Chapter Text
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Desde que Baymax estaba otra vez con energía, Hiro sintió que la vida mejoró. Al menos un poco. Lo mínimo que podía mejorar estando en ese lugar. Baymax era un ancla que mantenía a Hiro en la tierra y lo hacía ver que aún quedaban cosas por hacer. Entonces, estando con él en esa nueva dimensión, lo ayudaba a trabajar en su artefacto y con Emi.
El genio descubrió que a la kaiju le encantaba Baymax y lo veía como un peluche cuando intentó apretarlo igual que hacía con sus autos. Y si no hubiera sido porque Kenji estaba en su forma gigante para evitarlo, Baymax habría explotado como un globo.
Las semanas se hicieron con ellos como una ráfaga de viento. Un viento que acariciaba la piel de Hiro hasta hacerlo temblar. Y fue así como la vida comenzó a doler.
El primer dolor inició el mismo día que Baymax regresó a su vida. Un ardor en su pecho que lo hizo estremecer. Luego lo siguió un dolor de cabeza, cansancio, y cuando quiso darse cuenta, apareció el primer temblor.
Las herramientas cayeron sobre la mesa con un estrépito en el instante en que Hiro las soltó y cayó al suelo. Ken, que para ese momento había logrado que Emi se durmiera, se giró hacia él con la intención de decirle que se callara. Al verlo caer, sin embargo, lo único que pasó por su mente fue correr hacia él.
Su respiración frenética chocó contra el rostro del chico cuando lo ayudó a sentarse en el suelo.
—¡Baymax! —chilló, comprobando la temperatura del genio. Ardía de calor. Ardía como la misma lava de un volcán que recién había iniciado su erupción. El rostro de Hiro se empapó de gotas de sudor —. ¿Qué pasa? ¿Qué sientes?
La única respuesta que recibió del chico fue un jadeo entrecortado que logró asustarlo más que antes. Kenji temió que fuera culpa suya que el chico estuviera de esa forma, ya que seguía durmiendo en aquella sala y vivía ahí, sin recibir luz solar. En ese sentido sí que lo había mantenido prisionero. Pero lo cierto es que no quería mostrarlo al mundo. No quería mostrarle su mundo. No quería que la existencia de él terminara por perjudicar su vida más de lo que estaba.
¿Pero qué diferencia había entre él y Emi?, se preguntó entonces, con el corazón dando tumbos contra su pecho. Ken supo lo errado que estaba al pensar de esa forma, ya que con Emi no tenía problemas de sacarla al exterior. Con ella no temía nada. Entonces, ¿qué diferencia había? ¿Por qué no quería que Hiro viera más allá de ese lugar?
¿Por qué su corazón lloraba ante la posibilidad de perderlo?
Sus manos se aferraron automáticamente a Hiro cuando Baymax lo intentó tomar en brazos. El rostro de Ken se contorsionó en una mueca hasta que recordó lo que ocurría y lo dejó ir.
Ir. Dejarlo ir. Sonaba extraño en ese momento, pero en algún momento debería dejarlo ir. Y en aquel entonces sería para siempre.
—Está ocurriendo —sentenció el robot, para consternación de Ken, que se alzó del suelo como si este quemara y caminó hacia el sillón en donde Baymax había depositado a Hiro.
—¿Qué está ocurriendo?
—Hiro pasó mucho tiempo investigando las consecuencias de realizar viajes entre dimensiones, es así como…
—Ve al punto.
—Los viajes hacen daño. Mientras más tiempo permanezca el viajero en una dimensión ajena a la suya, más problemas sufrirá.
—¿Y tú por qué estás bien?
—Soy un robot.
—Ah. Cierto.
El nudo que se le formó en la garganta a Ken le impidió hablar de inmediato. Si lo que decía el robot era cierto, entonces el genio estaba en peligro. Y sólo habían pasado un par de semanas en su dimensión. Aunque considerando que no comía correctamente, no hacía más que trabajar y que, aparte, debía cuidar de Emi mientras él no estaba, su cuerpo estaba soportando muchas cosas juntas.
—¿Él puede…?
