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Abya Yala - El beso del colibri

Summary:

El pajarito aparece de repente frente a su cara llena de miedo. Tiene un presentimiento terrible incrustado en el pecho y las malas noticias se intercalan con los colores iridicentes detrás de un piquito largo y delgado. El mundo se ha vuelto agridulce y Colombia debe enfrentarse a la decisión entre la paz de lo conocido y la intriga por lo que vive más allá del río.

Notes:

Este es un AU que sale de una conversación que tuve con PQQ hace ya varios años pero que se quedó en mi cabeza y ha crecido por su propia cuenta con las cosas que voy aprendiendo en la universidad.

Esta historia ocurre en un pasado precolombino solo en parte, todo el resto de cultura que existe en nuestros paises después de la colonización existe en cierta medida pero es regida por las culturas indígenas. En ese sentido Colombia no es quien dirije el territorio solo es el mensajero que los conecta con los otros paises y el encargado de ciertos ritos.

En fín, me emocioné bastante y espero que alguién lo disfrute tanto como yo.

(See the end of the work for more notes.)

Chapter 1: El viaje del oro

Chapter Text

El viento es frío en la cordillera. Le sopla contra la cara, un beso desesperado que lo empuja hacia el nido con fuerza. No puede quedarse, esa es la triste cosa de existir, uno tiene continuar el largo hilo del trabajo. El nido es cálido, al menos para Colombia lo es, una mezcla de hermosas telas que él mismo tejió con sus amigos hace ya rato, pero más que todo piedras. Viven en la cúspide de la montaña rocosa, en las cuevas dónde nadie se atrevería a poner un pie.

“¿Te vas?”

Asiente. Su hermano le sonríe. Son una mezcla de muchas cosas, de piel y madera y tierra mojada por la lluvia de muchos siglos. Ecuador no parece hermano suyo a veces. La piel roja que tienen todos por estos lados no es suficiente para unir su sangre, tampoco los colores en su cara, pero son ese par de alas que se le pegan a la espalda como un abrazo lo que le dice que está en casa. Como toda casa la desgracia de la partida es el único constante en su puerta de piedra.

El despegue de un cóndor no es precisamente agraciado. Hay que intentar por un lado y por otro, con las alas bien abiertas y el cuerpo extendido hacia adelante, hacer remontar el cuerpo que es tan pesado y no estrellarse contra los riscos que lo esperan abajo como los dientes de un jaguar. El mundo esta hambriento de cuerpos, pero él no nació para los sacrificios de sangre.

El sol se le esconde detrás de una pared de nubes blancas. Sería un mal presagio no verlo ahora que debe empezar el viaje, pero a esta altura es inevitable. Parece que entre más te intentas acercar al oro sagrado más se cubre la cara con un velo espeso para que no veas su cara de ser divino. Lo que él no sabe es que trae cubierto el cuerpo de su contraparte terrestre. Hoy él será el sol sobre la tierra para que así la tierra florezca un año más.

Se acomoda la ruana e intenta impulsarse nuevamente con sus potentes alas negras. Se levanta un par de metros y por fin puede lanzarse como un proyectil al aire seco de las montañas. Puede volar por horas sin cansarse. No hay alas más grandes que las suyas en todo el continente: está orgulloso de eso.

Nacer un cóndor le quitó muchas cosas pero le regaló la eternidad del cielo. No tiene por qué esforzarse, solo con tener las alas extendidas y el cuerpo recto puede dedicarse a pensar mientras el mismo cielo lo lleva a su destino. El viento es un dios viejo y travieso que le encanta dañar las casas y los cultivos en las noches de tormenta, pero también es un amigo en los viajes por el aire y trae las lluvias en medio de la sequía con sus manos húmedas. Él hace mucho que conoce a ese dios y son bastante cercanos porque de él son los cielos que lo llevan por su tierra y gracias a él conoce la vista de ella desde arriba.

Desde hace rato un presentimiento en el pecho le dice que algo va a pasar. Algo malo. Y es que a él le habla la vieja selva con sus gritos de mono y sus pájaros carcajeándose y le dicen que lo profundo de la tierra se estremece con temor, pero no dice nada. Sus huesos responden al viento que es malo con él y no le revela más que lo suficiente. Habrá que hablar con los mayores a los que sus dioses nunca defraudan una pregunta.

