto, observaba desde una esquina con una expresión entre molesta y aliviada. Hizo un examen escrito, el único del grupo. Severus, con su mordacidad habitual, comentó: “Preferí ahorrarle a Weasley la vergüenza de perder contra Patil.”
Draco no pudo evitar reírse.
El martes fue mejor. Astronomía. A medianoche.
La torre se sentía menos hostil de lo habitual. El cielo estaba claro, las estrellas relucían como promesas que aún no se rompían.
Draco dominaba esa asignatura. Era un Black, después de todo. Aprendió a leer las estrellas antes de que pudiera escribir su propio nombre. Pero en la noche anterior se dedicó a repasar con Harry. O mejor dicho, a explicarle los nombres de las constelaciones entre besos, caricias y risas silenciosas bajo las sábanas de la cama en Gryffindor. Harry parecía absorber la información mejor si la escuchaba entre jadeos. Draco aprovechó esa ventaja didáctica con absoluta entrega.
“El cinturón de Orión… está justo aquí, Potter,” susurró, trazando líneas en su pecho desnudo con un dedo.
“¿El cinturón de qué?” Harry se rió, y luego se quejó cuando Draco lo empujó de la cama.
El miércoles fue un infierno en forma de papel.
Historia de la Magia y luego Encantamientos. Escrito.
Draco rompió la pluma que Harry le había prestado después de la tercera hora de redacción. Granger parecía más un autómata que una persona viva, escribiendo sin parar como si su brazo estuviera embrujado. Patil terminó antes que todos. Y para empeorar las cosas, el espectro de Binns la elogió. Draco estuvo a punto de lanzar su tintero al suelo.
Encantamientos fue tolerable. Algunos encantamientos eran sencillos, pero otros requerían concentración al igual que en el examen de Herbología. El tipo de concentración que Draco ya no tenía.
El jueves fue una combinación peligrosa de magia práctica y tensión emocional.
Primero, encantamientos prácticos. Luego, transformaciones, con examen escrito y práctico el mismo día.
Todo iba bien hasta que Harry decidió ser… Potter.
“Accipio avis!” gritó, y de su varita salieron pájaros de un rubio platinado brillante, idénticos al tono de cabello de Draco.
Y no solo eso. Los malditos pájaros comenzaron a revolotear alrededor de Draco, cantando como si estuvieran enamorados de él.
El aula estalló en risas.
Draco se puso rojo. No de rabia. De algo más profundo. Más vulnerable. Se giró para fulminar a Harry con la mirada. Pero el muy estúpido solo le guiñó un ojo.
“Maldito Gryffindor imbécil,” pensó Draco, sin poder evitar que una sonrisa minúscula se asomara a su rostro.
El viernes, sin embargo, fue otra historia.
Pociones. Rúnicas. Aritmancia. Tres materias. En un solo día.
Y Draco estaba al borde del colapso.
Para la hora del almuerzo, su cabeza palpitaba como si tuviera una criatura atrapada entre las sienes. Granger se sujetaba la frente. Padma Patil murmuraba fórmulas en voz baja como si fueran hechizos de protección. Anthony Goldstein no dejaba de balancearse en su asiento.
Draco apenas podía sostener su cuchara. Su estómago rechazaba todo menos jugo de manzana. Incluso eso lo bebió como si estuviera maldito.
Después del examen de runas, cuando pensó que moriría en el pasillo de camino a aritmancia, Harry lo arrastró fuera. Literalmente.
“Vamos,” dijo, sin permitirle protestar.
Salieron al exterior. Al pasto, al aire, al lago.
Harry hablaba. De las vacaciones. De un verano juntos. De ir a Londres, o a algún sitio mugriento de la casa de Black, solo ellos dos y tal vez una tienda o cine al que visitar, Draco en su vida sabía había escuchado sobre el dichoso cine.
Draco no contestó. No podía. Solo caminaba. Escuchaba la voz de Harry como quien oye una nana desde el fondo del agua.
Pero por primera vez en mucho tiempo, no se sintió solo. Y cuando la brisa del lago le alborotó el cabello, y la boca de Harry rozó la suya, Draco se permitió un segundo de descanso.
Solo uno. Los exámenes seguirían. La incertidumbre seguiría. Pero en ese momento, Draco respiró. Y sobrevivir, por ahora, era suficiente.
Notes:
No puedo creer que la historia tenga mas de 200 kudos 🥺
Chapter 43: ¿Por qué te sigo queriendo?
Notes:
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Chapter Text
Era el final de junio. El aire en Hogwarts tenía ese perfume melancólico que solo aparece cuando algo se está acabando. Las flores del jardín florecían suavemente al calor de los primeros rayos del verano, y los pasillos comenzaban a vaciarse de murmullos nerviosos por los exámenes. Todo parecía suspendido en un suspiro largo, como si el castillo mismo supiera que, en unos días, sus estudiantes ya no estarían ahí. Que los muros, los retratos, los suelos de piedra pulida, se quedarían solos otra vez, con solo ecos de risas lejanas y confesiones nocturnas para entretenerlos durante los meses vacíos.
Los exámenes ya habían terminado. Algunos todavía dormían con el ceño fruncido por las preguntas de Encantamientos, otros reían despreocupados por fin, jugando cartas explosivas en los patios o lanzando hechizos inútiles solo por el placer de ver volar algo en el aire. Los resultados llegarían pronto, luego vendría la ceremonia de despedida, la entrega de la Copa de las Casas… y entonces, nada más.
Después de eso, todos se irían a casa.
Draco también. Pero no con todos.
No en el tren, no junto a los demás.
No junto a Harry.
Ese había sido el plan desde el principio. Irse antes. Escabullirse sin hacer ruido, sin mirar atrás. Aparecer en la casa Black antes que los demás, esperar allí. Esperar a Harry. Fingir que todo era normal, que no había sangre en sus manos o miedo en su garganta.
Pero las cosas no eran tan simples. No ahora.
No cuando Draco se había enamorado.
Y no cuando el tiempo apretaba la soga de su cuello con tanta violencia.
La fecha límite para cumplir su misión estaba cerca. Demasiado cerca. Cada vez que pensaba en ello, sentía que el aire se le rompía en el pecho. El plan decía que debía marcharse antes del fin de curso, antes del bullicio del tren, antes del último banquete. Salir como una sombra, como una mancha que nadie notara.
Pero… ¿cómo decirle adiós a Harry? ¿Cómo marcharse sin romper algo más que el propio corazón?
No podía. No así.
No sin al menos un último día.
Por eso, Draco se arrastró. Suplicó. Se humilló.
Primero ante Severus.
“Solo un día más”, le dijo con la voz baja y contenida, tragando la ansiedad como un veneno lento.
“Draco…”, empezó Snape con esa mirada que nunca decía del todo lo que pensaba, pero que escondía lástima detrás de cada palabra no dicha.
“Por favor”, insistió Draco. “Solo… solo uno más.”
Snape negó. Por supuesto que lo hizo. Era predecible. Pero fue Dumbledore quien lo permitió.
Con una voz suave y cansada, el director miró a Draco como si ya supiera todo lo que venía.
“Hasta el treinta, señor Malfoy. Solo hasta el treinta.”
Y Draco, con la espalda recta y el alma temblando, asintió.
Así que se quedó.
Ese fin de semana fue un simulacro de normalidad. Se aferró con uñas y dientes a cada minuto con Harry, a cada carcajada que salía de Pansy, a cada mirada cómplice con Granger —porque sí, aunque Draco nunca lo admitiría, ella era su amiga. Una de las buenas.
Blaise se mantenía cerca, aunque algo distante. Las cosas con Weasley todavía no se habían resuelto del todo, y aunque Draco fingía ignorarlo, lo cierto era que las tensiones flotaban como espectros invisibles entre los grupos.
Pero él lo intentó. Fingió que todo estaba bien.
Bromeó, sonrió, besó a Harry sin medida ni prudencia.
Se permitió saborear cada pequeño gesto, cada roce de dedos, cada risa inesperada.
Incluso se regocijó un poco —quizá demasiado— cuando la pequeña Ginebra los vio besándose en el patio trasero, justo bajo el atardecer. La mirada herida de la pelirroja fue un bálsamo torcido para su ego maltratado.
Por un instante, todo parecía estar bien.
Por un instante, Draco casi creyó que podía quedarse.
Y luego llegó la noche del treinta de junio.
Era tarde. La torre de Gryffindor tenía ese resplandor cálido que solo las velas pueden ofrecer, con sombras largas proyectadas en los muros de piedra, susurros quedos flotando entre las cortinas rojas, y un leve crujido de leños ardiendo en la chimenea.
Harry lo dejó en la cama con un beso dulce y palabras suaves al oído.
“Voy a traerte algo de la cocina”, le dijo. “Te lo mereces.”
Draco sonrió, dejando que Harry lo besara con lentitud, dejándose arrullar por ese tono bajo que solo Harry tenía con Draco.
Fueron demasiados minutos.
Minutos que se estiraron como segundos heridos, hasta que la puerta volvió a abrirse de golpe y Harry regresó sin el postre prometido. Draco sintió el cambio incluso antes de verlo del todo. Harry estaba pálido, agitado, con los ojos abiertos como si hubiera visto algo imposible. Le temblaban las manos, la respiración era irregular, y su voz —cuando habló— era la de un soldado a punto de ir a la guerra.
“Debo ir con Dumbledore”, dijo, casi tropezando con su propio baúl mientras lo abría con urgencia.
“¿A dónde vas?”, preguntó Draco, saliendo de la cama con una inquietud que no supo nombrar.
Harry no respondió. Solo sacaba cosas al azar. Su capa, su ropa. Sus labios estaban tensos, la mandíbula apretada.
Longbottom se asomó entre sus sábanas, curioso pero sin intervenir. Se había acostumbrado ya a la presencia de Draco en la habitación, como uno se acostumbra a un gato callejero que terminó quedándose.
Thomas y Finnigan, por su parte, brillaban por su ausencia.
La habitación de los chicos de sexto de Gryffindor se había vuelto terreno de treguas implícitas, de heridas abiertas, de pactos silenciosos. Ni la infidelidad entre Thomas y la Weasley se había perdonado del todo, ni la tensión había desaparecido del todo.
Harry seguía buscando. Draco lo observaba con el corazón en la garganta. “¿Qué pasa? Harry, ¿qué ocurre?”, volvió a preguntar.
Cuando Weasley salió del baño, Harry lo llamó. Le entregó un rollo de calcetines apretado como si fuera oro puro.
“Dumbledore encontró uno”, dijo. “Nos vamos. Pero quiero que ustedes se queden aquí, que se repartan esto.”
Draco ya no entendía nada.
“¿A dónde vas, Harry?”, insistió. Se acercó a él, tocándole el brazo, sintiendo la tensión bajo la piel.
Harry lo miró. Lo miró de una forma tan… desgarradora, tan profunda, que Draco dejó de respirar un segundo.
“Es mejor que vayas a las mazmorras”, fue lo único que dijo antes de besarlo.
Un beso apurado, urgente, como una despedida disfrazada de cariño.
Y se fue. Así. Sin más.
Draco se quedó ahí, con los labios ardiendo todavía por el beso, viendo la puerta cerrarse como si le estuviera quitando algo más que a su novio.
Weasley desenvolvió el rollo. El frasco dorado brilló bajo la tenue luz de las velas. Pero Draco no lo miraba. No miraba nada. Solo la puerta. La puerta por la que Harry se había ido.
Y por primera vez en mucho tiempo, Draco deseó que el tiempo se detuviera. Porque presentía que, al final, no sería él quien se marchara primero.
Tal vez la última noche juntos ya había pasado.
Y ni siquiera se habían dicho adiós.
El castillo respiraba oscuridad. Era una sombra viva, un susurro de piedra y memoria que contenía en sus entrañas el peso de generaciones de secretos, de pactos y traiciones, de silencios demasiado largos. Esa noche, sin embargo, la oscuridad no era solo el producto de la ausencia de luz. Era algo más. Era presagio. Era antesala de la pérdida.
Draco salió del retrato de la Dama Gorda como si emergiera de un sueño. No registró las palabras preocupadas de la mujer, ni el tono maternal que usó al decirle que tenía mal aspecto. No la escuchó. Solo caminó. Solo obedeció. Se fue, como Harry le había pedido. Sin preguntar. Sin resistirse. Como si ya no tuviera voluntad.
La piel aún le ardía donde Harry lo había besado, donde lo había tocado. No un ardor agradable. No esa combustión dulce que solían provocar las caricias. Era un ardor que escocía, que escarbaba en la herida recién abierta. Porque Draco lo había sentido: no era un beso de amor, sino un sello. Un punto en su historia.
No supo cuánto tiempo se había quedado de pie en el dormitorio, inmóvil como una estatua agrietada. Solo supo que cuando escuchó su nombre, apenas un murmullo en labios de Granger, su cuerpo reaccionó. El entorno volvió a colarse en su percepción como una bofetada lenta. Ginebra estaba al otro lado de la habitación, mirándolo como si lo conociera. Como si supiera algo. Longbottom también estaba ahí, con ese rostro de empatía mal disimulada. Incluso la comadreja, el eterno enemigo, tenía esa expresión imbécil de lástima que Draco no podía tolerar.
Qué patético debía de lucir para que incluso él lo viera así. Qué frágil. Qué ridículo.
Draco no dijo nada. No se defendió. Solo se fue. Salió del dormitorio sin mirar atrás, sin siquiera saber hacia dónde se dirigía. No pensó. No razonó. Solo caminó, como alguien que busca escapar de su propia piel.
El castillo estaba inquieto. Había algo distinto en el aire. Algo más que dolor. Más que miedo. Era una vibración imperceptible, un murmullo que se colaba entre los muros de piedra. El silencio tenía un pulso. Draco lo sintió en cada paso. Bajó escaleras sin saber por qué. Tomó atajos que su cuerpo conocía pero su mente no reconocía.
En un pasillo del cuarto piso, se topó con uno de los gemelos Weasley. Fred, tal vez. O George. Draco no lo supo. No le importó. Estaban separados por unos pocos metros, un breve trecho que, sin embargo, parecía inabarcable.
No dijo nada.
Ni un insulto. Ni una ironía. Ni una mueca.
El gemelo lo llamó. Su voz fue un intento de puente, un gesto inusualmente serio. Draco no respondió. No desaceleró. No se detuvo. Era un cuerpo en movimiento, una línea recta hacia ninguna parte.
Las mazmorras estaban heladas. Un frío antiguo se arrastraba por sus pasillos, como si el castillo respirara por esas grietas. Draco sintió los temblores comenzar en sus dedos, luego en sus brazos. Pensó en buscar refugio. En acurrucarse en alguna esquina. No porque tuviera miedo, se dijo, sino porque estaba agotado. Roto. Incompleto.
Fue entonces cuando unas manos fuertes lo sujetaron por los brazos. Severus apareció frente a él como una sombra hecha carne, los ojos más oscuros que nunca, la voz cargada de una alarma que Draco no supo interpretar.
“¿Qué haces aquí?”, preguntó con una dureza que no era reproche, sino miedo.
Draco no supo qué responder. No entendía la urgencia. No entendía el temblor en la voz de su padrino. Pero entonces… el ardor. Como una llamarada súbita, como un látigo de fuego, la Marca Tenebrosa en su brazo comenzó a arder.
La de Severus también.
Ambos lo sintieron. Ambos se miraron. Y en esa mirada hubo una comprensión muda, un reconocimiento pánico. Algo había comenzado. Algo de lo que no se podía volver atrás.
Draco se soltó. Fue un impulso. Tal vez una tontería. Tal vez el haber visto al gemelo Weasley. Tal vez el hecho de que Harry lo hubiera apartado de todo, como si no pudiera —como si no debiera— formar parte de lo que fuera que estaban haciendo. Tal vez por eso corrió.
No hacia el interior de las mazmorras. No hacia la seguridad.
Corrió hacia arriba.
El vestíbulo estaba desierto. Pero en los pisos superiores, algo había cambiado. Cuando llegó al segundo piso, una nube de polvo lo cegó parcialmente. El techo estaba derrumbado en un tramo. Fragmentos de roca, madera y cristal cubrían el suelo como restos de un huracán. Un candelabro colgaba torcido. El aire era espeso, denso, como si la atmósfera misma contuviera los ecos de un grito.
Draco se detuvo.
Lo que vio lo paralizó.
Su tía. Bellatrix Lestrange. Sonriente. Desquiciada. Subiendo las escaleras hacia el despacho del director, rodeada por cuatro magos más, todos con túnicas negras y rostros en sombra. Draco no supo si era el miedo o el asco lo que lo inmovilizó.
El recuerdo de Harry, diciéndole a Weasley que iría con Dumbledore, se estrelló contra su mente. ¿Ya se habían ido? ¿Habían vuelto? ¿Nunca se habían ido? Draco no lo sabía. No sabía nada. Y ese desconocimiento, esa ignorancia, era lo que más dolía.
Entonces Severus lo alcanzó. Lo miró, jadeando. Había corrido tras él.
“Draco. Vete. Ahora. Escóndete”, ordenó. No era una sugerencia. Era una súplica disfrazada de mandato.
Y Severus se fue. Se lanzó hacia el pasillo como una sombra furiosa, como si tuviera algo —alguien— que proteger.
Draco dio un paso adelante.
Hacia la pelea.
Hacia el caos.
Hacia donde profesores y estudiantes se enfrentaban, donde la noche se teñía de hechizos, de gritos, de relámpagos de magia.
Dudó.
Ese paso, ese instante, lo marcaría para siempre.
Porque dudó.
No fue el coraje lo que lo detuvo. Fue la confusión. Fue el terror. Fue la certeza de que Harry jamás lo vería como valiente. Que para Harry siempre sería el niño mimado, el cobarde, el que hablaba demasiado pero hacía poco. El que nunca elegía bien.
Draco no eligió esa noche. Solo avanzó. Solo permitió que el cuerpo se moviera por él.
Pero esa duda… esa vacilación en medio del humo, en medio del fuego… esa indecisión se convirtió en su herida más profunda.
Porque cuando la guerra haya estallado, cuando el castillo haya sido saqueado por el miedo y la muerte, Draco Malfoy no recordaría los hechizos que lanzó ni los rostros que enfrentó.
Recordaría ese momento. Ese instante en que no supo si debía correr o quedarse. Ese momento en que no fue ni héroe ni traidor.
Solo un muchacho roto, atrapado entre dos mundos, deseando desesperadamente ser parte de uno… sin perderse del todo en el otro.
Las llamas habían alcanzado los tapices del ala este. El olor a hollín, a sangre y a piedra quemada impregnaba los pasillos como un sudario invisible. Las paredes, esas que un día habían escuchado risas, ahora temblaban con los ecos de gritos, maldiciones y rugidos de furia. Y Draco, parado justo donde la penumbra se mezclaba con la luz agónica de los candelabros a medio fundir, sentía que cada latido de su corazón era una cuenta regresiva hacia el colapso de todo lo que conocía.
Una vez, durante un descanso en uno de los entrenamientos brutales con su tía Bellatrix —cuando ella se marchó presurosa a contarle a su madre lo rápido que Draco bloqueaba, lo elegante que era en su defensa, lo prometedor de su postura— fue Rodolphus quien se acercó. Draco aún sentía la humedad de su transpiración pegándole la camisa a la espalda, las manos entumecidas por sostener la varita durante horas. Su tío, con esa sonrisa torcida que nunca llegaba a los ojos, le dijo:
“Has dudado.”
No fue una acusación gritona, ni una burla. Fue un hecho, una sentencia. Draco no preguntó a qué se refería. Lo sabía. Porque había dudado. No había atacado a Bellatrix cuando tuvo la oportunidad. Solo se defendió, obedeció, ejecutó. Solo cuando ella, con su sonrisa psicótica, se lo ordenó, Draco alzó la varita con intención de herir.
Y así había sido toda su vida.
Dudando.
Entre hacer o no hacer, entre ser o no ser. Un príncipe en una torre de mármol, con una corona que no eligió y una espada que nunca quiso blandir.
El primer hechizo que lanzó esa noche, esa verdadera noche, no fue para un entrenamiento. No fue para demostrar que era digno de su linaje. Fue real. Y le dio directo en el pecho a un mortífago sin nombre, sin rostro que pudiera recordar más tarde. Solo fue un reflejo, una reacción de terror mezclada con ira. El mortífago cayó como una muñeca rota, y Draco quedó jadeando, el corazón retumbándole en los oídos como un tambor de guerra.
Entonces lo vio. Un joven pelirrojo —alto, fuerte, con ojos que hablaban de peligro y determinación— giró y lo miró con una mezcla de sorpresa y reconocimiento. Draco lo había protegido. Había evitado que un rayo de luz verde lo alcanzara por la espalda. El pelirrojo, que bien podía ser uno de los Weasley, alzó su varita hacia él.
Draco no bajó la suya.
No retrocedió.
Pero tampoco atacó.
El hechizo pasó zumbando, rozándole la mejilla con una caricia ardiente. Draco giró con un sobresalto. Otro mortífago yacía en el suelo detrás de él. El pelirrojo lo había salvado a su vez. Y por un segundo, un instante que pareció flotar suspendido en el caos, ambos se miraron. El fuego se reflejaba en los ojos del otro, y sin necesidad de palabras, se entendieron. Se pusieron espalda con espalda. Como aliados improvisados. Como soldados perdidos que solo querían sobrevivir.
Los hechizos brotaban como relámpagos desde sus varitas. Draco no pensaba, solo actuaba. Usaba todo lo que su familia le enseñó: movimientos ágiles, letales, aprendidos en salones oscuros, en pasillos silenciosos, en campos de entrenamiento ocultos. Hechizos que nacieron del legado de los Lestrange, del rigor de Severus, de la dulzura cortante de su madre. Draco no pensaba en quién caía. Solo que no era él. Solo que no era el pelirrojo.
Fue entonces cuando la voz de Severus cortó el aire, como una campana en medio del infierno:
“¡Ya está! ¡Tenemos que irnos!”
Draco se giró. El pelirrojo también. El instante de lucha se evaporó. El hechizo se disolvió en la garganta. Draco lo miró por última vez, como si intentara memorizarlo: su rostro manchado, el cabello en desorden, una ceja partida sangrando lentamente. Luego se separaron.
Pero Draco no corrió. No aún. Su mirada, siempre tan entrenada en detectar peligro, buscó a su padrino. ¿Dónde estaba? ¿Qué quería decir ya está? ¿Estaba herido? ¿Habría sido esa la última vez que lo vería? ¿Ahí terminaban sus caminos?
Y entonces lo vio.
Harry.
Como un león entre el humo, emergiendo desde la entrada del despacho de Dumbledore. Su varita alzada. Sus ojos verdes, fieros, decididos, brillando como antorchas en medio de la noche. El corazón de Draco se apretó como un puño cerrado. Porque Harry lucía hermoso. Porque Harry era valiente. Y porque Harry no le había dicho nada.
Harry sabía. Sabía que esa noche llegaría. Que habría lucha. Que los mortífagos vendrían. Y aún así... lo mandó a las mazmorras. Lo mantuvo en la ignorancia. Prefirió dejarlo al margen, como si no fuera digno de saber.
Draco no supo si lo que lo hizo tambalear fue la rabia, o el dolor. Pero cuando una mano lo jaló del brazo con fuerza, arrancándolo del lugar, no opuso resistencia. No podía. Su mente solo repetía: Harry no confió en mí.
Y eso dolía más que cualquier maldición.
La mano en su brazo se cerró como un grillete. Demasiado fuerte. Draco intentó soltarse, pero no lo logró. Fue empujado contra la pared, y en el siguiente segundo, una lluvia de hechizos iluminó el pasillo. Un duelo brutal, feroz, se libraba frente a él. El pelirrojo de antes. Y otro mago.
Draco entrecerró los ojos. La capucha del segundo cayó.
Theo. Theodore Nott. Con el rostro desencajado. Desesperado. Enloquecido por el miedo. Estaba ganándole al pelirrojo. Su magia era oscura, densa, aprendida de su padre. Estaba a punto de lanzar una maldición, una de esas que el señor Nott usaba para castigar a los traidores.
Y Draco... Draco actuó.
No pensó.
Lanzó un escudo. Directo al pelirrojo. Lo protegió.
Theo se congeló. Lo miró. Su expresión fue la de un animal herido, traicionado. Y entonces Draco, con voz ronca, dijo:
“¡Expelliarmus!”
La varita de Theo voló. Pero Theo no corrió. No gritó. Solo lo miró. Draco no impidió que recogiera su varita. No dijo nada cuando Theo, sin una palabra, se dio media vuelta y desapareció entre el humo.
Draco se quedó allí.
Solo.
Fue hacia el pelirrojo, que yacía inconsciente, apenas respirando. Se arrodilló. No sabía si lloraba por él. O por Harry. O por sí mismo.
Pero lloró.
Lloró por la infancia que le robaron. Por el amor que no entendía. Por la guerra que lo usaba como peón. Por su madre, por su padre. Por Severus, por Theo. Por ese instante en que estuvo espalda con espalda con un desconocido y se sintió, por fin, menos solo.
Y por Harry. Porque había confiado. Porque había creído que te amo era sinónimo de confío en ti. Y porque no lo fue.
Fue así como lo encontró Lupin.
Draco estaba en el suelo, encorvado sobre el cuerpo aún inconsciente del pelirrojo. No supo cuánto tiempo llevaba ahí. Solo recordaba el sabor metálico del miedo en la lengua, la tensión de su varita aún apretada entre los dedos, y el temblor de sus rodillas al negarse a moverse, como si la escena se hubiera congelado en un rincón del tiempo que se resistía a terminar.
Lupin llegó corriendo, con la capa desgarrada, el rostro surcado por ceniza y sangre seca que no parecía suya. A pesar de todo, sus ojos seguían siendo los mismos: cálidos, amables, inquebrantables.
Draco alzó la mirada, y su rostro debió de mostrar algo irreparable, porque Lupin se detuvo en seco, con una exclamación apenas audible: una súplica que no supo a quién iba dirigida.
“¿Qué ha pasado?”, preguntó, arrodillándose con rapidez.
Se inclinó hacia el pelirrojo, colocándole con cuidado los dedos sobre el cuello, buscando el pulso. Draco quiso hablar, decirle que no era culpa suya, que Theo… que Theo había estado a punto de matar a alguien. Que él lo había detenido. Que ya no sabía en qué lugar del tablero estaba. Pero lo único que logró fue un sollozo, un quejido asfixiado que no se parecía a su voz.
“Está vivo”, murmuró Lupin. Su tono se llenó de alivio. “Solo inconsciente.”
Entonces, como si eso bastara para devolverle algo de control, lanzó un hechizo rápido —“Enervate”— y el pelirrojo parpadeó. Se incorporó de golpe, mareado, cubriéndose el costado con una mano.
“¿Dónde… mis hermanos?”, murmuró, con voz ronca.
“Están con Bill en la enfermería”, dijo Lupin. “Ve. Corre.”
Y el chico obedeció sin mirar atrás, tambaleándose por el pasillo manchado de magia y humo.
Cuando el eco de sus pasos se desvaneció, el silencio volvió a aplastarlos.
Draco seguía llorando. No con elegancia. No con orgullo.
Lloraba como si alguien hubiera abierto su pecho a la mitad, como si todo lo que lo sostenía —las reglas, los escudos, las lealtades que creía entender— se hubieran deshecho en sus manos. Su varita cayó al suelo con un ruido seco. Sus hombros se sacudían. Y Lupin, sin decir nada, se sentó junto a él y le puso una mano en el hombro.
No intentó calmarlo. No intentó razonar con él.
Solo estuvo ahí, como quien entiende que a veces el dolor necesita espacio para escurrirse, para desbordarse sin contención.
Pasaron minutos o tal vez una eternidad.
Cuando por fin la respiración de Draco empezó a encontrar algún tipo de ritmo, Lupin habló con suavidad.
“Tenemos que irnos.”
Draco lo miró, con los ojos enrojecidos y las mejillas empapadas. “¿Severus?”, susurró con un hilo de voz, el nombre rasgándole la garganta.
Lupin negó lentamente. “No sé dónde está.”
Draco intentó explicar. Quiso decirle que Theo y Severus se habían ido juntos, hacia los terrenos. Pero cada palabra se quebraba en su garganta como cristal molido. Hipaba entre frases incompletas, entre lágrimas que no cesaban, y Lupin, con esa paciencia que parecía haber heredado de los años más oscuros de la guerra anterior, lo ayudó a ponerse de pie.
“Ahora tú eres la prioridad”, dijo con una firmeza tranquila. “Ya vendrá lo demás.”
Caminaron por los pasillos sin encontrarse a nadie. El humo empezaba a filtrarse por las rendijas de las ventanas. En la distancia, gritos de batalla. El cielo se veía púrpura, como si alguien hubiera mezclado noche con sangre. Y entonces lo vieron.
Un rastro de humo negro, elevándose desde los terrenos lejanos. Algo se incendiaba. Draco lo observó sin decir nada, con los labios entreabiertos, los ojos fijos. Su estómago se contrajo. ¿Y si era ahí donde estaba Severus? ¿Y si era Theo? ¿Y si había sido su culpa?
Pero Lupin no se detuvo. Y Draco, por alguna razón, lo siguió.
Atravesaron el límite de las protecciones del castillo, sintiendo el cambio en el aire: la barrera mágica cediendo, despidiéndolos como si supiera que ninguno de los dos volvería igual. Lupin lo tomó del brazo, y con un giro suave, la sensación de compresión, de ser absorbido y reconstruido, aparecieron en una calle fea, sucia, muggle.
La luz era cenicienta. El cielo, opaco. Las casas a ambos lados parecían abandonadas o al borde de serlo. Un par de coches viejos, oxidados, dormían a un costado. Nadie en las ventanas. Nadie en las puertas.
Y entonces Lupin soltó un sonido roto. Un nombre escapó de sus labios con una urgencia desgarradora.
“Sirius…”
Corrió hacia una casa en particular. Una casa gris, oscura, de tejado inclinado. Las ventanas estaban cubiertas de polvo, y sin embargo había algo en ella… algo que Draco reconoció.
No por memoria. Por herencia.
Había una resonancia en el aire, como si la magia de generaciones lo llamara. El hogar ancestral de los Black.
Draco lo supo sin que nadie se lo dijera.
No era una mansión ostentosa. No tenía columnas ni fuentes encantadas ni jardines interminables como Malfoy Manor. Era… muggle. O casi. Humilde. Pero limpia. Y viva.
Caminó hacia ella con la mente embotada, los pies pesados.
La aldaba plateada de la puerta, con forma de serpiente retorcida, se agitó al verlo. Se estremeció. Y se quedó quieta. Lo había reconocido.
El hogar lo había reconocido.
Dentro, escuchó a Lupin gritar otra vez.
“Sirius, ¡Sirius!” Había pánico en su voz. Un miedo visceral. Draco, por un instante, pensó que estaba muerto. Que el grito era un canto de luto, un presagio.
Pero no.
Sirius bajó las escaleras a toda prisa. Draco lo vio apenas entrar: el cabello suelto, el rostro más demacrado de lo que recordaba, pero vivo. Vivo. Y entonces Lupin se lanzó hacia él, sin pensar, sin freno. Lo abrazó como quien se aferra a la única cosa real en un mundo que se desmorona.
Lo besó. Y Sirius, aunque sorprendido, le devolvió el abrazo con una fuerza que hablaba de noches en vela, de miedo contenido, de amor guardado en cajas demasiado pequeñas.
Draco se giró. Miró hacia otro lado.
No porque le avergonzara el gesto. Sino porque algo en él se rompió un poco más. Porque nunca había tenido a alguien que corriera hacia él así.
Miró el salón. No había lujos, pero sí calor. Cuadros fijos, sin movimiento. Alfombras limpias. Libros en los estantes. Una taza de té a medio terminar sobre una mesa.
Y la casa… La casa pareció reaccionar a su presencia. Como si lo midiera. Como si lo probara.
Draco no lo supo explicar, pero la oscuridad pareció replegarse. Las sombras se disiparon un poco. Una lámpara parpadeó. El fuego de la chimenea se encendió solo.
Era como si la casa —acostumbrada al odio, a la pureza de sangre, al castigo— sintiera algo distinto en él. Como si supiera que, aunque estaba quebrado, ya no quería repetir el ciclo.
Draco cerró los ojos, respiró y por primera vez en semanas, se sintió a salvo. O, al menos, lo bastante vivo para seguir llorando.
El eco del crack de la desaparición de Lupin aún flotaba en el aire cuando la casa volvió a quedar en silencio. No un silencio absoluto —el tipo de silencio que asusta— sino ese silencio suspendido de cuando alguien contiene el aliento. Como si la casa misma estuviera a la espera. En las escaleras, Sirius seguía quieto, una mano apoyada en la barandilla, la otra cubriéndose el vientre con un gesto casi instintivo. Su cabello le caía desordenado sobre el rostro, pegado aún por el sudor del susto, del encuentro, de todo lo que significaba ver a Remus regresar de un enfrentamientos con mortífagos.
Y abajo, en el pasillo, Draco no se movía.
Miraba al techo. A la lámpara colgante, una antigua araña de hierro forjado que, a pesar del polvo acumulado, titilaba con una vida propia. Una luz cálida, suave, parpadeaba en su interior como si alguien, o algo, hubiera encendido una chispa desde lo más profundo de la casa.
No era solo esa lámpara.
También las demás. Una a una, como si un velo se apartara, las lámparas de la planta baja comenzaron a encenderse. Primero una, luego otra. Una sobre la consola, otra junto al espejo. Incluso el brasero del rincón susurró una chispa, como si agradeciera que alguien —alguien que no era Sirius Black— hubiera cruzado su umbral.
Draco tragó saliva. El nudo en su garganta era áspero. Antiguo. No supo por qué, pero deseó que esa casa no estuviera reaccionando a su presencia. No sabía si podía cargar con algo más que su propio cuerpo deshecho.
Sirius bajó un escalón. Luego otro. El crujido de la madera fue suave, contenido. Como si la casa le estuviera cediendo el paso con delicadeza, no por respeto, sino por lástima. Draco no lo miró de inmediato. No hasta que la voz grave de Black habló con un dejo de burla contenida.
“Jamás he logrado que esta casa haga eso por mí.”
Draco giró lentamente el rostro. Su mirada subió del suelo al rostro de Sirius, pausada, como si esperara encontrar en él un reflejo del sarcasmo habitual, de la arrogancia con la que los Black solían enfrentar al mundo. Pero lo que encontró fue otra cosa. Un gesto tranquilo. No abatido. Solo… desgastado. Como si la vida le hubiera pasado por encima y ya no le importara tanto demostrar nada.
“Tal vez es porque no te considera su dueño.”
La frase salió de sus labios sin pensarla. No como una burla. Más bien como una verdad incómoda. Como una herida que ninguno de los dos sabía cómo curar.
Sirius lo miró, ladeando la cabeza. Su sonrisa fue breve, amarga. “Puede ser. Nunca fui bueno en quedarme con nada.”
Y entonces giró sobre sus talones y desapareció por el pasillo. Draco lo siguió sin pensar. No porque tuviera algo mejor que hacer, sino porque quedarse quieto en medio de esa casa era peor. Porque cada rincón, cada cuadro torcido, cada sombra le hablaba. No con palabras, sino con esa memoria espesa de los lugares antiguos, cargados de dolor.
Entró en la cocina justo detrás de Black.
Era más amplia de lo que esperaba. No tenía la frialdad de una cocina de la mansión, ni la eficiencia mágica de las cocinas en Hogwarts. No había elfos. Ni ruidos de ollas flotando solas ni cucharas que se movieran al compás de hechizos. Era una cocina vivida. Con una mesa de madera rayada por el uso. Una tetera que zumbaba suavemente sobre un brasero encantado. Y un aparato enorme, blanco, que zumbaba con una vibración constante.
“¿Qué es eso?”, preguntó Draco con una mezcla de curiosidad y desdén.
Sirius abrió la puerta de la cosa y el aire frío lo envolvió al instante. Sacó dos cajas rectangulares envueltas en cartón, como si supiera exactamente qué buscar.
“Un refrigerador, es muggle. Lo instaló Severus. Dice que así puede guardar helado sin tener que lanzarle quince encantamientos de preservación. Es más saludable para nosotros no consumir muchos alimentos con intervención de la magia.”
Colocó las cajas sobre la mesa sin más explicación. Una tetera silbó en algún rincón. El vapor comenzó a perfumar el aire con una mezcla de manzanilla y algo más amargo, quizás salvia.
Draco no se movió. Observaba, más que ayudaba. Sus manos no sabían qué hacer. Nunca había preparado té. Nunca había estado en una cocina si no era para señalar lo que deseaba que alguien más hiciera. Pero algo en la forma meticulosa en que Sirius medía el azúcar, en que giraba la cuchara sin prisa, sin parecer siquiera notar que él estaba ahí, lo obligó a acercarse.
Tropezó con una silla y murmuró algo inaudible. Sirius lo miró de reojo y apenas sonrió.
“Pásame esa taza. Si, pero esa otra también, esa no. La otra. La de porcelana azul. Esa es la que más odiamos.”
Draco obedeció. El contacto con la loza caliente lo ancló, de algún modo. El calor le subió por los dedos, por la muñeca. Como si su cuerpo hubiera olvidado que podía calentar cosas sin magia.
Y entonces escuchó la voz.
No dirigida a él. Sirius hablaba en voz baja. Murmuraba frases apenas audibles. Le llevó unos segundos comprender que no se dirigía a Draco, ni a sí mismo. Hablaba al vientre.
“Ya pasó, ¿ves? Papá Remus está bien. Solo fue una pequeña misión. Nada grave. Te prometo que regresara cuando se resuelva todo…”
La voz se apagó entre vapores. Entre cucharas agitadas y el burbujeo suave del agua caliente.
Draco sintió un escalofrío. No de miedo. Sino de vulnerabilidad. Porque, contra todo pronóstico, Sirius Black hablaba con serenidad. Con dulzura. Como si ese diminuto bulto bajo su camiseta fuera una persona completa, consciente, capaz de entender.
Y lo peor fue que Draco, sin saber por qué, respondió. No con palabras dirigidas al vientre. No directamente. Solo al aire, como si alguien más los estuviera escuchando.
“Tu padre está loco.”
Sirius soltó una carcajada. No de burla. Fue una risa cansada. Suave. “Seguramente.”
Draco siguió. No podía parar. “Y esta cocina es una mierda. No tiene sentido que se preparen cosas con tanto desorden. No entiendo por qué uno no puede simplemente conjurar una taza y ya.”
Sirius lo miró con calma.
“Porque no todo en la vida es conjurar. Hay cosas que se hacen despacio. Con las manos. Para recordar que estamos vivos.”
Silencio.
La tetera dejó de silbar. Las tazas temblaron en las manos de Draco. Sirius se las quitó con delicadeza y vertió el té.
Lo bebieron en silencio. Y luego, como si el mundo no fuera más que un charco de preguntas, Draco volvió a hablar.
“No entiendo por qué me quedé. Pude haberme ido. A cualquier parte.”
“Te quedaste porque no estás listo para desaparecer.”
“No confía en mí.”
“¿Quién?”
Draco no respondió. Pero Sirius entendió. Se sentó frente a él, cruzando las piernas como si el embarazo no pesara aún demasiado.
“La persona que no confía en ti… tiene miedo. No de ti. De perderte.”
Draco lo miró. Los ojos brillantes. Pero no lloró. No podía permitirse más grietas.
“¿Y tú? ¿Lo perdiste?”
Sirius bajó la mirada a su vientre. “Creí que sí. Durante años. Pero volvió. Aunque ya no soy el mismo. Y él tampoco.”
“¿Vale la pena quedarse?”
Sirius alzó la vista. Y en su rostro no hubo ni duda ni esperanza. Solo verdad. “Siempre vale la pena.”
Draco cerró los ojos. Y por un instante, solo por ese instante, se permitió creer que tal vez, solo tal vez… aún había algo en el mundo que no estaba roto del todo. Algo pequeño. Algo nuevo.
Algo que todavía podía crecer.
A Draco le dolía el pecho, de un modo que no tenía que ver con heridas visibles, ni con el moretón que todavía no había notado en su brazo. Era un dolor interno, una presión amarga y persistente, que se alojaba justo en el lugar donde antes, quizá, había albergado algo parecido a la esperanza.
Esperaba, de algún modo estúpido e infantil, que se le pasara. Que el dolor se desvaneciera con las horas. Que al dormir un par de noches y dejar que el mundo girara un poco más, todo volviera a sentirse como antes. Pero sabía —lo sabía con una claridad desgarradora— que no sería así.
Harry no confiaba en él.
Ese pensamiento regresaba una y otra vez, como una corriente helada arrastrándolo al fondo. No importaba cuánto lo intentara racionalizar, cuánto tratara de convencer a su propio orgullo de que eso podía cambiar. No importaba que compartieran cama, que se buscaran en besos con urgencia muda, que se conocieran la piel como si fueran mapas secretos.
Eso no era confianza. Eso era deseo. Y a veces, el deseo era más cruel que cualquier otra cosa.
Draco se obligó a tragar saliva. Le temblaba el párpado izquierdo, un tic que le nacía cuando estaba al borde de romperse. Pero no lloró. No frente a Sirius.
Aunque ya lo había hecho antes.
"Espero poder dejar de pensar en esto pronto", dijo al fin, en voz baja, casi como si hablara para sí mismo. "Porque si no puedo… si no aprendo a restarle importancia, esto se va a caer a pedazos."
Alzó la vista. Sirius no respondió de inmediato. Solo se quedó de pie al otro lado de la cocina, observando la lámpara de aceite que colgaba de la pared, como si la luz tenue fuera suficiente para mantener alejado al mundo.
"Pero no pedazos pequeños y suaves", continuó Draco, con una sonrisa amarga. "No, no sería así. Serían pedazos enormes. Pedazos que me matarían."
Las palabras colgaron en el aire como un castigo. Y aunque no lo dijo en voz alta, ambos sabían que eso era más cierto de lo que debería.
Draco apretó los dientes. Él no era bueno en esto. No sabía cómo priorizar a alguien por encima de sí mismo, no fuera su madre o su padre. Era un Malfoy. Había crecido entre expectativas y mármoles fríos, entre retratos que juzgaban y reglas que nunca fueron negociables. Pero Harry… Harry era otra cosa. Era fuego y confusión. Era caos y ternura. Era el punto donde las líneas de su mundo se difuminaban hasta volverse irreconocibles.
Y Draco lo había elegido. Lo había elegido con todo su ser.
“Pero eso no basta, ¿cierto?”, murmuró, más para él que para Sirius.
Respiró hondo. Se obligó a seguir hablando, como si al decirlo en voz alta pudiera encontrar algo de consuelo, una forma de entenderse. “Debo aprender a ignorar el dolor de saber que Harry no confía en mí. Que sí, puedo ocupar su cama, que puedo hacerle perder la razón con solo tocarlo… pero que en la guerra real, en la vida real… no sé qué lugar tengo para él.”
Sirius no interrumpió. Y Draco agradeció eso.
“Pero ya dije que lucharía”, dijo con más firmeza. “Estaré a su lado. Y la próxima vez… no volveré a dudar. No dejaré que nadie escape.”
La promesa se le clavó en la lengua como acero caliente. No porque dudara de sus palabras, sino porque sabía el precio que vendría con ellas.
Era muy tarde cuando Sirius, tras un largo bostezo y una mirada cansada al reloj de péndulo del pasillo, le dijo que era mejor ir a dormir. Draco asintió, aunque sabía que no pegaría un ojo. Ambos se movieron lentamente, recogiendo las tazas vacías, apagando la lámpara que quedaba encendida sobre la estufa. Pero antes de que pudieran subir, Sirius se quedó un momento más en la cocina, detenido frente a una ventana que daba al jardín trasero cubierto de maleza.
Draco se dio cuenta entonces de que Black estaba fingiendo calma. Que esa serenidad aparente no era más que una capa superficial. Le dolía algo que no decía en voz alta. Que Remus no hubiera regresado. Que no supiera si estaba bien. Que nadie pudiera asegurarle que la batalla había terminado.
“¿Sigue la pelea?”, preguntó Draco, sin pensar demasiado.
Sirius negó con la cabeza. “No lo sé. Solo sé lo que nos dijo Dumbledore antes de marcharse. Que Hogwarts estaría sin él esta noche y que era crucial que la Orden montara guardia en el castillo.”
Draco le contó entonces, con voz baja y algo rota, lo poco que sabía. Cómo había visto a Harry partir hacia Dumbledore. Que no sabía adónde ni por qué. Que había escuchado los primeros estallidos de la pelea desde los pasillos y que había corrido, sin pensarlo, hacia el sonido.
Mencionó a un pelirrojo que lo había ayudado a defenderse. Sirius asintió. “Charlie. Es un buen tipo.”
“También es apuesto”, añadió Draco sin pensarlo.
Y por primera vez en horas, ambos rieron. Una risa corta, seca, pero real. Y por un instante, el peso de la noche pareció aflojar sus garras.
“Vi a Harry”, dijo Draco luego, cuando el silencio volvió. “Solo por un momento. Luego… ya estaba aquí.”
Sirius no preguntó cómo lo había encontrado Remus, ni cuántos había herido Draco. Ni si había matado a alguien. Solo le preguntó:
“¿Te lastimaron?”
Draco negó. Pero Sirius lo miró largo rato antes de señalar con el mentón su brazo.
“Estás sosteniéndolo desde que llegaste”, dijo suavemente. “Déjame ver.”
Draco se tensó. El terror le recorrió la columna como un chispazo eléctrico. Pensó, por un segundo, que Sirius quería ver su Marca Tenebrosa. Pero luego se dio cuenta de que le dolía el brazo… el otro brazo. El derecho.
Con cuidado, alzó la manga. Un feo moretón se extendía sobre la piel, oscuro y pulsante, como si el agarre de Theo recién empezara a florecer.
“No me había dado cuenta”, murmuró.
Sirius sonrió con ternura y se levantó. Caminó hasta una repisa alta, desplazando algunos frascos con etiquetas manuscritas hasta dar con uno grande, lleno de una mezcla espesa y perlada.
“Crema de menta, con esencia de árnica y piel de serpiente seca. Lo tengo desde que nos dimos cuenta que tengo la piel demasiado sensible y a mi bebé le gusta moverse con demasiada fuerza.”
Regresó y se sentó cerca, más cerca de lo que Draco esperaba. Destapó el frasco, y el olor mentolado llenó el aire. Luego, sin pedir permiso, tomó el brazo de Draco y comenzó a untar la crema con dedos cálidos y firmes.
“Puedo hacerlo yo”, protestó Draco, incómodo.
“Lo sé”, respondió Sirius. “Pero quiero sentirme útil.”
Draco lo miró, frunciendo el ceño. “¿A qué te refieres?”
“Desde que escapé de Azkaban, no he hecho más que estar encerrado en esta casa. Y ahora… con el embarazo… no puedo hacer mucho sin arriesgar al bebé.”
“¿La Orden te está dejando de lado por eso?” La furia se coló en la voz de Draco, inesperada.
Sirius soltó una carcajada. “La Orden no lo sabe. Solo Remus… y Severus.”
Draco parpadeó. “¿Mi padrino?”
“Necesitaba pociones que solo él puede hacer”, explicó Sirius, encogiéndose de hombros. “Y porque, si algo tiene Snape, es que jamás me trataría con condescendencia por estar embarazado.”
No mencionaron a Harry. No tenían que hacerlo. Porque el silencio que quedó entre ellos, espeso y vibrante, lo dijo todo.
Draco rechazó dormir en la habitación donde Harry y la comadreja habían compartido noches cómodas y conversaciones a media voz hace unos cuantos meses atrás eran solo niños jugando a ser héroes. Ni aunque el colchón fuera mullido y el aire oliera a bosque y menta seca. No podía. El mero pensamiento de meterse en una cama que había sido ocupada por ellos dos lo revolvía por dentro. Como si traicionara algo. Como si intentara ocupar un espacio que jamás sería suyo.
Sirius no dijo nada al respecto. Solo se cruzó de brazos, inclinó ligeramente la cabeza y, sin borrar esa media sonrisa cansada que parecía haberse convertido en su expresión predilecta desde que Draco llegó, dijo con voz baja:
“Entonces usarás la habitación junto a la mía. Sé que te gustará.”
Y la verdad, le gustó.
La puerta crujió al abrirse, pero no como una amenaza, sino como un susurro que llevaba años esperando ser escuchado. Lo primero que notó fue la penumbra elegante del lugar. Verdes profundos y oscuros como el fondo de un lago cubrían las paredes, y una cenefa bordada en hilos dorados recorría los bordes del techo, serpenteando en figuras casi imperceptibles de serpientes entrelazadas. El estandarte de Slytherin no estaba, por supuesto, pero no habría desentonado. Las cortinas pesadas eran de terciopelo negro, con forro esmeralda que brillaba ligeramente cuando la luz de la luna las alcanzaba.
“Regulus,” murmuró Draco al detenerse junto a la puerta. El nombre cayó de sus labios antes de pensarlo del todo. No necesitaba que Black lo confirmara. Lo supo por los detalles: los libros alineados con obsesiva precisión, la pluma de halcón todavía en su tintero, seca desde hacía décadas. El brasero de cobre junto al escritorio, perfectamente pulido. Una bufanda colgando del perchero, como si alguien hubiese salido en otoño y fuera a volver pronto.
Regulus Arcturus Black. Su primo segundo. El hijo menor, el obediente, el más amado. El que desapareció tan joven que su madre apenas hablaba de él. El que no tuvo tiempo de arrepentirse... o quizás sí. Draco se sentó lentamente al borde de la cama. A pesar de que nadie la hubiese usado en más de una década, todo estaba limpio, ordenado y, de una forma extraña, cálido. Como si la habitación misma hubiese estado esperando ser habitada otra vez.
Afuera, la noche seguía. El reloj no hacía tic-tac, pero el silencio lo reemplazaba bien.
No durmió de inmediato a pesar de estar cansado. Se acostó sobre las sábanas de seda, que olían a lavanda y alcanfor, con el cuerpo relajado tras la conversación con Black, pero con la mente hecha un nudo. El colchón era firme, el edredón pesado y cálido. Todo en la habitación invitaba al descanso. Menos su pecho.
Los pensamientos martillaban.
Harry no confía en ti.
Lo pensó una, dos, diez veces. Cada vez, las palabras se clavaban más hondo. ¿Y si esa desconfianza nunca desaparecía? ¿Y si, pese a todo, Harry siempre lo miraba como una posible amenaza, un espía, una sombra de su padre, un Malfoy? Podía resistir muchas cosas: el desprecio de los amigos de Harry, el odio de los mortífagos, incluso el miedo en los ojos de su padrino cuando hablaban de traición en voz baja. Pero no eso. No la falta de fé de Harry. Porque Harry era su hogar ahora. Su eje. Su locura y su calma.
No lo soportaría. No sabría cómo sobrevivirse a sí mismo si lo perdía. Así que se obligó a levantarse. A caminar. A explorar.
Recorrió la habitación con pasos lentos, descalzo, sintiendo la alfombra gruesa bajo sus pies. Se detuvo frente a la estantería. “Runas Raras y su Aplicación en Maldiciones”, “La Naturaleza Oculta de la Sangre”, “Cartas a la Muerte”. Libros oscuros, complejos. Algunos subrayados con tinta negra, líneas rectas, pulcras. Tocó los lomos con la yema de los dedos, como si fueran reliquias. Tal vez lo eran.
En un rincón, encontró una caja de madera tallada con iniciales. R.A.B.
No la abrió. No se sentía con derecho.
En el armario, la ropa colgaba con disciplina casi militar. Trajes de gala, túnicas finas, camisas con cuello alto, pantalones de lana. Ropa anticuada, sí, pero perfecta. Intacta. Draco pasó la mano por una capa de noche negra, el forro de satén aún liso, sin una arruga. Eligió una túnica de algodón gris pardo, suave y ligera. Se miró al espejo alto de cuerpo entero que estaba junto a la cómoda. El reflejo le devolvió la mirada con ojeras y la piel demasiado pálida.
Parecía alguien a quien se le había extraviado el alma. Devolvió la túnica a su lugar y siguió buscando algo mas cómodo, algo que lo hiciera sentir humano otra vez.
El baño era otro mundo. Mármol verde oscuro, grifos de bronce envejecido, un espejo enorme con marco dorado, y una tina de patas curvas que parecía sacada de una pintura. La fragancia del lugar lo desarmó: una mezcla de sándalo, pino y algo más dulce… almendra, tal vez. Como una promesa de descanso.
Draco llenó la bañera. El vapor comenzó a subir lentamente, empañando los espejos. Regulus había sido, claramente, un amante del lujo discreto. Jabones franceses, frascos de aceites esenciales, champús con etiquetas en latín. Algunos de ellos, Draco los reconoció de su propia casa. Los Black y los Malfoy, después de todo, compartían gustos y obsesiones.
Eligió un jabón de lavanda y almizcle. Se hundió en la tina. Cerró los ojos. El calor lo envolvió como un abrazo que nadie le había dado en horas que se sentían semanas.
Ahí, solo por un instante, se permitió estar tranquilo. No seguro. No feliz. Solo tranquilo. El agua rozaba su cuello. Las paredes guardaban silencio. No había gritos, ni hechizos, ni explosiones. Solo el goteo lento de la llave mal cerrada y el murmullo del vapor disipándose.
Después de largo rato —cuando sus dedos ya estaban arrugados y su piel olía a limpio— salió del agua. Se secó con una toalla gruesa y tibia. La pijama que había elegido parecía hecha a medida. Suave, cálida, sin peso. Cuando se tumbó de nuevo en la cama, el cuerpo agradecido por el baño y el agotamiento emocional se impusieron por fin al ruido en su mente.
El sueño llegó sin pedir permiso.
Y esa noche —la primera en muchas— no soñó con guerra ni con Harry alejándose entre sombras. Soñó con una serpiente que se enroscaba sobre un relicario, un diario con letras que brillaban en verde, y una voz que le decía, muy bajito, que no todo estaba perdido. Que a veces, uno tiene que habitar la historia de otro para entender mejor la suya.
Y que la herencia, incluso la más antigua, no siempre es una maldición.
Notes:
Me puse a revisar la historia y termine con una pregunta que me atormentara días, ¿los capítulos son muy largos o estoy extendiendo mucho la historia?
He publicado 267.712 palabras, pero tengo 315.281 palabras en mi archivo, ahora ya no se si borrar y empezar todo, editar los capítulos aun sin publicar o ponerme a llorar y dejar que todo fluya 🥲
Chapter 44: ¿Por qué estoy lejos de ti?
Chapter Text
Harry no supo cómo fue capaz de atravesar todo el pasillo. Su cuerpo se movía por inercia, como si su carne no le perteneciera, como si sus pies no tocaran el suelo. Bajó escalones, cruzó corredores, sorteó escombros y cadáveres con la mirada fija, vacía. El aire era espeso, olía a humo, a sangre, a la magia que se descompone cuando muere alguien poderoso. Tal vez era eso lo que lo mantenía de pie: que Dumbledore había muerto. Tal vez era que ya no le temía a morir. Tal vez era porque lo había visto. A Nott. A ese bastardo que nunca había dejado de mirar a Draco como si fuera suyo. Lo había visto, había visto su varita apuntar, había visto la luz que sellaba el final.
O tal vez era Snape. Tal vez era el hecho de que Snape lo había dejado escapar. A Nott. Tal vez era porque Snape se lo había llevado. Porque en vez de luchar contra él, lo había protegido. Y eso era traición. No había otra palabra para eso.
El aire del jardín le golpeó el rostro con violencia. Frío. Cortante. Como si el castillo se burlara de su dolor al no reflejarlo en su entorno. Snape estaba ahí. Y Harry no lo pensó. Le gritó. "¡Cobarde!". La palabra le arañó la garganta. Fue más un rugido que una acusación. Se arrojó tras ellos, pero su varita no obedecía del todo. O su magia no escuchaba. Porque el hechizo que lanzó a Nott no dio en el blanco. Porque Nott rió. Porque Nott, antes de desaparecer, le gritó:
"Draco regresará conmigo. Siempre lo hace."
Y fue eso.
Eso.
Eso fue lo que encendió el incendio en su pecho. La idea de Draco volviendo con él. La idea de Draco eligiendo ese lado. La idea de perderlo. La posibilidad... no. La imagen. El retrato grotesco de su Draco junto a Nott.
La furia explotó.
Sin pronunciar palabras, su varita escupió fuego. Llamas que se abalanzaron como bestias sobre la cabaña de Hagrid. Los mortífagos retrocedieron, asustados. Uno fue lanzado por los aires, convertido en un saco de huesos por la onda expansiva.
Cuando se fueron. Cuando desaparecieron, huyendo. Solo entonces Harry sintió su corazón. Latiendo. Desbocado. Solo entonces escuchó a Hagrid gritar. Intentar apagar el fuego. Solo entonces reaccionó y lo ayudó, sin palabras. Hombro a hombro, ambos sofocaron las llamas que devoraban el hogar del guardabosques.
Y luego tuvo que decirlo. Tuvo que mirarlo a los ojos y decirle que Dumbledore había muerto.
"Fue Nott... lo mató...".
No recordaba nada después. Solo correr. Correr otra vez. Sus rodillas crujían, su pecho ardía, pero tenía que ver el cuerpo. Tenía que despedirse. Tenía que asegurarse de que era real. Que el mundo de antes se había ido.
La enfermería era una burbuja silenciosa. Las cortinas blancas, las camas alineadas, el olor a pociones. Nada de eso encajaba con el caos que se había desatado afuera. Los Weasley estaban ahí. Molly contenía las lágrimas con una mano temblorosa en la boca. Arthur abrazaba a Ginny con torpeza.
Bill yacía en una cama, desfigurado por Greyback. Ron estaba inconsciente. Alguien dijo que lo habían dejado dormido a propósito. Que las chicas lo habían encantado para evitar que peleara. Harry se sintió mal. Se sintió pequeño. Cobarde. Puso en peligro a su amigo. Y su amigo estaba esperando un hijo.
Cuatro mortífagos muertos. Nadie sabía quién los había matado. Nadie preguntaba. El Ministerio ya los había reclamado.
Harry se dejó curar sin decir nada. No escuchaba. No sentía. Era una estatua rota. Solo cuando Charlie, con la voz grave, comentó:
"Fue el hijo de Malfoy quien me salvó la vida."
Todos se quedaron en silencio. Los Weasley se miraron entre ellos. Confundidos. Extrañados. Harry parpadeó. Había olvidado que nunca les había dicho. Lo de Draco. Su Draco.
Ginny fue la primera en hablar:
"¿Qué significa eso? ¿Que Malfoy está con nosotros? ¿Desde cuándo nos aliamos con mortífagos?"
Su tono era ácido, venenoso. Hermione frunció el ceño.
"No es el momento..."
"¡Claro que lo es!". Ginny se levantó de golpe. "Si Malfoy estuvo ahí, si estuvo involucrado, entonces ¡claro que lo es!"
Y luego Luna, con su voz suave. Lejana.
"Yo lo vi. Lo vi junto a Theodore Nott durante la pelea."
Y entonces todo se detuvo. Harry sintió que el mundo se tambaleaba. Que algo dentro de él se rompía.
"No... no puede ser..."
Pero alguien más lo confirmó. Charlie. Mirándolo directo a los ojos.
"Vi cuando uno de los mortífagos se lo llevaba. Al chico Malfoy. Intenté detenerlo. Peleé. Pero..."
Fue ahí donde la rabia lo devoró. Donde la traición lo atravesó como una lanza de hielo.
"¡Claro! ¡Tenía que ser él! ¡Malfoy! Siempre tan cobarde, siempre tan... tan... manipulador. Sabía que era una trampa, sabía que no debía confiar en él, y aún así..."
No sabía qué decía. No se escuchaba. Palabras afiladas. Insultos. Acusaciones. La voz de Ginny lo alimentaba. La rabia se propagaba como veneno.
Y entonces, un golpe. La mejilla ardió. Su cabeza giró. El silencio fue total. Hermione. De pie frente a él. Temblando de rabia.
"¡Idiota!" Su voz se quebró. Tenía los ojos rojos. "Eres un idiota, Harry Potter ¡Un estúpido, arrogante, ciego!"
Y luego gritó. Con todo el dolor que tenía en el pecho. Con toda la rabia acumulada.
"Draco fue secuestrado. ¡A la fuerza! ¡Peleó para quedarse, peleó hasta sangrar! ¡Y tú... tú dices que nos traicionó!"
Harry quiso hablar, pero no pudo.
"Charlie peleó por él. ¡Vio lo que pasó!". Hermione respiraba con dificultad. "Es... tu novio, ¿no? ¡Entonces confía en él!"
Charlie asintió, su voz apenas un susurro: "No fue una traición. Lo vi. El chico no se fue por voluntad propia."
Y entonces, solo entonces, Harry lo sintió. La culpa. Espesa. Pegajosa. Dolorosa.
Se deslizó como tinta negra por su garganta. Lo nubló todo. Se vio desde afuera. Gritando. Acusando. Negando la verdad porque le era más fácil que aceptar que había fallado. Que Draco se había ido. Que lo habían arrebatado. Que mientras él destruía cosas por dentro, Draco luchaba por quedarse.
Y si Draco lo había escuchado. Si escuchó sus palabras, sus insultos, entonces él mismo había cavado el abismo entre los dos.
El mundo podía empeorar. Siempre podía. Y lo había hecho.
Por un momento, solo hubo vacío. Un abismo negro entre la desesperación y el cuerpo de Harry, temblando, encadenado por hechizos invisibles a una camilla de la enfermería. La magia que lo sujetaba era firme pero no cruel, envolvente como una camisa de fuerza invisible tejida con protección y miedo. Ni siquiera tenía que intentarlo para saber que no podía moverse. Lo había intentado antes, cuando el instinto de ir tras Draco le arrancó un grito desde las entrañas, más animal que humano, un sonido lleno de angustia que estremeció incluso a los gemelos Weasley, que por un segundo dudaron en contenerlo.
La puerta. La puerta de la enfermería Harry la había visto tan cerca, tan real, tan accesible… y entonces no. Algo lo había tirado hacia atrás con una fuerza abrumadora. Un hechizo. ¿Quién lo había lanzado? ¿Tonks? ¿La señora Weasley? ¿Ambas? No lo sabía. Solo recordaba gritar. Gritar por Draco. Gritar por que cada segundo contaba. Gritar porque cada milisegundo que pasaba era un instante más en el que Nott podía mentirle, manipularlo, hacerle creer que lo amaba, que Harry nunca estuvo ahí para protegerlo.
Tal vez lo gritó. Tal vez solo lo pensó. En ese estado, la diferencia era irrelevante.
Lo siguiente que supo fue que estaba boca arriba, rígido, sintiendo una leve punzada en la cabeza. Alguien lo había desmayado. Agradecido o resentido, no lo sabía. Solo que ya no podía hacer nada, salvo mirar el techo blanco y liso de la enfermería como si ese cielo sin nubes pudiese ofrecerle respuestas.
Los recuerdos volvieron como cuchillas. Uno a uno. La cueva. El relicario. La isla. El horror. Dumbledore, débil y tembloroso, implorando agua entre susurros que aún lo perseguían. El regreso a la torre. La Marca Tenebrosa flotando como una amenaza. La traición. La muerte. El grito. Snape huyendo. Nott siendo arrastrado por Snape. Las palabras de Luna. La voz de Charlie. La bofetada de Hermione. La risa cruel de Voldemort en su mente.
Y entonces otra vez, el dolor. Intenso. Punzante. Como si alguien le hubiese arrancado una parte del alma.