—No hasta donde sabemos, pero necesitamos ir a nuestra dimensión para que no sufra peores consecuencias.
Ken observó cómo el robot cubría a Hiro con una manta para que no pasara frío. Observó cómo se sentaba a su lado para cuidarlo. Y Ken por fin oyó a su corazón después de haberlo estado ignorando durante esas semanas.
—Vamos arriba, Baymax. A partir de este momento, Hiro se quedará en una habitación de mi casa.
Y quizá fuera un error. Quizá no era correcto.
¿Pero qué era lo correcto en ese momento?
Hiro se recuperó más rápido de lo que Ken habría creído. Al día siguiente ya yacía trabajando otra vez en su artefacto. Esa vez, sin embargo, cuando quiso acostarse en la sala subterránea, Ken lo evitó. Fue extraño para el genio al principio, que creyó que se trataba de una broma del hombre, pero terminó cediendo en el instante que un mareo se hizo con él y Ken corrió a auxiliarlo.
—Tengo que irme pronto —anunció, con la voz cansina.
Ken sintió que su corazón era aplastado por una máquina hasta explotarlo.
—Lo sé.
—El artefacto estará listo en unas semanas, creo —afirmó, pasando un brazo por los hombros de Ken para ganar estabilidad —. Tengo que perfeccionar unas cosas antes de ponerlo en funcionamiento.
—Apresúrate.
Hiro se rió, una risa cálida que, en vez de acariciar el corazón de Ken, lo enfrió de miedo. Y quiso decirle que en ese poco tiempo que estaba con él se había acostumbrado a su presencia. Que si se iba, como tenía que hacerlo, Emi sufriría. Mina sufriría. Él también podría llegar a sufrir. Pero no dijo nada. Se mantuvo en silencio y lo ayudó a ir a la nueva habitación que él mismo le había cedido.
—No te vayas a morir en mi casa, Genio.
—No tengo ganas de hacerlo, Gigantón.
¿Qué es lo peor que le puede pasar a un héroe como lo era Kenji Sato?
Ser odiado por su gente no era nada. Luchar contra kaijus a diario tampoco. Cuidar de un kaiju bebé tampoco era mucho. No, lo peor que le podía pasar a un héroe enigmático como lo era Ultraman era tener que cuidar de un simple humano que venía de otra dimensión.
¿Por qué todo era tan difícil con él?
Kenji no lo sabía. No muy bien. Al principio creyó que lo odiaba por llegar a su vida para estropear todo lo que había alcanzado. Claro que fue porque también cargaba sobre sus hombros el cuidado y protección de Emi, a quien en un punto también odió.
Pero entonces los vio a ambos. Vio en ellos como ellos mismos parecían ver en él, y Ken se preguntó qué le estaba ocurriendo. ¿Por qué su corazón parecía doler al pensar en que Hiro podría irse en cualquier momento? En un par de meses se había acostumbrado a su presencia como lo hizo con la kaiju. Y Ken supo que, si algo le pasaba al humano, él sufriría las consecuencias.
Creyó que podría intentar olvidarse de ese sentimiento haciendo otras cosas que lo distrajeran, pero nada funcionó. Y Kenji conocía demasiado bien el dicho de dejarse llevar por la corriente.
Al inicio comenzó llevándolo a su propia casa: que Hiro quisiera quedarse en el suelo subterráneo le hizo jadear al darse cuenta de lo cruel que había sido durante tanto tiempo. Después empezó a compartir más momentos con él: un par de cenas rápidas que hacían juntos o pedían. Si el repartidor preguntaba para quién era el otro plato, Ken tenía la excusa de que su padre estaba en casa.
Fue entonces que Ken comenzó a hablar con Hiro. Hablar de verdad, no sólo una charla que era más para criticarse que para otra cosa. Las cenas se convirtieron en su momento favorito del día, y hasta ese instante no se había dado cuenta de lo solo que estaba.
Hablaron. Hablaron de muchas cosas.