Los picos pasan a ser montañas rebosadas de verde. Es imposible ver nada salvo las copas de árboles viejos. Apenas ahora viene a escuchar el murmullo que viene de abajo y se mueve de un lado para el otro. Desde allí no parece la gran cosa pero abajo es casi ensordecedor. Las aves saludan al sol con respeto y alegría. Es el carnaval matutino al que él asiste cuando puede. La cantidad de acentos y variaciones de los cantos le dice lo que siempre ha sabido: él no es uno solo, él es la bandada de pájaros de colores.

Avanza por el mundo despacio que se va despertando de a poco. Está como medio dormido, la verdad el viento lo arrulla con el vaivén de una mecedora. Respira lento y el sol le toca la punta de la cabeza cuando una nube se rompe de repente en el horizonte. La lluvia de gotitas de luz que se despliega lo ciega, pero él no tiene miedo: el cielo lo guía y cuando vas tan lejos el camino es tan ambiguo que solo viajar en una dirección aproximada te permite llegar a tu destino. Hará arreglos más tarde, ahora tiene que saludar al sol con respeto.

Los chulos que vuelan en las corrientes de aire se le acercan mucho. Al frente el más mayor se le presenta con la cara y el cuello descubiertos. Él lo deja posarse entre sus omoplatos para que descanse un poco de la constante búsqueda por algo de carne para comer. Los más jóvenes apenas si le muestran el rostro desnudo y gris y sus plumas brillan casi iridiscentemente bajo los ojos del sol que se empieza a filtrar por unas nubes rotas.

Los chulos no pueden parlotear como los loros y las guacamayas. Vuelan en silencio, pero esto no significa que vuelen apaciblemente. De aquí para allá las miradas juguetonas se lanzan de un lado a otro contando cosas más profundas que simples anécdotas. Los chulos saben todo lo que pasa en el mundo. Miran desde arriba y limpian el mundo de las desgracias. Quisiera poder preguntarle a ellos qué va a pasar en la tierra pero a ellos se les quitó la voz para que no revelaran nada.

Él tampoco dice nada. El viaje es largo y la compañía es más que suficiente. Por momentos algunos de los jóvenes se alejan de su lado y se deslizan hasta llegar al suelo. Ya abajo los puede ver saltando sobre las carcasas de animales muertos que hay cada tantos kilometros. Cuando la luz le pega desde arriba sabe que es hora que el mayor y él busquen algo de comer. Por supuesto él no se va a arrojar sobre carroña como sus amigos. Busca algún asentamiento abajo.

Su amigo come tranquilo en un cuenco de barro que le ponen afuera de la casa. Eso es lo bueno de viajar para alguien como él. Nunca hay puertas cerradas, ni estómagos vacíos ni faltan lugares donde recostarse. Su gente es amable como un arrolluelo pero feroz cuando hay que voltear la cabeza ante el peligro. Pocas veces han necesitado eso. Mientras come le van contando todo lo que ha pasado mientras él no estaba. Le piden que aplaque a la lluvia y que haga prosperar al maíz. Sabe, cómo si fuera un chisme, todos los líos de los pueblos y las ciudades. De ese se trata su existencia, ser canal, se siente como la boca de un río: abierto soltando siempre lo que hay atrás.

Después del desayuno vuelve a tomar vuelo pero ahora con el agravante de ser observado por un público que aclama cada uno de sus movimientos. Él sabe que es un espectáculo más gracioso que magestuoso así que es confuso ver a tanta gente actuar como si nunca lo hubieran visto volar. Es más vergonzoso cuando un par de personas se hicieron al aire con tal de verlo ascender desde arriba. ¿Por qué es tan fácil para ellos? Hasta el chulo que suele tener un par de problemas para despegar ya lo espera en el aire. Salta casi que por desesperación y por una suerte que solo puede ser mágica queda suspendido en el aire. Sus alas, aunque lo hacen mucho más pesado, son de las más poderosas que existen así que es en dos aletasos ya está fuera del alcance de las miradas entre admiradas y risueñas de los demás.