Se retorció. O al menos lo intentó. Lo que consiguió fue agitar los brazos y que los amarres mágicos resplandecieran brevemente con un brillo azul, reforzándose. Fue ese movimiento lo que atrajo a Hermione.
Estaba parada junto a una de las ventanas, medio encorvada, los brazos cruzados contra el pecho. Cuando Harry giró la cabeza y la vio, por un segundo pensó que era otra persona. Su rostro estaba demacrado, las mejillas aún rosadas del llanto, el cabello enredado y suelto como si lo hubiera tirado en un ataque de frustración. Sus ojos, sin embargo, eran lo peor: lo miraban como si no lo conocieran. Como si estuviera viendo a alguien a quien nunca pensó capaz de lastimar a otro de esa forma.
Hermione se acercó con pasos lentos. Dolía verla caminar así. Como si cada paso pesara una tonelada.
“Deja de hacer ruido”, murmuró.
No fue un grito. No fue una súplica. Fue un susurro. Un mandato agotado. Harry quiso replicar, pero algo en su voz –quebrada, seca– lo detuvo. Ella lo miró. Lo miró de verdad.
“¿Sabes qué habría pasado si no hubieras actuado como un loco?”, dijo con una calma que helaba. “Habrías escuchado. A Charlie. A Luna. A mí. Habrías escuchado antes de gritar que Draco era un traidor.”
Se detuvo junto a la camilla, y por un instante pareció más joven. Más humana. Más frágil.
“Remus llegó poco después de que Pomfrey te dejara inconsciente”, dijo, sin mirarlo. “Nos dijo que Draco está en un lugar seguro. Que Dumbledore está muerto. Que Hogwarts es un caos. Que Snape huyó con los mortífagos.”
Harry parpadeó. Las palabras eran bloques duros que no sabía cómo encajar. Seguro. Draco estaba seguro. Esa frase debería haberlo aliviado. Y lo hizo, durante un instante.
“¿Dónde?”, preguntó, apenas un hilo de voz.
Hermione levantó la mirada, y ahí fue cuando lo golpeó. No físicamente. Pero dolió más.
La sonrisa que curvó sus labios era torcida, amarga, cruel como nunca antes había visto en ella.
“¿Y qué importa eso ahora?”, murmuró. “¿Para qué quieres saberlo? ¿Para gritarle? ¿Para decir otra vez que es un traidor?”
“¡No lo sabía! ¡No lo pensé, estaba... estaba asustado, confundido!”
“¡Él también!”, gritó Hermione, con los puños apretados. “¡Él también tenía miedo! ¿Y qué hizo? Peleó. ¡Por ti! ¡Se unió a la orden por ti! ¡Y tú desconfiaste de él con unas cuantas palabras!”
La bofetada que le había dado antes parecía suave en comparación con esas palabras.
“¿Dónde está, Hermione?”, repitió, con la voz casi implorante.
Ella lo miró. Un silencio denso llenó el espacio entre ellos.
“Ojalá esté en un lugar que nunca descubras”, respondió. Y luego, simplemente, se dio la vuelta.
No respondió a sus llamados. No volvió la cabeza. Cruzó la enfermería y salió por la puerta sin mirar atrás.
Harry se quedó allí. Con los ojos fijos en la puerta. Respirando de forma irregular. El peso del mundo le caía encima de nuevo.
No se dio cuenta de que no estaba solo hasta que Ron carraspeó suavemente. Estaba en la camilla de al lado, medio recostado, acariciándose el vientre de más de siete meses. Tenía la cara pálida, los ojos cansados, pero su voz fue firme.
“La has jodido y mucho, amigo.”
Harry se volvió, con la desesperación aún temblando en su mandíbula.
“Draco no lo sabe”, dijo con una esperanza torpe, mal colocada, como un vendaje sobre una herida infectada.
Ron lo miró con compasión. Y tristeza.
“No”, admitió, “pero Hermione sí. Y hasta donde sé, también Parkinson. Así que…”
Dejó la frase en el aire. Lo suficiente para que Harry la completara solo. Harry sintió que algo frío le trepaba por el pecho. Miedo. Miedo real.
“Draco creerá en mí”, murmuró, con esa terquedad suya tan propia, tan absurda en momentos como ese. “Me entenderá…”
Ron lo miró en silencio durante unos segundos. Luego sonrió, una sonrisa triste, sin burla.
“¿Así como tú creíste en él?”
Y no hubo nada más que decir. Porque esa pregunta lo desarmó por completo. Porque la respuesta era un silencio amargo que ni mil explicaciones podían suavizar.
Ron se levantó con cuidado. Pasó junto a la camilla de Harry y se detuvo solo un segundo para ponerle una mano en el hombro.
“No dejes que la guerra te convierta en lo que juraste destruir, Harry.”
Y luego se fue. Dejándolo allí. Atado. Solo. Rodeado por el ruido lejano de la guerra. Con el corazón hecho un desastre y un nombre latiéndole en el pecho como una herida abierta.
Draco.
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El día del funeral de Albus Dumbledore fue uno de esos días en los que el sol brillaba con una insolencia extraña, como si el cielo no hubiera recibido la noticia de que el mago más poderoso del siglo había muerto. La brisa era suave, los árboles se mecían con lentitud, y el lago reflejaba el azul del cielo con una paz insultante. Todo parecía querer recordarles que la vida seguía, incluso cuando parecía que el mundo se había detenido.
Harry no había hablado en horas. No desde que se despertó en la enfermería sin varita y con las muñecas aún entumecidas por los efectos de los hechizos que lo habían inmovilizado durante horas. Nadie se dignó a liberarlo hasta bien entrada la noche. Cuando al fin lo hicieron, lo dejaron sentado en el borde de la camilla, sin decirle palabra, sin ofrecerle una explicación. Hermione tenía su varita. Y Hermione se negaba a hablarle. Ginny le había gritado que se callara, que se fuera, que dejara de hacer preguntas sobre Draco. Ron... Ron era el único que no lo había abandonado, pero la distancia entre ellos era evidente, una grieta silenciosa. Harry la notaba cada vez que Ron evitaba su mirada, cada vez que acariciaba su vientre distraídamente como si aferrarse a esa nueva vida le impidiera perder la suya.
La mayoría de los alumnos ya no estaban. Hogwarts, siempre tan lleno de voces, de risas, de pasos, de duelos espontáneos en pasillos, de exclamaciones nerviosas antes de los exámenes... estaba en silencio. Un silencio lleno de eco, de ausencia. Algunos pocos se habían quedado para el funeral. Algunos por respeto. Otros por amor. Otros por culpa. Harry no sabía en cuál de esas categorías estaba él.
Cuando vio a Remus llegar, su corazón dio un vuelco. Por fin. Por fin alguien con respuestas. Alguien que podría decirle dónde estaba Draco, si estaba bien, si pensaba en él. Pero no tuvo oportunidad. Apenas Remus cruzó los jardines, fue interceptado por Hermione, Parkinson y Zabini. Los tres hablaban con rapidez, con una intensidad contenida. Y lo peor era que Remus sonreía, como si aquello que le contaban le resultara no solo interesante, sino también... reconfortante. Harry no se acercó. No por miedo a Remus. Sino por cómo lo miraban los otros tres. Hermione lo miró apenas, y en esa mirada estaba contenido todo lo que aún no podía perdonarle.
Así que se quedó atrás. Mirando. Fingiendo que no dolía. Que no lo carcomía el no saber.
El funeral fue hermoso. Y triste. Los centauros aparecieron entre los árboles con arcos en la espalda y flores trenzadas en las crines. Las sirenas salieron a la superficie del lago y cantaron, un canto que no tenía palabras, pero que arrancaba lágrimas de los ojos tal vez por el dolor que sufrieron sus oídos. Hagrid no dejaba de llorar. La tumba blanca se cerró con magia antigua, runas que brillaron brevemente antes de desvanecerse. Dumbledore se había ido. Y el mundo se sentía más frío.
Fue solo cuando la multitud empezó a dispersarse, cuando las voces se apagaron y el cielo comenzó a tornarse dorado con la promesa de una noche cálida, que Hermione se acercó. Sin odio. Sin reproche. Simplemente... volvió. Como si el tiempo le hubiera dado espacio para respirar, para perdonar, para recordar.
Se sentaron cerca del lago. Harry, Ron, Hermione, el trio de amigos desde primer año. Por un momento, por unos segundos, volvió a ser como antes. Antes de los secretos. Antes de la desconfianza. Antes de que todo se rompiera.
El silencio se mantuvo durante largo rato. Solo se oía el sonido del agua lamiendo la orilla y los pasos lejanos de quienes regresaban al castillo. Hermione fue la primera en hablar.
“¿Qué vamos a hacer ahora?”, preguntó en voz baja, sin mirar a ninguno de los dos.
Harry tragó saliva. El nudo en su garganta era tan grande que por un momento creyó que no podría responder. Pero lo hizo.
“Voy a seguir con la misión de Dumbledore. Encontrar los horrocruxes. Destruirlos.”
Hermione no respondió de inmediato. Ron tampoco. Harry supuso que era demasiado pedir, que después de todo lo que había pasado, nadie quisiera seguirlo en una misión suicida.
Pero Hermione solo asintió lentamente.
“Entonces hay que organizarnos primero”, dijo, como si ya lo hubiera decidido mucho antes de preguntar.
Harry la miró. “¿Organizarnos?”
Ella lo miró también. Y sus ojos ya no eran duros. Solo cansados.
“No vamos a dejarte solo, Harry.”
Él abrió la boca para protestar, pero fue Ron quien lo interrumpió.
“Malfoy y Parkinson no van a permitir que los dejemos afuera.”
Harry giró la cabeza. Ron miraba hacia un punto en la distancia. Hacia donde Parkinson y Zabini aún conversaban con Remus. Sus gestos eran animados, intensos, pero Remus parecía estar disfrutando del momento. Casi reía.
Harry sintió que su corazón se encogía.
Hermione lo miró fijamente. “No lo arruines.”
“¿Qué?”
“Es tu única oportunidad, Harry. No lo arruines.”
Y Harry supo a qué se refería. No solo hablaba de la misión. Hablaba de Draco. Hablaba de la confianza que había roto. De la relación que aún podía salvarse si tan solo dejaba de tener miedo.
Pero ¿cómo decirles que tenía miedo de perderlo? Que cada vez que pensaba en Draco, sentía una punzada en el pecho, como si presintiera que el tiempo se les acababa. Que la guerra se lo iba a arrebatar. Que un día no sería lo suficientemente rápido o fuerte. Que un día, Draco se iría y él no podría hacer nada para impedirlo.
Harry respiró hondo. Miró sus propias manos. Temblaban. Apretó los puños sobre sus rodillas.
“No quiero que se exponga”, murmuró. “No quiero perderlo.”
Hermione no dijo nada. Solo lo miró con ternura y una comprensión que dolía.
“Ya lo perdiste una vez por no confiar en él”, dijo al fin. “No lo hagas otra vez por subestimarlo.”
Harry tragó saliva. Sintió que algo en su pecho se rompía.
Y entonces Ron habló, con la voz baja pero firme.
“Ellos ya están metidos en esto, Harry. Malfoy estuvo con los demás en la pelea y sabemos que Parkinson no lo dejara solo. Están contigo ahora. No puedes elegir por ellos.”
“No quiero que ninguno de ustedes muera”, dijo Harry, apenas audible.
Ron lo miró. Su rostro pálido, las ojeras, la forma protectora en que se tocaba el vientre... y aún así, ahí estaba. Firme.
“Nosotros tampoco queremos morir. Pero no es solo tu lucha. Es de todos nosotros, Harry.”
Harry cerró los ojos.
El silencio volvió a instalarse entre ellos. El lago seguía tranquilo. Las sirenas se habían ido. Los centauros también. Solo quedaban ellos tres. Y la decisión que debía tomar.
Sabía lo que tenía que hacer. Sabía que era hora de reparar lo que había roto. Sabía que debía confiar, como no lo hizo antes. Que debía permitirles estar con él. Luchar con él. Caminar con él.
Y sobre todo, sabía que debía encontrar a Draco.
Volvió a abrir los ojos. Hermione seguía a su lado. Ron también. Y en la distancia, Parkinson y Zabini caminaban hacia el castillo, acompañando a Remus.
Harry se levantó. Sus piernas temblaban. Pero dio un paso. Y luego otro.
Porque si había algo que no podía permitirse, era perder a Draco de nuevo.
No por miedo. No por orgullo. Y menos por silencio.
El vestíbulo del castillo seguía oliendo a cera derretida y a flores marchitas. A incienso gastado. A duelo contenido. Las antorchas que colgaban en las paredes proyectaban sombras largas y temblorosas sobre las losas del suelo, y aunque el funeral de Dumbledore había terminado hacía apenas una hora, aún había algo profundamente irreal flotando en el aire. Como si Hogwarts estuviera conteniendo la respiración, demasiado asustada para exhalar. Como si los muros supieran que algo irrevocable se había quebrado, y que lo que venía después ya no era esperanza, sino resistencia.
Harry lo sentía en los huesos. En el peso de sus zapatos al caminar, en la presión constante detrás de los ojos, como si no hubiera dormido en días. Aunque sí había dormido. Breves, inquietos sueños que no traían descanso sino imágenes entrecortadas: fuego, sangre, los ojos de Draco volviéndose hacia él en medio de la batalla, el instante exacto en que Harry no lo alcanzó. El instante exacto en que supo que lo había perdido.
Y lo peor era que no sabía si lo había recuperado.
Atravesó el vestíbulo con pasos tensos, las manos cerradas en puños a ambos lados del cuerpo. Hermione y Ron lo seguían de cerca, sin hablar, pero se notaba en sus rostros que estaban tan nerviosos como él. No por Remus. No por Parkinson. Sino por lo que esa conversación podría implicar. Por lo que Harry podría decir. Por lo que podría no soportar escuchar.
Zabini acababa de marcharse hacia las mazmorras. Su andar era pausado, arrogante, como si no le importara nada, como si cada paso fuera una burla directa al hecho de que Harry Potter todavía respiraba. Y Harry sabía perfectamente que, de ser por Zabini, él estaría al fondo del lago con los pulpos y las algas enredadas en la garganta. Esa mirada altiva y despectiva no era nada nuevo, pero aun así lo golpeaba cada vez. Como si Zabini supiera algo que él no. Como si Draco le hubiera confiado cosas que Harry no merecía escuchar.
Y puede que lo hubiera hecho.
Fue Parkinson quien primero lo vio acercarse. Y su rostro… bueno, Harry no se sorprendió. La expresión que le dedicó no era solo de desagrado, era un odio bien cultivado, casi artístico. Como si su sola presencia fuera una ofensa personal, como si estuviera invadiendo un espacio al que no tenía derecho. A decir verdad, Parkinson lo miraba como si estuviera considerando con detalle cómo lo mataría si Remus no estuviera presente. Y que probablemente lo haría despacio. Con placer. Y sin remordimientos.
Remus, en cambio, sonrió con una calidez que no correspondía al contexto ni a los rostros tensos que lo rodeaban. Harry sintió el impulso casi infantil de fruncir el ceño. Era demasiado. Demasiado alegre, demasiado brillante. Su ex profesor no solo se veía más joven. Parecía… en paz. Algo que no encajaba con el mundo que se estaba desmoronando alrededor de todos ellos.
Y sí, por supuesto que Harry aún guardaba rencor. Por Sirius. Por aquella mañana en Grimmauld Place en que Remus se negó a aceptar la paternidad del bebé, dejando a Sirius roto, solo. Claro que luego lo arreglaron, y claro que Harry lo había perdonado, al menos en apariencia. Pero aún le ardía el recuerdo de Sirius temblando de dolor contenido, el sonido de su voz hecha trizas mientras los demás bajaban al vestíbulo para partir. Harry lo había perdonado, sí. Pero nunca olvidó.
Y sin embargo, ahora no podía evitar notarlo. Remus ya no parecía un hombre arrastrado por su historia, por su problema lunar, por la guerra. Había algo vital en él. Algo que no estaba allí la última vez que lo vio. Su cabello se veía menos opaco, más vivo. Sus ojos, antes siempre hundidos, ahora brillaban con una energía que casi lo hacía irreconocible. Harry pensó, con un dejo de sorpresa y desagrado, que no solo lo había notado él.
Dos alumnas pasaron por el vestíbulo, ambas con un montón de libros apretados al pecho, el cabello cuidadosamente arreglado, y saludaron a Remus con sonrisas coquetas, susurrando entre ellas con risitas torpes. Harry estaba seguro de que ya habían pasado por ahí antes. Dos veces. Tal vez tres. Cada vez más cerca. Cada vez más insistentes. Pero no era Remus quien las ahuyentaba.
Era Parkinson.
Solo bastaba una mirada. Una inclinación de cabeza. Un paso apenas más cerca de Remus. Y las niñas desaparecían como si nunca hubieran estado allí. Parkinson era como una barrera invisible entre Remus y el resto del mundo. Como un escudo de hielo que hacía retroceder incluso las intenciones más persistentes.
Hermione también empezó a mirar a su alrededor con desdén cuando notó la acumulación de estudiantes. Cruzó los brazos, erguida, casi desafiante, y bastaron un par de palabras cortantes para que otros se alejaran también. En cuestión de segundos, el vestíbulo quedó casi vacío. Salvo por ellos.
Harry dio un paso más hacia Remus, pero Parkinson se movió también. Un gesto leve, como si solo estuviera ajustando su capa, pero suficiente para posicionarse entre él y Remus. Sus ojos, negros como tinta, lo taladraron.
“¿Qué haces aquí, Potter?” dijo sin molestarse en ocultar el veneno.
Harry tragó saliva. No iba a discutir. No ahora. No cuando necesitaba respuestas.
“Quiero saber dónde está Draco.”
Remus lo miró entonces con un leve gesto de sorpresa, como si apenas se diera cuenta de que eso era lo que venía a buscar. Como si no fuera evidente en cada línea de su cuerpo, en cada movimiento contenido de sus manos.
Parkinson soltó una carcajada seca, sin humor. “¿Ahora te importa?”
Hermione dio un paso al frente, pero Ron la sujetó del brazo. Sabían que era entre Harry y ellos. Que esa conversación, por más tensa y violenta que se tornara, debía suceder.
“No vine a pelear”, dijo Harry. Su voz sonaba más débil de lo que quería, pero al menos no temblaba. “Solo… necesito saber si está bien.”
Parkinson lo fulminó con la mirada, y esta vez no se contuvo. Dio un paso hacia él, apenas unos centímetros, y aún así se sintió como una amenaza tangible.
“¿Y por qué crees que mereces saberlo, Potter? ¿Después de dejarlo solo? ¿Después de no hacer nada mientras casi lo arrastraban fuera del castillo?”
“¡No lo dejé solo!” exclamó Harry, y su voz se quebró. “¡Estaba ocupado! ¡No sabía que lucharía! ¡No—no sabía que lo tomarían como objetivo!”
Parkinson no respondió enseguida. Solo lo miró. Largo. Como si intentara decidir si valía la pena seguir odiándolo. Y al final, pareció decidir que sí.
“Está a salvo”, dijo Remus finalmente, y fue su voz suave, sin juicio, la que cortó el silencio denso. “Está con Sirius. En un lugar protegido.”
Harry sintió que algo se rompía en su interior. Sirius. Claro. Él había tomado a Draco bajo su protección hace unas semanas, era lógico que Draco estuviera con Sirius, era su única familia ahora.
“¿Por qué no me dijeron nada?” murmuró. “¿Por qué Sirius no se comunicó conmigo?”
Remus lo miró con tristeza. “¿De verdad necesitas que te lo diga?”
Harry bajó la mirada. Sí, lo sabía. Porque había tenido miedo de que Draco no estuviera de su lado. Porque aún desconfiaba de su novio. Draco le había entregado todo al decidir luchar al lado de Harry, y él aun no lo creía del todo. Y ahora tal vez era tarde.
El silencio volvió a instalarse entre ellos. Solo se escuchaba el chisporroteo de una antorcha lejana y los pasos de algún alumno rezagado.
Harry respiró hondo. Dolía. Todo dolía. Pero ahora lo entendía.
No era que Draco lo hubiera dejado. Era que Harry no se quedó. Y debía recuperarlo.
Aunque Parkinson quisiera matarlo. Aunque Zabini deseara verlo muerto. Aunque el mundo estuviera cayéndose a pedazos. Daría lo que fuera por una segunda oportunidad.
No hubo celebración más tarde ese día. La copa de las casas permanecía en el pedestal de mármol bajo los arcos de piedra del Gran Comedor, pero a nadie le importaba a qué casa pertenecía. Nadie se tomó el trabajo de brillarla, ni de anunciar el nombre del ganador. Las banderas no cambiaron de color, y los aplausos que normalmente llenaban la sala al final del curso fueron reemplazados por un silencio pesado, casi reverencial. Incluso Peeves se había vuelto más discreto, flotando como una sombra entre pasillos rotos y ventanas reparadas a medias, como si también estuviera de luto.
El tren partiría de la estación como cada año, pero la alegría ritual de maletas apuradas, abrazos y promesas de escribirse durante el verano se sentía forzada, hueca. Algunos alumnos ya habían subido días atrás. Algunos no volverían. Y nadie quería mirar los asientos vacíos que, en otro tiempo, habían sido ocupados por risas, sueños y peleas triviales que ahora parecían absurdamente pequeñas.
Harry no subiría al tren. Ni Hermione. Ni Ron.
Era una decisión silenciosa entre los miembros restantes de la orden. No porque no tuvieran un hogar al cual volver, sino porque aún no era tiempo de correr riesgos de un posible secuestro. Porque no podían actuar sin despreocupaciones cuando ellos eran ahora el bando más débil.
Fue durante la mañana siguiente, mientras esperaban en la oficina de la profesora McGonagall su turno para usar la red flu, que Harry sintió que algo le rozaba el estómago. No era ansiedad. Era expectativa.
Grimmauld Place. Allí lo esperaban respuestas. Y Draco.
Se había repetido eso mentalmente más veces de las que podía contar desde que Remus se lo confirmó la mañana anterior. No había dormido. Se había quedado en la Sala Común, solo, mirando las brasas extinguirse lentamente en la chimenea de Gryffindor, preguntándose cómo sería verlo de nuevo. Cómo se vería Draco ahora. Si habría cambiado su relación. Si aún estaría enojado. Si aún lo querría.
Lo que Harry no se esperaba, sin embargo, era que Parkinson también fuera a Grimmauld Place.
“¿Qué?” preguntó, mirando a Hermione como si le hablara en un idioma antiguo y olvidado.
Hermione alzó una ceja. Tenía los labios apretados en una línea tensa, su capa de viaje cuidadosamente doblada sobre el brazo. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y formal, un gesto que Harry reconocía como parte de su arsenal para no desmoronarse en público.
“Yo la llevaré. Es lo más sensato,” dijo simplemente, como si eso bastara para resolver el desconcierto.
Harry miró a Parkinson, que estaba apoyada en el pasillo, con una expresión tan severa que parecía esculpida en granito. No lo miraba. No lo había mirado desde que había salido de la enfermería. Llevaba el uniforme puesto todavía, aunque había recogido el borde de la túnica con un prendedor plateado con forma de rosa. Todo en ella gritaba control. Contención. Como si la rabia y la tristeza hubieran sido dobladas con la precisión de una camisa recién planchada.
“¿La llevaras a la casa de Sirius, Hermione?” preguntó Harry, aún perplejo.
“No exactamente,” dijo Hermione, bajando la voz. “Le dije a Remus que iríamos a mi casa primero, que mis padres querían verme… pero es solo una escala. Iremos directamente a Grimmauld después. No quiero que mis padres sospechen nada.”
Harry asintió, aún sin saber si entendía del todo lo que implicaba aquello.
“¿Y por qué la llevarías a tu casa?” soltó sin pensar, con una aspereza que no pretendía.
Hermione no respondió de inmediato. Su mirada se endureció, y se giró para mirar también a Parkinson, que había empezado a juguetear con el broche en su túnica, como si el comentario la hubiera alcanzado.
“Porque a veces las personas que parecen las más difíciles de tratar son las que menos lugares tienen a dónde ir,” dijo Hermione con voz baja. “Y porque confío más en ella de lo que confiaba hace seis meses.”
Harry no supo qué responder. Y tampoco tuvo tiempo de pensar en algo antes de que Ron llegara por el otro extremo del pasillo, con las mejillas encendidas y una carta arrugada en el bolsillo trasero.
“Harry,” llamó, arrastrando a Harry unos pasos a un costado, Hermione ya se estaba dirigiendo a Parkinson. “Necesito decirte algo.”
Harry lo miró. Ron no parecía bien. Llevaba ojeras profundas, y había perdido peso en las últimas horas. El embarazo —la palabra aún lo desconcertaba— lo ponía tan inflado unos días que parecía una ciruela y otros días Ron tenía la apariencia tan frágil como ahora. Pero eso no le había quitado la fuerza con la que enfrentaba todo.
“¿Qué pasa?”
Ron dudó. Sus ojos se clavaron en el suelo por un instante.
“Zabini hablo conmigo,” dijo al fin. “Sobre lo de Parkinson. Que… que ya no regresara a su casa.”
Harry frunció el ceño. “¿Qué quieres decir?”
Ron lo miró con una mezcla de incomodidad y algo que parecía compasión.
“Que sus padres no la buscaran. No les importa. Zabini lo dijo como si no importara, pero… creo que él quería que nosotros lo supiéramos… para no desconfiar de ella.”
Harry sintió algo frío instalarse en su pecho. Recordó las miradas de Parkinson, su forma de erguirse como una lanza, su expresión cada vez que lo veía. No era solo enojo. Era abandono. Rabia envuelta en la desesperación de quien no tiene a dónde volver.
“¿Y Zabini? ¿También se unirá a nosotros?”
Ron alzó los hombros. “No lo sé. No quisimos hablar de eso. Pero… a veces pienso que sí. Que solo necesita una razón. Pero también sé que hay personas que solo saben sobrevivir. No luchar por otros.”
Harry no dijo nada más. Pero algo en su interior cambió.
Cuando finalmente fue su turno de cruzar la chimenea, cuando la profesora McGonagall pronunció su nombre con una gravedad que aún lo hacía sentir como si le faltara el aliento, Harry supo que no habría regreso a la normalidad. No para él. No para ninguno de ellos.
Giró sobre sus talones, respiró profundo, y lanzó el polvo flu con fuerza.
“Grimmauld Place número doce,” dijo, y desapareció entre las llamas verdes.
El polvo flu se disipó en un susurro verdoso, y Harry sintió el habitual tirón en el estómago cuando sus pies tocaron el suelo frío de Grimmauld Place. Se irguió con rapidez, los músculos tensos, el corazón palpitando en su garganta. No había nadie en la sala para recibirlo. Ni un movimiento, ni un susurro. Solo el crepitar distante de la chimenea aún caliente detrás de él y el crujido casi imperceptible del viejo roble bajo sus botas.
El silencio lo desorientó.
Durante meses, Grimmauld Place había sido sinónimo de voces, de presencia constante: los pasos de Sirius subiendo las escaleras de dos en dos, los gruñidos de Kreacher cuando se escapaba de Hogwarts, incluso las conversaciones de Hermione y Remus en la biblioteca mientras hojeaban viejos volúmenes de encantamientos defensivos. Pero ahora... nada. Solo quietud. Y un aire perfumado con algo que no reconocía del todo. Lavanda, quizás. ¿Canela?
Harry frunció el ceño. Era extraño. Demasiado extraño.
Instintivamente, sacó su varita. La madera caliente contra su palma fue un alivio, algo sólido y conocido. Caminó en silencio por el pasillo principal, pasando por paredes con cuadros decorativos sin magia. El retrato de Walburga, por suerte, ya no se encontraba. Ya no habría chillidos de insultos sobre "sangres sucias" o "traidores a la sangre".
Un estruendo metálico lo hizo detenerse.
Harry giró hacia el sonido, su varita ya en alto, y camino con cuidado hasta la cocina. El eco de voces le llegó antes de cruzar el umbral, y lo que encontró al abrir la puerta fue tan absurdo, tan incongruente con sus expectativas, que por un momento solo pudo parpadear.
Draco estaba cubierto de harina. No una pequeña mancha en la mejilla, no una ligera bruma sobre la ropa. No. Draco Malfoy parecía haber sido víctima de una explosión en una panadería. El rostro delicado y pálido estaba moteado de blanco, y una mecha rubia colgaba en desorden sobre su frente, completamente decolorada por el polvo. Las manos, antes siempre cuidadas y elegantes, estaban pegajosas de masa, y una delgada nube blanca flotaba a su alrededor como un halo de caos doméstico.
A su lado, Sirius Black —con el cabello negro embadurnado de mantequilla— discutía con él a un volumen considerable.
“¡Te dije que no era una taza entera, era media! ¡¿Quién pone una taza entera de levadura en un pastel?!”
“¡Pues tú dijiste que ibas a improvisar!” replicó Draco, visiblemente frustrado, señalando un libro de cocina abierto con manchas de huevo en las esquinas. “¡No tengo la culpa de que tus improvisaciones impliquen incendiar la cocina!”
“¡Yo no la incendié, fue un hechizo de aumento térmico mal lanzado!”
“¡TE TIRITABA LA VARITA, BLACK!”
Harry se rió.
No lo pensó. No intentó contenerse. No calculó el momento. Solo rió. Una carcajada clara, honesta, desbordante de alivio y desconcierto. Porque allí estaba Draco. Vivo. Entero. Discutiendo con su padrino como si el mundo no se hubiera caído a pedazos hacía apenas un par de días. Porque allí estaba él, Harry Potter, de pie con la varita aún en la mano, y sin embargo sintiendo que tal vez, por primera vez en semanas, podía volver a respirar.
Ambos lo miraron al mismo tiempo.
Draco se congeló. Literalmente. El cucharón de madera aún levantado en el aire, la expresión transformándose del enojo al asombro, y de allí —en un segundo que a Harry le pareció eterno— al sonrojo más evidente que jamás le había visto. No solo por el bochorno. También por la vergüenza de ser visto así: manchado, despeinado, ridículo. Humano.
Harry dio un paso hacia él. Y luego otro.
Sirius abrió la boca, seguramente para saludarlo, pero Harry lo ignoró por completo. Ignoró la mirada alarmada que Draco le lanzó, los murmullos apagados que venían desde la chimenea donde sabía que Ron y Ginny estaban cruzando ahora. Ignoró todo, todo salvo el hecho de que Draco seguía allí. Y que lo miraba con esos ojos como si aún no doliera hacerlo.
“Harry, no te acerques. Estoy todo... te vas a ensuciar,” murmuró Draco, su voz aún cargada de esa arrogancia frágil que usaba como escudo.
Pero ya era tarde.
Harry lo tomó de la cintura con ambas manos, con una seguridad que no sabía si aún tenía, y lo acercó con suavidad. El calor del cuerpo de Draco atravesó la harina, la masa, cualquier obstáculo invisible que hubiera entre ellos. No le dio tiempo a protestar. No le dio tiempo a pensar. Solo se puso de puntillas y lo besó.
Fue un beso lento. Aterciopelado. Tembloroso en el fondo, como si Harry estuviera poniendo todo su mundo en esos segundos. Porque lo estaba. Porque cada centímetro del rostro de Draco le era más sagrado que cualquier otra cosa. Porque no importaba la guerra, o sus errores, o el miedo. Solo importaba eso.
Solo importaba Draco.
Sirius soltó un silbido. “Bueno, al menos esperen a que termine de batir la crema.”
Ron gimió desde la entrada. “¡¿Es en serio?!”
Harry no escuchó nada. Solo el leve gemido de Draco contra su boca, la forma en que tembló ligeramente al ceder, y luego cómo sus manos se posaron con timidez en los hombros de Harry, como si aún no creyera que estaba allí.
Cuando se separaron, Harry no retrocedió del todo. Mantuvo una mano sobre su cintura, la otra subiendo a limpiar un poco de harina del pómulo derecho de Draco.
“Te ves horrible,” dijo con una sonrisa suave.
Draco lo fulminó con la mirada, pero el rubor seguía presente. “Y tú hueles a polvo de chimenea.”
Harry rió de nuevo, esta vez más bajo. “Pero aun así me besaste.”
Draco apartó la mirada, mordiéndose el labio inferior. Aún temblaba. No por frío. No por miedo. Sino por la tensión de todo lo que no habían dicho. De todo lo que había quedado suspendido entre ellos desde que Harry lo dejó atrás aquella noche.
“Tenemos que hablar,” murmuró.
“Lo se,” admitió Harry. “Pero podríamos aplazarlo un poco más ¿Sí?”
Sirius, feliz de tener las manos libres, comenzó a lanzar hechizos de limpieza al desastre culinario con una eficiencia inesperada. Ron entró por fin, mirando a su alrededor con evidente interés por saber que estaban cocinando.
Y fue entonces que la magia del momento se quebró. Harry giró para saludar a Sirius, pero el rostro de Ginny se había transformado. Estaba rígida, los ojos vidriosos, como si no reconociera a nadie. Y luego, sin previo aviso, se alejó de la cocina
“¡Ginny espera!” gritó Ron, dudando si ir tras su hermana o seguir su inspección en la cocina.
Harry soltó a Draco al instante, su corazón saltando de nuevo. Draco retrocedió, los labios aún entreabiertos con una mirada que congelo a Harry, y Sirius ya corría de Ron con una fuente de algo que olía delicioso.
Chapter 45: Estoy volviendo a caer y tú no estás para suavizar la caída
Notes:
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Chapter Text
Grimmauld Place, por muy renovado que estuviera, no podía esconder del todo el peso de los años, ni de los secretos. Aunque la pintura fresca y los nuevos tapices brillaran con un esplendor encantado, los pasillos seguían susurrando, y el silencio se volvía espeso en ciertos rincones, como si el eco de la guerra —de todas las guerras— habitara sus paredes.
Harry se arrojó de espaldas sobre el colchón sin preocuparse por el leve chirrido oxidado del colchón. Su varita rodó hasta quedar a centímetros de su mano abierta, y sus dedos temblaban con una mezcla de agotamiento, rabia y celos mal disimulados. El techo le parecía demasiado blanco, casi insultante. No podía sacarse la imagen de la cocina de la cabeza: Draco, de pie entre Sirius y Charlie, con ese aire de pertenencia que a Harry lo volvía completamente loco.
No de celos —o al menos eso intentaba decirse—, sino de impotencia.
Draco no le había dirigido ni una mirada desde que Ginny salió corriendo. Ni una. Ni siquiera cuando Sirius, entre mordiscos a los mini-kekes, comentó que "al menos alguien aquí sabía cocinar", mirando a Draco como si acabara de hornear el Santo Grial. Ni siquiera cuando Charlie se tragó uno de esos malditos pasteles de un bocado y luego sonrió de forma que hizo que Harry quisiera maldecirlo con Mucus ad Nauseam.
Y peor aún fue cuando Draco, con toda la naturalidad del mundo, le llevó un segundo keke directamente a la boca. Como si fuera normal. Como si no acabara de tener la lengua de Harry en su boca hacía apenas media hora.
“¡Imbécil!” susurró Harry en voz alta, aunque no supo si se refería a Charlie, a Draco o a sí mismo.
Ron gimoteó desde la cama de al lado, acurrucado como un burrito humano entre sábanas y una capa de preocupación. El embarazo lo tenía más irritable de lo habitual, y la orden tajante de subir a descansar no había mejorado su humor.
"¿Y si están planeando algo y no nos lo dicen?", murmuró Ron, la voz envuelta en una mezcla de fatiga y fastidio. "¿Y si Malfoy es parte de eso? ¿Y si… qué sé yo, están haciendo como una nueva Orden sin nosotros?"
Harry no respondió de inmediato. Se sentó, apoyando los codos sobre las rodillas, las manos en el cabello. Sabía que estaba exagerando, pero no podía evitarlo. Desde que puso un pie en la cocina y vio a Draco cubierto de harina, su mundo se desajustó. Y luego, con el beso, por un momento pensó que todo estaría bien. Que podrían hablar, arreglarlo, reconstruirse.
Pero Ginny se fue. Harry lo soltó y Draco retrocedió. Y después de eso, nada volvió a encajar.
Ron murmuró algo más, pero Harry ya no escuchaba. Su mente estaba de nuevo en el comedor. En la voz de Kingsley, firme y grave, hablando de movimientos irregulares de mortífagos en las fronteras, en la lista de desaparecidos, en las redes que se cerraban alrededor del Ministerio. Y en cómo, cuando mencionaron a Snape, Draco giró el rostro en dirección contraria, como si no quisiera escuchar.
Harry no podía recordar bien lo que se dijo. Solo que la silla que Draco ocupaba estaba demasiado lejos. Que cada vez que Charlie se inclinaba a su oído, Harry sentía que se le subía la sangre a la cara. Que no importaba si la Orden se estaba disolviendo o rearmando, si la guerra seguía o si el mundo se caía en pedazos: Draco había elegido sentarse con alguien más. Y no con él.
La voz de Ron volvió a sonar, ahora un poco más nítida.
"Harry... ¿crees que Ginny está bien?"
Harry lo miró. Ron se había sentado, los ojos enrojecidos por el cansancio y la tensión. Una mano en la parte baja del vientre, como si buscara protección.
"No lo sé," admitió Harry, porque la verdad era que Ginny había salido corriendo como si hubiera visto un fantasma y no había regresado. Molly la buscó, al igual que Tonks cuando ambas llegaron, pero nadie había dicho nada aún.
"No le gustó verte tan meloso con Malfoy," murmuró Ron.
"¿Y tú sí?" preguntó Harry con una media sonrisa amarga.
Ron se encogió de hombros. "No es eso… bueno, un poco sí. Pero más que eso… creo que ella simplemente no ha superado del todo que Malfoy este en la orden y ella no."
Harry soltó un suspiro áspero, enterrando el rostro entre las manos.
"Yo no la culpo," dijo. "No después de cómo me echaron de la reunión."
Y era cierto. Moody había pedido sacar a Harry cuando la conversación empezó a ser más confidencial y peligrosa. Un golpeteo en la puerta interrumpió sus pensamientos.
Ron frunció el ceño. "¿Ahora qué?"
Harry se levantó, cruzó la habitación y abrió. Era Draco. Y por un instante, se olvidó de respirar.
Draco ya no estaba cubierto de harina ni acompañado de Charlie. Su cabello estaba peinado, aunque un mechón rebelde caía sobre su frente. Llevaba puesta una camisa verde oscuro, de tela suave y caída, que resaltaba la palidez elegante de su piel. Pero sus ojos… sus ojos seguían ardiendo. De rabia. De duda. De algo más que Harry no supo nombrar.
"Necesito hablar contigo," dijo, con la voz tensa, apretada como si le costara cada palabra.
Harry asintió y dio un paso al lado. Pero Draco no entró.
"No aquí. Arriba, en la azotea."
Harry parpadeó, sorprendido. "¿La azotea?"
Draco no respondió. Solo giró sobre sus talones y echó a andar. Harry se volvió hacia Ron, que alzó una ceja con resignación.
"Ve. Pero si ese imbécil rompe contigo , lo lanzo por la ventana," murmuró Ron.
Harry sonrió de lado, breve, y salió corriendo tras Draco.
El aire de la azotea olía a calor y hollín, con una pizca del verano que se acercaba arrastrándose por entre los tejados. Las nubes bajas se deshilachaban sobre la luna, que parecía observar la escena con una curiosidad paciente. Las losas frías del suelo crujían bajo los pies de Harry cuando se acercó. Draco seguía con los brazos cruzados, la mandíbula tensa, la espalda apoyada contra el muro como si sólo esa piedra antigua impidiera que se desmoronara del todo.
Por un instante, ninguno habló.
El silencio no era cómodo. El silencio era como una cuerda tensa, y Harry supo que cualquier movimiento mal calculado podía hacerla estallar en látigo.
Draco fue el primero en romperlo. “¿Por qué no me dijiste lo que iba a pasar esa noche?”
La voz no fue un susurro. No fue un grito. Fue algo peor: fue una pregunta cargada de hielo, de decepción contenida, de una herida que no acababa de sangrar pero que dolía como si lo hiciera.
Harry tragó saliva. “¿A qué te refieres?”
Draco lo fulminó con la mirada, y por un instante, volvió a parecerse al muchacho arrogante de primero. Pero esta vez, detrás de esa expresión no había soberbia, sino una rabia desconsolada, herida.
“A lo que pasó en Hogwarts,” escupió. “A que tú y Dumbledore salieran del castillo como si nada. A que Granger, la comadreja y todos los demás ya sabían que algo iba a ocurrir. A que los profesores estaban en guardia, que los pasillos estaban vigilados. Como si… como si todos supieran. Menos yo.”
Harry sintió un vacío en el pecho. No era sorpresa. Era culpa. Culpa que se enroscaba como una serpiente detrás de sus costillas.
“Draco…”
“¿Sabes qué fue lo peor?” Draco lo interrumpió, y su voz tembló apenas. “No fue que no me lo dijeras. No fue que me dejaras fuera del plan. Fue que me mandaras a las malditas mazmorras. Como si fueras tú quien decide si lucho o no. Como si desde el inicio… desde el inicio hubieras decidido que yo no tenía lugar en todo esto.”
El cielo retumbó a lo lejos, apenas un murmullo, como si la misma noche estuviera conteniendo la respiración.
Harry quiso acercarse, pero algo en la rigidez del cuerpo de Draco lo detuvo. Así que se quedó donde estaba, a medio paso, con el corazón golpeando contra las paredes de su pecho.
“No lo hice para lastimarte,” dijo con lentitud. “Lo hice porque… porque me importas, Draco. No quería que te pasara nada. No podía—no puedo arriesgarte así.”
“¿Y tú sí puedes arriesgarte?” Draco lo miró con una mezcla de burla y desesperación. “¿Por qué tú sí y yo no, Potter? ¿Por qué tú puedes ir a enfrentarte a mortífagos, a ir con Dumbledore como un hombre que tenía los días contados, a ser el centro de todo esta mierda ridícula, y yo no puedo al menos pelear?”
“Porque yo…” Harry se detuvo. El “porque yo soy el elegido” se asomó en su lengua, pero le pareció repugnante incluso pensarlo. Lo miró. Miró de verdad. A ese chico que se apoyaba en la piedra como si ya no supiera si lo estaba esperando o si intentaba alejarse. Su Draco. Y la idea de perderlo hizo que todo lo demás palideciera.
“Porque yo no podría soportar que te pasara algo,” murmuró, finalmente.
Draco apretó los dientes. Se irguió, soltándose del muro como si las palabras de Harry lo hubieran empujado.
“No puedes soportar… Eres tan ridículo, Potter. Tú no puedes decidir por mí. No puedes protegerme de todo. No me uní a la Orden para ser protegido. ¡Me uní para protegerte! Yo… yo puse toda mi fe en ti y espere que desconfiaran de mi… espere que todos lo hicieran… pero jamás que tú lo hicieras, se que no soy como tus valientes Gryffindors que se lanzan al fuego sin pensar, soy alguien que tiene mucho miedo y—“
“¡Claro que sé que lo tienes!” interrumpió Harry, alzando la voz. “¡Por eso no te arrastre a todo esto! Ya bastante daño te hice al no oponerme a que te unieras a la Orden. ¡No quería que estuvieras en la mira de Voldemort!”
“¿Y tú sí lo tienes que estar?” Draco se acercó, apenas un paso, pero fue como una tormenta cayendo de golpe. “¿Acaso te hace feliz eso? ¿Crees que saber que mi novio esta arriesgando su vida me hará fuerte? ¿Crees que a mí no me hubiera importado si hubieras salido herido?”
Harry abrió la boca, pero no supo qué decir. Porque no, no creía que Draco fuera indiferente. Pero… no sabía cómo explicarle que el miedo que lo carcomía no era por su vida, sino por su alma. Que temía que Draco se rompiera de formas que no podrían arreglarse.
“Estabas mejor escondido,” dijo, casi en un susurro.
Draco parpadeó, y por un instante, Harry pensó que había logrado calmarlo. Pero luego su rostro se torció en una mezcla de furia y desilusión.
“Eso es,” dijo, con una risa amarga. “Ahí está. Estabas mejor escondido. Qué frase tan heroica, Potter.”
Harry retrocedió un paso. Sabía que estaba llegando al borde. Que un paso más, una palabra más mal dicha, y todo se rompería.
“Draco…”
“¿Sabes qué es lo peor?” dijo Draco, y ahora su voz era casi un susurro. “Que, por un momento, por un estúpido momento, pensé que esto… tú y yo… era importante. Pensé que confiabas en mí.”
“¡Confío en ti!” gritó Harry, desesperado. “¡Confío en ti más de lo que he confiado en nadie! ¡Pero no puedo perderte, Draco! ¡No después de todo!”
“Entonces no me pierdas,” murmuró Draco. Y eso fue lo que más le dolió. Que no gritara. Que no llorara. Que solo lo dijera como una plegaria rota.
Pero no se acercó. No esta vez.
Harry lo miró, sintiendo que el suelo bajo sus pies era cada vez más delgado.
“¿Qué quieres que haga?” preguntó con la voz rota. “¿Que te diga todo? ¿Que te arrastre a cada misión? ¿A cada pelea?”
“Quiero que me veas como a un igual,” respondió Draco. “No como alguien a quien debes proteger como a un niño. Quiero que me dejes decidir. Que me dejes elegir.”
“¿Y si eliges algo que te mata?”
Draco se acercó por fin. Sus ojos estaban húmedos, pero no lloraba. “Entonces al menos será mi decisión.”
El silencio volvió. Solo el viento entre las tejas, el susurro de un Londres dormido allá abajo, la luna vigilando desde lo alto. Harry aún sostenía la mirada de Draco, pero el silencio que había caído entre ellos era ya un abismo que parecía imposible de cruzar. El eco de las últimas palabras de Draco flotaba todavía, suspendido entre las sombras que la luna dibujaba en los bordes del tejado.
Y entonces Harry lo dijo.
“No,” murmuró, sacando la palabra como un hueso atorado en la garganta. “No puedo perderte, Draco.”
Era una declaración simple, pero cargada con un dolor tan denso que parecía atrapar el aire alrededor. El viento nocturno se coló entre las tejas, helado, pero nada en ese momento estaba más frío que el silencio que siguió. Draco lo miró. Pero ya no era un mirar como los de antes, cuando lo desafiaba, cuando lo provocaba, cuando lo amaba con los ojos sin decirlo en voz alta. Esta vez, lo miró como quien contempla el último latido de algo que se está muriendo.
Harry dio un paso hacia él, como si pudiera cerrar la grieta entre ambos solo con la cercanía. Pero Draco se echó hacia atrás. Un paso. Solo uno. Suficiente para que el corazón de Harry crujiera.
“Espera,” intentó, la voz rasgándosele en la garganta. “No quiero que sigamos así… Te diré todo, Draco. Todo. Te contaré cada cosa. A dónde voy. A quién enfrento. Cuando me voy. ¡Nos comunicaremos cada hora! ¡Te lo juro! Sera… como si estuviera aquí, contigo.”
Draco bajó la mirada, pero Harry no se detuvo.
“Tenemos un plan para encontrar los horrocruxes,” dijo rápidamente, con la urgencia de quien intenta salvar a alguien que se está cayendo por un precipicio. “Dumbledore me lo explicó. Ya tengo un par de pistas. Con Ron, con Hermione, vamos a—”
“Basta,” susurró Draco. La palabra era un soplo tembloroso, más tenue que el viento.
Pero Harry no se calló. “Vamos a irnos después de la boda de Bill. Iremos primero a buscar el relicario, ese que R.A.B. escondió, luego a—”
“Basta,” repitió Draco, esta vez con un temblor más marcado en la voz, pero aún sin alzarla. Como una súplica. Como un ruego.
Harry sentía que si se detenía, se caería a pedazos. Así que habló más rápido. Más alto. “—y sé que no es seguro, pero estarás informado. Podrías ayudarnos desde aquí. Tal vez en la Madriguera. O quizás si consigues que Sirius—”
“¡Detente!” gritó Draco. Fue como una explosión contenida. Una palabra que resonó como un hechizo lanzado sin varita. Y entonces, el mundo se detuvo.
Harry se quedó en silencio, la boca aún entreabierta, la garganta latiéndole de tan fuerte que hablaba. Lo miró.
Y Draco… Draco tenía lágrimas en los ojos.
No lloraba con desgarro. No gritaba. No se dejaba caer. Simplemente estaba ahí, de pie, con el rostro pálido y húmedo, con la respiración entrecortada, y algo en él… algo en su alma parecía estar desmoronándose en silencio.
Harry dio un paso. Solo uno. Pero Draco retrocedió dos. Y ese gesto fue como si le arrancaran el corazón de cuajo.
Sintió un sonido gutural, profundo, salir de su interior. No supo si era un sollozo, un grito ahogado o el principio de su propia muerte. Porque Draco se veía tan roto, tan ajeno, tan lejano.
“Solo… detente,” dijo Draco, apenas audible. Luego, sin esperar réplica, avanzo hacia el costado de Harry.
“No—espera, por favor—”
Draco no se detuvo. Atravesó la puerta de la azotea con pasos rápidos, casi sin hacer ruido, como si su rabia y tristeza pesaran tanto que sus pies apenas tocaran el suelo.
Harry tardó unos segundos en reaccionar, paralizado por el silencio que había dejado tras de sí. Pero en cuanto lo hizo, corrió. Bajó los escalones de la azotea como si se le fuera la vida en ello, con el corazón en llamas y los pensamientos empapados de desesperación.
“¡Draco!” lo llamó, al ver la silueta girando en el pasillo del cuarto piso. Aceleró el paso. “¡Draco, por favor!”
Draco caminaba más rápido ahora, sin mirar atrás.
Y fue entonces cuando Sirius apareció.
“Harry, ¿qué está pasando?” preguntó su padrino, saliendo de uno de los pasillos laterales.
Pero Harry ni siquiera se detuvo.
“¡Luego!” exclamó, pasándolo de largo, casi empujándolo sin querer.
Sirius llamó su nombre, confundido, pero Harry ya estaba más adelante, doblando una esquina.
Fue ese instante, ese breve roce, lo que le costó la distancia. Porque Draco ya no corría, pero se deslizaba en el pasillo como un fantasma. Cuando Harry dobló la última esquina lo vio desaparecer por una puerta.
Corrió. Tropezó. Llegó.
La puerta estaba cerrada.
“¡Draco!” golpeó con fuerza. “¡Draco, abre, por favor! ¡Draco!”
Nada.
Sacó la varita. “Alohomora!”
Nada.
Probó otros hechizos. Golpeó. Llamó.
“¡Draco, por favor! ¡No hagas esto! ¡Hablemos, Draco, lo solucionaremos como siempre lo hacemos!”
El silencio se estiró. Harry apoyó la frente contra la madera. Su respiración se volvió agitada.
Y entonces lo oyó.
Un sollozo.
No el suyo.
El de Draco.
“Draco…” susurró, con los ojos ardiéndole. “No… por favor… no nos hagas esto…”
Otro sollozo, más agudo. Doloroso.
Harry deslizó una mano por la puerta como si pudiera tocarlo a través de ella. Y entonces se dejó caer de rodillas.
“Te amo,” dijo, entre lágrimas. “Te amo, ¿me oyes? No puedo perderte. No después de todo lo que hemos pasado. No ahora…”
La puerta no respondió.
Harry lloró en silencio durante unos segundos. Después golpeó la madera con su frente, sin fuerza, solo queriendo estar cerca. Escuchar. Asegurarse de que seguía ahí.
Entonces sintió una mano en su hombro.
“Harry,” dijo Sirius, hincándose a su lado. “Hijo… tienes que darle su espacio.”
“No quiero,” murmuró Harry. “No puedo...”
“Escúchame,” Sirius lo abrazó, atrayéndolo contra su pecho. “Lo amas y él lo sabe. Pero a veces el amor también necesita aire. Si se sienten así de profundamente, encontrarán el camino de vuelta.”
“No lo entiendes,” Harry lloraba ya sin reservas. “No sé respirar si él no está.”
Sirius lo sostuvo con más fuerza.
Ron apareció poco después. Sus pasos apurados resonaron en el pasillo. Al ver la escena, comprendió sin palabras.
“Harry,” dijo suavemente. “Vamos. Solo dale tiempo...”
“Draco…” murmuró Harry. “Draco, por favor…”
“Lo sé,” dijo Ron. “Lo sé, amigo. Pero ven.”
Sirius y Ron lo ayudaron a levantarse. Harry no tenía fuerzas para resistirse, pero aún giraba la cabeza hacia la puerta mientras lo alejaban.
“Draco…” dijo otra vez. “Draco, por favor…”
Draco no salió. Y esa fue la primera vez que Harry sintió que el amor no era suficiente para derribar ciertas puertas.
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Wiltshire, en el sureste de Inglaterra.
La noche había caído en Wiltshire con un manto tan espeso que parecía haber sido tejido a mano con hilos de sombra. Las colinas dormidas, cubiertas de niebla espesa, guardaban silencio mientras el viento aullaba tímidamente entre los árboles nudosos, como si temiera llamar la atención de la figura que dominaba el centro de la Mansión Malfoy.
Dentro, el aire olía a madera antigua, a polvo que se resistía al paso del tiempo, y a miedo. Era el miedo lo que impregnaba las paredes, como una segunda capa de papel tapiz. La larga mesa del comedor, alguna vez destinada a cenas aristocráticas, ahora era el altar silencioso de la guerra.
A su cabecera, con los dedos huesudos posados como garras sobre el apoyabrazos de un trono de ébano tallado, el Señor Tenebroso aguardaba. No hablaba. No se movía. Pero su presencia lo llenaba todo. Era como si la oscuridad del exterior hubiera entrado por las grietas y se hubiera alojado en su túnica negra, que parecía absorber la luz.
Nadie se atrevía a respirar con demasiada fuerza. Bellatrix Lestrange, sentada más cerca de él que nadie, tenía las manos cruzadas sobre el regazo y el rostro desprovisto de su característica euforia. No sonreía. Ni siquiera parpadeaba con su habitual brillo de locura. No era por respeto. Era por terror.
Dumbledore había muerto. El hombre al que más temían —el único que había representado un obstáculo real— yacía ahora bajo tierra. Ayer había sido su velorio. La noticia se había esparcido como pólvora entre los seguidores del Señor Tenebroso. Y sin embargo, Voldemort no estaba contento.
Era eso lo que los ponía a todos al borde del pánico.
Un leve movimiento de su mano, tan suave que apenas agitó la tela, bastó para hacer que comenzara la reunión. Yaxley, corpulento y de mandíbula dura, fue el primero en hablar, y su voz tenía un leve temblor que ningún hechizo podría ocultar.
“Mi Señor… los avances con los gigantes han sido... favorables. He conseguido convencer a dos tribus más de unir sus fuerzas. Uno de los líderes antiguos se rindió tras el uso de—“
“¿Fuerza bruta?” murmuró Voldemort sin mirarlo.
Yaxley tragó saliva y asintió con rapidez. “Sí, mi Señor. Exactamente.”
Un gesto de la cabeza fue todo lo que el Señor Tenebroso ofreció. No aprobaba. No desaprobaba. Pero todos sintieron que no era suficiente.
Selwyn tomó la palabra después. Su voz era grave, como si cada palabra le costara un sacrificio. “Hemos investigado los registros del Expreso de Hogwarts, mi Señor. Harry Potter no subió al tren. Tampoco Ronald o Ginebra Weasley ni Hermione Granger. La Orden los ha escondido. Creemos que…”
“¿Creen?” interrumpió Voldemort con suavidad, y sin embargo, todos se encogieron un poco más en sus asientos. “¿Creen? ¿Acaso les pido posibilidades?”
Nadie respondió. Travers intervino con rapidez, esperando desviar la atención.
“Algunos miembros de la Orden han sido vistos organizándose nuevamente, cerca de Ottery St. Catchpole y en las cercanías de—“
“¿Han sido vistos por ti?” preguntó Voldemort, afilado.
Travers abrió la boca, pero Severus habló antes que él. Su tono era el de siempre: imperturbable.
“Desde la muerte de Dumbledore, he perdido el acceso directo a la Orden. Desconfían incluso entre ellos. Mis conocimientos son nulos por el momento, mi Señor.”
El silencio que siguió fue helado.
Voldemort no respondió de inmediato. Se limitó a girar ligeramente la cabeza, los ojos como rendijas de escarlata entornados, mirando a Snape con algo parecido a la curiosidad.
Un murmullo imperceptible recorrió la mesa, como si todos se prepararan para una sentencia.
Pero en lugar de levantar la voz, el Señor Tenebroso desvió la atención de manera desconcertante.
“Armida.” El nombre retumbó en la estancia como si se tratara de un hechizo en sí mismo.
La mujer, de cabello trenzado y piel de cera, enderezó la espalda con gesto automático. La señora Crabbe y sanadora en las sombras, pocas veces se le permitía hablar.
“Mis pacientes están estables, mi Señor. La mayoría ha respondido espléndidamente. No se han registrado pérdidas desde hace tres semanas.”
“¿Necesitarás más pacientes?”
Ella titubeó. “No por el momento. Puedo manejar los que tengo.”
Una pausa. El aire pareció espesar.
Entonces, Voldemort se puso en pie. La tensión en la mesa se volvió física. Hasta los candelabros vibraron ligeramente.
Pasó detrás de las sillas, caminando como un depredador, el sonido de sus pasos amortiguado por la alfombra persa. No miraba a nadie directamente. Hasta que se detuvo detrás de Selwyn.
“¿Cómo se encuentra la querida Andrómeda?”
Un escalofrío recorrió la mesa. Rabastan Lestrange fue quien respondió, con voz rasposa y una sonrisa torcida que no ocultaba el desprecio.
“El feto crece sin problemas, mi Señor. Según los informes de Armida, está saludable.”
“¿Fecha de parto?”
Armida respondió con cautela: “Diciembre, mi Señor. A mediados.”
Voldemort ladeó la cabeza. No le gustaba la respuesta.
Mulciber, que hasta ese momento había mantenido la boca cerrada, no pudo resistirse. “Podríamos adelantarlo. Hay métodos…”
El Señor Tenebroso volvió sobre sus pasos, hasta su trono. Mulciber dejó de sonreír cuando los ojos rojos se posaron sobre él como cuchillas.
“¿Severus?”
Severus no titubeó. “Es posible. Pero conlleva un riesgo considerable para la madre. Incluso podría matarla.”
Rodolphus Lestrange soltó un susurro cargado de sarcasmo: “Qué lástima.”
Un par de risas incómodas se escaparon, breves y ahogadas. Voldemort asintió lentamente, como si ese comentario le pareciera razonable.
“Entonces, encárgate de eso, Armida. Si sobrevive, envíenla a Severus.”
Armida tragó saliva. “¿Solo con ella, mi Señor, o con todos los pacientes?”
Voldemort no respondió al instante. Caminó hasta el extremo opuesto de la mesa, donde Narcissa permanecía inmóvil.
Le toco un solo mechón de su cabello platino, como si evaluara el material de un vestido que planeaba quemar. Ella no se movió. Ni siquiera parpadeó.
“Empiecen con ella,” dijo finalmente, con voz calmada. “Si responde bien, procedan con los demás.”
Entonces volvió a su asiento, acomodándose como si no acabara de condenar a algo peor que la muerte a una mujer.
“Rookwood,” dijo sin levantar la vista. “¿Y el Ministerio?”
Augustus Rookwood se inclinó ligeramente hacia delante, nervioso. “Los preparativos están casi completos. El Ministro esta poniendo resistencia, mi Señor.”
La tensión se enredaba como una red de hilos invisibles entre los mortífagos, sin escapatoria ni consuelo. Aún resonaba en las paredes las últimas palabras de Rookwood, como si la misma piedra de los muros se hubiera estremecido al oírla. Nadie osaba moverse. Nadie hablaba. Los candelabros emitían una luz tenue y parpadeante que parecía más débil que minutos atrás, como si incluso el fuego se acobardara ante lo que estaba por venir.
Fue entonces cuando algo cambió. No fue un rugido ni una explosión, no una maldición gritada ni un portazo brutal. Fue algo mucho más sutil y, por eso mismo, infinitamente más aterrador: un leve movimiento de cabeza por parte de Lucius. Apenas una inclinación, como si su cuello respondiera a un sonido apenas audible para los demás. Fue él, solo él, quien primero percibió lo que se aproximaba.
Y entonces se oyó. El roce del cuerpo escamoso de Nagini deslizándose por la alfombra. La gigantesca serpiente emergió con una lentitud deliberada, casi ceremonial, arrastrando tras de sí un aura de muerte. Cada pliegue de su piel parecía absorber la luz. Se abrió paso por la sala con el absoluto desdén de quien sabe que no tiene rival, que no tiene por qué apurarse. Algunos mortífagos contenían la respiración. Otros se encogían apenas, como si el acto de existir los hiciera demasiado visibles para el monstruo que ahora se acercaba a los pies del trono.
Nagini se detuvo. Alzó la cabeza en una elegante curva y siseó algo directamente al oído de su amo. Nadie más lo entendió. Solo el Señor Tenebroso. Pero todos vieron la sonrisa.
No fue una sonrisa amplia. No fue ni siquiera una sonrisa humana. Fue un breve tirón en la comisura de los labios finos y azulados, una deformidad momentánea en el rostro de Voldemort que bastó para helar la sangre de todos los presentes.
Entonces se levantó.
Hubo un sobresalto colectivo. Algunos apenas se agitaron en sus asientos; otros, como Selwyn y Yaxley, no pudieron ocultar el escalofrío que les recorrió la espalda. La sola acción de ponerse en pie convertía a Voldemort en una amenaza activa, en un depredador suelto en un corral lleno de presas que sabían que no podían correr.
Sin dirigir una palabra, sin lanzar una mirada, cruzó la estancia con paso firme. La serpiente lo siguió, rozando los bordes de las túnicas de los mortífagos como si deseara probar su temblor. Cuando alcanzó la puerta de roble tallado, Voldemort alzó levemente una mano.
“Severus.”
Su voz fue una orden más que una invitación. Snape, que había permanecido en un silencio absoluto, se levantó sin dilación y lo siguió, las sombras de sus túnicas flotando detrás de él como alas rotas. El cierre de la gran puerta detrás de ellos sonó a sentencia. Bellatrix giró violentamente el rostro hacia la entrada, los ojos inyectados de odio. Pero no era odio hacia el Señor Tenebroso. Era hacia Severus. Hacia su cercanía, su aparente favor. Un odio contaminado de celos y, por debajo, un miedo crudo, animal. Uno que ella nunca admitiría.
A su izquierda, Narcissa parecía de porcelana. Una muñeca delicada en el umbral de romperse. Pero no se rompía. No lloraba. No gemía. Sus dedos, huesudos y tensos, se aferraban con tal fuerza a la mano de su esposo que los nudillos de ambos parecían de mármol. Lucius no decía nada. Solo apretaba. Solo respiraba. Y juntos sostenían el frágil equilibrio de una familia al borde del colapso, una fachada de elegancia que se desmoronaba a cada paso de su amo.
Desde la muerte de Dumbledore, desde aquella noche en la Torre de Astronomía, todo era incertidumbre. Cada día era un juego de supervivencia. ¿Sería hoy el día en que Voldemort pronunciaría la palabra traidor junto al nombre de su hijo? ¿Sería esta la noche en que Draco sería declarado enemigo? Nadie lo sabía. Solo podían esperar. Y rezar, si aún les quedaba fe.
Fuera del gran salón, las paredes de la mansión Malfoy parecían respirar. El mármol blanco tenía un resplandor enfermizo bajo la luz de las antorchas flotantes. Voldemort avanzaba con su habitual paso fluido, como si flotara por encima del suelo. Snape caminaba un poco detrás de él, erguido, imperturbable. Y Nagini, majestuosamente silenciosa, se deslizaba con deleite por el frío piso de piedra.
