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Language:
Español
Stats:
Published:
2025-01-31
Updated:
2025-06-18
Words:
117,537
Chapters:
16/30
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14
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51
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1,075

Ecos de Zaron: Destino Roto

Summary:

La Gran Guerra de Zaron terminó hace años. Las cicatrices de los campos de batalla ya estaban cubiertas por hierba fresca, y los cánticos de victoria se habían desvanecido con el tiempo. El Elegido, aquel que empuñó la Vara de la Verdad en el clímax del conflicto, había perecido, sacrificándose para destruir aquel objeto de poder que amenazaba con desatar el caos eterno. Su nombre quedó grabado en las leyendas, y los reinos, tras tanto sufrimiento, finalmente encontraron una tregua.

La paz ahora abundaba en los reinos... o al menos, así lo creían los estúpidos reyes.

En los rincones más oscuros de Zaron, donde la luz del sol apenas tocaba el suelo, las conspiraciones comenzaban a tomar forma. Las facciones que una vez lucharon bajo la bandera de la Vara no habían desaparecido por completo. La paz no era más que una tregua temporal, un manto de calma que ocultaba la verdad: la guerra nunca había terminado realmente.

Ahora… Una nueva historia comienza.

Chapter 1: Feldspar

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Feldspar avanzaba por el estrecho sendero que llevaba al corazón del pueblo de Gorydil. Un lugar, donde la naturaleza y la vida cotidiana se entrelazan, la sensación de aislamiento se mezcla con una extraña calidez proveniente de la penumbra.

La luz tenue del sol se filtraba a través de las copas de los árboles altos, cubriendo el pequeño asentamiento con una bruma que se mezcla con el olor a madera húmeda y tierra recién removida. Al dar un paso, el suelo fangoso cruje ligeramente bajo las botas, dejando un rastro en el camino irregular que conecta las cabañas de techo de paja desgastada. El aire está cargado de actividad: el sonido metálico de un martillo golpeando el yunque en un rincón, el chisporroteo de una hoguera donde un caldero burbujea, y los murmullos de conversaciones dispersas entre los habitantes del lugar. Algunos, cubiertos con capas de pieles, parecen enfocados en sus tareas, reparando herramientas o clasificando mercancías, mientras otros, lanzan miradas fugaces al hombre encapuchado antes de volver a sus ocupaciones.

Las estructuras, hechas de madera envejecida y musgo que crece como una segunda piel en sus paredes, están tan integradas con el bosque que parece que nacieron junto con él. Un aroma familiar a leña quemada y hierbas secándose llena sus pulmones, mezclándose con el eco distante del crujir de las ramas. Había una niebla persistente, que se enroscaba alrededor de los troncos y tejados, lo envolvía a medida que se acercaba, como si el lugar intentara estudiar a este forastero antes de permitirle entrar.

El rostro de Feldspar era una mezcla de juventud y cicatrices, de cansancio y resolución. Su cabello negro, desordenado y rebelde, enmarcaba unos ojos de un intenso verde, como la luz filtrada a través de las hojas más densas del bosque. Miraba a su alrededor con precaución, atento a los movimientos de los habitantes del pueblo, una acción que acostumbraba a hacer en cada lugar habitado que visitaba. Vestía un atuendo que hablaba de un viajero curtido por el tiempo y las circunstancias. Su capa desgastada caía sobre sus hombros, manchada por el polvo de caminos lejanos y marcada por bordes raídos, testigos silenciosos de incontables jornadas bajo cielos abiertos. Sus ropas, de tonalidades apagadas y terrosas, eran tanto una armadura contra los elementos como una estrategia para pasar desapercibido. Las botas, robustas y visiblemente reparadas en más de una ocasión, resonaban sordamente sobre el suelo húmedo, mientras que el cinturón, cargado con bolsas y herramientas, añadía un tintineo suave a cada paso.

A medida que avanzaba entre las rústicas estructuras de Gorydil, las bajas voces parecían ir cada vez más dirigidas hacia él. Quizás fuera su apariencia, la de alguien que no era ajeno al peligro y a la lucha, o tal vez simplemente ya sabían de quien se trataba.

Feldspar se detuvo un momento, inclinando ligeramente su cuerpo mientras apoyaba el peso sobre una pierna. Con un movimiento lento, ajustó el saco de yute que colgaba de su hombro, aliviando la presión que había empezado a entumecerle el brazo. Resopló con cansancio, cerrando los ojos con fuerza, como si ese simple acto pudiera acallar los pensamientos paranoicos que lo acosaban desde hacía días. Diez soles y nueve lunas. Ese era el tiempo que llevaba andando sin descanso, siempre mirando por encima del hombro, siempre con el peso de sus errores persiguiéndolo. Su último destino había sido un desastre. Por un descuido había terminado en uno de esos pueblos gobernados por la gente de Lady McCormick. O mejor dicho, la "princesa McCormick". Una maldita princesa ahora… Que no solo había acumulado poder después de la guerra, sino que también se empeñaba (al igual que ese gordo y ese maldito elfo) en mantenerlo etiquetado como un traidor "genocida". Su rostro aún estaba fresco en los carteles de "Se busca" clavados en los tablones de anuncios de las aldeas, mirándolo con ojos acusadores.

No podía encontrar un lugar donde no lo reconocieran, un refugio donde su nombre no fuera sinónimo de muerte, robo o traición. A este paso, nunca encontraría a los demás. Y claro, estaba cansado de huir.

"Al carajo", murmuró entre dientes, enderezándose con una mueca de dolor. Tendría que arriesgarse. Hoy dormiría en una posada, aunque eso significara exponerse. Sus pies ya estaban al borde del colapso, y si seguía así, no llegarían más lejos antes de ceder.

La gente del pueblo resultaba más mezquina de lo que Feldspar había imaginado. Tras varios intentos fallidos, en los que los pobres pueblerinos lo ignoraron con deliberada indiferencia, finalmente una joven lavandera se apiadó de su condición.

—Antes de la salida norte, junto al lago verdoso, dos son sus pisos —le indicó la chica con voz clara, antes de añadir—: Puedo guiarte.

Feldspar no tuvo tiempo de negarse; para cuando intentó responder, la campesina ya había comenzado a caminar delante de él. Internamente, maldijo su suerte. Prefería mantenerse al margen, evitar involucrarse con la gente por razones obvias. A pesar de ello, siguió a la joven, esperando en silencio que no intentara iniciar una conversación.

La lavandera, sin embargo, parecía completamente ajena a su actitud distante. Su cabello grueso y rizado estaba recogido en dos coletas sujetas con cintas de un verde azulado, que se mecían al ritmo de sus pasos. Su vestido, de tonos naranja y marrón, ya mostraba manchas de fango, pero a ella no parecía importarle ensuciarlo aún más mientras avanzaba por el camino embarrado.

—Cosas extrañas han pasado últimamente. Por eso la gente está tan reacia con los forasteros —comentó de repente con naturalidad, como si hablara del clima.

La voz de la joven, tan relajada, lo descolocó. Era incómodo, pero no podía ignorar lo que había dicho. Algo en sus palabras encendió un leve destello de interés en Feldspar, quien decidió responder.

—¿Cosas extrañas? —preguntó, su tono grave rompiendo el breve silencio, con una curiosidad contenida pero palpable.

—La paz no parece habernos durado… Algo se esconde arriba, en las colinas, que masacra al ganado… y a los hombres de por medio.

—Para mí suena a una simple bestia —replicó Feldspar, rodando los ojos con un gesto de hastío. Para él, aquellos tontos campesinos se asustaban con cualquier monstruo de poca monta. Por un momento olvidó que en estos rincones olvidados de Zaron la gente común rara vez sabía cómo defenderse.

La lavandera se detuvo en seco y se giró abruptamente hacia él. Había una firmeza inesperada en su mirada y en su tono al responder.

—No, joven hombre. Nunca en Gorydil habíamos presenciado algo tan brutal. Los soldados del alcalde apenas regresan en una pieza, si es que lo hacen. Y los que sobreviven… —hizo una pausa, su voz bajando ligeramente— los que pueden hablar no hacen más que balbucear incoherencias entre sollozos. Créame, esto no es una simple bestia.

Feldspar escuchó, pero la creciente insistencia de la joven comenzaba a desvanecer lo poco de curiosidad que había despertado en él. Su expresión se endureció, volviéndose indiferente. Él no era un aventurero, y mucho menos un salvador. Si la chica supiera la clase de hombre que realmente era, probablemente la criatura en las colinas sería el menor de sus temores.

Decidido a evitar más atención, respiró hondo y asintió lentamente, fingiendo interés por la conversación mientras buscaba una forma de desviar el tema.

—¿Falta mucho para la posada? —preguntó con voz monótona, dispuesto a dejar atrás cualquier mención de monstruos o soldados traumatizados.

 

La joven frunció el ceño, claramente insatisfecha con el abrupto cambio de tema. Por un instante, pareció debatirse entre insistir o dejarlo pasar, pero al final optó por lo segundo. Sin decir nada más, giró sobre sus talones y continuó guiándolo en silencio hacia la posada.

El edificio no tardó en aparecer frente a ellos: una construcción sencilla de dos pisos, hecha de madera desgastada y cubierta por un techo de tejas rojizas que habían perdido su color vibrante con el tiempo. Las ventanas estaban cubiertas por cortinas remendadas, y el cartel que colgaba sobre la entrada crujía bajo el viento, mostrando un dibujo apenas visible de un jarro de cerveza. El lugar olía a humedad y a cebada, con un débil aroma a comida que escapaba por la puerta entreabierta.

La plebeya se detuvo frente a la entrada y se volvió hacia él. Su expresión había suavizado, aunque la preocupación aún asomaba en sus ojos.

—Mi nombre es Theresa. Cuídese en su viaje, joven hombre. El camino no siempre es amable con los solitarios.

Sin esperar respuesta, la joven le dedicó una leve sonrisa y se alejó, sus coletas balanceándose con cada paso mientras desaparecía por el camino de barro.

Feldspar permaneció quieto frente a la posada, observando cómo la figura de Theresa se perdía en la distancia. Una extraña pesadez se instaló en su pecho, un sentimiento que trató de ignorar pero que no se disipaba.

¿Cuántas jóvenes como ella habían muerto bajo sus órdenes?

El pensamiento lo atravesó como un cuchillo. Aquellas palabras, aunque silenciosas, resonaron en su mente con una fuerza inquietante. Durante su tiempo como comandante, no había espacio para detenerse a pensar en las vidas que tomaba o sacrificaba. Pero ahora, con cada paso que daba en su huida, los fantasmas de sus acciones parecían crecer en número, acosándolo como sombras persistentes.

Resopló, sacudiendo la cabeza para alejar los recuerdos. Abrió la puerta de la posada y entró, su figura envuelta en una capa de cansancio físico y emocional. Afuera, el viento agitaba las ramas de los árboles y el letrero de madera continuaba su rítmico crujido, como si quisiera recordarle que no había paz para hombres como él.

Feldspar avanzó hacia el mostrador, donde un hombre mayor, de cabello rubio deslavado que se retiraba hacia una calva prominente, limpiaba con desgano un vaso ya reluciente. Los ojos apagados del anciano apenas se levantaron al notar su presencia. La madera del taburete crujió cuando Feldspar se dejó caer en él, sacudiendo el saco de polvo de sus hombros.

—¿Qué va a ser, forastero? —gruñó el posadero, su voz tan rasposa como el trapo que utilizaba.

Sin responder de inmediato, Feldspar colocó un puñado de monedas de bronce y plata sobre la barra con un movimiento seco.

—Estofado de ternera, una cerveza y una habitación por una noche. —Su voz era grave, directa, sin espacio para cordialidades.

El posadero entrecerró los ojos, vacilando por un momento como si estuviera evaluando la legitimidad de aquellas monedas. Finalmente, dejó el vaso y el trapo de lado, levantándose con un suspiro pesado. Gritó hacia la cocina:

—¡Una de estofado!

Un murmullo femenino respondió desde la parte trasera, y mientras tanto, el anciano tomó un tarro gastado, llenándolo de cerveza espumosa con movimientos calculados. Lo colocó frente a Feldspar con un gesto indiferente.

—Aquí tienes.

Feldspar tomó el tarro con una mano, inclinándolo para dar un trago largo. La cerveza era amarga y no especialmente buena, pero su frescura descendió por su garganta como un bálsamo inesperado. No era un hombre dado a los excesos; el alcohol nunca había sido su consuelo, y le desagradaba la sensación de hinchazón que venía con beber más de la cuenta. Sin embargo, después de días de huida y extenuación, esa bebida se sentía como un pequeño lujo permitido.

Mientras saboreaba aquel instante de paz efímera, el posadero rompió el silencio con un comentario que Feldspar deseó no haber escuchado.

—¿Viaje hacia el norte? —murmuró el anciano con tono casual, pero con una sombra de advertencia en su voz—. Le convendría evitar las colinas.

Feldspar sintió cómo la irritación empezaba a hervirle bajo la piel. No tenía paciencia para las historias de miedo que parecían ser el pasatiempo favorito de estos rincones remotos. Con un movimiento deliberado, dejó el tarro sobre la barra y clavó la mirada en su contenido burbujeante.

—Gracias por el consejo. —Su tono era despectivo, casi cortante, esperando que el mensaje fuera claro.

Sin embargo, su evidente desinterés no pareció detener al posadero, quien, tras observarlo por unos segundos, continuó con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos:

—Es que últimamente nadie vuelve de allí entero... si es que vuelven.

Feldspar alzó ligeramente una ceja, pero no levantó la vista. Dio otro trago, ignorando deliberadamente al anciano, aunque una punzada de curiosidad le atravesó la mente de nuevo. Sus dedos tamborilearon contra el borde mientras sus pensamientos luchaban entre ignorar al viejo o ahondar en lo que ya parecía inevitable. Finalmente, con un suspiro pesado, levantó la vista.

—¿Qué más sabes? —preguntó, su tono seco pero con una pizca de resignación.

El posadero sonrió apenas, un gesto que mostraba más preocupación que satisfacción por haber captado su interés. Se inclinó ligeramente sobre la barra, bajando la voz, como si los muros de la posada tuvieran oídos.

—Sabía que no iba a dejarlo pasar. —El viejo se enderezó y se cruzó de brazos antes de continuar—. Hace unas semanas, apareció una oveja descuartizada cerca del lago al norte. Al principio, pensamos que era un simple lobo, nada fuera de lo común por estos lados.

Feldspar asintió con un gesto casi imperceptible, su atención dividida entre el relato y su propia frustración.

—Una pueblerina ya me mencionó algo de eso —dijo, como si quisiera apurar al anciano.

El posadero frunció el ceño, pero continuó.

—Sí, seguro que escuchaste la versión resumida. —Bajó la voz aún más, inclinándose hacia Feldspar—. El problema es que no se detuvo ahí. Después de la oveja, empezaron a desaparecer caballos... y vacas. Criaturas grandes. Los restos eran... bueno, lo que quedaba de ellos era como si algo los hubiera arrancado en pedazos.

Feldspar arqueó una ceja pero no interrumpió.

—Al principio pensábamos que sería una manada de lobos o incluso un oso hambriento, así que organizamos algunas batidas para dar caza al responsable. —El viejo se detuvo, tragando saliva antes de continuar—. Pero no fue suficiente. Más animales siguieron desapareciendo, y luego fueron los viajeros que venían del norte. Los pocos que lograron llegar hasta aquí estaban aterrorizados, hablando de algo que los seguía en la oscuridad.

Feldspar tomó su tarro y bebió un sorbo más, saboreando el amargor mientras procesaba las palabras.

—¿Y luego? —preguntó, intentando sonar desinteresado, aunque su mandíbula ligeramente apretada traicionaba su incomodidad.

El posadero negó con la cabeza, su mirada parecía distante.

—El alcalde mandó a varios de sus hombres para investigar. Cazadores y soldados armados hasta los dientes. De los primeros tres, solo regresaron dos. Y apenas podían hablar... decían cosas sin sentido.

Feldspar inclinó la cabeza, sus ojos verdes fijos en el rostro del anciano.

—¿Qué cosas? —inquirió, su tono más serio, casi cortante.

El posadero se estremeció ligeramente, su mirada perdida como si reviviera un recuerdo que desearía olvidar.

—Balbuceaban sobre... una sombra con ojos brillantes, —dijo al fin, su voz baja y temblorosa—. Destellos afilados, azul verdoso, como el reflejo de una llama en un cristal. Y sobre voces... voces que les susurraban cosas horribles, como si intentaran meterse en sus cabezas.

El aire en la posada parecía volverse más denso con cada palabra. Por un instante, el silencio envolvió el lugar, roto únicamente por el sonido distante de platos y el murmullo de los pocos clientes. Feldspar se quedó inmóvil, el tarro de cerveza olvidado entre sus manos mientras su mente procesaba lo dicho.

Ojos azul verdoso. Cuerpos descuartizados. Susurros inhumanos.

El eco de esas palabras le retumbaba en la cabeza. Le resultaba terriblemente familiar, demasiado para su propia tranquilidad. Algo oscuro se removió en su interior, una punzada de reconocimiento que lo hizo tensarse.

La cadena de pensamientos fue rota de golpe cuando el plato de estofado fue colocado frente a él. El aroma humeante de la carne y las especias llenó el aire, acompañado de una pequeña hogaza de pan recién horneado. A pesar del hambre, Feldspar apenas le prestó atención.

—¿Qué más decían? —preguntó de repente, su voz más firme, aunque cargada con una urgencia que no pudo ocultar—. ¿Algo sobre su apariencia?

El posadero frunció el ceño, desconcertado por el cambio en el tono del forastero. A pesar de ello, respondió después de un momento de duda.

—Los ataques siempre han sido por la noche. —Se rascó la barbilla, buscando recordar detalles—. No se sabe mucho... pero dicen que tiene pelaje amarillo, como si estuviera cubierto de polvo o suciedad, y todo alborotado.

Feldspar apretó el puño bajo la barra, sintiendo cómo un frío incómodo le recorría la espalda.

—¿Algo más? —insistió, su tono ahora más áspero.

El barman lo miró, claramente confundido pero continuó.

—Un viajero habló de marcas en el cuerpo. —Frunció el ceño, como si no creyera del todo en lo que iba a decir—. Dijo que parecían... líneas o símbolos, pero que brillaban bajo la luz de la luna.

Feldspar sintió que el aire se le atoraba en la garganta. Dio un trago a su cerveza, pero terminó tosiendo violentamente, luchando por recuperar el aliento. El posadero lo observó, alarmado, pero Feldspar levantó una mano, indicando que estaba bien.

Sin embargo, no lo estaba.

Por los malditos dioses... no era un monstruo.

Era Tweek.

Notes:

La historia está inspirada en el videojuego de Stick of Truth, con algunos cambios en el lore para la debida realización del fic, incluyendo más escenarios ficticios, situaciones para conveniencia, etc.

Chapter 2: Kenneth

Summary:

"En el amanecer de la guerra, me encuentro sola, mirando hacia el que sería el último campo de batalla, porque se acerca el invierno y yo... soy una princesa."

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La princesa Kenny observaba el paisaje de Kupa Keep a través de la pequeña ventana del carruaje. Colinas desiguales cubiertas de hierba quemada se extendían hasta donde alcanzaba la vista, salpicadas aquí y allá por torres de vigilancia hechas de madera rugosa y maltratada por el tiempo. El aire cargado con el aroma acre del humo y la tierra reseca, le resultaba tan desagradable como el lugar mismo. Estas tierras siempre le habían parecido ajenas, hostiles, eran un recordatorio constante de los días en que su dignidad fue cuestionada y su sangre mezclada considerada una afrenta.

Su relación con "El gran rey mago" era... extraña. De infante, para su muy mala suerte, Cartman la había encontrado, privandola de su libertad y experimentado de maneras desalmadas con ella, recordaba sus primeros años en aquella celda como los peores, aunque estuvo acompañada, pues la compartió con ese rubio traidor y aquellos tres que... 

Kenneth inhaló ondo. Lugar de mierda.

De todas maneras, a pesar de todo ese tiempo,el gordo no perdía oportunidad para despreciarla abiertamente, siempre negando en reconocerla como princesa, como alguien con derecho a representar algo más allá de su linaje roto. Habían sido roces amargos que, en teoría, habían quedado atrás al finalizar la guerra, fue perdonada, pero las cicatrices invisibles permanecían, y no era secreto que Cartman siempre hablaba pestilencias de ella, todos en la Tierra Media de Zaron debían de saberlo. Aún sentía su mirada despectiva, aún podía escuchar las palabras que alguna vez la redujeron a una simple anomalía, un recordatorio de una unión que no debería haber existido. Aunque la diplomacia exigiera su presencia ahora, su resentimiento permanecía, enterrado pero vivo, una llama pequeña que nunca se apagaba del todo.

Sus manos cubiertas por guantes de tela fina, reposaban sobre su regazo, mientras su vestido se mecía suavemente con el movimiento del carruaje. El atuendo era una mezcla perfecta de delicadeza y autoridad. La capa oscura que llevaba sobre los hombros, adornada con plumas y bordados dorados, proyectaba una sombra que enmarcaba sus brillantes ojos azules. Una diadema sencilla adornaba su cabello rubio que estaba trenzado con esmero, y en su pecho descansaban piedras preciosas que capturaban la tenue luz del día, enviando destellos de color púrpura y verde hacia las paredes interiores del carruaje.

Cerró los ojos un momento, permitiéndose otro suspiro breve. Estaba por enfrentarse a lo inevitable.

El carruaje se detuvo frente a los enormes portones de madera oscura que conducían al castillo del gran rey mago. Kenny descendió con la misma elegancia con la que siempre había ocultado su incomodidad en aquellas tierras. Apenas tocó el suelo un rostro familiar la recibió.

Era Leopold, mejor conocido como Butters el misericordioso, el joven paladín y mano derecha del gordo mago, y también, su único mejor amigo de la infancia. A diferencia de su irascible y egocéntrico rey, Butters era un alma bondadosa, quizás la persona más amable y dulce que Kenny había conocido en su vida. Incluso cuando ella no era más que una doncella en esas tierras, él la había tratado con respeto, llamándola "princesa" en el tiempo en que ese título le era cruelmente negado. Sus palabras siempre llenas de cortesía le habían valido regaños y reprimendas de su rey, pero Butters nunca parecía inmutarse, como si su bondad estuviera blindada contra el veneno de la corte del mago. Ahí estaba, esperándola con esa sonrisa genuina que parecía iluminar incluso las sombras del imponente castillo. Se acercó con una pequeña reverencia, extendiéndole el brazo con una naturalidad que parecía casi ceremonial. Kenny conocía perfectamente el camino hacia la sala de planeaciones, pero no pudo rechazar el gesto. Había algo en la presencia de Butters que siempre le ofrecía una sensación de calidez y consuelo en medio de su resentimiento hacia ese lugar.

—Es un honor recibirla, mi princesa. Como siempre, está radiante —dijo Butters, inclinando ligeramente la cabeza mientras la miraba con esa mezcla de amabilidad y admiración que lo caracterizaba—. ¿Fue tranquilo su viaje?

Kenny tomó su brazo con suavidad, dejando que la guiara mientras caminaban hacia el gran castillo gris, cuyas torres irregulares parecían desafiar al cielo.

—Bastante tranquilo, aunque algo lento —respondió, dejando que su tono relajado ocultara cualquier rastro de incomodidad—. Algunos caminos estaban bloqueados por reparaciones, lo cual retrasó la llegada. ¿Han llegado todos los demás?

Butters negó con una leve sacudida de cabeza, manteniendo la sonrisa mientras la miraba de reojo.

—De momento, solo la esperamos a usted, alteza. Pero no se preocupe, adelantaron el banquete para amenizar la espera. Estoy seguro de que se sentirán aliviados de verla por fin.

Kenny asintió con un leve suspiro. Aunque sus emociones hacia el lugar eran contradictorias, el tener a Butters a su lado hacía más llevadera la travesía.

Mientras atravesaban las enormes puertas del castillo, el aire rancio y familiar envolvió a Kenny. El interior era tan rústico como lo recordaba: paredes de piedra gris iluminadas tenuemente por antorchas, alfombras desgastadas que apenas cubrían el suelo frío y muebles de madera maciza cuya funcionalidad superaba en mucho a su estética. Pero lo que siempre le resultaba más chocante eran los retratos del mago que decoraban cada rincón disponible. En cada pintura, Cartman aparecía en poses heroicas y exageradas, derrotando enemigos imaginarios o levantando trofeos de dudosa procedencia. Kenny nunca había conocido a alguien más narcisista, y aunque intentó ignorar esas imágenes, no pudo evitar fruncir el ceño al pasar junto a ellas.

Para distraerse de su creciente malestar, Kenny desvió ligeramente la mirada hacia Butters, quien caminaba a su lado con su habitual calma y serenidad.

Butters había cambiado desde la última vez que lo había visto. Seguía siendo solo unos centímetros más alto que ella, pero ahora su cuerpo tenía una fortaleza que no poseía antes de la guerra. Había madurado, sus hombros eran más anchos y su postura más firme, evidenciaban las batallas que había enfrentado. Incluso a través de la tela de su ropaje, podía percibir su nueva musculatura, algo que no pasó desapercibido para ella.

El joven paladín tenía un rostro que parecía irradiar vitalidad, lleno de vida y calidez. Su piel era suave, luminosa, y poseía una cualidad casi angelical. Su cabello, dorado como el trigo bajo el sol, caía en mechones desordenados alrededor de su rostro, dándole un aire despreocupado y natural. Cada mechón parecía tener vida propia, acentuando su encanto desenfadado. Sobre su frente llevaba una sencilla diadema adornada con una joya roja en el centro, un detalle modesto pero que añadía un toque mágico a su aspecto. Ese accesorio combinado con sus cabellos ondeados, le daba un aire noble que recordaba su origen: hijo de un barón, el título más bajo de la nobleza. Kenny sabía que, mucho antes de la guerra, Butters había sido enviado como un simple escudero al servicio de Cartman. Pero su valentía y su desempeño durante los enfrentamientos le habían ganado el título de paladín, una de las pocas decisiones de Cartman que Kenny realmente consideraba acertadas.

Finalmente, sus ojos encontraron los de Butters. Tenía un par de ojos claros, como el cielo del invierno . Soñadores, cálidos y llenos de energía. Pero su atención se desvió inevitablemente hacia la cicatriz. La marca vertical que comenzaba poco antes de su pómulo izquierdo, atravesaba su ojo y terminaba justo encima de su ceja. Ese ojo, aunque aún funcional, parecía más apagado que el otro,  pareciera que la herida hubiera robado parte de su brillo.

Kenny sintió una punzada de culpa que le retorció el pecho. Esa cicatriz… Ella misma se la había causado en la guerra en uno de los momentos más vulnerables que tuvo. Aun con la magia de Cartman, nunca fue posible borrar del todo la marca. Quizás era un castigo para ella, un recordatorio imborrable de las decisiones terribles que había tomado durante ese conflicto maldito.

Tragó en seco, desviando la mirada con la esperanza de que él no notara el temblor en su expresión. No quería enfrentar esos recuerdos ahora, no cuando estar en este lugar ya era lo suficientemente difícil.

El camino hacia la sala de reuniones fue breve, algo que Kenny agradeció. Atravesaron un par de puertas decoradas con emblemas de los reinos y descendieron unas escaleras de piedra que resonaban bajo sus pasos. Finalmente, se detuvieron frente a un par de puertas imponentes, talladas con los blasones característicos de cada territorio representado en la mesa de deliberaciones. Butters se volvió hacia ella, ofreciéndole un instante para recuperar el porte que tanto se esforzaba en mantener.

—Debe mostrarse firme, princesa —le dijo en un tono suave.

Kenny asintió, enderezando los hombros y elevando ligeramente el mentón. No permitiría que la vieran vacilar. Una vez lista, Butters hizo una seña, y las puertas se abrieron con un rechinar pesado.

La sala de reuniones estaba dominada por una larga mesa de madera oscura, casi desbordante de comida. Era un festín que solo podía provenir de la extravagancia de Cartman: cordero en filetes y brochetas, cerdo asado a las brasas, pollos enteros dispuestos como trofeos culinarios, guarniciones en cantidades absurdas y una selección de postres que podría alimentar a un pueblo entero. Kenny no pudo evitar torcer ligeramente la boca ante semejante exceso, tan propio del rey gordo. Cada silla alrededor de la mesa estaba ocupada por figuras de poder: líderes de los reinos más prominentes y algunos lords menores pero con la suficiente influencia para estar ahí. Las miradas de todos se dirigieron hacia ella en cuanto cruzó el umbral. Aunque Kenny sintió el peso de sus ojos evaluadores, caminó con indiferencia, como si no percibiera el escrutinio.

Butters se adelantó para ayudarla a tomar asiento en la única silla libre, justo al lado del rey elfo. Antes de retirarse, el paladín le dedicó una última sonrisa, cálida y reconfortante, antes de ocupar su lugar junto a su rey, permaneciendo a unos pasos detrás de él con la dignidad de un caballero.

En la cabecera de la mesa, por supuesto, estaba Cartman. Su figura corpulenta y desproporcionada ocupaba una silla especialmente diseñada para soportar su peso. Kenny no podía evitar preguntarse, como tantas veces antes, si su obesidad era el resultado de su magia o simplemente de su glotonería descontrolada. Su cabello castaño estaba perfectamente recortado, y sus ojos, una extraña mezcla de azul y avellana, parecían competir entre sí en cada pupila.

Pero, por más que alguien intentara buscarle algún atractivo, era feo desde cualquier ángulo. Para Kenny, incluso el campesino más pobre y desaliñado, con dientes amarillos y ropas raídas, tendría más encanto que el rey mago.

A su lado, recostado en la silla como si fuese una extensión de su cuerpo, descansaba su gran bastón mágico, un objeto del que nunca se separaba. Kenny sabía que Cartman incluso dormía con él, como si fuera una especie de talismán inseparable.

Cartman, haciendo gala de su egocentrismo, bajó los cubiertos con un ademán exagerado y se aclaró la voz de forma teatral.

—Bueno, creo que podemos iniciar la reunión ahora que la Princesa Kenneth se ha dignado a aparecer —dijo con su característico tono sarcástico, alargando cada palabra para grabarla en el aire.

Kenny, decidida a no caer en sus provocaciones, respondió con una sonrisa cortés y un tono impecablemente educado.

—Lamento la espera, pero algunos caminos siguen bloqueados por reparaciones.

Aunque su voz era tranquila, la firmeza en sus palabras dejó claro que no tenía intenciones de dejarse intimidar. Ella no era la doncella tímida que alguna vez había vivido bajo el mismo techo que el gran rey mago.

Cartman soltó un resoplido breve, como si la declaración de Kenny no fuese más que una trivialidad que no merecía su atención. Sin embargo, antes de que pudiera expresar su burla en palabras, Wendy Testaburger, la reina de las guerreras amazonas del Santuario de Placeres y Destellos, tomó la palabra con una autoridad que no necesitaba elevar la voz para imponerse.

—Princesa, mencionaste que hace diez días el traidor Feldspar fue visto en tus tierras, ¿no es así?

La mención de ese nombre provocó un escalofrío colectivo en la sala. Los presentes que desconocían esa información parecieron contener el aliento. Escuchar el nombre del traidor en voz alta le daba un peso ominoso al encuentro. Feldspar, el ladrón traicionero y genocida, era ahora poco más que una sombra aterradora que muchos evitaban nombrar. Su verdadero nombre, Craig Tucker, había sido prácticamente erradicado de las conversaciones desde que se había proclamado segundo al mando de Clyde el Oscuro.

Kenny inclinó ligeramente la cabeza en señal de asentimiento, su tono fue firme pero sereno al responder.

—Es correcto. El mensaje que recibimos a través del cuervo incluía una descripción que coincide con Tucker. Fue avistado en una de mis tierras del norte. Sin embargo, nuestros hombres no pudieron atraparlo. Por el rastro que dejó, parece que sigue huyendo hacia esa dirección.

Cartman, que no podía quedarse callado por mucho tiempo, se encogió de hombros, quitándole importancia a la declaración de Kenny.

—Bah, tarde o temprano lo atraparemos. Clyde está muerto, la Vara de la Verdad está destruida y sus restos están resguardados con esas tipejas de las amazonas, nosotros somos más grandes en número. No deberíamos preocuparnos tanto por un simple ladrón sin maná.

La indiferencia en sus palabras provocó un ligero murmullo entre algunos de los presentes, Wendy miró con desprecio a Cartman, pero antes de que alguien pudiera replicar, Kyle Broflovski, el rey elfo, intervino. Su voz, clara y segura, resonó en la sala con un tono que demandaba atención.

—Subestimar a Feldspar sería un error, Cartman. No podemos ignorar la amenaza que representa. Con su poder o no, debemos darle prioridad.

Kenny no pudo evitar admirar la compostura de Kyle. Su disposición a desafiar a Cartman era una muestra de su integridad y firmeza, usualmente era el que más se animaba a llevar la contraria de las decisiones estúpidas del gordo, pero claro, tenían una historia de rivalidad impresionante. Siempre había sido un verdadero caballero, y aunque Kenny sabía que sus decisiones estaban basadas en la lógica y la estrategia, no podía evitar sentir que, en otro mundo, podría haber sido la reina a su lado.

Kyle pertenecía al linaje más antiguo y puro de los elfos, una herencia que se reflejaba claramente en su aspecto. Sus orejas eran largas y elegantemente puntiagudas, un rasgo que subrayaba su atractivo. Su cabello era largo y espeso, de un tono cobrizo profundo e intenso, que brillaba bajo las luces de la sala como si tuviera vida propia. Su piel clara estaba salpicada de pequeñas pecas que se concentraban en sus mejillas y nariz, dándole un aire de juventud (aunque seguramente debía de tener siglos de vida) que contrastaba con su porte majestuoso. En su cabeza llevaba una corona sencilla pero impactante, compuesta por ramas y hojas verdes que parecían crecer de manera natural alrededor de su frente, un símbolo viviente de su conexión con la naturaleza.

Por supuesto, Kenny sabía que esa posibilidad de ser su reina no era más que un pensamiento fugaz. No solo por su sangre mestiza que la alejaba del ideal élfico de pureza, sino también porque los rumores persistentes decían que Kyle no sentía atracción alguna hacia las mujeres. Aunque Kenny no tenía pruebas, las habladurías y chismes siempre habían rondado al pelirrojo, pero ella sabía mejor que nadie lo insignificantes que podían ser esas palabras.

Ahora, el siguiente en tomar la palabra fue Kevin Stoley, el líder extranjero, cuya presencia siempre irradiaba una mezcla de misterio y autoridad. Su cabello negro como la noche y su mirada fría e implacable reforzaban la reputación que lo precedía: el conquistador que había masacrado a los pueblos bárbaros durante la guerra. Sin embargo, a pesar de su brutalidad en el campo de batalla, Kevin poseía una mente calculadora y pragmática.

—No podemos ignorar el tema de Craig —dijo con una voz pausada, parecía pesar más con cada palabra—. Su presencia en este continente tanto como en el mío representa una amenaza que no podemos subestimar. En nuestras campañas contra los bárbaros restantes no hemos encontrado rastro alguno de Tweek, pero estoy convencido de que está aquí, oculto en alguna parte y como el perro salvaje que es, no tardará en encontrar a su dueño.

El nombre de Tweek provocó otro murmullo entre algunos de los presentes. Todos sabían que Tweek, el antiguo y fiel compañero de Craig, había desaparecido después de la guerra, un fantasma que, al igual que Feldspar, acechaba en las sombras.

Kevin entrecerró los ojos, fijándolos en Kyle, con una intensidad que parecía perforar el aire de la sala. La atención se centró en el rey élfico, quien, aunque mantenía su compostura, se encogió ligeramente en su asiento, exhalando un suspiro antes de hablar.

—Ya he explicado esto antes. Stoley—respondió Kyle con un tono calmado, pero claramente defensivo—. En aquel entonces, consideré que era demasiado pronto ejecutar a Tolkien.

El nombre del curandero pareció tensar el ambiente aún más, pero Kyle continuó antes de que alguien pudiera interrumpirlo.

—No es un simple prisionero. Tolkien ha estado colaborando con nosotros, proporcionando información valiosa para el avance de la alquimia y las medicinas.

Aunque sus palabras eran razonables, había algo en su tono que delataba un rastro de duda, quizás incluso de arrepentimiento. Kevin no apartó su mirada inquisitiva, buscando escarbar más allá de la respuesta de Kyle.

—¿Y eso ganamos al dejarlo con vida? —preguntó Kevin—. Tienes suerte de que no haya escapado, porque si lo hace, se unirá a Feldspar y al resto de los traidores vivos que quedan. ¿Estás dispuesto a cargar con esa responsabilidad, Kyle?

La sala se sumió en un tenso silencio. Kyle, manteniendo la compostura, levantó la barbilla y respondió con firmeza.

—Estoy dispuesto a asumir las consecuencias de mis decisiones. Tolkien no es un guerrero, ni un estratega. Es un hombre de conocimiento, no una amenaza militar. Y hasta ahora, ha cumplido con lo que se le ha pedido.

Kevin no parecía del todo satisfecho con la respuesta, pero decidió no presionar más. Se reclinó en su asiento, cruzando los brazos con expresión seria, mientras sus ojos se deslizaban hacia Cartman, esperando su opinión. Mientras el ambiente seguía cargado de tensión, Kenny observó cómo Cartman se enderezaba en su asiento, dejando a un lado el rebosante plato que estaba disfrutando momentos antes. Su expresión habitual de desgano y suficiencia se transformó en una mueca de interés, incluso de preocupación y reconocimiento.

—Si esos tres llegaran a reunirse… —empezó a decir con voz profunda y rasposa, impregnada de desprecio— podrían restaurar la maldita Trinidad del Lord Oscuro.

El silencio en la sala se intensificó al escuchar esa declaración. Cartman, quien era conocido por su tendencia a exagerar, rara vez mostraba un enfoque tan directo y serio como en ese momento.

—Después de todo —continuó, cruzando las manos sobre la mesa mientras sus ojos se clavaban en los líderes presentes—, ese bastardo de Craig Tucker conocía cada detalle sobre Clyde. Sus estrategias, sus ideales, incluso sus malditas debilidades. Es cierto, ¿Qué nos hizo pensar que, con el Lord Oscuro muerto, no podría levantar nuevamente a los mismos seguidores?

Había dureza en su mirada, un desprecio palpable que teñía cada palabra. Kenny no necesitaba adivinar la razón detrás de ese tono. Craig, junto con Tweek y Tolkien, habían traicionado a Cartman justo antes de la guerra, y la herida aún permanecía abierta a pesar de los años.

Kenny, quien hasta ese momento había permanecido en silencio, observaba con atención. Aunque le molestaba admitirlo, Cartman tenía un punto válido. La posibilidad de que Feldspar replicara los planes de Clyde era alarmante, y no podía ignorar lo que eso significaría para el ya frágil equilibrio entre los reinos.

Sus ojos se desviaron hacia Kyle, quien mantenía una expresión neutral, pero su postura reflejaba incomodidad. Kevin, por otro lado, lucía satisfecho, como si las palabras de Cartman reforzaran su propio argumento.

La princesa respiró hondo, consciente de que su intervención sería necesaria para calmar las aguas antes de que las emociones dominaran el juicio.

—Cualquier rastro que tengamos de Craig, Tweek o cualquier otro traidor debe ser tratado con la mayor seriedad —dijo con voz clara y firme, atrayendo todas las miradas hacia ella. Sus palabras resonaron con autoridad mientras se dirigía primero a Kevin y luego a Kyle—. Pero tampoco podemos permitir que nuestras diferencias nos distraigan del verdadero enemigo. Ya hemos perdido demasiado en esta guerra como para debilitarnos por conflictos internos.

Un murmullo de aprobación se extendió por la sala. Incluso Kevin asintió levemente, como si reconociera la validez de lo que Kenny decía, aunque su expresión seguía siendo seria.

Cartman, por su parte, observó a Kenny con una mezcla de interés y desdén, pero no dijo nada más. Parecía estar sopesando sus propias ideas, tal vez reconociendo que ella tenía razón.

El peso de la guerra aún pendía sobre todos ellos. Aunque el conflicto había terminado hacía tiempo, las cicatrices permanecían, tanto en los cuerpos como en las mentes de quienes habían sobrevivido. La paz era frágil, y la sombra de un nuevo enemigo amenazaba con romperla en cualquier momento.

Kenny mantuvo su mirada fija en los rostros de los líderes reunidos, dejando que el peso de su pregunta cayera sobre la mesa.

—¿Y cuál es el plan, entonces? —repitió, con su tono cargado de determinación mientras sus ojos se detenían en Cartman, quien ahora parecía juguetear con un trozo de carne en su plato.

El silencio inicial de todos la irritó. Chasqueó la lengua, enderezándose en su asiento.

—Basta de estúpidas recompensas en tableros de "se busca". —Su voz resonó en la sala—. Esos métodos no han servido más que para llenar las bolsas de cazadores sin escrúpulos. Si queremos resultados, debemos actuar. Enviemos a nuestros mejores guerreros a darles caza. A esos dos hay que enfrentarlos con todo lo que tenemos… porque, después de todo, ahora no hay un elegido que nos salve.

El peso de esa última frase se sintió como un golpe en el aire. Kenny no necesitó señalarlo directamente; todos allí sabían que estaban solos. La era de depender de héroes había terminado.

Un murmullo de aprobación recorrió la sala. Cartman, con su sonrisa torcida habitual, pareció ceder un poco.

—Bueno, parece que no será necesario tomar una votación —dijo, entrelazando sus dedos mientras sus ojos brillaban con una mezcla de cinismo y satisfacción.

Wendy fue la primera en tomar iniciativa, se inclinó ligeramente hacia adelante.

—Enviaré a mis mejores cuadrillas de amazonas. Recorrerán cada rincón de mi reino y buscarán cualquier indicio de oscuridad. No habrá lugar donde esos traidores puedan esconderse.

Kyle asintió, aunque su expresión parecía sombría.

—Yo me encargaré de Tolkien. Lo interrogaré personalmente. Puede que aún tenga información que no hemos aprovechado.

Cartman golpeó suavemente su bastón contra el suelo, atrayendo todas las miradas hacia él.

—Reforzaré mis fronteras. Si Craig o cualquiera de sus seguidores intentan cruzarlas, serán detenidos antes de que puedan causar más daño. —Sus palabras tenían una seriedad poco habitual, lo que daba peso a su declaración.

Entonces, Kevin habló. Su mirada se deslizó hacia Kenny, y por un momento ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La intensidad en sus ojos oscuros era casi amenazante, pero ella mantuvo la compostura, sin dejar que se reflejara en su rostro.

—El ejército de la federación está a su disposición, princesa Kenneth —dijo Kevin, su voz suave estaba cargada de intenciones. Luego, su expresión se endureció—. Aunque mi interés radica en algo más. De verdad quiero saber si Tweek se encuentra con Feldspar.

La tensión en sus palabras era palpable. Kevin parecía más interesado en ajustar cuentas personales que en la seguridad del continente, algo que no pasó desapercibido para la princesa.

—Entendido —respondió ella con diplomacia, controlando cualquier señal de incomodidad. Kevin podía ser un aliado valioso, pero también era impredecible.

Mientras las palabras de Kevin flotaban en el aire, Kenny sintió cómo el peso de la responsabilidad se afianzaba aún más sobre sus hombros. Si bien habían llegado a un consenso, sabía que el camino por delante sería cualquier cosa menos sencillo.

 


 

Una vez terminada la junta, todos los reyes y nobles se retiraron de las tierras de Kupa Keep, Kenny había hecho un gran recorrido de viaje por lo que solo pasaría la noche en su antigua alcoba y al amanecer partiría de nuevo a sus tierras. La noche era fría, y el eco de las pisadas de Kenny y Butters resonaba suavemente en los corredores del castillo. El lugar era imponente, con su arquitectura gótica y su decoración oscura, pero había algo extraño en su antigua alcoba que la hacía sentir segura. La princesa siempre había considerado ese rincón apartado como su refugio, una pequeña burbuja de paz en medio del caos que representaba la corte del rey mago.

Butters caminaba un paso detrás de ella, como un escolta fiel, aunque Kenny no había solicitado su compañía. Había traído un guardia consigo para esa tarea, pero en ese momento prefirió la calidez de un rostro familiar. Pese a las formalidades de sus posiciones, Kenny siempre había considerado a Butters como su igual, y vamos, lo había extrañado. Tenían que ponerse al día con sus vidas.

—Le hubiera encantado conocer a Lexus, su alteza. —Contaba el hombre, mientras sus ojos brillaban con un entusiasmo casi infantil—. Era muy amistosa, se reía mucho de mis chistes.

Kenny sonrió a medias, en una expresión cálida pero teñida de lástima. Mientras lo observaba, pensó con cierta melancolía: "Oh, Butters, eres todo un hombre, pero a la vez tan inocente e ingenuo."

—Sí, querido —respondió con un tono paciente—, ese es el trabajo de las damas de compañía… hacerte sentir cómodo con ellas.

La expresión de Butters se ensombreció ligeramente, como si no hubiera considerado esa posibilidad antes.

—¿Lo es? —preguntó, en voz más baja.

Kenny suspiró y colocó una mano ligera en su brazo, deteniéndose para mirarlo a los ojos.

—Lo es. Pero escucha, Leopold, noble o no, tú mereces mucho más. Una buena mujer, de buen corazón, alguien que te ame y a quien puedas amar de verdad.

Había un leve tono de firmeza en sus palabras. Kenny, por nada del mundo, permitiría que él se conformara con menos de lo que merecía.

Butters pareció meditarlo por un momento antes de soltar una risa suave, encogiéndose de hombros.

—Ah, lo sé… no soy un tonto. —Su sonrisa era sincera, aunque un poco resignada—. Pero por más que me gustaría, juré mi lealtad e hice votos. No puedo casarme, estoy…

—Juramentado a Cartman —terminó Kenny por él, dejando escapar un suspiro frustrado.

El rostro de Butters se ensombreció levemente, pero mantenía su habitual serenidad. Kenny continuó, con un tono que era mitad broma y mitad verdad:

—Te lo he dicho antes, podría hacer un intercambio. Podrías acompañarme a los Prados. Allí tendrías la vida tranquila que te mereces.

Butters desvió la mirada, su sonrisa ahora teñida de melancolía.

—Me halaga, princesa, de verdad… pero… —Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Le debo lo que soy a mi rey. Además, no sería digno de un caballero abandonar mi juramento, ni siquiera por una oferta tan generosa.

Kenny lo observó por un momento, su expresión estaba dividida entre la admiración y la exasperación.

—Siempre tan noble, Butters. —La princesa sacudió la cabeza, dejando escapar una pequeña risa irónica mientras reanudaban su marcha—. Pero algún día te darás cuenta de que incluso los caballeros tienen derecho a una vida propia.

El paladín no respondió de inmediato, pero la intensidad en sus ojos sugería que había comprendido las palabras de Kenny. El silencio se instaló entre ellos mientras continuaban caminando, pero no era incómodo; era el tipo de silencio que solo podía existir entre dos amigos que se comprendían profundamente, incluso sin palabras.

Al llegar, Butters empujó suavemente las puertas de la espaciosa alcoba, dejando que estas se abrieran de par en par. La habitación permanecía exactamente como Kenny la recordaba: la cama de dosel con cortinas de terciopelo, el escritorio tallado con intrincados motivos florales, y el tapiz que colgaba en la pared, representando un paisaje idílico. Todo parecía detenido en el tiempo, como si esperara pacientemente su regreso.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de la princesa mientras se adentraba lentamente. Su mano recorrió la superficie de uno de los muebles, reconociendo las texturas familiares.

—Espero que sea cómodo para usted, su alteza —dijo Butters con cortesía, quedándose de pie junto a la puerta—. Si necesita algo, no dude en llamarme o a cualquier guardia.

Kenny se giró hacia él, su sonrisa dulce y sincera.

—Gracias, Leopold.

El paladín inclinó la cabeza en una reverencia, como siempre lo hacía. Pero cuando parecía que estaba a punto de retirarse, se detuvo abruptamente en el umbral. Por un momento, pareció debatir algo en su mente antes de girarse para mirarla por encima del hombro.

—Créame, princesa… —comenzó, Kenny no reconoció la voz con esa carga de emoción—. Si tuviera la oportunidad, me casaría con aquella que pueda igualar su belleza y su alma… aunque dudo que otra mujer así exista. Usted es la más perfecta.

Sus palabras eran seguras y firmes, aunque no pasó mucho tiempo antes de que el color comenzara a subir por su rostro, tiñendo sus mejillas de un rojo intenso. Kenny quedó inmóvil, sorprendida por la confesión, sin saber exactamente que responder

Pero Butters, claramente avergonzado, no le dio tiempo para reaccionar.

—¡Que pase una buena noche! —exclamó apresuradamente, haciendo una torpe reverencia antes de girarse y salir disparado de la alcoba, cerrando la puerta tras de sí.

Kenny se quedó sola en la habitación, todavía procesando lo que acababa de ocurrir. No pudo evitar sonreír para sí misma, una mezcla de diversión y ternura fue cruzando su rostro.

—Oh, Butters… —murmuró para sí misma, negando suavemente con la cabeza mientras se dejaba caer en el borde de la cama.

Por un momento, el silencio llenó la habitación, envolviéndola en una calma reconfortante. Esa situación inesperada había añadido un toque cálido a su largo y tedioso día. Una vez vestida con sus ropas de seda, mientras se recostaba sobre las almohadas y miraba el dosel sobre ella, no pudo evitar sentir un leve cosquilleo de gratitud por tener a alguien tan noble y leal como Butters a su lado.

 

Notes:

Para Kenny, Leopold es el hombre curtido en batalla, Butters su fiel amigo
y Cartman un gordo cabrón.
Espero les guste este capitulo, como podrán notar la historia tendrá diferentes puntos de vista, me encanta mostrar los pensamientos y actitudes de los personajes, cada uno desempeñará un papel importante en este fragil Zaron.

Chapter 3: Craig

Summary:

"Eres una cicatriz que me lastima,
Me pierdo en sombras de lo que fui
Y solo me queda
El adiós que nunca te dí"

Chapter Text

El campo de batalla era un abismo teñido de rojo carmesí, Incluso la luna pareció haber absorbido el color de la sangre derramada. El aire estaba saturado de humo, denso y asfixiante, mezclado con el eco ensordecedor de armas chocando, gritos de guerra, alaridos de agonía, y el escalofriante lamento de la locura. Feldspar jadeaba, su pecho subía y bajaba con esfuerzo. Sentía el calor abrasador en su rostro, la sangre le hervía bajo la piel. Miró alrededor: al menos un tercio de sus hombres yacían en el suelo, caídos. Apretó la empuñadura de su espada hasta que los nudillos se le blanquearon, murmurando maldiciones entre dientes. Habían resistido, sí, pero él sabía que la calma era solo un espejismo; más sangre se derramaría pronto.

El sonido de pasos rápidos lo sacó de sus pensamientos.Fosse McDonald, uno de sus mejores soldados, llegó a toda prisa, el semblante en su rostro advertía algo grave.

—Mi señor, el Lord Clyde ha ordenado una reunión de emergencia —anunció, inclinando la cabeza ligeramente en señal de respeto.

Feldspar se quitó el casco con un gruñido, revelando su cabello pegado a la frente por el sudor y la sangre ajena. Sus ojos brillaban con determinación, pero también con el peso de las decisiones que se acumulaban sobre sus hombros.

—Mantén la línea —ordenó con un tono cortante—. Que esos malditos magos no se muevan ni un paso más. Apunten a sus manos; no pueden conjurar hechizos si no tienen cómo.

No esperó respuesta. Si Fosse intentó replicar, Feldspar no lo escuchó. Ya estaba caminando hacia su caballo, montándolo con un movimiento ágil y decidido.

Mientras cabalgaba hacia la tienda de operaciones del campo, su mirada se posaba de reojo en el entorno. Curanderos y brujos de Tolkien se apresuraban a atender a los heridos, sus rostros estaban tan serenos como tensos. Otros se ocupaban de preparar armas y caballos con movimientos rápidos y mecánicos. La presión era palpable, Feldspar podía entender perfectamente la urgencia de Clyde. Las cosas no iban según lo planeado.

La carpa del mando se erguía como un bastión temporal en medio del caos. Era enorme, hecha de tela reforzada con capas de cuero oscuro, y estaba asegurada con estacas macizas que apenas resistían los embates del viento cargado de cenizas. Faroles mágicos colgaban de los postes internos, proyectando un brillo azul pálido que oscilaba con la brisa, iluminando el interior con un aire lúgubre y casi sepulcral.

Feldspar desmontó de su caballo con un ágil salto, dejando que el animal se quedara con uno de los asistentes sin mediar palabra. Caminó con paso firme hacia la entrada y apartó las solapas de la carpa, sintiendo cómo el ambiente cambiaba de inmediato. Adentro, se sentía sofocante, más pesado que el humo del exterior.

En el centro, una enorme mesa de operaciones ocupaba el espacio principal, con un mapa interactivo del campo de batalla y las tierras circundantes extendido sobre su superficie. Líneas de luz roja y azul representaban las posiciones enemigas y aliadas, moviéndose lentamente como si el tablero respirara.

Alrededor de la mesa estaban reunidos los líderes clave del ejército. Tolkien Black, el curandero, mantenía su postura recta, con los ojos fijos en el mapa mientras sus manos jugueteaban con un pequeño vial de poción. A su lado, el líder vampiro Mike Makowski se inclinaba levemente hacia adelante, sus colmillos se hacían visibles cuando hablaba en voz baja con Shelly la Cruel, la imponente líder de las guerreras semigigantes, cuya armadura parecía más una extensión de su piel. Scott Tenorman, el jefe de los locos colorados, se tambaleaba ligeramente, con una risa casi inaudible que no encajaba en la gravedad de la reunión.

Y en la cabecera de la mesa, Clyde Donovan, el Lord de la Oscuridad, estaba sentado con los dedos entrelazados frente a su rostro. Sus ojos oscuros miraban el mapa queriendo perforarlo, mientras su mandíbula tensada dejaba claro que la situación no era favorable.

Feldspar abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera pronunciar palabra, la entrada de la carpa se sacudió violentamente.

Tweek entró como un vendaval, con sus característicos espasmos y tics sacudiendo su cuerpo. Sus ojos azul verdoso estaban desorbitados, como si todavía estuviera en medio del combate, y todo él estaba empapado en líquido rojo. Era sangre, pero Feldspar no estaba seguro de cuánta era suya. Como bárbaro, Tweek siempre rechazaba la armadura completa, algo que preocuparía a cualquiera menos a Felds, quien sabía bien que, pese a su apariencia frenética, Tweek era uno de los guerreros más letales que había conocido.

—¡Es malo! —gritó, con una voz cargada de pánico y frustración—. ¡Muy malo! El bastardo de Stoley apareció con esa maldita amazona, Red. ¡Sus ejércitos no me dejan retomar nada! ¡Ngh!

Con un gruñido, Tweek comenzó a morderse los dedos, su ansiedad desbordaba en gestos compulsivos.

Feldspar apenas desvió la mirada hacia Clyde, quien seguía sentado pero con los hombros rígidos y la mandíbula tan apretada que parecía que podría romperse en cualquier momento. La sala estaba cargada de una tensión que amenazaba con explotar en cualquier segundo. Por un momento, el único sonido dentro de la carpa fue el crujido de los dedos de Tweek al morderlos y el susurro del viento agitando la lona. Clyde permaneció inmóvil, su mirada seguía fija en el mapa, como si estuviera viendo algo más allá de las líneas de batalla. Finalmente, levantó la cabeza, y sus ojos oscuros se clavaron en Feldspar. Fue un instante, un intercambio silencioso que no necesitó palabras. Él entendió de inmediato; su presencia era lo único que podía calmar a Tweek antes de que su ansiedad se convirtiera en un problema mayor.

Feldspar asintió casi imperceptiblemente y se acercó al bárbaro, colocando una mano no agresiva sobre su hombro.

—Tweek, respira —le dijo, su voz salió baja y calmada, pero con la suficiente autoridad para cortar a través del caos que vivía en la mente de su... —. Mírame. Estás aquí ahora, no en el frente. Tienes tiempo para pensar.

Tweek alzó la vista, sus ojos saltones buscaban algo en los de Feldspar, algo que lo anclara. Después de unos momentos tensos, dejó escapar un jadeo tembloroso y dejó de morderse los dedos.

—Ngh... lo siento,Craig... yo... —balbuceó, pero Feldspar negó con la cabeza, dándole una palmada en el hombro.

—Eres uno de los mejores, Tweek. Solo necesito que me des esa misma fuerza ahora, pero con la cabeza fría. ¿De acuerdo?

Tweek asintió, aunque su cuerpo seguía temblando ligeramente.

Mientras Feldspar manejaba la situación del rubio, Clyde desvió su atención hacia el líder vampiro.

—Mike —dijo firmemente—, ¿cómo van tus brujos?

Mike Makowski se enderezó, cruzando los brazos sobre su pecho mientras miraba a Clyde con una expresión de ligera frustración.

—Todavía están trabajando en ello, mi señor —respondió, la voz grave y siseante resonó en la carpa—. El lenguaje de la vara de la verdad es el orco, idioma perdido desde la masacre de su pueblo. Descifrarlo ha sido un desafío monumental, pero mis discipulos están utilizando todas las herramientas disponibles. Les he ordenado acelerar el proceso, perse.

Clyde cerró los ojos un momento, exhalando lentamente.

—No podemos esperar eternamente, todo sería más facil si ella... —negó con la cabeza, abriendo los ojos para mirar nuevamente el mapa—. La vara podría ser la clave para romper esta maldita guerra, pero mientras tanto, necesitamos una estrategia provisional.

Se inclinó sobre el mapa, sus dedos trazando las líneas del frente.

—Feldspar, una vez que la línea esté estabilizada, necesito que dividas a tus hombres en dos grupos. Uno mantendrá la defensa, el otro se moverá por el flanco derecho. Shelly, Scott sus guerreros apoyarán esa maniobra y causarán suficiente caos como para que Tweek y los suyos puedan recuperar el territorio perdido, estoy seguro que el extranjero de Stoley no será nuestro único adversario.

Clyde levantó la mirada hacia el vampiro nuevamente.

—Mike, tus vampiros deben coordinarse con los brujos de Tolkien para reforzar las defensas mágicas. Si no podemos usar la vara aún, al menos asegúrate de que el enemigo tampoco pueda superarnos en magia.

Mike asintió con seriedad.

—Lo haré personalmente, mi señor.

Clyde enderezó su postura y su mirada volvió a oscurecerse mientras observaba a los líderes reunidos.

—Esta estrategia no ganará la guerra, pero puede darnos el tiempo que necesitamos. Ahora muevan a sus unidades y manténganme informado. Cada segundo cuenta.

Todos inclinaron la cabeza en señal de confirmación antes de salir disparados de la carpa, cada uno con un propósito claro. Feldspar fue el último en salir, asegurándose de que la lona volviera a cerrarse tras él. Mientras caminaba hacia su caballo, notó a Tweek inmóvil, jalándose ligeramente el cabello con expresión ausente.

Feldspar suspiró, avanzando hasta quedar a su lado, y le dio un leve golpe en el hombro que lo hizo sobresaltarse.

—¡G-GAH! ¿Qué demonios haces? —exclamó Tweek, llevándose la mano al lugar del impacto con un evidente nerviosismo.

—Para que reacciones —respondió Feldspar con calma, cruzándose de brazos—. Estamos por movernos y tú sigues ahí parado.

Tweek evitó su mirada, rascándose el brazo con inquietud.

—Es solo que... —suspiró profundamente antes de continuar—. ¿Y si perdemos? Todo lo que hemos conseguido, todo por lo que hemos luchado, podría desaparecer de un momento a otro. Es... demasiada presión.

Feldspar lo observó en silencio por un instante, analizando la tensión en los hombros del bárbaro y el temblor apenas perceptible en sus manos. Finalmente, colocó una mano sobre el cabello desordenado de Tweek y lo despeinó aún más.

—No vamos a perder —dijo con convicción—. Tú y tu gente son imparables, Tweek. Esos dos no tienen idea de lo que enfrentan. Además, tenemos la vara de la verdad de nuestro lado.

Tweek levantó la mirada brevemente, como buscando confirmar la confianza en los ojos de Feldspar, pero este continuó antes de que pudiera responder.

—Shelly, Scott y yo te cubriremos. Así que relájate un poco y concéntrate en lo que haces mejor.

Por un momento, el silencio entre ambos quedó suspendido, roto solo por los sonidos lejanos de la preparación para la batalla. Tweek finalmente alzó la cabeza, y una pequeña sonrisa curvó sus labios, mostrando un destello de sus dientes. Sus ojos que antes estaban nublados por la incertidumbre, ahora brillaban con determinación renovada.

—Eres cálido, Craig —murmuró.

Craig sintió un calor repentino en sus mejillas, inesperado e incómodo, que trató de disimular con una tos ligera. No estaba seguro si era el peso del momento o la manera en que Tweek había pronunciado su verdadero nombre. Por que Tweek era...

—Sí, bueno —gruñó, apartándose y subiendo de un salto a su caballo—. Vamos, aún tenemos una guerra que ganar.

Tweek soltó una pequeña carcajada, más relajado ahora, y lo siguió hacia el frente.

 

Un elegido.
Una derrota.
Una pérdida.

Todo se desplomaba en una ráfaga de recuerdos borrosos, imágenes fugaces de un campo teñido de sangre, gritos de desesperación y el sonido ensordecedor del acero chocando contra el acero. El rostro de sus compañeros, el brillo de sus ojos apagándose, y la silueta imponente del elegido alzándose entre las llamas.

Craig despertó con un sobresalto.

Su pecho subía y bajaba de manera errática, el aire entrando a sus pulmones como si acabara de escapar del campo de batalla. Se incorporó en la cama, dejando que las sábanas empapadas en sudor se deslizaran hacia abajo. El calor pegajoso cubría su piel, y aunque el cuarto estaba en penumbra, sentía como si mil luces lo estuvieran apuntando directamente.

—Una pesadilla… —murmuró, su voz apenas un susurro en la oscuridad—. No, eso fue... un maldito recuerdo.

Llevó una mano temblorosa a su frente, limpiando el sudor con un gesto brusco. Cerró los ojos un momento, tratando de calmar la tormenta que rugía en su cabeza. Por lo general, no soñaba. Esa era una de las pocas cosas que siempre le había reconfortado; se acostaba, cerraba los ojos, y cuando los abría, el sol ya había salido. Sin interrupciones. Sin fantasmas.

Pero ultimamente, tenía esos sueños, el pasado estaba regresado, y con fuerza.

"Recordar... ¿Pero de qué maldita forma?"

Hacía mucho tiempo que no soñaba con la guerra, con esa derrota en particular. Durante los días posteriores a aquel fatídico evento, el dolor de recordar lo había perseguido implacablemente, como una sombra que nunca lo abandonaba. Apenas podía dormir, y cuando lo lograba, el mismo escenario lo recibía al cerrar los ojos: las llamas consumiéndolo todo, los gritos desgarradores, pero todo era tan fragmentado, muchas cosas que no encajaban, incluso sus habilidades fueron inutilizadas. Y no tenía idea de porqué.

Craig apretó los dientes, dejando escapar un suspiro cargado de frustración. Había tardado años en superar el peso de ese trauma, en convencerse de que podía seguir adelante. Pero noches como esta... noches como esta le abrían las cicatrices más profundas.

Se levantó de la cama, sus pies descalzos tocando el suelo frío mientras pasaba una mano por su cabello revuelto. En la penumbra de la habitación, el silencio parecía pesar más que el aire mismo. Dio unos pasos hacia la ventana de la posada y apartó las cortinas con un movimiento lento. El paisaje más allá se reveló, desolador pero tranquilo: colinas que se extendían hacia el horizonte, salpicadas por sombras de árboles danzantes bajo la tenue luz de la luna.

Craig apoyó una mano contra el marco de madera, observando cómo las colinas se mecían suavemente con la brisa nocturna. A pesar de la aparente calma, su mente no descansaba. Desde el momento en que había recibido aquella información sobre la “bestia”, una sensación pesada se había instalado en su pecho. Por más que intentara concentrarse en otra cosa, su pensamiento volvía a ese punto, siempre al mismo lugar: Tweek.

“Probablemente esté cerca…” pensó, con el ceño fruncido. Esa idea le revolvía las entrañas. No solo la posibilidad de encontrarlo, sino el cómo sería ese encuentro. ¿Cómo lo recibiría Tweek? ¿Lo reconocería siquiera? ¿Y si él mismo no era suficiente?

Dejó escapar un suspiro largo. Había pasado tanto tiempo desde la guerra, desde el último día que lo había visto. Para Craig, ese día no solo marcó una derrota en el campo de batalla, sino algo mucho más personal. Había perdido un ...amigo, un aliado, una de las pocas personas que lograban atravesar la coraza que él mismo había construido. Tweek no solo había sido alguien que peleaba a su lado; había sido su ancla en medio del caos.

Y ahora, Feldspar, el sucio ladrón, el líder curtido en sangre, tenía que trazar un camino claro hacia ese objetivo. Pero Craig... Craig no podía evitar el conflicto interno que lo desgarraba. ¿Qué haría Feldspar si lo encontrara? Probablemente, asegurarse de que aún fuera útil, de que pudiera luchar, de que pudieran retomar esos hábitos violentos. ¿Pero qué quería Craig? Solo quería a su amigo de vuelta, vivo, entero, con los mismos destellos en sus ojos que lo hacían sentir que no estaba completamente perdido.

Apretó la mandíbula y cerró los ojos un momento, dejando que el fresco de la noche le acariciara el rostro. La máscara de Feldspar era útil, lo sabía. Esa parte de él le había permitido liderar, tomar decisiones frías y mantener todo bajo control. Pero, en noches como esta, esa máscara se sentía como un peso más, algo que lo alejaba de lo que realmente importaba.

Necesito comprobar si estás aquí  admitió en un susurro apenas audible, con los ojos fijos en las colinas.

La brisa pareció intensificarse por un momento, quizás los dioses habían escuchado su confesión... Claro, eso solo serían cosas que creería un niño. Craig soltó el marco de la ventana y se giró, sabiendo que el descanso no sería una opción. Si había una posibilidad, por más pequeña que fuera, de encontrarlo, debía actuar. No como Feldspar, no como un líder. Sino como Craig.

"Aparece en la noche..." recordó aquellas palabras del barman mientras ajustaba el cinturón de su espada y verificaba que todas sus pertenencias estuvieran en orden. Aún sentía el cansancio pesando sobre sus hombros, un eco persistente de las noches en vela y los recuerdos que lo atormentaban. Pero la adrenalina le corría por las venas, obligándolo a moverse.

Salió de la habitación con pasos silenciosos, recorriendo el oscuro pasillo de la posada. Las tablas crujían apenas bajo su peso, y el aire estaba impregnado del rancio olor a cerveza y madera húmeda. Al llegar al salón principal, notó que apenas quedaban un par de borrachos tirados en las mesas, inmóviles, hundidos en sueños etílicos. A pesar de eso, el lugar estaba sumido en un silencio inquietante.

El viejo barman estaba limpiando las mesas con movimientos mecánicos. Craig avanzó sin detenerse, dejando la llave de la habitación sobre la barra con un gesto brusco. No necesitaba palabras.

—¡Forastero! —la voz rasposa del hombre rompió el silencio justo cuando Craig alcanzaba las puertas de la posada—. ¡La bestia sigue en las colinas!

Craig no se giró. Siguió adelante, empujando las puertas de madera que se quejaron con un largo chirrido. “Pueblerinos tontos” pensó con amargura mientras salía al aire fresco de la noche. Tendrían paz, sí, pero solo después de que él sacara a Tweek de esas colinas.

La aldea estaba desierta a esas horas, con las luces de las casas apagadas y las calles cubiertas por una penumbra espesa. Craig caminó sin prisa pero con decisión, el ruido de sus botas resonando contra el suelo. La luna iluminaba tenuemente su camino, proyectando sombras alargadas de las chozas del lugar, como si el pueblo mismo observara su partida.

Una vez fuera del perímetro del pueblo, el terreno comenzó a cambiar, dio paso a un sendero de tierra irregular, flanqueado por hierba alta que susurraba al viento. Craig siguió avanzando, su silueta oscura era recortada contra el paisaje abierto. A lo lejos, las colinas se alzaban tal cual gigantes dormidos, cubiertas de sombras que parecían moverse al compás de la brisa.

El aire ahí era diferente: más frío, más pesado, cargado con una tensión que le erizaba la piel. Ahí estaba la bestia, o al menos eso decían. Craig no estaba completamente seguro de qué lo aguardaba en esas colinas, pero no importaba. Con cada paso que lo acercaba, sentía el corazón latir con más fuerza, no de miedo, sino de anticipación.

Mientras más se adentraba, el paisaje comenzó a cambiar de manera inquietante. Los árboles, altos y frondosos, se alzaban en pilares imponentes a su alrededor, sus ramas extendiéndose como garras que parecían entrelazarse en lo alto, bloqueando casi por completo la luz de la luna. La penumbra se hacía más densa con cada paso, hasta que su visibilidad quedó prácticamente anulada. Craig frunció el ceño y se detuvo, aceptando a regañadientes que avanzar a ciegas era inútil.

Con un suspiro, descolgó el saco de yute de su hombro, dejando que el peso de su carga se acomodara en el suelo. Sus manos trabajaron con precisión mientras sacaba una vieja lámpara de aceite. Se notaba desgastada, con el metal opaco y pequeñas marcas de uso, pero aún cumplía su propósito. La llenó con lo poco de aceite que le quedaba y, usando un pedernal, encendió la mecha. La llama cobró vida con un chisporroteo débil al principio, para luego estabilizarse en un resplandor cálido y tenue.

La luz apenas iluminaba unos pocos metros a su alrededor, pero era suficiente. Craig levantó la lámpara, sosteniéndola frente a él mientras retomaba su camino, sus pasos resonaban levemente contra la tierra cubierta de hojas secas y raíces expuestas. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, buscaron con atención cualquier signo: un rastro de pisadas, ramas rotas, una señal de refugio… cualquier cosa que le indicara que Tweek había estado allí.

El bosque tenía un aire extraño, casi opresivo. El ulular de los búhos resonaba en ecos de advertencia, y el crujir de las ramas, movidas por el viento, se asemejaba a susurros en la distancia. Era un ambiente que fácilmente habría puesto nervioso a cualquiera, pero no a Craig. Él no era alguien que se dejara intimidar por los escenarios tétricos.

"Tweek estuvo aquí. Tiene que haber algo." Esa idea lo mantenía firme, impulsándolo a avanzar incluso cuando su respiración se volvía más pesada y el cansancio comenzaba a pesar. El bosque parecía interminable, pero Craig no era de los que retrocedían. Si Tweek estaba en esas colinas, entonces él lo encontraría. No importaba cuánto tiempo le tomara.

Craig siguió avanzando por lo que parecieron horas, aunque el tiempo era difícil de medir en aquel bosque oscuro y cerrado. Cada paso se sentía como un eco en el vacío, y el único sonido constante era el crepitar suave de su lámpara de aceite. ¿Cuánto tiempo había estado caminando? No lo sabía. Su cuerpo comenzaba a sentir el peso de la fatiga, y por primera vez el pensamiento de acampar para continuar al amanecer cruzó su mente. Estaba considerando la idea cuando algo diferente captó su atención.

Un leve destello en la distancia, un brillo tenue que se desvanecía con el viento. Craig entrecerró los ojos y avanzó con cautela. Finalmente, llegó a un claro donde encontró un rastro inconfundible: una hoguera apagada, con las brasas todavía humeantes. Se detuvo, sus ojos repasaron cada detalle.

La distribución de las piedras, la forma en que las cenizas estaban dispersas… todo indicaba que no llevaba mucho tiempo abandonada. Craig podría haber asumido que pertenecía a algún viajero cualquiera, pero su corazón comenzó a latir con fuerza al notar algo más: un carcaj de cuero descansaba junto a las brasas, junto con un arco de hueso rústico y tradicional.

Craig dejó escapar un suspiro tembloroso y dio unos pasos hacia adelante, casi temiendo que aquella visión se desvaneciera. Colocó la lámpara en el suelo para liberar sus manos y se agachó junto al carcaj, tomándolo con cuidado. Era de cuero grueso y resistente, piel de un oso gigante, un material raro y distintivo. Los dedos de Craig recorrieron la superficie con una mezcla de asombro y certeza, hasta que sus ojos encontraron lo que buscaba: una pequeña inscripción grabada en el cuero, en un idioma extraño pero inconfundible.

La lengua natal de Tweek.

El aire se volvió pesado a su alrededor mientras sus pensamientos se arremolinaban. Había pocas posibilidades de error. Craig apretó el carcaj con fuerza, como si temiera que el simple acto de soltarlo pudiera deshacer todo aquello. "Es suyo." La certeza atravesó su mente como un rayo, y su pecho se llenó de una mezcla de alivio, emoción y ansiedad.

El sonido del metal cortando el aire fue suficiente para sacarlo de su ensimismamiento. Apenas tuvo tiempo de reaccionar; sus emociones lo habían dejado expuesto. Craig soltó el carcaj de golpe y se apartó justo a tiempo, esquivando por un pelo la trayectoria de la daga que pasó silbando cerca de su rostro. Estaba seguro de que el filo había estado a milímetros de sus ojos; de no haberse movido, aquella arma habría encontrado su garganta sin duda alguna.

Se tambaleó por la fuerza del movimiento y terminó con la espalda chocando contra el tronco áspero de un árbol. Su pecho subía y bajaba con rapidez mientras intentaba asimilar lo que acababa de ocurrir. Sus ojos se alzaron para encontrarse con la figura que había lanzado el ataque.

Cuatro años. Cuatro largos años desde el fin de la gran guerra, y ahí estaba Tweek.

Parecía que el tiempo no había pasado por él, al menos no en esencia. Su cabello seguía corto, alborotado y rebelde como siempre, algo que el rubio le justificó una vez en el pasado con su filosofía: "El cabello largo es un estorbo en las peleas". Pero había algo distinto en su presencia, una dureza adicional que hacía juego con su figura atlética y marcada. El tatuaje oscuro que cubría sus ojos como una venda seguía siendo un rasgo distintivo.

El torso desnudo de Tweek mostraba un mosaico de músculos definidos, atravesado por cicatrices que hablaban de innumerables batallas. La más notoria era una en su costado derecho: larga, gruesa y profunda. Trazos negros de tatuajes cruzaban sus brazos, líneas y símbolos que Craig recordaba bien.

El resto de su atuendo seguía siendo el mismo de siempre: una banda de cuero diagonal sostenía varias dagas contra su pecho; unos pantalones gruesos, rasgados a la altura de las rodillas, complementaban la imagen junto con un cinturón ancho que sujetaba una falda corta de cuero, desgastada y desigual. Sus botas estaban forradas con piel en los bordes.

Craig sintió que algo se retorcía en su interior. Era él, sin lugar a dudas. Y, sin embargo, esa versión de Tweek parecía distinta. Una parte de Craig quiso hablar, pero otra quedó atrapada en la intensidad de aquella mirada feroz que le devolvía desde la penumbra.

Los ojos verde azulado del rubio brillaban en la penumbra, definitivamente no con la calidez que Craig recordaba. Era un brillo frío, intenso, el mismo que solía ver cuando Tweek se lanzaba sin piedad contra sus enemigos.

Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando el rubio desenvainó otra daga con un movimiento rápido y fluido, lanzándola con una precisión mortal. Él logró esquivar por poco, el filo pasando peligrosamente cerca de su hombro. No hubo pausa: una segunda, una tercera, una cuarta daga surcaron el aire en rápida sucesión, y Craig, con reflejos agudos, las evitó una tras otra.

Cuando las armas blancas se agotaron, el rubio no dudó ni un instante. Soltó un grito de furia y se lanzó contra Craig como un animal salvaje. Ambos cayeron al suelo con fuerza, el peso de Tweek asegurando que quedara inmovilizado.

Intentó zafarse, pero la primera embestida del puño de Tweek le cortó cualquier reacción. Un impacto directo en la mandíbula lo dejó aturdido, el dolor pulzó desde su quijada hasta su cráneo. Sabía que Tweek era superior en combate cuerpo a cuerpo; siempre lo había sido. Pero más allá de su técnica o fuerza, el pelinegro no se defendía con todo su potencial.

El segundo golpe lo tomó desprevenido, esta vez en la mejilla. El rugido ahogado de dolor escapó de su garganta al tiempo que un sabor metálico llenaba su boca. Escupió sangre, sabiendo que su labio estaba roto, quizás también algún diente aflojado. Su visión se tambaleó por un instante, y pese a todo, no pudo evitar levantar la mirada hacia Tweek, cuyos ojos parecían estar cargados de un odio fuerte.

Tendido en el suelo, con las manos a los lados y la sangre goteando de su boca, Craig no pronunció una palabra. En lugar de eso, mantuvo su mirada fija en los ojos de Tweek, desafiándolo a ver más allá de su furia, a reconocerlo, a recordar al menos los buenos momentos.

Alzó un brazo con esfuerzo, bloqueando el tercer golpe justo antes de que impactara en su rostro. Con una maniobra rápida, tomó ambas muñecas de Tweek, aunque mantenerlo inmovilizado era un reto. El rubio poseía una fuerza descomunal. Sus movimientos eran violentos y erráticos, temblando con una intensidad que casi parecía inhumana.

—¡Carajo, Tweek! ¡Soy yo! ¡Craig! —gritó con su voz llena de desesperación.

Los ojos de Tweek chispearon aún más, con un odio feroz, y sus labios se curvaron en un gruñido.

—¡Lo sé, bastardo!

Antes de que Craig pudiera asimilar sus palabras, Tweek inclinó la cabeza hacia adelante y hundió sus dientes en el cuello del pelinegro. Un alarido desgarrador escapó de Craig, el dolor agudo y punzante arrancándole una reacción instintiva. Liberó las muñecas de Tweek y, con un puño cerrado, golpeó con fuerza la nuca del rubio. El impacto fue suficiente para aturdirlo momentáneamente, y aprovechó el momento.

Con un movimiento rápido, levantó una pierna y la impulsó contra el cuerpo del más bajo, lanzándolo hacia atrás con una patada contundente. Tweek cayó al suelo con un ruido sordo, jadeando, pero la calma apenas duró un instante. Craig se incorporó, tocándose el cuello, sintiendo la sangre caliente que corría por la mordida, mientras observaba al bárbaro levantarse de nuevo.

El rubio se movía como una bestia salvaje, sus ojos brillando bajo la luz tenue de la lámpara que yacía a un lado. Su postura, encorvada y alerta, era la de un depredador listo para atacar otra vez.

—Por los dioses… —murmuró Craig, poniéndose en guardia.

El rubio no respondió con palabras, solo con un gruñido bajo y amenazante mientras volvía a abalanzarse.

Esquivó el embiste de Tweek moviéndose hacia un lado, apenas evitando otro ataque salvaje. Su mente trabajaba frenéticamente, cada pensamiento impulsado por la necesidad de detenerlo sin dañarlo gravemente. No podía matarlo. No podía lastimarlo más de lo necesario. A pesar del dolor y la adrenalina, una idea se formó en su cabeza: si lograba sorprenderlo, podría dejarlo inconsciente.

La lámpara de aceite. Sus ojos se dirigieron a la tenue luz que aún ardía en el suelo, rodeada por la penumbra de los árboles. Si lograba usar el contenido de la lámpara sin prenderle fuego, podría crear una distracción o desestabilizarlo.

—Esto me va a doler más a mí que a ti, amigo... —murmuró para sí mismo, mientras alargaba una mano rápidamente para alcanzar la lámpara.

Tweek reaccionó al movimiento y cargó nuevamente, sus movimientos impulsivos carecían de la precisión calculada que solía tener. Craig lo esquivó a último momento, lanzándose al suelo y rodando hasta la lámpara. La agarró con fuerza, sintiendo el calor del metal en sus manos, y se incorporó con un movimiento brusco.

—¡Lo siento, Tweek! —gritó Craig antes de lanzar el contenido de aceite directamente hacia el rubio.

El líquido empapó a Tweek en el pecho y rostro, haciéndolo retroceder con un gruñido furioso. El aceite nubló momentáneamente su vista, ralentizando sus movimientos. Aprovechando ese instante, Craig arrojó la lámpara casi vacía lejos de ambos y se lanzó hacia Tweek.

Con un impulso calculado, chocó su peso completo contra él, derribándolo al suelo una vez más. Esta vez, Craig no le dio oportunidad de reaccionar. Subió a horcajadas sobre el rubio y, con una llave rápida y efectiva, presionó un punto específico en el cuello de Tweek. Era un truco que había aprendido de Shelly durante la guerra: una técnica para cortar el flujo sanguíneo y dejar inconsciente al oponente sin causar un daño permanente.

—Solo será un momento… —susurró Craig con voz ronca mientras sentía a Tweek resistirse, su cuerpo temblando con desesperación.

Poco a poco, los movimientos del rubio se hicieron más lentos, menos precisos, hasta que finalmente su cuerpo quedó inerte debajo del de Craig. El pelinegro se quedó en silencio, escuchando con alivio el sonido regular de la respiración de Tweek.

—No me hagas volver a hacer esto… —murmuró, dejándose caer hacia un lado mientras intentaba recuperar el aliento.

Craig respiró hondo, ignorando el dolor punzante en su mandíbula y la mordida ardiente en su cuello. Cada movimiento le recordaba lo mucho que extrañaba la habilidad de Tolkien para mitigar estos dolores con una simple poción o hechizo. Pero Tolkien no estaba ahí.

Se inclinó para recoger su saco de yute, palpando en su interior con dedos temblorosos hasta dar con algo largo y áspero: las cuerdas. Al sacarlas, volvió a mirar a Tweek, todavía inconsciente sobre la tierra húmeda. Su pecho subía y bajaba con un ritmo irregular, y el brillo de la lámpara en el suelo acentuaba las cicatrices que marcaban su torso.

Craig sintió un nudo formarse en su garganta. Había soñado con este momento, con encontrarlo vivo, pero jamás había imaginado que su reencuentro... sería así. El recuerdo de aquella emboscada en la guerra lo golpeó con fuerza, llenándole la mente con imágenes de gritos, fuego, y el eco de las palabras que nunca pudo decirle a Tweek antes de perderlo de vista.

"¿Qué... Qué palabras eran?"

Con una mezcla de culpa y determinación, Craig se agachó y tomó el pequeño cuerpo del rubio entre sus manos, girándolo con cuidado. Tweek estaba delgado, pero su musculatura era firme. Craig comenzó por sus manos, tirando de sus muñecas hacia la espalda. Ató las cuerdas con un nudo firme pero no excesivo, asegurándose de que Tweek no pudiera liberarse pero sin cortarle la circulación. Después, pasó a las piernas. Dobló las rodillas del rubio con delicadeza, cruzando los tobillos y envolviéndolos con el mismo cuidado. Aseguró las cuerdas con un segundo nudo, dejando el cuerpo de Tweek en una posición que le dificultara moverse en caso de despertar de forma violenta.

Una vez terminado, Craig se quedó allí por un momento, mirándolo. La lámpara iluminaba el rostro del rubio, más sereno ahora que estaba inconsciente. Craig suspiró, pasando una mano por el cabello enredado del chico.

—Tenemos que irnos de aquí... —murmuró en voz baja, apenas audible, mientras se incorporaba lentamente. Tenía que encontrar un lugar seguro antes de que amaneciera.

Cargar a Tweek junto con todas sus pertenencias resultó ser un desafío monumental. Aunque Craig era fuerte, el peso combinado del rubio y su equipo agotó lo poco que le quedaba de energía. Sin embargo, la suerte estuvo de su lado cuando encontró una cueva oculta, lejos del camino principal.

La entrada era angosta, cubierta parcialmente por raíces y vegetación. Al asomarse, la cueva se expandía en una amplia cámara. La luz de la lámpara revelaba un espacio con paredes húmedas y relucientes, cubiertas de musgo en algunos puntos. En el centro, sobresalían varios pilares naturales de roca, y el eco de las gotas de agua resonaba suavemente en la oscuridad más profunda. No tenía idea de qué tan profunda podría ser, ni qué criaturas podrían habitarla, así que decidió no arriesgarse y quedarse cerca de la entrada, donde el aire era más fresco y aún se sentía algo conectado con el exterior.

Con cuidado, recostó a Tweek contra uno de los pilares. El rubio seguía inconsciente, Craig suspiró, dejando caer su saco al suelo y buscando ramas secas entre sus pertenencias para encender una pequeña fogata. La chispa del pedernal iluminó brevemente la cueva antes de que el fuego tomara fuerza, proporcionando una calidez tenue que apenas contrarrestaba la fría humedad del lugar.

Mientras Craig trabajaba en mantener la fogata encendida, una punzada en su cuello lo hizo detenerse. Tocó la mordida, y un quejido escapó de su garganta. El dolor palpitante de su rostro y la mordida ardiente reclamaban su atención. Con una mueca de cansancio, rebuscó en su saco hasta encontrar un pequeño frasco de vidrio con un menjurje verdoso de hierbas medicinales y un rollo de vendas limpias.

Primero, derramó un poco del líquido en sus dedos y lo aplicó sobre la mordida del cuello. El ungüento ardió al contacto, pero eso era buena señal: estaba haciendo efecto. Usó un pequeño trozo de tela para limpiar la sangre seca antes de envolver su cuello con las vendas, ajustándolas justo lo suficiente para detener el sangrado sin asfixiarse.

Luego, pasó al rostro. Con los dedos, palpó su mandíbula y mejilla, maldiciendo entre dientes al sentir el dolor sordo de lo que probablemente sería un hematoma que se oscurecería en las próximas horas. Vertió un poco más del ungüento en la palma y lo frotó sobre las áreas más golpeadas, dejando que el frescor del remedio aliviara ligeramente el dolor.

—Vaya bienvenida... —murmuró mientras se dejaba caer de espaldas contra la pared de la cueva. Pasó una mano por su cabello, mirando de reojo a Tweek, que seguía inmóvil junto al pilar. Sus pensamientos giraban como un remolino: la emboscada, los años de separación, la ira y desesperación en los ojos del rubio, y su propio papel en todo aquello.

Suspiró profundamente, dejando que el cansancio lo invadiera. Sabía que no podía permitirse bajar la guardia por completo, pero su cuerpo necesitaba un momento de respiro, aunque fuera breve.


Craig parpadeó lentamente, todavía sintiendo el entumecimiento en su cuerpo por la noche incómoda. El silencio en la cueva era denso, solo interrumpido por el sonido de las gotas que caían en la distancia. Tweek, contra el pilar, lo miraba fijamente. Sus ojos eran fríos y calculadores, mezclados de curiosidad y desconfianza.

Finalmente, fue Tweek quien rompió el silencio:

—¿Qué esperas conseguir con esto, Craig?

El pelinegro arqueó una ceja, sorprendido por el tono directo. No había rastro del nerviosismo de antaño, solo un filo afilado como una daga.

—Evitar que me mates sería un buen comienzo —respondió Craig, cruzando los brazos con cierta molestia, sintiendo el tirón en su cuello por la venda.

Tweek bufó, y una sonrisa amarga se dibujó en su rostro.

—Claro, no podría asegurarte eso…

Craig lo miró fijamente, sus ojos se entrecerraron mientras intentaba descifrar las palabras detrás del sarcasmo de Tweek. La tensión entre ambos era palpable, como si cualquier palabra pudiera ser una chispa que encendiera nuevamente el fuego.

—¿De verdad quieres matarme, Tweek? ¿Ahora me odias? —preguntó Craig, inclinándose hacia adelante, apoyando sus brazos en las rodillas. Su rostro mostraba el evidente cansancio de la noche anterior—. Vamos, amigo, sé que no lo haces en verdad. Pudiste haber acabado conmigo desde que bajé la guardia en el bosque.

Tweek bufó, pero esta vez su expresión fue un poco más amarga. La sonrisa que se formó en su rostro no era de burla, sino de algo más profundo, casi como si las palabras de Craig hubieran tocado una fibra sensible.

—A la mierda tus conclusiones, Craig —respondió después de un rato, con un tono que pretendía ser despectivo, aunque sus ojos lo traicionaron, desviándose rápidamente hacia un lado.

Craig supo que había dado en el clavo. A pesar de la paliza que había recibido, estaba claro que si Tweek realmente hubiera querido matarlo, ya lo habría hecho. Había tenido la oportunidad perfecta.

El rubio permaneció en silencio unos segundos con su mandíbula apretada, hasta que finalmente habló, la voz estuvo cargada de resentimiento.

—Nunca fueron a asistirme…

Craig tragó saliva. Sentía el peso de la culpa aplastándole el pecho, pero sabía que tenía que decirlo.

—Tweek… nos emboscaron. Caímos en su trampa. Después llegaron todos los ejércitos de esa estúpida alianza y el elegido… yo… —Su voz se quebró ligeramente, y apartó la mirada, incapaz de sostener el contacto visual—. Créeme, quise ir a advertirte… pero no tuve oportunidad.

Tweek lo observó con ojos entrecerrados, buscando señales de mentira en su rostro. El silencio se hizo pesado de nuevo. Finalmente, el rubio habló en tono áspero pero contenido:

—¿Y eso se supone que debería consolarme? Me dejaron solo, Craig. Pensé que al menos tú… —Su voz tembló, pero lo ocultó rápidamente con un carraspeo—. No importa. Sobreviví. Solo que ya no soy el mismo.

—Sé que no eres el mismo, Tweek. Pero yo tampoco lo soy, hay cosas que no recuerdo, perdí mi maná, mis clones, mi magia, no puedo hacer nada como eso de nuevo. Además, es obvio que cambiaríamos después de esa guerra. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras se asentaran—. Pero todavía estoy aquí. Y tú también, y no sabes cuánto me alegra eso. Pero te repito… ¿De verdad quieres matarme?

El rubio no respondió de inmediato. Sus ojos se oscurecieron, reflejando un mar de emociones contradictorias. Suspiró, dejando caer la cabeza contra el pilar detrás de él.

—No lo sé, Craig. No sé si quiero matarte o… —Se interrumpió, mordiéndose el labio inferior con fuerza antes de murmurar—. O simplemente entender qué demonios pasó.

Craig asintió con lentitud, aceptando que esa pequeña apertura era más de lo que había esperado. Había tanto por decir, tanto por desenterrar, pero sabía que las palabras serían apenas el comienzo. Si había algo que salvar, tendría que reconstruirse sobre las ruinas que ambos cargaban. Se pasó una mano por el rostro, dejando escapar un suspiro pesado mientras observaba al rubio. Tweek, seguía con los hombros tensos y ahora la mirada fija en el suelo, como si temiera que el simple acto de relajarse pudiera traerle más daño.

—Mira, Tweek… —Craig rompió el silencio, escogiendo cuidadosamente sus palabras, sabiendo que el terreno que pisaba era tan frágil como hielo quebradizo—. No espero que me creas ahora, ni que me perdones de inmediato. Pero quiero… necesito que sepas que nunca quise dejarte atrás. Lo que pasó… fue un maldito desastre. Perdimos tanto ese día que... —Hizo una pausa, luchando por encontrar las palabras—. No sé si alguna vez seremos los mismos. Pero quiero intentarlo.

Tweek alzó lentamente la mirada, sus ojos reflejando una mezcla de emociones: desconfianza, dolor y algo que parecía una chispa de esperanza apenas visible. Se mordió el interior de la mejilla antes de responder con voz baja.

—¿Intentarlo? ¿Intentar qué, Craig? ¿Hacer como si nada hubiera pasado? Porque, si eso es lo que piensas, déjame ahorrarte el esfuerzo. —Su tono fue áspero, pero su voz temblaba al final.

—No. No quiero fingir que nada pasó. Lo que quiero es… empezar desde aquí. Sea lo que sea que quede entre nosotros, Tweek, no voy a rendirme contigo. Te fallé una vez, y no voy a hacerlo de nuevo. Eres mi amigo.

El rubio apartó la vista apretando los labios en una línea tensa. La lucha interna era evidente en su rostro, como si quisiera creer en las palabras de Craig, pero no pudiera ignorar el peso de las cicatrices que cargaba.

—No puedo prometerte nada —murmuró finalmente, con sus manos atadas descansando sobre su regazo—. No sé si puedo confiar en ti otra vez… o en nadie, para ser honesto.

Craig asintió lentamente, aceptando la respuesta aunque le doliera.

—Lo entiendo. Pero no me voy a ir. No sé cuánto tiempo te tome, pero voy a demostrarte que puedes volver a confiar en mí. —Se inclinó hacia atrás, apoyándose contra la pared rocosa de la cueva, con una determinación tranquila en su mirada—. No voy a rendirme contigo, Tweek.