No cuenta cuanto dura el viaje. Allá a dónde va recibe cuencos de comida caliente, chicha y arepas, y a veces tunjos y otros pequeños artefactos de oro para su misión que guarda en su mochila. El chulo no se le quita de encima pero sus amigos se van desperdigando con cada parada y llegan nuevos para reemplazarlos. Él nunca vuela solo y dicen que es fácil saber cuando llega porque empiezan a aparecer chulos en el cielo. En la boca tiene un puñado de coca que mastica para ayudarlo a llevar bien el viaje, el sabor es amargo pero tan familiar que no puede parar de aplastarlo entre las muelas. Todo sería perfecto si ese presentimiento no le martillara la cabeza.

Nunca ha sido bueno con eso de ver el futuro. Su mente es ruidosa. Una bulla que se superpone con otra y otra y otra hasta que son otra cosa muy distinta. Ese es el ruido de la selva, de la intemperie y puede que los que sí saben de profecías lo miren hacia abajo porque ellos pueden relatar de largo lo que va a pasar en sus tierras apaciguadas, pero él es el que tiene la fuerza de lo incontrolable. Él de hecho, no es señor de nada, sino representante de una jauría de voces que nunca se ponen de acuerdo. Por eso tardará varios días en entender todo lo que la selva dice. El miedo, sin embargo, es la sensación que más brilla en su memoria.

Se recuesta en las ramas de un árbol viejo que es devorado lentamente por lianas furiosas. La noche será fría. Pone debajo de la ruana y en el pecho al chulo viejo para calentarlo. Y el pájaro también lo calienta a él. Con suerte y no llueve está noche. El cielo sobre él brilla con Miles de estrellas. Él sabe más bien poco de ellas, solo lo que los mayores le han dicho en noches de fiesta. Eso y que Vene las tiene en la cara, dice que son chispas lo de él y no estrellas pero Colo no ve la diferencia entre unas y otras. Es curiosa esa sensación de ver tanta luz ahora que lo que más hay es oscuridad. Estira una mano y traza una línea con su dedo anular entre dos estrellas de las que no conoce el nombre: por ahí tendrá que volar mañana para llegar al río.

Se despierta cuando todo aún sigue oscuro. El chulo se queda tan quieto que por un momento le parece muerto. La temperatura de los dos está sincronizada: no sabe donde termina su pecho y dónde las plumas de su amigo. Aún hace frío, se arroparon con sus alas sobre la gruesa lana y aún debajo de tanto músculo y plumón esponjado puede sentir el rocío mañanero empaparle el cuerpo. Está acostumbrado, su piel a veces quema de lo caliente y sus sus alas llegan a una envergadura de dos metros cuando las extiende. Tiene con qué resguardarse de esas cosas. Su amigo debería estar bien.

Pero es este horrible presentimiento lo que lo va matando de a poquito. ¿Qué si empieza con eso? ¿con el anciano gallinazo dando su último respiro en su pecho? Un escalofrio lo recorre entero hasta la punta de la larga cola que se suspende debajo de la rama como un gran abanico. Una parte de él sabe que sus amigos no pueden vivir para siempre, que sería muy lindo que se le murieran abrazandolos, sin frío, sin hambre, protegidos de todo por alguién que los ama. Pero la otra grita más fuerte: es como un niño berrinchudo cuando se trata de las cosas que quiere. También porque eso significaría que su corazonada tiene razón y entonces todas las cosas malas vendrán después.

Los animales nocturnos van llendo a sus madrigueras de a poco y las polillas se posan una sobre otra en las ramas del árbol. El aleteo de los murcielagos se hace cada vez más fuerte cuando un rayito de sol se cuela por fín desde el horizonte cubierto de árboles. Desde aquí puede ver el amanecer a través de las ramas. El ovillo sobre su pecho se va desenredando hasta dejar a su vista las dos gruesas patas decoloradas punzando su abdomen. El viejo extiende las alas y empieza a buscar una rama alta apenas se escucha el primer grito de los pájaros. También él debería encontrar un lugar donde calentarse.