Ken le preguntó a Hiro qué lo había llevado a construir su artefacto y él respondió que había sido en honor a su hermano fallecido. Hiro le preguntó a Ken por qué era un héroe y él respondió que no lo sabía en realidad. Si el genio creía que sus respuestas eran vagas, nunca lo dijo. Pero ambos supieron entenderse a su manera, incluso cuando había veces que no decían nada.
¿Qué pudo ser?
Ninguno lo supo. El destino fue incierto.
¿Y por qué lo permitió?
Porque para poder vivir, hay que sufrir primero.
Noche.
A Hiro le gustaba la noche en San Fransokyo. Pero comenzó a acostumbrarse ahí, a la ciudad de Ken, aquella que no conocía hasta que un día él quiso enseñársela. El genio quiso renegar al principio, ya que su cuerpo dolía como si le hubieran pegado una paliza, pero dada la emoción en el héroe, aceptó. Es difícil entender el momento en donde tu concepto acerca de algo cambia y no puedes verlo como antes.
A Hiro le pasó eso. Un día se despertó y a aquel hombre que veía como un idiota, comenzó a percibirlo de otra forma. No supo cómo. Fue extraño. Pero ahí, Hiro quiso descubrir más de él. ¿Qué movía a ese corazón brillante? ¿Qué le dolía? ¿Qué le gustaba? Hiro quiso saber más. Eso fue lo raro. Lo diferente. Y él, como el genio que era, descubrió la razón de su nueva fascinación por Kenji Sato, la superestrella de béisbol.
Le gustaba.
Oh, sí. Luego tendría que darle la razón a Honey Lemon, quien siempre decía que el amor llega cuando menos se lo espera. Y tendría que darle la razón a GoGo, por afirmar que él solo podría gustar de alguien extraño y completamente diferente a él. En general, Hiro tendría que darle la razón a todo el mundo.
Principalmente a Baymax, que antes de iniciar el proyecto había sugerido la pequeña posibilidad de que si una persona permanecía mucho tiempo en una dimensión ajena a la suya, podría traer problemas.
La luz del sol que chocaba con la luna dio contra su rostro. Hiro se creyó afortunado, al menos por un momento, hasta que los calambres se hicieron con su pecho como rayos que van tomando todo el cielo a su paso.
No tenía mucho tiempo. Si permanecía más de dos días ahí, la dimensión de Ken y él mismo se convertirían en cenizas.
Pero para eso necesitaba encenderse en llamas.
Por así decirlo.
En seis meses pueden pasar muchas cosas. Superas un duelo, aprendes a amar, amas, vives, sufres, luchas contra el dolor y entiendes que la vida fue hecha para vivirla. El riesgo se siente bien, entonces, cuando ya no tienes miedo de nada y solo quieres saber qué se siente.
Qué se siente todo en general.
Hiro era codicioso en ese sentido. Le gustaba la adrenalina de la vida. Aquella que experimentaba como héroe y que lo hacía temblar de felicidad cada que con sus amigos conseguían un nuevo objetivo. También le gustaba la adrenalina de trabajar en un nuevo proyecto y alcanzar el resultado deseado. También le gustaba la adrenalina de ver a alguien atractivo por la calle e imaginar miles de situaciones solo para pedirle su número.
Como todo genio, Hiro poseía una mente muy inquieta. Una mente que no podía calmarse con nada.
Y si algo le gustaba, el genio no dudaba en ir por ello. A menos que ese algo fuera alguien como Kenji.
Y si lo ponía en palabras. Sí lo decía. Si hacía algo. Hiro ya no sabía qué creer. Pero había adrenalina corriendo por sus venas en ese momento, y Baymax no estaba, y Emi no estaba.
Entonces sus labios se movieron como un tipo de danza que buscaba la atención de su pareja y dejó de temer.
—¿Por qué una cita a esta hora?
Ken hizo una mueca. El tipo de mueca que dice, sin palabras: “¿te volviste loco?”. Y quizá estaba un poco loco. Hiro no lo podía negar. Pero en ese momento le pareció bien preguntar de esa forma. Bueno, habían estado pasando muchas cosas juntos; era lo justo.
—Ella me ha estado ayudando con Emi aunque no lo sabe.