El silencio volvió a instalarse entre ellos. Esta vez, sin embargo, no era un silencio de guerra ni de tensión. Era un espacio que Craig decidió interpretar como una tregua.

Tweek cerró los ojos por un momento, dejando que las palabras de Craig se asentaran.

—Haz lo que quieras, Craig —dijo al final, con un tono que intentaba ser indiferente, aunque no podía ocultar del todo la vulnerabilidad en sus palabras.

Craig sonrió apenas, un gesto pequeño pero genuino.

—De verdad, gracias amigo.

Tweek no respondió. Sus ojos se cerraron, pero esta vez su postura no era tan rígida. Craig lo observó en silencio, sintiendo que, aunque el camino sería largo y lleno de obstáculos, tal vez habían dado el primer paso hacia algo más que un enfrentamiento.

Chapter 4: Kyle

Summary:

"La voz en mi mente
siempre habla de ti"

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

—Entonces… ¿No desea casarse conmigo, verdad? —La voz de Rebecca era suave, como si tuviera tiempo esperando ese momento.

Kyle suspiró con pesadez antes de responder.

—Lo lamento… No sería correcto unirnos en matrimonio sin amor.

Rebecca parpadeó un par de veces y asintió con serenidad, aunque sus dedos temblaban ligeramente al entrelazarse.

—Habla por usted, mi rey. Yo… no pienso igual. Pero si ese es su deseo, le pido disculpas por haberle decepcionado.

Kyle se sintió un completo pedazo de mierda cuando ella hizo una reverencia en señal de disculpa. Su abundante cabello rizado se agitó con el movimiento, reflejando la tenue luz del salón. Rebecca era una buena mujer, de eso no tenía dudas. Inteligente, dedicada a la alquimia medicinal… Había disfrutado cada conversación con ella, sobre todo cuando hablaba con entusiasmo de sus hallazgos, aunque su voz temblara y tartamudeara de vez en cuando, siempre se disculpaba por ello, y él le repetía que no tenía por qué hacerlo.

Le parecía adorable la forma en que juntaba los dedos y los golpeaba contra sus manos cuando intentaba explicarse. Pero Rebecca era ingenua, demasiado ajena al mundo exterior. Nunca había salido de la gran ciudad élfica, y su introversión la mantenía en un capullo difícil de romper.

Pero ese no era el problema. Por supuesto que no.

Kyle inspiró hondo y le sostuvo la mirada con sinceridad.

—Rebecca… quiero que sepas que esto no es tu culpa en absoluto.

—Entonces… ¿Me permite cuestionar el por qué?

Rebecca mantuvo la compostura, pero su voz tembló apenas. No era una simple queja, sino una petición genuina de comprensión.

Kyle apretó los labios, sintiendo una punzada de frustración. Sinceramente, ni él mismo tenía una respuesta clara. Rebecca era la segunda en ese año. El anterior fueron cinco. Se estaba ahogando en la misma situación una y otra vez. ¿Por qué no podía simplemente gobernar sin una reina?

Oh, claro. La descendencia. La estúpida descendencia y la constante presión de su madre.

Y no solo eso, debía ser una elfa de buen linaje. Si no fuera por esa maldita condición, tal vez… incluso habría considerado pedir la mano de la princesa Kenneth.

Pero, a pesar de todo…

—Perdone el atrevimiento, majestad, pero hay rumores sobre que usted…

La voz de Rebecca lo sacó abruptamente de sus pensamientos.

Kyle sintió un latigazo de irritación.

—¡Son solo charlatanerías!

No quiso sonar tan severo ni interrumpirla, pero las palabras salieron como un trueno. Lo supo en cuanto vio los ojos de Rebecca, brillantes por las lágrimas contenidas.

—Rebecca, yo…

—Perdone mi imprudencia.

Su tono era apenas un susurro tembloroso antes de que girara sobre sus talones y saliera casi corriendo, sujetando las capas de su vestido verde para no tropezar.

Kyle se quedó en silencio, el peso de la culpa hundiéndole los hombros.

Kyle Broflovski. El gran líder. El solucionador de problemas. El rey con una brújula moral inquebrantable, conocido por su sentido de la justicia y su empatía hacia los demás.

Acababa de hacer llorar a otra doncella.

—Oh, carajo… —murmuró entre dientes, pateando con frustración una silla cercana antes de dejarse caer pesadamente sobre la mesa del salón, apoyando ambos brazos sobre la superficie de madera pulida.

El eco de sus propias palabras aún resonaba en su cabeza. Su voz dura, su impaciencia contenida y la mirada herida de Rebecca.

Aunque había ignorado el matrimonio durante siglos, ¿por qué ahora había tanta insistencia? Aún le quedaban siglos de vida por delante… ¿Por qué esa urgencia, esa presión asfixiante?

Ya había hecho lo suficiente para complacer a su madre. Más que suficiente. Había hecho lo correcto por su pueblo, fortalecido su reino. Bajo su liderazgo las ciudades élficas gozaban de una estabilidad que no se veía en siglos. Incluso habían conseguido una paz duradera con ese maldito gordo…

Y, sin embargo, seguía sin ser suficiente.

El matrimonio. La descendencia. La interminable exigencia de preservar la línea real. Como si su única función en la vida fuera dejar un heredero, como si su valor como rey se redujera a eso.

Era exasperante.

Más agotador que la guerra.

Más opresivo que cualquier batalla.

Y es que, simplemente… no le gusta.

No le gusta que decidan su futuro.

No le gusta que su vida sea una deuda interminable con las expectativas ajenas.

No le gusta.

Y eso, tarde o temprano, lo haría explotar.

Hundido en su desesperación, Kyle apenas registró el sonido metálico de una armadura detrás de él.

—Me voy un par de semanas y lo primero que veo al regresar es a Rebecca Cotswolds llorando en los jardines —la voz de Stan resonó en el salón el tono fue entre divertido y severo.

Kyle ni siquiera se molestó en levantar la mirada.

—Stan, me alegra que hayas vuelto, pero en serio… ahora mismo no estoy de humor.

—Está bien, está bien. —Stan alzó las manos en un gesto conciliador antes de encogerse de hombros—. Aunque, siendo honesto… siempre me pareció un poco rara.

Kyle resopló, a medio camino entre la risa y la exasperación. Quizás Stan intentaba animarlo. Quizás solo decía lo que pensaba. De cualquier forma, había logrado sacarlo de su ensimismamiento, aunque fuera por un segundo.

El sonido de una silla arrastrándose sobre el suelo interrumpió el breve silencio. Stan se acomodó frente a él, con la naturalidad de quien estaba acostumbrado a irrumpir en momentos de crisis sin ser invitado. Llevaba puesta la armadura élfica característica de la ciudad, pero la suya tenía un diseño personalizado: rojo carmesí como base y azul zafiro en los detalles decorativos. La pieza central en el pecho mostraba un patrón intrincado de hojas estilizadas. Las hombreras eran prominentes, con bordes finamente decorados, todo transmitía autoridad y protección, por  supuesto, era el principal comandante de las tropas élficas, aún y cuando era un simple humano.

También llevaba una capa de un azul profundo casi negro y con bordes rojos, que caía con elegancia. Kyle no podía evitar preguntarse cómo demonios podía moverse con tanta comodidad en eso. La armadura debía de ser rígida como una maldita coraza.

—No lo era… —murmuró finalmente, frotándose el rostro con ambas manos—. Es una buena mujer. Me agradaba hablar con ella.

Stan ladeó la cabeza, observándolo con curiosidad.

—Entonces, ¿por qué la rechazaste?

Kyle suspiró pesadamente antes de responder.

—Porque solo quiero ser su amigo. No… —su voz titubeó un instante—. No quiero casarme aún.

Stan lo miró en silencio por un momento, evaluándolo.

Las facciones del humano eran más maduras ahora. Su rostro tenía un contorno ovalado, con una mandíbula marcada que se acentuaba con la barba corta y bien cuidada. Sus ojos, de un intenso azul, siempre reflejaban valentía, pero también una astucia que lo hacía difícil de engañar. Las cejas eran rectas y ligeramente arqueadas, le daban una expresión de constante análisis, como si siempre estuviera tratando de entender el porqué de las situaciones. Su nariz era recta y proporcionada, sin rasgos llamativos, pero su boca… sus labios finos y apretados siempre sugerían una actitud seria y decidida. Su cabello castaño oscuro era corto, aunque ligeramente despeinado, con mechones que caían alrededor de su frente de manera natural que contrastaba con su personalidad calculadora.

Finalmente, Stan soltó un suspiro y se reclinó en la silla.

—Bueno… si te sirve de consuelo, decirle que no antes de casarte con ella fue una mejor opción que decirle que no en el maldito altar.

Kyle dejó escapar una risa seca.

—Gracias por tu infinita sabiduría.

Stan le ofreció una sonrisa.

—Para eso estoy, majestad.

Kyle soltó una media sonrisa. Stan siempre encontraba la manera de mejorar su ánimo, incluso cuando él mismo no lo quería admitir. En realidad, lo apreciaba más de lo que solía expresar. Stan no era solo el comandante del ejército real, era su mejor amigo.

Y eso era curioso si pensaba en cómo se conocieron.

Aún recordaba el día en que lo encontró. Era apenas un bebé, envuelto en mantas sucias dentro de una cuna de madera rota. El llanto infantil lo había guiado hasta aquella pequeña casa en ruinas, en medio de un pueblo humano arrasado. No quedaba rastro de sus padres ni de nadie más. Solo él. Kyle sintió un nudo en la garganta al pensar en dejar a un niño a su suerte. No había dudas ni vacilaciones: lo tomó en brazos y lo llevó consigo a la gran ciudad élfica. Para su madre, no fue una sorpresa. Desde siempre, él se había preocupado por los más indefensos, por las minorías, por aquellos que nadie más quería.

Stan creció entre los elfos, aprendió su idioma, sus costumbres y sus tradiciones como si fueran suyas. Peleaba al mismo nivel que ellos, si no que hasta mejor, y con los años, su habilidad lo hizo destacar hasta convertirse en comandante. Un humano criado por elfos. Un guerrero con la astucia de su gente y la disciplina de la suya.

Kyle enderezó la espalda y finalmente soltó la mesa, dejando escapar un suspiro.

—Debes estar cansado. ¿Gustas un trago?

Stan parpadeó sorprendido y su mirada se iluminó con una mezcla de incredulidad y emoción.

—¿En serio, amigo? —Lo miró con sospecha, como si esperara que fuera una broma—. Hombre, dime quién eres y qué hiciste con Kyle.

Kyle resopló, reprimiendo una risa.

—No seas idiota.

Kyle conocía bien el gusto de Stan por el alcohol. Lo regañaba con frecuencia por su hábito de beber tan seguido, pero después de semanas en una expedición a las tierras olvidadas del Lord Oscuro, incluso él tenía que admitir que su amigo merecía un respiro.

Se levantó y caminó hasta una de las vitrinas de cristal, donde descansaban varias botellas de vino y licores de la mejor calidad. Mientras recorría con la mirada las etiquetas, la voz de Stan interrumpió su búsqueda.

—Hidromiel, por favor.

Kyle resopló y rodó los ojos.

—Por supuesto que elegirías lo más fuerte.

Aun así, tomó una botella de forma particular y dos vasos de cristal antes de regresar a la mesa. Colocó uno de los vasos frente a Stan y dejó la botella en el centro.

—Te aprovechas, ¿eh? —murmuró con un deje de diversión—. Pero bueno…

Stan sonrió con satisfacción y tomó la botella para servirse.

—Salud.

Kyle tomó asiento, observando cómo el líquido ámbar llenaba el vaso de su amigo. Entonces, Stan se apoyó en el respaldo de su silla y lo miró con curiosidad.

—Escuché que tuviste una reunión en Kupa Keep hace unos días —comentó, girando levemente el vaso entre sus dedos—. ¿Qué pasó ahora? ¿Cartman quiso volver a repartir los territorios? ¿O Stoley intentó colar esas máquinas de humo en el continente otra vez?

Kyle dejó escapar un largo suspiro y frotó su sien.

—Ojalá hubiera sido solo eso…

Stan dio un largo trago antes de preguntar, lo cual Kyle pensó que era perfecto, porque de verdad lo necesitaría.

—¿Entonces qué fue?

Kyle se dejó caer en la silla frente a él, tomó la botella y la arrastró hacia sí para servirse. Sí, él también la necesitaría.

—La princesa McCormick informó que Feldspar fue visto en sus tierras hace semanas… Y Stoley cree que lo más probable es que Tweek esté con él. Dice estar seguro de que no está en su continente.

Stan frunció el ceño de inmediato. Había cargado con la culpa de no haber acabado con Tucker hace años, y ahora el pasado volvía a alcanzarlos.

—Mierda… Eso es malo. De seguro el gordo…

—Y que lo digas —interrumpió Kyle con un resoplido—. Cartman estaba furioso. Se metió en una de sus paranoias diciendo que seguro estaban planeando algo… Incluso Stoley lo apoyó diciendo que debía ejecutar a Tolkien, ya que sería lo más seguro para evitar que se reunan.

Stan chasqueó la lengua.

—Claro que lo dijo.

—Por suerte, Kenneth puso orden —continuó Kyle, girando su vaso entre los dedos—. Sugirió que debíamos darles caza, pero…

Su voz se apagó por un momento. Vaciló.

Stan lo notó al instante y soltó un suspiro pesado. Sabía lo que eso significaba.

—Kyle, esos dos no son Tolkien —dijo con firmeza—. No tienes por qué dudar. Son tipos muy peligrosos.

—Lo sé, hombre, pero carajo… ¿No crees que ellos también tuvieron sus razones? —Kyle dejó escapar un suspiro, pasándose una mano por el rostro—. Nosotros no fuimos diferentes en la guerra. Creíamos tener el poder suficiente para gobernar, luchamos contra Cartman durante décadas por lo mismo…

Stan negó con la cabeza mientras su expresión se endurecía.

—Pero nunca matamos inocentes, Kyle. No jugamos sucio. Solo queríamos paz. Íbamos a usar ese poder para traer estabilidad, no para imponer terror.

Kyle asintió lentamente, sin discutir más. Tomó un trago de hidromiel, y de inmediato hizo una mueca cuando el licor le quemó la garganta.

—¿Cómo demonios puedes beber esto como si fuera agua? —gruñó, carraspeando y tosiendo un poco.

Stan soltó una risa ligera al ver su reacción.

—Es un talento —se encogió de hombros con diversión—. Pero bueno… ¿En qué más quedaron?

Kyle dejó el vaso sobre la mesa y exhaló hondo.

—Cartman reforzará las fronteras, Wendy patrullará con las amazonas, Kevin y Kenneth rastrearán a Tweek y Craig en las zonas donde fueron vistos.

—Entiendo… ¿Y tú?

El elfo desvió la mirada.

—Yo… hablaré con Tolkien.

Stan arqueó una ceja.

—No lo has hecho todavía, ¿verdad?

Kyle resopló, inclinándose contra la mesa con frustración.

—Mierda, no… ¿Cómo se supone que le diga? “Hey, Tolkien, vamos a cazar a tus amigos. ¿Tienes idea de dónde podrían estar?”

Stan soltó un suspiro y se cruzó de brazos, observando a Kyle con seriedad.

—Sí… eso suena como una conversación de mierda… Pero hey, no seas tan negativo, quizás puedas conseguir buena información, además, puede que ya no piense bien de ellos, él realmente ha cambiado, se arrepiente de lo que hizo, aunque nadie en la corte lo crea, yo estoy seguro de que él es bueno.

El rey sonrió. Stan tenía un punto. Tolkien había cambiado, de eso no había duda.

Kyle aún recordaba con claridad el día en que terminó la guerra. Tolkien, magullado y encadenado, arrojado a los pies de los reyes como el único de verdadero peso que lograron capturar. Cartman, con su arrogancia no tardó en exigir su ejecución, pero,  Kyle intervino, después de todo el chico de piel oscura era conocido en el pasado por su buen desempeño en la alquimia y botánica medicinal.

—Él te traicionará, estoy seguro. Ni creas que te ayudará —había escupido el rey mago, con desdén.

Pero Kyle se negó a ceder. Tal vez porque, en el fondo, no quería derramar más sangre innecesaria. O tal vez porque veía en Tolkien algo que los demás no.

Al principio, el sanador fue todo lo que Cartman predijo: obstinado, desafiante. Se negó a rendirse, a cooperar… incluso a comer.

—¿Por qué demonios no acaban conmigo? —gruñó en una ocasión, con el orgullo aún intacto, incluso en su estado deplorable.

Pero Kyle no lo hizo. No porque sintiera compasión, sino porque entendía que Tolkien no era un fanático sin remedio. Había sido enemigo, sí, pero no un monstruo. Solo una simple pieza en la guerra.

—Tienes razón… Intentaré hablar con él hoy mismo —dijo finalmente el pelirrojo, soltando un leve suspiro.

Stan sonrió con satisfacción y alzó su vaso.

—¡De eso hablo, hombre! Salud por eso. —Chocó su vaso contra el de Kyle antes de dar un largo trago.

El elfo rodó los ojos, pero no se burló. Simplemente llevó el vaso a sus labios y bebió un poco de ese maldito licor. Siempre le había parecido asqueroso, demasiado fuerte, demasiado ardiente en la garganta… pero por alguna razón, en compañía de Stan, no sabía tan mal.

Se sentía cómodo en ese momento. A pesar de que la conversación giraba en torno a los peligros que acechaban el reino, el tono seguía siendo ligero, con el inconfundible toque de Stan, con su forma despreocupada solo para tranquilizarlo. Con él, Kyle no tenía que medir sus palabras, no tenía que ser el rey perfecto ni el estratega brillante. Podía simplemente ser él mismo.

Y, maldita sea, le encantaba la forma en que Stan siempre lograba levantarle el ánimo.

Pero… ¿por qué?

Tenía más amigos, personas en las que confiaba, con quienes había compartido batallas, victorias y derrotas. Pero con Stan… era diferente.

Era su mejor amigo. Sí, eso era. No había duda.

Pero entonces, ¿por qué su pecho se sentía extraño cuando lo veía sonreír así? ¿Por qué el roce casual de sus manos al tomar la botella lo hizo perder la concentración por un segundo?

Kyle sacudió la cabeza ligeramente, intentando disipar esos pensamientos.

No. No era nada. Era simple aprecio, simple camaradería.

Solo eso.

Kyle se quedó en silencio unos segundos más de lo necesario, distraído en sus propios pensamientos, dándole vueltas a sensaciones que prefería ignorar. El peso del licor en su garganta no se comparaba con el peso en su pecho.

Tal vez debería beber más.

Pero entonces, la voz de Stan rompió el aire como un filo inesperado.

—Oye… Y hablando de la reunión… ¿cómo está Wendy?

Kyle sintió cómo algo dentro de él se tensaba. Un golpe seco, casi imperceptible, pero lo suficientemente certero para que su mente se detuviera en seco.

Wendy.

Por supuesto.

Ella y Stan habían estado juntos antes y durante la guerra, una pareja poderosa, casi perfecta. Ambos eran líderes en su propio derecho: Stan, el comandante de los ejércitos élficos reales, y Wendy, la imponente líder de las amazonas. Se complementaban en batalla y, por un tiempo, también fuera de ella. Pero al final, Wendy había tomado su decisión. Para ella, su gente, su causa, el deber… todo estaba por encima de cualquier relación.

No es que Stan no le importara. Simplemente, en su mundo, el amor era un lujo que no podía permitirse.

No es que Kyle pensara en eso a menudo.

Claro que no.

—Está bien —respondió, con un tono más neutro de lo que pretendía—. Se miraba ocupada como siempre, aunque de verdad tomó mucha iniciativa en la reunión.

Stan soltó una risa baja, aunque algo en su expresión se suavizó, como si los recuerdos lo golpearan también.

—Eso suena como ella —murmuró, girando su vaso entre los dedos antes de dar otro trago.

Kyle lo observó por un instante.

¿Le dolía aún? ¿Pensaba en ella más de lo que dejaba ver?

¿Por qué eso le molestaba un poco?

—¿Y tú? —preguntó sin pensarlo demasiado—. ¿Sigues pensando en ella?

Stan dejó su vaso en la mesa y lo miró, no sorprendido, pero sí con una media sonrisa que Kyle no supo cómo interpretar.

—Kyle, no seas idiota.

El pelirrojo arqueó una ceja.

—No lo soy. Solo pregunto.

Stan suspiró, apoyando un brazo sobre la mesa.

—Wendy es increíble. Pero lo nuestro se terminó hace mucho, y creo que ella tenía razón en su decisión. Nunca habría funcionado a largo plazo, aunque nuestra separación no quiera decir que no quiera saber cómo está, es… Una buena amiga, en realidad.

Kyle asintió, aunque en su mente no supo si el alivio que sintió fue por Stan… o por él mismo.

Y eso, definitivamente, no quería analizarlo en ese momento.

—Bueno, al menos me alegra que lo veas así —dijo, llevándose el vaso a los labios nuevamente.

Stan lo observó por un instante, con esa expresión que a veces tenía, como si pudiera leerlo mejor de lo que Kyle desearía.

—¿Y a ti? —preguntó de repente.

Kyle casi se atraganta.

—¿Qué?

—Nada, olvídalo —Stan sonrió de lado, tomando de nuevo su vaso—. Solo estaba viendo si realmente eras tan idiota como parece, majestad.

Kyle resopló, sacudiendo la cabeza.

Maldito Stan.

Pero por alguna razón, su pecho ya no se sentía tan pesado.

 

 

El Santuario del Crecimiento era un espectáculo de armonía entre la naturaleza y la magia antigua. A diferencia de las simples construcciones de vidrio humano, este invernadero élfico estaba tejido con ramas trenzadas que formaban arcos altos y estilizados, como si los mismos árboles hubieran decidido entrelazarse para crear un refugio. Grandes ventanales de cristal encantado permitían que la luz de la luna y el sol filtraran su resplandor en tonos dorados y azulados, adaptándose según la hora del día.

Lianas con flores luminiscentes colgaban del techo enredándose entre columnas talladas con antiguas runas élficas curativas, y el aire estaba impregnado con un aroma fresco a hojas húmedas y especias exóticas. Pequeñas corrientes de agua fluían en canales esculpidos en la piedra, formando estanques donde crecían plantas de propiedades mágicas, sus hojas resplandeciendo con un fulgor sobrenatural. Algunas de ellas eran tan raras que solo florecían bajo los cánticos élficos, y era común escuchar susurros de sanadores pronunciando conjuros mientras cuidaban los brotes delicados.

Tolkien Black estaba ahí, como siempre. Envuelto en su bata de alquimista, sus dedos oscuros se movían con precisión sobre un pequeño arbusto de hojas plateadas, inspeccionando su desarrollo. Sus ojos reflejaban concentración y orgullo mientras hablaba con Nichole Daniels, una joven elfa de mirada inteligente y voz suave, quien compartía su pasión por la magia curativa.

Kyle no pudo evitar sonreír al verlos juntos. Había algo en la manera en que se miraban, en cómo Nichole inclinaba la cabeza al escucharlo, y en la forma en que Tolkien, normalmente reservado, se permitía sonreír con genuina calidez. Últimamente, esos dos parecían más cercanos.

Sin embargo, el motivo de su visita no le permitía perderse en pensamientos ajenos.

—Tolkien, lamento interrumpirlos, pero necesito un momento de tu tiempo —dijo Kyle con voz firme, aunque con un tono lo suficientemente sereno para no romper por completo el ambiente pacífico del invernadero.

Tolkien levantó la vista, su expresión endureciéndose levemente al reconocer el tono serio en la voz del rey. Se despidió con una inclinación de cabeza hacia Nichole, quien le devolvió una sonrisa comprensiva antes de retirarse, dejando a los dos hombres solos entre los murmullos de las hojas y el suave burbujeo de las corrientes de agua encantadas.

Kyle cruzó los brazos y le dedicó a Tolkien una sonrisa ladina.

—Veo que últimamente pasas mucho tiempo con Nichole.

El sanador, que estaba limpiando con delicadeza las hojas de color plata, se detuvo por un instante y soltó una leve risa.

—Es una buena chica —admitió con naturalidad, pero el leve rubor en su rostro no pasó desapercibido para el rey elfo—. Es trabajadora, dedicada… y muy inteligente.

Kyle arqueó una ceja con diversión.

—¿Sólo eso?

Tolkien resopló, inclinando la cabeza con una sonrisa.

—Majestad…

—De acuerdo, de acuerdo. No insistiré —se rindió el elfo con un gesto burlón, antes de cambiar de tema con suavidad—. ¿Y cómo van tus estudios?

El hombre se volvió hacia una de las mesas de madera rúnica, donde tenía extendidos algunos pergaminos con notas y dibujos detallados de distintas hierbas exóticas. Acarició una pequeña planta de hojas azuladas, que parecía estremecerse levemente ante su toque.

—Van bien —respondió con honestidad—. Estoy logrando estabilizar el crecimiento de estas especies sin que necesiten las condiciones exactas de su tierra de origen. Es un avance lento, pero prometedor.

Kyle asintió, observando con interés las diminutas raíces que asomaban de la maceta. No tenía el conocimiento de Tolkien en botánica, pero admiraba su dedicación.

—Eso es impresionante, Tolkien. Estoy seguro de que este trabajo salvará muchas vidas.

El sanador se giró hacia él, mirándolo con seriedad y respeto.

—Gracias, Kyle. Realmente aprecio tus palabras… y todo lo que has hecho por mí… Sé que han pasado años, y te lo repito constantemente, pero sigo sin creer que me hayas perdonado la vida.

Kyle sostuvo su mirada por un momento antes de asentir con una pequeña sonrisa.

—Eres un hombre sabio, Tolkien. Sabes que tenía mis dudas, pero demostraste lo contrario, me alegra saber que te tenemos con nosotros.

Los ojos oscuros del sanador reflejaron gratitud. No tenía motivos para halagar al rey innecesariamente, pero en verdad lo respetaba. Para él, Kyle era un líder perfecto, había demostrado ser justo y compasivo, incluso con aquellos que alguna vez estuvieron del otro lado de la guerra.

Kyle inspiró profundamente. Ya había aligerado lo suficiente el ambiente. Ahora venía la parte difícil.

—En realidad, vine a hablar contigo por algo más… —empezó con cautela.

Tolkien ladeó la cabeza, escuchándolo con atención.

—¿Algo serio?

El elfo exhaló, preparándose para lo que venía.

—Sí. Es sobre Craig y Tweek.

El rostro del sanador se ensombreció ligeramente.

—Te escucho.

Kyle deslizó la mano dentro de su túnica y sacó un pergamino enrollado. Tolkien sin necesidad de palabras entendió su intención y despejó un espacio en la mesa de madera rúnica. El elfo extendió el documento con cuidado, revelando un mapa detallado del continente. Sobre él, los colores de las distintas facciones delineaban la nueva distribución de tierras. Líneas y fronteras que, aunque parecían fijas, seguían siendo heridas abiertas de un pasado no tan lejano.

—Hace aproximadamente dos semanas vieron a Felds… —Kyle se corrigió con rapidez—. A Craig, quiero decir.

Su dedo recorrió el pergamino hasta señalar una región teñida en tonos naranjas, perteneciente a la princesa McCormick.

—Lo vieron solo, pero Stoley, el líder de la federación, está cien por ciento seguro de que Tweek también pueda estar con él.

Tolkien no respondió de inmediato. Se quedó observando el mapa con una expresión difícil de descifrar, su mirada oscura recorriendo las fronteras, los nombres de los territorios, los vestigios de un mundo que alguna vez conoció de otra manera. Algo en ese silencio hizo que Kyle se tensara, pero antes de que pudiera decir algo, el sanador soltó una suave risa, una que no tenía nada de humor.

—Cuatro años… y aún no han dado con ellos, ¿eh? —murmuró con un suspiro.

La sonrisa que curvó sus labios era triste, impregnada de un peso que solo la nostalgia podía traer. Tocó con la yema de los dedos la región señalada, como si pudiera sentir a través del papel las huellas de un pasado enterrado.

—Quizás haya una buena probabilidad… —continuó en voz baja—. Tweek siempre se manejó mejor con Craig. Era el único que podía calmarlo, contenerlo cuando nadie más podía. No se daban cuenta pero ellos… tienen esa conexión.

Su tono se perdió un instante, como si las palabras lo arrastraran de vuelta a un tiempo que ya no existía.

Kyle frunció el ceño, sin entender del todo el significado de aquella afirmación. Sin embargo, Tolkien no parecía tener dudas. No hablaba con conjeturas, sino con la certeza de alguien que había conocido de cerca esa unión.

Un vínculo inquebrantable.

Una devoción mutua.

—¿Y crees que Craig pueda replicar los planes de Clyde?

Kyle lanzó la pregunta con naturalidad, pero en cuanto el nombre de Clyde abandonó sus labios, notó el ligero endurecimiento en la expresión de Tolkien. No fue una reacción dramática, ni un destello de furia, pero estuvo ahí: una breve sombra cruzando sus ojos oscuros, el más leve apretón de mandíbula antes de exhalar.

Sin embargo, no tardó en soltar una risa baja, casi condescendiente, mientras apoyaba una mano en la mesa y meneaba la cabeza.

—Por favor… —dijo con un dejo de burla—. Craig apenas puede soportar su propio mal humor, ¿cómo demonios esperas que pueda reunir ejércitos?

Kyle alzó una ceja, esperando que continuara.

—No me malinterpretes, es un excelente comandante —concedió Tolkien, inclinándose sobre el mapa con los dedos entrelazados—. Pero solo con la gente que ya confía en él, con quienes están dispuestos a seguirlo sin cuestionar. No es como Clyde, no tiene esa… habilidad de manipular masas, de jugar con la ambición de los demás.

Tolkien hizo una pausa, como si en su mente pasara una lista de los horrores que Clyde había sido capaz de desencadenar. Su tono se volvió más pensativo cuando añadió:

—Incluso si conociera todos los planes de Clyde, dudo que pudiera replicarlos. Craig nunca fue un estratega político, siempre fue un hombre de acción.

Tomo un vial y lo hizo girar entre sus dedos, observando distraídamente el reflejo de la luz en el líquido ámbar dentro de ella. Luego sonrió con un dejo de ironía.

—Y Tweek… —suspiró—. Bueno, imagina por un momento lo que sería para él rehacer otra guerra.

La sola idea parecía absurda.

—Si ni siquiera podía lidiar con la presión de nuestras batallas pasadas sin que le temblaran las manos o tuviera un ataque psicótico… —Tolkien dejó la frase en el aire, como si el final fuera obvio.

Kyle frunció el ceño, intentando procesar las palabras de Tolkien. No era que no entendiera la lógica detrás de su argumento, sino que algo en su tono, en la forma en que hablaba de Craig y Tweek, lo hacía sonar más como una certeza que como una suposición.

—Entonces… ¿estás diciendo que no tenemos nada de qué preocuparnos? —preguntó finalmente.

Tolkien soltó una risa y tomó la botella que había estado girando entre sus dedos, vaciándola en la planta de antes.

—No es eso —dijo, observando la reacción del líquido en la planta—. Solo digo que si Craig y Tweek realmente están juntos, entonces…

Hizo una pausa, esbozando una sonrisa más nostálgica que burlona.

—Ese par de idiotas no deben de tener una puta idea de qué hacer.

Pero lo dijo con cariño, con ese tono de alguien que conoce bien a los mencionados y, pese a todo, les guarda un extraño afecto.

Kyle no supo si eso era un consuelo o una preocupación más.

¿Cómo podría explicarle eso al consejo de la alianza?

 

 



Mientras los reyes se aferran a viejas cicatrices, temiendo fantasmas de una guerra que ya no existe…
Son tan ciegos que no ven el futuro que se cierne sobre ellos.

Porque en las sombras, algo se mueve.

Ellos ya han comenzado.



 

Notes:

De verdad muchas gracias por sus kudos, trataré de seguir dando lo mejor para esta historia <3

Chapter 5: Kenneth

Summary:

"Ellos solo quieren mi amor y mi energía
Soy mucho más que la realeza."

Chapter Text

Las tierras del Prado eran el hogar de la princesa Kenneth. Le pertenecían por derecho, pues los orcos las habían dominado desde tiempos inmemoriales, cuando sus ancestros construyeron asentamientos sobre la tierra virgen. Aunque ahora los pastizales se extendían en un mar verde con la brisa fresca y perfumada de flores silvestres, nada comparado con el pasado. Pero los vestigios de la gran civilización orca seguían en pie, desafiando el tiempo con su robustez.

Las antiguas fortalezas de piedra negra se alzaban en el horizonte, con muros gruesos decorados con runas orcas que el viento y la lluvia no habían logrado borrar del todo. Torres toscas, de formas irregulares, algunas parcialmente derrumbadas, otras aún firmes como guardianas eternas. Los caminos estaban trazados con losas desgastadas por incontables pisadas, y entre las casas de madera y piedra, aún se veían grandes pilares de huesos de bestias.

Kenny caminaba por las calles del pueblo con la cabeza en alto, su melena dorada ondeando con el viento. Saludaba con una sonrisa a cada habitante, sin distinción entre jóvenes o ancianos, ricos o pobres. Su pueblo estaba conformado en su mayoría por los olvidados, aquellos que en otros reinos habrían sido rechazados, pero que en el Prado encontraban un hogar.

Ella nunca se consideró una reina con súbditos, sino una guardiana de su gente. Con lo poco que poseía, se esforzaba en mejorar sus vidas, restaurando los edificios caídos, distribuyendo provisiones y asegurándose de que nadie pasara hambre. No tenía tesoros ni ejércitos imponentes, pero poseía algo mucho más valioso: la lealtad inquebrantable de quienes la seguían. Y por eso la amaban.

—¡Kenny! —La voz infantil de Karen la hizo girar sobre sus talones justo a tiempo para recibir a la pequeña en sus brazos. La niña se lanzó con fuerza, y la princesa la envolvió en un cálido abrazo, riendo suavemente ante su entusiasmo.

—Karen, te he dicho que no saltes así, podrías lastimarte —le regañó con dulzura, mientras deslizaba una mano por su cabello despeinado.

Karen, como tantos otros niños del Prado, era una huérfana de la guerra. Su única familia, su hermano mayor Kevin, había perecido en el campo de batalla hacía cuatro años, dejándola a la deriva en un mundo que poco se preocupaba por los desposeídos. La primera vez que Kenny la vio, la pequeña no era más que una sombra de lo que debía ser una niña: estaba en los huesos, con la piel cubierta de polvo y el cabello castaño enmarañado, tieso por la suciedad. Sin embargo, lo que más la impactó no fueron sus condiciones, sino la luz en sus ojos, aquella chispa de esperanza que ni el hambre ni la desesperación habían logrado apagar.

—Usted es muy bonita, majestad —le había dicho en su primer encuentro, haciendo una torpe reverencia. Sus manitas huesudas sujetaban con esfuerzo los jirones de su vestido andrajoso, pero la devoción en su voz era inconfundible.

Kenny sintió su corazón encogerse. En ese instante supo que no podía abandonarla a su suerte. La tomó bajo su protección, le enseñó a leer y escribir, le dio alimento y un techo seguro donde dormir. Se había prometido cuidarla como si fuera su propia hermana, incluso, le había dado su apellido.

—¿Cómo te fue en tus clases? —preguntó Kenny cuando la niña finalmente se separó de su abrazo.

—¡De maravilla! —respondió Karen con orgullo—. La señorita Nelson me dijo que mi conocimiento en matemáticas es muy avanzado para mi edad.

El tono de satisfacción en su voz hizo sonreír a Kenny, quien no pudo evitar reír suavemente mientras le daba unas palmaditas en la cabeza.

—Siempre has sido tan inteligente, Karen. Estoy muy orgullosa de ti —dijo con calidez antes de enderezarse—. Debes estar hambrienta. ¿Quieres comer aquí en el pueblo?

La niña asintió con entusiasmo con su sonrisa iluminándole el rostro. Sin más, comenzaron a caminar juntas por las calles, hablando de su día y de pequeñas trivialidades, disfrutando la compañía mutua.

El destino de su paseo era la posada Tropical, la mejor en toda la zona. A pesar de la presencia ocasional de algunos borrachos, era un lugar tranquilo y seguro, ideal para que Karen estuviera cómoda. Además, la comida era sabrosa y la dueña también era encantadora.

Como era costumbre, en cuanto cruzaron la puerta, la calidez del lugar se reflejó en la gente que las recibió con saludos amistosos y sonrisas animadas.

Tomaron asiento en la barra, donde la joven dueña, Kelly, terminaba de limpiar con movimientos rítmicos y concentrados. Apenas las vio, alzó la mirada y esbozó una sonrisa amplia.

—¡Pero qué grata sorpresa! Karen y Lenny, es un honor verlas de nuevo por aquí, sus majestades.

Kenny soltó un suspiro interno pero mantuvo su sonrisa. Kelly siempre decía mal su nombre. Desde el primer día, cuando lo pronunció con un murmullo casi inentendible debido a sus prominentes colmillos inferiores de orco, la dueña de la posada había asumido que se llamaba Lenny, aunque aveces le decía Tenny, Benny, y demás . Al principio intentaba corregirla, pero con el tiempo simplemente se rindió. A estas alturas, le resultaba hasta entrañable.

—Es una ocasión especial, Kelly —respondió la princesa con un deje de orgullo en la voz, echando un vistazo a la pequeña humana a su lado—. A Karen le ha ido muy bien en sus clases hoy.

—¿Nuestra pequeña genio, eh? —Kelly sonrió y apoyó los codos en la barra, mirando a Karen con complicidad—. Pues estás de suerte, chiquilla. Hoy tenemos pollo en salsa de almendras con arroz.

Los ojos de la niña se iluminaron en una ancha sonrisa. Era su comida favorita. Kenny lo sabía perfectamente… y también sabía que ese no era el especial del día. Kelly le sostuvo la mirada apenas un instante y, sin decir una palabra, la princesa asintió con gratitud. Pequeños gestos como ese eran los que le recordaban que su gente realmente la apreciaba.

Kelly dio la orden a la cocina y, con movimientos ágiles y eficientes, sirvió un vaso de jugo de manzana para Karen y, para Kenny, una copa de su mejor vino.

—Aquí tienen, algo para acompañar mientras esperan.

—Gracias, Kelly —respondió la princesa, tomando la copa con una ligera inclinación de cabeza.

Karen bebió con entusiasmo un sorbo de su jugo y suspiró con satisfacción.

—¡Siempre sabe mejor aquí!

Kelly sonrió con orgullo, apoyándose con los antebrazos en la barra.

—Es porque lo hacemos con manzanas del huerto de la señora Diane. Las cosecha con tanto amor que hasta los frutos lo sienten.

—Eso explica por qué cada vez que paso por ahí los árboles parecen más frondosos —comentó Kenny con una media sonrisa antes de llevarse la copa a los labios.

—No me sorprendería —rió Kelly—. Desde que le diste la oportunidad de vender en el mercado principal, su negocio ha florecido. Antes apenas podía con las ventas, y ahora contrata a jóvenes del pueblo para ayudarla.

Kenny asintió con satisfacción. Ese era el tipo de cambios que quería ver en el Prado, pequeñas mejoras que crecían con el tiempo y fortalecían la comunidad.

En ese momento, la comida llegó humeante y fragante, llenando el aire con un delicioso aroma a almendras y especias. Karen prácticamente brillaba de felicidad al ver su plato, y Kenny, con una sonrisa apacible, alzó su copa en un pequeño brindis.

—Por el Prado y por su gente.

—Por el Prado —secundó Kelly, sonriendo, mientras Karen, con su jugo de manzana, imitaba el gesto con entusiasmo.

La tranquilidad del momento se sintió como un bálsamo. Entre bocado y bocado, la charla fluyó con naturalidad, hablando de la cosecha de este año, de cómo los nuevos talleres en la plaza ayudaban a los jóvenes huérfanos a aprender oficios, y de lo mucho que había crecido el pueblo en los últimos años.

Kenny apenas estaba alzando su copa para beber de nuevo cuando Kelly, con una sonrisa traviesa, se apoyó en la barra y le lanzó un reto con aire despreocupado.

—Apuesto a que no puedes beber más licor que yo.

La princesa arqueó una ceja con diversión, entrecerrando los ojos con una expresión desafiante.

—¿Quieres perder frente a la realeza, Kelly?

La tabernera rubia rió, ya sirviendo dos vasos de aguardiente con un movimiento ágil.

—Solo digo que, con tu sangre de elfo, puede que te falte resistencia.

—Y con mi sangre de orco, puede que no.

Karen observaba la escena con ojos brillantes, claramente entretenida por la competitiva camaradería de ambas. Kenny estaba a punto de tomar su vaso cuando la puerta de la posada se abrió con brusquedad, dejando entrar una corriente de aire junto con la figura de un hombre alto y delgado.

Petuski.

Su cabello castaño claro estaba desordenado por la prisa, y sus ojos marrones buscaban directamente a la princesa. Vestía su habitual armadura gastada, y aunque su ropa siempre tenía un aire descuidado, la experiencia en batalla lo hacía uno de los soldados más confiables de Kenny. Muchos en el pueblo lo llamaban DogPoo por su aspecto y su… aroma peculiar después de días de entrenamiento, pero esos apodos jamás saldrían frente a ella. Petuski había sido uno de los primeros en jurarle lealtad sin dudar, y Kenny lo respetaba por ello.

El soldado se inclinó levemente en reverencia antes de hablar con tono firme.

—Majestad, hemos divisado las bestias de vapor de la federación acercándose.

El aire en la posada pareció enfriarse de golpe.

Kenny bajó lentamente su copa, sintiendo cómo la placidez del momento se esfumaba como el humo de una vela.

Cierto. Kevin Stoley le había dicho que enviaría soldados para ayudar a resolver el problema de Feldspar y Tweek. Pero no esperaba que el hombre le mandara esas cosas.

Máquinas de humo.

El solo recuerdo de los monstruosos aparatos, con sus engranajes siseantes y su metal oscuro cubierto de hollín, le revolvía el estómago.

No confiaba en ellas.

O quizás no confiaba en la federación.

—¿Cuántas? —preguntó con tono controlado.

Petuski enderezó la postura.

—Cuatro en la colina sur. Vienen con una escolta, pero no han cruzado la frontera todavía.

Kenny respiró hondo y se puso de pie con la calma de una tormenta contenida.

—Voy a recibirlos yo misma.

Karen la miró con preocupación, aferrándose levemente a la manga de su abrigo naranja.

—Ten cuidado.

Kenny le revolvió el cabello en un gesto tranquilizador, aunque en el fondo, ella misma sabía que nada de esto daba tranquilidad.

Fuera de la posada la esperaba una figura familiar. Jacob Hallery, otro de sus soldados de confianza, se enderezó al verla salir. Era un joven un tanto pequeño en comparación con Petuski, con el cabello castaño oscuro cayéndole hasta los hombros y un rostro sereno y decaído. Ambos hombres la escoltaron en silencio mientras avanzaban por el camino de tierra que los llevaría a la salida sur. El cielo ya comenzaba a teñirse de tonos anaranjados y dorados con la inminente llegada del atardecer, proyectando sombras alargadas sobre las calles adoquinadas del pueblo.

El viento arrastraba consigo el aroma de leña quemada y hierba fresca, pero un nuevo olor comenzó a infiltrarse en el aire: un rastro de humo aceitoso y hollín. Kenny frunció el ceño al divisar finas hileras de humo elevándose en la distancia, retorciéndose como serpientes grises antes de disiparse en el cielo.

Y entonces, las vio.

A lo lejos, justo en la colina sur, cuatro enormes máquinas de vapor avanzaban lentamente sobre ruedas de hierro reforzado. Eran como carruajes, pero en lugar de caballos, estaban impulsadas por mecanismos internos que rugían con un siseo profundo y constante. Tubos de cobre sobresalían de los costados, dejando escapar vapor cada ciertos segundos, mientras que gruesas chimeneas en la parte trasera expulsaban humo negro al cielo. El metal oscuro de sus estructuras estaba adornado con emblemas de la federación, y cada una de ellas estaba escoltada por soldados con uniformes azulados y al hombro sostenían esas cosas que había escuchado que se llamaban rifles.

Kenny sentía un nudo desagradable formándose en su estómago cuando realmente lo que la sorprendió no fue la presencia de las máquinas de humo ni la escolta bien armada.

Fue la figura que descendió de uno de los carruajes.

Cabello oscuro cuidadosamente peinado hacia atrás, ropas de viaje elegantes pero funcionales, y esos fríos ojos negros.

Kevin Stoley.

El propio líder de la federación.

Kenny se detuvo en seco, mirándolo con una mezcla de incredulidad y suspicacia. Esperaba soldados. Esperaba un emisario, tal vez. Pero no esperaba que el mismísimo Kevin Stoley se tomara la molestia de aparecer en persona.

Y eso solo significaba una cosa.

Ese maldito realmente tenía ese motivo.

Stoley se acercó con paso firme pero medido, deteniéndose a apenas unos pasos de la princesa. Kenny ya estaba alzando la mano para estrechársela, siguiendo el protocolo habitual con los líderes extranjeros, pero para su sorpresa, él no hizo el gesto de apretón. En su lugar, inclinó levemente la cabeza en una reverencia limpia y tomó su mano con delicadeza antes de depositar un beso breve sobre sus nudillos.

—Es un verdadero placer verla de nuevo, princesa Kenneth —dijo con voz calmada, aunque su tono poseía un filo apenas perceptible—. Su hospitalidad sigue siendo legendaria.

Kenny no respondió de inmediato. En cambio, llevó la mano besada hacia su pecho en un gesto instintivo, observándolo con ojos analíticos. Había esperado cortesía, pero no aquel refinamiento casi calculado. Kevin Stoley siempre tenía una razón para cada uno de sus movimientos.

—Espero que su viaje haya sido placentero, Stoley —dijo al fin, con su tono habitual de calma medida—. Aunque debo admitir que me sorprende verlo en persona. No mencionó que vendría usted mismo.

La sombra de una sonrisa cruzó fugazmente los labios del extranjero mientras se incorporaba por completo, llevando las manos detrás de su espalda en un gesto relajado pero seguro.

—Consideré más práctico dirigir mis tropas personalmente —respondió, con un deje de mordacidad apenas disimulado—. Después de todo, teniendo en cuenta que su reino carece de un verdadero ejército, pensé que un liderazgo firme sería lo más adecuado.

Kenny mantuvo su expresión neutra, pero en su interior sintió una punzada de irritación. No era la primera vez que alguien subestimaba a su gente, y sabía que tampoco sería la última. A su lado, pudo escuchar el suave gruñido de Petuski y el refunfuño apenas contenido de Hallery. Sus hombres, aunque disciplinados, no eran inmunes a la indignación.

Apretó los dientes con disimulo antes de responder, su tono fue  firme pero libre de hostilidad.

—Eso es… un gesto amable de su parte, supongo —dijo con calma medida, sosteniéndole la mirada con seguridad. Kevin Stoley no la intimidaba. Demonios, había crecido lidiando con Cartman; a estas alturas, pocas cosas podían doblegar su temple—. Les hemos preparado nuestras mejores tiendas para sus soldados. Siéntase libre de ponerlos cómodos.

Kevin la observó un instante más de lo necesario antes de inclinar ligeramente la cabeza en un asentimiento cortés.

—Se lo agradezco.

Hizo un gesto sutil a uno de sus hombres, y Kenny aprovechó para ordenar a Hallery que guiara a las tropas hacia sus asignaciones.

—Si no le importaría seguirme para discutir el plan de caza de esos traidores…

Kenny no le dio el gusto de vacilar. Simplemente se giró sobre sus talones con elegancia y comenzó a caminar, escoltada de cerca por Petuski y seguida con calma por Stoley.

La brisa del anochecer comenzaba a enfriarse, pero la tensión en el aire era suficiente para mantener el ambiente cargado

Por supuesto, Kenny no tenía una imponente sala de reuniones como la de Cartman, con su opulencia desmedida y esa arrogancia que impregnaba cada rincón. Tampoco contaba con los elegantes jardines cristalizados de Wendy, donde la magia amazónica flotaba en el aire con una perfección casi irreal. Mucho menos poseía un salón rústico y armonioso como el de Kyle, donde la madera viva y la luz natural daban la sensación de estar en comunión con la misma tierra.

Lo que ella tenía era lo justo y necesario: un espacio modesto, austero, pero sólido, ubicado en una de las estructuras más antiguas de los orcos. Sus muros agrietados de piedra oscura estaban marcados por el paso del tiempo como todo lo demás de su pueblo. Las vigas de madera, reforzadas con gruesos clavos de hierro, sostenían el techo inclinado, donde aún colgaban viejas banderolas de guerras pasadas, deshilachadas pero orgullosas.

La luz de las antorchas bailaba en las paredes, proyectando sombras alargadas que se movían con cada brisa que se filtraba por las rendijas de la construcción. Un gran tapiz de cuero, adornado con símbolos tribales orcos, cubría la mesa central, donde las pocas reuniones estratégicas tenían lugar. No había lujos, pero cada objeto en la sala tenía un propósito y un significado.

Kenny le hizo un gesto a Petuski para que los dejara a solas. El castaño dudó un instante, sus ojos oscuros reflejando una pizca de recelo, pero no se atrevió a contradecir a su princesa. Con una última reverencia, se retiró en silencio, dejando que la puerta se cerrara pesadamente tras él.

Apenas quedaron solos, la fachada de cortesía se desmoronó en un parpadeo.

—Tus soldados tienen… un aroma demasiado desagradable, ¿lo sabías? —comentó Kevin con aire despreocupado, dejándose caer en una de las sillas con la confianza de alguien que no temía las consecuencias de su insolencia—. Como a… excremento de perro.

Kenny cerró los ojos por un instante, respirando hondo para no lanzarle una daga entre ceja y ceja.

—Maldita sea, cállate, Stoley. Tus máquinas son las que realmente apestan.

Se acercó a un estante de madera oscura, donde varias reliquias orcas yacían organizadas con un extraño orden caótico. Sus dedos encontraron el pergamino que buscaba el del mapa actual del continente.

—Vamos a lo que importa —dijo con voz firme, ignorando la mirada cínica del extranjero—. Hay mucho que discutir.

Kenny extendió el pergamino sobre la mesa y lo alisó con las manos, asegurándose de que Kevin pudiera verlo con claridad. La superficie del mapa estaba marcada con anotaciones apresuradas y pequeñas cruces de tinta que indicaban puntos clave en su territorio.

—Feldspar fue visto por última vez aquí —señaló con firmeza un punto en la región noroeste, cerca de la frontera con las montañas del Eco Sombrío—. Según los informes de mis exploradores, estuvo merodeando esta zona durante varias noches, probablemente buscando provisiones o un refugio.

Kevin se inclinó sobre el mapa evaluando los caminos y la topografía del área.

—Hizo un movimiento hacia el norte hace poco, ¿no? —preguntó, deslizando un dedo sobre la línea que representaba un antiguo sendero orco.

Kenny asintió.

—Sí, lo más probable es que esté siguiendo esta ruta, llegó un cuervo hace dos días de otro de mis pueblos, Gorydil, donde un tabernero explicó haberlo visto —trazó con la uña un camino angosto que serpenteaba entre colinas y pasos rocosos—. Es un trayecto peligroso, pero también el más discreto si quiere evitar patrullas.

Kevin cruzó los brazos, pensativo.

—Entonces tenemos que acorralarlo antes de que se atrinchere demasiado.

Kevin se enderezó y apoyó ambas manos en la mesa, inclinándose hacia la princesa con una leve sonrisa de suficiencia mientras continuaba:

—Si usamos mis vehículos, podríamos cerrar cualquier posible salida antes de que se dé cuenta.

Kenny frunció el ceño.

—¿Tus qué?

—Oh, las “maquinas de humo”—repitió Kevin con paciencia, como si hablara con un niño—. Son impulsados por vapor y carbón, rápidos, eficientes y resistentes. Si bloqueamos el paso aquí y aquí… —señaló dos puntos estratégicos en el mapa—. No tendrá a donde huir.

Kenny apretó los labios en una fina línea.

—Podemos hacerlo con caballos y buenos rastreadores. No necesitamos… lo que sea que sean esas cosas.

Kevin dejó escapar una ligera risa.

—Caballos. Claro, sigamos cazando como si estuviéramos en el siglo pasado.

Kenny lo fulminó con la mirada.

—Mis soldados saben moverse en estos terrenos mejor que cualquier máquina tuya.

Kevin ignoró su enojo y prosiguió, con ese tono molesto de autosuficiencia que ya le estaba crispando los nervios.

—Sugiero que tus soldados usen nuestro armamento. Rifles, arcabuces, algo más útil que esas espadas y arcos que manejan.

Kenny apoyó ambas manos sobre la mesa, inclinándose ligeramente hacia él.

—No.

Kevin levantó una ceja.

—¿No?

—No quiero tus armas extranjeras en manos de mi gente.

El extranjero dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza.

—La insistencia de este continente en aferrarse a lo mágico y lo antiguo es admirable… y tú eres bastante terca.

—¿Terca? —repitió Kenny con frialdad—. No confío en cosas que no comprendo.

Kevin esbozó una media sonrisa, divertido.

—Se llama tecnología.

La palabra le sonó extraña, casi como si estuviera en otro idioma. Kenny entornó los ojos.

—Llámalo como quieras, pero no me interesa. Mis hombres pelearán con sus propias armas.

Kevin chasqueó la lengua y se apartó de la mesa, alzando las manos en un gesto de rendición.

—Bien, bien. Lo haremos a tu manera… por ahora.

La tensión flotó en el aire unos segundos más antes de que la princesa volviera su atención al mapa.

Ese tipo siempre se aferraba a sus invenciones. No era un secreto en la Tierra Media de Zaron que más de una vez había intentado introducir esas feas cosas en el continente. Incluso antes de la Gran Guerra, cuando las tierras estaban divididas y los conflictos ardían como hierba seca, corrieron rumores de que él había vendido prototipos de esas armas a los piratas. Nadie podía explicar cómo sus asaltos a las costas se habían vuelto tan letales en tan poco tiempo, cómo sus disparos eran certeros incluso con la niebla más espesa. Por supuesto, Kevin lo negó todo con su típica indiferencia, pero Kenny nunca le creyó del todo.

Pero ahora más que nada, se aferraba tanto a esas armas, a ese ideal de progreso y superioridad... y se había obsesionado con mejorarlas justo después de...

Oh.

Kenny entrecerró los ojos.

—Kevin.

—¿Qué pasa? —respondió él con ligereza, pero ya no sonaba tan despreocupado.

La princesa levantó la vista del mapa y lo miró fijamente.

—Nuestro objetivo principal es Feldspar.

Él no dijo nada de inmediato. Su burla, su superioridad, su condescendencia... todo eso pareció desvanecerse de golpe.

—Por supuesto que lo sé —murmuró.

Kenny tamborileó los dedos sobre la mesa.

—No soy una tonta —dijo, su tono afilado como una daga—. Aún recuerdo tus palabras en la reunión.

Kevin la sostuvo con la mirada, pero no dijo nada.

—Te importa más encontrar a Tweek.

El silencio que siguió fue denso, casi asfixiante.

Y Kenny supo que había dado en el blanco.

—¿Sigues buscándolo porque realmente te preocupa tu continente… o lo haces por ella?

El golpe resonó en la sala antes de que pudiera siquiera prepararse para la reacción. Kevin había estrellado el puño contra la mesa con tal fuerza que la madera crujió bajo su mano. Sus nudillos estaban blancos, tensos, como si quisiera contener algo que amenazaba con desgarrarlo por dentro.

—No tienes derecho a mencionarla.

Su voz había perdido toda su compostura habitual. Sonaba más profunda, ensombrecida, peligrosa. Pero Kenny no era alguien que se acobardara.

—Maldita sea, no me amenaces —bufó, sus colmillos inferiores asomando con gesto iracundo—. Recuerda que estás en mi territorio.

Kevin no se movió, pero su mirada ardía con una rabia apenas contenida. La princesa no retrocedió ni un centímetro.

—¿Qué me asegura que realmente me apoyarás si ese bárbaro se cruza en tu camino? —preguntó con firmeza—. Kevin… Red está muerta.

El silencio que siguió fue cortante, afilado como una cuchilla al rojo vivo.

Los ojos oscuros de Stoley se clavaron en ella con una furia pura, primitiva.

—¡Muerta! —rugió—. ¡Porque ese estúpido salvaje la destrozó!

Kenny pudo ver cómo su pecho subía y bajaba con respiraciones pesadas, como si estuviera conteniéndose para no arrancar la mesa.

—No tienes ni puta idea… —continuó, señalándola con un dedo tembloroso de rabia—. No lo sabes, Kenneth.

La princesa apretó los dientes, pero no respondió.

—No tienes que preocuparte por mi apoyo —continuó Kevin, su voz ahora más gélida—. Mi ejército está a tu disposición. Si les digo que te obedezcan, lo harán.

Kenny notó el cambio en su tono: no era una muestra de lealtad, sino una declaración de su propia determinación.

—Por supuesto que iré por Tweek —murmuró con una ira contenida—. No estaré en paz hasta que lo acabe con mis propias manos.

La princesa lo observó en silencio por un largo instante. Kevin Stoley podía ser un genio, un extranjero con ideas demasiado avanzadas para su propio bien… pero en ese momento, frente a ella, no era nada más que un hombre quebrado por el pasado.

Y eso, quizás, lo hacía aún más peligroso.

 

 

Cuando Kenneth se retiró a sus aposentos, sintió su cabeza palpitar con fuerza. El estrés se acumulaba en su nuca como un peso insoportable. Ese idiota la llamaba terca a ella, pero era él quien seguía aferrado a su obsesión de acabar con el bárbaro.

No es que le restara importancia a la muerte de su esposa, claro que no. Kenny había conocido a Rebbeca en persona. Una guerrera imponente, de temple inquebrantable, cuyo nombre se susurraba con respeto y miedo en el campo de batalla. "Red", la llamaban. No solo por el color de su cabello y sus ojos, sino porque al final de cada combate terminaba empapada en la sangre de sus enemigos. Un espectáculo aterrador para quienes la veían en acción. Pero debajo de toda esa fiereza, Rebbeca fue genuinamente buena.

Aun así, había sido otra de las incontables pérdidas de la Gran Guerra. Kenny suspiró, masajeando su sien con los dedos. Incluso Wendy, quien tuvo un lazo cercano con Rebbeca, había logrado superar ese duelo… pero Kevin no. No, él lo tomó de la peor manera posible.

Había arrasado con todas y cada una de las tribus bárbaras. No solo en la tierra media, sino en su propio continente. Convirtió su venganza en un genocidio, una cruzada de exterminio sin piedad. Y ahora, ese mismo hombre tenía el descaro de sentarse en la mesa de la alianza, de opinar como si fuera un líder ejemplar, de estar aquí mismo, pisando su tierra.

Kenny cerró los ojos y respiró hondo.

"Solo será un momento… hasta atrapar a Feldspar."

Se repitió la frase una y otra vez, como si pudiera convencerse a sí misma de que todo esto pronto acabaría. De que, tarde o temprano, Kevin Stoley y sus malditas máquinas de humo se irían de su reino.

Mientras se cambiaba sus ropas por su cómoda pijama de seda naranja, un toque suave resonó en la puerta.

—¿Sí?

La voz de Petuski se escuchó del otro lado.

—Majestad, ha llegado una carta para usted.

Kenny sonrió para sí misma. Sabía perfectamente de quién provenía esa carta nocturna. Sin pensarlo demasiado, caminó descalza hasta la puerta y la abrió sin preocuparse por su atuendo ligero.

El soldado se sobresaltó de inmediato, enderezándose como una tabla y llevándose la mano libre a los ojos con torpeza.

—¡Majestad! ¡No haga eso!

Kenny soltó una pequeña risa, divertida por su reacción exagerada, y tomó la carta con naturalidad.

—Considérate afortunado —bromeó con un tono travieso, sonriendo mientras bajaba la voz—. Gracias, Petuski. Ya puedes retirarte.

El soldado, aún cubriéndose los ojos como si su vida dependiera de ello, hizo una torpe reverencia antes de girarse y desaparecer rápidamente por el pasillo.

Kenny cerró la puerta con una sonrisa entretenida antes de posar la mirada en la carta entre sus manos.

La princesa deslizó con cuidado sus dedos por el borde del sobre, apreciando el sello de cera con el emblema de la casa Stotch antes de romperlo. El pergamino desprendía un leve aroma a cera y flores secas, una fragancia sutil pero cálida, como el remitente mismo. Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa mientras sus ojos recorrían las primeras líneas.

 

"Mi querida princesa,

Espero que esta carta la encuentre de la mejor manera. Le agradezco que me responda estas cartas.

He pensado en usted más de lo que debería, sé que puede ser atrevido de mi parte, pero supongo que ya no hay daño en decirlo, ¿verdad?, oh, manzanas, le prometo que la próxima vez que nos veamos no saldré huyendo.

El día en Kupa Keep ha sido tan caótico como siempre. El Rey ha tenido uno de sus arrebatos de ‘genialidad’, intentando convencer a los soldados de entrenar con armaduras hechas de barriles viejos para ‘mayor resistencia’. Ni siquiera tenía sentido pero no nos quedó otra opción que cumplirle el capricho. Fue un desastre, como puede imaginar. Scott Malkinson rodó colina abajo y aterrizó justo en el estanque real… O bueno, ese charco del que te quejabas por ser tan fangoso. No podía dejar de reír, y no pude evitar pensar que a usted también le habría divertido verlo.

Ah, pero, manzanitas…

Sé que Stoley llegará pronto a su tierra, y aunque confío en que manejará la situación con la misma gracia y determinación que siempre, quiero que recuerde algo: usted tiene una fuerza que pocos poseen, y no hay nada en este mundo que pueda quebrarla si no lo permite. Sea firme, mi princesa, pero no lo olvide, no está sola.

Cuando todo esto termine, espero que podamos compartir una copa de vino caliente bajo el mismo cielo estrellado. Tal vez incluso pueda contarme más sobre sus hazañas recientes, que estoy seguro de que serán grandiosas. Hasta entonces, reciba mis mejores pensamientos y mi lealtad inquebrantable.

Con afecto,
Leopold Stotch."

 

La princesa dejó escapar una leve risa, sintiendo su corazón más ligero. Butters seguía siendo tan formal con ella, y esa manía de no querer decir malas palabras y remplazarlas por otras, le parecía tan tierno. Sí, definitivamente esta carta había llegado en el momento justo.

Se dejó caer en la cama con un suspiro relajado, sintiendo el leve crujir de esta al envolver su cuerpo cansado. Gateó hasta quedar en el centro, hundiéndose en la calidez de las sabanas mientras abrazaba el trozo de papel contra su pecho, como si quisiera retener cada una de sus palabras un poco más.

Mañana, a primera hora, se aseguraría de responder su carta.

Ese fue su último pensamiento antes de que el sueño la reclamara, llevándola suavemente a la oscuridad con una pequeña sonrisa en los labios.

 

 



El calvo tabernero salió despedido contra los restos de una mesa rota, su cuerpo temblando por el impacto y el miedo.

Una carcajada gruesa y áspera, mezclada con el humo de una pipa, resonó en la taberna silenciosa y destrozada. La hoja de una gran hacha pesada descendió con precisión hasta posarse en su cuello. Una segunda figura se inclinó a su altura, con movimientos finos y elegantes, en absoluto acorde con la brutalidad de la escena.

—Este hombre. ¿Desde hace cuánto y hacia dónde? —La voz era refinada y acentuada, pero su frialdad era letal.

Un cartel con el retrato del fugitivo fue extendido bruscamente frente al tabernero, quien apenas pudo enfocar la mirada.

—C-Cinco días… Hacia el norte, por las colinas… P-Por favor… —sollozó, aferrándose a una súplica inútil.

El hombre elegante no mostró reacción. Con un simple gesto, dictó su veredicto.

—Christophe.

—Bien sûr, Gregory.

El filo del hacha descendió sin resistencia. Un susurro cortante, un golpe seco, y luego, el silencio absoluto.



 

 

 

Chapter 6: Craig

Summary:

"Crees que porque me fuí
serías algo facil de olvidar,
pero estuviste en todas partes"

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Durante los cinco días posteriores a su encuentro, Tweek no intentó nuevamente acabar con su vida, un alivio relativo para Craig. No obstante, cualquier intento de acercamiento era recibido con una hostilidad inflexible; si bien Tweek cumplía con lo indispensable para la supervivencia mutua, mantenía una barrera inquebrantable. Craig, sin embargo, se negaba a desistir. Si Tweek realmente hubiera querido marcharse, habría aprovechado la oportunidad en el momento en que fue liberado de sus ataduras en la cueva.

El sol los bañaba con su luz calida. Hasta ahora, Craig había evitado los rocosos caminos trazados y concurridos, una precaución instintiva.

Pero… la realidad era que ambos no tenían idea de a dónde ir o qué hacer.

—Dioses… —murmuró Craig, pasándose una mano por el rostro con exasperación.

El cansancio pesaba sobre él. Cada paso le recordaba lo agotado que estaba. Tweek, en cambio, no mostraba signos de fatiga; estaba acostumbrado a esta clase de vida errante después de todo. Craig lo miró de reojo, sintiendo una punzada de envidia por su resistencia. Suspiró con resignación y maldijo en voz baja no haber apreciado más la vieja cama de la posada de Gorydil cuando tuvo la oportunidad.

—¿Los años te pesan? Agh, te ves deplorable —comentó Tweek con cinismo. Su voz temblaba, aunque eso no era novedad; siempre lo hacía al hablar, sin importar cuánto tiempo hubiera pasado.

—Apenas tengo veintiséis —gruñó Craig—. Te recuerdo que me golpeaste la cara y casi me arrancas el cuello, hombre, estoy cansado. Si pudiéramos descansar solo por un día, sería tan feliz…

—¡Gah! Ni lo pienses. Los escucho, escucho que nos siguen —replicó Tweek de inmediato—. Quizás un día de diferencia, o con suerte dos.

—¿De qué demonios estás hablando? ¿Ahora eres vidente o alguna mierda parecida?

—No… No sé, no lo creo. ¿O quizás sí? De todas formas, tú mismo dijiste que te encontraron. ¿Cómo pudiste ser tan descuidado…?

—Oh, no quiero escuchar eso de ti, amigo. ¿Despedazar gente en el bosque? ¿A un lado de un jodido pueblo? ¿En serio?

—¡Ngh! Pensé que me estaban siguiendo.

—Pues solo lograste llamar la atención —murmuró Craig, suspirando.

El viento soplaba con fuerza entre los árboles, silbando a su alrededor. Craig pasó una mano por su nuca, muy cerca de la cicatriz de mordida que el bárbaro le había provocado, observó el horizonte con el ceño fruncido. Su instinto le decía que Tweek no estaba del todo equivocado, pero tampoco podían moverse eternamente sin dirección.

Tras horas adicionales de travesía, el dolor acumulado en sus extremidades se tornó insoportable. Cada paso se convirtió en una prueba de resistencia, y cuando el terreno se volvió aún más accidentado, Craig resbaló. En ese instante, tomó una decisión inaplazable.

—Dame un momento, Tweek.

Se dejó caer con pesadez sobre el suelo, apoyando su espalda contra la rugosa corteza de un árbol. Un suspiro profundo escapó de sus labios al cerrar los ojos, tratando de recobrar el aliento.

Tweek abrió la boca, preparado para replicar, pero quedó atrapado en su garganta al notar el estado exhausto de Craig. Frunció el ceño y, tras un resoplido resignado, se sentó frente a él, cruzando los brazos en una postura desafiante.

—Ya no tienes el porte de un guerrero implacable —comentó, sin previo aviso, arrebatándole el saco y revisando su contenido con determinación, sacando la cantimplora de agua del pelinegro.

Craig permaneció en silencio por unos instantes. Apretó los labios y dirigió la mirada al cielo, como si en su inmensidad pudiera hallar respuestas.

Tweek tenía razón. En otro tiempo, incluso al borde del abismo, habría conservado su fachada de entereza absoluta. Pero, ¿qué era esa actitud sino una ilusión? Había creído poseer el poder suficiente para gobernar Zaron junto a Clyde, pero ¿cuál fue el resultado? Fracasaron. Clyde, su mejor amigo, murió, y él... él no era más que un fugitivo sin dirección, un vestigio de lo que una vez aspiró a ser.

¿Realmente fue solo una máscara? Feldspar y Craig... ¿existía en él algún atisbo de arrepentimiento? ¿Había aún algo por hacer? Nunca antes se había permitido reflexionar sobre sus acciones, sobre las consecuencias de su ambición, sobre las vidas que arrebató. En su lugar, se había entregado a una existencia errante, consumido por la amargura y el remordimiento acumulado con los años.

De todos modos, cuando se ponía a recordar siempre le dolía la cabeza. Prefería evitarlo.

—Solo necesito descansar un poco, eso es todo —dijo después de un rato.

Tweek dejó de beber agua y lo miró con una ceja en alto, pero en lugar de discutir, se encogió de hombros y le lanzó la cantimplora. Craig la atrapó casi por instinto.

—… ¿Por cuánto tiempo has estado huyendo sin detenerte?

Craig retuvo una sonrisa. A pesar de su “aparente desinterés” , Tweek ahora estaba preguntando más sobre él.

—No lo sé, hombre. No dejé de moverme desde que escapé aquel día. El elegido me dejó hecho polvo, me arrastré durante días hasta que encontré un lugar donde ocultarme y curarme —suspiró, dando un trago a la bebida—. Después, cuando pude moverme, intenté esconderme, pero parecía que hasta en los pueblos más olvidados tenían mi rostro pegado en los tablones de recompensas.

—Ngh, lo mismo para mí —bufó Tweek, sacando una barra dura de cereales y semillas.

Craig no protestó al verlo hurgar en sus pertenencias, ni siquiera cuando notó que esa era su última ración. Sin embargo, se sorprendió cuando el rubio partió la barra en dos y le extendió el pedazo más grande.

—No me mires así. Mientras tengas más energía, más rápido podrás moverte —gruñó.

Esta vez, Craig no pudo evitar reír levemente mientras tomaba el alimento.

Era asqueroso, seco y difícil de masticar, pero al menos era una buena fuente de vitaminas. Quizás, cuando pudiera levantarse de nuevo, ayudaría a Tweek a cazar algo más sustancioso.

Comieron en silencio durante unos segundos. Tweek evitaba su mirada, centrando la vista en cualquier otra cosa. Y Craig  se dio cuenta de que estaba recorriendo con los ojos el cuerpo de Tweek. Su atención se detuvo en la cicatriz que cruzaba su costado, esa marca brutal que lo tenía en duda desde que se reencontró con él.

—Tampoco lo tuviste fácil —comentó, tanteando el terreno, esperando obtener una respuesta antes que un golpe del bárbaro.

Tweek vaciló. Su postura se tensó por un instante antes de que soltara un suspiro y se acomodara en el suelo, cruzando las piernas con un aire más serio.

—En mis tierras, las cicatrices de batalla son símbolos de respeto —murmuró, con un deje amargo—. Claro… Si tan solo hubiera ganado.

Craig frunció el ceño.

—¿Contra quién?

Tweek se estremeció. Craig no supo si se trataba de sus espasmos regulares o si sus palabras habían tocado un nervio sensible.

—Stoley —soltó, con una sequedad cortante.

El nombre cayó como una piedra en el estómago de Craig. Pero antes de que pudiera reaccionar, Tweek continuó, su mano deslizándose hasta la cicatriz con un gesto automático, casi involuntario.

—Usó esa cosa… el tubo de hierro montado en madera —su voz bajó un tono y su mirada se perdió en algún punto lejano—. Justo aquí explotó.

Craig sintió cómo su pecho se contraía. Su mandíbula se apretó al recordar aquel día. Si tan solo hubiera llegado a tiempo… Pero no lo hizo.

—¿Cómo… sobreviviste a eso?

Tweek hizo una mueca, llevándose una mano a la cabeza.

—No… no lo recuerdo bien. Ese tramo es muy borroso, ¿sabes? Solo recuerdo el impacto, la mirada horrenda de Stoley y…

Se calló abruptamente, su mirada oscureciéndose como si, de repente, un recuerdo perdido hubiera emergido de las sombras.

—Ah… Creo que la maté.

Craig frunció el ceño, sin comprender.

—¿A quién? ¿A Stoley?

Tweek negó con la cabeza, su expresión era vacía.

—No… A ella —murmuró.

Craig sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No quiso presionarlo. Lo supo por la manera en que Tweek temblaba, por la forma en que su mirada se clavaba en la nada. Fuera lo que fuera lo que había hecho aquel día, parecía pesarle en los hombros.

Craig sabía que no podía dejar que Tweek siguiera ahondando en sus pensamientos. Había visto a Tweek perderse en su propia mente antes, y si lo dejaba seguir así, caería en un torbellino de ansiedad del que sería difícil sacarlo. Respiró hondo y decidió actuar antes de que fuera demasiado tarde.

Miró a su alrededor, buscando algo en lo que pudiera enfocarse. Entonces, su mirada cayó en el cuchillo que Tweek llevaba en su cinturón, con la hoja mellada y oscurecida por el uso constante.

—Ese cuchillo se ve como una completa basura.

Tweek parpadeó varias veces y alzó la cabeza con confusión.

—¿Qué?

Craig señaló la empuñadura con la barbilla.

—Tu cuchillo. Parece que ni siquiera corta. ¿Cómo demonios sigues usándolo?

El rubio miró su arma, frunciendo el ceño. Luego, casi como un reflejo, sacó una piedra de afilar de su bolsa y empezó a repasarla por el filo con movimientos precisos.

—No es basura —gruñó, más centrado en la hoja que en Craig.

—Lo parece —provocó Craig, cruzándose de brazos—. Deberías cambiarlo.

—No necesito cambiar nada —murmuró Tweek, con un destello de desafío en los ojos.

Craig observó con satisfacción cómo el rubio se concentraba en la tarea. Ya no estaba temblando, ya no estaba perdido en sus pensamientos oscuros. Había logrado distraerlo lo suficiente, al menos por ahora.

Tomó nota mental de evitar cualquier conversación sobre la guerra por un tiempo. Había decidido recuperar la confianza de Tweek, no ponerlo a la defensiva con preguntas incómodas. Por más curiosidad que sintiera, también se dio cuenta que él mismo tampoco se sentía preparado para hablar de aquellos días.

Dejó escapar un suspiro antes de romper el silencio.

—Deberíamos acampar aquí —sugirió, con un tono más relajado.

Tweek frunció el ceño de inmediato.

—¿Hablas en serio? Ya hemos perdido suficiente tiempo en este lugar…

Craig rodó los ojos, ya anticipando la respuesta.

—¿Sigues creyendo que nos siguen?

Tweek no titubeó.

—No lo creo. Estoy seguro.

Craig apoyó la cabeza contra el tronco en el que estaba sentado y exhaló con cansancio.

—Amigo, solo dame una noche para reponer energías. Mañana caminaré el doble si eso te deja tranquilo.

Tweek lo miró con los labios fruncidos, claramente fastidiado, pero al final soltó un resoplido de rendición.

—Está bien, pero tú cazarás la cena.

Craig sonrió con satisfacción.

—Trato hecho.

Craig se incorporó con un gruñido, sintiendo el peso del cansancio en cada uno de sus músculos. Maldición, cuánto daría por una cama cómoda en ese momento. Su cuerpo dolía, las heridas aún latían con cada movimiento, pero al menos podía moverse sin arrastrarse.

Suspiró y se inclinó para recoger sus cosas. Se aseguró de tener su cuchillo bien sujeto en el cinturón y echó un vistazo rápido a su arco improvisado. No era su mejor trabajo, lo sabía, Tweek días atrás se había burlado de eso, pero seguía siendo funcional. Se colgó la aljaba con las pocas flechas que le quedaban y sacudió el polvo de su capa antes de girarse hacia Tweek.

—No tardaré.

El rubio apenas levantó la vista de donde estaba afilando su arma. Simplemente le hizo un ademán con la mano, como si su atención estuviera en otro lado. Craig tomó eso como un "haz lo que quieras" y empezó a alejarse del campamento.

El terreno no era ideal. Rocoso y desigual, con raíces sobresaliendo entre la tierra dura, obligándolo a avanzar con pasos cuidadosos. Solo unos pocos árboles viejos se alzaban en la zona, nudosos y con ramas retorcidas que apenas ofrecían sombra. Sí, estaban algo expuestos ahí, pero al menos no estaban en un camino transitado. Con suerte, eso jugaría a su favor.

Mientras caminaba, su mente divagó. Pensó en Tweek, en cómo siempre parecía al borde de la paranoia, en cómo cada sombra parecía hacerle pensar que algo los acechaba. Tal vez tenía razón. Tal vez él era el ingenuo por querer relajarse aunque fuera un momento.

Exhaló lentamente y enfocó su atención en el entorno. Si quería cazar algo, tenía que centrarse. Agudizó los sentidos, buscando señales: huellas en el suelo, ramas rotas, el más mínimo movimiento entre los matorrales. Algo debía haber en esa zona, algún animal lo suficientemente grande como para que valiera la pena, pero que no fuera una amenaza demasiado grande en su estado actual.

Avanzó unos pasos más, sintiendo la brisa fresca y el crujir de la tierra bajo sus botas. En medio del silencio, escuchó un sonido sutil: el roce de hojas, un pequeño movimiento entre los arbustos a su izquierda. Craig se detuvo en seco, sus dedos ya rozando el arco. Ahora solo necesitaba confirmar qué tipo de criatura tenía enfrente. Se quedó inmóvil, afinando el oído. El sonido se repitió: un leve crujido, seguido por el roce de algo contra las hojas secas del suelo. No era pesado, así que descartó a cualquier depredador grande. Tal vez un ciervo joven, tal vez un jabalí pequeño.

Con un movimiento lento y calculado, llevó una flecha al arco, tensando la cuerda sin hacer ruido. Se agachó ligeramente, buscando con la mirada entre los matorrales hasta que distinguió una silueta entre la maleza. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra y pudo ver las orejas alargadas y el hocico húmedo de una liebre grande, olfateando el aire con cautela.

Craig exhaló despacio, controlando su pulso. Un disparo limpio y rápido, y tendrían cena.

Ajustó la postura, alineó la punta de la flecha con el pecho del animal y, sin pensarlo demasiado, soltó la cuerda.

El proyectil cortó el aire con un silbido sutil antes de impactar. La liebre dio un pequeño salto, pero cayó en el acto, su cuerpo quedó  inmóvil sobre la tierra polvorienta.

Craig bajó el arco con una ligera exhalación de alivio. Había tenido suerte de no fallar. Caminó hacia el animal y lo recogió, sintiendo el calor aún presente en su cuerpo. Con un rápido movimiento, extrajo la flecha y la limpió en su pantalón antes de guardarla de nuevo en la aljaba.

—Al menos esto servirá —murmuró para sí mismo.

Se enderezó y miró alrededor. Tal vez podría encontrar algo más grande, pero en su estado no valía la pena arriesgarse.

Ajustó la liebre sobre su hombro y comenzó a caminar de regreso, manteniendo la vista baja en busca de algo útil entre la maleza. Hierbas silvestres, tal vez alguna raíz comestible, algo que le diera más sabor a la carne.

No tardó en identificar un par de plantas de hojas finas que reconoció como buenas para sazonar. Se agachó, arrancó algunas y las frotó entre sus dedos, liberando un aroma fresco y terroso. Eso serviría.

Cuando Craig regresó al campamento, encontró a Tweek sentado junto a una pequeña fogata, con los brazos cruzados y una expresión de impaciencia mal disimulada. Las llamas proyectaban sombras danzantes sobre su rostro, haciéndolo lucir aún más exasperado.

—Por fin —murmuró el rubio, girando apenas la cabeza hacia él—. Pensé que te habías perdido, peor, que te habías desmayado y alguna bestia devorado.

Craig soltó una risa seca mientras dejaba caer la liebre sobre la tierra. Esas paranoias…

—No soy tan inútil.

Tweek no respondió de inmediato. Su mirada recorrió la presa con interés antes de alzarla con una mano y estudiarla bajo la luz del fuego. Luego, con un leve resoplido, volvió a fijarse en Craig.

—Es…Buena, supongo.

El pelinegro esbozó una sonrisa ladeada mientras se dejaba caer frente a la fogata, estirando las piernas con evidente alivio.

—¿Qué esperabas? ¿Un jabalí gigante?

Tweek rodó los ojos con una mezcla de fastidio y… ¿diversión?

Sin decir nada más, tomó su cuchillo y comenzó a despellejar el animal, temblaba de vez en cuando, pero quitó la piel con la precisión de quien había hecho aquello demasiadas veces antes.

Craig se arrodilló junto al fuego y sacó un pequeño mortero de su saco. Era un utensilio que solía usar para triturar hierbas medicinales, pero esta vez le daría un uso más culinario. Mientras molía la mezcla aromática, el sonido rítmico de la piedra contra la cerámica se mezclaba con el crepitar de la leña ardiendo.

—¿Has visto los mapas actuales? —preguntó de pronto, rompiendo el silencio.

Tweek, que estaba en plena tarea de destripar la liebre, emitió un gruñido como respuesta negativa.

—Hombre, ni siquiera… Ngh —su ojo tembló con un ligero tic cuando tiró de los intestinos con un tirón seco—. No me he acercado a ningún pueblo. Sabes que no me gusta… Solo a ti se te ocurre pasearte por ellos cuando nuestros rostros están ¡gah! pegados en los tablones de recompensas.

Craig resopló, vertiendo las hierbas molidas en su mano antes de pasárselas.

—Con justa razón lo hacía. No tengo ni puta idea de cómo están distribuidos los territorios ahora —suspiró, masajeándose la nuca—. Aunque me hubiera encantado robar un mapa, nos haría la vida más fácil.

Tweek arrancó la cabeza del animal con un chasquido de hueso y tendón, luego separó los muslos y los brazos antes de comenzar a sazonarlos con movimientos automáticos.

—¿Más fácil para qué?

Craig levantó la vista, apoyando un codo sobre su rodilla.

—Para saber a dónde ir, Tweek. Hemos estado caminando sin rumbo fijo.

Para su sorpresa, Tweek rió, pero su risa tenía un tinte irónico, casi amargo.

—No es como si tuviéramos un lugar al que ir —murmuró mientras atravesaba las piezas de carne con un palo y las clavaba alrededor de la fogata para que se asaran uniformemente.

Craig inclinó la cabeza, ahora apoyando los brazos en sus rodillas.

—Bueno, al menos para saber dónde pararnos y dónde no.

Tweek bufó, sin molestarse en levantar la mirada.

—Craig, todos nos quieren muertos… Además, mírame —se señaló el rostro con un dedo manchado de sangre de la liebre—. Cualquiera que me vea sabrá de inmediato de dónde vengo.

Craig lo observó en silencio. Tenía razón. La gruesa línea negra que le cruzaba el rostro, atravesando sus ojos de lado a lado, no era un adorno cualquiera. Para un pueblerino sería extraño, pero para alguien que supiera del tema, era un símbolo inconfundible. Un tatuaje de guerra barbárico. Y no de cualquier bárbaro, sino de ese bárbaro rubio.

Suspiró, dejando caer la cabeza hacia atrás por un momento antes de devolverle la mirada.

—¿Sugieres algo más entonces?

Tweek se quedó mirando la fogata, su mandíbula tensandose.

—Podríamos dejar de intentar mezclarnos y simplemente desaparecer —murmuró finalmente—. Volver a las tierras donde Clyde intentó levantar el reino…

Craig alzó una ceja, escéptico.

—¿Hablas en serio? ¿Quieres volver ahí?

Tweek chasqueó la lengua y apartó la mirada. Su incomodidad era evidente.

—No —admitió con un suspiro—. No quiero.

El silencio se asentó entre ellos, solo interrumpido por el chisporroteo de la carne sobre el fuego. No hacía falta decir más. Ambos sabían lo que esas tierras representaban: polvo, ruinas y recuerdos que ninguno de los dos quería enfrentar.

Después de un rato, Craig exhaló con pesadez y se frotó la cara.

—¿Y si buscamos a Tolkien?

Tweek frunció el ceño, sorprendido.

—¿Tolkien? —repitió, casi incrédulo—. ¿Sabes dónde está? No… más bien, ¿está vivo también? ¡¿Por qué carajos no me lo dijiste antes?!

Craig se encogió apenas en su lugar, incómodo ante el repentino estallido del rubio.

—Amigo —dijo con tono paciente, aunque con un deje de cansancio—, literalmente esta es la primera vez que me diriges más de una palabra desde que salimos de esa maldita cueva.

—¡Pero eso sí es importante! Agh… —Tweek tembló cuando otro espasmo lo recorrió—. Pudiste decírmelo mucho antes.

—Es que son solo rumores que escuché… además, si está en donde creo…

Tweek frunció el ceño, intrigado.

—¿Dónde se supone que está?

Craig desvió la mirada por un instante antes de soltarlo de golpe:

—Prisionero… con el rey elfo.

El rubio resopló con burla y apoyó la espalda contra el árbol detrás de él.

—Pff. Olvídalo. Caso perdido.

Craig se sintió hasta ofendido.

—¿Hola? ¿Olvidas quién fue apodado el mejor infiltrador? ¿Feldspar el ladrón?

Tweek lo miró con una mezcla de incredulidad y sorna.

—Feldspar, el idiota al que reconocieron en un pueblo.

—¡Un solo pueblo, Tweek! ¡Uno! He pasado desapercibido en los demás por los últimos cuatro años.

Tweek exhaló con cansancio y cerró los ojos un momento, como si debatiera consigo mismo. Finalmente, murmuró con resignación:

—Craig, tú… bien, ganas. Ngh… —se estremeció por otro tic nervioso y luego lo miró fijamente—. ¿Qué hacemos?

—Primero necesitamos encontrar un pueblo. Conseguir un mapa. Al menos quiero saber cómo está compuesto el territorio de ese elfo para que podamos entrar sin que nos detecten.

Tweek no parecía del todo convencido.

—Suena a mucha presión… —frunció el ceño—. Además, es lo mismo de siempre… yo no puedo entrar a los pueblos.

Craig se encogió de hombros con confianza.

—Se me ocurrirá algo con eso.

El rubio bufó, cruzándose de brazos.

—Agh… Si algo sale mal, juro que te mataré…

Craig sonrió de lado, divertido.

—Claro, si tú lo dices.

Tweek gruñó entre dientes y tomó una de las brochetas, claramente dando por terminada la conversación. Craig hizo lo mismo. Bueno… al menos ya tenían un objetivo.

La cena transcurrió en un silencio pausado, pero extrañamente cómodo. El crepitar del fuego, el aroma de la carne asada y el viento arrastrando el eco lejano de la noche llenaban el espacio mejor que cualquier otra cosa. Ambos comieron sin prisa, con la fatiga pesando sobre sus cuerpos, bueno, más en el caso de Craig.

Cuando terminaron, el pelinegro se limitó a sacudir las migajas de sus manos y, con un suspiro pesado, se acomodó lo mejor que pudo sobre el suelo irregular. Su saco de dormir era apenas una delgada barrera contra la dureza de la tierra y rocas, pero estaba demasiado agotado como para quejarse.

Tweek, por otro lado, permaneció sentado a unos pasos de distancia, con la espalda apoyada en un tronco seco y la vista fija en la oscuridad. Había insistido en hacer guardia, y aunque Craig le dijo que sería mejor que también descansara, el bárbaro no cedió. Su determinación era inamovible, como siempre.

Sabía que discutir otra vez sería inútil, y el cansancio lo envolvía con demasiada fuerza como para insistir. Así que, con un último resoplido, se dejó arrastrar por el sueño.

 

 

El calor era inusual. Reconfortante. Un peso tibio apoyado contra él lo envolvía en una sensación de calma tan ajena que, por un instante, pensó que estaba soñando. No había rastro del frío nocturno ni del dolor de sus heridas. Era… suave. Cómodo.

Craig no quería abrir los ojos. La tentación de seguir sumido en esa placidez era demasiado grande, como si su propio cuerpo temiera que al despertar todo volviera a ser áspero y cruel. Porque, sinceramente, no recordaba haber sentido algo así antes.

Pero la luz matutina ya comenzaba a filtrarse a través de sus párpados cerrados, obligándolo a dejar atrás el letargo. Soltó un gruñido bajo, maldiciendo en su fuero interno mientras entreabría los ojos, pestañeando para acostumbrarse al resplandor del amanecer.

Lo primero que vio fue a Tweek, dormido junto a él.

Parpadeó.

Nunca había visto al bárbaro dormir tan plácidamente. De hecho… no recordaba haberlo visto dormir. Tweek siempre tenía los ojos inquietos, saltarines, como si cualquier ruido a su alrededor pudiera ser una amenaza inminente. Más de una vez el rubio le había dicho que odiaba dormir porque eso significaba bajar la guardia… y porque, según él, los gnomos podían robarle. Aquello último nunca lo había tomado en serio.

Pero ahora estaba ahí, completamente dormido.

Craig frunció el ceño.

Espera… ¿Qué carajo?

Tweek se removió apenas, un gesto pequeño, inconsciente. Sus manos buscaron a tientas la vieja capa de Craig y se aferraron a ella, enterrándose un poco en la tela gastada. Su respiración era tranquila, tan suave que, por un instante, Craig contuvo la suya.

No quería despertarlo.

Pero… ¿no se suponía que Tweek haría guardia?

Mejor aún, ¿no se suponía que estaba "molesto" con él?

Craig observó su rostro dormido, su expresión inusualmente serena. Algo dentro de él se removió con inquietud. Podía entender muchas cosas sobre Tweek: sus paranoias, sus manías, sus gustos, lo que lo tranquilizaba y lo que lo hacía estallar. Sabía de sus habilidades, sus ventajas en combate… Pero esto. Esto era algo nuevo.

No lo entendía.

¿Era una forma de demostrar su amistad?

Porque… Antes de todo, antes de la batalla, antes de la pérdida… Tweek nunca solía alejarse demasiado de él. Claro, había considerado a Clyde su mejor amigo—era lógico, se conocían desde niños, crecieron juntos—pero la amistad con Tweek siempre había sido… diferente.

Más intensa.

Casi como si Tweek gravitara naturalmente hacia él.

Mientras lo veía dormir junto a él como si siempre hubiera pertenecido allí, algo hizo clic en su cabeza.

Porque cuando pensó en buscar ayuda, en no seguir solo… ¿Por qué fue a buscar a Tweek?

Sabía dónde encontrar a Tolkien. Sabía que probablemente habría sido una opción más fácil.

Pero no.

Fue tras algún rastro de Tweek.

Y ahí estaba la verdadera pregunta.

¿Por qué?

El dolor de cabeza llegó de golpe, como si su propia mente rechazara el rumbo de sus pensamientos y recuerdos. Craig frunció el ceño, intentando disipar la sensación con un suspiro. Pensar demasiado en eso solo lo confundía más.

Parpadeó, aún atrapado en la bruma del sueño, y notó cómo Tweek se movía ligeramente a su lado. Ahora que lo veía bien, su compañero estaba en mucho mejor forma que él; su cuerpo era fuerte, resistente, pero… Craig seguía siendo más alto. Era una tontería pensarlo, pero por un instante, Tweek le pareció pequeño.

Tal vez debía dejar de darle vueltas. Solo relajarse.

Con ese pensamiento, levantó una mano con intención de revolverle el cabello, pero antes de siquiera rozarlo, Tweek abrió los ojos de golpe. Su mano atrapó la muñeca de Craig con una rapidez casi instintiva, la fuerza de su agarre lo tomó desprevenido.

Craig se quedó inmóvil. No por miedo, sino porque no se esperaba lo rápido que había reaccionado.

—¿Qué intentabas? —preguntó Tweek con el ceño fruncido, pero su voz sonaba adormilado.

Craig abrió la boca, pero no encontró una respuesta inmediata.

¿Qué se suponía que debía decir? No podía simplemente soltarle que quería revolverle el cabello… eso sonaba ridículo.

No. Más que ridículo, sonaba raro.

Su mirada se desvió por un instante, sintiendo el peso de la cercanía entre ellos.

—¿No se supone que estarías de guardia? —esquivó la pregunta con naturalidad, sobándose la muñeca cuando Tweek finalmente lo soltó—. Desperté y estabas acurrucado en mí.

Tweek bostezó, aún sin parecer del todo despierto, y tembló apenas cuando el frío matinal le caló la piel.

—No respondiste lo que te pregunté —murmuró antes de encogerse de hombros—. Me dio frío… y también necesitaba dormir un poco.

Se reincorporó lentamente, frotándose los brazos, y Craig sintió el súbito vacío donde antes estaba el reconfortante calor.

—Te dije que tenías que descansar… —murmuró Craig mientras se levantaba también, estirando el cuello con pereza.

Tweek no pareció prestarle atención, ya ocupado en acercarse a lo que quedaba de la fogata para dispersar las cenizas.