Al llegar al recibidor, la figura de un joven se materializó junto al retrato familiar Malfoy que decoraba la pared principal. Era alto, delgado, con cabello castaño cuidadosamente peinado y unos ojos vacíos, como vitrales rotos que ya no dejaban pasar la luz. Una expresión ausente que no encajaba con la juventud de su rostro.
Theodore Nott cuando oyó los pasos, giró de inmediato. Se inclinó en una reverencia precisa, reverente. Voldemort no dijo nada durante unos segundos, simplemente lo contempló. Luego asintió levemente.
“Mi señor,” dijo Theodore, alzando la vista. “Pido disculpas por la demora.”
“Importa poco,” respondió Voldemort con un susurro de voz, como una caricia de hielo. “Al fin y al cabo, has llegado.”
Snape lo observaba en silencio. No con desconfianza, pero sí con ese detenimiento clínico que reservaba a los ingredientes más volátiles de una poción peligrosa. Nott era peligroso. No por su fuerza, sino por sus acciones.
“Tu prometida,” dijo Voldemort con repentina suavidad. “¿Ya está en el hospital?”
Theodore asintió. “Sí, mi Señor. Ya está bajo los cuidados de los ayudantes de la señora Crabbe.”
El rostro del Señor Tenebroso se deformó una vez más en aquella mueca que llamaba sonrisa. Volvió los ojos hacia Severus, como buscando su complicidad.
“¿No estás orgulloso de tu alumno, Severus?”
“Por supuesto,” dijo Snape con voz baja pero firme.
Sin previo aviso, la calidez artificial del momento se deshizo como un encantamiento desvanecido. Voldemort entrecerró los ojos. Observó el retrato de la familia Malfoy. El pincel había captado con precisión el brillo arrogante de Lucius, la elegancia natural de Narcissa, y entre ambos, la juventud impetuosa de Draco.
Con una voz más apagada, casi meditativa, Voldemort murmuró: “La Orden del Fénix ha comenzado a reorganizarse. Algunos dicen que están planeando algo. Que están reclutando aliados.”
Theodore, sin dudarlo, soltó: “Las ratas no aprenden, mi Señor.”
El Señor Tenebroso sonrió con los labios, pero no con los ojos. Seguía observando el rostro pintado de Draco.
“Severus. ¿Alguna noticia de nuestro joven fugitivo?”
Snape inspiró, apenas. Abrió la boca. Pero Theodore se adelantó un paso.
“Mi Señor,” dijo, y su voz tenía un temblor tan controlado que sonaba más decidido aún. “Ruego que recuerde nuestra promesa.”
Snape lo miró. No con sorpresa, sino con una mezcla de advertencia y resignación. Pero Theodore solo tenía ojos para su Señor, como si se ofreciera en sacrificio ante un altar.
“No soy misericordioso,” dijo Voldemort luego de un largo silencio, con una voz que parecía surgir del fondo de una tumba.
“Lo sé,” respondió Theodore, cayendo de rodillas. “Pero déjeme ser yo quien lo traiga de vuelta. Se lo suplico, mi Señor.”
Hubo algo en esa frase. Una nota en la voz. No suplicaba como un esclavo. Suplicaba como un amante. Como alguien que aún amaba a Draco más allá de las órdenes, más allá de la causa.
Voldemort alzó el mentón.
“¿Y si es Draco quien no quiere volver?”
“No,” dijo Theodore de inmediato. “Él regresará. Yo me aseguraré de ello.”
Un momento. Otro silencio. Y luego, una orden: “Te unirás a Severus. A partir de ahora, lo asistirás en sus tareas.”
Snape inclinó la cabeza. “Por supuesto, mi Señor.”
Voldemort se volvió entonces hacia ambos. “Regresen a la reunión.”
Los dos obedecieron. Snape caminó primero. Theodore detrás, más erguido ahora, casi altivo. Pero antes de seguirlos, Voldemort permaneció allí. Observando el retrato. Observando a Draco. Pero no con nostalgia. No con tristeza. Lo miraba como se observa una pieza de ajedrez que ha abandonado el tablero.
Y Voldemort no toleraba piezas fuera del tablero.
La piedra húmeda del pasillo absorbía los ecos de los pasos de Severus y Theodore como si la propia mansión supiera que aquel no era un andar cualquiera. Era un recorrido cargado de amenazas invisibles, una caminata silenciosa y tensa entre dos figuras envueltas en sombras: una, delgada, cadenciosa, cuyo rostro endurecido por la vida solo se suavizaba con el amor ajeno; la otra, más joven, con los hombros rígidos por el orgullo y la furia contenida, pero los ojos tan alerta como los de un ciervo antes de la caza.
Severus caminaba con su túnica negra ondeando detrás, como un presagio. Theodore iba a su lado, con el cuello levantado, la barbilla alzada, desafiante incluso en el silencio. No había mortífagos alrededor en ese momento, ni tampoco rastro del Señor Tenebroso; solo estaban ellos dos, avanzando por los corredores helados de la antigua mansión convertida ahora en fortaleza.
El aire olía a humedad, a polvo viejo y a ese sutil rastro de magia oscura que impregnaba cada piedra. En la distancia se oía el roce del viento contra los ventanales cerrados y el crujido ocasional de una madera vieja que ya no sabía si era parte de un hogar o de una prisión.
Severus no miró a Theodore cuando habló, solo dejó que las palabras se deslizaran como veneno desde su garganta áspera. “Eres un idiota.”
Theodore sonrió de lado. No era una sonrisa genuina, sino una de esas que se curvan solo por despecho.
“¿Y no vas a agradecerme que sea yo quien logra que Draco viva un día más?” preguntó con tono ligero, aunque sus ojos estaban lejos de la broma.
Snape se detuvo. Su capa dejó de flotar y cayó con un leve chasquido. Lentamente, giró la cabeza hacia Theodore y lo miró con ese fuego helado que quemaba sin luz.
“Arrogante sería quedarse corto,” murmuró, sin parpadear. “Es ridículo pensar que tú eres quien mantiene a Draco vivo.”
La sonrisa de Theodore se apagó, sustituida por una sombra que cruzó su rostro. El joven giró el cuerpo, deteniéndose también, y sostuvo la mirada de Snape.
“¿Ah no? Entonces dime… ¿quién lo hace? ¿Potter?”
Y antes de que pudiera pestañear, sintió su espalda contra la fría piedra del muro. El aire le fue arrancado del pecho por la violencia con que fue empujado, y la mano de Snape, firme, cruel y seca como una garra, lo sujetaba del cuello de la túnica.
“¡No menciones ese nombre!” siseó Snape, la voz baja, pero afilada como una navaja bajo la piel.
Los ojos de Theodore se entrecerraron. No por miedo. No por respeto. Por orgullo herido.
“No le tengo miedo a Potter,” escupió con rabia, la mandíbula tensa.
Snape lo soltó de golpe, como si de pronto le repugnara tenerlo tan cerca. Theodore se tambaleó, se acomodó la túnica con movimientos breves y dignos, y levantó la cabeza una vez más.
“No deberías temerle,” dijo Snape con una risa seca, como un crujido. “Sería estúpido temerle… igual de estúpido que subestimarlo.”
El pasillo se quedó en silencio. La tensión era espesa, casi tangible, y parecía que el propio aire contenía el aliento.
Theodore murmuró algo ininteligible, y Snape volvió a hablar, con un tono mucho más oscuro:
“Tú sabes dónde está Draco. Sabes con quién está.”
La sangre se le subió a la cara a Theodore. Apretó los puños. Los nudillos se le pusieron blancos. La verdad, el dolor, la impotencia... todo le ardía en el pecho como una llama sin control. Pero no dijo nada. No podía.
Snape, como si ese silencio confirmara algo, dio un paso atrás. Hizo un movimiento seco con la mano, cediéndole el paso.
“Adelante, Nott,” dijo sin emoción.
Entraron juntos en el salón.
La atmósfera allí era distinta: densa, cargada de un calor extraño, casi pegajoso, a pesar del frío exterior. Las paredes altas estaban cubiertas de tapices oscuros, algunos de los cuales parecían moverse por sí solos cuando no se les miraba directamente. En la enorme mesa al centro, los rostros se giraron hacia ellos, pero nadie se levantó. Nadie habló. Solo se escucharon los crujidos del cuero al girarse, el roce de túnicas y un par de bufidos apagados.
Las miradas, sin embargo, hablaron por sí solas.
Miradas burlonas, irritadas. Miradas que no ocultaban el desdén. Porque Theodore era el más joven entre ellos. El más joven, y sin embargo, el que había hecho lo que todos esperaban que Draco hiciera. El que había matado a Dumbledore. El niño que, por alguna razón, había sido elegido para cargar con una muerte que no era suya.
Y lo peor: nadie sabía por qué.
O tal vez sospechaban.
Snape alzó su varita sin decir palabra y una silla apareció a su lado con un golpe seco. Como consecuencia, las demás sillas se movieron un metro a la izquierda. Un chirrido molesto rasgó el aire, y algunos bufaron. Una voz se oyó mascullar una queja, pero se apagó de inmediato. Nadie protestó en voz alta.
Porque nadie, ni siquiera los más crueles, osaban decir lo que realmente pensaban.
Porque Bellatrix, en toda su locura, en toda su demencia devota, adoraba a su sobrino Draco. Lo había dejado claro desde el principio. Lo había gritado, matado y maldecido por su ausencia… pero jamás permitido que nadie cuestionara su lealtad al señor Tenebroso.
Porque Narcissa, silenciosa y elegante, había demostrado que su magia no era un adorno de sangre pura, sino una fuerza temible, precisa, devastadora. La última vez que alguien había insinuado en su presencia que su hijo era un cobarde, terminó con la lengua rota y los huesos tan dislocados que ni el mejor sanador pudo recomponerlos del todo.
Y porque, sobre todo, el Señor Tenebroso no había dicho nada.
No había preguntado por Draco. No había mencionado su nombre. Y si el Señor Tenebroso no lo hacía… entonces nadie lo haría.
Theodore tomó asiento sin hablar. La silla crujió bajo su peso. Notó que su nombre no estaba en la conversación, pero sus acciones sí. El silencio lo envolvía como una capa invisible, hecha de odio contenido y envidias no dichas.
Snape no lo miró. Solo se sentó a su lado, con los codos sobre la mesa, los dedos cruzados y la mirada clavada en un punto que nadie más parecía ver.
Theodore tragó saliva. Él sabía dónde estaba Draco. Sabía con quién. Sabía porque no estaba allí. Y sobre todo jamás lo diría en voz alta.
Pero lo que más lo carcomía… era que Snape también lo sabía. Y aun así lo llamaba idiota. No porque no entendiera.
Sino porque, pese a todo lo que había hecho, aún esperaba algo que jamás tendría, a Draco.
Y aunque nadie lo dijera en ese salón oscuro, pocos sabían que lo que había ocurrido en la torre de Astronomía no había sido solo una decisión al último minuto. Había sido una elección de meses, tal vez años.
Y no había sido Theodore quien la tomó.
Pero Theodore traería de regreso a Draco aun si eso significaba matar a uno o cien hombres para lograrlo, Theodore lo haría.
Notes:
Es 5 de Junio ✨🥰
Chapter 46: Lo arriesgare todo por ti
Chapter Text
El verano en Inglaterra solía ser una estación de esperanza, con cielos despejados y días largos. Sin embargo, en julio de 1997, la atmósfera estaba impregnada de una melancolía persistente. Los dementores, liberados y sin control, vagaban por el país, absorbiendo la alegría y dejando tras de sí un rastro de desesperanza. Incluso en Grimmauld Place, protegido por encantamientos antiguos, el aire parecía más frío, más denso, como si la tristeza se hubiera instalado permanentemente en sus paredes.
Draco yacía en la cama de la habitación que una vez perteneció a Regulus Black. Las cortinas pesadas bloqueaban la poca luz que intentaba filtrarse, y el silencio era interrumpido solo por los crujidos ocasionales de la vieja casa. Había pasado días sin salir, ignorando las súplicas de Harry que venía todos los días.
A veces dos, tres veces. A veces más. Golpeaba la puerta con los nudillos, al principio suaves, como si temiera asustarlo. Luego más fuerte, urgido por el dolor. Luego con la frente apoyada sobre la madera, suplicando.
“Draco, por favor… solo dime que estás bien. Solo… solo dime algo.”
Draco se quedaba del otro lado, respirando bajito, con los ojos cerrados, la espalda apoyada en la madera que ya conocía su forma, sus temblores. A veces lloraba en silencio. Otras simplemente lo escuchaba, escuchaba ese tono quebrado en la voz de Potter que tanto detestaba porque siempre conseguía hacerle daño. Ese tono que usaba cuando hablaba de amor.
"Draco, por favor, hablemos", la voz de Harry era un susurro desesperado.
Draco cerró los ojos, intentando bloquear el sonido. Cada palabra de Harry era una daga que se clavaba en su corazón. No porque no quisiera hablar, sino porque temía ceder, temía aceptar las promesas que Harry le ofrecía.
No cuando todo afuera era muerte. No cuando lo único que pedía era que lo dejaran ser parte de esa guerra que había marcado su vida antes incluso de que pudiera elegir qué bando le importaba más.
"Te amo, Draco. Confío en ti."
Esas palabras resonaban en su mente, una y otra vez. Pero para Draco, eran promesas vacías, utilizadas para mantenerlo encerrado, para protegerlo mientras el mundo afuera ardía. No había traicionado a Voldemort, no había renunciado a su familia y a su pasado, solo para esconderse como un cobarde.
Se levantó de la cama y se acercó a la ventana. El cielo estaba cubierto de nubes grises, y una llovizna constante caía sobre Londres. Observó las gotas deslizarse por el cristal, cada una reflejando su rostro pálido y cansado.
"¿Qué sentido tiene todo esto?", murmuró para sí mismo. "¿Qué sentido tiene luchar si no puedo estar al lado de él?"
Recordó los momentos compartidos con Harry: las risas, las discusiones, los besos en pasillos. Pero ahora, todo eso parecía pertenecer a otra vida, a otra persona.
Y sin embargo, cada vez que escuchaba a Harry decirle que lo amaba, que confiaba en él, que lo necesitaba a salvo… cada vez se quebraba un poco más.
Porque parte de él quería creerle. Quería rendirse a esos brazos, dejarse caer y que todo lo demás desapareciera. Quería, pero no podía. Porque Draco Malfoy, por primera vez en su vida, quería luchar. Quería ganarse el derecho de vivir. Quería dejar de huir.
Y Harry no lo entendía. O no quería entenderlo. ¿Qué sabía Harry Potter del miedo a ser inútil? ¿Qué sabía de pasar la infancia fingiendo fuerza cuando todo lo que conocías era amenaza? ¿Qué sabía Harry de traicionar tu sangre y cargar con la culpa cada maldita noche, sin saber si el precio sería el cadáver de tu madre o de tu padre? Draco no necesitaba amor envuelto en cadenas. No necesitaba protección que se sintiera como encierro.
Un golpe suave en la puerta lo sacó de sus pensamientos.
“Draco… si no me dejas entrar, juro que voy a derribar esta puerta. ¡Lo juro!”
Draco apretó los ojos con fuerza.
“Sé que crees que esto es por miedo. ¡No lo es! No te quiero a salvo porque crea que eres débil. Es porque… porque si algo te pasa, Draco, yo no sé si puedo seguir…”
“Entonces no sigas.” Su voz salió rasposa, apagada, y aún así se escuchó con claridad al otro lado. Hubo un silencio. Un golpe. Como si Harry hubiera dejado caer la cabeza contra la puerta.
“No digas eso.”
“¿Por qué no? Es lo que quieres. Que me quede. Que me esconda. Que vea cómo te vas a morir por todos mientras yo…” Draco tragó saliva. “Mientras yo cuido la casa.”
“No es así.”
“¿No?” La ira le encendió la voz, finalmente. “Dímelo otra vez. Dime que me amas. A ver si esta vez me quedo. A ver si eso me hace más fuerte, si eso me quita la culpa de saber que el tonto de mi novio está arriesgando su vida.”
“¡Draco!”
“¡NO!” El grito rompió la quietud de la casa. Sirius al fondo chilló algo, pero Draco no lo escuchó. Se dejó caer al suelo, la espalda otra vez contra la puerta. “No lo digas otra vez. Porque si lo dices… yo…”
Del otro lado, Harry también se dejó caer.
El silencio se hizo eterno.
“¿Y si mueres, Harry?” susurró Draco, temblando. “¿Y si me mueres allá afuera y yo nunca me entero?”
“Lo hare sabiendo que estas a salvo.” La voz de Harry era apenas un soplo. “Serás siempre mi mayor preocupación si sales… Si vas y luchas… no sabre si volverás y no tendrá sentido por qué seguiré luchando.”
Draco cerró los ojos. Dejó que las lágrimas se deslizaran sin resistencia por sus mejillas pálidas. Se llevó las manos al rostro. “¿Por qué me haces esto?”
“No te estoy haciendo nada. Solo te estoy amando.”
Y esa fue la maldita respuesta que Draco no podía contradecir.
Draco no salió esa noche. No porque el encierro se le hiciera insoportable —aunque lo era— ni porque hubiera dejado de escuchar los susurros suaves de Harry apoyado en la puerta, ni porque su estómago se contrajera con un vacío inquietante cada vez que la madera crujía bajo el peso del otro al deslizarse al suelo. No. No salió porque no podía permitirse sentir. No todavía.
Y si debía elegir entre la frialdad de sus pensamientos y el calor punzante de esa mirada verde que lo perseguía incluso con los ojos cerrados, entonces el encierro seguía siendo su único refugio.
El techo de la habitación de Regulus se había vuelto familiar. No porque tuviera algo especialmente interesante que observar —más allá de algunas grietas viejas que parecían dibujos abstractos de una mente rota—, sino porque era lo único que no le exigía una respuesta. Ni juicio, ni compasión. Solo estaba allí. Silencioso. Inmóvil. Como él.
A veces, en las madrugadas, cuando ya no podía luchar más contra el insomnio o los recuerdos, se sentaba en la alfombra, con la espalda contra la pared, la varita en el regazo, los ojos ardiendo y la garganta seca, y simplemente escuchaba. Porque era imposible no hacerlo.
Grimmauld Place, por alguna razón absurda, parecía tener más vida que nunca, como si su magia antigua se resistiera al desgarramiento inevitable de la guerra. Cada día, los pasos se repetían una y otra vez en el pasillo, firmes, acompasados, cargados de una energía que Draco apenas podía comprender.
Sirius Black con ocho meses de embarazo encima, parecía poseído por una fuerza doméstica que haría llorar de celos a cualquier elfo. Draco lo escuchaba ordenar, mover, supervisar —un general gestante en plena cruzada—, y aunque jamás lo admitiría en voz alta, a veces sonreía en la soledad, sin querer.
Porque Black tenía una idea fija: que esa casa de sombras debía volverse un hogar. Y más que un hogar, un nido. Un lugar donde su criatura pudiera respirar sin heredar el peso de las paredes.
Draco lo sabía. No porque hablara con él —Merlín no lo permita—, sino porque estaba condenado a escucharlo. Estaban pared con pared desde hacía semanas. Y en una casa donde los hechizos de silencio eran tan viejos como ineficientes, los murmullos, quejas y discusiones entre Black, Lupin y ocasionalmente Harry llegaban como pequeños ecos.
“Remus, ¿me explicas por qué quieres ponerle Kenneth a nuestro hijo? ¡¿Kenneth?! ¡¿Qué es eso, un duende contable?!”
“Era el nombre de mi abuelo, Sirius.”
“¡Y claramente tu abuelo era un hombre sin alma!”
Draco rodaba los ojos y a veces apretaba la almohada contra sus orejas.
No porque le importara el nombre del bebé —por favor, como si eso tuviera alguna relevancia en medio de una guerra—, sino porque su propia cabeza ya era lo suficientemente ruidosa como para sumarle las disputas ridículas de una pareja que aún creía que el mundo podía contener ternura.
Por otra parte, la habitación del bebé estaba justo al lado de la suya. Sirius había insistido en que así debía ser. Que el niño tenía que estar cerca. Draco no protestó, aunque por dentro, deseó que el niño naciera con la voz de Black y el entusiasmo de un grifo en celo. La venganza sería dulce.
También escuchaba a Harry cuando se acercaba a la puerta antes de irse a dormir. No hablaba tanto como en las mañanas. A veces solo se apoyaba un segundo. Respiraba. Se iba. Otras veces dejaba una bandeja con comida, siempre caliente, siempre igual. No podía soportar ver la charola intacta.
Entonces, comía. Pero nunca en frente de él. Nunca mientras esa silueta se asomaba bajo el marco de la puerta con los ojos llenos de miedo y deseo.
“Cobarde”, se decía Draco a sí mismo.
Pero no abría.
Del otro lado de la casa —más cerca del ala menos deteriorada— también venían de visita los Weasley. Bueno, la comadreja. Draco se enteraba de sus progresos en la búsqueda del nombre perfecto por medio de los comentarios que Harry soltaba con cansancio cuando creía que hablaba solo.
“Hoy Molly propuso llamarla Florencia. Draco, ¿puedes creerlo? Florencia Weasley. Suena a maceta marchita, los gemelos se burlaron del nombre por horas.”
Draco no se reía, pero por dentro se sentía extrañamente vivo.
Porque aunque no se lo hubiera dicho a nadie —ni lo haría jamás—, esa niña, la criatura que la comadreja llevaba en el vientre, era también parte de Blaise. Su Blaise. Su primer amigo.
¿Lo sabría Blaise? ¿Habría alguien que le hubiera dicho que un pedazo suyo con pecas tendría el nombre de una flor marchita?
Y sin embargo, por más que intentara fingir desinterés, la niña venía con una especie de carga simbólica que lo irritaba, lo dolía. Le recordaba la traición, el abandono, la imposibilidad de elegir a quién amar sin que el mundo se desplomara.
Cada día escuchaba nuevos nombres y Draco los iba rechazando en su mente como quien sortea maldiciones. “Amelia”. “Rosa”. “Lilibeth”. Horrendos todos. En una ocasión casi escupió el agua cuando oyó a Harry sugerir “Narcissa”.
Y luego estaba la reunión. La Orden del Fénix. Su tercer encuentro formal. Iba a salir de la habitación no porque quisiera, sino porque debía.
Pansy iba a presentarse por primera vez como miembro oficial y eso ya era motivo suficiente para que Draco se pusiera aún más tenso. Sabía cómo funcionaba todo: los susurros, los ojos que juzgan, las manos que no se tienden. Pansy iba a entrar en ese mundo como él lo había hecho, con la piel tirante de tantas dudas, con la boca llena de justificaciones que nadie escucharía.
Una noche antes, Draco no pudo dormir.
No porque estuviera ansioso —aunque lo estaba—, ni porque tuviera miedo —aunque lo tenía—. No durmió porque sabía que en unas horas se enfrentaría de nuevo a Harry. Y no como el muchacho que lloraba tras la puerta, sino como el líder de una causa que cada día devoraba más vidas.
“¿Cómo voy a mirarlo?”, pensó. “¿Cómo voy a fingir que puedo con todo esto?”
Y lo peor de todo es que no sabía si aún quería fingir.
Porque parte de él —la parte que no lograba enterrar del todo— quería correr hacia esos brazos, hundirse en ese olor a tierra, magia y hogar, y no salir jamás.
Pero la otra parte —la herida, la rabiosa, la que cargaba con nombres sin rostro y tumbas abiertas— lo quería todo menos amor.
Al atardecer, cuando la luz apenas rozaba las cortinas, Draco se sentó frente al espejo.
Se miró. El reflejo le devolvió la imagen de un muchacho que ya no era del todo joven, con los ojos marcados por sombras que no venían del insomnio sino de decisiones.
Respiró hondo. Se puso de pie. Se alisó la ropa. Y salió.
Era común que las reuniones de la Orden del Fénix fueran por la tarde, como si los peligros del mundo mágico pudieran discutirse mejor cuando el sol caía lento sobre Grimmauld Place. Siempre a la misma hora, siempre con la promesa implícita de que, cuando la guerra se tomara un respiro, Molly Weasley les ofrecería más que estrategias: les serviría pan caliente, estofado de ternera y la única sensación de hogar que aún sobrevivía a la devastación.
A Draco no le molestaba esa rutina disfrazada de orden ni esa calidez que le costaba admitir que añoraba. No lo decía en voz alta, por supuesto, ni siquiera cuando se refugiaba tras las puertas encantadas de la habitación que ahora usaba como trinchera personal. No lo decía porque dolía. Porque era fácil fingir que despreciaba el ruido de los Weasley cuando, en realidad, le recordaba a todo lo que nunca tuvo. Porque ver a Molly pasar la servilleta por la comisura de la boca de la comadreja o a su marido sacar una silla para Ginebra lo hacía sentir como un invitado en una vida que no era la suya.
Pero aún así, el estómago no entiende de orgullo.
Y el suyo gruñía cada vez que los aromas se colaban bajo la puerta.
Kreacher, por su parte, se esmeraba en servirle —una vez, incluso intentó prepararle una sopa “como lo hacía para la señora Walburga”—, pero Draco sabía que ese elfo estaba demasiado ocupado glorificando la memoria de los Black para cocinar decentemente. Y aunque le tenía cierto afecto a su modo retorcido, no se podía comparar con la sazón de Molly Weasley. Alimentar a ese batallón de hijos había hecho de ella una bruja poderosa no solo en magia, sino en cocina. Draco no era de dar elogios, mucho menos a una mujer que alguna vez lo había visto con más desconfianza que aprecio, pero lo justo era justo. Molly cocinaba como si la comida fuera un encantamiento de protección.
Y, tal vez, lo era.
Aunque jamás lo admitiría en voz alta, si no se había desmayado de inanición durante su autoimpuesto encierro era gracias a Harry, que cada cierto número de horas aparecía con una bandeja en equilibrio sobre la mano, con tartaletas, pastel de carne, bollos rellenos o lo que fuera que Molly hubiera preparado con cariño para los soldados rotos de esta guerra.
A veces Harry no decía nada.
Solo dejaba la comida, miraba la puerta unos segundos, y se iba.
Otras veces se quedaba en el umbral, como si quisiera entrar, como si no supiera si tenía permiso para hacerlo.
Y a Draco… a Draco le hervía la sangre de impotencia cuando eso ocurría.
No porque no quisiera que Harry entrara.
Sino porque no sabía si sería capaz de no correr hacia él si lo hacía.
Esa era su realidad. Un limbo entre la necesidad de abrazarlo y el deseo de gritarle. Entre la urgencia de que lo salvara del mundo y la rabia de que Harry se hubiera convertido en ese mundo.
Una rabia que no se calmaba con tarta de calabaza.
Cuando finalmente bajó aquel día —después de semanas evitando el contacto, después de días enteros envuelto en el olor a papel viejo y perfume agridulce que aún vivía en su bufanda—, el silencio que invadió el comedor fue tan denso que por un momento creyó que había entrado a un funeral.
El suyo propio, quizá.
Harry fue el primero en verlo.
Y si Draco no hubiera endurecido el corazón durante tantas noches consecutivas, habría caído de rodillas al ver la forma en la que los ojos del otro se iluminaron. Como si su mera aparición fuera suficiente para borrar los fantasmas que lo atormentaban.
Draco odió eso.
Odiaba que Harry aún lo mirara con esperanza.
Porque eso significaba que aún lo quería.
Y él no sabía qué hacer con ese querer.
No estaba listo para corresponderlo. No después de todo lo que había pasado. No después de escuchar nombres en los pasillos y leer obituarios que traían más culpa que tristeza. No después de que él mismo dudara tanto de su valor, de su utilidad, de su derecho a estar ahí.
Y sin embargo... ahí estaba.
Vestido con un conjunto negro prestado de su difunto primo, con el cuello ligeramente torcido —porque no tenía ánimos para arreglarlo— y las ojeras tan marcadas que parecían parte de un maleficio. Se sentó junto a Remus, fingiendo que no sentía las miradas, que no lo afectaban los murmullos sutiles.
Draco apenas y terminaba el pan que Charlie le había pasado con tanto cuidado —como si al ofrecerlo le estuviese dando un gesto de aceptación, o peor aún, de piedad— cuando la puerta volvió a abrirse y entraron Granger, seguida de cerca por Tonks. Draco no levantó la cabeza de inmediato. Fingió estar más ocupado con las migas del mantel, como si fueran runas por descifrar o una estrategia para ganar la guerra.
La voz de Granger retumbó con esa emoción tan suya, entre formalidad afectuosa y cariño tenso, ese tipo de tono que usaba con todo el mundo quizás no tanto con Draco. Él alzó la mirada apenas. No porque quisiera saludarla —ya no eran enemigos, pero tampoco lo suficientemente cercanos como para emocionarse con su presencia—. En su opinión, Harry y la comadreja hacían suficiente alboroto por los dos.
Ronald caminaba con el andar inconfundible de un pato ofendido, aunque Draco debía admitir que la escena le resultaba casi cómica. Era difícil no mirar el vientre abultado del pelirrojo, que parecía crecer más por día y que contrastaba radicalmente con el de Sirius, que con más semanas de gestación apenas mostraba una curva modesta en la cintura, como si el bebé Black decidiera tomarse su tiempo para aparecer. Los embarazos mágicos, pensó Draco, eran una categoría en sí mismos. Una cosa era verlos en libros antiguos de la biblioteca de los Malfoy; otra era ver a Ronald Weasley con cara de mal humor y aspecto de ciruela madura a punto de estallar.
Granger se las arregló como pudo para abrazar a Ron, haciendo una maniobra extraña entre el respaldo de la silla y el vientre del muchacho, lo que provocó en Draco una carcajada que casi soltó... hasta que la vio.
Pansy entró detrás de Hermione como una sombra en medio del humo. Llevaba un vestido azul oscuro que le quedaba entallada a la perfección, el cabello recogido en una trenza alta y elegante, y esa expresión firme, orgullosa, que a Draco siempre le había parecido un faro en medio del naufragio.
El ambiente cambió en un segundo. Los Weasley se congelaron como si alguien hubiera lanzado un “Petrificus Totalus” silencioso sobre ellos. Solo Remus la saludó, con una inclinación suave de cabeza, el gesto discreto pero cálido de quien aún recordaba que, ante todo, había sido su alumna. Sirius, por su parte, agitó la mano distraídamente desde la cabecera de la mesa sin dejar de quitar las nueces que había sacado de su panecillo; Draco ya sabía que el bebé Black parecía tener una extraña obsesión con los frutos secos, y Sirius —con su obstinación tan encantadora como irritante— no estaba dispuesto a contradecir los caprichos de su hijo no nacido.
Pero Draco no escuchó nada de eso. Porque en el instante en que vio a Pansy cruzar el umbral, con la misma naturalidad con la que cruzaba los salones de Slytherin, algo dentro de él colapsó.
Fue un sonido ahogado, roto, como el crujir de una rama seca bajo una tormenta. Nadie supo si lo escucharon realmente o si lo imaginaron, pero para Draco fue tan real como su propio latido.
Se levantó con torpeza, tumbando la silla tras de sí. No pensó, no midió la escena, no evaluó lo que iban a decir o cuántas miradas sentiría sobre la nuca. Solo supo que no podía quedarse ahí sentado ni un segundo más.
Corrió hacia ella. Literalmente. Cruzó el comedor en tres zancadas desordenadas, como un niño que ve a su madre después de una larga ausencia, y la abrazó con una desesperación que ya no sabía disimular.
El perfume de Pansy lo envolvió de inmediato. Un aroma dulce, con un fondo fresco, como jazmines entre lluvia y humo. Un olor que conocía desde toda su vida, desde el primer encuentro que tuvieron de niños, desde antes incluso de saber que los lazos del alma no siempre se forman por elección.
Draco se aferró a ella como si pudiera desaparecer, como si soltarla significara volver a hundirse. Y lo peor de todo, o quizás lo más humano, es que no le importó quién estaba mirando.
“Estás llamando la atención”, murmuró Pansy en su oído, con una sonrisa apenas disimulada. “Y Potter va a ponerse celoso si no me sueltas.”
Draco apretó más fuerte.
“Que se joda Potter”, respondió en voz tan baja que solo ella lo oyó.
No le importaba si los Weasley lo veían como el dramático, el emocional, el chico roto de turno. Que hablaran, que cuchichearan entre bocados de estofado de Molly. Que se atragantaran con su propio juicio si querían. Esa era Pansy. Su Pansy.
La misma que había estado con él en las buenas y en la miseria. La que le había sostenido el cabello cuando vomitaba en las madrugadas de ansiedad, la que le había enseñado a poner firme el mentón cuando los profesores de sangre pura evaluaban si era “un verdadero Malfoy”. La que se había unido a la Orden del Fénix no por ideología, sino por lealtad.
Ella no necesitaba estar ahí. No era su guerra. Nadie le exigía que lo acompañara a esas reuniones donde los Gryffindor brillaban por exceso de moral y falta de estrategia. Pansy se metió en la guerra porque no iba a dejarlo solo.
Y ahora estaba aquí.
Y él no iba a soltarla.
No hubo palabras entre ellos por un rato. Pero no las necesitaban.
Porque el silencio decía mucho más:
Lo siento por no escribirte.
Lo siento por no contestar tu sufrimiento.
Lo siento por no haber estado en la lucha cuando dijiste que irías al infierno por Potter.
Te extrañé.
Te necesito.
El que Draco no le preguntara por qué se había demorado tanto en volver era su forma de decirle que no le importaba si se había pasado dos semanas escondida con Granger.
Y el que Pansy no dijera nada tampoco, era su forma de admitir que, si bien ahora estaba enredada con la Gryffindor más brillante de su generación, el corazón aún latía fuerte por este idiota que luchaba por no llorar contra su hombro.
Cuando al fin se separaron, Draco tenía los ojos húmedos pero no lloraba.
Y Pansy tenía esa expresión de quien ya está planeando su próxima venganza. Porque si Draco estaba así, era porque Potter había metido la pata hasta el fondo.
Y por más que le gustara Hermione Granger —por más que sintiera un cosquilleo en el pecho cuando la veía defender sus ideas con las manos alzadas y el ceño fruncido—, Pansy Parkinson tenía claro una cosa:
Nadie tocaba a Draco Malfoy. Nadie lo hería. Y mucho menos Harry Potter. No sin consecuencias.
Las personas siempre decían que era Draco quien protegía a Pansy.
Lo decían con esa seguridad prepotente de quien ha observado media escena y cree haber entendido toda la obra. Lo repetían con sorna, incluso, como si fuese ridículo pensar que alguien como Draco necesitara ser defendido por nadie. El heredero Malfoy. El chico de las túnicas de terciopelo, del sarcasmo afilado y la mandíbula siempre tensa. Pero lo que no sabían —lo que nunca entenderían— era que, desde el primer día, desde aquel encuentro en los jardines podados con perfección casi obsesiva de la Mansión Malfoy, cuando la familia Parkinson llegó con su hija de mirada aguda y trenzas perfectamente delineadas, fue Pansy quien alzó la barbilla, quien desvió los ojos de encima de Draco con una sola mirada, quien se paró frente a él como un escudo envuelto en encaje negro y perfume a lirios.
Draco tenía apenas cinco años. Y ella seis.
Ese día no se forjó un compromiso matrimonial como esperaban sus padres, sino algo mucho más sólido y —en tiempos como los actuales— infinitamente más valioso: una lealtad incondicional, casi sagrada.
Draco la amaba. No como se ama a un amante, sino como se ama a una casa que ha resistido todas las tormentas. Y ella lo amaba de vuelta.
Si existían dos personas en el mundo que podían decir que conocían a Draco Malfoy hasta el hueso, esas eran Narcissa Black de Malfoy… y Pansy Parkinson.
Aunque ahora solo una de ellas estaba presente. Y por eso, cuando Draco se separó de Pansy en ese comedor que olía a pan tibio, a canela y a tensión mal disimulada, no necesitó palabras. No cuando los ojos de ella lo escudriñaban como quien revisa un mapa dañado. Ya sabía. Ya entendía.
Y no iba a permitir que nadie —ni Potter, ni sus malditas inseguridades, ni sus silencios sospechosos— lastimaran más a su Draco.
Por eso lo acompañó cuando él, todavía un poco tembloroso, lo bastante digno como para no derrumbarse pero lo bastante herido como para no fingir del todo, la condujo hasta el asiento que Charlie —bendito seas, Charlie Weasley— había movido con una naturalidad conmovedora. Como si invitar a una Slytherin a su mesa en medio de una guerra no fuera gran cosa. Como si el apellido Parkinson no fuera el mismo que aparecía en los informes de vigilancia del Ministerio. Como si todos, por un momento, pudieran olvidar que el mundo afuera estaba ardiendo.
Remus asintió en su dirección, discreto, delicado como siempre. Le colocó un plato frente a ella, con un gesto tan simple que Pansy sintió otra vez una punzada de respeto por el hombre que les había enseñado y que voluntariamente se había unido a un Black. La señora Weasley se apresuró a servirle sin hacer comentarios, aunque su expresión era una mezcla ambigua entre amabilidad y duda.
Y enfrente, Granger le dedicó una sonrisa tensa mientras hacía malabares con dos gemelos pelirrojos que se quejaban por tener que cambiar de lugar.
“Gracias”, dijo Pansy sin sonreír. No porque no fuera amable, sino porque estaba evaluando. Midió a Granger con la mirada. Midió su cercanía con Potter. Midió cuánto tiempo tardó Potter en sentarse junto a ella y sobre todo midió cómo sus ojos, aunque fingían mirar a la Pansy, volvían una y otra vez a la comadreja.
Y Pansy lo notó todo.
Ron, por su parte, se acomodó con evidente esfuerzo en la esquina más cercana a sus padres, quienes no dejaban de mimarlo con servilletas, cucharones rebosantes de estofado y preguntas sobre antojos. Draco lo observó, sin ocultar una sonrisa seca que nunca llegó a sus ojos.
“Parece una calabaza que se tragó otra calabaza”, murmuró con tono neutro.
Charlie ahogó una carcajada. Granger lo fulminó con una ceja alzada.
“No seas cruel”, le dijo Pansy, aunque ella misma estaba haciendo un esfuerzo por no comentar sobre la extraña forma que había adoptado la panza de Weasley. “No le envidio nada a la criatura que está por salir de ahí.”
Draco no respondió. Se limitó a partir otro pan con parsimonia, como si cada movimiento fuera un pequeño ancla en una tormenta que no terminaba, le entrego a Remus el trozo con más nueces y este se lo dio a Black.
“¿Cómo están las heridas?”, preguntó Charlie con naturalidad, como quien habla del clima.
Draco alzó la vista, sorprendido de que lo recordara.
“Mejor… Aunque me sigue doliendo el hombro en las noches.”
“¿Te sigue costando levantar la varita con la derecha?”, intervino Pansy, sin siquiera mirarlo, ya sabiendo la respuesta.
Draco asintió con un movimiento casi imperceptible.
“Puedo ayudarte con eso después de la reunión”, ofreció Charlie. “Un par de encantamientos de relajación y un masaje con esencia de salvia. Funcionó con uno de mis dragones cuando—”
“¿Vas a comparar a Draco con un dragón herido?”, interrumpió Pansy, seca.
Charlie se encogió de hombros. “Los dragones son criaturas magníficas. Altamente temperamentales. Bastante leales… cuando no los traicionas.”
Draco dejó caer el cuchillo con un leve clank. Su mirada voló, sin querer, hacia Harry.
Harry sintió el golpe en el estómago.
Hermione —bendita sea su conciencia o maldita su necesidad de equilibrar todas las cosas— intervino con voz suave.
“Harry no quiso—”
“No hablemos de lo que Harry quiso o no”, dijo Draco sin alzar la voz. “Yo tampoco quise muchas cosas. Y aquí estoy. Partiendo panes para Black y fingiendo que no tengo los nervios hechos un nudo.”
Harry tragó saliva. Lo miró como si quisiera decir algo. Como si necesitara explicar. Pero Draco no lo dejó.
“Ni lo intentes, Potter.”
Y todos supieron que era una advertencia que Harry supo entender. El silencio que se instaló fue denso, denso como una poción mal preparada. Como esa sensación previa a una tormenta cuando el aire se espesa y los animales huyen. Nadie se movió. Nadie habló.
Hasta que Pansy lo hizo.
“Si tienes algo que decirle, Potter, espera a que yo no esté. Porque si le sube un solo grado más la presión por tu culpa, juro que te lanzo una imperdonable sin pestañear.”
La amenaza fue tan elegante, tan fría y tan cortés, que Molly Weasley parpadeó varias veces antes de decidir si había escuchado bien. Harry no respondió. Se limitó a mirar a Draco. Y Draco, por primera vez desde que entró a ese comedor, respiró sin que le doliera.
No sabía qué eran él y Harry ahora. Una pausa. Un borrador. Un error. Un amor mal escrito con pluma temblorosa. Lo único que sabía era que seguía doliendo. Que verlo ahí, tan cerca suyo, con Ginny sonriéndole desde lejos como si no hubiera nada roto, lo enfermaba.
Pero en ese momento, con la mano de Pansy sobre su muslo, apretando con firmeza, Draco supo que, pasara lo que pasara, no estaba solo.
Y eso… era suficiente por ahora.
La cena fue… tranquila. Si es que se le podía llamar así a un momento en el que el aire parecía hecho de cristales suspendidos a punto de caer. Si es que la normalidad era que Sirius apilara, con infantil rebeldía, todos los restos de pan en el plato de Remus mientras murmuraba algo sobre como el pan le sabia raro. Remus, el pacificador perpetuo, se limitaba a sonreír tenso y a comerlo sin protestar. No porque tuviera hambre. No porque le gustara el pan. Sino porque desde que sentía las falsas contracciones Sirius estaba irónicamente con un humor de perros. Y Remus no quería alterarlo más de lo que la ya estaba.
Draco observaba todo eso en silencio, como quien mira desde el otro lado del vidrio un hogar al que no pertenece, pero que por alguna razón aún no lo expulsa. Tenía la espalda recta, los dedos cuidadosamente dispuestos alrededor del tenedor —nunca tan tensos como para parecer ridículos, pero lo bastante firmes para parecer en control— y la mandíbula apenas apretada. Solo Pansy notaba el leve tic en su sien, el que le aparecía cuando intentaba no explotar.
Y había tanto por lo que explotar.
Ginebra Weasley se reía. Reía. De algo que Tonks acababa de decir. Draco no sabía si era los dos embarazos, el perfume barato o la necesidad urgente de atención, pero las dos parecían competir por cuál podía coquetear mejor con parejas ajenas.
No era que Draco fuera celoso. No. Era simplemente que las cosas debían tener su lugar. Y su lugar no era ese. Su lugar era en Hogwarts, en las camas de ambos, donde los besos eran secretos y los toques eran guerras ganadas con astucia. Harry no era de las sonrisas públicas. Draco no era de las declaraciones. Y aun así, todo el mundo parecía haberse olvidado de eso. O peor: fingía que nunca había pasado.
Y claro, Harry... no ayudaba.
No apartaba la mirada de él, eso sí. No en ningún momento. Ni siquiera cuando Ginebra le tocó el brazo al pasarle la jarra de zumo. Ni cuando Tonks le preguntó a Remus —con un tono insoportablemente amistoso— si seguía durmiendo mal. No. Harry lo miraba como si en cualquier momento Draco pudiera desintegrarse. Como si tuviera miedo de perderlo otra vez. Como si recordara. Como si doliera.
En cambio, Remus no sabía ni a donde mirar, no es como si a Sirius le diera mucha importancia a nada más que a organizar su plato de comida.
Draco no bajó la mirada ni una sola vez. Por él. Por sí mismo. Porque si lo hacía, sería como firmar que había perdido.
Claro que eso no le impidió disfrutar del ligero tono rosado que tomó la piel de Harry cuando Charlie —con ese tono bajo, grave, como madera ardiendo lentamente— le sirvió otro poco de estofado solo a Draco. Lo había hecho con naturalidad. Con una sonrisa que mostraba respeto y una pizca de descaro. Como si supiera que la mesa era un campo de batalla, y que él, sin necesidad de varita, acababa de lanzar una bomba.
Draco no correspondió el coqueteo. No realmente.
Pero tampoco lo detuvo.
Una ceja ligeramente alzada. Una sonrisa apenas perceptible. Y luego el movimiento sutil con el que acomodó el mechón rubio detrás de la oreja, el mismo mechón que Harry solía besar antes de quedarse dormido sobre su pecho. Esa era toda su respuesta.
Y fue suficiente.
Harry apretó el vaso con tanta fuerza que Draco pensó que lo rompería.
“¿Quieres más sopa, Draco?”, preguntó Molly Weasley, con esa amabilidad genuina que a veces resultaba más asfixiante que reconfortante.
“No, gracias, señora Weasley”, respondió con tono cortés, midiendo cada palabra, cada sílaba. “Está deliciosa. Pero ya estoy satisfecho.”
No como algunos, pensó, mirando de reojo a la comadreja, que había solicitado un tercer trozo de pastel antes del estofado. “Por la niña”, dijo, como si estuviera alimentando a un dragón en pleno crecimiento. Para Draco, ese embarazo tenía más de gula que de magia. Pero mantuvo el comentario para sí.
A su lado, Pansy comía como una reina. No como Narcissa —etérea, elegante, frágil como una copa de cristal tallado— sino como Pansy Parkinson: poderosa, directa, sin disculpas. Su risa encantaba, pero también advertía. Su presencia llenaba los espacios como la música tensa de un violín antes del clímax.
Y cuando Sirius se levantó de pronto, con un “ya no soporto más esta ridícula espera”, todos supieron que la reunión de la Orden estaba a punto de comenzar.
Como si hubieran ensayado, los adultos comenzaron a levantarse con sincronía. Algunos con nerviosismo apenas disimulado; otros, con la firmeza de quien ya ha enfrentado demasiadas noches así. Shacklebolt apareció en el umbral con su túnica de batalla, seguido de cerca por Moody, cuya sola presencia hizo que Draco se tensara de inmediato.
Ese ojo mágico... esa maldita desconfianza perpetua...
“Vamos, fuera todos los mocosos”, gruñó Moody, sin molestarse en disimular la orden.
Hubo protestas, por supuesto. Una en especial.
“¡¿Por qué Parkinson se queda?!”, exclamó Harry, de pie, con la mandíbula apretada. “¡Si tiene la misma edad que yo!”
“Parkinson está aquí por invitación directa”, gruñó Moody, girando su rostro desfigurado hacia él. “Y porque ha demostrado saber cerrar la boca. A diferencia de algunos.”
“¡Eso no es justo!”
“Harry”, intervino Remus, con la voz suave y conciliadora que usaba cuando intentaba evitar que todo explotara. “Ya hablamos de esto. Lo discutimos antes. Esta vez—”
“¡No quiero discutirlo más!”, interrumpió Harry, rojo hasta las orejas. “¡No es justo!”
“¿Y desde cuándo la guerra lo es?”, murmuró Draco, apenas audible, pero lo bastante fuerte para que lo escuchara.
Harry giró el rostro hacia él, como si las palabras hubieran sido un latigazo.
“¿Tú sabías que la iban a dejar quedarse?”
Draco alzó una ceja.
“¿Y qué si lo sabía?”, respondió con calma helada. “¿Te molesta? ¿O te molesta que no me hayan vetado como a ti?”
“¡Me molesta que sigas enojado porque yo quiero protegerte, pero no dices nada cuando es Charlie el que te sigue protegiendo como si fueras de cristal!”
La tensión se sintió como un chasquido seco.
“Yo no pedí que me protegieran. Yo no me escondo tras una capa de invisibilidad. Yo no les mentí a todos fingiendo que estaba bien mientras jugaba a ser el novio perfecto con el chico mortífago.”
Pansy se levantó en ese momento. No bruscamente. No de forma violenta. Simplemente lo hizo. Con la gracia letal de una serpiente.
“Potter”, dijo, con una voz tan suave que hizo temblar las velas. “Si quieres quedarte, será sin armar otro espectáculo de celos infantiles. Porque, si no te diste cuenta, Draco ya está harto.”
El silencio que siguió fue demoledor. Harry no dijo nada más. Draco no lo miró.
Y cuando los más jóvenes salieron de la sala —Ron refunfuñando, Hermione con el ceño fruncido y Ginny mirando de reojo como si aún no comprendiera por qué no la miraban a ella—, Draco se sentó al fin con soltura.
Pansy le puso una mano en el hombro. No dijo nada. No hacía falta.
La sala estaba cargada de un silencio denso, como el aire previo a una tormenta. Las lámparas colgantes titilaban con una magia temblorosa, reflejando destellos sobre las cucharas abandonadas, los platos a medio terminar, y el mantel ligeramente arrugado por el nerviosismo palpable. Cuando el último de los menores de edad cruzó la puerta, Molly Weasley fue la encargada de cerrarla con una suavidad casi reverente, como si al hacerlo marcara el inicio de un ritual antiguo y solemne.
Remus se puso de pie. No alzó la voz ni agitó los brazos. Simplemente lo hizo con ese porte sereno que tanto lo caracterizaba, como si no necesitara imponer respeto, porque ya vivía en su presencia.
“Antes de empezar”, dijo, con el tono paciente de quien sabe que lo que dirá generará incomodidad, “quiero presentarles oficialmente a Pansy Parkinson.”
Los ojos giraron hacia ella. Algunos con sorpresa, otros con clara desconfianza. Pansy, sin embargo, no se inmutó, sostenía la mirada con esa mezcla de desafío y educación que solo los hijos de familias puras saben ejecutar con maestría. Se limitó a asentir levemente, como si no necesitara más que eso para reclamar su lugar.
“Pansy ha sido aceptada en la Orden con la aprobación previa de Dumbledore”, continuó Remus, su voz firme, pero no agresiva. “Al igual que Draco, como es bien sabido.”
Un breve murmullo se deslizó por la habitación como una corriente de aire helado, pero nadie levantó la voz. Nadie protestó. El nombre de Dumbledore seguía siendo una herida abierta, aún fresca, aún sangrante. Cuestionar sus decisiones, incluso después de su muerte, era algo que nadie se atrevía a hacer en voz alta.
Moody, de pie junto a la chimenea, asintió sin entusiasmo. Su ojo mágico giraba sin pausa, inspeccionando cada rincón, como si aún temiera que un traidor se ocultara bajo la mesa.
“Bien. Ahora que todos estamos aquí, vamos al grano.”
En ese momento, la puerta volvió a abrirse y entraron la profesora McGonagall, con su túnica verde oscuro impecable, y el profesor Flitwick, que apenas llegaba al respaldo de las sillas. Ambos llevaban consigo una pesadez en los ojos, la marca de quienes han pasado demasiadas noches sin dormir.
“Lamento el retraso”, dijo McGonagall, su voz como una campana de plata.
“Mejor tarde que nunca”, gruñó Moody. “No habrá demasiado tiempo que perder más adelante.”
Todos tomaron asiento. Algunos —como Arthur y Bill— en silencio reflexivo. Otros —como Tonks y Shacklebolt— se mantenían de pie, cruzados de brazos, con una tensión alerta en los músculos.
Moody golpeó la mesa con el puño.
“Las cosas no pintan bien. Ya lo saben. No tenemos ojos dentro del bando enemigo desde que Snape—” la palabra salió como un veneno en su boca, “—nos dio la espalda.”
La habitación se estremeció. Nadie mencionaba a Snape a la ligera, no después de lo que había hecho. No después de que su traición costara la vida del único hombre que parecía tener siempre una respuesta para todo.
“Estamos ciegos”, continuó Shacklebolt con gravedad. “Sin espías, sin canales directos, sin saber qué planea el Jefe Mortífago más allá de los ataques abiertos. Lo único que sabemos es que han empezado a secuestrar civiles, y que los cuerpos no siempre aparecen.”
“¿Y cuando aparecen?”, preguntó Charlie, con voz grave.
Tonks frunció el ceño. “Torturados. Rotos con rastros de magia oscura, muy antigua. No sabemos con qué fin.”
“¿Diversión?”, murmuró Bill con desdén. “¿O un mensaje?”
“No lo sabemos”, dijo Flitwick. “Y eso es lo más preocupante.”
“Necesitamos más ojos, más manos”, intervino Remus, la voz aún serena, pero cargada de decisión. “La Orden se está quedando sin efectivos, y no podemos confiar en que el Ministerio actúe por nosotros. Menos ahora.”
“Misiones de sabotaje”, añadió Charlie, volviendo la vista hacia Moody. “Algunos de nosotros podemos volver al norte. Las montañas están infestadas de grupos pequeños. Si atacamos desde ahí...”
“Podemos impedir más ataques antes de que comiencen”, completó Tonks. “Pero necesitaremos refuerzos. No podemos seguir dividiéndonos en grupos de dos. No con las bajas que hemos tenido.”
Fue entonces cuando Draco se inclinó ligeramente hacia adelante. Su voz, al principio, fue baja, pero clara. “Yo iré.”
El silencio fue inmediato. Todos los rostros se giraron hacia él. Algunos sorprendidos, otros incrédulos. Y uno, en particular, se llenó de rabia.
“No”, dijo Harry, en un tono cortante, tajante. “Ni hablar. ¡Estás loco si crees que te dejaré hacer eso!”
Draco se giró hacia él con una lentitud premeditada. Su mirada no tenía el calor de otras veces, sino la firmeza helada de alguien que está más allá del punto de discusión.
“No eres mi dueño.”
Harry no retrocedió. “No, pero soy tu novio.”
Hubo un murmullo ahogado entre los presentes. Tonks alzó las cejas, Arthur se removió incómodo en su silla y Charlie entrecerró los ojos. Draco, por su parte, se limitó a parpadear, como si la palabra lo hubiera empapado en un balde de agua fría.
“¿De verdad?”, dijo con una risa amarga. “¿Eres mi novio ahora? ¿Y qué pasará mañana? ¿O más tarde, cuando tenga que pelear? ¿Cuando tenga que enfrentarme a alguien que quiere matarme? ¿Qué dirás, Harry? ¿Que si alguien sale lastimado es mi culpa? ¿Que si alguien muere es por mí?”
El silencio se volvió insostenible.
“Draco, eso ya lo hablamos”, insistió Harry, avanzando un paso, los ojos brillosos. “Quedamos que no ibas a—”
“No, no lo hablamos. Porque me niego a estar bajo tu estúpida protección”, escupió Draco, sin alzar la voz, pero con una intensidad que helaba. “Me uní a este maldito grupo por ti. Porque pensé que si arriesgaba mi vida podrías, al menos una vez, dejar de mirarme como si estuviera a punto de traicionarte.”
El golpe de las palabras fue tan brutal que Remus instintivamente extendió un brazo y empujó suavemente a Sirius hacia atrás, como si temiera que la tensión se transformara en algo peor.
Harry abrió la boca, pero Draco lo interrumpió. “La guerra aún no ha terminado, Potter. Necesitan más soldados. Bien. Aquí estoy. Parkinson y yo estamos listos para matar y morir si es necesario.”
El nombre de Pansy, dicho con tanta seguridad, hizo que algunos se removieran incómodos. Pero Pansy no pestañeó. Se limitó a cruzar las piernas y mirar a Moody como si ya supiera cuál sería la respuesta.
Moody, por su parte, los observó con una intensidad peligrosa. Su ojo normal se clavó en Draco. El mágico giraba como loco.
Pasaron segundos. Eternos.
Finalmente, con un gruñido gutural, asintió. “Malfoy. Parkinson. Primera línea. Empiezan esta semana.”
El corazón de Harry pareció detenerse. Literalmente. Sus ojos se agrandaron con una mezcla de miedo, ira y desesperación.
“¡No puedes estar hablando en serio!”, dijo, dando un paso hacia Moody.
“Puedo y lo hago, Potter”, respondió el auror, sin inmutarse. “Y si quieres seguir siendo útil, te sugiero que controles tu rabia. No eres el único con algo que perder.”
Draco no lo miró. No necesitaba hacerlo. La tensión en su mandíbula, el temblor leve en sus dedos, lo decían todo. Pero su postura era firme. Orgullosa. Inamovible.
Harry se quedó inmóvil, con la respiración entrecortada. Y cuando finalmente bajó la mirada, fue como si el suelo se le hubiera abierto bajo los pies.
Chapter 47: Un poco de tu amor para poder vivir
Notes:
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Chapter Text
La sala de reuniones quedó impregnada de un olor a madera húmeda y miedo. Harry apenas lo percibió. Las voces que seguían hablando alrededor de la larga mesa —McGonagall, Kingsley, incluso la voz quebrada de Bill cuando mencionó a los aliados de Egipto— eran un eco sordo, como si los sonidos viajaran por una campana de cristal rota. El aire parecía haberse hecho más denso tras la última intervención de Moody. Draco, en primera línea. Pansy también. Un acuerdo cerrado sin apelación.
Harry no podía dejar de mirar las manos de Draco, esas mismas manos que conocía de memoria. Elegantes, firmes, controladas. Las tenía ahora entrelazadas sobre sus rodillas, inmóviles, pero no del todo relajadas. Los nudillos blancos como si contuvieran algo mucho más grande que la tensión.
“Nadie pondrá en peligro a Draco o a Parkinson”, le había susurrado Fleur apenas unos minutos antes, con esa voz suave que intentaba consolar sin prometer. Harry quiso creerle. Por un segundo, lo hizo. Quiso anclarse a la idea de que ni siquiera Moody sería tan temerario como para poner en juego a alguien como Draco, con la historia que cargaba, con los vínculos que aún lo sostenían del otro lado del abismo. Pero era una mentira amable.
Harry conocía a su novio.
Sabía lo brillante que era con la magia, cómo retenía hechizos tras una sola lectura, cómo los modulaba con una intuición que hasta Ron respetaba a regañadientes. Sabía que cuando Draco se proponía algo, lo lograba. Lo superaba. Se volvía imprescindible. Y si eso pasaba… si Draco demostraba ser valioso en combate… entonces no habría vuelta atrás. Lo enviarían a misiones peligrosas. A lugares donde la luz no llegaba. A zonas de guerra donde ni la magia más poderosa podía garantizarte el regreso.
Y Harry se quedaría… esperando.
No supo cuándo empezaron a hablar sobre Francia. Fleur, con voz tensa, había sugerido buscar apoyo en sus raíces, hablar con viejas familias mágicas que aún conservaban influencia. Al parecer, la propuesta fue rechazada con un asentimiento severo de McGonagall. Charlie, que había regresado con nuevas marcas de quemaduras en los brazos, mencionó Rumania. Pero Harry ya no escuchaba.
No fue sino porque seguía mirando fijamente el perfil de Draco —tan sereno, tan herméticamente controlado— que se dio cuenta de que la reunión había acabado.
Sirius fue el primero en moverse. Se puso de pie con un movimiento seco y tomó a Draco de la muñeca sin decir palabra, como si arrastrarlo fuera un asunto urgente que no podía postergarse. Harry se levantó automáticamente. Los siguió sin pensarlo, sin pedir permiso, sin siquiera recoger su varita del suelo alfombrado.
A unos pasos detrás, Remus también los seguía, en silencio, como una sombra vieja y cansada. Parkinson caminaba con ellos, aunque en la mitad de la escalera se desvió sin decir nada. Se internó por un pasillo y, poco después, la voz de Hermione retumbó débilmente en la distancia, como si intentara detener a Harry. No lo logró. Pansy se encargaría de ella.
Sirius abrió la puerta del cuarto de Draco de golpe. Entró primero, aún sujetándolo, y soltó su brazo como si quemara. Harry entró inmediatamente después y Remus apenas alcanzó a cruzar el umbral antes de que Sirius alzara la varita y comenzara a trazar encantamientos de protección. Sellos. Barreras de privacidad. Contra espías, contra oídos no deseados, contra magia no autorizada.
Las paredes temblaron levemente. Luego, silencio.
Harry no recordaba haber visto antes a Sirius así. Ni siquiera durante los peores momentos en Grimmauld Place, ni cuando hablaba del pasado con ese tono áspero y distante. Nunca había tenido esa expresión. Una mezcla letal de ira, decepción y algo más profundo: miedo. Miedo que no se escondía detrás de los dientes apretados ni de los gestos bruscos.
“¿Qué carajos fue eso, Draco?” La voz de Sirius fue dura. “¿Te volviste loco? ¿Ofrecerte así, como si esto fuera una de esas mierdas heroicas de las novelas que lees cuando crees que nadie te ve?”
Draco no respondió. Se mantuvo de pie, erguido, como si las palabras no lo rozaran. Pero Harry lo conocía demasiado. El leve temblor en su ceja izquierda. La forma en que giraba el anillo en su dedo, como si se aferrara a él para no romperse.
“¿Qué crees que estás haciendo, ah? ¿Acaso se te olvida por qué estás aquí?” Sirius avanzó un paso. “¿Por qué demonios te crees que tus padres están… haciendo lo que hacen?”
La voz se le quebró apenas, pero continuó. “¿Tienes idea de lo que están soportando Lucius y Narcissa solo para que tú estés aquí, respirando este aire, libre? ¿Y tú vas y lo primero que haces es buscar una guerra que no te corresponde?”
Entonces Draco habló. Su voz fue baja, pero clara, como el filo de un cuchillo. “Sí me corresponde.”
Sirius chasqueó la lengua. “¿Ah, sí? ¿Y qué le voy a decir yo a tu madre si mueres? ¿Eh?” Le apuntó con el dedo, como si eso pudiera detenerlo. “¿Qué le diré a Narcissa cuando venga a pedirme explicaciones, cuando me pregunte cómo dejé que su hijo se tirara a la boca del lobo? ¿Qué carajos le digo, Draco?”
Draco bajó la vista. Se mordió el labio con fuerza, como si contuviera algo que no debía decir. Sus hombros se tensaron. Un músculo en su cuello palpitó como una herida viva. Sirius no se detuvo.
“¿De qué sirve entonces todo lo que hicieron por ti?” Su voz se quebró otra vez, pero no le importó. “¿De qué vale el esfuerzo, las torturas, los castigos, las humillaciones? ¿De qué sirvió todo si vas a desperdiciarlo así? ¡Si vas a tirar tu vida como si no valiera nada!”
Draco apretó los ojos. Un brillo traicionero apareció en sus pestañas. Dio un paso hacia atrás y, al hablar, su voz fue un susurro cargado de una desesperación feroz.
“Porque necesito sentirme útil.”
Sirius lo miró sin comprender, con el gesto helado.
“Porque si muero,” continuó Draco, tragando con dificultad, “al menos ellos no tendrán que seguir sufriendo por mí.”
Y entonces… el silencio cayó. Pesado. Atroz.
Como una confesión dicha en voz alta por primera vez, como una verdad que nadie quería enfrentar. Ni siquiera Draco. Apretó los labios, se giró ligeramente como si quisiera desaparecer dentro de sí mismo, pero no lo hizo. Se quedó ahí. Expuesto. Vulnerable.
Sirius estaba a punto de decir algo más. Ya tenía los labios separados, la rabia hervida en la garganta… pero fue Harry quien habló.
Su voz fue baja. Contenida. Un hilo de aire que temblaba como una cuerda tensa a punto de romperse. “¿Y si… tu muerte no cambia nada?”
Draco giró hacia él como si lo hubieran llamado desde el fondo del océano. Lo miró con una mezcla de tristeza, amor y algo más oscuro. Dolor. Ese dolor que Harry conocía desde niño. El dolor de saberse prescindible. El dolor de pensar que el mundo sería un lugar más fácil si tú no estabas.
“Entonces,” murmuró Draco, la voz rasgada, “al menos habrá un mortífago menos.”
Y en ese momento, Harry sintió que el corazón se le partía en dos.