—¿Ayudado más que yo?
—No, no. Me refiero… Ella es madre. Yo actúo como el padre de Emi. Es…
Hubo dolor. Un dolor que Hiro conocía bien. El tipo de dolor que produce un cuerpo que está muriendo poco a poco.
No hay otra manera de verlo: si estás muriendo, debes apartarte de la otra persona para no joderle la vida. Tampoco son necesarios los dramas; con un solo paso lejos de esa persona basta. Y es ella quien debe verlo. Porque el dolor se refleja, el dolor se muestra por diferentes lugares de nuestro cuerpo.
Si la persona no lo ve, lo cierto es que jamás ha estado viendo a través de ti.
—Bueno, no podía esperar mucho de un gigantón como tú.
Se rió. El tipo de risa que sale diferente de lo usual cuando estás triste. Pero si ese era su estado, Hiro no lo demostró. El dolor en su cuerpo se calmó cuando se estiró para reafirmar que la situación le daba igual y rodeó al héroe, con toda la intención de alejarse hacia su dormitorio.
Si bien dolía, Hiro no era tonto. No era tonto ni un niño para llorar porque el chico que le gustaba se iba a ver con otra persona. No tenía derecho a hacer un berrinche y tampoco lo quería.
—Suerte. Me iré a dormir.
Ken sintió la necesidad de decir algo. De explicar algo. Sintió muchas cosas; entonces, relamiéndose los labios, dijo:
—Vendré temprano.
—Sí, sí —Barrió el aire con la mano mientras seguía avanzando —. Haz lo que quieras.
—Hiro.
El chico se detuvo involuntariamente. Sus piernas dejaron de reaccionar y se estableció en un lugar fijo del suelo. El genio supuso que se debía a que el tono con el que Ken lo había llamado parecía importante, pero supo que había algo más.
Algo más. Entre ellos siempre había algo más.
—Dime.
—¿Estarás aquí cuando regrese?
Ken esperó la respuesta pacientemente; a pesar de que el chico que había irrumpido en su hogar hacía meses no se dignó a darse la vuelta durante todo ese momento. En otra instancia de su vida se habría enojado por el atrevimiento. Estaba seguro de que lo habría hecho, pero ahí, a pocos metros de él, con una distancia que le dolía, lo único que sintió fue terror.
—Sí.
Terror.
Y Hiro siguió avanzando.
Terror.
Y él se quedó allí, esperando algo que jamás llegó.
Sintió terror.
Terror de que mintiera.
—Bueno, Baymax, creo que es el momento —afirmó el genio limpiando sus manos en la tela del pantalón de pijama que Ken le había comprado.
—¿Estás seguro, Hiro?
El artefacto brilló en su caja segura al ser encendido mediante el tablero que había fabricado desde cero en aquella dimensión. Hiro quería llevarse muchas cosas de allí. Por ejemplo, los materiales: cosas así no encontraría en su dimensión aunque las buscara en el medio de la tierra. Esas piezas valían oro por su calidad. A veces se preguntaba qué cosas había hecho Ken para conseguirlas sin tanto esfuerzo.
Sabía que era rico. ¿Pero qué tan rico tenía que ser para conseguir piezas que seguramente salían tan caras como una casa?
—Sí —asintió, verificando que la fecha en el tablero fuera correcta —. Arreglé todo lo que necesitaba. Mh… y el tablero parece funcionar correctamente. Así que creo que tenemos que irnos ahora.
Baymax se dirigió con pasos pequeños hacia donde Emi dormía y el corazón de Hiro se estrechó.
—¿Por qué ahora? —preguntó el robot, observando la respiración calma de la kaiju.
—¿Por qué no ahora? —inquirió en respuesta Hiro, deseando olvidar el rostro y los hermosos ojos de la kaiju antes de que fuera demasiado tarde —. Estuvimos esperando meses por esto. ¿Qué nos detiene?
—Ellos.
—Sí los extrañaré, pero mi verdadera familia está en San Fransokyo.