Craig, en cambio, tenía ganas de seguir durmiendo. La noche había sido más corta de lo que hubiera querido, pero recordaba su promesa. Hoy avanzarían el doble.

No podía holgazanear más.

Guardó sus cosas en el saco de yute antes de colgárselo al hombro. Luego tomó su espada y la aseguró en la vaina con un movimiento acostumbrado. A su lado, Tweek ajustaba su banda de dagas con rapidez antes de colgarse el arco y el carcaj en la espalda.

Sin decir más, comenzaron a caminar. La brisa era fría, pero el sol despuntaba en el horizonte, prometiendo un día agotador.

—Que sepas que si te vuelves a desplomar, te dejaré tirado —soltó Tweek con naturalidad, sin mirarlo siquiera.

Craig rodó los ojos, esbozando una sonrisa ladina.

—Qué amable de tu parte… —comentó con ironía.

El viaje sería largo.

 

 

 

 



 

Christophe estaba agachado, sus ojos fijos en las cenizas esparcidas por el suelo. Frotó cuidadosamente un puñado de polvo entre sus dedos, el calor era aún palpable en sus palmas.

—¿Y bien? ¿Qué has descubierto? —inquirió Gregory, con los brazos cruzados y la barbilla ligeramente alzada, su tono tan refinado como siempre.

Estuvieron aquí La voz del castaño, grave y cargada de un acento inconfundible, se filtró en el aire como una certeza silenciosa.

Gregory alzó una ceja, manteniendo su compostura, aunque una leve duda cruzó su rostro.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de ello?

Christophe exhaló una breve risa, apenas un susurro entre sus labios, y se incorporó con parsimonia. Sin apartar la vista de su compañero, llevó un dedo a la boca y lamió la ceniza de su pulgar, degustándola con una sonrisa ladeada.

—Oh, beauté, ¿cuándo me he equivocado? — Su tono coqueto, incluso hacia Gregory, llenó el aire con una mezcla de confianza y descaro .

Gregory frunció el ceño y se apartó con una mueca de desagrado.

—Eres repulsivo.

 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notes:

No puedo evitar comentarles que el próximo capitulo es uno de mis preferidos, por fín podré introducir a mis seres llenos de incorformidad ♡

Chapter 7: Pete

Summary:

"Tan rápido como huyes
Tan lejos como puedas ir
Me llevas contigo
Donde quiera que vayas
Hagas lo que hagas
Yo soy parte de ti"

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La fortaleza gótica se alzaba imponente en lo alto de una de las montañas más feroces, como un gigante vigilante sobre un reino de hielo. Sus torres de aguja se elevaban hacia el cielo gris, adornadas con gárgolas de piedra ennegrecida por los siglos, cuyas miradas parecían seguirte sin importar desde dónde las observaras. A sus pies, una red de edificios más pequeños se extendía hacia el suelo. Estaban conectados por senderos estrechos y empedrados, cubiertos de nieve, con techos inclinados que goteaban estalactitas de hielo. Cada estructura, con sus ventanas arqueadas y muros de piedra oscura, compartía el mismo diseño sombrío y austero de la fortaleza principal, como si el lugar entero estuviera diseñado para mantener alejados a los intrusos.

Hace cuatro años, cuando la guerra llegó a su fin, Broflovski les ofreció custodiar las tierras de las montañas heladas como muestra de gratitud por su apoyo. En realidad, ellos nunca buscaron el poder ni la posesión de un territorio al involucrarse en el conflicto; lo habían hecho por la antigua amistad que compartían con Stan Marsh y también, porque no iban a negar la diversión de un enfrentamiento sangriento. El elfo con genuina bondad los animó a aceptar aquella oportunidad, un gesto notablemente generoso, considerando los prejuicios y las miradas cargadas de sospecha que solían recibir.

Eran ocultistas, individuos que no veneraban a los dioses ni seguían los caminos tradicionales de la fe. Peor aún, eran brujos, especializados en las artes oscuras. Sin embargo, no tenían nada de malvados. Nunca dañaban a nadie –que no se entrometiera claro– ni interferían en las vidas ajenas. Para ellos, la magia oscura solo era un medio de exploración y conocimiento. Les fascinaban los misterios del mundo, aquello que escapaba a la lógica ordinaria. Practicaban sus artes con respeto y discreción, valorando la tranquilidad sobre todo.

—Siéntanse cómodos, se adaptarán enseguida —fueron las palabras que el rey elfo había pronunciado en el pasado, con el tono cargado de una amabilidad que no terminaba de parecer del todo genuina.

Él sabía, sin embargo, que su presencia y la de su familia en aquella inhóspita región tenía un propósito más específico: erradicar a los vampiros que aún rondaban la tierra media. No era un secreto que esa fortaleza, ahora su hogar, había pertenecido en el pasado al antiguo líder vampiro, un ser cuya arrogancia y sed de poder no conocían límites.

El aire helado golpeaba el rostro pálido de Pete Thelman, quien permanecía inmóvil en la cima de una de las terrazas de la fortaleza. Tanto él como su “familia” eran hijos del invierno; el frío, lejos de incomodarlo, le resultaba reconfortante, casi cálido en su familiaridad. Su complexión era delgada y alta, lo que, sumado a su piel nívea, le daba una apariencia espectral. Su cabello negro estaba teñido de mechones rojos, que parecían reflejar las últimas luces de un atardecer gélido, y sus ojos, de un tono gris claro, tenían un brillo pensativo y distante.

Vestía una camisa ajustada de tonos oscuros con un broche en forma de pentagrama sujetando la capa que caía hasta sus tobillos, bordeada de un discreto forro de piel marrón. Sus pantalones negros y sus botas, teñidas de un púrpura desgastado, acentuaban su estilo sobrio pero cuidadosamente seleccionad.

Pete dejó escapar un suspiro mientras sus dedos, cubiertos por guantes de piel ennegrecida, se posaban instintivamente sobre el barandal helado del balcón. La piedra, fría y áspera, pareció atravesar la protección de sus guantes, enviando un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Cerró los ojos un instante, pero una imagen surgió sin ser invitada en su mente.

La mandíbula se le tensó. A pesar del tiempo que había pasado, recordar a ese ser aún lo alteraba. No solo por los horrores que había provocado, sino también por el rastro de oscuridad que había dejado tras de sí, un legado que ahora les correspondía borrar. El aire helado lo devolvió al presente, y sus ojos grisáceos se abrieron para observar el paisaje montañoso.

—Te dará un maldito golpe de frío aquí afuera —escuchó una voz detrás de él. No necesitó girarse para saber de quién provenía.

—Estoy acostumbrado —respondió Pete, alzando lo suficiente la voz para que se escuchara a través de las ráfagas heladas que azotaban la terraza—. ¿Qué quieres, Michael?

Hubo una breve pausa antes de escuchar los pasos acercándose.

—Sé que has estado más deprimido de lo normal —dijo Michael finalmente, con su tono directo de siempre—. Henrietta está preocupada. Estás más delgado, ¿sabes? Se enteró de que no comiste nada en el almuerzo. Otra vez.

Pete suspiró, pero no apartó la mirada del horizonte cubierto de nieve.

—Dile a mamá que estoy bien.

—No seas idiota —Michael rodó los ojos, y Pete, que lo conocía lo suficiente, pudo imaginárselo aunque no lo viera. No sintió los pasos finales, pero sí la mano firme que se posó en su hombro con una mezcla de reproche y preocupación—. No solo ella está preocupada. Firkle lo vio en sus premoniciones. ¿Por qué demonios no nos dijiste nada?

Pete permaneció en silencio por un instante, con los dedos aún acariciando la fría piedra del barandal. En realidad, Henrietta no era su madre. Apenas era unos años mayor que él, pero desde pequeños había asumido ese rol de protectora, una figura maternal que había cuidado de él, de Michael y del más joven de ellos, Firkle. Eran su familia, aunque no compartieran sangre. Desde que solo eran unos huérfanos errantes en los reinos, habían permanecido juntos, sobreviviendo a la dureza de un mundo que los rechazaba por lo que eran.

Finalmente, Pete soltó un suspiro y apartó la mano del barandal, volviendo su rostro pálido hacia Michael.

—No quería… No, no estaba seguro de decirles —dijo al fin, su tono suave, casi apagado, como siempre.

Michael frunció el ceño.

—No me hagas ponerme sentimental, Pete —gruñó mientras se colocaba a su lado, cruzando los brazos mientras observaba el paisaje nevado que se extendía ante ellos—. Pero ya es demasiado tarde para eso. No tienes que cargar con todo tú solo, ¿sabes?

Pete no respondió de inmediato. Bajó la mirada, encogiéndose ligeramente en su lugar. El peso de las palabras de Michael parecía más frío que el aire a su alrededor. Le irritó un poco.

—No sabía con exactitud de qué se trataba... ya sabes —dijo apenas en un susurro—. Pensé que sería solo... algún trauma por la mordida.

Un silencio sepulcral se instaló entre ambos. Tocar ese tema era como atravesar un campo de espinas, y Pete lo sabía. Podía sentir la mirada de Michael sobre él, buscando algún rastro de debilidad o arrepentimiento en su rostro.

El gótico permaneció inmóvil, pero sus ojos grisáceos se oscurecieron, llenándose de sombras que el frío no podía disipar. Había sido durante la batalla, cuando todo parecía perdido. Pete recordaba haber sido acorralado por esos seres, nefastos y crueles, como depredadores que saboreaban el miedo. No supo muy bien lo que sucedió luego; las imágenes en su memoria eran un borrón caótico de gritos, adrenalina y la insoportable presión de unos colmillos desgarrando su piel. La sensación de su sangre siendo drenada aún le provocaba un escalofrío que lo recorrió como un látigo.

—Ya sabes, no es algo fácil de olvidar —continuó después de un rato, con la voz teñida de un rencor que rara vez mostraba. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre el barandal helado, tanto que los nudillos se le tornaron blancos.

Michael permaneció en silencio, dejándole espacio. Sabía que no era fácil para Pete hablar de aquello, y las cicatrices no eran solo físicas.

Firkle le había contado con una precisión escalofriante lo cerca que estuvo de morir.

"Estabas frío como el hielo y tan translúcido como la nieve derritiéndose", había dicho el pequeño con su habitual tono sombrío. "Tu cuerpo era un saco de algodón, ligero, pero rígido, como si él ya lo hubiera reclamado."

Para él todo después de la mordida fue un borrón, una pesadilla fragmentada. Solo había una frase que aún resonaba en su mente, grabada como un eco interminable:

—Dejen que yo acabe con él.

La voz de Firkle, joven pero firme, lo había atravesado incluso en el limbo en el que su mente flotaba. Su pequeño hermano fue quien había estado más dispuesto a hacer lo necesario.

Sabían que la mordida de un vampiro era un destino casi seguro. Dos horas. Ese era el límite para determinar el resultado: muerte o conversión. No había más opciones, no había términos medios. Pero, de alguna manera, Pete había desafiado esa lógica cruel. Su cuerpo había resistido la transformación, algo que nunca antes se había visto.

Y todo gracias a Henrietta quien se había negado a dejarlo morir. Con su determinación feroz y su conocimiento oscuro realizó transfusiones mágicas de sangre, obtenida de cadáveres frescos que nadie se atrevió a cuestionar. Fue un proceso arriesgado y grotesco, pero que funcionó. Pete regresó, pero… Con consecuencias.

Desarrolló una aversión aún más profunda hacia los vampiros, una mezcla de miedo y odio que lo mantenía en un constante estado de vigilancia. Las secuelas estaban ahí, no solo en su cuerpo, sino en su mente, en sus pesadillas. En toda su maldita vida, durante los últimos cuatro años.

Michael lo miró de reojo, con una mezcla de preocupación y… algo más que no supo descifrar.

—Resististe lo que nadie ha resistido, Pete. Eso dice algo de ti.

Pete dejó escapar un suspiro, pero no respondió. Su mirada seguía fija en el horizonte helado. Charlatanerías. Se sentía un maldito loco aveces.

El silencio entre ambos se extendió, cómodo en su mutua compañía. Solo el viento helado y el crujir de la nieve bajo sus botas rompían la quietud. De vez en cuando, Michael apartaba con su bastón de madera tallada la nieve que se acumulaba a sus pies. Aquel bastón había sido su compañero inseparable desde que una flecha envenenada atravesó su pierna izquierda durante la guerra, aunque eso no le impedía dejar de ser un guerrero curtido.

—¿Entonces está vivo? —preguntó Pete de repente, su tono intentó ser plano, pero era evidente la tensión.

Michael se detuvo, solo el viento revolvía su cabello negro rizado.

—Es lo que Firkle vio —respondió con cautela, como si evaluara cada palabra antes de decirla—. Pero ya sabes cómo son sus visiones… fragmentadas, incompletas. Solo pistas.

Michael hizo una pausa, bajando la vista hacia su bastón.

—Aunque, si somos honestos, lo esperábamos, ¿no? —continuó con su voz teñida de amargura—. Ninguno de nosotros logró lastimarlo lo suficiente para asegurarnos. Y ya sabes cuál es la única manera de deshacerse de esas escorias para siempre.

Pete no respondió de inmediato. Soltó un sonido bajo, entre un gruñido y una afirmación que escapó de su garganta. "Maldito cabrón, cómo quiero matarte", pensó, con los dientes apretados.

El silencio volvió a instalarse entre ellos, pero esta vez fue breve. Ambos alzaron la mirada al mismo tiempo cuando algo interrumpió su charla: una pequeña caravana apareció a la distancia, moviéndose lentamente a través del camino nevado. Caballos tiraban de carretas desvencijadas, mientras un grupo de hombres andaba a pie, cubiertos con capas gruesas de piel para protegerse del frío. Sus pasos eran pesados, pero no erráticos.

Lo que realmente captó la atención de ambos fue la bandera que ondeaba entre la multitud, una tela negra con la imagen blanca de un alfanje atravesando una hoja de arce. Pete sintió que su estómago se retorcía al reconocerla. Era imposible olvidarla.

—¿Es en serio? —murmuró Michael, con incredulidad mezclada con un deje de fastidio.

Pete no apartó la mirada de la bandera que ondeaba al viento. Su expresión seguía imperturbable, pero había una tensión evidente en sus ojos.

—¿No se suponía que llegarían en dos lunas llenas? —preguntó, soltando un suspiro mientras finalmente retiraba las manos del helado barandal.

—Se suponía… pero ya sabes cómo son. Firkle estará encantado. —Michael negó con la cabeza, mientras se apartaba y comenzaba a caminar hacia la salida—. Será mejor que bajemos.

Pete gruñó, pero no discutió. Con resignación siguió a Michael hacia la escalera que descendía desde la terraza de la torre.

El descenso fue largo. Bajaron por la estrecha escalera de piedra que serpenteaba en espiral, iluminada apenas por antorchas que chisporroteaban contra las corrientes de aire. Sus pasos resonaban en las paredes, un eco solitario en el inmenso y silencioso lugar. Al llegar al nivel principal, atravesaron un pasillo abovedado, cuyos vitrales oscuros apenas dejaban entrever la luz mortecina del exterior. Los techos altos estaban decorados con intrincadas molduras que parecían mirarles desde las sombras.

Pasaron junto a la biblioteca, una vasta sala repleta de estanterías que se alzaban hasta el techo, donde los tomos antiguos y grimorios parecían murmurar secretos desde su reposo polvoriento. Cruzaron después el salón de los espejos, un espacio dominado por enormes cristales ennegrecidos que deformaban las figuras de quienes se reflejaban en ellos. Finalmente, llegaron a la gran sala principal, un espacio frío y cavernoso con un techo abovedado sostenido por columnas de piedra negra. En el centro de la estancia, una enorme mesa de madera con sillas talladas esperaba, mientras las antorchas en las paredes proyectaban sombras danzantes.

El eco de las voces y pasos en el exterior indicaba que los piratas ya estaban cerca.

Los piratas, pensó Pete con desdén, mientras se acercaba a Michael. A pesar de su apariencia descuidada y su reputación como criminales, también habían sido valiosos durante la gran guerra, combatiendo bajo el estandarte del rey elfo Kyle Broflovski. Al parecer, Ike “El Imparable”, el capitán del mayor navío contrabandista, había negociado su libertad y el perdón de sus crímenes a cambio de su apoyo en la guerra.

Era una medida controvertida, una más que los reinos rivales de Broflovski no tardaron en criticar. “Quizás el rey elfo tiene una debilidad por los marginados” pensó Pete con cierto cinismo. Después de todo, Kyle había abogado por que la mestiza, esa mestiza, fuera reconocida como princesa legítima. Y como cereza en pastel, también los reconoció como dueños y guardianes de esas tierras.

Pete sacudió ligeramente la cabeza, apartando el pensamiento. No era el momento de divagar. Frente a ellos, la gran puerta de la fortaleza comenzaba a abrirse lentamente, dejando entrar la helada brisa y las figuras de los piratas.

Ike era un hombre de porte imponente, alto y de musculatura bien definida. Su cabello negro estaba mal recortado y caía de forma desordenada sobre su frente, y sus ojos oscuros, que brillaban con un destello astuto, casi desafiante. La sombra de una barba de dos días acentuaba su aire despreocupado, y aunque Pete sabía que Ike era sorprendentemente cercano en edad a Firkle, las diferencias entre ellos eran abismales. Ike, un extranjero con un físico robusto y una presencia dominante, contrastaba con la complexión menuda y delicada de Firkle, quien siempre había sido pequeño y reservado.

Vestía el típico atuendo de un marinero: una camisa clara de mangas largas y holgadas, que permitía vislumbrar sus músculos con cada movimiento; un chaleco oscuro ajustado que le daba un aire de autoridad; y varios cinturones superpuestos, adornados con bolsillos y hebillas que parecían contener más secretos que simples herramientas. Sus pantalones, de un material robusto y resistente, estaban metidos en unas botas altas de cuero gastado por años de uso. Un pañuelo atado a la cintura completaba el conjunto, aportando un toque casi casual que parecía ser su sello distintivo.

Al entrar en la fortaleza, Ike les saludó con un leve movimiento de cabeza, un gesto sobrio pero cargado de confianza. Detrás de él, sus hombres comenzaron a llenar la sala, siendo recibidos por los asistentes de los góticos, quienes ya estaban acostumbrados a las visitas del ex-contrabandista. Desde que dejó de ser un "sucio pirata", como solían llamarle, Ike había reformado su vida para dedicarse al comercio, tanto en tierras extranjeras como en su propio continente. Sin embargo, los rumores sobre enfrentamientos feroces con otros piratas aún persistían. Kyle siempre restaba importancia a estas habladurías, como si fueran meras historias de taberna. Pero Pete y los demás si las creían,

Las visitas de Ike y su tripulación a las montañas heladas no eran infrecuentes. A menudo traían consigo artefactos paganos, objetos cuya naturaleza y propósito solo Pete y su grupo parecían entender del todo. Además, aunque el camino que atravesaba la región era peligroso, llevaba directamente al oeste, donde se encontraba uno de los puertos de trueque más grandes y concurridos del continente. Pete, aunque no era el mayor fanático de estas interrupciones, no las encontraba tan molestas como Michael, quien siempre ocultaba su desagrado tras una fachada de indiferencia. Michael de verdad detestaba a Ike.

Henrietta llegó acompañada de Firkle unos momentos después, ambos claramente sorprendidos por la inesperada llegada. Vestían sus trajes de alquimia, Henrietta llevaba un vestido negro de líneas elegantes, ajustado en la cintura y con detalles de encaje en las mangas largas, que terminaban en puntas afiladas como alas de murciélago. Sobre el vestido, un delantal de cuero oscuro con varios bolsillos y correas para herramientas y frascos. En su cuello, un colgante de plata en forma de cruz invertida, regalo de Michael por supuesto. Firkle, por su parte, lucía una versión más práctica: una túnica negra con brocados en gris plata, ajustada por un cinturón de cuero del que colgaban pequeñas dagas y viales. Ambos llevaban guantes largos de cuero, relucientes por algún tipo de barniz protector, perfectos para manipular sustancias tóxicas o realizar disecciones.

La visita de Ike era inusual; normalmente, la tripulación del marinero enviaba un ave mensajera para anunciarse. La repentina aparición sin previo aviso dejó a todos preguntándose qué urgencia los había llevado allí. Sin embargo, la expresión de Firkle era de pura felicidad, algo que no pasó desapercibido. Pete apenas logró contener un suspiro cuando escuchó a Michael maldecir en voz baja mientras el más joven corría hacia Ike, abrazándolo con fuerza.

—¿Es en serio? —murmuró Pete, rodando los ojos.

Ike, con esa confianza despreocupada que lo caracterizaba, inclinó la cabeza hacia Firkle, dejando un suave beso en su cabello. Su voz grave, casi seductora, se llenó de afecto al hablarle.

—Mi estrella en el alba, cuánto te he extrañado.

A su lado, Pete notó cómo Michael apretaba los puños y reprimía una arcada con visible esfuerzo. No era ningún secreto que Michael no aprobaba que Ike estuviera tan cerca de Firkle. No por miedo a que Firkle fuera lastimado, claro; el más joven del cuarteto había sido el más letal en la guerra, despachando vampiros como si fuera una segunda naturaleza. Pero un sucio marinero como Ike… ¿de verdad? ¿Firkle no podía aspirar a algo mejor?

Antes de que Michael pudiera soltar algún comentario mordaz, Henrietta le dio un fuerte golpe en el costado, fulminándolo con la mirada.

—Compórtate —le gruñó, aunque Pete podía notar que incluso ella estaba algo molesta. Claro, Henrietta toleraba a Ike un poco más que ellos, pero solo porque Firkle siempre parecía increíblemente feliz cuando estaba cerca de él.

Pete observó cómo Ike hacía un gesto hacia sus hombres, quienes avanzaron cargando un cofre grande con sumo cuidado. Con un movimiento rápido y experto, lo abrieron, revelando su contenido: hojas de tabaco puro apiladas con meticulosa perfección. Pete reconoció de inmediato la calidad; no había duda de que era lo mejor que se podía conseguir. Ike nunca escatimaba cuando se trataba de Firkle, y aunque eso era irritante, Pete tenía que admitir, a regañadientes, que era un gesto generoso. Quizás luego le pediría un par de hojas a su hermano.

Justo cuando Pete pensaba que Ike no podía volverse más exagerado, el marinero sacó una pequeña caja del bolsillo de su chaleco. Al abrirla, un fino collar violeta brilló bajo las luces parpadeantes de las antorchas. Su resplandor iridiscente parecía casi hipnótico.

—Está hecho con escamas de sirena —anunció Ike con una sonrisa ladina, su tono lleno de orgullo—. Las arranqué yo mismo, una por una, mientras seguía viva.

La sala quedó en silencio, más por la incredulidad que por la admiración. Pete apenas pudo contener una mueca. "Por supuesto que tenía que darle ese detalle macabro", pensó, preguntándose si eso era parte del encanto que tanto atraía a Firkle. Tal vez ese toque de locura explicaba por qué el más joven estaba tan embelesado.

Firkle, sin decir una palabra, inclinó el cuello para que Ike le pusiera el collar. El accesorio combinaba perfectamente con el labial violeta que adornaba sus labios, algo que incluso Pete tuvo que reconocer como una buena elección. Pero cuando Firkle se puso de puntillas para plantarle un beso a Ike, ese fue el límite para Michael.

—¡BUENO! —soltó Michael, su voz resonando con frustración contenida mientras apretaba con fuerza el bastón en su mano—. ¿Qué te trae por aquí tan repentinamente?

Su tono estaba cargado de un claro mensaje: Explícate antes de que pierda la paciencia. Michael era un buen líder, pero no era el de mejor temperamento…

Firkle fulminó a Michael con una mirada cargada de furia. Sus ojos, tan filosos como dagas, parecían querer atravesarlo. “Se pelean como un padre e hijo” pensó Pete, observando desde su lugar.

—No me gusta empezar con malas noticias —murmuró Ike finalmente, soltando con cuidado el cuerpo de Firkle mientras un suspiro resignado escapaba de sus labios. Su usual aura despreocupada parecía haberse desvanecido.

Henrietta lo observó con una mirada inquisitiva, buscando la verdad detrás de esas palabras.

—¿A qué te refieres con malas noticias? —preguntó, cruzando los brazos con firmeza y con un tono severo.

Ike apretó los labios y miró al suelo por un instante antes de volver a alzar la vista. Había algo diferente en su expresión ahora: gravedad, tal vez incluso algo de preocupación.

—Filmore, tráelo —ordenó con voz firme. El subcapitán asintió y salió de la sala con pasos rápidos.

Mientras Filmore se alejaba, Ike volvió su atención al grupo, sus ojos oscuros brillando bajo la luz tenue de las antorchas.

—Teníamos planeado quedarnos más tiempo en el puerto —comenzó, con una voz medida y controlada, como si tratara de no alarmarlos demasiado—, pero algo nos obligó a partir apresuradamente.

—¿Qué fue? —Henrietta tensó los hombros.

—Una plaga —respondió Ike, dejando caer la palabra como un ancla.

Michael resopló con irritación y se llevó una mano al tabique nasal, masajeándolo como si ya pudiera sentir el peso del problema.

—¿Una plaga? ¿Esos malditos barqueros trajeron ratas otra vez? —preguntó, como si el recuerdo de la última peste aún estuviera fresco en su memoria. Habían tardado meses en erradicarla, y la sola idea de pasar por lo mismo lo llenaba de frustración.

Ike negó con la cabeza.

—No, no ese tipo de plaga… —murmuró, sus palabras dejaron un eco inquietante en la sala.

El sonido de pasos regresando anunció la llegada de Filmore, seguido de dos hombres que cargaban una gran caja entre ellos. Sin decir una palabra, dejaron caer la pesada carga sobre la mesa central con un estruendo que resonó por toda la sala, provocando un silencio sepulcral.

Henrietta fue la primera en moverse. Sus tacones resonaron en el suelo de piedra mientras se acercaba a la mesa con calma medida. Extendió una mano para detener a los hombres y luego hizo un gesto para que abrieran la caja.

Cuando lo hicieron, la tapa chirrió al levantarse, revelando el contenido. Henrietta se quedó inmóvil, sus labios ligeramente apretados, pero su rostro permanecía inexpresivo. Sin embargo, sus ojos traicionaban una tensión creciente.

Michael y Firkle se apresuraron hacia la mesa, inclinándose para mirar el interior. Pete, en cambio, se sintió clavado al suelo, su cuerpo pesado, como si un yugo invisible le impidiera avanzar. Lo sintió en su cuello.

—Debes estar bromeando… —murmuró Henrietta.

—¿Cuántos? —preguntó Michael, su voz fue cortante como el filo de una espada.

Ike bajó la mirada por un instante antes de responder.

—No lo sabemos. No pudimos capturar ninguno vivo. No teníamos las armas adecuadas... y jamás imaginamos encontrarlos en el puerto.

Michael apretó los dientes, un músculo en su mandíbula se marcó por la tensión. De repente, golpeó la mesa con el puño cerrado, haciendo que los objetos sobre ella temblaran.

—¡Mierda! —gruñó, furioso—. ¿En el puerto? ¿Qué demonios hacían ahí? Se supone que evitan esos lugares por la luz solar.

Pete, que hasta ese momento había permanecido inmóvil, finalmente se acercó lo suficiente como para mirar dentro de la caja. Lo que vio hizo que su estómago se revolviera.

Los ocultistas estaban acostumbrados a presenciar horrores: criaturas grotescas, entidades sombrías, e incluso demonios que podrían enloquecer a cualquiera con solo mirarlos. Pero los vampiros siempre habían sido una clase aparte, algo que Pete prefería evitar. La criatura dentro de la caja tenía la piel blanca y espectral, como si hubiera sido tallada en alabastro. Alrededor de sus ojos, unas sombras ennegrecidas se mezclaban con profundas ojeras, dándole un aire aún más antinatural. Y esos colmillos... malditos colmillos, Pete tragó saliva.

—No quisimos enviar un ave —continuó Ike, interrumpiendo el silencio cargado—. Supusimos que esos bastardos podrían interceptarla. Pero, según lo que dijeron los pueblerinos, no empezó hace mucho. Al principio pensaron que era alguna criatura pequeña, algo como el chupacabras. Pero después… empezó a ser la gente. Vagabundos, la clase baja... aparecieron drenados.

Un escalofrío recorrió la sala, y hasta Michael parecía haberse quedado sin palabras.

—Están muy cerca —habló por fin Firkle. Extendió un brazo hacia la criatura, examinando su cuerpo con una calma que bordeaba lo perturbador—. Pero hay algo extraño. No hemos recibido ningún informe de nuestras tropas de búsqueda en los alrededores, al menos no reciente. ¿Preferirán esconderse en la costa? Aunque ellos odian el calor…

El razonamiento del más joven llenó el aire con una tensión aún mayor. Pete sintió cómo su corazón comenzaba a latir con fuerza, cada latido resonando en sus oídos como tambores de guerra.

Un dolor agudo comenzó a punzar en la cicatriz de su costado nuevamente, como si la vieja herida recordara los horrores que esos seres le habían causado en el pasado. La incomodidad subía por su espalda, y Pete tuvo que aferrarse al borde de la mesa para no perder el equilibrio.

—Sé que eso no es lo peor —Continuó Firkle, con la voz serena pero cargada de un peso difícil de ignorar. Mientras hablaba, sacó una daga de acero. Con precisión fría, cortó un pequeño trozo de la piel del cadáver.

—¿Qué es lo que llevaba? —preguntó, sin apartar los ojos del cuerpo.

Firkle parecía imperturbable, probablemente por los retazos de conocimiento que le otorgaban sus visiones. Henrietta, en cambio, mantenía un rostro serio, casi gélido. Michael estaba rojo de furia, su mandíbula apretada mientras daba vueltas como un lobo atrapado en una jaula.

Y Pete… Pete no podía concentrarse. Bajó la mirada hacia sus manos, que temblaban ligeramente contra la madera de la mesa. Sentía como si su cuerpo no le perteneciera, una extraña mezcla de náuseas, dolor de cabeza y un peso aplastante en su pecho. El sonido de las voces en la sala comenzó a desvanecerse, volviéndose lejano, como si estuviera sumergido bajo el agua. Su ansiedad lo envolvía en un abrazo asfixiante, una marea que no podía detener. Luego, sintió la vibración de la mesa bajo sus manos, seguida de un estruendoso grito de cólera que resonó por toda la sala.

El rugido de Michael lo sacudió un poco, pero no lo suficiente. Pete no quería levantar la vista. Sabía que algo andaba terriblemente mal, pero su cuerpo se resistía a enfrentarlo. Un calor insoportable lo invadió, mezclado con escalofríos que le recorrieron la espalda. Su respiración se volvió irregular, su pecho subiendo y bajando como si intentara escapar de una presión invisible.

Tragó saliva con dificultad, sus ojos alzándose lentamente, como si cada movimiento fuera un esfuerzo monumental. A través de su visión borrosa, alcanzó a distinguir a Michael, que lanzaba su bastón contra la pared con una furia desenfrenada.

Firkle estaba inmóvil, sus labios apretados en una fina línea mientras observaba algo con una intensidad inquietante. Henrietta sostenía un objeto en sus manos, sus dedos firmes, pero sus ojos traicionaban una preocupación que pocas veces dejaba ver.

Un colgante. Una esmeralda.

Pete lo reconoció al instante, incluso antes de que su mente pudiera procesarlo. Era el símbolo de los seguidores de Mike Makowski, el líder de aquel culto oscuro que habían creído erradicado. Su mundo se tambaleó, y su mente se llenó de imágenes fugaces: sangre, fuego, gritos…

Todo se volvió negro. Pete se desplomó.

 

 

 

— ¡En pleno pasillo, Firkle…!

La voz irritada de Michael se filtró en la bruma de su inconsciencia, arrastrándolo de vuelta al mundo real. Pete sintió el peso de sus párpados, su cuerpo reaccionaba de a poco por la pesadez del letargo.

— Te alteras como un maldito mojigato —replicó Firkle con indiferencia.

— ¡No es eso! ¡No puedes ser tan condenadamente descarado! ¡Y menos ahora!

— Pero fue divertido —la risa sarcástica de Firkle llegó hasta él como un eco lejano. Pete se removió con incomodidad en lo que fuera que estuviera recostado.

— Firkle, tolero tus… excentricidades retorcidas, pero al menos tú y ese sucio marinero podrían elegir lugares menos transitados. ¿Cómo demonios se supone que me saque eso de la cabeza?

— Al menos logré distraerte del cadáver.

Un gruñido de exasperación fue la única respuesta de Michael. Pete sintió una presión húmeda en la frente, una tela fría que contrastaba con la fiebre que aún lo envolvía.

— ¿Pueden dejar de discutir? Pete está despertando —los regañó Henrietta.

Con un esfuerzo doloroso, Pete abrió los ojos.

Lo primero que vio fue a Henrietta, la mujer robusta ahora sonreía con alivio al verlo consciente. Sostenía el trapo húmedo en una de sus manos, mientras que, al fondo de la habitación, Firkle estaba sentado en la esquina de la cama, observándolo con su habitual expresión inescrutable. A su lado opuesto, Michael, que hasta hace un momento parecía furioso, iba perdiendo el color rojo de su rostro al notar que Pete había despertado.

— Les dije que despertaría hoy —comentó Firkle con simplicidad.

Michael soltó un resoplido.

 — Pero no puedes prever cuando alguien se te acerca, ¿no?

— Michael —lo reprendió Henrietta, lanzándole una mirada afilada.

El aludido masculló una disculpa y se dejó caer en la otra esquina de la cama, cruzándose de brazos.

Pete frunció el ceño, su mente aún nublada. — ¿Qué carajo…? —Gruñó mientras intentaba incorporarse. Un mareo lo golpeó al instante, y soltó un quejido, llevándose la mano a la cabeza.

— Con cuidado, apenas estás despertando —Henrietta lo sujetó con firmeza, ayudándolo a sentarse.

— Ugh… me duele la cabeza.

— Bello durmiente, estuviste inconsciente cuatro días —soltó Firkle con sorna, inclinándose un poco hacia él.

Pete parpadeó varias veces, su sorpresa reflejada en su expresión mientras alzaba la vista.

— De ninguna manera…

— Ojalá fuera broma —respondió Michael, ahora con un tono más sereno—. Te desplomaste en cuanto viste eso.

Un pesado suspiro escapó de los labios de Pete. Qué vergüenza.

— Debí de verme patético…

Firkle inclinó ligeramente la cabeza, dudando por un instante antes de hablar.

— Casi lo pensé, pero… —Sus ojos oscuros se clavaron en él, serios—. Tu cuello.

Pete frunció el ceño.

— ¿Mi… qué?

— Tu maldita mordida estaba palpitando —Firkle lo señaló con un gesto sutil.

El de mechas rojas se tensó de inmediato. Su mano voló instintivamente hacia su cuello, rozando la vieja cicatriz con los dedos.

Henrietta fue rápida en intervenir antes de que entrara en pánico.

— Pero ya está bien —dijo con calma, sobándole la espalda con firmeza—. Solo fue por ese momento.

Aun así, la confusión se instaló en Pete como un peso en el pecho.

— ¿Pero qué viste? —Su mirada se fijó en Firkle, esperando una respuesta.

El menor hizo una mueca, cruzando los brazos con frustración.

— Es difícil… Me he concentrado, pero no tengo nada claro respecto a eso… —Dudó por un momento antes de encogerse de hombros—. Sabes cómo funciona. No siempre ayuda.

Pete desvió la mirada, su mente aún nublada por preguntas. Algo estaba mal. Lo sentía en los huesos. Tragó saliva, su mente aún estaba algo nublada por el letargo, pero una idea se aferró a su conciencia como un eco distante.

— El cuerpo… —murmuró, mirando a Henrietta con el ceño fruncido.

Ella asintió, como si hubiese estado esperando esa pregunta.

— Lo he estado revisando —respondió, con un tono grave—. Se ve igual por fuera, pero por dentro… la forma en que reacciona al sol… es diferente.

Pete la miró fijamente, esperando la conclusión.

— Ya no se quema. Al menos no con la velocidad de antes.

La revelación cayó como una piedra en su estómago. Antes de que pudiera decir algo, Michael intervino con una voz firme.

— Y eso no es todo. No fue eliminado por alguien vivo.

Pete frunció el ceño.

— ¿Qué?

Michael se inclinó ligeramente hacia adelante, sus dedos tamborileando contra su rodilla lastimada con impaciencia.

— Ike dice que lo encontraron tirado en medio de la noche. Pero ninguno de sus hombres, ni los locales, lo mató.

El silencio se alargó por un instante.

— ¿Entonces qué fue? —preguntó Pete, cada vez más inquieto.

Michael intercambió una mirada con Henrietta antes de responder.

— Tenía zarpazos y un gran agujero en el pecho.

Pete dejó escapar una risa incrédula.

— ¿Estás diciendo que un vampiro mató a otro vampiro? —Se pasó una mano por el rostro, intentando encontrarle sentido a lo que acababa de escuchar—. Esos idiotas son como una colmena, no se matan entre ellos.

Firkle suspiró pesadamente.

— Tampoco lo entendemos. Por más que lo hemos examinado… —Se encogió de hombros—. Nada. No llegamos a nada.

Sintió un escalofrío recorrer su espalda.

Algo estaba ocurriendo. Algo que ninguno de ellos comprendía aún.

 Y eso era lo peor.

— ¿Y ahora? —preguntó Pete, su voz fue algo ronca.

Firkle se encogió de hombros con indiferencia.

— Ike partió esta mañana. Se llevará el cuerpo a Kyle, tal vez ellos tengan alguna idea… o ese tipo, Tolkien.

Pete asintió lentamente, procesando la información. Sus dedos se aferraron contra la tela de la manta sin que se diera cuenta. Algo lo inquietaba, una sensación extraña que le revolvía el estómago.

— Deberíamos buscar cerca… —susurró, más para sí mismo que para los demás.

Michael alzó una ceja.

— ¿Piensas que hay algo por aquí?

Pete parpadeó, sin estar seguro de por qué lo había dicho.

— No sé… tengo… ¿un presentimiento?

Los tres góticos intercambiaron miradas, incluso Firkle parecía desconcertado.

— Si lo dices tú… —murmuró el más joven—. Quizás la mordida te está diciendo algo.

Pete frunció el ceño de inmediato.

— Carajo, cállate, qué horror.

Firkle alzó las manos en un gesto de falsa inocencia.

— Solo decía.

Henrietta suspiró y negó con la cabeza.

— Por la mordida o no, podríamos mandar a buscar hasta el último rincón.

— ¿Por qué no vamos nosotros? —propuso Pete, con un esfuerzo por incorporarse.

Henrietta rodó los ojos antes de picarle el costado con el dedo, haciendo que soltara un leve quejido.

— Porque primero tienes que recuperarte del todo,  estás en los huesos.

— Sí, como Firkle —agregó Michael, lanzando una mirada al aludido.

El más joven ni lo dudó: le lanzó un golpe directo al brazo.

— Vete a la mierda.

Michael se quejó por la fuerza del golpe, pero terminó riéndose.

Pete solo rodó los ojos, aunque una sonrisa leve apareció en sus labios. Por más inusuales que fueran, sus amigos… No, su familia, siempre lograban relajarlo un poco, incluso en medio de todo ese desastre.

— De acuerdo… —murmuró, estirando los brazos con algo más de energía—. Pero apenas pueda, quiero salir lo más pronto posible a esas excursiones.

Firkle se enderezó de inmediato, con una chispa peligrosa en los ojos.

— ¡Mierda, sí! —dijo con una emoción poco disimulada—. Me estaba empezando a sentir oxidado.

Henrietta chasqueó la lengua y se cruzó de brazos.

— Genial, dos suicidas en busca de problemas.

— Tres —corrigió Michael con una sonrisa torcida.

Pete se echó hacia atrás en la cama, dejando escapar un suspiro.

— Bueno, mejor que quedarnos aquí esperando a que otro cadáver caiga en nuestra puerta.

Los demás asintieron en silencio. No lo dirían en voz alta, pero la incertidumbre los estaba carcomiendo. Y pronto, muy pronto, tendrían que averiguar qué demonios estaba pasando.

 

 

 

 

 



Al borde de un risco, aún en la penumbra de la noche, la colosal estructura permanecía tan imponente como siempre. Su castillo… su antiguo hogar.

Llevó la copa a los labios y dio un sorbo pausado. El líquido carmesí inundó sus sentidos, pero incluso su exquisito sabor no se comparaba con el deleite de la sangre fresca.

— Mi señor, permanecer tanto tiempo fuera del escondite es peligroso. —La voz femenina resonó con cautela a su espalda.

Él dejó escapar una risa baja y refinada.

— No creo que ese lugar nos sirva por mucho tiempo más, perse.



 

Notes:

Realmente amo a este cuarteto, disfruté mucho escribir sobre ellos en este capitulo, las cosas si que se pondrán raras pronto

Chapter 8: Kyle

Summary:

“¿En qué me he convertido ahora?
Por primera vez me dominan los sentimientos”

Chapter Text

Kyle se enderezó con rigidez, dejando que las damas de su madre lo vistieran con aquella ridícula ropa que ella había elegido. Su mirada sombría se fijó en el espejo, donde el reflejo que veía le resultaba ajeno. Un nudo de desagrado se formó en su estómago, tan intenso que por un momento pensó que vomitaría. Asqueroso. Horrible.

La voz de su madre flotaba en el aire, pero se sentía distante, como si hablara con alguien más y no con él.

—Es una extranjera, pero su sangre es la misma que la tuya. Proviene de los primeros elfos, Kyle… Es una mujer hermosa.

Sheila, regordeta y envuelta en las elegantes prendas tradicionales élficas, era la mayor creyente que Kyle hubiera conocido. Sabía que se preocupaba por él, más aún desde la muerte de su padre, muchas décadas atrás. Lo entendía… o al menos intentaba hacerlo. Pero, una y otra vez, iba demasiado lejos en su afán de verlo comprometido.

—Madre… —Kyle tomó aire y apartó la vista del espejo—. No me siento listo aún. Estoy seguro de que Rebecca…

—Rebecca lo comprende —interrumpió Sheila sin inmutarse—. Pero no hizo un buen trabajo. ¿Qué importa?

Se acercó, haciendo un ademán para que sus damas se retiraran unos pasos. Con delicadeza, acomodó un mechón rebelde del cabello de su hijo.

—Con ella te sentirás listo. Estoy segura.

Kyle se encogió sutilmente en su lugar. La incomodidad lo envolvía como una segunda piel.

—¿De verdad tengo que hacerlo? —Kyle exhaló con frustración antes de añadir, con un dejo de ironía—. Digo, ¿qué diferencia habrá? He gobernado bien sin una mujer a mi lado…

La mirada afilada de su madre lo hizo callar al instante. Sheila tomó aire con paciencia fingida antes de soltar la bomba que había estado preparando.

—¿Sabes qué rumores corren, Kyle?

El rey apartó la vista, sin responder. Su silencio solo pareció irritarla más.

—Hablan de repulsión hacia las mujeres, dicen que pareces más cómodo con otro tipo de compañía… ¡Blasfemias! ¡Contra un rey! No permitiré que manchen el nombre de mi hijo.

"Más bien, no quieres que el apellido se ‘enmancille’", pensó Kyle, ignorando la creciente indignación de su madre.

—Soy el rey, madre. Ellos no. ¿Qué importa lo que digan? Son solo habladurías de los ancianos, la gente común ni siquiera les presta atención…

—¿Y eso es lo que quieres, Kyle? —La voz de Sheila se tensó, y sus ojos, del mismo tono rojizo que su cabello, ardieron con un destello peligroso. Se alteraba demasiado rápido cuando las cosas no salían como planeaba.

Kyle vaciló por un momento. Sí, eso quería, pero sabía que si seguía discutiendo, su madre solo se alteraría más.

—…Olvídalo —suspiró finalmente, rindiéndose—. No importa ya…

Sheila asintió con satisfacción, como si esas palabras fueran prueba de que había ganado.

—Es solo que aún no has encontrado a la mujer correcta —dijo con dulzura, alzando las manos para tomar el rostro de su hijo entre ellas—. Dale una oportunidad, Kyle. He oído que la belleza de esa doncella cautiva a cualquiera.

"Seguramente a mí no", pensó Kyle con amargura.

—Está bien…

Sheila sonrió complacida, y él se inclinó apenas para recibir el beso en la frente. Cuando su madre se apartó, una de sus damas entró en la habitación con pasos ligeros.

Lola hizo una reverencia antes de hablar.

—Sus majestades, Lady Meyers ha llegado. Los espera en los jardines —informó, con la cabeza ligeramente inclinada en señal de respeto.

Su madre parecía mucho más emocionada que él. Kyle, en cambio, solo quería vomitar.

—¿Escuchaste, Kyle? Será mejor que te apures, querido.

Antes de que pudiera responder, sintió cómo Sheila lo empujaba suavemente hacia la puerta, prácticamente echándolo de la habitación.

De camino a los jardines, Kyle caminaba con la pesadez de alguien que marchaba hacia su ejecución. Su mente divagaba entre la resignación y el fastidio, sintiendo cada paso más lento que el anterior.

Entonces, al girar en un pasillo, se topó de frente con Stan.

—Vaya, te ves fatal —comentó su amigo, cruzándose de brazos con una ceja alzada—. ¿Qué pasa ahora?

Kyle, que hasta entonces llevaba el ánimo por los suelos, pareció cobrar algo de vida al verlo.

—La supuesta llegada de mi nueva prometida —dijo con un suspiro teatral.

Stan chasqueó la lengua, sin sorpresa alguna.

—¿Otra más? Tu madre de verdad no se rinde.

Kyle soltó una risa breve, casi sincera. Sabía bien que Stan no tenía reparos en hablar con informalidad sobre Sheila, pero si ella estuviera presente, el caballero se expresaría con la más impecable cordialidad.

—Está convencida de que ella será la indicada.

—Sí… Bueno, eso ha dicho de todas antes —comentó Stan con una media sonrisa mientras caminaba a su lado. Kyle se sintió un poco más cómodo con su presencia.

—Intenté razonar con ella… pero hombre, es aterradora cuando se enfada.

Stan soltó una risa breve.

—Kyle, eres el rey…

—Lo sé, mierda… —gruñó, pasándose una mano por el cabello perfectamente peinado—. Pero… es mi obligación de todos modos. Quizás solo se preocupa…

Stan lo miró de reojo con una ceja arqueada.

—Sé que no piensas así… pero haré como que te creo.

Kyle suspiró pesadamente y siguió caminando. Afuera, una considerable cantidad de personas se había reunido para esperarlo. Sintió un nudo formarse en su garganta, la bilis subiéndole con la ansiedad.

—Está bien, Kyle. Estaré cerca —escuchó decir a Stan detrás de él.

Lo reconfortaba saberlo, pero solo le daban más ganas de huir.

Inhaló y exhaló profundamente antes de bajar las escaleras empedradas que llevaban al centro de los jardines.

Chris Donnely, uno de sus escuderos, alzó la voz con firmeza, anunciando su llegada:

—¡Kyle Broflovski, Rey de los Elfos de la Tierra Media, principal creador de la Corte de la Alianza y vencedor de la Gran Guerra contra el Lord de la Oscuridad!

Al unísono, la multitud inclinó la cabeza en una reverencia respetuosa. Kyle avanzó con la cabeza en alto, su postura impecable, aunque por dentro sentía el peso de la expectativa.

Chris prosiguió con la segunda presentación:

—¡Lady Leslie Meyers, voz del pueblo lejano más allá del mar e hija de los Primeros Elfos!

El silencio se extendió cuando la mujer descendió del carruaje. Kyle la escudriñó con la mirada mientras daba sus primeros pasos en los jardines.

Tenía el cabello largo y negro, recogido con delicadeza en una diadema dorada que realzaba la suavidad de su rostro. Era hermosa, con facciones finas y una expresión de tranquilidad casi inquebrantable… demasiado serena. Pero sus ojos… sus ojos carecían de brillo.

Vestía un elegante vestido amarillo que rozaba el suelo con cada movimiento, bordado con sutiles detalles que reflejaban la luz del sol. Un corsé verde esmeralda ceñía su figura con la precisión justa para realzar su porte sin caer en lo llamativo o vulgar.

Kyle la observó con atención, pero sin emoción. Había visto muchas mujeres hermosas antes. Eso no significaba que la considerara diferente.

Su madre se equivocó de nuevo.

Kyle ya lo sabía antes de que Lady Leslie Meyers siquiera abriera la boca.

Cuando ella quedó frente a él, realizó una reverencia impecable, con movimientos fluidos y precisos. Luego, lo miró con una pequeña sonrisa, perfectamente calculada.

—Mi rey, es un honor para mí estar aquí.

Kyle respondió con la misma mecánica de siempre, un gesto aprendido con la repetición. Cuando la mujer extendió su mano, él la tomó con cuidado y depositó un beso en sus nudillos.

—El honor es mío, Lady Leslie—respondió con la cortesía ensayada de un monarca. Mantuvo el contacto visual con ella, como correspondía, sin permitir que su expresión revelara nada más que un agrado fingido—. Su llegada es un acontecimiento digno de celebración. Espero que el viaje no haya sido extenuante.

—No tanto como imaginé —dijo ella con calma—. El océano puede ser caprichoso, pero la recompensa de conocer nuevos territorios lo compensa.

Kyle asintió, sin mostrar verdadero interés.

—La tierra media de Zaron tiene muchas maravillas, aunque seguro su tierra natal no se queda atrás.

—Cada lugar tiene su belleza única —respondió Leslie, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Pero es cierto que su reino es próspero, mi rey. He escuchado historias sobre su liderazgo.

Kyle notó la suavidad con la que lo halagaba, sin exageraciones ni adulación forzada. Era hábil con las palabras, lo suficiente como para que la conversación pareciera natural… y, aun así, a él solo le parecía otro intercambio vacío.

Sabía que su madre lo estaba observando desde algún punto, esperando que todo marchara como lo había planeado. Así que, con una leve inclinación de cabeza, elevó la voz lo suficiente para que todos lo escucharan.

—Les agradezco a todos su presencia en esta ocasión especial. En honor a nuestra distinguida invitada, mi madre ha organizado un banquete en los salones del palacio. Espero que disfruten de la velada.

Los asistentes murmuraron con aprobación y comenzaron a moverse en dirección al palacio. Kyle, por su parte, le ofreció el brazo a Lady Meyers por pura formalidad. Ella lo tomó con gracia.

Y mientras caminaban juntos, Kyle solo podía pensar en cuánto deseaba que ese día terminara lo antes posible.

El salón de fiestas estaba abarrotado, rebosante de alegría y voces animadas. Todo parecía digno de una celebración de compromiso real… Su madre de verdad lo estaba dando todo.

Kyle ayudó a Lady Leslie a sentarse en la silla a su derecha antes de tomar su propio lugar. Apenas lo hizo, Sheila tomó la oportunidad de entablar conversación con la mujer, con ese entusiasmo inagotable que solo ella poseía en ese momento.

Kyle optó por desconectarse. Fingió escuchar, asintiendo ocasionalmente mientras su mente vagaba en otra dirección.

Ya sentía el peso del agotamiento en su expresión.

Por inercia, buscó con la mirada entre los asistentes.

En la mesa más alejada de los aristócratas, donde los soldados y capitanes compartían jarras rebosantes de cerveza, estaba Stan. Rodeado de algunos de sus hombres, levantaba su tarro en un brindis despreocupado, con su característica actitud relajada. Maldito cabrón. Por supuesto que aprovecharía la ocasión para atiborrarse de alcohol mientras él sufría en esa farsa.

Kyle lo observó en silencio.

En el instante en que Stan llevó el tarro a sus labios, sus ojos se encontraron.

El humano le dedicó una leve sonrisa, ladeando apenas la cabeza, y sin emitir sonido, movió los labios con claridad.

"Lo sé."

Kyle reprimió una sonrisa, desviando la mirada rápidamente. Stan lo conocía demasiado bien.

Por un instante, deseó estar en esa mesa. Celebrando junto al humano.

No necesitaba beber, pero sí quería escuchar las idioteces que saldrían de su boca borracha, ver sus gestos exagerados al contar alguna historia sin sentido, sentir esa cercanía sin presiones. Quizás ayudarlo a moverse cuando la bebida fuera demasiada, decirle con fastidio que ya era suficiente, recibir una risa tonta como respuesta… Solo estar más cerca.

—… ¿Entonces le gusta, majestad? —Lady Leslie lo miraba con expresión serena, ajena al torbellino en su mente.

Kyle se tensó.

—¿¡Qué!? —soltó sin querer, parpadeando al verla.

La joven pestañeó, un poco sorprendida por su reacción. Su madre, en cambio, lo miraba con una clara molestia contenida.

—Le comentaba a Lady Leslie sobre tu gusto por la escritura, querido. —Sheila sonrió con esa dulzura forzada que no engañaba a nadie. Su tono era amable, pero Kyle conocía bien la severidad escondida detrás.

Kyle tardó un segundo en reajustar su expresión.

Fachada cortés, activada.

—Bueno… más bien diría que la poesía —corrigió con calma, esbozando una sonrisa apenas perceptible hacia Leslie.

—Un pasatiempo admirable, su majestad. No es común encontrar soberanos que se deleiten con las artes —comentó Lady Leslie con una leve sonrisa y un tono impregnado de cortesía.

¿Era una sonrisa sincera? ¿Ella realmente quería estar ahí?

—Oh, pero su excelencia en la escritura ha demostrado ser una valiosa herramienta en la diplomacia. —Sheila intervino con la voz firme de quien deseaba impresionar—. Sus palabras han forjado alianzas y asegurado la estabilidad de nuestra corte.

Kyle reprimió el deseo de suspirar.

Por los dioses.

Quería desaparecer. Cualquier cosa sería preferible a seguir allí. No le importaba lo que fuese, incluso la peor de las opciones sería bienvenida.

—Kyle, querido. —Su madre dirigió una mirada hacia la otra esquina del salón—. Parece que Sir Jimmy está por dar inicio a la música para el baile.

El rey sintió cómo su estómago se encogía.

Sabía perfectamente lo que eso significaba.

Y solo quería gritar.

—G-Guau, qué gran audiencia. —La voz del bardo resonó en el gran salón, entremezclada con el murmullo de la multitud—. Tenemos hoy q-queridos invitados, nada más ro-romántico que lo que esc-escucharán hoy.

Jimmy Valmer, el bardo de la corte, deslizó sus dedos por las cuerdas del laúd, dando inicio a la melodía que marcaría el comienzo del baile real.

Kyle ya sentía la mirada de su madre ardiendo sobre él, como una orden silenciosa que no necesitaba ser pronunciada.

Solo quería un respiro.

Con la elegancia que se esperaba de él, se levantó de su asiento y extendió una mano hacia Lady Leslie, inclinando ligeramente la cabeza en un gesto cortesano.

—Lady Leslie, ¿me concedéis este baile?

La joven parpadeó, sorprendida quizá por la repentina formalidad, pero pronto curvó los labios en una sonrisa perfectamente medida.

—Sería un honor, su majestad.

Kyle la ayudó a ponerse de pie, guiándola con cortesía hacia el centro del salón, donde las demás parejas ya se preparaban para la danza. Su mano se posó con suavidad en la cintura de la dama mientras ella apoyaba la suya en su hombro.

—¿Bailáis con frecuencia, mi señor? —preguntó Leslie con amabilidad, mientras comenzaban a moverse al compás de la música.

Kyle mantuvo la expresión serena, pese a que su mente divagaba en cualquier otro lugar menos ahí.

—Solo en ocasiones que lo requieren, mi lady.

Un giro elegante, una sutil presión en su mano. Había repetido estos movimientos tantas veces que su cuerpo se movía por inercia, mientras su mente anhelaba estar en otra parte.

Preferiblemente, en la mesa donde Stan reía con sus soldados.

—Vuestra destreza lo desmiente. Parecéis acostumbrado a esto.

—La práctica es una exigencia del protocolo, no del placer —respondió con una leve sonrisa que no alcanzó sus ojos.

Lady Leslie inclinó la cabeza con ligereza, estudiándolo por un instante.

—Debe de ser agotador entonces, su majestad.

Kyle parpadeó, apenas sorprendido por la perspicacia en su tono.

—Lo es.

Su respuesta no fue una mentira.

Leslie ejecutó un giro elegante, sus faldas ondeando con ligereza. Cuando volvieron a encontrarse, su mirada lo escrutó con una expresión que parecía demasiado tranquila para la conversación que estaba a punto de iniciar.

—Sé que no deseas casarte conmigo.

Kyle tensó la mandíbula, obligándose a mantener el ritmo de la danza.

—¿Disculpa?

Otro paso, otra vuelta. Tuvieron que acercarse más para continuar con la coreografía, y entonces Kyle pudo examinar con detenimiento la sonrisa de Leslie. No era la misma sonrisa cortés de antes. Había algo más ahí, una certeza peligrosa.

—Lo sé, majestad —susurró ella con naturalidad—. Sus preferencias…

Kyle sintió el peso de la sospecha en esas palabras. Su pulso se aceleró apenas un instante, pero su expresión no delató nada.

—Debes de estar confundida, mi lady. Se dicen muchas cosas… rumores sin fundamento.

Leslie soltó una leve risa, apenas perceptible, y ejecutó un giro que los acercó aún más.

—Podemos ahorrarnos la cordialidad, Kyle.

Su tono era sereno, pero la osadía de la frase lo golpeó de lleno. Durante un segundo, Kyle no supo si sentirse molesto por su atrevimiento o… sorprendido.

—Si lo sabes —su voz descendió a un murmullo severo—, ¿qué demonios haces aquí?

Leslie bailó con gracia, dejando que la música marcara el ritmo de su conversación.

—Haciendo lo mismo que tú, mi rey —respondió con una sonrisa enigmática—. Cumpliendo con mí deber.

Kyle apretó los labios, sintiendo que la presión del momento aumentaba.

—No tienes por qué hacerlo —susurró entre dientes, aunque la cortesía de su postura seguía intacta—. No veo el sentido en todo esto si ambos sabemos la verdad.

Leslie rió suavemente, pero no con burla.

—¿No sería fabuloso desafiar las expectativas de tu madre sin consecuencias?

Kyle no respondió.

—Lo suponía.

Otro giro elegante, otro acercamiento.

—No te preocupes—dijo Leslie con voz baja, como si compartiera un secreto—. No pretendo imponerte nada. Esto es solo una danza… Y una farsa que ambos sabemos manejar.

Kyle la miró con atención, sin estar seguro de si debía sentirse aliviado o aún más atrapado.

—Entonces… ¿Aceptaste venir aunque te casarás con alguien que no te amará?

—Aunque no lo parezca, Kyle, es más sencillo seguir con una mentira que enfrentarse a la verdad.

Kyle sintió un peso en su pecho, un reflejo de su propia realidad. Esta propuesta de Leslie… Le agradaba.

Quizás tenía razón.

¿Por qué demonios no se le había ocurrido antes?

Era la solución perfecta, inmoral, sí, pero efectiva. Podía cumplir con su deber, hacer que su madre se callara de una vez por todas y, lo más importante, no tendría que preocuparse por romperle el corazón a nadie.

Era un sueño.

—De acuerdo… me agrada tu idea.

Las notas finales de la canción flotaban en el aire cuando Leslie sonrió con satisfacción.

—Excelente. Entonces bésame.

Kyle frunció el ceño, su mueca de asco fue completamente evidente.

—¿Qué carajo?

Antes de que pudiera apartarse, Leslie le apretó el hombro con más fuerza de la necesaria, manteniéndolo en su sitio.

—No pongas esa cara —le susurró entre dientes, sin dejar de sonreír—. Si no te has dado cuenta, tenemos a todo el maldito salón mirándonos.

Kyle tragó saliva y miró de reojo. Maldición, Leslie tenía razón.

El salón entero los observaba, expectante. Su madre, especialmente.

—Solo un beso, Kyle —insistió ella con voz tranquila pero firme—. Convencerás a tu madre y acabarás con esos rumores.

Él sintió cómo la presión en su pecho aumentaba. No era vergüenza, ni siquiera timidez, pero...

—Nunca he besado a nadie.

Lo dijo en voz baja, casi con la esperanza de que no lo escuchara. Pero Leslie sí lo oyó. Lo miró con incredulidad primero, luego sonrió con sorna.

—¿En serio? Bueno, qué adorable.

Kyle apretó la mandíbula, maldiciéndose por haberlo confesado.

—Es fácil —continuó Leslie—. Solo inclínate un poco y acerca tu rostro, cierra los ojos... Yo haré que se vea real.

Él sintió un nudo en el estómago. Todo esto le resultaba ridículo, pero sabía que no había vuelta atrás.

—Solo hazlo rápido —susurró incómodo.

Inspiró hondo, cerró los ojos y se inclinó levemente hacia ella. No tardó en sentir el roce de unos labios suaves contra los suyos. En ese mismo instante, la última nota de la canción flotó en el aire.

Fueron solo unos segundos. Pero para Kyle, se sintió como una condenada eternidad.

Qué asco. De verdad, qué asco.

Cuando se separó y abrió los ojos, el estruendo del salón lo golpeó de lleno. Aplausos, vitoreos, brindis… qué horror.

Pero entonces, algo hizo clic en su cabeza.

—Por los dioses… es verdad. No me gustan las mujeres.

Lo dijo en voz alta, más para sí mismo que para cualquiera, pero Leslie lo escuchó de inmediato.

—¿En serio recién te das cuenta? —Lo miró con una ceja levantada, divertida, pero también un poco incrédula.

No es que nunca se lo hubiera cuestionado. Había estado rodeado de mujeres toda su vida, y jamás ninguna había conseguido despertar su interés más allá de la amistad. Nunca.

Qué ironía.

Aunque… tampoco es que hubiera sentido lo mismo por ningún hombre.

Excepto por…

Oh.

Kyle se apartó un poco más, un escalofrío recorriéndole la espalda. Su madre se acercaba, pero su atención ya no estaba en ella.

Su mirada, casi como un reflejo, fue directo a la mesa de los soldados.

Los hombres seguían con su jolgorio, demasiado envueltos en la bebida y la conversación como para haber notado lo que acababa de ocurrir en la pista de baile. Pero Stan… Stan no.

Él tenía la mirada clavada en Kyle, y había algo en su expresión que lo inquietó. Confusión, incredulidad… ¿molestia? No podía descifrarlo.

Entonces, Gary Harrison, uno de los líderes de escuadrón y amigo cercano de Stan, le susurró algo al oído. Stan frunció el ceño y le lanzó una mirada molesta antes de encogerse de hombros y levantar su tarro para beber más.

¿Qué demonios le habría dicho?

Kyle sintió una presión en el pecho, una necesidad creciente de acercarse a esa mesa, de decirle a Stan que sintió asco. De decirle todo.

Ya se arrepentía del beso.

Ojalá… Ojalá su primer beso hubiera sido tomado por Stan.

Ni siquiera la voz emocionada de su madre podía atravesar el torbellino de pensamientos en el que Kyle estaba atrapado.

¿Pero hizo lo correcto, no? Todos esos aristócratas parecían satisfechos, alzando sus copas con sonrisas de aprobación. Leslie se mantenía impecable, con una actuación tan convincente que casi le hacía dudar de que todo fuera un acuerdo.

Su madre le preguntó algo, pero Kyle no supo qué responder.

Porque, mierda, no estaba escuchando.

Por el amor de la Madre Tierra, que algo lo salvara…

Y como si los dioses hubieran decidido responderle en el peor y mejor momento posible, el ruido tras las puertas irrumpió en el salón.

—¡Caballero! ¡No puede entrar! ¡Es una celebración privada!

—¡Una mierda! ¿Una maldita emergencia y no me permitirás pasar?

Las conversaciones se apagaron y todas las miradas se dirigieron a la entrada.

El sonido de las puertas abriéndose de golpe resonó en el gran salón, y Kyle nunca se sintió tan aliviado de ver un escándalo.

El grupo de marineros y ex mercenarios irrumpió con determinación, con Ike al frente, su ceño fruncido y la mirada ardiendo con urgencia.

—¡Maldito idiota! —soltó sin preámbulos, señalándolo con un dedo acusador—. Me sentiría ofendido por no recibir invitación si no fuera porque hay un asunto aún más importante.

Se escucharon jadeos indignados entre los aristócratas, murmullos ofendidos por semejante falta de respeto.

Por supuesto, esa NO era la forma adecuada de dirigirse a un rey.

Pero era Ike. Y Kyle siempre había apreciado la sinceridad del joven hombre.

Kyle no dudó ni por un segundo en aprovechar la oportunidad.

Con pasos rápidos, descendió de la pista de baile y se dirigió hacia Ike, su capa verde ondeando con el movimiento.

—¿Qué tan grave es la emergencia? —preguntó en voz baja, con la suficiente seriedad para que pareciera genuina su preocupación.

Ike chasqueó la lengua, cruzado de brazos.

—Si no fuera urgente, ¿crees que me metería en esta maldita jaula de víboras?

Kyle contuvo una sonrisa. Sí, definitivamente era una emergencia.

Volvió la vista hacia Leslie, quien le dedicó una mirada de complicidad. Se inclinó levemente ante ella y luego se giró hacia el salón lleno de elfos, que murmuraban entre ellos, expectantes por su reacción.

—Damas y caballeros —declaró con voz firme—, un rey tiene asuntos que atender, pero no permitiré que esta interrupción arruine su noche. Disfruten del banquete y sigan celebrando.

Luego, posó los ojos en los hombres de Ike, que esperaban cerca de la entrada. Algunos parecían incómodos en un lugar tan lujoso, otros simplemente hambrientos.

—Hombres, coman y beban a su gusto. Han viajado mucho, y un poco de descanso no les vendrá mal.

Las expresiones de los marineros pasaron de la incertidumbre a la satisfacción. Algunos incluso intercambiaron miradas de aprobación antes de dirigirse a las mesas más cercanas.

Kyle juró que escuchó el ruido desaprobatorio de su madre, el murmullo de su frustración elevándose entre los nobles más cercanos.

Pero no le importó.

Sin más, se giró y caminó junto a Ike hacia las puertas del salón.

Ike solo llevó consigo a unos cuantos hombres, todos ellos cargando una pesada caja de madera reforzada con hierro. El crujido de la madera y el leve rechinar de los metales acompañaron sus pasos mientras abandonaban el salón.

Una vez afuera, cuando la música y las voces animadas quedaron atrás, Kyle soltó un largo suspiro, sintiendo cómo la tensión se evaporaba de su cuerpo.

—Hermano, acabas de salvarme la vida.

Ike rodó los ojos y gruñó, cruzándose de brazos con fastidio.

—Me deberás un favor por esto. No puedo creer que esa maldita mujer quiera que te cases en medio de todo este desastre.

Kyle no tuvo fuerzas ni ganas de defender a su madre. Suponía que debería hacerlo, que cualquier hijo decente lo haría, pero… ahora mismo no podía.

Así que prefirió cambiar de tema.

—¿Qué es tan urgente? —preguntó, esperando que fuera lo suficientemente grave para justificar su escape.

Ike no respondió de inmediato. En su lugar, dio un golpecito a la caja con los nudillos antes de volver la mirada hacia él.

—Lo verás —dijo con un tono enigmático—. Pero primero, ¿dónde está ese tipo, Tolkien?

Kyle frunció el ceño, pensativo. No lo había visto en los jardines ni en la celebración. Ahora que lo pensaba…

—Oh… seguramente en el santuario.

Ike lo miró con incredulidad antes de soltar un resoplido.

—Hermano, ¿ni siquiera lo invitaste?

Kyle alzó las manos en un gesto defensivo.

—Fue todo muy repentino, ¿sabes? Mi madre llegó con la noticia ayer.

La expresión de Ike se endureció aún más.

—Claro, porque obviamente no querría tener a un “traidor” ahí.

Kyle apretó los labios, sin poder negar la verdad en esas palabras.

—Vamos al santuario —dijo simplemente.

Ike asintió y caminó a su lado sin necesidad de más palabras.

Ni siquiera era su hermano, era curioso pensar en lo diferentes que eran. Kyle, un rey de linaje puro, un elfo de sangre noble. Ike, extranjero, un huérfano humano, un exmercenario convertido en el capitán del mayor navío pirata antes de la gran guerra. Y sin embargo, de alguna forma, sus caminos se habían entrelazado.

Kyle aún recordaba el día en que lo capturaron, justo en las costas de su territorio.

Había oído de él mucho antes de conocerlo en persona. Se imaginó de todo: un hombre viejo y sucio, un lunático con cicatrices por todo el cuerpo, tal vez un gordo barbón que apestara a ron y tabaco. Lo que nunca esperó fue…

—Eres solo un niño —había dicho con incredulidad.

Frente a él, de rodillas, había un joven amordazado y golpeado, encadenado como si fuera una bestia peligrosa. Su piel estaba sucia de sangre seca y su cabello oscuro caía enmarañado sobre su frente. Kyle no entendía. No tenía sentido. ¿Cómo podía ser este muchacho, que no aparentaba más de dieciocho años, el líder estratega más temido de los mares?

Sin pensarlo demasiado, se agachó y le quitó la mordaza, dejando que el trapo húmedo y asqueroso cayera al suelo.

Ike aprovechó la oportunidad sin dudarlo. Lo primero que hizo fue escupirle directo en la cara.

Kyle parpadeó, sintiendo la tibia humedad resbalar por su mejilla.

—Voy a arrancar esas orejas tuyas y hacer que te las comas—gruñó Ike, con voz rasposa pero llena de desprecio.

Solo unos meses. Ese fue el tiempo que le tomó a Kyle poder hablar con Ike sin recibir un escupitajo o un insulto cada vez que intentaba entablar una conversación. Luego vino la negociación: el perdón para Ike y toda su flota a cambio de su ayuda en la gran guerra. Claro, había un trasfondo más profundo en todo aquello, una maraña de una cruel vida y el entendimiento de sus acciones, pero al final, lo que realmente importó fue que Ike terminó respetándolo, e incluso apreciándolo.

Y Kyle… Kyle terminó viéndolo como un hermano menor.

Bueno, un hermano menor sucio, grosero y a veces francamente perturbador. Más aún desde que había encontrado a su "alma gemela".

De todas maneras…

Caminaron a paso firme por el camino de piedra, y la brisa nocturna golpeó el rostro de Kyle, refrescando su piel y disipando un poco la sensación de encierro que le había dejado la celebración.

—Entonces, ¿me vas a decir de una buena vez qué pasa? —inquirió el rey después de un rato, arqueando una ceja con expectativa.

Ike le lanzó una mirada de lado antes de suspirar con resignación. Se pasó una mano por el cabello oscuro, despeinándolo más de lo que ya estaba.

—Lo sabrás cuando lleguemos —dijo con sequedad—. Solo te adelanto que es un maldito problema.

Kyle gruñó. Odiaba cuando Ike hacía eso, pero conocía lo suficiente a su hermano como para saber que, si no soltaba información de inmediato, era porque las palabras no harían justicia a la situación.

Doblaron una esquina y la gran puerta de madera tallada del Santuario del Crecimiento apareció ante ellos, imponente y solemne bajo la luz natural de la luna y las plantas luminiscentes.

—Si Tolkien no está aquí, te juro que… —comenzó Ike, pero antes de que pudiera terminar la frase, la puerta se abrió desde adentro con un leve crujido.

Tolkien apareció en el umbral con su expresión inmutable, su porte era impecable a pesar de la hora. Llevaba en las manos un par de matraces con líquidos de colores oscuros que reflejaban la luz de las flores titilantes.

—Debí suponerlo, había demasiado alboroto —murmuró con calma, echándoles un vistazo evaluador.

Ike bufó, cruzándose de brazos.

—Ni siquiera me querían dejar pasar. ¿Cómo no iba a hacer ruido?

—Tolkien, lamento la hora, pero es una urgencia —dijo el rey con tono educado.

Tolkien asintió con su habitual serenidad y se hizo a un lado, cediéndoles el paso.

—No hay nada que lamentar, mi rey. Para eso estoy aquí —respondió con formalidad, aunque su mirada se desvió de inmediato hacia la gran caja que los hombres de Ike cargaban con visible esfuerzo.

Kyle notó el leve ceño fruncido de Tolkien cuando habló nuevamente.

—Pueden ponerlo sobre la mesa. Uh… Nichole, ¿puedes quitar los pergaminos? —alzó la voz con suavidad, pero con la autoridad de quien sabe que será escuchado.

Kyle reprimió una sonrisa al ver a lo lejos cómo Nichole apartaba con cuidado los pergaminos y frascos de la mesa principal del invernadero, su característico cabello esponjoso y rizado se movía al son de sus movimientos.

Mientras los hombres de Ike depositaban la caja con precaución sobre la superficie despejada, Tolkien se acercó un poco más, sus ojos oscuros evaluando la situación con atención.

—¿Se trata de ellos dos? —preguntó en voz baja, dirigiéndose a Kyle.

El rey exhaló un suspiro leve y negó con la cabeza.

—No lo sé… Si te soy sincero, aún no sabemos nada de su paradero. Se supone que Kenneth y Kevin los están buscando…

—¿A quiénes están buscando? —intervino Ike de repente, mirándolos por sobre su hombro con curiosidad.

Tolkien desvió la mirada, claramente incómodo por el tema de sus viejos amigos. Su postura rígida lo delataba, pero se acercó a la caja con una calma forzada, observándola con detenimiento como si el contenido fuera tan pesado como el aire que los rodeaba.

Kyle sin vacilar, rompió el silencio.

—Craig y Tweek, hace un tiempo que los vieron.

Ike maldijo en voz baja, su frustración palpable mientras apretaba los dientes.

—Carajo, entonces esto son noticias de mierda.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kyle, sin comprender del todo la gravedad del tono de Ike.

De repente, un grito ahogado de Nichole los hizo reaccionar. Su voz, cargada de horror, cortó el aire.

Kyle desvió la mirada hacia la mesa. Tolkien tenía los ojos entrecerrados, una expresión tensa que parecía fusionarse con la creciente inquietud en la habitación.

—Kyle, tienes que ver esto. Ahora. —La urgencia en la voz de Tolkien lo dejó sin aliento.

El rey tragó en seco antes de acercarse a la mesa, donde la caja yacía abierta, su contenido expuesto ante la luz parpadeante de las lámparas naturales.

Apenas se inclinó sobre el borde un hedor pútrido lo golpeó como una ola de aire envenenado, filtrándose en su nariz y garganta como si quisiera incrustarse en su piel. Kyle frunció el ceño y se cubrió la boca y la nariz con una mano, sintiendo una arcada amenazar su autocontrol. Pero aún así, no retrocedió. Se obligó a mirar.

Dentro de la caja, los restos de lo que solo podía describirse como un vampiro yacían torcidos en una postura antinatural. La piel, que normalmente debería ser tersa y pálida en su no-muerte, estaba ajada y reseca, como si el cuerpo se hubiera vaciado. Unas marcas profundas, similares a zarpazos, cubrían sus extremidades y terminaban en un hueco enorme en donde se suponía estaría el corazón, y sus labios se habían retraído, dejando a la vista colmillos afilados en una mueca sin vida.

Kyle nunca había escuchado hablar sobre esto. Michael y Henrietta le habían explicado que los vampiros no se pudren de la misma forma que los humanos; sus cuerpos permanecen inalterados, como si estuvieran atrapados en un estado suspendido entre la vida y la muerte. Sus pieles frías y pálidas podían volverse rígidas con el tiempo, pero jamás deberían mostrar signos de descomposición real. Y, sin embargo, esto… Esto era otra cosa.

—No puede ser… —murmuró Kyle, incrédulo.

—No, no es normal. Estas cosas no deberían apestar. —Tolkien se apartó del cadáver con un leve estremecimiento, su expresión tensa—. ¿Qué sabes al respecto? —preguntó, dirigiéndose a Ike.

El pirata cruzó los brazos y apoyó un codo en la mesa, observando el cadáver con una mueca de disgusto antes de hablar.

Les explicó todo: dónde lo habían encontrado, los rastros de los ataques, las heridas, las investigaciones infructuosas de los góticos. Describió cómo, a pesar de los esfuerzos por rastrear algo más en el puerto, no habían logrado encontrar respuestas concretas sobre lo que estaba ocurriendo.

—Pero esto es lo que me jode… —añadió Ike, pasándose una mano por el cabello, visiblemente irritado—. Esta cosa no olía así cuando lo encontramos. No había este maldito hedor, carajo. A mitad de camino con ustedes, empezó a apestar como si el mismísimo infierno lo estuviera reclamando. Y créanme, he estado rodeado de viejos seniles que no han tocado el agua en años, y ni siquiera ellos se comparan con la pestilencia de esto.

El silencio que siguió fue espeso, cargado de preguntas sin respuesta. Algo estaba mal. Muy mal.

Primero Feldspar y Tweek… ahora estos malditos vampiros.

Kyle apretó los labios con frustración y dirigió su mirada a Tolkien.

—¿Crees que puedas examinarlo? —preguntó, su voz ligeramente gangosa por cubrirse la nariz con la mano.

Tolkien suspiró, sin apartar los ojos del cadáver.

—Nunca había visto algo así… —admitió con tono grave—. Pero puedo intentarlo.

Kyle asintió con alivio.

—Gracias, Tolkien. —Tomó aire y se apartó un poco de la caja, tratando de disipar el malestar que el hedor le provocaba—. Tendré que avisar a los demás para organizar una reunión.

Por lo menos, esto le daría una excusa para retrasar su compromiso. Un problema en verdad inconveniente, pero al menos útil en ese aspecto.

Luego giró hacia Ike y lo señaló con el dedo.

—Tú.

—¿Yo qué? —Ike ladeó la cabeza, confuso.

—Prepara bien a tus hombres. Mañana, a primera hora, me acompañarás a Kupa Keep.

El rey ya podía anticipar la respuesta incluso antes de que Ike abriera la boca.

—Ni hablar, tengo que regresar con…

—Tu novio puede esperar. —Kyle lo interrumpió con severidad—. Firkle es uno de los mejores guerreros que he conocido. Debería ser insultante que te preocupes tanto por él.

Ike le lanzó una mirada de advertencia, pero no discutió. Quizás porque, en el fondo, sabía que Kyle tenía razón.

—Además… —continuó el rey—. Necesito tu testimonio para informar a los demás.

Ike suspiró pesadamente, pasándose una mano por el rostro.

—No me gusta, pero supongo que no tengo opción…

—Correcto. No tienes.

Kyle le sostuvo la mirada un momento más antes de volverse de nuevo hacia Tolkien y la caja. Un mal presentimiento le oprimía el pecho. Algo estaba pasando… y cada nueva pista lo hacía sentirse menos preparado para enfrentarlo.

 

 

 

 

Kyle finalmente podía retirarse a su alcoba después de una agotadora noche escribiendo cartas. Había enviado misivas a los demás reyes y, a petición de Ike, también una para informar a los góticos sobre las recientes noticias. Sus pies se sentían pesados, su cabeza palpitaba por el estrés y el cansancio acumulado. Al menos había logrado evadir a su madre y a Leslie con facilidad, y, para su fortuna, consiguió aplazar el compromiso. Claro, eso no cambiaba el hecho de que, tarde o temprano, tendría que casarse con la chica…

Abrió las puertas de su habitación y dejó escapar un suspiro agotado mientras entraba. Apenas había comenzado a quitarse los adornos que su madre le había puesto en la cabeza cuando lo sintió.

Un peso firme y peligroso a su espalda.

No tuvo tiempo de girarse antes de que unos brazos lo rodearan con fuerza por la cintura, sujetándolo con una intensidad que hizo que su cuerpo se tensara de inmediato. Su instinto fue reaccionar, golpear, pero justo cuando estaba a punto de hacerlo, el aroma familiar lo detuvo en seco.

Madera recién cortada. Un toque sutil de tabaco. Y alcohol.

Su corazón dio un vuelco.

—¿Stan? —logró decir, completamente confundido.

Stan no respondió de inmediato. En lugar de eso, lo apretó aún más fuerte, hundiendo el rostro en el hueco de su hombro. Kyle sintió su respiración cálida y desigual contra su piel.

Definitivamente estaba borracho. Lo conocía lo suficiente como para saber que, cuando bebía de más, adquiría una fuerza que solo usaba cuando Kyle intentaba arrastrarlo fuera de las tabernas.

—¿Entonces… te gustó? —murmuró Stan, su voz fue rasposa y… cargada de algo más que embriaguez.

El corazón de Kyle latió con fuerza.

—Amigo… estás muy borracho —intentó zafarse, pero los brazos de Stan no cedieron ni un poco.

—Se besaron —su tono fue más bajo, más dolido—. Kyle… tú me dijiste que nunca habías besado a nadie.

Kyle desvió la mirada, sintiendo un peso incómodo en el pecho.

—Stan… No es lo que piensas, en serio. Me gustaría hablar de esto contigo cuando estés sobrio —murmuró, su voz apenas un hilo de aire.

Pero Stan no aflojó su agarre. Y Kyle supo, sin necesidad de verlo a la cara, que ese momento ya no podía posponerse.

Stan dejó escapar una risa amarga contra su cuello, y Kyle sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Cuando esté sobrio? —repitió con ironía—. Como si eso fuera a cambiar lo que pasó.

Kyle cerró los ojos un instante, intentando mantener la calma.

—Stan, suéltame —pidió con firmeza.

Pero en lugar de hacerlo, Stan aflojó apenas el agarre, lo suficiente para que Kyle pudiera girarse y encontrarse con su mirada. Sus ojos azules estaban nublados por el alcohol… y por algo más.

Dolor.

—No me mientas —susurró Stan—. Dime la verdad, Kyle. ¿Te gustó?

Kyle tragó saliva. Quería decirle que no, que todo era un malentendido, que no significó nada. Pero la verdad era más complicada. Claro que el beso había sido un acto forzado, una obligación política. Pero Stan… Stan no lo estaba preguntando solo por eso.

—No significó nada —respondió, finalmente.

Stan lo miró por un largo segundo.

—Mentiroso.

El peso de esa palabra cayó sobre Kyle como una flecha.

Por un momento, ninguno de los dos se movió. El silencio se alargó entre ellos, cargado de emociones que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. Hasta que Stan hizo algo inesperado.

Se inclinó hacia él.

Kyle apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando sintió los labios de Stan rozar los suyos. Fue un contacto torpe, inseguro… pero genuino.

Y en ese instante, el mundo pareció detenerse.

Kyle con algo de dificultad respiraba entre un beso y otro. Stan no le daba tregua, sus labios volviendo a encontrarse con los suyos una y otra vez, como si tuviera miedo de que, si se detenía, Kyle desaparecería.

Y, para ser sincero, Kyle no estaba seguro de querer detenerlo.

Saboreó por un momento el alcohol entre esos besos, ¿Quizás realmente lo estaba embriagando también?

La calidez de Stan, el leve temblor en sus manos cuando lo sostenía… todo eso hacía que su corazón martilleara aún más fuerte en su pecho. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió genuinamente querido. No como el hijo de, no como el rey de, sino simplemente como Kyle.

Pero entonces, la realidad se filtró como agua helada en su mente.

Si alguien los veía así…

Separó su rostro apenas unos centímetros, el aliento de Stan aún rozando sus labios.

—Stan, yo… —intentó decir, con la voz quebrada entre la emoción y el miedo.

Pero Stan no lo dejó terminar. Sus dedos se deslizaron por su mejilla, y volvió a besarlo.

Y Kyle, a pesar de todo, se dejó llevar.

Perdió la noción del tiempo. Pudo haber sido un minuto o toda una eternidad, pero al final, la necesidad de aire y la punzada de su propia conciencia lo obligaron a retroceder de nuevo.

Stan tenía los ojos entrecerrados, su expresión suavizada por el calor del momento.

—¿Me vas a decir que esto tampoco significó nada? —murmuró con una media sonrisa, pero en su voz había algo más que diversión. Había vulnerabilidad.

Kyle sintió un nudo en el estómago.

—No —susurró—. Pero eso no significa que sea sencillo.

Stan lo miró en silencio. Luego, con un suspiro pesado, se dejó caer en la cama de Kyle, cubriéndose el rostro con un brazo.

—No me hagas pensar, Broflovski. Solo… dame un minuto.

Kyle soltó una risa nerviosa.

—Un minuto no va a ser suficiente.

Stan apartó apenas el brazo y lo miró de reojo.

—Entonces me quedaré contigo un rato más.

Kyle dudó. No era buena idea. Nada de esto lo era.

Pero, por primera vez en mucho tiempo, no quería ser el que tomara la decisión correcta.

Así que, sin decir nada, se acostó a su lado.

Observaron el techo en silencio, el peso del día aún sobre sus cuerpos. Kyle movía los dedos nervioso contra la sábana, tratando de ordenar sus pensamientos.

Hoy había sido, sin duda, el día más largo de su vida.

Un compromiso nuevo, una mujer extraña, un cadáver apestoso… y ahora Stan besándolo.

¿Y qué se suponía que fue eso de todas formas?

No podía seguir en silencio.

—¿Desde cuándo…? —Las palabras se le quedaron atoradas en la garganta. No sabía cómo terminar la pregunta.

Stan suspiró, aún con la vista perdida en el techo.

—Desde el final de la guerra —murmuró—. Pero me di cuenta hasta hace dos años.

Kyle parpadeó, girando la cabeza para mirarlo.

—¿Dos años?

—Sí.

El silencio volvió a extenderse entre ellos. Kyle sintió una punzada en el pecho, algo entre la incredulidad y el enojo.

—¿Por qué no me lo dijiste? —su voz sonó más dolida de lo que esperaba.

Stan soltó una risa seca.

—Amigo, te lancé tantas indirectas… Prácticamente te decía que te amo cada vez que me cargabas borracho.

Lo dijo con tanta naturalidad que Kyle sintió cómo su rostro se calentaba al instante.

—Pero estabas borracho… Pensé que… no era en serio —murmuró, desviando la mirada.

—Kyle, ¿alguna vez te he dicho algo en serio que no sintiera de verdad?

Kyle frunció los labios. No, no podía recordar ninguna. Stan nunca hablaba de sus sentimientos a la ligera.

—Además… —continuó Stan, con una sonrisa amarga—, ¿de qué me habría servido? Tú tienes un deber más importante.

Kyle sintió un escalofrío.

—¿Qué?

Stan no lo miró, solo dejó escapar un suspiro.

—Sabía que lo negarías. Sabía que lo evitarías.

—¿Entonces lo sabías? —Kyle se enderezó de golpe, mirándolo con los ojos bien abiertos—. ¿Sabías que yo…?

—No es como si fueras bueno disimulándolo —Stan se encogió de hombros—. Pero también sabía que no lo aceptarías.

Kyle apretó los puños.

—¡Estaba confundido! ¡Mucho! Yo… —Tragó en seco, su pecho subiendo y bajando con rapidez—. Pensé que estaba mal…

Su voz tembló, y por primera vez en toda la conversación, Stan giró la cabeza para mirarlo.

—Mierda, Stan… —susurró Kyle, sintiendo que todo su mundo temblaba a su alrededor.

—Y lo confirmo… Tú y esa chica…

—¡Pero no es como piensas! —Kyle se apresuró a interrumpirlo, sintiendo la frustración treparle por la garganta—. Ella ni siquiera está interesada en mí. Creo que hasta supo con solo verme que…

—¿Qué? —Stan lo miró fijamente, con una expresión indescifrable—. ¿Que no te interesan las mujeres?

Kyle sintió un golpe de ira en el pecho.

—Juro que te golpearé, Stan… —advirtió, entrecerrando los ojos.

Se cubrió el rostro con ambas manos, respirando hondo, tratando de encontrar algún sentido a todo esto.

Stan llevaba años sintiendo algo por él… Y peor aún, había notado que Kyle sentía lo mismo, pero nunca hizo nada porque pensaba que no debía interponerse en su deber.

Debía ser una puta broma.

Kyle dejó caer las manos y clavó su mirada en Stan, con los ojos encendidos de enojo.

—Pensaste que te pasaría lo mismo que con Wendy, ¿no es así?

El cambio en Stan fue inmediato. Se enderezó de golpe, como si el alcohol en su sistema hubiera desaparecido en un segundo.

—No, Kyle, eso no es… —Extendió una mano hacia él, pero Kyle la apartó con brusquedad.

—¿Por eso no me dijiste nada? —Su voz tembló de rabia contenida—. ¿Porque creías que yo escogería mi deber antes que a ti?

Stan apretó los labios, su expresión oscureciéndose ante las palabras del elfo.

—Bueno, es prácticamente lo mismo que estás haciendo ahora.

Kyle no pensó. No analizó.

No era alguien que usara los puños, siempre había dependido de su magia… pero en ese instante, la furia le ganó.

Sin dudarlo, lanzó su puño directo contra la mejilla de Stan.

El impacto resonó en la habitación, pero Stan apenas se movió. Probablemente había recibido golpes mucho más fuertes antes… Pero eso no importaba. Lo único que Kyle quería en ese momento era no verlo.

—Kyle… —Stan intentó hablar, se miraba más sobrio ahora, como si la realidad del momento lo hubiera despertado de golpe.

Pero no estaba listo para escucharlo.

Lo empujó con fuerza.

—Vete. Sal de mi habitación.

Stan frunció el ceño, sujetándose la mejilla.

—No puedes estar actuando así.

Kyle soltó una risa seca, incrédula.

—¿Yo? —Casi gritó, sintiendo que la rabia le quemaba por dentro—. ¡Tú eres el que no puede actuar así! ¡Me esperas en mi habitación y te me lanzas encima para besarme! ¡Borracho cabrón!

Lo empujó de nuevo y esta vez Stan se levantó, visiblemente irritado.

—¿De verdad crees que fue solo por estar borracho?

Kyle se quedó en silencio, respirando con fuerza.

—¿Crees que solo porque había bebido me atreví a hacerlo? —continuó Stan, mirándolo con intensidad—. ¡Mierda, Kyle! ¡Claro que estaba borracho, pero también estaba harto! ¡Harto de esperar a que te dieras cuenta, harto de fingir que no me importaba!

Kyle apretó los puños, su mente nublada entre la ira y algo más que no quería reconocer.

—Y ahora me odias por no habértelo dicho antes, pero dime, ¿qué se suponía que hiciera? ¿Interrumpir ese beso para decirte que te amo?

Kyle sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Stan avanzó un paso, sus ojos brillaban con un destello de desafío y frustración.

—Si realmente me quieres fuera de aquí, dímelo de frente. Pero mírame a los ojos y dime que no sientes nada.

Kyle abrió la boca, pero las palabras no salieron.

—Dímelo — insistió Stan, con voz más baja esta vez.

El silencio se alargó.

En ese instante, Kyle comprendió que su furia no era solo hacia Stan… sino hacia sí mismo.

Respiraba con fuerza, sentía su pecho subir y bajar con violencia. Su mente le gritaba que siguiera enojado, que lo echara de su habitación y pusiera distancia, pero… ¿por qué se sentía tan vacío con solo pensarlo?

El beso de Stan aún quemaba en sus labios.

La frustración lo dominaba, nunca había sentido tales cosas, era nuevo, ensordecedor, asfixiante, intenso.

Doloroso.

Lo único que pudo hacer fue tomar un jarrón de su escritorio y lanzarlo contra la pared.

El estruendo llenó la habitación, pero ninguno de los dos se movió.

Stan lo miró con cautela, esperando su siguiente reacción, pero Kyle solo se cubrió el rostro con ambas manos.

—No sé qué hacer… —su voz sonó quebrada, como si admitirlo fuera lo peor de todo—. No sé qué sentir, no sé cómo manejar esto.

—No tienes que decidir nada ahora, Kyle… —Pareció que la rabia se disipó de la voz de Stan.

—¡Pero es que debería saberlo! —Kyle levantó la mirada—. Debería tener las respuestas, pero…

Se interrumpió a sí mismo, sin saber cómo seguir.

Stan suspiró y quiso acercarse a él, pero instintivamente dio un paso hacia atrás y eso detuvo al humano.

—No tienes que tenerlas. No ahora… —Le dijo, mirándolo preocupado.

Kyle apretó los labios, sintiéndose expuesto, como si el suelo bajo sus pies se hubiera vuelto inestable. Stan estaba dándole espacio, pero ¿por qué su primer instinto era decirle que se quedara?

No lo soportaba.

—Solo… vete por ahora.

Stan lo observó unos segundos, y aunque parecía querer decir algo más, asintió lentamente antes de caminar hacia la puerta.

Kyle no lo detuvo.

Pero cuando la puerta se cerró, la sensación de vacío volvió a él con más fuerza que nunca.

Se dejó caer sobre la cama de nuevo y se encorvó sobre sí mismo, aferrándose al cabello con ambas manos, como si pudiera sujetar su mente y evitar que siguiera girando sin control. Su respiración era errática, entrecortada, y cuando finalmente dejó escapar un sollozo, apenas fue consciente del temblor que recorría su cuerpo.