Remus levantó la mano con suavidad. Fue un gesto leve, pero claro. Una súplica muda. Sirius lo entendió. Caminó hacia él, pasando junto a Draco, y justo cuando lo rebasó, se detuvo apenas un segundo.
“No todos los que pelean, lo hacen con una varita en la mano.”
La frase cayó como un conjuro antiguo, casi sagrado. Luego, Sirius salió. Remus lo siguió sin decir palabra, cerrando la puerta tras ellos con un clic suave.
Y Harry… Harry se quedó allí.
En la habitación tenue, frente a Draco.
Ambos en silencio.
Ambos rotos.
Ambos deseando, quizá, que todo esto hubiera sido distinto.
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Draco sabía que había sido estúpido. Absurdo, impulsivo, y completamente estúpido. Ofrecerse a pelear, así como así. ¿Quién demonios se creía que era? ¿Un Gryffindor desesperado por probar algo? ¿Un héroe de novelas baratas? Por Salazar, ni siquiera había tenido entrenamiento real. No como su prima Tonks, esa bruja medio torpe pero letal con la varita. Draco era muchas cosas, pero no un maldito soldado.
Y, sin embargo, ahí estaba.
Tendido boca abajo sobre la cama que no era suya, con el rostro aplastado contra una almohada de lino que olía a lavanda y magia antigua. El colchón crujía bajo su peso cada vez que respiraba hondo, como si incluso el aire le reprochara su existencia.
La habitación estaba casi en penumbra, solo un rayo de luna se colaba por entre las cortinas cerradas, proyectando sombras alargadas que se arrastraban por el suelo como dedos inquietos.
La puerta se había cerrado hacía rato. Primero Black y Lupin, con sus rostros cargados de reproche. Luego Harry, con ese silencio que dolía más que cualquier palabra, más que cualquier grito.
Ese último había sido como un portazo invisible. No en la puerta, sino en el pecho.
Harry se había ido molesto, claro. Porque el mundo debía girar siempre a su favor, como si él tuviera el derecho a estar enojado. Como si Draco no tuviera razones para estarlo también. Como si no lo hubiese traicionado, ocultándole secretos que podrían haberle costado la vida.
Así que si volvían a ese mutismo irritante, a las miradas frías y distantes, pues que así fuera. Draco no iba a retractarse. O al menos no tan pronto.
Se acomodó en la cama con un gruñido, enterrándose más en las sábanas hasta que sintió que la culpa le quemaba la nuca. Quería gritar, pero no había nadie a quien gritarle que no le supiera a derrota.
Fue en ese instante —hundido en su propia miseria, con la cabeza aún atrapada en el pantano de su propio dolor— que sintió cómo el colchón se hundía a su lado. No se asustó. Había algo familiar en la forma en que esa presencia se acomodaba, como si el mundo le diera permiso de respirar por un segundo.
Se quitó la almohada de la cara con un movimiento torpe y parpadeó al verla.
Pansy lo miraba con una ceja arqueada, medio divertida, medio preocupada. Como si fuera un gato que acababa de caerse de una mesa y fingía que todo estaba bajo control.
“Potter está haciendo un berrinche abajo,” le dijo con un tono ligero, casi despreocupado, aunque sus ojos estudiaban cada centímetro del rostro de Draco como si buscaran grietas.
Draco soltó un largo gemido y volvió a sepultarse en la almohada, como si así pudiera esconderse de la vida misma.
Pansy le soltó un pequeño golpe en el vientre, lo bastante firme para molestar, pero no para doler.
“Deja de hacerte el mártir,” murmuró, ladeando la cabeza. “¿O es que vas a quedarte aquí hasta que envejezcas como el ciervo del retrato del pasillo?”
“¿No tienes otra cosa que hacer?” masculló Draco sin levantar la cabeza. “¿Como molestar a Granger con tu eterno deseo reprimido de atención?”
Pansy soltó una carcajada seca, de esas que llenaban el cuarto con una ironía casi tranquilizadora.
“Hermione está ocupada calmando a Potter junto a la comadreja,” respondió con un gesto vago. Luego, añadió con toda la naturalidad del mundo: “Y antes de que empieces con tus ideas raras, recuerda que la comadreja está a punto de ser padre. Blaise nos mataría si nos acercamos demasiado.”
Draco soltó una risa ahogada contra la almohada. Se incorporó un poco, apoyándose sobre los codos, justo cuando sus ojos se toparon con lo que Pansy tenía en su regazo. Una caja. Pequeña, cuadrada, envuelta con un lazo verde oscuro que parecía haber sido atado con cuidado. Un regalo.
La miró con desconfianza. “Mi cumpleaños ya pasó,” dijo con los ojos entrecerrados. “Y todavía falta para Yule.”
“Lo sé,” respondió Pansy con una sonrisa misteriosa. Se encogió de hombros como si no fuera gran cosa, pero su mano descansaba sobre la caja con una delicadeza extraña, como si estuviera entregando algo más que un simple objeto. “Vincent lo encontró debajo de la cama de Theo.”
El aire se volvió más espeso de pronto. El nombre de Theo cayó entre ellos como una gota de tinta en agua clara. Irremediablemente, todo se tiñó de un color distinto.
Draco no dijo nada durante unos segundos. Simplemente observó la caja, como si pudiera deducir su contenido solo con la mirada. Finalmente preguntó, más con los labios que con la voz:
“¿Y por qué me lo estás dando?”
Pansy bajó la vista hacia el lazo y lo acarició con los dedos. “Porque la caja ya había sido abierta. Queríamos asegurarnos de que no estuviera maldita, por obvias razones. Pero encontramos algo interesante dentro.”
Draco arqueó una ceja. “¿Una carta de despedida? ¿O quizás un colgante cursi para Daphne?”
“No estés tan seguro.” Pansy le tendió la caja sin más.
Draco la tomó, todavía desconfiado, y se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama. Soltó el lazo con una lentitud casi reverente y levantó la tapa.
Un suave resplandor lo cegó por un instante.
Era una flor. Una gardenia de cristal, trabajada con un nivel de detalle imposible. Cada pétalo parecía estar tallado a mano, con bordes que atrapaban la luz de la habitación y la devolvían en destellos suaves de color. Tonos de azul, rosa, ámbar… como luciérnagas atrapadas en una noche perpetua.
Draco la tocó con la yema de los dedos. En cuanto lo hizo, la flor emitió un brillo más intenso, como si reconociera su contacto. Se le encogió el pecho.
Pansy, mientras tanto, ya tenía una tarjeta entre los dedos. Se la agitó delante del rostro hasta que Draco la notó. La tomó con la otra mano, sin soltar la flor, y la abrió.
Las palabras eran inconfundiblemente de Theo. Pulcras. Sentimentales. Un poco ridículas.
Para ti, como prometí.
La flor más brillante que pueda existir.
—Theo
Draco sintió el nudo en la garganta crecer hasta volverse insoportable.
“¿Qué… qué significa?” preguntó Pansy en voz baja, como si supiera que estaba pisando algo frágil.
Draco no pudo responder de inmediato. Cerró los ojos, respiró hondo. Después, casi en un susurro, confesó:
“Sabes que… Theo fue el primer niño que conocí. Nos escapábamos a los jardines cada vez que podíamos. Nos gustaba ver las luciérnagas… volver con flores en el pelo y pasto en los zapatos desesperaba a nuestros padres… Una de esas tantas noches, Theo me dijo que algún día me daría la flor más brillante de todas. Tan brillante como las luciérnagas que… solíamos ver.”
La flor brilló aún más entre sus dedos, como si confirmara sus palabras.
Draco bajó la cabeza, apretando los labios hasta que temblaron, no sabía desde cuando el llorar se había vuelto costumbre. Pero con Pansy sentada a su lado, con ese trozo de un pasado perdido entre sus manos, no se molesto por no poder contenerse a llorar.
Las lágrimas cayeron con facilidad. Sin sollozos. Solo un silencio lleno de memorias que pesaban más que el presente.
Pansy le puso una mano sobre la rodilla. “No sabíamos lo que significaba. Vincent pensó que era para Daphne. Pero… luego de leer la tarjeta…”
“Fue para mí,” susurró Draco. “Siempre fue para mí.”
Pansy asintió, sin decir nada.
Se quedaron así, por largos minutos. La habitación se volvió un refugio, no de la guerra, ni del dolor, ni del amor… sino de lo que había sido y ya no era.
“Tal vez planeaba dártela en tu cumpleaños,” murmuró Pansy.
“Es posible,” respondió Draco, su voz ya tan rota que parecía ajena. “Aunque… creo que Theo sabía que no la recibiría a tiempo.”
Ninguno de los dos habló después.
Draco despertó abrazado a su flor. La gardenia de cristal seguía brillando con una luz opaca, casi adormecida, como si también hubiese dormido junto a él. Sus bordes de vidrio todavía emitían un leve resplandor iridiscente cuando el sol se colaba a duras penas por las rendijas cubiertas del ventanal. No recordaba haberse dormido. No recordaba cuándo, exactamente, se le cerraron los ojos con el peso de algo más que el cansancio. Solo recordaba el hueco en el pecho cuando leyó la tarjeta, y el silencio que compartió con Pansy. Un silencio que no era cómodo, pero tampoco incómodo. Era uno que se entendía. Uno que no necesitaba ser llenado.
Y ahora, ahí estaba ella, del otro lado de su cama, con el maquillaje corrido por la noche, el brazo colgando por el borde del colchón, roncando apenas, tan elegante como un trapo viejo. Draco la miró de reojo con una mueca de cariño.
Se incorporó despacio, cuidando de no despertar a su amiga, y dejó la flor con cuidado sobre la mesita de noche. El verla al despertar le había revuelto todo por dentro. No solo por lo que representaba Theo, ni por lo que había sido, sino por lo que ya no sería nunca. ¿Dónde estaría Theo ahora? ¿Estaría escondido, con los demás mortífagos, o muerto?
La palabra traición se le coló por la garganta como humo denso. No a Theo, ni a la Orden… sino a Harry.
Merlín. Pensar en Harry le provocaba un dolor punzante en la cabeza, como si cada neurona intentara repeler el recuerdo de él. ¿Cómo había sido tan ingenuo? Pensó —por un breve momento de debilidad— que vivir en la misma casa sería... bueno. Íntimo. Divertido. Una especie de segundo intento, uno en el que podrían hacer las cosas bien, lejos del colegio, lejos de las paredes que espiaban. Pero no. En Grimmauld Place todo era más gris, más sucio, más real. Y Harry no era fácil. Y Draco tampoco. Y a veces, el amor se parecía más a la guerra que a cualquier otra cosa.
Fue entonces cuando lo sintió.
No lo escuchó exactamente —apenas dos golpes suaves, casi tímidos, como una duda materializada en la madera de la puerta— pero lo supo antes incluso de que ocurriera. Harry. Era como si su cuerpo se hubiese adelantado a la realidad. Draco se quedó muy quieto, mirando hacia la puerta, esperando que se abriera como si pudiera detener el tiempo con la fuerza de su propia respiración.
La puerta se entreabrió con un chirrido apenas audible. Primero asomó la cabeza. Esos rizos desordenados, los lentes un poco torcidos, la expresión de alguien que había ensayado lo que iba a decir al menos tres veces antes de atreverse. Draco sintió que la sonrisa le nacía sola.
Harry lo miró de reojo, y cuando vio que Pansy aún dormía, bajó un poco más la voz.
“El desayuno ya está listo. Bill quiere… hablar contigo y con Parkinson antes de que se sumen a ellos.”
Draco no dijo nada al principio. Bajó la vista hacia la flor, luego a su regazo, luego al rostro de Harry. Su voz, cuando habló, fue baja. No por miedo a despertar a Pansy, sino porque algo en él le decía que si alzaba la voz, Harry se rompería, o saldría corriendo. Como un ciervo asustado.
“¿Te parece bien eso?” murmuró. “¿Que Bill nos entrene?”
Harry entró con paso lento, cruzando la habitación como quien entra en una iglesia en ruinas.
“No quiero pelear contigo por eso,” respondió con sinceridad, y se acercó a la cama.
Draco arqueó una ceja.
“¿Y por qué sí quieres pelear conmigo?” preguntó, no con agresividad, sino con ese sarcasmo que usaba cuando sentía que todo dentro de él se desmoronaba un poco.
Harry se detuvo a su lado. Estaba tan cerca que Draco podía sentir el calor que desprendía. Levantó una mano y, con una delicadeza que lo desarmó, le apartó un mechón de cabello que le caía sobre los ojos.
“Porque somos idiotas,” murmuró. “Pero… podemos hacer cosas mejores que pelear.”
Draco no se movió. Solo susurró: “¿Como qué cosas?”
Harry no contestó. En vez de eso, bajó la cabeza y presionó los labios contra su frente, después sus pómulos, su barbilla, el cuello. Fue un descenso lento, como si cada parte de su piel fuera un terreno que tenía que reconocer de nuevo. Draco cerró los ojos y dejó escapar un leve gemido cuando la boca de Harry se abrió sobre su cuello, succionando despacio. Era ese tipo de beso que parecía querer dejar marca, y Draco no estaba seguro de si quería o no que alguien viera que le pertenecía a Harry.
Una almohada impactó contra la cabeza de Harry.
“¡¿Pueden no hacer eso delante mío?!”
Pansy. Parecía estar escandalizada, pero había un dejo de risa en su voz.
Harry, sin dejar de sujetar a Draco, giró la cabeza y respondió con total desvergüenza: “Esta es la habitación de Draco. Tú eres la que está estorbando.”
Draco soltó una carcajada que no pudo controlar. Fue tan repentina que le dolió el estómago.
Pansy se sentó en la cama, acomodándose el cabello con un dramatismo digno de una actriz. Harry se incorporó un poco, con una mano ya en la basta de su camiseta, dispuesto a quitársela como amenaza.
“Ya me voy, ya me voy. Pero si escucho un solo gemido más, le diré a Granger que hay que poner protecciones en esta habitación.”
Pansy se levantó con dignidad fingida, le lanzó una mirada cargada de fastidio a ambos y salió, cerrando la puerta tras de sí con un golpe fuerte.
El silencio volvió, pero esta vez fue otro.
Draco apoyó sus manos en los hombros de Harry, y en un gesto automático, lo empujó suavemente hacia atrás hasta que ambos cayeron sobre la cama.
Harry lo miró desde abajo, con esos ojos verdes que parecían más brillantes en la penumbra de la habitación. Le apartó de nuevo los mechones rubios de la cara, despacio, como si fueran hilos de oro.
“He extrañado escucharte reír,” susurró.
Draco sintió que algo en él se comprimía. Era tan fácil olvidar lo bueno cuando todo dolía.
Harry lo abrazó, uno de esos abrazos en los que no queda espacio para escaparse, ni física ni emocionalmente.
“No quiero que volvamos a pelear,” murmuró contra su cuello. “No me gusta… no me gusta estar lejos de ti.”
Draco bajó el rostro, besó su coronilla con una ternura inusitada y susurró: “A mí tampoco me gusta, Potter.”
Harry no se movió. Solo respiró hondo, como si quisiera grabarse ese momento en los pulmones. Draco giró un poco el cuello, ofreciéndole más espacio, y sintió cómo los labios de Harry descendían otra vez, sin prisa, como si esa fuera su única tarea en el mundo.
Fue el brillo de la flor lo que distrajo a Harry. Sus labios, que un segundo antes presionaban con firmeza la curva del cuello de Draco, se detuvieron. Draco sintió el cambio incluso antes de que ocurriera. No era rechazo, no del tipo que deja frío el pecho, sino curiosidad. Harry había alzado la vista hacia la mesa de noche, donde la flor de cristal proyectaba suaves reflejos contra la pared.
“Es bonita,” murmuró Harry, apenas un suspiro sobre su piel.
Draco giró la cabeza, despacio, como si temiera romper el momento solo con moverse. Sus ojos se posaron en la flor, y por un segundo, la miró como si también la viera por primera vez.
“Sí,” dijo. Su voz era un poco más baja de lo normal, cargada de una calma extraña. “Lo es.”
Harry se acomodó en la cama, apoyando un codo para estirarse hacia la flor. Sus dedos la rozaron primero con cautela, como si temiera que se deshiciera al contacto. Draco, sin pensarlo demasiado, se deslizó más cerca de él, apoyando el mentón sobre el hombro de Harry y observando con él.
El cristal no era totalmente transparente. Tenía vetas internas, como si la magia estuviera atrapada dentro, latiendo. Bajo la luz de la mañana, parecía un pequeño corazón resplandeciente, una cosa frágil y viva.
“¿Hace algo?” preguntó Harry, sin apartar la vista de ella.
Draco negó lentamente con la cabeza. “No lo sé. Me la dieron anoche… Pansy.” Hizo una pausa mínima, apenas un parpadeo. “No me dijo si era especial.”
Harry hizo un sonido entre la garganta y el pecho, como un tarareo de comprensión. Draco podía verlo todo: la forma en que sus cejas se fruncían un poco al concentrarse, la manera en que sostenía la flor como si temiera herirla. Y no supo bien por qué, pero de pronto, sintió un impulso imposible de ignorar.
“¿Te gusta?” le preguntó. Su voz salió más seria de lo que esperaba.
Harry asintió con una sonrisa pequeña. “Es preciosa,” respondió, aún embobado.
Draco lo supo entonces. Lo supo con una certeza aplastante. Era como si la belleza de la flor hiciera que todo en Harry se viera aún más claro, más dorado, más hermoso. El reflejo de la luz sobre su piel, ese brillo casi infantil en su mirada, le provocaron una punzada de ternura que no pudo explicar. Quería ver a Harry así otra vez. Quería congelar ese instante.
“Puedes quedártela,” dijo de golpe.
Harry lo miró con una mezcla de sorpresa y desconcierto, riéndose con suavidad, bajando la flor. “¿Qué? No, es tuya.”
“Lo sé,” respondió Draco, encogiéndose de hombros. “Pero… se ve más bonita en tus manos.”
Por un momento, hubo un silencio extraño. No incómodo, sino lleno. Harry levantó la mirada, y Draco se encontró con esos ojos verdes que parecían más brillantes que nunca. Los lentes se le habían deslizado un poco por la nariz, y sus mejillas se habían teñido de un rosa casi infantil. Draco sonrió, y en el mismo gesto, se acercó. Apoyó una mano en su rostro, delineó su mandíbula con el pulgar y lo besó, apenas un roce cálido y suave.
“Por favor,” murmuró contra sus labios. “Quédate con ella.”
Harry asintió, aún ruborizado. “Está bien,” susurró, casi sin aire.
El segundo beso fue más impulsivo, pero también más profundo. Draco se inclinó hacia él y lo besó de nuevo, esta vez con un peso emocional que ninguno de los dos pudo ignorar. Fue un beso largo, tierno y desesperado, como si Draco quisiera decirle algo que aún no podía pronunciar.
“Deberíamos bajar,” dijo finalmente, con la voz baja pero cargada de emoción. “Antes de que la comadreja se acabe los waffles.”
Harry soltó una carcajada, medio divertida, medio atontada, y le dio un pequeño beso en los labios antes de ayudarlo a ponerse de pie. Draco aceptó la ayuda sin decir nada, pero mientras se levantaba, su mirada volvió a posarse en la flor, que ahora Harry sostenía con cuidado en una mano. Con la otra, rodeó la cintura de Draco mientras lo acompañaba hasta el baño.
El gesto fue tan natural, tan cotidiano, que Draco apenas lo notó… y aun así, algo dentro de él se estremeció. Era extraño, ese tipo de ternura silenciosa que parecía gritar cosas que nadie se atrevía a decir.
Dentro del baño, se inclinó para lavarse la cara. El agua estaba fría, pero se sentía como un llamado a la realidad. Cuando se incorporó para secarse, la puerta se abrió, y Harry entró con un conjunto de ropa en brazos, escogido del armario como si no fuera nada fuera de lo común.
“Esto se ve… bonito,” dijo, con ese tono inseguro que usaba cuando no sabía si estaba haciendo algo bien o no.
Draco lo miró. La combinación de colores era un desastre: verde musgo, con un suéter marrón claro que ni siquiera era de su talla, y pantalones que habían sido doblados en la cintura. Pero Draco no se burló. No tenía fuerzas para eso. Solo sonrió, tomó la ropa, y besó a Harry en la mejilla con suavidad. “Gracias.”
Harry se quedó apoyado en el marco de la puerta, observando cómo Draco se cambiaba. Y por algún motivo, no parecía un acto voyeurista. Era otra cosa. Una intimidad que iba más allá de lo físico.
Cuando Draco terminó de acomodarse la camiseta, sintió que Harry se acercaba por detrás. Lo abrazó por la cintura, apoyó la frente en su hombro y luego besó con calma el costado de su cuello.
“¿Puedo acompañarte al entrenamiento?” susurró.
Draco fingió pensarlo durante unos segundos. Se cruzó de brazos, frunció los labios y miró al espejo con expresión seria.
“Mmm… depende.” Harry rió por lo bajo y le mordió suavemente la barbilla. “Está bien, Potter. Si te portas bien en el desayuno… permitiré que vengas.”
Eso bastó para que Harry se emocionara como si le hubieran dado permiso para subirse a una escoba por primera vez. Lo tomó de la mano y tiró suavemente de él, sacándolo del baño, cruzando la habitación con pasos ligeros, casi bailando.
Draco no pudo evitar reírse también. Esa risa que solo Harry podía provocarle. Esa ligereza que dolía un poco, porque era tan hermosa como efímera.
Mientras bajaban las escaleras, escuchaban el murmullo de la casa, las tazas golpeando entre sí, la voz de Hermione discutiendo con Pansy, y el crujido de los escalones viejos bajo sus pies.
Draco, por un momento, se permitió la ilusión de que el mundo estaba bien.
Harry apretó su mano. Draco apretó de vuelta.
En ningún momento pensó que acababa de darle a Harry el regalo de Theo. Y si lo pensó… decidió no detenerse en ello.
Fue tal vez el hecho de que ambos aparecieran en el comedor riendo, tomados de la mano, o quizás ese último beso en los labios antes de cruzar el umbral lo que desató el silencio. No un silencio absoluto, no de esos teatrales e incómodos, sino uno más bien elástico, denso, en el que el ruido habitual —el tintinear de las cucharas, el papel del “Profeta” arrugado entre los dedos de Arthur, el leve chisporroteo de la sartén— parecía amortiguado por algo más pesado, casi tan pesado como el aire que Draco sintió depositarse sobre sus hombros al dar dos pasos dentro del comedor.
No se había peinado. Y no es que fuera una decisión consciente —a decir verdad, se había mirado al espejo y había considerado brevemente conjurar algo para al menos domar un poco los mechones rebeldes que se le arremolinaban sobre la frente—, pero Harry había tirado de él fuera del baño antes de que lo hiciera. Y a Draco le gustaba… cuando Harry hacia demostración de su fuerza.
Aunque ahora, con Pansy alzando una ceja tan alta que parecía pedir un permiso de vuelo al Ministerio, y Molly Weasley mirando entre ambos como si no estuviera segura de si debía regañarlos o bendecirlos, empezaba a arrepentirse. Un poco. Solo un poco.
Tonks, por supuesto, había transformado de nuevo su cabello a un rubio platinado con un flequillo torcido. Draco la fulminó con la mirada mientras pasaban junto a ella, y no porque fuera su prima, ni porque fuera parte de la Orden, ni siquiera por ese estúpido entusiasmo que ponía al hablar de bebés y pañales últimamente, como si fuera ella la embarazada. No. Era porque cada vez que lo tenía cerca, decidía adoptar una versión mal hecha de su cabello. Como si fuera un chiste privado. Como si no supiera que a Draco le irritaba profundamente. Tal vez un día la maldeciría. Una pequeña, inocente poción de calvicie no le haría daño a nadie.
Los Weasley —al menos los presentes— lo miraban como si acabara de traer la peste dentro de comedor. Excepto, claro, por el apuesto de Charlie, que estaba demasiado ocupado mirando el interior de su taza de café como si escondiera secretos del universo. Y Sirius, que ni siquiera levantó la cabeza, tal vez por cortesía, o tal vez porque estaba demasiado ocupado robando un sorbo de esa misma taza cuando Charlie miraba hacia otro lado.
Draco estuvo muy, muy tentado a sacarle la lengua a la chica Weasley cuando esta se levantó, decidida, para servirle el desayuno a Harry. Con esa estúpida sonrisa contenida que parecía esconder veneno detrás de los dientes. Pero Harry —bendito, atento y milagrosamente inteligente Harry— la ignoró por completo. Fue directo hacia una desocupada silla, la jaló con una mano para que Draco se sentara, y luego fue él quien le sirvió, sin preguntar, sin anunciarlo, sin preocuparse por las miradas.
Draco sintió la oleada de calor subirle desde el estómago al rostro. No de vergüenza. No. De una satisfacción tan profunda y feroz que le costó reprimir la sonrisa. Porque Pansy —oh, Pansy, su fiel amiga traicionera— estaba intentando decidir si reírse, llorar o estrangular a alguien. La vio mirar a Harry. Luego a él. Luego otra vez a Harry. El desconcierto era tan puro en sus ojos oscuros que Draco se permitió disfrutarlo como si acabara de ganar la guerra.
Y tal vez era eso. Tal vez había ganado algo. No la guerra contra Voldemort, claro, esa seguía siendo una masa confusa de estrategias, muertes y madrugadas sin dormir. Pero había ganado algo. Un lugar, quizás. Un espacio. Un “nosotros” que, hasta entonces, se mantenía cuidadosamente entre cortinas, escaleras, camas compartidas a medias y baños con la puerta cerrada.
Era la primera vez que actuaban como pareja delante de todos. Todos. Con excepción de Granger, la comadreja y Pansy, claro, que ya los habían visto así. Incluso más melosos. Pero esto era diferente. Esto era con la luz del día entrando por la ventana, con la tetera silbando en la cocina, con Sirius embarazado a menos de un metro. Esto era real.
Y por supuesto, nadie había olvidado lo de ayer.
La reunión. Los gritos. El tono gélido con el que Harry le habló delante de la Orden, como si fueran solo dos soldados que discrepaban en una misión. Y Draco… bueno, Draco también había sido cruel. Por reflejo. Por ira. Por no saber cómo responder a que Harry estuviera dispuesto a mandar en su vida —de nuevo— como si su vida le perteneciera a Harry y no a Draco.
Pero eso había sido ayer.
Hoy, Harry le servía desayuno.
Hoy, lo había besado delante de los demás.
Hoy, Sirius estaba muy ocupado fingiendo que su té no sabía diferente tras cada sorbo robado de la taza de Charlie.
“¿Quieres mermelada de cereza o la de frambuesa?” preguntó Harry, con voz clara, fuerte, como si no importara que Molly estuviera justo al lado. Como si supiera lo que hacía. Como si no le importara que Ginny estuviera visiblemente a punto de reventar de incomodidad.
Draco entrecerró los ojos. “¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Frambuesa, por supuesto?”
Harry sonrió y se la alcanzó, como si no hubiera pasado nada. Como si esta domesticidad absurda no estuviera rompiendo los pilares de la tierra.
“Gracias, amor,” murmuró Draco, solo por el placer de ver a Ginny apretar tanto la cuchara que casi la doblaba.
Sirius se rió por lo bajo.
Draco comió sin hablar, sintiendo cada mirada, cada murmullo reprimido detrás de las tazas. Remus lo miró una vez —solo una— y luego bajó la vista a su plato. Molly se distrajo preguntándole algo a Tonks, pero no antes de lanzarles una última mirada… maternal. No del todo desaprobatoria, pero maternal. Lo cual era peor.
Draco tragó las tostadas sin masticarlo del todo y dejó caer el tenedor con más fuerza de la necesaria. Pansy lo miró, divertida.
“¿Y entonces?” dijo en voz baja, con una sonrisa torcida. “¿Ya es oficial, Malfoy? ¿Van a adoptar un niño y mudarse a la campiña?”
Draco le lanzó una mirada venenosa. “Solo si tú te ofreces como niñera. Aunque no sé si un bebé podría soportar tu perfume.”
“Siempre tan encantador,” murmuró ella.
El desayuno continuó como una obra de teatro sin guion, en la que todos sabían que algo había cambiado, pero nadie se atrevía a nombrarlo. Harry le acariciaba la muñeca con el pulgar mientras escuchaba a Remus hablar con Arthur sobre las defensas mágicas de un hospital muggle, y Draco se sorprendía a sí mismo pensando que quizás podía acostumbrarse a esa clase de calma. Aunque doliera. Porque dolía.
Cada gesto de Harry dolía. Cada sonrisa. Cada promesa implícita. Era tan hermosa esa calma, tan frágil, que Draco solo podía pensar en cuándo se rompería. Porque se rompería. Como todo lo bueno en su vida. Como su madre. Como el techo de la Mansión Malfoy cuando los Mortífagos la convirtieron en su cuartel general. Como la idea de que el amor bastaba para mantener a alguien con vida.
Así que cuando Harry le acarició la mejilla con el dorso de la mano y le susurró “¿Estás bien?”, Draco tuvo que mirar hacia otro lado para no decir la verdad.
Que no.
Que no estaba bien.
Que tenía miedo.
Y que amarlo así… le estaba matando de a poco.
Pero en vez de decirlo, se limpió la comisura de los labios con la servilleta, le devolvió la mirada y respondió con su mejor sonrisa maliciosa:
“Estoy estupendamente. Aunque si me sigues mirando así, Potter, vas a atragantarte con tus huevos revueltos.”
Harry rió. Y Draco volvió a respirar.
El desayuno terminó más rápido de lo que Draco había anticipado, aunque, pensándolo bien, era obvio por qué. Desde que habían bajado las escaleras tomados de la mano y sonriendo como si nada hubiese pasado el día anterior —como si la discusión frente a toda la Orden, las palabras frías y las miradas esquivas no hubieran ocurrido jamás—, el ambiente en Grimmauld Place se volvió espeso. No como la tensión antes de una pelea, sino más bien como esa quietud que precede a una tormenta muy personal. Draco lo notó tarde, claro, porque por un instante se había dejado arrullar por la aparente normalidad: el sonido de las cucharas en las tazas, el aroma de tostadas con mermelada y café, la manera en que Harry le pasó una servilleta doblada con cuidado.
Solo cuando Sirius carraspeó exageradamente y se quejó —como quien no aguanta ni un segundo más en su asiento— de que no podía ir con ellos a ver lo que Bill tenía preparado para Draco y Pansy, fue que Draco lo entendió. Todos estaban esperando ese momento. No por interés en él, por supuesto, sino por simple morbo. Querían saber. Querían ver si era cierto lo que Charlie había dicho aquella noche, cuando el caos y el duelo se mezclaron. Cuando Draco, rodeado de muerte y escombros, conjuró con una fluidez que ningún Gryffindor había esperado, con una violencia que hasta Moody habría admirado.
Y ahora, todos querían pruebas. Porque Charlie era valiente, sí, pero también tendía a exagerar. Porque Draco era un Malfoy, sí, pero también un mortífago. Porque era demasiado joven, demasiado rubio, demasiado arrogante, demasiado todo como para ser de fiar.
Sirius se llevó la mano a la espalda baja y soltó un quejido casi teatral. Estaba visiblemente cansado, pero no por falta de energía: era el embarazo. Estaba en su última etapa y se notaba por el modo en que se acariciaba el vientre como si no pudiera evitarlo, con una mezcla de fastidio y ternura que a Draco le provocaba, contra toda lógica, una punzada de ternura.
“Esto es completamente injusto,” dijo Sirius, con un mohín que solo un Black podía hacer sin parecer ridículo. “¿Cómo esperan que me quede aquí cuando ustedes van a jugar con hechizos? Bill prometió que sería interesante.”
Molly, que se había quedado detrás de la cafetera como si su posición pudiera darle más autoridad, dijo con tono seco: “Sirius, en tu estado no puedes exponerte a... tensiones mágicas.”
Draco arqueó una ceja. Sabía lo que realmente quería decir: magia oscura. Pero no le dio el gusto de responder. A estas alturas, si él usaba hechizos oscuros, era por necesidad. O por impulso. O por el hecho de que eran los únicos que le obedecían con rapidez.
Ron, que hasta ese momento solo se había concentrado en empujar su silla hacia atrás y mirar fijamente el suelo, levantó la voz en un tono más agudo de lo normal.
“Y yo tampoco puedo ir, ¿verdad? Porque si me estreso, el bebé puede salir antes de tiempo.” Puso los ojos en blanco. “Genial.”
Molly se llevó las manos al pecho, como si alguien hubiese pronunciado una maldición delante de ella. “¡Ronald!”
“No he dicho que quiera que pase, mamá, solo... ¡ugh!”
La habitación se volvió incómodamente silenciosa por un momento, como si todos recordaran de repente que, sí, Ron también estaba embarazado. Y que, sí, había cosas que no podían hacer sin causar posibles consecuencias que nadie quería afrontar.
Ginny, que hasta ese momento solo se había limitado a clavar los ojos en Draco como si pudiera desmembrarlo con la mirada, decidió unirse a la protesta.
“Si Ron no va, yo tampoco.”
Y Draco no supo si era por lealtad a su hermano o por pensar en quedarse más cerca de Harry. Lo cual, por supuesto, no importaba. Porque él iba a oponerse a eso de todos modos.
Harry, para variar, trató de mediar. Con su tono de voz pausado, casi clínico, como si el mundo no estuviera colapsando dentro de Draco cada vez que veía a esa pelirroja acercarse a su novio.
“Ron,” dijo Harry con una sonrisa amable, “yo te lo contaré todo luego, lo prometo. Será como si hubieras estado ahí.”
“Genial,” masculló Ron. “Me lo perderé en vivo y me lo contarás como si fuera una reseña. Fantástico.”
Fue Remus, con su eterno aire de diplomático cansado, quien soltó la frase que Draco menos quería oír.
“Harry, hijo... tú no deberías ir tampoco. Eres uno de los activos más valiosos que tenemos y—”
“No soy una moneda de intercambio, Lupin,” murmuró Harry, pero no discutió. Se quedó quieto. Miró a Draco como si quisiese decirle algo, pero no supiera cómo.
Draco apretó los labios. Sabía que no podía dejarlo aquí. No con ella. No cuando Ginny seguía sentada en la silla contigua, con las piernas cruzadas y la sonrisa pintada como si se estuviera preparando para una obra de teatro. Esa que a Draco le gustaría incendiar.
Cuando Harry bajó la mirada y asintió resignado, Draco sintió la rabia golpearle el estómago como una punzada. No era justo. Nada era justo. Ni tener que probarse, ni tener que hacerlo delante de gente que lo odiaba, ni tener que dejar a Harry aquí con esa... mujer.
El sonido de la puerta de entrada se abrió con un chasquido y entraron Bill, Fleur —resplandeciente, elegante, siempre tan malditamente perfecta— y Moody, con su habitual mirada que parecía perforarlo todo.
“¿Qué está pasando aquí?” preguntó el auror, sin molestarse en disimular su impaciencia.
Bill miró alrededor y frunció el ceño al ver a todos todavía en pijamas o apenas vestidos. “¿No iban a venir con nosotros hace veinte minutos?”
Sirius se encogió de hombros con gesto resignado. “No me dejan.”
Molly cruzó los brazos. “No pueden exponerse, Bill. Ni Sirius ni Ronald.”
Moody gruñó, claramente molesto por los retrasos, y Arthur intervino antes de que la situación se descontrolara.
“Podríamos llevarlos a un lugar seguro para la prueba. Lejos de aquí. A campo abierto.”
Fue Remus quien alzó la voz, con la calma dura de quien estaba cansado de ver cómo todo se deshilachaba.
“Los llevaremos. No tiene sentido discutir más.” Sus ojos se posaron en Draco, y por una fracción de segundo, Draco se sintió expuesto. Como si Remus supiera que lo que más le dolía no era la prueba, ni siquiera el juicio, sino dejar a Harry.
Sirius iría con Charlie. Remus se tensó. Lo notaron todos, hasta el mismo Sirius lo notó, aunque no dijo nada. Harry se preparó para protestar, pero Arthur ya había puesto una mano en su hombro, guiándolo con suavidad hacia la salida.
“Yo iré contigo,” dijo, y aunque Harry no opuso resistencia, Draco vio cómo le temblaban los dedos cuando soltó su mano.
Pansy se fue con Granger, claro. Y Ginny, para la sorpresa de nadie, se fue con Tonks, que parecía menos harta de tener que soportarla.
Cuando todos comenzaron a dispersarse, Draco se giró hacia Harry. Lo miró. No dijo nada. No tenía que hacerlo.
Harry le sostuvo la mirada, y en ella había tantas promesas como advertencias.
“Lo harás bien,” dijo Harry, apenas audible.
Draco se obligó a sonreír. No confiaba en su voz. No confiaba en su corazón. Solo asintió y se dejó guiar por Remus, sabiendo que, aunque iba a una prueba mágica, la verdadera prueba comenzó en el instante en que tomo esa mano.
Notes:
😉 Triple actualización
Todo para que no abandonen la historia y para tal vez... solo tal vez... 👀 animarlos a que comenten, porque tal vez... tarde en actualizar 🥺Mi corazón se rompió un poco al ver como Draco le da el regalo de Theo a Harry 😭 pero esto es un Harco y Theo... él bueno, él tiene dinero.
Chapter 48: Ser digno de tomar tu mano
Summary:
Advertencias específicas
Sexo con un menor de edad
Chapter Text
La colina era lo suficientemente alta como para que el viento le mordiera la piel, como para que cada ráfaga de aire golpeara contra su rostro con la furia helada del norte. El cielo, encapotado y gris, parecía a punto de desmoronarse en lluvia, pero ni eso sucedía. Todo se había detenido, excepto él. Excepto Draco, que seguía en pie, varita en mano, temblando solo lo justo como para parecer vivo, con el cabello pegado a la frente por el sudor, la respiración hecha jirones, y la camiseta desgarrada en varios puntos, mostrando la piel amoratada debajo.
Y aún así, no había retrocedido un solo paso.
Ni uno.
“Por supuesto,” masculló con la voz ronca, tragando sangre mientras escupía hacia un lado con desgano, “que iba a terminar así.”
El dolor era tan profundo, tan esparcido, que su cuerpo ya no sabía qué parte dolía más. ¿La pierna izquierda? Probablemente. Había escuchado el crujido, seco y nítido, cuando Moody le lanzó ese maldito Confringo directo a la rodilla, y aunque había logrado desviar parte del hechizo, no lo suficiente. Ahora cojeaba, sí. Pero si alguien creía que eso lo detendría… que se preparara para lo que venía.
Desde el llano, a unos cien metros más abajo, los observadores miraban en silencio. No era un duelo. No realmente. No con esas reglas. Esto era una cacería. Y él, aparentemente, la presa que aún no sabía rendirse.
Harry estaba allí, y Draco podía sentirlo. No verlo —porque tenía demasiados malditos hechizos volando en su dirección como para voltear la cabeza—, pero lo sentía. Su presencia ardía en su espalda, como una cicatriz vieja que palpitaba en los momentos críticos. Sabía que lo estaba mirando con esa mezcla de orgullo y horror que tanto odiaba.
Que tanto necesitaba.
“¡Te dije que no le lanzarás eso, Moody!” gritó Harry, con la voz quebrada, en algún lugar detrás del tumulto.
“Está en condiciones de defenderse,” respondió el auror sin girarse, con ese tono pétreo que no admitía objeciones.
“¡Tiene una pierna rota, Alastor!” grito Sirius sobre el grito indignado de Pansy.
“No pidió que paráramos.”
Draco sonrió con amargura, el labio sangrando por una abertura reciente. “Demonios, no pensaba pedirlo tampoco.”
Había sido Bill quien había lanzado el primer hechizo, uno elegante, rápido, con la precisión de quien conoce bien la defensa pero no está acostumbrado a atacar con saña. Un Expulso que Draco desvió sin esfuerzo, siguiendo las instrucciones que el mismísimo Severus le había repetido tantas veces en Hogwarts: Anticipa. No pienses. Mueve primero. Después pregunta.
Pero entonces había intervenido Moody. Con su magia brutal, desfigurada, implacable. No le había dado tregua. Desde que comenzó el enfrentamiento, sus ataques llegaban con menos de medio segundo entre uno y otro, como si quisiera quebrarlo a fuerza de pura insistencia.
Y Draco había respondido. Conjuros que jamás había lanzado frente a Harry si hubiera sido su elección. Maldiciones silenciadas, defensas antiguas, encantamientos que se deslizaban por su lengua como veneno refinado. No lo hacía por venganza, no exactamente. Lo hacía porque estaba harto. Hartísimo. De tener que probarse. De que lo miraran como si cada decisión buena que tomara fuese una casualidad.
Un accidente.
Como si su amor por Harry fuera una fase. Como si su lealtad a la Orden fuera una estrategia, lo cual si era cierto. Como si su vida fuera un error que debía corregirse constantemente.
La colina tembló bajo sus pies cuando el terreno estalló cerca de donde estaba, y Draco saltó hacia un lado, sintiendo el pinchazo agudo en su costado —una costilla, tal vez dos— pero sin dejar de moverse. No podía detenerse. Si lo hacía, perdía. No el duelo. La dignidad.
“¡Protego Totalum!” rugió, levantando un escudo lo bastante potente como para desviar la siguiente oleada de fuego que Moody le arrojó con una sonrisa torva.
“¿Eso es todo lo que tienes, chico bonito?” escupió el auror, girando su varita como si fuera una espada.
Draco se irguió con dificultad, apretando los dientes mientras bajaba la varita apenas un centímetro.
“¿Vas a darme una lección de moral ahora, Moody? ¿O sigues demasiado entretenido derribando adolescentes que te recuerdan a los que no pudiste salvar?”
Bill, que hasta ahora se había mantenido más contenido, frunció el ceño con fastidio. “Draco, no estamos aquí para jugar con tus provocaciones.”
“No, claro que no,” escupió él con una risa amarga. “Están aquí para ver si todavía tengo la espalda lo suficientemente recta para cargar con los muertos que les gustaría poner sobre mí.”
Otro hechizo, esta vez sin nombre, salió disparado desde la varita de Moody, y Draco apenas logró evitarlo lanzándose hacia el suelo, rodando con torpeza, sus pantalones cubiertos de barro. Desde abajo, alzó la varita con una mano firme.
“Glacius Impedimenta!”
Una onda helada cubrió el terreno frente a Moody, haciendo que el auror retrocediera un paso, con el ceño fruncido.
Fue la primera vez que lo hizo vacilar.
Draco se incorporó lentamente, la pierna herida temblando, pero sin ceder. El sudor resbalaba por su cuello, manchando la camiseta grisácea que ahora estaba hecha jirones. Tenía los labios partidos, el cuerpo cubierto de magulladuras, el brazo derecho entumecido… pero estaba en pie.
De nuevo. Y lo haría mil veces más si era necesario.
Desde el fondo del campo, escuchó el grito de Harry, esta vez cargado de desesperación.
“¡Draco, ya basta! ¡No necesitas demostrar nada!”
Draco giró el rostro apenas un segundo, lo suficiente para verlo. De pie, sujetado por Arthur y Remus, con el rostro pálido y los ojos como brasas, suplicando sin palabras.
“¿No entiendes aún?” murmuró Draco, casi para sí mismo. “Llevo años demostrándolo.”
Moody se detuvo. No por compasión, sino porque sabía que había algo más peligroso que un Malfoy herido: un Malfoy que no tenía nada más que perder.
Bill miró a Draco con ojos evaluativos, su varita baja, la expresión tensa.
Y entonces, Draco levantó su varita una vez más. El brazo temblaba, sí. Pero la mirada, esa no tenía un atisbo de duda.
“¿Vamos a seguir, o ya he cumplido con su espectáculo de circo?”
Un silencio extraño cayó sobre el campo. Y fue Bill, no Moody, quien se acercó primero. Sus pasos eran lentos, cargados de una cautela casi reverencial.
“Ya es suficiente.”
Moody no lo contradijo.
El viento en la colina se había calmado, como si la propia naturaleza respetara el silencio que siguió al último hechizo. La varita de Draco bajó con lentitud, casi con ceremonia, como si aún llevara el peso de toda la historia negra de su apellido. Su brazo temblaba, pero él lo sostuvo firme hasta que la punta de su varita apuntó al suelo. No iba a permitir que la vieran caer de su mano, ni aunque se le deshicieran los tendones.
Su respiración era dispareja, áspera, sucia. Como si cada bocanada de aire tuviera que escarbar entre el polvo y el orgullo roto para entrar a sus pulmones. La pierna izquierda no soportaba del todo su peso, pero se mantuvo en pie. No por fuerza. Por terquedad.
A la distancia, escuchó pasos. No era Moody ni Bill. Conocía ese ritmo.
“¿Estás loco?” fue lo primero que escuchó de Harry.
Draco sonrió. Claro que sí. Estaba loco. Solo un loco se enfrentaría a Moody y a Bill Weasley al mismo tiempo, sin rendirse, sin pedir clemencia. Solo un idiota como él estaría satisfecho con esa victoria que le dejó el cuerpo maltrecho y el alma ardiendo. Pero era suya. Maldita sea, era suya.
No respondió con palabras. Dio un paso hacia Harry, ignorando el dolor agudo que le atravesó la pierna. Estaba ahí. Y Harry estaba ahí.
Y eso fue suficiente.
Tomó a Harry por el cuello con una de sus manos aún entumecidas y lo atrajo con torpeza y desesperación. Su otra mano se hundió en la tela de su cintura, como si temiera que lo apartaran, que lo despertaran de esa realidad que se sentía más agridulce que gloriosa.
Y entonces lo besó.
No fue dulce. Ni suave. Fue fuego y locura y redención y rabia contenida. Fue una mordida a la desesperanza, una súplica muda, una celebración retorcida. Harry no se resistió. Gimió apenas el aire chocó con el calor de sus bocas, y sus manos —temblorosas al principio— sujetaron con fuerza los costados de Draco, como si ese beso los anclara a ambos a un suelo que quería hundirse.
Draco lo besó como si fuera la última vez. Como si no hubiera un mañana, como si lo hubieran estado negando durante años. Era vértigo. Era castigo. Era todo lo que no podía decir en voz alta.
Los sonidos a su alrededor se distorsionaron. La risa de Pansy, burlona y ronca. El “¡Ew!” de la comadreja. El silbido doble de los gemelos Weasley. Nada de eso importaba. No cuando los labios de Harry estaban abiertos bajo los suyos, no cuando Harry jadeaba con cada movimiento, con cada roce.
Se separaron apenas unos centímetros. El aliento de ambos era una mezcla de furia, deseo y alivio.
“Estás loco, Draco…” susurró Harry de nuevo, esta vez sin reproche, como si lo admirara por ello.
Draco apenas pudo encogerse de hombros. Su cuello estaba empapado en sudor y su pelo se pegaba a la frente, pero en su rostro había algo… animal. Algo indómito. Algo que decía gané sin pronunciar palabra.
“Pero soy tuyo” susurró, no sin sarcasmo, pero con una sinceridad que dolía.
El abrazo lo golpeó con fuerza. No el de Harry si no el de Sirius.
El padrino de su novio casi lo tumba cuando se lanzó sobre él. Tenía los ojos brillantes, como los de un perro que había visto volver a su amo después de una guerra.
“Estás hecho mierda, Draco,” gruñó con una sonrisa tan ancha que parecía a punto de desbordarse. “Pero, joder, muchacho… qué manera de joderlos.”
Draco parpadeó, desorientado. No por el abrazo —que era cálido, sí, pero desprolijo— sino por la repentina efusividad del hombre.
“¿Te diste un golpe en la cabeza, Black?” preguntó, aunque su voz salió rasposa, apenas audible.
“No, pero me hiciste recordar mis años dorados, idiota. Esa fue una pelea real,” dijo Sirius, golpeándolo con cuidado en el hombro antes de que su rostro se contrajera en un gesto de incomodidad.
No por Draco. Por su propio cuerpo.
“No deberías emocionarte tanto, Sirius,” la voz de Remus llegó con la calma habitual, pero su mirada fue severa. “En tu ultima consulta te dijeron que tenías que evitar estas reacciones. El bebé lo siente.”
Sirius hizo un gesto vago con la mano, como si la idea de moderarse fuera una tontería.
“Lo único que nuestro hijo va a sentir es lo genial que es su padre,” dijo con arrogancia mientras se apartaba de Draco. “Ven, vamos a curarte antes de que te desplomes y que obligues a Harry a cargarte como princesa de cuento.”
Draco bufó una risa que se convirtió en tos. El dolor lo obligó a agacharse apenas.
“¿Eso significa que me vas a poner un vestido y a besarme también?”
“No si Harry sigue vivo,” replicó Sirius con una carcajada.
Fue Pansy quien se acercó justo entonces, con el andar de quien sabe que todos la subestimaron.
“Eso fue asombroso, Draco. Estoy muy ofendida de que nadie lo grabo,” dijo mientras le guiñaba un ojo. “Aunque no me sorprendería si Potter lo guarda todo en su mente para soñar esta noche.”
Harry la ignoró, o tal vez fingió hacerlo. Tenía la mano de Draco entre la suya, firme y cálida.
“Tu turno, Parkinson,” dijo Kingsley, acercándose con la misma seriedad de siempre.
A su lado, Remus asintió, con una sonrisa suave en los labios.
“Prometemos no ser tan… intensos como Moody,” agregó, con una mirada breve a Bill, quien se cruzó de brazos sin decir nada.
“Yo no me disculpo,” espetó Moody. “Era necesario. La guerra no será amable. Si no puede resistir una prueba, no puede resistir una batalla real.”
Draco quiso responder. Algo mordaz. Algo que demostrara que, aunque roto, seguía siendo temible. Pero el brazo de Harry ya lo rodeaba con firmeza, guiándolo hacia la parte baja de la colina, donde todos se habían reunido antes del combate. Sus pasos eran lentos. La pierna le ardía. El costado le punzaba como si le clavaran fragmentos de hueso.
Pero el orgullo era más fuerte.
“¿Sabes algo, Potter?” murmuró Draco mientras bajaban.
Harry giró el rostro, atento.
“Nunca me voy a rendir,” susurró Draco, no con voz heroica, sino con una convicción casi triste. “Ni por ti, ni por ellos. Y si eso me mata, pues… al menos me va a matar siendo quien soy.”
Harry no dijo nada. Solo le apretó la cintura más fuerte.
Y por un instante, en ese silencio espeso de guerra, el corazón de Draco encontró algo parecido a la paz.
El viento soplaba con fuerza en la colina, llevando consigo el eco de los hechizos lanzados momentos antes. Draco, recostado contra una roca, con la pierna estirada y vendada con magia rápida pero aún sangrando bajo el vendaje, no apartó del campo de batalla donde Pansy se preparaba para su prueba. Sentía la magia latente en el aire, como electricidad húmeda y espesa. Su respiración era pausada, demasiado medida, porque cada inhalación era un recordatorio del hechizo de compresión que le había impactado el costado izquierdo. A su lado, Harry permanecía pegado a él como si con sólo estar cerca pudiera amortiguar el dolor que Draco aún no reconocía en voz alta.
“Estás bien,” murmuró Harry, apoyando la frente contra su mejilla.
“No necesito que me lo digas,” respondió Draco sin apartar la mirada de Pansy, aunque apretó la mano de Harry con fuerza. Solo entonces notó que tenía los dedos entumecidos por cuánto la había estado sujetando.
Delante de ellos, más allá de la ligera neblina que flotaba sobre el campo encantado, Pansy se detenía justo frente a Remus y el auror Shacklebolt. A diferencia de la prueba de Draco, no había aspereza en el rostro de sus contrincantes. Pero Draco lo sabía. El poder estaba ahí. Contenido, medido, peligroso.
“No te excedas,” le dijo Molly a Charlie mientras volvía a cambiar el vendaje con un gesto maternal que Draco apenas toleraba.
“No me estoy excediendo, mamá, solo dije que si ahora sí querrá ese masaje que le ofrecí antes—”
“Cállate,” masculló Draco, sin molestarse en parecer cortés. “No estoy de humor para tus insinuaciones de exdragón enamorado.”
Charlie soltó una carcajada, pero Hermione, sentada al otro lado del cuerpo de Draco, no se reía. Sus ojos estaban completamente puestos en Pansy, los labios apretados y las manos juntas sobre las rodillas, como si se contuviera de correr colina abajo.
“¿Y tú sí estás bien?” preguntó Harry, en voz baja, notando la mirada de Hermione.
“¿Importa eso ahora?” murmuró ella, sin mirarlos.
Draco lo entendía. En más de una forma, Pansy era su espejo. Irónica, desafiante, siempre al borde del escándalo. Su mejor amiga desde que podían recordar haber compartido algo. Ella conocía sus miedos, sus manías, incluso sus silencios. Draco sabía lo que le costaba a Pansy que la subestimaran. Como si el simple hecho de ser mujer fuera suficiente para que los demás esperaran menos de ella. Por eso, cuando Remus levantó la varita, y Kingsley dio un paso hacia el lado, la tensión le recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica.
La primera maldición llegó rápido. Un hechizo de aturdimiento cruzado. Draco apenas contuvo el impulso de ponerse en pie. Fue Harry quien presionó su hombro sano, obligándolo a quedarse donde estaba.
Pansy giró, elegante, como si danzara sobre el campo. Su varita giró una vez y el hechizo rebotó con un estallido limpio contra un conjuro escudo que dejó un rastro plateado en el aire.
“Eso fue precioso,” murmuró Hermione, con la voz tensa.
Draco no dijo nada, pero apretó los dientes. Sabía que eso era solo el inicio.
Kingsley no esperó para tomar el relevo. Su estilo era diferente. Implacable pero más estratégico. El aire pareció quebrarse con la fuerza del golpe que lanzó, una ráfaga que levantó la tierra bajo los pies de Pansy. Ella rodó sobre sí misma, sacó su varita al vuelo y contraatacó sin perder el equilibrio. La maldición de atadura fue desviada por Kingsley con facilidad, pero Draco vio el brillo en los ojos de su amiga. El mismo que él había sentido cuando entendió que no se trataba solo de resistir… sino de demostrar que eras mejor de lo que todos suponían.
Las manos de Draco comenzaron a temblar de nuevo.
“¿Debería pedir que me saquen los nervios como a las mandrágoras?” murmuró, sarcástico, más para sí que para los demás.
Harry rió entre dientes. “No te haría falta. Ya eres lo suficientemente insoportable como estás.”
“Idiota,” respondió Draco, pero el insulto se quedó atrapado en su lengua cuando Remus atacó con una combinación de encantamientos defensivos y ofensivos, obligando a Pansy a retroceder. Su amiga gritó algo, conjurando una barrera que hizo estallar un círculo de magia oscura a su alrededor.
Hermione se puso de pie tan rápido que casi se tropieza.
“¡Eso no estaba en el plan!”
“Cálmate,” dijo Charlie, levantando una ceja. “Sigue siendo parte de la prueba. Lo han discutido antes.”
“No con magia oscura,” susurró ella. “Remus…”
Draco apenas parpadeó. Conocía esa técnica. Él mismo se la había enseñado a Pansy en una de esas noches donde el miedo al futuro los mantenía despiertos más allá del toque de queda. Ella estaba empezando a usar su arsenal. El real. El que la Orden no quería reconocer todavía.
Harry giró hacia él. “¿Se lo enseñaste tú?”
“Claro que sí,” respondió Draco, mordaz. “¿Creías que ella aprendía esas cosas en la biblioteca de Hogwarts entre besitos con tu amiga Granger?”
“Draco…” murmuró Hermione con una advertencia en la voz.
Pero él la ignoró. Porque en ese momento, Pansy recibió una maldición lateral de Kingsley que la lanzó de espaldas sobre el barro.
El corazón de Draco se detuvo por una fracción de segundo.
“¿Ves? Esto es exactamente por lo que no deberían enfrentarse a dos adultos a la vez—”
“Shhh,” Harry le acarició la mejilla con una paciencia casi irritante. “Ella puede con esto.”
Y sí, Pansy se levantó. Tenía el labio partido y el barro cubriéndole media mejilla, pero sus ojos eran fuego. Con un grito, lanzó una explosión que sacudió la barrera mágica del campo, y por primera vez, tanto Kingsley como Remus retrocedieron a la vez. Fue un momento pequeño, pero lo fue todo.
“Esa es mi Pansy,” dijo Draco en voz baja, sin notar que su garganta temblaba.
Harry apretó su mano.
“Sí. Y está jodidamente loca como tú.”
Draco soltó una risa ahogada, y por primera vez desde que empezó la mañana, sintió que podía respirar. Hermione se había sentado de nuevo, aunque no apartaba los ojos de Pansy. Sus labios se movían, quizás en una oración muda, quizás simplemente murmurando el nombre de su chica una y otra vez.
Cuando finalmente, tras unos minutos que se sintieron como horas, Remus bajó la varita y declaró la prueba concluida, Draco sintió un nudo en el pecho que solo supo reconocer cuando Harry lo abrazó con el costado sano.
Pansy se acercaba, jadeando, pero sonriendo. Le faltaba aire y tenía una costilla rota, probablemente, pero sus ojos iban directo hacia Hermione. Y Draco, aun con la pierna rota y el pecho envuelto en vendas, sonrió con ella.
Porque por un instante, los dos Slytherin estaban enteros. Y el mundo les pertenecía.
Antes de que Pansy pudiera dar un paso más, Granger se lanzó hacia ella, cruzando el espacio entre ambas con una determinación que desafiaba cualquier protocolo. La abrazó con fuerza, y sin importarle las miradas sorprendidas de los presentes, la besó apasionadamente. El beso fue intenso, cargado de emoción y alivio, una declaración silenciosa pero elocuente de lo que significaban la una para la otra.
Draco, con el torso aún vendado y sentado a un lado, observaba la escena con una mezcla de sorpresa, desconcierto y algo parecido a la ternura. No estaba completamente seguro de la naturaleza de la relación entre Pansy y Hermione, pero eso quedaba lejos de ser su prioridad. Todo se había sentido perfecto por unos segundos: él y Pansy habían pasado. Habían enfrentado a dos magos adultos y experimentados y, pese al agotamiento, estaban enteros. Habían ganado.
Los vítores y aplausos rompieron el aire frío del atardecer. Se sentía como una victoria real. Pero esa sensación duró poco.
Moody avanzó entre los presentes con su andar pesado, su ojo mágico girando con velocidad. Alzó la voz como un martillo que golpeó la euforia de lleno.
“Malfoy”, gruñó, sin ceremonia. “Tienes el resto del día para recuperarte. Mañana será tu primera incursión.”
El silencio fue inmediato. Como si la temperatura hubiese descendido de golpe. Pansy palideció al instante, Hermione se giró de golpe, y Harry… Harry se tensó como si le hubieran disparado un Crucio directo al corazón.
“¿Qué significa eso?”, dijo Harry, con voz grave. “¿A dónde lo enviarán?”
Moody no parpadeó. “Información confidencial.”
“¡¿Confidencial?!”, exclamó Harry, dando un paso adelante. “¡Es mi novio, maldita sea! ¡Tengo derecho a saberlo!”
Sirius intentó acercarse, pero Harry se sacudió el brazo con un movimiento brusco. “No me toques, Sirius. No me digas que lo entienda.”
Remus suspiró, su tono cansado pero paciente. “Harry, esto no es nuevo. Ya sabías que Draco se había ofrecido, sabías lo que implicaba.”
“¡Sí, lo sabía!”, gritó Harry. “Pero una cosa es saberlo, y otra es que venga este viejo loco a decir que se va mañana como si fuera cualquier cosa. ¡Como si fuera desechable!”
Draco apretó la mandíbula. Había algo en su rostro, algo contenido, como si soportara una carga más allá del dolor físico. “Harry, basta.”
“No, no voy a callarme. ¡Te ofreciste sin siquiera consultarme! ¡Como si nuestra relación fuera algo que se deja al margen cuando te conviene!”
“¿Y qué querías que hiciera?”, soltó Draco con dureza, poniéndose de pie. “¿Quedarme en Grimmauld Place esperando a ver si tú mueres en el frente? ¿Mirarte partir cada vez que haya una misión y quedarme como un idiota sin hacer nada?”
“¡Preferiría eso antes de tener que vivir sabiendo que quizás tú no regreses!”, estalló Harry. Sus ojos brillaban con una mezcla de furia y miedo. “¿Eso es lo que quieres? ¿Que despierte una mañana con una carta diciendo que te mataron?”
“Esto no se trata de lo que quiero. Se trata de lo que sé que puedo hacer.”
“Eres un maldito egoísta.”
Draco tragó saliva. Eso dolía más de lo que esperaba. Su cuerpo se tambaleó, pero no cayó. “Y tú eres un maldito sentimental, incapaz de entender que no todo gira en torno a tus deseos.”
Pansy giró el rostro, visiblemente incómoda, y Hermione apretó su mano con fuerza. Sirius miraba a Remus en silencio, como esperando que él interviniera, pero hasta el ex profesor parecía reconocer que esta pelea era inevitable.
Moody no dijo nada. No era su lugar. Había visto a demasiados jóvenes despedazarse emocionalmente antes de ir al campo.
Harry, temblando, bajó la mirada. “¿Te vas a ir igual, verdad?”
Draco lo miró por un largo segundo, sus ojos plateados cargados de una tristeza que no se atrevía a mostrar del todo. “Sí.”
El regreso a Grimmauld Place fue silencioso. Pansy no dijo nada, solo caminaba como un espectro, con Hermione cerca, casi protegiéndola del frío y de las emociones. Sirius se frotaba el vientre cada pocos segundos. Remus iba cabizbajo, como si llevara encima el peso de muchas guerras.
Harry fue el primero en entrar. Ni siquiera esperó a que los demás cruzaran el umbral. Subió las escaleras sin mirar atrás, y al llegar al pasillo del segundo piso, cerró de un portazo la habitación que compartió con Ron.
Abajo, el silencio era casi reverente. Draco se quedó junto a la chimenea, sin moverse.
“Dejen que se calme”, murmuró. “No es un niño para que haga berrinches.”
“Aunque seas mayor de edad y puedas tomar decisiones propias”, dijo Remus suavemente. “Eso no hace más fácil dejarte ir.”
Draco no respondió. Solo se sentó en el sofá, con las manos en el regazo, como si en cualquier momento fueran a desintegrarse. Sabía que esa noche dormirían separados. Sabía que Harry lloraría de rabia más que de tristeza. Y también sabía que, si no iba mañana… todo lo que habían construido podría desaparecer sin más.
Pero, aun así, le dolía mucho que no pueda estar un solo día sin pelear con Harry.
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La cena seguía tibia cuando subió las escaleras, sostenida en una bandeja flotante con un leve encantamiento. El vapor del guiso de carne se enroscaba perezosamente en el aire, como si no tuviera prisa en llegar a destino. Draco caminaba lento, a pesar de que cada peldaño que dejaba atrás le exigía más de lo que estaba dispuesto a dar. El silencio en Grimmauld Place era de esos que se sienten espesos, no por la ausencia de sonido, sino por la acumulación de cosas no dichas. El tipo de silencio que se agazapa en los rincones y te observa con los ojos vacíos del resentimiento.
Cuando llegó al pasillo del segundo piso, la puerta estaba cerrada. Dudó. Lo hizo por una fracción de segundo que se sintió como un abismo. Dudó si debía dejar la cena frente a la puerta como si fuera un condenado pidiendo perdón con migajas, o si debía entrar y enfrentar la mirada cortante de quien más amaba.
Tocó.
Una, dos veces.
Ni un murmullo al otro lado. Ni un crujido de madera, ni un suspiro. Solo el silencio, envolviendo todo.
Pero Draco nunca había sido bueno esperando permiso. Y menos aún cuando el corazón se le partía en las manos.