Las manos del chico temblaron cuando depositó el tablero sobre la mesa de trabajo. Un fuerte dolor le recorrió el pecho como el fuego mismo. Ardía. Ardía mucho.
Ardían como si fueran brujas que son condenadas a la hoguera.
—¿Qué hubiera dicho Tadashi?
Un parpadeo. El mundo pareció morir en sus ojos y, con un cruel temblor en sus piernas, se dejó caer al suelo.
—¿Eh?
—¿Qué hubiera dicho Tadashi?
Hiro lo sabía. De verdad lo sabía, pero por un momento no quiso pensar en su hermano ni en sus frases motivadoras de los años ochenta.
Quiso ser egoísta. Muy egoísta.
—Que aún debo despedirme.
Su respuesta le quitó el aliento de tal forma que ni siquiera fue consciente del momento en donde Baymax se estableció a su lado y lo tomó con sus manos.
—Sé que duele —afirmó Baymax, ayudándolo a sentarse en el sillón —. Podemos ir ahora, pero hacerlo te hará más daño. Como tu asistente médico personal, está en mi deber ayudarte a realizar las acciones que duelan menos.
—Quiero ir a casa, Baymax —sollozó; sobre su pecho se formó un puño que lo hizo querer morir —. Pero mi casa también está aquí.
Por algo había retrasado tanto tiempo su partida, aunque eso lo hería. Aunque eso lo mataba poco a poco.
—Pero si te lastima estar aquí —dijo Mina, trayéndolo de regreso a la realidad. La pensión en la mano de Baymax aumentó cuando Hiro la apretó —,deberías irte.
—Sí, debería.
¿Pero qué debía hacer?
Hiro se estaba muriendo. Esa era la causa de pasar tanto tiempo en una dimensión que no era suya. Moría tan lento como el caminar de una tortuga. Y él aún quería vivir. Quería seguir salvando al mundo. Quería seguir ayudando a su tía. Quería seguir creando.
Hiro quería muchas cosas.
Y como quería muchas cosas, deseó que él pudiera verlo. Que viniera a la casa y lo saludara por última vez. Deseó que al menos lo viera de la misma forma que él lo veía.
Pero eso no pasó. Kenji no llegó corriendo como en las películas, ni se comunicó con Mina para preguntar por ellos. No hizo nada.
Y Hiro entendió que el único que se consumiría en llamas en ese lugar sería él. Entonces, con la voz cargada de dolor, tanto físico como emocional, dijo:
—Vámonos, Baymax.
—Sí, Hiro.
La calidez de las manos del robot acarició su piel cuando lo ayudó a levantarse del sillón. Tenía el apoyo de Baymax. Tenía el apoyo de Mina. Entonces estaba bien. Muy bien.
El artefacto que el robot le ayudó a ponerse brilló en su cuello al ser encendido, pero ninguno de ellos se desvaneció en el aire hasta que Hiro utilizó el tablero de control como medio para indicarle a su gran proyecto a qué dimensión ir.
—Dile que lo siento, Mina —sentenció. La calidez de las lágrimas se hizo con sus mejillas cuando el dolor en su cuerpo aumentó —. Pero que no puedo esperar a morirme para que él me vea.
—Se lo diré.
—Cuídate y cuídalos, Mina.
Y pasó.
Una luz rojiza como las llamas del fuego los rodeó a ambos. Mina conocía lo que podía ocurrir si se quedaba cerca suyo, por lo que decidió alejarse antes de que fuera demasiado tarde. Ella aún tenía cosas que hacer. Aún debía cuidar de Ken, debía enseñarle cómo era el mundo de verdad.
—Adiós, chicos.
E igual que un sueño que se desvanece al despertar, ambos desaparecieron en su visión.
El destino es cruel. O quizá la vida lo sea.
Los desafíos que te pone en el camino muchas veces te ayudan a mejorar; otros simplemente son una enseñanza.
Es cruel.
Kenji se dio cuenta de lo cruel que era en el instante en que la luz rojiza que los envolvía a Hiro y a Baymax se desvaneció para siempre. Pasaron muchas cosas por su cabeza. Pensó que lo había arruinado todo, que lo había perdido todo a partes iguales.