Las lágrimas cayeron sin permiso, deslizándose por sus mejillas y empapando las mangas de su ropa cuando intentó limpiarlas con torpeza. Se sintió ridículo. Patético. Un rey no lloraba por cosas así. Un rey debía ser fuerte, inquebrantable, un pilar para su gente. No un niño sollozando en la oscuridad de su habitación.

Pero entonces, ¿por qué dolía tanto?

Era como si todo su interior ardiera, como si cada fibra de su ser estuviera harta de sostener esa máscara de seguridad, de perfección. Llevaba décadas… no, siglos, usando una fachada, encajando en el papel que todos esperaban de él… y hoy, por primera vez en mucho tiempo, se había sentido genuinamente vivo.

Con un beso.

Kyle dejó caer la cabeza contra la almohada, mirando al techo con los ojos vidriosos. Se sentía atrapado entre dos mundos: el que debía seguir, y el que realmente quería. Pero, ¿y si ambos no podían coexistir? ¿Y si su deber significaba perder lo único que ahora latía con tanta fuerza dentro de él?

La incertidumbre lo asfixiaba.

El gran rey Kyle Broflovski no tenía ninguna respuesta.

 

 

 

 

 



El pelinaranja colocaba los cubiertos con una precisión impecable, cada pieza alineada con meticulosa exactitud.

—Dime, querido Pip, ¿qué es lo que hacemos al sentarnos a la mesa? —inquirió con una sonrisa medida, su tono elegante y paciente.

—Nos comportamos… como personas educadas —respondió una joven voz, suave y algo insegura.

—Pequeño, una vez más has dejado la servilleta en la copa.

—Mis más sinceras disculpas, Pocket —respondió Pip con evidente mortificación, inclinando la cabeza. En su intento por corregir el error, tomó la servilleta demasiado rápido y, con ella, la copa entera.

Antes de que una sola gota pudiera derramarse, Pocket la atrapó con una destreza asombrosa, devolviéndola a su lugar sin el más mínimo desorden.

—No hay de qué preocuparse —dijo con calma, dejando escapar una leve sonrisa que dejó al descubierto sus grandes y afilados dientes—. Probemos nuevamente, Phillip.



 

Chapter 9: Tweek

Summary:

"Tú mirandome solamente a mí
Yo mirándote solamente a ti
Haremos una promesa para el mañana"

Chapter Text

Tweek inhaló y soltó un suspiro calmado, el agua se sentía como una caricia contra su piel. Tenía los ojos cerrados y estaba sentado cerca de la orilla, con las piernas cruzadas en la postura del loto, la espalda recta y las manos descansaban suavemente sobre sus rodillas con las palmas hacia arriba. Su respiración era lenta y profunda, concentrado solo en el sonido del arroyo y de los pájaros. Esa era la paz que realmente le encantaba, nada de bullicios, nada alterable, solo silencio…

El agua cristalina del arroyo se deslizaba suavemente entre las piedras, envolviendo su cuerpo en una frescura reconfortante. Cada gota resbalaba por su piel con un cosquilleo casi imperceptible, disipando la tensión de sus músculos. Sumergió las manos y las pasó lentamente por su rostro, disfrutando de la sensación pura y natural del agua.

Abrió los ojos lentamente, observando cómo la luz del sol se filtraba entre las hojas de los árboles, dibujando reflejos dorados en la superficie del arroyo. Volvió a llenar sus pulmones con el aire fresco y húmedo del bosque, mientras una sonrisa pequeña se elevaba en su rostro. Durante momentos como ese, podía olvidar el temblor constante en sus manos, las ansiedades que lo perseguían y el torbellino de pensamientos que rara vez le daba tregua. Todo parecía encajar en su lugar.

—¿Te importa si te acompaño?

La voz nasal de Craig rompió la quietud del arroyo, haciendo que Tweek se sobresaltara ligeramente. El pequeño movimiento bastó para que los peces que se habían acercado salieran disparados en todas direcciones, desapareciendo bajo la superficie cristalina.

Tweek parpadeó y giró la cabeza hacia el pelinegro, soltando un resoplido leve.

—Supongo que no puedo decir que no —respondió, acomodándose un poco en el agua—. ¿Fuiste al pueblo?

Más abajo, donde los prados se volvían más abiertos y los riachuelos se unían en un cauce mayor, habían divisado un pequeño asentamiento. Craig fue el encargado de acercarse primero, lo suficiente para analizar el tipo de autoridad que regía allí, si era seguro para ellos o si tendrían que seguir adelante. Hasta ahora, su suerte no había sido la mejor. Llevaban días vagando sin encontrar un sitio donde quedarse, y los últimos dos pueblos que visitaron estaban abarrotados de carteles con sus rostros.

Craig dejó escapar un suspiro breve antes de responder.

—Sí, fui —dijo mientras se agachaba para desatar sus desgastadas botas—. Tengo buenas y malas noticias.

Tweek lo miró con curiosidad, inclinando ligeramente la cabeza.

—Empieza con las buenas.

—Bueno… solo hay un par de carteles con nuestras caras, pero están tan arrugados y borrosos que apenas se reconocen. Además, el pueblo está casi vacío. La mayoría de sus habitantes son ancianos que apenas pueden moverse sin ayuda.

Mientras hablaba, Craig empezó a despojarse de sus harapos y la pesada cota de malla. Tweek no pudo evitar que su mirada se deslizara por el cuerpo de su compañero, siguiendo las cicatrices y las marcas del camino que adornaban su piel. Pero en cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo, apartó la vista con rapidez, sintiendo cómo un leve calor le subía a las mejillas. Ya no podía hacer eso. 

—Ya… eso suena bien —dijo, carraspeando un poco—. ¿Y las malas?

Escuchó el chapoteo cuando Craig entró al agua, pero Tweek aún se negaba a mirarlo.

—No te van a gustar, amigo.

Tweek dejó escapar una risa nerviosa.

—Ngh, ¿qué tan malas pueden ser?

Craig hizo una pausa antes de responder, dándole tiempo a Tweek para intuir que algo no le iba a gustar.

—Para poder entrar sin llamar la atención… —Craig se inclinó un poco más cerca—. Vas a tener que vestirte bien. Y teñirte el cabello.

Tweek parpadeó. Luego lo miró con incredulidad.

—Ni hablar. No haré eso.

Frunció el ceño, cruzando los brazos sobre su pecho como si con eso pudiera rechazar la idea con más firmeza. Para él, cubrir su torso no era solo cuestión de comodidad, sino algo mucho más profundo. En su cultura, caminar con el pecho descubierto no era solo una costumbre, sino una prueba de identidad. Los tatuajes que adornaban su piel eran marcas de su linaje, de sus hazañas y de los desafíos que había superado. Taparlos era como negarse a sí mismo, como borrar su historia.

Craig apretó los labios con frustración.

—Vamos, Tweek. Solo será por esta ocasión.

—Agh, no, Craig. Sabes muy bien la razón… —bufó, girando la cabeza con molestia—. Y esa ropa que usas es demasiado incómoda.

El pelinegro resopló y alzó una ceja.

—Es la única manera, a menos que tengas un mejor plan.

Tweek gruñó, hundiendo las manos en el agua con frustración. Sabía que Craig no lo hacía por fastidiarlo, que en realidad estaba tratando de encontrar una forma segura de moverse por el pueblo. Pero la idea de vestirse como un forastero y ocultar su esencia lo hacía sentir como si estuviera traicionando todo lo que era.

Apretó los dientes y miró de reojo a Craig.

—No… No la tengo…

El hombre asintió con la cabeza, como si esperara esa respuesta.

Tweek cerró los ojos con fuerza, sintiendo la presión acumulándose en su pecho. No le gustaba esto. No le gustaba nada.

Exhaló pesadamente y se pasó una mano por el cabello húmedo.

—Dame al menos un momento para procesarlo…

Craig lo miró en silencio por un instante antes de dejarse caer en el agua con un chapoteo. Unas cuantas gotas de agua lo salpicaron en el proceso.

—Tómate tu tiempo, pero no demasiado —dijo con calma, inclinando la cabeza hacia atrás para mojar su cabello oscuro.

Se quedó observando el reflejo distorsionado de las hojas en la superficie del agua. En su mente, todo era un caos. “Así que las cosas serán de esta manera” pensó.

Suspiró de nuevo y, sin mirar a Craig, murmuró:

—Esto apesta.

Craig soltó una risa nasal, lo cual le irritó un poco.

—Sí. Pero estar muerto apesta más.

Tweek bufó y, sin pensarlo demasiado, le lanzó un poco de agua a la cara.

Craig parpadeó, sorprendido por la repentina ofensiva, y luego alzó una ceja con una expresión mitad burla, mitad incredulidad.

—¿De verdad acabas de lanzarme agua? —dijo, esbozando una leve sonrisa—. Qué infantil.

Pero antes de que Tweek pudiera responder, Craig metió las manos en el agua y le devolvió el gesto con un chapoteo más grande.

El rubio no alcanzó a cerrar los ojos a tiempo, y algo de agua se coló en ellos, escociéndole ligeramente. Gruñó por reflejo y se llevó una mano a los párpados, frotándolos con cuidado. Luego, sin decir una palabra, juntó ambas palmas bajo la superficie, preparándose para devolver el golpe.

Craig lo miró con recelo.

—Tweek…

Pero no llegó a decir más. El rubio levantó los brazos de golpe y una gran cantidad de agua cayó sobre Craig, empapándole el rostro y obligándolo a dar una bocanada ahogada.

Craig tosió, sacudiendo la cabeza como un perro mojado mientras el agua goteaba de su flequillo.

—Mierda… —murmuró con una mueca, intentando recomponerse.

Tweek, por su parte, se echó a reír de verdad. No una risa nerviosa o tensa, sino una carcajada sincera, ligera, como si por un instante hubiera olvidado todo lo que pesaba sobre ellos. Sí, era lo más infantil que había hecho en mucho tiempo, pero también lo más liberador, y después de tantos días de tensión y agotamiento, realmente lo necesitaba.

—Hace mucho que no la escuchaba.

La risa de Tweek se fue apagando poco a poco, aunque aún quedaba un rastro de sonrisa en sus labios. Miró a Craig con curiosidad, sin entender del todo por qué lo observaba con aquella expresión, como si estuviera genuinamente sorprendido.

—¿Hum? ¿De qué hablas?

—Tu risa, amigo —dijo con un tono más suave de lo habitual—. Tenía años sin escucharla.

El rubio parpadeó, sin saber cómo responder de inmediato. Por un momento, se sintió expuesto, vulnerable ante aquella mirada que le dedicaba Craig… ¿Era nostalgia lo que veía en sus ojos? ¿Y si eso lo hacía recordar más cosas?

Sintió un calor inesperado en las mejillas y apartó la mirada, fingiendo interés en el agua que se arremolinaba entre sus dedos.

—Sí… yo también.

Y era cierto. Ahora que lo pensaba, hacía demasiado tiempo que no sentía aquella ligereza en el pecho, esa sensación casi olvidada de reír sin preocuparse por lo que pasaría después. Más aún, era la primera vez desde su reencuentro en el bosque que compartía un momento realmente bueno con Craig. Y, por alguna razón, aquello le reconfortaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Agh, bueno… ¿Tenemos que darnos prisa, no? —dijo Tweek después de un rato.

Craig seguía sonriendo.

—Por supuesto.

 

 

 

 

Caminar entre la gente se sentía irreal, como si estuviera en la piel de otra persona. Cada mirada que se posaba sobre él le hacía tensarse, su instinto gritaba que algo estaba fuera de lugar. La ropa le resultaba sofocante, pesada de una forma incómoda y desconocida. Pero lo peor era su cabello.

Craig le había untado un maldito menjunje de hierbas y tinte que ahora oscurecía su característico rubio, haciéndolo sentir aún más ajeno a sí mismo.

—Esto está mal… muy mal —murmuró entre dientes, sin poder evitar que su ansiedad se filtrara en su voz.

—Solo un rato, Tweek —respondió Craig con calma, como si aquello realmente fuera consuelo suficiente.

Tweek se aferró a la capa desgastada que su compañero le había dado, supuestamente para ayudarlo a sentirse más seguro. Pero no servía de nada. Su piel ardía de incomodidad, y todo su cuerpo exigía salir corriendo.

Entonces, algo lo golpeó.

Unos niños chocaron contra él en su carrera desenfrenada por la calle, y antes de que pudiera pensar, sus manos ya se habían alzado instintivamente, listas para reaccionar.

Si Craig no hubiera conocido sus reflejos, tal vez un par de cabezas habrían rodado.

Pero el pelinegro fue más rápido. Le sujetó ambas muñecas justo a tiempo, con firmeza pero sin brusquedad. Apenas y atrajo la atención de los transeúntes.

—Respira, Tweek —susurró Craig en tono tranquilizador—. No va a pasar nada.

Tweek tragó saliva, sintiendo la tensión aún aferrada a su cuerpo. Pero, al menos no había sangre en sus manos.

—Es demasiada presión, Craig… yo… —La respiración de Tweek se volvió errática, cada inhalación se sentía superficial, como si el aire simplemente se negara a llenar sus pulmones. Su pecho pesaba, sus extremidades temblaban.

Odiaba sentirse así. Pero odiaba aún más la idea de arruinarlo todo. No ahora.

Un roce suave en su muñeca lo sacó de su espiral. La caricia era sutil, pero suficiente para hacerle notar la calidez del tacto. Luego, la otra mano de Craig se posó en su nuca, firme, guiándolo a levantar la vista.

Su mirada se encontró con la del pelinegro, y de pronto, el ruido del pueblo, el peso de las telas incómodas, el asfixiante disfraz de quien no era… todo pareció desvanecerse.

—No voy a dejar que te pase nada, Tweek —dijo Craig en voz baja y segura—. Te prometí que no te volvería a dejar solo.

Las palabras lo envolvieron como un escudo.

Tweek tragó saliva, aún sintiendo los latidos desbocados de su corazón, pero poco a poco, su pecho ya no pesaba tanto. Su respiración, aunque entrecortada, comenzaba a estabilizarse.

No estaba solo.

Craig estaba ahí.

De verdad estaba con él.

¿Por qué… por qué siempre parecía saber exactamente cómo calmarlo?

Tweek parpadeó varias veces, tratando de sacudirse la sensación de vértigo que aún se aferraba a su pecho. Pero poco a poco, su mente fue reencontrando su eje, regresándolo a la realidad.

—…Gracias —murmuró al final. Cuando la mano de Craig se apartó de su nuca, sintió un vacío inesperado, una extraña sensación que no supo nombrar.

El pelinegro le dedicó una sonrisa breve, casi imperceptible.

—No es nada.

Se alejó un poco, como si la intensidad del momento nunca hubiera existido.

—Hay una posada cerca —continuó con tono tranquilo—. Vayamos y encontremos ese mapa de una buena vez.

Caminaron en silencio hasta la posada. Era un edificio modesto, de un solo piso, con un letrero de madera colgando sobre la entrada. Tallada en él, había la imagen de una jarra de cerveza espumosa y, justo debajo, el nombre "El Pequeño T" en letras toscas y desgastadas por el tiempo.

El lugar estaba prácticamente vacío. Solo unas cuantas mesas dispersas ocupaban la estancia, algunas con marcas de desgaste y otras con restos de bebidas secas. Un par de velas parpadeaban sobre los candelabros de las paredes, dándole al sitio una iluminación tenue y amarillenta.

Al fondo, un estrecho pasillo se perdía en la oscuridad, seguramente llevando a las habitaciones de los huéspedes.

Tweek tragó saliva, sintiéndose incómodo con el eco de sus propios pasos contra el suelo de madera. Craig en cambio avanzó escaneando el lugar con la mirada antes de dirigirse al mostrador.

Detrás de la barra, una mujer con un rostro que llevaba las huellas del tiempo, cabello rubio opaco y ojos castaños ordenaba unos tarros.

Al verlos acercarse, sus cejas se alzaron con ligera sorpresa.

—Vaya, hace tiempo que no veía caras nuevas por aquí.

Su tono era suave, acogedor, pero Tweek no bajó la guardia. Instintivamente, deslizó la mano bajo la capa, tamborileando los dedos contra la empuñadura de su daga.

Mientras tanto, Craig se sentó con aparente despreocupación en uno de los taburetes de la barra, apoyando un brazo sobre la madera gastada. Se mostraba relajado, como si todo estuviera bajo control.

—Solo estamos de paso —dijo, con su voz adoptando ese tono indiferente y casi aburrido que solía usar—. Vimos el lugar y decidimos entrar.

La mujer sonrió con suavidad, claramente complacida de recibir clientes.

—Bueno, no es común que alguien se desvíe hasta aquí —dijo, ahora limpiando un vaso con un paño gastado—. Díganme, ¿qué puedo ofrecerles?

—Dos platos de lo mejor que tengas, una cerveza y… —Craig hizo una pausa, volviendo la mirada hacia Tweek.

El rubio teñido apenas se había animado a tomar asiento a su lado, su postura rígida delataba lo tenso que estaba.

—… Jugo. Solo jugo —murmuró, sin apartar la vista de la barra.

La mujer asintió con naturalidad antes de girarse hacia la cocina.

—¡Thomas! ¡Dos especiales! —gritó con voz firme.

Desde la parte trasera del local, se escuchó el ruido de platos entrechocando y un gruñido ininteligible, seguido de un murmullo que se perdió entre los sonidos del lugar.

Tweek observó de reojo a Craig mientras la tabernera se ocupaba de servir las bebidas.

—No sabía que ahora te gustara beber —comentó, rompiendo el silencio.

Craig se encogió de hombros levemente, sin dejar de escudriñar el lugar con su mirada analítica.

—No es que me guste… pero es agradable, me relaja un poco.

Tweek asintió ligeramente. Podía entenderlo. Había conocido a muchas personas que recurrían a pequeños vicios para calmarse: el tabaco, la bebida, la compañía ocasional… Él, en cambio, nunca había sentido interés por nada de eso. Lo más cercano que tenía a una liberación era la sensación de dejar atrás su hogar, el agua fría de un río contra su piel, la brisa limpia de los bosques.

La tabernera dejó los tarros frente a ellos con un leve golpe en la madera. Craig tomó el suyo sin prisa y le dio un trago, su expresión permaneciendo imperturbable.

—¿Ves algo? —susurró Tweek, envolviendo el tarro con las manos. Primero lo olfateó con cautela. Manzana dulce.

—No… —Craig murmuró en el mismo tono, manteniendo su bebida alzada de manera casual para no llamar la atención—. Podríamos quedarnos aquí esta noche. Y cuando todos duerman… me colaré en las casas.

Tweek rió ligeramente. Esas palabras…

—Suenas como él —comentó, dando un sorbo a su jugo.

Craig arqueó una ceja, mirándolo con curiosidad.

—¿A quién?

—A Feldspar.

Se apoyó en la barra con aire pensativo, sin ninguna intención de ofender. En realidad, reconocía que Craig tenía talento como pícaro. Aunque el tiempo lo había vuelto un poco más torpe—después de todo, Tweek lo había derribado en el bosque—, aún poseía reflejos afilados, una mente rápida y la capacidad de moverse con un sigilo inquietante cuando lo tomaba en serio.

Hubo un tiempo, en el pasado, que Tweek incluso pensó que Craig lo superaba en ese aspecto. En ese mismo tiempo en el que... admitirlo ahora… no, eso nunca.

—¿Eso es… bueno? —preguntó Craig, algo dubitativo.

Tweek se encogió de hombros con indiferencia.

—Depende de cómo lo veas.

Craig abrió la boca, como si fuera a decir algo más, pero se interrumpió cuando una figura temblorosa captó su atención.

Un joven delgado se acercaba con dos platos humeantes en las manos. Sus ojos estaban hundidos y oscuros, su piel pálida, y su cabello rubio, del mismo tono que el de la mujer de la barra, caía desordenado sobre su frente. Pero lo que más llamaba la atención eran sus temblores. Su cuello y hombros se sacudían con espasmos tan bruscos que cada movimiento hacía crujir sus articulaciones de una manera inquietante. A cualquier otro le habría parecido grotesco. A Tweek, no tanto.

Lo más extraño era que, a pesar de esos tics constantes y descontrolados, no derramó ni una sola gota de comida.

El silencio se instaló un instante entre ellos mientras el chico dejaba los platos frente a cada uno, sus temblores nunca cesando.

Craig murmuró un “gracias” casi automático, y Tweek hizo lo mismo.

—¿Pedirán… habitación para hospedarse? —preguntó el joven con voz temblorosa, sin siquiera levantar la vista.

Tweek siguió la dirección de su mirada y notó a la mujer al final de la barra, observándolo con discreta preocupación. Desde la distancia, parecía darle ánimos con una leve inclinación de cabeza.

—Solo por esta noche —respondió Craig, mientras sacaba su pequeño saco de monedas y dejaba unas cuantas sobre la mesa con un gesto tranquilo.

El joven rubio tembloroso tomó las monedas con dedos inseguros, arrastrándolas por la barra antes de sacar una llave de debajo del mostrador y extenderla hacia ellos.

—La llave… ¡CABRÓN!

El grito fue tan repentino y ensordecedor que Tweek se tensó de inmediato.

Una alarma estalló en su mente. “Nos descubrió. Nos reconoció”.

Sin pensarlo, su mano voló hacia la empuñadura de su daga y la desenvainó en un parpadeo, dirigiéndola directo a la garganta del joven.

Antes de que pudiera hacer contacto, sintió los fuertes brazos de Craig rodearlo, deteniéndolo con dificultad.

El chico soltó otro grito y retrocedió de golpe, sus temblores fueron más violentos que antes.

—¡No, no! —la mujer apareció de inmediato, interponiéndose entre ellos con las manos alzadas—. Lo siento, por favor, perdónenlo.

Su tono era desesperado, casi suplicante.

—Tiene una enfermedad, no lo dijo con mala intención.

—U-Uh, perdón… ¡PUTA! —balbuceó el joven rubio antes de encogerse sobre sí mismo, abrazándose con fuerza.

Tweek lo miró, completamente desconcertado, y dejó de forcejear contra Craig, quien aún lo sujetaba con firmeza.

La mujer soltó un suspiro aliviado y le dio una palmadita en el hombro al chico.

—Es mi hijo, Thomas —explicó con suavidad—. Nació con estos espasmos y… bueno, apenas pudo hablar, solo blasfemias salieron de su boca.

Mientras hablaba, acariciaba el brazo tembloroso del muchacho, quien apenas podía mantenerse erguido.

—Solo quería que saliera un poco de la cocina. Pensé que ver caras nuevas lo animaría… Les pido una disculpa.

Craig lo soltó con lentitud y exhaló un suspiro profundo, como si el repentino estallido también lo hubiera tomado por sorpresa.

—Está bien… No hay de qué disculparse. —Se encogió de hombros y echó un vistazo a Tweek—. Él tampoco quería cortarle la garganta al chico. Solo es un poco paranoico.

Tweek le lanzó una mirada de puro fastidio.

Claro que tenía la intención de hacerlo.

Ambos volvieron a sentarse. Tweek notó que Thomas lo observaba y, por puro instinto, le gruñó. El joven apartó la mirada de inmediato.

—¿No podría ser una maldición…? —se aventuró a preguntar Craig.

Tweek hizo un esfuerzo por no rodar los ojos. ¿Para qué molestarse en preguntar?

Suspiró y se concentró en su comida, aunque seguía prestando atención a ratos.

—Un viejo mago lo revisó una vez, pero no encontró rastro de magia negra —respondió la mujer con calma—. Algunos me han dicho que podría haber nacido poseído, pero eso es imposible. Mi pequeño Thomas no es un mal chico.

Thomas chasqueó la lengua, molesto.

—Ya no soy un niño, madre.

Un crujido resonó en el aire. Otro espasmo.

Tweek apenas pudo ver cómo una mano temblorosa deslizaba dos monedas sobre la barra.

—Por-¡CARAJO! Por las molestias, la comida va por mi cuenta —insistió Thomas, con los hombros crispados.

Tweek no dijo nada. Solo masticó en silencio, sin apartar la vista de su plato. No es que discriminara al muchacho por su condición; vaya, incluso se podría decir que él mismo padecía algo similar. Pero eso no significaba que confiaría en Thomas tan fácilmente. Después de todo, ¿y si de verdad los había reconocido?

Craig tomó las monedas y las deslizó de vuelta.

—No hace falta —dijo con una extraña naturalidad—. No queremos aprovechar la hospitalidad.

Thomas parpadeó varias veces, sorprendido. Sus manos temblaban menos mientras las cerraba en puños sobre la barra.

—Hah… pues no es tan común que la rechacen.

Craig se encogió de hombros y bebió un poco de su cerveza.

—Tampoco es común que te ofrezcan una comida gratis.

Thomas esbozó una sonrisa temblorosa, aunque parecía genuina.

—Supongo que tiene razón… Aunque madre siempre dice que la comida es mejor cuando se comparte.

Craig asintió ligeramente.

—Esa es una buena filosofía.

Tweek detuvo su tenedor a medio camino de su boca, mirando a Craig con desconcierto. ¿Desde cuándo se mostraba tan amable con un extraño?

—No es… ¡MIERDA! No es por entrometido… Pero ¿son viajeros?

La pregunta hizo que Tweek tensara la mandíbula. Aquello era demasiado personal. Estuvo a punto de soltar un cortante "No te interesa", pero Craig, para su molestia, decidió responder antes de que pudiera hacerlo.

—Digamos que sí, ¿Por qué la pregunta?

Los ojos caídos de Thomas parecieron iluminarse con cierta emoción reprimida.

—¿Cómo es el mundo? —preguntó, con un leve temblor en la voz—. Siempre he querido salir de aquí, pero mi enfermedad no lo permite, es… ¡BASTARDO! Es por eso… y tampoco vemos muchos forasteros.

El chico bajó la mirada y comenzó a jugar con sus dedos de manera nerviosa.

Tweek no pudo evitar fruncir el ceño. No le gustaba la dirección en la que iba la conversación. Y menos le gustaba cómo Craig le respondía, con esa actitud relajada, como si realmente estuviera considerando contarle algo.

—Es más grande de lo que parece —comentó Craig, a Tweek le molestó ver el atisbo de sonrisa en sus labios—. Hay ciudades enormes, con murallas de piedra y torres que casi tocan el cielo. También hay lugares donde la gente habla de formas extrañas y visten ropas que nunca has visto antes. Y hay sitios donde el viento huele distinto, donde las noches se ven diferentes…

Thomas lo escuchaba con la boca ligeramente entreabierta, completamente absorto en sus palabras.

—¿Y ustedes han estado en todos esos lugares? —preguntó, sin poder ocultar la fascinación en su tono.

—Algunos —respondió el hombre con simpleza.

Tweek apretó los labios. No entendía por qué Craig se molestaba en darle conversación. No sabían quién era realmente ese muchacho. ¿Y si solo estaba intentando sonsacar información?

—Ngh, bueno… —Tweek intervino, su tono fue seco, con clara intención de cortar la charla—. Si tanto quieres saber cómo es el mundo, solo imagina todo lo malo que pueda haber. Es un buen resumen.

Thomas parpadeó, y su expresión se apagó de inmediato. Parecía avergonzado, como si su entusiasmo hubiera sido un error.

—Tweek… —la voz de Craig llegó en forma de una suave reprimenda, pero eso solo hizo que el rubio sintiera un nudo de frustración en el pecho.

—Me voy a la habitación. —Se levantó bruscamente, agarrando la llave sin siquiera mirar atrás.

Ni siquiera había terminado su comida, pero daba igual. Su apetito se había desvanecido poco a poco con cada palabra de aquella conversación absurda.

Mientras se dirigía a la puerta con el número que coincidía con la llave, su mente lo traicionó con un pensamiento fugaz.

"Feldspar ya habría mandado a callar a ese chico."

Al entrar a la habitación, soltó una maldición entre dientes. Una sola maldita cama.

Bueno, no era como si fueran a quedarse mucho tiempo... Se suponía.

Si es que Craig no terminaba más encantado de quedarse días extra solo para seguir charlando con ese tipo.

Gruñó con frustración y se pasó la mano por el cabello. Notó un ligero polvo ennegrecido en sus dedos y apretó la mandíbula. Había olvidado que aún estaba disfrazado.

Con un suspiro pesado, se dejó caer sobre la cama. Era vieja y crujió bajo su peso, pero aun así, era mucho mejor que dormir en el frío suelo. Se quedó mirando el techo, con los brazos cruzados detrás de la cabeza y el ceño fruncido. Le hervía la sangre, no era enojo exactamente, pero sí una irritación que se enroscaba en su pecho y le hacía rechinar los dientes.

Craig estaba siendo descuidado.

No es que esperara que se comportara como Feldspar, pero al menos debería recordar que no estaban de viaje por placer. Tenían un propósito, y ser demasiado vulnerable con extraños no les haría ningún bien.

Y, sin embargo, ahí estaba, conversando con Thomas como si fueran viejos amigos.

Tweek pateó la bota que se había quitado, haciéndola chocar contra la pared. Idiota.

No es que le molestara que Craig hablara con otras personas. Claro que no.

Pero… no podía recordar la última vez que lo vio tan abierto con alguien que no fuera él.

La idea lo ponía de mal humor.

Bufó, dándose la vuelta en la cama, dándole la espalda a la puerta como si eso pudiera alejarlo del malestar que sentía.

¿Por qué se sentía de esa manera?

Ya no tenía sentido.

El chico de la barra no era nada especial, ni siquiera lo conocía, pero Craig actuaba como si fuera alguien que merecía toda su atención. Y Tweek no entendía por qué eso le hacía sentir tan incómodo. No era celos, ¿o sí? ¿Realmente importaba tanto si Craig se llevaba bien con él?

No. No era eso.

Era más bien que Tweek nunca había visto a Craig tan… Tan, frágil. El Craig al que conocía era el tipo que siempre se mantenía alerta, calculador, y sobre todo, distante. Nadie era más eficiente que Craig en mantener su fachada intacta. Nadie.

Excepto… cuando se trataba de Tweek.

Eso lo hacía sentir raro. Porque, ¿por qué él? ¿Por qué Craig, quien normalmente guardaba sus pensamientos para sí mismo, dejaba caer la guardia cuando estaba cerca de Tweek?

Tanto como en el pasado así como ahora.

Incluso aunque Craig parecía no recordar esas cosas.

Su mente era un torbellino de ruido, pensamientos chocando unos con otros sin orden ni descanso. Se sentía demasiado tenso, atrapado en su propio cuerpo, y la incomodidad de esas malditas ropas solo lo hacía peor. Apretó la mandíbula hasta que sus dientes rechinaron.

Tweek cerró los ojos con fuerza, cuando Craig entrara, iba a hacer todo lo posible por no mostrar nada. Pero sabía que no sería fácil.

—¿Te pasa algo?

La voz grave lo sacó de su ensimismamiento. La puerta se cerró con un leve clic, pero Tweek no se giró. Ni respondió.

Escuchó los pasos acercarse, lentos pero firmes, y luego el colchón crujió bajo el peso de Craig.

—Vaya, de verdad solo hay una cama.

El silencio se alargó. Tweek sintió la mirada de Craig sobre él, esperando algo, pero no le daría nada.

—¿Tweek?

—Solo quiero descansar —murmuró, con los ojos aún cerrados.

Era una mentira a medias. No quería hablar, no quería pensar, no quería sentir. Pero sobre todo, no quería admitir por qué estaba molesto.

—¿Debería creerte o…?

Tweek resopló, con evidente molestia.

—Solo quiero descansar —repitió, con la esperanza de que Craig entendiera la indirecta y lo dejara en paz.

Pero no lo hizo.

—Tweek, te conozco lo suficiente como para saber que eso no es cierto.

—No es verdad.

Su respuesta fue seca, cortante. Ni siquiera abrió los ojos. No quería ver la expresión de Craig, no quería lidiar con la forma en que seguramente lo estaba mirando, como si pudiera descifrar lo que pasaba por su mente. Porque Craig siempre lo hacía.

El colchón se hundió un poco más.

—¿Entonces qué es? —insistió Craig, su voz más suave esta vez.

Tweek apretó los dientes, reprimiendo el impulso de gruñir. ¿Por qué no podía simplemente dejarlo en paz? ¿Por qué siempre tenía que hacer esas malditas preguntas que lo desarmaban? ¿Por qué Craig no lo podía recordar?

Se removió en la cama, dándole la espalda.

—Nada. Déjame en paz.

Un pesado silencio llenó la habitación. Por un momento, creyó que Craig finalmente se daría por vencido.

Pero entonces, sintió una mano sobre su hombro. Firme, pero sin presionar demasiado.

—Tweek…

Ese tono. Maldita sea, ese tono.

—Sigo tus planes… —murmuró Tweek, abriendo ligeramente los ojos, pero sin girarse aún.

—Ajá… —respondió Craig con calma.

Tweek respiró hondo, como si las palabras fueran un peso difícil de soltar.

—Sabes la presión que siento, ¿no? —dijo, con un tono más bajo—. Te conozco también… Sé que no harías algo estúpido… al menos no de nuevo. Pero…

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, como si no se atreviera a completarlas.

—¿Pero…? —Craig lo alentó, su voz  sonaba serena, paciente.

Tweek tragó saliva.

—Es solo que… eso fue raro. No te había visto actuar de esa manera.

Las palabras dejaron un regusto incómodo en su boca. Ni siquiera sabía qué esperaba. ¿Molestia? ¿Una discusión? Siempre había sido él quien estallaba primero, quien encendía la chispa de cualquier pelea. Craig rara vez lo hacía. No. Más bien Craig nunca lo hacía.

Sin embargo, antes de que pudiera procesarlo, la mano en su hombro lo sujetó con más firmeza y lo giró con suavidad.

Se encontró de golpe con esos ojos verdes mirándolo de cerca. Demasiado cerca.

—Tweek… —Craig sonrió apenas, ese gesto apenas perceptible que solo él sabía leer—. ¿Te sentiste celoso?

El corazón de Tweek dio un vuelco violento.

—¡Ugh, para nada! —soltó de inmediato, pero su voz sonó más aguda de lo que le habría gustado. Su rostro ardía, y eso solo lo hacía enojar más—. Es solo que… ¡Amigo!, te estás involucrando demasiado. ¿Y si se daba cuenta de quiénes somos?

Craig rió bajo, y el sonido fue peor que una burla: fue cálido, casi divertido. Su mano se deslizó suavemente sobre el hombro de Tweek en un gesto casual, pero a él le pareció extrañamente íntimo. 

Un escalofrío le recorrió la espalda, y no supo si era molestia o… otra cosa.

—Celoso, y además me volviste a llamar "amigo" —murmuró Craig con aire pensativo, enderezándose un poco—. No sé cómo sentirme al respecto.

Tweek apretó los dientes, no, no lo recordaba.

—¡No es celos, carajo!

—Tranquilo, Tweek —Craig negó con la cabeza, divertido—. Todo estaba planeado.

El rubio frunció el ceño, confundido.

—¿Ah? ¿Planeado?

—La ocasión en que vine a revisar el pueblo, unos ancianos me advirtieron sobre esta posada. Hablaron de una madre extraña y un joven enfermo —comenzó Craig, apoyándose contra el respaldo de la cama—. Lo confirmé en cuanto entramos y la mujer envió al chico a traernos la comida. Quería observar cómo interactuaba.

Tweek parpadeó, cayendo en cuenta.

—Por eso me detuviste…

Craig asintió con un leve suspiro.

—A duras penas. Tienes demasiada fuerza. —Se frotó la muñeca, como si aún sintiera el impacto de cuando Tweek casi se lanzaba sobre el chico—. En fin, sacar información fue fácil. Thomas me dijo que ellos mismos tienen un mapa guardado. Será mejor que duermas ahora. En cuanto caiga la noche, robaré esa cosa y nos largaremos de aquí.

Lo comprendió al instante.

Bueno, eso definitivamente sonaba a algo que Feldspa… no, que Craig haría.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

El pelinegro alzó una ceja.

—¿Hubieras soportado con la presión?

Tweek chasqueó la lengua y miró a un lado, claramente molesto.

—Al menos una pista…

La risa de Craig fue baja y un tanto burlona.

—Lo siento, tienes razón. La próxima vez te lo diré.

El bárbaro apartó la vista, aún sintiéndose frustrado.

—Pero ¿cómo? Eres… pésimo con la gente. Aunque haya sido por fingir…

Craig se encogió de hombros, su mirada se tornó más relajada, casi nostálgica.

—Bueno… Thomas me recordó un poco a ti.

Tweek sintió que su estómago se apretaba sin razón.

—¿Qué demonios se supone que significa eso?

—Lo obvio —respondió con simpleza—. Es nervioso, tartamudea mucho y parece que su propio cuerpo le juega en contra.

—¡Ngh! —Tweek apretó los puños—. No soy como ese tipo…

Craig sonrió de lado, apoyando un brazo detrás de su cabeza.

—No dije que fueran iguales, solo que me recordó a ti. Cuando te conocí, también te sobresaltabas por todo…

—Eso suena condescendiente.

—No lo es.

El rubio le lanzó una mirada de advertencia, pero Craig no parecía dispuesto a retractarse.

—Escucha, solo digo que lo entendí. Esa sensación de no poder controlar lo que pasa en tu cuerpo o en tu cabeza… No digo que sea igual que tú, pero sí sé que la gente como él necesita a alguien que lo trate con normalidad.

Tweek se quedó en silencio. Por alguna razón, escuchar eso le provocó un nudo en la garganta.

—Tienes una forma rara de decir las cosas…

Craig soltó un suave resoplido.

—Eso lo dices tú.

El silencio se hizo entre ellos. La noche avanzaba y, a pesar de todo, el cansancio pesaba sobre sus cuerpos. Pero Tweek aún tenía algo en la cabeza, algo que le costaba admitir.

—Craig… —murmuró al cabo de un rato—. No hagas nada estúpido.

Craig ladeó la cabeza, mirándolo con atención.

—¿Me estás diciendo que tenga cuidado?

Tweek se giró de inmediato, dándole la espalda de nuevo.

—¡No pongas palabras en mi boca!

Craig sonrió levemente.

—Lo intentaré.

Tweek cerró los ojos con fuerza, tratando de ignorar la manera en que su pecho se apretaba. No estaba seguro de qué era más irritante: la forma en que Craig tomaba todo con calma o la manera en que él mismo se sentía tan inquieto por ello.

El silencio se alargó, solo roto por el crujido ocasional de la madera de la posada y el lejano ulular del viento afuera. Pero Tweek sabía que Craig aún no dormía, lo sentía en su respiración, en la forma en que su peso se mantenía estable en la cama.

—¿Te quedarás despierto hasta la noche? —preguntó, sin abrir los ojos.

—Sí. Descansa, yo me encargo.

Tweek resopló suavemente, pero no insistió. Quería decirle que no se confiara, que si algo salía mal deberían largarse sin mirar atrás, pero sabía que ya había tomado su decisión. Y aunque no lo admitiera en voz alta, confiaba en él.

El cansancio terminó por vencerlo, su cuerpo relajándose a pesar de la tensión que aún persistía en su mente. Antes de sumirse en el sueño, sintió un ligero movimiento a su lado, como si Craig se inclinara apenas.

—Duerme bien, Tweek.

Fue un murmullo, suave y apenas audible, pero suficiente para que su corazón diera un incómodo brinco. No alcanzó a responder antes de caer dormido.

El sueño lo arrastró de inmediato a ese recuerdo enterrado en lo más profundo de su mente.

 

Era un niño otra vez. La jaula a su alrededor era fría, las barras de metal oxidadas olían a sangre y tierra. Sus manos estaban sucias al igual que todo su cuerpo, marcado por los días sin descanso, sin un respiro de paz.

—¿Crees que nos entienda?

La voz juvenil del castaño llamó su atención. Al levantar la mirada, lo vio ahí, con un palo en la mano, acercándolo con torpeza. Su instinto fue inmediato. Agarró el palo con fuerza y lo jaló con brusquedad, haciendo que el chico se estrellara contra las barras con un golpe seco.

—¡Mierda! —se quejó Clyde, llevándose una mano al rostro.

—Clyde, te dije que no es un animal —otra voz intervino, más mesurada. Tolkien lo miraba con pena, pero Tweek no la quería. No quería compasión ni lástima.

—Cartman dijo que lo es —insistió Clyde, frotándose la frente con molestia.

Tweek temblaba de ira y de miedo, pero no iba a ceder. Su mirada fulminante lo decía todo. Gruñó como advertencia, dejando en claro que, aunque estuviera enjaulado, no pensaba doblegarse ante ellos.

—Fue sacado de sus tierras por la fuerza, obviamente será hostil… —Tolkien rodó los ojos, cruzándose de brazos.

Ellos hablaban de él como si no estuviera allí, como si fuera una bestia incapaz de comprender. Pero Tweek entendía cada palabra. Y los odiaba. Los odiaba a todos.

—Cartman es un idiota.

La nueva voz lo hizo apartar la vista de los otros dos.

Era rasposa, profunda, demasiado grave para el niño que la poseía.

Tweek lo miró con cautela. Un chiquillo de cabello oscuro y ojos fríos estaba de cuclillas, observándolo con una calma inquietante.

—Craig… No puedes hablar así de él, si te escucha… —susurró Tolkien con nerviosismo.

—Me importa un carajo.

La respuesta fue tan simple, tan directa, que Tweek parpadeó.

Craig no apartó la vista. No tenía miedo, no parecía asustado ni intimidado. Solo lo observaba, con atención, con algo más que simple curiosidad.

Como si viera más allá de lo que los demás querían creer.

Como si lo viera a él.

Craig alzó apenas el brazo.

Su mano, aunque pequeña y delgada, se mantenía firme ante Tweek. No era demandante ni forzada, solo… paciente.

Tweek no supo por qué, pero sintió que podía confiar en él.

Se movió con lentitud, acercándose un poco más, sin soltar la barra con su otra mano, todavía cauteloso. Observó la palma extendida, dudó, pero finalmente la rozó con la punta de los dedos antes de apoyarla por completo.

El pequeño pelinegro sonrió. Era una sonrisa genuina, con un par de dientes algo chuecos que lo hacían ver menos intimidante.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Craig, sin soltar su mano.

Hubo un largo silencio. La presión en su pecho era enorme, como si estuviera a punto de cometer un error. Pero, por alguna razón, no quería soltar esa mano.

—…Tweek —murmuró al fin.

Por primera vez, pronunció su nombre. Sin gruñir, sin odio, sin miedo.

—¡Amigo! ¡En verdad habló! —exclamó Clyde con entusiasmo.

—Clyde, cállate… —Tolkien resopló, fastidiado.

Pero Tweek ya no estaba prestando atención a los otros.

Sus ojos seguían atrapados en los de Craig. Ese verde profundo que lo miraba sin juicio, sin superioridad. Solo… viéndolo a él.

—Tweek…

—Tweek.

—¡Tweek!

Su nombre resonó varias veces antes de que finalmente abriera los ojos.

Lo primero que vio fue a Craig inclinando sobre él, sacudiéndolo con suavidad. Su saco de yute ya estaba colgado sobre un hombro, y en su otra mano sostenía un pergamino enrollado.

—Lo siento, te veías tan cómodo que no quería despertarte… pero ya está todo listo. Tenemos que irnos.

Parpadeó, aún atrapado en la bruma del sueño. Su mente giraba, tratando de anclarlo al presente mientras el eco de un recuerdo de hacía tantos años seguía latiendo en su pecho.

Asintió con un leve gruñido, pasando una mano por su rostro antes de incorporarse cuando Craig se apartó para darle espacio.

Respiró hondo, tratando de calmar el torbellino de emociones que se removían en su interior.

—¿Tienes todo? —preguntó Craig, echando un vistazo hacia la puerta.

Tweek se obligó a centrarse. Se puso de pie y revisó su cinturón, asegurándose de que su equipo seguía en su sitio.

—Sí —murmuró.

Craig asintió, pero lo miró con detenimiento, con esa expresión que siempre usaba cuando notaba algo raro en él.

—¿Seguro?

Tweek resopló, fingiendo fastidio.

—Estoy bien. Vámonos antes de que despierten.

No esperó respuesta. Se encaminó hacia la puerta con pasos firmes, sintiendo a Craig seguirlo en silencio. Su mano se posó en el pomo y lo giró con cuidado, asegurándose de no hacer ruido. La madera crujió apenas cuando abrió la puerta, y ambos se deslizaron fuera de la habitación.

El pasillo estaba sumido en sombras, el único sonido era el crujir leve del suelo bajo sus pisadas. La posada entera parecía atrapada en un sueño profundo, un contraste inquietante con las típicas tabernas y albergues donde la vida nocturna apenas disminuía. Al llegar al comedor, la penumbra lo envolvía por completo. No se veía ni una vela encendida, ni el reflejo de brasas agonizantes en la chimenea. Atravesaron el espacio con sigilo, sin que ni siquiera el eco de sus pasos rompiera la quietud del lugar.

La puerta principal cedió con facilidad, y al cruzarla, el aire frío de la noche los recibió. Afuera, la aldea parecía un pueblo fantasma. No había voces, ni el murmullo de conversaciones lejanas, ni siquiera el ladrido de algún perro callejero. Solo el viento arrastrándose por las calles solitarias.

—Es demasiado tranquilo—murmuró Tweek.

—Bueno, ¿qué esperas de un pueblo lleno de ancianos? —contestó Craig con un encogimiento de hombros, empezando a caminar hacia la salida. El rubio lo siguió en silencio, sintiendo el aire frío de la madrugada colarse entre sus ropas.

Tras unos minutos de andar por el sendero polvoriento, Tweek rompió el silencio:

—Con eso… podremos llegar más fácil con Tolkien, ¿no?

—Claro, ese es el plan. —Craig lo miró de reojo—. ¿Por qué preguntas?

Tweek no respondió de inmediato. Alzó la vista hacia el cielo, donde unas pocas estrellas aún resistían en la negrura antes del amanecer.

—¿Recuerdas… la vez que nos conocimos?

Craig frunció levemente el ceño, como si la pregunta lo hubiese tomado por sorpresa. Pero asintió.

—Claro. Éramos solo unos niños… pero lo recuerdo.

Tweek tomó aire antes de continuar.

—Soñé con eso.

Craig arqueó una ceja.

—Bueno, llegaste en una jaula. Claro que sería un recuerdo extraño.

—No me refiero a eso, amigo.

Tweek se rascó el brazo, inquieto. No estaba seguro de cómo poner en palabras lo que sentía sin sonar ridículo. Todo sería más facil si Craig recuperara eso.

—Sé que sonará idiota, pero… fue agradable. —Dejó escapar una risa breve, casi nerviosa—. No sé, recordar cómo éramos antes… Clyde siendo un bobo, Tolkien tan razonable… Y tú… bueno, siempre has tenido esa forma de actuar, pero…

Su voz se fue apagando poco a poco. Un nudo incómodo se formó en su garganta cuando intentó terminar la frase. No debía de decir eso.

—Todos nos llevábamos tan bien. Cuesta creer en lo que terminamos convirtiéndonos… unos…

No pudo decirlo. La palabra se atascó en su boca como un veneno que no quería tragar.

Craig suspiró, con la vista fija en el camino.

—Tweek… Crecimos. Tarde o temprano teníamos que darnos cuenta de que solo éramos herramientas para ese gordo. —Su voz sonaba firme, pero no dura. Solo resignada—. Y luego, lo que le pasó a Clyde… obvio que él no sería el mismo.

Tweek apretó los labios. Sabía que Craig intentaba animarlo a su manera, pero aquellas palabras eran un eco constante en su cabeza desde que la guerra terminó.

¿Por qué tenía que preocuparse por las vidas que había arrebatado? Esa era la pregunta que siempre se repetía. Se convencía de que no importaba, de que su única meta era la venganza, el poder, vivir sin ataduras. Pero el enojo acumulado se volvía su única válvula de escape en el campo de batalla.

¿Habían hecho lo correcto? ¿De verdad merecían seguir huyendo de lo que cometieron?

Él había cometido un acto terrible, imperdonable.

Quizás ya estaba viviendo su castigo.

Llevó instintivamente su mano al costado, rozando la tela sobre la cicatriz que permanecía allí como un recordatorio imborrable. Ese recuerdo seguía siendo una espina clavada en su mente, un peso que nunca terminaba de desaparecer.

—Me refiero… —volvió a hablar, con la voz apenas audible—. Quizás… pudimos actuar de otra manera.

Craig no respondió de inmediato, pero Tweek sintió la tensión en el aire.

—No me siento orgulloso de lo que terminé convirtiéndome —confesó, y al hacerlo, sintió su propio pecho apretarse.

El silencio que siguió fue pesado. Cada paso sobre el camino de tierra parecía resonar más fuerte en la quietud de la noche. Tweek tembló ligeramente, aunque no por el frío.

—Yo tampoco —dijo Craig, finalmente.

Tweek lo miró. Craig tenía la vista fija en el camino, pero su postura lo delataba: hombros rígidos, puños ligeramente cerrados, el peso de sus propias memorias reflejado en cada movimiento.

—Hice demasiadas cosas terribles —continuó Craig, su tono era bajo, casi monótono—. En su momento hasta me daban satisfacción… pero ahora… admito que pude haberlo detenido. Pude hablar con Clyde de forma adecuada, pero estaba enojado. Cegado. Y solo apoyé todo lo que hacía…

Tweek dejó escapar un suspiro tembloroso.

—No importa cuánto corramos… —susurró, sintiendo el peso de sus propios pensamientos—. Al final, vamos a pagar por lo que hicimos.

Craig se detuvo.

Tweek sintió su mirada sobre él, pero no tuvo el valor de levantar la cabeza. Lo sabía. Sabía que cada paso los alejaba del pasado, pero no de sus pecados. Nada podía deshacer lo que habían hecho.

Pero entonces, Craig puso una mano en su hombro, un gesto firme, casi reconfortante.

—No estamos muertos, Tweek —su voz fue suave, pero con una firmeza innegable—. Y si seguimos vivos, es por algo.

Apretó los labios.

—¿Por algo…?

—Sí. Puede que nunca podamos borrar lo que hicimos —admitió Craig—, pero vivir con odio hacia nosotros mismos no es la forma de seguir adelante.

—¿Y cuál es?

Craig le dio una leve palmadita en el hombro antes de seguir caminando.

—Supongo que tendremos que descubrirlo.

El rubio se quedó allí por un momento, sintiendo la brisa nocturna contra su rostro. Tenía razón en algo… todavía estaban vivos. Tal vez… solo tal vez… aún podían encontrar algo más allá de la culpa. Craig lo miraba con firmeza, con esa serenidad que siempre tenía, pero que ahora venía acompañada de algo más… algo que a Tweek le costaba identificar, pero que de alguna manera lograba calmar el torbellino dentro de su pecho.

—Cuando vuelvas a sentir esos tormentos… puedes hablar conmigo —dijo Craig, ahora su tono era bajo—. Sabes que yo también comprendo eso perfectamente.

Tweek sintió cómo el nudo en su pecho, ese peso sofocante que siempre cargaba, se aflojaba poco a poco. Su respiración se hizo un poco más ligera.

—No quiero abrumarte con mis traumas, amigo… —murmuró, desviando la mirada con cierta vergüenza.

Se sobresaltó cuando sintió una presión cálida en su mano. Craig la había tomado con una suavidad que lo desconcertó.

—Eso significaría dejarte solo… y recuerda lo que te prometí —insistió, apretando levemente su agarre—. Estaré contigo, Tweek.

El rubio abrió los labios, pero ninguna palabra salió. Su corazón latía con fuerza, pero esta vez no era por el miedo ni la ansiedad. La bruma fría de sus recuerdos comenzaba a disiparse, como si la calidez de Craig lograra ahuyentar la oscuridad que lo perseguía.

Un rubor apenas perceptible apareció en sus mejillas, y sin pensarlo demasiado, dejó escapar una pequeña risa temblorosa.

—Craig… sigues siendo cálido.

Craig lo observó por un momento antes de sonreír, una de esas sonrisas pequeñas pero genuinas que Tweek recordaba de su infancia. Aún podía notar sus dientes ligeramente chuecos, igual que cuando eran niños.

—Te ayudaré a lavarte ese pelo, creo que hay un lago cerca —comentó Craig, sin soltar su mano.

Tweek dejó escapar una risa más relajada y sincera, sintiendo cómo el peso en su pecho se aligeraba un poco más.

—Ngh, por favor, esta ropa también me está matando —bromeó, antes de apretar suavemente la mano que sostenía—. Gracias, Craig.

Craig no dijo nada, pero su agarre se mantuvo firme, asegurándole con su sola presencia que, al menos por ahora, no estaba solo.

¿Realmente no lo juzgaría cuando le contara sobre eso?

Quizás podría decírselo… Después. De momento prefirió seguir sujeto a esa mano mientras los primeros destellos del amanecer los iluminaban.

 

 

 



 

Gregory entrecerró los ojos, estudiando cada temblor en el rostro del chico. Thomas apenas podía mantenerse firme, su respiración era errática, entrecortada, como si cada segundo que pasaba bajo su escrutinio lo acercara más a un colapso.

—Es lindo, mon chéri, ¿por qué no podemos quedárnoslo? —murmuró Christophe con una sonrisa burlona, dejando escapar una bocanada de humo directamente contra la cara del muchacho.

Thomas tosió, encogiéndose sobre sí mismo como un ratón acorralado.

—No voy a alimentar tu fascinación por los rubios —intervino Gregory con su tono pulcro, deslizando el cartel de Feldspar frente a Thomas con una calma inquietante—. ¿Lo has visto?

Los ojos del chico se abrieron como platos al reconocer el rostro en el papel.

—S-Sí… ¡PUTA! —chilló de repente, su miedo escapando en un espasmo de pánico.

Gregory no se inmutó.

—¿Hace cuánto?

Thomas tragó saliva con dificultad, su lengua parecía haberse vuelto torpe de puro terror.

—Uh… agh… ayer. Se suponía que… ¡MIERDA! Se iban a quedar, pero… pero robaron… un mapa y ya no están aquí…

Christophe se inclinó ligeramente, tirando la ceniza de su pipa hacia un lado.

—¿"Quedaron"? pequeño, ¿el tipo estaba acompañado, cierto? —preguntó con una dulzura maliciosa, alejando lentamente la afilada hoja del hacha de la piel del chico.

Su sonrisa se ensanchó al ver cómo Thomas se encogía aún más.

—S-sí… venía con alguien más…

La gruesa risa de Christophe resonó en la habitación, un sonido bajo y gutural que, lejos de aliviar al joven, lo sumió más en la confusión y el miedo.

—Te lo dije, Gregory —dijo Christophe con suficiencia, quitándole el cartel de las manos a su compañero antes de guardarlo con un movimiento despreocupado—. Si nos vamos ahora, los podremos interceptar.

Gregory no respondió de inmediato. En cambio, sus ojos se afilaron, su mandíbula se tensó con desagrado mientras cruzaba los brazos sobre su pecho.

—Christophe… no tienes que dejar testigos —dijo entre dientes.

Pero el otro solo se levantó lentamente como si la amenaza de su compañero fuera tan insignificante como una brisa pasajera.

—Mes excuses, pero no puedo acabar con alguien tan lindo —soltó con simplicidad, dándose la vuelta y caminando hacia la salida de la posada con una calma exasperante.

Gregory dejó escapar un gruñido frustrado antes de salir tras él, apretando los puños.

—¡AGH! ¡Tú, pedazo de…! —sus maldiciones se perdieron cuando la puerta se cerró tras ellos.

Thomas ni siquiera pudo sentirse aliviado. Su mente se apagó al instante en un desmayo .



 

 

 

Chapter 10: Kenneth

Summary:

"Nunca me dejaste ser, decidiste por mi.
Pero ahora estoy acá, y mi imponencia te molesta."

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El traqueteo rítmico de la máquina la hizo resoplar. El interior era cómodo, pero el olor a humo impregnaba el aire, pesado y sofocante. Kenny se acomodó en el asiento, tratando de ignorarlo. A su lado, Petuski observaba por la ventana a ratos, con la expresión de alguien que intentaba disimular su asombro. Su guardia estaba impresionado, y ella… quizá un poco también. Pero eso no significaba que considerara esa monstruosidad un medio de transporte aceptable.

Al frente, Kevin Stoley sonreía con autosuficiencia, como si disfrutara su incomodidad.

—Impresionante, ¿no? —dijo, alzando su copa de vino con una satisfacción evidente—. Llegaremos en una hora.

Kenny mantuvo su rostro inescrutable.

—Es rápida —admitió, sin darle más vueltas.

Kevin ladeó la cabeza, evaluándola con esa expresión burlona que tanto la irritaba.

—¿Solo eso? —insistió, como si esperara algo más de ella.

La princesa sostuvo su mirada sin alterarse.

—Solo acepté viajar en esta cosa porque la reunión es urgente. Ya conoces mi opinión al respecto.

Su tono era tranquilo, indiferente,  su desprecio por las máquinas de humo era evidente. No pensaba darle el gusto de discutir frente a Petuski.

Kevin chasqueó la lengua, apoyándose contra el respaldo con aire relajado.

—Mm… Ni siquiera lo consideras, ¿eh? Aunque, después de nuestro rotundo fracaso buscando a esas dos ratas, pensé que estarías un poco más abierta al cambio. Te quemaron un pueblucho, después de todo…

Ella sintió una punzada de rabia recorrerle la espalda, pero se contuvo.

Días atrás, un cuervo había llegado desde una aldea cercana a Gorydil con noticias desalentadoras. El pueblo entero, reducido a cenizas. Solo una joven lavandera había sobrevivido, aunque con quemaduras graves. Apenas tuvo fuerzas para balbucear lo que había visto antes de desmayarse.

Dos figuras. Un castaño y un rubio. Sombras en la noche.

No necesitaba más detalles. Ella no tenía sospechas.

Craig y Tweek.

Apretó los labios y desvió la mirada hacia la ventana, observando el paisaje ennegrecido por el humo.

—Los encontraremos. No deben tener muchos lugares donde esconderse.

—Si usted lo dice, majestad.

Kenny sintió el ligero gruñido de Petuski a su lado. No necesitó mirarlo para saber que su guardia estaba molesto. La burla en las palabras de Kevin era evidente, y Petuski, como el guardia leal que es, no toleraba la falta de respeto hacia su princesa.

El viaje sería rápido, pero con la actitud de Kevin, cada minuto se volvía insoportablemente lento.

 

 

 

Kenny nunca se sintió tan aliviada de llegar a Kupa Keep. El aire impregnado de cebada y tierra húmeda era una bendición en comparación con el sofocante olor a humo de esas malditas máquinas.

Extendió la mano hacia Petuski, quien se apresuró a ayudarla a bajar. Los escalones eran notablemente más altos que los de un carruaje normal, algo incómodo considerando su atuendo.

—Es demasiado alto… —murmuró con cierta resignación.

—No tema princesa, la sujetaré si pasa algo —respondió su guardia con voz firme.

Kenny inhaló profundamente y dejó salir el aire en un suspiro lento. Confiaba en Petuski, pero también sabía que el hombre se ponía tenso cuando se trataba de tocarla, aunque fingiera lo contrario. Un mal paso y terminaría en el suelo fangoso de Kupa Keep, algo que definitivamente no estaba en sus planes.

—¿Podrían apurarse? —espetó Stoley desde unos metros más allá, cruzado de brazos con evidente fastidio.

Kenny le lanzó una mirada afilada, pero decidió ignorarlo y concentrarse en bajar.

Descendió con cuidado, su vestido ondeando con el viento a medida que superaba los primeros escalones. Todo iba bien… hasta que su tacón se enredó con el borde de su capa en el penúltimo escalón.

Sintió el tirón y perdió el equilibrio.

Se inclinó peligrosamente hacia un lado. Petuski reaccionó de inmediato y trató de sujetarla, pero en su torpe intento, su mano aterrizó justo donde no debía.

Ambos se congelaron un segundo.

El pobre y ahora pálido guardia soltó a Kenny por puro reflejo.

—¡Maldición! —exclamó ella al sentir cómo la gravedad la arrastraba inevitablemente hacia el lodo.

Pero antes de que pudiera terminar de caer, un par de brazos la atraparon con sorprendente rapidez.

—¡P-princesa! ¿Está bien? —exclamó Butters, sosteniéndola con esfuerzo, su rostro rojo indicaba que había corrido para alcanzarla.

Kenny parpadeó, aún procesando lo que acababa de pasar. Miró a Butters, quien la sujetaba con una mezcla de alivio y puro pánico.

Petuski, aún en shock, parecía listo para flagelarse por lo ocurrido.

Desde su posición, Kevin soltó una carcajada burlona.

—Vaya, princesa. No sabía que necesitaba tantos caballeros para un solo descenso.

Kenny apretó los dientes. Prefería haber caído en el fango antes que darle material para burlas a Stoley.

—Cállate, Kevin.

—Uhm… ¿Quiere que la suelte ahora…?—Dijo Butters, quien seguía sosteniéndola con una expresión nerviosa.

Ella suspiró.

—Sí, Leopold. Ya puedes soltarme.

—O-okay…

Butters la acomodó con delicadeza sobre el suelo, asegurándose de que estuviera firme antes de soltarla por completo. Aunque Kenny no lo había pedido, el paladín se apresuró a alisar con torpeza las arrugas de su vestido, dándole golpecitos suaves para intentar arreglarlo.

—Estaba un poco arrugado… —murmuró.

Kenny no pudo evitar sonreír con ternura ante su gesto.

—Gracias, Butters —dijo ya más tranquila.

Al levantar la vista, notó lo que ocurría a unos pasos de ella: Petuski estaba siendo víctima de la implacable burla de Kevin.

—¿Qué pasa hombre? ¿Te da pena? —se mofó Stoley, dándole fuertes palmadas en la espalda—. Vamos, pensé que la fantasía de todo caballero era tocar a una doncella.

Petuski se tensó de inmediato. Su rostro ardía de vergüenza y frustración, pero en lugar de responderle a Kevin, se sacudió bruscamente para apartar su mano y se giró hacia la rubia, inclinando la cabeza con remordimiento.

—Majestad… No hay palabras para enmendar mi error —Su voz sonó cargada de culpa.

Kenny suspiró.

—Petuski, está bien. Fue un accidente —respondió con calma, sin darle más importancia de la necesaria.

El guardia apretó los labios, aún con el ceño fruncido, pero asintió con rigidez.

Kevin por su parte, chasqueó la lengua con evidente diversión.

—Tch, qué desperdicio de oportunidad…

Kenny le lanzó una mirada fulminante.

—Bueno, ¿vamos a seguir perdiendo el tiempo o tenemos cosas más importantes que hacer? —cortó ella, cruzándose de brazos.

—Oh, claro, su alteza.—dijo Kevin, no se molestó en ocultar que rodó los ojos, pero finalmente echó a andar.

Petuski aún incómodo, se posicionó nuevamente a su lado, decidido a redimirse con su impecable deber como guardia. Butters se mantuvo unos segundos más, asegurándose de que la princesa estuviera completamente bien antes de seguirlos.

Mientras caminaba por los grises pasillos, Kenny se obligó a enfocarse. Había asuntos más importantes que atender que el incómodo incidente de hace un momento. Claro, el hecho de que una mano ajena tocó su pecho no era algo que pudiera olvidar tan fácilmente, pero al menos había servido para despejar un poco la tensión. Ahora debía mentalizarse para lo que le esperaba en la sala de reuniones de la Alianza.

Las malas noticias no eran pocas: su fracaso en encontrar a Craig y Tweek, la devastación de un pueblo entero… Y, para colmo, aún no sabía qué era aquello tan urgente que Kyle tenía por informar.

Soltó un suspiro y enderezó la postura justo cuando los guardias de Cartman abrieron la gran puerta ante ella.

Lo primero que notó fue que el gordo aún no se dignaba a aparecer, pero su influencia se hacía notar en la mesa abarrotada de postres y manjares que seguramente había mandado preparar para sí mismo. Ignorando la opulencia innecesaria, Kenny avanzó con calma. Kevin, sin perder el tiempo, se dirigió a su asiento junto a Wendy, mientras que ella se acomodó al lado de Kyle. No pudo evitar arquear una ceja al notar que el joven ex-pirata también formaba parte de la reunión.

—Kyle, Ike… Saludos —dijo, con un ligero asentimiento.

El rey elfo alzó la vista y se apresuró a inclinarse levemente en un gesto de cortesía.

—Ah, princesa, perdone, no noté su llegada —respondió con formalidad.

 Ike en cambio, le dedicó un simple movimiento de cabeza, sin molestarse en los formalismos.

Ella lo notó de inmediato.

Kyle lucía terrible.

Y eso era preocupante, considerando que el rey elfo era conocido por su pulcra apariencia y su postura firme.

No es que estuviera completamente desaliñado, pero su cabello pelirrojo estaba mal sujetado y algo despeinado, como si lo hubiera atado sin importar el resultado. Las ojeras bajo sus ojos eran lo suficientemente marcadas como para delatar un par de noches de insomnio, y su postura—habitualmente recta y decidida—parecía tambalearse bajo el peso de algo invisible.

Pero lo que más inquietó a Kenny fue su mirada.

Había visto muchas expresiones en el rostro de Kyle a lo largo de los años: determinación, enfado, incluso preocupación. Pero jamás lo había visto así.

¿Había estado… llorando?

Imposible.

El gran rey Kyle Broflovski quebrado…

Kenny apartó la vista con discreción y fijó la mirada en la mesa. ¿Debería preguntarle directamente? Parecía completamente absorto en sus pensamientos, con una mirada perdida que no auguraba nada bueno.

Fue entonces cuando escuchó el susurro de Ike.

—Hermano, estás dejando que eso te afecte demasiado.

La princesa Kenneth no se consideraba una metiche, pero no pudo evitar aguzar el oído.

—Aquí no, Ike —murmuró Kyle, moviendo distraídamente la copa que le habían servido, observando el reflejo del líquido sin realmente prestarle atención.

—Solo céntrate —insistió Ike, su tono dejaba entrever una leve irritación—. Siempre me dices que no mezcle mis emociones en situaciones serias y ahora tú estás haciendo exactamente lo mismo. Recuerda qué es lo más importante ahora.

El regaño pareció hacerle efecto. Kenny vio a Kyle cerrar los ojos un momento antes de soltar un suspiro profundo, seguido de una ligera risa, mucho más relajada que el saludo formal que le había dado antes.

—Gracias, hermano.

—Agradécemelo cuando le patee el trasero a Marsh cuando regresemos.

—Ike… —Kyle le lanzó una mirada de advertencia, pero la leve sonrisa que se formó en sus labios delató que su hermano había logrado animarlo, aunque fuera un poco.

Cualquier otro comentario quedó interrumpido por la abrupta, ostentosa y completamente innecesaria llegada de Cartman.

La puerta se abrió de golpe, haciendo rechinar las bisagras y sacudiendo levemente los candelabros cercanos. Un grupo de trompetistas —que claramente no tenían la mejor coordinación— comenzó a tocar una fanfarria exagerada, desafinada y ensordecedora.

—¡Loor y gloria al Gran Rey Mago Eric Cartman, Soberano de Kupa Keep, Regente de las Tierras del Ocaso y Dueño de la Verdad Absoluta! —anunció uno de sus escuderos, Scott Malkinson con voz retumbante, mientras dos sirvientes lanzaban pétalos de rosa al suelo delante de la entrada.

Cartman avanzó con pasos pesados y orgullosos, envuelto en su capa roja que le quedaba un poco larga, obligándolo a mantener la barbilla en alto para que no rozara el suelo. Su cetro descansaba sobre su hombro, y su túnica parecía haber sido recientemente ajustada para ensanchar su figura aún más imponente.

—¡Ah! —exclamó con fingida sorpresa al verlos—. Qué honor para ustedes presenciar mi llegada. No se molesten en arrodillarse, sé que mis aliados son demasiado torpes para seguir el protocolo adecuado.

Se dejó caer con gran dramatismo en su asiento, con los codos apoyados sobre la mesa y una sonrisa de autosatisfacción decorando su rostro.

Kenny lo observó con el ceño fruncido, luchando contra el instinto de rodar los ojos con tanta fuerza que podrían salírsele de la cabeza. Todo en él le parecía un espectáculo ridículo y agotador. El eco de la absurda fanfarria aún zumbaba en sus oídos, y el fuerte aroma del perfume de Cartman —demasiado dulce y empalagoso— solo empeoraba su ahora creciente jaqueca.

—Bueno, bueno, veo que no pueden ni disimular lo impresionados que están —añadió Cartman con suficiencia, observando las expresiones de todos—. ¡Pero, por favor, no contengan su asombro!

—Nadie lo está haciendo, Cartman —murmuró Kenny, acomodándose en su asiento con evidente fastidio.

Pero, como siempre, Cartman ignoró cualquier comentario que no alimentara su ego y simplemente se sirvió un trozo de pastel, como si no tuviera una sola preocupación en el mundo.

El mago se recostó en su asiento con la misma arrogancia de siempre, llevando el trozo de pastel a su boca sin la menor preocupación.

—Bueno, Kahl, ¿cuál es el asunto tan urgente? —preguntó con sorna, con la boca llena—. Veo que has traído a una de tus mascotas.

El comentario hizo que la sala entera se enfriara. Kenny notó de inmediato la mirada severa de Ike, quien apenas se contuvo de reaccionar, mientras Kyle fruncía el ceño con evidente desagrado. Sin embargo, el rey elfo respiró hondo y decidió ir directo al punto en lugar de perder el tiempo con insultos.

—No tolero tus palabras, gordo —dijo con firmeza—, pero me temo que es algo realmente grave.

Cartman alzó una ceja, preparado para soltar otra de sus habituales provocaciones, pero Ike habló antes de que tuviera la oportunidad.

—Hace unos días —comenzó el expirata con voz grave—, en el puerto principal, encontramos algo… algo que no debería haber estado allí.

—¿Y bien? —gruñó Cartman, apoyando su codo en la mesa con aburrimiento fingido.

—Una plaga —continuó Ike—. Desapariciones. Ataques al ganado y a los pueblerinos.

Se hizo un breve silencio, pero no duró mucho.

—Estoy hablando de vampiros.

La palabra cayó como un balde de agua helada para todos.

Hasta el mismo Cartman dejó de masticar y entrecerró los ojos.

—No puede ser en serio… ¿No se supone que tus chicos góticos los habían erradicado? —espetó, dirigiendo una mirada acusadora a Kyle—. Y tan cerca de las costas, en un lugar caliente… ¿No que esas sanguijuelas preferían la oscuridad y el frío?

Kyle no reaccionó a la provocación. En su lugar, suspiró con pesadez.

—También los tomó por sorpresa. Debemos recordar que su líder, Mike Makowski, nunca fue encontrado.

Kenny no pudo evitar hacer una mueca al recordar a ese tipo.

—Pero eso no es todo —continuó Kyle—. Recuperamos un cuerpo en el lugar, un cadáver de una de esas criaturas… y algo no está bien. No ha reaccionado de la manera usual. Tolkien lo está analizando en estos momentos y—

Un bufido interrumpió su explicación.

—¿Tolkien? ¿En serio? —Kevin Stoley dejó escapar otro sonido de molestia, cruzándose de brazos y mirando con incredulidad al elfo—. Regresan los vampiros y lo primero que haces es llevarle el cuerpo a alguien que fue aliado de ellos.

Kenny parpadeó. Era curioso cómo Stoley adoptaba un aire tan serio en estas reuniones, contrastando con la actitud burlona y extraña que había conocido por los recientes días en el Prado.

—Lo he repetido muchas veces… Él ya ha—

—Es insensato —cortó Kevin con frialdad.

Kyle cerró los ojos por un momento, claramente conteniéndose para no responder con la misma dureza.

Cartman por su parte decidió cambiar el enfoque. Se inclinó sobre la mesa con una sonrisa ladina, disfrutando de la momentánea escena.

—Bueno, Stoley, por más que me interese molestar a Kahl, hay algo que me da más curiosidad. Ahora tenemos vampiros. Perfecto, otro mal augurio. Pero, díganme, princesa Kenneth… —Cartman giró la mirada hacia ella con falsa amabilidad—. ¿Cómo van las búsquedas? ¿Tienen algo bueno que contar o están aquí solo para calentar los asientos?

Kenny sintió la mirada de Kevin sobre ella. Maldito hijo de puta. Por supuesto que la dejaría sola en esto.

Era evidente que el gordo estaba alterado, su ansiedad apenas era contenida bajo esa fachada de arrogancia. Bastaba una chispa más para que explotara en una de sus paranoias.

Kenny tomó aire y se enderezó en su asiento.

—Me temo que también tenemos malas noticias al respecto. No hemos logrado dar con su paradero exacto, pero… hace poco, uno de los pueblos donde afirmaron haber visto a Feldspar fue completamente destruido.

Ese anuncio hizo que la sala se sumergiera en un aire tenso. La princesa notó cómo Kyle entrecerraba los ojos, y cómo Ike bajaba la cabeza, pensativo.

—Hubo una sobreviviente —siguió Kenny—. Según su testimonio, los responsables fueron un castaño y un rubio. Muy probablemente se trate de… esos dos.

 Wendy, quien había permanecido analizando la situación hasta ahora, se cruzó de brazos y frunció el ceño.

—¿Un castaño? Pero Tucker es de cabello negro —señaló con una pizca de duda en su tono.

—La mujer estaba quemada y con fiebre —intervino Kevin Stoley, apoyando por primera vez a Kenny—. Es muy probable que su mente le haya jugado una mala pasada.

Cartman golpeó el descansabrazos de su silla molesto.

—Genial. Así que ahora no solo tenemos vampiros, sino que esos dos siguen campando a sus anchas. Perfecto. Maravilloso. Está claro que algo se está gestando aquí…

Su tono sonaba burlón, pero su mirada era fría. Kenny sintió que algo desagradable estaba por salir de su boca.

—Pero lo que realmente me preocupa es otra cosa —añadió Cartman, con una sonrisita venenosa—. Dime, princesa, ¿de verdad te estás esforzando en encontrarlos? Porque a estas alturas no estoy viendo resultados.

Kenny sintió un escalofrío de furia recorrerle la espalda.

—Los encontraremos —declaró con firmeza, clavándole una mirada dura—. No dejaré que se nos escapen.

Cartman soltó una carcajada seca y sarcástica.

—Oh, claro, claro. Porque tienes un historial impecable de lealtad, ¿verdad?

Ella entrecerró los ojos.

—¿Qué insinúas?

El gordo mago se inclinó sobre la mesa, disfrutando del momento.

—Digo que quizá quieres otra guerra. ¿Deberíamos recordar que por un momento te planteaste unirte a esos traidores?

Un frío silencio se extendió sobre los presentes.

Kenny juró que la sangre se le helaba por un segundo, pero no apartó la vista. Cartman la estaba probando, buscando una reacción. Y no le daría ese placer.

—No tienes idea de lo que hablas —respondió en voz baja, con un tono controlado pero amenazante.

Cartman alzó las cejas, fingiendo sorpresa.

—¿No? Bueno, solo digo… Hace unas semanas parecías la más motivada en encontrarlos y, sorprendentemente, sigues sin dar con ellos. Lo curioso es que ahora están más cerca de tu territorio. ¿Quién nos asegura que en el fondo no quieres volver a esos tiempos?

La tensión era palpable. El gordo estaba jugando sucio, sembrando la duda con la misma facilidad con la que devoraba su pastel.

—Fue hechizada, Cartman —intervino Wendy, con los ojos encendidos de indignación.

Pero él simplemente bufó y negó con la cabeza, como si la respuesta le divirtiera.

—Oh, Wendy, Wendy… —entrelazó los dedos y apoyó los codos sobre la mesa, mirándola con falsa paciencia—. Pero tú no entiendes la magia como yo. ¿Hechizada? Claro, seguro. Un encantamiento que solo funciona si ya hay algo dentro de ti que desea lo que se te ofrece. La ambición, la duda… Clyde solo tuvo que encender una chispa, pero el fuego ya estaba allí, ¿o no?

Se giró hacia Kenny con una sonrisa asquerosa, disfrutando cada palabra.

—Dime, princesa… ¿qué fue lo que te prometió? ¿El derecho a ser llamada reina?

Un tintineo sutil rompió el silencio. Kenny bajó la mirada y vio la mano de Petuski firmemente cerrada sobre la empuñadura de su espada, sus nudillos blancos de la presión. Su rostro estaba rojo de ira.

Mierda.

Con un leve movimiento de su mano, le indicó que se calmara. No podían permitirse un arrebato. Si un soldado de otro territorio atacaba a un rey, aunque fuera Cartman, se consideraría una declaración de guerra. Y en ese momento, una guerra era lo último que necesitaban.

Ella misma también debía calmarse. Sentía cada fibra de su ser arder, una furia sorda latiendo en su pecho. No necesitaba mirar alrededor para saber que todos se mantenían en un tenso silencio.

Porque esto ya no era sobre la misión, ni sobre los vampiros.

Esto era Cartman menospreciándola de nuevo. Como siempre.

Cartman saboreó el momento. Lo veía en los ojos de Kenny, en la forma en que su mandíbula se tensaba, en cómo su respiración se volvía apenas perceptible, en cómo hasta estaba enseñando sus colmillos inferiores de orco. Estaba conteniéndose.

Eso lo divertía.

—Oh, vamos, princesa —continuó, apoyándose contra el respaldo de su asiento con una sonrisita ladina—. ¿Vas a quedarte callada? ¿Ni una palabra para defenderte? Es curioso, porque en su momento tenías mucho que decir cuando estabas del otro lado. ¿Qué pasó? ¿Te volviste una cobarde o solo te das cuenta de que no tienes cómo justificarlo?

El ambiente se hacía cada vez más pesado. Nadie se atrevía a intervenir. Ike miraba fijamente a su hermano, evaluando la situación, y Wendy tenía los puños cerrados sobre su regazo. Kevin Stoley cruzaba los brazos, manteniendo una expresión impenetrable.

Kenny no respondió. No porque no tuviera qué decir, sino porque sabía que, si lo hacía, su voz saldría como un rugido. No podía darse ese lujo. Eso era lo que el gordo quería.

Pero Cartman estaba empeñado en que estallara. Lo intentó una vez más.

—No lo niegues, Kenny. Admitelo, aún lo piensas, ¿verdad? —ahora empezó a hacer una voz dramática y a mover los brazos como si estuviera actuando—.  La idea de estar a su lado, de ser reconocida como la reina que nunca fuiste aquí. En el fondo, aún deseas que Clyde te tome entre sus brazos y te...

No terminó la frase.

Porque un brazo delgado, pero sorprendentemente fuerte, lo sujetó de golpe.

El impacto fue tan brusco que Cartman soltó un quejido de sorpresa, más por el dolor que por la interrupción. Miró a un lado, con los ojos abiertos de par en par, solo para encontrarse con la mirada firme y gélida de Butters.

De Butters.

—Basta —dijo el rubio.

Y su voz no era la de siempre. No era la voz suave y temblorosa con la que solía hablar. Era firme, dura, inquebrantable.

Cartman trató de soltar su brazo, pero la presión aumentó.

—Suéltame, Leopold—gruñó, con el ceño fruncido.

—No.

El rubio se inclinó un poco hacia Cartman, su tono fue bajo, pero cortante como una daga.

—Le he permitido muchas cosas, mi rey —susurró, con una calma escalofriante—. Pero no voy a quedarme callado mientras la insulta de esa manera.

Cartman lo miró incrédulo.

El murmullo entre los presentes fue casi imperceptible, pero Kenny lo sintió como un eco en la habitación. Nadie había escuchado jamás a Butters hablar así.

—Debe ser una jodida broma…

El agarre de Butters se hizo más fuerte.

— No lo es.

El rey mago estaba rojo, pero no de la forma en la que solía estar cuando fingía indignación. No era la rabia teatral que usaba para manipular. Esto era algo diferente. Su rostro, ya de por sí redondo y regordete, parecía hincharse más, y por primera vez en mucho tiempo, no tenía una respuesta inmediata.

Kenny lo notó. Todos lo notaron.

Cartman, el gran rey, el hombre que dominaba la sala con su lengua viperina y su ego descomunal, no había podido defenderse. Y eso era extraño.

Cartman era un mago. No un simple charlatán con ropajes llamativos, sino un verdadero hechicero que había demostrado en más de una ocasión su poder. Sin embargo, en ese momento, con el brazo de Butters sujetándolo con una fuerza inesperada, no había conjurado nada. Ni una descarga, ni un sello de protección. Nada.

—¡No se queden ahí parados como unos idiotas! —bramó Cartman de repente, su voz volviendo a su tono habitual de berrinche—. ¡Llévenlo ante Romper Stomper!

Scott reaccionó de inmediato, aunque con torpeza, lanzando una mirada nerviosa a Bradley antes de dar un paso adelante. Bradley lo siguió, más por instinto que por convicción, pero antes de que pudieran hacer algo, Butters simplemente soltó a Cartman.

El rey se tambaleó hacia atrás, llevándose la muñeca a su otra mano con una mueca de dolor.

—Bueno, no hace falta—gruñó el corpulento hombre, enderezándose con toda la dignidad que pudo reunir—. Lo llevaré yo mismo.

Se giró con brusquedad, su capa ondeando a su alrededor, pero no antes de lanzar una última mirada llena de odio a Butters. Scott y Bradley, aún sin saber bien qué hacer, lo escoltaron y se llevaron al rubio de inmediato, quien no parecía preocupado ni arrepentido por lo que acababa de hacer.

Todo había pasado tan rápido, tan de golpe, que por un momento nadie supo cómo reaccionar. Incluso Kenny, que se suponía debía sentirse furiosa o aliviada, solo se quedó mirando la escena como si fuese algo irreal.

Butters… ¿la había defendido?

No de la forma en la que lo haría alguien impulsado por la ira, ni siquiera con un discurso apasionado. Lo había hecho con una presencia firme, con una autoridad que nadie esperaría de él.

Había puesto al rey Cartman en su lugar.

Y lo más impactante de todo…

Cartman lo permitió.

Nadie sabía bien qué decir después de lo que acababa de pasar.

Ike rompió la tensión con una pregunta, una mezcla de incredulidad y curiosidad.

—¿Así son siempre sus reuniones?

Kyle desvió la mirada hacia él, todavía procesando lo ocurrido.

—Para nada… —murmuró, con una honestidad que reflejaba su propia sorpresa.

Kevin resopló, cruzándose de brazos.

—¿Se supone que debemos esperarlo? —preguntó con una ceja en alto, claramente irritado.

Wendy soltó un largo suspiro, masajeando su sien con dos dedos.

—No podemos continuar sin Cartman… —dijo, con visible fastidio—. Sugiero que nos tomemos una pausa.

Nadie discutió.

Kenny se levantó con un leve crujido de la silla, sintiendo de golpe la rigidez acumulada en su cuerpo. Caminó hacia uno de los ventanales de la sala, apoyando la mano en su sien mientras la frotaba con un gesto ausente.

¿Qué demonios acaba de pasar?

El enfrentamiento entre Butters y Cartman había sido... irreal. Desde la frialdad con la que Butters lo había enfrentado hasta la forma en que Cartman no había reaccionado como lo haría normalmente.

Pero más allá de eso, más allá de la vergüenza de Cartman, estaba Butters.

Kenny bajó la vista, pensativa. Ella y Leopold… Es cierto que había estado intercambiando cartas con él últimamente. Al principio eran solo formalidades, luego conversaciones más personales. Había veces en las que Butters parecía especialmente entusiasta en responderle, en hacerla reír. Incluso, en un par de ocasiones, su tono había sido juguetonamente coqueto.

Y ella…

Dioses, ella le había seguido el juego.

La rubia sintió un leve calor subiéndole al rostro.

¿Hasta qué punto significaba algo para él?

¿Fue solo un acto de lealtad? ¿O… algo más?

La idea la descolocó. Butters siempre fue un seguidor fiel de Cartman, casi como una sombra detrás de él. Durante años, su lealtad parecía incuestionable.

Pero hoy, ante todos,  la eligió a ella.

Kenny cerró los ojos por un instante, tomando aire. Su corazón aún latía con fuerza.

 

 

 

Cartman regresó después de aproximadamente una hora. Su actitud había cambiado. Ya no parecía empeñado en molestarla, ni siquiera le dirigió una mirada provocativa como solía hacer. En su lugar, su interés parecía centrarse ahora en las amenazas previamente discutidas.

La reunión avanzó con una eficiencia inusual. No hubo más confrontaciones, ni comentarios maliciosos por su parte. Kenneth no tuvo más opción que aceptar la sugerencia de Stoley de utilizar las máquinas de humo para acelerar la búsqueda. Su resistencia inicial se desvaneció cuando todos coincidieron en que, si no tomaban medidas rápidas, la situación podría salirse de control.

Además, el gordo terminó cediendo parte de su equipo de alquimia para apoyar las investigaciones de Tolkien, no sin antes lanzar una advertencia hacia Kyle:

—Solo no olvides que cualquier traición será castigada… severamente.

El énfasis en la última palabra hizo que algunos intercambiaran miradas extrañados, pero nadie comentó al respecto. Lo cierto era que, tras los recientes eventos, todos los reinos estarían más alerta ante cualquier anomalía.

Finalmente y con los acuerdos establecidos, la reunión llegó a su fin.

Kenny salió de la sala junto a Kevin y Petuski, sintiendo un peso incomodo aún sobre sus hombros. Resultó que la máquina de humo tendría que tener un repentino mantenimiento así que pasarían la noche en Kupa Keep, una clara tortura para ella misma. Maldijo a Stoley varias veces por eso.

El aire en los pasillos se sentía diferente, más cargado. Quizás solo era el cansancio acumulado, o tal vez el eco persistente de lo que había ocurrido entre Cartman y Butters.

Un sonido rompió el silencio.

Un ruido extraño, bajo, proveniente de muy cerca.

Kenny se detuvo en seco.

Kevin y Petuski también lo notaron, sus posturas cambiaron al instante.

—También lo escuché. —murmuró Kevin, su mirada recorrió el pasillo con cautela.

Kenny no respondió de inmediato. Su pecho se hundió con una sensación de alerta que le subía por la espalda como un escalofrío.

Ese sonido…

De nuevo. Esta vez, más claro.

Cadenas tintineando.

Un fuerte azote.

Y luego, un breve alarido de dolor.

Pudo sentir su corazón detenerse por un segundo.

Lo reconoció.

Algo la impulsó a moverse antes de que su mente pudiera procesarlo del todo.

—Kenneth, espera… —Stoley intentó detenerla, pero ella lo ignoró.

Bajó los escalones con rapidez.

El camino hacia abajo se sentía más frío, más oscuro. Pero ese era el punto, ¿no? Que fuera un lugar temido, apartado del resto.

Cuando llegó afuera de la sala de torturas, su pulso se aceleró.

Scott y Bradley estaban ahí, escoltando la puerta. Pero sus rostros no eran los de soldados cumpliendo su deber.

Eran los de niños que sabían que algo estaba mal.

El castaño, al verla, apenas pudo mantenerle la mirada.

—L-Lo siento… —balbuceó Scott, su voz temblorosa—. Ninguno de nosotros quería hacerlo… Leopold es nuestro amigo.

Su lengua se trababa, como si su propio cuerpo se negara a admitir lo que había sucedido.

Kenny sintió un nudo en el estómago.

—Justo ahora Stomper acaba de… terminar. —Bradley tragó saliva. Se notaba que intentaba mantener la compostura, pero incluso él titubeó antes de continuar—. Él realmente no se ve bien, princesa…

Kenny cerró sus manos en puños.

No esperó más.

Empujó la puerta y entró.

El aire era pesado, denso, impregnado con el hedor metálico de la sangre y el rancio aroma del sudor. La humedad se aferraba a las paredes de piedra, donde colgaban gruesas cadenas oxidadas que aún se mecían con un leve tintineo. Antorchas apenas iluminaban la oscura habitación, proyectando sombras deformes sobre los tablones y artefactos de tortura desperdigados: potros de estiramiento, garfios, látigos… todo lo necesario para quebrar a un hombre en cuerpo y espíritu.

Y en medio de ese infierno, encadenado de ambos brazos, con la cabeza gacha y el cabello rubio empapado de sangre, estaba Butters.

Su respiración era débil, irregular. Su ropa estaba rasgada, pegajosa con fluidos aún frescos, y su piel mostraba hematomas que oscilaban entre el rojo encendido y el púrpura oscuro.

Kenny sintió un nudo en la garganta.

Frente a él, limpiándose despreocupadamente las manos con un pañuelo, estaba Romper Stomper.

Alto, de cabello negro y facciones endurecidas, el verdugo de Cartman irradiaba una presencia temible. Su porte era el de un hombre acostumbrado a ver el sufrimiento y disfrutarlo.

Cuando notó la presencia de la princesa, una sonrisa retorcida se extendió por su rostro.

—Majestad —se burló—, este no es lugar para una mujer.

Kenny no titubeó.

—Suéltalo, Stomper.

Su tono fue firme y claro.

Pero el verdugo ni se inmutó.

—Solo obedezco órdenes de mi rey. —Su voz destilaba indiferencia.

Kenny gruñó, y sus colmillos sobresalieron ligeramente en el reflejo parpadeante de las antorchas.

El gesto pareció captar su atención.

Stomper la observó con una ceja arqueada y luego, para su sorpresa, soltó una carcajada.

—Aterrador.

Sin embargo, algo en él pareció ceder. Con un movimiento casual, sacó un pequeño juego de llaves de su cinturón y se lo lanzó.

Kenny las atrapó en el aire con destreza.

Cuando ella pasó a su lado, Stomper le susurró con una satisfacción cruel:

—Dile al pequeño paladín que no vuelva a levantar su mano contra el rey.

Y con eso, abandonó la habitación, dejando a Kenny con la respiración entrecortada y los nudillos blancos alrededor de las llaves.

Se apresuró a quitar las esposas, sus dedos temblaban ligeramente mientras intentaba encajar la llave en la cerradura oxidada. Un chasquido metálico anunció que el primer grillete se abría, dejando la muñeca de Butters libre. Su brazo cayó con un golpe sordo, inerte por el tiempo que pasó colgado. Kenny frunció el ceño y se apresuró con el otro.

Unos pasos resonaron tras ella, firmes y decididos. No necesitó voltear para saber que eran Petuski y Stoley.

—Petuski, ayúdame a llevarlo a una mesa —ordenó.

El guardia obedeció sin titubear, inclinándose para sostener a Butters con cuidado. Sin embargo, apenas lo tocó, el paladín dejó escapar un quejido ahogado, como si el simple acto de moverlo fuera una agonía.

—Sí que lo dejaron hecho mierda —comentó Kevin.

—No ayudas, Stoley —resopló Kenny, echándole una mirada fulminante mientras arremangaba la tela de sus brazos.

Kevin alzó las manos en gesto de rendición, pero no dijo nada más.

Con Butters ahora acostado sobre una mesa de piedra, Kenny pudo examinar mejor sus heridas. Golpes profundos, cortes que apenas habían dejado de sangrar, moretones que se expandían como sombras sobre su piel. Sabía que el paladín tenía la capacidad de curar a otros, pero también conocía la limitación de su magia: no podía sanarse a sí mismo.

Así que tendría que hacerlo ella.

Aspiró hondo y cerró los ojos por un segundo, concentrando todo el maná que pudo reunir en sus palmas. Un resplandor verdoso surgió entre sus dedos, cálido y vibrante, como la luz del bosque en primavera.

Deslizó sus manos sobre las heridas más graves, sintiendo el cosquilleo de la energía fluyendo desde su cuerpo hacia el de Butters. La carne abierta comenzó a cerrarse, los moretones se desvanecieron ligeramente, y la respiración del paladín se tornó más estable.

Kenny mantuvo la concentración, pero su mente divagó por un momento, atrapada en un recuerdo distante.

Cuando era solo una niña y su pueblo fue arrasado, Cartman la tomó como un experimento. Su sangre mestiza era “digna” de ser estudiada, un cruce que no debería existir: la brutalidad y resistencia de los orcos combinadas con la magia y la destreza de los elfos.

Descubrió su mayor maldición en esas mazmorras.

No era solo su longevidad, como la de cualquier elfo. No… su cuerpo se reanimaba incluso cuando todo indicaba que debía estar muerto. La verdadera inmortalidad.

Hubo momentos en los que creyó que realmente no podría regresar. Que su alma, su esencia misma, se perdería en la oscuridad del abismo sin encontrar el camino de vuelta.

Pero cada vez, lo hacía.

Apretó los dientes y apartó esos pensamientos. Ahora importaba más sanar a Butters.

Abrió los ojos y miró al hombre. Su piel ya no se veía tan pálida, su expresión de dolor se suavizó ligeramente.

—¿Cómo está? —preguntó Kevin en voz baja, esta vez con menos sarcasmo.

Kenny exhaló, agotada, pero asintió.

—Mucho mejor.

Buscó entre los objetos de la sala, apartando frascos y pergaminos viejos hasta encontrar un pedazo de tela lo suficientemente limpio para usarlo. Lo humedeció con agua de un recipiente cercano y regresó junto a Butters.