El sol le llena todo el cuerpo de vida. Se inclina respetuosamente ante él para pedirle suerte en la ofrenda que está por realizar. El chulo se despide de él una vez el sol calienta suficientemente las corrientes de aire. No hay espacio para acompañantes en esta parte del viaje, debe ir solo, ya sin volar sino atravesando la selva a pie por los caminos que solo los duendes y él conocen. Es ciertamente más difícil que deslizarse por el aire. Las alas le pesan y se le enredan entre las ramas más bajas de los árboles.

Agradece que pronto va a meterse al agua porque sus plumas blancas se llenan de barro con cada paso que da. También las plantas de los pies descalzos estan siempre en riesgo de chuzarse con una roca, una raíz o algún animal peligroso. No es la primera vez que pisa esos suelos y él sabe como moverse en la selva. Ella es peligrosa con los desconocidos pero juguetona con los amigos. Él es un viejo amigo suyo así que solo tiene que demostrarle que va en serio, que ningún obstaculo que le ponga en frente va a detenerlo de llegar a su destino.

Los mosquitos lo molestarían si no tuvieran que oler la mezcla de hierbas que se echó encima hace un rato para alejarlos. Aún así cada rato se le tira una araña encima o las hormigas le escalan las piernas y los brazos. Debe verse como la madre monte: los animales se le acercan desde todos lados, incluso un pequeño mono se le ha parado por un rato en el hombro, y le ofrecen comida o le jalan las alas. ¿Espantaría a los hombres que se adentran en la selva? Probablemente no, todos lo conocen y lo respetan a su manera, y más que todo respetan a la madre y a los muchos dioses que los crearon y son los verdaderos dueños de todo lo que existe.

Despues de mucho barro y de tener las manos y la mochila llenas de frutas que ya no se puede comer alcanza por fín el río. Es raro que él llegue hasta ahí, suele trabajar más con las lagunas o los ríos más pequeños que hay cerca a la cordillera. Esta vez, sin embargo, viene a hacer algo grande, mucho más grande que las demás ofrendas que había hecho hasta ahora.

El río es de un marrón oscuro y mueve con furia un caudal enorme que no lo dejará acercarse sin empujarlo hacia abajo. Sabe nadar pero las alas le pesan mucho y es un nadador lento y que se cansa rápido: no la mejor condición para quedarse atrapado en el río más grande de todo el continente. Por eso sabe que tiene que buscar otra manera. Gracias al cielo siempre hay playas que se crean (o las crean) junto a los río y él sabe precisamente dónde encontrar una.
El lugar se ve totalmente diferente. El agua debe estar fría y le viene a la perfección para quitarse el sudor y el barro que la humedad le ha pegado al cuerpo. Se quita la ruana y el bolso y se lava el cuerpo y las alas sin entrar todavía del todo al agua. Se sacude vigorosamente pero sin mucho cuidado porque está a punto de mojarse de nuevo. Y entonces viene la parte divertida.

Un viejo calabazo sale de su bolso y él lo sacude sobre su mano izquierda. Un polvillo fino y dorado sale por el orificio. Lo observa un rato y le regala una canción para bendecirlo. La siguiente parte no es particularmente delicada. Puñados y puñados del polvo se aplican por todo su cuerpo tornando la piel roja en dorada, incluso sus cachetes azul profundo desaparecen pronto entre la escarcha. Cuando la luz de la media mañana lo toca él es un segundo sol para la tierra.

Se dedica luego a rebuscar accesorios en el morral. Siempre lleva puesta su nariguera favorita, pero hay mucho más para decorar su cuerpo entre pecheras, brazaletes, tobilleras y collares. También sus alas se llenan de finos hilos de oro y pequeñas decoraciones que cuando las abre parecen envolverlo con luz solar. Diría que pesan mucho pero la verdad esta acostumbrado al “exeso”. Normalmente se pone los collares que Embera hace, por ejemplo, y si es cierto que las pepitas no son metal tampoco son muy livianas en el cuerpo. Tayrona siempre le dice que no importa, que para eso existe el oro, y que los dioses aman verlo así.