Y por primera vez desde que era quien era, se sentó en el suelo y sollozó sin lágrimas una despedida que él mismo se había arrebatado.
—Es lo mejor, Ken —anunció de forma solemne Mina.
—Sí. Lo sé.
—Él estaba muriendo.
—Lo sé.
—No volverá.
—Lo sé…
Lo sabía. Lo sabía mejor que nadie, pero incluso así creyó que Hiro podía esperarlo un poco más.
Un poco más.
Él había estado esperando que Hiro lo entendiera. Que se quedara. Pero él tampoco había hecho nada para que eso ocurriera.
Él lo había roto.
Entonces, él mismo debía repararlo.
La regañada de tía Cass casi hizo que Hiro quisiera llorar cuando llegaron a la casa.
Como ambos habían supuesto, el tiempo en su dimensión no había transcurrido. Para Hiro, llegar a su dimensión fue como caer en un colchón de plumas que lo abrazó hasta no dar más. El dolor que escocía su pecho se calmó de inmediato; la calma se hizo con su cuerpo hasta que sintió como si la carga de miles de ladrillos que se posaba sobre sus hombros se desvanecía.
Se sintió hermoso.
Estaban en casa. En casa de verdad. En su hogar. Un hogar que durante meses habían dejado atrás y que los recibió con unos ladrones intentando atacarlos.
Baymax se hizo cargo de la mayoría de la situación hasta que llegaron los guardias para detenerlos. Y aunque el genio quiso ayudar en algo, no pudo. No de inmediato. No hasta que recordó dónde estaba, lo que había perdido y lo que había ganado en tan poco tiempo.
Estaba en casa, en su casa de verdad, pero también había abandonado un hogar. Qué irónica era la vida. Porque cuando llegó ahí, lo único que quería era irse. Y ahora, que por fin se había ido, solo quería regresar. Pero si lo hacía, moriría y él no iba a morir.
Tenía que vivir. Por tía Cass. Por sus amigos. Por la ciudad de San Fransokyo. Y por Tadashi.
El peso de su proyecto en su cuello se desvaneció. Ya no pesaba. Quizá porque su misión se había cumplido, o porque lo había apagado. O porque algunos de sus sueños se habían ido con las llamas que en algún momento lo habían calentado hasta no dar más.
La luna brillaba en su punto más alto cuando los guardias los acompañaron hasta la salida de los laboratorios y ellos empezaron su camino a casa. Fue refrescante. Sin duda fue muy refrescante. Amaba las noches en San Fransokyo. Y lo que eso implicaba: estar en casa.
Llegar al café fue incluso mejor, ya que en su dimensión no había transcurrido el tiempo como en la dimensión de Ken. Él había pasado meses allí: había crecido mentalmente. Era muy diferente al Hiro que se había ido de esa dimensión. Eso significaba una sola cosa, que todo lo que había vivido con ellos quedaría para siempre en sus recuerdos. Como un sueño pasajero. Como algo que se olvida.
Y entonces, al cerrar sus ojos para dormir después de tanto tiempo despierto, se vio en un mundo que aún lo llamaba. Que quería que volviera a él.
Pero Hiro no era tonto. No volvería a sufrir. No iba a morir.
Por lo tanto, Kenji Sato jamás volvería a su vida.
A veces, durante la noche, el genio se ponía a pensar en lo que pudo haber sido de su vida si las circunstancias hubieran sido otras. El resultado le agradaba lo suficiente como para forzar una sonrisa que lo hacía dormir con tranquilidad. Otras veces el resultado no le gustaba, así que decidía ignorarlo, aunque su mente acababa manchada con aquella idea que se negaba a irse durante días.
Fue al principio. Hiro tampoco era un niño como para enamorarse eternamente de alguien que conocía tan poco y que lo más seguro era que estuviera viviendo su vida como nunca. Entonces, dado que ambos pertenecían a mundos diferentes, Hiro decidió que sacarlo de su mente era lo mejor.