Con delicadeza, comenzó a limpiar la sangre seca de su rostro. La tela fría contra su piel pareció traerlo de vuelta, pues dejó escapar un leve quejido antes de entreabrir los ojos con esfuerzo. Su mirada azul, normalmente tan brillante, lucía opaca por el cansancio y el dolor.

—¿Kenny…? —murmuró con voz débil.

La princesa le sonrió con calidez, sin dejar de pasar la tela con suavidad por sus mejillas.

—Es un alivio que despiertes, Butters —susurró.

Butters la observó, parpadeando lentamente, como si su mente aún estuviera tratando de comprender la situación. Antes de que pudiera hablar de nuevo, Kevin se acercó, cruzado de brazos pero con una expresión más relajada de lo usual.

—Fuiste muy valiente —comentó, con un tono que tenía un atisbo de respeto sincero—. Desafiar a tu propio rey por la mujer que amas, es digno de admirar.

Kenny no sintió la necesidad de fulminarlo con la mirada. Quizás porque, por una vez, no estaba diciendo tonterías.

Pero sintió el calor subir de nuevo a sus mejillas.

¿Era necesario decirlo tan abiertamente?

Aunque Kevin hubiera soltado aquel comentario con ligereza, lo que realmente la inquietó fue la reacción de Butters. No parecía avergonzado, ni siquiera incómodo. Cualquier otro día, el caballero habría tartamudeado o intentado desviar la conversación. Pero ahora…

Tenía otra mirada.

—Y lo volvería a hacer de nuevo —admitió sin titubeos.

Kenny apartó la vista, sintiendo su corazón dar un brinco inesperado. Eso fue… atrevido. Demasiado atrevido para él.

Kevin se limitó a reír con complicidad, pero la princesa no pudo ignorar la forma en que Butters la seguía observando, con una intensidad que no le había visto antes.

—Gracias —murmuró ella, intentando sonar normal.

—No tienes que agradecerme nada, princesa. Usted sabe mejor que nadie que siempre estaré de su lado.

La forma en la que lo dijo la hizo estremecer. Había algo en su tono, en la seguridad con la que hablaba… algo que no encajaba con el Butters que conocía.

—Aún así, fuiste muy impulsivo —intentó razonar, entrecerrando los ojos—. Te pusiste en peligro. Cartman no es de los que olvidan una afrenta tan fácil.

—No importa. —Butters inclinó ligeramente la cabeza—. Nadie tiene derecho a dirigirse a usted de esa forma. No mientras yo esté aquí.

Kenny sintió un nudo formarse en su estómago. No podía explicarlo, pero había algo en la manera en la que lo dijo, en la determinación de su voz, que le dio escalofríos.

Quiso responder, pero su lengua se trabó.

¿Qué estaba pasando con él?

El silencio entre los tres se alargó por unos segundos antes de que Kevin soltara una risa corta, tratando de aligerar la tensión.

—Bueno, bueno, si ya terminamos con los momentos intensos, creo que es mejor que todos descansemos. No me gustaría que la princesa se estrese demasiado por la valentía de su caballero.

Kenny frunció el ceño y rodó los ojos.

—Eres un fastidio, Stoley.

Kevin solo sonrió, satisfecho, antes de despedirse y salir de la habitación.

La princesa se quedó atrás, observando a Butters. Él seguía sentado, su postura relajada, aunque había algo en su mirada que la inquietaba. Como si aún no hubiera terminado de decir todo lo que quería.

—Debes descansar, Butters. Mañana hablaremos más.

—Sí, princesa.

 Había algo en la forma en que Butters la miraba, en la quietud de su cuerpo y en la suavidad de su voz. Era el mismo de siempre… ¿verdad?

No estaba segura.

Pero una cosa sí lo estaba: él se había arriesgado por ella, sin dudarlo. Había soportado el cruel castigo. Se merecía algo más que simples palabras de gratitud.

Tomando una leve respiración, Kenny se inclinó con delicadeza y dejó un beso suave en su mejilla.

—Por defenderme —susurró, sintiendo un leve calor subir a su rostro.

Butters pareció quedarse inmóvil por un momento, como si su mente tardara en procesar lo que acababa de ocurrir. Luego, con un gesto casi tembloroso, llevó su mano a la mejilla donde ella lo había besado, como si quisiera conservar la sensación por más tiempo.

Cuando volvió a mirarla, su sonrisa era diferente. No infantil, ni nerviosa, ni avergonzada como en otras ocasiones. Era… genuina. Serena.

—Manzanas… —murmuró de pronto, con un tono soñador—. Lo valió todo.

Kenny no pudo evitar soltar una risa suave, una que disipó parte de la presión en su pecho.

Tal vez estaba sobrepensando las cosas. Tal vez era solo el estrés de todo lo que estaba ocurriendo en el continente. Tal vez Butters solo estaba… cambiando.

O tal vez…

Sacudió la cabeza, como si quisiera deshacerse de sus propias conjeturas.

Por ahora, solo quería creer que todo estaba bien.

Kenny le dedicó una última mirada a Butters.

—Descansa bien. Apenas salga el sol, vendré a verte.

El rubio asintió, aún con una expresión enigmática en su rostro, pero con una leve curvatura en los labios que indicaba satisfacción.

Kenny se dio la vuelta y salió por fin de esa habitación. Mientras avanzaba por los pasillos iluminados tenuemente por antorchas, notó que Petuski caminaba a su lado en un inusual silencio.

No tardó en darse cuenta de que algo no estaba bien.

—Tienes esa cara de perro apaleado —comentó con ligereza, intentando aliviar el ambiente—. ¿Qué sucede?

El guardia suspiró, apretando los labios.

—Fallé, princesa. Se supone que mi deber es protegerla, pero fui incapaz de hacer algo cuando Cartman la humilló frente a todos. Ni siquiera pude reaccionar cuando se llevó a Sir Leopold. —Su mandíbula se tensó—. Solo… me quedé ahí, sin hacer nada.

Kenny se detuvo y giró para mirarlo de frente.

—Petuski, escúchame. Si hubieras actuado en mi defensa, habrías cometido una ofensa contra Cartman. ¿Sabes lo que eso habría significado?

Él bajó la cabeza.

—Una guerra.

—Exactamente. Y no podemos darnos ese lujo ahora. No en este momento, cuando hay enemigos acechando en cada rincón del continente. —Colocó una mano en su hombro y lo apretó con firmeza—. Si me hubieras defendido con tu espada, quizás habrías salvado mi orgullo, pero habrías condenado a miles de personas.

Petuski soltó un suspiro, pero esta vez parecía menos abatido.

—Supongo que tiene razón…

—Por supuesto que la tengo —dijo ella con fingida arrogancia, cruzándose de brazos—. Deberías estar orgulloso de ti mismo por contenerte. Lo hiciste muy bien.

El guardia asintió con más confianza, pero aún se notaba algo tenso. Kenny decidió que necesitaba darle un pequeño empujón para distraerlo.

—Dime algo, Petuski —dijo con un tono juguetón—, ¿estás celoso de Butters?

El hombre parpadeó, desconcertado.

—¿Qué?

—Vamos, lo vi en tu cara. ¿Acaso querías un beso también? —bromeó, dándole un codazo amistoso en las costillas.

—¡P-Princesa! —Petuski se alejó un paso, claramente avergonzado—. ¡No diga cosas como esas tan a la ligera!

Kenny soltó una risa suave, disfrutando de su reacción.

—Relájate, solo quería verte hacer algo más que fruncir el ceño.

Petuski se frotó la nuca, aún un poco sonrojado, pero finalmente dejó escapar una risa baja.

—Supongo que lo logró.

—Ese era el plan. —Kenny le dedicó una última sonrisa antes de detenerse frente a la puerta de su habitación—. Buenas noches, Petuski.

—Buenas noches, princesa.

Mientras se preparaba para dormir, Kenny sintió que una parte de su carga se aligeraba. Tal vez el día entero había estado lleno de conflictos, pero al menos podía irse a descansar con la certeza de que aún tenía gente en la que podía confiar.

Y en cuanto a Butters…

Bueno, mañana sería otro día.

Con ese pensamiento, cayó en un profundo sueño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 



En la soledad de la enfermería, Butters permanecía acostado, pero sin dormir. Miraba el techo, pensativo.

De pronto, una risa baja, casi inaudible, resonó en la habitación.

—Interesante… —susurró una voz, su propia voz, pero diferente. Más oscura.

Butters cerró los ojos y dejó escapar un suspiro.

—Cállate.

—¿Por qué? ¿No disfrutaste el momento tanto como yo? —La risa volvió, más burlona esta vez—. Ese imbécil de Cartman necesitaba que lo pusieran en su lugar.

El rubio apretó los dientes.

—No es el momento.

—Pero pronto lo será.

Butters no respondió. Solo permaneció acostado, con los ojos abiertos, sintiendo en su propia piel la presencia de aquel lado oscuro dentro de él.

Y aunque intentara ignorarlo… sabía que era cierto.

Pronto esa persona reclamaría su lugar.



 

Notes:

Muchas gracias por su apoyo y sus kudos ❤︎ Algunos dirán, no tiene sentido, porque piensan que Tweek y Craig están involucrados, recordemos que cada personaje tiene su punto de vista diferente, y que al igual, no saben de las mismas cosas, aún queda camino por recorrer pero puedo decirles que las cosas de ahora en adelante se pondrán más emocionantes y dramáticas

Chapter 11: Pete

Summary:

"Hace años que me convertí en lo que soy
Atrapado en esta vida como un cordero inocente
No tengo más remedio que seguir ese llamado"

Chapter Text

Pete dejó que el humo llenara sus pulmones por un instante, sintiendo el cálido ardor recorrer su garganta antes de exhalarlo en una espiral perezosa. La sensación era reconfortante, un pequeño placer en medio del sendero boscoso cubierto de escarcha, donde sus pisadas crujían sobre la nieve congelada.

—Definitivamente te consiguió tabaco de calidad —comentó con su tono suave, pasándole la pipa a Firkle mientras su aliento se mezclaba con la bruma helada del ambiente.

El más bajo recibió la pipa con una sonrisa apenas perceptible y le dio una calada profunda, dejando que el humo se filtrara lentamente entre sus labios antes de responder con un dejo de satisfacción.

—Y tengo un cofre lleno —canturreó con aire de triunfo, disfrutando de la envidia implícita en los rostros de sus compañeros.

Michael, que caminaba unos pasos adelante con la mano en su bastón, soltó una risa breve.

—Te doy dos semanas.

—Eso es muy poco. Quizá un mes, si se controla —dijo Pete con un dejo de diversión.

Firkle puso los ojos en blanco.

—Un mes… y solo porque ustedes también han estado fumando —replicó, extendiéndole la pipa a Henrietta.

La mujer tomó la pipa con elegancia, la brisa helada revolvía su oscuro cabello. Mientras el grupo seguía avanzando, las volutas de humo se alzaban entre las ramas desnudas de los árboles, perdiéndose en la inmensidad del bosque.

—Deberías decirle que traiga más granos de café la próxima vez. —dijo Henrietta, devolviendo la pipa a Firkle mientras acomodaba su báculo de madera.

Golpeó suavemente el extremo con la palma de la mano, provocando que una tenue luz parpadeara en la punta. No era mucho, pero al menos iluminaba lo suficiente para abrirse paso. La luna ofrecía su brillo pálido, pero a medida que avanzaban, las ramas retorcidas de los árboles se cerraban sobre ellos sumiéndolos en una penumbra más densa. Cualquiera ajeno al grupo diría que la escena era macabra, pero ellos estaban acostumbrados a caminar en la oscuridad. Lugares mucho peores los habían acogido antes.

—No hará falta que le diga nada —respondió Firkle con simpleza, llevándose la pipa de nuevo a los labios—. Cuando regrese, me traerá granos de la gran ciudad élfica.

Michael ladeó la cabeza para mirarlo con los ojos entrecerrados.

—Eres aterrador… ¿Escudriñas su futuro cuando no está contigo?

Firkle soltó un resoplido con fastidio.

—No. No funciona así. A veces solo pienso demasiado en él y las visiones llegan solas. ¿Cuántas malditas veces tengo que repetírtelo? —gruñó, exhalando el humo con impaciencia.

Michael se encogió de hombros con una sonrisa vaga.

—Solo digo… Aún no puedes ver nada sobre ese cadáver de vampiro.

—Es porque algo lo bloquea, Michael —intervino Henrietta, su tono más serio ahora—. Incluso para mí fue difícil trabajar con él. Es como una especie de maldición.

El grupo quedó en silencio por un momento, sus pasos resonando sobre la hojarasca congelada. El aire olía a tierra húmeda mezclándose con el sutil aroma de tabaco.

—Pero al menos logró ubicarlos… —murmuró Pete entre la brisa helada.

—¿Estamos cerca? —preguntó Michael.

Firkle sacudió la pipa con un leve movimiento de la muñeca, dejando caer un poco de ceniza sobre la nieve antes de responder con indiferencia.

—Sí.

Michael sonrió, su expresión parecía iluminada por la escasa luz de la luna.

—Fantástico. ¿Hacemos competencia, Pete?

Pete le devolvió la sonrisa, una chispa de desafío brilló en su mirada.

—Hecho.

Henrietta resopló, cruzándose de brazos.

—Chicos, entiendo su emoción, pero Pete… apenas pudiste ponerte en pie ayer.

Él no respondió enseguida, aunque en el fondo sabía que ella tenía razón. La mordida aún le ardía como un recordatorio persistente. Henrietta no hablaba solo de cansancio; ella sabía exactamente qué lo inquietaba, qué lo aterraba en lo más profundo.

Hacía años que no veía a un vampiro vivo. La última vez, casi murió.

El simple pensamiento hizo que su mandíbula se tensara, pero no podía permitirse el lujo de flaquear. No ahora. Si quería cerrar ese capítulo de su vida, si quería librarse de la sombra que aquella criatura dejó en él, necesitaba enfrentar su trauma.

—Sí, y todos saben que yo les ganaré —intervino Firkle de golpe, apagando la pipa con un aire de autosuficiencia.

Pete soltó una risa breve, pero su agarre sobre la empuñadura de su espada se tensó. Algo en el aire se sentía distinto… como si la misma noche contuviera el aliento. Y no tardó en confirmarlo cuando Firkle, con su instinto afilado, aceleró el paso.

Los árboles se cerraban a su alrededor, sus sombras alargadas danzando con la única luz que les quedaba: el resplandor pálido del báculo de Henrietta.

—¡Agáchense! —ordenó Firkle de repente.

No necesitaban que lo repitiera. Todos lo conocían lo suficiente como para saber que, cuando hablaba en ese tono, era por algo.

Pete se agachó justo a tiempo. Firkle giró con rapidez, tres dagas surcaron el aire por encima de ellos, girando con un destello plateado antes de clavarse en la corteza de un árbol.

El sonido de pisadas apresuradas crujió sobre la nieve y los arbustos. Los estaban rodeando.

—Tch… ¡Son solo tres! —gruñó Firkle, metiendo ahora la mano en su cinturón, donde varios viales redondos de agua de ajo fermentada tintineaban suavemente.

Pete sintió la adrenalina dispararse en su cuerpo cuando esquivó un ataque repentino. Un destello oscuro pasó junto a él, su filo buscando carne. Con un giro rápido, alzó su espada para bloquear el golpe, en ese instante lo vio.

Una figura envuelta en una capa negra, sus movimientos fluidos y depredadores. La tela ondeó en el aire como la sombra de un cuervo antes de que el vampiro se apartara, listo para atacar de nuevo.

Pete refunfuñó y alzó su espada. Sabía que los vampiros eran más rápidos, más fuertes, pero también recordaba la estrategia para igualar el ritmo de su danza mortal.

No dudó. Dio un paso al frente y atacó con una estocada precisa, obligando al vampiro a esquivar con un salto ágil hacia atrás. Pete no le dio respiro, encadenó un segundo golpe, luego un tercero, guiando sus movimientos con una mezcla de cálculo y fiereza. Su oponente retrocedió varios pasos, sus ojos amarillos reflejaban una chispa de sorpresa.

Pero entonces, en un parpadeo el vampiro cambió el ritmo. Se deslizó con una velocidad brutal, girando sobre sí mismo para esquivar la hoja de Pete y en un movimiento inesperado, lo barrió con una patada en la rodilla.

Pete sintió el suelo desaparecer bajo él. Cayó con un golpe seco, la nieve amortiguando apenas el impacto. Antes de que pudiera reaccionar un peso se abalanzó sobre su pecho, inmovilizándolo.

El gruñido del vampiro resonó en su oído, un sonido áspero, casi un chillido inhumano que le erizó la piel. Pete se tensó al ver los colmillos afilados brillar a escasos centímetros de su rostro.

Por un segundo, su mente lo traicionó. Recordó ese momento, la mordida ardiente en su piel, el miedo que lo paralizó aquella vez. Pero antes de que el horror pudiera apoderarse de él, algo impactó contra el vampiro con un sonido húmedo y quebradizo. Un vial estalló contra el rostro palido, liberando un líquido oscuro y espeso con un hedor insoportable.

El vampiro se apartó de inmediato, soltando un chillido gutural mientras se tambaleaba hacia atrás. Se llevó las manos al rostro, su piel humeando por el contacto con el ajo fermentado. El repelente perfecto… y aún más con la fórmula especial de Firkle.

Pete tomó una bocanada de aire, pero apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de ver al joven gótico abalanzarse con una daga en mano, sus ojos brillando con una oscura determinación. Iba a acabar con la criatura.

No muy lejos, Michael y Henrietta habían acorralado a los otros dos vampiros. El fuego que danzaba en la punta del báculo de Henrietta iluminaba sus expresiones fieras, mientras Michael con su ballesta no les daba oportunidad de escape.

Todo parecía inclinarse a su favor… hasta que un escalofrío recorrió la espalda de Pete.

—Mmm, bueno, perse, ¿no es esta una situación desfavorable?

Se congeló. Un cuerpo frío lo inmovilizó por detrás, una presencia que no había sentido aproximarse.

—Acaben con uno de ellos y este podría ser mi cena.

Sus amigos se detuvieron en seco. Sus miradas se volvieron hacia él, primero con confusión, luego con odio e incredulidad.

—¡Oh! Lo entendieron, muy bien. Me alegra ver un poco de decencia por aquí, perse.

Pete sintió un escalofrío aún más profundo. Esa voz siseante. Ese muletismo.

Lo había escuchado antes.

—Mi señor… —La voz temblorosa de uno de los vampiros rompió el silencio.

Pete reconoció al que hablaba: un vampiro de cabello largo y negro con puntas púrpuras, acorralado entre Michael y Henrietta. Su mirada evitaba la de su líder mientras intentaba justificarse—. Nosotros…

—Vladimir. —La voz siseante resonó con desdén—. Pensé que habían quedado claras mis órdenes, perse.

Vladimir bajó la cabeza al instante, como un perro reprendido.

—Fue el olor, mi señor… Teníamos hambre… —intentó explicar otro, un vampiro de cabello gris y piel sorprendentemente menos pálida que la de sus compañeros.

El líder suspiró con fingida paciencia.

—Y casi los matan por ello, Ryan. Mira al pobre de Larry.

Pete desvió la vista hacia el vampiro que lo había atacado antes. Larry aún se retorcía en el suelo, tosiendo y teniendo arcadas con el rostro bañado en la pestilente mezcla de ajo de Firkle. El hedor era suficiente para revolver el estómago de cualquiera, pero para un vampiro debía ser un verdadero tormento.

Firkle, con el ceño fruncido, soltó un sonido de fastidio e impaciencia.

—Suéltalo. —Exigió sin rodeos.

El agarre en Pete se intensificó.

Hum… Te recuerdo. —El tono del vampiro se tornó casi divertido—. Me causaste un gran dolor de cabeza, perse. “El vidente sanguinario”… Acabaste con muchos de mis mejores discípulos ese día.

Pete sintió los dedos helados hundirse en su ropa, sujetándolo con más fuerza.

—Puedo soltarlo, por supuesto. —El tono del vampiro era meloso, como si estuviera concediendo un favor irrelevante—. Solo si aceptan no matar a mis pobres chicos.

El aire se tornó aún más gélido.

Pete no necesitaba mirar a sus amigos para saber que ninguno estaba dispuesto a aceptar esa oferta.

—Y una mierda. No somos idiotas. Nos matarás en cuanto bajemos la guardia. —Firkle escupió las palabras con desprecio.

Una risa vacía, carente de verdadero humor, se deslizó por el aire.

—¿No crees que ya lo habría hecho, perse?

El aliento de Pete se atascó en su garganta cuando su cabeza fue empujada bruscamente hacia un lado y su capa apartada.

—¿Quieres ver cómo dreno a tu comp…? ¿Eh?

La presión sobre él titubeó. Un segundo de duda. Un instante en el que el agarre se aflojó apenas. Pete no lo pensó dos veces. Se retorció, se impulsó con toda la fuerza que tenía y se liberó, alejándose de un salto con la respiración agitada.

Su pecho subía y bajaba con violencia, el latido de su corazón martillando en sus oídos.

Frente a él, con el porte de un depredador que no necesitaba apresurarse para cazar, se encontraba el líder de los vampiros.

Cabello largo y oscuro, mechones verdes que destellaban bajo la tenue luz. Dos pupilas carmesí y bajo ellas unas ojeras profundas que acentuaban su mirada afilada y penetrante. Su atuendo era impecable, negro con detalles en rojo vino, denotaba una elegancia perturbadora.

Mike Makowski.

En cuanto pudo soltarse Firkle y los demás no dudaron ni un segundo. Su atención se desvió de los otros tres vampiros como si estos hubieran dejado de existir. No importaba que aún estuvieran allí, con los colmillos al descubierto y listos para atacar. La verdadera amenaza estaba frente a ellos.

Las armas se alzaron con sincronía precisa, apuntando directo al líder de los vampiros. Pero él… no parecía afectado en lo más mínimo. Ni siquiera desvió la mirada hacia ellos.

Sus ojos profundos como pozos sin fondo estaban clavados únicamente en Pete.

Este sintió una incomodidad en su cuello, aquella marca latió con un dolor punzante.

Mike sonrió. Una sonrisa espantosa, donde sus colmillos sobresalían de forma antinatural.

—Así que eras tú… mi eco silente. —Su voz era un arrullo venenoso, goteando burla y algo más profundo, algo perturbador—. ¡Vivo! Qué maravilla. Marcado, pero aún humano… qué desperdicio.

Pete sintió su cuerpo tensarse cuando Mike dio un paso hacia él.

Pero antes de que pudiera acercarse más, un resplandor rasgó la oscuridad.

—Ni se te ocurra acercarte, bastardo.

Henrietta alzó su báculo, su luz envolviendo más el rostro de Mike. El destello lo iluminó por completo, revelando cada detalle de su piel pálida y la sombra ominosa en su mirada.

Mike no retrocedió ante la luz del báculo, pero sus ojos se entrecerraron levemente, analizando cada reacción con la paciencia de un depredador. No había furia en su rostro, ni temor, ni incomodidad… solo algo peor. Entretenimiento.

—Ah… qué rudeza, perse. —Su voz se deslizó entre ellos—. ¿No puedo tener un buen reencuentro?

Pete apretó tanto su mandíbula al punto del dolor. Su pulso martilleaba en sus oídos, su piel ardía con una sensación que no tenía que ver con el frío. Ese maldito

Henrietta no dudó en dar un paso al frente, una chispa de fuego apuntaba directamente a la cara de Mike.

—¿De qué mierda estás hablando? —su tono estaba cargado de furia.

Mike alzó una mano, con elegancia despreocupada, y la dirigió hacia Pete. El simple gesto hizo que el gótico se pusiera rígido, sus dedos se aferraron a la empuñadura de su espada sin siquiera darse cuenta.

—Él me pertenece.

El mundo pareció detenerse por un segundo.

—Lo mordí —continuó Mike con una calma escalofriante—. Fue una elección específica, perse. Alguien que casi me arrebata la vida en combate, alguien con esa fuerza… oh, era completamente digno de unirse a los nuestros. Pero la retirada fue demasiado rápida. No pude quedarme lo suficiente para llevármelo.

Mike inclinó la cabeza, como si estuviera genuinamente intrigado.

—Y ahora lo veo aquí… aún humano. Vaya sorpresa.

—Hijo de puta… —Michael apenas logró susurrar, sus manos temblaban sobre su ballesta, y por primera vez no era de rabia, sino de pura impresión—. Fuiste tú… Tú fuiste quien lo mordió.

El estómago de Pete se revolvió con una náusea que lo tomó por completo. Sintió las piernas temblarle, la cabeza darle vueltas, y antes de que pudiera controlar su cuerpo, tuvo que apoyarse contra un árbol.

El frío de la corteza áspera en su palma no fue suficiente para anclarlo en el presente.

Porque el pasado lo estaba devorando.

El dolor. La presión inhumana de esos colmillos perforando su carne. La sensación de su propia sangre siendo arrancada de su cuerpo. La debilidad arrastrándolo a la oscuridad.

Mike Makowski.

Era él. Ahora por fin lo recordaba.

—Ya me cansé de esta porquería. —Firkle ya había llegado a su límite.

Sin perder un segundo, sacó una estaca de su cinturón. Su diseño oscuro y detallado contrastaba con su propósito brutal: era su arma favorita, la misma que había usado incontables veces para reducir vampiros a cuerpos inertes.

Con un movimiento rápido y certero, se lanzó contra Mike.

Pero ni siquiera rozó su objetivo.

Con una facilidad insultante, Mike atrapó la muñeca de Firkle en el aire, deteniendo el ataque sin siquiera inmutarse.

—Qué predecible.

Michael reaccionó al instante, disparando un virote de su ballesta directo al pecho de Mike. El proyectil surcó el aire en un instante, pero el líder vampírico giró el cuerpo con una gracia inhumana, esquivándolo con la misma naturalidad con la que alguien esquiva una brisa.

—No me malinterpreten —dijo con tono relajado, como si nada de eso fuera importante—. No quiero pelear con ustedes.

Henrietta soltó una carcajada seca, incrédula.

—Eso es una mentira.

El báculo en sus manos resplandeció con una luz ardiente antes de que una bola de fuego saliera disparada hacia Mike. Él apenas movió un músculo.

Saltó hacia atrás con una elegancia escalofriante, dejando que la llamarada pasara rozando donde había estado un segundo antes. Sus tres lacayos, en cambio, no fueron tan rápidos. La explosión pasó peligrosamente cerca, obligándolos a apartarse con un siseo molesto.

Mike los miró con leve fastidio.

—Intenten no morir por error, por favor.

Pete apenas podía consigo mismo.

—Agh, ¡Firkle! —gritó Michael cuando el joven fue lanzado contra él. Ambos cayeron pesadamente sobre la nieve, revolviéndose para reincorporarse.

—Es muy rápido —se quejó Henrietta entre dientes, todavía conjurando fuego en su báculo. Lanzó otra ráfaga ígnea, pero Mike la esquivó de nuevo, como si estuviera bailando entre las llamas.

El líder vampírico suspiró, exasperado.

—¿Qué parte de no quiero pelear no pueden entender?

Por primera vez, su voz llevaba una nota de irritación real.

Henrietta, Michael y Firkle intercambiaron miradas. Sabían que no era cobardía detenerse, sino sentido común. Cada uno de sus ataques había sido inútil. No es que Mike estuviera defendiéndose... ni siquiera lo estaban obligando a tomárselos en serio.

Uno a uno, bajaron sus armas. Henrietta apretó los dientes y golpeó la nieve con la base de su báculo antes de extinguir su fuego. Michael ajustó la ballesta en su espalda con un chasquido seco, mientras Firkle, con el ceño fruncido, deslizó la estaca de regreso a su cinturón.

Los tres vampiros que se habían mantenido ocultos —Vladimir, Ryan y Larry— asomaron la cabeza con cautela, como si no estuvieran seguros de si ya era seguro moverse.

Henrietta rompió el tenso silencio con una pregunta cargada de incredulidad.

—¿Cómo esperas que creamos que el líder de los vampiros no quiera pelear?

Mike no respondió enseguida. Solo ladeó la cabeza, con esa maldita sonrisa entretenida volviendo a dibujarse en su rostro.

Fue Firkle quien habló esta vez, en tono bajo pero lleno de una convicción firme.

—Los relatos antiguos hablan de ti.

Mike arqueó una ceja.

—¿De verdad? ¿Y qué dicen, perse?.

Firkle dio un paso adelante y habló con un tono sombrío, como si estuviera citando directamente de un pergamino polvoriento.

—Los registros más antiguos te mencionan como un mal augurio. Una sombra que nunca desaparece, un eco de los primeros días de la oscuridad.

Los ojos de Mike brillaron con un interés genuino.

—Continúa. Me encanta escuchar sobre mí mismo.

Firkle apretó los puños, pero siguió.

—El único de los vampiros primigenios que sigue con vida. El terror que ha sobrevivido por milenios. Despiadado. Un depredador puro, el sirviente de un dios muerto, la ferocidad de una bestia sin amo.

Los otros tres vampiros se miraron entre sí, inquietos, como si incluso ellos sintieran el peso de aquellas palabras.

—Hay relatos que dicen que arrasaste civilizaciones enteras cuando el mundo aún se oscurecía bajo la sombra de tu raza.

Mike sonrió como si las palabras le trajeran un dulce recuerdo. Su expresión se tornó casi melancólica antes de que exhalara un suspiro teatral.

—Ah… buenos tiempos. Cuando cualquier ser vivo nos temía, perse.

Pete hizo un gesto de desagrado. Mike no hablaba con rabia ni con odio, sino con nostalgia. Como si aquellos días de masacres y caos fueran para él algo tan lejano y añorado como la infancia de un anciano.

—Pero claro, eso fue hace milenios, perse. —El vampiro chasqueó la lengua, su tono volviéndose agrio—. Todo porque aquel estúpido elegido nos condenó a este maldito bosque, obligando a lo poco que queda de mi raza a esconderse como ratas.

Un incómodo silencio cayó sobre el lugar hasta que una voz se atrevió a interrumpirlo.

—M-mi señor… pensé que le gustaba este bosque —dijo Larry con torpeza.

Mike giró la cabeza hacia él con una lentitud inquietante. Su sonrisa se desvaneció, dejando en su lugar una mirada gélida.

—Preferiría mi antiguo castillo, Larry.

Solo esas palabras fueron suficientes para que el vampiro menor se encogiera, desviando la mirada como si temiera que insistir pudiera sellar su destino.

Mike se volvió hacia el grupo nuevamente, encogiéndose de hombros.

—De todas formas, solo me quedan unos cuantos que realmente valen la pena.

Vladimir, Ryan y Larry soltaron exclamaciones ofendidas, pero no se atrevieron a replicar. No con Mike delante.

Henrietta cruzó los brazos con desconfianza.

—¿Esperas que nos traguemos eso? Que ahora solo eres un líder renegado y pobre víctima de la historia.

Mike alzó una ceja, pero fue Michael quien continuó con otra pregunta.

—¿Qué hay de los vampiros del puerto?

La ligera diversión en el rostro de Mike se borró de inmediato.

—¿Qué?

Por primera vez desde que apareció, Mike Makowski parecía genuinamente confundido. No había burla en su tono, ni ironía en su expresión. Solo una genuina falta de comprensión.

Firkle no perdió la oportunidad.

—No te hagas el idiota. —Su voz goteaba veneno—. Hace unos días se encontró un cadáver en las afueras del puerto. De un vampiro.

—¿Y qué se supone que tengo que ver yo con eso, perse?

—¡No te hagas el desentendido! —Firkle apretó los puños—. ¿Nos vas a decir que no tiene nada que ver contigo ni con los tuyos?

—Exactamente.

—No te creemos una mierda —soltó Michael.

Mike suspiró, como si la conversación le resultara tediosa.

—La costa es demasiado calurosa para nosotros, perse.

—Entonces explícame esto.

Henrietta metió la mano en su capa y sacó algo. El pequeño objeto metálico brilló bajo la tenue luz de su báculo.

Un collar.

El dije que colgaba de la cadena era inconfundible: el símbolo que solo usaban los seguidores de Mike.

Pete vio cómo la mandíbula del vampiro se tensaba.

—Maldición… —Mike murmuró entre dientes, pasándose una mano por el cabello.

Los cuatro góticos intercambiaron miradas. No estaban seguros de cómo interpretar su reacción.

—Esas cosas… ni siquiera merecen ser llamadas vampiros, perse. —Gruñó con irritación. Sus colmillos brillaron bajo la luz cuando sus labios se curvaron en una mueca de disgusto—. ¿Dices que encontraron este dije en el cuerpo?

—Sí… —confirmó Henrietta, sin apartar los ojos de él.

Mike exhaló lentamente antes de frotarse las sienes, como si todo el asunto le provocara un dolor de cabeza.

—Lynn… ser descuidada no es propio de ella.

El grupo no reconocía ese nombre, pero la forma en que Mike lo pronunció, con ese tono de fastidio contenido, les dejó claro que sí sabía exactamente de qué estaban hablando.

Mike suspiró con exasperación y se giró levemente, como si el interés en esa conversación se le hubiese evaporado por completo

—No tengo interés en seguir con esto —declaró con indiferencia.

Firkle apretó los puños.

—¿Así nada más? ¿Nos dejas con más preguntas que respuestas?

—Bastante típico de su clase. —Michael apuntó su ballesta otra vez, pero Mike ni siquiera se molestó en mirarlo.

—Busquen sus respuestas solos, perse, ¿Para qué confiar en un vampiro?—respondió con sorna.

Henrietta chasqueó la lengua, frustrada.

—No tienes idea de lo que está pasando, ¿cierto?

Mike le dirigió una mirada afilada, pero no dijo nada. En cambio, se giró lentamente dispuesto a marcharse.

Pero una voz lo detuvo.

—Espera.

El tono no fue agresivo ni desafiante. Fue firme y decidido.

Todos se giraron hacia Pete.

Él mismo no entendía cómo había logrado hablar sin que su voz temblara. Su cuerpo aún estaba sacudido por la revelación, su mente todavía procesaba el peso de todo lo que había descubierto esa noche. Sus dedos seguían crispados por el instinto de querer huir.

Pero no podía permitirse ser un cobarde inútil.

Respiró hondo, obligándose a mantenerse de pie, y fijó la mirada en Mike.

—Dinos de qué demonios se trata todo esto.

El silencio que siguió fue espeso.

Mike clavó su mirada en Pete con interés renovado, entrecerrando los ojos. Por un momento, su expresión fue ilegible, pero luego se dibujó una sonrisa en sus labios, una que no auguraba nada bueno.

—¿Por qué debería?

Pete sintió su pulso acelerarse. Sabía que estaba jugando con fuego, pero se obligó a mantenerse firme.

—No nos mataste —respondió, midiendo sus palabras—. Y tu reacción hace un momento…

Mike no cambió su postura, pero los tres vampiros a su alrededor parecieron tensarse al escuchar eso.

—¿Estás teniendo problemas también, no es así? — dijo finalmente Pete.

El aire quedó enrarecido. La mera insinuación de que el líder, el depredador inmortal que había sobrevivido por milenios, estuviera lidiando con un problema que no podía controlar era impensable para sus seguidores.

La sonrisa de Mike se torció con irritación.

—¿Te crees que lo sabes?

Pete tragó saliva, pero se negó a retroceder.

—Fue fácil de leer.

Su propia audacia lo tomó por sorpresa. No tenía idea de dónde estaba sacando el valor para enfrentarlo de esa manera, pero algo en su interior le decía que debía seguir presionando.

—La confusión en tu rostro cuando mencionamos a los vampiros del puerto… tu maldición entre dientes cuando viste el dije… Es algo para ti que ni siquiera sabes si deberías preocuparte aún.

Mike permaneció en silencio, pero el leve endurecimiento de su mandíbula le confirmó que Pete estaba en lo correcto.

Henrietta, Firkle y Michael permanecieron atentos, sin intervenir. Sabían que cualquier palabra en falso podría hacer que Mike decidiera acabar con ellos en un instante, pero Pete estaba manteniendo la conversación en un terreno que aún no se tornaba mortal.

Pete respiró hondo y se aventuró un poco más.

—Así que sí, podrías irte e ignorarnos. Pero eso no cambiará el hecho de que este problema también es tuyo.

Mike dejó escapar una risa agria y áspera que resonó en la fría noche, desconcertando a todos… a todos menos a Pete, que aún le sostenía la mirada.

Lentamente, el vampiro llevó una de sus manos enguantadas a su rostro, como si la diversión que sentía fuera tan inesperada que necesitara tiempo para procesarla. Luego, sus ojos rojos centellearon con algo que Pete no supo interpretar del todo.

—¡Esa es! —exclamó de repente, señalándolo con un dedo—. ¡La misma mirada de ese día, perse! La misma manera de leerme… Y pensaba que el vidente era el más listo.

Firkle frunció el ceño, su expresión de inmediato ensombreció.

—Vete a la mierda —gruñó, evidentemente ofendido.

Mike solo se encogió de hombros, entretenido con la reacción.

—De acuerdo, de acuerdo… podría contarles lo que sé. Pero, ¿quién mejor para hablar de esto que alguien que lo vio con sus propios ojos, perse?

Se giró con un movimiento fluido, dejando que su capa ondeara con el aire helado.

—Lynn estará encantada de ver su collar de nuevo.

Henrietta entrecerró los ojos.

—¿Eso qué significa?

Mike rió suavemente, sin molestarse en responderle. En su lugar, comenzó a caminar con paso relajado, como si todo el enfrentamiento previo nunca hubiera ocurrido.

—Síganme.

La orden no era una simple invitación. Había un matiz de expectación en su voz, como si ya estuviera disfrutando de la próxima jugada en un juego en el que ellos aún no comprendían las reglas.

Pete tragó saliva, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza. No estaba seguro de si lo que había conseguido era un avance o si simplemente se estaban metiendo en un terreno aún más peligroso.

Pero no había vuelta atrás.

Con una mirada a los demás, se obligó a dar el primer paso tras Mike.

Y los demás lo siguieron.

 

 

El grupo caminó en silencio, siguiendo a Mike a través del denso bosque. La nieve crujía bajo sus pies y el viento silbaba entre las ramas desnudas, como si el mismo bosque susurrara advertencias que ninguno de ellos quería escuchar.

Finalmente, tras vadear raíces torcidas y troncos caídos, Mike se detuvo frente a una formación rocosa cubierta de musgo. Con un movimiento apenas perceptible, deslizó su mano enguantada sobre una grieta oculta entre las piedras. Un sonido grave y gutural resonó, como si la misma montaña exhalara, y ante sus ojos, una abertura estrecha se materializó en la roca.

—Entren —ordenó sin mirar atrás.

Los góticos se intercambiaron miradas tensas antes de seguirlo, uno por uno, adentrándose en la cueva.

El aire dentro era frío y denso, cargado con un aroma a humedad. Oscuridad absoluta los envolvió de inmediato, y de no ser por el brillo del báculo de Henrietta, habrían quedado completamente ciegos. La tenue luz danzaba sobre las paredes rugosas y húmedas, proyectando sombras que parecían retorcerse y moverse por sí solas.

Mientras avanzaban, la cueva se fue volviendo más amplia y profunda, y poco a poco la crudeza del entorno comenzó a transformarse. Al principio, solo fueron unos cuantos escalones tallados en la roca, luego las paredes dejaron de ser ásperas y adquirieron una textura pulida, trabajada con esmero. Y cuando la penumbra empezó a disiparse, reveló el resplandor distante de antorchas alineadas a lo largo de un pasillo.

Un pasillo que no tenía nada de natural.

—Mierda… —susurró Michael, mirando a su alrededor con una creciente inquietud.

Las paredes, ahora perfectamente lisas, estaban decoradas con grabados oscuros, tallas antiguas de criaturas que se retorcían en una danza macabra. Las llamas titilantes de las antorchas proyectaban un brillo anaranjado sobre el suelo de piedra, que tenía una simetría imposible para un lugar que debía ser solo una cueva perdida en el bosque.

—Esto se ve cada vez más como… —Firkle frunció el ceño, deteniéndose por un segundo.

—El pasillo de un castillo… —murmuró Pete, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.

Fue entonces cuando notaron que no estaban solos.

A lo largo del pasillo, figuras esbeltas y pálidas emergieron de las sombras, algunos apoyados contra las paredes, otros medio ocultos en los rincones oscuros. Ojos hambrientos los observaron desde la penumbra, destellos rojos y dorados brillando en la oscuridad. Algunos lamieron sus labios agrietados, otros solo los siguieron con la mirada, como depredadores evaluando la resistencia de su presa.

Michael sintió cómo la sangre se le helaba en las venas.

—Empiezo a pensar que venir aquí fue una idea pésima… —susurró entre dientes.

Henrietta apretó el mango de su báculo con más fuerza.

Mike, en cambio, ni siquiera volteó a ver a los vampiros que los acechaban.

—No se preocupen —comentó con despreocupación, sin detener su paso—. Les he dicho que se comporten… aunque no siempre escuchan.

Una sonrisa depredadora asomó en algunos rostros.

Pete tragó saliva.

Esto no iba a ser nada fácil.

Atravesaron un par de puertas de madera oscura, ornamentadas con intrincados grabados de criaturas aladas y símbolos que Pete no reconocía. El aire dentro era espeso, perfumado con un aroma dulce, aunque había algo más, una nota metálica y penetrante que lo hacía imposible de confundir.

La gran sala en la que entraron contrastaba con los pasillos sombríos por los que habían caminado. Iluminada por un candelabro de hierro forjado que colgaba del techo abovedado, la estancia tenía un aire refinado, con muebles de madera tallada y cortinas de terciopelo oscuro. Una mesa al centro, decorada con un mantel carmesí bordado en negro, parecía estar preparada para una reunión mucho más civilizada de lo que cualquiera de ellos hubiera esperado en una guarida de vampiros.

Pero lo que más llamaba la atención eran las dos figuras femeninas que ocupaban el lugar.

Ambas sorbían de sus tazas con un aire elegante, como si estuvieran disfrutando de una tranquila tarde de té y no en el corazón de un refugio vampírico.

La primera, más alta y de presencia imponente, vestía ropajes llamativos, oscuros y llenos de detalles excéntricos que resaltaban su extravagancia. Su cabello corto, oscilaba en tonos ardientes de amarillo, naranja y rojo, como si el fuego mismo hubiera decidido adoptar una forma humana. Cada uno de sus movimientos era pausado, deliberado, como si estuviera perfectamente consciente de la atención que atraía.

La segunda era más delgada y tenía un aire peligroso, con el cabello pintado de blanco como la nieve y labios rojos como la sangre, resaltados por un maquillaje oscuro que intensificaba su mirada. Llevaba una chaqueta de cuero con alas de murciélago cosidas en la espalda, dándole una apariencia teatral, pero de alguna manera no menos inquietante. Su vestimenta ajustada de cuero realzaba su silueta.

Sus ojos se alzaron al unísono cuando el grupo entró.

Una sonrisa lenta se extendió en los labios de la mujer del cabello de fuego.

—Oh… ¿Es la cena? huelen delicioso.

La otra inclinó la cabeza, clavando su mirada en ellos con una curiosidad afilada.

—Mi señor, regresó antes de lo que dijo.

Mike avanzó sin prisa hasta el centro de la sala, sin inmutarse ante la mirada escrutadora de ambas.

—Annie, Lynn —saludó con un tono neutro, sin emoción—. Parece que tenemos cosas que discutir.

Los góticos intercambiaron miradas silenciosas y avanzaron con cautela, acercándose a la mesa sin perder de vista a las dos vampiras.

Annie, la vampira extravagante, no pareció impresionada. Simplemente giró la taza en sus manos, observando el líquido en su interior con un gesto de vaga indiferencia antes de dar otro sorbo. Pete logró ver el tono carmesí del contenido, espeso y brillante bajo la tenue iluminación.

—¿Hm? ¿Y de qué se trata? —preguntó con un aire perezoso, como si todo esto no fuera más que una molestia menor en su noche.

Mike no respondió de inmediato. En su lugar, giró levemente la cabeza hacia Henrietta, indicándole con un simple movimiento que mostrara lo que habían traído.

Henrietta apretó los labios antes de deslizar la mano dentro de su abrigo y sacar el dije. Su superficie plateada capturó la luz de las velas cuando lo sostuvo en alto.

Lynn, que hasta entonces había permanecido relajada en su asiento, dejó escapar un suspiro al verlo. Lentamente, bajó su taza y la colocó con delicadeza sobre la mesa.

—Así que ahí estaba… —musitó con una voz que apenas se elevó por encima del silencio reinante.

Mike la observó fijamente, su expresión ilegible.

—También encontraron un cuerpo, perse —añadió con sequedad.

Lynn apartó la mirada de inmediato. Su mandíbula se tensó, sus ojos vagaron momentáneamente hacia un punto indefinido en la mesa antes de volverse hacia Annie, quien ahora sonreía con un interés renovado.

El aire se cargó de una expectación sombría. Pete, que aún sentía su cuerpo pesado por todo lo que había ocurrido, pudo percibir claramente que la vampira no estaba sorprendida… solo incómoda.

—¿Por qué no me dijiste que acabaste con uno de ellos? Pensé que solo fuiste a investigar —preguntó Mike con su mirada fija en Lynn.

La vampira mantuvo la vista baja por un momento antes de responder en un tono contenido:

—No quería… No sabía si lo tomaría bien, mi señor. Ellos fueron una vez parte de nosotros…

Mike dejó escapar una risa sin humor, apoyando una mano en su cadera.

—Esas cosas dejaron de ser vampiros cuando aceptaron someterse a ese loco.

Antes de que pudiera continuar, Michael interrumpió con impaciencia:

—¿Pero de qué demonios están hablando?

El aire pareció volverse más denso en la habitación.

—Mi señor, el bocadillo está hablando sin permiso —murmuró Annie con una sonrisa afilada. En un parpadeo, estaba frente a Michael, inclinándose sobre él con evidente diversión. Sus labios, aún manchados con restos del líquido rojo de su taza, se curvaron en un gesto hambriento mientras lo examinaba como si ya le perteneciera.

Michael la miró inexpresivo, claramente no mostraría vulnerabilidad en ese lugar.

 Henrietta, sin dudarlo, alzó su báculo, el fuego titilando peligrosamente en la punta.

—Basta, Annie. Son invitados —la voz de Mike cortó la tensión de inmediato.

Annie resopló con fastidio, pero se apartó sin discutir.

Mike chasqueó la lengua antes de dar un par de pasos hacia la mesa, acomodándose en uno de los sillones con la naturalidad de alguien que sabía que tenía el control.

—Bueno… ¿Por qué no se sientan? —invitó con tono despreocupado—. Esto será algo largo, y Lynn también tendrá cosas interesantes que decir.

Lynn apretó los labios, como si estuviera considerando negarse, pero no dijo nada.

Mike giró levemente la cabeza hacia uno de sus seguidores.

—Larry, ¿tendríamos algo para ofrecerles a nuestros pequeños ocultistas?

El vampiro hizo una leve reverencia, pero su respuesta fue seca:

—Solo tenemos sangre, mi señor…

Mike chasqueó la lengua con fingida decepción.

—Qué pena… Lo siento, solemos alimentarnos de su raza. Es la primera vez que un humano entra como invitado y no como cena. No nos hagas quedar como descorteses, Larry. Consigue algo de inmediato.

Larry asintió con rapidez antes de desaparecer por una de las puertas laterales.

Pete, Firkle, Henrietta y Michael intercambiaron miradas, cada uno con sus propias dudas. Nada en esa sala los hacía sentir cómodos… pero sabían que no podían irse sin respuestas.

No tuvieron más opción que aceptar la invitación y acomodarse en los sillones de la sala. El ambiente seguía siendo tenso, con el sonido distante del viento filtrándose por algún rincón de la cueva. Pete, aún con la incomodidad recorriéndole la espalda, eligió sentarse lo más lejos posible de Mike.

Mike se tomó su tiempo, apoyándose contra el respaldo del sillón.

—Bien… —exhaló con cierto dramatismo—. Supongo que no está de más que entiendan qué clase de desastre está ocurriendo, perse.

Los góticos no dijeron nada, pero su atención estaba fija en él.

—Hace un buen tiempo… y digo "buen tiempo" porque, sinceramente, para nosotros los vampiros el tiempo pasa diferente… Un humano se acercó a nosotros.

La expresión de Mike se ensombreció levemente, como si recordar aquel evento fuera un fastidio.

—Un experimentador. Un hombre de "ciencia" —dijo con desdén, remarcando la última palabra como si le resultara un chiste—. De nombre Terrance Mephesto, perse.

—¿Mephesto? —preguntó Firkle, frunciendo el ceño—. ¿El de los experimentos raros con animales?

—El mismo —Mike dejó escapar un suspiro cargado de irritación—. Un chiquillo irrespetuoso y arrogante que llegó proclamándose como el salvador de mi raza. ¿Pueden creerlo? ¡El maldito pensaba que necesitábamos ser salvados!

Mike rió con burla, pero su gesto pronto se torció en una expresión más sombría.

—Un total insulto…

Justo en ese momento, uno de los vampiros de la sala se acercó con paso elegante. Era Vladimir, en sus manos llevaba una botella de vidrio oscuro y una copa de cristal.

—Mi señor —dijo el vampiro, inclinando la cabeza con respeto mientras vertía el líquido rojo y espeso en la copa—. Para usted.

Mike tomó la copa con una leve inclinación de cabeza hacia Vladimir, sin molestarse en agradecer en palabras. Observó el líquido por un instante, girándolo con un movimiento pausado de la muñeca antes de darle un sorbo.

—Hmph. Como decía… —repitió con desdén—. Ese hombre vino con promesas de grandeza, de evolución. Un discurso tan patético… pero que funcionó con muchos de los míos.

El peso de su voz cargaba un matiz de amargura contenida, pero la forma en que apretó la copa traicionaba el enojo que aún ardía en su interior.

Ryan y Vladimir se apresuraron a intervenir, como perros fieles buscando calmar la ira de su amo.

—¡Meros traidores, mi señor! —exclamó Ryan con desprecio.

—Inútiles que no necesitamos aquí —añadió Vladimir con igual repugnancia.

Desde su lugar, Annie los observó con una ceja arqueada y una sonrisa ladina.

—Oh, sí… totalmente innecesarios —dijo con fingida dulzura, inclinándose hacia adelante—. Porque, claramente, hicieron un excelente trabajo reemplazándolos, ¿verdad? Digo, solo basta ver el lamentable estado en el que estamos ahora…

Ryan y Vladimir se tensaron de inmediato, sus miradas afiladas clavándose en ella con furia contenida. Pero antes de que alguno pudiera soltar una réplica, la voz de Mike los silenció.

—Annie —le advirtió con calma peligrosa.

Ella sonrió, mostrando apenas los colmillos, antes de dejar escapar una risa ligera y relajarse en el sofá con un aire de entretenimiento.

—Solo me estoy divirtiendo un poco, mi señor —murmuró, cruzando una pierna sobre la otra con indiferencia.

Mike la fulminó con la mirada por un instante, pero decidió no insistir. En su lugar, volvió la vista a los góticos.

—Una gran parte de mi gente se fue con ese loco aquel día —continuó—. Y nunca los volvimos a ver… hasta que él regresó, perse.

Su voz se volvió más grave, cargada de un desagrado tangible.

—El maldito Mephesto apareció de nuevo, con esa sonrisa autosuficiente, fanfarroneando de su supuesto éxito. Decía que había perfeccionado a los vampiros, que sus hermosos E.M.O.S eran mucho más fuertes que cualquiera de nosotros.

Henrietta frunció el ceño.

—¿E.M.O.S? —preguntó, con evidente desconfianza en el término.

Antes de que Mike pudiera responder, Lynn dejó escapar un suspiro exasperado.

—Entidades Mutadas de Origen Sintético —explicó con desagrado—. Ni siquiera tuvo la decencia de seguir llamándolos vampiros.

Mike dejó la copa sobre la mesa con un sonido seco, sus dedos tamborileaban lentamente sobre la superficie.

—Nos "invitó" a unirnos a su causa, perse —continuó, con una burla evidente en su tono—. Aunque, en realidad, sonó más a una amenaza velada. Quería que siguiéramos su visión de "evolución" y nos sometiéramos a él… y a su Dios.

Las palabras hicieron eco en la sala, pero fueron los góticos quienes reaccionaron primero. Firkle frunció el ceño, cruzándose de brazos con una mirada desconfiada.

—Espera… ¿su Dios? —preguntó, con visible confusión—. Pero ese tipo solo venera a un bastardo en específico…

Mike lo observó con un atisbo de diversión.

—Sí… —confirmó, arrastrando la palabra con pesadez—. Damien Thorn está involucrado en esto.

Un silencio tenso cayó sobre el grupo.

Pete sintió un nudo en su estómago al escuchar ese nombre. Damien Thorn no era cualquier entidad oscura. Era un demonio, el hijo del Dios Oscuro, una criatura peligrosa que, según las leyendas, representaba el mal mayor. Sus manos se cerraron en puños sobre sus rodillas, tratando de controlar el temblor involuntario que quería apoderarse de él.

—Es imposible —soltó Michael de repente, con una mezcla de incredulidad y alarma en su voz—. Se supone que Damien Thorn fue sellado hace milenios. No puede manifestarse en la Tierra.

Mike le dedicó una sonrisa amarga.

—Eso mismo pensaba yo —admitió—. Después de todo, yo vi con mis propios ojos cuando lo sellaron.

Los góticos lo miraron con desconcierto, procesando lo que acababan de escuchar. Mike Makowski, el vampiro que tenían delante, afirmaba haber presenciado un evento que databa de hace milenios. Bueno, por algo era el famoso líder de los vampiros.

Henrietta entrecerró los ojos, apoyando una mano en su báculo.

—Entonces… —susurró con cautela—, si Damien Thorn está realmente involucrado en esto, ¿por qué no te uniste? Siempre pensé que los vampiros veneraban al Dios Oscuro.

Mike soltó una carcajada baja, casi burlona.

—Claro, perse —respondió, con un tono que sugería que la pregunta le parecía ingenua—. Al Dios Oscuro, sí. Pero a su hijo….

Ellos intercambiaron miradas confusas antes de volver la vista al vampiro.

—Conocí a Damien en persona —prosiguió Mike, fastidiado de solo recordar—. Es solo destrucción sin propósito, una fuerza caótica sin dirección. Nosotros no seguimos a criaturas que actúan sin inteligencia o sin objetivos claros. Tenemos niveles, tenemos clase.

Michael dejó escapar una risa incrédula.

—Es lo más absurdo que he escuchado.

Pete tuvo que admitir que eso también le sonaba ridículo. Por mucho que Mike y los suyos se esmeraran en demostrar que eran sofisticados—bebiendo sangre en copas de cristal y moviéndose con aire de nobleza—, él mismo había sentido lo salvaje y casi animal que podía ser Mike cuando lo atacó. Aún recordaba el dolor en su cuello.

La duda lo llevó a lanzar otra pregunta, sin pensarlo demasiado:

—Una vez seguiste a Clyde Donovan —soltó.

El ambiente se tensó de inmediato. Mike se quedó en silencio por un momento, y cuando alzó la vista, su mirada era intensa, pesada, como si acabara de recordar algo profundamente arraigado en su ser.

Pete sintió un escalofrío.

Por un instante, creyó que el vampiro lo haría callar de alguna manera, pero en lugar de eso, Mike sonrió. Fue una sonrisa melancólica, nostálgica.

—Oh, eco silente… —murmuró, enigmático—. Ese hombre era un verdadero visionario.

Su tono había cambiado. No era la burla condescendiente que normalmente usaba, ni la arrogancia con la que hablaba. No, esta vez había un dejo de respeto genuino, de admiración.

—Clyde sabía lo que hacía. Sus planes, su gestión… —Mike apoyó los codos sobre los brazos del sillón, entrelazando los dedos con calma medida—. Para ser un humano, era excepcional. Podría haber logrado mucho más si hubiera tenido más tiempo… Qué desperdicio.

Pete notó que la expresión de Mike se ensombreció un poco.

—¿Realmente lo respetabas? —preguntó Henrietta, intrigada.

Mike cerró los ojos un momento, como si considerara su respuesta.

—No muchos humanos pueden ganarse mi respeto —admitió, con un tono más bajo—. Pero Clyde… él tenía potencial. Si hubiera seguido vivo, el mundo sería un lugar muy distinto ahora.

Se reclinó en su asiento, exhalando un suspiro que casi parecía de arrepentimiento.

—Es una verdadera lástima que muriera.

Pete aún no lograba procesar la extraña sensación que lo embargaba. Mike hablaba de Clyde como si su muerte hubiera sido una tragedia para el mundo. ¿Cómo podía lamentar la pérdida de alguien que había sido tan despiadado?

Toda la situación le parecía surrealista. Y más porque estaban allí, sentados, charlando con vampiros como si fuera lo más normal.

Mike rompió el silencio con un tono más severo.

—Pero no nos desviemos —dijo, entrecerrando los ojos—. Sí, de alguna forma Thorn está tratando de manifestarse, eso nos lleva a Lynn.

Todas las miradas se posaron sobre la mujer de cabello blanco, quien hizo una mueca antes de acomodarse con desdén en el sillón.

—Claramente, mi maestro se volvió a negar ante Mephesto —dijo, echándose el cabello hacia atrás—, pero decidimos aprovechar la situación. Yo fingí estar de acuerdo con ese lunático y lo seguí junto a sus nuevos “seguidores”.

Su expresión se torció con desagrado.

—Terminamos en la costa. Pff, solo recordar ese calor… —chasqueó la lengua—. De todas formas, tenía un laboratorio allí. No era su base principal por lo que escuché, pero de alguna manera necesitaba estar cerca del océano.

Pete notó que Lynn apretaba los puños, sus uñas afiladas brillando bajo la tenue luz.

—Las cosas que les inyectó… lo que les hizo… —frunció el ceño, visiblemente indignada—. Sí, eran más fuertes, más resistentes al sol… pero eran estúpidos. Criaturas sin sentido, sin pensamiento propio. No eran vampiros, solo… cosas vacías marionetas.

Michael tragó saliva, incómodo.

—Entonces, ¿qué hiciste?

Lynn sonrió, pero no era una sonrisa amistosa.

—No resistí la tentación. Tenía que librarlos, al menos a uno de esa miseria… —susurró, deslizando sus dedos por el respaldo del sillón—. Así que simplemente le arranqué el corazón y me fui.

El silencio que siguió fue espeso, casi tangible.

—Pero conseguí información antes de marcharme —continuó—. Thorn aún no puede manifestarse por completo. Es correcto que sigue sellado, pero…

Su mirada se oscureció, como si lo que iba a decir fuera aún peor.

—Escuché a Mephesto hablar de un “conector”.

Pete frunció el ceño.

—¿Conector?

—Un chico —respondió Lynn—. Lo están usando como intermediario para que Thorn pueda comunicarse con este mundo mientras siguen investigando como quitar su sello. Pero hay algo más…

La vampira bajó la voz, casi como si las palabras fueran veneno en su boca.

—Mephesto no es quien dirige todo esto.

La temperatura del lugar pareció descender aún más.

—¿Qué quieres decir? —Henrietta estrechó los ojos.

El aire en la sala pareció volverse más denso, cargado de algo oscuro y desconocido. Las velas titilaron, como si una presencia invisible hubiera recorrido el lugar con dedos fríos.

—Alguien más está moviendo los hilos… —murmuró Lynn —Planea usar a los experimentos de Mephesto, a Thorn —continuó ella, su tono impregnado de desdén—. Contrató incluso a un grupo extraño apodado “La Resistance”.

Michael frunció el ceño.

—¿La Resistance? ¿Quién demonios son ellos?

Lynn negó con la cabeza, exasperada.

—No lo sé exactamente. Pero no son unos simples revolucionarios, eso te lo aseguro.

—Entonces dime… —Mike entrecerró los ojos—. ¿Quién demonios está dirigiendo todo esto?

La vampira apretó los labios, su expresión endureciéndose.

—No pude saberlo, mi señor… —resopló con frustración—. Pero quien sea, está orquestando algo… Algo grande.

Y fue en ese momento que sucedió.

Firkle se sacudió de manera brutal, como si su cuerpo hubiera sido atravesado por una corriente eléctrica.

Los vampiros se crisparon de inmediato, sus ojos inyectándose de alerta, sus cuerpos tensos como si estuvieran listos para atacar.

Pero los góticos sabían lo que estaba pasando.

—¡Firkle! —Pete extendió una mano hacia él, pero el vidente no respondió.

Sus dedos se aferraron con fuerza a la mesa, temblando ligeramente. Retorciendose, y su respiración se volvió entrecortada. Las pupilas de sus ojos, antes consumidas por un blanco fantasmal, regresaron a su color gris habitual en un parpadeo.

—¿Qué viste? —preguntó Michael con la voz tensa.

Firkle cerró los ojos con fuerza, como si intentara ordenar lo que acababa de experimentar.

—Guerra… —murmuró con un tono grave y quebrado. Sus dedos se apretaron aún más contra la mesa, clavando las uñas en la madera—. Otra maldita guerra.

—¿Estás seguro?

Firkle movió la cabeza, sus labios temblaban levemente.

—Mierda, mierda… —susurró, su respiración agitada—. Es peor.

Su mandíbula se tensó.

—Mucho peor.

La atmósfera en la sala se volvió sofocante. Annie, quien hasta hacía poco disfrutaba del espectáculo, ya no tenía ni un rastro de diversión en el rostro.

—¿Qué tanto dice? —murmuró, entrecerrando los ojos con desconfianza.

Mike apenas logró responder, todavía intentando procesar la situación repentina.

—Parece que tuvo una visión…

El silencio de los vampiros se hizo más pesado. Solo sus ojos brillaban en la penumbra.

Firkle se levantó de golpe, aún temblando.

—Van a robarlo… ahora mismo están ahí… ¡Carajo, ahora!

—¿"Robarlo"? —Lynn arqueó una ceja, sin perder la compostura.

—No… no entienden… —Su respiración aún era errática y su mirada vidriosa por la visión reciente—. Mierda. Vámonos de aquí.

Intentó moverse, pero no tardaron en notar que los vampiros no harían tan fácil su escape. Cada salida estaba bloqueada por figuras sombrías.

Mike cruzó las piernas con calma, apoyando una mano en su copa antes de hablar con fingida cortesía:

—¿Y quién dijo que podían irse tan fácilmente?

Michael clavó la mirada en el líder de los vampiros, su mandíbula se apretó con evidente molestia. A su lado, Lynn y Annie se mantenían alertas, como felinos al acecho. La tensión en la sala se sentía cargada de peligro.

—Maldito… —espetó Michael con los dientes apretados—. ¿No acabas de escuchar? ¡Esto es realmente importante!

Mike ladeó la cabeza con una sonrisa indolente, girando la copa en su mano con despreocupación.

—Lo es… —murmuró, con un falso dejo de lamento en la voz—. Otra guerra, qué tragedia… ¡Terrible!

Alzó una mano en un gesto exagerado, fingiendo un dramatismo que solo avivó la ira de los góticos. Lynn resopló con frustración, y Annie dejó escapar una risa de verdadero humor.

—Pero, claro —continuó Mike, entrelazando los dedos con calma—, no pueden simplemente levantarse e irse, no después de la hospitalidad que les brindé, perse. Es de muy mala educación marcharse como si nada después de que les diera información tan valiosa.

Sus ojos rojos brillaron con algo más que burla.

—Además, ¿no fueron ustedes mismos quienes dijeron que esto también era mi problema? —entrecerró la mirada, su tono ahora fue más frío—. Esperaba apoyo de ustedes… un acuerdo. No que salieran corriendo, perse.

—Necesitamos advertirles… —insistió Henrietta, con el ceño fruncido.

Mike dejó caer su copa sobre la mesa con un sonido seco.

—¿Y qué me garantiza a mí que no regresarán a masacrar a mi gente?

El falso dramatismo se desvaneció de su rostro, y por primera vez desde que comenzó la conversación, su voz sonó verdaderamente serio.

 Firkle se removía en su lugar, desesperado por salir de allí, su respiración era aún agitada y las manos seguían crispadas. Henrietta sostenía su báculo con firmeza, sus nudillos estaban pálidos por la presión. Michael no apartaba la mirada llena de desprecio de Mike Makowski.

Pete los observó a todos, sintiendo el peso de la situación sobre él. Sabía que sus amigos no cederían fácilmente y que Mike tampoco los dejaría marcharse sin más. Pero el tiempo se les escurría como arena entre los dedos, y por la mirada febril de Firkle, la urgencia del asunto no daba margen para más discusiones.

Si intentaban forzar su salida, las cosas terminarían mal.

Necesitaban irse. Pero Mike y los suyos tenían que estar seguros de que no se avecinaba una masacre en su contra. Pete lo entendía… aunque eso no hacía que la idea de clavarle una estaca en el corazón a cada uno de esos malditos chupasangre fuera menos tentadora.

Inspiró hondo antes de hablar.

—Me puedo quedar.

Su voz resonó con firmeza, cortando el silencio y atrayendo de inmediato todas las miradas hacia él.

—¿Qué? —Firkle giró bruscamente la cabeza, atónito.

Pete se puso de pie, clavando los ojos en Mike.

—Yo puedo ser una garantía. —Mantuvo su tono sereno, sin titubeos—. Me quedaré aquí… llegaré a un acuerdo con ustedes. Y ellos podrán irse a dar la advertencia.

El líder vampiro lo observó con interés, ladeando la cabeza como si estuviera analizando la propuesta.

—No darán información sobre ustedes, ni nada que los comprometa. —Pete endureció su mirada, sosteniéndola contra la de Mike—. Solo necesitan tiempo.

Henrietta frunció el ceño, preocupada.

—Pete… —murmuró con voz tensa.

El gótico no la miró. No podía permitirse dudar.

Los vampiros miraron a su líder en silencio, expectantes. Mike suspiró y finalmente dejó escapar una risa baja y melódica.

—Casi no hablas, pero cuando lo haces… —sus ojos carmesíes brillaron con un deje de diversión—, sabes exactamente qué decir. Realmente tienes una gran inteligencia, perse.

Mike chasqueó los dedos con elegancia y, con un simple gesto, los vampiros apostados en la puerta se apartaron en silencio, despejando el camino.

—Dejen que esos tres se vayan —ordenó, con un tono casi perezoso.

Pete reprimió una mueca de asco cuando la sonrisa de Mike se ensanchó de manera torcida y sus mirada en él se tornó maliciosa, si le preguntaran personalmente Pete diría que parecía un sucio pervertido.

—De ninguna manera, Pete —la voz de Michael sonó tajante—. No te dejaremos aquí con este tipo.

—Michael… —Pete lo miró de reojo, por su expresión lucía imperturbable, aunque su corazón latía con fuerza—. Estaré bien.

—No—. Henrietta negó con vehemencia, sus dedos apretando con más fuerza el báculo—. Esto es una locura.

Firkle miró a Pete con severidad.

—Nos conocemos lo suficiente para saber que estás mintiendo —su voz sonó grave—. No estás bien con esto.

Pete les dedicó una sonrisa a medias, apenas un leve alzamiento de la comisura de sus labios.

—No hay otra opción. Váyanse rápido.

Los tres dudaron, pero el tiempo apremiaba. Un segundo más y sería demasiado tarde.

Michael apretó la mandíbula antes de soltar un grito de furia y girar sobre sus talones.

—Volveremos por ti —gruñó.

—Sí, sí, lo que digas —murmuró Pete sin apartar la vista de Mike.

Henrietta le lanzó una última mirada de advertencia antes de seguir a Michael y Firkle. Apenas pusieron un pie fuera, la puerta se cerró tras ellos con un chasquido seco.

El silencio que siguió fue espeso.

Pete sintió la mirada de los vampiros sobre él como un enjambre de sombras hambrientas, pero se mantuvo firme.

Mike se levantó y dio un paso adelante, su sonrisa aún grabada en su rostro.

—Bien… ahora que estamos solos —su tono era dulce, casi divertido—, dime, perse… ¿qué tanto estarías dispuesto a sacrificar por este acuerdo?

Pete tragó saliva.

Sabía que no sería fácil.

Los vampiros a su alrededor observaban como depredadores esperando el primer movimiento en un juego mortal.

Y justo cuando la tensión alcanzaba su punto más alto, la puerta se abrió de golpe.

—¡Mi señor! —Una voz ronca y despreocupada irrumpió el momento.

Larry entró tambaleándose con un par de animales muertos colgando de sus garras. Un par de ardillas, para ser exactos.

—Perdone la tardanza… —continuó, sin darse cuenta de la gravedad de la escena—. ¿A los humanos les gustan las ardillas crudas?

Annie soltó una carcajada, rompiendo por completo el ambiente.

—¡Qué momento de llegar, Larry! —exclamó, llevándose una mano al rostro.

Mike cerró los ojos y exhaló lentamente, intentando contener la postura. Pete, por su parte, apenas pudo evitar rodar los ojos.

El líder vampiro volvió su mirada a Larry, su sonrisa ahora teñida de exasperación.

—Larry… ¿por qué no piensas antes de hablar?

Larry parpadeó, confundido, mirando la expresión de Mike y luego a Pete.

—¿No era buen momento?

El silencio que siguió fue tan incómodo que hasta los demás vampiros se vieron obligados a apartar la mirada.

Pete suspiró.

Sí, definitivamente iba a ser una larga noche.

 

 

 

 

 



Los gritos del joven se desgarraban en la oscuridad, rebotando en los muros de piedra mohosa como ecos de un sufrimiento sin nombre. Eran chillidos agudos, intercalados con sollozos temblorosos y jadeos entrecortados. Entre los alaridos, se filtraban murmullos guturales, órdenes emitidas con una frialdad escalofriante, palabras que se deslizaban como veneno en el aire viciado de la estancia.

Cuando la luna se torne roja,
y los lobos aúllen en la sombra,
los vientos traerán un cruel destino,
marcando el fin del alba.

Apenas a unos pasos de aquella escena de horror, Pocket permanecía junto a la puerta, su silueta apenas delineada por la tenue luz de una antorcha. Tarareaba con tranquilidad, ajeno al sufrimiento que se desplegaba a sus espaldas. Su voz era un susurro, un murmullo casi hipnótico, que flotaba entre las sombras con un tono monótono, como si aquella canción hubiera sido entonada por él una y otra vez.

Los valientes sucumbirán al miedo,
su acero temblará en la mano,
pues el eco de un nombre maldito
resuena en lo arcano.

Un nuevo grito desgarró el aire, un sonido crispante, acompañado por un húmedo y repulsivo chasquido. Algo blando cayó al suelo con un ruido pastoso. Pocket no se inmutó.

Es porque él regresará…
desde las sombras del abismo,
Con sacrificios de inocentes
se abrirán las puertas de su trono,


El silencio se quebró de nuevo con un sollozo sofocado, el jadeo tembloroso de Pip al borde de la desesperación. Pocket inclinó ligeramente la cabeza, como disfrutando la melodía de la agonía ajena, y con una calma perturbadora, dejó escapar la última línea:

y la sangre teñirá los ríos
en el nombre de
l gran señor, Damien Thorn.



 

Chapter 12: Tweek

Summary:

"Casi perderte
me hizo comprender
la profundidad de estos sentimientos."

Chapter Text

Tweek no podía creer que había dejado que Craig lo convenciera de ponerse esa cosa en el cabello. Retirarlo estaba resultando mucho más difícil de lo que esperaba. Primero, intentó masajear su cuero cabelludo con cuidado, pero apenas frotó un poco, el agua que cayó adquirió un tono grisáceo asqueroso. Frunció el ceño ante eso. A pesar de sus esfuerzos, su cabello seguía viéndose opaco y extraño.

Soltó un gruñido de frustración, mascullando maldiciones dirigidas a su compañero entre dientes. Cuando Craig regresara de cazar el almuerzo lo golpearía definitivamente.

Al menos ya no tendría que soportar esa incómoda ropa por un rato. Ahora que tenían el mapa en sus manos, podrían evitar las rutas que los llevaran a pueblos o los pusieran en contacto con extraños. Durante el camino hacia ese estanque, Craig había estado examinando el pergamino con atención, y por lo que había deducido, estaban en las tierras de la princesa Kenneth, Lady McCormick.

Tweek no pudo evitar sorprenderse un poco al descubrirlo. Aunque Craig parecía ya saberlo.

A él le parecía extraño. Confuso.

Se suponía que ella lo entendía. Que sabía perfectamente por qué habían comenzado la guerra en primer lugar. Ella también fue un experimento de Cartman, igual que ellos. También fue ignorada por el rey elfo cuando más lo necesitó. También fue una marginada.

Recordaba aquellas conversaciones en la penumbra del castillo de Kupa Keep, en susurros desesperados. Cuando lo arrastraban a la sala de experimentos, a veces la veía a ella, en la misma situación, con la misma mirada apagada, con el mismo odio hirviendo en la sangre. Ambos detestaban ese lugar. Ambos odiaban a ese gordo.

Clyde incluso la había ayudado a escapar el día en que todo estalló. Cuando finalmente voltearon sus armas contra Cartman, cuando el caos llenó los pasillos de aquel maldito lugar y las puertas se abrieron, ella tuvo la oportunidad de huir. Clyde se la dio.

Y sin embargo… cuando Clyde le pidió ayuda, cuando la necesitó para descifrar la Vara… ella huyó.

Tweek sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No podía comprenderlo. No podía entender cómo alguien que había compartido su sufrimiento, alguien que había odiado tanto como ellos, simplemente se apartó y los dejó atrás. ¿Fue miedo? ¿Arrepentimiento? ¿O acaso, en el fondo, ella nunca había sido realmente como ellos?

El pensamiento le revolvió el estómago.

Ahí estaba ella ahora. Con un título de noble, con tierras, con un lugar en el mundo que a ellos se les había negado.

¿Por qué ella estaba allá arriba, mientras ellos seguían siendo perseguidos?

Tweek dejó escapar un largo suspiro, pesado y cargado de agotamiento. Salió del agua con resignación, sintiendo el frío pegajoso en su piel mientras el aire le erizaba la espalda. Pensar en el pasado no era bueno. Lo sabía.

Había hablado de eso con Craig, no podía seguir viviendo con esa molestia constante, con esa rabia latente que lo carcomía cada vez que recordaba.

Pero seguía siendo difícil.

Muy difícil.

Tomó un trapo viejo y áspero, pasándolo por su cuerpo con movimientos lentos, intentando sacudirse el malestar junto con las gotas de agua. Frotó su cabello, frustrado al notar que el maldito tinte aún no se desprendía por completo. Ya le estaba doliendo la cabeza de tanto tallar.

Al final, dejó caer el trapo con un suspiro de derrota. Tal vez, como todo lo demás, eso también tomaría tiempo.

Se vistió con sus ropas habituales, definitivamente, era más cómodo andar con el torso descubierto, pero sabía que no podía permitírselo en todo momento. Se ajustó la banda diagonal donde descansaban sus dagas y, con un movimiento automático, se colocó el carcaj de flechas a la espalda junto con su arco.

Fue entonces cuando notó algo.

Craig los había acomodado mejor, asegurándose de que todo estuviera al alcance de su mano con facilidad. Una pequeña pero significativa consideración que le arrancó una sonrisa involuntaria.

Desde que habían salido tomados de la mano del pueblo, Tweek había vuelto a sentir esa vieja sensación en el pecho, una que no experimentaba desde su adolescencia.

Era reconfortante.

Un cálido palpitar en su corazón.

Con un suspiro, Tweek se apoyó contra el tronco de un árbol cercano. Cerró los ojos por un momento, dejando que la brisa cálida acariciara su rostro. Sentía los músculos cansados, la piel aún húmeda en algunos lugares, pero, sobre todo, sentía su mente pesada.

A pesar de la forma reacia en la que había actuado al principio, de la desconfianza con la que lo enfrentó… y a pesar de que lo atacó en el bosque—dejándole esa cicatriz en el cuello con su mordida—Craig no cambió. Fue paciente. Calmado. Sensible. Abierto.

Lo trató como siempre lo había hecho.

Alzó la vista hacia el cielo. El sol brillaba con intensidad, filtrando su luz entre las hojas, creando destellos dorados que danzaban con el movimiento del viento. Se quedó mirando por un rato, distraído por el vaivén de las ramas, por la sensación del calor en su piel, por el sonido lejano de los pájaros.

No podía evitar pensar en Craig.

Siempre había estado ahí para él, incluso cuando Tweek le daba razones para no estarlo. Sabía que lo apreciaba más de lo que podía expresar con palabras, pero eso no hacía que fuera más fácil. Craig era el único que realmente lo entendía, el único que sabía cómo calmarlo cuando su paranoia se apoderaba de su mente, cuando sus pensamientos se convertían en un torbellino imparable de miedo e incertidumbre.

Sin embargo… aún le costaba.

Aún le costaba dejarse llevar. Aún le costaba aceptar esa calidez sin sentirse vulnerable. Otra vez. Más porque era algo de lo que se había resignado años atrás...

Apoyó la cabeza contra el árbol, exhalando lentamente.

Tal vez… tal vez debería intentar mejorar su actitud hacia él. No porque Craig lo pidiera—porque nunca lo hacía—sino porque lo merecía. Porque después de todo este tiempo, después de todo lo que habían pasado, lo menos que podía hacer era dejar de hacerle las cosas más difíciles.

Un sonido lejano lo sacó abruptamente de sus pensamientos.

Al principio, pensó que sería Craig regresando, pero algo no encajaba. Un murmullo inquietante en el aire, una sensación extraña en su pecho…

Una bandada de pájaros salió disparada de entre los árboles, batiendo sus alas con desesperación, como si algo los hubiera espantado de golpe.

Algo no andaba bien.

Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Agudizó el oído, su respiración contenida mientras trataba de captar cualquier otro ruido entre el viento y el crujir de las hojas.

Un ligero choque de metal.

Un estruendo.

Tweek se tensó.

Su mano se deslizó instintivamente hacia sus dagas, sacando dos de ellas en un solo movimiento fluido. Su corazón latía con fuerza, pero su pulso se mantenía firme. No podía quedarse quieto.

Tendría que ir a verlo por sí mismo.

Con las dagas firmemente sujetas en sus manos, Tweek comenzó a moverse.

Sus pasos eran ágiles y precisos, apenas un murmullo entre la maleza. A pesar de los espasmos involuntarios que sacudían su cuerpo de vez en cuando, su habilidad para desplazarse sin ser detectado nunca se había visto afectada. Era parte de él, de su instinto. Desde que tenía memoria, siempre había sabido cómo moverse entre las sombras, cómo fusionarse con su entorno hasta volverse invisible. Avanzó entre los árboles con maestría, su respiración era medida y su mirada inquieta escaneando cada rincón del bosque. Se deslizaba entre los troncos, aprovechando cada raíz expuesta y cada saliente natural del terreno para ocultarse mejor.

El estruendo había venido de más adelante.

Se detuvo un instante, agazapado tras un arbusto, y afiló el oído. No podía arriesgarse a precipitarse sin antes evaluar la situación.

Un crujido.

El sonido de algo moviéndose y otro choque de metal.

Tweek entrecerró los ojos y avanzó un poco más, pegándose a la corteza rugosa de un árbol, el sonido afilado del viento provenía de un risco cercano. Su cuerpo temblaba, sí, pero no por miedo. Era la tensión, la adrenalina que corría por sus venas, manteniéndolo alerta.

Craig retrocedió un par de pasos, jadeando con esfuerzo. Su postura rígida y la forma en que mantenía los hombros en tensión le indicaron a Tweek que ya había esquivado varios ataques, probablemente con dificultad.

Frente a él, había dos hombres.

El primero era un rubio de cabello rizado y esponjoso, recogido en una coleta baja. Su piel pálida contrastaba con su porte elegante y su expresión serena. Vestía con una pulcritud que a Tweek le pareció irritante, como si estuviera más preocupado por no ensuciarse que por el combate en sí. En su mano, sostenía un estoque con una empuñadura de oro finamente decorada, cuyo filo delgado parecía hecho de cristal líquido, vibrando con un leve resplandor cada vez que lo movía.

El segundo hombre, en cambio, era su opuesto absoluto. Un castaño de piel bronceada y complexión fornida, de hombros anchos y estatura imponente. En sus manos, sostenía un hacha de guerra de doble hoja, cuya superficie metálica parecía tallada en piedra volcánica, con grietas por donde resplandecían vetas anaranjadas, como si en su interior ardiera fuego contenido. El mango, estaba reforzado con bandas de acero ennegrecido y terminaba en una empuñadura de cuero gastado, mostrando las huellas de incontables batallas.

—¿Es este el gran Feldspar? Chéri, esto debe ser una broma —se burló el castaño, dejando escapar una carcajada mientras hacía girar su hacha con una facilidad insultante para su tamaño.

Lo atacó. El golpe descendió con la furia de un titán.

El filo del hacha desgarró el aire con un zumbido sibilante, cayendo como un relámpago dispuesto a partir en dos todo a su paso. La tierra se estremeció cuando la hoja impactó el suelo, agrietándolo y levantando una nube de polvo y escombros.

Craig apenas tuvo tiempo de esquivar. Rodó sobre el terreno justo antes de que el arma lo alcanzara, sintiendo el viento cortante pasar peligrosamente cerca. Se impulsó de vuelta a sus pies con agilidad, sus ojos verdes estaban fijos en sus oponentes, sin perder la compostura a pesar de la evidente desventaja.

Esto no pintaba nada bien.

Tweek aferró sus dagas con más fuerza, analizando si era el momento correcto para salir de su lugar.

Al diablo, tenía que ayudarlo.

Se acercó aún más, siendo camuflajeado por las hojas de los arbustos, a esa distancia, podía acabar fácilmente con el rubio, sacó su arco y en silencio apuntó la flecha, solo un disparo bastaba para acabarlo.

Pero entonces, hizo contacto visual con Craig. Sus intensos ojos lo miraban con advertencia, tratando de comunicarse.

“No”. Leyó en el movimiento de sus labios. “Yo me encargo”

Sabía que el pelinegro no era un tonto, si Craig creía que era mejor que Tweek estuviera oculto era por algo. Y por más que le frustrara, terminó obedeciendo, bajando el arco y manteniéndose oculto.

Christophe, deja de jugar. Dijo que lo quería vivo. —La voz del rubio sonó calmada, pero firme. Su acento peculiar le daba un aire de superioridad irritante.

El castaño de la gran hacha, soltó una risa grave, girando su arma con soltura antes de asentir con fingida resignación.

—Sin piernas podría seguir estando vivo. —Christophe esbozó una sonrisa ladeada, inclinándose apenas hacia adelante como un depredador listo para dar el zarpazo.

Pero Craig ya estaba en movimiento.

Su espada se deslizó en un arco relampagueante, cortando el aire con precisión mortal. Christophe apenas logró retroceder a tiempo, sintiendo el filo pasar peligrosamente cerca de su garganta. Su expresión de confianza se desvaneció por un instante.

Craig no les iba a dar tregua.

El rubio reaccionó velozmente, lanzando una estocada con su estoque reluciente, directo al costado del pelinegro. Craig giró sobre su propio eje, bloqueando con la hoja de su espada y desviando el ataque con un destello metálico. Sin perder el impulso, avanzó con una combinación de tajos rápidos, obligando a su oponente a retroceder con pasos calculados.

—No tan patético como creías, ¿verdad grandulón? —se burló Craig, esbozando una media sonrisa burlona antes de cambiar su objetivo.

Christophe ya venía por él de nuevo, alzando su hacha con ambas manos para descargar otro golpe brutal.

Craig se agachó justo antes del impacto y, con un movimiento fluido, deslizó su espada en un barrido bajo, buscando desestabilizarlo. Christophe se vio obligado a saltar hacia atrás, maldiciendo por lo bajo.

Tweek observaba todo desde su posición oculta entre los árboles.

Su cuerpo estaba tenso, sus dagas firmemente sujetas, pero no intervino. Al menos podía seguir estudiándolos, y Craig se estaba defendiendo bien.

El pelinegro se movía con maestría. Su estilo de combate era directo, sin florituras, pero letalmente efectivo. Cada esquive, cada bloqueo y cada ataque estaban cargados de una precisión feroz, como si estuviera bailando en el filo de la muerte sin inmutarse.

Tweek dio un par de pasos más en silencio, acercándose al enfrentamiento sin apartar la vista de su compañero y de esos dos.

Gregory se movía con la precisión de un espadachín entrenado, su estoque destellando bajo la luz del sol mientras trazaba una línea delgada y mortal en el aire. Craig apenas tuvo tiempo de esquivar hacia un lado, pero sintió un ardor punzante en su mejilla al recibir un corte superficial.

—Tch… —chistó entre dientes, pero en lugar de retroceder, utilizó su propia caída para impulsarse hacia adelante.

Antes de que Gregory pudiera encajar otro ataque, Craig hundió los dedos en la tierra húmeda y, con un movimiento rápido y sucio, le lanzó polvo directamente a los ojos.

El rubio soltó un jadeo ahogado, tambaleándose hacia atrás mientras parpadeaba frenéticamente.

—¡Mierda! —gruñó, llevándose una mano a la cara mientras trataba de sacarse la tierra de los ojos.

Craig no desperdició la oportunidad.

Con un giro ágil, pateó directo a la mano de Gregory con fuerza. Un sonido seco resonó cuando el estoque voló de sus dedos y aterrizó entre los matorrales.

—¡Sucia rata! —espetó Gregory, su voz siendo cargada de pura furia mientras trataba de recuperar la compostura. Su respiración era errática, y su postura antes impecable, ahora se veía desaliñada, su cabello rizado revuelto y su elegante atuendo desordenado.

Craig, en respuesta, simplemente le dedicó una sonrisa de burla y alzó la mano, enseñándole el dedo del medio.

—Oh, vas a pagar por eso, imbécil… —escupió Gregory, todavía restregándose los ojos enrojecidos.

Craig se encogió de hombros.

—Me importa un carajo.

El grito de rabia de Gregory resonó en el bosque.

—¡¿Tienes alguna puta idea de con quién te estás metiendo?!

Craig se limitó a alzar una ceja, completamente indiferente.

Pero entonces, algo cambió en la expresión de Gregory. Su frustración se transformó en una sonrisa de satisfacción cuando enderezó su postura y, con una arrogancia renovada, se sacudió el polvo de su chaqueta.

Gregory de Yardele. —pronunció su nombre con una cadencia impecable, como si su sola mención debiera significar algo. Su tono destilaba desprecio al continuar—. Sabandija asquerosa Yo soy el último de mi linaje.

Tweek sintió un escalofrío recorrerle la espalda ante la forma en la que Gregory lo dijo.

El rubio alzó la mano con la palma extendida en dirección a donde había caído su estoque.

Y mi arma… a mi sangre obedece.

Un instante de silencio pesado cayó sobre la escena.

Entonces, el estoque, como si tuviera vida propia, se sacudió entre las hojas secas.

Craig apenas tuvo tiempo de entrecerrar los ojos antes de que la delgada hoja comenzara a moverse… y volara de regreso a la mano de su dueño.

Christophe observaba la escena con evidente diversión.

—Gregory, dulzura… hace tiempo que no te veía tan enfadado. —murmuró con una sonrisa torcida, ajustando su agarre sobre el mango de su enorme hacha. Sus ojos oscuros brillaban con un retorcido entusiasmo, como si todo esto no fuera más que un simple entretenimiento para él.

Craig apenas le dedicó una mirada fugaz antes de volver su atención a Gregory, quien aún sostenía su estoque con una expresión de pura satisfacción.

—Ya me cansé de esta porquería… —gruñó el pelinegro entre dientes, con el filo de su espada reluciendo bajo la luz filtrada del bosque.

Gregory no respondió con palabras. En su lugar, alzó el brazo con un movimiento fluido, y sin previo aviso, lanzó su estoque directo hacia Craig con precisión letal.

Tweek observó con el corazón en la garganta cómo su compañero esquivaba el ataque con agilidad, ladeando el cuerpo con facilidad. Estuvo a punto de tener un pensamiento burlón sobre la pésima puntería del hombre, cuando algo en el aire cambió.

El viento se cortó con un silbido afilado.

El estoque, en un giro imposible, cambió de dirección en pleno vuelo, como si una mano invisible lo guiara.

Los ojos de Tweek se abrieron con alarma justo antes de ver cómo la delgada hoja atravesaba el costado de Craig con precisión. El sonido fue húmedo y seco a la vez, un impacto sordo que detuvo todo por un instante.

Craig se quedó rígido, con los labios entreabiertos en un gesto de incredulidad, antes de soltar un jadeo entrecortado.

Tweek apenas pudo registrar lo que acababa de suceder. Por un instante, todo sonido pareció desvanecerse, sustituido por el repiqueteo ensordecedor de su propia respiración entrecortada.

Un espasmo involuntario recorrió su cuerpo cuando la punta del estoque emergió por la espalda del pelinegro, empapada en su sangre. Pudo notar que sus piernas, que hasta hace un segundo lo habían mantenido firme, flaquearon. Craig cayó de rodillas con un impacto seco, doblándose ligeramente hacia adelante.El joven hombre intentó recuperar el aliento, pero solo consiguió que un hilo carmesí se escapara de entre sus labios. Su pecho subía y bajaba de forma errática.

Tweek sintió un nudo formarse en su estómago al ver cómo Craig apretaba los dientes, con los músculos de su mandíbula marcándose en tensión. Aún así, no emitió un solo quejido de dolor.

—Pff, admito que se defendió bien. —La voz burlona de Christophe rompió el silencio.

El castaño caminó con una calma exasperante, su hacha descansando sobre un hombro mientras se detenía frente a Craig. Con una sonrisa se inclinó un poco, observándolo con la misma diversión horrorosa de antes.

—Pero al final… —murmuró, posando un dedo en la punta del estoque aún incrustado en su cuerpo y presionando apenas lo suficiente para sacarle un nuevo jadeo— ...sigues siendo solo un hombre.

Craig se negó a ceder. Respiró hondo y, con un esfuerzo titánico, sostuvo la mirada desafiante de Christophe.

Sin embargo, su cuerpo traicionó su voluntad cuando un nuevo espasmo lo hizo tambalearse ligeramente. La sangre caliente deslizándose por su costado y el dolor agudo perforando su abdomen cuando el castaño clavó más el arma en él.

Tweek supo en ese instante que ya no podía quedarse quieto.

No podía seguir observando.

—Espera con él aquí, aún tengo que encontrar a —Gregory no pudo terminar la frase.

La sombra de Tweek se movió con una velocidad imposible, casi como un borrón entre los árboles.

Para cuando Christophe parpadeó, ya era demasiado tarde.

El puño de Tweek impactó contra la mejilla de Gregory con una fuerza brutal. Un sonido seco y demoledor retumbó en el aire, un crujido inconfundible que hizo eco en el lugar.

El cuerpo del rubio salió disparado como si hubiera sido golpeado por un ariete, su elegante porte fue destrozado en un instante. Se deslizó por el suelo varios metros antes de detenerse con un quejido ahogado.

Por un momento, todo quedó en un silencio pesado.

Gregory apenas pudo girar sobre sí mismo, aturdido, su cabeza dándole vueltas. Sentía el entumecimiento en la mandíbula, el ardor en su piel, el sabor metálico de la sangre en su lengua.

Tweek permaneció donde estaba, con los hombros alzados, las manos aún tensas y listas para continuar.

Escuchó el movimiento de un cuerpo pesado detrás de él.

Christophe.

No tenía tiempo que perder.

Gregory seguía siendo la amenaza más peligrosa, y con la brujería —o como sea que se llamase— que le permitía controlar su estoque a voluntad, dejarlo consciente era un riesgo que no podía correr.

El aire se cortó con un silbido cuando Christophe descargó su hacha en un arco descendente, dispuesto a partirlo en dos. Tweek giró, su cuerpo moviéndose con una agilidad instintiva. El filo pasó a escasos centímetros de su rostro, arrancando algunas hebras de su cabello y partiendo la tierra en un estallido de polvo y astillas.

Apenas sus pies tocaron el suelo, ya estaba lanzándose de nuevo al ataque.

Gregory aún estaba aturdido, sacudiendo la cabeza en un intento de recomponerse, pero no tuvo oportunidad.

Tweek se impulsó con un solo paso y su pierna chocó contra el rostro del rubio con otro golpe seco y contundente.

El crujido fue brutal.

Gregory salió disparado de nuevo, su cuerpo cayó sin resistencia al suelo, esta vez sin hacer el más mínimo intento de levantarse.

Inmóvil.

Inconsciente.

La adrenalina aún palpitaba en las venas de Tweek, pero no podía detenerse. Sabía que aún quedaba uno en pie.

Con los músculos tensos y la respiración agitada, levantó la vista.

Christophe sonreía.

—Es malo, tú eres realmente muy lindo —Su voz fue un ronco murmullo divertido mientras giraba su hacha con facilidad en una mano —. Será una pena acabar contigo.