Giró el picaporte con firmeza y entró. El cuarto estaba tenuemente iluminado por una vela en la mesita de noche, lanzando sombras danzantes sobre los muros, como si la habitación respirara en su propio compás. Harry estaba de rodillas junto al baúl al pie de la cama, revolviendo el interior con movimientos bruscos. No alzó la vista. No dijo su nombre. No fingió siquiera sorpresa. Era como si Draco fuera apenas una brisa molesta que se filtraba por la grieta de una ventana mal cerrada.
El rubio cerró la puerta tras de sí, tragando el nudo espeso en su garganta, y avanzó unos pasos.
“Te traje algo de cenar”, dijo con calma forzada, como si no se le estuviera desangrando la voz.
Harry no respondió.
Draco soltó una exhalación baja, cargada de veneno contenido.
“¿No vas a cenar?” preguntó, con la misma cadencia que se pregunta si el cielo piensa llover o si el reloj piensa avanzar.
Nada.
Solo el ruido de ropa removida, el susurro de una búsqueda desesperada.
Draco cerró los ojos por un momento, como quien cuenta los segundos antes de perder la compostura. Alzó la mirada al techo, como si alguna respuesta divina pudiera brotar de los clavos del tejado.
“¿Qué estás haciendo?”, dijo finalmente, sin molestarse en ocultar su irritación. No era un tono altivo, sino uno cansado. Cansado de ser el único que intentaba llenar el abismo.
Ninguna palabra de vuelta. Solo los dedos de Harry buscando con más fuerza entre túnicas arrugadas, libros viejos y fragmentos de recuerdos acumulados.
La bandeja flotante descendió suavemente hasta la mesita mientras Draco se giro, exasperado, dispuesto a marcharse. Ya tenía una guerra con la cual lidiar al amanecer. No necesitaba otra más en esta habitación.
Estaba a punto de girar el pomo de la puerta cuando la voz temblorosa de Harry lo detuvo.
“Si pudieras dejar de mirarme así, sabrías que tu tinta se ha derramado.”
Draco se quedó quieto. El eco de esas palabras se arrastró por la habitación como una flecha que no apuntaba al corazón, sino que lo desollaba sin remordimientos.
“Hoy te vi volar y parecías un cuervo desplumado”, continuó Harry, sin alzar la vista. Su tono era agrio, sarcástico, pero temblaba, como si cada palabra se le desprendiera de un músculo distinto.
“Si no puedes evitar deslumbrarte con mi belleza, lo mejor sería que te regale fotos mías.”
Draco giró despacio, con un movimiento robado a las estatuas rotas. Lo vio entonces: Harry había encontrado lo que buscaba. Un puñado de papeles arrugados, algunos con dobleces como alas, otros marcados con tinta corrida y anotaciones rápidas. Las notas. Sus notas.
Las mismas que Draco había deslizado por debajo de servilletas, dejado entre libros, enviado con hechizos que hacían que los pergaminos aparecieran como por arte de magia sobre la almohada de Harry. Palabras de otro tiempo, de otros días, cuando amarse era más fácil porque aún creían que el amor los protegería de todo.
Harry comenzó a leer en voz alta.
Una. Luego otra.
Cada frase era un golpe de eco. “Desearía estar contigo en esta clase. No soporto a Binns sin tus ojos guiñándome desde la segunda fila.”
Luego otra.
“No te vi esta mañana y fue como no respirar. Estás en mi maldito oxígeno, Potter.”
Y otra.
“No me importa que el mundo piense que esto es imposible. Me importa cuando dejas de mirarme como si fuera lo único que existe.”
“Estoy atrapado en runas, Granger me aburre. Si no salgo, dile a mis padres que fui valiente. P.D.: Te guardé el último bizcocho, está en tu mochila.”
Draco no se movía. Sus ojos grises estaban fijos en Harry, y brillaban. Luchaban contra la humedad que comenzaba a traicionarlos.
Otra más.
“Tu risa me distrajo en Defensa. No sé qué hechizo lanzaron, pero me quemé la túnica. Te odio. Te adoro. Te odio.”
Con cada palabra, Draco sentía que se le aflojaban los huesos. Que algo dentro de él se deshacía como pergamino mojado. Sus ojos comenzaban a brillar, pero se negó a dejar caer las lágrimas. No allí. No delante de Harry. No otra vez.
“¿Estas notas?”, dijo Harry finalmente, con la voz rota. “¿Esto significó algo?”
Draco abrió la boca, pero no encontró palabras. Solo aire. Solo una punzada bajo el esternón que dolía como si algo se hubiese roto sin haber sonado.
Harry se acercó, con las notas aún en la mano. Su rostro estaba bañado por esa furia doliente que solo tienen los que han amado demasiado.
“¿Qué voy a hacer con esto, Draco?” le susurró, agitando los papeles entre ellos. “¿Qué se supone que haga con todo esto si tú mueres mañana?”
Draco bajó la mirada. El suelo era más fácil de mirar que ese mar verde esmeralda cargado de dolor.
“¡Respóndeme!” gritó Harry, y su voz quebró el aire como una maldición. “¡¿Qué hago con esto si tú te mueres?!”
Draco se tambaleó hacia atrás, el cuerpo entero temblándole. Levantó las manos en rendición, en súplica, en derrota.
“No más… por favor… basta…” susurró entre sollozos que no podía contener más. La fachada se había roto. El Malfoy orgulloso se había quedado atrás en la escalera. Solo quedaba un muchacho, tembloroso, enamorado y aterrado.
Harry no soltó las notas. Con una mano las sostuvo contra su pecho. Con la otra, le tomó el rostro. Sus dedos eran cálidos, temblorosos también, como si ambos fueran una sola estatua de nervios al borde del colapso.
“¿Qué vas a hacer con todo este amor… si piensas irte?” preguntó en un murmullo, tan bajo que parecía que se lo decía al alma de Draco.
El rubio cerró los ojos, apoyó la frente contra la de él. “¿Y cómo se supone que te demuestre que puedes confiar en mí… si no lo intento?”
“No lo hagas así”, le respondió Harry con la voz hecha de llanto y dulzura. “No pongas tu vida en riesgo para convencerme.”
“No sé otra forma…”
Harry sonrió entonces. Una sonrisa triste, como esas que se ven desde la ventana cuando el tren se va.
“Entonces aprenderemos una.”
El beso que siguió fue tembloroso y sagrado. No era un beso para olvidar. Era uno para sobrevivir. Draco se aferró a él como si fuera la única cosa real en un mundo que se desmoronaba. Y cuando Harry lo besó de vuelta, el rubio sintió que quizás no era del todo imposible quedarse, aunque doliera.
Tropezaron contra el borde de la cama, cayendo sobre ella con un suspiro compartido. Las sombras de la vela se curvaron con ellos. Draco apenas se separó para quitarle la camiseta a Harry, pero lo hizo como quien descorre el velo de una estatua, no con deseo, sino con reverencia. No era el cuerpo lo que buscaba. Era la presencia. La certeza.
Se besaron otra vez, con labios salados por lágrimas, con los dedos aferrados al rostro del otro, como si el calor bastara para conjurar cualquier hechizo de protección. Draco sabía que mañana se iría. Que habría misiones, incertidumbre y muerte. Pero esa noche, en esa cama estrecha de Grimmauld Place, lo único que existía era esto: dos muchachos, abrazándose para no caer. Para no romperse del todo.
La luz de la vela lanzaba reflejos dorados sobre la piel, y aunque el aire era frío, no parecían necesitar más abrigo que el del otro. Draco se movió con una lentitud que no venía de la duda, sino del deseo de que el momento no se esfumara. Le rozó la mejilla con la nariz, como si buscara memorizar la textura exacta de su piel, como si cada roce fuera una palabra que no sabía cómo decir.
Harry entreabrió los labios, pero no dijo nada. Su cuerpo respondió primero, con un leve temblor, con un brazo que lo atrajo hacia sí, con la otra mano abierta sobre la espalda de Draco, deslizándose apenas, con la precisión de quien no quiere romper algo frágil. Se besaron como se besan los que han estado demasiado tiempo peleando con la distancia: sin urgencia, pero con hambre; sin violencia, pero con la firmeza de quien sabe que no hay promesa para mañana.
El cuerpo de Draco encajó contra el de Harry con una naturalidad que solo se da cuando hay intimidad de años, cuando el amor ya no necesita traducción. No hubo ninguna prisa en la manera en que sus labios se buscaron de nuevo, en cómo las bocas se abrían apenas para dejarse respirar mutuamente, como si el aire fuera un recurso compartido. Las manos se aferraban a donde podían: al hombro, a la nuca, a la curva de una cadera. No por deseo de poseer, sino por miedo a soltar.
Harry le acarició el cabello con dedos que no sabían si temblaban de emoción o de tristeza. Draco apoyó la frente en su cuello y se quedó allí un instante, respirando hondo, dejando que el perfume de su piel, cálido y familiar, se le metiera en los huesos. Una de sus manos bajó por el pecho de Harry, lenta, temblorosa, hasta encontrar la suya. La entrelazó. No dijo nada. No necesitaba hacerlo. Todo lo que no podían poner en palabras estaba contenido en ese gesto: la promesa de volver, el miedo de no hacerlo, el amor que existía incluso si el tiempo se acababa.
Draco, con la piel sensible bajo las yemas de Harry, giró apenas el rostro, dejando que su mirada vagara sin intención por el cuarto hasta detenerse en la mesilla junto a la cama.
Allí, brillante incluso en la penumbra, descansaba la gardenia de cristal.
El recuerdo fue instantáneo. Theo. La expresión llena de desesperación antes de irse. Draco nunca había entendido si fue un intento de secuestro o una súplica de irse con él, pero no pensó mucho en eso. Solo hasta que Pansy lo menciono. Y entonces Harry... Harry la vio, la tocó, y sonrió. Y Draco, sin pensarlo demasiado, se la dio.
Te queda mejor a ti, le dijo.
El pensamiento de Theo apareció con la nitidez de un cristal, pero no duró. Porque justo entonces, los dientes de Harry se cerraron con suavidad sobre su cuello, dejando una promesa entre piel y aliento.
Draco cerró los ojos. La gardenia, Theo, todo se deshizo como una ilusión cuando la boca de Harry descendió por su garganta y dejó una presión más firme, un mordisco real, decidido, cargado de pertenencia.
Harry murmuró algo contra su piel y Draco, en vez de responder, se arqueó contra él, con un leve jadeo que no buscaba ser dramático, solo inevitable.
Por un segundo, casi se le escapa el nombre de Theo cuando sintió su ropa desaparecer por completo y uno de los dedos de Harry empezó a explorar su entrada.
Draco chillo de sorpresa, no solo por haber perdido su ropa tan rápido si no también porque estaba seguro de que Harry no había lanzado ningún hechizo silenciador en la habitación.
“Me encanta lo estrecho que eres,” murmuro Harry contra el oído de su novio, mientras le daba una palmada juguetona en una nalga.
Apenas Draco se acomodo en el regazo de Harry cuando sintió como su cuerpo era empujado hacia abajo chocando su pecho contra el de Harry, antes de tener oportunidad de quejarse o pedirle que lanzara un hechizo Draco comenzó a sentir como lentamente el pene de su novio se introducía en su interior.
Aunque Harry lanzo un apresurado hechizo lubricante y adormecedor en Draco, le costo mucho introducir solo la punta.
“Estas más estrecho que nunca, Draco,” gruño Harry, levanto su cadera para forzar su entrada. “Pero podrás soportarlo, ¿cierto?”
Draco dejó escapar un sonido bajo, un suspiro al borde del descontrol mientras asentía con la cabeza. Le tomo un gran esfuerzo no gemir cuando sintió la cabeza roma del pene de Harry engancharse en su interior, pero sobre todo le costo un infierno el no gritar cuando Harry uso sus manos para separar ambas nalgas y Draco se puso más rojo al pensar en la imagen indecente que estaba mostrando.
Harry soltó una pequeña risa al sentir el cálido y estrecho interior de Draco envolverlo, el resto de su pene se deslizo fácilmente, fue como si el interior de Draco estuviera feliz de recibirlo, de volver a saludarlo.
A pesar de sus mejores esfuerzos para no hacer ruido, draco no pudo evitar gemir al sentir a Harry moverse sin soltar su trasero. Fue una sensación extraña el tener que mantenerse callado mientras que el sonido de sus cuerpos chocando solo crecía a cada segundo.
Harry levantó la vista, sus ojos verdes oscuros por la penumbra y el deseo, fijos en los suyos. Draco no quiso pensar mucho en que era lo que Harry había estado mirando segundos antes.
“Me encanta cuando dices mi nombre así,” murmuró, mientras lo embestía sin piedad.
Sus palabras hicieron que Draco se ruborizara aún peor, no había notado que estaba balbuceando, el único sonido que pudo escuchar era el de su corazón y todo el ruido húmedo que producían las embestidas de Harry.
Draco sin saber que responder solo pudo abrir y cerrar la boca, respirar se había vuelto complicado con todos los jadeos que intentaban ahogarlo, Harry no dejaba de penetrarlo con tanta fuerza que rozaba el filo de lo doloroso y el pensar en eso le hizo también darse cuenta que había un ruido más, el de la cama moviéndose al ritmo de las embestidas de Harry.
Dejando caer la cabeza contra el colchón, Draco gimió mientras se aferraba a los hombros de Harry, sus dedos se crispaban con cada movimiento.
A diferencia de Draco, Harry gruñía con cada embestida, como si no supiera como desahogar todo el placer que estaba sintiendo, cualquiera que pasara por la habitación sabría lo que ocurría dentro por los ruidos que salían de ambos.
“Harry…” jadeo Draco, sus ojos se habían cerrado y las lagrimas corrían por su rostro.
Eso hizo que Harry enloqueciera y convirtiera sus embestidas más rápidas, él se pregunto como había podido sobrevivir casi una semana sin tener a Draco así.
Harry había vuelto a besarlo con desesperación, con la boca firme en la clavícula de Draco y los dedos aferrados a su trasero con una intensidad que prometía dejar huellas más allá de la piel. Draco arqueó la espalda, jadeando, el cabello revuelto, el rostro encendido de deseo y necesidad, pero justo cuando Harry le iba a pedir cambiar de pose una mano suave, temblorosa, empujó su pecho apenas.
“Harry… espera,” susurró Draco, con la voz áspera y los labios aún recesos por sus largos jadeos.
Harry se quedó inmóvil, respirando con fuerza, sin soltarse de él, pero con los ojos abiertos, atentos, como si temiera haber hecho algo mal. Draco tragó saliva, apartando la mirada apenas un segundo. El calor seguía entre ellos, casi insoportable, pero su mente lo había obligado a hablar.
“Yo… ya no estoy tomando la poción,” dijo, finalmente, sin adornos ni explicaciones largas. No era propio de él ser tan directo, pero necesitaba sacarlo rápido, antes de que sea demasiado tarde.
Harry parpadeó.
“¿Desde cuándo?” preguntó en voz baja, sin juicio, solo con una mezcla de sorpresa y cuidado, como si temiera moverse demasiado y venirse dentro.
Draco bajó la vista hacia el punto donde estaban conectados, donde aún sentía el pulso del pene de su novio.
“Desde hace unas semanas. Desde que Severus... bueno, desde antes, pero con todo lo que pasó se me olvidó reponerla y luego pensé que tal vez no sería necesario reponerla, y...”
Se calló.
Harry no dijo nada durante un segundo. Lo miró, como si intentara comprender algo más allá de las palabras.
“¿Quieres parar?” preguntó finalmente, con una suavidad que hizo que Draco cerrara los ojos.
“No. Solo... no acabes dentro.”
Harry asintió, sin soltarse de él, sin alejarse ni un centímetro y volvió a moverse, esta vez no se dejo perder en la nubla del sexo. Sus muslos empezaron a debilitarse, así que alzo su cadera para impulsarse. Sus pies resbalaron sobre las sábanas húmedas y arruinadas, pero eso solo lo motivo a embestir más rápido, mas desesperado, casi de puntillas, usando el cuerpo de Draco como apoyo Harry lo follo más fuerte.
Draco frunció el ceño para evitar mojar aun más los hombros de Harry con sus lágrimas.
“Draco…” gimió Harry. “Voy a… mierda…”
Draco abrió sus ojos casi temeroso de que Harry fuera a venirse dentro, pero estaba en su punto más sensible así que dudo en levantarse o dejarse llevar, la tensión en sus testículos y el placer absoluto en su pene lo estaba mareando.
Con un par de jadeos y un grito que se escucho por toda la casa, Draco se corrió, su cuerpo se apretó alrededor de Harry y con un gran esfuerzo logro salir mientras se corría, el primer chorro termino por toda la entrada aun abierta de Draco, el resto termino disparándose por el trasero marcado con las manos de Harry y por los muslos de ambos.
La mano de Harry se movió hacia el agujero de Draco, estaba escandalosamente húmedo y empezaba a cerrarse, Harry tuvo que controlar su impulso de meter los dedos dentro y mientras Draco gemía y jadeaba sobre su pecho, balbuceando un gracias, Harry solo pudo pensar en como su semen se deslizaba por la entrada que no paraba de contraerse.
Harry respiraba aún con cierta dificultad, su pecho subía y bajaba contra el costado de Draco, que yacía a su lado, de espaldas, con una mano apoyada sobre su abdomen como si intentara recordar cada latido desde dentro. Estaban desnudos, con las piernas enredadas por inercia y con los restos de semen de ambos.
Por un instante, ninguno dijo nada. Solo el sonido del viento colándose por una rendija de la ventana, el leve crujido de la madera, y la forma en que los dedos de Harry acariciaban sin rumbo fijo la piel del costado de Draco, como si lo dibujara en la oscuridad.
“¿Estás bien?” preguntó Harry en voz baja, rompiendo finalmente el silencio con un susurro cargado de vulnerabilidad.
Draco asintió despacio, pero no respondió de inmediato. Se giró solo un poco, lo justo para poder mirarlo de reojo, con los ojos todavía opacos por el cansancio, pero lúcidos.
“Sí,” dijo al fin, y su voz salió rasposa, como si aún no recuperara el aliento. “Estoy bien.”
Harry notó el leve temblor en sus dedos cuando se aferraron a la sábana, como si estuviera pensando demasiado. Lo conocía lo suficiente como para no presionar, pero también lo suficiente como para no dejarlo solo.
“Draco…” murmuró, bajando la mano hasta entrelazar sus dedos con los suyos. “Antes de que... cuando me detuviste… ¿quieres que hablemos de eso?”
Draco cerró los ojos por un momento, y luego asintió con la cabeza, lento, sin soltar su mano.
“Hace semanas que dejé las pociones,” confesó, sin adornos ni rodeos. “No fue una decisión planeada. Solo… no las retomé. Tenía cosas más importantes que… además no sé cuál es la poción que Severus me preparaba con exactitud.”
Harry lo miró en silencio. Lo procesó. Sintió un cosquilleo recorrerle la espalda, un miedo súbito, irracional, pero también algo más tibio, más tierno.
“Podríamos comprarte otras o… podrías haberme dicho.”
“Iba a hacerlo,” susurró Draco. “No planeo estar como la comadreja o Black, solo… No sabía si lo nuestro iba a resistir tantas cosas. Y ya no quería tener una conversación sobre lo que podría pasar… antes de saber si tú siquiera ibas a quedarte.”
Harry apretó su mano, y se inclinó para rozar su frente con la suya. “Siempre me quedare a tu lado, Draco.”
Draco se burlo por lo bajo, con amargura suave. “Tú siempre dices eso. Y aún así, mañana podría no volver. Y tú podrías odiarme por quedarme.”
El silencio volvió a instalarse entre los dos, denso esta vez. Harry cerró los ojos, sintiendo el peso de ese "mañana" como una amenaza sobre la lengua. La misión. El primer encargo oficial de Draco como miembro activo de la Orden. Sabía que era necesario. Que Draco lo había elegido. Que había enfrentado a Moody y a Bill, que había demostrado su lealtad. Pero nada de eso le quitaba la sensación de que alguien acababa de arrancarle el suelo bajo los pies.
“No te odiare por quedarte,” dijo al fin. “Te odio por hacerme sentir como si tuviera que acostumbrarme a la idea de perderte.”
Draco se quedó quieto. Luego giró por completo, hasta quedar de lado frente a él, apoyando una mano sobre su pecho, sintiendo el latido aún rápido bajo su piel.
“No planeo morir mañana, Potter.”
“Nadie lo planea,” replicó Harry, seco. Pero su voz tembló.
Draco lo miró con seriedad. Con ternura. Con una culpa que no era culpa, sino solo amor teñido de inevitabilidad.
“Estoy haciendo esto por nosotros también. Porque si quiero quedarme contigo, tengo que pelear por el mundo donde eso sea posible. ¿Lo entiendes?”
Harry tragó saliva. Apretó los dientes. Asintió.
“Sí. Lo entiendo. Pero no me pidas que no me asuste. No me pidas que no me duerma con el corazón encogido y la garganta ardiendo. No me pidas que mañana me despida de ti como si fueras a volver con certeza.”
Draco lo besó, lento, en la boca. Y en la frente. Y luego en la cicatriz que apenas se veía en la oscuridad.
“Solo te pido que me abraces ahora,” susurró. “Que esta noche me sostengas como si supieras que voy a volver. Porque si tú lo haces, Harry… entonces yo también lo creo.”
Y Harry lo abrazó. Como si su cuerpo fuera la promesa que no podían jurarse en voz alta. Como si sus brazos fueran el único lugar del mundo que aún tenía sentido. Como si el amor, aunque mudo, aunque asustado, pudiera ganarle al miedo solo por estar allí, ardiendo entre las sábanas.
Hasta que la noche se hizo más densa, y el sueño se deslizó entre los dos, cubriéndolos como una tregua.
Como si el mañana pudiera esperar un poco más.
Chapter 49
Summary:
😭 Jegulus😭 Ay! Mi pobre corazón no soporto haber leído esa pequeña parte 💔
Notes:
9,000 vistas y 300 kudos... ✨
Yo no le tenia fe a la historia 😭
Subo este capitulo en agradecimiento a todos y espero que sientan la misma emoción que yo sentí al escribirlo y leerlo
Chapter Text
Draco siempre despertaba antes que Harry.
No porque no necesitara dormir o porque tuviera un reloj biológico más eficiente —aunque a veces podía parecerlo—, sino porque en la quietud que precedía al amanecer, cuando las sombras aún abrazaban los rincones de la habitación y la casa entera parecía contener el aliento, algo en él se negaba a cerrar los ojos. Era como si su cuerpo supiera que esos minutos robados a la mañana eran los únicos que podía permitirse sin máscara, sin expectativa, sin vigilancia.
Y porque cuando Harry dormía… Draco podía mirarlo sin miedo.
Harry estaba tendido boca arriba, el pecho subiendo y bajando lentamente bajo la sábana arrugada, una de sus manos descansando sobre el abdomen desnudo, la otra colgando del borde del colchón como si en cualquier momento fuera a tocar el suelo. Su boca entreabierta exhalaba un aliento calmo, y su cabello, más desordenado que de costumbre, le caía sobre la frente como un accidente perfectamente intencionado. Tenía un pequeño moretón en el cuello, resultado de algún movimiento impaciente de la boca de Draco durante la noche, y Draco se encontró repasándolo con la mirada, con la vaga urgencia de que sanara antes de que alguien más lo viera.
Se ve tan vivo, pensó. Tan intacto. Tan lejos de la guerra.
La idea fue un golpe tan súbito como una ráfaga helada en el pecho. Era ese pensamiento —esa mezcla de ternura y desesperación— lo que le dio la fuerza para apartar la mirada, para separarse de la cama y deslizar los pies descalzos sobre el suelo frío.
Sus ropas estaban desperdigadas por toda la habitación, una habitación que antaño había pertenecido a Regulus Black y que ahora, tras la muerte y la ausencia, le había sido cedida sin ceremonia por Sirius. Draco ya no se sonrojaba por estar desnudo. La vergüenza era un lujo que había aprendido a ignorar desde que la piel de Harry se había convertido en refugio. Había perdido la cuenta de cuántas veces habían dormido así, sin nada entre ellos más que las horas, pero era la primera vez que lo hacían en una habitación. Una que, quizás con algo de osadía, Draco se permitía empezar a llamar suya.
Se agachó, recogió los pantalones de Harry con cuidado y los dejó doblados al pie de la cama. Aún tenían el perfume sutil de los hechizos de lavandería de los elfos de Hogwarts, mezclado con algo más terroso, más familiar: él. Los suyos estaban al otro lado, sobre la silla. Se vistió solo lo justo para cruzar al baño, sabiendo que necesitaba ducharse; la noche anterior había dejado huellas que todavía sentía en la piel: rastros de deseo, de amor, de sudor y fluidos que hablaban de una entrega sin máscaras.
La ducha fue breve. Silenciosa. El agua estaba apenas tibia, lo suficiente para no hacerle tiritar, pero no tanto como para adormecer la mente. Draco no quería eso. No esa mañana.
Cuando volvió, aún goteando, con el cabello aplastado y las gotas resbalando por la nuca, encontró a Harry en la misma posición. El mismo ritmo tranquilo. La misma expresión de calma que sólo se le permitía cuando no estaba despierto, cuando no recordaba que era “El Elegido”, cuando no llevaba sobre los hombros el peso de todo un mundo que no terminaba de agradecerle.
Draco sonrió por inercia, esa sonrisa pequeña, apenas una curvatura en la comisura de los labios, pero lo suficientemente sincera como para dolerle en el pecho. Porque todo se sentía demasiado real y al mismo tiempo demasiado frágil.
La guerra estaba allá afuera. Esperando. Latiendo.
Con movimientos distraídos, abrió el armario de Regulus. Las túnicas colgaban con la pulcritud casi obsesiva de alguien que nunca pensó en vivir mucho. Pero más al fondo, entre pliegues que olían a encierro y humedad antigua, estaban aquellas prendas que no parecían del todo suyas. Pantalones de algodón, camisetas algo raídas, una o dos sudaderas de colores desteñidos. Draco eligió una de estas últimas. Vino oscuro, con las mangas algo largas. Apenas la sacó, una nota de perfume amargo, casi familiar, le llegó a la nariz. Era una prenda muggle. No de Regulus, estaba casi seguro. Y por la forma en la que Sirius la había mirado la primera vez que lo vio con ella, como si hubiese visto un fantasma mal escondido detrás de una cortina, Draco sabía que esa ropa no estaba allí por casualidad.
Pero no era una conversación que planeaba tener. No hoy.
Se la puso, aún húmedo, y el algodón se le pegó a la espalda. Se sentó al borde de la cama, observando a Harry otra vez, preguntándose si debía despertarlo. Si debía decirle que ya se iba. Que hoy sería parte de la Orden oficialmente. Que hoy su nombre estaría en los registros de quienes arriesgaban la vida. Que hoy, por primera vez, tal vez no regresaría.
No quería hacerlo.
Pero Harry empezó a abrir los ojos.
Lento. Pestañeando como si le costara enfocar la figura que lo miraba desde tan cerca.
“Buenos días,” murmuró Harry, su voz ronca y suave a la vez. “¿Llevas mucho despierto?”
Draco se encogió de hombros. “Lo suficiente como para considerar despertarte de formas poco civilizadas.”
Harry sonrió con una lentitud que le revolvió el estómago. Estiró una mano para tomar la de Draco, pero al notar la sudadera empapada, frunció el ceño.
“¿Te duchaste sin mí?” preguntó con fingida indignación.
“Creí que necesitabas dormir,” respondió Draco, sin pensar. Luego, como si la frase fuera demasiado cargada, se aclaró la garganta. “Además, tenía que alistarme.”
La sonrisa de Harry se desdibujó. Draco vio el momento exacto en que recordó qué día era.
“Hoy…” empezó.
“Hoy empiezo,” confirmó Draco.
El silencio que siguió fue espeso, como si la habitación se hubiera llenado de una niebla que ambos podían ver, oler, sentir.
“Podrías no hacerlo,” dijo Harry, sin mirarlo. “Podrías quedarte.”
“Y tú podrías no planear salir con la capa de invisibilidad a buscar fragmentos de un alma rota,” retrucó Draco, ácido.
“Eso no es lo mismo.”
“¿No?” Draco se puso de pie. Caminó hasta la ventana, pero no la abrió. “Porque para mí lo es. Es arriesgarme. Es hacer algo. Es no quedarme esperando a que las cosas se rompan más.”
Harry se sentó, la sábana aún cubriéndolo hasta la cintura. “No quiero perderte.”
Draco lo miró por sobre el hombro. “¿Y crees que yo no tengo miedo? ¿Crees que no me duele salir por esa puerta sabiendo que puedes no estar cuando regrese? Que podrías ser tú el que no vuelva…”
El silencio se hizo de nuevo. Solo el tictac del reloj en la mesita de noche llenaba el aire.
Finalmente, Draco caminó de nuevo hasta la cama. Se sentó frente a Harry, con las manos entrelazadas.
“No te estoy eligiendo a ti o a la guerra,” dijo. “Te estoy eligiendo a ti… y también a no ser un espectador de tu posible final. No podría soportarlo.”
Harry asintió, tragando saliva. “Entonces… vuelve. Haz lo que tengas que hacer. Pero vuelve.”
“Volveré,” prometió Draco, y fue una promesa rota incluso antes de pronunciarse, porque en una guerra como esa, nadie podía asegurarlo.
Draco pensó —muy brevemente, pero con una intensidad que lo quemó por dentro— que tal vez, en otra vida, en otra circunstancia, podría haberse permitido el lujo de seguir a Harry hasta el baño. No con sigilo ni con la mirada de un ladrón, sino con la confianza de quien se sabe amado, deseado y necesario.
Tal vez habría entrado tras él con la excusa más endeble —la temperatura del agua, la toalla olvidada, el shampoo que supuestamente le irritaba el cuero cabelludo— y habría terminado presionando su espalda mojada contra los azulejos, con las manos de Harry temblorosas pero firmes sosteniendo sus piernas, con su boca deslizándose sobre una clavícula ya familiar. Y Harry no se habría quejado. Habría dicho su nombre con ese tono entre necesitado y rendido, como si Draco fuera el único pecado que estaba dispuesto a cometer una y otra vez.
Pero no estaban en otra vida.
Y Draco no era tan descarado como para intentar algo tan temprano. No cuando su frasco de pociones anticonceptivas estaba vacío y aún no había tenido la ocasión —ni la paz mental— de preparar o conseguir más.
Así que, en lugar de seguirlo, lo besó.
Lo hizo rápido, apenas unos segundos antes de que Harry desapareciera por la puerta del baño, aún somnoliento, aún deliciosamente desnudo, y con una sonrisa ladeada que a Draco le destrozó el alma.
Y entonces se quedó ahí, solo en la habitación, con la piel aún húmeda de la ducha, la sudadera vino oscuro empapada pegándosele a la espalda como si tratara de anclarlo a la cama, a la seguridad, a ese breve instante en el que todo parecía más sencillo.
Pero no lo era.
No con la Orden esperando abajo.
No con su nombre escrito —en tinta invisible aún, pero imborrable en lo emocional— en la lista de los que saldrían hoy, quizás para no volver.
Suspiró. Se pasó una mano por el rostro, intentando no pensar en la visión de Harry caminando desnudo por la habitación, o en lo mucho que lo había deseado incluso con la cabeza llena de miedo. Draco pensó que era injusto. Que el mundo era cruel. Que el tiempo era un mentiroso que siempre parecía agotarse cuando más se necesitaba.
Cruzó la habitación en silencio. Abrió la puerta con suavidad, esperando no encontrar a nadie en el pasillo, deseando, al menos por esta mañana, no tener que lidiar con absolutamente ningún rostro humano más allá del de Harry.
Pero, por supuesto, la vida no le iba a conceder ese favor —por supuesto que no—
Porque la primera cara que se encontró fue la de Weasley y Draco casi se rió. Casi. Si no fuera por el nivel de ironía cósmica que implicaba.
Ron estaba ahí, de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido de forma casi profesional. Vestía una camiseta simple, aunque semiabierta a la altura del vientre, donde una curva evidente desafiaba todo intento de ocultarla. Estaba embarazado. En serio. La imagen era tan absurda que Draco sintió que el universo le estaba haciendo un chiste privado y cruel.
¡Por Merlín, esto es real! pensó con una punzada de hilaridad y desdén. La comadreja está casi por parir.
Pero no dijo nada. No aún.
El silencio entre ambos fue tan inmediato como denso. Ron lo miraba como si acabara de atrapar una rata en la alacena, como si Draco fuese una presencia que arruinaba el aire.
Draco, por su parte, cruzó los brazos también, sintiendo cómo su lengua ardía por soltar alguna frase venenosa, algún comentario sobre cómo, de los dos, él era el que no estaba cargando una criatura en el útero sin ser capaz de cerrar bien sus piernas.
Pero no lo hizo.
Porque pensó en Harry.
En su Harry. En su novio desnudo, probablemente lavándose los rastros de lo que había sido una noche intensa. En el Harry que lo había mirado con ese brillo extraño al despertarse, ese que le decía te quiero, pero tengo miedo. En el Harry que consideraba a Ron su mejor amigo, su hermano, su punto de referencia desde la infancia.
Y Draco sabía —lo sabía tan bien como sabía que no podía permitirse errores esta mañana— que si decía una sola palabra incorrecta, Harry lo sentiría. Y se pondría más nervioso. Más alterado. Y él no podía permitirse romper esa frágil paz justo antes de su primera misión.
Así que se tragó las palabras.
A duras penas.
Ron, sin embargo, no parecía dispuesto a ofrecer la misma cortesía.
“Harry no está en su habitación,” dijo, como si Draco no lo supiera. Como si esa fuera alguna clase de acusación o advertencia, como si no estuviera implícito en su presencia saliendo de su propia habitación, visiblemente desordenada, con la sudadera aún húmeda en la espalda.
Draco lo miró. Por un segundo pensó en contestar algo horrible. Algo como: Claro que no está. Está en la ducha, lavándose los restos de mí de entre las piernas, gracias por recordarlo. Pero no lo hizo.
No por madurez. Ni por respeto a Weasley.
Sino por Harry.
Así que se limitó a alzar una ceja.
“No, no está,” dijo, con un tono tan neutro que casi era insultante. “Pero gracias por la información.”
Ron bufó. Draco se preguntó si lo ofendía más su sarcasmo o su indiferencia.
“Solo quería saber si lo habías visto,” insistió Ron, con los ojos brillando entre furia contenida y desconfianza.
Draco se preguntó si el embarazo lo hacía más irritable. O más tonto, añadió su mente con crueldad automática.
“Lo he visto, sí. Puedo asegurar que está bien,” respondió, esta vez dejando una sonrisa mínima, elegante, que apenas dejaba entrever la verdad de todo lo que no decía.
Ron parecía a punto de replicar, pero Draco dio un paso al costado, como cediendo el paso con el tipo de educación que se vuelve casi insulto cuando se hace con demasiado refinamiento.
“No te preocupes,” murmuró, sin mirarlo. “Seguro aún estás a tiempo para alcanzarlo.”
Y sin esperar respuesta, bajó por las escaleras, dejando atrás el pasillo, la tensión, y el rostro rojo de Ron, que no supo si se enfurecía más por no haberlo insultado o por no haber tenido excusa para empezar una pelea.
Draco no miró atrás.
No podía.
Cada paso lo acercaba al comedor. Cada paso lo alejaba de la cama aún tibia, del cuerpo cálido de Harry, de todo lo que había querido proteger antes de siquiera saber que lo amaba.
Y por primera vez desde que se había despertado, sintió que el corazón se le encogía con violencia.
Decir que el desayuno fue tranquilo sería como decir que un dragón domesticado aún no puede incinerarte si lo miras mal. Draco lo supo desde el primer paso que dio al atravesar el umbral del comedor, con los rayos pálidos de la mañana extendiéndose por la mesa como dedos inofensivos, pretendiendo una paz que claramente no existía.
Y sin embargo, ahí estaban. Charlie y Bill —el primero con esa sonrisa relajada de quien sabe que su sola presencia incomoda a otros, el segundo más medido, pero igualmente acogedor— alzando la mano al unísono como si hubiesen estado compitiendo por ofrecerle un asiento. Fleur, impecable hasta el punto de lo criminal, le sonrió también, con esa clase de gesto que decía yo veo lo que tú ves, y no me molesta en lo más mínimo. Draco dudó por un momento si debía sentarse junto a ella. Le agradaba Fleur, su elegancia innata, su desprecio por la mediocridad, su habilidad para mantener la compostura incluso rodeada de pelirrojos.
Pero se sentó junto a Charlie. Porque, aunque Fleur hubiese elegido al Weasley más atractivo, seguía siendo un Weasley. Y eso, por defecto, restaba varios puntos.
Aún así, el ambiente no era del todo insoportable. Para ser un desayuno con todo el clan Weasley, el tema de conversación era notablemente ligero. Nadie mencionaba la guerra, ni el luto, ni siquiera las rondas nocturnas con la Orden. Por un instante extraño, parecía una casa casi normal. O lo más normal que podía ser una casa en donde se escondía el Niño Que Vivió, el Prófugo Que Vomitó Rosas (por las náuseas del embarazo, claro) y ahora, el Novio del Niño Que Vivió.
Draco ya había probado su tercer bocado de tostadas con mermelada cuando se escucharon pasos en la escalera.
Y entonces, como si el silencio hubiera estado agazapado esperando su momento, cayó de golpe.
Harry entró primero, despeinado, con ojeras visibles, y la camisa mal abotonada. No iba detrás de Ron, como de costumbre, sino al lado, aunque claramente ninguno de los dos parecía muy feliz con la compañía mutua. Ron llevaba esa expresión de ceño fruncido que usaba cuando no entendía algo pero no estaba dispuesto a admitirlo. Y en cuanto los ojos de ambos se posaron sobre Draco —no sobre Charlie, ni sobre la silla vacía a su izquierda, ni siquiera sobre la mermelada, sino sobre Draco— el aire se volvió más espeso.
Draco alzó una ceja. Con elegancia.
No era que le molestara el repentino recelo. Al contrario, lo disfrutaba. Sobre todo cuando vio cómo Harry se tensaba ligeramente al notar la cercanía entre él y Charlie. Nada indecente, por supuesto. Solo lo suficiente como para que ciertas personas lo notaran y se removieran incómodas en sus sillas. Toma eso, Ginebra, pensó con frialdad deliciosa, justo cuando Harry se inclinó para besarlo.
Un beso simple. Corto. Pero directo. Y frente a todos.
Lo suficientemente efectivo como para que Ginny apretara los labios en una línea tensa y bajara la vista a su plato con una agresividad que solo podía describirse como alimenticia. Draco saboreó la satisfacción como si fuera mantequilla derretida sobre pan recién hecho.
Pero la dicha, como todo en esa casa, no duró.
“El que haya permitido que pasen la noche juntos no significa que pueden hacerlo siempre.”
La voz resonó como un hechizo lanzado sin varita, envolviendo la mesa con un aire de sentencia antigua. Sirius, con su característico dramatismo y su rostro de mármol sonriente, alzó la voz como si narrara una tragedia griega y no interrumpiera el desayuno.
“Nadie bajo este techo dormirá con sus parejas… al menos no hasta que se casen.”
Silencio. Draco apenas tuvo tiempo de fruncir el ceño antes de que todos los rostros, todos, se volvieran hacia él y Harry. Los gemelos detenidos en pleno comentario, Hermione levantando las cejas como si no supiera si reírse o tomar nota mental. Pansy, sentada entre Arthur y su novia, parecía al borde de la risa. Draco deseó poder darle una patada bajo la mesa, o al menos lanzarle una servilleta empapada en té caliente.
“Tú no estás casado,” reclamó Harry, apartándose apenas de Draco, pero manteniendo una mano sobre su hombro. Su voz era clara, firme, aunque Draco notó el leve temblor de su mandíbula. Estaba molesto. Y ofendido. Perfecto.
“Claro que sí,” intervino Remus, y su tono fue tan simple que por un instante nadie supo si era una broma. Hasta que los gemelos lo procesaron y sus risas murieron como por arte de magia.
“¿Qué?” preguntó Charlie, desconcertado. Un leve rubor asomaba en sus mejillas. Draco levantó una ceja. Ah, ¿así que tú tampoco lo sabías, Charlie?, pensó con tono ácido. Se preguntó si la sorpresa era por la revelación… o por otras razones.
Sirius, sin embargo, se limitó a reír. Como si la confesión de estar casado fuera una anécdota graciosa y no una bomba arrojada en medio de un desayuno ya incómodamente concurrido.
“Nos casamos poco después de graduarnos,” dijo Remus, apartando la mirada como si aún no estuviera seguro de querer revelar todo. Tonks, sentada cerca de Molly, soltó un sonido ahogado y se levantó de golpe.
El golpe de su silla sobre el suelo fue casi tan fuerte como el sonido de la red flu activándose segundos después. Se había ido. Draco sintió una punzada de satisfacción venenosa. No le había agradado. Tonks coqueteaba con Remus como si no estuviera claro —como si él no lo hubiera notado desde el principio— que el vientre de Black no era hinchazón por pan del día anterior, sino por un embarazo casi tan visible como el de la Comadreja. Aunque más disimulado, eso sí. Punto para Sirius.
“¿Por qué no me lo dijeron?” preguntó Harry, ahora visiblemente ofendido, sin soltar la mano de Draco. El gesto lo hizo apretar los dedos con más fuerza sobre el respaldo de su silla.
“¿Decirte qué? ¿Que estoy embarazado?” respondió Sirius, arqueando una ceja. Su vientre, aunque notablemente más redondo que días atrás, aún no era tan prominente como el de Ron, que parecía estar a punto de volcarse hacia adelante con cada movimiento.
“Ya me di cuenta de eso,” murmuró Harry. “Gracias.”
Remus, por lo bajo, murmuró algo que sólo Sirius escuchó. El aludido soltó una risa ahogada, miró a todos en la mesa —y luego, específicamente, a Draco— antes de declarar con fingida solemnidad:
“Y aunque odio seguir la norma sangre pura… al menos yo me casé antes de embarazarme.”
Draco no dejó pasar ni un segundo.
“Eso solo funciona si uno se casa puro,” respondió con una sonrisa tan cortés que dolía.
Sirius entrecerró los ojos, divertido. “¿Crees que no fui puro, sobrino?”
“Lo dudo mucho, considerando las marcas en la pared de tu cama.”
Silencio. Remus estaba tan rojo que parecía a punto de derretirse. Sirius estalló en carcajadas, una mano apoyada en su vientre como si ese fuera el mayor tesoro del mundo.
“Valió la pena,” murmuró, todavía riendo.
“Por favor,” dijo Molly finalmente, con esa voz que atravesaba todo el escándalo doméstico, “no hablen de eso en la mesa.”
Draco volvió a mirar su plato. Su tenedor se hundió en una salchicha con más violencia de la que pretendía. A su lado, Harry lo observaba y no de reojo.
“¿Qué pasa?” susurró Draco, en voz baja.
“Nada,” respondió Harry, con una leve sonrisa, y besó su mejilla. Suave. Discreto. Dolorosamente tierno.
Y cuando los gemelos comenzaron de nuevo a hacer comentarios, esta vez sobre el “matrimonio secreto” de los mayores, fue la mirada de Arthur la que los hizo callar.
Draco, por primera vez en días, sintió que tal vez sobreviviría la guerra, pero dudaba mucho sobrevivir otro desayuno.
Draco era muchas cosas. Vanidoso, sí. Arrogante, absolutamente. Intenso... bueno, eso era debatible. Pero algo que Draco no era, era estúpido.
Excepto, claro, cuando se trataba de Harry maldito Potter.
Porque sólo un estúpido novio no notaría que su Gryffindor personal estaba demasiado tranquilo al despedirse esa mañana. Tranquilo. Sereno. Como si nada en el mundo pudiera ir mal. Como si Draco no estuviera a punto de salir en una misión con dos Weasleys que parecían más parte de una manada de dragones que de una familia de magos.
Y Draco, claro, había estado tan jodidamente nervioso, tan tenso, que ni siquiera notó que Harry no lo besó en la boca al despedirse.
No. Le besó la frente.
La frente .
¿Quién demonios hace eso?
"Vuelve pronto", había dicho Harry, con esa voz que usaba cuando sabía algo que Draco no.
Y Draco, como un completo idiota, simplemente asintió, tragándose el nudo en la garganta y girando sobre sus talones, cruzando las protecciones de Grimmauld Place sin mirar atrás.
Qué imbécil.
La misión era sencilla. O al menos eso decían Bill y Charlie, como si “sencilla” no implicara infiltrarse en una zona vigilada por mortífagos y escoltar a una familia muggle con dos niños mágicos, de cinco y siete años, a un refugio seguro. Porque, claro, Voldemort y su séquito habían decidido que su nueva afición era cazar brujas y magos jóvenes. Nadie sabía para qué, pero Draco tenía sus sospechas, y ninguna era bonita.
Bill imponía con su cicatriz, Charlie con sus músculos, y Draco... bueno, Draco convencía. La voz educada, las palabras perfectamente moduladas. Algo bueno tenía que salir de todos esos años escuchando a su padre hablar como si recitara de una maldita ópera.
"Escúchenme. No les pedimos permiso. Vinimos a salvarlos", dijo Draco en tono bajo, con los ojos fijos en el padre de familia, que no dejaba de mirar a Bill como si fuera a comérselo.
Draco era bueno en eso. Demasiado bueno.
Aunque estaba casi seguro de que su padre se revolcaría en su hogar familiar si supiera que usaba sus lecciones de retórica para convencer a muggles.
Una vez los niños estuvieron a salvo y los padres comprendieron que nadie los iba a torturar (al menos no ellos), Bill sugirió que podrían unirse a otra patrulla. "Sólo para vigilar", dijo. Y Draco, para entonces, ya tenía esa sensación en la base del estómago, ese presentimiento que solía preceder al desastre.
El lugar era un asco. Draco se negó a llamarlo de otra manera.
Era oscuro, apestaba a basura, y tenía esa humedad que se te pega a la piel como sudor ajeno. Estaban escondidos en uno de esos engendros muggles que Charlie llamó "autos", como si fuera un nombre normal para una criatura metálica que parecía tragarse gente y escupirla en otro lugar.
"Qué nombre más ridículo", murmuró Draco mientras se frotaba las manos con desagrado. Bill se rió.
"¿Qué pasa, princesa? ¿Demasiado barro para tus zapatillas?"
"Lo único que me molesta es el nivel de vulgaridad que hay en este lugar. Y tu existencia."
Charlie bufó una risa, y Bill rodó los ojos. El aire olía a tensión y óxido.
Los mortífagos aparecieron minutos después, seis de ellos, deslizándose entre las sombras como ratas. Entraron al edificio. Un almacén abandonado, probablemente. Draco pensó que no podría haber lugar más deprimente en la Tierra.
Bill y Charlie salieron primero. Draco los siguió, los dedos crispados alrededor de su varita, el corazón latiendo con una cadencia que ya no sabía si era miedo o anticipación.
Y entonces lo sintió.
La magia de Harry era única. Una chispa dorada apenas perceptible, como una ráfaga de calor en el aire helado. Nadie más podía verla. Draco no necesitaba verlo para saber que estaba allí. Esa estúpida y brillante aura mágica, escondida tras una pared, invisible para todos... menos para él.
Con su capa de invisibilidad.
Draco parpadeó. El corazón le dio un vuelco y luego cayó como una piedra en su estómago. Quiso gritar. Quiso maldecir. Quiso asesinarlo.
¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía Harry Potter a seguirlo, a infiltrarse en su misión, a arriesgarse como si su vida valiera menos que la de cualquier otro imbécil Gryffindor?
Draco no lo pensó. No había espacio para el pensamiento. El resentimiento le golpeó el pecho como una bofetada de hielo. Porque no solo lo había seguido, sino que lo había engañado. Lo había besado en la frente, como si Draco fuera un niño pequeño, no su pareja. Como si necesitara protección. Como si no pudiera con esto.
Y eso… eso fue la chispa.
Draco salió del auto sin decir palabra, con una elegancia letal que habría hecho llorar de orgullo a cualquier profesor de duelos. A su lado, Charlie alzó una ceja, y Bill se acomodó la túnica de combate con un gesto aburrido, como si todo fuera otra noche cualquiera en medio de una guerra.
Pero Draco no estaba en guerra con los mortífagos.
No. Estaba en guerra con Harry Potter.
Y los mortífagos fueron simples daños colaterales.
El primero ni siquiera tuvo tiempo de sacar su varita. Draco se movió con una precisión quirúrgica, girando su muñeca con tal exactitud que el rayo de su Incarcerous no solo ató al enemigo, sino que lo lanzó de bruces contra la pared del callejón. Sonó el crujido de hueso contra ladrillo. Draco no pestañeó.
“Expulso,” escupió al segundo, lanzándolo al aire como un muñeco.
Y cuando cayó, Draco ya le había lanzado un Glacius Maxima directo a las piernas, congelándole hasta los muslos.
“Joder, Malfoy,” murmuró Charlie, abriendo los ojos con una mezcla de respeto y temor. “¿Qué te pasó? ¿Desayunaste odio?”
Draco no contestó. Estaba demasiado ocupado arrasando
Y otro más. Más oscuros, más certeros. No a Harry, claro. A los mortífagos que estaban bajando por las escaleras del edificio con cajas de ingredientes robados.
Su varita giró una vez más, lanzando un hechizo que no era ni estándar ni legal. Uno de esos que había aprendido en silencio, en libros que nunca debió abrir. Un rayo azulado se enroscó como serpiente en la garganta del tercer mortífago y lo dejó gimiendo, sin aire.
“¡Malfoy!” Bill lo llamó con urgencia, viendo que Draco no se detenía ni siquiera cuando el oponente ya estaba tirado en el suelo
"¡Draco!" gritó Bill otra vez, esquivando un maleficio que no había sido dirigido a él. "¡Baja la intensidad!"
“No me jodas, Weasley,” espetó Draco con una frialdad glacial, el rostro encendido de rabia. “¡Aún respiran!”
La varita ardía en su mano. Sus hechizos eran precisos, crueles, filosos como cuchillas de cristal. Uno de los mortífagos cayó al suelo, gritando, con la pierna congelada hasta la cadera. Otro apenas logró levantar su varita antes de ser desarmado por un golpe de viento tan fuerte que lo estrelló contra la pared.
"¿Qué demonios le pasa?", murmuró Charlie desde detrás de una cobertura improvisada. Su varita brillaba, pero sus ojos estaban puestos en Draco.
Draco no estaba luchando.
Draco estaba vengándose.
De Harry, de los mortífagos, del mundo entero que le arrebataba siempre todo lo que amaba.
Uno de los enemigos, el más alto, logró zafarse y apuntó directamente a Bill. Draco se interpuso sin pensarlo y gritó:
"Expulso!"
El mortífago salió volando por la ventana como una muñeca de trapo. El cristal se hizo añicos. El silencio cayó por un segundo.
Y Draco jadeó, el pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido un maratón. Las manos temblorosas. El rostro bañado en sudor. Y todavía podía sentirlo.
A Harry, escondido detrás de esa maldita pared.
"¡Sal de ahí, cobarde de mierda!" rugió Draco, aunque sabía que Harry no lo haría. No podía. No debía. "¡¿Qué clase de imbécil te crees que eres, Potter?!"
El eco de su voz rebotó entre los edificios vacíos.
"¡Esto no es una maldita excursión escolar! ¡No eres invencible! ¡No puedes seguirme como un cachorro estúpido cada vez que salgo!"
Charlie puso una mano en su hombro. Draco lo apartó de un empujón.
Bill se acercó despacio. "Draco..."
"¡No me toquen!", escupió. "No me hablen. No me miren. Y tú..." Draco volvió la cabeza hacia la pared. "Tú...”
Y entonces lo vio. Harry, saliendo lentamente de su escondite, quitándose la capa con esa cara que Draco tanto conocía: mezcla de culpa, arrogancia y una absurda ternura que no encajaba con el infierno que había provocado.
Draco se giró, sus botas resonando con furia en el pavimento.
“¿Qué mierda haces aquí?” escupió, avanzando hacia él como una tormenta contenida.
Los ojos grises brillaban con esa rabia silenciosa que precedía a lo inevitable. Harry abrió la boca para responder, pero Draco ya estaba sobre él.
“¿¡Eres completamente imbécil!? ¿¡O sólo me mentiste con la misma sonrisa con la que me besaste antes de irme!?”
“Draco, yo solo—“
“¡NO! ¡Tú solo decidiste que yo no podía hacer esto sin tu jodida supervisión!” gritó, la voz quebrándose al final. No de debilidad. Sino de esa rabia que quema en el pecho como traición.
Harry dio un paso al frente, alzando las manos.
“¡Draco, te vi nervioso! Solo quería asegurarme de que estabas bien—“
“¿Y mentirme fue la mejor forma? ¿Seguirme como un niño con capa de invisibilidad? ¿¡De verdad crees que no puedo manejar esto, Potter!?” la última palabra la escupió como veneno.
“¡Claro que creo que puedes! ¡Pero no puedo quedarme sin hacer nada mientras tú estás afuera, jugándote la vida! ¡Eres todo lo que tengo!”
Draco se congeló.
Los mortífagos ya no eran más que manchas en el suelo. Bill y Charlie se mantenían al margen, demasiado sabios para intervenir, aunque intercambiaban miradas como si esperaran tener que separarlos en cualquier momento.
Y Draco… Draco respiraba como si acabara de correr una maratón.
Sus ojos seguían fijos en Harry, pero ya no brillaban de ira. Brillaban de algo peor.
Dolor.
“¿Y yo qué tengo, entonces?” preguntó con la voz tan baja, tan contenida, que se sintió como un cuchillo. “Si tú haces estas cosas sin pensar… si me dejas sin confianza, sin seguridad, sin paz…”
Harry se acercó. Esta vez no con arrogancia. No con justificaciones. Sino con culpa genuina.
“Me tienes a mí,” dijo, simplemente.
Cuando la risa de Draco finalmente murió en su garganta, no fue reemplazada por otra emoción. No por rabia, ni por tristeza. No por resignación, ni por alivio. Fue sustituida, simplemente, por un vacío crudo. Una ausencia tangible de todo lo que antes había vibrado con demasiada intensidad dentro de él.
El aire a su alrededor parecía haber cambiado. Más denso. Más hostil.
Y por un instante, el mundo pareció aguardar en un silencio incómodo, como si también él, como si todo, necesitara un respiro.
Draco parpadeó lentamente, y en ese breve gesto, su cuerpo se hizo consciente otra vez del campo a medio destruir, del hedor a humo y maldiciones, del calor de la sangre aún tibia bajo sus zapatos. Su piel temblaba, aunque ya no hacía frío. Sus manos estaban húmedas, sudorosas, como si su cuerpo quisiera soltar algo que no sabía cómo dejar ir. Y sus ojos... sus ojos volvieron a encontrarse con los de Harry.
Ahí estaba él.
Esa maldita figura imposible de ignorar. La capa de invisibilidad colgando inútilmente de un brazo, el rostro aún expectante, como si no supiera si debía acercarse o quedarse donde estaba. Con esos ojos que lo miraban como si doliera. Como si amar a Draco fuera una cosa que le costaba respirar.
Y entonces, Draco se sintió agotado.
Más allá del enojo.
Más allá de la furia que había estallado segundos antes como un huracán.
Estaba… simplemente, destrozado.
Vacío, como si todas las emociones que había acumulado —la rabia, la traición, el amor, la preocupación, el miedo, el asco hacia sí mismo por preocuparse— hubieran sido exprimidas de su pecho con tanta violencia que ahora no quedaba nada más. Como si hubiese sangrado algo invisible y vital.
La lluvia empezó a caer con una lentitud ceremonial. Gotas gruesas y pesadas golpeaban los edificios, el suelo, las capas, la piel. Draco apenas las sintió. Lo único que lo mantenía anclado a esa realidad era la mirada de Harry, y el dolor que provocaba.
El Gryffindor dio un paso hacia él, como si intentara borrar la distancia entre sus cuerpos con la misma facilidad con la que había ignorado las órdenes de la Orden del Fénix.
Pero Draco retrocedió un paso. Solo uno. Como un reflejo. No fue dramático. No fue deliberado. Fue puro instinto.
No. No ahora. No lo toques.
Porque si lo tocaba, si Harry lo abrazaba —o peor aún, si lo besaba con esa desesperación que usaba cuando creía que estaba a punto de perderlo— Draco no sabría cómo sobrevivir a eso.
Porque no quería ser tocado.
Y esa idea, esa sola noción, lo asustó más que los mortífagos. Más que la posibilidad de morir. Más que su tía Bella riendo con su varita chorreando sangre.
¿Qué clase de broma cruel es esta? ¿Desde cuándo no quiero que me toques?
Draco cerró los ojos, deseando que el pensamiento no terminara de formarse. Lo interrumpió antes de que tomara forma, antes de que se convirtiera en algo que pudiera nombrar. No quería nombrarlo. Nombrarlo era hacerlo real.
Giró en redondo sin mirar atrás, sin importarle que Harry seguía ahí, plantado en medio de todo, bajo la lluvia. Se volvió hacia Charlie y Bill, que lo miraban con una mezcla de cautela y respeto. Draco no buscó compasión. Solo necesitaba que lo dejaran ir.
“Iré más tarde a la casa. No me esperen.”
Ni siquiera esperó una respuesta. Ni de ellos ni de Harry. Y antes de que pudiera comenzar a temblar, antes de que el asco y el miedo lo alcanzaran y lo hicieran colapsar ahí mismo, se giró sobre sí mismo y se desapareció.
El sonido de su magia fue su única despedida.
Apareció en una calle muggle. Era una decisión inconsciente, casi automática. El cielo gris de Londres se curvaba sobre los edificios de ladrillo antiguo, y la lluvia se intensificaba con la misma calma amarga que sentía Draco en el pecho.
Reconoció la calle.
Había estado allí una vez. Muchos años atrás.
Cuando aún era un niño que se escondía detrás de los pantalones impecables de su padre. Cuando aún pensaba que Lucius Malfoy tenía todas las respuestas del mundo.
Subió los mismos escalones que había subido de la mano de su padre. Las gotas de lluvia se colaban por el cuello de su sudadera vino oscuro, empapándole la espalda, pero no se detuvo. Tenía frío. Pero era el tipo de frío que venía de adentro. Como si algo se le hubiera apagado por completo.
Entró al banco muggle como un fantasma.
Las luces blancas eran demasiado brillantes. La sala de espera estaba casi vacía, salvo por una mujer con un paraguas roto y un hombre que hojeaba un periódico amarillento. Draco se sintió fuera de lugar. Su cabello mojado le caía en mechones pegajosos sobre la frente y el rostro. Su ropa parecía sacada de una batalla, no de una mañana común. Tal vez parecía un ladrón, o un loco. O ambas cosas.
Pero no le importó.
Se acercó al mostrador y repitió las palabras que recordaba de labios de su padre.
“Quiero ver al gerente.”
Nadie discutió. Tal vez era el tono de su voz. Tal vez era la expresión en su rostro. Tal vez, simplemente, nadie quería meterse con alguien que parecía a punto de romperse en pedazos.
El proceso fue lento, burocrático. Draco apenas prestó atención a lo que decía el hombre del traje. Asintió cuando debía, firmó donde le indicaron. Recibió una tarjeta y un sobre con papeles. Todo era tan... metódico, tan simple, tan absurdo comparado con lo que había vivido esa mañana.
Recordó vagamente que su madre se había opuesto a que su padre abriera esas cuentas muggles. “Nunca serán necesarias,” había dicho Narcissa con ese tono de superioridad casi indolente.
Lucius no le discutió. Solo hizo lo que creía necesario, como siempre. Draco había estado allí ese día, solo porque su padre quería enseñarle a pensar en contingencias.
Y ahora, años después, Draco sostenía en su mano una de esas contingencias.
La tarjeta ardía contra su palma, no por magia, sino por lo que representaba. Libertad. Huida. Separación.
O tal vez solo necesidad. La necesidad de tener algo propio, fuera del caos. Fuera de Harry.
El gerente le preguntó si necesitaba algo más. Draco negó con la cabeza.
Salió del banco sin mirar atrás. La lluvia seguía cayendo. Las gotas le corrían por el rostro, mezclándose con su aliento agitado, con el nudo en la garganta que no terminaba de formarse pero que ya pesaba.
Caminó sin rumbo, la tarjeta guardada en el bolsillo interior de su sudadera. No sabía por qué lo había hecho. No sabía por qué no estaba con Harry, gritándole, empujándolo, besándolo o maldiciéndolo.
Solo sabía que no podía.
No ahora.
Tal vez Harry se daría cuenta de lo estúpido que había sido. Tal vez la Orden lo castigaría. Tal vez la comadreja y Hermione lo reprenderían hasta hacerlo llorar. O tal vez no.
Draco no pensó en eso. No pensó en nada más que el sonido de sus propias pisadas en la acera húmeda, el murmullo lejano de los coches, y la forma en que la ciudad parecía ignorarlo.
Tal vez, por fin, eso era justo lo que necesitaba.
Ser ignorado. Ser invisible.
La mañana siguiente llegó como una maldita ironía: soleada, templada, con el cielo de Londres abierto como si no existiera una guerra, ni mortífagos, ni un novio con impulsos de vigilancia emocional a lo Hércules Potter: salvador del mundo, juez de la confianza ajena.
Draco se había despertado en un pequeño hotel mugriento con olor a café viejo y desinfectante barato. Había elegido el lugar al azar, sin importarle la decoración deprimente ni el colchón que crujía con cada respiro. Lo único que importaba era que ahí no estaba Harry.
Se duchó con agua caliente, se vistió con ropa seca (que no combinaba, porque por supuesto, Malfoy, la moda es lo primero que se sacrifica en una revolución) y salió. No tenía un plan, pero tenía una tarjeta sin límite y, en ese momento, eso equivalía a libertad.
Fue después del segundo café con leche de almendra (un descubrimiento muggle absolutamente brillante que pensaba patentar en el mundo mágico cuando todo esto acabara) que se encontró frente a un escaparate.
Era un local sencillo, con ropa moderna pero sin pretensiones. Camisetas con cortes ajustados, pantalones de mezclilla, chaquetas con diseños que parecían sacados de una película de espías... y, sobre todo, nada que oliera remotamente a túnica. Draco alzó una ceja, se miró en el reflejo del vidrio y sonrió de lado.
Por Morgana, esto va a ser divertidísimo.
Cuando entró, dos dependientas giraron la cabeza al mismo tiempo, como si lo hubieran olido a través del vidrio. Una de ellas, una pelirroja de labios granates y sonrisa ladina, se acercó como si flotara. La otra, con cabello rizado y una cinta en el cuello, lo escaneó de pies a cabeza y soltó un silbido disimulado.
“¿Buscas algo en particular?” preguntó la de labios granates, con acento del este de Londres.
Draco alzó una ceja. “Sí. Mi dignidad. Pero mientras tanto, ropa.”
La pelirroja soltó una risa que no fue desagradable. “Tienes buen gusto, se nota. ¿Quieres que te mostremos algunas cosas?”
“Sí, claro. Y tráeme agua con gas. Me deprimo cuando tengo que decidir con la boca seca.”
Lo guiaron hacia el fondo del local, y en cuestión de minutos Draco ya tenía seis perchas colgando del brazo y estaba lanzando comentarios sarcásticos sobre cada prenda como si estuviera en una pasarela de París.
Probó chaquetas cortas de cuero que moldeaban sus hombros con una perfección obscena. Camisetas negras que dejaban a la vista justo el principio de sus clavículas. Pantalones que le quedaban tan ajustados que por un momento se preguntó si estaban diseñados por dementores con fetiches particulares.