Comenzó a vivir. Como antes o mejor. O peor. Lo importante de eso fue que aprendió muchas cosas. Una experiencia interesante, sin duda. Y en un abrir y cerrar de ojos, su amado proyecto salió a la luz.
La sonrisa que se hizo con sus labios fue genuina. ¿Cómo no podría serlo? Entre el público que lo admiraba hablar estaba su tía, sus mejores amigos, Baymax, y si se esforzaba un poco, también podía ver a Tadashi entre ellos. Sonriendo. Diciéndole que lo estaba haciendo bien, que estaba orgulloso de él.
Hiro no necesitaba nada más que eso.
—¿Cómo se llama este proyecto, señor Hamada?
—Oh, bueno, estuve pensando en su nombre durante todos estos años —señaló, avanzando por la plataforma. Los diferentes rostros brillaron en sus ojos como una lámpara: la gente lo admiraba. A él —. Y creo que no hay mejor nombre para este proyecto que “Hope”. Tuve esperanza de muchas cosas mientras lo creaba. Una de ellas fue pensar que podría encontrar un universo en donde mi hermano aún estuviera vivo.
Tía Cass se llevó una mano hacia la boca para evitar que su sollozo se oyera por toda la sala a pesar de los aplausos. Y Hiro, que aún llevaba su mirada hacia su familia de vez en cuando con la esperanza de encontrar el rostro de su hermano entre ellos, también quiso llorar.
—Pero luego me mantuve con la esperanza de poder lograr un mundo mejor —el mundo que su hermano había deseado cuando construyó a Baymax —. Ahora es elección de cada uno ver qué tipo de esperanza pondrá en él.
Hiro se alejó lo más rápido que pudo de la muchedumbre que estuvo a punto de atraparlo para hacerle preguntas. Sentía que se ahogaba, que si seguía allí, entre ellos, podía morir. Entonces avanzó lejos. Avanzó hacia el exterior con la esperanza de encontrar un poco de paz en la soledad de la noche.
Las farolas brillaron con su luz. Una luz que lo llamó cual insecto.
Inhaló el fresco aire de la noche: el nudo en su garganta pareció volverse de goma, porque le impidió respirar como deseaba. Un día así había perdido a Tadashi. Un día así había visto por última vez a su hermano.
Un día así.
Habían pasado doce años ya, pero para Hiro la muerte de Tadashi seguía siendo el recuerdo más doloroso que poseía. Que lo hubiera superado no significaba que no le doliera.
Dolía y mucho. Era su hermano, al fin y al cabo. Era parte de ello. Tadashi lo había sido todo después de la muerte de sus padres y lo seguía siendo incluso sin estar presente.
Dio una segunda calada de aire: la frescura del metal de la valla penetró en sus palmas y lo ayudó a calmarse.
Fue entonces que oyó los pasos. El sonido de los pasos que se había memorizado en aquel lugar. El sonido de pasos que creyó jamás volver a escuchar.
Claro, se dijo Hiro. Para nosotros nunca hubo un jamás.
—Me mentiste —sentenció él a pocos pasos del genio. Hiro sintió como el nudo en su garganta se desvanecía y por fin encontró la fuerza suficiente para respirar —. Eres mal mentiroso, de todas formas.
—Conozco a alguien que es peor —respondió, girándose para verlo.
Ken había cambiado un poco. Solo un poco. O al menos así lo percibió él, que no se sentía con el ánimo correcto para admirarlo y encontrar en la estrella los defectos y virtudes que en algún momento lo habían enamorado.
—Al menos yo me quedo para afrontar las consecuencias.
Hiro se rió. Ese sí que había sido un buen chiste de su parte.
—Al menos yo sé cuándo es momento de retirarme.
—No, creo que no lo sabes.
—¿En serio? Dime por qué.
—Si lo supieras, no te habrías ido aquel día.
Sus entrañas se resolvieron como si alguien las hubiera metido en una licuadora a presión hasta hacerlas puré.
Ya no quiso llorar por el recuerdo de su hermano. Tampoco quiso reír. Ni siquiera se sintió con la energía suficiente para pelear.
—Por Dios, Kenji, estaba muriendo y tú te ibas de cita. ¿Tenía que quedarme?