Tweek sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no permitió que sus manos temblaran. Christophe giraba el hacha con una facilidad insultante, como si no pesara más que un simple bastón. Sus ojos oscuros brillaban con un entretenimiento peligroso, y recorrieron el cuerpo del chico con descaro.

—Podríamos hacerlo fácil, ¿sabes? —continuó el hombre, con su marcado acento arrastrando cada palabra—. Te rindes, te atamos y tal vez no te rompa nada importante, bonito.

Tweek entrecerró los ojos, apretando la mandíbula. Le dio  mucho asco.

Christophe avanzó sin previo aviso, su cuerpo moviéndose con la brutalidad de una tormenta. El hacha descendió en un golpe demoledor, y Tweek apenas tuvo tiempo de impulsarse hacia un lado, rodando por el suelo antes de reincorporarse. El filo impactó contra el tronco de un árbol, partiéndolo como si fuera mantequilla.

No podía enfrentarlo con fuerza bruta. No ganaría en un duelo de resistencia.

Pero Tweek nunca había necesitado ser el más fuerte.

Necesitaba ser más rápido.

Se movió en zigzag, reduciendo la distancia entre ellos en cuestión de segundos. Christophe trató de interceptarlo con un giro lateral, pero Tweek se deslizó por debajo del golpe con una agilidad felina.

Aprovechó su propia inercia y, en el instante en que quedó a su lado, desenvainó una de sus dagas y cortó en un solo movimiento el costado del hombre.

No lo suficiente para matarlo, pero sí para que la sangre brotara.

Christophe gruñó y retrocedió, su mano libre apretando la herida. Cuando volvió a mirarlo, la diversión en su rostro había desaparecido.

Oh, hermosura… —exhaló, con sus ojos volviéndose afilados—. Detesto las alimañas escurridizas.

Tweek apretó la mandíbula. Christophe se erguía con una presencia imponente, su sonrisa torcida había desaparecido y sus oscuros ojos lo miraban con una promesa silenciosa de destrucción. La herida en su costado sangraba, pero el hombre no parecía afectado en absoluto. Si acaso, parecía aún más motivado.

—No me gusta perder sangre —murmuró, girando su hacha con una precisión aterradora—. Me pone de muy mal humor.

Sin previo aviso, embistió con una rapidez que no correspondía con su tamaño. Tweek apenas tuvo tiempo de saltar hacia atrás cuando el filo del hacha surcó el aire.

Era fuerte, brutal y rápido.

Podría lidiar con él.

Podría, si tuviera tiempo.

Pero no lo tenía.

Sus ojos se desviaron fugazmente hacia Craig.

El pelinegro se sostenía sobre una rodilla, con la respiración entrecortada. La herida de su costado empapaba su ropa de rojo, y Tweek sintió su estómago encogerse cuando vio el estoque tirado a un lado, cubierto de su sangre.

Joder.

Se lo había quitado.

Eso significaba que la herida estaba completamente abierta. La sangre no tenía nada que la detuviera.

Si no salían de ahí rápido, Craig no iba a durar mucho más.

No había tiempo para un duelo de resistencia.

Tweek esquivó otro tajo y rodó hacia un lado, buscando desesperadamente una ruta de escape. Pero estaban jodidamente atrapados. El acantilado se alzaba tras ellos, estaban a una altura peligrosa. Un maldito callejón sin salida.

—¿Te estás distrayendo, pajarito? —la voz de Christophe lo sacó de sus pensamientos, justo antes de que un puño impactara contra su abdomen.

El aire abandonó sus pulmones con solo ese golpe, y su cuerpo salió despedido hacia atrás. Se estrelló contra el suelo, rodando un par de veces antes de quedar boca arriba, jadeando con dificultad.

Mierda.

Intentó levantarse, pero un pie se plantó sobre su pecho, presionando con suficiente fuerza como para que sus costillas protestaran.

—Sabes moverte bien —murmuró Christophe, mirándolo desde arriba—, pero aquí terminas, petit chaton.

No podía fallar ahora.

Craig lo necesitaba.

No importaba cómo, tenían que salir de ahí.

Tenían que hacerlo ya.

Tweek gruñó entre dientes, su mente iba a toda velocidad buscando una salida. Christophe era un muro de músculos y furia contenida, y el peso de su pie sobre su pecho le impedía moverse con facilidad.

Pero Tweek no era fácil de someter.

Tensó los músculos y esperó el momento exacto. Cuando Christophe se inclinó apenas un poco para burlarse, Tweek reaccionó como un resorte: deslizó su daga entre su brazo y el torso del hombre, girándola lo suficiente para que la hoja hiciera un corte en su pierna expuesta.

Por desgracia no fue profundo, pero fue lo suficiente para que Christophe se quejara y se apartara instintivamente.

Era la oportunidad que necesitaba.

Rodó a un lado con rapidez, poniéndose de pie de un salto. Christophe chasqueó la lengua, su irritación era demasiado visible.

—Tienes garras, ¿eh? —bufó, sacudiendo su pierna antes de tomar con más firmeza el mango de su hacha—. Pero yo tengo más fuerza.

Giró el arma con violencia, y Tweek vio cómo sus nudillos se tensaban con la promesa de un golpe letal.

El hachazo cayó con brutalidad, pero esta vez Tweek estaba listo.

Saltó en el último segundo, haciendo una voltereta ágil en el aire, mientras la fuerza del impacto hacía que la enorme hoja del arma se hundiera en la tierra muy profundo. La sorpresa en el rostro de Christophe fue instantánea.

Antes de que pudiera reaccionar, Tweek aterrizó con agilidad sobre el mango del hacha, usando la misma fuerza del impacto para impulsarse con un salto. El movimiento fue tan rápido que el castaño apenas tuvo tiempo de alzar la vista antes de que el puño de Tweek impactara contra la nariz con una fuerza demoledora.

La cabeza de Christophe se echó hacia atrás por el impacto, y su cuerpo tambaleó unos pasos hacia atrás.

—¡Hijo de…! —Christophe llevó una mano a su rostro, la sangre caliente deslizándose por su labio.

Tweek no pensaba darle oportunidad de recuperarse. Se lanzó hacia él con todo lo que tenía.

El puño de Tweek se estrelló contra la mandíbula de Christophe, con tal fuerza que sintió el impacto reverberar por sus nudillos. El hombre gruñó, tambaleándose por un segundo antes de recuperar el equilibrio con rapidez. Pero Tweek no se detuvo. Su siguiente golpe aterrizó con furia en su pómulo, haciendo que la cabeza del hombre girara bruscamente.

No era suficiente.

Christophe era un toro. Duro, resistente. No caería tan fácil como Gregory.

Por un instante, Tweek consideró usar su daga. Sus dedos se tensaron alrededor del mango, y el filo del arma se deslizó peligrosamente cerca de la garganta del extranjero.

Solo un movimiento rápido. Solo un corte profundo y esto terminaría.

—¡Tweek! —La voz de Craig irrumpió con desesperación, seguida de un golpe sordo.

Tweek giró el rostro justo a tiempo para verlo desplomarse.

El pánico se apoderó de su pecho.

Y como si el destino quisiera joderlo aún más, escuchó el sonido de un jadeo entrecortado detrás de él.

Gregory.

El maldito ya se estaba removiendo.

Tweek apretó los dientes con frustración.

—¡Mierda!

Retiró la daga del cuello de Christophe con un gruñido, pero no sin antes escupirle con desdén en el rostro.

Christophe soltó una risa ronca, más asombrado que molesto.

—Oh, cariño...

Tweek no se quedó para escuchar más.

Sus piernas se movieron antes de que pudiera pensar en una mejor opción, corriendo hacia Craig con el pulso acelerado.

La caída era una locura.

La espuma blanca rugía en el fondo del acantilado, el agua chocando violentamente contra las rocas.

Tal vez morirían. Tal vez se partirían los huesos contra la corriente traicionera.

Pero no podían quedarse ahí.

Sin detenerse, deslizó los brazos bajo el cuerpo de Craig y, con toda la fuerza de su desesperación, se lanzó al vacío con él.

 

El viento cortó sus oídos.

El mundo giró en un torbellino de vértigo.

Impacto.

El agua los envolvió como una mordida helada.

Tweek perdió el aire en un jadeo ahogado, la presión arrastrándolo hacia abajo, sumiéndolo en la oscuridad.

Pero no lo soltaría.

Apretó los brazos alrededor de Craig con fiereza, y con un último esfuerzo, comenzó a nadar hacia la superficie.

El agua los tragó con una brutalidad que le arrebató todo el aire de los pulmones. El frío le caló hasta los huesos, quemando su piel con un ardor helado. La corriente lo arrastró, golpeándolo contra las sombras líquidas que lo envolvían, pero su agarre sobre Craig se mantuvo firme.

La superficie parecía lejana, un reflejo distorsionado de luz filtrándose entre la turbulencia. Sus pulmones ardían. Su cabeza palpitaba con urgencia.

Nadó.

Pataleó con furia, luchando contra la presión que intentaba arrastrarlo más profundo. Craig no respondía, su cuerpo pesaba como si el agua hubiera drenado toda su fuerza.

Maldita sea.

Su corazón se aceleró con un nuevo golpe de pánico.

No. Craig no iba a morir aquí.

Con un último esfuerzo, Tweek rompió la superficie, inhalando una bocanada desesperada de aire. Tosió y sacudió la cabeza, sintiendo cómo la corriente lo seguía empujando, arrastrándolo río abajo.

Miró a su alrededor.

El cielo se abría en un azul casi enceguecedor, contrastando con el caos del agua. A los lados, solo había altos muros de roca, y más adelante, una curva pronunciada indicaba que el río se angostaba.

No había tiempo.

—¡Craig! —jadeó, sacudiéndolo ligeramente.

Nada.

Su rostro estaba pálido, su cabello empapado pegado a su frente. La herida en su costado se veía peor con el agua tiñéndose de un rojo turbio a su alrededor.

Tweek apretó los dientes.

“No entres en pánico. Piensa.”

Giró sobre su espalda y aseguró a Craig contra su pecho, manteniendo su cabeza fuera del agua. Usó sus piernas para impulsarse con la corriente, dejándose llevar mientras trataba de dirigirlos hacia alguna posible orilla.

Cada brazada era un esfuerzo doloroso.

Sus músculos ardían, su cuerpo gritaba por descanso. Pero no se detuvo.

El sonido del agua rugía a su alrededor, el eco del río rebotando contra las paredes de piedra. Luego vio una oportunidad, una formación rocosa sobresalía un poco más adelante, creando una pequeña zona donde la corriente no era tan fuerte.

Ahí.

Reuniendo todas sus fuerzas, nadó con dirección a las rocas, empujando con cada fibra de su ser. Su piel se raspó contra la superficie áspera cuando por fin logró aferrarse, sus uñas clavándose con desesperación, pudo sentir que sangró, pero no le importó.

Con un último tirón, sacó a Craig del agua, dejándolo caer sobre la piedra. Tweek se tambaleó, sintiendo su cuerpo temblar por el frío y el esfuerzo.

Pero no había tiempo para descansar.

Se inclinó sobre Craig, sacudiéndolo con más urgencia.

—¡Hey! ¡Craig, despierta, carajo!

Nada.

Su pecho apenas subía y bajaba, su respiración débil.

Tweek sintió que el miedo se aferraba a su garganta como un nudo sofocante.

“Piensa, piensa, piensa.”

Su herida. La hemorragia. Tenía que detenerla.

Mierda, necesitaba fuego. Algo para cerrar la herida antes de que Craig perdiera aún más sangre.

El viento soplaba contra su piel húmeda, erizándola hasta la médula.

Tweek respiró hondo, obligándose a calmarse. Él podía con esto.

—No te mueras Craig… no ahora.

Craig seguía inconsciente, con su rostro pálido y sus labios ya tomando un tono azulado por el frío. Tweek se quitó la capa empapada y la rasgó con los dientes y las manos temblorosas, enrollando un trozo grueso sobre la herida de Craig. No era suficiente. La tela se oscureció rápidamente con la sangre.

Tweek maldijo y presionó con más fuerza, sintiendo el calor pegajoso manchar sus palmas. “Aguanta, aguanta, aguanta.”

De verdad necesitaba fuego.

Miró a su alrededor, sus ojos recorriendo frenéticamente la orilla rocosa y la vegetación cercana. Todo estaba húmedo, pero… ahí.

Unos metros más arriba, entre unas raíces expuestas, habían hojas secas y pequeñas ramas que el agua no había alcanzado. No tenía mucho, pero tenía algo. Le dio un último vistazo a Craig. Sus respiraciones eran superficiales, pero seguía respirando.

—No te atrevas a morirte mientras me voy.

Corrió.

Cada paso sobre la piedra resbaladiza era un desafío, su cuerpo aún tiritaba por el frío del agua, pero no se detuvo. Se agachó, recogió la madera seca con rapidez y volvió junto a Craig.

Ahora, el fuego.

Tweek no era ningún maldito mago, pero sabía encender fuego de forma rápida. Sacó un pedernal de su cinturón, golpeándolo repetidamente contra una hoja de metal. Chispas.

Otra. Otra.

El humo comenzó a elevarse entre las hojas secas hasta que, finalmente, una pequeña llama cobró vida.

—Vamos, crece, crece, crece.

Sopló con cuidado, alentando el fuego hasta que tuvo suficiente para calentar el filo de su daga.

El metal se tornó de un rojo ardiente.

Tweek tragó saliva.

No había forma de que Craig no sintiera esto.

Tomó aire y lo dejó ir en un tembloroso suspiro antes de retirar el vendaje ensangrentado y presionar el metal caliente contra la herida. El chisporroteo de la carne de Craig quemándose le revolvió el estómago. El cuerpo del hombre herido se sacudió violentamente, un sonido entre un jadeo ahogado y un gruñido escapó de sus labios, pero no despertó.

Tweek apretó los dientes, manteniendo la daga en su sitio hasta que estuvo seguro de que la hemorragia se había detenido. Cuando la retiró, el olor a carne chamuscada lo golpeó de lleno.

Pero Craig seguía respirando.

Era todo lo que importaba.

Soltó la daga con un sonido metálico contra la piedra, sintiendo que sus propias fuerzas lo abandonaban un poco. Su pecho subía y bajaba con rapidez, sus manos aún temblaban.

Lentamente, limpió la piel de Craig con el poco agua limpia que pudo encontrar en su cantimplora y lo cubrió con su propia capa, a pesar de que seguía húmeda. El frío no era su amigo en este momento.

Craig viviría.

Pero todavía no estaban a salvo.

El sonido del agua agitándose a su alrededor apenas le importaba. Su prioridad era Craig. Su respiración seguía presente, pero era errática y débil. La herida aún sangraba un poco.

—No te mueras, Craig… no ahora —murmuró con urgencia mientras presionaba la herida con ambas manos, temblando por la adrenalina y el frío. La tela de la camisa de Craig ya estaba empapada en rojo y Tweek sintió un escalofrío de pánico recorrerle la espalda. No podía quedarse ahí. Si esos bastardos los estaban persiguiendo, encontrarlos en la orilla sería una sentencia de muerte.

Miró alrededor frenéticamente, buscando algo, cualquier cosa que pudiera servir de refugio. No podía cargar a Craig muy lejos, moverlo en esas condiciones era peligroso, pero dejarlo allí expuesto era aún peor. Su mirada se fijó en un pequeño saliente cubierto de rocas y matorrales a unos metros de distancia. No era una cueva, pero al menos los ocultaría de cualquier ojo indiscreto.

—Mierda…

Inspiró hondo y con sumo cuidado colocó uno de los brazos de Craig alrededor de su hombro. No podía levantarlo por completo, así que lo arrastró lo mejor que pudo, usando su propia capa empapada para amortiguar el movimiento. El camino fue un infierno. Cada jadeo de Craig lo hacía tensarse, temiendo que se despertara y se moviera bruscamente. No podía darse el lujo de que la herida volviera a abrirse más.

Cuando por fin llegaron, lo recostó con delicadeza sobre la tierra húmeda. Tweek trabajó rápido. Arrancó otro pedazo de su túnica para hacer una nueva venda improvisada y la envolvió firmemente alrededor del costado de Craig, apretando lo suficiente, sin sofocarlo. Sus manos estaban temblando, pero no por su paranoia habitual. Era miedo. Miedo de verdad. No quería perderlo.

Tweek respiró profundo, obligándose a tranquilizarse. Lo había estabilizado por ahora, pero la situación seguía lejos de ser segura.

La poca luz solar que quedaba apenas iluminaba el entorno, sumiendo todo en una penumbra azulada que no ayudaba en nada. Incluso él comenzaba a sentir el frío calando en sus huesos, encender una nueva fogata sería un suicidio en ese momento; cualquier resplandor en la distancia sería como una señal de bienvenida para quien aún los estuviera buscando.

Se frotó los brazos con ansiedad, su mirada se deslizó de un lado a otro, asegurándose de que estaban solos.

El pelinegro estaba tendido a su lado, su rostro pálido y perlado de sudor, con una expresión tensa, como si aún estuviera atrapado en la agonía del dolor incluso inconsciente. Su respiración era irregular, pero constante. Al menos la hemorragia se había detenido… por ahora.

Tweek tragó saliva. No podía hacer más que esperar.

Sin pensarlo demasiado, llevó una mano temblorosa hasta la mejilla de Craig, trazando con cuidado la piel helada bajo sus dedos. Se sentía tan extraño verlo así, tan vulnerable…

—¿Por qué no me llamaste? —murmuró con su garganta apretada por una emoción que no sabía cómo manejar—. Debí salir de esos arbustos aunque me dijeras que no…

No importaba cuántas veces Craig le pidiera que confiara en él, que lo dejara manejar las cosas por su cuenta. No importaba lo hábil que fuera con la espada, lo rápido que pudiera moverse en combate. En el fondo, Tweek odiaba la idea de no estar ahí cuando realmente lo necesitaban.

Rechinó los dientes.

No podía permitirse bajar la guardia. Pero Craig seguía temblando, su cuerpo exigiendo el calor que el ambiente no le ofrecía. Maldijo por lo bajo y se acomodó cuidadosamente a su lado, deslizando los brazos con cautela alrededor de su torso, acurrucándose con él con la esperanza de brindarle algo de calor.

El contacto lo hizo tensarse al principio, pero luego se obligó a relajarse. No tenía de otra. Craig no moriría por una estúpida hipotermia después de sobrevivir a esa mierda.

Con la mandíbula apretada, deslizó una mano hasta una de sus dagas, sosteniéndola con fuerza, sus nudillos pálidos por la presión.

Si alguien intentaba acercarse… si alguien siquiera pensaba en aprovecharse de la situación…

Ahora no dudaría en hundir el filo hasta el fondo.

 

 

Así pasó un par de horas, con el cuerpo tenso y el corazón latiendo con cada pequeño sonido en la distancia. Tweek se obligaba a mantenerse despierto, aunque el agotamiento le pesaba en los párpados. A veces su cabeza caía levemente hacia adelante, sus reflejos tardaban más de lo normal en responder, pero se sacudía de inmediato, parpadeando rápido para espantar el sueño. No podía permitirse cerrar los ojos.

Craig seguía respirando, pero su piel permanecía fría al tacto. Tweek frunció el ceño y volvió a presionar suavemente su palma contra su mejilla, en un intento desesperado de transmitirle algo de calor. Su piel se sentía más pálida, más frágil de lo que le gustaba admitir. Cada cierto tiempo revisaba su herida. El vendaje se iba ensuciando con la sangre seca y el barro del ambiente, por lo que tenía que ir arrancando más pedazos de lo que quedaba de su capa para hacer nuevos vendajes. Pronto, no quedó nada de la prenda más que jirones desperdigados a su alrededor, pero le daba igual. Lo importante era que Craig no empeorara.

El tiempo se estiró en una calma insoportable. El sol comenzó a teñir el cielo con matices de fuego y púrpura, una señal de que la noche no tardaría en caer.

Tweek suspiró, frotándose los ojos con cansancio. Su cuerpo dolía de mantenerse alerta tanto tiempo, cada músculo en su ser rogaba por descanso. Pero no iba a ceder.

Justo cuando volvía a ajustar el vendaje con manos temblorosas, sintió un leve movimiento bajo su tacto.

El aire quedó atrapado en sus pulmones.

Craig frunció el ceño débilmente y su respiración cambió. Un instante después, sus ojos entreabiertos reflejaron los últimos destellos del atardecer.

Tweek casi dejó caer el vendaje de la sorpresa.

—Craig… —murmuró, inclinándose un poco más hacia él, observando con nerviosismo cada pequeño gesto de su rostro.

El pelinegro parpadeó lentamente, como si le costara procesar dónde estaba.

Tweek sintió cómo algo en su pecho se aflojaba de golpe.

Finalmente, después de esas largas y jodidas horas… había despertado.

Craig parpadeó con lentitud, su mirada vidriosa vagando por el cielo teñido de naranja y púrpura. Aún respiraba con dificultad, pero al menos estaba consciente.

—Tweek… —su voz salió débil, apenas en un murmullo ronco—. ¿Qué pasó…?

Tweek sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No solo por el cansancio acumulado ni por el aire helado del atardecer, sino porque por un instante, al verlo abrir los ojos, toda la tensión que había cargado sobre sus hombros amenazó con desplomarlo.

Soltó un respiro tembloroso y pasó una mano por su cabello enmarañado.

—Joder, hombre… te desplomaste —su voz se quebró un poco sin quererlo. Trató de recomponerse, pero sus manos aún temblaban al apoyarlas sobre el suelo—. Por un momento pensé que estabas muerto.

La confesión salió más áspera de lo que esperaba. Quizás porque en el fondo todavía no terminaba de procesar todo lo que había pasado.

Craig entrecerró los ojos, como si intentara recordar, pero Tweek no le dio tiempo.

—No pude terminar con esos dos… —admitió, apretando la mandíbula con frustración—. Y con tu herida, no podríamos haber escapado muy lejos, ni aunque lo intentara.

Apretó el puño sobre su muslo.

—Lo único que se me ocurrió fue saltar del acantilado.

Craig arqueó una ceja, pero no dijo nada. Tweek continuó, su voz aún temblorosa.

—La corriente nos arrastró un poco… pero al menos así logramos perderles el rastro. Luego te saqué del agua y… mierda, tuve que hacer algo con tu herida antes de que te desangraras.

Se mordió el labio inferior y bajó la mirada hacia las vendas improvisadas.

—No tenía muchas opciones, así que… calenté una de mis dagas y la usé para cerrarla.

No tenía que decirlo, Craig seguramente ya lo había notado. El dolor aún debía estar palpitando en su costado, recordándole la quemadura que lo mantenía con vida.

Tweek tragó saliva y desvió la mirada hacia la tierra húmeda.

—Perdí el equipaje —confesó con voz más baja—. Y el mapa… quedó hecho mierda.

El silencio se hizo más pesado entre ellos. Tweek sintió el pecho apretado por la culpa. Había hecho lo que pudo, pero no podía evitar sentir que había fallado de alguna manera.

Se armó de valor para mirar de nuevo a Craig.

—Lo siento.

No sabía exactamente por qué se disculpaba. Tal vez por haber perdido todo, tal vez por haberlo hecho pasar por ese infierno… o quizás porque, a pesar de todo, no podía evitar temer que lo perdería de todas formas.

Tweek aún mantenía la mirada clavada en la tierra húmeda, con los labios apretados y la respiración irregular. Su cuerpo temblaba, aunque no estaba seguro de si era por el frío o por todo lo que sentía acumulándose en su pecho.

De repente, sintió algo sobre su pierna.

Era la mano de Craig.

Apenas tenía fuerzas para moverla, pero ahí estaba, débil y temblorosa, ejerciendo la mínima presión posible. Tweek alzó la vista y se encontró con esos ojos verdes mirándolo con algo que no esperaba ver: calma.

—No te disculpes… —La voz de Craig era baja, quebrada por la fatiga, pero sonaba firme—. No tienes la culpa de nada.

Tweek apretó los dientes. Su garganta ardía.

—¿Cómo puedes decir eso? —susurró, su voz desgarrada—. Perdimos todo… casi te mueres, Craig.

Su pecho se agitó y las palabras se atragantaron en su boca.

—¿¡Por qué hiciste eso!? —explotó de golpe, su furia y desesperación mezclándose en su voz temblorosa—. Pudiste haberme avisado, joder… un grito, un maldito gesto… ¿Por qué demonios permitiste que me escondiera…?

Craig cerró los ojos por un instante, como si reunir fuerzas para hablar fuera una tarea monumental. Cuando los abrió de nuevo, su mirada era igual de serena.

—Tenía que compensarlo.

—¿Compensar qué?

—La guerra.

Tweek parpadeó, confundido, mientras las palabras de Craig flotaban entre ellos como algo inevitable.

—Te lo debía —continuó el pelinegro, su agarre sobre su pierna aflojándose—. Por la vez que no pude protegerte.

Tweek sintió que algo dentro de él se rompía. Sus manos se crisparon sobre sus rodillas y sus labios temblaron.

—Craig…

Sus ojos ardían. No quería llorar, pero su cuerpo tenía otros planes.

Un sollozo escapó de su garganta antes de que pudiera contenerlo, y cuando se dio cuenta, ya estaba temblando.

—Me dio mucho miedo… —murmuró entre dientes, sintiendo que cada palabra le rasgaba la piel—. Pensé que te perdía.

Se llevó una mano a la cara, cubriéndose los ojos por un instante, como si quisiera desaparecer esa imagen de su cabeza: Craig desplomándose, la sangre empapando su ropa, el terror puro que lo había invadido al pensar que lo había perdido.

Pero Craig, incluso en su estado, hizo algo que lo desarmó aún más.

Apenas tenía fuerzas, pero con lo poco que le quedaba, deslizó su mano temblorosa hasta encontrar la de Tweek.

El toque era débil, casi imperceptible… pero real.

—Estoy aquí —susurró Craig con seriedad—. Lo siento por preocuparte.

Tweek no pudo más.

Se inclinó, apoyando la frente en el hombro de Craig, con los puños apretados y la respiración entrecortada.

Puedes llorar Tweek… Está bien.

El segundo sollozo salió de su garganta como un espasmo involuntario, entrecortado y ahogado, pero después no pudo detenerlo.

Tweek se aferró al hombro de Craig, temblando. Su cuerpo se sacudía con cada respiración agitada, con cada lágrima caliente que caía y se deslizaba por sus mejillas sucias. Sus dedos se apretaron con fuerza sobre el pelinegro, como si… Soltarlo significara perderlo de nuevo.

Los sollozos se convirtieron en algo más crudo, más profundo.

El cansancio que lo carcomía hasta los huesos.

El peso de cada decisión, cada lucha, cada instante en el que sintió que todo estaba fuera de su control.

El recuerdo de la guerra, de la sangre, de las veces en las que había sentido la misma desesperación asfixiante que ahora le quemaba el pecho.

Pero sobre todo, era Craig.

Craig, con su estúpida costumbre de cargar con todo él solo. Craig, con su silencio agotador y su tendencia a ponerse en riesgo por él como si su vida no importara tanto.

—Eres un idiota… —logró murmurar entre sollozos, con la voz rota, con la garganta raspada de tanto contener lo que ahora se derramaba sin control.

Craig no respondió de inmediato. No tenía la fuerza para abrazarlo, pero mantuvo su mano, sosteniéndolo de la única manera que podía.

—Lo sé —susurró al final.

Tweek hundió más la cara en su hombro, su llanto volviéndose más silencioso, pero no menos profundo.

Quizás esto era lo que necesitaba.

Soltarlo todo. 

Dejar de ignorar el echo de que Craig quizás parecía no recordar muchas cosas.

Dejar de ser el que siempre está en guardia, el que lucha, el que se aferra con los dientes y las uñas a la vida.

Porque en ese instante, en la orilla de un acantilado, con el sol muriendo en el horizonte y el frío calando hasta los huesos, solo eran dos personas al borde del abismo, aferrándose la una a la otra.

 

 

 



 

—Las amazonas son muy amables. —dijo Cosette con tono suave, mientras pasaba la mano sobre su vestido de seda.

—Un tanto agresivas, me temo. Durante el entrenamiento, me rompieron una costilla. Esa marca… no le agradará a mi amado. —respondió Charlotte, con un leve suspiro de incomodidad.

—Cosette, Charlotte, se están desviando de nuevo —exclamó la mujer rubia con desdén, mirando severamente a las dos chicas castañas que se encontraban reflejadas en el espejo mágico de mano, que parecía brillar bajo la tenue luz de la luna. —¿Mañana será?

—Es correcto, señorita Estella, mañana Charlotte tendrá su guardia —respondió Cosette, enderezándose y adoptando una postura más formal.

—Solo será un entrar y salir —dijo Charlotte, con una sonrisa que se asomaba entre sus labios finos y largos, guiñando el ojo con confianza.

La rubia soltó una risa satisfecha, mientras contemplaba a las otras dos con ojos brillantes de anticipación.

—Muy bien, entonces las veré mañana en el punto de encuentro. Ya quiero ver la cara de ese cubo de mierda cuando sepa que mi plan tuvo éxito —comentó con tono de victoria.

—¿Hablaba de ser Gregory? —Cosette, con una leve curiosidad, le preguntó a Charlotte, mientras la comunicación a través del espejo se cortaba abruptamente.

Estella Havisham guardó el espejo en su bolso y, con un suspiro de satisfacción, giró su mirada hacia la ciudad a lo lejos. El santuario de placeres y destellos continuaba siendo el lugar más imponente, la joya de la región de la tierra media de Zaron, un a estructura hermosa y la mejor protegida de todo el continente. Aunque, para ella, no había nada más hermoso que las ciudades de su tierra natal.

—Esas perras van a llorar —dijo, dejando escapar una risa sardónica, mucho más vulgar que antes, mientras el brillo de su sonrisa revelaba una mezcla de malicia y satisfacción.

Lo que Estella no sabía era que, a menos de un día de distancia, un caballero montado en su fiel y peludo can gigante se dirigía con firmeza al santuario, ajeno por completo a los planes de la mujer.

 



 

Chapter 13: Stan

Summary:

"Por mucho que lo aprecie
Solo termino lastimándolo
¿Hay tiempo para el amor cuando el mundo cae en guerra?"

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

—Ningún hombre puede poner un pie en el Santuario de Placeres y Destellos.

—Annie, le envié un ave a Wendy avisándole que vendría… — habló Stan con calma, alzando las manos en señal de paz.

—No he recibido ningún mensaje.

—Es una emergencia.

—No me importa, Marsh. De todos los hombres, tú eres el menos bienvenido aquí. Así que da media vuelta, súbete a tu bestia apestosa y lárgate.

Stan apretó la mandíbula, conteniendo la irritación. La lanza de Annie estaba peligrosamente cerca de su rostro, pero lo que más le molestó fue el desprecio en su tono... especialmente hacia Sparky. Como si entendiera el insulto, su fiel canino gruñó con desdén, removiéndose inquieto. Stan le dio una palmada tranquilizadora en el cuello. Sabía que las amazonas eran hostiles con los hombres, pero ofender a su compañero de batalla... eso sí que estaba de más.

—Solo será un momento. Necesito un consejo.

Annie dejó escapar una risa seca.

—¿Un consejo? ¿Te recuerdo la vez que apareciste aquí borracho y llorando?

Stan cerró los ojos un instante, exhalando con paciencia.

—Annie, eso fue hace años. Sabes que ahora Wendy y yo solo somos amigos. Ya no hay nada más entre nosotros.

—No te creo ni una palabra. Lárgate.

Sin darle oportunidad de responder, la amazona avanzó un paso, deslizando el filo de su lanza hasta rozar el cuello desprotegido de Stan. Pero él no se inmutó.

Lo entendía. Esto no se trataba solo de las reglas del santuario. Annie era una de las mejores amigas de Wendy y, más allá de cualquier voto, estaba protegiéndola a su manera.

—¿Qué es todo este alboroto?

Una voz firme y autoritaria sonó detrás de Annie, haciendo que la amazona se apartara apenas unos centímetros.

Stan levantó la vista y la vio. Wendy no había cambiado mucho desde la última vez que se encontraron, justo después de la guerra, en aquella gran celebración donde, por supuesto, había terminado borracho y llorando por ella como un niño. Pero eso fue hace años.

Ahora, Wendy Testaburger era la líder regente del santuario y de las amazonas, y se veía imponente como siempre. Su belleza contrastaba con la fuerza que emanaba de su porte, su piel blanca llevaba las marcas de su historia, ligeras cicatrices que contaban batallas pasadas sin restarle elegancia. Sus ojos negros, profundos y determinados, podían perforar a cualquiera que osara desafiarla, y su largo cabello del mismo color caía en ondas disciplinadas, enmarcando su rostro con una mezcla de severidad y gracia. Vestía una armadura morada y rosa, los colores predominantes de las amazonas, las placas metálicas realzaban su postura erguida, y cada movimiento suyo era calculado, preciso. Ella no necesitaba levantar la voz ni blandir un arma para inspirar respeto. Ella era Wendy, la mujer que gobernaba entre guerreras, la amazona que se había ganado su lugar a base de poder y estrategia.

Stan tragó saliva.

—Wendy…

—Leí tu carta demasiado tarde, Stan. Lamento las molestias.

Una sola mirada de Wendy bastó para que Annie recuperara de inmediato su postura de guardiana. Enderezó la espalda y acomodó su lanza con una inclinación sutil, un gesto de respeto silencioso.

—Puedes pasar —concedió Wendy—, pero Sparky tendrá que quedarse en los establos.

El gran can ladró con mejor humor, meneando la cola como si estuviera de acuerdo con la decisión.

—Sí, parece que no hay problema con eso —respondió Stan, aliviado—. Gracias, Wendy.

Ella le dedicó una suave sonrisa, una que contrastaba con su porte imponente.

—Está bien. Siempre es bueno recibir la visita de un amigo.

Sí, Wendy realmente era grandiosa.

Ella solo hizo un gesto para que la siguiera. Stan tomó aire y avanzó detrás de ella, sus botas resonando contra el mármol pulido mientras cruzaban las imponentes puertas de la ciudad. Eran altas, esculpidas con figuras gráciles de mujeres en armadura, con ojos de piedra que parecían juzgarlo desde la eternidad. Más allá, el Santuario de Placeres y Destellos se desplegaba ante sus ojos con una majestuosidad casi irreal. La ciudad era una sinfonía de mármol y luz. Los edificios se alzaban con gracia etérea, con sus columnas torneadas con la delicadeza de manos maestras, y sus cúpulas reflejaban el sol con un fulgor suave. Cada calle estaba meticulosamente trazada, bordeada por jardines de flores exóticas y fuentes cristalinas que susurraban melodías con el caer del agua. No había rastro de suciedad ni desorden; incluso los adoquines parecían colocados con una armonía casi artística.

A medida que avanzaban, Stan sintió la intensidad de las miradas sobre él. Mujeres de todas las edades le dirigían expresiones desdeñosas, era una anomalía en aquel paraíso de mármol y perfección. Las amazonas no disimulaban su desdén. Stan intentó mantener la cabeza en alto, fingir que las miradas no le afectaban, pero la hostilidad en el aire era innegable.

El Santuario era hermoso, pero bajo su esplendor, Stan no podía ignorar que él no pertenecía allí.

Después de dejar a Sparky en el establo, Wendy lo invitó a los jardines. Stan la siguió en silencio, tratando de ignorar la sensación de inquietud que aún lo rodeaba. Las amazonas no le quitaban los ojos de encima, pero al menos ahí, entre la exuberante vegetación y el perfume de flores desconocidas, se sintió un poco más aliviado.

El jardín era un oasis de calma dentro de la perfección marmórea de la ciudad. Fuentes de piedra esculpida dejaban caer hilos de agua en estanques donde peces de colores nadaban con elegancia. Los senderos estaban rodeados de arbustos recortados con precisión, y altos árboles de troncos nacarados proyectaban sombras suaves bajo la luz del atardecer. Pequeños destellos danzaban en el aire, reflejos de la luz atrapados en cristales incrustados en las pérgolas.

Wendy caminó hasta una de las bancas de mármol y se sentó con una naturalidad despreocupada. Stan, aún un poco tenso, se acomodó a su lado. Por fin, ella rompió el silencio.

—¿Así que Kyle, eh? —preguntó, cruzándose de brazos con una media sonrisa.

Stan sintió cómo el calor le subía al rostro. Desvió la mirada, enfocándose en una flor que crecía entre las losas del suelo.

—Es… sí —respondió con torpeza.

Wendy soltó una leve risa, sacudiendo la cabeza.

—Bueno, en realidad no me sorprende.

Stan levantó la vista, desconcertado.

—¿No lo hace?...

—No. Quiero decir, Kyle ha rechazado incontables matrimonios, y los dos ponen esas caras de tonto cuando están juntos en las reuniones.

—¿Hacemos qué? — Stan parpadeó, sintiendo cómo su corazón daba un vuelco.

Wendy apoyó un codo en el respaldo de la banca y lo miró con una expresión divertida.

—Oh, por favor. Te lo digo como alguien que ha tenido que verlos intercambiar miradas durante años.

Stan bajó la cabeza, ocultando una sonrisa nerviosa.

—Supongo que ocultarlo no era nuestra especialidad… —suspiró, frotándose la nuca—. Pero de todos modos, la he cagado, Wendy.

—Sí, leí sobre eso. —Ella alzó una ceja, cruzándose de brazos—. Y concuerdo. Decirle las cosas borracho y besarlo definitivamente suena muy … y si no lo entiendes, quiero decir que fuiste muy idiota.

La sonrisa de Stan se borró y miró hacia otro lado.

—Estaba encabronado…

—¿Y eso te daba derecho a colarte en su cuarto y abrumarlo así? —Wendy apoyó un codo en el respaldo de la banca, sin apartar su mirada de él—. No conozco a Kyle como tú, pero te conozco a ti. Fuiste impulsivo. No lo culpo por actuar distante contigo.

Stan apretó los puños sobre sus rodillas, sintiendo cómo la culpa volvía a asentarse en su pecho.

—No me ha hablado para nada, Wendy… —murmuró, con la voz más apagada—. Solo lo justo para cosas de las tropas. Nunca lo había visto tan… diferente.

Wendy lo observó en silencio por un momento. Luego, con un suspiro, dejó caer la espalda contra el banco.

—Bueno, ¿qué esperabas? Prácticamente lo pusiste contra la pared y le lanzaste todo de golpe.

Stan cerró los ojos un instante. Sabía que tenía razón. Pero eso no hacía que doliera menos.

—¿Te preocupa también su nueva prometida?

Stan suspiró, desviando la mirada.

—Lady Meyers es… una buena mujer. La madre de Kyle está encantada con ella, los habitantes también. Incluso… debo admitir que se lleva bien con él.

Wendy inclinó ligeramente la cabeza, observándolo con curiosidad.

—Mm… Pero Kyle no siente atracción por las mujeres.

Stan frunció el ceño.

—¿Eso crees?

—Bueno, es lo más evidente. Puede que no lo conozca como tú, pero Kyle es más transparente de lo que piensas respecto a eso. No es como tú. —Wendy se encogió de hombros con una sonrisa ladina—. Digo, ¿no se espantaba con los coqueteos de la princesa McCormick en el pasado? Y eso no tenía nada que ver con su sangre. Kyle repele cualquier acercamiento romántico de una mujer. La amistad es una cosa, pero más allá de eso… no hay interés.

Stan se quedó en silencio, con su mente repasando viejos recuerdos.

—Sí, tienes razón —admitió en voz baja, apoyando los codos sobre sus rodillas—. Pero eso no cambia lo que hice. Lo presioné, lo… Lo lastimé, Wendy… Y ahora no sé si siquiera quiere verme como antes.

Wendy se cruzó de piernas y dejó escapar un suspiro, jugando con un mechón de su cabello.

—Mira, Stan, Kyle puede ser un buen rey, pero su orgullo lo hace levantar murallas.

Stan frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Que si de verdad no le importaras, si lo que hiciste no hubiera significado nada para él, simplemente te habría ignorado, habría seguido con su vida como si nada. En cambio, está distante, sí, pero aún sigue ahí. Lo que hiciste fue un punto de inflexión para él.

Stan giró la cabeza para mirarla.

—¿Crees que hay esperanza?

Wendy le devolvió la mirada con una sonrisa leve, pero llena de significado.

—Eso depende de si tienes el valor de enfrentar las consecuencias de lo que hiciste… y de lo que sientes.

Stan tragó saliva, sintiendo el peso de sus propias emociones sobre los hombros. No tenía la respuesta aún, pero por primera vez en días, sintió que no estaba completamente perdido.

-Wendy, realmente te lo agradezco…

-Está bien Stan, necesitabas realmente un consejo coherente.

Stan rió bajo. A pesar de ahora ser ex parejas, realmente le agradaba llevarse bien con ella.

Conversaron durante un buen rato, poniéndose al día con los detalles que el tiempo y la distancia habían dejado entre ellos. Wendy con confianza, le reveló que también tenía a alguien en su vida: llevaba un año de relación con Jenny Simons, su mano derecha.

La revelación dio pie a algunas bromas sobre la similitud de sus situaciones, haciendo que por momentos el ambiente se aligerara. Stan no pudo evitar reír cuando Wendy, con una sonrisa socarrona, señaló lo irónico que era que ambos estuvieran atrapados en amores complicados.

En medio de la conversación ligera que sostenían, una risa despreocupada llamó la atención de Stan. Instintivamente, alzó la mirada y vio a dos jóvenes mujeres cruzar el jardín con paso seguro.

Una de ellas, más baja de estatura, tenía una melena castaña y salvaje que enmarcaba su rostro inexpresivo. A su lado caminaba otra mujer de porte elegante, con el cabello corto y lacio cayéndole como un velo sobre los hombros. Sus labios finos se curvaban con un deje de fastidio mientras hablaban entre sí.

Stan no necesitó más que un vistazo para notar que eran extranjeras. Había algo en su postura, en la manera en que hablaban, en la que se expresaban con sus manos que lo delataba.

—Es una marca horrenda, Cosette, no se quitará.

—Se quitará —respondió la más baja con indiferencia—. Y si no lo hace… ¿a quién le importa? Después de hoy no tendrás que preocuparte por entrenamientos duros por un tiempo.

—Pero mi amado…

—A él ni siquiera le importas.

—¡Qué cruel! Tú… ah… —La mujer de labios finos se quedó en silencio de repente, su mirada chocando con la de Stan y Wendy, quienes las observaban desde su banco.

Un breve momento de incomodidad pasó entre ellas antes de que ambas enderezaran la postura y realizaran un saludo formal.

—Señorita Wendy.

Stan enarcó una ceja. Sabía que las amazonas recibían a cualquier mujer del reino que deseara unirse a ellas, pero había algo en esas dos que se veía… diferente.

—Cosette, Charlotte, ¿están en descanso? —preguntó Wendy con una sonrisa amable.

—Lo estamos… —respondió Cosette con aparente desinterés—. Charlotte quería pasear por aquí.

—Bueno, este jardín siempre ha sido su favorito, ¿no es así?

Charlotte asintió con una leve sonrisa, pero su mirada se perdió entre los senderos de flores.

—Es… hermoso. Me recuerda mucho a mi viejo hogar —murmuró lo último en un tono más bajo.

Wendy les dio un momento antes de girarse hacia Stan.

—Stan, ellas son Charlotte —señaló a la mujer alta de labios finos— y Cosette —indicó a la de cabello salvaje—. Son reclutas nuevas, llevan apenas unos meses en el Santuario.

Luego, volviéndose hacia las jóvenes, añadió:

—Chicas, Él es Stan Marsh, comandante de las tropas de los elfos.

Ambas hicieron una inclinación respetuosa en señal de saludo. Sin embargo, Stan sintió cierta rigidez en sus gestos, como si la cortesía no fuera completamente genuina. Había algo en la forma en que Charlotte lo miraba, distante pero calculadora, y sobre todo en la mirada tensa de Cosette.

Stan mantuvo su postura firme, pero no dejó de observar a las dos jóvenes con discreción. Aunque Wendy parecía cómoda en su compañía, él no podía sacudirse la sensación de que había algo más detrás de su actitud.

—¿Y qué las trajo hasta el Santuario? —preguntó con aparente curiosidad, cruzando los brazos.

Cosette fue la primera en responder.

—Buscábamos un propósito. —A Stan le pareció que el tono era ensayado—. Aquí encontramos la oportunidad de servir, de fortalecernos.

—Sí —intervino Charlotte, con una media sonrisa—. Y además, vivir entre mujeres resulta ser mucho más agradable que soportar la arrogancia de los hombres.

Su comentario llevaba un matiz de provocación, y aunque Stan no mordió el anzuelo, no pasó desapercibido.

Wendy no queriendo que todo se tornara raro, desvió la conversación con naturalidad.

—¿Quieren acompañarnos un rato? Íbamos a seguir disfrutando de la tarde.

Cosette sacudió la cabeza con cortesía.

—Agradecemos la invitación, pero preferimos seguir nuestro camino. Además, Charlotte hoy tendrá su primera guardia.

—Es cierto —dijo Wendy con una sonrisa, mostrándose genuinamente complacida—. Hacer guardia en los restos de la Vara de la Verdad es un gran honor. Significa que has demostrado tu valía en tan poco tiempo. Has hecho un gran trabajo, Charlotte.

Charlotte parpadeó sorprendida antes de que un leve rubor tiñera sus mejillas. Bajó ligeramente la cabeza en señal de gratitud.

—Gracias, señorita Wendy. Haré lo mejor que pueda.

Cosette, en cambio, permaneció en silencio. No había ni rastro de emoción en su rostro, solo una expresión inescrutable. Antes de girarse para seguir a su compañera, lanzó una última mirada a Stan.

No fue un simple vistazo. Fue una mirada fija, demasiado prolongada para ser casual.

Stan la sostuvo sin parpadear, manteniendo su expresión impasible. No sabía qué era exactamente lo que le inquietaba de ella, pero algo en su instinto le decía que debía estar alerta.

Sin más, las dos jóvenes se alejaron por el sendero, desapareciendo entre la vegetación del jardín.

Stan observó el punto donde Charlotte y Cosette habían desaparecido entre los árboles antes de soltar un leve resoplido.

—Esas chicas eran… raras.

Wendy, que ya había desviado la vista hacia el cielo, giró la cabeza para mirarlo con una ceja arqueada.

—¿Raras? —repitió con curiosidad.

Stan frunció los labios, sin estar seguro de cómo explicarlo.

—No lo sé, solo… lo sentí.

Wendy suspiró y se recargó contra el respaldo del banco, entrecerrando los ojos mientras la brisa mecía su cabello.

—No podemos rechazar a ninguna mujer que busque ayuda —dijo con tranquilidad—. Cuando ellas llegaron aquí, estaban en pésimas condiciones. Vinieron juntas, heridas, con la ropa hecha jirones. Querían aprender, querían ser fuertes.

Stan la escuchó en silencio mientras Wendy continuaba.

—Nunca preguntamos demasiado sobre el pasado de las reclutas. No es nuestro estilo. Pero puedo decirte que, por su forma de hablar, de comportarse, no hay duda de que fueron doncellas alguna vez. Actuaban con muchísima elegancia cuando llegaron.

Hizo una pausa y esbozó una pequeña sonrisa.

—Pero ahora son de las más decididas. Aprenden rápido y han demostrado su lealtad. Yo confío en ellas, Stan. Son buenas chicas.

Stan bajó la mirada, tamborileando los dedos contra su rodilla.

Wendy podía confiar en ellas, pero él no estaba tan seguro. Había algo en la mirada de Cosette, algo en la forma en la que Charlotte parecía medir sus palabras antes de hablar.

Algo que no encajaba del todo.

Stan sacudió la cabeza levemente. Quizás solo estaba siendo paranoico. Había pasado por demasiadas cosas últimamente y, después de todo, Wendy tenía razón: el Santuario no rechazaba a nadie que necesitara ayuda. Decidió dejarlo pasar por ahora.

Aunque la espina se quedó en su mente, clavándose un poco más hondo.

Continuaron hablando de otras cosas, dejando que la conversación fluyera con naturalidad. Wendy se relajó, y Stan sintió que podía despejar su mente aunque fuera un poco.

Las horas transcurrieron sin que se dieran cuenta, y cuando el sol comenzó a ocultarse tras las montañas, tiñendo el cielo de tonos cálidos, Wendy y Stan ya caminaban juntos hacia el establo. El aire fresco de la tarde le resultó agradable después de tanto tiempo encerrado en pensamientos agobiantes.

—Bueno, al menos Sparky no tendrá quejas sobre su estadía aquí —comentó con un deje de diversión.

Wendy sonrió.

—Espero que tú tampoco.

Stan detuvo sus manos sobre la montura de Sparky y giró la cabeza hacia Wendy con una expresión seria.

—Gracias de nuevo por recibirme —dijo, con genuina gratitud en su voz—. Espero que podamos volver a hablar así.

—Lo mismo digo, Stan. Ha sido agradable ponernos al día… Y te deseo mucha suerte en tu regreso.

Hizo una breve pausa antes de añadir con un toque de picardía:

—Y con Kyle también.

Stan soltó una risa breve y sacudió la cabeza, terminando de asegurar la montura de su peludo canino.

Fue entonces cuando el sonido de pasos apresurados irrumpió en la calma del establo.

—¡Wendy! —La voz urgente de Esther los sobresaltó.

La joven guerrera llegó corriendo, con el aliento agitado y una expresión de evidente preocupación.

—Esther, ¿qué suce…?

—¡Un mensaje muy urgente! —interrumpió Esther, intentando recuperar el aliento—. ¡Del brujo visionario de las montañas heladas! ¡Usó el sello negro!

Stan sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Se quedó quieto, con los dedos aún en la correa de Sparky, mientras su mente procesaba lo que acababa de escuchar.

Ese era Firkle.

Y el sello negro solo se usaba en emergencias extremas.

Wendy adoptó de inmediato su postura de Regente, su expresión endureciéndose mientras tomaba el pergamino de las manos de Esther. Con un movimiento firme rompió el sello negro y desplegó el mensaje. El silencio cayó sobre el establo.

Stan observó cómo los ojos de Wendy recorrían el pergamino con rapidez. Su rostro pasó de encontrarse concentrado a tornarse rojo de ira, incredulidad o quizás ambas cosas.

—No… es imposible —murmuró.

Se giró hacia Esther con urgencia.

—Llama a Jenny. Que no deje que se acerquen a…

Pero antes de que pudiera terminar la frase, un estruendo ensordecedor retumbó en el aire.

El suelo tembló bajo sus pies. Las paredes del establo crujieron con la vibración, y los unicornios y caballos comenzaron a relinchar inquietos.

Stan llevó instintivamente la mano a su espada, mientras Wendy apretaba los puños.

—Lo tomaron. —La voz de la mujer fue apenas era un murmullo cargado de furia contenida.

—¿Tomar qué? —preguntó Stan con el ceño fruncido.

Wendy apretó el pergamino con fuerza antes de girarse bruscamente hacia Esther, prácticamente gritándole:

—¡Cierren toda la ciudad! ¡Quiero a todas buscando a Charlotte y Cosette!

Esther asintió sin dudarlo y salió disparada, sus pasos resonando con prisa en la tierra compacta.

Wendy se apoyó en uno de los postes del establo con sus hombros temblando. Pero no era miedo… era rabia pura. Stan la observó en silencio por un momento, reconociendo esa expresión en su rostro. La conocía lo suficiente como para saber que estaba conteniendo la necesidad de desatar su furia en ese mismo instante.

Se acercó un paso, sin querer invadir su espacio pero dejando en claro su determinación.

—Wendy, en lo que pueda ayudar… lo haré.

Wendy cerró los ojos un instante, tomando aire con dificultad, antes de levantar la mirada hacia él. La tormenta en sus ojos hablaba por sí sola.

Asintió con una mezcla de gratitud y frustración, respirando hondo antes de dirigirse hacia la salida del establo. Estaba lista para actuar, pero las emociones la estaban controlando en este momento. El silencio que se había instalado entre ella y Stan se quebró cuando ambos montaron en sus animales y se dirigieron hacia las puertas de la ciudad, los pasos de Sparky y de la unicornio de Wendy resonando en los adoquines, todas las mujeres corrían de un lado a otro, unas buscando, otras guiando a las más jovenes.

—Tenemos que ir a las puertas comerciales —dijo Wendy con determinación—. No creo que busquen una salida grande.

Se dirigieron rápidamente hacia la primera de las posibles rutas de escape: una puerta de hierro que usualmente se mantenía vigilada por pocas guardias. A medida que se acercaban, el sonido de un nuevo galope se hizo más cercano, y en un parpadeo, una figura familiar apareció.

—Wendy.

Era Jenny, la mano derecha de la Regente, y ahora que Stan lo sabía, la novia de Wendy. Tenía la mirada decidida, pero también había un atisbo de preocupación en sus ojos.

Wendy al verla no pudo evitar soltar una pequeña exhalación de alivio, aunque su rabia seguía siendo palpable.

—¿Tienen las salidas vigiladas? —preguntó.

Jenny se acercó con calma. Su presencia parecía transmitir algo de serenidad, una calma que Wendy, a pesar de todo, necesitaba.

—Lo están —dijo Jenny con una voz firme pero tranquilizadora—.Estamos buscando por todas partes. No dejaremos que se escapen.

Wendy asintió con rigidez ante las palabras de Jenny, pero su mirada no dejó de recorrer la zona. No podía quedarse quieta.

—Sigamos buscando —ordenó, apretando las riendas de su montura—. Revisemos cualquier salida personalmente.

Jenny y Stan intercambiaron una mirada rápida antes de seguir su paso. La noche caía con rapidez, y las sombras de los edificios se alargaban con la última luz del sol. A medida que avanzaban por los estrechos caminos de la ciudad, las antorchas se encendían a su alrededor, iluminando los rostros de las amazonas que corrían de un lado a otro, vigilando cada callejón y cada posible escondite. El sonido de pasos y murmullos llenaba el ambiente, pero había algo más. Una sensación persistente, algo que hacía que Wendy apretara los labios y que Stan mantuviera la mano cerca de su espada.

Finalmente, se acercaron a otra de las puertas menos transitadas, una vieja entrada de madera reforzada con metal, oculta entre las murallas laterales. Apenas utilizada, pero aún funcional.

Wendy alzó la mano para indicar que se detuvieran. Stan también lo escuchó.

Un ligero crujido.

Stan desmontó en silencio, avanzando un par de pasos con cautela. Jenny hizo lo mismo, su mirada afilada recorriendo la zona. Entonces, cuando Wendy estuvo a punto de dar una orden, una figura emergió de entre las sombras junto a la puerta.

Cosette.

Sus cabellos salvajes estaban aún más desordenados, y su pecho subía y bajaba con rapidez. A diferencia de su actitud anterior, ahora parecía al borde de la desesperación. Sus manos estaban tensas a los costados, como si estuviera lista para moverse en cualquier dirección. O como si estuviera lista para tener un ataque.

—Cosette —llamó Wendy, sin hostilidad—. ¿Dónde está Charlotte?

La joven no respondió de inmediato. Su mirada se deslizó de Wendy a Stan y luego a Jenny. Finalmente, apretó los labios y dejó escapar un susurro.

—No es como debería ir el plan...

El aire entre ellas pareció volverse más denso. Wendy se enderezó en su montura, sin apartar la vista de Cosette.

—Respóndeme —repitió —. ¿Dónde está Charlotte? ¿Dónde está lo que tomaron?

Por un instante, Cosette no dijo nada. Solo se quedó allí, inmóvil, con la mirada inquieta recorriendo el entorno, como si buscara una ruta de escape o midiera sus posibilidades. Su respiración era errática, y sus manos temblaban apenas perceptiblemente.

Wendy mantuvo la compostura, pero su mirada era severa, afilada. No tenía tiempo para juegos.

—Jenny —dijo, sin apartar los ojos de Cosette—, llama a las demás.

Jenny asintió con firmeza y, sin dudarlo, llevó una mano a su cinturón, descolgando una trompeta dorada. Se la llevó a los labios y sopló con fuerza. El sonido resonó en la noche como un grito de advertencia, rebotando contra las murallas y perdiéndose en la distancia. Las amazonas lo reconocerían al instante: una señal de alerta absoluta.

Stan no apartó la vista de Cosette mientras la trompeta sonaba. Ahora estaba seguro. Había tenido razón en desconfiar de ella desde el principio, pero aun así… No entendía por qué. ¿Qué estaban buscando? ¿Por qué Wendy estaba tan preocupada?

—Wendy —dijo finalmente, con el ceño fruncido—. ¿Qué fue lo que robaron?

Wendy no respondió de inmediato. En su lugar, sacó el pergamino arrugado y se lo tendió sin decir palabra. Stan lo tomó con confusión y dejó que sus ojos leyeran el mensaje, las palabras parecían que fueron escritas con rapidez, la letra elegante de Firkle no se miraría así, si no fuera por… Stan sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

 

"Dos castañas de apariencia inusual. Dos sombras disfrazadas de aliadas.

Para cuando lean esto, el engaño ya habrá sido consumado. Aseguren las puertas y las entradas, porque dos brujas vestidas de doncellas —aquellas que buscaron su refugio con palabras de súplica y promesas vacías— han tomado lo que nunca debió salir de su custodia.

Al caer el tercer día de la semana, justo cuando el sol comenzaba a hundirse en el horizonte. Ellas tomarán la Vara.

Si pueden detenerlas, háganlo. Si no hay opción… terminen con ellas.

—Firkle."

 

Stan bajó lentamente el pergamino, sintiendo el peso de las palabras. Sus dedos se crisparon en el borde del papel mientras su mente encajaba las piezas. No solo habían robado algo importante… habían robado los restos de lo que causó la maldita gran guerra.

Alzó la vista hacia Wendy, pero ella seguía concentrada en Cosette, con los labios apretados en una línea tensa. La mujer tomó aire, tratando de contener la rabia que ardía en su pecho. Sus manos temblaban sobre las riendas de su montura, pero no era por furia ciega, sino por algo mucho más profundo.

—¿Por qué lo hicieron? —preguntó Wendy—. Después de todo…Las ayudamos. Las tratamos como una más. Confiamos en ustedes.

Stan sintió un nudo en el estómago. Y por la forma en que Jenny apretó la mandíbula, supo que ella también lo había notado. Wendy no solo estaba molesta. No estaba solo enfadada o indignada.

Estaba herida.

La decepción en su voz era evidente, como si con cada palabra intentara comprender en qué momento se había equivocado. En qué momento Cosette y Charlotte, a quienes habían aceptado entre ellas, habían decidido traicionarlas.

El sonido de galopes y pasos resonó cada vez más cerca. Las amazonas ya estaban llegando, cerrando cualquier posible escape.

Cosette se llevó una mano a su rostro… y se rió.

Una risa escalofriante, sacudida por una diversión que no encajaba para nada con la situación.

Stan sintió un asco repentino. Solo pocas veces había escuchado algo así. No era la risa de alguien desesperado, ni la de alguien que trataba de ocultar su miedo. Era burla. Era diversión. Era euforia. Una jodida y retorcida euforia, un sonido profundamente desagradable.

Cosette se aferró a sus propios brazos, encorvándose, ahora su voz era temblorosa y quebrada como la de una niña indefensa.

—Oh… por favor… ayúdennos —sollozó, dejando que su cuerpo temblara de forma dramática—. Venimos de muy lejos… nuestro hogar… nuestro hogar fue reducido a cenizas… nos han robado… nos han tocado, mancillado… —se interrumpió con un gemido ahogado—. ¡Por favor! Hemos oído las leyendas… sobre las valientes amazonas… sobre su compasión…

La actuación era convincente. La fragilidad en su voz, los sollozos cortados, incluso el modo en que se abrazaba a sí misma… pero entonces, de un segundo a otro, Cosette dejó escapar una carcajada.

—¡TONTAS! ¡INCRÉDULAS ZORRAS! —gritó, su rostro siendo iluminado por un deleite perverso—. ¿De verdad se lo creyeron? ¿Tú te lo creíste, señorita Wendy?

El sonido del metal alzándose llenó el aire. Las amazonas no ocultaban su indignación. Algunas jadeaban de rabia, otras apenas podían contenerse.

Stan sintió su corazón latir con fuerza. Miró a Wendy, esperando que estallara en furia… pero en lugar de eso, la expresión dolida en su rostro se fue desvaneciendo poco a poco.

—¿No hay ni un rastro de honor en ti, Cosette? —Preguntó con firmeza—. ¿Nos llamarás zorras a nosotras, tus hermanas? ¿Las mismas con quien compartiste un techo?

—¿Hermanas? No me hagas reír. —Escupió al suelo—. Esto no fue más que un plan. Un teatro para engañar a un grupo de ingenuas.

Levantó la vista y miró a las amazonas que la rodeaban. Sus labios se curvaron en un gesto burlón.

—Cada día aquí era asqueroso. Su amabilidad, su hermandad… ¡me daban ganas de vomitar!

Wendy ya no la miraba con dolor. Ni con furia. Solo con desdén.

—Es una pena que tenga que acabar así —murmuró.

Jenny alzó su lanza con un movimiento preciso, la punta brillando bajo la luz de las antorchas mientras la dirigía hacia Cosette.

—Estás acorralada —declaró con firmeza—. Tú y Charlotte son solo dos contra miles de nosotras. No hay salida. Ríndete.

Pero Cosette solo ladeó la cabeza, observándola con la misma sonrisa desquiciada.

—¿Rendirme? —dejó escapar un pequeño susurro de risa—. ¿Crees que les tenemos miedo a ustedes y su supuesta fuerza?

Sus ojos recorrieron a cada una de las amazonas que la rodeaban. No mostraba miedo, ni duda, solo una tranquilidad escalofriante.

—Si fuera ustedes, empezaría a preocuparme. —Continuó con un ronroneo divertido—. ¿Saben por qué? Porque nos obligaron a usar el plan B.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, un estruendo sacudió la ciudad.

Stan sintió el suelo vibrar de nuevo bajo sus pies, acompañado de un sonido sordo, como un estallido lejano, que retumbó en el aire.

—Mierda —Escuchó a Wendy maldecir—. ¡Liza! Ve a revisar qué está pasando.

Una amazona de cabellos oscuros con armadura ligera asintió sin dudar y salió al galope, seguida de otras más. Aun así, quedaba un buen número rodeando a Cosette, con lanzas y espadas apuntándola sin titubeo.

A pesar de eso ella no parecía preocupada.

Retrocedió con lentitud, sin apartar su mirada burlona de Wendy, hasta que su espalda chocó contra la puerta de madera.

—En La Resistance no le tememos al fuego. ¿No es así, Charlotte? —dijo con burla, recargando las manos en la puerta—. Nos hemos tardado más de lo planeado. La señorita Estella estará furiosa.

—Sucios sacos de mierda, se pondrá a refunfuñar —respondió una voz nueva.

Stan se tensó de inmediato y sus ojos recorrieron el área, buscando el origen del sonido. De entre el polvo y el humo que empezaba a abrazar la ciudad, surgió una silueta.

Charlotte.

Su armadura estaba sucia y casi desmantelada, seguramente por la explosión, pero su expresión era serena, tranquila, determinada. En sus manos sujetaba con firmeza una caja de buen tamaño, la cual estaba sellada y encadenada.

Stan solo había visto esa caja una vez, pero era tan importante que podría reconocerla de todos modos. Eran los restos de la Vara de la Verdad.

—¡Detenganla! —Gritó Wendy, su sonido desgarrando el aire denso.

Las amazonas se movieron al instante, pero Charlotte no les dio oportunidad. Con una velocidad impresionante, Stan podría decir que inhumana, soltó la caja por un instante, giró sobre sí misma y encajó una nueva carga explosiva en la parte inferior de la puerta.

—¡Cosette, nos vamos! —exclamó.

La explosión resonó con un estruendo feroz, lanzando astillas y llamas en todas direcciones. La puerta se desplomó en un rugido de fuego y cenizas. Justo del otro lado ya había dos caballos igual de raros que sus dueñas, pues no parecieron relinchar por la explosión y tenían en el costado una marca de herrado en forma de ‘R’. Cosette no dudó, con una agilidad insultante, se impulsó y montó sin esfuerzo alguno. Charlotte subió tras ella, asegurando la caja contra su pecho.

—¡No dejen que se escapen! —rugió Wendy, pero era tarde.

Las amazonas se lanzaron hacia adelante, pero como si fuera manipulado, el fuego se extendió rápidamente bloqueando el paso y aturdiendo a los unicornios. La confusión se propagó.

—Tendremos que saltar, amigo —Susurró Stan, acariciando la cabeza de Sparky y sujetándose bien.

Con un chasquido de riendas, sus monturas se lanzaron a toda velocidad.

Los unicornios de Wendy, Jenny, Annie y Esther alzaron sus patas delanteras antes de impulsarse en un salto majestuoso, cruzando la barrera de fuego con una elegancia feroz.

Sparky por supuesto que no se quedó atrás. Con un poderoso impulso, atravesó las llamas, su pelaje apenas fue rozado por las brasas.

El aire ardía a su alrededor mientras el grupo se lanzaba en persecución de las fugitivas. La noche había caído completamente, pero la luz de las llamas creaba un resplandor infernal en la ciudad.

Las patas de los unicornios golpeaban el suelo con fuerza, impulsándose con una velocidad sobrenatural, mientras Sparky corría con la furia de un lobo tras su presa. Stan apretó los dientes, inclinándose sobre la montura, su mirada estaba fija en las dos figuras que galopaban adelante.

—¡No las pierdan de vista! —gritó Wendy.

Las dos brujas se movían con determinación. Cosette, con su melena revuelta por el viento, volteó brevemente y sonrió.

—¡Dense prisa! ¡Casi las siento respirando en mi nuca! —se burló, antes de inclinarse sobre su caballo para aumentar la velocidad.

A Stan le importó más mirar a Charlotte,  la mujer parecía más enfocada en su misión, sujetaba la caja con una mano mientras con la otra… sacó un pequeño saco de su cinturón.

—¡Brillen doncellas! — Gritó, lanzando el contenido del saco al aire.

Un polvo oscuro se dispersó como un manto sobre el camino. Al contacto con el viento, brilló con un destello violáceo.

—¡Cuidado! —exclamó Jenny, pero era tarde.

Los unicornios cruzaron el polvo de lleno. Sus ojos, antes enfocados y afilados, se abrieron de par en par con terror. Sus patas se tambalearon y sus movimientos se volvieron erráticos.

—¡Maldición, es polvo de sombra! — Dijo Wendy, luchando por mantener el control de su montura.

Stan sintió el tirón violento de su compañero, Sparky empezó a gruñir y a sacudir la cabeza, desorientado.

Charlotte y Cosette no perdieron tiempo. Aprovecharon la confusión para tomar un desvío abrupto, desviándose hacia una zona de colinas.

—¡No podemos dejar que se escapen! —gritó Annie, esforzándose por controlar su unicornio.

—¡Sigan adelante, confíen en sus monturas! ¡Deben superar el hechizo!

Tomando una decisión, Wendy azotó las riendas con fuerza y su unicornio soltó un relincho, forzándose a seguir. Uno a uno, los demás hicieron lo mismo, obligando a sus monturas a atravesar la bruma oscura.

El camino se volvía cada vez más angosto, rocoso, peligroso. Y, en la distancia, Charlotte y Cosette estaban a punto de desaparecer tras una colina.

—¡No esta vez! —gruñó Stan.

Se inclinó hacia adelante, susurrándole algo a Sparky. El enorme perro, aún sacudido por el polvo de sombra, gruñó y tomó un atajo por un sendero lateral, dispuesto a cortarles el paso.

La brisa nocturna era fría, pero la tensión hacía arder la piel de Stan mientras él y Sparky cerraban la distancia. Metros, un poco más cerca, Stan ya sentía gotas de sudor por la acalorada persecución, pero a peores cosas se había enfrentado. Un poco más cerca, un par de brujas no eran nada para él. Centímetros, estaba ya a un lado del caballo de Cosette, Stan aseguró bien las riendas.

—¡Sparky, ahora!

El gran perro reaccionó al instante, lanzándose hacia el flanco del caballo de Cosette con un gruñido feroz. Sus mandíbulas se cerraron con precisión alrededor de la pata trasera del animal, enterrando sus colmillos en su carne.

El caballo relinchó con un alarido de dolor, sus patas traseras se alzaron en un intento de librarse del ataque. Cosette, tomada por sorpresa, perdió el equilibrio por un segundo y tuvo que aferrarse desesperadamente a la crin de su montura para no caer.

—¡Maldito perro de mierda! —espetó llena de rabia.

Intentó golpear a Sparky con la bota, pero el perro se apartó ágilmente antes de lanzarse de nuevo hacia el caballo, empujándolo hacia un lado.

Charlotte, unos metros adelante, tiró bruscamente de las riendas al ver la escena.

—¡Cosette!

Cosette ya estaba recuperando el control. Con una furia desbordante, sacó una daga oculta y la lanzó directo hacia Sparky.

Pero Stan tenía un compañero inteligente, el gran perro esquivó el arma con un salto ágil, la hoja rozando su pelaje.

Fue en ese momento que los demás llegaron.

El estruendo de los cascos y el chasquido de las riendas resonaron cuando Wendy, Jenny, Annie y Esther entraron en escena, formando un semicírculo alrededor de Cosette y Charlotte.

—¡Bajen de sus caballos! —ordenó Wendy con voz imponente.

Cosette, aunque apenas se mantenía sobre su tambaleante caballo, aún tenía esa chispa desafiante en los ojos.

—¿Bajarnos?... —escupió con desdén—. Señorita Wendy, es cierto, eres tan suave con las mujeres, cuesta creer que acabaste con Shelly la Cruel… No tienes idea de lo que está por venir.

Una sonrisa sesgada tiró de sus labios justo cuando un estruendo rasgó el aire. Un sonido seco, violento.

Stan frunció el ceño. Era un ruido extraño, uno que rara vez había escuchado en su vida.

¿Un disparo?

Luego, un grito.

—¡Esther! —Era la voz de Annie.

Su mirada se alzó justo a tiempo para ver el cuerpo de Esther desplomarse con un golpe sordo contra la tierra, la armadura estaba agrietada y una gran marca rojiza estaba manchando el suelo. El unicornio de la amazona relinchó con terror y salió galopando, huyendo del caos.

—¿Qué mierda…? —Stan apenas pudo reaccionar.

—Mis chicas —una nueva voz interrumpió la escena con una calma inquietante—. ¿Tanto alboroto por nada?

Un semental caballo blanco apareció entre la polvareda del camino, encima estaba una mujer de imponente imagen. Su cabello rubio caía en esponjosos rizos, perfectamente peinados, como si la persecución no significara nada para ella. Tenía también una extraña y formal vestimenta, no era un vestido, pero tampoco era una armadura. Un cinturón con vaina que de seguro guardaba una espada demasiado elegante porque la funda tenía decoraciones extravagantes. Pero no parecía importar porque sostenía entre sus manos una extraña arma humeante, con el cañón aún apuntando al lugar donde Esther había estado de pie unos segundos antes.

—Dijimos que solo el plan A —continuó, con una fingida exasperación.

Alzó la vista con una expresión indescifrable hasta que sus ojos se posaron en Stan.

—Oh… ya veo mi error de cálculo. —una sonrisa apareció en sus labios.

—¡Annie, llévate a Esther! —gritó Wendy.

Annie no dudó, apurando el paso hacia la caída de su compañera. De un solo movimiento, la levantó con rapidez para no estropear la gran herida y la cargó en su caballo, llevándosela del lugar.

Mientras tanto, Wendy, con el rostro tenso y lleno de furia, desenfundó su espada. La levantó hacia la mujer rubia.

— Haz dañado mi ciudad, a mí gente, y has robado los restos del objeto más importante de todo Zaron ¡Tú no te irás viva de aquí! ¡Ninguna lo hará!

A su lado, Jenny también se preparó. La lanza en sus manos ahora brillaba más que nunca, y su postura era impecable, lista para embestir si la situación lo requería. La miró de reojo, intercambiando una mirada de entendimiento con Wendy.

La mujer rubia no mostró ni un atisbo de miedo. Con la misma calma que había mostrado desde el principio, bajó lentamente su arma, como si no estuviera ni un poco preocupada por la amenaza. Su sonrisa se mantuvo en todo momento.

—¿De verdad crees que puedes detenerme? —preguntó con tono burlón, mientras balanceaba su arma de manera casual, como si no tuviera prisa—. No son las primeras amazonas que intentan enfrentarme.

—¿Quién diablos eres? —demandó saber Stan, guiando a Sparky unos pasos adelante. Su mano ya estaba en la empuñadura de su espada, listo para entrar en combate.

—Estella Havisham. —Su tono era una mezcla venenosa de dulzura y burla—. Recuérdalo bien, pequeño vómito de bebé, porque justo ahora no tengo tiempo para jugar contigo.

Stan parpadeó.

—¿Vómito de bebé? —repitió, incrédulo, pero rápidamente sacudió la cabeza y bufó, volviendo a concentrarse—. Ni creas que escaparás.

Wendy no esperó más. Con un grito de guerra, espoleó a su unicornio hacia adelante, su espada brillando con la luz del fuego. Jenny la siguió de inmediato, con su lanza apuntando directo al pecho de Estella.

Estella, sin perder la compostura, dio un paso atrás y levantó su arma extraña con una sonrisa confiada.

—Oh, queridas, qué prisa tienen—canturreó.

Pero Stan ya estaba sobre ella. Con un giro veloz, su espada trazó un arco descendente dirigido a su hombro. Estella apenas logró esquivarlo, pero antes de que pudiera contraatacar, Jenny lanzó una estocada con su lanza. Estella se inclinó hacia un lado, y giró sobre su eje para evadir el filo.

—Cosette, cariño, haz algo útil —exclamó con fingida exasperación.

Cosette chasqueó la lengua y alzó ambas manos. Un escalofrío recorrió el aire. De inmediato, una ráfaga de energía oscura brotó de sus dedos, lanzándose contra Jenny, quien apenas alcanzó a saltar de su montura para evitar el impacto. La tierra se quebró con la explosión mágica, esparciendo polvo y rocas.

Stan aprovechó el momento y cargó contra Estella de nuevo, golpeando con fuerza. Su espada chocó contra el cañón metálico del arma de la mujer, haciendo saltar chispas.

—Uf, qué brusco —se burló ella, usando la culata para desviar su filo antes de lanzarle una patada directa al pecho. Stan gruñó al sentir el impacto, pero apenas se tambaleó antes de contraatacar.

Mientras tanto, Wendy giró su espada en un amplio arco, obligando a Cosette a retroceder.

—¡Sucia rata! —espetó Wendy, con la rabia encendida en sus ojos.

Cosette sonrió, con un aire de burla, antes de conjurar otra ráfaga de magia oscura. Wendy rodó hacia un lado, esquivando el ataque justo a tiempo. Jenny, recuperándose del impacto anterior, lanzó su lanza con precisión, obligando a Cosette a crear un escudo de energía para bloquearla.

El sonido del metal chocando contra metal, las explosiones de magia, el entrechocar de los cascos de los caballos y unicornios y los gruñidos de Sparky llenaban el aire. Charlotte, a unos metros de distancia, mantenía la caja sellada entre sus brazos, observando la batalla con una expresión tensa.

Estella retrocedió de un salto, su cabello ondeando por la fuerza del movimiento, y llevó dos dedos a sus labios, lanzando un silbido corto.

—Hora de irnos, chicas.

Cosette gruñó con frustración, pero no discutió. Con un último chasquido de sus dedos, una nube de sombras emergió del suelo, envolviendo a Jenny y Wendy el tiempo suficiente para que ambas enemigas pudieran retirarse.

Stan avanzó, intentando cortarles el paso, pero Estella disparó su arma de nuevo, obligándolo a saltar a un lado. Para cuando la nube de humo se disipó, ellas ya estaban junto a Charlotte.

—Nos veremos pronto —se despidió Estella con una sonrisa ladina, antes de montar su caballo junto a Cosette.

—¡NO! —gritó Wendy, lanzándose tras ellas.

Pero las sombras volvieron a alzarse. Y un segundo después, las traidoras ya estaban en marcha, escapando en la oscuridad.

Stan, aún jadeante, levantó la mirada hacia Wendy.

Ella estaba inmóvil, con los puños apretados alrededor del mango de su espada con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Sus hombros subían y bajaban con cada respiración temblorosa.

—Wendy… —La voz de Stan se sintió pequeña ante la inmensidad del desastre.

Ella no respondió. Seguía con la mirada fija en el punto donde Estella y las otras habían desaparecido, el peso de la impotencia cayendo sobre sus hombros.

Pero entonces, soltó un suspiro profundo, forzándose a reaccionar.

—Tenemos que volver —murmuró, girándose apenas.

Stan siguió la dirección de su mirada y vio la ciudad humeante a lo lejos. Las llamas ya se habían erradicado, pero el humo denso creaba sombras en las ruinas de lo insalvable. El aire olía a desesperación.

Wendy se pasó una mano por el rostro, limpiándose el sudor mezclado con ceniza.

—Jenny —llamó con un tinte de urgencia—, ayúdame a encender la señal.

Jenny asintió sin dudar, ajustando su agarre en la lanza antes de lanzarle una última mirada a la dirección en la que sus enemigas habían huido.

—Stan —continuó Wendy, girándose hacia él—, Sparky es más rápido que un ave. Necesito que vayas con Kyle y le digas lo que pasó.

Stan parpadeó, aún tratando de calmar su respiración acelerada.

—¿Para una reunión?

—Sí, esto… esto me da muy mala espina —admitió Wendy —. Es demasiado grave. El mensaje de Firkle, lo que ha pasado con los vampiros... Esas tipas, algo me dice que ellas no son las autoras de todo.

Stan tragó saliva, sintiendo el peso de la situación caer sobre él.

—Lo haré —dijo con firmeza.

Wendy asintió, y aunque su rostro estaba endurecido por la tensión, su mirada mostraba una confianza inquebrantable en él.

Sin perder más tiempo, Stan subió a Sparky de un salto, sintiendo la adrenalina latir con fuerza en sus venas. Con un chasquido de la lengua, el gran perro arrancó en una carrera feroz, dejando tras de sí el caos y la batalla perdida.

 

 

 

 



 

—¡MAMÁAAA! ¡Roger me está molestando! —El quejido infantil de una niña resonó a lo lejos, su voz aguda perforando el aturdido estado de Tweek.

Se movió lento, tan despacio como su cuerpo adolorido se lo permitía. Cada músculo protestaba, cada herida palpitaba con una punzada sorda. El cansancio estaba cobrando su precio, hundiéndolo en una neblina de fatiga.

—Roger, cariño, ¿Qué te he dicho de molestar a tu hermana? —Ahora una voz femenina, suave y cercana.

Tweek desenfundó su daga con un movimiento instintivo, su otra mano aún apoyada sobre el cuerpo inconsciente de Craig. Su respiración era pesada, sus pensamientos, erráticos.

—¡Betsy empezó!
—¡Mentiroso!
—Vamos, mis pequeños. ¿No quieren mejor hacer una competencia? El que me traiga más moras azules tendrá doble porción de tarta.

Estaban justo detrás del arbusto en el que él se había ocultado.

El sonido de pasos apresurados y risas infantiles se mezclaba con el latido acelerado de su corazón. Trató de enfocarse, de aclarar su visión, pero todo se sentía lejano, como si estuviera aún bajo el agua. El dolor y el agotamiento lo estaban consumiendo.

Las ramas crujieron.

Una pequeña mano apartó las hojas, revelándolo.

Los niños se quedaron congelados.

Tweek apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de erguirse con torpeza, colocándose protectivamente frente a Craig. Su postura era inestable, pero su mirada era determinada. No pronunció una palabra, solo respiró con dificultad mientras levantaba la daga, sin intención de atacar, pero sí de advertir.

Los niños palidecieron.

—M-mamá… —susurró Roger, su voz ahora temblorosa.

Antes de que Tweek pudiera hacer o decir algo, una silueta apareció detrás de los niños. Una mujer de cabello rubio y rizado, vestida con ropas sencillas, pero con una expresión de sorpresa y preocupación al verlo.

—Oh, chico…

Tweek apretó los dientes. Todo le daba vueltas. Intentó dar un paso atrás, pero sus piernas no respondieron.

—Aléjate… —musitó con voz ronca, aunque su amenaza quedó vacía cuando sus fuerzas finalmente lo abandonaron.

El suelo se acercó demasiado rápido.

Lo último que sintió fue un par de brazos sujetándolo antes de que todo se volviera negro.

—No te preocupes… yo los ayudaré.

 



 

Notes:

¡Nos estamos acercando a los problemas! Aunque aún queda un largo camino, le doy gracias a cada uno de ustedes por leer esto, en serio, es el proyecto más largo que tengo y ver que es de su agrado me motiva a seguir. <3

Chapter 14: Kyle

Summary:

"Un rey vulnerable, es un rey débil."

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

—¡Tanta fanfarronería de ser la estructura más segura del reino y tres, tres jodidas mujeres la jodieron! —bramó Cartman, golpeando la mesa con un puño cerrado. 

—Basta, Cartman. Eso no es lo importante ahora —intervino Kenny, intentando controlar la situación. 

—¿Qué no es importante? —espetó el brujo con una carcajada amarga—. ¡Princesa McCormick, esto es el maldito colmo! ¿Acaso no tienes la más mínima idea de lo que esto significa? Por culpa de Wendy podríamos tener otra maldita catástrofe.

—Lo que significa que debemos centrarnos en los autores del problema, no en lo que ya pasó —respondió Kenny, sin bajar la mirada. 

—¡Solo hablas blasfemias, mujer! —Cartman escupió las palabras con desprecio—. ¡Tú, de entre todos los sopencos de esta sala, eres la que menos entiende de estrategia! ¿Qué podrías saber tú de guerra? ¡Eres solo una mocosa jugando a ser una princesa! 

Kenny apretó los puños, Kyle vió las uñas afiladas de la mujer clavarse en la piel de sus palmas. El rostro de la rubia se encendió de furia, sus colmillos de orco asomándose con fiereza. 

—¿Y tú qué sabes de guerra, Cartman? —su voz salió apretada—.¿Te crees el verdadero héroe? ¿Debería recordarte que todos estamos aquí ahora solo por el sacrificio del elegido? Porque tú tampoco actuaste de una manera coherente.

Kyle se perdió un poco entre el bullicio de la sala. Cartman se cernía sobre la mesa, soltando palabras más paranoicas que coherentes, mientras Kenny le respondía con una furia que el elfo nunca antes había visto en ella. Su postura, la tensión en sus músculos, la intensidad de su mirada… No era solo enojo. Era algo más profundo, más visceral. 

Podría haberla defendido, pero ahora mismo, todos estaban atrapados en el mismo infierno. Todo era un caos

Wendy se mantenía de pie, rodeada por varias de sus amazonas. A pesar de su postura firme, su rostro reflejaba una expresión de angustia apenas contenida. Kyle podía notarlo: estaba mortificada, consumida por la culpa, con la mirada perdida en un punto indefinido de la mesa, como si buscara respuestas que simplemente no llegaban. Ni siquiera parecía estar consciente de la riña que estallaba entre Kenny y Cartman, como si el peso de lo sucedido la mantuviera atrapada en sus propios pensamientos. 

Kyle la observó por un momento. Era extraño verla así, tan… ajena. Wendy Testaburger, la líder más meticulosa e imponente de todo el continente, la misma que había construido el Santuario con la mayor protección jamás vista, y sin embargo, tres mujeres habían irrumpido en su tierra como si no fuera más que una barrera de papel. ¿Qué tipo de personas eran aquellas mujeres para lograr semejante destrozo? No podía comprenderlo. Wendy no era una líder descuidada; cada centímetro de su territorio estaba reforzado con medidas de seguridad, patrullas implacables y sacerdotisas. Aún así, lo imposible había sucedido. 

Harto de darle vueltas a las fallas de Wendy, su mirada se desvió hacia Kevin Stoley. 

El extranjero era el único sentado, con los brazos cruzados sobre el pecho y la vista clavada en la madera con una expresión inescrutable. Kyle esperaba verlo a la defensiva, esperando que discutiera o tratara de limpiar su nombre después de lo que se había dicho… pero no. No había dicho nada. Lo único que había ofrecido hasta ahora era una escueta respuesta cuando surgió la cuestión del arma de fuego: “Pudieron haberlo creado ellas mismas”, y ya. Ninguna justificación, ninguna aclaración, nada más. 

Lo más inquietante no era su falta de reacción, sino lo que implicaba. Después de todo, todos en la sala sabían que aquellas armas solo existían en sus tierras. Si alguien debía estar preocupado, o al menos indignado, era él. Y sin embargo, ahí estaba, callado, sin molestarse en devolverle los insultos a Cartman cuando este lo atacó más temprano. Ni siquiera había intentado defender su propio honor. 

Kyle entrecerró los ojos. 

No parecía extraño. No, estaba actuando extraño.

Debía cuestionar. Debía desconfiar. 

Kevin siempre había estado rodeado de rumores preocupantes. Su procedencia, sus máquinas de humo, sus costumbres … nada en él encajaba del todo con el resto de los reinos. Era petulante, engreído, siempre con ese aire de superioridad como si los problemas de la tierra media de Zaron fueran minucias indignas de su atención. ¿Y ahora, de repente, su silencio? ¿Su indiferencia? No tenía sentido. 

Él no tenía lugar aquí. 

Kyle sintió que la sospecha se apretaba en su pecho, como un puño invisible que no dejaba de cerrarse. 

Probablemente él estaba involucrado. 

Tenía que estarlo. 

Debía seguir indagando, debía encontrar pruebas, debía… 

Un toque en su brazo lo sobresaltó. 

La tensión en su cuerpo se rompió de golpe, como una cuerda demasiado tensa que se suelta de repente, su tren de pensamientos se cortó y sus sentidos volvieron a la sala. Bajó la mirada con lentitud siguiendo el contacto, viendo los dedos firmes que rodeaban su antebrazo, luego los siguió hasta encontrarse con un par de ojos azules. 

—Kyle, estás temblando. —Dijo Stan, solo lo suficiente para que el rey elfo pudiera escucharlo. 

Kyle se dió cuenta que era cierto. Su respiración se sentía irregular, entrecortada, y el frío recorrió su espalda.

La posibilidad de otra gran catástrofe lo perseguía como una sombra persistente, asentándose en su pecho con el peso de algo inevitable. 

Miedo. 

Paranoia. 

Y Cartman, con cada palabra que salía de su rechoncha boca, no hacía más que alimentarlas. Sus comentarios mordaces, su tono venenoso, su insistencia en buscar culpables en lugar de soluciones... Todo se filtraba en su mente como veneno, como brasas avivadas por el viento. 

No se había dado cuenta hasta ahora. Se había esforzado en mantener la mente fría desde el primer momento en que vio la señal de emergencia en el faro, brillando en la distancia como un presagio de desastre. Se obligó a actuar con seriedad cuando Stan llegó montado en Sparky, con el rostro marcado por la urgencia, narrando con rapidez lo que había sucedido. Se mantuvo firme cuando, sin previo aviso, Firkle, Henrietta y Michael irrumpieron en la sala de la Alianza, trayendo consigo más malas noticias, actualizando el caos en el que se estaban sumergiendo. 

Los experimentos de Mephesto

La maldad pura de Damien Thorn. 

Las cosas extrañas que habían estado sucediendo en los últimos días. 

Y ahora, ese robo. 

Era como si todo estuviera encajando en un patrón siniestro, como si el mundo estuviera desmoronándose otra vez y él no pudiera hacer nada para detenerlo. 

Desde la Gran Guerra no se sentía así. 

Con miedo.

Una suave presión en su brazo lo sacó de su ensimismamiento. 

Stan no había soltado su antebrazo. De hecho, su agarre se había vuelto un poco más firme, no con fuerza, sino con una intención clara. Esperaba una respuesta. 

Kyle parpadeó, pero su mente seguía atrapada en las piezas de un rompecabezas que no encajaban, en la urgencia de lo que estaba por venir. Sin embargo, el tirón en su pecho le recordó que había otra cosa ahí. Algo más allá del desastre que se avecinaba. 

Stan. 

Había estado más atento desde que llegó con la noticia, más preocupado, más... presente. Pero Kyle no podía permitirse pensar en eso ahora. Aún no. La situación era demasiado grave. No había espacio en su mente para esos pensamientos. No había tiempo para sus sentimientos. 

No ahora. 

No otra vez. 

Cerró los ojos por un segundo antes de abrirlos y mirar a Stan. 

—Estoy bien. Gracias. 

Su voz fue baja, apenas un murmullo destinado solo para él. Algo privado, algo casi inexistente en medio del ruido ensordecedor de la sala. 

Stan lo estudió por un momento, como si dudara de su respuesta. Pero al final, solo asintió lentamente antes de soltarlo. 

Kyle apartó la mirada de Stan, pero el leve cosquilleo en su piel donde lo había sujetado persistió unos segundos más. Lo ignoró.

La sala de la Alianza seguía sumida en el caos. Las voces se sobreponían unas a otras en una espiral de acusaciones, reproches y suposiciones. Cartman continuaba lanzando palabras envenenadas, cada vez más alto, cada vez más agresivo, y Kenny no se quedaba atrás.

Ya era suficiente.

Todo aquello estaba desviando la atención de lo realmente importante. Kyle se enderezó, respiró hondo y alzó la voz lo suficiente como para imponerse sobre el bullicio:

—¿Podemos simplemente dejar estas peleas sin sentido?

Las palabras firmes y autoritarias lograron abrirse paso entre la algarabía. Su tono no era de súplica, ni de cansancio, sino de advertencia. Porque tenían problemas más grandes, porque perder el control entre ellos solo beneficiaría al verdadero enemigo.

Kenny, aún con el rostro encendido por la rabia, parpadeó como si acabara de recordar dónde estaba. Sus mejillas se tornaron de un rojo más profundo, esta vez teñido de vergüenza, y sin más, se dejó caer de nuevo en su asiento, ignorando con evidente desprecio el chasquido exasperado de Cartman.

El gordo brujo en cambio, no se rindió tan fácilmente. Alzó una ceja con desdén, sus dedos regordetes apretando el cetro con tanta fuerza que el elfo llegó a pensar que lo partiría en dos. Sus ojos oscuros destellaron con ese resentimiento tan familiar, ese odio silente que bullía cada vez que Kyle lograba tomar el control de la situación.

Porque Cartman detestaba eso.

Detestaba cuando Kyle podía ordenar el desastre con solo unas palabras. Detestaba cuando los demás lo escuchaban. Cuando, por un momento, su voz dejaba de ser la más fuerte en la habitación. Lo detestaba también por su sangre.

Kyle no lo hacía por presumir ni por destacarse. No era un narcisista miserable como Eric.

Era sentido común, pero Cartman, por supuesto, no lo veía así.

—¿Peleas sin sentido? —su tono fue venenoso, arrastrando cada palabra como si saboreara el insulto que se avecinaba—. ¿Y qué debemos hacer entonces, eh Kahl?

Y con un golpe seco, bajó su bastón contra el suelo.

La fuerza fue lo suficientemente brutal como para que crujiera bajo el impacto, dejando una pequeña grieta en la piedra.

—Ubicar el escondite del enemigo sería lo más sensato.

La voz de Firkle cortó el aire con su característico tono frío. Hasta ese momento, él, Michael y Henrietta se habían mantenido en silencio, escuchando el caótico intercambio de acusaciones y reproches sin intervenir. Junto a ellos, Ike y Filmore permanecían atentos. A su lado, casi imperceptible en la vorágine de voces, Kyle había decidido traer a Tolkien.

Era su primera vez en la sala de la Alianza, pero su sola presencia ya era suficiente para incomodar a más de uno, que solo serían a Cartman y sus hombres realmente.

—¿Ah? —Cartman arrastró la voz con desdén—. ¿Escucharon algo? Creí haberte preguntado a ti, Ky—…

El bastón de Henrietta impactó la mesa con un golpe seco.

Las llamas purpúreas se alzaron de inmediato, devorando el aire con una intensidad hipnótica, retorciéndose y bailando sobre la superficie hasta transformarse en una imagen clara: el mapa entero del continente.

Kyle apenas tuvo tiempo de notar la sonrisa satisfecha de Michael y el leve alzamiento de ceja de Firkle antes de que este último retomara la palabra.

—Los hombres de Ike revisaron a detalle el territorio de la costa oeste.

Mientras hablaba, el fuego cambió de color, marcando en el mapa cada lugar que ya había sido inspeccionado.

—Nosotros mismos hemos recorrido las montañas y las tierras heladas… pero…

Un instante.

Apenas un segundo de pausa.

Kyle conocía a Firkle lo suficiente como para saber que nunca titubeaba al hablar. Y sin embargo, ahí estaba. Una vacilación apenas perceptible, pero presente.

¿Qué estaba ocultando?

No tuvo tiempo de preguntarlo.

—Pero no encontramos nada.

Las llamas del territorio cambiaron de color, sellando la afirmación de Firkle.