La premonición ataca de nuevo pero la empuja hacia el fondo de su cabeza. Ahí adentro Tayrona agoniza envuelto sangre, allá Embera corre con los pies lacerados. Pero aquí no hay sino el murmullo de los animales expectantes. Se están acercando, saben que no deberían pero la curiosidad les gana, justo en el borde de lo permitido se paran en los árboles a mirar.

Ese es el mejor momento del rito. Ahora él brilla por encima de todo, él es el sol que se acuesta sobre el agua. Deja el polvillo de oro en la orilla y toma su morral y se para con firmesa en la orilla del charco.Él no puede cantar, ningún condor puede, de hecho. Quizás Vene podría intentarlo algún día, pero él no. No hay nada que lo frustre más que no poder soltar a borbotones todo lo que trae dentro, dejarse ir en anécdotas o en discursos como los que hace Perú cada rato y quisiera cantar. Cuando escucha las tamboras o las gaitas no puede esconder el deseo de lanzar un grito largo y fuerte y seguir con su voz lo que le dice la música por una vez.

Aún así la magia reside en él. Se traga todas las palabras que debería decirle al agua y al viento y le regala en una mirada toda la devoción al sol que lo mira desde arriba. Y entonces camina, un paso a la vez sobre el lodo de los bordes del charco hasta que las piedras lo sostienen y se le mojan las pantorrillas. El agua lo hiere con el frío, sus piernas parecen encogerse sobre sus huesos para huir de los dientes afilados del agua helada. Curiosamente esa es una sensación agradable. En su mente la imágen de sus tres hermanos saltando a un charco desde una rama cualquiera con las alas extendidas cuando aún no podían volar y Gran les suplicaba que no se mojaran las plumas recien nacidas, hace que quiera dejar la grandiosidad y zambullirse como un niño.

El agua se filtra en su ropa y se integra lentamente contra la piel. Las olas se le graban muy adentro con ese vaivén que solo debería aparecer una vez pasase horas en el agua. Quizás pasa todo ese tiempo en ella porque se mueve lento, muy lento en cada paso hacia lo profundo. Es un millar de manos que lo toman por las piernas en un saludo ancestral, poco a poco mientras su pecho se va llenando de frío ellas se transforman en un piso vivo que lo sostiene en una parte del charco demasiado profunda para que él toque con sus pies las rocas del fondo. Todo él está dedicado a esa sensación sagrada pero hay algo en las ramas.

Esa sensación de que hay alguién viendolo justo allí donde los animales se atreven a pisar las hojas del piso. No puede voltearse. La concentración debe ser perfecta. Sin embargo se siente más intrigado que amenazado. En los bordes de su vista algo brilla fuerte. Una esmeralda entre las lianas y las hojas grandes. Abierta como una grieta y palpitante como si respirara en su nuca con la potencia de los volcanes dormidos. ¿Cómo decirle a una premonición del presente? ¿a ese darse cuenta de repente de algo que llevaba rato ahí? No encuentra las palabras ni el sentido en la boca.

Se debate en un baile entre el deber y un deseo profundo de conocer de quíen es esa mirada. Hay pocos que no conoce, la mayoría ha monologado un rato a su lado sin decirle nada realmente. Por fín las manos en sus tobillos jalan un poco y su mente regresa al agua fría y a lo sacro del oro. Ahora la mirada solo lo obliga a perfeccionar su arte, aunque sea para conquistar sus ojos (es un blasfemo).

Sonríe cuando mira al cielo de nuevo. Está en el medio del charco, aunque para lo que cuenta, él está en el centro del río con la corriente brusca como un oso hormiguero, ciego y furioso, pegandole en el centro del pecho, latiendo al mismo ritmo de su corazón. Alsa los brazos hacia la infinidad azul que se levanta por encima de él y siente como ese azul le besa la punta de los dedos. Entonces empiesa el descenso.