Se probó gafas oscuras aunque sabía que el sol se iría pronto. Compró dos pares. Uno para él y otro para el idiota de su novio Harry.
No podía evitarlo.
La maldita costumbre de pensar en Potter, incluso cuando estaba siendo un joven escapista, rodeado de dependientas que prácticamente lo aplaudían por respirar.
“Eso te queda de muerte,” dijo una de ellas mientras él salía del probador con un suéter de lana fina color carbón, el cuello abierto, el torso delgado más esculpido de lo que se sentía en realidad.
Draco sonrió con una mueca satisfecha. “No sé. ¿Creen que grite soy un chico misterioso que probablemente ha besado a un criminal internacional o heredero exiliado con traumas?”
La de los rizos soltó una carcajada y le puso en las manos un abrigo largo que parecía salido de una novela distópica. Draco se lo probó. Giró frente al espejo.
Dramático. Elegante. Deforme por dentro pero impecable por fuera. Perfecto.
Pasaron dos horas. Tal vez tres. Cuando Draco salió de la tienda llevaba cuatro bolsas (todas con discretos logos bordados en blanco), un par de gafas colgando del cuello, un café frío en la mano y la tarjeta aún tibia por tanto escaneo.
Al diablo la guerra, pensó por décima vez.
Y luego, sin buscarlo, se detuvo frente a una pequeña tienda de ropa de bebé. No una de esas grandes cadenas, sino una boutique escondida, con maniquíes diminutos vestidos con trajes diminutos.
Draco resopló, tragándose el impulso de reír. No porque fuera gracioso, sino porque era ridículo lo rápido que la mente podía asociar a alguien como Sirius Black con algo tan pequeño y delicado como un enterito color crema.
Pero ahí estaba, el recuerdo de su primo con su andar insolente, su sonrisa torcida, su sarcasmo incorregible… y su embarazo avanzado, que no lo hacía menos insoportable pero sí más vulnerable. Draco pensó en cómo lo había visto acariciarse la panza sin darse cuenta, una noche, en la cocina de Grimmauld Place mientras hablaba con Remus.
Draco suspiró, entró, y compró un body blanco con detalles en azul, un sombrerito ridículo con orejas y una manta suave con bordes de encaje. Por si acaso.
También compró una camiseta con el estampado de una Harley Davidson antigua. No era su estilo, pero por alguna razón pensó que a Sirius le gustaría.
Ya había caminado tres cuadras cuando se dio cuenta de que también había comprado dos camisetas para Harry. Una de color verde oscuro, el mismo tono de sus ojos, y otra negra con letras blancas que decía “I’m fine. Stop asking.”
Estúpido Potter. Estúpido amor. Estúpida necesidad de pensar en él aunque quisiera matarlo.
Draco se detuvo en una banca de piedra, bajo la sombra de un árbol. Se quitó los lentes de sol y los dejó colgar.
No pensó en Grimmauld Place. Ni en cómo lo mirarían si regresaba. No pensó en qué diría la Orden. En si le gritarían. En si Harry lo seguiría de nuevo.
Solo pensó en ese instante, en el aire fresco, en el leve temblor que aún quedaba en sus manos.
En que, por un segundo, al menos uno, se había sentido normal.
Y eso… eso era casi más peligroso que cualquier señor oscuro.
Chapter 50: Sin darme cuenta te estoy haciendo pedazos
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Harry no recordaba haber sentido frío desde que Voldemort había regresado. El tipo de frío verdadero, ese que no tiene nada que ver con el clima sino con el vacío que se mete por las costillas y se instala en los pulmones como si siempre hubiera vivido allí.
Y sin embargo, desde que Draco había cruzado esa puerta, desde que se había ido con el portazo más silencioso del mundo, como si lo único que le importara fuera no despertar a nadie al abandonar su propia casa, Harry sentía el tipo de frío que dolía.
La lluvia no había parado desde entonces.
Él estaba sentado en la sala de Grimmauld Place, en el sillón que daba justo a la ventana, con las cortinas apenas entreabiertas para no llamar la atención desde afuera. No tenía sentido mantener una guardia visual. Draco no iba a volver.
No cuando Harry había hecho exactamente lo que juró no hacer.
Dudar.
Era estúpido. Injustificable. De verdad, él iba a esperar. Iba a quedarse ahí, leyendo algún libro viejo de Defensa Avanzada o rascando sin ganas la superficie de un informe de la Orden que Hermione había dejado en la mesa del comedor. Iba a mantener su palabra. Iba a confiar.
Pero entonces Parkinson había llegado como un mal presagio, arrastrando sus estúpidos tacones por los pasillos, con los ojos tan vacíos que daban miedo, con la voz aún más helada que su expresión.
“Espero que si Draco muere te pudras en el infierno, Potter. Dudaste de la única persona que pudo amarte cuando tú eres el más grande idiota. Espero que Theo lo encuentre. Él jamás desconfió de Draco. Y de seguro le creería si Draco le miente diciendo que solo te usó.”
No gritó. No alzó la voz. Solo lo dijo. Al oído. Como una profecía siniestra que se le clavó entre la nuca y el pecho.
Harry no se defendió. No dijo nada. Solo subió, paso a paso, a su habitación. Tomó la Capa de Invisibilidad y se fue.
El plan no era espiarlo. No realmente. Solo quería asegurarse. Un vistazo rápido. Solo verlo desde lejos, asegurarse de que estuviera bien y luego regresar, para sentarse otra vez en el sillón como si nada hubiera pasado.
Pero verlo… verlo de pie, bajo la lluvia, con Bill y Charlie, hablando con un hombre muggle de rostro curtido por el sol, rodeado de dos niños mágicos y con esa expresión de firmeza contenida en el rostro… eso cambió todo.
Draco no estaba bien. Draco estaba fingiendo que lo estaba.
Harry lo conocía mejor que nadie. Ese temblor en los labios, ese modo de tensar la mandíbula como si todo lo que llevaba dentro pudiera estallar si se le salía un suspiro más fuerte.
Así que lo siguió. Como si su cuerpo lo hiciera por instinto. Draco, Bill y Charlie entraron a un coche. Un coche muggle, como si fueran civiles más en un mundo donde lo mágico se estaba pudriendo desde adentro.
Harry los siguió a pie. Se perdió por un instante. Tuvo que caminar sin dirección hasta que algo en su pecho le dijo que girara a la izquierda. Y ahí estaban. Ocultos dentro del coche, observando la entrada de un edificio donde un grupo de mortífagos entraba con sigilo.
Harry no intervino. No pensaba hacerlo. Solo quería protegerlo desde lejos.
Pero Draco lo supo. Lo sintió. Giró lentamente, como si algo en su nuca se activara, y clavó los ojos exactamente donde él estaba.
Y gritó.
“¿¡QUÉ HACES AQUÍ!?”
La furia en su voz no fue la de un soldado traicionado. Fue la de alguien herido hasta lo más profundo. La de alguien que se había preparado para confiar. Que había querido confiar.
Y luego desapareció.
Harry no tuvo ni tiempo de responder. No pudo. Ni siquiera se movió. Solo sintió cómo le temblaban las piernas bajo la capa, como si su cuerpo ya supiera que lo había arruinado todo.
Regresó con Bill y Charlie a Grimmauld Place. No dijo una sola palabra en el trayecto. El auto los dejó a unas calles y caminaron bajo la lluvia. Parecía un castigo poético.
Cuando cruzaron la puerta, el caos lo recibió como una bofetada.
Molly fue la primera en hablar. Pero no a gritos. No aún. “¿Qué hiciste, Harry?”
Arthur se acercó después. “Dime que no fuiste tras él. Dime que no lo seguiste.”
Pero no hizo falta que respondiera. Su silencio lo gritaba.
Sirius lo miró desde el otro lado del salón. Sus ojos, normalmente intensos, tenían esa furia de fuego antiguo que amenazaba con devorarlo. Dio un paso. Luego otro. Pero Remus fue más rápido. Lo detuvo con una mano sobre el brazo.
“Vas a lastimarte,” le susurró Remus. “Vas a lastimar al bebé.”
Sirius se quedó quieto, temblando. No dijo nada, pero el silencio de su rabia fue más duro que cualquier insulto.
Ginny no tuvo tanto autocontrol.
“Traidor.”
Fue un susurro. Apenas un aliento. Pero Pansy la escuchó.
Y le araño la cara. Un zarpazo seco, con las uñas largas y esmaltadas, que dejó marcas rojas en la mejilla de Ginny.
“¡Vuelve a decirlo y te juro que te mato, Weasley!”
Hasta Charlie levantó la voz. “¡Ya basta! ¡Cállate, Ginny! ¡Deja de hablar como si supieras algo!”
La sala se convirtió en un infierno contenido. Todos opinaban. Todos discutían. Hermione no decía nada. Solo tenía los ojos llenos de lágrimas. Ron se había retirado a la cocina, con las manos en su cabello y la mandíbula apretada.
Y Harry, Harry solo pensaba en Draco.
En si estaría comiendo. En si estaría seco. En si lo odiaba.
Porque tenía derecho a odiarlo.
Él lo había seguido. Lo había vigilado. Lo había expuesto en una misión. Lo había desnudado frente a su mayor inseguridad: la de no ser suficiente.
La noche cayó con un suspiro ahogado sobre Grimmauld Place, como si el mismo cielo compartiera con Harry esa sensación insoportable de pérdida contenida. Las paredes susurraban en su silencio, impregnadas de la humedad que el verano había traído, y el fuego de la chimenea, aunque aún vivo, ya no parecía tener interés en calentar a nadie.
Harry no volvió a subir a su habitación. Ni siquiera pensó en hacerlo. Permaneció allí, hundido en ese sillón junto a la ventana, con la espalda encorvada, los codos apoyados sobre las rodillas y los dedos entrelazados que se apretaban con la terquedad desesperada de quien se niega a ceder al cansancio.
Draco no había regresado.
No esa noche.
Tal vez no volvería nunca.
Y lo peor de todo era que una parte de Harry —una parte sucia, cruel, que él no sabía que habitaba tan dentro— susurraba que se lo merecía. Que si Draco no regresaba, sería justo. Porque él lo había arruinado todo.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que escuchó el crujido del suelo a su lado. Ron, aún con el rostro ojeroso y la nariz ligeramente roja por el frío de esa noche, se sentó a su lado sin decir nada. Su amigo había insistido en quedarse con él, pese a todo. Pese al embarazo avanzado, pese al cansancio visible, pese a que Hermione y Molly habían protestado y regañado y prácticamente suplicado que se fuera a descansar. Ron se había quedado. Porque, jodidamente, Harry lo necesitaba.
Y aun así… no debía haberlo dejado.
Ron cabeceó varias veces durante la noche, hasta que Molly, con su chal sobre los hombros y la expresión más maternal y severa que Harry había visto jamás, apareció al alba y lo arrastró prácticamente hacia la chimenea.
“Esto no es tu responsabilidad, cariño. Tú ya estás haciendo bastante. Anda, vamos”, le dijo mientras le acariciaba la mejilla con ternura.
Harry no se opuso. Ni siquiera se despidió. Solo asintió con un gesto mecánico, como quien está demasiado desgastado para intentar fingir que todavía es una persona completa.
La mañana llegó sin gloria.
La luz se coló por la ventana como un recordatorio cruel de que el tiempo seguía avanzando, que el mundo seguía girando, que el día insistía en comenzar aunque Draco no estuviera allí. Harry no se movió, ni siquiera cuando escuchó los pasos firmes de Sirius acercarse. Sintió el peso de su padrino al sentarse junto a él, sin decir una palabra durante varios minutos. Después, con voz grave, más suave que de costumbre, Sirius rompió el silencio.
“Harry, tienes que descansar. Solo un poco.”
Harry no contestó. Solo respiró hondo, como si inhalar el aire que Draco ya no compartía con él fuese un castigo necesario.
Sirius lo rodeó con un brazo, y Harry ni siquiera se resistió. Se dejó abrazar, sintiendo el calor de su padrino, la seguridad en su pecho, la familiaridad de quien no necesita palabras para entender. Y fue entonces cuando ocurrió.
El bebé de Sirius se movió.
Harry lo sintió, ese pequeño empujón desde dentro del cuerpo de alguien más, como una presencia que decía “estoy aquí”, como una esperanza diminuta que aún no había nacido, pero que ya era capaz de consolar. Harry no lloró. No aún. Pero sus ojos se humedecieron, y Sirius, con voz ronca, susurró:
“Draco va a volver. No ahora… pero va a volver. Te ama demasiado como para no hacerlo.”
Remus apareció poco después, apoyando su mano sobre el hombro de Harry. “Lo conoces, Harry. Él no se rendiría. Y tú tampoco deberías hacerlo.”
Y Harry quiso creerles. De verdad quiso. Los siguió a la cocina como un autómata. Por primera vez en mucho tiempo, fue solo con ellos dos que compartió la mesa, sin los Weasley, sin Hermione, sin las miradas de reproche o los susurros maliciosos que Ginny había lanzado la tarde anterior —antes de que Pansy le arañara la cara con una furia que había sorprendido a todos menos a Hermione, que ni siquiera parpadeó.
Mientras Sirius vertía el té en su taza, Harry pensó que tal vez podía soportar unos minutos más. Tal vez podía obligarse a comer algo. Pero cuando dio el primer sorbo, supo de inmediato que algo estaba mal. Era más dulce de lo habitual… demasiado dulce.
Y entonces, como si el sueño cayera sobre él como una red pesada, Harry apenas pudo levantar la mirada para ver cómo Remus acariciaba su cabello con cariño y Sirius le susurraba que todo estaría bien. Que necesitaba descansar. Que lo estaban cuidando.
Intentó decir algo, protestar… pero su lengua no reaccionaba.
Despertó horas después. Solo. Envuelto en mantas limpias que olían a jabón y a Draco. Porque no estaba en su cama.
Estaba en la de Draco.
La habitación era un santuario a medio vivir: una camisa arrugada sobre la silla, una bufanda de Slytherin colgada en el perchero, libros abiertos sobre la mesilla, papeles arrugados con anotaciones en letra elegante y algo caótica. Y esa maldita almohada.
Harry la abrazó como si fuera lo último que le quedaba en el mundo. Hundió el rostro en ella, aspirando el aroma que aún no había desaparecido del todo —a menta, a madera quemada, a algo suave que se quedaba en el pecho— y quiso llorar. Lo deseó con todas sus fuerzas. Porque sabía que llorar significaba extrañar. Y extrañar significaba amor. Y él lo amaba.
Pero no pudo.
No le salió ni una lágrima.
Solo un vacío inmenso, como un campo de batalla tras la guerra: cuerpos en el suelo, humo en el aire, y la certeza de que nadie ganó.
Se sintió como una mierda. Como un traidor.
¿Cómo podía no llorar por Draco? ¿Cómo podía estar tan vacío si se suponía que lo amaba?
Cerró los ojos y apretó los dientes. Recordó su rostro. Recordó cómo lo había mirado cuando lo descubrió espiándolo, cómo sus ojos, usualmente brillantes de arrogancia o fastidio o de deseo, se apagaron por completo al reconocerlo. Draco no había dicho mucho. Solo gritó su nombre acompañado de muchos insultos, pero fue suficiente para romperlo todo. Luego, desapareció.
Se marchó sin más.
Y Harry… Harry regresó.
Con la culpa apretándole las costillas como un corsé maldito. Con el rostro de Draco grabado a fuego en su retina. Con las palabras de Pansy en su cabeza como una maldición.
“Espero que si Draco muere te pudras en el infierno por haber dudado de la única persona que te pudo amar cuando eres el más grande idiota, Potter.”
Tal vez tenía razón.
Tal vez sí era el más grande idiota.
Porque había dejado que la inseguridad lo devorara, que el miedo le ganara, que las palabras de Pansy se convirtieran en profecía. No confió en Draco. No como debía.
Y ahora…
Ahora estaba en una cama que no era suya, abrazando una almohada que aún lo amaba más de lo que él se sentía capaz de merecer.
Y Draco, su Draco, seguía sin regresar.
Harry de verdad iba a empezar a escuchar a Parkinson. Así lo juraba. Lo juraba por su cicatriz, por la escoba que aún no lograba usar sin temblar del miedo, por los calcetines que Dobby le había regalado. Iba a empezar a escucharla incluso cuando lo llamara mojigato de Gryffindor con complejo de mártir. Porque, maldita sea, la condenada niña riquilla tenía siempre la razón.
Y esta vez… Esta vez se la había metido entera, sin vaselina y con una sonrisa pintada de Chanel.
Debió haber sospechado algo desde el desayuno. O mejor dicho, desde la ausencia de ella en el desayuno. Porque si Draco no había vuelto, si ni siquiera había enviado una maldita lechuza, lo lógico, lo natural, lo que cualquier humano con dos neuronas conectadas y un poco de experiencia en relaciones intensas, traumáticas y completamente dependientes (como la suya con Draco, por ejemplo), habría hecho era preocuparse de inmediato por lo que Parkinson haría. Porque claro, si Draco era su otra mitad, Parkinson era la otra mitad de Draco. Una dupla igual de odiosa y perfecta que Ron y él.
Y Harry lo sabía. Lo sabía desde el día en que vio a Pansy lanzarse a sujetar a Draco del cuello porque acababa de probar un pastelito sin azúcar de los gemelos. Lo sabía y, aún así, no se le ocurrió que si Draco no aparecía, Parkinson movería cielo, tierra y hasta los bolsillos de Gringotts con tal de encontrarlo.
Pero ni en sus pesadillas más crueles se habría imaginado esto.
Draco regresó. Claro que sí. Como un huracán de verano que nadie pidió. Y no lo hizo como Harry lo había visualizado durante toda la mañana, abrazado a la almohada que aún olía a su colonia cara. No. No lo hizo sucio, desaliñado, herido por alguna batalla secreta o envuelto en sangre, con los ojos cargados de culpa y anhelo.
No.
Draco volvió como si se hubiera ido a París a desayunar macarons.
Cuando Remus se asomó a la habitación y murmuró con ese tono suave de quien intenta no despertar un león dormido que Draco había regresado, Harry se levantó sin pensar. Su corazón, idiota, ingenuo, completamente tonto, latió con fuerza. Corrió por las escaleras como un niño en Nochebuena, con los pies descalzos y el pecho abierto, esperando ver a su novio atravesando la puerta con una sonrisa cansada.
Y lo vio.
Solo que no estaba solo.
Draco estaba ahí, en medio del salón, con Parkinson del brazo, ambos envueltos en glamour, como dos modelos recién salidos de un catálogo de ropa de lujo, mientras Hermione caminaba detrás de ellos con no menos de cinco bolsas levitando a su alrededor.
Zapatos. Ropa. Accesorios. ¿Una maldita sombrilla?
Harry se quedó congelado al pie de las escaleras, su boca entreabierta.
Claro, por supuesto. ¿Quién no aprovecha una guerra para ir de compras? ¡Es la mejor terapia para el trauma postcombate!
Draco lo vio primero. Se detuvo apenas un segundo, como si no hubiera pasado nada. Como si no lo hubiera dejado a él, al que supuestamente amaba, esperándolo como idiota junto a una ventana toda la noche, abrazando su camiseta y rogando a los dioses antiguos y nuevos que no estuviera muerto.
Harry no pensó. Se lanzó hacia él como una bala, como un encantamiento sin apuntar, lo abrazó, lo besó, lo apretó hasta que ambos casi se fueron al suelo.
Y entonces llegó el golpe.
“¡Agh, mis bolsas, Potter!”
Harry retrocedió, atónito. No fue un golpe de puño, sino el impacto de varias bolsas de compras cayendo al suelo cuando Draco lo sujetó para no tropezar. El ruido de frascos caros, prendas de seda, y probablemente algún bálsamo facial de ingredientes imposibles retumbó en la sala.
Draco resopló. “Podrías haber esperado a que al menos me quite el abrigo, ¿no?”
Harry, estúpidamente, sonrió. No supo si era de nervios, de rabia o de placer. “¿Fuiste de compras?”
“No, Potter. Fui a reconstruir Roma.”
Detrás de ellos, Sirius había salido de su mutismo. Había abierto una de las bolsas y su rostro cambió completamente. Sacó con cuidado una pequeña camiseta de bebé, blanca con una Harley Davidson estampada al frente, y Harry supo que la guerra se había perdido.
Sirius empezó a llorar. “Es... es hermosa. Es perfecta, Draco.”
Y adiós a cualquier regaño.
Remus apareció de inmediato para llevarse a su esposo sollozante, murmurando algo sobre hormonas y que no era justo que los Slytherin compraran regalos tan lindos cuando uno no estaba preparado emocionalmente.
Pansy y Hermione intercambiaron una mirada cómplice.
“Voy a probarme eso que te dije, ¿recuerdas?” murmuró Parkinson a Hermione.
Hermione se puso tan roja que Harry pensó que estaba teniendo una reacción alérgica. Las dos desaparecieron por las escaleras y, de pronto, la sala se quedó en silencio. Solo ellos dos.
Harry tragó saliva.
Ese era el momento. El inevitable. El que había temido desde hacía horas. Cuando Draco lo vería con esos ojos grises que eran más cuchilla que metal, y le diría que estaba harto de su inseguridad, que se había cansado de sus preguntas, de su desesperación, de su necesidad de controlarlo para no perderlo.
Harry ya tenía el discurso preparado. Que lo sentía, que iba a cambiar, que no había dormido, que sí lo extrañó, que claro que confía en él, solo que a veces tiene miedo de perderlo porque no sabe cómo sería vivir sin su voz en la habitación.
Pero Draco no lo miró así.
Draco se estiró, agarró otra de las bolsas, se la dio a Harry como si fuera un elfo doméstico con vocación de asistente personal y dijo:
“Ven conmigo. También tengo que probarme algo.”
Harry lo siguió. Claro que lo siguió. Como un idiota. Como un perro faldero enamorado. Con las bolsas colgando del brazo, los ojos húmedos, el corazón aún revuelto por el miedo de haberlo perdido.
Y mientras subían las escaleras, pensó que si eso era el amor, entonces sí, lo había atrapado. Una enfermedad incurable, una tortura dulce, un regalo envenenado.
Pero, joder… Qué bueno se veía Draco incluso con el pelo alborotado y el corazón ajeno en las manos.
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El vapor acariciaba su piel como un amante discreto, etéreo, menos insistente que Harry, pero más persistente. Draco se hundía en el agua cálida con la indolencia de quien merecía cada gota de lujo que su cuerpo tocaba. El baño, oscuro y sobrio, decorado con azulejos negros con vetas de plata, espejos altos y muebles de roble con detalles en ónix, había pertenecido a su primo Regulus, un joven trágico con un gusto impecable. Draco se permitía pensar que ese hombre, silencioso y discreto como una nota olvidada entre páginas de historia, había sido la única persona decente en esa familia de locura. Y, por supuesto, tenía buen gusto. Casi tan bueno como el suyo.
La esponja flotaba entre sus dedos, impregnada de una mezcla de pimienta rosa, bergamota y un toque de grosella negra que él mismo había preparado con el esmero de un alquimista emocional. Su mano resbalaba con lentitud por sus piernas, largas, torneadas con la gracia de un cisne que se sabía observado. Cada marca, cada pequeño hematoma bajo su piel blanca le hablaba de Harry.
Harry Insaciable Potter.
Ese imbécil de Gryffindor que no sabía contenerse ni cinco minutos sin confesarle su deseo como si fuera una maldita carta de admirador anónima lanzada en medio de la clase de Pociones. Ese que lo había abrazado apenas llegó, que lo había besado como si Draco hubiese estado perdido durante semanas, como si lo necesitara para respirar, como si el solo hecho de tocarlo reparara todo lo que el mundo había roto.
Y lo peor —o lo mejor, dependiendo del nivel de masoquismo emocional con el que Draco se levantara ese día—, era que sí, lo había reparado. Al menos, un poco.
Suspiró, permitiendo que su cabeza se apoyara contra el borde del baño, mientras el agua le lamía los hombros como una promesa de silencio. Tenía aún la sensación de las manos de Harry en sus costillas, en sus muslos, en su trasero. Ese Gryffindor no hacía el amor. No. Harry Potter lo veneraba, lo adoraba con la desesperación de quien teme que el universo se lo arrebate. Follaban como quien reza, y Draco, aunque nunca había creído en dioses, se sentía momentáneamente divino bajo esa devoción.
Sonrió, ladeando apenas los labios mientras una gota de agua bajaba por su cuello.
Claro que Regulus Black jamás se habría bañado en esta bañera arrastrando consigo el sudor de un Gryffindor. Draco se permitió la carcajada. No era un Gryffindor cualquiera, después de todo. Era el Gryffindor. El Salvador del Mundo Mágico. Su novio.
“Merlín, estoy jodido”, murmuró, dejando la esponja a un lado.
La verdad era que Harry era agotador. Tenía la energía emocional de un huracán combinado con la sensibilidad emocional de un dementor en terapia. Cuando lo encontró en la entrada del salón, bajando las escaleras como si Draco fuera una aparición divina y no un ser humano con ojeras, él ya estaba preparado para ser golpeado. Emocionalmente, se entiende. En su lugar, fue besado. Abrazado. Reclamado. Draco apenas tuvo tiempo de soltar las bolsas de las compras, las cuales, por cierto, costaron más que todo lo que ese lúgubre caserón tenía adentro. Harry no se detuvo a preguntar por qué había tardado, ni por qué había salido de compras, ni por qué Hermione los acompañaba con los brazos llenos de ropa que nadie en su sano juicio compraría en medio de una guerra.
No. Harry lo besó. Con hambre. Con miedo. Con amor.
Y Draco, por supuesto, le devolvió el beso, aunque luego lo golpeó suavemente en el brazo, porque su brazo estaba entumido y su camisa arrugada y él había tenido que soltar una bolsa de zapatos italianos que no iba a reemplazar tan fácilmente. Pero eso no importó. No cuando Harry murmuró en su oído un “pensé que te habías ido” con esa voz rota de niño abandonado.
Ahí mismo Draco supo que estaba perdido.
Se sumergió un poco más en el agua, dejando que le cubriera el pecho y le arrullara los pensamientos. Se obligó a cerrar los ojos y pensar. Pensar de verdad, no solo revolverse en sus emociones como si fueran plumas en una tormenta.
Él no quería un para siempre.
Nunca lo había querido. Los para siempre eran una promesa rota desde el principio. Su madre amó a su padre con un “para siempre” que se convirtió en obediencia. Su tía Bella había jurado lealtad con un “para siempre” que terminó en la muerte de muchos. Los Malfoy no sabían de eternidad, solo de conveniencia.
Y, sin embargo, ahí estaba. Pensando en Harry como una constante. Como una voz que lo llamaba incluso cuando dormía. Como un calor en el pecho que no lo dejaba respirar, pero tampoco quería apagar.
Harry no era de los que dejaban. Era de los que se quedaban. Era molesto, obstinado, emocionalmente inestable, y se quedaba. Lo abrazaba incluso cuando Draco se desarmaba en sarcasmo, incluso cuando le lanzaba comentarios cortantes, incluso cuando se marchaba sin explicación con Pansy a hacer terapia de compras en medio de una guerra.
Draco quería vivir. Pero vivir con Harry no parecía una vida aburrida. Parecía algo distinto. Algo que dolía a veces, como un zapato nuevo, caro, que aún no se amolda al pie pero uno se niega a tirar porque es hermoso.
Y sí, quería a Harry. No lo dijo en voz alta, claro, porque él no era de esos. No era como Harry, que derramaba amor como si no tuviera miedo de vaciarse. Draco lo contenía, lo saboreaba en secreto. Como un vino exquisito, lo que era Harry. Intenso, embriagador, demasiado para tomarse todos los días, pero imposible de reemplazar con agua. Como Theo.
El pobre Theo había sido agua. Limpia, insípida, útil… aburrida. Draco lo quiso. Pero tampoco lo extrañaba.
Harry, en cambio, era un maldito incendio que no daba tregua.
Draco resopló, saliendo del agua con la elegancia de quien sabía que tenía el cuerpo para hacerlo sin parecer ridículo. Se envolvió en una bata de seda azul marino que contrastaba deliciosamente con las marcas rojizas de su cuello y muslos. Se miró al espejo, fijamente, por un momento.
Tenía miedo. No de amar. De que lo amaran así.
Con desesperación. Con promesas. Con hambre de eternidad.
Se tocó el cuello, una de las marcas más visibles aún ardía ligeramente bajo sus dedos. Harry no lo había marcado por accidente. Lo había hecho porque quería que todos supieran que Draco era suyo.
Y Draco... sonrió, muy sutil.
Porque tal vez sí lo era. Aunque nunca lo admitiera en voz alta.
Se ajustó la bata, salió del baño con la cabeza en alto y el corazón latiéndole más fuerte de lo que admitiría jamás.
El suelo frío del pasillo contrastaba con el calor aún húmedo de su cuerpo. Draco caminaba descalzo, dejando un rastro de humedad apenas perceptible sobre el suelo de Grimmauld Place, que crujía bajo sus pies como si la casa respirara con él, o contra él, siempre dramáticamente viva. La bata de seda azul marino ondeaba sutilmente a su paso, aferrándose a su piel como si supiera que debajo no había absolutamente nada. Que Draco caminaba desnudo bajo la luna gastada que se colaba entre las cortinas pesadas de la casa, con marcas rojas como rubíes malditos pintadas en su cuello, clavículas y muslos, recuerdo aún fresco de las manos y la boca de Harry.
Pensar en él lo hizo fruncir ligeramente el ceño. No de molestia… era demasiado reciente, demasiado dulce para eso.
Pero sí con esa angustia callada que aparece cuando una fantasía se aproxima peligrosamente a convertirse en algo real.
Porque Harry no se limitaba a ser un amante impaciente. Harry Potter, con toda su fama ridícula, sus complejos de héroe y ese corazón terco que latía con la fuerza de mil promesas, era el tipo de hombre que se quedaba. Que se aferraba. Que decía “te quiero” sin pestañear, como si esas palabras no fueran un arma, sino una invitación a arder juntos.
Y Draco… Draco no quería arder. O tal vez sí. Pero no sabía qué hacer con las cenizas después.
Con ese torbellino contenido bajo su pecho, subió el último tramo de escalera hacia la habitación de Harry. La madera crujió bajo sus pasos con un gemido casi lascivo, y Draco arqueó una ceja, como si incluso la casa se burlara de él por la expresión de idiota enamorado que probablemente llevaba en la cara. Asqueroso.
Empujó la puerta con un gesto perezoso y entró sin anunciarse. Total, ya lo había visto todo.
La habitación olía a sudor y sexo, a sábanas usadas y magia aún vibrando en el aire como si la pasión no hubiera terminado del todo. Y ahí estaba él. El Gryffindor más irritante del planeta, medio muerto sobre la cama, dormido como si no existiera mañana, una pierna colgando fuera del colchón, la otra enredada entre las sábanas. Su cabello estaba más rebelde de lo habitual, como si hubiera peleado con un huracán y perdido. Su cuerpo, bronceado y esculpido con años de Quidditch, brillaba con una fina capa de sudor aún sin evaporar del todo. La piel de Harry parecía irradiar luz cálida, con ese contraste insoportable con la blancura fantasmal de Draco.
Draco sonrió con cinismo. Qué ridículo. Qué perfecto. Qué absolutamente insufrible.
Subió a la cama con la naturalidad de quien sabía que tenía derecho a hacerlo, flexionando una pierna con elegancia felina. La bata se deslizó, revelando sin complejos la piel tersa de sus muslos, plagada de mordidas, rasguños y huellas que gritaban Potter. Draco no se molestó en cubrirse. No tenía motivos. Nadie más que Harry iba a verlo así. Nadie más que Harry debía verlo así.
Con dedos largos y cuidados, acarició los mechones desordenados de su frente, separándolos con ternura que odiaba admitir. Inclinándose hacia él, le besó la frente, como si en vez de un Gryffindor cabeza hueca estuviera ante una criatura sagrada.
“Harry…” susurró, con voz baja, musical, casi acariciando su nombre.
Harry murmuró algo incomprensible y giró la cabeza hacia él como un niño perezoso. Draco volvió a reírse, esta vez con ese tono agudo y elegante que sonaba más como una burla que como afecto, aunque ambos sabían que era todo lo contrario.
Los ojos verdes parpadearon, confundidos, aún borrosos sin sus lentes. Harry alzó la cabeza, buscando un beso, uno de esos lentos, intensos, cargados de todo lo que Draco fingía no querer. Pero Draco se apartó justo antes del contacto.
“No.” Una sola palabra, con una sonrisa deliciosa y cruel.
Harry gimió, como un cachorro hambriento, dejando caer la cabeza de nuevo sobre la almohada. Su mano, traicionera, subió por la abertura de la bata, rozando la piel desnuda con esos dedos que Draco sabía utilizar demasiado bien. Pero esta vez, Draco atrapó su muñeca con suavidad y la apartó.
“Te dije que no, Potter.”
El tono era juguetón. Pero el mensaje era claro. Draco estaba en control. Y él había venido a despertar realidades, no a volver a hundirse en sueños.
“Te espero abajo.”
Harry gruñó algo parecido a “déjame morir”, mientras se estiraba como un gato sobre la cama. Su cuerpo entero se arqueó, sin pudor, provocativo sin intención, y Draco sintió el rubor subirle hasta las orejas. Se bajó de la cama apresurado, como si el fuego que sentía bajo la piel pudiera consumirlo si se quedaba un segundo más.
Ya en el pasillo, se recompuso con la dignidad que le era natural y caminó unos pasos hasta la siguiente habitación. La que habían ocupado Granger y Pansy, desde su llegada unos días atrás. Draco abrió la puerta sin el menor remordimiento.
El error fue mirar.
“¡Por la barba de Dumbledore!” exclamó con dramatismo, llevándose una mano al pecho como si fuera una tía escandalizada de la nobleza francesa.
Pansy y Granger, ambas absolutamente desnudas, dormían enredadas en las sábanas como si estuvieran en su luna de miel. Hermione se despertó con un sobresalto, cubriéndose con la manta hasta el cuello, los ojos tan abiertos como platos.
“¡Draco! ¡Sal de aquí!”
Pansy solo emitió un gruñido desde su lado del colchón y estiró una pierna, indiferente.
“Las espero en la sala,” anunció Draco como si no acabara de ver lo que acababa de ver, “Tenemos que hablar y no tarden. Ni una maldita hora más de caricias lésbicas en mi casa.”
Hermione lanzó una almohada. Falló.
Draco sonrió y se fue.
El siguiente destino estaba justo al costado de su habitación. La de Sirius. Pero esta vez dudó. Respiró hondo. Elevó la mano y, por educación y por miedo, llamó a la puerta antes de entrar. Se cubrió los ojos con una mano y empujó la puerta con los dedos.
“Quiero hablar con ambos. Bajen a la sala. Por favor, no demoren mucho.”
Abrió un ojo, curioso, y se giró inmediatamente. Porque Remus Lupin, el exprofesor, el hombre que se suponía debía estar leyendo un libro o tomando té como un abuelo respetable, estaba sentado en la cama, estirándose, con el torso completamente desnudo.
Y Draco…
Draco vio. Y luego vio más.
Porque bajo esas cicatrices, había músculo. Había forma. Había un cuerpo trabajado no por vanidad sino por necesidad, esculpido por años de resistencia, dolor y lucha. Draco lo miró con una mezcla peligrosa de fascinación y escándalo.
Con razón Sirius se embarazó de él. Maldita sea. Yo también me humillaría como Tonks.
“¡Por Morgana, profesor Lupin! ¡Póngase una camisa, por decencia! ¡O no, qué sé yo!”
Sirius se reía a carcajadas desde el otro lado, completamente ajeno o absolutamente encantado con la reacción de Draco.
Remus solo le ofreció una sonrisa cansada. Y maldita sea… eso lo hizo peor.
Draco salió cerrando la puerta como si acabara de ver un demonio desnudo.
Al llegar a su propia habitación, se apoyó contra la pared, intentando recuperar el aliento.
“Necesito un trago… y una maldita terapia,” murmuró para sí mismo.
Pero no había tiempo para eso.
Draco cerró la puerta tras de sí con una energía descompensada, la espalda pegada a la madera aún tibia por la luz matinal que comenzaba a colarse desde las ventanas del pasillo. Soltó un suspiro exasperado que le hizo vibrar el pecho, mientras su cuerpo, todavía tibio por el vapor del baño, se negaba a normalizar el ritmo de su respiración.
¿Qué demonios acababa de ver?
El torso desnudo de Lupin. Con ese maldito aire lánguido de hombre cansado que, sin embargo, se levantaba cada día con una disciplina que muchos de sangre más pura jamás alcanzarían. Había algo tan profundamente erótico como insoportablemente humillante en descubrir que el esposo de Black tenía abdominales.
¿Y por qué le importaba eso?
Porque la vida era una broma mal contada. Porque todo estaba patas arriba. Porque llevaba semanas durmiendo mal, porque su novio no le contaba las cosas importantes y porque a veces quería golpear algo, pero lo único que tenía cerca era a Harry y a una taza de porcelana.
Con un gruñido contenido, se obligó a cruzar la habitación para vestirse.
No tenía tiempo para buscar nada dentro de las bolsas con ropa nueva que aún no había desempaquetado. El montón caía por una silla como si alguien hubiera dejado un incendio a medio apagar en forma de prendas de diseñador. Abrió el ropero, buscando a ciegas entre las perchas, hasta que su mano dio con una camiseta vieja, algo estirada, claramente una más que no perteneció a Regulus. La tela aun olía a sol, a fuego, a cielo abierto.
Se la puso sin pensar demasiado, notando cómo la tela se ceñía a su torso de forma imperfecta, como si la prenda intentara imitar un abrazo que ya no se sentía igual. Bajó unos pantalones flojos de lino negro que le caían hasta los tobillos y salió de su habitación arrastrando consigo el peso de algo que no era sueño, pero se parecía bastante.
En el pasillo, justo antes de llegar a las escaleras, Sirius lo esperaba. O más bien, Sirius estaba simplemente ahí, con una sonrisa ancha y descansada, como si no fuera de madrugada, como si no llevara semanas con el humor al borde de la masacre.
“Buenos días, primito,” saludó con una voz inusualmente dulce.
Draco lo miró, enarcando una ceja con lentitud, evaluando la camiseta ajustada que apenas lograba cubrir la redondez suave y firme de su vientre. La curva era cada vez más notoria, y aunque Draco se negaba a mostrar afecto por cortesía, había algo enternecedor en la imagen.
Sirius tenía ese brillo que sólo tenían los embarazados contentos.
“Odio tu alegría matutina,” murmuró Draco, avanzando sin detenerse.
Sirius soltó una risita tan juvenil que parecía venir de otra década. “Yo también. Es el bebé que no deja de moverse. Creo que me está pateando el riñón izquierdo con intenciones homicidas.”
“Seguro te lo heredó,” contestó Draco sin mirarlo, bajando las escaleras.
La sala ya comenzaba a llenarse con pasos arrastrados, quejas a media voz, y el inconfundible sonido de tazas de porcelana chocando torpemente sobre la mesa. Pansy fue la primera en dejarse caer sobre uno de los sillones, con una expresión de ira doméstica. Hermione la seguía, aún roja hasta las orejas desde el despertar abrupto, y tratando de mantener una dignidad imposible con el cabello alborotado.
Remus entró poco después, acompañado de Sirius, ambos cuchicheando con preocupación mal disimulada.
Harry bajó en silencio, los cabellos desordenados, la camiseta mal puesta y una mirada que iba de Draco a la nada, sin detenerse mucho en nada. No llevaba gafas.
Draco sintió una punzada en el pecho al verlo. Una mezcla confusa de ternura y enfado, porque cómo se atrevía a seguir siendo hermoso incluso cuando no quería mirarlo.
Cuando todos estuvieron sentados, Draco se puso de pie frente a la chimenea, cruzó los brazos y los miró como si acabara de ser nombrado dictador de una pequeña república.
“Los reuní porque vamos a hablar de los horrocruxes,” soltó sin ceremonias.
Hermione parpadeó.
“Draco…” empezó ella.
Pero él levantó una mano. “No. Esto no puede seguir en susurros y secretos. No cuando lo que está en juego es, oh, no sé… el destino del jodido mundo mágico.”
Sirius, que se había dejado caer en un sillón, alzó una ceja. “Los horrocruxes… Merlín…”
Remus lo miró con curiosidad. “¿Tú sabes qué son?”
Sirius asintió lentamente, apoyando una mano protectora sobre su vientre. “Sí. Son objetos malditos, recipientes de partes del alma. Solo se crean con un asesinato… Pero… ¿Qué tiene que ver con nosotros?”
“El señor oscuro hizo siete,” dijo Draco, girándose hacia él.
“Siete,” repitió Sirius con una voz baja, pesada.
Remus empalideció. Pansy pareció por un instante perder el aire.
Hermione se levantó bruscamente. “Voy a buscar a Ron. Él tiene que saber esto. No va a querer quedarse fuera del plan.”
“¿Seguro que con su panza podrá hacer algo útil?” murmuró Draco en voz baja, más como una reflexión cruel que como un ataque directo.
Pansy, que se había levantado a preparar el té, soltó una risa nasal sin ningún remordimiento y desapareció hacia la cocina.
Hermione, en cambio, no replicó. Ni siquiera lo miró. Se fue por la red Flu sin más.
Mientras tanto, Sirius y Remus hablaban en voz baja, los rostros serios. Harry no decía una palabra, pero el temblor imperceptible en sus dedos hablaba por él.
Draco lo miró de reojo. Maldito Potter. Maldito por ocultar cosas, por seguir cargando el mundo solo, como si nadie más estuviera hecho para soportarlo.
Diez minutos después, el fuego verde de la chimenea estalló suavemente. De ella salieron Hermione, Ron —vestido con una túnica de dormir espantosamente naranja— y George, que parecía aún más dormido que su hermano.
“Mamá no me dejó venir solo,” dijo Ron como saludo.
George bostezó. “Hoy hay reunión de la Orden. Pensé que esto era parte de eso. O un simulacro del fin del mundo.”
“Ambas cosas, aparentemente,” murmuró Draco, ya harto.
Ron se sentó y se frotó los ojos. “Entonces… ¿horrocruxes?”
Sirius y Remus los observaban, completamente atentos.
Fue entonces cuando Harry habló, su voz áspera. “No deberías contarles. No era parte del plan.”
Draco cruzó los brazos. “¿Qué plan, Potter? ¿El plan donde decides todo solo como si fueras el elegido de un maldito cuento bíblico?”
Harry apretó los labios. “Era una misión del director.”
“Y me importa una mierda,” espetó Draco. “Cuanta más ayuda, mejor. No eres el único que puede cargar con esto, Potter.”
Harry lo miró. No dijo nada. Pero el silencio dolía más que cualquier grito.
George levantó una mano, incrédulo, después de escuchar la breve explicación de que era un horrocrux de Remus. “¿Me están diciendo que la serpiente mayor partió su alma siete veces y que la escondió en objetos?”
“Ya se destruyeron dos,” dijo Hermione. “El diario de Riddle y el anillo de los Gaunt.”
“¿El anillo era de los Gaunt?” preguntó Sirius.
“Sí. Y era de su abuelo. La serpiente viene de la línea de los Slytherin por parte de madre. Y fue a través de esa rama que consiguió la idea de la inmortalidad,” explicó Hermione mientras George palidecía.
Cada palabra pesaba como plomo en la sala. Pansy entró con una bandeja de té, pero la dejó sin decir nada y se acomodó junto a su novia. Sirius tenía una mano sobre el vientre. Su otra mano apretaba los dedos de Remus, que ya no hablaba.
Draco se volvió hacia Harry, que lo miraba sin una pizca de emoción. “¿Y no pensaste que debías contarme esto?”
Harry apretó la mandíbula. “No era tu problema.”
El silencio fue cortante.
“Vaya forma de tratar a tu novio,” soltó George con una sonrisa incómoda. Nadie respondió.
“Esto nos afecta a todos,” dijo finalmente Remus, su voz baja pero firme. “Y deberían haberlo dicho antes.”
Draco no dijo nada más. No quería. Se limitó a mirar a Harry, no con odio, sino con una decepción tan honda que parecía venir desde el fondo de los años.
El té comenzó a servirse. Pansy se excusó para ir por más tazas, aunque todos sabían que quería irse a dormir. George se quedó en el sillón con expresión de horror creciente conforme Ron y Hermione relataban todo lo aprendido en las clases privadas de Harry con Dumbledore.
Y Draco… Draco se sentó, sin decir palabra, los brazos cruzados, los ojos vacíos de paciencia, mirando a Harry como si no supiera quién era ese muchacho con el que se había acostado apenas unas horas atrás.
Draco no dejaba de mirar a Harry. Y Harry evitaba sus ojos.
Iban a hablar después. Iban a discutir. Porque Draco no podía soportar una noche más sintiendo que dormía junto a un extraño disfrazado con su sonrisa.
Y esta vez, no iba a callarse.
Notes:
¿Cuál es la necesidad del autor de no hacer que Draco y Harry se tomen cinco minutos para hablar? 🙃
Chapter 51: Ahora podemos mirarnos sin miedo
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
El aire del salón se sentía denso, como si cada respiración levantara un polvo invisible hecho de secretos, miedos y resentimientos no dichos. Draco permanecía de pie, con los brazos cruzados, fingiendo una calma que no tenía y una indiferencia que no le alcanzaba ni para cubrir los nudillos.
Acordaron no hablar con nadie más sobre los horrocruxes. No todavía. No hasta que la reunión de esa noche terminara y supieran en quién podían confiar realmente. Fue un acuerdo tácito, casi un susurro colectivo de resignación. La clase de decisión que se toma cuando ya todos están demasiado cansados para discutir, pero aún demasiado involucrados como para ignorarla.
Cada uno, en voz baja, empezó a decir nombres. Quienes sí, quienes no. Quienes podrían aportar algo más que angustia y quienes solo estorbarían. Fue como hacer una lista de invitados para una fiesta tétrica a la que nadie quería ir, pero todos sabían que tendrían que asistir tarde o temprano.
Harry —ese Harry que seguía sin mirarlo, que parecía más un retrato animado que una persona de carne y hueso— fue el primero en hablar.
“Charlie no.”
Draco alzó una ceja. “¿Charlie? ¿El hermano de tu mejor amigo? ¿El que cría dragones y salve la vida?”
“Ese.”
“¿Y por qué no?” insistió, a sabiendas de que su tono se arrastraba con sorna.
Harry simplemente negó con la cabeza. “No sería de ayuda.”
Y para sorpresa de Draco —y para su creciente furia— todos estuvieron de acuerdo. Ron murmuró algo sobre que Charlie no sabría moverse sin un mapa, Hermione dijo que era valiente pero poco estratégico, y George… George se encogió de hombros con una resignación casi afectuosa.
Harry no lo miró. Ni una maldita vez.
Sirius se opuso a que le dijeran a Tonks. “Es un auror, sí, pero demasiado torpe. Su corazón está en el lugar correcto, pero se tropieza incluso con sus intenciones.”
Remus se tensó levemente, pero no discutió. Parecía acostumbrado ya a las palabras de Sirius como quien se acostumbra a un clima inestable: con resignación y abrigo emocional. Todos estuvieron de acuerdo. Draco también, aunque sólo porque tenía mejores cosas que decir que perder el tiempo defendiendo a una metamorfomaga que no sabía mantener el equilibrio en una misión básica.
Harry aún no lo miraba.
George fue claro: no quería que sus padres se involucraran. “Ya es suficiente con lo de Percy. No necesitan más secretos, ni más guerras escondidas bajo las escaleras.”
Nadie discutió. Ni siquiera Ron. La mención de Percy parecía bastar para que todos guardaran un silencio respetuoso, como si su nombre invocara un amuleto de contención emocional.
Y entonces fue Remus quien habló, con ese tono neutro que tanto exasperaba a Draco. “Kingsley no. Ni Moody. Son grandes estrategas, pero pensarán como aurores. Y eso… eso es justo lo que no necesitamos ahora.”
Por primera vez en la noche, todos estuvieron de acuerdo sin chistar.
Harry empezó a mover la pierna, un tic que Draco conocía bien. Era su manera de intentar calmarse sin éxito. Sus dedos jugaban con el dobladillo de su camiseta, pero su mirada seguía evitándolo como si mirar a Draco fuera una acción peligrosa. Como si bastara con cruzar los ojos para que todo lo que no decían explotara en el aire.
Draco, por supuesto, decidió prender la mecha.
“Deberíamos dividirnos. Cada uno investigará lo que pueda sobre los horrocruxes que faltan. Sus pistas. Cómo destruirlos. La Comadreja mencionó un diente de basilisco, y Granger, la espada de Gryffindor. Bien. Entonces que alguien busque dónde está la jodida espada. Y si queda algún basilisco muerto y conservado en vinagre, pues también.”
Ron frunció el ceño. Hermione asintió lentamente.
Harry solo murmuró un sí apenas audible. Y aún sin mirarlo.
Cuando el acuerdo quedó sellado con una mezcla de cansancio y apatía, no hubo buenas noches. No hubo “descansen” ni “nos vemos en la mañana”. En vez de eso, hubo una retirada dispersa, como soldados desarmados que se separan tras un ataque fallido.
Pansy fue la primera en moverse, dejando un bostezo elegante en el aire mientras se encaminaba a la biblioteca. Hermione la siguió, más por necesidad de leer que por cariño a la compañía. George y Ron decidieron regresar a la Madriguera, prometiendo volver antes de la reunión de la Orden.
“Dile a tu madre que no haga pastel,” dijo Sirius al pasar junto a George. “Si llego a ver pastel de ciruela otra vez, cometeré un crimen.”
George no rió. Ni siquiera fingió.
La comadreja se levantó con lentitud, como si el peso del embarazo lo desbalanceara más que de costumbre. Remus lo acompañó sin pedirlo. Había algo en la forma en que Weasley arrastraba los pies que lo inquietaba.
“La biblioteca no es segura para ti,” había dicho Remus minutos antes, sin mirar a nadie en especial a Sirius que lo seguía mirando molesto. “Demasiadas magia contenida. Y polvo.”
Sirius casi se había ofendido. Draco, por su parte, se ofendió por él.
La cocina de Grimmauld Place aún estaba sumida en una penumbra tibia, como si la luz misma evitara instalarse allí por completo, temerosa de despertar los fantasmas dormidos en las grietas del suelo de piedra. Era una habitación que olía a siglos de té viejo, a los rescoldos de conversaciones demasiado duras para olvidarse, y a la madera quemada del hogar donde, antaño, nadie se sentaba sin permiso. Draco sintió el aire ligeramente viciado de memorias ajenas apenas cruzó el umbral, arrastrando los pies sin mucho entusiasmo detrás de Sirius, quien, aunque con la espalda recta y el rostro aparentemente sereno, no lograba ocultar la tensión en sus hombros ni la forma en que su mano izquierda acariciaba distraídamente su vientre redondeado, como si buscara ahí algún tipo de refugio.
El silencio era demasiado fuerte. El tipo de silencio que se estira entre dos personas que no han tenido el valor —o la decencia— de ser brutalmente honestas entre sí.
Sirius conjuró una esfera de luz con un leve movimiento de varita y esta se instaló cerca del techo como una luna tímida, bañando la estancia en un resplandor tenue y cálido. Luego se dirigió con toda la calma del mundo hacia una de las alacenas desvencijadas, revolviendo una caja de latas de té como si allí se jugara el destino del mundo.
Draco no dijo nada. Solo lo observó en silencio, con los ojos entrecerrados, sintiendo la opresión en el pecho que llevaba arrastrando desde hacía días, esa mezcla de traición, rabia e impotencia que se revolvía dentro de él como una criatura con garras. Harry no le había dicho la verdad. No le había contado la historia detrás de los Horrocruxes. No le había incluido. Lo había hecho a un lado como si su juicio no valiera nada, como si fuera un capricho. Un error que no se atrevía a corregir.
Y encima tenía la desvergüenza de no mirarlo.
El calor comenzó a acumularse en su estómago, en el centro de su pecho, escalando hasta la garganta. Algo entre veneno y fuego. Y entonces Sirius habló, como si pudiera oler la guerra que crepitaba dentro de Draco.
“Uno no se casa con quien más ama,” dijo sin volverse, con voz baja pero clara, mientras sus dedos tamborileaban suavemente sobre la porcelana de una taza. “Sino con quien más nos ama.”
Draco parpadeó, confundido, y luego se dio cuenta de que había estado mirando los anillos. Los delgados aros de oro blanco que Sirius llevaba en la mano izquierda, brillando pálidamente a la luz mágica mientras se posaban sobre la curva de su vientre, como una caricia sin intención.
No sabía si el comentario había sido dirigido a él… pero le cayó como una acusación velada.
Y lo irritó profundamente.
“Y luego estás tú, que ni lo amas ni te ama,” replicó con voz filosa, como quien lanza una daga a ciegas pero con puntería. No le importó. No le importó que sonara cruel, ni que la habitación se llenara de una incomodidad espesa como niebla. Tal vez buscaba eso. Tal vez necesitaba un incendio donde pudiera quemar lo que sentía. “Por favor, Black. ¿Acaso eres feliz fingiendo que Lupin de verdad te ama?”
Sirius se quedó en silencio. Un segundo. Dos.
La cuchara que revolvía cayó con un tintineo suave en el fondo de la taza. La quietud era insoportable para Draco, le picaba en la piel, lo hacía sentir desnudo y desprotegido. Si no iba a obtener respuestas de Harry, al menos podría arrancar gritos de otra parte.
“Si yo fuera tú,” continuó con una voz calmada que contrastaba con la tormenta detrás de sus ojos, “hace rato lo habría sacado a patadas de mi cama. Si mi supuesto esposo estuviera riendo de esa forma con otra tipa. Que, por cierto, es tu sobrina. Y mucho más joven que tú.”
El veneno en sus palabras no era accidental. Draco sabía lo que hacía. Sabía que era cruel y mezquino. Que estaba invadiendo un terreno que no le pertenecía. Pero si no soltaba algo, iba a romperse por dentro. El odio era más fácil que la tristeza. El sarcasmo era más sencillo que admitir el dolor.
“Mándalo al diablo, Sirius,” susurró con una dureza inesperadamente quebrada. “No te mereces eso. Y mucho menos tu bebé.”
Silencio.
Un eco.
Por un momento, solo se oyeron las brasas mágicas crepitando en la estufa. Sirius se dio la vuelta con lentitud, sin rabia, sin gestos teatrales. Lo miró con algo que no era exactamente tristeza, pero sí una comprensión amarga.
“¿Y qué hay de ti?” preguntó con suavidad. “¿No es la chica Weasley la que siempre habla mal de ti y llena la cabeza de ideas a Harry sobre que eres un traidor?”
Draco apretó los dientes. Sirius no alzó la voz. No lo atacó. Ni siquiera se inmutó. Eso lo enfureció más.
“Perra que ladra no muerde,” escupió, alzando los platos con torpeza para colocarlos sobre la mesa con más fuerza de la necesaria. “Pero tienes razón. Estar con Harry me contagió su maldita benevolencia. Error de novato.”
Sirius rió suavemente, como si Draco acabara de confirmar una teoría que llevaba años guardando.
“Creo que es hora de que recordemos nuestras raíces, Black,” murmuró Draco con los labios apretados, encendiendo el fuego bajo la sartén con un chasquido de varita. “Nada de sentimentalismos. Nada de compasión.”
Sirius encendió la tetera sin decir nada, sus labios curvándose apenas en una sonrisa torcida.
“Tienes toda la razón.”
El tocino comenzó a crujir en la sartén, desprendiendo un aroma delicioso que por un instante alivió la pesadez del aire. El café se preparó en silencio, llenando la cocina de un olor oscuro y fuerte que despertaba incluso los rincones más dormidos de la casa. Sirius lo miró con anhelo, pero no se sirvió ni una taza. Murmuró que ponía demasiado energético al bebé.
Draco soltó un sonido de satisfacción exagerado al saborear el primer sorbo, solo para fastidiarlo.
Y luego, como una maldición que nadie había pedido, Harry entró.
Sus pasos eran suaves, casi tímidos, como si no supiera si era bienvenido. Draco ni siquiera giró la cabeza. Su cuerpo lo sabía. Lo había sentido entrar, respirar, detenerse junto a la puerta. Esa forma estúpida y noble de existir sin hacer ruido, sin alterar a nadie, sin mirar a quien debería estar mirando desde hace días.
Harry se sentó a su lado cuando el desayuno estuvo servido sobre la mesa.
Y en ese momento —en ese preciso y ridículo instante— su mano se deslizó bajo la mesa, buscando la de Draco. Buscando ese gesto tonto y silencioso que antes bastaba para hacerle olvidar el mundo.
Pero no esta vez.
Draco movió su mano con lentitud, como si Harry estuviera hecho de espinas.
No lo miró.
No cuando Harry sí lo miraba a él. Con esa expresión que mezclaba culpa, deseo y desesperación. Como si estuviera rogando por un perdón que no había tenido el valor de pedir con palabras.
Ahora lo entiendes, ¿no? pensó Draco con amargura mientras mordía un trozo de pan tostado sin apetito. Ahora sabes lo que se siente cuando el otro te borra de sus planes. Cuando te niegan la verdad. Cuando te apartan como si fueras un niño molesto y no su maldita pareja.
Harry bajó la mirada, resignado.
Draco tragó el bocado con dificultad. La cocina olía a café y a cosas que nunca iba a decir.
La biblioteca de Grimmauld Place no era precisamente acogedora. Las cortinas pesadas retenían la luz del día como si desconfiaran de ella, y el polvo tenía esa forma particular de asentarse solo sobre los libros más necesarios. Aún así, el cuarto tenía algo… no belleza, sino una gravedad que mantenía a todos quietos, concentrados, con la espalda encorvada sobre páginas que olían a tinta vieja y desesperación.
Draco llevaba casi dos horas con la cabeza inclinada sobre una edición raída de Magia Oscura y sus Ramificaciones Históricas, subrayando mentalmente las partes que le parecían más absurdas que útiles. Su pluma —que no usaba, pero no soltaba— tamborileaba en su mano con una impaciencia que no disimulaba. Pansy había tomado posesión del cojín más mullido junto a él, hojeando tres libros a la vez como si estuviera en una boutique eligiendo zapatos. Hermione, en cambio, se movía de un tomo al otro con la precisión de un bibliotecario traumatizado, murmurando para sí, tachando ideas, negando otras, siempre como si estuviera un paso más cerca de encontrar una respuesta que, al menos para Draco, parecía hecha para no encontrarse nunca.
Y Sirius… bueno. Sirius había decidido, por voluntad propia y en un arrebato de rebeldía tan infantil como admirable, instalarse entre ellos con una taza de té que no tocaba y una mirada desafiante que dirigía a los lomos de los libros como si fueran Remus. Tenía las piernas cruzadas sobre la alfombra, el cabello suelto cayéndole por los hombros, y el vientre abultado bajo su camiseta de lino ligeramente arrugada. No era elegante, pero sí extrañamente sereno. Como si estuviera ganando algo con cada segundo de silenciosa obstinación.
Draco ni siquiera había intentado discutir con él por ocupar espacio. A veces, un Black siendo insoportable era mejor que un Potter escapando de una conversación importante.
Fue Hermione quien rompió el murmullo académico con una frase seca:
“¿saben? Técnicamente, hizo seis Horrocruxes. El séptimo es él mismo.”
Sirius alzó una ceja. “Y la serpiente, ¿qué? ¿Su mascota emocional? ¿Un accesorio viviente?”
Hermione suspiró, claramente exasperada. “Nagini puede estar vinculada, sí, pero no fue parte del plan original. Si lo pensamos bien, los seis objetos ya estaban definidos.”
“No estoy de acuerdo,” dijo Draco sin levantar la vista. “Los mortífagos hablan de ella como si fuera más que eso. Hay algo… raro. Su conexión con él es mágica, y potente. Demasiado.”
“No podemos dar por hecho nada,” intervino Pansy, quitándose una hebra de cabello de los labios. “No cuando hablamos de alguien que dividió su alma como quien reparte pan en un picnic.”
“Qué imagen tan desagradable,” dijo Sirius en voz baja. Pero nadie rió.
El silencio volvió a cubrirlos como una manta vieja. Draco apoyó el codo en su rodilla y se frotó los ojos. Sentía las palabras revolverse dentro de su cráneo, fragmentos dispersos de una verdad que todavía no se dejaba atrapar. Y justo cuando pensaba en cerrar el libro para no arrojarlo contra la chimenea, la puerta se abrió sin aviso.
Lupin se quedó en el umbral. Parecía inseguro, los dedos cruzados delante del cuerpo, los ojos fijos en Sirius con una mezcla de cautela y culpa.
“El almuerzo está listo,” dijo, con ese tono de voz que usaba cuando intentaba sonar casual, pero se le escapaba la urgencia por las comisuras.
Nadie respondió de inmediato. Sirius siguió leyendo, aunque Draco supo que no estaba viendo ninguna palabra. Hermione cerró su libro con suavidad. Pansy se estiró con un suspiro teatral.
“Finalmente,” murmuró. “Mis neuronas necesitan comida.”
Sirius fue el último en moverse. Se levantó con la dignidad de un gato harto, sin mirar a Remus, como si no acabara de haber una conversación en la que, según Draco había escuchado por accidente —y porque tenía un talento nato para estar en lugares incorrectos—, Sirius le había dicho que dejara de tratarlo como un soldado que necesita órdenes.
“También es mi hijo,” había dicho Remus. Y Sirius había respondido: “Eso no parecía al principio.”
Draco fue el último en salir, deliberadamente. Y no porque quisiera dar espacio, sino porque quería ver. Quería confirmar lo que ya sospechaba. Y ahí estaba: Remus, acercándose como si pisara cristales, intentando tomar el rostro de Sirius con manos temblorosas, murmurando algo que apenas se oía. Un perdón, tal vez. O una promesa. Lo que fuera, bastó para que Sirius cediera y aceptara un beso en la comisura de su boca, breve, silencioso, como esos que se dan cuando el amor no basta para borrar la herida, pero al menos la cubre.
El comedor olía a romero y pan recién horneado. Harry estaba allí, nervioso como un niño en su primer día en Hogwarts, con la mirada puesta en la mesa como si temiera que todos lo odiaran por haber cocinado.
“Harry hizo el almuerzo,” dijo Remus, en un intento de aligerar el ambiente.
Y era verdad. Estaba delicioso. Era, de hecho, la comida más buena que Draco había probado desde hacía semanas. Pero no dijo nada. No porque no lo notara, sino porque no iba a dar a Harry ese consuelo fácil. No cuando todavía tenía horrocruxes enterrados en su garganta y excusas grabadas en la espalda como cicatrices invisibles.
Todos lo felicitaron. Incluso Pansy, quien no solía regalar halagos. Todos menos él.
Pero al menos no apartó la mano cuando Harry la apoyó con cautela sobre su muslo, bajo la mesa. No fue un gesto de reconciliación. Fue un gesto de tregua. Y a veces, las treguas eran suficientes para sobrevivir otro día.
Más tarde, la biblioteca volvió a llenarse. Esta vez con más sillas, más libros, más café frío abandonado sobre repisas. Remus se sentó junto a Sirius, quien fingió no notar cómo le acariciaba el vientre con dedos tan lentos como un hechizo dormido. Harry se instaló cerca de Draco, que ya no se molestó en poner distancia. Hermione y Pansy compartían un ejemplar enorme de Magia Ancestral y Fragmentación del Alma con demasiadas ilustraciones perturbadoras y comentarios en latín.
Encontraron datos, por fin. No soluciones. Pero pistas.
Una referencia a una reliquia de Slytherin en un lago al norte de Escocia.
Una pista sobre un anillo perdido que una vez perteneció a la madre de la madre de la madre de Ominis Gaunt.