—Eso descarta al oeste y al norte. — Firkle dirigió su mirada hacia Kyle —. Y podemos estar seguros de que no habría mal lo suficientemente escurridizo como para adentrarse en las tierras élficas.

Al pronunciar esas palabras, el fuego púrpura sobre el mapa reaccionó de inmediato. El territorio sur, el reino de Kyle, cambió completamente de color, indicando que era una zona segura, descartada de toda sospecha.

Kyle entrecerró los ojos y recorrió el mapa con la mirada.

A pesar de todo el trabajo de exploración, aún quedaba demasiado margen.

En el centro del mapa, muy cerca de sus propias tierras, se extendía el dominio de Wendy y sus amazonas. Sus fronteras casi rozaban las suyas, lo que solo hacía más inquietante el hecho de que un robo de tal magnitud hubiera ocurrido ahí. Más al este, Kupa Keep se erguía con su característico paisaje seco.  En si no era extenso, comparado con los demás territorios, era un fragmento de tierra diminuto, pero demasiado estratégico, pues tenía una red de caminos que conectaban a todos los reinos.

Y justo al lado, sobrepasándolo ligeramente hacia el norte, estaban las tierras de Kenny: El Prado.

Ese lugar era un caso especial. Técnicamente formaba parte de las Tierras Olvidadas, el vasto dominio que alguna vez perteneció al Señor Oscuro, El prado era una tierra fracturada y dispersa, plagada de ruinas de los antiguos orcos, colinas, bosques y secretos enterrados. Fue lo único que pudieron darle a la princesa McCormick, un eco de lo que fue, enclavado en el caos de su entorno.

—¿Por qué no apagan también las llamas de mi territorio? —Cartman frunció el ceño ofendido, cruzando los brazos como si aquello fuera una falta de respeto imperdonable.

—Firkle presiente una maldad aquí —contestó Ike con sequedad, sin molestarse en explicarse más. Miraba a Cartman con abierto desprecio, como si el solo hecho de dirigirle la palabra le asquease.

Pero la burla no vino de Cartman.

Una carcajada baja resonó en la sala, inesperada, con un retintín casi divertido. Kyle giró la cabeza justo a tiempo para ver el cuerpo de Stoley temblar por la risa contenida.

—¿Presiente? —repitió Kevin, con marcado desdén—. ¿O sea que ni siquiera está seguro?

Por primera vez desde que había comenzado la reunión, Stoley parecía interesado en algo. Y eso le desagradó a Kyle. Sabía que no era porque tomara en serio la advertencia de Firkle, sino por su falta de fe en la magia, despreciaba todo lo que no pudiera explicarse con lógica.

—Pensé que para un fiel "sirviente de Cthulhu" al que se le prestó el poder de ver el futuro sería más fácil.

El comentario estaba dirigido a Firkle, pero ninguno de los góticos se inmutó. Michael, Henrietta y el vidente permanecieron en sus sitios, impasibles, pero Kyle vio el breve tic en el rostro de Ike.

Un músculo saltó en su mandíbula, los dedos de su mano derecha se crisparon sobre el mango de su alfanje.

Ike estaba conteniéndose.

Cuando se trataba de alguien demeritando a su amado Firkle, Ike siempre salía a la defensiva.

Kyle casi pudo sentir la tensión en el aire, como el de la cuerda de un barco estirándose peligrosamente para zarpar.

—No me gusta darle la razón a Stoley, pero… —La voz de Cartman rompió el silencio —. Kahl, esto es una tontería. Traes a estos… brujos al consejo, a estos sucios marineros y…

Hizo una pausa deliberada, ni siquiera volviendo el rostro hacia Tolkien, como si su sola existencia le resultara repulsiva.

—Y esta escoria traicionera.

—Tolkien es quien se ha esforzado en descifrar el cuerpo del vampiro mutado por Mephesto —dijo Kyle, con firmeza, clavando la mirada en Cartman. No iba a dejar que lo minimizara como si su presencia en la sala no tuviera valor.

El aludido mantuvo la espalda recta en su asiento, con la expresión contenida, pero Kyle pudo notar la rigidez en sus hombros. Lo entendía. Sabía que Tolkien no estaba acostumbrado a estar ahí después de tantos años, ni en medio de toda esa gente, muchos de los cuales nunca le habían dirigido más que una mirada de desconfianza desde la guerra.

—El esfuerzo de los góticos también ha servido, al igual que el de Ike —continuó, dejando claro que nadie iba a ser menospreciado en su presencia.

—Atacarnos sin razón solo le dará ventaja al enemigo, Cartman —intervino Wendy, parecía por fin regresar al presente.

Cartman bufó.

—Oh, por favor…

Kyle ya estaba preparado para que soltara otra estupidez, pero antes de que pudiera continuar, Kenny habló.

—Todo esto huele a algo orquestado —dijo la mestiza, cruzándose de brazos—. Recordemos que lo primero fue el avistamiento de Craig y Tweek. No es casualidad.

Kyle miró a Kenny, intentando descifrar si hablaba en serio o si solo buscaba provocar. Pero la dureza en su rostro, la forma en que sus colmillos se asomaban un poco con su ceño fruncido, dejaban claro que hablaba con convicción.

Lo que más inquietó a Kyle fue lo rápido que Cartman se sumó a la teoría.

—Exactamente —Cartman asintió con una sonrisa retorcida—. Lo ves, Kahl, hasta la bastarda mestiza lo entiende. Craig y Tweek han sido una molestia desde el principio, no es ninguna sorpresa que tengan que ver en esto.

Kyle sintió una punzada de irritación en la nuca y no pudo evitar mirar de reojo a Tolkien.

Estaba callado. Demasiado callado.

Sus manos estaban juntas sobre la mesa, los dedos entrelazados con fuerza, la mirada baja, evitando a todos.

Kyle sintió lástima.

Porque lo entendía. Sabía lo difícil que debía ser para Tolkien estar aquí, escuchando sobre sus viejos amigos, la gente con la que creció, con la que luchó codo a codo en algún momento, los que estaban más que desaparecidos y que el moreno estaba segurísimo que ellos no tenían nada que ver en esto, a pesar del horrible historial y de sus actos del pasado.

Pero Tolkien no podía salir a la defensa de Tweek y Craig, por que él fue un traidor y el solo echo de que estaba vivo y ahí era por la misericordia de Kyle.

—Eso no tiene sentido —Wendy fue la primera en negar la teoría—. Las mujeres que robaron los restos de la Vara de la Verdad mencionaron pertenecer un grupo apodado  La Resistance.

La Resistance… —Henrietta repitió el nombre en un tono bajo y pensativo, acomodando su báculo entre las manos —. Es cierto. Nosotros también escuchamos sobre ellos. Pero… —hizo una pausa, su expresión se endureció— no sabemos mucho más.

Kyle se cruzó de brazos, su mente procesando rápido la información. Otra pieza en un rompecabezas que ya parecía imposible de armar.

Stan intervino también.

—Había algo raro en esas chicas… parecían extranjeras.

Kyle giró la cabeza hacia él, notando la seriedad con la que lo decía. No era una simple observación. Estuvo a punto, casi, de mirar a Stoley.

Pero sorprendentemente Kenny habló. No para agregar más, sino para abogar por Stoley.

—Debe ser algún grupo delictivo —dijo la mestiza con seguridad—. Además, Stoley ha estado en mi dominio, y cualquier ave o mensaje que sale de mis tierras es revisado. Él no tiene nada que ver en esto.

No era usual que Kenny defendiera a alguien fuera de su círculo cercano. Y menos a alguien como Kevin, que nunca se había destacado por inspirar confianza.

Cartman, sorprendentemente, no dijo nada.

Pero Wendy sí.

—Está bien, princesa —respondió con calma—. No estamos echando culpas, solo revisamos la información y descartamos la posibilidad de que esto sea una dirigencia de Tweek y Craig.

—¿Descartar la posibilidad? —Cartman soltó un bufido, girando su cetro entre las manos antes de señalar con él a Wendy—. Por favor, Wendolyn, dime que no estás siendo ingenua otra vez.

Wendy se quedó callada, Cartman al no tener alguna reacción ofensiva, miró a Kyle.

—Kahl, ¿realmente piensas que Craig y Tweek no tienen nada que ver? Vamos, dime con tu gran lógica élfica que no es sospechoso que justo cuando teníamos estabilidad, ellos aparezcan y ahora tengamos tragedia.

Kyle se pasó una mano por el rostro, cansado de oír la misma acusación.

—Eso no prueba nada, Cartman. Hasta ahora, no hay evidencia de que ellos hayan estado involucrados en el robo.

—¿Y si solo están escondidos dando órdenes? —Cartman golpeó de nuevo el suelo con su cetro, haciendo retumbar la piedra.

—¡No podemos actuar sobre suposiciones! —Kyle elevó la voz, frustrado. Se volvió hacia los demás—. ¿Alguien aquí tiene una pista real que los vincule? ¿Algo más que especulaciones?

Michael fue el primero en hablar, con tono desganado.

—No hemos visto señales de Craig o Tweek en los lugares que investigamos.

—Ni en la costa oeste ni en las tierras heladas —agregó Firkle.

—Mis hombres tampoco los han visto. — Dijo Ike.

Kyle dejó escapar un suspiro.

—Entonces ya basta con este tema, por el momento claro. No podemos seguir girando en círculos, ahora nuestra prioridad es otra.

Tolkien, quien había permanecido incómodo durante toda la conversación, alzó la voz por primera vez.

—Si realmente quieren encontrar al enemigo, deberían enfocarse en los territorios que quedan por investigar.

—Exacto. —Kyle asintió, girándose hacia el mapa aún proyectado por las llamas púrpuras de Henrietta—. Si descartamos el oeste, el norte y el sur…

Su mirada se dirigió automáticamente a la última gran porción del mapa.

—Las tierras de Kupa Keep y el Prado de Kenny —concluyó Wendy.

Cartman abrió la boca, dispuesto a protestar, pero se detuvo.

Tal vez porque él mismo se dio cuenta de que, al final, sus tierras también quedaban dentro del área sospechosa.

—Si eso es lo que sigue… entonces empezaremos ahí. — Dijo Kenneth,

Kyle asintió con firmeza.

—Bien. Habrá que planificar los grupos de exploración. No perderemos más tiempo.

 

Discutir los planes para las patrullas de búsqueda resultó ser incluso más agotador que la reunión inicial. Cada estrategia propuesta era cuestionada, cada decisión generaba nuevas disputas. La conversación se alargó sin tregua por dos tortuosas horas más, y en más de una ocasión, Kyle llegó a la conclusión de que quedarse callado era la mejor opción para evitar que la situación se saliera aún más de control.

La paciencia se le evaporó lentamente. Hacía demasiado tiempo que no experimentaba la ira de esta manera: sofocante, palpitante, acumulándose en cada músculo de su cuerpo con cada comentario sarcástico de Cartman, con cada mirada de escepticismo de Stoley, con cada interrupción innecesaria.

Idear un plan que complaciera a todos era una tarea imposible. Y en ese momento, Kyle realmente comprendió lo que el Elegido había logrado en su momento con una facilidad pasmosa. Ese tipo… lograba que todos lo siguieran. Su liderazgo era algo que no podía ser cuestionado.

Qué falta hacía ahora.

El pensamiento le dejó un sabor amargo en la boca. No solo porque la ausencia del Elegido pesaba, sino porque su sacrificio—su muerte—había sido en vano. Todo lo que hizo, todo lo que dejó atrás… se suponía que debía haber servido para algo más grande. Y sin embargo, la Vara de la Verdad no había sido destruida por completo. Sus restos estaban ahora en manos de quién sabe quién, y todo volvía a empezar.

El sol ya comenzaba a ocultarse cuando finalmente salieron de Kupa Keep. El atardecer pintaba el cielo con tonos cálidos que contrastaban con la tensión aún latente en el aire. Nadie dijo nada mientras cabalgaban, demasiado agotados de planes estratégicos como para seguir.

A mitad del camino, hicieron una breve parada. Solo lo necesario para despedirse de Ike y los góticos, que tomarían el rumbo a las tierras heladas.

Kyle se bajó de su montura y caminó hacia Ike. No necesitaban muchas palabras, no entre ellos. Le estrechó la mano con fuerza y, en voz baja, le susurró:

—Ten mucho cuidado, hermano.

La seriedad en la mirada de Ike le confirmó que el sentimiento era mutuo. Ninguno de los dos estaban seguros de si las cosas empeorarían.

Luego Kyle se despidió de los góticos. Se aseguró de decirle a Michael de mantenerlo informado de cualquier cosa fuera de lo común. No podía permitirse más sorpresas.

Cuando estrechó la mano de Firkle, sintió un ligero estremecimiento en la piel pálida del vidente. Todo sucedió en un instante.

Los ojos de Firkle se tornaron de un blanco fantasmal, su cuerpo se sacudió como si algo invisible lo atravesara. El rey elfo sintió la presión en su mano aumentar peligrosamente, pero estaba demasiado paralizado por la visión ante él como para reaccionar. Nunca antes había presenciado en persona uno de esos episodios... Y hubiera preferido no verlo nunca.

Cuando el gótico finalmente volvió en sí, Kyle apenas podía sentir su propia mano, entumecida por la fuerza con la que había sido apretada.

—No lo dijiste… ¿o no lo sabes? —susurró Firkle, su voz parecía salir de algún lugar lejano, distante.

Antes de que Kyle pudiera responder, el vidente alzó ambas manos y tomó su rostro entre ellas. El elfo se vio obligado a inclinarse por la diferencia de altura, atrapado en un agarre helado y firme.

La sensación lo desconcertó de inmediato. Las manos de Firkle estaban frías como el mármol, pero al mismo tiempo, ardían como brasas apagadas demasiado rápido. Un contraste imposible, pues en la mediación en la que se encontraban el clima aún era cálido.

Y lo peor no era eso.

Era la cercanía.

Kyle podía ver cada detalle en esos ojos grises y analíticos que lo escudriñaban sin piedad, como si buscaran algo dentro de él, algo que ni siquiera él mismo comprendía del todo.

—¿De qué hablas?... —Kyle apenas reconoció su propia voz. Se sintió torpe, titubeante. Maldición, un rey no debía balbucear.

Pero a Firkle no le pareció importar eso. Solo lo miró. Y siguió mirándolo.

Segundos que se estiraron demasiado, hasta volverse insoportables.

Kyle sintió un peso extraño sobre él, tanto que sus hombros se pusieron rígidos, como si algo invisible se deslizara a su alrededor. Su cuerpo reaccionó con una tensión involuntaria, cada fibra de su ser le decía que se apartara, que pusiera distancia entre él y el vidente. Pero no podía.

No porque Firkle lo sujetara, sino porque sus ojos lo tenían atrapado.

Grises, fríos, demasiado intensos. Un abismo insondable.

Era como si una entidad ajena a este mundo se encargara de diseccionar su alma, de analizarla pieza por pieza, Kyle no podía apartar la mirada, como si algo en él le impidiera siquiera intentarlo.

Firkle tampoco parecía dispuesto a soltarlo.

Finalmente, el vidente habló, su voz apenas fue un murmullo que parecía no pertenecer del todo al presente:

—Te espera una celebración grande cuando llegues.

Kyle sintió un escalofrío. Algo en la forma en que Firkle lo dijo no sonaba precisamente como una buena noticia.

Pero entonces el gótico frunció el ceño, como si su mente se estrellara contra un muro invisible, como si la respuesta que buscaba estuviera en los propios ojos de Kyle.

—¿Por qué no me dejas ver más?

El tono cambió, de enigmático a un susurro frustrado.

Firkle apartó sus manos del rostro de Kyle, pero su mirada seguía clavada en él, exigiéndole una respuesta que ni siquiera él comprendía.

—¿Qué…?

Su voz sonó más baja de lo que pretendía. En su cabeza, trató de encontrarle sentido a las palabras del vidente. "Una celebración grande"… ¿Qué se suponía que significaba eso? ¿Acaso..?

—No sé de qué hablas —respondió al fin.

Firkle no reaccionó de inmediato, todavía tenía esa mirada, esa expresión ensombrecida por algo que solo él podía percibir.

Antes de que Kyle pudiera insistir, una tercera voz se interpuso entre ambos.

—Las visiones de Firkle no siempre son claras, el poder que se le fue concedido es limitado —explicó Michael con un suspiro.

El líder gótico cruzó los brazos y miró a su compañero con algo que se asemejaba a la paciencia, pero también a la resignación.

—A veces son solo fragmentos, imágenes dispersas que necesita unir —continuó, volviendo la mirada hacia Kyle—. Y otras veces, cuando alguien en particular lo toca, las visiones se aferran a él. Lo atrapan. Es como si viera un destino incierto, algo que aún está en movimiento, algo que no debería poder ver con facilidad.

—¿Eso fue lo que pasó? —preguntó, volviendo a mirar a Firkle. Trató de verse lo más firme, pero aun así sintió una punzada de incomodidad recorrerle la espalda.

El vidente seguía observándolo, pero algo en su expresión había cambiado. Ya no estaba completamente absorto en la visión; ahora parecía más… molesto.

—Sí —murmuró Firkle, aún desconcertado—. Algo me detuvo.

—¿Qué significa eso?

—Que hay algo bloqueándome —dijo Firkle, entrecerrando los ojos—. Algo que no debería estar ahí, contigo, es la segunda vez que me pasa.

Michael suspiró de nuevo.

—No lo tomes tan literal, elfo. A veces el destino se resiste a ser visto.

Pero Kyle no podía evitar sentir que había algo más. Algo que ninguno de ellos entendía del todo.

Las despedidas fueron breves, y para el elfo, ahora incómodas. Se había perdido demasiado tiempo y la luz del sol estaba cediendo ante la penumbra del atardecer. Los góticos y los piratas debían marcharse cuanto antes si querían avanzar una buena distancia antes de que la oscuridad se asentara por completo, lo hacían más por los marineros, la gente de Michael estaba acostumbrada a viajar en la noche.

Kyle observó en silencio mientras sus aliados se preparaban de nuevo para partir. Ike intercambió algunas palabras con sus hombres antes de dar la orden de marcha, los góticos se reagruparon con sigilo y solemnidad, como si no hubieran estado en medio de una anomalía hace apenas unos minutos.

Kyle subió a su montura tratando de ignorar la sensación de inquietud que seguía aferrándose a su pecho. Pero justo cuando se acomodaba en la silla, sintió una mirada sobre él.

Firkle lo observaba de reojo. Su expresión seguía siendo inescrutable, pero había algo en su postura, en la forma en que ladeaba apenas la cabeza, que lo hacía parecer casi… advertido.

—Cuídate de la cosa que cruzó el mar —murmuró.

Antes de que pudiera reaccionar o exigir una nueva explicación, Firkle ya se había girado y se alejaba junto a Ike y los suyos, desvaneciéndose entre las sombras del bosque de Pinos.

La presión en su pecho aumentó. ¿La cosa que cruzó el mar? ¿Qué demonios quería decir con eso?  Kyle no quería otra crisis ahora, no con todo lo que ya tenía encima, no con las miradas de su gente sobre él esperando liderazgo, con la alianza queriendo respuestas, algo.

Sintió el pánico empezar a afianzarse, su mente enredándose en posibilidades aterradoras, en amenazas que aún no comprendía del todo. Pero entonces, una voz lo sacó de su espiral de pensamientos.

—Oye, respira. ¿Estás bien?

Stan.

Kyle se encontró atrapado en su mirada por un instante. No era solo la pregunta lo que lo detenía, sino la forma en que Stan lo veía. Su postura, la leve rigidez en sus hombros, el pequeño fruncimiento en su rostro… Estaba preocupado. Pero no con la preocupación de un comandante ante un peligro inminente, no con la de un estratega enfrentando una amenaza desconocida. Era algo mucho más personal.

Era la preocupación de Stan por él.

Kyle sintió un nudo formarse en su garganta. A veces le frustraba lo bien que Stan lo conocía. Había pasado siglos, generaciones enteras, viviendo, tratando con diversas razas mientras él permanecía, y sin embargo, de entre todas las personas en el mundo, el único que realmente parecía comprenderlo seguía siendo él.

Pero claro, estábamos hablando de Stan después de todo.

Kyle desvió la mirada y forzó una sonrisa, una que no llegó a sus ojos.

—Estoy bien.

La mentira salió con facilidad, casi automática. Pero Stan no se la creyó. Kyle lo supo por la forma en que el humano entrecerró los ojos, por cómo su preocupación se mezcló con esa paciencia infinita con la que solía mirarlo cuando decidía guardarse las cosas.

Pero Stan no insistió. Solo asintió una vez, como si le diera espacio para su propia mentira, y luego guió  a Sparky hacia adelante.

Kyle dejó escapar un suspiro, agradeciendo en silencio que, al menos por ahora, Stan decidiera dejarlo pasar.

 

Cabalgaron durante varias horas sin detenerse, atravesando caminos ya conocidos pero que, en ese momento, parecían infinitamente más largos. Las tierras élficas aún se encontraban a cuatro días de viaje, y la noche ya había caído sobre ellos, pesada y densa.

A pesar de la fama que tenían los elfos por su resistencia, aguante, y de la voluntad férrea, nada podía borrar el hecho de que, para llegar a Kupa Keep, habían cabalgado sin descanso, recorriendo todo el trayecto de atajos más peligrosos en un tiempo récord de apenas un día y medio. Ahora, sin la adrenalina de una reunión urgente o el peso de una estrategia inmediata, el cuerpo de todos empezaba a reclamar lo suyo. Un Descanso.

Incluso los caballos mejor disciplinados comenzaban a mostrar señales de agotamiento. Algunos relinchaban con molestia, otros simplemente bajaban el ritmo, como si sus patas ya no quisieran dar un paso más.

Fue justo cuando uno de los soldados del subcomandante Gary Harrison —un joven de rostro aún suave, al que Kyle apenas recordaba por nombre— se quedó dormido sobre la silla de montar, ladeando peligrosamente hacia un costado, que la conversación sobre hacer una parada dejó de ser una opción y se convirtió en necesidad.

Stan, que iba unos metros por delante, giró la cabeza al oír el murmullo y el desconcierto de los demás. Con un gesto de mano rápido y firme, ordenó la detención del grupo. Gary, al ver a su subordinado apenas sujetándose del caballo, maldijo por lo bajo y desmontó enseguida para ayudarlo.

—No podemos seguir así —dijo Stan con voz serena, mirando a su rey —. Acamparemos aquí por la noche.

Kyle, aún en su montura, observó el cielo cubierto de nubes violetas y negras. Apenas había estrellas visibles, y el aire tenía ese olor característico del bosque húmedo: tierra mojada, corteza viva, hojas muertas.

Asintió en silencio.

No hizo falta más. Apenas Stan dio la orden, los elfos comenzaron a desmontar, moviéndose entre los árboles como si fueran parte de ellos. Las tiendas de campaña se alzaron con rapidez y gracia, como si el bosque mismo colaborara para darles cobijo.

Los soldados más jóvenes no tardaron en rebuscar entre sus alforjas hasta sacar las finas barras de lemba, el mítico pan élfico. Su brillo tenue bajo la luz de las luciérnagas del bosque evocaba algo más que alimento: era tradición, era hogar. Los elfos, por naturaleza, no sentían hambre de manera constante, bastándoles pequeñas porciones para sostenerse durante días. Aun así, Kyle sabía que los más jóvenes gustaban de comer por simple placer, algo que en parte les había contagiado Stan con sus costumbres humanas. Porque si algo tenían los humanos, era esa insistente necesidad de nutrirse a menudo… y de encontrar en ello cierta alegría.

Kyle, en cambio, se había apartado del grupo. Se sentó en un tronco caído al borde del claro donde acampaban, los codos apoyados en las rodillas, el rostro entre las manos. Desde ahí, podía escuchar los murmullos suaves de sus soldados, el roce de las ramas al ser acomodadas, el crepitar de una fogata encendiéndose tímidamente. Todo lo que rodeaba aquel momento era serenidad… menos su mente.

Los pensamientos lo asediaban con la fuerza de un río crecido. Todo lo que había ocurrido en Kupa Keep parecía haberse metido bajo su piel. La tensión con Cartman, las palabras de Wendy, la extraña inquietud de Tolkien en todo el camino, la firmeza con la que Kenny defendió a Stoley… y sobre todo, las palabras de Firkle. “Te espera una celebración grande cuando llegues”, había dicho. ¿Qué significaba eso? ¿Una advertencia disfrazada?

Y luego, esa última frase antes de marcharse: “Cuídate de la cosa que cruzó el mar.”

Kyle frunció el ceño, intentando encontrar sentido a todo eso. Pero lo peor era que no podía. Nada encajaba. La incertidumbre era como un zumbido persistente en el fondo de su mente, y él odiaba no tener las piezas completas.

Un leve toque en el hombro lo sacó de su espiral de pensamientos. Kyle parpadeó, girando el rostro con un sobresalto que no llegó a convertirse en alarma. Allí estaba Stan, de pie junto a él, con su figura recortada por la luz temblorosa del fuego, el brazo extendido y una botija de cuero en la mano.

—¿Tienes sed? —preguntó con suavidad—. Tal vez te ayude a enfriar un poco la cabeza.

Kyle dudó unos segundos. Tenía la garganta seca, sí, pero también cierta resistencia a aceptar cualquier gesto de consuelo. Aun así, su mano se alzó por inercia y tomó la botija. Destapó el cuero con el pulgar y bebió un sorbo corto. El líquido fue un alivio inmediato, fresco, y al mismo tiempo, dulce y suave en el fondo de la lengua, con un retrogusto cálido que le acarició la garganta.

—Es vino —murmuró, entrecerrando los ojos mientras inspeccionaba la botija con escepticismo.

—De uva y ciruelas rojas —respondió Stan con una media sonrisa mientras se sentaba a su lado en el tronco—. Tu favorito.

—Solo a ti se te ocurre darle alcohol a tu rey —dijo, fingiendo severidad.

—¿Te he ofendido, su alteza? —replicó con una risa leve—. Parecías perdido otra vez… pensé que no te vendría mal algo que te trajera de vuelta.

Kyle suspiró, mirando la botija entre sus manos. Sus dedos acariciaban el cuero como si eso le ayudara a ordenar el caos mental que lo atormentaba.

—Gracias —dijo después de un momento, en voz baja.

Stan soltó un leve sonido de afirmación, una nota baja que se perdió entre el crujir de las ramas y el murmullo lejano del campamento. Kyle lo miró de reojo, el humano se había limitado a acomodarse mejor sobre el tronco, estirando las piernas frente a sí, apoyando ambas manos detrás de la espalda en la madera para reclinarse ligeramente y mirar hacia el cielo estrellado.

La luz de la luna acariciaba su rostro, delineando sus facciones masculinas de una forma casi poética. A esa hora, bajo ese resplandor pálido y honesto, Stan lucía… demasiado bien. Kyle sintió un calor incómodo subirle por el cuello y se obligó a mirar hacia otro lado mientras daba otro sorbo del vino, como si el dulzor del líquido pudiera distraerlo de la punzada repentina en el pecho.

La compañía de Stan solía ser un bálsamo silencioso, un lugar seguro donde sus pensamientos podían flotar sin juicio. Pero esta vez era diferente. Esta era la primera vez que estaban juntos, a solas, desde aquel desastroso episodio en su habitación. No habían hablado del tema. O mejor dicho, Kyle se había esforzado por evitarlo con esmero. Siempre había un deber urgente, una reunión política, una investigación a la que acudir. Su compromiso con Lady Meyers le servía de escudo, y el estudio del cuerpo mutado por parte de Tolkien se convirtió en un muro detrás del cual esconderse.

Pero sabía que eventualmente tendría que enfrentar la verdad. Y ese momento llegó antes de lo esperado, cuando Stan rompió el silencio.

—Kyle… lo que pasó ese día, en tu habitación…

El elfo se tensó de inmediato. Cerró los ojos un segundo y apretó con fuerza la botija entre las manos, como si eso pudiera impedir que el recuerdo le atravesara la memoria como una flecha.

—Stan, por favor… —lo interrumpió, sin mirarlo—. Olvidemos que eso pasó.

Su voz sonó más frágil de lo que quiso, casi un ruego. Con la mirada fija en el suelo, quería enterrarse en la tierra y ahorrarse esa incomodidad.

—Solo quería disculparme —continuó Stan, su voz grave sonó con una sinceridad dolorosa—. Lo que hice… No fue lo correcto. Fui impulsivo. Egoísta. No quise ponerte en esa posición. No… no pensé que iba a pasar, simplemente… estaba enojado.

Kyle inspiró profundamente, pero el aire se sintió denso, como si se negara a llenar sus pulmones por completo. El peso en su pecho era casi físico, una presión implacable que se apretaba entre sus costillas con cada latido desordenado de su corazón. No era ira. No exactamente. Era algo más turbio, más enredado… Una maraña de sentimientos sin nombre que lo ahogaban desde dentro.

—Pero… lo que dije —Stan rompió el silencio—, no era mentira, Kyle. Lo que siento por ti…

—Stan, no. Por favor —susurró Kyle, con la voz quebrada. El nudo en su garganta amenazaba con explotar—. No ahora. No puedo con esto. No es momento para ese tipo de emociones… hay cosas más importantes.

—Lo sé. Reconozco la gravedad de todo esto, lo que estamos enfrentando. Créeme que lo sé…

—Entonces entiendes que hablar de esto ahora no tiene sentido —interrumpió Kyle, apartando la mirada, como si la sola idea de mantener contacto visual lo hiciera más vulnerable—. No podemos… no debemos.

—Solo déjame terminar, por favor —dijo Stan en voz baja, queriendo aferrarse a un último fragmento de oportunidad.

Kyle se quedó quieto, sin saber si huir… o dejarse caer.

—Me duele que me ignores.

Kyle apretó con más fuerza la botija entre sus manos, tanto que el cuero crujía suavemente bajo sus dedos. No lo miraba. No podía.

—Me importa más nuestra amistad que cualquier otra cosa —continuó Stan, sin apartar los ojos de él—. No había reconocido lo mucho que me gusta simplemente… estar contigo. Hablar, discutir, compartir el silencio. Me hace bien. Nos hace bien.

La confesión fue como una herida vieja que volvía a abrirse. Porque para Kyle, era igual. Ignorarlo, mantener esa distancia por semanas, lo había dejado con un vacío seco y frío que ninguna responsabilidad logró llenar.

—Me arrepiento —Stan bajó la voz—. Fui un cobarde. Un miedoso. Y, sobre todo, fui un deshonesto. Sé que si aquella noche… si hubiera hablado contigo con claridad, si hubiera sido sincero en lugar de impulsivo, tal vez todo habría sido distinto. Pero no. Actué como un imbécil.

Kyle cerró los ojos. No quería seguir escuchándolo. No quería mirar ese rostro que, probablemente, ahora sostenía una expresión que lo quebraría por completo.

—Detente… —susurró Kyle, al borde del temblor—. Tú sabes bien por qué esto no debe ser, Stan. Soy un elfo. Tú eres un humano. Si los dioses nos permiten sobrevivir a lo que viene… si por algún milagro tenemos más años de vida… yo seguiré siendo el mismo. Pero tú… tú envejecerás. Y si mueres sin haber preservado tu sangre, sin dejar descendencia…

Aún siendo un viejo decrépito, yo te seguiría amando, Kyle —lo interrumpió Stan sin titubeos.

—Estoy comprometido —dijo Kyle, casi en un susurro.

Stan no respondió de inmediato. Lo miró, con una mezcla de dolor y decepción que hizo que el corazón de Kyle latiera aún más fuerte en su pecho.

—Kyle… esa mujer y tú simplemente están en un acuerdo beneficioso. Me lo dijiste. Me lo confesaste tú mismo.

—Aún así, es mi deber —replicó Kyle, tensando la mandíbula. Su mirada se desvió hacia los árboles, buscando en ellos una respuesta, un escape—. ¿Cómo reaccionaría… no solo mi madre, sino mi pueblo? Ellos me quieren con una reina. Con una elfa.

—Has dejado que tu madre te lave la cabeza —replicó Stan, más dolido que molesto—. A tu verdadera gente le importaría más verte feliz que verte cumpliendo un papel vacío.

—Basta…

—Kyle, por favor…

El nombre cayó de los labios de Stan con una súplica que removió algo profundo en el pecho del elfo.  Las palabras daban vueltas en su interior, ardiendo en la garganta, golpeando como olas contra una roca que ya no podía aguantar más. Había callado mucho. Demasiado.

No solo por él, sino por todos. Por la imagen, por el deber, por lo que esperaban de él desde que era apenas un niño con una corona sobre la cabeza.

Nada de eso lo preparó para la punzada en su pecho cuando su mirada se encontró con la de Stan: humana, cálida, profundamente rota… pero también enamorada.

—¡Esto no solo te duele a ti! —gritó de pronto Kyle, sus ojos estaban brillantes, húmedos—. ¡Quisiera, Stan! ¡Dioses, cómo quisiera poder elegir! Quisiera ser un simple plebeyo para estar contigo, sin miedo, sin restricciones… ¡Hasta me gustaría ser un humano, solo para envejecer a tu lado y morir contigo, joder!

El aire temblaba alrededor de ellos.

Kyle bajó la mirada, la voz quebrándose al final.

—Pero hay que ser realistas… tú mismo lo dijiste esa noche —susurró, dolido—. Aunque estuvieras borracho: “Tienes un deber.”Esto es lo que me fue asignado… y no importa cuánto lo odie, tengo que cumplirlo.

—Puede ser diferente… Podemos cambiar las cosas, Kyle.

—Es inútil… —murmuró el elfo, negando lentamente con la cabeza, como si así pudiera convencerse a sí mismo—. No servirá… y menos ahora. Es mejor para los dos ser simples amigos, solo eso. No se puede…

—Mírame a los ojos entonces, Kyle.

—No… —la palabra le salió temblorosa.

Mírame. A los ojos. Y dime que no me amas.

La botija resbaló de entre sus dedos, cayendo al suelo con un golpe sordo que partió el silencio en dos. El vino se derramó como sangre en la tierra húmeda, y Kyle permaneció quieto con los ojos clavados en ese punto.

—Kyle… —Stan se acercó más hacia él.

Pero Kyle no se movió.

Silencio. Solo el viento, solo las ramas lejanas. Solo su respiración entrecortada que intentaba mantenerse a flote en medio del naufragio.

—Por favor… mírame —repitió Stan, más bajo esta vez, con súplica.

Una presión le oprimía el pecho, los ojos le ardían con una intensidad insoportable. No supo en qué momento comenzó a llorar. Tal vez siempre lo había estado haciendo, por dentro.

Las lágrimas resbalaron sin permiso, su alma ya necesitaba liberarse de ese peso.

De verdad te amo, ¿lo entiendes? — La voz del humano temblaba ahora también, rota, desnuda, sincera.

El corazón de Kyle golpeaba tan fuerte que parecía querer huir de su pecho. Ardía. Dolía. Amaba.

¿Era esta su condena? ¿Esta tortura callada de amar a alguien a quien no podía tener? ¿De desear con tanta intensidad algo que sabía imposible?

Stan… Un humano, cálido, y tan real que dolía más que cualquier deber, más que cualquier corona.

Porque sí, por los dioses… lo amaba. Kyle lo amaba tanto que dolía.

Tal vez fue el dolor… o tal vez fue simplemente el deseo acumulado durante demasiado tiempo. Tal vez fue el anhelo de tantas noches calladas, o esa fantasía escondida que lo había acompañado desde la primera vez que había probado esos labios.

Kyle alzó la vista, sus ojos se encontraron con los de Stan, llenos de incertidumbre, de anhelo, de miedo también… y eso fue suficiente.

Llevó una mano temblorosa a la nuca del humano, sus dedos se aferraron a su cabello oscuro con firmeza. Lo sostuvo así unos segundos, respirando su aliento, sintiendo cómo el mundo se hacía pequeño entre ellos.

Luego, cerró los ojos.

Sus labios se encontraron, torpes al principio, bruscos. El sonido ahogado de sorpresa que Stan soltó fue claro en medio del silencio del bosque, pero no hubo rechazo. Al contrario. El humano respondió con una necesidad casi salvaje, rodeando su cintura con un brazo fuerte que lo atrajo más cerca, como si temiera que Kyle se desvaneciera en cualquier momento. Como si temiera que se retractara.

Era extraño.

Pero era perfecto.

Besarlo… besarlo calmaba su mente, su pecho, su caos. Le trajo una paz que no sabía que existía fuera de los sueños. Era calor en la oscuridad, consuelo en medio del deber, un lugar seguro que no podía tener… pero que en ese instante, se le permitía tocar.

Cuando la lengua de Stan buscó la suya, cálida, húmeda, suave… Kyle no pudo evitarlo. Soltó un jadeo, uno suplicante, uno necesitado.

Porque lo deseaba.

Porque lo amaba.

Por un instante, se permitió no ser rey, no ser elfo, no ser nada más que un hombre que había esperado demasiado para este momento.

Así como empezó, terminó, Stan fue el primero en separarse, apenas unos centímetros, jadeando con pesadez, como si el aire hubiera decidido abandonarlos a ambos. El mundo parecía haberse detenido entre sus labios, y ahora que ya no se tocaban, la realidad regresaba de golpe.

Kyle abrió lentamente los ojos, encontrando justo los azule de Stan, brillantes, vivos, agitados. Su piel, bronceada por el sol, se había teñido de rojo, quizá por la emoción, quizá por el calor. Kyle debía lucir igual o peor.

Stan no dijo nada al principio. Tampoco lo hizo Kyle.

Solo estaban ahí, mirándose.

El pecho de Kyle subía y bajaba como si hubiera corrido por su vida. Tenía la vista vidriosa, y un temblor suave en sus manos que muy seguro Stan sintió en su nuca. Lo que acababan de compartir no era solo algo “prohibido”, no era solo un beso. Era una confesión. Un desafío al mundo del que ambos procedían. El vértigo lo tomó por completo.

—No debí… —susurró, con la voz rota—. No debí hacer eso…

—Kyle… —susurró Stan, apoyando suavemente su frente contra la de él. Su mano se deslizó hasta la mejilla ardiente del elfo, acariciándola con cuidado —. No digas eso… No tienes que arrepentirte por sentir lo que sientes.

—Estuvo mal… Esto no es propio de mí, yo… —Kyle murmuró con vergüenza.

—¿Actuaste impulsivamente? —preguntó Stan, sin soltarlo.

Impulsivo. Justo como Stan lo había sido aquella noche en su habitación. Kyle sintió un calor incómodo subirle por las orejas puntiagudas. Sí… había perdido esa batalla interna contra el deber, contra su lógica, contra lo que sentía por ese humano que ahora lo tenía entre sus brazos.

—Stan, esto no puede funcionar… —dijo con dolor, cerrando los ojos con fuerza —. No se puede…

—Podemos hablar con tu madre —propuso Stan.

—¿Hablarle…? —Kyle negó, con una risa breve y amarga—. ¿Cuando está tan emocionada por el compromiso con Leslie? ¿Cuando sueña con verme casado con una elfa digna? Es absurdo, Stan. Y ni siquiera es solo eso… Hay cosas mucho más urgentes. No sabemos qué peligros están al acecho. Sé lógico, por favor, sólo…

—¿Te haría sentir mejor… si lo mantenemos en secreto por ahora?

Kyle contuvo el aliento.
¿Podría ser una opción…?
Una parte de él gritaba que no, que era una locura, una rendición momentánea que solo traería dolor.

Pero otra, solo quería descansar. Dejar de luchar.
No estaba listo para enfrentar a su madre, mucho menos para decepcionar a su pueblo. Sus responsabilidades como rey lo asfixiaban, y la situación en la que se encontraba la Tierra Media de Zaron era demasiado frágil como para añadirle un problema más.

Y sin embargo…
Stan le ofrecía algo distinto. Un rincón.
Un lugar secreto donde su corazón podía latir sin culpa. Donde sus sentimientos no tenían que esconderse detrás de excusas, protocolos o coronas.
Podría sentirse bien ahí. Aunque fuera a escondidas. Aunque tuvieran que vivir entre sombras, entre miradas que no sabrían… entre silencios cómplices..

—Está bien… —susurró, casi temblando—. Si es en secreto… Creo que… Podríamos.

Los labios de Stan se curvaron en una sonrisa cargada de alivio, sonrisa que a Kyle le pareció sentir un nudo deshacerse lentamente en su pecho.

Stan no dijo nada más. No hizo falta. Lo envolvió en un abrazo tan suave y lleno de ternura que hizo que el tiempo se detuviera para el elfo. Kyle se aferró a él como si la realidad se desmoronara a su alrededor y solo Stan fuera su ancla, su cordura, su todo.

Kyle entrecerró los ojos cuando Stan volvió a besarlo. Esta vez no fue impetuoso ni frenético. Fue profundo. Fue real. Fue amor contenido por años, quebrándose en un instante de redención. Sus respiraciones entrelazadas, sus corazones golpeando en sincronía. En ese momento hicieron un pacto sagrado: ellos existirían ahí, en esa grieta secreta entre el deber y el deseo.

Cuando se separaron, jadeando, con el alma colgando de los labios, Stan apoyó su mano en el pecho de Kyle, justo sobre el corazón, y susurró:

—Donde sea que vayas, te voy a seguir… aquí es donde estaré.

Kyle jamás había experimentado el revoloteo cálido que lo hizo sonreír de esa manera.

Estaba bien, ser un poco egoísta.

 

 

 



 

Un joven de cabello rubio permanecía sentado solo en medio de aquella habitación de piedra fría y húmeda. Las paredes, cubiertas de suciedad y costras rojizas y oxidadas, desprendían un hedor pútrido y metálico que impregnaba el aire. A simple vista, él no encajaba en ese lugar; su apariencia limpia y radiante contrastaba con la podredumbre que lo rodeaba. Su sonrisa dulce iluminaba la penumbra, aunque bajo esas suaves ropas, su cuerpo estuviera marcado por cicatrices y heridas aún frescas.

—קק, ภ๏ гєק๏ภ๔є ๓เ קгєﻮยภՇ.

—¿Que si me gustaría no estar aquí? Uh… —El muchacho jugueteó con los hilos descosidos de sus mangas—. Pero este es mi deber…

—ђץ קєгร๏ภครє ςєקՇคภ ς๏ภ гєรเภคςó รย єєг, קєг Շ ɭ ђςє ς๏ภยรՇ.

—Bueno, si es necesario que mi cuerpo sufra para que puedas estar aquí, entonces vale la pena. ¡Es tan bonito allá arriba! Bueno… no esta habitación, por supuesto, pero… me refiero a la superficie. Quizás haya cambiado mucho desde la última vez que la viste. Es…

—єՇץ ς๏ภՇคภ๔๏ ςค๔ค єﻮยภ๔๏ קг ק๏๔єг שєгՇє. ợยเєг שєгՇє, קק.

Phillip soltó un pequeño chillido, sintiendo cómo el calor subía hasta su rostro. Sonrojado por completo, se cubrió la cara con ambas manos, aun sabiendo que no podía ser visto. Pero Pip sabía que él podía sentirlo.

—N-No tienes que decir cosas tan… vergonzosas —susurró—. Pero… también me gustaría poder verte frente a frente, Damien.

 



 

Notes:

Me duele TANTO escribir sobre estos dos, espero que lo sientan tanto como yo.
¡Muy pronto tendremos a Pip! Las pequeñas escenas de él no bastan, aún tenemos que ver su lado de la historia y me emociona tanto

Chapter 15: Craig

Summary:

"Recuerda y sana.
Recuerda y ama.
Recuerda."

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El pequeño cuerpo se estrelló contra el suelo con violencia, rodando por la tierra seca y deteniéndose al golpearse de lleno contra el tronco de un árbol. Craig tosió, por el dolor y por el aire que se le había escapado en el impacto. Intentó incorporarse, pero sus brazos temblaban de puro agotamiento. Le fallaron y volvió a caer, su rostro se hundió en la tierra con un golpe sordo.

—¿De qué sirve tener la habilidad de crear clones si ninguno soporta más de un golpe?

—Su majestad, Craig debe de estar exhausto. Ha estado generando copias y entrenando desde que salió el sol...

—¡Tonterías, Ned! Ese chiquillo puede dar más que dos míseros clones.

La mejilla de Craig estaba pegajosa y sucia contra la tierra. Su cuerpo subía y bajaba con dificultad, siguiendo el ritmo errático de su respiración. No protestó cuando lo alzaron bruscamente del suelo, tirando de su gorro con todo y cabello. No lloró. Solo alzó la vista hacia el rostro regordete del Rey Mago, que lo observaba desde arriba con esa mirada de eterna superioridad.

—Tu capacidad es tres. No intentes engañarme, mocoso. ¿Acaso debería volver a prohibirle el alimento a esa bestia para que, como la última vez, mandes a tus clones a escabullirse en la cocina del castillo?

Craig intentó mantener el rostro impasible, con esa expresión indiferente que tanto lo caracterizaba. Pero la sola idea de que Tweek pudiera quedarse sin alimento le heló el pecho.

—No puedes dejarlo sin comer —su voz quebrada por el esfuerzo, salió apenas como un susurro rasposo—. Se ha portado mejor...

—Se ha portado peor —lo interrumpió Cartman sin ocultar su desprecio—. Atacó a mis guardias. A mis magos. Ese salvaje puede cazar ratas si quiere. Otro par de días sin alimento le servirán como castigo.

Craig apretó los dientes. El corazón le martillaba en los oídos. Bufó... y escupió directo al rostro del Rey Mago.

El puño gordo de Cartman no tardó en estrellarse contra su estómago con toda la furia de su ego herido. Craig soltó el aire de golpe y volvió a caer al suelo, hecho un ovillo, con la tierra pegándosele a la piel sudorosa.

—Más te vale cumplir, pequeño ladrón — le escupió Cartman, limpiándose el rostro con la manga—. O el próximo en irse a la horca será él.

Cartman se alejó del patio de entrenamiento con grandes zancadas, siendo seguido por sus torpes escuderos, tropezando con sus propias armaduras, sin cuestionar nada. Craig no se movió. Se quedó ahí, tirado en la tierra dura, sintiendo cómo los últimos rayos del sol le quemaban suavemente el rostro.

—No hagas las cosas más difíciles, niño. Actuar así solo lo empeorará —dijo una voz áspera a su lado.

Era Ned Gerblansky, el maestro de espadas. Un hombre curtido por la guerra, tuerto, de expresión impenetrable. Su cuerpo parecía un rompecabezas mal armado: tenía una cicatriz que le cruzaba la garganta como un tajo mal cerrado, y la manga vacía donde alguna vez hubo un brazo colgaba con pesadez. A Clyde le daba pesadillas solo verlo. A Craig, en cambio, le daba igual. Había oído que, en sus tiempos de gloria, Ned había sido el mejor guerrero de los Reinos de la Tierra Media de Zaron… hasta que la última guerra contra los elfos lo dejó hecho trizas.

Era temido y respetado por muchos. Pero para Craig, no era más que otro idiota que juraba lealtad a un rey imbécil.

—Es un cerdo —murmuró con fastidio, cerrando los ojos al sol.

—Es tu rey —dijo Ned con voz grave—. Uno que tuvo misericordia. No todos los huérfanos reciben ayuda.

—Solo porque le convenía —gruñó Craig, incorporándose con pesadez hasta quedar sentado—. De todos modos, es su culpa que mi familia esté muerta.

—Sigue siendo una tragedia el accidente de los pastizales, tu padre era un buen amigo mío, lo mejor es honrar la memoria con...

—¿Y por qué ocurrió ese incendio? —espetó, con los ojos encendidos—. Por fuegos de colores en el cielo, para celebrar el cumpleaños de ese gordo... cuando el pueblo se moría de hambre.

Intentó levantarse, pero sus piernas flaquearon. Antes de que pudiera desplomarse, la única mano de Ned lo sostuvo por el cuello del ropaje y lo mantuvo en pie con firmeza.

—Entiendo tu enojo, niño —le susurró, ayudándolo a enderezarse—. Pero no deberías hablar tan alto sobre tu desprecio. La ira, puede oscurecer al corazón.

Craig frunció el ceño con rabia contenida.

—Quiero seguir.

—¿Estás seguro? No te debe quedar nada de fuerza.

—He dicho que quiero seguir.

 

 

—Craig, no deberíamos estar haciendo esto —susurró Tolkien sonaba razonable incluso a sus apenas once años.

—Están aquí por voluntad propia. No obligué a nadie —murmuró Craig, agachado frente a la cerradura de los calabozos, trasteando con un gancho torcido.

—Es bueno ayudar a nuestros amigos, Tolkien. Además, Tweek debe de tener hambre —añadió Clyde en voz baja, abrazando con cuidado un pequeño saco de comida—. Oh, y no olvidemos a la princesa.

—¿Sigues intentando hablarle? Clyde, te detesta —Tolkien negó con la cabeza, suspirando con resignación.

—¡Qué cruel! Solo intento hacer una amiga…

—A Clyde le gusta la mestiza —dijo Craig con total calma, justo cuando el candado cedió con un clic.

—Pff, y a ti te gusta Tweek —soltó Clyde.

Craig se quedó inmóvil por un segundo. Su rostro no mostró reacción, firme como siempre… pero su cuello y orejas los sentía calientes, en ese momento agradeció tener su gorro puesto .

—Clyde. Si no te callas, te voy a golpear.

—¡Tú empezaste!

—¿Podemos apurarnos? —interrumpió Tolkien, mirando nervioso hacia ambos extremos del pasillo en penumbra—. Seguimos en el corredor.

Craig ignoró el berrinche infantil de Clyde y empujó con cuidado la vieja puerta de hierro. Esta se abrió con un quejido leve. Dejó que sus amigos entraran primero, echando una última mirada al pasillo antes de cerrarla en silencio tras ellos.

La sala era pequeña y húmeda, con apenas dos celdas de barrotes gruesos. Era una de las cámaras especiales que Cartman usaba para encerrar a lo que consideraba “peligroso y digno de estudio”. Olía a piedra mojada, a encierro, y a algo más… algo triste.

Del lado izquierdo, una niña de cabellos rubios estaba acurrucada en la esquina, con los brazos rodeando sus piernas. Apenas alzó la mirada al verlos entrar, sus ojos azules brillaban bajo la tenue luz de la antorcha.

Clyde se acercó con una sonrisa torpe y una vocecita amable.

—Princesa... qué gusto verla. ¿Tiene hambre? Trajimos algo de comida...

La niña no respondió. No hizo ni un gesto. Solo lo miró con una mezcla de desconfianza y agotamiento antes de volver a bajar la vista.

Clyde se quedó de pie unos segundos, esperando alguna reacción. Al no obtenerla, se rascó la nuca con una mueca.

Pero el lado derecho era el que más le importaba a Craig. Tweek ya se había levantado de donde estaba y se acercaba a los barrotes.

Craig sonrió apenas al verlo. Fue una sonrisa pequeña, rápida, sincera. La clase de gesto que solo le salía con él.

—Viniste —susurró Tweek,, en sus ojos había un notable alivio—. Pensé que no podrías...

—Claro que vine —respondió Craig con tranquilidad, caminando hacia los barrotes—. ¿Cómo estás?

—Bueno, he estado mejor… —resopló Tweek, esbozando una sonrisa cansada.

—Trajimos comida —le dijo Craig, señalando con la cabeza a Clyde, que aún intentaba recuperar su dignidad tras ser ignorado por Kenneth.

Craig sintió un tirón leve en el brazo. Se sobresaltó un poco, hasta que notó que Tweek le tomaba la muñeca con delicadeza, frunciendo el ceño mientras examinaba la piel irritada y el moretón ennegrecido  que se asomaba bajo la manga.

—Estás herido… —murmuró el pequeño bárbaro, frunciendo el ceño con preocupación.

Craig sintió un nudo apretarle el pecho. La forma en que Tweek siempre se preocupaba por él…

 Craig podía soportarlo todo cuando era para él mismo, ya se había acostumbrado a los golpes en el entrenamiento, a la hostilidad, al dolor. Pero cuando lo veía a él tan preocupado, algo dentro suyo se encogía.

—Es del entrenamiento —murmuró, bajando la mirada con un leve rubor en las mejillas mientras se ajustaba la manga para cubrirse—. Tolkien me curará más tarde.

—Siempre dices eso —replicó Tweek.

Se estiró a través de los barrotes y lo abrazó. Lo rodeó con sus brazos flacos, presionando su rostro contra el pecho de Craig.

—No es justo que te preocupes más por mí que de ti mismo. — murmuró.

El aludido se quedó tieso, con  sus brazos a los costados, como si el contacto le costara entenderlo, Craig suspiró y alzó lentamente una mano para apoyarla sobre la espalda del rubio. No lo abrazó por completo, pero tampoco lo apartó. Era su forma de corresponder.

—Oooh, qué tiernooo —canturreó Clyde.

—Clyde… —dijo Tolkien, cansado—. ¿Por qué tienes que arruinar los momentos bonitos?

—¡¿Qué?! ¡Solo estoy emocionado por lo que estoy viendo! Es raro ver a Craig siendo amigable.

Craig levantó la vista solo para fulminarlo con la mirada.

— Voy a golpearte cuando duermas, Clyde. —gruñó.

Clyde palideció, retrocediendo un paso mientras le susurraba a Tolkien: “No lo haría… ¿cierto?”

Craig volvió a bajar la vista hacia Tweek, el cual se mantenía con los ojos cerrados. Era como si el abrazo le transmitiera calma y calidez. Por ese pequeño momento, no importaban los barrotes, ni el castillo, ni Cartman.

Solo estaban ellos dos, dos niños heridos encontrando consuelo en el otro.

Lejano


¿Tan lejano se sentía eso?

Las voces llegaron distorsionadas, como si se filtraran a través del agua o del viento. Una de ellas logró atravesar el abismo que lo rodeaba.

—¿Estará bien? —esa voz… era suave, temblorosa. Sonaba preocupada, como si contuviera el aliento.

Hubo un leve silencio, luego una respuesta más templada, madura, femenina.

—Lo peor ya pasó, querido… pero mi magia no basta para borrar las cicatrices.

—No importa…

Algo cálido. Una mano. El roce leve de unos dedos acariciando con ternura su mejilla o tal vez su cabello. Craig no podía abrir los ojos, no podía hablar, no podía moverse. Pero quería que ese tacto siguiera ahí por más tiempo.

—Estarás bien, Craig... Descansa.

Como si la luz se apagara, sintió que se deslizaba hacia la profundidad otra vez. Cayendo sin peso, sin ruido, sin dolor.

Cayendo.

Craig desvió el tajo con facilidad, su espada bloqueó el ataque con un sonido seco antes de que su pierna se alzara con fuerza, pateando al atacante directo al suelo. Sus tres clones se movieron como una coreografía ensayada, desarmando e inmovilizando al hombre en cuestión de segundos. A su lado, Tolkien conjuraba, encadenando con magia a otros dos oponentes. Clyde, por su parte, había logrado derribar a una de las bestias que los atacaba, aunque parecía más sorprendido de haberlo conseguido que orgulloso.

Craig se giró hacia su lado derecho… y suspiró.

—Por los dioses… —murmuró con una media sonrisa, viendo la escena.

Tweek, se había pasado un poco de la línea. Frente a él yacían los restos ensangrentados de lo que alguna vez fueron los "sujetos de prueba de batalla". Una escena brutal, salpicada en rojo, con el adolescente de dieciséis años temblando mientras el líquido carmesí le chorreaba por los brazos y le teñía la ropa.

—¡¿Otra vez, Tweek?! —exclamó Clyde, horrorizado—. ¡Se supone que eran para practicar, no para hacerlos puré!

—Solo eran bestias transformadas en humanos, Clyde —respondió Tolkien para tranquilizarlo, liberando el hechizo que mantenía atrapados a los suyos.

—¡Ngh… gah! ¡Cartman me va a castigar por esto! —Tweek se rascó nerviosamente el brazo, con ese tic inconfundible—. ¿Y si me encierra de nuevo? ¡No quiero volver ahí!

Craig se acercó con una expresión que  no mostraba sorpresa, solo una especie de resignación cariñosa. Tweek siempre reaccionaba así… Pasar años de su infancia encerrado realmente le había afectado, pero Craig siempre estaba dispuesto para calmarlo.

—Tranquilo, Tweek —dijo Craig, chasqueando los dedos. Sus clones se desvanecieron con un leve destello, dejando solo aire—. No has pisado esa celda en años. Probablemente el gordo ni siquiera lo note.

—¡Craig! —jadeó Clyde, con los ojos muy abiertos—. ¡No puedes decir eso en voz alta!

—Tienes razón. El niño no debería decirlo en voz alta.

La sonrisa de Craig se desvaneció en cuanto reconoció la voz áspera que venía desde el pasillo. Sus amigos se giraron rápidamente y, casi al unísono, hicieron una leve reverencia. Todos menos él.

Craig solo se volteó con un suspiro, indiferente.

Ned seguía igual. Bueno, no del todo. Estaba más viejo. Las canas se habían adueñado de su cabello, su barba lucía más desordenada y su bigote ya no imponía como antes. Aun así, la figura del viejo maestro de espada no había perdido su esencia: tosca, severa y disciplinada, aunque siguiera pareciendo un rompecabezas. Clyde ya no le tenía miedo, si no que lo consideraba una leyenda viviente, esto alimentado por las historias que le daba su padre. Tolkien lo trataba con mesura, admiraba más su inteligencia y las estrategias que formó en las guerras. Tweek… Solo lo normal, para el rubio era el señor viejo que lastimaba a Craig cuando era un mocoso.

Craig no lograba tragárselo del todo, a pesar de los años, seguía viendo en Ned a otro imbécil que obedecía órdenes del gordo como si fueran sagradas escrituras.

—No creo que le importe que le diga gordo —masculló Craig con desdén, cruzándose de brazos—. Debe tener la grasa metida hasta en las orejas.

Ned no reaccionó de inmediato. Caminó con paso firme y cansado hasta estar frente a ellos. Su mirada, aunque opaca por su ojo tuerto, seguía siendo incisiva. Se detuvo justo frente a Craig, lo bastante cerca para que el chico sintiera el aliento entrecortado de un veterano de mil batallas.

—Una lengua rápida suele terminar en silencio —dijo finalmente Ned, sin alzar la voz—. ¿Vas a enfrentarte a Cartman con palabras, chico?

—No me molestaría probar —replicó Craig, con el mismo tono frío.

Hubo un breve silencio. Clyde tragó saliva. Tolkien miró al suelo. Tweek ya no temblaba, pero su expresión era confusa, como si no supiera si Craig estaba en problemas o simplemente debería estar preocupado.

—Ya basta —intervino Tolkien con suavidad—. Estamos todos cansados. Fue un buen entrenamiento. ¿Verdad, maestro?

Ned desvió la mirada hacia él, evaluándolo por un instante, y luego asintió con la cabeza.

—Han mejorado —admitió—. Pero la fuerza sin disciplina es solo una promesa rota.

Con eso, se giró y comenzó a marcharse, su silueta rota alejándose por el pasillo gris que daba al castillo.

—Promesa rota… qué dramático.

—¿Sabes que te puede partir en dos con un solo brazo? —susurró Clyde, mirando nervioso hacia donde se había ido Ned.

—¿Con el único que le queda? Lo dudo —murmuró Craig, sin molestarse en disimular su sarcasmo. Luego giró la cabeza hacia Tweek—. ¿Estás bien?

El rubio asintió con lentitud, aunque aún tenía restos de sangre en la cara. Craig no lo pensó mucho,  arrancó un trozo de su capa y se acercó para limpiarle el rostro con cuidado. La tela era áspera, pero el gesto fue suave.

—Tienes que tener más cuidado, Craig… —susurró Tweek, bajando un poco la mirada.

—Estoy más que bien —respondió Craig, con una sonrisa casi imperceptible. Siempre decía eso, aunque estuviera hecho polvo.

—¿Por qué ustedes siempre arman tanto escándalo? —interrumpió una voz femenina desde arriba.

Craig rodó los ojos en automático. Ya la había reconocido.

En uno de los balcones del patio de entrenamiento, la mestiza McCormick descansaba con el brazo apoyado en el barandal y la mejilla reposando en la palma de su mano. Observaba la escena con una mezcla de aburrimiento e interés apenas disimulado.

—¡Ah! ¡Princesa! ¿Ha venido a verme? —exclamó Clyde, entusiasmado como si fuera un caballero de cuento. Dio un paso hacia el balcón con una sonrisa que buscaba ser encantadora y solo logró parecer idiota.

—Sí, claro —respondió ella con tono seco—. No me lo perdería por nada del mundo, mi valiente caballero de las torpezas.

Clyde se quedó inmóvil un instante, procesando si lo que acababa de escuchar había sido un halago o una bofetada verbal. Craig simplemente negó con la cabeza. Clyde no parecía aceptar el desprecio evidente que esa chica le tenía. Peor aún: seguía llamándola “princesa”, como si ese título no le pesara la rubia como una burla.

Para los nobles del reino, la sola existencia de la mestiza McCormick era una aberración. Craig no le daba importancia a títulos ni linajes, pero esa chica... no le agradaba. Aunque hubiera sufrido abusos similares a los de Tweek, había algo en su forma de ser que simplemente lo incomodaba.

—¿Va a quedarse ahí mucho tiempo? —insistió Clyde —. ¿Le apetece ver una muestra de mi fuerza?

—¿No habíamos terminado ya? —refunfuñó Craig, sintiendo cómo el hastío empezaba a calarle en los huesos. Solo quería una ducha rápida, tal vez algo de pan, y tirarse con Tweek en el patio a ver el cielo. Como solían hacer siempre después del entrenamiento. Su rutina secreta de paz.

Clyde lo miró de reojo, con esa expresión suya que mezclaba súplica y dramatismo adolescente. Craig resopló.

—Déjalo lucirse —le murmuró Tolkien con una sonrisilla, claramente entretenido con la escena.

—Es un idiota —masculló Craig, cruzándose de brazos.

—Ese idiota es tu mejor amigo —le recordó Tweek, acercándose un poco a su lado.

Craig lo miró de reojo, y aunque fruncía el ceño, no pudo evitar aceptar con un suspiro resignado.

Sí, lo era. Su mejor amigo... y también su mayor dolor de cabeza.

—Uh, princesa, su tiempo libre ha concluido… —Una voz nueva, temblorosa pero firme, interrumpió desde el pasillo.

Craig la reconoció al instante. Era el nuevo escolta, el que había llegado unos meses atrás. Tenía su misma edad, quizás un poco más joven, flacucho, rubio y perpetuamente nervioso, el chico era un desastre andante. A Craig le causaba cierta gracia; no por burla, sino porque no parecía poder encajar en el lugar. Butters, así le decían. Siempre intentando hacer lo correcto, siempre obediente… como todo hijo de noble al que le meten grandes expectativas en la cabeza desde la cuna.

Por alguna razón, era la otra única persona que aún llamaba a Kenneth por su título de “princesa”. Lo más curioso de todo era que a ella no parecía molestarle cuando salía de la boca de ese rubio en particular, al contrario de lo que pasaba cuando Clyde la llamaba así.

—Espera un poco, Butters —dijo ella, sin quitar la vista del patio—. Están a punto de darme una muestra de su fuerza. No querrás que me la pierda, ¿o sí?

—Ah… pero… el rey fue claro con los horarios… — dijo el adolescente, jugueteando nerviosamente con sus dedos.

—¡Oye, Leopold! ¿Por qué no participas tú también? —lo animó Clyde desde abajo, levantando una mano con entusiasmo.

—No creo que debería… —contestó Leopold con voz baja, Craig lo vió dar un paso hacia atrás.

—¿Qué? ¿Acaso tienes miedo? —Clyde lo provocó con una sonrisa ladina.

Craig soltó un suspiro, llevándose dos dedos a la sien. De los cuatro, Clyde podía ser fuerte, sí, pero también era el más torpe en batalla, especialmente cuando dejaba que su ego hablara por él.

Leopold no respondió. Apretó los labios, como intentando contenerse. No parecía querer caer en provocaciones, lo cual a Craig le parecía casi admirable.

—Agradezco la invitación, pero ahora mismo la princesa debe retira…

—¡Bueno! —exclamó Kenneth, enderezándose de golpe y dando un fuerte aplauso que interrumpió al rubio al instante. Su voz resonó en todo el patio, captando todas las miradas—. ¿Y si al que gane le damos un premio?

Leopold palideció y  negó con la cabeza de inmediato.

—Princesa, no… eso no es necesari…

—¿Un premio? —intervino Craig, alzando una ceja con escepticismo—. ¿Qué clase de premio?

—Mmm… —Kenneth se llevó una mano al mentón, pensativa—. ¿Un postre?

—Paso. No me gustan las cosas dulces. Y pelear por eso no vale la pena —respondió Craig con desgano. Estuvo a punto de tomar a Tweek por la muñeca para marcharse, pero Clyde le arruinó el momento.

—¿No sería mejor un beso? —propuso, sin un ápice de vergüenza—. De usted, alteza.

Absurdo. Demasiado absurdo.

Kenneth lo miró con los ojos bien abiertos, no parecía creer lo que escuchó de la boca del idiota de su amigo, Tolkien se llevó una mano a la cara, negando lentamente mientras suspiraba, y Tweek hizo una mueca como las que hacía cuando probaba algo amargo.

¿Un beso de esa tipa? A Craig le causó repugnancia, y claro, no se molestó en ocultarlo.

—Eres un idiota. Eso es asqueroso. Ninguno de nosotros va a competir por ese “premio” —dijo Craig, tajante.

—¡Oye! —exclamó Kenneth, visiblemente ofendida.

Un golpe seco interrumpió todo: un martillo largo y pesado cayó desde lo alto del balcón, hundiéndose levemente en la tierra del patio.

Leopold se había adelantado y, sin pensarlo mucho, había lanzado su arma. En un solo y ágil movimiento, se impulsó sobre el barandal y saltó, cayendo con sorprendente facilidad sobre el suelo de entrenamiento.

—Parece que sí hay alguien… —le susurró Tweek, sin apartar los ojos del rubio.

Craig soltó un simple sonido de afirmación, de alguna manera, era algo que sospechaba.

—¡Wow, Leopold! ¿Entonces te apuntas? —dijo Clyde con una mezcla de sorpresa y entusiasmo mal disimulado—. Te advierto que no será fácil, realmente espero ese beso.

—Ni si quiera he aceptado tal tontería. —Contestó Kenneth desde el balcón.

“Pero no te niegas.” Pensó Craig, rodando los ojos.

Leopold no respondió de inmediato. Caminó hacia el centro del patio, con pasos que intentaban parecer firmes. Craig lo observó de reojo. No era difícil notar el temblor en sus manos, ni el leve titubeo en su respiración.

—No deberías subestimarme —dijo con toda la seriedad que pudo reunir, aunque su voz aún cargaba con esa suavidad temblorosa tan suya.

Kenneth, cruzó los brazos. Ya no parecía querer retractarse de la idea que ella misma había iniciado.

—Muy bien —intervino Tolkien, dando un par de pasos hacia el centro—. Solo recuerden: nada de golpes mortales, ni ataques por la espalda. Esto es una exhibición de habilidad, no una ejecución.

Hizo una pausa, miró a Clyde con intención—. Así que controla ese impulso, ¿sí?

—Sí, sí, lo sé —resopló Clyde, girando el hombro para aflojar el brazo mientras sonreía con suficiencia—. No te preocupes, no pienso partirlo en dos… a menos que me obligue.

Craig chasqueó la lengua, que idiota. Se acercó a Tweek, que ya observaba el campo sentado en el suelo, con las piernas cruzadas. Se sentó a su lado recargándose en el árbol cercano.

—¿Crees que ese Leopold le gane?… —murmuró el rubio.

— Los hijos de nobles solo juegan a ser caballeros.  —dijo Craig.

—Mmm, pero no deberías juzgarlo tanto — Tweek no despegaba la mirada de Leopold.

Craig conocía eso, estaba leyendo su lenguaje corporal, el rubio solía hacerlo cuando quería analizar los movimientos de… lo que llamaba presas, sí, aún Tweek usaba ese tipo de lenguaje, aunque a Craig no le molestaba tanto.

—Clyde es un tonto, pero es fuerte, tú mismo lo has dicho, además,  recuerda quien es su padre.

—Uh, parece que quieres que él gane — contestó Tweek, ahora viéndolo a él mientras reía ligeramente.

Craig resopló, pero no lo negó.

El silencio se apoderó del patio durante unos segundos.

Clyde avanzó primero, confiado, con esa sonrisa de caballero galante que usaba siempre antes de atacar. Dio un par de vueltas con la espada, más por espectáculo que por estrategia, y lanzó el primer tajo con fuerza. Leopold lo esquivó de lado, sorprendentemente rápido para alguien que normalmente parecía tropezar con el aire.

Craig alzó una ceja. Eso fue…

—¿Viste eso? —le susurró Tweek.

—Sí, lo vi… Fue un buen movimiento —admitió, sin despegar los ojos de la escena.

Leopold no era ágil, pero sus movimientos eran precisos. Cada vez que Clyde arremetía con una combinación de espadazos, el rubio lo bloqueaba con el mango del martillo o esquivaba con un paso exacto. No era fuerza bruta, era técnica. Había disciplina en esos movimientos, y un extraño tipo de elegancia improvisada.

Estúpido entrenamiento de nobles.

—¡Eso, Leopold! ¡Dale en las piernas! —gritó Kenneth, divertida, asomándose más desde el balcón.

Vió a Clyde fruncir el ceño, eso debió de dar en su orgullo. Empezó a pelear en serio, dejando atrás las poses y las bromas. Ahora era más rápido, más preciso, y su espada silbaba en el aire. ¿No habían dicho que no debía de haber golpes mortales? El choque del metal contra el mango del martillo resonaba muy fuerte, como campanadas desordenadas.

Leopold no se quedaba atrás. Cuando parecía tambalear, se recuperaba. Cuando parecía agotado, encontraba un impulso más. Había sudor en su frente y sangre en su labio partido, pero no retrocedía.

—¿Desde cuándo pelean así? —preguntó Tolkien, cruzado de brazos, con una expresión realmente interesada.

Craig no respondió. Estaba igual de sorprendido.

Lo que estaban viendo no era torpeza ni suerte. No parecían dos adolescentes, había habilidad, había destreza, determinación.

Ambos dieron un último salto, atacando al mismo tiempo. El filo de Clyde rozó la armadura de Leopold, mientras el martillo descendía con fuerza contra el escudo improvisado del otro. El golpe fue tan fuerte que los dos fueron lanzados hacia atrás, rodando por el suelo.

Quedaron allí, tirados sobre la tierra, jadeando. Uno frente al otro. Empapados en sudor, con los pechos subiendo y bajando con dificultad.

—¿Empate...? —preguntó Clyde, con voz temblorosa por el cansancio.

—Empate... —repitió Leopold, tosiendo.

—¡WOAH! —exclamó Tweek, aplaudiendo sin darse cuenta—. ¡Eso fue increíble!

—Me retracto —dijo Craig, cruzándose de brazos—. No es tan torpe como pensaba.

Kenneth silbó desde arriba, genuinamente divertida.

—No estuvo nada mal, Leopold. Nada mal.

Butters giró la cabeza hacia ella, aún acostado en el suelo.

—Gracias… princesa… —susurró, antes de dejar caer la cabeza con un suspiro de agotamiento.

Clyde soltó una risa.

—Amigo, a mí ni siquiera me halagó ... —el castaño se reincorporó como pudo, Tolkien ya se acercaba para usar su magia de sanación — pero eso fue genial, Leopold, deberías entrenar con nosotros seguido.

El rubio esbozó una sonrisa tímida, sin moverse mucho.

—Lo pensaré… aunque dudo tener más ratos libres como este.

—Igual, no dudes en venir cuando puedas —añadió Clyde, y luego, como si no pudiera evitarlo, alzó la vista hacia el balcón con una sonrisa boba—. Princesa… ya que ambos ganamos, ¿no cree que merecemos una compensación?

Kenneth arqueó una ceja, cruzada de brazos.

—Lo siento, Clyde. Un empate no cuenta. Qué lástima.

—Bueno, al menos lo intenté —respondió él, fingiendo resignación.

—Deberías darte por vencido de una vez, amigo —murmuró Tolkien, sin levantar la vista mientras canalizaba su magia sobre los moretones de Clyde.

—¿Y perder la esperanza? Jamás —respondió el castaño con dramatismo.

Clyde siempre se hacía el protagonista de una tragedia romántica, la escena bordeaba lo ridículo, pero también tenía un extraño encanto. Craig se dio cuenta de que, sin notarlo, estaba sonriendo un poco.

—Es agradable… —susurró Tweek junto a él, lo suficientemente bajo como para que solo Craig lo escuchara—. Ojalá las cosas pudieran ser siempre así.

Craig bajó la mirada, esa mueca inevitable de cinismo asomándose de nuevo a sus labios.

—Aprovéchalo mientras dure… —murmuró—. En unos años, seremos justo lo que el gordo quiere: sus asesinos bien entrenados.

Tweek no respondió, pero su mano rozó levemente la de Craig.

—Estoy… mentalizado para eso —murmuró Tweek, con la voz quebrada por una mezcla de cansancio y resignación—. Pero Clyde… uh…

—¿Te preocupa? —Craig apretó los labios, sabiendo exactamente a qué se refería—. A mí también. Pero él eligió esto.

—Él tiene otra idea de lo que esto significa…

—Ya lo hemos hablado con él, Tweek —dijo Craig en voz baja—. Tolkien sobre todo se lo explicó con claridad… pero aún así quiere venir con nosotros.

Tweek bajó la mirada, sus dedos se crisparon un poco, inquietos.

—Podríamos… no sé… intentar que cambie de opinión. Todavía puede elegir otra cosa, ¿no? Podría hacer lo mismo que hace su padre. Nosotros no tenemos esa opción, pero él sí…

Se hizo un silencio breve.

—Es solo que… no lo entiendo. —Dijo finalmente.

Craig lo observó unos segundos antes de responder, y luego suspiró.

—Es porque somos sus amigos, Tweek. Es lealtad… —Su tono no era de consuelo, sino de aceptación. De verdad.

Deslizó suavemente un dedo sobre la palma de Tweek, ese gesto que siempre hacía cuando necesitaba conectarse con él, cuando las palabras no bastaban.

—No le importa lo que seamos… ni de dónde venimos. Nos aprecia tal como somos y nos va a seguir...

Tweek no dijo nada, pero su mano cerró los dedos alrededor del de Craig, apretando con fuerza.

Eran tiempos buenos.

Tiempos que ya no recordaba…

Había olvidado las tonterías de Clyde,
la sensatez inquebrantable de Tolkien,
la cercanía cálida y constante de Tweek.

¿Por qué estaba volviendo a vivir todo eso?

Qué extraño…

Seguía cayendo —o al menos, eso sentía—,

Una calidez persistente en su mano. Un roce… tan ajeno al dolor, tan humano.

—Craig… ¿cuándo vas a despertar?

¿Esa era su voz? La de…

El toque en sus labios lo estremeció. Sutil, pero bastó para que algo dentro de él se quebrara.

¿Realmente merecía despertar…?

La oscuridad no era completa.

Tampoco la luz.

Era un gris nebuloso, cálido en los bordes, helado en el centro, como si su mente caminara por el filo de un recuerdo que no terminaba de reconocerse como suyo. No sabía si flotaba, o si simplemente había dejado de pesar.

Las voces llegaban como ecos de una época lejana. Un susurro que le hablaba al oído desde otro tiempo: la risa de Clyde en el viento, las correcciones suaves de Tolkien como un susurro de hojas al caer…

El sonido de la respiración entrecortada de Tweek… mezclada con la suya.

¿Qué…?

¿Estaba soñando?
¿O estaba muerto?
¿Era eso lo que venía después?

Una parte de él quería quedarse ahí, donde todo dolía menos, donde las heridas eran recuerdos que aún no se abrían.

Pero entonces, esa voz…

Esa voz lo reclamaba. Lo llamaba por su nombre, una y otra vez, con la misma ternura que un mundo entero ya había olvidado.

Craig…

El calor en su mano seguía ahí. No era solo un toque, era más que eso.

No entendía por qué, aunque no supiera si lo merecía…

Sintió algo más.

Una presión en el pecho.

Una sacudida sutil.

Un temblor en el tejido de su memoria.

Otra imagen se formaba en la bruma.

Otro recuerdo. Otra grieta.

Como si cruzara un umbral sin darse cuenta, cayó de nuevo. No al vacío.

Sino al pasado.

Craig había escuchado alguna vez que, en los tiempos antiguos de Kupa Keep, las catacumbas eran un lugar sagrado. Ahí descansaban los cuerpos de nobles, figuras ilustres, tenientes, generales, y soldados caídos en hazañas dignas de leyenda. A cada uno se le esculpía una estatua y se le otorgaba una cámara funeraria individual, para que su memoria pudiera ser honrada por generaciones. Pero todo eso cambió cuando Cartman tomó el poder. Desde entonces, solo él decidía quién era digno de ese honor. El número de tumbas militares disminuyó drásticamente, reservándose aquel lugar solo para la realeza... o para aquellos que le agradaban.

Ni siquiera se inmutó cuando uno de sus mejores comandantes cayó en la última expedición. Roger Donovan no era solo un líder excepcional —leal, fuerte, con un profundo sentido de la justicia—, también era el padre de Clyde. El padre más presente y amoroso que Craig había conocido. Tal vez por eso Clyde era tan lleno de vida, siempre tan animado. Su padre le había enseñado a reír, a disfrutar del momento.

Pero cuando los soldados regresaron solo con la cabeza de Roger —lo único que pudieron salvar—, Craig vio algo romperse en su mejor amigo. Nunca antes había visto esa expresión en Clyde. Una mezcla de incredulidad, dolor y vacío. Y todo empeoró cuando supieron que Roger no sería enterrado en las catacumbas. No había tumba para él. Lo lanzarían, como a tantos otros, a la fosa común.

Clyde exigió una audiencia con Cartman, decidido a defender el honor de su padre y de todo el pelotón que había caído. Craig estuvo allí, observando, cuando el trono giró levemente y el gordo, sin apenas mirarlo, soltó con desdén:

—¿Ese era tu padre? Ni siquiera lo recuerdo

Craig recordaba cómo Clyde se quedó ahí, de pie, con los puños temblando y los ojos vidriosos.

No gritó. No lloró. Solo... bajó la cabeza.

Esa noche, Craig lo encontró sentado junto al muro este del Castillo, donde siempre iban cuando necesitaban pensar. Clyde tenía la cabeza inclinada, las manos apoyadas en las rodillas, y entre ellas, envuelto en una tela de terciopelo rojo oscuro, estaba el medallón de su padre.

—No es justo... —murmuró, con la voz rasposa—. Él no solo era un comandante, Craig. Era mi padre. Me enseñó a sostener una espada, me enseñó a pelear, a ser un buen guerrero… ni siquiera le darán un lugar para descansar.

Craig se sentó a su lado y compartió el silencio. El cielo estaba despejado, y las estrellas titilaban como si quisieran ofrecer consuelo. Pero la tristeza de Clyde era tan profunda que nada bastaba para tocarla.

La vida era así de mala en muchas ocasiones.

—Yo quería ser como él, ¿sabes? —Clyde apretó el medallón—. Quería que estuviera orgulloso de mí.

Lo odiaba. No a Clyde, sino todo lo que los rodeaba. Lo injusto que era vivir en ese mundo de fantasía rota, en el que los verdaderos héroes no recibían más que desprecio.

—Tu padre murió por culpa de ese estúpido conflicto entre elfos y Cartman —espetó Craig, con los dientes apretados—. Murió por un juego de poder que no le importa a nadie, excepto a esos malditos nobles que se sientan en sus tronos y juegan a la guerra. La Tierra Media de Zaron… les importa una mierda, Clyde. Y a Cartman menos que a nadie.

Clyde lo miró. No habló, solo tenía los labios entreabiertos, los ojos perdidos en un punto muerto, como si algo se le hubiera apagado.

Craig respiró hondo. Sintió un temblor en el pecho, pero no se detuvo.

—Los que sangramos somos nosotros. Los que enterramos a los nuestros. Nadie va a venir a salvarnos. Si de verdad quieres honrar a tu padre, tienes que ser fuerte. No solo para resistir. Sino para abrir los ojos y ver este mundo por lo que es: podrido hasta el fondo.

—Yo… Podría cambiarlo…

Craig frunció el ceño. Se giró hacia Clyde, más confundido que incrédulo.

—¿Cambiarlo para qué, Clyde? ¿Para quién? Ya hemos visto cómo acaban los héroes. Tu padre era uno. ¿Y qué recibió? Nosotros… somos nadie. Estamos sucios. Tenemos sangre en las manos. Sangre que ni siquiera es nuestra.

—Para complacerlos a ellos… —La voz de Clyde sonó distinta. Más grave. Más vacía. Casi como si hablara otra persona desde su garganta. Su mirada estaba fija, helada—. Siempre fue por ellos. Por su aprobación. Por el “honor”. Yo ya…

—Yo también estoy harto —dijo Craig, dentro algo se removía, gritando, desesperado—. De hacer lo correcto.

El aire se volvió denso.

—Entonces… —continuó—. ¿Qué sentido tiene seguir jugando a su juego?

Clyde bajó la mirada. Luego, alzó el rostro con una claridad que nunca había tenido.

—Ninguno.

Craig lo entendió. Todo. La rabia. El cansancio. La rendición. La decisión.

Si el mundo no iba a tener piedad por ellos… entonces ¿Para qué preocuparse por hacer lo justo?

Tenían el derecho, se sentían en el derecho.

De odiar.

 

La semilla del árbol torcido solo necesitó tierra seca y sangre para crecer. Y en Zaron, eso abundaba.

Cada misión que Cartman les asignaba era una prueba más de cuán insensible se había vuelto todo. Craig tenía apenas veinte años, y ya había dejado de contar las vidas que había tomado. ¿Fueron culpables? ¿Inocentes? ¿De qué bando eran siquiera? Ya daba igual. Lo único que seguía siendo real era esa rabia ardiente que nunca se apagaba. Matar no traía paz… pero al menos aliviaba el peso por unos segundos.

—Ngh… ¿Cuántos días quedan? —preguntó Tweek a su lado. Observaba las ruinas calcinadas de lo que una vez fue un pueblo. ¿De humanos? ¿Elfos? ¿Importaba ya?

—Clyde dice que el quinto día de la semana. —Feldspar se quitó el gorro, pasándose la mano por el cabello empapado de sudor, cubierto de cenizas. Sus ojos estaban rojos, pero no por el humo.

—¿Te sientes listo para eso? No será fácil… Y ni siquiera hablamos su idioma.

—Clyde quiere usar a esa tipa.

—¿A Kenneth? ¿Le contó el plan? —Tweek lo miró con tensión, con esa misma ansiedad que nunca se le iba.

—Sé lo que piensas. Yo tampoco confío en ella. Pero Clyde cree que quizás quiera unirse… que algo en ella se alinea con lo que queremos.

—Y si lo hace… podríamos usar su sangre para descifrar el mensaje oculto de la Vara… —Tweek asintió, bajando la voz—. Es una jugada buena… pero hay un problema.

—¿Leopold?

—Ese gusano está demasiado aferrado a ella… No tiene idea de lo que es esto. De lo que significa vivir con barro en los pies y los huesos de tus compañeros en la espalda. No lo entendería nunca.

—Por eso Clyde hablará con ella primero. A solas.

—Qué presión… —susurró Tweek, apenas audible—. Yo solo quiero dejar de hacer esta mierda de una vez. Me siento encarnado a los nervios..

—Pronto tendremos nuestra paz… —murmuró Feldspar. Alzó la mano con cuidado y limpió un rastro seco de sangre de la mejilla de Tweek. El rubio suspiró, cerrando los ojos como si ese gesto fuera lo único cálido que le quedaba en el mundo. Feldspar dejó la mano ahí, quieta, permitiéndole recargarse.

—Solo aguanta un poco más. Puede que el plan lleve un año… o dos. Pero para cuando todo esto acabe, vamos a descansar.

—Sí, sí… —Tweek murmuró con desdén, Felds acunó su rostro con su otra mano cuando lo vió removerse inquieto—. Liderar a los bárbaros, ¿no? Como si fuera tan fácil lograr que me escuchen todos. Haces sonar tan simple que sigan a alguien tan… desconectado, tan arrancado de las antiguas tradiciones como yo. No tengo idea de qué hacer con ellos. No tengo ni idea de qué hacer conmigo mismo.

—Encontrarás la forma. Lo tienes en la sangre, tendrás que ser muy fuerte para…

—No me hables así. —Tweek entreabrió los ojos. Su mirada era intensa, sus pupilas vibraban—. No me termina de agradar él.

Feldspar frunció el ceño, casi imperceptiblemente.

—No hables como si fuera otra persona, Tweek.

—Es que yo te siento diferente. —dijo el rubio, con una calma rara. Dio un paso más cerca. Feldspar no se apartó. Sus rostros quedaron a centímetros—. Siento que me usas —susurró contra sus labios.

No respondió de inmediato. Su rostro no cambió, pero algo en sus ojos pareció doler. Entonces dijo, bajo:

—Yo jamás haría tal cosa…

Pero Tweek no lo dejó seguir. Lo sujetó del cuello de su ropaje con ambas manos y lo atrajo hacia él. Lo calló con un beso. Uno que le supo extrañamente amargo, un beso que no buscaba amor, sino respuesta. Feldspar pareció tensarse por un momento, como si su instinto fuera apartarse, contenerse. No porque no lo deseara… sino porque lo deseaba demasiado

No había parte de Craig que no amara besar a Tweek. Lo había hecho muchas veces. Algo que empezó hace unos años, mucho antes de lo que le pasó a Clyde, en las noches en que nadie los veía y se escabullían fuera del castillo, besos llenos de ternura, algunos con miedo, otros con genuinidad.

Cedió.

Sus labios todavía se rozaban cuando respondió, le devolvió el beso con fuerza, con un temblor apenas contenido, como si tuviera miedo de que ese momento  se le escapara.

Las manos en su rostro bajaron con cuidado, como si lo redescubriera de nuevo, sujetándolo finalmente por la cintura. Lo atrajo más cerca, hasta que no hubo espacio entre ellos. La lengua de Craig acarició la de Tweek, pero no era con deseo carnal, nunca dejaban que eso fuera alguna necesidad, realmente no la había en absoluto, sus momentos íntimos eran contados, y aun así muy significativos. La conexión que tenían iba mucho más allá.

Por eso…

El rubio quería separarse, pero Craig lo sostuvo bien, como dijera en una súplica muda: mírame, estoy aquí, sigo aquí, para ti, solo para ti.

Tweek tembló.

Seguramente lo captó. Como siempre.

Cuando se separaron, Craig lo sostuvo entre sus brazos con cariño. Su frente descansó un momento contra el hombro de Tweek, no tuvo que inclinarse mucho, apenas y era unos centímetros más alto que el bárbaro, se había estirado mucho desde que eran niños, claro, Tweek seguía siendo más delgado en su complexión, adaptado para esos movimientos amplios, equilibrio y coordinación. Le gustaba mucho abrazarlo cuando dormían, encajaban muy bien.

Hechos el uno para el otro.

—Lo siento… —murmuró Craig, con los ojos cerrados—. Me duele… que siquiera pienses eso. No sabes cuánto. Tweek, tú eres lo único que me importa de verdad. Lo único.

Solo con él podía ser así de vulnerable.

Por eso se relajó cuando sintió los dedos de Tweek colarse debajo de su gorro, acariciando su cabello.

—No tengo problema en seguirte Craig, yo también elegí esto… Solo no uses esa mirada fría conmigo de nuevo.

Entre cadáveres, cenizas y dolor, juró mantener esa promesa.

Frágil.

¿Qué demonios fue eso?

¿Se suponía que era un recuerdo? ¿Uno real?

¿Él… tuvo esa clase de cercanía con Tweek?

¿Por qué no lo había recordado antes?

Su cuerpo no se movía, pero su mente ardía. Un torbellino lo devoró desde adentro. Gritos. Cristales estallando. Humo denso y apestoso que raspaba sus pulmones, aunque no estaba respirando. Todo colapsaba en su interior como si hubiese abierto una puerta que llevaba años sellada.

El pasado no le hablaba. Le estaba gritando.

El día del plan había llegado.

Kupa Keep se quebró en un rugido de acero y fuego. No eran decenas… ni siquiera centenares. Miles. Miles de habitantes inconformes alzaron sus armas, y ni siquiera las barreras mágicas del castillo pudieron contener el estallido de caos.

Todo marchaba según lo planeado.

Craig se movía con precisión, atravesando los corredores antiguos, rumbo a la biblioteca prohibida. Tolkien le había dicho exactamente qué tomos buscar. Mientras afuera los gritos llenaban el aire, él ya había despachado a un par de soldados de Cartman con movimientos limpios. Tales que ni una mancha de culpa lo salpicó.

—¡No puedes hacer esto…! ¡Practicamos juntos! —imploró un joven soldado, casi un niño, uno al que Craig alguna vez le había enseñado a practicar con el escudo.

Craig lo miró. Por un segundo, solo un segundo, algo chispeó en su expresión.

Pero se apagó tan rápido como apareció.

—¿Hace una diferencia? —preguntó con indiferencia Felds, antes de hundir la espada en su pecho.

El cuerpo cayó. Feldspar siguió caminando.

No se sintió mal.

De hecho… había algo divertido en ver arder aquella armonía hipócrita que Cartman tanto presumía.

El castillo temblaba por los estallidos. Las paredes crujían. El desastre lo envolvía como un viejo amigo.

Nadie lo detuvo en su salida. Cartman, obsesionado con la Vara, no se había dado cuenta de que perdía todo lo demás.

Pero el fallo…

El maldito error…

Surgió justo en el viejo patio de entrenamiento.

Craig se detuvo en seco.

Frente a él, la figura inesperada lo obligó a reír.

—Debe ser una puta broma… —escupió con una media sonrisa, cínica hasta los huesos.

—Niño… Nunca creí que llegarías a hacer esto de verdad.

Ned Gerblansky estaba en medio del viejo terreno de entrenamiento. Solo.
En su única mano, sostenía una pesada espada casi tan antigua como él. Su cuerpo, cubierto por la armadura de caballero que usó en sus días de gloria, la vejez lo hacía temblar.

Algo en su interior se revolvió brevemente.

Pero no duró.

¿De verdad pensaba detenerlo?

¿Un anciano decrépito? ¿Un viejo maestro aferrado a ideales podridos?

Patético.

La risa le brotó de nuevo, seca, burlona.

—¡Anciano! —soltó, con los ojos brillando de burla—. Sal del puto camino. Realmente sería lo mejor para ti.

Ned no se movió. Su postura era firme, aunque sus ojos…

Sus ojos decían otra cosa.

Dolor.

Resignación.

—No, Craig —dijo con voz baja, pero clara—. Mi deber es detenerte aquí. Aunque me cueste la vida. El mal que te rodea… hay que acabarlo. Antes de que termine por consumir todo.

Craig solo lo miró, ladeando un poco la cabeza. Sus ojos no mostraban compasión, ni rabia. Solo fastidio.

—Hablas como si me conocieras, Ned.

—Te conozco desde niño. Sé en qué clase de hombre podrías haberte convertido… y en cuál elegiste ser.

—Tú solo eres un viejo con delirios de héroe.

—Y tú, un muchacho que se esconde detrás de una sombra que no entiende —replicó Ned—. Este consuelo que encuentras en el dolor ajeno… te traerá consecuencias graves.

Craig apretó la mandíbula. Estaba harto de sermones. Harto de la mirada dolida de un hombre que se atrevía a pensar que aún podía salvarlo.

Chasqueó los dedos. El aire tembló.

Tres figuras emergieron entre el humo, idénticas a él. Clones. Sombras creadas con magia y sangre. Se colocaron a su lado, listas.

Feldspar no necesitó darles órdenes.

—Entonces peleemos, maestro.

La batalla fue rápida, sucia y desigual. Ned, a pesar de su edad, se movía con una elegancia que aún recordaba sus mejores años. Paró ataques, contraatacó, logró incluso hacer retroceder a uno de los clones con una estocada limpia.

Pero el número y la juventud estaban en su contra.

Cuando el cuarto clon apareció por detrás, sucio, silencioso, traidor… Ned no lo vio venir.

La espada se hundió en su espalda.

Otra cortó su costado.

Y la tercera le destrozó el único brazo que le quedaba.

El viejo cayó de rodillas, jadeando, la sangre espesa empapando la tierra bajo él.

Felds se acercó despacio, agachándose frente a él como un verdugo complacido.

—Qué lástima que los honorables no sepan esquivar los ataques sucios —susurró con una sonrisa ladeada.

Pero el viejo no se amedrentó. Los ojos estaban opacos por el dolor, pero aún brillaban con dignidad. Su voz fue apenas un hilo, pero lo suficientemente clara para llegar al corazón de Feldspar.

—Es una pena… que no pudiera cumplir el deseo de tu padre, Craig… Solo espero que encuentres tu propósito… y no mueras en la oscuridad.