—No. Solo debías despedirte.
—Vete al infierno —la barrera que creó entre él y Ken, cruzándose de brazos, lo hizo sentir incómodo por alguna razón. Como si fuera incorrecta —. Lo dices como si me hubieras dado la oportunidad de hacerlo.
—No te la di —asintió Ken, avanzando hacia Hiro —. Por eso estoy aquí hoy.
—¿Cómo lo hiciste?
—Seguí tus planos —si hubiera habido moscas en ese momento, seguramente habrían ingresado por la boca abierta de Hiro hasta ahogarlo —. No fue sencillo, pero con ayuda de mi padre y Mina conseguí hacer algo parecido a tu artefacto.
—Vaya. Así que también eres un genio.
—No creo serlo. —Sus labios se curvaron en una sonrisa. El maldito tipo de sonrisa que Hiro había aprendido a odiar —. Solo soy una estrella que sabe soñar.
—¿Por qué estás aquí, entonces?
—Para que puedas despedirte como se debe.
Ken atrapó sus manos entre las suyas con una agilidad que Hiro admiró. Supuso que por eso era tan bueno en su deporte, por su rapidez y buenos reflejos. Pese a eso, al genio nunca se le pasó por la cabeza separarse.
¿Por qué lo haría? Había deseado durante mucho tiempo tener ese tipo de contacto con él.
Un deseo que había ocultado en lo más profundo de su corazón hasta que lo creyó extinto.
—¿En serio? ¿Yo?
—Bueno, fui yo quien trabajó muy duro durante dos años para venir aquí —señaló, acariciando con dulzura la textura de sus manos —. Si alguien quisiera robarte, lo hace sin problemas, ¿sabes? Dejaste todo en mi casa.
—Porque confié en ti.
Un grito se escondió en la garganta de Hiro cuando Kenji lo atrajo hasta él. El calor de ambos cuerpos chocando entre sí fue casi asfixiante. En el buen sentido, claro.
—Entonces confía en mí una vez más y permíteme entrar en tu vida como antes.
El meneo de negación que realizó el genio logró que a Ken lo recorriera un escalofrío. No estaba dispuesto a rendirse aún.
—Podría morir si me quedo aquí —murmuró —. Y tú también puedes morir si vas allá por mucho tiempo.
—No sé cuál idea me gusta más.
—A mí ninguna, pero gracias a Emi aprendí que debo arriesgarme antes de que sea demasiado tarde para arrepentirme.
—¿Dónde está ella?
—En su hogar. Con su mamá.
Entonces él la había dejado ir también. Había vuelto al punto de inicio, como Mina una vez le había dicho.
—Oh.
—Puede funcionar, Hiro —jadeó Kenji, apretando las manos de Hiro entre las suyas —. Podemos hacer que funcione. Como lo hicimos con ella cuando se creía imposible.
—¿Y estás dispuesto a correr el riesgo?
—Sí —sentenció, atrayendo las manos del genio hacia sus labios para depositar un beso en ellas —. Desde que apareciste en mi vida, he estado dispuesto a correr el riesgo si eso significa tenerte a mi lado.
—Entonces yo también estoy dispuesto.
Y lo estaba. Estaba muy dispuesto. Esa fue una de las enseñanzas que le dejó Tadashi antes de morir.
“Debes arriesgarte, Hiro. Solo así sabrás si fue lo mejor o no”.
Tibio.
Qué extraño.
Ningún beso antes se había sentido así de tibio. Era caluroso. Un calor que contrastó con el frío de la noche como si se tratara de fuego emergiendo desde sus pies hasta consumirlos a ambos en cenizas. Era como si ambos fueran llamas que necesitaban de un solo incentivo para encenderse en fuego.
Llamas.
Así que eso era.
No eran las dimensiones las que sufrían cambios. Eran ellos. Pero ellos mismos representaban a las dimensiones. Entonces se podía decir que ambos eran dimensiones en llamas.
Dimensiones que estaban dispuestas a hacer todo por estar juntas, incluso si eso significaba consumirse entre ellas.
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