Poco a poco las manos lo jalan hacia abajo y el abismo negro que hay ahí se le enreda como hilitos entre los dedos de los pies. Él baja las manos poco a poco y el agua invade ahora su cuello y su boca. Mira hacia al frente, a una multitud de árboles que se retuercen de un lado para el otro. Nunca ha visto a un humano de cerca, pero sabe por las figuras de los tunjos que todos tienen una nariz entre los ojos y la boca. Su cara, en cambio es liza como una canica y respira practicamente por osmosis con el ambiente. También por eso no se asusta cuando el agua sube por su cara, mantiene la boca cerrada para no atragantarse con el líquido pero sin moverse apenas. Justo debajo de los ojos todo para.

El mundo lo recibe con verde sobre más verde. Como si quisiera ocultarle algo la selva se rehusa a dedicarle más que una única masa compacta de árboles y animales que se asoman. Todo es insoportablemente verde. Incluso los osos perezosos, que deberían tener el pelaje gris callendoles por la espalda se camuflan con gruesos abrigos de moho y lianas. Las iguanas, en cambio, brillan con el tono anaranjado de una flor viva en las patas con las que se aferran a las ramas. Colombia trata de decifrar el rompecabezas que tiene delante sin mucho éxito, mientras el agua le entra hasta lo profundo del agua.

Para cuando termina de ver el verde ya está atardeciendo sobre la selva. Los animales cansados de esperarlo se han ido a dormir o a buscar un bocado para calmar el hambre. Las manos lo elevan con cuidado mientras le quitan una a una todas las joyas que se ha puesto encima. Mojado y frío él se para de nuevo en la orilla. El ritual pretende simular el recorrido del sol por el cielo. Nace cada día y va siendo devorado por la noche (que es el agua) cada día. Este viaje le confieré a él privilegio de ser él un representante del sol sobre la tierra. ¿Es muy ambicioso? El rol era poco más que un aparato simbólico que le permitía tener cierta autoridad para bendecir los cultivos y ser mediador de los muchos pueblos que la Abya Yala ha puesto entre sus manos. No era ni siquiera algo así como una celebridad, sino más bien un simple mensajero. Vuela mucho de un lado para el otro cargando tunjos y hojas de coca, maíz para sembrar y a veces un puñado de corosos para ir comiendo.

Sería un mentiroso si no admitiera lo mucho que le teme a la noche. Cuando voltea la selva esta vacía y no puede ver nada por más que esté adelante suyo. Quisiera ser como Vene que puede encender una chispa con sus dedos y alumbrar el camino. Por eso le gusta salir con sus hermanos, aunque vaya en silencio no significa que no se comuniqué con ellos. Recochan bastante entre ellos. Ecu apenas puede decir un par de palabras pero las usa sagazmente, pero Vene que puede soltar una retahíla de varias frases no deja de hablar cuando está con ellos. A veces México deja bajar a Pana desde el norte y entonces ella, que no es un condor, se pasa horas contandoles todo lo que pasa allá arriba, dónde reina otro muy distinto a Perú, severo y caprichoso, un dios que lo sabe todo.

Y es que cuando está con los demás es como si se convirtiera en una pared de cascada, un ruido de fondo, una vasija que está nada mas parada ahí. Como si fuera nadie. Intenta muy a menudo estirar los brazos y dar a entender algo, pero la mirada que recibe de “yo no sé que está haciendo” y las risas y la sensación de ridículo que viene después, le hace arrepentirse cada vez que lo intenta. Se acostumbró a ser una montaña en el paisaje que todos han construido con él pero sin su voz. Al menos pronto volverá a ver a sus hermanos, los únicos que le entienden en ese basto trozo de tierra.

Busca a tientas un lugar para dormir. Hace rato que el dueño de la mirada se ha apartado de sus pensamientos. Debió irse a descansar él también. El cuerpo le tiembla con la electricidad del ritual No será con la sensación de que alguien lo miraba con esa intensidad. Extiende sus manos y palpa con las manos los troncos a veces delgados y otras gruesos del millar de árboles que tiene al frente. Los helechos le golpean la cara con sus hojas grandes y sus dedos fríos. Las orquídeas sueltan un perfume tan sutil en el aire que si no fuera porque él mismo las creó con sus manos no las reconocería entre la multitud de olores que hay a su alrededor (tierra húmeda, clorofila y musgo lleno de agua). Los mosquitos le saludan la piel a besos en una nube enorme y compacta. Y él se va frustrando de tanta algarabía.