No era mucho. Pero ya no estaban ciegos.
Draco entrelazó sus dedos con los de Harry. No lo miró. No aún. Pero no apartó la mano. El contacto era cálido, sincero, algo que no podía fingirse. Y por un instante, solo un instante, permitió que el silencio no le pareciera tan enemigo.
“Tenemos algo,” dijo Hermione.
“No es suficiente,” murmuró Pansy.
“Pero es un comienzo,” añadió Remus, con voz cansada.
Draco no dijo nada. Solo cerró el libro, apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y pensó que tal vez, si seguían cavando, un día encontrarían la verdad. Tal vez no sin romperse entre ellos. Pero al menos con las manos manchadas por algo que valía la pena.
Y tal vez… solo tal vez… también encontraría a Harry de nuevo. Al de verdad. Al que no escondía secretos como espinas bajo la lengua. Al que sabía que el amor se alimenta de verdades, aunque duelan.
Draco supo que ese día sería un desastre mucho antes de que bajaran a la maldita sala del comedor. No fue una premonición ni una advertencia oscura que le susurrara al oído. Fue más simple que eso. Fue el modo en que Harry cerró la puerta cuando entró a la habitación. Con esa mezcla de tensión y culpa que solo aparecía cuando tenía algo que confesar.
Draco estaba ordenando su armario. Algo tan mundano como pasar los dedos por camisas recién planchadas y decidir cuál de las prendas heredadas de Regulus Black merecía permanecer colgada y cuál debía ir directo al fondo del baúl como castigo por su mal gusto. Podía haber sido una tarea rápida. Podía haber terminado en veinte minutos y bajar a leer con Hermione y Pansy antes de la dichosa reunión con la Orden.
Pero claro. No cuando Harry estaba de pie detrás de él, jugueteando con el dobladillo de su camis como si de verdad creyera que ese gesto infantil le daría ventaja.
“¿Puedo decirte algo?” preguntó Harry, con una voz demasiado tranquila para no estar ocultando dinamita.
Draco no se molestó en girarse. Colgó una camisa de lino color arena con movimientos casi ceremoniales y respondió con frialdad: “¿Otra de tus confesiones tardías o es algo realmente interesante esta vez?”
Harry suspiró. No del tipo resignado. De esos suspiros de “no empieces, Draco” que tanto usaba cuando sabía que estaba a punto de decir una estupidez.
“Es sobre los Horrocruxes. Dumbledore… el año pasado… tuvimos sesiones. Me enseñó cosas sobre Voldemort. Sobre su familia. La historia completa, en realidad.”
Draco giró lentamente. Como si cada centímetro ganado en ese movimiento aumentara el peso de su incredulidad.
“¿Sesiones privadas? ¿Tú y Dumbledore? ¿Mientras estábamos juntos?”
Harry bajó la mirada. Siempre bajaba la maldita mirada cuando se sentía culpable.
“No creí que fuera relevante en ese momento. Solo me estaba preparando para—”
Draco levantó una ceja con una sorna que dolía hasta de ver.
“¿Para la guerra? ¿Para salvar al mundo? ¿Para matarlo tú solo como el héroe mártir que siempre has querido ser? Qué conveniente que tu idea de relevancia excluyera contarle a tu pareja que estabas teniendo clases particulares con el director sobre cómo destruir la fuente de inmortalidad del mago más oscuro de todos los tiempos.”
Harry apretó los labios. Como si se estuviera conteniendo. Como si Draco no tuviera todo el derecho de gritarle ahí mismo.
Y entonces, porque a Harry Potter le gusta arruinarlo todo en niveles progresivos, dejó caer la segunda bomba sin anestesia.
“La noche en que Dumbledore murió… fuimos juntos a buscar un Horrocrux. A una cueva. Fue antes de que los mortífagos invadieran el castillo. Él sabía que moriría, Draco.”
El mundo se detuvo.
O al menos, lo hizo en la cabeza de Draco, que dejó caer una camisa de seda negra al suelo como si se hubiera transformado en ceniza. Sus dedos se crisparon. Todo su cuerpo se tensó. No por celos. No esta vez. Era otra cosa. Un dolor agudo, seco, brutal.
Theo había estado allí. Theo había disparado esa maldita maldición según el relato que Pansy le conto. Theo, con sus ojos de hielo y su expresión neutra, había empujado a Dumbledore a su muerte… mientras Harry compartía una misión secreta con él.
“No me lo puedo creer,” susurró Draco, más para sí mismo que para Harry. “No me dijiste nada. Ni una palabra. ¿Cuánto más me vas a ocultar, Harry?”
Harry intentó acercarse, como si un maldito abrazo solucionara todo.
“Draco, yo—”
“No,” lo cortó Draco, con voz cortante. “No me vengas con tus discursos vacíos. No quiero oír lo mucho que me amas si no puedes confiar en mí.”
Y claro, como si estuvieran siguiendo un guión autodestructivo, Harry cambió de postura. Se tensó. Apretó los puños.
“¿Y tú querías que te contara lo de Nott también? ¿Acaso eso no fue peor? ¿Te acostaste con él, no? ¿También querías que compartiera sus crímenes, Malfoy?”
Draco cerró los ojos. No por vergüenza, sino para no lanzar una maldición que acabara con medio Grimmauld Place.
“No estamos hablando de Theo,” dijo, con una calma helada. “Pero qué fácil te resulta cambiar de tema cuando te sientes acorralado.”
El silencio se extendió entre ellos como una sábana húmeda. Y al final, porque uno de los dos tenía que rendirse primero, fue Harry quien se acercó, lo rodeó con los brazos y murmuró entre suspiros torpes que lo amaba, que iba a decirle todo a partir de ahora, que no iba a haber más secretos.
Draco no dijo nada.
No lo abrazó de vuelta.
Solo continuó organizando su armario.
Cuando bajaron al primer piso, Harry intentaba congraciarse de nuevo. Draco se dejó besar en el cuello mientras caminaban por el pasillo, escuchando las cursilerías de su novio como quien escucha llover tras una ventana.
“...porque honestamente, estás ridículamente guapo con esa camisa y si tuviera un poco menos de autocontrol te besaría hasta que olvidaras tu nombre…”
Draco arqueó una ceja. “¿Ese es tu intento de disculpa? ¿Adularme como si fuera una de tus escobas nuevas?”
Harry rió con suavidad. “¿Funcionó?”
“No.”
Pero no lo empujó.
Y eso era más de lo que Harry merecía.
Apenas doblaron la esquina hacia el comedor, una figura pelirroja apareció con paso rápido y rostro demasiado animado. Ginebra Weasley. Con esa sonrisa grande, ancha, desmedida. Sonrisa que se cayó, se desplomó como una estructura de cartas mojadas, apenas sus ojos captaron la escena: Draco con Harry, demasiado cerca, demasiado íntimos.
Draco la miró como quien ve llover en su fiesta: no sorprendido, pero sí molesto por la interrupción. Por lo predecible del gesto. No era difícil deducir que había venido a buscar a Harry, con la excusa de siempre: preguntar algo, entregar cualquier tontería, hacer como si todavía tuviera algún tipo de derecho sobre él. Patética.
Ginny se detuvo, rígida, y por un segundo nadie dijo nada. Sólo el eco del silencio incómodo, saturado de intenciones no dichas.
“Qué coincidencia,” soltó ella, sin poder ocultar la aspereza bajo su voz. “Pensé que te vería en la cocina, Harry.”
Harry, que parecía haber sentido el soplo helado de lo inevitable, hizo un gesto cansado con las cejas.
“Ginny…”
Pero Draco ya había girado completamente, dándole a la pelirroja toda su atención. Sonrió con una elegancia venenosa, como quien prepara el terreno para una ejecución social.
“¿Se te perdió algo, Weasley? Porque aquí no suele haber migajas.”
Ginny apretó los labios, sin perder esa postura de indignación herida que tanto le gustaba usar.
“Sólo venía a ver si Harry necesitaba algo. No sabía que ya tenía… compañía.”
“Bueno,” dijo Draco, alzando apenas el mentón, “ahora lo sabes. Puedes regresar al hueco que saliste.”
“Draco, basta,” interrumpió Harry, visiblemente incómodo, mirando a uno y a otro como si intentara desactivar una bomba mágica.
“Ya viste lo que me dijo,” se quejó Ginny, alzando la voz y acercándose a Harry con la familiaridad que hizo que cada músculo del cuerpo de Draco se tensara. “Ni siquiera puedo saludarte sin que él salte como si yo fuera la amenaza.”
Draco entrecerró los ojos, lentamente. Algo más que ira empezaba a arderle bajo la piel. Era agotamiento. Era frustración. Era ese veneno antiguo de saberse observado, cuestionado, reducido. Una y otra vez. Y si alguien iba a pagar los platos rotos, sería ella.
“Harry,” dijo con frialdad, sin apartar la mirada de Ginny, “adelántate con los demás. Tengo una conversación pendiente con la señorita Weasley.”
Harry lo miró como si lo hubiera escuchado hablar en pársel. “Draco, no es el momento.”
“Ah, pero para ella sí lo era, ¿no?” dijo con una sonrisa suave y ácida. “Tuvo tiempo para venir corriendo a verte, así que no le tomará mucho quedarnos cinco minutos a solas.”
“Draco…” advirtió Harry, y ese tono, tan típicamente moralista, sólo avivó el fuego en el pecho de Draco.
“No voy a matarla, Potter,” respondió él con una tranquilidad tan tensa que parecía una cuerda a punto de romperse. “Todavía.”
Harry bufó, miró a ambos con fastidio y frustración, pero acabó rindiéndose. El comedor estaba a unos pasos. Si se armaba un duelo verbal, aún podría interceder. Así que se fue, murmurando algo entre dientes, con los hombros caídos y el alma cansada.
Y apenas se cerró la puerta del comedor detrás de él, Draco se giró lentamente hacia Ginny. Ahora no había testigos. Solo ellos dos, la madera crujiente del suelo, y esa marea creciente de resentimientos acumulados.
“Así que, Ginny,” dijo con una suavidad que era puro veneno en copa de cristal, “Creo que has querido hablar conmigo desde que Harry y yo nos acostamos, ¿Cierto? Hablemos.”
“¿De qué exactamente?” preguntó ella, cruzándose de brazos, desafiante. “¿De cómo eres incapaz de soportar que Harry y yo tengamos historia? O de cómo cada vez que haces una estupidez, corres a echarme la culpa a mí.”
“Qué interesante perspectiva,” musitó Draco, inclinando la cabeza. “Pensé que hablaríamos de tu patética obsesión por mi pareja. O tal vez de cómo te arrastras por cada pasillo con tal de tener cinco minutos de su atención. ¿Te parece bien ese tema?”
Ginny enrojeció, y Draco supo que había tocado un nervio. Perfecto.
“No me arrastro por nadie,” replicó ella, la voz tensa. “Sólo me preocupa que esté con alguien que lo trata como tú lo haces. Nunca sabe lo que sientes, lo haces dudar de sí mismo, lo empujas a encerrarse. ¿Eso es amor para ti?”
Draco se rió. De verdad se rió. Una carcajada seca, elegante, casi educada.
“¿Y tú qué sabes de amor, Ginny? ¿Crees que porque le cocinabas a mi novio pasteles y le sonreías en la mesa tienes el monopolio del afecto verdadero? Por favor.”
Ella dio un paso adelante. “Yo nunca lo hice sentir culpable por cosas que no puede controlar.”
“¿Y yo sí?” Draco arqueó una ceja. “No. Yo lo enfrento. Yo lo exijo. Porque si no lo hago yo, nadie más lo hace. Y tú… tú solo le das espacio para quedarse estancado en la versión más cómoda de sí mismo. Eres una manta vieja, Weasley. Tibia, familiar. Pero no desafías. No elevas. Solo reconfortas.”
Ginny apretó los puños. “Él no necesita estar contigo. No necesita que lo hieras para probar que lo amas.”
“Y sin embargo me ama,” susurró Draco, con una crueldad sutil. “A pesar de ti. A pesar de tus pobres intentos, tus miradas desesperadas, tus teatrillos ridículos frente a la Orden. ¿O creías que no notaba cómo eres siempre la primera en cuestionar cada cosa que hago, cada decisión, cada palabra?”
Ginny temblaba. La rabia vibraba en ella como un hechizo sin control.
“Si lo lastimas…”
Draco inclinó la cabeza con lentitud.
“Si lo lastimo, él sabrá irse. Porque tiene carácter, y también tiene historia. Conmigo. Y eso es algo que tú no podrás reescribir por más que le susurres a espaldas de todos lo indigno que soy.”
Ginny aún temblaba. No de miedo. De rabia contenida. De orgullo herido. De ese ardor vergonzoso que te deja sin aire cuando alguien escarba donde más duele. Draco la observó como quien contempla a una criatura patética a punto de romperse, con los labios curvados en una sonrisa pequeña, despiadada.
“¿Sabes qué es lo más gracioso de todo esto?” dijo, su voz baja y cargada de una sorna peligrosamente elegante. “Que todavía te atreves a hablar de amor como si tuvieras idea de lo que significa. Cuando ni siquiera fuiste capaz de ver que te estaban cogiendo la dignidad detrás de tu espalda.”
Ginny frunció el ceño, furiosa. “¿De qué estás hablando?”
“Oh, vamos, Weasley…” Draco dio un paso más cerca. Ya no sonreía. Ahora había sólo filo en su mirada. “¿De verdad lo vas a negar? ¿Quieres que te lo repita con detalles? ¿Quieres que te recuerde cómo se arqueaba Thomas cuando Finnigan lo tenía contra la pared del aula de Encantamientos, con la boca llena de gemidos que no eran para ti?”
Ginny palideció. Dio un paso atrás, pero mantuvo la barbilla alzada.
“No sabías nada. No lo sospechabas. Hasta que yo, en un arrebato de aburrimiento y buena voluntad, te lo mostré. ¿Lo recuerdas? Tercer piso. La puerta entornada. Tú y yo asomándonos por la rendija. Y ahí estaban tu gran amor, enredado como una bestia con su mejor amigo. ¿Cómo fue que dijiste? No puede ser… no puede ser...”
“¡Cállate!” gritó ella, la voz temblorosa, los ojos ardiendo. “¡Eso no tiene nada que ver con esto!”
Draco no se detuvo.
“Claro que sí tiene que ver. Porque tú hablas de amor como si hubieras salido ilesa. Como si tu experiencia te hiciera sabia, sensata, superior. Pero no eres más que una niña que se acostumbró a las sobras. Y ahora no soportas ver a alguien tener algo entero. Completo. Sólido.”
Ginny apretó los dientes.
“Harry no es tuyo. Lo sabes. Nunca va a ser completamente tuyo.”
Draco alzó una ceja, lento, venenoso.
“¿Y eso es lo que te repites por las noches para poder dormir? ¿Que él no es completamente mío? ¿Que todavía hay alguna parte de él que te pertenece? Qué patética eres, Ginny. Aún lames las heridas de un romance que nunca tuvo un inicio, como si pudieras vivirlo con un par de miradas lánguidas y recuerdos que solo tú te aferras a creer que existen.”
Ginny inspiró hondo. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no iba a dejar caer.
“Te crees invencible porque eres bonito y tienes el maldito apellido Malfoy,” escupió, con la voz rota por la ira. “Pero sabes qué, Malfoy: tú no eres mejor que nadie. Solo un arrogante que juega a amar sin saber lo que significa. A ti te gusta que Harry te adore, que te necesite, que te suplique. Pero si un día él se levanta y decide que ya no quiere aguantar tus mierdas, no te va a mirar dos veces al irse.”
“Ah, pero tú sí lo harás,” dijo Draco, con una sonrisa cargada de desprecio. “Tú mirarás cada paso que dé, cada conversación que tenga, cada gesto mío hacia él como si fueran tuyos. Porque eres una sombra. Y las sombras, Ginny, no se enamoran: se obsesionan.”
Ella levantó la mano como si fuera a abofetearlo. Draco no se inmutó. Ni un parpadeo. Sólo la miró con ese gesto lánguido de superioridad que decía no tienes el poder para herirme.
“Hazlo,” susurró. “Atrévete. Golpéame. Y tal vez así por fin puedas sentir que todavía tienes algún control sobre esta historia que nunca te perteneció.”
Ginny bajó la mano, respirando con dificultad. La odiaba. Esa calma cruel. Esa postura perfecta. Esa seguridad insultante.
Draco se inclinó hacia ella, apenas unos centímetros, lo suficiente para dejar las palabras como cuchillas junto a su oído.
“No vuelvas a hablarle a Harry como si todavía fuera tuyo. No lo mires como si tu amor de hace mil años tuviera el más mínimo derecho sobre el presente. Porque si te veo una vez más intentando envenenar su cabeza con tus inseguridades mal disfrazadas de preocupación, voy a demostrarte las oscuras y malvadas cosas que puedo hacer contigo.”
Y con eso, dio un paso atrás, se alisó la camisa con un gesto casi distraído, y comenzó a caminar hacia el comedor, sin volver a mirarla. Dejándola ahí. Solitaria. Con el corazón en llamas y las manos vacías.
Draco sabía que había sido cruel. Más de lo habitual.
No porque Ginny no lo mereciera —porque lo merecía, y con intereses acumulados—, sino porque al verla quedarse con los ojos enrojecidos y los pasos vacilantes, no sintió remordimiento alguno. No le importó. Y eso… eso sí era peligroso.
Había más cosas que podría haberle dicho. Más frases perfectamente hiladas, más verdades que ella se negaba a enfrentar, más recuerdos humillantes que Draco conservaba como si fuesen cartas bajo la manga. La había dejado con el orgullo hecho trizas y aún sentía que le debía una última estocada. Una que sangrara de verdad.
No estaba bien. Lo sabía. Pero tampoco se detuvo a analizarlo.
Y mucho menos cuando sus ojos —casi por instinto— encontraron a Harry.
Él estaba allí, sentado al borde de la mesa larga, con una taza entre las manos y el ceño ligeramente fruncido como si aún procesara el sabor de lo que sea que estuviera bebiendo. Había algo sereno en su rostro, pero no del todo tranquilo. Una alerta callada en sus ojos verdes, como si esperara que el mundo se quebrara en cualquier momento. Y cuando alzó la vista y lo vio, cuando sus miradas se cruzaron y Harry sonrió, apenas un poco, con esa mezcla de alivio y amor intacto, Draco supo.
Supuso que aún tenía un golpe más que dar.
La última daga. La definitiva. La que se entierra cuando el enemigo ya está en el suelo.
Y, como todo lo que hacía Draco, lo ejecutó con estilo.
No caminó hacia él con apuro, no fingió timidez ni buscó disimular lo que hacía. Atravesó el comedor como quien toma posesión de su propio imperio, el mentón en alto, los ojos sin desviarse ni por un segundo del rostro de su pareja. No se detuvo a saludar, no le importaron las miradas, ni los cuchicheos de Lupin, ni la presencia de Kingsley, ni la tensión entre algunos miembros de la Orden que aún no aprobaban del todo su permanencia allí. Qué importaba. Estaban vivos gracias a Harry. Y Harry… era suyo.
Ni siquiera pidió permiso. Simplemente lo hizo.
Se sentó sobre él.
Literalmente.
Colocó una pierna a cada lado del cuerpo de Potter, sentándose con determinación sobre su regazo como si ese lugar le perteneciera por decreto celestial, como si su derecho a él estuviera inscrito en piedra desde el día en que sus destinos se cruzaron en primer año. Harry soltó un resoplido breve, de sorpresa, y sus manos fueron a parar de inmediato a la cintura de Draco, como si su cuerpo reconociera la necesidad de tenerlo sujeto, firme, pegado.
“Draco,” murmuró en voz baja, un poco incómodo, con el rubor subiéndole a las orejas.
Pero Draco no respondió. Solo lo miró desde arriba, con esa altanería elegante que usaba como escudo, con una ceja apenas alzada. Y entonces se inclinó. Su boca encontró la de Harry con facilidad, como si cada beso anterior hubiese sido ensayo de este.
Lo besó.
Con intención. Con rabia contenida. Con un arte casi escénico.
Sabía que Harry no se esperaba algo tan... público. Tan descarado. Pero también sabía que no lo rechazaría. No podía.
Porque apenas sus labios se encontraron, las manos de Harry se cerraron sobre sus caderas, y luego bajaron, con una naturalidad desvergonzada, hasta el trasero de Draco, apretando con fuerza. Draco soltó un pequeño gemido ronco —casi un gruñido satisfecho— y profundizó el beso, apenas entreabriendo los ojos para mirar.
Y ahí estaba. Justo como lo había calculado.
Ginny de pie en la entrada de la puerta. Congelada.
Fue un instante. Una fracción diminuta de tiempo en la que el mundo se comprimió en ese punto exacto. Draco la vio, con el rostro deshecho, los ojos como platos y el pecho subiendo y bajando con rapidez. Vio la grieta en su expresión. La vulnerabilidad expuesta. El golpe final.
Y sonrió contra la boca de Harry.
Porque, por supuesto, el beso se prolongó justo en ese momento. Porque Harry gimió contra sus labios, suave, bajo, enredado en esa entrega que no dejaba lugar a dudas. Porque las manos de Harry seguían explorándolo con descaro, y Draco no apartó la boca. No todavía.
Fue entonces cuando alguien —tal vez Hermione, tal vez Molly, tal vez algún alma caritativa sin sentido del momento— gritó el nombre de Ginny.
Ella se volvió, sacudida, y salió del comedor casi corriendo.
El sonido del llanto, aunque apenas audible, fue inconfundible.
Y Draco… no se arrepintió. Ni un poco.
Se separó lentamente de los labios de Harry, apenas un suspiro entre ambos. Los ojos verdes de su novio lo miraban con un deje de confusión y reproche contenido, como si supiera —como si siempre supiera— que eso había sido un movimiento con intención.
“¿Draco…?” murmuró.
Pero Draco solo alzó una ceja. Una ceja que decía ¿vas a decirme algo? ¿De verdad? Y Harry no dijo más. Solo suspiró, como un perro que entiende que su amo va a hacer locuras igual, y que no tiene más opción que quedarse a su lado.
Draco lo besó de nuevo. Corto, esta vez. Pero con posesión. Y al hacerlo, murmuró contra su boca:
“Sólo para que todos tengan claro quién manda aquí.”
Harry chasqueó la lengua, pero sonrió. Porque aunque a veces le costaba admitirlo, le gustaba cuando Draco era así. Terrible. Despiadado. Incontenible. Porque también lo amaba con la misma intensidad con la que se sentía arrastrado a su caos.
Draco bajó lentamente de su regazo, acomodándose por fin a su lado como si no hubiera una decena de personas observándolos con expresiones que oscilaban entre la sorpresa y el escándalo. Ni siquiera fingió incomodidad. Se sirvió un poco de pan de centeno, tomó una copa de jugo de calabaza, y actuó como si todo aquello hubiera sido parte de una noche perfectamente normal.
Harry, por su parte, aún tenía las mejillas ligeramente rojas, pero también esa sonrisita que se le escapaba cuando Draco tomaba el control de todo y lo arrastraba consigo al desastre.
Y sí, tal vez Draco fue cruel con Ginny Weasley.
Tal vez no debió rebajarla, no debió clavarle las uñas donde más dolía.
Pero ella había cruzado la línea primero.
Y Draco Malfoy nunca dejaba una guerra sin terminar.
No si podía ganarla tan fácilmente.
Notes:
¿Y los lectores? ¿Se fueron a buscar horrocruxes y no tienen ni para enviarme una señal de humo? 😭
Chapter 52: Oh! Él solo me mira a mí
Summary:
Siempre he pensado que los gemelos son demasiados astutos como para haber quedado en Gryffindor
Chapter Text
Draco odiaba esperar.
Era una sensación física, punzante, como si su cuerpo supiera que cada segundo perdido significaba una oportunidad regalada a la oscuridad que los rodeaba. Era desesperante. Doloroso. Una tortura sostenida por la incompetencia ajena.
Y por supuesto, la Orden se daba el lujo de llegar tarde.
Los minutos pasaban y nadie parecía sentir la urgencia que a Draco lo quemaba por dentro. Por Salazar, estaban en guerra, y aún así se permitían desfilar como si fuera una reunión de té, con las camisas mal abrochadas, las caras somnolientas y las sonrisas nerviosas de quien cree que solo por reunirse bajo un techo ya están haciendo algo útil.
La habitación designada para las reuniones de la Orden era amplia, de techos altos, con libros amontonados en los rincones y mapas mágicos que colgaban de las paredes, vibrando apenas con las corrientes de magia que recorrían los pasillos. El aire estaba cargado. De tensión, de polvo, de frustración.
Draco se encontraba ya en su asiento —al lado de Harry, como siempre— con las piernas cruzadas, una pluma en la mano y el ceño profundamente fruncido. Las primeras personas en llegar lo miraron con sorpresa, claro. Charlie, por ejemplo, alzó una ceja cuando vio que Draco ocupaba un lugar que antes había estado reservado para Alastor Moody. Los gemelos le lanzaron una sonrisa entre cómplice y burlesca, mientras se dejaban caer en dos sillas al fondo del salón. Sirius, como era de esperarse, se rió abiertamente y se dejó caer en una butaca, hinchando el pecho como si acabara de ver a su hijo ganar una pelea de bar.
“¿Ya empezamos o seguimos esperando a que alguien tenga la decencia de llegar en tiempo de guerra?” dijo Draco en voz alta, sin molestarse en disimular su desprecio.
Pansy, en un rincón, mascó un chicle de menta con los labios pintados de rojo sangre. Su brazo estaba alrededor de Granger, lo que todavía resultaba raro para muchos. Hermione la miró de reojo, luego a Draco, con la misma cara que uno pone cuando ve a un huracán avanzar hacia un pueblo mal preparado.
Por supuesto, Ron no estaba presente. Según dijeron, había tenido un dolor en el vientre, nada grave, pero por seguridad, mejor no lo movían. Draco apenas había disimulado su risa. Tan frágil. Siempre tan maldito y endeble. Lo mismo con Sirius, que, aunque estaba presente, no se le permitía hacer nada físico. Remus no lo dejaba, y Sirius se quejaba como un niño cada vez que alguien le recordaba que estaba gestando.
Y sin embargo, Draco pensaba aprovecharlos. A todos. Incluidos los embarazados.
Finalmente, cuando la mayoría estuvo presente —una mayoría poco impresionante, pensó Draco—, alguien mencionó que tal vez deberían esperar a que Kingsley y Moody llegaran para comenzar oficialmente.
Draco no lo permitió.
“No,” dijo, alzando la voz. “No vamos a esperar a nadie. Ya es tarde. Y a estas alturas, me importa una mierda si el jefe de la resistencia llega o no. Esto empieza ahora.”
Un silencio denso se hizo en la sala. Harry lo miró con cierta sorpresa, pero no dijo nada. Solo apoyó la mano sobre su rodilla, en un gesto que decía haz lo que tengas que hacer. Y Draco lo hizo.
Miró directamente a Tonks.
“¿Qué estás haciendo actualmente para la Orden?” preguntó, con un tono directo, que no permitía excusas.
Ella parpadeó, confundida. “¿Yo?”
“Sí, tú. ¿Acaso hay otra aurora demente con el cabello rosa en esta sala?”
Los gemelos soltaron una carcajada. Sirius se rió también, más por el atrevimiento que por el insulto. Tonks, con la espalda rígida, miró a los demás. Pero nadie la salvó.
“Pues... estoy monitoreando los movimientos de los carroñeros cerca del bosque Dean, y recabando información en el Ministerio cuando puedo entrar.”
Draco asintió. Hizo una anotación.
“Bien. Mantén eso. Pero necesito que me informes dos veces por semana, y que uses el encantamiento de eco mental que los gemelos desarrollaron. No me sirve información vieja. ¿Entendido?”
Ella asintió, aún confundida.
“Bill,” continuó Draco. “¿Qué haces por la Orden?”
“Trabajo en Gringotts, sigo rastreando el movimiento de oro maldito y cofres encantados que podrían usarse para financiar al enemigo.”
“Perfecto. A partir de ahora, tu prioridad será identificar transacciones sospechosas entre familias de sangre pura. El oro no se mueve sin dejar huella. Usa a Fleur para hacer seguimiento social, especialmente entre los círculos franceses. Son más habladores de lo que creen.”
Fleur asintió, con una media sonrisa. “Avec plaisir.”
Y así, uno por uno, Draco los interrogó. Les asignó tareas. Redefinió sus misiones.
A Charlie lo puso a trabajar con Remus organizando nuevas casas de seguridad en el norte. “Necesito refugios con calefacción, provisiones y barreras que no se desactiven con magia oscura. Usa lo que aprendiste con dragones. Nadie como tú para reforzar estructuras.”
A Hermione y Pansy las asignó a pociones, junto con él. “Hemos perdido a Snape. Alguien tiene que llenar ese vacío. Necesitamos pociones de sanación, de camuflaje, Veritaserum, y obviamente para el crucio. Y si tengo que hacerlas yo mismo, lo haré, pero necesito dos mentes que estén a mi nivel.”
Pansy sonrió como una víbora. Hermione no discutió. Solo asintió con determinación.
Incluso a los embarazados los incluyó. Ron se encargará de coordinar las comunicaciones secretas usando las conexiones flu, bajo vigilancia médica, por supuesto. Sirius... bueno, Draco no le dio opción.
“Tú tienes amigos que nadie más tiene. Bestias, criaturas no humanas, contactos que ni siquiera Dumbledore entendía del todo. Empieza a escribirles. Ofrece lo que sea necesario. Si Voldemort está usando gigantes, yo quiero centauros. Acromántulas. Lo que sea. Muévete.”
Remus bufó. “¿Estás loco? Sirius está—”
“—embarazado, no muerto,” cortó Draco. “Y si yo fuera el enemigo, aprovecharía exactamente eso: que ustedes subestiman a alguien por estar creando vida.”
Y así fue como el caos explotó.
Kingsley llegó justo cuando Draco estaba dando órdenes, acompañado de Moody. Ambos lo escucharon durante cinco minutos antes de interrumpir, furiosos.
“¡No eres más que un niño arrogante!” rugió Moody.
“¿Quién te crees para reorganizar a la Orden del Fénix como si fueras el director de Hogwarts?” añadió Kingsley.
Pero nadie les respondió. Porque nadie quería hacerlo. Porque la verdad... era incómoda.
Draco los miró con desdén. Se puso de pie. Y con la frialdad que lo había caracterizado toda su vida, murmuró:
“¿Saben qué es lo triste? Que mientras ustedes se pelean por la cadena de mando, hay gente afuera que está muriendo. Y ni siquiera pueden decirme qué vamos a hacer esta semana. Yo sí tengo un plan. Y no voy a quedarme callado mientras los veo envejecer sentados en esta mesa. Ustedes perdieron la guerra en el momento en que dejaron de pelearla.”
Se hizo el silencio. Otra vez.
Harry lo miró. Y por primera vez, en voz alta, dijo:
“Estoy con él.”
Y esa fue la chispa. Una revolución que no comenzó con un grito, sino con una verdad: Draco Malfoy no iba a esperar más.
Y si nadie tenía el coraje de dirigir esta guerra... él lo haría.
Decir que la reunión terminó con todos despidiéndose con una sonrisa fue, como mínimo, una ofensa al concepto mismo de la verdad.
Hubo tensión. Silencios espesos. Rostros cansados y frustrados. Remus y Sirius habían protagonizado la más ruidosa y pública de sus discusiones —una pelea que habría sido bochornosa si no fuese por lo habitual que ya se estaba volviendo. A esas alturas, la mayoría de los presentes ya ni siquiera fingía prestar atención a los argumentos: “estás gestando una vida, Sirius, deberías descansar”, “no necesito que me pongas en una vitrina, Remus, no soy un jodido trofeo de porcelana”—palabras que se gritaban con furia real, pero que, bajo la superficie, dolían por cosas mucho más antiguas.
Draco los observó todo el tiempo, con los brazos cruzados, sin intervenir. No por respeto, claro. Era simplemente porque no veía el punto de entrometerse mientras los adultos se desmoronaban emocionalmente delante de todos, como si no estuviésemos en medio de una guerra mágica a punto de consumirlo todo.
Tonks parecía... feliz con la situación, como si la confrontación de la pareja fuera su comedia nocturna favorita. Su sonrisa de labios apretados mientras fingía estar revisando papeles solo aumentó el desagrado que Draco ya sentía hacia ella. ¿Qué tenía de gracioso ver a Remus temblando de furia y a Sirius casi con lágrimas de impotencia? Se prometió no dejarla cerca de ellos durante un tiempo.
Y entonces hizo lo que nadie parecía tener el valor de hacer: buscar soluciones prácticas. Porque eso era lo que el mundo necesitaba. No ternura, no buenas intenciones, no discursos inspiradores, sino estructuras, entrenamiento, misiones.
Se dirigió a la profesora McGonagall cuando la mayoría empezaba a dispersarse por el salón. La mujer aún mantenía la compostura de una figura de autoridad, aunque sus ojos, de vez en cuando, mostraban ese cansancio contenido, propio de quien ha visto a demasiados jóvenes morir demasiado pronto.
“Profesora,” dijo Draco sin rodeos, “necesito que me diga quién es el mejor luchador entre todos nosotros.”
McGonagall lo miró con severidad al principio, los labios delgados como si se estuviera conteniendo de una reprimenda. Pero luego, como si viera algo inevitable en la petición —o tal vez como si ya supiera que Draco no pedía cosas en vano—, se relajó.
“¿Qué tipo de lucha?” preguntó, seca.
“No escolar. No torneos de casa. Quiero alguien que no dude en matar si es necesario. Que me enseñe a mí, a Harry, a Granger, y a Pansy a pelear como si nuestra vida dependiera de ello. Porque depende.”
La mujer cerró los ojos un segundo. Cuando los abrió, tenía la respuesta lista.
“Sirius Black.”
Por supuesto.
Por supuesto. Porque nada podía ser sencillo en esa casa.
Y allí fue, directo al campo de batalla doméstico. Sirius aún estaba echando fuego por la boca, con Remus delante de él, gritándose verdades como cuchillas y resentimientos tan antiguos como su relación. Cuando Draco se acercó, Sirius lo fulminó con la mirada, como si ya supiera que no traía buenas noticias.
“Está bien,” dijo Draco, sin dejar espacio a protestas, “Sirius no va a contactar con las criaturas.”
El silencio cayó como una cortina. Remus exhaló con alivio, como si le hubieran quitado un peso de los hombros. Por un segundo, pensó que Draco finalmente había comprendido los límites de la seguridad, la protección, el cuidado... Pero Draco no había terminado.
“Lo que sí va a hacer,” continuó, alzando un dedo con gesto enfático, “es entrenarnos.”
Sirius parpadeó. “¿Entrenarlos?”
“Sí,” dijo Draco, señalando a Harry, que ya estaba medio pegado a su costado como un satélite leal. “A nosotros cuatro. Pansy quiere aprender. Hermione también. Y Harry—bueno, Harry ya entrenó con el mismísimo Ojo Loco, pero me parece que estar contigo es la manera más rápida de aprender a pelear como un bastardo sin escrúpulos.”
Pansy se adelantó con paso decidido, colocándose junto a Draco con una sonrisa entre desafiante y encantada. Hermione apareció segundos después, con su acostumbrado rostro resuelto, como si acabara de leer una enciclopedia entera solo para poder decir sí, puedo hacerlo con fundamentos.
Sirius los miró a todos, entre confuso y maravillado. Luego se giró a Remus.
“No,” dijo Remus, firme, seco. “Estás embarazado. ¡No puedes entrenar a nadie! Es estúpido, es peligroso—”
Sirius levantó la mano con el dedo medio extendido. “Vete a la mierda, Remus.”
Y, girándose hacia Draco, sonrió con la clase de satisfacción que solo alguien criado en el caos podía comprender.
“Empiezan mañana. Al amanecer. No quiero ni una sola queja.”
Y con eso, la reunión —o lo que quedaba de ella— llegó a su inevitable y caótico final.
Pero no todos se fueron.
George lanzó una mirada significativa a Draco desde el otro lado de la sala, una de esas miradas gemelas cargadas de significado mudo. Draco asintió apenas, y así George se acercó a Fred con la sutileza de quien está por presentar un nuevo producto de broma explosiva, murmurando algo sobre “mostrarle algo a Sirius”. Fred se encogió de hombros, interesado.
Al mismo tiempo, Hermione y Pansy se habían dirigido hacia Bill, atrayéndolo a un rincón más discreto para hablarle en voz baja. Draco no necesitó escuchar las palabras para saber que hablaban de oro, de bóvedas, de familias que no debían enterarse de que Pansy estaba por traicionar su sangre a favor de un mundo que no la recibiría con brazos abiertos.
Molly trató de acercarse a Harry en el proceso, preocupada, probablemente buscando decirle que descansara, que bebiera más té de frambuesa, que por favor no se estresara con todo esto del entrenamiento. Pero Sirius, que ya había detectado el intento, se encargó de bloquearla con una sonrisa tan encantadora como mortal.
“Molly, cariño,” dijo, palmeándole el brazo con cariño falso, “me olvidé que prometiste revisar los ingredientes de la cocina conmigo. ¡Vamos, vamos! Estoy criando vida, ¿recuerdas? Necesito la mejor dieta.”
Ella intentó protestar, pero Sirius ya la empujaba suavemente hacia la cocina, hablando sin parar.
Y cuando las piezas se alinearon, cuando todos los actores estaban en posición, Hermione tomó el centro.
“Fred, Bill,” dijo, llamando su atención. “Hay algo que deben saber. Y no vamos a repetirlo dos veces.”
Y les habló de los Horrocruxes.
La atmósfera cambió. Harry se tensó junto a Draco como si de repente el suelo hubiese desaparecido bajo sus pies. El nombre en sí tenía el poder de destrozar la tranquilidad de cualquiera. Draco lo sabía. Pero en lugar de permitirle al miedo una nueva entrada, lo sofocó. Le sonrió a Harry, con una mano apenas rozándole los dedos, y cuando el chico lo miró, su tensión se disolvió lo suficiente para asentir.
Sí. Era real. Y ahora todos sabían lo que estaba en juego.
Porque ya no era solo una guerra. Era una cacería.
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Decir que Bill Weasley se emocionó con el tema de los Horrocruxes sería subestimar de forma escandalosa su nivel de entusiasmo. Apenas Hermione había terminado de explicar su teoría –que más parecía una tesis doctoral sobre magia negra avanzada que una conversación casual después de la cena–, el rostro de Bill se había iluminado con una chispa peligrosa. Draco, desde su lugar junto a la chimenea, lo observó con cierto recelo. Había visto ese tipo de mirada antes: la de los hombres que ansiaban desenterrar maldiciones en medio del desierto, que miraban una tumba antigua como si fuera una fiesta sorpresa.
“Esto es increíble… absolutamente increíble,” murmuró Bill, caminando de un lado a otro con el ceño fruncido y los ojos brillantes. “Si los Horrocruxes fueron hechos con objetos de los fundadores, entonces hay patrones que podemos seguir. En Egipto, encontramos una corona partida a la mitad que parecía tener una magia similar…”
“¿Quieres que lo guardemos para mañana, Bill?” comentó George, bostezando sin mucha discreción. “No todos crecimos con maldiciones en pañales.”
Fred, sin embargo, ya había sacado una libreta vieja y garabateaba cosas con rapidez. “¿Y si fue la copa de Hufflepuff? O el relicario de Slytherin… ¿te imaginas? El muy bastardo seguro lo hizo con todo el simbolismo posible.”
Draco no respondió, aunque por dentro deseaba gritarles que sí, que por supuesto lo había hecho. Era Voldemort, no un niño disfrazado jugando a la oscuridad.
Una a una, las personas fueron retirándose, subiendo las escaleras o desapareciendo por la red flu, aún con las voces bajas, los suspiros largos y las mentes revueltas de información y miedo.
Sirius parecía extasiado. Caminaba por Grimmauld Place como si cada paso fuera un tambor de guerra, una nueva vida. Había fuego en sus ojos, ese fuego que había estado apagado durante tanto tiempo. Draco lo observó intercambiar apenas unas palabras con Remus, quien no parecía compartir ni una pizca de su entusiasmo. El licántropo estaba tenso, con los labios fruncidos en una línea severa, los brazos cruzados sobre el pecho y los hombros rígidos como si llevara la guerra completa en su espalda. Sirius, en cambio, lo ignoró con un movimiento de muñeca y una sonrisa satisfecha.
Draco no intervino. No ahora. Ya había conseguido que Sirius aceptara entrenarlos, y eso, pensaba, ya era más de lo que podía esperar sin que todo terminara en una explosión. Se despidió de Harry con un beso lento, sin prisas ni dramatismos, como si no estuvieran en medio de una guerra ni durmiendo en una casa que todavía olía a polvo, a duelo y a sangre vieja.
Al menos esta noche no vamos a dormir peleados, pensó, hundiendo los dedos en la nuca de Harry por un segundo más antes de separarse.
Y entonces, sin mucha advertencia, llegó el amanecer.
Y con él, el arrepentimiento.
Draco no sabía si fue el grito de Sirius entrando como una avalancha a la habitación o el hechizo que explotó contra la pared al lado de la ventana, pero despertó como si lo hubieran arrojado a un campo de batalla.
“¡ARRIBA, ESCORIA DE VERANO!” tronó la voz de Sirius, que parecía más la de un sargento de los viejos tiempos de guerra que la de un hombre con una barriga pronunciada por el embarazo y una sonrisa perversa.
Pansy gritó. Hermione cayó de la cama rodando. Harry, por supuesto, ya estaba levantado, vistiéndose con una eficiencia que Draco encontró profundamente sospechosa.
“¿Estamos bajo ataque real o esto es parte del entrenamiento?” murmuró Draco, con la voz ronca de dormir y el humor de un gato mojado.
“Todo entrenamiento debería sentirse como un ataque real,” respondió Harry, lanzándole una camiseta suya. “Vas a querer algo que puedas sudar sin llorar.”
“Estás enfermo.”
“Gracias.”
El jardín de Grimmauld Place parecía sacado de un cuento triste. Nadie, nadie, sabía que existía un jardín en esa casa maldita. Pero ahí estaba, oculto tras una puerta oxidada y cubierto de maleza hasta las rodillas, con ramas secas, tierra dura y una cerca de hierro negro que tenía más óxido que color.
“Bienvenidos a su nueva tumba,” anunció Sirius con una sonrisa triunfal. “Hasta que sean capaces de matarme en combate, no los dejaré mover una varita.”
“Eso suena justo,” dijo Hermione con un tono que quería ser irónico, pero terminó sonando resignado.
Y así comenzó el infierno.
Ejercicios. Sin magia. Solo cuerpo.
Sirius, al parecer, no solo había sido auror, sino que también había estado entrenado como si fuera parte de algún escuadrón suicida. Draco pasó más tiempo en el suelo que sobre sus pies, y cuando logró mantenerse erguido, recibió una patada de Pansy que lo hizo ver las estrellas. Harry, en cambio, se movía con la seguridad de alguien que había peleado por su vida demasiadas veces. Parecía tener fuego en los huesos y un propósito en la mirada.
“¿Qué carajo te enseñaron esos muggles?” gimió Draco después de recibir su tercer derribo consecutivo.
“Básicamente, a no morir.”
“Fantástico.”
Cuando Sirius pidió a Harry que luchara contra él, hubo un silencio espeso, cargado, que heló la sangre. Incluso Pansy dejó de quejarse de su tobillo torcido. Remus apareció de la nada, el ceño fruncido y los ojos brillantes de furia.
“Sirius, basta,” dijo, su voz como un trueno a punto de romper. “No puedes agitarte así, estás de nueve meses, ¡esto es absurdo!”
Sirius lo ignoró.
Y lo peor de todo: lo hizo con esa sonrisa ladina que significaba “voy a hacer lo que me da la gana y nadie me detiene”.
“Harry, ven.”
El duelo duró menos de cinco segundos.
Una llave bien ejecutada. Un giro. Harry en el suelo, mirando las nubes con la respiración entrecortada y Sirius de pie, apenas despeinado.
Draco se quedó boquiabierto. Pansy jadeó. Hermione aplaudió con nervios. Y Remus… bueno, Remus apretó la mandíbula y no dijo una sola palabra más.
Así de jodido está todo, pensó Draco. Ni siquiera un embarazo logra frenarlo. Estamos condenados.
La sesión siguió. Pansy terminó en el suelo tantas veces que Draco perdió la cuenta. Hermione se disculpaba con dulzura cada vez, mientras Sirius gritaba cosas como “¡NO PIERDAS TIEMPO CON LA CULPA, GRANGER, ESTÁS EN GUERRA!” y “¡DE PIE, MALFOY, LOS MUERTOS NO GANAN BATALLAS!”
Cuando finalmente se les permitió descansar, Draco se dejó caer sobre la tierra con un suspiro ahogado. Tenía las manos sucias, la ropa rota, la espalda doliéndole como si le hubieran partido en dos, y al menos tres costillas probablemente no estaban donde deberían estar.
Harry se agachó junto a él, sucio, sudado, resplandeciente. “Estás hermoso.”
Draco lo miró con el ceño fruncido y un gemido. “No me provoques o te pateo. La pierna es lo único que aún siento.”
Pansy, a pocos metros, gimió:
“Creo que mi pulmón cambió de lugar. No estoy segura, pero lo escucho silbar en otra dirección.”
Hermione simplemente sonrió.
Sirius caminaba entre ellos, silbando una melodía antigua, con la panza redonda y el cabello alborotado, más feliz que nunca.
Y Draco, acostado en el suelo, cubierto de barro y humillación, pensó que tal vez sí, tal vez esto era lo que se necesitaba para ganar una guerra. No poder distinguir entre el dolor y la victoria.
Pero aún así… le dolían hasta las pestañas y eso, pensaba, debería ser ilegal.
Remus partió de Grimmauld Place con la mandíbula tan tensa que Draco habría apostado diez galeones a que le dolería al masticar durante el desayuno del día siguiente. Se fue sin decir adiós, sin besar a Sirius —ni siquiera un roce en la mano, lo cual era un mal presagio considerando lo desesperadamente empalagosos que podían ser cuando el mundo no se estaba cayendo a pedazos— y sin mirar a nadie a los ojos.
Draco lo observó desde la ventana del piso superior, viendo cómo su figura se alejaba entre los adoquines húmedos y las sombras londinenses, esa aura gris que siempre parecía arrastrar con él pegada al abrigo largo. Y por un momento, solo un momento, se permitió pensar que quizás Sirius debería prestarle atención. No porque Remus fuera particularmente razonable —de hecho, era el tipo de persona que podía mirarte como si fueras un experimento fallido en medio de una crisis— sino porque se notaba que algo lo carcomía. Y eso, cuando se trataba de Remus Lupin, nunca era una buena señal.
Pero a Sirius no le importaba. A Sirius solo le importaban los entrenamientos de la mañana, hacerlos correr como si fueran grifos salvajes en celo y demostrar que aún podía poner a Harry boca abajo con una sola pierna mientras estaba embarazado de nueve meses. Draco lo había visto hacerlo con sus propios ojos, y honestamente… aún no lo había procesado del todo.
"¿Crees que se dé cuenta que esto es una locura?" murmuró Draco mientras se dejaba caer en un sillón viejo, rendido después de otro entrenamiento que más parecía tortura medieval.
"¿Sirius o Lupin?" preguntó Pansy desde el suelo, con una bolsa de hielo sobre el costado.
"¿Hay diferencia?"
El silencio que siguió fue de los que pesan en el ambiente. Hermione, aún sin aliento, se acomodó en una de las esquinas de la sala y murmuró algo sobre “la necesidad de límites saludables en las relaciones de poder”, pero Pansy apenas levantó una ceja y con un gesto cansado le pidió que no empezara otra vez con su charla de psicología emocional. Sorprendentemente, Hermione no discutió. Tal vez porque estaba tan agotada como todos ellos. O porque, como Draco sospechaba, también había algo que la mantenía en vilo.
Pero el entrenamiento era solo una parte del infierno. Porque como si la tortura física no fuera suficiente, ahora tenían que lidiar con algo mucho más complejo: la falta total de ingredientes para pociones. Y sin ingredientes, Hermione, Pansy y él estaban básicamente inútiles para la Orden. Lo cual, por supuesto, les daba a todos los Weasley, Moody y sus dos aurores otra excusa para mirarlos como si fueran tazas rotas en una vitrina de porcelana de segunda mano.
La casa tenía un lugar ideal para montar un laboratorio, eso era cierto, pero las botellas estaban vacías, los calderos oxidados y los estantes llenos de polvo y nombres ilegibles. Draco había querido azotar su cabeza contra la pared al ver un frasco con “ojo de tritón 1923” apenas abierto, con una capa de moho que casi podía saludarlos.
"Esto es una ofensa a la magia," había exclamado con teatralidad mientras Pansy fingía vomitar en un caldero estropeado.
Así que se necesitaba una cosa: dinero. Y si bien había oro en la Orden, casi todos los que lo poseían eran buscados, sospechosos o directamente sus cabezas tenían un precio. Ni Harry ni Sirius podían poner un pie en Gringotts sin desencadenar una alerta mágica. Fue entonces que Bill, con esa calma que lo hacía parecer más un lobo viejo que un hombre, y Fleur, que parecía salida de un maldito cuadro renacentista incluso con el pelo hecho un desastre, lograron negociar con los goblins.
Cinco días.
Cinco malditos días esperando que los duendes aceptaran unir una chimenea a una de las casas seguras que Remus y Charlie habían protegido con una lista de maldiciones tan larga como el historial criminal de la familia Black.
"Al menos no nos comieron vivos," murmuró Pansy con una sonrisa felina mientras se alisaba la túnica y se preparaba para entrar al banco.
Ella fue la primera. De incógnito, con un glamour que la hacía parecer una viuda deprimida de clase media, vació casi toda su bóveda personal. Draco la observó desde la sala contigua, en silencio, preguntándose si sus propios padres la estarían buscando o si seguían creyendo que estaba aun de viaje con alguna tía soltera.
Luego fue su turno.
Harry, por supuesto, se le pegó como un imán apenas escuchó la palabra “Gringotts”.
"No pienso dejarte ir solo," dijo con esa testarudez de Gryffindor que a Draco le causaba erupciones en el alma.
"No necesito un escolta, Potter," resopló Draco, pero ni siquiera se molestó en discutir más. Porque sabía que cuando Harry decidía algo, era más fácil convencer a un hipogrifo de que usara sombrero que hacerlo cambiar de opinión.
Y así, viajaron juntos por la red flu.
Gringotts se alzaba imponente, como siempre, con su arquitectura retorcida y sus escaleras imposibles. A Draco le sudaban las manos, aunque nunca lo admitiría. El miedo a que su bóveda estuviera vacía, cerrada o—Dioses—bloqueada por orden de sus padres lo tenía caminando con el estómago apretado.
Pero no.
La bóveda seguía allí. Intacta. Con su nombre. Su firma. Y el sello Malfoy.
Draco soltó el aire tan fuerte que Harry se giró para mirarlo, preocupado.
"¿Todo bien?"
"Mis padres aún me aman," respondió Draco en voz baja, sin saber si eso era algo que lo tranquilizaba o lo dejaba más roto.
Harry se quedó en silencio. No dijo nada. Solo extendió la mano y la colocó en la espalda de Draco, un gesto cálido, suave, que no pidió permiso pero tampoco impuso nada.
Y luego, como si eso no fuera suficiente, Rodolphus Lestrange, su maldito y enloquecido tío, le había dejado acceso a la bóveda de los Lestrange.
Pansy se carcajeó cuando se lo contó, aún con la túnica medio arrugada del glamour.
"Tres herencias mágicas, Malfoy. No puedes seguir escapando. Tendrás que tener hijos. Tres. Uno por cada familia. ¡Es lo justo!"
Draco le lanzó una almohada encantada que flotaba cerca del sofá.
"Estoy rodeado de salvajes," masculló mientras Harry se ruborizaba como si alguien hubiera invocado un hechizo de calor sobre su cara.
"No está mal la idea de tener tres hijos," dijo Harry en voz baja, sin mirar a nadie.
Draco lo fulminó con la mirada.
"Ni lo pienses, Potter. No voy a convertirme en una versión albina de la comadreja. Y menos sin un anillo costoso en mi dedo. Así que si estás fantaseando con embarazarme sin pasar por Gringotts primero a buscar una joya de familia, puedes olvidarlo."
Pansy aplaudió. Hermione se atragantó con su té. Y Harry… bueno, Harry solo lo miró con esos ojos verdes brillantes que tenían la costumbre de desarmarlo sin pedir permiso.
Y en el fondo, Draco sabía que si algún día, muy en el futuro, decidía tener hijos, probablemente sería porque Harry lo había mirado así.
Malfoy estaba acostumbrado a muchas cosas en la vida: a la presión, al juicio ajeno, al peso de un apellido que parecía más una sentencia que una herencia. Lo que no estaba acostumbrado era a ser sorprendido por un calendario.
Y sin embargo, ahí estaba, con el corazón latiéndole tan rápido que se le hizo un nudo en la garganta, con las manos temblando mientras pasaba frenéticamente las páginas de un almanaque polvoriento que había encontrado en la tercera gaveta de su escritorio, justo donde lo había dejado olvidado junto con su sentido común.
Treinta y uno de julio.
Mañana.
Mañana era el cumpleaños de Harry. Su Harry. Su novio. El chico con el que se había metido en esta absurda guerra de resistencias y escondites, el mismo que dormía en la habitación superior, que le tocaba la espalda por las noches como si estuviera anclándolo al mundo.
Y él. Él no tenía nada.
“Soy un monstruo,” murmuró Draco, cayendo de rodillas en la alfombra como si su alma hubiera decidido abandonarlo. “Soy la peor pareja que ha existido desde que Salazar Slytherin dijo ‘vámonos de Hogwarts’. No le compré nada. No le escribí nada. No tengo una maldita idea de qué hacer mañana.”
Se dejó caer de frente contra la colcha verde oscuro de su cama, con el rostro aplastado contra la tela y el cabello desordenado como si hubiera sobrevivido a un huracán. Balbuceaba cosas ininteligibles entre los labios, mezclando insultos hacia sí mismo con profecías apocalípticas.
Y entonces, por supuesto, la puerta se abrió de golpe.
“Draco, necesito que me ayudes a elegir entre dos hechizos de ampliación porque no tengo nada que ponerme para la boda y si vuelvo a usar la túnica gris de…”
Pansy se detuvo en seco. La escena frente a ella fue tan inesperada como alarmante: Draco, de rodillas en el suelo, con los hombros encogidos y la mirada perdida, como si acabara de ver a Voldemort en pijama.
“Oh por Merlín,” susurró ella, avanzando con pasos lentos. “¿Qué pasó ahora? ¿Volviste a pelear con ese idiota? ¿Hermione te corrigió la pronunciación de una palabra otra vez?”
“¡Mañana!” gritó Draco, alzando los brazos como un mártir en la hoguera. “¡Mañana es su cumpleaños! ¡Cumple diecisiete! ¡Y yo no tengo nada! Nada, Pansy, ni una nota, ni una tarta, ni un regalo… ¡soy el peor novio del universo mágico!”
Pansy parpadeó.
“¿Y por eso estás teniendo un ataque existencial?”
“¡Claro que sí!” gritó él, con los ojos vidriosos. “Harry merece una celebración épica, algo digno de su idiotez heroica. Y yo… yo ni siquiera tengo papel de regalo.”
Pansy lo miró durante un segundo. Luego, sin previo aviso, le soltó una bofetada.
No fue fuerte, pero sí lo suficientemente firme como para que Draco se quedara en silencio, con una mano en la mejilla y la boca entreabierta por la indignación.
“¡¿Parkinson?!”
“Te estabas descomponiendo como una berenjena olvidada en la nevera, Malfoy,” dijo ella, cruzándose de brazos. “¿Qué esperabas? ¿Un ataque de piedad? Levántate. Eres un drama, sí, pero también eres un planificador brillante. Si alguien puede armar una sorpresa en menos de veinticuatro horas, eres tú. Pero necesitas dejar de gemir como si te hubieran prohibido usar túnicas de diseñador.”
Draco abrió la boca para discutir. La cerró. Volvió a abrirla.
“Maldita seas,” murmuró, poniéndose de pie con la elegancia herida de una estrella de ópera italiana. “Está bien. Está bien. Necesito un plan. Necesito algo grandioso. Algo que lo haga llorar.”
“¿De felicidad o de ansiedad?”
“De lo que sea, Pansy. Mientras llore, habré ganado.”
Pasaron horas sentados en el suelo de la habitación, rodeados de pergaminos, notas, ideas. Entre risas nerviosas, insultos amistosos y referencias de moda innecesarias, Draco fue diseñando algo que, al menos, evitaría que Harry lo abandonara antes del pastel.
Y entonces, con el plan en mente y el corazón aún hecho un nudo, bajaron a cenar.
La escena en el comedor fue… intensa.
Sirius estaba devorando la comida como si no hubiera comido en tres días. Tenía una pierna sobre la silla, el tenedor en una mano y la otra agarrando la fuente de puré como si pensara llevarla entera a su cuarto. Nadie decía nada.
Nadie.
Porque bastaba con mirarlo a los ojos para saber que algo ardía dentro de él.
Furia.
Esa furia silenciosa, casi infantil, que se le subía cuando no tenía la razón o cuando alguien —probablemente Remus— había osado contradecirlo. Draco lo conocía lo suficiente para entender que si Sirius fuera un perro, estaría gruñendo ahora mismo, enseñando los dientes, dispuesto a morder a quien se acercara demasiado.
Remus, por su parte, no estaba presente. O lo estaba solo en cuerpo, porque su mirada estaba perdida en algún punto lejano del mantel. Parecía más pálido de lo habitual. Tenía el ceño fruncido, los dedos entrelazados y las ojeras tan marcadas que Draco se preguntó si habría dormido algo en los últimos dos días.
Hermione, siempre diplomática, fingía leer una copia del Profeta como si le interesara lo que los columnistas tuvieran que decir sobre la situación política en Escocia.
Pansy y Draco se sentaron con cuidado, como si cruzaran un campo de minas.
“¿Todo bien?” preguntó Pansy con una sonrisa tan falsa que hasta el tenedor tembló en la mano de Sirius.
Él no respondió.
Solo gruñó. Literalmente.
Un gruñido bajo, gutural, que heló la sangre de todos en la mesa.
“¿Qué le pasó ahora?” murmuró Draco, bajito, a Harry.
“Probablemente Remus lo miró y respiró al mismo tiempo.”
“Trágico.”
Draco dejó el tenedor sobre el plato y suspiró. Tenía tantas cosas por las que preocuparse, tanto que planear, tanto que ocultar. Y, aun así, lo único en lo que podía pensar era en Harry. En su estúpida sonrisa, en sus mejillas pecosas, en cómo se rascaba el cuello cuando se ponía nervioso.
Tenía que salir bien.
Mañana tenía que ser perfecto. Porque, por una vez, Draco no quería arruinar algo que amaba.
Y eso —eso— era lo más aterrador de todo.
Chapter 53: Esta mierda nunca termina bien
Summary:
Un cumpleaños y un bebé, la diversión no durara lo suficiente como para sentirla.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Draco sabía, con una seguridad tan insoportable como la presión en su pecho, que estaba siendo absolutamente ridículo. No un poco excéntrico, no ligeramente exagerado, no adorablemente melodramático, no. Ridículo. Con mayúsculas y subrayado. Y aún así, mientras se observaba por quinta vez en el espejo, las manos aferradas al marco como si de eso dependiera su última gota de sanidad, no pudo dejar de pensar que si Harry ponía esa sonrisa… esa infame, estúpida, maldita sonrisa de gracias pero no me gusta y no quiero hacerte sentir mal, Draco iba a— bueno, no matarlo, claro que no, era su cumpleaños, y además él lo amaba. Pero quizás sí azotarse contra el suelo del zoológico con la gracia de un trágico héroe griego. O prenderse fuego. O peor: permitir que Ginebra Weasley se acercara siquiera medio metro a Harry en su momento de vulnerabilidad.
Sacudió la cabeza con fuerza, como si pudiera desalojar esos pensamientos venenosos a punta de fuerza bruta, y con un suspiro dramático que resonó por toda la habitación, salió de ella. Se detuvo un segundo en el pasillo, buscando con la mirada aún turbia de sueño, y luego fue directo a la puerta de Pansy. Tocó dos veces, brevemente, y sin esperar respuesta —porque, sinceramente, si ella estaba despierta a esa hora era por su culpa— siguió caminando hacia la habitación de Harry.
Estaba oscuro aún, y el silencio de Grimmauld Place era pesado, espeso, casi ominoso. Las paredes susurraban secretos antiguos, pero Draco estaba demasiado concentrado para escucharlos. Abrió la puerta de la habitación de Harry con el mayor cuidado del mundo, como si temiera despertar a una criatura salvaje, y su corazón dio un vuelco cuando lo vio.
Harry dormía enredado entre las sábanas, con el cabello hecho un desastre aún mayor que el habitual, la boca entreabierta y una expresión de paz tan serena que por un segundo Draco sintió que le faltaba el aire. Lo amaba. Lo amaba tanto que dolía. Dolía como una explosión suave en el centro del pecho, como un vértigo constante, como si fuera demasiado humano para sostenerlo.
Se acercó en silencio y se sentó al borde de la cama, acariciándole el cabello con los dedos con la misma delicadeza con la que se toca una herida abierta.
“Harry,” susurró, “amor… despierta.”
Harry gruñó, literalmente gruñó como un cachorro malhumorado, y se acurrucó más en las mantas. Draco se rió por lo bajo.
“Vamos, Potter, no me hagas suplicar.”
A medias adormecido, Harry se incorporó un poco, los ojos apenas abiertos. Le sonrió con una ternura que casi hizo que Draco llorara.
“Dray,” murmuró, y lo besó con suavidad, con lentitud, como si no supiera bien si estaba soñando o no. “¿Qué pasa?”
“Necesito que te levantes. Tengo una sorpresa para ti.”
Harry parpadeó, confuso.
“¿Una qué?”
“Una sorpresa,” repitió Draco, besándole la frente. “Es tu cumpleaños, idiota.”
La expresión de Harry fue casi cómica. Se quedó inmóvil un segundo, como si estuviera haciendo cálculos mentales, y luego se rió en voz baja, como si acabara de recordar que, sí, era 31 de julio. Como si no esperara nada de ese día. Como si ya estuviera agradecido sólo por despertar con Draco a su lado. Y eso lo hizo aún más insoportable.
Mientras Harry se sentaba con esfuerzo, bostezando como un gato perezoso, Draco salió al pasillo de nuevo. En ese mismo instante, Pansy apareció tambaleándose, arrastrando literalmente a Hermione por la muñeca. Granger parecía una masa de rizos despeinados, completamente dormida y murmurando protestas ininteligibles.
Draco no se molestó en disimular su sonrisa.
Pansy lo miró como si quisiera matarlo, pero también con ese brillo cómplice de siempre. Estaban en esto juntos.
Harry salió al pasillo tambaleándose también, en pijama, con los ojos entrecerrados y el cabello como una explosión nuclear. Draco, divertido, lo besó otra vez para mantenerlo despierto, y Harry pareció despertar un poco más, devolviéndole el beso con una sonrisa soñolienta.
Hermione estaba ahora más despierta, observando la escena con expresión de exasperación genuina.
“¿Me puedes explicar qué demonios estamos haciendo en pijama a las cuatro de la mañana, Malfoy?” siseó, frotándose los ojos.
Pansy le respondió con un beso rápido en los labios, una mano en su cintura, y un murmullo que Draco no alcanzó a escuchar, pero que, al parecer, surtió efecto, porque Hermione frunció el ceño un segundo más… y luego suspiró, rendida.