La sonrisa se desvaneció.

Un parpadeo. Un latido contenido.

Luego, la rabia.

Una rabia distinta a todas las anteriores.

No era odio hacia Ned.

Era una grieta, una herida abierta que ardía sin nombre.

Craig apretó los dientes, su rostro crispado, casi temblando. Le sostuvo el rostro ensangrentado al viejo con fuerza.

¿Dónde está esa promesa, maestro? ¡¿Eh?! —le gritó, con la voz rota por la garganta que resintió el grito—. ¡Dijiste que me detendrías! ¡¿Entonces hazlo, joder! ¡Hazlo! ¡¡DETÉNME!!

Ned no respondió. Su mirada era lánguida, pero no asustada. Era la misma que tenía cuando enseñaba a los niños a sujetar una espada por primera vez. Paciente. Triste. Eso fue lo que más lo enfureció.

—¡No me mires así!

Con un rugido visceral, Craig atravesó el pecho del viejo caballero con su espada, hundiéndola hasta el fondo.

Los ojos se apagaron al tiempo en que Ned soltó el último suspiro.

Feldspar quedó unos segundos con la hoja aún enterrada en su antiguo maestro. Su respiración era pesada. El sudor mezclado con sangre le bajaba por la frente. Tenía el corazón encendido, pero no de victoria.

De vacío.

Retiró el arma con un movimiento seco. El cuerpo del viejo cayó hacia un lado, así terminaba la vida para una “Leyenda”… desmembrado por su estudiante y solo en medio de un viejo patio.

Probablemente lo lanzarían a la fosa común. No habría el deseado honor.

Craig no dijo nada más. No miró atrás. Solo se giró, y caminó entre las sombras de la salida del terreno de entrenamiento, con el rostro bañado de rojo y una expresión impenetrable, se quitó el viejo gorro azul y… lo enterró en el fango.

Dentro de él, algo palpitaba.

 

Sus crímenes, sus traiciones, sus incontables heridas…
Todas le fueron cobradas en el instante en que quedó cara a cara con el Elegido.

¿Era un hombre? ¿Una mujer?

Nunca logró saberlo. Nunca tuvo el tiempo.

Ni sus clones, invocados uno tras otro en desesperación, pudieron igualar su fuerza.

Ni sus trucos, su magia, su astucia… Nada funcionó.

Craig cayó.

Su cuerpo chocó contra el suelo con un sonido seco, brutal. Las costillas gritaban, su mandíbula estaba rota, y una de sus piernas colgaba como trapo inútil. Dolía incluso respirar.

Sintió miedo.

No de perder.

Sino de morir.

Miedo de no volver a ver a Tweek.

Miedo de que ya fuera demasiado tarde.

De que tal vez Tweek estuviera muerto, en algún rincón del campo, con la tierra manchada de su sangre, cuando le había prometido que lo cubriría…

Quiso huir.

Desesperado, trató de arrastrarse, aunque fuera un metro más lejos, aunque no supiera hacia dónde. Pero no lo dejaron.

Un tirón cruel en su cabello lo obligó a alzar el rostro.

El Elegido estaba frente a él, su silueta recortada contra el resplandor anaranjado y cenizo del cielo de la guerra. En su rostro no había rastro de emoción.

—¿Escapas? —preguntó con voz neutra, como si no hablara a un enemigo, sino a un insecto.
—¿Dónde está tu señor?

Craig apretó los labios, escupiendo un poco de sangre al hacerlo.

Tenía miedo.

Pero no sería un maldito cobarde.

No diría nada.

El Elegido no se inmutó. Con su mano libre, alzó los dedos y los posó suavemente sobre su frente, como si marcara un ritual.

Índice. Corazón. Anular.
Una presión delicada…
Y luego, un dolor abismal.

Una quemazón surgió de su frente y se esparció por su cráneo como si su mente misma se desgarrara.

—¿No respondes? —preguntó sin urgencia—. ¿Eres el de los clones, verdad?

Craig jadeó, el cuerpo tembloroso, ahogado en su propio grito.

—Feldspar el ladrón —musitó el Elegido—. Robaste los tomos para descifrar la Vara… La mano derecha del Lord Oscuro.

Craig abrió la boca, pero ningún sonido coherente salió. Solo un gruñido cargado de dolor, de vergüenza, de impotencia.

—¿Duele? ¿Mucho? —la voz del Elegido se intensificó, como un eco en su cráneo.

Craig ya no lo veía. Sus ojos se volcaron hacia atrás, blancos, temblorosos, ahogados en el dolor.

—Pero si es poco —continuó la voz, fría, inquisitiva—. Has terminado con vidas de formas mucho peores… Bueno, tus clones más que nada. Debes tener un maná impresionante para crearlos.

Hubo una pausa. Una pausa cargada de algo que Craig no pudo ver, solo presentir.

—¿Quieres sentir algo genial?

Entonces llegó.

Un grito, brutal y ronco, desgarró su garganta. No era un sonido humano. Era el rugido de alguien a quien le arrancaban el alma por pedazos, desde dentro, desde un lugar que no sabía que podía doler.

No veía nada.

Solo oscuridad.

Solo el ardor, la presión, el quebranto.

—Listo —dijo la voz, tranquila—. Ya no podrás usar magia. Nunca más… si es que vives para resentirlo. ¿Crees que te dejen vivir? Yo no pienso matarte. Solo quiero la vara, y saber en dónde está ese tal Clyde.

La pregunta fue lanzada una vez más, con indiferencia:

—Dime, ¿Dónde está tu señor?

Craig apretó los dientes, tenía la boca llena de sangre y odio. No respondería. No sería un traidor hasta el final.

Solo se escuchó su jadeo agónico.

—… Quería ser amable. —El tono cambió, más seco—. Lo veré por mi cuenta.

Y entonces vino lo peor.

Era como si abrieran su cráneo y metieran los dedos desnudos, buscando entre su mente, escarbando como si fuera tierra.

Estaba vivo. Consciente. Sintiéndolo todo.

—Oh… así que tú y el líder bárbaro… —la voz susurró, casi sorprendida—. No sabía que personas como ustedes podían amar.

Craig no respondió. No podía.

Solo deseó que acabara.

Lo soltaron.

Su cuerpo colapsó. Tosió, jadeó y se frotó los ojos con desesperación, como si eso pudiera borrar el ardor que los atravesaba.

—Ya lo encontré —escuchó desde arriba—. Es una pena que me obligaras a usar esto…

Hubo un silencio.

—… Te alterará mucho la memoria.

Todo se hacía lejano.

Su visión se oscurecía, como si se hundiera en un pozo sin fondo.

—Adiós, Feldspar —dijo el Elegido—. Definitivamente… no fue un gusto conocerte.

 

Craig abrió los ojos con brusquedad.

El techo de madera era cálido, con vetas doradas por la luz del sol que se colaba tímida por una ventana cercana. La habitación olía a hierbas aromáticas, a polvo, a hogar. No a sangre, no a humo. No a guerra.

Estaba en una cama.

La sábana era gruesa, rústica… y suave. Su pecho subía y bajaba con dificultad, pero el corazón palpitaba con rapidez. El dolor en la cabeza era casi insoportable, como si todavía tuviera aquellos dedos clavados en el cráneo.

Se llevó una mano a la frente.

No había heridas.

Como si el recuerdo le hubiera dejado una marca invisible, como si la memoria quemara más que cualquier cicatriz.

Quiso incorporarse, pero una punzada aguda recorrió su torso, extendiéndose a partir del costado izquierdo.

Tembló.

Con esa clase de pánico que te atrapa cuando te das cuenta de que sobreviviste… pero no saliste ileso.

Un vendaje limpio, ajustado con delicadeza, envolvía su abdomen. Perfecto. No improvisado ni de emergencia. Alguien se había tomado su tiempo…

El rubio extranjero.
El tipo del hacha.

¿Habían logrado escapar…? ¿De verdad estaban a salvo?

¿Dónde se suponía que estaba él ahora?

¿Dónde estaba…?

Tweek.

El nombre le surgió como un reflejo.

Craig lo buscó instintivamente. Escaneó con los ojos cada rincón de la habitación, cada sombra, cada espacio.

Pero Tweek no estaba. El pánico empezó a treparle por dentro otra vez, subiéndole por la garganta, apretándole el pecho.

Entonces, risas.

Suaves, desordenadas, infantiles. Acercándose como una canción lejana.

—¡Mamá! ¡Hoy quiero cambiarle yo las vendas!

—¡Nooo, me toca a mí!

—Mis pequeños, ya saben que no pueden —respondió una voz femenina, una que Craig no conocía —. Es un huésped especial.

La puerta se abrió y dos niños irrumpieron con energía explosiva, una niña y un niño, de cabellos rubio como el trigo, ambos se congelaron al verlo despierto, boquiabiertos.

Y detrás de ellos…

Una mujer.

Rubia, de rizos perfectos que caían como si alguien los hubiera dibujado con detalle. Su cuerpo irradiaba belleza, aunque el embarazo de unos pocos meses empezaba a marcar su figura. Piel blanca, y de ojos tan azules que casi dolía mirarlos.

—Oh… has despertado —murmuró ella, como si no terminara de creérselo.

La niña dio un brinco, riendo como si fuera un cumpleaños.

—¡Genial! ¡A Tweek le gustará esta noticia!

—¡Yo quiero decirle primero! —gritó el niño, saliendo disparado.

—¡Oye, no es justo! —chilló la niña, corriendo tras él.

La puerta quedó abierta. La mujer se quedó allí, en silencio por unos segundos, contemplándolo con algo entre asombro y alivio.

—Es bueno que despertaras, comenzaba a preocuparme que mi magia no... —empezó a decir la mujer.

—¿Han dicho Tweek? ¿Dónde está? —la interrumpió Craig con urgencia.

La rubia se cruzó de brazos, alzando una ceja, divertida por la impaciencia.

—Me dijo que tenías una manera peculiar de ser, pero no imaginé tanto —rió por lo bajo, negando con la cabeza—. Está bien, Craig. Tweek está bien. Está en el huerto, ayudándome con las hortalizas.

Se acercó con suavidad, sentándose con cuidado en el borde de la cama, y le mostró el vendaje.

—¿Me permites?

Craig la observó con desconfianza, sin moverse.

—¿Quién eres?

—Mi nombre es Barbara Stevens, pero puedes decirme Bebe. Solo soy una curandera... chico durmiente —dijo con una sonrisa ligera—. Los encontré hace una semana en el bosque.

Se detuvo un segundo, como si eligiera con cuidado las palabras.

—Estaban en muy mal estado... tú más que nada. Tu herida estaba horriblemente infectada. Tweek solo tenía golpes y estaba agotado. Despertó el primer día, pero tú...

—¿Una semana? —repitió Craig, sintiendo que se le helaba la sangre.

—Déjame terminar —lo reprendió con dulzura, como si Craig fuera un hijo terco—. Estuviste muy cerca de morir, Craig. Tres días completos en estado crítico. Ese chico estaba hecho polvo del susto, ¿sabes? No se despegaba. Me ayudó todo el tiempo a cambiarte los vendajes, a prepararte infusiones... No dormía bien, apenas comía. Pero no se apartó de tu lado hasta que te encontraste fuera de riesgo.

El corazón de Craig golpeaba con tanta fuerza que sintió el rostro arderle. Seguramente debía estar rojo hasta las orejas. Avergonzado, se acomodó en la cama, sentándose con lentitud mientras recargaba la espalda en el respaldo de madera.

Tweek lo cuidó…

Era difícil asimilarlo. Su memoria aún estaba fragmentada, borrosa en los bordes, como si hubiera vivido un sueño que ahora trataba de reconstruir a retazos: la pelea contra el tipo del hacha, la caída, el agua helada tragándolo todo, el ardor insoportable de su herida, y luego... Tweek, llorando contra su hombro, aferrándose a él.

Debió de estar aterrado…

Tan asustado de perderlo que, como dijo Bebe, lo dio todo por mantenerlo con vida. Al punto de olvidarse de sí mismo. De no dormir. De no comer. De no soltarse nunca de su lado.

La idea le apretó el pecho con fuerza.

¿Cómo… cómo se supone que debía actuar ahora?

Los recuerdos que había revivido en aquel limbo oscuro seguían desordenados. Algunos nítidos, otros apenas sombras. Pero entre todos, Tweek aparecía constante, como una luz que siempre lo buscaba, que nunca se apartaba de él.

Sí… habían tenido una historia. Una relación complicada y llena de intensidad. Pero desde que se reencontraron en el bosque, Tweek se mostró diferente. Más fuerte. Más claro consigo mismo. Le había dicho que ya no era el mismo. Y jamás mencionó lo que hubo entre ellos. Como si quisiera dejarlo atrás, bueno, también él por la falta de conocimiento no le dijo algo al respecto…

¿Y si ya no había lugar para lo que sentía? ¿Y si de verdad era tarde?

—Me duele la cabeza… —murmuró Craig, llevándose una mano a la sien mientras soltaba un suspiro pesado.

—Es normal —respondió la mujer con suavidad—. Estuviste inconsciente varios días… ¿Ahora sí me dejas cambiarte las vendas?

—Ah… claro… —dijo aún aturdido, mientras la dejaba acercarse.

Sí, habían tenido suerte. Aunque… ¿por qué? ¿Quién era esta mujer en realidad? ¿Sabía quiénes eran?

—¿Por qué nos ayudaste? —preguntó de pronto, con voz baja, mientras sentía el escozor al retirarle las vendas.

La mujer no se molestó, solamente sonrió con una expresión increíblemente tranquila y serena. Colocó una mano sobre su herida y, con un leve destello verde que brotó de sus dedos, limpió los bordes de la cicatriz, aliviando también al dolor. La sensación era tibia, reconfortante. Hacía años que Craig no sentía la magia de alguien más así de cerca. Lo hizo pensar en Tolkien, por un segundo.

—No podía simplemente dejarlos ahí. Era evidente que necesitaban ayuda —respondió ella, sin dejar de trabajar—. Y no sería una buena enseñanza para mis hijos si los criara creyendo que hay que darle la espalda a quienes lo necesitan.

Craig tragó saliva, sintiendo el aire volverse más denso por un instante.

—…Ni siquiera nos conoces —murmuró, aguantando el aliento cuando ella empezó a colocar las nuevas vendas.

—No, no los conozco —admitió con sinceridad—. Pero tu amigo ha sido amable. Me ha ayudado en todo desde que despertó… cortar leña, trabajar en el huerto. Mi esposo está lejos por ahora, así que algo de ayuda masculina es bienvenida —comentó con una media sonrisa mientras ajustaba el vendaje—. Además, se notaba cuánto le importabas. No todos cuidan así a alguien… a menos que haya algo muy fuerte de por medio.

Craig apartó la mirada cuando la mujer le dedicó una sonrisa cómplice. Tal vez ella misma ya había notado algo entre ellos en esos días.

Pero cualquier intento de pensamiento se vio interrumpido por el sonido seco de una puerta abriéndose con brusquedad a lo lejos. Los pasos apresurados resonaron como un eco familiar, creciendo en intensidad. El corazón de Craig dio un vuelco. Lo supo. Ya lo sabía.

Tweek.

El rubio casi se tropieza cuando se detuvo en seco en el umbral de la habitación, respirando entrecortadamente, con las mejillas encendidas por la carrera. Llevaba los pantalones sucios de tierra y su cuerpo brillaba por el sudor, el cabello lo traía revuelto como siempre, y los ojos grandes parecieron como lunas llenas al verlo.

Unos segundos.

Eternos.

El tiempo se detuvo, congelado en la tensión suave y temblorosa de quienes se han soñado muchas veces, pero ahora se tienen de verdad, vivos. Tweek no dijo nada, y Craig tampoco. No necesitaban palabras. No en ese instante.

En los ojos de Tweek había alivio, incredulidad, y algo más que se abría paso como una grieta luminosa en la oscuridad: afecto puro, sin barreras. Craig, por su parte, sintió que todo dentro de él temblaba. La culpa, la confusión, la nostalgia… todo quedó suspendido. Solo estaba Tweek. Y la forma en que lo miraba, como si su mundo hubiera dejado de estar en ruinas por fin.

Bebe, silenciosa, se retiró hacia un lado con discreción. Comprendía que no debía interrumpir.

Fue casi inconsciente: Craig alzó el brazo, con cuidado, apenas un gesto sutil, como invitándolo. Y Tweek, sin pensarlo, cruzó la habitación en dos pasos y lo abrazó.

Un abrazo desesperado, cálido, vivo.

Craig lo envolvió también con sus brazos, más fuerte de lo que pretendía. Como si temiera que al soltarlo, todo volviera a quebrarse. El abrazo se mantuvo largo, con Tweek aferrándose y asegurandose de que Craig era real, que no era solo un reflejo de su esperanza. Craig no podía ni quería soltarlo. El calor de ese cuerpo tembloroso contra el suyo, el aroma a madera húmeda y hierbas, el ligero latido de su corazón en el pecho… Todo lo envolvía como un hogar olvidado al que, sin saberlo, había estado buscando regresar.

Tweek fue el primero en separarse, solo un poco. Aún lo sujetaba por los hombros, y sus ojos lo miraban con un intento de contención. Iba a decir algo. Se le notaba en la forma en que frunció los labios, en cómo respiró profundo, en ese tic suyo tan conocido cuando se ponía nervioso.

—Amigo, mierda… Qué alegría, estaba empezando a asustarme que…

Pero no pudo terminar.

La emoción de Craig fue demasiada. Esa vieja parte que despertó de él estaba gritando, su pecho ardía de memorias desordenadas, de imágenes que regresaban a destiempo: el olor a lluvia, la suavidad de su cabello, la forma en que Tweek solía decir su nombre como si fuera importante. Había revivido su dolor, su amor, su pérdida. El sentimiento ahora intacto. Vivo. Hermoso. Tan hermoso como Tweek.

No solía hacer eso, actuar sin pensar.

Esta vez lo hizo.

Tomó el rostro de Tweek con ambas manos y lo besó.

Cercanía, esa cercanía era la que su cuerpo tanto extrañaba, la que su alma y espíritu necesitaban.

El mundo pareció hacer un extraño silencio a su alrededor.

Cuando Craig se separó, apenas un suspiro entre ellos, notó la expresión de su amigo: sorpresa, desconcierto… y algo más que se asomaba con timidez en sus mejillas enrojecidas.

—Craig… tú… ¿lo recuerdas?

La voz de Tweek sonó rota, atrapada entre los temblores que empezaban a sacudir su cuerpo, sus ojos brillaron con lágrimas y sus manos, aferradas a los hombros de Craig, apretaron su ropa con una fuerza desesperada. Era emoción, era rabia, era miedo… era todo eso a la vez, desbordándose.

Craig sintió cómo algo se rompía dentro de él al verlo así.

¿Eso significaba que Tweek había estado sintiendo lo mismo todo este tiempo? ¿Que había estado cargando con todo, solo, conteniéndose, aguantando en silencio? ¿Por eso estaba tan molesto, tan irritable, tan a la defensiva cada vez que se acercaban demasiado?

Aunque hubiera llegado a atacarlo, aunque hubieran chocado, la verdad era innegable: Tweek estaba profundamente afectado. Igual que él.

—Lo siento... —murmuró Craig, mirándolo directamente a los ojos.

Quería decirle tantas cosas más. Quería contarle cuánto lo había extrañado, cuánto dolían esos años en los que su ausencia se volvió rutina, cuánto lo habían golpeado los recuerdos que apenas ahora volvían a florecer en su mente.

Quería abrazarlo más, besarlo más, recuperar todo lo que habían perdido.

La avalancha de emociones era abrumadora: era como haber estado buscando algo durante tanto tiempo que habías olvidado incluso qué era, habías perdido la esperanza... y de repente, encontrarlo frente a ti. Ese tipo de emoción extraña que duele y alivia al mismo tiempo, que te parte en dos y te reconstruye en un mismo latido.

Recordar que había perdido su magia no era nada comparado con esto. Ese maldito elegido había sido mucho más cruel: le había arrebatado los recuerdos indiscriminadamente, de los buenos momentos de su juventud, de los malos, sus amigos, Tolkien, Clyde… De Tweek, el amor de su vida, su vida entera.

—Está bien… Mierda, no importa —sollozó Tweek, su voz quebrada, tan vulnerable que le apretó el pecho—. Estás… ¿de vuelta? Dioses, esto es… —Tweek cerró los ojos cuando Craig acarició sus mejillas con ternura—. Pensé que no… pensé que nunca recordarías eso.

Craig también sentía el nudo en la garganta, uno que no sabía si podría desatar alguna vez. Acarició su rostro con reverencia, como si temiera que todo fuera un sueño. No pudo evitar besarle la mejilla, el pómulo, la comisura de los labios, la frente… Besos pequeños, temblorosos, cargados de un cariño tan antiguo.

Un suspiro infantil rompió el momento.

—¡Oooh, qué tiernooo! —dijo una vocecita emocionada.

Craig parpadeó, sacudido de su burbuja. Casi había olvidado que no estaban solos. Aquella voz le sonó extrañamente familiar, como un eco de algo muy, muy lejano...

—Roger, cariño, no es momento para esos comentarios —reprendió con dulzura Bebe, girándose luego hacia ellos con una sonrisa comprensiva—. Perdón, es muy sentimental.

—¡Sólo está emocionado! —replicó la niña entre risitas.

Entonces ocurrió. Un latigazo, un recuerdo claro estalló en la cabeza de Craig. Una punzada aguda le atravesó la frente, arrancándole un quejido involuntario mientras llevaba una mano temblorosa a su sien.

—¡¿Qué pasa?! ¿Estás bien? ¿Es la herida? —Tweek casi se lanzó sobre él, con preocupación.

Craig negó con dificultad, intentando serenarlo.

—N-no… estoy bien —murmuró, apretando los ojos por un instante—. Sólo... un dolor de cabeza. Es por los recuerdos. Me llegaron… como en oleadas mientras estaba inconsciente. No todos… todavía hay cosas que siguen borrosas.

—Mientras sigas recordando… —susurró Tweek, más calmado ahora, bajando la cabeza solo un poco mientras apretaba con cuidado las manos de Craig entre las suyas.

—Sí… —murmuró Craig—. Fue muy raro, ¿sabes? Era como si todo lo difuminado empezara a aclararse... Creía que sabía cosas, que recordaba bien, pero era como caminar en una neblina... No lo olvidé todo, sólo… cosas específicas.

Tweek apretó más sus manos, temblando apenas.

—No sabía si debía decírtelo… —murmuró, con el corazón latiéndole demasiado rápido—. Me daba miedo. Miedo de dañarte, de que revivieras momentos malos... Lo siento, debí ser honesto antes…

Craig le dedicó una media sonrisa.

—Está bien —susurró—. Probablemente lo hubieras logrado... Me estaba volviendo loco cuando los recuerdos volvieron. Fue algo... doloroso. Recordarnos de niños, a todos. Tú, yo, Tolkien… Incluso Clyde. No lo recordaba como el bobo que era antes…

Ambos rieron, una risa nerviosa, pequeña, un alivio momentáneo… hasta que algo rompió el frágil instante.

—¡Oh! ¡Así se llama papá! —exclamó de pronto la niña, con la inocencia más letal que Craig hubiese escuchado jamás.

Las sonrisas se congelaron. Tweek se tensó de inmediato, y ambos dirigieron una mirada lenta hacia la mujer rubia y los dos niños.

—¿Qué…? —Tweek se obligó a hablar, su voz era un hilo.

Bebe, parecía igual de desconcertada.

—Clyde… —susurró ella—. Clyde es el nombre de mi esposo.

El corazón de Craig dio un vuelco brutal. Una punzada de frío recorrió su columna, y no supo si era miedo, incredulidad o puro instinto de supervivencia lo que lo hizo temblar.

La suerte podía ser una diosa cruel. Porque ahora sudaba frío, le temblaban las manos y las náuseas le subieron como una marea violenta. Sintió que todo el estómago se le revolvía.

¿Clyde... no estaba muerto?

La habitación pareció hacerse más pequeña, más pesada. Todo el alivio, todo el calor de antes, se esfumó en un segundo. Craig apenas fue consciente de cómo soltaba las manos de Tweek. Un zumbido insoportable llenó sus oídos, ahogando todo sonido. El nombre de Clyde  rebotaba en su cabeza como una campana de guerra.

—¿Cómo…? —logró balbucear.

Bebe frunció el ceño, confusa ante la reacción de ambos. La niña, ajena al desastre que acababa de sembrar, se colgó de la falda de su madre.

—Mi esposo se llama Clyde Donovan —repitió Bebe vacilante—. Pero… no está aquí ahora. Como mencioné, está lejos.

Tweek apretó los puños, su respiración temblorosa. Craig lo sintió apenas, como un latido compartido.

—¿A dónde se fue? —preguntó Craig, casi en automático.

—Aveces va al pueblo más cercano para comerciar, de hecho me mandó un ave ayer, debe de llegar en cualquier momento —dijo Bebe—. ¿Ustedes… Lo conocen?

El eco de pasos resonó en el exterior, como si el mundo mismo hubiera decidido responder a su terror. Tweek lo notó también y sus ojos buscaron los suyos en pánico.

—Craig… —susurró Tweek—. Tenemos que salir de aquí.

Pero era demasiado tarde.

Un golpe seco sonó en la puerta principal.

—¡Estoy en casa! — Dijeron en voz alta.

Los niños saltaron con emoción y salieron corriendo de la habitación, ajenos a los problemas.

Esa voz… Tenía que ser una maldita broma, una maldita puta broma.

La suerte era una diosa cruel. Y ahora, había decidido cobrar su deuda.

 

 



 

—¿La boda?

—Se consumará en cuanto él regrese. La madre no opuso resistencia... Estaba más que emocionada —susurró la pelinegra, sorbiendo de su taza con desgana. Desde el balcón, la ciudad élfica se extendía ante sus ojos: calles adornadas con flores, faroles de colores, jóvenes jugando. Sería una gran celebración.

—Qué conmovedor —se burló Pocket—. ¿Te ha tratado bien? Si te place, puedes quedártelo como mascota.

—Para ser un elfo, no es del todo repulsivo... aunque sus deseos son extraños—escupió Leslie—. No tengo ningún interés en él.

La risa de Pocket se arrastró por las paredes con un sonido chirriante. Leslie se volvió hacia la sombra, el ceño fruncido con asco.

—Pensé que a los cambiaformas les bastaba cualquier carne para revolcarse —insinuó el imp.

—Cierra la boca, parásito inmundo —le cortó Leslie, dejando su taza con un golpe sordo—. Háblame del recipiente.

Una sonrisa desollada se abrió en el rostro inestable de Pocket, mostrando dientes que no pertenecían a ninguna criatura viva.

—Nuestro señor ha tomado al muchacho como un guante de carne. Se adapta. Se alimenta. Muy pronto reclamará lo que es suyo. Caminará con nosotros.

La expresión de Leslie se quebró, dejando ver algo que no era humano. Una mueca atroz, desfigurada, se extendió en su rostro mientras sus pupilas, ahora dos brasas amarillas, latían con ansias de devastación.

—Gloria y sangre a nuestro señor Damien Thorn —pronunció.

—Gloria y sangre —susurró Pocket, antes de fundirse en la oscuridad.

 



 

Notes:

¡Estamos a la mitad! Muchas gracias a todos, lo mejor (y realmente doloroso) esta por venir c:

Chapter 16: Phillip

Summary:

Cordero extraviado, encuentra tu camino.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Paz, prosperidad y amor.

Eso era lo que le habían prometido sus padres. Una vida humilde, llena de maravillas, de risas sinceras, de amigos leales y corazones bondadosos. Phillip Pirrup o Pip, como solían llamarlo con cariño, portaba en su sangre el linaje de los primeros hombres. Le habían contado, cuando era apenas un niño, que él sería el último de su estirpe. Que algún día, cuando se casara con una mujer, su sangre se diluiría en nuevas generaciones, pero que no importaría, porque llevaría consigo los mejores deseos, los sueños más puros, y una esperanza incansable para el mundo cruel y corrupto de Zaron. Esas eran sus expectativas, sus anhelos.

Phillip quien tendría una familia, una casa cálida, tranquilidad.

Pip el de “Grandes Esperanzas”.

Pero la bondad no siempre protege contra el mal. Le quedó muy claro cuando quemaron su aldea, cuando colgaron a su padre del gran roble frente a su hogar, cuando vio con los ojos abiertos de horror a su madre ser ultrajada y descuartizada ante él, el pequeño Phillip dejó de creer. ¿Quiénes lo habían hecho? No lo supo. No lo recuerda. Solo sabía que eran hombres malos. Malvados más allá de lo que su mente inocente podía entender.

Por más que rezó, por más que suplicó, nadie descendió de los cielos a salvarlo. Nadie acudió, el pequeño Phillip quedó solo, huérfano, hambriento, sucio y magullado. Degradado hasta lo más bajo que puede caer un pobre niño.

¿De verdad los dioses estaban de su lado? En aquél momento, Phillip dudó que siquiera existieran, se cuestionó en las noches frías, cómo un chiquillo débil que no pudo proteger a su familia, salvaría a la tierra media de Zaron, porque su sangre en ese momento, no significó nada, no hizo ningún maldito cambio.

Zaron era cruel y los dioses lo eran aún más.

Eso pensaba.

Hasta que lo conoció.

 

Phillip despertó cuando los primeros rayos del sol que se filtraban a través de las grietas de la guarida acariciaron sus párpados. Soltó un pequeño gemido y se removió con pereza en la cama, abrazando una almohada mullida, tratando de aferrarse a los últimos hilos del sueño. Un sonido gutural, el suave gorgoteo que parecía provenir de un abismo, rompió la calma. La voz que lo llamó era gruesa, espectral, monstruosa, tan cargada de oscuridad que cualquier alma común habría salido huyendo con el corazón desbocado. Pero no Phillip.

Para él, aquella voz era hogar. Era seguridad.

Pip... Es hora de que despiertes... —susurró Damien.

—Solo un momento más... —murmuró Phillip, enterrando su rostro en las sábanas.

Tienes que levantarte... Pip...

Un temblor recorrió la cama. Phillip gimió bajito, frunciendo el ceño en protesta por la interrupción. Damien no iba a rendirse, nunca lo hacía, así que sin más opción, Phillip se deslizó fuera de la cama con movimientos torpes, atrapado aún en la somnolencia. Le dolía... Bueno, todo el cuerpo le dolía. Los golpes y moretones aún palpitaban bajo su piel, los chequeos de Terrance y las lecciones de Pocket siempre lo dejaban de esa manera, o a veces, hasta peor.

Caminó descalzo hasta el viejo ropero que adornaba la habitación, abrió sus puertas y contempló la fina ropa que colgaba prolijamente en su interior. Prendas escogidas con una atención minuciosa que contrastaba con el lugar macabro al que llamaba hogar.

—No sé qué ponerme, Damien... —dijo Phillip en un susurro pensativo.

Cualquier cosa te quedaría preciosa —ronroneó Damien desde la oscuridad.

Phillip sonrió, una risa breve y tímida escapó de sus labios, tiñendo sus mejillas de un leve rubor. Se sintió tonto por sonreírle a una voz que sabía que no lo veía... pero también se sintió feliz, porque Damien podía interpretar bien sus emociones.

Damien conocía su dolor, su tristeza, su bondad, todo. Todo de Pip, él lo conocía por completo.

—Damien... Ni siquiera me has visto... —rió, negando suavemente con la cabeza.

Pronto podré verte, y tú a mí.

Phillip apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando un cosquilleo comenzó a trepar por su pierna. Se apoyó contra la puerta del ropero, cerrando los ojos con fuerza mientras aspiraba profundamente, tratando de callar la creciente sensación con mera voluntad. Terrance le había explicado que, tras el último "avance", Damien ahora podría tocarlo de una forma distinta. Más real… más tangible. Phillip no entendió del todo aquellas palabras al principio, no hasta esa misma noche, cuando, al acostarse, su cuerpo se calentó de una manera extraña y desconocida para él. No era fiebre… era otra cosa, una confusa. Indebidamente confusa.

Como si Damien acariciara su piel desde dentro, reclamando su derecho sobre él en una danza invisible.

Otro cosquilleo ascendió peligrosamente cerca de zonas sensibles.

—Damien... —jadeó Pip, presionándose contra la madera del ropero—. Por favor... ahora no...

Te estoy sintiendo, Pip... —murmuró Damien —. Y tú también me estás sintiendo... Te gusta.

Phillip apretó los labios, mordiéndose con fuerza para no soltar otro gemido vergonzoso. No era que le desagradara, nunca había tenido problemas con la devoción de Damien, con sus caricias fantasmales o sus murmullos de adoración. Pip se entregaría a él, tarde o temprano. Lo sabía, su corazón ya estaba marcado y su alma sellada en un destino roto.

Después de todo, Pocket se había encargado de moldearlo bien, de enseñarle a obedecer, a ceder, a sonreír incluso cuando le cortaran la piel en pedazos. Pero, aún había algo que no podía controlar: su pudor. Sentir vergüenza significaba pureza, inocencia, y eso a Damien le encantaba, lo volvía loco.

El rubor le subió por el cuello hasta las orejas cuando escuchó el chirrido suave de la puerta al abrirse. Pocket acababa de entrar en la habitación.

Pocket los miró, o más bien lo miró a él, con una sonrisa ladeada, Phillip sintió un impulso urgente de huir, pero sus piernas temblaban demasiado, su cuerpo no le respondía a nada, aquella pequeña desesperación solo pareció alimentar las caricias invisibles de Damien, volviendo sus roces más insistentes. El pelirrojo se acercó a Pip con pasos medidos, el porte de Pocket era impecable, siempre tenía esa manera de caminar que hacía que su traje se ondeara con elegancia.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, levantó las manos temblorosas de Phillip del ropero con facilidad y, sin decir una palabra, lo condujo hasta el viejo sofá rústico que adornaba la habitación.

Phillip apenas pudo resistirse. Se dejó sentar, avergonzado, mordiéndose el interior de las mejillas para no sollozar. Pocket se dirigió luego al armario, sus dedos largos y cuidadosos fueron desplazando las perchas.

—Hoy es un día especial, querido Pip —dijo con suavidad mientras buscaba—. Tendremos muchas visitas importantes... Así que, lo mejor será dar una buena impresión.

Tras unos momentos, Pocket sacó un traje elegante: una camisa de lino blanco, pura y luminosa cuyos puños de encaje fino caían como plumas alrededor de las muñecas. Por encima, una chaqueta corta de un rojo profundo, de tonos casi carmesí, bordada con hilos dorados que dibujaban patrones sutiles, los cuales acentuarían el cuerpo pequeño de Pip. El pantalón, de un negro sobrio, ceñido, completaba el conjunto, haría que la figura del joven pareciera aún más etérea.

Pocket regresó junto a Pip con el traje en brazos, justo cuando el muchacho soltó un pequeño jadeo ahogado. Damien no había dejado de reclamarlo.

Phillip apretó los muslos con fuerza, temblando, tratando en vano de resistirse a la ola de placer que subía implacable. Finalmente su cuerpo cedió. Acabó en sus pantalones de pijama, temblando y dejando escapar un sollozo débil de pura vergüenza.

—L-lo siento, Pocket... —balbuceó Pip, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas que no se atrevía a derramar.

Pocket soltó una risa breve, claramente para el imp aquello no era más que un detalle trivial. Se arrodilló ante él, sacando de uno de los cajones cercanos un pañuelo blanco inmaculado, y comenzó a limpiarlo con movimientos meticulosos y extrañamente delicados.

—Es grato saber que eres del agrado de nuestro señor —murmuró Pocket mientras trabajaba, su voz estaba cargada de esa devoción fanática que siempre usaba cuando se trataba de Damien—. Recuerda querido Pip: debes aceptar cualquier petición que él te haga.

Phillip asintió con la cabeza, tragándose el nudo en su garganta.

—Lo entiendo... Pocket...

Pocket lo ayudó a cambiarse, abrochando botón por botón, ajustó con firmeza el cinturón alrededor de su delgada cintura, alisó cada arruga del traje con manos expertas y silenciosas. Luego, sin decir palabra, tomó un cepillo de cerdas suaves y comenzó a peinar los cabellos dorados de Pip. El joven se quedó quieto, mirando a la nada, mientras los movimientos rítmicos recorrían su cuero cabelludo. Aunque Pocket era delicado en esos momentos, Phillip no sentía paz. Un pensamiento intrusivo rebotó dentro de su cabeza. Se sentía como un muñeco de trapo. Vestido, peinado, dispuesto...

Sin …voluntad...

Un escalofrío le recorrió la nuca.

¿Piensas que solo te uso, Pip?

Phillip se quedó petrificado, con la columna rígida y los dedos agarrotados. El corazón le latió con fuerza violenta, atronando contra sus costillas como si quisiera escapar.

"Lo lamento, Damien… no sé por qué pensé eso yo..." El susurro mental fue débil, más una súplica que una explicación.

Tu ritmo cardíaco aumenta —musitó Damien desde lo invisible—. Sabes que no tienes por qué temerme.

Phillip cerró los ojos con fuerza, respiró hondo, tratando de calmarse, de detener la tormenta que crecía dentro de él. No debía pensar esas cosas. No debía sentir miedo. Ni duda. Era Damien, era su lugar seguro.

"Estoy bien... solo... Sabes que me da mucha pena cuando haces eso, me sigue confundiendo…"

¿Acaso crees que cualquiera merece sentirte como yo lo hago? ¿Te avergüenza lo que sientes, cuando cada estremecimiento de tu cuerpo es prueba de cuánto me perteneces?

No había furia en aquellas palabras, no había reproche, solo una extraña dulzura envuelta en cadenas.

Te deseo… eres perfecto, tan perfecto, Phillip. Eres mi ofrenda, mi altar, mi consuelo. No hay vergüenza en servir a quien te ama más allá de lo terrenal. Si te toco, es porque tú me llamas en silencio. Porque me necesitas.

Phillip sintió el nudo en la garganta y los ojos nublados. Estúpido, ¿Cómo podía ponerse a pensar tales cosas? Por su puesto que Damien jamás lo usaría, y si lo hacía, ¿había algo de malo en ello? Se lo debía, le debía todo, le debía su vida, porque él lo salvó de sentirse solo, porque alguien tan poderoso como él podía amar a alguien tan roto como Pip, de ayudarlo en su causa, de ayudarlo a mejorar el mundo.

Su voz interior tembló:

"Tienes razón Damien, no volverá a pasar… "

Pocket, ajeno a la conversación muda, continuó con su tarea. Cuando finalmente terminó de ajustar cada detalle del atuendo, se retiró un paso para observar al pequeño rubio. Sus ojos se entrecerraron con una mezcla de orgullo y satisfacción. Phillip, envuelto en aquel traje parecía una criatura sagrada, justo como los hijos de la luz, aquellos que rondaban en los tiempos olvidados del antiguo Zaron, esos que se mezclaron con los humanos... Así de fuerte era el linaje de los primeros hombres, la sangre de los dioses puros corría por sus venas, por eso aguantaron tantos miles de años… Pero claro, toda era poderosa tendía a terminar, y el ultimo que quedaba era el pequeño Phillip.

—Estás radiante, Phillip. —la voz de Pocket fue suave, un susurro de pura admiración—. Vamos, pequeño. Tenemos que apurarnos.

Con delicadeza, Pocket lo ayudó a levantarse, colocándole una mano en la espalda y guiándolo fuera de la habitación.

—Aunque ya sabes... Mephesto requiere de hacer tu revisión rutinaria.

Phillip asintió con un leve movimiento de cabeza.

El rubio lo siguió en silencio, sus pasos suaves resonando levemente sobre las piedras húmedas del suelo. Los corredores de la guarida eran como un laberinto tallado en las entrañas de la tierra, antiguos y sombríos, siempre cubiertos de un manto de penumbra densa. Las antorchas, cuando estaban encendidas, parpadeaban con llamas temblorosas y azuladas, las paredes rezumaban humedad, y de tanto en tanto, el goteo constante de agua desde las grietas creaba un ritmo irregular que no dejaba de recordarle que este lugar estaba vivo. No de manera metafórica... sino que en serio era un cuerpo. Uno oscuro y enorme, que respiraba con él dentro.

Phillip había tardado años en acostumbrarse a ese mundo subterráneo. En un principio, los gritos lejanos que resonaban por los pasillos lo hacían llorar por las noches. Criaturas extrañas y horrendas se deslizaban a veces por los techos o lo observaban desde los umbrales oscuros. Y el olor... tan fétido de carne podrida lo hizo vomitar más de una vez.

“Lo normal para un niño”, le decía Pocket. “Al menos, para uno que ha nacido con un destino más grande que su cuerpo.”

Con los años, dejó de llorar. Aprendió a no mirar demasiado fijamente a lo que se arrastraba. Aprendió a contener la respiración cuando el hedor lo enfermaba. Aprendió a escuchar los murmullos del viento y a distinguir si se trataba de una bestia rondando... o de Damien.

Las veces que podía salir eran contadas, casi como un premio. Pocket se lo repetía constantemente: "Es por tu bien, Phillip. Afuera hay cosas malas. Personas malas. Si salieras, te dañarían. No todos entienden tu propósito."

Phillip honestamente le creía.

Porque Zaron, allá arriba, era cruel. Porque los hombres, los elfos, las criaturas mágicas... todos ellos, según Pocket, odiaban a lo que no comprendían. Y Pip no era fácil de comprender.

Llegaron a la puerta oxidada que Phillip conocía demasiado bien. Estaba carcomida por el tiempo con los bordes demasiado corroídos y ya no se notaba de que pintura fue alguna vez. Cuando el imp abrió la puerta el crujido fue chirriante, un aire viciado y metálico escapó por la rendija, asqueroso.

Phillip tomó aire antes de entrar. No porque fuera a encontrar algo nuevo, sino porque cada vez que cruzaba ese umbral, sentía que algo dentro de él se estrechaba.

 El laboratorio de Terrance no era un sitio de un experimentador usual, no, parecía más bien un templo profano a la “ciencia”, al arte corrompido de la alquimia oscura. Las paredes estaban ennegrecidas por el hollín y el paso de años de continuo trabajo sin descanso, cubiertas por estanterías llenas de frascos con sustancias que burbujeaban en tonos innaturales: verdes brillantes, morados densos, rojos que parecían sangre perpetuamente fresca. En el aire flotaba un perfume amargo, mezcla de óxido, formol y carne quemada. Instrumentos extraños colgaban de ganchos en el techo: sierras quirúrgicas ornamentadas, bisturís de plata negra, tubos de vidrio que serpenteaban como serpientes enroscadas. En una esquina, un horno de alquimia exhalaba un fuego azul que chisporroteaba cada cierto tiempo, cerca de allí había un círculo de invocación trazado en tiza dorada que aún brillaba tenuemente bajo la tenue luz de las lámparas de gas.

Terrance estaba en el centro del caos, completamente absorto destripando a una criatura deforme sobre una mesa de mármol cuarteado. Sus manos ensangrentadas se movían con precisión entre las entrañas palpitantes, mientras sus ojos saltones y febriles, pasaban de un pesado libro antiguo a la criatura abierta. Iba haciendo anotaciones rápidas, frunciendo sus abundantes cejas oscuras cada vez que algo no coincidía, y murmurando con voz rasposa palabras en un idioma que ni los muertos recordarían. Vestía su típico traje violeta, ajado por el uso, con el cuello manchado de sangre seca y pociones derramadas. Cuando Pocket carraspeó suavemente para llamar su atención, el hombre alzó la vista como si saliera de un trance, y soltó un simple:

—Oh, cierto.

Se limpió las manos en un trapo gris ennegrecido ya por el uso, antes de mirar a Phillip con desdén apenas disimulado. Phillip caminó hacia la vieja silla de madera desgastada con hebillas metálicas en los brazos. Se sentó en silencio, como lo hacía siempre, mientras Terrance hurgaba en sus herramientas Pocket se acercó un poco más.

—Trata de no ser muy sucio —dijo con ese tono formal que nunca abandonaba—. Tiene que estar presentable. Habrá visitas, y de hecho, tú también debes asistir. Te recomiendo tomar un baño. Apestas… a lo que sea que apestes.

Terrance bufó, sin molestarse en mirarlos.

—¿Un demonio diciéndome que debo estar presentable? Qué irónico. —Y al decir eso, ya le estaba levantando la manga a Phillip sin cuidado—. No puedo. Estoy cerca de conseguir que mis E.M.O.S. soporten la luz del sol por completo.

Pocket forzó una sonrisa que no alcanzó sus ojos.

—Eso llevas diciendo semanas. Y sigues estancado en lo mismo. Deberías enfocarte más en Phillip.

El rubio se mordió el labio con fuerza cuando la jeringa oxidada le fue clavada sin contemplaciones. Sintió cómo se abría la sangradura con un tirón brusco, y un quejido escapó de su garganta. Terrance lo miró apenas unos segundos. Sus labios se torcieron bajo la mascarilla negra que llevaba, esa sonrisa invisible que se adivinaba solo por la expresión de sus ojos.

—Phillip aún necesita más fuerza —murmuró mientras observaba cómo la sangre llenaba lentamente el cilindro—. Ser un receptáculo lo sigue desgastando. Consume más de lo que debería para estabilizar la conexión con Thorn. —Entrecerró los ojos con algo de interés—. Dime, Phillip… ¿Qué te ha dicho él últimamente? ¿Cuándo podrías estar listo para pasar a ser el catalizador?

Phillip bajó la mirada, tragando saliva. El dolor punzaba en su brazo, pero no era eso lo que lo hacía temblar. Era la palabra: catalizador

—Damien… —musitó Phillip, sintiendo aún la aguja enterrada bajo su piel.

Yo decidiré cuándo estés listo.

—Dice que él dirá cuando yo esté listo… —repitió Phillip en voz baja.

Terrance chasqueó la lengua, impaciente.

—¿Pero cuándo?

—Mi señor quiere asegurarse de que el cuerpo de Phillip sobreviva al ritual —intervino Pocket con serenidad—. Por eso te lo menciono. Deberías enfocarte más en Phillip. Tal vez alguna poción o encantamiento que lo ayude a recuperar fuerzas.

El alquimista bufó con desdén, como si la sola idea le pareciera infantil.

—No es así de fácil —dijo, frunciendo el ceño—. Vamos a traer prácticamente a un dios a este plano terrenal. Uno que, te recuerdo, lleva un maldito sello anclado a las venas del mundo. Romperlo es un dolor de cabeza, y eso sin contar el canal que usaremos. ¿Y quiere que el sacrificio sobreviva? —Terrance gruñó por lo bajo mientras retiraba la aguja con un tirón que sonó húmedo y pegajoso.

Pocket se apresuró a presionar un trapo fino contra la herida, más preocupado por evitar que la sangre manchara el traje que por el dolor del muchacho.

—Te dije que no fueras sucio —dijo, la sonrisa tensa se torció apenas. La forma en la que vendaba la herida hablaba por sí sola: estaba molesto. Pip lo sintió en sus dedos, en su ritmo meticuloso.

Suspiró aliviado ante la suavidad antinatural con la que acariciaron su mejilla, reconociendo el dolor. Era un gesto repetido, uno que Damien siempre le brindaba después de cada sesión con Mephesto. Un consuelo retorcido, pero familiar.

—Son los deseos de nuestro señor —murmuró Pocket con voz aterciopelada—. No debemos cuestionarlo.

señor. —Terrance escupió las palabras mientras vertía la sangre de Pip en un frasco con etiqueta descolorida—. Y no lo cuestiono, es una jodida sugerencia. Nada más. —Miró de reojo a Phillip—. De todas maneras, ¿quién vendrá hoy?

—Nuestro beneficiario.

El alquimista soltó una risa seca, mientras giraba lentamente el frasco en sus dedos enguantados, dejando que la sangre se deslizara como vino espeso.

—¿Ese tipo otra vez? —Pip lo vió sonreír tras la máscara—. Lleva semanas diciendo que vendrá él mismo y siempre termina enviando a ese muchacho.

—Tipo al que le juraste tu lealtad, y que ha financiado todos tus experimentos. Tienes que reconocerlo —dijo Pocket con calma mientras bajaba la manga de Phillip y limpiaba el sudor frío que le escurría por la frente. Su voz era suave, pero había algo afilado oculto entre las palabras—. Sin él, nada de lo que hemos hecho podría haber avanzado jamás.

Sus dedos largos siguieron moviéndose con precisión en la ropa de Pip. Ajustaban, alisaban, corregían cada pliegue que se estropeó por culpa de Mephesto.

—Eres tan arrogante, Terrance. ¿Debería recordarte también que él te perdonó la vida?

No lo miraba. Su atención permanecía centrada en Phillip, pero desde donde estaba sentado, Pip podía verlos a ambos. La sonrisa de Pocket parecía cariñosa. La de Terrance, inexistente. Solo quedaba su mandíbula tensa bajo la mascarilla y el brillo helado en sus ojos.

—Aún lo recuerdo —continuó Pocket, con serenidad teatral.

La voz con la que hablaba no solo cambió, mutó. Se volvió otra, más grave y pesada, sonó como arrastrada desde las profundidades de una garganta que no le pertenecía.

—“¡Por favor, misericordia! Tiene mi lealtad. Me arrodillo ante usted” —dijo con voz idéntica a la de Mephesto. La imitación era escalofriante—. “Me arrodillo. Perdóneme. ¡Tiene mi juramento!

Terrance se puso rojo de furia, su mirada se clavó en Pocket con tal intensidad que por un instante Pip pensó que lo atacaría. Pero no se movió. No dijo más de lo necesario.

—Maldito imp… rata asquerosa… —masculló entre dientes, apretando el frasco con la sangre de Pip con tanta fuerza que el vidrio crujió ligeramente.

Pocket solo esbozó una sonrisa más amplia y le acomodó una última hebra de cabello a Phillip, dejándola perfectamente en su lugar.

El nombre del beneficiario no era uno que pudieran pronunciar con ligereza. Pero Pip lo había visto solo una vez. Una vez y eso bastaba. Habían pasado cuatro años desde aquel encuentro. Él apenas tenía quince años cuando la “Gran guerra” había terminado, y la guarida se llenó de ecos de pactos y acuerdos.

La figura era imposible de olvidar: alta, imponente, cubierta por una armadura de metal dracónico de gris oscuro. El casco que llevaba solo dejaba al descubierto una franja estrecha donde se adivinaban sus ojos y parte de la boca. Los ojos eran azules, sí… pero no había luz en ellos. Ninguna emoción. Ni furia. Ni pasión. Solo vacío. Un hueco sin fondo. Pip también recordaba que uno de esos ojos estaba surcado por una cicatriz vertical, antigua y pálida.

Esa vez lo observó.

No lo miró. Lo examinó.

La mirada de ese hombre le hizo entender incluso siendo tan joven, que Pip para él no era más que un objeto. Una herramienta.

Aquella ocasión, no estaba solo, a su lado iba un joven de cabello rojo intenso, corto y rizado, con pecas distribuidas en todas las mejillas y una expresión siempre alerta. Llevaba unas gafas complejas, de un extraño ensamblaje de lentes circulares que se superponían y podían girar sobre pequeños ejes de bronce. Algunas se ajustaban con engranajes laterales, y una lente más pequeña se deslizaba hacia abajo sobre su ojo izquierdo, como una lupa de inspección. Su armadura era ligera, de placas móviles, pensada para la agilidad más que para el combate directo, lo que lo hacía aún más inquietante. Era la fiel mano derecha del beneficiario. “General Desorden” le llamaban.

Era él siempre el que venía, el que preguntaba por los avances. Quien inspeccionaba los frascos, las runas, los cuerpos. El que nunca tocaba nada, pero lo entendía todo. Pip recordaba especialmente sus dedos: finos, pero llenos de pequeños cortes y quemaduras, como si hubiera trabajado con magia prohibida desde niño…

Un toque seco a la puerta sacó a Phillip de su ensimismamiento. Uno de los E.M.O.S. de Terrance, una criatura de ojos enrojecidos, piel cetrina y colmillos disparejos, se asomó entre las sombras del umbral.

—Han llegado… aquellos dos —siseó el vampiro mutado, relamiéndose los labios con una lengua demasiado larga para su boca—. Vienen con las manos vacías. Y el del hacha… está herido.

Pocket ladeó la cabeza.

—Bueno, qué mala noticia —comentó, alisando una arruga invisible en la manga del rubio —, pero anímate, Phillip. Tus amigos han llegado.

 Pip no se molestó en ocultar su emoción. Le brillaron los ojos.

—¡Maldita sea, Christophe! ¡Te dije que no te movieras!

El salón principal de la guarida estaba cubierto de candelabros de hierro, goteando cera negra sobre un suelo de piedra marcado por siglos de alquimia y cosas peores. Christophe descansaba en una de las sillas más cercanas al brasero central, el gran hacha estaba apoyada contra su muslo, aún manchada de barro seco. Tenía la camisa abierta, revelando una herida fea en su costado. Gregory, con sus manos enfundadas en guantes oscuros, cosía con el mayor cuidado el desgarrón en la carne de su compañero. Aunque por la expresión en su rostro, no parecía sufrir mucho al apretar un poco más de lo necesario el hilo.

—Duele un poco... —musitó Christophe, su acento era marcado incluso entre el gruñido—. ¿Por qué no te sientas encima mío, mon cher Grégory, así no me muevo?

Un quejido grave escapó de sus labios cuando Gregory lo ignoró y apretó con desdén la sutura.

—Así suenas mejor. —dijo el rubio con indiferencia.

Los pasos ligeros de Phillip rompieron el momento.

—¡Gregory! ¡Christophe!

Gregory giró la cabeza de inmediato al reconocer la voz. Una sonrisa cruzó su rostro mezclada de alivio y ternura. Alzó los brazos justo a tiempo para atrapar a Pip, que se lanzó hacia él sin pensarlo.

—Hey, es bueno verte de vuelta, Pip—Dijo el rubio, rodeándolo con fuerza.

—¿Para mí no hay abrazo? —intervino Christophe, fingiendo una queja mientras apoyaba el codo sano en el respaldo de la silla—. ¿Me vas a dejar aquí, herido y solo, petit Loulou?

—No vas a tocar al niño, Christophe. —La voz de Gregory sonó molesta, mientras abrazaba con más firmeza a Phillip, en un gesto claramente protector. Su mirada se clavó en la del castaño con una advertencia muda.

Chéri, ¿qué clase de hombre me crees? Jamás vería a Loulou de esa forma —replicó Christophe con dramatismo, llevando la mano libre al pecho, como si le hubieran herido el orgullo.

Pip soltó una pequeña risa y, con pasos algo titubeantes, se acercó para abrazar también a Christophe, cuidando de no rozar la herida. El castaño le revolvió el cabello con cariño en un gesto habitual.

Gregory y Christophe, junto con Estella y las chicas, eran lo más parecido a “amigos” que Pip alguna vez había tenido. Marginados, arrancados de sus tierras por la codicia y crueldad de los hombres, cargaban con historias similares a la suya. Gregory encabezaba su pequeña Résistance, y Phillip lo admiraba profundamente. A todos ellos los había conocido bajo la misma promesa: el beneficiario les devolvería la posibilidad de forjar su propio destino, de reclamar lo que les arrebataron, sus preciados hogares. En menos de dos años, habían crecido en él como raíces nuevas. Estella le enseñaba a tratar con respeto a las damas, las chicas le contaban historias de damicelas enamoradas, Christophe lo animaba a empuñar un arma, y Gregory le hablaba de política, de estrategia, de ideales. Al principio, todo giraba en torno a hacerlo sentir útil, darle un propósito. Pero con el tiempo, ese trato cambió. Dejaron de compartirle sus planes, de meterlo en sus causas. Trazaron una línea, y Pip aunque lo notó, nunca se atrevió a preguntar por qué. Le bastaba que aún lo llamaran “amigo”.

Phillip. —La voz de Damien rompió el momento.

Pip se separó de Christophe de inmediato, su expresión se cerró un poco, y la emoción de antes se disipó como humo.

—Lo siento, Damien—dijo, apenas un susurro, sin mirar a ninguno de los dos.

Gregory y Christophe se miraron de reojo. Christophe alzó una ceja, Gregory frunció apenas el ceño. No dijeron nada respecto a eso, eligieron ignorarlo.

—Veo que regresan con las manos vacías. —La voz de Pocket resonó desde el fondo de la sala. Caminaba despacio, con las manos cruzadas a la espalda.

—Esos dos fueron escurridizos. —respondió Christophe con hastío, arreglándose la camisa con un tirón brusco. Pip notó el gesto de su rostro: los labios fruncidos, la mandíbula tensa. Estaba disgustado, sin duda.

Phillip ya lo sabía. Sabía que ni Christophe ni Gregory, ni nadie de la résistance en realidad, soportaban tratar con Pocket. Mucho menos con Terrance, y ni hablar de las criaturas que los rodeaban.

—¿No se supone que ustedes valían más que mil hombres? —Pocket ladeó la cabeza, había veneno en sus palabras, y lo vertía con deleite.

—Tuvimos un pequeño margen de error, es todo. —Gregory se adelantó, cruzándose de brazos.

—¿Y aún así se dignan a volver aquí sin nada? —La sonrisa de Pocket se borró en un instante, su voz se endureció—. ¿Al menos consiguieron algo que valga la pena? ¿Información útil?

—Que el bárbaro rubio pega como un maldito caballo —bufó Christophe con una media carcajada, pero el aire se le cortó al instante cuando Gregory le dio un codazo en las costillas.

—Cállate —murmuró entre dientes —. Seguramente están muertos ya. —Gregory continuó, ignorando la punzada de dolor de su compañero—. Te lo dije en el mensaje: se lanzaron desde un acantilado, heridos. Dudo que alguno de los dos haya sobrevivido.

Pocket los observó con una expresión ilegible, analizando cada palabra y la reacción de aquellos dos.

—No veo qué utilidad les encontrabas, de todos modos. —añadió Gregory con un suspiro—. Estaban oxidados. Sin coordinación, apenas se defendían. ¿De qué iban a servir?

Pocket se detuvo, justo frente a ellos. Phillip podía jurar que su sombra se extendió sobre el suelo.

—Nuestro beneficiario mencionó tener asuntos pendientes con esos hombres. Pero qué lástima… al menos ella regresará con lo que se le pidió.

Los ojos de Gregory titilaron con un brillo súbito, la postura rígida se desarmó apenas un poco, lo suficiente como para revelar la tensión que había estado conteniendo.

—¿Estella…? —la palabra se le escapó—. ¿Ella y las chicas lo consiguieron?

—En efecto. —asintió Pocket —. Al menos, eso es lo que decía la carta. Aunque… discretas, no fueron. —ladeó un poco la cabeza, y Pip vio una ceja temblar, la sonrisa torcida del imp no lograba esconder del todo su irritación—. Llamaron demasiado la atención. Tanto que esa tal alianza se dio cuenta.

Pocket se detuvo frente a ellos con un silencio que incomodaba.

—Ustedes de verdad son un dolor de cabeza. —murmuró, parecía hablar más consigo mismo—. Pero si es verdad lo que ella dice… entonces aceptarlos habrá sido una decisión menos estúpida de lo que creí.

Pero Gregory ya no lo escuchaba. La molestia apenas registrada en la voz de Pocket pasó desapercibida para él. Simplemente dejó caer su cuerpo en el asiento junto a Christophe, como si todo su peso se hubiera duplicado de golpe. El alivio fue tan visible que hasta Phillip podía sentirlo. Gregory se llevó una mano a la cara, la otra cerrada en un puño contra la pierna y se encogió, con el pecho moviéndose en temblores apenas perceptibles.

—Mierda… —murmuró, con la voz rota y sin mirar a nadie en particular—. Qué… qué bien… Pensé… pensé que no lo lograrían.

Christophe no dijo nada, pero deslizó su mano hasta su espalda, acariciándola con cuidado, sorpresivamente Gregory no lo apartó ni golpeó como solía hacerlo cuando el castaño lo tocaba, solo se dejó reconfortar.

La escena fue demasiado extraña para Phillip.

¿Qué era eso?

Pip siempre creyó que conocía a Gregory. El hombre era la promesa de un noble caído, el último pedazo de algo valioso que se había quebrado. Un hombre sin pasado que no oliera a ceniza. Lo veía como un rebelde hecho a fuerza de pérdidas, un revolucionario de mirada dura que no vacilaba ni siquiera cuando la tierra se teñía del rojo de sus enemigos. Al principio, cuando los conoció, todos en ese grupo fueron… amables, supuso. O al menos lo bastante pacientes con él como para no tratarlo mal. Quizás era porque era solo un niño. Un niño callado y obediente.

Aun así, Pip siempre supo que ellos eran distintos. Diferentes a cualquier criatura con la que hubiera convivido. Había algo en sus miradas, en la forma en que se hablaban entre ellos, que se le escapaba por completo.

“Familia, eso es lo que somos, Pip” Le había dicho Christophe aquella vez que velaron el cuerpo de uno de los suyos, pero era tan joven, y tan apegado a su burbuja que no lo entendía.

¿Qué clase de familia? ¿Podía existir eso más allá de un lazo sanguíneo?

Estella, por ejemplo. Ella siempre se la pasaba diciendo cosas feas de Gregory. No era como una discusión normal. Ella lo menospreciaba abiertamente, sin pudor. Aunque, claro… ella era así con todos los hombres, incluso con Christophe. Incluso con él, con Pip, cuando creció un poco más y dejó de parecerle inofensivo.

Aun así, Gregory era quien lideraba al grupo. Era extraño. Porque Estella siempre alardeaba de su fuerza, de su experiencia, y decía esas frases tan raras que Pip no terminaba de entender, como “cubeta de mierda de vaca enferma” o “vómito de orco viejo” cuando hablaba de Gregory. Él solía responderle con algo, sí, discutían todo el tiempo, como dos ríos chocando. Pero… no era igual. Gregory nunca la insultaba como ella a él. A veces parecía que en lugar de odiarla… le tenía un respeto especial.

La última vez que los vio juntos fue cuando se les asignó aquella misión extraña. A Gregory y Christophe les encomendaron buscar a dos hombres, y a Estella y las otras chicas, robar los restos de la Vara de la Verdad. Pip no entendía del todo por qué ese objeto era tan importante. Solo sabía que por él se efectuaron casi todos los genocidios y catastrofes que ha tenido Zaron, incluyendo la “Gran Guerra”.

Ese día, cuando se despidieron, Gregory parecía... distinto. El mismo semblante que tenía cuando enterraba a los suyos. Pocket no permitió que Pip se acercara mucho, claro. Dijo que no era su lugar. Pero aun así, desde su rincón, el niño lo escuchó. Fue rápido, una petición vulnerable escapándose de unos labios temblorosos.

—Por favor… solo no mueran. Ninguna de ustedes.

A veces quería preguntarle a Damien qué era todo eso que sentía cuando los miraba actuar así. Porque no sabía que era, aquello caliente en el pecho, empujando con fuerza y que le dolía no poder entenderlo.

—Tanto sentimentalismo… qué conmovedor —soltó Pocket, con un tono perezoso—. Pero no es el tiempo adecuado para eso.

La sonrisa se le extendió con violencia por el rostro. Aquella llena de colmillos.

—Nuestra reunión… está por empezar.

 

Phillip definitivamente no extrañó volver a ese lugar.

Estaba sentado en una de las esquinas de la larga mesa de madera, bajo la luz tenue que apenas alcanzaba a dibujar los rostros de los presentes. A su lado derecho Pocket sonreía con los codos apoyados en la mesa, y del otro lado, Terrance jugueteaba con un cuchillo pequeño, girándolo entre sus dedos con una paciencia escalofriante.

Pip deseó estar en el otro lugar de la mesa, cerca de Gregory y Christophe.

No sabía por qué exactamente. Solo… quería estar ahí.

¿Ellos te harían sentir mejor? —La voz surgió dentro de su cabeza.

Phillip se sobresaltó y sus hombros temblaron apenas. La voz de Damien no era dura, pero sí penetrante. No necesitaba alzarla para calar en sus pensamientos.

“L-Lo siento, Damien… no sé qué me pasa hoy…” La disculpa le salió automática, sus ojos se movieron, inseguros, por todo el viejo salón. Las piedras, el techo alto, el sonido lejano de los pasos… “Se siente diferente a otros días.”

Como respuesta, sintió el roce. Una caricia lenta le recorrió el rostro con la misma dulzura con la que siempre lograba calmarlo.

Estoy contigo —susurró Damien —. Estarás bien.

Pip bajó la mirada. Cerró los ojos un momento y respiró profundo, sin dejar de sentir ese nudo extraño en el pecho, el cual se mantuvo aún más cuando el sonido de pasos pesados comenzó a retumbar al final del pasillo.

Uno, dos…. Cada vez más cercanos. Cada vez más pesados.

Todos en la sala se pusieron de pie casi al mismo tiempo. Pip, atrapado entre Pocket y Terrance, sintió cómo el aire le faltaba de golpe. La adrenalina y el miedo fue tan sofocante e intenso que ni siquiera pudo sentir a Damien, el eco de esas pisadas lentas le helaba la sangre, porque de recordalo… A ese hombre… Soltó un alarido cuando Pocket, sin perder su sonrisa educada, le alisó la túnica con una palmada algo brusca.

—Respira, pequeño —le susurró al oído, aún sonriente. — No puedes arruinarlo ahora.

Philliip lo intentó. Inhaló. Exhaló. Varias veces. Pero el corazón no obedecía. Latía como si estuviera encerrado en una jaula, golpeando contra los barrotes de sus costillas.

Los pasos se acercaban. Más. Y más.

Las miradas ya no parpadeaban. Todas fijas en la puerta.

El cuchillo con el que Terrance había estado jugando cayó al suelo con un clang seco, metálico. Pip lo miró de reojo… las manos del hombre temblaban. De verdad.

El ruido en el pasillo se volvió ensordecedor.

Y entonces…

La puerta se abrió de una patada.

—¡Bueno, escorias viscosas! ¡¿No podían esperar?! —bramó una voz aguda, ofendida, y profundamente familiar—. ¡Una dama no puede asistir a un evento en estas condiciones!

Estella. Sus abundantes rizos rubios estaban hecho un desastre, la cara manchada de hollín y la ropa chamuscada en los bordes. Detrás de ella, Cosette y Charlotte no estaban en mejor estado; parecía que una bomba de fuego les había estallado a un metro de distancia.

— Estella… —Dijo Gregory en voz baja, boquiabierto.

—Renacuajo deforme, una simple palabra de mi aspecto y te romperé los dientes. —Amenazó.

Cosette fue la primera en separarse del grupo. Caminó arrastrando los pies hasta donde estaban sentados Gregory y Christophe, y se dejó caer con un suspiro tan largo que pareció salirle del alma.

Pip alcanzó a oír un discreto “Bienvenida” de Christophe. “Púdrete” le contestó ella sin mirarlo, todavía jadeando.

Charlotte, por su parte, parecía más concentrada en sacudirse las cenizas del cabello que en otra cosa.

Gregory ya no parecía tan tenso. Sus hombros habían bajado y los ojos le brillaban con ese mismo alivio contenido de hace un rato. Estella se sentó junto a él y le regaló una sonrisa altiva, como si todo hubiese salido según lo planeado. Gregory rodó los ojos, pero lucía… Feliz. 

—Qué mujeres tan escandalosas… —murmuró Pocket entre dientes, sin quitarles la vista de encima, la sonrisa le temblaba. — Al menos hubieran tenido la decencia de presentarse con algo de dignidad.

—He dicho que no permitieron el tiempo. ¿Acaso con esas orejas no lo escuchaste, diablillo dientón? —disparó Estella, sin molestarse en mirarlo siquiera.

Pip parpadeó. Algo en su pecho pareció aflojarse, el martilleo en sus costillas se volvió menos violento, y por un segundo creyó que incluso había respirado con normalidad. Alcanzó a oír la risa mal disimulada de Terrance a su lado. Claro… La rubia era de las pocas personas que se atrevía a hablarle así a Pocket.

Con lentitud, Pip giró para mirar al pelirrojo.

La sonrisa había desaparecido.

Pocket ya no parecía el de siempre. Su rostro se había tornado pétreo y los ojos en dos rendijas negras, que estaban fijos en Estella. No parpadeaban.

—Será mejor que laves tu boca, señorita. Ese lenguaje es inaceptable para una dama —dijo, con una voz gruesa, grave y profundamente cortante.

Gregory se inclinó hacia Estella de inmediato, tomándola del brazo con firmeza.

—Estella —le dijo en voz baja, apretando apenas—. Cálmate.

Pero ella no se encogió ni retrocedió. Al contrario, sacó el brazo con un tirón brusco y se volvió directamente hacia Pocket.

—¿Calmarme? Ellos deberían estar agradecidos por nuestro trabajo. ¡Si no fuera por mí, esa basura de misión habría acabado con esa estúpida reliquia inservible aun siendo resguardada por esas amazonas!

—¿Agradecidos? —repitió Pocket con lentitud,  probando el sabor de la palabra—. Agradecidos deberían estar ustedes… humanos insolentes.

Christophe murmuró algo apenas audible para Gregory, que asintió en silencio y se acercó un paso más a Estella, como si estuviera listo para sujetarla de nuevo. Charlotte levantó la vista de su espejo improvisado, solo un segundo, antes de volver a acicalarse, totalmente ajena al alboroto.

Pip se encogió en su asiento y rodeó su torso con los brazos, los dedos aferrándose a la tela de su ropaje con desesperación muda. Las palabras afiladas de Estella, la rigidez helada de Pocket, todo se entrelazaba en una cuerda que le tensaba la espalda. Se sentía fuera de lugar... No quería estar ahí.

“Uh… Damien, no me gusta que ellos peleen…”

Silencio.

 “¿Damien…?”

Nada.

“Damien, por favor dime algo…”

Su cuerpo se tensó como si lo hubieran sujetado con hilos. Pip jadeó sorprendido, sus brazos que estaban firmemente envueltos en su propio abrazo, descendieron a los costados sin que él lo ordenara. Su espalda se irguió con rigidez. Su barbilla se alzó y sus ojos se abrieron.

“Damien, ¿por qué hiciste es…?”

—Él está aquí.

No se oyó ni una sola respiración.

Una pesadez densa y brutal se derramó sobre el salón, una neblina se filtró por los muros, por las grietas del suelo, por las columnas altas como si hubiera estado esperando allí, agazapada. No hubo estruendo, ni hubo gritos, solo un silencio tan perfecto que dolía en los oídos.

Todos estaban de pie. Todos, menos Pip, el pobre no podía moverse. Pocket ya no hablaba. Ni Estella. Ni Christophe. Ni Gregory. El ceño de Terrance se frunció tanto que casi desapareció bajo sus pobladas cejas. Nadie se atrevía apartar la cabeza. Los ojos se movían, rápidos y tensos, fijos en la entrada.

Charlotte fue la única que se movió. Giró con suavidad, sus manos dejaron de arreglar su cabello y bajaron con un temblor extraño, uno que no era de miedo. Los ojos… le brillaban.

—Mi amado… —Fue lo que le escuchó susurrar.

La puerta se abrió con un chirriante sonido por la lentitud, y quien la cruzó fue él.

Avanzó con pasos firmes y tranquilos, la armadura oscura que lo envolvía era la misma que Phillip miró hace cuatro años, no relucía, pero cada pieza parecía demasiado perfecta y en buen estado, como si nada en ella pudiera ser dañado. El peso de su presencia se extendía con él, creciendo, tragándose el ambiente. No era su rostro inexpresivo lo que aterraba, no era su andar recto y pausado. Era lo que no hacía. No miraba a nadie en particular, pero Pip estaba seguro que todos sentían que los observaba. No sonreía, pero algo en su quietud parecía burlarse de todos. Pip apenas podía respirar. No entendía por qué sus ojos ardían. Lo estaba mirando… no. Lo estaba percibiendo. Sintió el sudor frío bajar por su nuca, quiso quejarse cuando Damien lo mantuvo en la misma tortuosa postura, porque se estaba frustrando. Su estómago dio un vuelco seco cuando eso subió por su esófago, pero de nuevo, cualquier rastro de posible humillación desapareció gracias a Damien, aunque Phillip se sintió tan asqueroso al tragarse su propio vomito.

—El escándalo se escuchaba en todo el pasillo —la voz que cortó el silencio fue la del pelirrojo que apareció detrás del hombre, el general Desorden—. Nuestro lord esperaba un recibimiento más adecuado.

El tono era casi ofendido, pero no ocultaba del todo la devoción. A Pip le pareció más un perro gruñendo a los invitados por haber ignorado a su amo. Había una hostilidad limpia que incomodaba más por lo sincera que por lo violenta.

—Es su primera vez aquí después de años —añadió, con voz más baja, pero sin ocultar el rencor.

—Nuestras disculpas —se apresuró a decir Pocket, con una formalidad temblorosa—. Solo actos indisciplinarios de la escoria. Pero no es excusa, por favor… han cruzado un largo viaje para venir aquí. Hemos preparado un almuerzo especial para nuestra reunión.

Pip notó el cambio en Gregory. No dijo nada, pero su mandíbula se tensó tanto que las venas resaltaron, los labios apretados, los ojos clavados en la nada. Incluso Pip sabía que, que te llamaran “escoria” era algo grave… Aunque Gregory no replicó.

El general Desorden sí lo hizo.

—¿Un simple almuerzo especial? Vuestro futuro gobernante se merece mucho más que eso —espetó con desdén.

—Dougie, no hay problema.

Phillip sintió cómo un escalofrío se arrastraba por su columna, helándole los pulmones.

El hombre solo había alzado una mano, un gesto pequeño, pero el general Desorden se calló al instante y bajó la cabeza.

Qué voz.

No tenía nada monstruoso, ni grave, ni sobrenatural. Pero llenó el aire como si todos los presentes se hubieran vuelto más pequeños, menos importantes. Cosas insignificantes.

—Disculpas, almuerzos especiales, celebración… no importan —dijo mientras caminaba.

Avanzó hasta la cabecera de la mesa. Nadie se atrevió a ofrecerle la silla; simplemente todos la dieron por suya.

—Mi presencia aquí radica en otra cosa —dijo, acomodándose con lentitud, solo cuando apoyó la espalda en el alto respaldo, los demás se atrevieron a sentarse de nuevo. —Ha llegado el rumor a las orejas de esos falsos reyes.

—Pequeño inconveniente, señor —se adelantó Pocket, inclinándose con torpeza—. Tomaremos las medidas necesarias para una acción disciplinaria.

—Oh, manzanas, no es necesario, un error lo puede cometer cualquiera —lo interrumpió. Ni siquiera lo miró; su atención seguía fija en algún punto invisible frente a él. —La tarea no debió de ser fácil. Aunque —añadió, inclinando apenas la cabeza hacia las mujeres— felicito la valentía de enfrentarse a las amazonas.

Phillip se sintió aliviado; la tensión en sus hombros cedió un poco y una tímida sonrisa se dibujó en su rostro. Tal vez lo había recordado mal… aquel hombre sonaba casi… amable.

Pero cuando miró a los demás...

Ninguno de ellos compartía su alivio. Estella lo contemplaba sin pestañear y con la mandíbula trabada. Cosette estaba tan recta que sus nudillos blanqueaban sobre la falda. Gregory y Christophe no quitaban las manos de las fundas de sus armas, aunque se esforzaban en parecer relajados. Solo Charlotte sonreía, como si la presencia de aquel ser la llenara de alguna dicha morbosa.

—Solo cumplimos con el trabajo —soltó Estella.

El Beneficiario entrelazó los dedos con calma.

—De la mejor manera. —Fue una afirmación, luego, hubo un cambio imperceptible en su tono:— Los restos de la Vara… me gustaría verlos.

Estella se tensó. Sus ojos fueron a Gregory. Un hilo de sudor recorrió la sien del muchacho, pero no se movió a tiempo. Fue Charlotte quien lo hizo.

—Por supuesto, mi señor —ronroneó en una voz dulce. Cerró los ojos y exhaló suavemente; de sus labios brotó una nube espesa, púrpura, un humo perfumado se arremolinó sobre el centro de la mesa.

Con un chasquido húmedo, la forma se solidificó: una caja vieja, blindada con cadenas pesadas que rezumaban un calor casi palpable. El coro de jadeos de sorpresa llenó la sala. Incluso Terrence se inclinó hacia adelante, incrédulo.

“Es… ¿Es esa caja de verdad, Damien?” preguntó Pip en su mente, sin atreverse a pronunciarlo en voz alta.

Sí, Phillip. Es real. Todo lo que vendrá es real… Por ahora mantente en silencio.

La voz de Damien era distinta. Pip no sabría decir si sonaba precavido… o resignado.

Frente a todos, el hombre deslizó la yema de su dedo enguantado sobre la tapa encadenada. Lo hizo con tal parsimonia y su mirada se suavizó apenas en una sonrisa minúscula, tan fugaz que Pip dudó haberla visto.

—Increíble… —susurró el hombre —. Aun rota, el poder que emana debajo es abrumador. Es la verdadera.

Con un simple chasquido de sus dedos un estallido de chispas azules recorrió las cadenas, devorándolas hasta volverlas polvo. El sonido fue seco, las argollas que quedaban saltaron como si hubieran sido expulsadas por una fuerza interna, retumbando en el suelo de mármol. Con la misma calma retiró la tapa, un leve humo caliente se escapó de dentro, aunque Pip sintió solo un cosquilleo en la nariz.

Se impulsó de puntillas, asomándose con la curiosidad inocente y ingenua que aún poseía.

Allí dentro descansaba la famosa Vara de la Verdad.

Pero para Phillip… no fue la gran cosa.

Tres trozos irregulares de madera oscura, reseca y sin brillo. Una estaba astillada por un extremo, otra conservaba un fragmento de metal ennegrecido, y la última parecía más una rama vieja que un objeto místico. No había brillo dorado, ni runas resplandecientes, ni siquiera un leve temblor de poder. Solo madera rota.

La pregunta se le escapó antes de que pudiera atraparla con los dientes:

—¿Es solo eso?

Phillip sintió un pinchazo punzante en la nuca:

Phillip… —susurró Damien.

Pocket ni lo dejó reaccionar. Su mano grande se posó en la espalda de Pip, pellizcándole la carne con tal fuerza que le arrancó un leve quejido.

—Cierra la boca —le siseó el pelirrojo entre dientes, sin apartar la vista del beneficiario.

Demasiado tarde.

Esos ojos de hielo ya estaban sobre él.

Phillip sintió que le faltaba el aire. Aquel hombre no mostraba ira, pero tuvo la sensación absurda de que toda su piel quería despegarse de sus huesos.

El hombre ladeó apenas la cabeza, como si lo que dijo Pip fuera algo inentendible.

—¿Solo eso…? —repitió él en tono suave.

Phillip no supo qué responder, sintió cómo su boca se secaba hasta dolerle la lengua, su cuerpo entero le falló, a punto de casi dejarlo caer de la silla al mármol frío del suelo. Pero Damien lo sostuvo a tiempo, su voz murmuraba algo, susurraba calma, aunque se perdía entre cada sílaba que pronunciaba aquel hombre.

—Este objeto —continuó — es igual de viejo que el mismo Zaron, todos saben la historia… —añadió, sin emoción alguna—. Pero tú eres solo un crío. —Ni odio, ni fastidio. Pip no existía lo bastante para merecer siquiera desprecio.

El hombre alzó uno de los fragmentos de madera y lo sostuvo en su palma enguantada, girándolo con una delicadeza casi piadosa, la superficie astillada parecía absorber la tenue luz de la lámpara sobre la mesa.

—La Vara de la Verdad fue forjada por los primeros orcos, con la bendición de los Dioses Antiguos. Ellos al verse masacrados y perseguidos, se atrevieron a pedir poder… poder para no arrodillarse jamás ante ningún rey. Para que su voz fuera escuchada. Para que existiera paz.

Su dedo recorrió una grieta del fragmento.

—Pero tal poder… tan vasto, tan absoluto… —Hizo una pausa breve— fue lo que los consumió. Y los extinguió.

Sus ojos fríos se desviaron hacia Pip. El rubio no se atrevió ni a parpadear.

—Humanos, magos, elfos… todos lo quisieron. —La sala parecía encogerse a cada palabra—. Incontables guerras. Genocidios. Ciudades reducidas a humo y sal. Imperios naciendo en un siglo y cayendo en el siguiente… La historia de Zaron no es más que la historia de la Vara. El resto… solo migajas para llenar libros de fábulas.

Sostuvo el trozo frente a la luz. Una mueca leve, una sombra de sonrisa torcida, deformó su labio.

—Y ahora… —susurró, apenas audible, casi para sí mismo— … Es mía.

Pip era tan pequeño en ese momento, tan irrisorio, comparado con esa cosa vieja que apenas comprendía, comparado con ese hombre que hablaba como si pudiera decidir si el mundo de Zaron se movía o no. Sintió su corazón golpearle la caja torácica; un tambor desesperado, Phillip no quería gritar, quería desaparecer de ahí.

El Beneficiario dejó reposar el fragmento sobre la caja abierta, fijando su vista en Pocket.

Pocket. Ahora que la Vara está aquí… ¿No deberías planear el ritual para que Damien se manifieste?

—Mi Lord…No es así de sencillo —empezó, midiendo cada sílaba—. Phillip… aún no está completamente preparado. Mi señor Damien lo requiere vivo. Si forzamos el ritual antes de tiempo, podríamos perderlo…

El Beneficiario no reaccionó al instante. Solo lo observó, demasiado fijo.

—Un trato, Pocket. —Su tono se hizo tan amable que a Pip le inquietó—. Tuvimos un trato, y Damien lo aceptó. Su libertad a cambio de la Vara. Nada más. Nada menos.

Eran contadas las veces cuando podía observar a Pocket así, respirando entrecortado y con una gota de sudor resbalando por la sien. No tenía idea de que los demonios podían sudar.

—Sí, señor… pero...

—Pero tiempo de sobra es precisamente lo que no tenemos ahora. —Esa voz no la conocía.

Todos voltearon hacia la puerta que nadie había escuchado abrirse. Un hombre alto, de cabello negro azabache, vestido con ropas azules forasteras y adornos mecánicos que parecían chirriar bajo la luz tenue. En su cinto descansaba una de esas extrañas armas de fuego más pequeña que la de Estella, pero de metal pulido, reluciente. Sonreía como si todo le divirtiera.

Pip se estremeció cuando un estrépito de sillas volcándose quebró el silencio, el rechinar de acero al ser desenvainado, el gruñido sordo de un hacha pesada al ser levantada, el chasquido seco de un arma cargándose. Giró la cabeza pasmado: Gregory y el resto de la Resistance estaban de pie, hombro con hombro, tensos y con las armas apuntando sin titubeo.

—¡Stoley! —bramó Gregory. Su estoque vibraba al ritmo de su furia; se miraba tan irreconocible. Parecía un príncipe convertido en bestia.

—Vaya, vaya… —soltó el recién llegado, inflando las mejillas en un bufido burlón—. ¿De verdad? ¿Nunca hay un maldito sitio donde me reciban con un mísero saludo?

—¡Cierra la boca, bastardo! ¿Cómo demonios…?!

Yo lo he traído. —La voz atravesó a todos—. Está de nuestro lado.

La tensión estalló en un segundo. Gregory, con el estoque temblándole en la empuñadura, giró su furia primero hacia Stoley y luego hacia el Beneficiario, como si su mente se rehusara a aceptar tal blasfemia.

—Tranquilo —intervino Stoley, alzando ambas manos—. ¿No deberíamos centrarnos en lo importante? Tenemos un problema mayor: la Alianza ya está tras nuestra pista, no se alimenta de rumores… Saben que la Vara está en estas tierras. Es cuestión de tiempo para que...

—Tiene que ser una maldita broma… —escupió Gregory. Pip se estremeció alarmado—. ¿De qué demonios hablas tú? ¡Eres uno de ellos! ¡Eres de la Alianza!

—Bueno, los tiempos cambian. —Su sonrisa se ensanchó, sin pizca de pudor ni culpa—. Yo apuesto por el bando que revolucione esta tierra de una vez por todas. Magia, tecnología, ciencia pura… ¡ese es el futuro de Zaron!

Pip se encogió sobre su asiento, clavado en la escena, fascinado y horrorizado a partes iguales. Stoley caminó hacia ellos como si se paseara por su propia sala, ignorando por completo el filo del estoque de Gregory, que casi le abría la pechera con solo un mal paso. Su sonrisa era una mueca de dientes apretados y ojos cansados, pero peligrosos.

—¿Y tú? —Stoley detuvo su avance un segundo, bajando la voz—. ¿Te conozco siquiera?

—¡TU FEDERACIÓN NOS ROBÓ NUESTRAS TIERRAS! —rugió Gregory, sin importarle que su voz quebrara el aire—. ¡TU MALDITO EJÉRCITO REDUJO YARDELE A CENIZAS! ¡A LOS HAVISHAM! ¡TODO! ¡TODO SE LO LLEVARON!

Se quedó completamente boquiabierto. No fue hace tanto , apenas unos meses atrás, que Christophe, le había contado a medias aquella historia. Pip, con su curiosidad había intentado sacarle más detalles, pero Christophe, con su acento rugoso y su mirada cansada, se limitó a decir que algunas cosas no eran decentes para oídos de niño. Sin embargo, lo importante se le quedó grabado: Gregory, apenas con dieciocho inviernos, había tomado el legado de los Yardele con la fe ciega de los antiguos. Hizo su cruzada como sus antepasados: un viaje de una semana, sin “compañía” ni provisiones lujosas, buscando probarse digno del estoque que ahora temblaba entre sus manos.

Christophe dijo entre dientes, que Gregory esperaba volver a su casa para hallar banderas bordadas, mesas llenas de vino y carne, el pueblo cantando su nombre, un banquete a la altura de un joven señor renacido. Pero en lugar de eso, halló silencio, humo, ceniza... y la insignia burda de la Federación, ondeando sobre los huesos de Yardele.

Pip sintió un sabor amargo subirle a la garganta. En ese otro continente, donde la magia era escasa y los fusiles hablaban más alto que las plegarias, hombres como Stoley habían convertido la expansión en política: si te negabas a ser parte, te arrebataban hasta el polvo que pisabas.

—Silencio. —La orden retumbó como un trueno apagado. Pip se ahogó en su propio aliento cuando vio esos ojos tan azules y vacíos. —Stoley es necesario —continuó, con esa calma monstruosa—. Su ejército dispone de armas que ni tú ni nadie aquí posee.

—Esto no es… esto no es lo que acordé. —Gregory gruñó cada sílaba, pero su brazo seguía firme, estoque en alto, apuntando a Stoley como si un solo parpadeo fuera a darle la excusa para atravesarlo.

—Pediste tierras —le recordó el Beneficiario—. Y tierras tendrás. ¿Dónde está el problema?

—Mis tierras. —Gregory escupió la palabra, apenas conteniéndose—. No un pedazo de lodo que no signifique nada. No vamos a compartir mesa ni pacto con el hombre que quemó nuestro hogar.

Un leve murmullo se arrastró entre los presentes.

—¿Estás rompiendo tu acuerdo? —preguntó aquel hombre, su voz ya no sonaba calmada como antes.

El silencio se clavó en todos, y Gregory no respondió con palabras. Lo hizo con un rugido contenido que apenas se ahogó en su garganta: adelantó un paso, alzó su mano y la punta del estoque voló, describiendo un arco perfecto para hundirse en la garganta de Stoley, pero un destello azul quebró la penumbra antes de que la hoja tocara la carne. Un estruendo seco sacudió la mesa. Pip chilló sin quererlo: un relámpago puro brotó del Beneficiario y se enroscó en el cuerpo de Gregory, que apenas tuvo tiempo de voltear la mirada, al pequeño rubio le aterró ver aquellos ojos desorbitados. El estoque cayó vibrando en el suelo, pero la descarga no se detuvo: chispas azuladas le bailaban por las venas, la carne olía a metal quemado y la fuerza de sus piernas se quebró, obligándolo a arrodillarse.

Estella gritó, Cosette y Charlotte la detuvieron entre ambas, Christophe ya había alzado su hacha hacia el Beneficiario, lo hizo con tal fuerza que se le abrió de nuevo la herida, pero Phillip no miró dolor, si no rabia.

—No... —les gimió Gregory, resistiéndose a inclinar la cabeza. Sus dedos temblaban, forcejeando para volver a asir su arma. Logró un solo movimiento: giró la muñeca y el estoque, abandonado en el suelo, cobró vida de nuevo, volando a toda velocidad hacia el Beneficiario, quien lo esquivó... Pero no lo suficiente.

El filo rasgó justo el broche del casco que cubría el rostro y lo arrojó lejos, haciendo rodar el metal por el suelo con un repique hueco.

Pip abrió más los ojos por la sorpresa: el Beneficiario no era un anciano ni una criatura como había imaginado. No. Era un hombre joven, de cabello rubio, un rostro sereno y casi agraciado.

“Parece… Un noble, o un caballero” Pensó, Damien no respondió.

 Los ojos... sus ojos eran un cementerio vacío: azules pero apagados como el viejo mármol de una tumba, con la cicatriz que ya había visto antes bajo el casco.

—Vaya... —Stoley rompió la tensión —. Leopold, de verdad tienes un talento especial para elegir socios problemáticos.

“Así que así se llama… Definitivamente es un nombre de noble” Repitió Pip “Damien, ¿qué pasa?” No hubo respuesta.

Leopold se pasó un guante por la mejilla, limpiándose una gota de sangre que ni siquiera parecía molestarle. Como si nada hubiera pasado, la corriente eléctrica se extinguió de un parpadeo. Gregory se desplomó en el suelo, jadeando como un perro herido, incapaz de sostenerse sobre sus propias rodillas. Christophe no tardó nada en ir a su lado.

—Oh, manzanas... —murmuró Leopold, con una calma tan anormal que heló la sangre de Phillip—. No pensé tener estos problemas hoy. ¿Pero no ha sido un espectáculo?

Su voz era suave, pero el aire alrededor de él aún chisporroteaba, cargado de electricidad residual que erizaba la piel.

Leopold se acercó a Gregory sin prisa, ignorando por completo la mirada cargada de veneno de Christophe, que parecía al borde de lanzarse sobre él si no hubiera visto lo que era capaz de hacer. Se detuvo a escasos pasos del joven caído, su sombra lo cubría por completo.

—¿Aún hay acuerdo? —preguntó Leopold.

Gregory respiró entrecortado, tenía la mano aún crispada sobre el suelo como si intentara reunir dignidad de entre la tierra sucia. Tardó unos segundos, cuando un murmullo ronco se le escapó de los labios partidos:

—… Aún lo hay.

Leopold dejó escapar un leve suspiro, satisfecho. Sus ojos sin brillo se suavizaron en una mueca que pretendía ser cordial.

—Pasaré por alto este incidente… solo porque gracias a ustedes, he obtenido la Vara.

Fue entonces que Pip, se irguió de golpe. Su respiración se detuvo a medio camino, la espalda se le puso tan recta que le dolió el estirón, los ojos se abrieron de par en par… y un destello rojo, reptilino, se encendió en sus pupilas, quemando la fragilidad de su rostro infantil.

—Ha sido grandioso.

La voz salió con un matiz de arrogancia seca, un timbre demoniaco que heló a más de uno.

Pip parpadeó y tosió violentamente, la cara encendida de vergüenza al notar todas las miradas taladrándolo.

“Damien… ¿Has hablado usando mi voz…?”  pensó, pero en su mente no hubo respuesta.

—Dos semanas —dijo —. Cuando la luna llena se alce, espero que estés presente. Lord del Caos… mi renacimiento también será un espectáculo digno de ver.

Al terminar Pip se llevó una mano temblorosa a la boca; tosió de nuevo, ahogado, sintiendo un sabor metálico y tibio en la lengua. Un hilo de sangre se deslizó entre sus dedos, oscuro sobre la piel pálida.

Leopold no pareció sorprendido, se volvió hacia Pip, la sonrisa no se le borró.

— Damien… —murmuró con deleite—. Tú sí recuerdas un trato.

Phillip se dobló contra si mismo, poniendo los ojos en blanco, el vomito abandonó su cuerpo tan rapido como su cuerpo encontró el suelo. Esta vez, no hubo palabras de consuelo cuando su mente cedió al desmayo.

 

 

 

 



 

¿Quién es esa sombra que mueve sus manos, que habla con su voz?

¿Desde cuándo se tejió esta red sin que pudiera oponer resistencia?

Hay un eco dentro de su carne, un impostor que sonríe con su boca.

¿En qué grieta de su mente anidó?

Demasiado tarde para amordazar la voz que susurra en su nombre; Lord del Caos.

 



 

Notes:

REALMENTE LO SIENTO, he tardado más de la cuenta en actualizar debido a pendientes y el maldito trabajo, espero no demorarme en un futuro, realmente tengo todo un diagrama de cada capitulo, pero desarrollarlo es realmente tedioso, aunque lo disfruto tantooo. ¡Muchas gracias por continuar leyendo!