Conoció hace rato la paz en las noches en los llanos. Vene ha hecho de las planicies sin fin el escondrijo secreto de los dos. Vive con Ecu pero él se la pasa con las llamas allá en lo alto de los Andes, no lo ve muy seguido y Perú lo hace trabajar como si fuera el único que puede hacer las cosas. Quizás su hermano tendrá más cosas en común con ellos, ellos pueden hablar. Él es inteligente y le enseñan muchas lenguas y matemáticas y oratoria. Vene es, por el contrario, suelto por completo. No es que le dedique mucho tiempo, se la pasa con los antillanos la mayor parte. Pero lo entiende como nadie ha llegado a entenderlo. Le llega la risa fácil, como el paso del día a la noche, así no más, suelta risotadas en su oído. El llano es de los dos para que bailen joropo turnándose para zapatear por horas a la voz de un arpa imaginaria y al ritmo constante de sus pies contra el piso. Cuando Colo trae un tiple, Vene le canta historias antiguas de demonios del llano acertando poemas bien logrados justo en las notas de sus dedos.

Justo ahora desearía estar con Vene en el llano. No es que odie la selva, la ama. Los monos que juguetean y le tiran pepas desde los árboles son viejos amigos suyos y él mismo creó la mayoría de plantas que hay ahí. Es su jardín y su mayor orgullo. Pero a esta hora tiene frío y la niebla le trepa por las piernas aún húmedas y la oscuridad le impide encontrar un lugar para pasar la noche. Las alas se le arrastran con torpeza por entre matorrales y el piso de hojas y ya ha perdido más de una pluma. No es culpa de la selva sino suya pues no nació con un cuerpo que le dejara vivir mucho rato en ella.

Por suerte toca un árbol grueso y viejo que podrá resistir el peso de un adulto y dos alas enormes. Trepa con dificultad usando viejas lianas para llegar a una buena rama para descansar. Puede ver el cielo una vez más y está repleto de estrellas que brillan casi como el sol. Sabe que algunos de sus compañeros Abya Yala los creó de las estrellas. Se pregunta si vendrán más, si se llenará el continente por completo o si ella ya estará complacida. De cualquier modo él piensa quedarse ahí, parado sobre su tierra y rodeado de mar. Algunas veces el mar se ha visto así como el cielo se ve en este momento, profundo de lo negro y brillando en puntos concretos. También le teme a la oscuridad en el mar. Solo Ecu puede escuchar su voz vieja.

Cierra los ojos como para intentar descansar y recuesta la cabeza contra el árbol. El murmullo de la selva se filtra por sus oídos hasta ser indistinguible del silencio y por un segundo hay paz. Un golpe fuerte en las entrañas. Un rumor que viene del norte y se le mete dentro. También esto lo predijo ella y aunque él no sabe qué es con certeza a qué se refiere sabe que ha iniciado el fin de los tiempos. Todo será oscuro, los pies se deslizarán por tierras lejanas y nadie podrá escuchar las voces de los que hablan. El aire se siente como si contuviera en el vientre una tormenta negra y pesada. El viento se tensa guardando para el futuro una fuerza huracanada que amenaza con golpear todo.

Colombia se siente por un momento solo. Sus hermanos están mas allá de la espesura de los árboles y las colas de la cordillera. Allá, el uno en el mar, el otro en las piedras, no puede alcanzarlos un ala negra por más grande que sea. ¿Y si ha tocado a uno de ellos ese mal extraño? ¿Ha apresado a Panamá, contenida por una pared que a veces le resulta imposible de pasar a él? Podrían estar ahora arrunchandose en un nido de piedra, rodeados de todas las telas que Ecuador trae de más abajo e iluminados por las manos de Venezuela, escuchandola decir todo lo que se dice allá arriba. Sus alas tiemblan buscando el calor de sus hermanos, siente frío aunque esté en mitad del trópico y la humedad de la selva.