Draco guió a Harry con una mano en la espalda hasta la sala. Sacó del perchero el abrigo oscuro que le había regalado en Navidad —aún olía a Draco, según Harry— y se lo puso con cuidado.
“¿Qué está pasando?” preguntó Harry, confundido pero ya visiblemente divertido. Draco sólo le sonrió, le acarició la mejilla y le susurró al oído:
“Confía en mí.”
Salieron por la puerta principal en silencio, bajo la brisa fresca de una madrugada londinense aún sin ruido. Draco ya se había asegurado de que la calle estuviera despejada, sin ningún Muggle curioso ni sombras indeseadas. El mundo parecía suspendido en un sueño, y él estaba a punto de regalárselo a Harry.
Detuvieron un taxi. El conductor los miró raro, pero Draco le entregó una hoja con la dirección y una cantidad bastante ofensiva de libras, y eso bastó para que no hiciera preguntas.
Harry se recostó ligeramente sobre el hombro de Draco durante el trayecto. Todavía medio dormido, murmuró:
“¿A dónde vamos?”
Draco le besó la sien.
“Es una sorpresa. Pero te prometo que te gustara.”
Harry levantó la cabeza un poco para mirarlo. Había algo en sus ojos, una mezcla de asombro, afecto y esa estúpida vulnerabilidad que Draco aún no sabía manejar sin querer arrodillarse y rogarle que nunca lo dejara.
Cuando el taxi se detuvo, Draco bajó primero y luego ayudó a Harry a salir. Detrás de ellos, Pansy y Hermione descendieron, ahora claramente más alerta. Y ahí estaba.
Un zoológico entero, vacío, cerrado al público. Solo para ellos.
Las luces tenues iluminaban la entrada, donde un hombre de sonrisa enorme y nerviosa ya los esperaba. Saludó a Draco con un apretón de manos formal y miró a Harry con una amabilidad genuina.
“Todo está preparado, señor Malfoy.”
Draco asintió, sin poder evitar una sonrisa orgullosa.
Cuando Harry finalmente alzó la vista y comprendió dónde estaban, su reacción fue inmediata.
Sus ojos se abrieron como si fuera un niño otra vez, y la mano de Draco, que sostenía sin fuerza, se aferró con más intensidad. Miró a su alrededor, sin decir una sola palabra, hasta que se giró hacia Draco, incrédulo.
“¿Draco… esto es…?”
Draco asintió, tragando saliva.
“Para ti.”
Harry dio un paso hacia él, aún perplejo.
“¿Compraste un zoológico?”
“Sí. Bueno, técnicamente comprarlo hubiera tomado más tiempo, así que me lo prestaron por unas horas. Tenía que sobornar a un par de muggles sonrientes con demasiado tiempo libre, pero lo logré.”
“Pero… ¿por qué?”
Draco se encogió de hombros, sin dejar de mirarlo.
“Me contaste una vez que tu mejor recuerdo antes de Hogwarts fue una visita al zoológico. Y pensé que tal vez… podríamos hacer uno nuevo.”
Harry no respondió de inmediato. Sólo lo abrazó. Fuerte. Con una intensidad que dejó a Draco sin aliento. Y fue ahí, en ese segundo congelado, donde Draco supo que había valido la pena. Cada gota de ansiedad. Cada mirada nerviosa. Cada plan.
Hermione, detrás de ellos, se limpió una lágrima discreta. Miró a Pansy, que se encogió de hombros como si no fuera gran cosa, y murmuró:
“Está loco. Pero… es algo tierno.”
Pansy sonrió. “Pero aun es Draco Malfoy. El drama viene con el paquete.”
Y aún así, mientras se internaban en el zoológico vacío, solo ellos cuatro, con la noche aún cubriendo el cielo, Draco se permitió relajarse.
La primera vez que Draco vio a un elefante en persona, pensó sinceramente que era un experimento fallido del Ministerio muggle.
El animal era grotescamente enorme, de orejas descomunales y piel que parecía una mezcla entre pergamino húmedo y piedra rugosa. Pero lo peor de todo era lo mucho que a Harry le fascinaba.
Draco, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo de su novio y el ceño ligeramente fruncido, observaba a su novio como si fuera una criatura aún más extraña que el propio elefante. Porque ahí estaba, con los ojos brillantes, las mejillas enrojecidas por el aire frío, y una sonrisa tan infantil que por un segundo a Draco se le olvidó respirar.
¿Así se veía la felicidad de Harry Potter? ¿Tan simple, tan muggle… tan pura?
Harry señalaba con entusiasmo el movimiento lento de la trompa, como si aquello fuera lo más impresionante que había visto desde que Draco acepto ser su novio, y lo explicaba todo con voz emocionada.
“Lo usan para todo. Respirar, beber agua, levantar cosas. Una vez vi un documental donde uno de estos usaba la trompa para pintar.”
“¿Pintar?” repitió Draco, con escepticismo venenoso. “¿Pintar qué? ¿Su propio epitafio?”
Harry soltó una carcajada y le dio un suave empujón con el hombro.
“Pintar, Draco. Cuadros. Con pinceles.”
“Claro. Y seguro después se sientan a escribir sus memorias con una pluma estilográfica.”
Hermione se giró hacia ellos desde donde estaba con Pansy, justo frente a una jaula donde un par de lemures dormitaban apilados como si fueran gatos borrachos.
“No seas tan arrogante. Hay mucha más inteligencia en estos animales de la que puedes imaginar.”
Draco la miró con ese desdén elegante que había perfeccionado desde que tenía uso de razón.
“Te creo, Granger. Algunos incluso aprenden a decir 'manzana'. Todo un avance científico.”
Harry volvió a reír, aunque esta vez su risa fue más suave. Se acercó un paso más a Draco y le besó la mejilla, sin previo aviso, como si su cuerpo no tuviera otra opción que seguir amando a Draco cada vez que hablaba con esa mezcla entre sarcasmo y sensibilidad mal disimulada.
Y Draco… bueno, él se congeló. Otra vez. Porque maldita sea, si Harry seguía haciendo eso, Draco iba a tener que admitir que su corazón era una criatura aún más torpe que los elefantes.
La noche aún los envolvía, aunque el cielo comenzaba a desteñirse en tonos azulados y púrpuras. El zoológico, silencioso y cubierto por la neblina suave del amanecer, tenía un aire casi onírico. La mayoría de los animales dormían, pero eso no parecía importarle a Harry. Caminaba entre jaulas y recintos con una reverencia silenciosa, como si estuviera visitando recuerdos de una vida que no pudo tener.
Y Draco lo seguía. Siempre un paso detrás. Como si su papel fuera ese: contemplar a Harry vivir, asegurarse de que fuera feliz, incluso si eso significaba enfrentarse a cosas tan ajenas como peluches de animales y olor a estiércol.
En algún momento, cerca del área de aves exóticas, Draco se encaprichó con un pavo real de peluche que colgaba sin mucha gracia de un puesto cerrado. Era ridículo. De ojos brillantes, alas torcidas y más grande de lo necesario. Pero tenía algo. Tal vez el mismo aire de arrogancia con plumas que Draco veía cada mañana en el espejo.
Así que lo robó.
Bueno, tomó prestado.
Harry alzó una ceja cuando Draco se lo entregó, pero no dijo nada. Solo lo abrazó contra su pecho, sonriendo. Draco no le gustaba cargar cosas. Draco tenía cosas más importantes que hacer. Como, por ejemplo, estar de pie como una estatua con abrigo caro mientras el amor de su vida recitaba nombres de animales con la pasión de un niño que descubre el mundo por primera vez.
Hermione parecía igual de emocionada. Caminaba con un entusiasmo contagioso mientras le explicaba a Pansy la diferencia entre un suricata y una mangosta, a lo que Pansy solo respondía con medias sonrisas burlonas y comentarios como:
“Eso parece una rata con autoestima.”
“Es un mamífero social muy complejo.”
“Exacto. Una rata con agenda.”
A Draco no le pasó desapercibido que, en los silencios, Hermione miraba a Harry con ternura genuina. Esa clase de ternura que solo puede venir de alguien que lo había visto en sus peores momentos. Que lo había sostenido cuando nadie más lo hacía.
Y por eso estaban ahí. Por eso Draco los había traído a las dos. Porque sabía —aunque le doliera admitirlo en voz alta— que Granger era importante para Harry. Y si Harry iba a tener el mejor cumpleaños de su vida, tenía que ser con las personas que lo conocían de verdad.
Al salir del zoológico, ya con los primeros rayos dorados del sol filtrándose entre los edificios, Harry caminaba con el pavo real bajo el brazo y el rostro iluminado como si acabara de volar sobre Londres.
Draco apenas podía respirar del orgullo.
Pero no duró.
Hermione, con su impecable sentido de la lógica y el peligro, soltó con voz baja:
“Deberíamos ir con cuidado. Si alguien nos vio salir... podríamos encontrarnos con mortífagos.”
Y fue como si el aire cambiara de densidad.
Harry se tensó. La sonrisa se desvaneció apenas un segundo, y Draco lo sintió, lo vio. Fue inmediato. Una sombra vieja, conocida.
Pero antes de que pudiera hablar, Pansy interrumpió con ese tono ligero que usaba cuando estaba a punto de hacer algo imprudente.
“Ya pensamos en eso, Granger. Créeme, nadie nos va a seguir. Este plan fue diseñado con más paranoia que tu lista de cosas por empacar antes de un examen.”
Hermione parpadeó. “Tengo un sistema, no una paranoia.”
“Claro.” Pansy le tomó la mano y le besó los nudillos. “Y yo solo uso delineador de ojos por accidente.”
Pero Draco no estaba escuchando. Solo veía a Harry, cuya mirada se había apagado por un instante.
Entonces lo tomó de la mano.
No dijo nada. No preguntó. Solo lo jaló con suavidad hacia adelante, como si pudiera arrancarlo del recuerdo oscuro con el simple hecho de caminar juntos.
Y Harry, como si lo necesitara tanto como el aire, volvió a sonreír.
La cafetería muggle era pequeña, tibia y con el aroma dulzón de pan recién horneado y café fuerte. Draco se acercó al mostrador como si tuviera una misión secreta y pidió… absolutamente todo. Croissants, muffins, tostadas francesas, jugos de colores sospechosos, un par de pasteles pequeños y lo que parecía ser una especie de panecillo relleno que vibraba bajo el envoltorio.
“Eso es ridículo,” dijo Harry, entre risas. “Vamos a tirar la mitad.”
“No voy a comer algo sin asegurarme de que no fue preparado por un loco muggle con ambiciones culinarias homicidas. Prueba tú primero.”
“¿Yo?”
“Obvio. Eres El Elegido.”
Harry sonrió, rodando los ojos, y tomó un bocado. Luego se lo dio a Draco, como si alimentarlo con las manos fuera parte de algún ritual de cumpleaños que no conocía.
Draco no dijo que le gustaba. Por supuesto que no. Pero se lo comió. Y no hizo muecas. Lo cual, en lenguaje Malfoy, equivalía a cinco estrellas Michelin.
Hermione y Pansy compartían el extremo opuesto de la mesa, murmurando cosas que parecían ir entre planes de escape y teorías sobre cómo los humanos no merecen a los pingüinos.
Y Draco, ahí en medio del olor a comida muggle, la risa baja de Harry y el caos contenido de una mañana improbable, pensó que tal vez… tal vez estaba haciendo las cosas bien.
Pero aún faltaba la siguiente sorpresa. Y si no le gustaba…
No.
Draco no iba a pensar en eso ahora.
Ahora tenía a Harry, un peluche de pavo real robado, y la certeza de que, por una madrugada al menos, todo el mundo estaba en silencio.
El sol de la mañana ya comenzaba a colarse entre las rendijas de las tiendas y los cafés, esa luz suave y un tanto polvorienta de Londres que siempre parecía estar a punto de volverse lluvia. Pero para Draco, en pijama, con el cabello un tanto revuelto y un peluche gigante de pavo real bajo el brazo de su novio —porque él no iba a cargar esa abominación de tela, claro que no, pero a Harry se le veía ridículamente bien sujetándolo contra el pecho—, el mundo no podía estar más lejos de su usual frialdad.
Después de ese desayuno lleno de dulces y miradas idiotas (porque, francamente, Potter tenía una manera de sonreír que rayaba en lo ilegal), Draco no podía quedarse quieto. Ni relajarse. Ni respirar, a veces. Porque aún faltaba la segunda sorpresa. Y la tercera, si todo salía bien.
Y él no era precisamente conocido por no dramatizar.
Cuando salieron de la cafetería, Pansy bostezaba como si le hubieran pedido atravesar el Sahara descalza. Hermione, por otro lado, parecía estar haciendo inventario mental de cuántas formas podían morir por simplemente estar fuera de su escondite. A Draco, honestamente, le parecía fascinante que aún no entendieran que si él estaba al mando, todo saldría estéticamente perfecto o acabarían muertos con ropa impecable. No había puntos medios.
“Granger, detén un taxi”, ordenó Draco con la naturalidad de quien ha hecho eso toda su vida, cuando en realidad jamás había hablado con un conductor de taxi en persona. ¿Pero decirle eso a los demás? Por favor. La imagen era importante. Era lo único que controlaba.
Hermione levantó la mano, sin discutir por una vez, y en menos de un minuto ya estaban abordando un taxi, los cuatro apretujados en el asiento trasero, todavía en pijamas, llamando la atención de medio Londres. Una señora les miró como si fueran un circo itinerante.
“¿A dónde vamos ahora?” preguntó Harry, aún con el tono soñoliento pero con esa chispa que se había instalado en sus ojos desde que Draco lo despertó a las cuatro de la madrugada. Una chispa que lo hacía parecer más joven. Más libre.
Draco se inclinó hacia él, le dio un beso rápido —porque sí, frente al taxista y todo, que se jodieran los convencionalismos— y murmuró:
“Al centro comercial. Necesitas ropa decente si vamos a representar dignamente a la nobleza mañana.”
Harry alzó una ceja, divertido. “¿Me estás secuestrando para hacer compras?”
“No te estoy secuestrando. Estoy invirtiendo en tu imagen. Y, por extensión, en mi reputación.”
Pansy soltó una risita en su esquina. Hermione rodó los ojos. El taxista apenas los miró por el retrovisor.
El centro comercial los recibió como una catedral profana. Luces brillantes, música pop que Draco jamás había oído en su vida, maniquíes con poses sospechosamente parecidas a las de ciertas serpientes de Slytherin. El aire acondicionado les dio de lleno, haciendo que los pijamas se sintieran aún más ridículos. Pero Draco caminaba como si llevara una capa de terciopelo invisible. Sabía hacia dónde iba, incluso si en realidad solo seguía el instinto de gastar hasta que Harry sonriera hasta dolerle la cara.
Y funcionaba.
Cada vez que entraban a una tienda, Harry se quedaba mirando algo —una chaqueta, unos zapatos, un cuaderno con ilustraciones absurdamente adorables— por más de dos segundos, y Draco ya lo tenía en las manos, rumbo a la caja. Harry protestaba con ese tono que no convencía a nadie.
“Draco, no lo necesito…”
“Claro que no. Nadie necesita una libreta con un gato disfrazado de croissant. Pero ahora la tienes. Felicidades.”
Harry se ruborizaba. Cada maldita vez. Y cada vez, Draco se sentía menos dueño de sus propias decisiones.
Pansy, por supuesto, no tardó en intentar subirse al tren del despilfarro.
“¿Y yo? Esa blusa me quedaría divina.”
Draco ni siquiera volteó. “Tienes dinero. Úsalo.”
“No quiero gastar mi dinero.”
“Es un problema tuyo.”
Hermione se limitaba a seguirlos con cara de madre resignada. Cuando Draco la vio mirar largamente una bufanda en tonos cálidos, suspiró exageradamente y la tomó del perchero sin que ella lo notara.
“Quédatelo”, le dijo después, entregándosela como quien regala un pedazo del santo grial. “Granger, estoy siendo el novio del año así que déjame ser condescendiente en paz.”
La bufanda le quedó perfecta.
Pansy eventualmente recibió unos lentes de sol ridículamente caros que Draco se cansó de verla probarse. Porque sí, le había dicho que no, pero una cosa era negarse y otra era tolerar sus quejas durante las siguientes dos semanas.
Cuando llegaron a la sección de ropa elegante, Hermione fue la que les recordó que la boda de Fleur y Bill era mañana. Draco lo sabía. Y ya había planeado todo para que él y Harry parecieran una pareja sacada de un editorial de moda francesa.
Se probaban trajes uno tras otro. Harry salía del probador y Draco lo miraba como si quisiera embalsamarlo y exhibirlo en el Louvre. Uno con líneas simples, otro más ajustado. Corbatas que Draco descartaba en segundos, zapatos que obligaba a Harry a girar mientras le inspeccionaba como si fuera una joya recién descubierta.
“¿Esto es normal?” preguntó Harry entre risas, ajustándose la chaqueta frente al espejo.
“Por supuesto que no. Pero tampoco lo eres tú.”
Harry se quedó mirándolo un segundo de más. Luego dijo, como quien no quiere la cosa:
“Si alguna vez me caso, quiero un traje como este.”
Y Draco, idiota de nacimiento, se congeló. No dijo nada. No reaccionó. Sólo sonrió, como si no le hubiera estallado el corazón en pleno pecho.
No se refería a ti. No estaba diciendo que quería casarse contigo. Sólo estaba diciendo una tontería. No empieces. No empieces a imaginar.
Pero ya lo estaba haciendo.
Después de empacar todas las bolsas, ahora sí vestidos con ropa decente, y con el peluche de pavo real aún aferrado a Harry como si fuera una extensión de su alma, salieron del centro comercial y Draco, sin darle tiempo a nadie de quejarse, detuvo otro taxi. Pansy mascullaba sobre sus pies y Hermione intentaba recordarles que los mortífagos aún existían.
“Nadie va a matarnos hoy, Granger. Estoy gastando una fortuna en mi novio y los Malfoy no mueren en días de compras.”
El nuevo destino fue el cine.
Draco no lo había pisado en su vida, pero fingió como si fuera un experto. Hermione fue la que los guió, compró las entradas, explicó cómo funcionaba todo, y Draco volvió a entregar su tarjeta como si tuviera la misión de financiar la economía muggle. Compró palomitas, chocolates, bebidas azucaradas que no podía pronunciar.
“¿Necesitamos todo esto?” preguntó Harry, entre divertido y abrumado.
“Es comida muggle podría estar envenenada y necesito que la pruebes toda antes de darme una opinión.”
“¿Entonces soy tu catador oficial?”
“Eres mi novio. Asúmelo con orgullo.”
Entraron a la sala oscura con los brazos llenos de bolsas, dulces y expectativas. Se sentaron los cuatro, y cuando la pantalla se iluminó, Draco se permitió —por un instante— soltar todo.
El cine era extraño. Grande. Casi mágico. Las imágenes lo absorbían, pero no tanto como la forma en la que Harry, a su lado, lo miraba de vez en cuando. Como si estuviera a punto de decir algo. Como si quisiera guardar todo ese día dentro de una caja con candado y nunca perderlo.
Y Draco, entre risas contenidas, dulces compartidos y piernas rozando bajo los asientos, pensó que tal vez… solo tal vez… no era tan mala idea seguir sorprendiéndolo. Aunque su corazón estuviera colgando de un hilo fino. Aunque supiera que, al final de ese día, el mundo seguía siendo el mismo.
Por ahora, Harry sonreía. Y Draco, bueno, Draco también. Aunque doliera.
Claro que no todo fue cuentos de hadas.
Porque cuando cruzaron el umbral de Grimmauld Place, con bolsas de tiendas muggles colgando de sus brazos, con ese ridículo peluche de pavo real siendo apretado como si fuese un trofeo de guerra y con restos de dulzura aún en los labios —restos de chocolate, de palomitas, de sonrisas idiotas que solo Harry podía causarle—, Draco ya sabía que algo iba a ir mal. Lo supo por instinto. Por costumbre. Porque la vida no lo dejaba ser feliz más de cinco minutos sin exigirle un precio a cambio.
Y no.
No fue recibido por silencio.
Ni por gritos, ni por reproches furiosos de Sirius ni por la desaprobación serena (pero pasivo-agresivamente letal) de Remus.
No.
Lo que los recibió fue un Remus Lupin de cabello despeinado, ojos brillantes con un fulgor casi febril, la camisa arrugada y los zapatos desparejos, que bajaba las escaleras como si su cuerpo no pudiera contener la energía que lo atravesaba. Tenía esa sonrisa torpe que solo se permitía cuando pasaba algo realmente importante, algo que descolocaba incluso a su naturaleza moderada y agotada por la guerra.
Draco se tensó, preparando ya en su cabeza un centenar de posibles escenarios catastróficos. Que habían encontrado a un traidor en la Orden. Que al fin Ginebra estaba muerta. Que el Ministerio había caído (otra vez). Que Voldemort había descubierto el lugar. O peor, que alguien se había enterado de que Draco estaba enamorado de Harry.
Pero lo que Lupin dijo, con esa voz de quien acaba de presenciar un milagro y aún no lo procesa, lo dejó absolutamente desarmado.
“Ya nació.”
Eso fue todo.
Dos palabras.
Y el mundo, literalmente, se detuvo.
Un silencio sepulcral se apoderó del recibidor. Pansy dejó caer una de sus bolsas. Hermione parpadeó como si el idioma se le hubiera olvidado. Y Draco, bueno, Draco lo miró con los ojos entrecerrados, intentando que su cerebro conectara los puntos.
¿Quién nació? ¿Qué? ¿Cómo que ya nació? ¿Quién se embarazó sin permiso y por qué no me avisaron primero?
Pero fue Harry quien reaccionó primero.
Como si algo lo llamara desde lo más alto de la casa —una fuerza invisible, una certeza compartida entre sangre y vínculos invisibles—, subió de dos en dos las escaleras, dejando atrás el caos, el desorden de paquetes y las confusiones flotando en el aire. Draco lo siguió, porque siempre lo seguía, porque era su condena y su salvación al mismo tiempo, y subió tras él con una mezcla de alarma y un presentimiento inquietante.
Y entonces, antes de que la puerta de la habitación de Sirius pudiera cerrarse de golpe, Draco la empujó con una mano firme, impidiéndolo, y entró justo a tiempo para presenciar lo que —aunque jamás lo admitiría en voz alta— fue una de las escenas más hermosas y perturbadoras de toda su vida.
Sirius Maldito Black, sin camisa, con el cabello hecho un desastre, estaba sentado en la cama como si estuviera posando para una pintura antigua, bañado por la luz tenue que se colaba por la ventana. Pero no fue su sonrisa amplísima lo que llamó la atención de Draco. No fueron sus ojos húmedos ni su expresión absolutamente extasiada, como si acabara de regresar de entre los muertos con un premio bajo el brazo.
Fue lo que tenía en brazos.
Un bulto pequeño, envuelto en una manta blanca increíblemente suave —una que Draco recordó con la punzada repentina de un recuerdo, porque él mismo la había comprado días antes, durante esa pequeña desaparición estratégica después de una pelea con Harry. Una discusión estúpida que en ese instante ya parecía un eco lejano, un malentendido desdibujado por la enormidad de lo que ahora presenciaba.
El bebé.
El maldito bebé de Sirius.
Y sí. Era perfecto. Tan perfecto que dolía.
Sirius no dijo nada al principio. Solo los miró como si fueran sus hijos favoritos, como si estuviera compartiendo con ellos el mayor secreto del mundo, y luego, en un susurro casi irreverente, dijo con voz ronca:
“Acércate, Harry.”
Y Harry… oh, Harry.
Ese rostro.
Esa expresión.
Draco sintió cómo se le apretaba el estómago, cómo le hormigueaban los dedos, cómo algo dentro de él se quebraba de forma dulce y brutal al mismo tiempo. Porque nunca había visto a Harry mirar así. Con tanto amor. Con tanto asombro. Como si el universo se le hubiese reducido a ese instante, a esa pequeña criatura envuelta en una manta que ahora balbuceaba bajito contra el pecho de su papá.
Draco no podía respirar.
Ni hablar.
Ni pensar.
Pero se acercó.
Porque no podía no hacerlo.
Se acercó como si caminara sobre cristal, con pasos lentos, y se quedó a un lado de Harry mientras este recibía al bebé con cuidado entre los brazos, con esa torpeza tierna que solo alguien que ama de verdad podría tener. Y cuando los ojos verdes de Harry se alzaron para encontrar los suyos, Draco supo que estaba perdido.
Sus negativas, sus discursos racionales, sus miedos y sus argumentos cuidadosamente construidos… todo eso se deshizo en un segundo.
Porque Harry con un bebé en brazos era una visión que no se olvidaba.
Era un conjuro imposible, uno que te rompía y te reconstruía en una misma exhalación.
Y lo peor —o lo mejor, dependiendo de cuán masoquista se sintiera ese día—, fue que Harry le sonrió.
Le sonrió como si supiera exactamente lo que estaba pensando.
Y sí, Draco lo pensó.
Lo deseó.
Por primera vez, no solo lo consideró. Lo deseó con una fuerza que lo estremeció. Quería eso. No, lo necesitaba. Quería tener hijos con Harry. Hijos que heredaran esos ojos y esa maldita capacidad de sonreír como si nada en el mundo fuera capaz de herirlo. Hijos que corrieran por Grimmauld Place y pintaran las paredes con chocolate mientras Sirius se quejaba y Remus fingía no reírse.
Quería todo eso.
Y lo odiaba por quererlo.
Porque él no era así. No era alguien que soñara con cunas y mantitas suaves. No era alguien que se permitiera vulnerabilidades. Era Draco Malfoy. Frío, controlado, mordaz hasta en sus suspiros.
Pero ahora, en esa habitación cargada de magia antigua y emociones nuevas, Draco se sintió completamente desnudo.
Y entonces Sirius, con voz emocionada, dijo:
“Míralo bien, Draco. Es todo un Black.”
Y lo era.
La nariz recta, el mentón arrogante, la pequeña mata de cabello oscuro y rebelde que ya empezaba a formar remolinos. Tenía una expresión adormilada pero altiva, como si supiera que era hermoso y no necesitara demostrar nada más. Draco suspiró con una mezcla de orgullo ajeno y resignación. Porque sí. Sirius había tenido razón. El maldito tenía al bebé más hermoso del mundo.
Hasta que yo tenga los míos, pensó Draco, mordiéndose el interior de la mejilla, entonces me van a tener que hacer una estatua familiar para conmemorar tanta belleza genética reunida.
Pero el momento de ternura se interrumpió abruptamente cuando, al salir de la habitación con Harry aún embelesado, Draco se cruzó con Molly, quien, sin preámbulos, lo miró de arriba abajo, notó las bolsas, el peluche, los restos de palomitas en su chaqueta y soltó:
“¿Y tú dónde te crees que estabas?”
Y fue ahí.
Ahí cuando Draco explotó.
“¿Perdón? ¿Perdón? ¿Yo? ¿Crees que yo tengo que dar explicaciones a una mujer como usted que no educo bien a sus hijos a que no abrieran las piernas a desconocidos?”
“¡Draco…!” protestó Hermione, escandalizada.
Y se fue sin esperar a escuchar que más cosas Molly o Granger le dirían.
Se encerró en su habitación.
Se tiró en la cama.
Y lloró. Solo un poco. De rabia, de amor, de ganas de ser él quien diera a luz a la siguiente criatura perfecta del universo.
Pero aún no.
Aún no.
Aunque pronto. Muy pronto. Porque sí, ya se había rendido. Y estaba condenado. Hermosa y dulcemente condenado.
Draco no supo en qué momento se había quedado dormido, solo que el mundo parecía suspendido en una especie de pausa cuando lo despertó el roce de unos dedos demasiado conocidos, demasiado suaves para no ser de Harry. Incluso sin abrir los ojos, podía identificar el patrón: la manera en que recorría su cabello como si fuera algo precioso, algo vivo que merecía devoción. Como si no hubiera tormenta, ni ruinas, ni muerte fuera de esa habitación. Como si Draco, por un instante mínimo, fuera digno de eso. De ese cuidado.
Sintió el calor del cuerpo de Harry junto al suyo, ese calor inconfundible que no quemaba, que no hería. Que lo llamaba a casa.
Pero no abrió los ojos. No podía. No porque no quisiera ver a Harry —Merlín, lo deseaba— sino porque sabía que si lo miraba, si sus ojos verdes lo encontraban, entonces tendría que decirlo.
Tendría que disculparse.
Tendría que admitir que no solo había sido cruel con Molly, sino con todo el mundo. Que había actuado como el imbécil arrogante que tanto se había prometido dejar de ser. Que su boca, su maldita boca, siempre encontraba formas nuevas de destruir puentes antes de siquiera cruzarlos. Que no era justo con Harry. Ni con nadie. Ni consigo mismo.
Y estaba cansado.
Tan cansado de defenderse con garras afiladas cada vez que alguien lo miraba como si no perteneciera, cuando en el fondo ni él mismo sabía si alguna vez había pertenecido a algo.
Pero, por supuesto, el silencio no podía durar. No con Harry Potter, con su corazón enorme y su absurda necesidad de verdad.
La voz llegó como un susurro quebrado, apenas un hilo trémulo flotando en la habitación:
“Draco…”
El tono fue suficiente para que la pesadez del sueño se evaporara. Ya no era una caricia. No era dulzura. Era dolor. Era angustia. Era un mundo que colapsaba.
Abrió los ojos con un parpadeo lento, como si el solo acto de mirar pudiera reordenar lo que estaba a punto de romperse, y lo encontró. A Harry. Sentado al borde de la cama con las manos temblorosas, los ojos clavados en algún punto invisible del suelo, como si mirar a Draco fuera una condena.
Y entonces habló.
“Ejecutaron a Andrómeda.”
La frase cayó como un cuchillo. Silenciosa. Precisa. Mortal.
Durante un segundo eterno, Draco no comprendió. O no quiso comprender. Se enderezó de golpe, la respiración atascándose en su garganta, el corazón tambaleándose como si hubiera dado un paso en falso sobre una escalera que no existía.
“¿Qué?”
Pero no hubo respuesta inmediata. Solo el sonido de la respiración contenida de Harry. Solo la forma en que se mordía el labio inferior, como si así pudiera impedirle a su alma salir por la boca.
Draco se arrastró hacia él sin pensar, sin planearlo, solo reaccionando. Porque sabía, sabía con una certeza abrumadora que si no lo abrazaba en ese momento, si no lo tocaba, si no lo envolvía con todo lo que tenía, Harry se partiría en dos. Y no sabía si él sería capaz de recoger los pedazos.
Lo rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en su hombro. Harry no se resistió. Se dejó sostener. Se dejó acunar.
Y entonces, muy lentamente, se dejó caer.
Su cuerpo tembló, y el primer sollozo fue como un disparo en la oscuridad.
“El señor Weasley llegó… más temprano de lo usual a su casa… parecía en trance. Molly dijo que se metió en la cocina y no habló por un rato. Luego… luego simplemente dijo que el Ministerio había sido atacado. Que hubo una ejecución pública. Que… que los mortífagos entraron, sin disfraz, sin máscaras. Solo entraron. Y… ella estaba allí. Andrómeda. Estaba viva. Todo este tiempo, Draco. Todo este maldito tiempo. Estaba viva.”
Draco sintió como si le hubieran arrancado el aire de los pulmones. Como si su pecho se hubiese cerrado en una compuerta de hielo. No sabía qué dolía más: la noticia, o la forma en que Harry lo decía, con la voz tan rota, tan vacía de sí mismo, que parecía otro.
“Tonks estaba allí… vio todo. La tenían atada. Como una advertencia. Como una lección. Y cuando anunciaron la sentencia, Tonks… gritó. Lloró. Se arrojó sobre los aurores. Kingsley tuvo que sacarla a rastras. Dicen que el suelo tenía sangre. Que el público aplaudía. Que… celebraban.”
Harry se mordió el puño para no gritar.
Y Draco, por su parte, sintió que el mundo entero se desmoronaba en su pecho.
No solo porque Andrómeda era familia. La única familia que le quedaba que no fuera un maldito monstruo. Sino porque todo, absolutamente todo, lo que habían vivido ese día —las compras, el cine, las risas, el peluche ridículo—, había sucedido mientras en otra parte del mundo, la muerte bailaba con una corona ensangrentada.
“Lo siento…” susurró Draco, sin saber siquiera a quién se dirigía. A Harry, a Andrómeda, a sí mismo.
“Yo… yo estaba celebrando. Mi cumpleaños. Y mientras tú me comprabas cosas y me hacías sentir que… que podía tener una vida, la madre de Tonks era asesinada como si no valiera nada. Como si su existencia fuera un capricho que podían borrar.”
No pudo seguir hablando. El llanto no se lo permitió.
Se dejaron caer juntos, torpemente, en la cama. No había dignidad, no había elegancia. Solo piel y huesos y emociones en ruinas. Draco abrazó a Harry con todas sus fuerzas, con la desesperación de alguien que no puede proteger lo que ama, que no puede revertir el tiempo ni resucitar a los muertos.
Quería matarlo.
A Voldemort. A cada uno de los que habían aplaudido la ejecución. A cada idiota que había creído que el terror era una forma válida de gobernar.
Pero sobre todo, odiaba su propia impotencia.
¿De qué servía tener dinero, tener sangre, tener apellido, si no podía hacer nada?
¿De qué servía estar al lado del Elegido si no podía salvar ni a una sola persona?
Se sintió inútil. Pequeño. Como un niño que llora frente a la tumba de una madre ausente.
Harry temblaba aún, con la cara enterrada en su cuello, y Draco no supo cuánto tiempo pasaron así. Minutos. Horas. Días. El tiempo se volvió irrelevante.
Hasta que Harry susurró algo, casi inaudible:
“¿Crees que es mi culpa?”
Draco lo apartó apenas para poder mirarlo a los ojos. Lo tomó por el rostro con ambas manos y habló con una calma artificial, como quien camina sobre cristales rotos.
“No. No te atrevas, Potter. No te atrevas. Esto no es tu culpa. Tú no elegiste esto. Tú no mataste a Andrómeda ni a los otros.”
Harry lo miró, frágil, perdido, como si esperara una absolución que Draco no sabía cómo ofrecer, pero aún así intentó.
“Ellos lo hicieron. Él lo hizo. Él la mató. Y si pudiera, le arrancaría la garganta con mis propias manos. Pero no te culpes por haber vivido. Por haber tenido un solo maldito día feliz.”
Harry cerró los ojos y apoyó la frente contra la de Draco. Respiraron juntos. Lloraron juntos.
Notes:
¿Quién pensó que el bebé de Sirius nacería el mismo día que Harry? Porque la verdad es que yo no.
Chapter 54: Vine a sostener tu mano
Chapter Text
Peninos, Inglaterra
La habitación olía a eucalipto marchito, a metal caliente y a miedo. El burbujeo del caldero era lo único que rompía el silencio, ese silencio espeso como aceite frío que envolvía el laboratorio subterráneo de Severus Snape. El calor que emanaba la poción no era comparable al ardor que quemaba lentamente por dentro su alma, ni al escozor que anidaba tras sus párpados cada noche sin dormir. No miraba la hora, no le hacía falta. El tiempo en ese lugar no se medía por relojes sino por gritos, por cuerpos que dejaban de moverse, por cajas que se llenaban de viales con promesas de muerte.
Observó cómo la mezcla alcanzaba el punto exacto: viscosidad espesa, color carmesí violáceo, y una leve emisión de vapor que se alzaba como un suspiro de los condenados. El caldero hervía con esa calma cruel que tanto le desagradaba, como si supiera que sus entrañas darían origen a algo repulsivo. Con precisión enfermiza, Severus apagó la llama con un movimiento seco de su varita y comenzó a llenar los viales uno por uno, sin apresurarse. Cada frasco que sellaba era una condena más. Cada tapa colocada, una sentencia a gritar en la oscuridad.
Los colocó en una pequeña caja de madera, cuidadosamente acolchada, una de las muchas que él mismo había encantado para que no permitieran que las sustancias del interior emitieran olor o calor. No por precaución, sino por vergüenza. Vergüenza de cargar algo que nacía de su varita, de su intelecto, y que sería usado en cuerpos que jamás dieron su consentimiento.
Al salir del laboratorio, el aire cambió. Más denso. Más pesado. Las paredes, ampliadas por la magia, ya no parecían pertenecer a un hospital, sino a una catacumba que respiraba lentamente. Se había construido en el corazón del bosque de los Peninos, una zona inhóspita que ahora ardía en las llamas de una guerra invisible. Era un hospital solo por nombre. Por dentro, era una fábrica de carne, de partos inducidos, de vientres usados como incubadoras por órdenes de un monstruo que había perdido cualquier conexión con la humanidad.
Caminó por el pasillo con pasos silenciosos. Los hechizos silenciadores lanzados por Armida Crabbe ayudaban a mantener las súplicas apagadas. Pero Severus las escuchaba igual. Incluso cuando no estaba en el lugar, incluso mientras dormía, las voces lo seguían. Suplicando. Llorando. Implorando por sus hijos. Por sus cuerpos. Por su vida.
Severus dejó la caja sobre la mesa metálica con movimientos mecánicos. La mujer tendida en la camilla tenía el rostro vuelto hacia la pared, las piernas temblorosas y un rastro de sangre seca en el muslo. Severus no la miró. Nunca lo hacía. No por crueldad, sino porque mirarlas era reconocerse como parte de la maquinaria que las destruía. La voz de Armida, seca y meticulosa, rompió el aire.
“Cinco abortos esta semana con la nueva versión del Acelerador. Dos el mismo día. Los cuerpos no lo resisten, Severus. Pero si el Señor Tenebroso no ve resultados antes de septiembre, tú y yo seremos los siguientes en la lista.”
Severus tragó saliva con esfuerzo. La bilis le subía por la garganta cada vez que escuchaba el término acelerador, como si la gestación de una vida pudiera ser manipulada como una planta en invernadero. Él lo había dicho desde el primer día: alterar el proceso natural traería consecuencias. Pero Voldemort no escuchaba advertencias. Solo resultados. Y cuerpos. Muchos cuerpos.
“Haz lo que debas,” dijo Severus con voz baja, aunque las palabras le rasgaran la garganta. “Y no lo repitas.”
Fue justo entonces cuando sintió el ardor en el bolsillo izquierdo. Un ardor distinto, familiar, uno que no había sentido desde hacía semanas. Su mano bajó de inmediato, con cautela. Tocó la moneda encantada. Black. Solo él usaba ese canal. Lo habían acordado en una noche desesperada, donde la Orden todavía creía que él era suyo, cuando Severus aún podía fingir que servía a la luz.
Esperó a estar solo. Fingió una urgencia. Salió de la zona de parto sin mirar atrás y se desapareció tan pronto cruzó el perímetro de protección. Al llegar a la Hilandera, el aire era distinto. Su casa olía a humedad y madera, y aún conservaba ese tinte de miseria que parecía imposible borrar. Pero era su lugar. Su refugio.
En el silencio de su cuarto secreto, rodeado por libros de encuadernaciones ajadas y frascos que dormían bajo polvo, Severus sacó la moneda. Las letras aparecían con la impaciencia temblorosa de quien no tiene tiempo para florituras.
“El bebé. Ahora. Ayuda.”
Severus palideció.
No.
No podía ser. El parto estaba previsto para dentro de tres semanas. Todo estaba calculado. Todo. Incluso el margen de error, incluso los días exactos para estabilizar las pociones y controlar las contracciones. Esto no era normal. Algo había salido terriblemente mal.
“Maldición…” susurró, cerrando los ojos.
No podía ir. No debía ir. Si lo hacía y alguien lo delataba, todo se perdería. La Orden ya lo había enterrado como traidor. No podía arriesgarlo todo por una vida que aún no había llegado… aunque esa vida, maldita sea, era lo único puro que le quedaba a ese mundo.
Respiró hondo. Luego gritó con fuerza:
“¡Dobby!”
El elfo apareció de inmediato, con un leve pop, los ojos como platos y las orejas temblorosas.
“¡Señor Severus! ¡Dobby vino tan rápido como pudo! ¡Sirius Black… el señor Black me mandó a buscarlo! ¡Está sufriendo! El bebé viene, ¡viene ya!”
Severus no perdió el tiempo. Se giró hacia la estantería del fondo y extrajo una caja larga, protegida con sellos personales. Dentro, frascos de colores suaves —rosa, blanco, azul pálido— y otros más fuertes, de tonos oscuros, con etiquetas escritas a mano.
“Llévalas todas,” ordenó con firmeza, entregándole la caja. “La azul para estabilizar la presión. La violeta si empieza a sangrar. La blanca si hay rotura temprana de saco. La roja… solo si todo se descontrola.”
Dobby asintió, aferrando la caja contra su pecho con ambas manos.
“¿Y usted no vendrá, señor Severus?”
“No puedo,” murmuró, más para sí que para el elfo. “No debo.”
Dobby tembló.
“Pero el señor Black le necesita… me dijo… me dijo que no confía en nadie más…”
Severus cerró los ojos. Como si la voz de Sirius aún resonara en su cabeza. Como si su conciencia lo desgarrara con uñas afiladas.
“Entonces... deberás hacerlo tú.”
Dobby lo miró, horrorizado.
“¿Yo, señor?”
“Sí. Tú, Dobby.” Su tono era firme, pero su rostro... estaba herido, casi quebrado. “¿Acaso no ayudaste en el parto de Draco?”
Dobby bajó la mirada, avergonzado.
“Sí, pero… pero estaban los sanadores… y la señora Narcissa tenía té, y había música, y... y todo olía a lavanda...”
Severus casi sonríe. Casi. En otra vida, quizás.
“Esto no será como aquello. Será difícil. Dolerá. Y Sirius gritará cosas horribles. No lo escuches. Haz lo que te digo.”
Dobby asintió de nuevo, con un movimiento pequeño, resignado y tembloroso.
“¿Y si… si algo sale mal, señor?”
Severus lo miró a los ojos, más severo que nunca.
“No saldrá mal. Porque tú no lo permitirás.”
Dobby tragó saliva. El pop de su desaparición fue casi un gemido.
Severus quedó solo, en medio de su habitación, con la moneda todavía caliente entre los dedos. Pensó en Sirius. En el bebé. En la vida que estaba a punto de llegar mientras tantas otras se apagaban en el hospital de Armida.
Y por primera vez en semanas, Severus deseó, con todas sus fuerzas, que la luz fuera más fuerte que la oscuridad que lo envolvía.
La noche fue larga. Una de esas que parece estar hecha de aceite espeso, donde ni el silencio es alivio ni la oscuridad es paz. Severus no durmió. No podía. Permaneció en su casa en la Hilandera, de pie frente a los estantes de su sala de pociones, ordenando frascos con las manos temblorosas, el ceño tan fruncido que dolía, las uñas cortando la piel de sus palmas cerradas.
La moneda seguía junto a él, sobre la mesa, como si aún ardiera. No se atrevía a tocarla de nuevo.
Pensaba en Sirius. En su arrogancia imbécil, en su terquedad. En su forma de hablar como si todo el mundo estuviera a su disposición. En cómo había llorado la última vez que lo vio, sosteniéndose el vientre como si fuera cristal, como si ese bebé fuera el único fragmento puro que le quedaba de un mundo que se había vuelto ceniza.
Y ahora —ahora— el niño estaba naciendo. Antes de tiempo. Antes de lo previsto. ¿Y si el cordón está mal posicionado? ¿Y si hay hemorragia? ¿Y si Sirius...? No, no. No lo permitiría. No después de todo esto.
Severus preparó una lista. Rápida. Eficiente. En su letra fina y afilada, como si las palabras cortaran la página al ser escritas. La dejó en la mesa junto a una selección precisa de pociones: reconstituyentes, analgésicos, dos variantes de poción para la ruptura placentaria y una infusión de muérdago que él mismo había mejorado para aliviar el dolor sin nublar la conciencia. Si Dobby regresaba, sabría qué hacer.
No había terminado de alinear los frascos cuando el ardor quemó su antebrazo como un hierro candente.
La Marca.
Por supuesto. Esa mañana, el Señor Tenebroso había convocado otra reunión. Otro acto de horror. Otro espectáculo de muerte.
Severus cerró los ojos un segundo. Respiró hondo. Luego se colocó la túnica negra, su varita en la manga, su máscara en el alma.
Se apareció en los terrenos de la Mansión Malfoy, envuelto en la brisa húmeda de un amanecer sin gloria. La hierba crujió bajo sus botas. El aire olía a musgo, a madera podrida y a algo más: sangre, quizás. O miedo.
Entró al salón principal. Donde una vez Narcissa había colgado cortinas elegantes y retratos familiares, ahora había sólo sombras. Habían quitado la gran mesa. Nadie se sentaba. Nadie osaba hacerlo. El Señor Tenebroso no toleraba descanso entre sus filas. Los mortífagos estaban reunidos, alineados como bestias nerviosas. Algunos murmuraban. Otros se balanceaban sobre los talones. Había caras nuevas: salvajes, con cicatrices, con ojos inyectados de una devoción insana. Criaturas de la noche. Alimañas vestidas de negro.
Severus no los miró. No necesitaba hacerlo.
Lucius estaba a un lado. Más delgado. Más gris. Había algo quebrado en él, algo que ni la nobleza de su linaje ni el orgullo heredado podían disimular ya. Estaba entero, sí, pero como un jarrón al que alguien ha pegado con cuidado y cada línea de fractura se nota con la luz correcta.
Severus se acercó sin hacer ruido. Nadie osó interponerse. Algunos lo observaron con desconfianza. Otros con burla. Lo sabían. O creían saberlo. El favorito del Amo. Pero los ojos de Severus estaban clavados en uno solo: en Lucius.
Lucius no lo miró. Ni cuando Severus se colocó a su lado, ni cuando sus dedos rozaron los suyos con una suavidad que no tenía cabida en ese salón de sombras.
Sus manos estaban frías. Tan frías que Severus sintió un espasmo en el pecho, una punzada de indignación. ¿Dónde estás, Lucius? ¿Dónde está tu fuego? ¿Qué te hicieron para apagarte así?
El aire cambió. Un escalofrío recorrió la estancia, más punzante que el invierno. Todos guardaron silencio.
El Señor Tenebroso había llegado.
Su figura, alta, esquelética, pareció deslizarse entre los congregados como una niebla viva. No saludó. No necesitaba hacerlo. Su presencia bastaba. Su voz, cuando habló, fue un susurro que impregnó cada rincón como veneno en la sangre.
Habló de justicia. De venganza. De la purificación del mundo mágico. Mencionó el ministerio. Mencionó las ejecuciones. La fecha, el cumpleaños del niño que todos querían muerto. Severus no escuchaba realmente. Ya lo sabía todo. Él mismo había elaborado parte del plan. Cada fase, cada nombre.
Andrómeda era uno de ellos.
Por eso, cuando los calabozos se abrieron y los prisioneros fueron traídos, Severus no parpadeó. La vio. Su cabello enmarañado, su ropa rasgada, la sangre seca en sus mejillas. Gritaba. Maldecía. Suplicaba, quizás, aunque no con voz de miedo. Con voz de furia.
Bellatrix se reía. Se regocijaba. Danza alrededor de ellos como una niña en un juego macabro.
Severus se acercó a Andrómeda. La tomó del cabello, la obligó a mirarlo. Sus ojos, esos ojos oscuros como los de su hermana, lo miraron con rabia.
Él no dijo nada. Ni siquiera cuando ella lo insultó. Ni cuando trató de escupirle a la cara. Solo sujetó más fuerte.
Lucius estaba cerca. Observando. O fingiendo no hacerlo. Severus deseó arrancarle esa máscara de apatía y gritarle. ¿Es esto lo que querías? ¿Es esto lo que dejaste que hicieran de ti?
Bellatrix chillaba en el jardín, jugando con una joven bruja que apenas podía sostenerse en pie. Las otras prisioneras gemían. Algunas estaban encintas. Severus apartó la vista. Por un segundo, imaginó a Sirius ahí, entre ellas. Imaginó la sangre, el grito, la destrucción. Le faltó el aire.
Pero mantuvo el rostro sereno.
La noche se desvaneció. Amanecía con lentitud, como si el sol dudara en iluminar esa clase de mundo. Los prisioneros fueron cargados en un carruaje encantado. Algunos aún dormían por las pociones. Otros lloraban en silencio.
El atrio del Ministerio estaba preparado como un escenario grotesco. Habían reconstruido la gran fuente, no con mármol, sino con restos de antiguos monumentos derribados. Estatuas decapitadas. Pedestales manchados. La alfombra era negra.
Severus caminó entre los suyos, arrastrando a Andrómeda como si no fuera nada. Sintió la tensión en su cuerpo, pero no aflojó el agarre. Ella luchaba. No dejaría de luchar. No hasta el último segundo.
Lucius no lo miró. No lo había hecho desde que entraron a la mansión. No lo hizo tampoco cuando Severus pasó junto a él. ¿Sabes lo que hice por ti, Lucius? ¿Sabes a qué precio te mantengo de pie? No esperaba gratitud. No de verdad. Pero al menos... algo. Una mirada. Un gesto.
No obtuvo nada.
El rugido del público comenzó a crecer. Habían sido convocados los empleados. Para ver. Para aprender. Para temer.
Y Severus, con su túnica impecable y su rostro vacío, se convirtió en uno más de los verdugos que sostenía el futuro por el cuello.
Que alguien lo detenga, pensó, aunque no supiera quién. Aunque no supiera cómo. Porque él ya no podía.
Porque no era redención lo que buscaba, sino apenas una forma de no dejarse ahogar.
El aire en el Atrio del Ministerio tenía un olor insoportable. No era solo la sangre. Era algo más denso, más antiguo. Como si el edificio, en su arrogancia ministerial, hubiera absorbido el sufrimiento de siglos, y ahora lo escupiera sin vergüenza sobre los mármoles ennegrecidos por la guerra.
Severus no se movía. Su túnica, negra como su expresión, ondeaba apenas por el paso de algún mortífago que marchaba con entusiasmo hacia el centro del espectáculo. Él no formaba parte del círculo interior, no en ese momento. No mientras la sangre corría como si cada gota formara parte de un sacrificio cuidadosamente planeado. No mientras los cuerpos eran arrastrados como trapos y los empleados, forzados a presenciar, contenían sus vómitos, sus gritos y, en muchos casos, su propia cordura.
Y ahí estaba ella.
Andrómeda. Postrada. Rota. Su cuerpo ya no parecía pertenecerle; apenas se sostenía de pie cuando Rabastan, con su sonrisa de carnicero, la tomó del cabello como si fuera una muñeca rota. Severus había soltado su agarre segundos antes, en silencio, sin palabras, sin gesto alguno que indicara lo que realmente pensaba. Nadie pareció notarlo. Nadie lo cuestionó. Su posición en el juego era otra. Él no mataba con espectáculo. No torturaba por placer. No gritaba ni reía.
Era un alfil. Y su movimiento había sido retirarse al borde del tablero, observando con ojos negros e impenetrables el caos que tanto había ayudado a construir.
El sonido que vino después fue preciso. Cortante. Como una cuerda de violín quebrada de forma violenta. La daga de Bellatrix cortó la garganta de su hermana con una elegancia espantosa, una fluidez casi artística, y Severus sintió que el mundo se detenía por un segundo. No por la muerte. No por la sangre.
Sino por los ojos de Nymphadora.
Los vio. Desde lejos. Los vio encenderse con una mezcla de horror, rabia y un dolor tan puro que era imposible fingir que no existía. Shacklebolt intentaba arrastrarla fuera del lugar, sujetándola con fuerza, con desesperación, pero la mirada de la joven bruja estaba clavada en el cadáver de su madre, como si pudiera, a través del dolor, devolverle la vida.
Severus alzó ligeramente la varita. Instinto, tal vez. O deseo. Pero nadie más pareció notar a la chica. Nadie, excepto Rodolphus, quien giró la cabeza con aquella parsimonia suya, observando con ojos inteligentes pero sin intervenir. Solo se apartó un paso, evitando que la sangre que chorreaba de Andrómeda tocara sus botas.
Eso era todo.
La sangre, más importante que la vida.
El Atrio ya estaba completamente teñido de rojo. Las antiguas losas brillaban con el reflejo mórbido de la muerte. Era como estar dentro de un mausoleo que se negaba a guardar silencio. Cada rincón hablaba. Gritaba. Suplicaba.
Y aún así, el espectáculo debía continuar.
Severus fue el primero en retirarse. Lo hizo sin ceremonia, sin despedida. Se movía como una sombra, una que no proyectaba culpa ni heroísmo. Lo único que sentía era un cansancio imposible de describir. En los ojos. En los dedos. En el alma.
Quería llegar a su casa. Comprobar si Dobby había tomado las pociones. Si la moneda de Sirius brillaba con un mensaje. Una señal de que todo había salido bien con el parto, o siquiera si alguno de los dos había sobrevivido.
Pero entonces la sintió.
Esa mirada.
Era como un anzuelo hundido en su espalda, que tiraba con fuerza, lento pero ineludible. El Señor Tenebroso lo observaba. No con sospecha, no con furia. Lo miraba como quien recuerda un libro olvidado en el estante, sabiendo que su contenido aún podría ser útil.
Severus no hizo ningún ademán para demorar su aproximación. Giró sobre sus talones con una calma fabricada, y se dirigió hacia él, cruzando el Atrio como si el mar de sangre no lo alcanzara.
A su paso, nadie lo detuvo. Nadie le habló. Era como si todos comprendieran que él no era parte del juego de poder habitual. Snape era un instrumento preciso, frío, no una bestia rugiente como los Greyback, ni un bufón histérico como Bellatrix.
Cuando se detuvo junto al Señor Tenebroso, solo hubo silencio. El silencio de los vivos que temen, el de los muertos que ya no pueden hablar.
El rostro de Voldemort era una máscara de curiosidad inexpresiva.
“Has observado en silencio, Severus,” dijo finalmente, en voz baja, pero tan clara como si hablara al oído.
“Solo cumplo con lo que se me ha encomendado,” respondió Severus sin parpadear.
“Y sin embargo, tu mente vuela en otras direcciones.”
La insinuación era clara. No una amenaza, sino una advertencia. Voldemort jugaba a muchos niveles. Y Severus lo sabía. Él mismo era parte de ese ajedrez.
“No vuela, mi Señor. Calcula.”
Un susurro de aprobación se deslizó en la comisura de los labios del Señor Tenebroso. Un sonido que no era sonrisa, ni burla. Era aceptación.
“Eres un hombre valioso, Snape. Tan valioso… que me resulta difícil saber si eres completamente mío.”
Severus bajó la mirada apenas. No en sumisión. En desafío contenido.
“Solo sirvo a una causa, mi Señor. Y es la suya.”
El silencio volvió. Voldemort giró lentamente la cabeza hacia Bellatrix, que aún reía en el fondo del Atrio, bañada en sangre como si hubiera encontrado en ella la juventud eterna. Luego, sin más palabras, le dio la espalda.
Y Severus supo que podía marcharse.
Pero no se movió de inmediato. No. Dejó que su mirada se perdiera unos segundos más en el cadáver de Andrómeda, ya envuelto en un sudario improvisado. Pensó en Sirius. En el bebé. En el mundo que aún respiraba más allá de ese infierno.
Y pensó en Lucius.
En cómo no lo miró una sola vez. Ni al entrar. Ni al matar. Ni al estar al lado del Señor Tenebroso.
Lo odiaba y lo amaba. Y esa dualidad lo partía en dos, como un rayo que no termina de caer pero deja el cielo marcado para siempre.
Salió sin mirar atrás. Y por primera vez en mucho tiempo, no deseó redención.
Solo sobrevivir un día más. Para él. Para el niño. Para la posibilidad, cada vez más lejana, de que alguien pudiera limpiar la sangre del Atrio.
O, al menos, no ahogarse en ella.
・┆✦ʚ♡ɞ✦ ┆・
El aire estaba enrarecido. Severus lo supo desde el instante en que cruzó el umbral del salón de reuniones, esa cámara con las ventanas cubiertas de pesadas cortinas cuyas paredes parecían absorber toda esperanza. El Señor Tenebroso no había convocado a todos. Solo a unos cuantos. Los precisos. Los útiles. Los que eran tan imprescindibles como desechables, según su humor.
Severus ocupó su sitio sin hacer ruido, la túnica fluyendo tras de sí como una sombra sin voluntad propia. Su rostro, pálido, severo, no mostraba lo que sentía, pero su mente… su mente era un torbellino violento.
No había dormido. No desde la noche anterior. No desde la masacre.
El eco del grito de Andrómeda aún le arañaba los tímpanos.
Y ahora esto.
Había algo distinto en la postura del Señor Tenebroso. Una suerte de entusiasmo calculado. Una sonrisa apenas curvada, pero que bastaba para advertir que algo se había desviado. Un nuevo movimiento en el tablero. Uno inesperado.
“El plan ha cambiado.” Las palabras fueron suaves, pero cayeron como plomo en el centro de la sala.
Severus no respiró. No todavía. Sus ojos barrieron la sala en busca de alguna señal. Los presentes —Lucius, Yaxley, Travers, Rodolphus, Dolohov, Nott padre e hijo, Avery— intercambiaron miradas breves, incómodas, alertas.
Severus ya sabía que un pequeño grupo se encargaría de la boda Weasley esa tarde. Era una intervención menor. Simbólica. Un golpe a la moral. No se suponía que fueran ellos, los cercanos. No se suponía que el Señor Tenebroso estuviera siquiera interesado.
“Seremos nosotros quienes asistiremos al evento”, dijo con aquella voz serpenteante que goteaba veneno en cada palabra. “Después de todo, ¿no merecen los traidores una despedida apropiada?”
Un silencio denso cayó sobre la mesa.
Fue Avery quien habló primero.
“Mi Señor”, dijo, con una reverencia mal contenida, como un perro eufórico por el hueso que acaba de encontrar, “creo que es importante informarle que por la mañana vi al joven Malfoy en San Mungo.”
Una pausa.
Severus sintió el cambio en el ambiente como un golpe de agua helada en la nuca.
Avery prosiguió, sin notar la tensión que se apoderaba del cuerpo de Lucius, sentado a su izquierda.
“El muchacho no estaba solo. Lo acompañaba la hija menor de los Parkinson. Los escuché… no hablaban en voz baja. Mencionaron pociones para un bebé.”
Una oleada de energía violenta cruzó la sala. La sonrisa del Señor Tenebroso se ensanchó apenas, como un cuchillo girando dentro de una herida.
Lucius no se movió. Pero Severus lo sintió.
La máscara iba a quebrarse. No allí. No en público. Pero ya había comenzado la fractura.
“¿Un bebé?”, repitió Rabastan, alzando una ceja, girando lentamente el rostro hacia Lucius. “¿Desde cuándo Draco es tan… precoz?”
La risa de algunos fue corta. Nerviosa.
Fue entonces cuando el hijo de Nott habló.
“Mi Señor… permítame investigar,” Su voz era firme, impaciente. Sus ojos brillaban con una mezcla inquietante de ambición y algo más oscuro. “Si Draco está ocultando un niño… sería prudente asegurarnos de que no esté traicionando la causa con indeseables.”
Severus sintió el corazón detenerse.
No fue un pensamiento lógico.
Fue instinto.
Un recuerdo brutal.
Pettigrew, tembloroso, hablando sobre el Fidelius, sobre un bebé, sobre el hijo de Lily.
Otra vez, otra vez un niño en peligro. Otra vez, otra vez ese brillo en los ojos del Señor Tenebroso.
No.
No toques al hijo de Black.
Severus bajó la mirada. Apretó con fuerza sus manos, como si al cerrarla pudiera desterrar lo que estaba ocurriendo. Quería hablar. Suplicar. Detener esto antes de que fuera irreversible. Pero no lo hizo. Porque sabía lo que eso implicaría.
Y sabía que el Señor Tenebroso ya había decidido.
“Un niño escondido entre sus filas…” musitó el Señor Tenebroso, paseando sus largos dedos sobre la superficie pulida de la mesa. “¿Hijo de quién? ¿De Draco… o de alguien más? ¿Sabías de eso, Lucius?”
La sala murmuró. Un torbellino de teorías y cuchicheos surgió. Dolohov habló de la sangre pura. Travers preguntó por la madre. Avery soltó un comentario venenoso sobre el rumor de la relación entre Draco y Potter, sobre su ausencia en la casa desde las vacaciones.
Severus no los escuchaba.
Solo podía ver el rostro de un bebé que no conocía. Solo podía ver a Draco, joven, terco, quebrado por dentro pero aún entero… aún con posibilidades. Lo había protegido durante años. No iba a permitir que terminara como Lily.
No podía.
Pero la sentencia fue pronunciada como si fuera una melodía.
“Encuentren al niño.”
Severus no gritó. Pero su interior se rompió en un silencio que hizo eco incluso en los huesos.
El Señor Tenebroso se volvió hacia Theodore Nott.
“Tienes mi permiso, joven Nott. Nos vas acompañar al ataque y de ser posible trae a Draco de regreso a casa.”
Un asentimiento.
Una promesa.
Una amenaza.
Severus no supo cuánto tiempo se quedó sentado, sin moverse, sin mirar. La sala comenzó a vaciarse. Los cuerpos se levantaron. Las túnicas negras se deslizaron como sombras. La orden había sido dada. El destino sellado.
No podía levantarse.
Sus piernas no le respondían.
Fue Rodolphus quien, en un gesto sorprendentemente humano —o al menos útil—, se acercó y lo tomó discretamente del brazo.
“Vamos, Snape”, susurró, sin burla. “No es un buen día para arrepentimientos.”
Severus se puso de pie sin mirar a nadie. El peso en su pecho era tan brutal que le costaba respirar. Sintió la presencia de Lucius marchándose detrás de él, llevado por alguien más. Nadie dijo una palabra. Nadie se atrevió.
Afuera, el día parecía demasiado brillante a diferencia de como él sentía.
Severus pensó en el niño de Sirius, en la emoción de Black con ser padre y supo, sin lugar a dudas, que haría lo que fuera necesario.
Incluso traicionar todo lo que quedaba.
Incluso morir.
Pero no permitiría que esa historia se repitiera. No otra vez.
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Jen (Guest) on Chapter 4 Fri 30 May 2025 11:43AM UTC
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Lady_Alex on Chapter 5 Wed 07 May 2025 02:41AM UTC
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A. N.G.E.L (Guest) on Chapter 5 Fri 30 May 2025 02:02PM UTC
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esmon on Chapter 6 Sat 01 Mar 2025 08:52AM UTC
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Hanae213245 on Chapter 6 Sat 01 Mar 2025 10:11PM UTC
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brendinhablack on Chapter 6 Mon 21 Apr 2025 06:04AM UTC
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pzvalentina on Chapter 6 Tue 06 May 2025 04:42AM UTC
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A.N.G.E.L (Guest) on Chapter 6 Fri 30 May 2025 02:15PM UTC
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Sahori_kiddo on Chapter 6 Thu 26 Jun 2025 04:29AM UTC
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Hanae213245 on Chapter 8 Mon 10 Mar 2025 02:20AM UTC
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lavanda09 on Chapter 8 Fri 21 Mar 2025 05:52AM UTC
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Carola2002 on Chapter 8 Sun 23 Mar 2025 11:00PM UTC
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lavanda09 on Chapter 9 Mon 31 Mar 2025 05:05AM UTC
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Carola2002 on Chapter 9 Mon 31 Mar 2025 05:10AM UTC
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lavanda09 on Chapter 9 Mon 31 Mar 2025 06:59AM UTC
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brendinhablack on Chapter 9 Mon 21 Apr 2025 07:01AM UTC
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Lovy (Guest) on Chapter 10 Wed 02 Apr 2025 05:41PM UTC
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