Una hormiga se para sobre su pantorrilla y luego otra y otra más. Sabe por el tacto que no son ni siquiera de la misma especie. Quizás del puro miedo lo confunden con la piel del árbol. Por fín escuchan sus oídos y lo que oye es el clamor mas desaforado de toda especie sobre esta tierra. Los cotumonos se llevan la corona de la bulla y las guacamayas normalmente dormidas a esta hora se desgaran las gargantas con sus gritos. No cesa el ruido en toda la noche y él no tiene ganas de dormir porque sus creaciones le preguntan una a una con voces preocupadas que se va a hacer ahora que los asedian. Las palmas, algunas tan viejas como la tierra misma se inclinan un poco y le dicen que esto no ha pasado nunca y que ellas, que si pueden doblarse con el viento sin caer, no temen por sí mismas sino por todas las otras. Las orquídeas que pueden ser más pequeñas que una uña tiemblan mientras le piden que él mismo las proteja. Los árboles de caucho pesienten dolor y hambruna. Y así se pasa horas respondiendo en pulsos de energía que pronto sabrán que está pasando, que se reunirán todos y le haran caso a la madre y todo estará bien. Muy adentro del pecho sabe que él no está tan seguro.

Cuando el sol despunta en las copas de los árboles, él camina con cansancio por los matorrales buscando una maloka que Tikuna dejó allí para él. Casi no se queda por estos lares pues vive en las tierras desconocidas de más abajo, pero siempre se acuerda de él y le deja algo de comida. Los seres vivos se arrastran sonambulos por las tareas diarias como si no las quisieran hacer del cansancio. Él también parece un zombie consumido por la preocupación y la incertidumbre. Está muy abajo, en zonas que Perú le ruega una y otra vez no visitar porque sus alas no viven para ellas, porque nadie las conoce. La cosa es que este es su jardín, él hizo esta selva densa e incomprensible.

El desayuno le llega con una multitud de ofrendas para los animales que aún asustados vienen a verle y desearle suerte. Mientras come un par de frutas que le trajeron escucha un zumbido peculiar que no se parece a ningún insecto conocido y luego un canto de pajaro, como un silbido corto y repetitivo que se acerca desde allá donde dejó a Amazonas. Le cuesta ubicar a la criatura que lo llama (odia no hablar el idioma de los animales) hasta que le llega a la cara un pequeño pájaro brillante, de muchos colores y que podría caberle en la palma de la mano. Sus alas se mueven como las de una mosca de arriba hacia abajo, e igual que ellas no las vé sino como un borron en el aire. En las mejillas tiene plumas moradas que brillan como ninguna gema que exista en la tierra y el resto parece esculpido de esmeraldas o de un azul mucho más brillante que el del mar.

El pájaro de canta tres veces al verlo y luego se le acerca a la boca y con un pico delgado y largo le besa los labios. Aún brilla de magia azul como las estrellas, aún tiene el calor de las cosas recien hechas. Se levanta de golpe y mira por todos lados, el río esta desierto y los caminos para escapar son demasiados, ni siquiera su olfato, que es tan bueno, puede encontrar el rastro perdido de ese aquel que acaba de enviarle el beso de ese extraño pájaro.

Perú se va a molestar. Le ha dicho un par de veces que hay varios hijos de Abya Yala más allá de las cordilleras pero que él no se fía de ellos porque hablan otras lenguas y tienen otras costumbres muy distintas a las de la cordillera, que conocen el otro oceano más no el mar Caribe, y que ese oceano es malo porque así lo ha visto Bolivia en sus sueños. Colombia sabe que acaba de encontrar al que ha creado los animales que comen de sus plantas, ese otro extraño que le hace espejo. Tiene miedo de descubrir en esa mirada (que ahora revolotea en la maloka), el temblor de ayer se le mete hasta adentro y la curiosidad le dice que cometerá un error estúpido solo por seguir ese sentimiento.

Al volver ve que el pájaro revolotea con un poco de desesperación por todos lados. “Tendrá hambre” piensa y le parece que el animal debe ser dulce, justo como el nectar de las flores. Y es que lleva rato con un problema: alla arriba donde el clima se hace frío y las tormenta son comunes los insectos no llegan nunca a sus flores. Por ahora se ha dedicado a hacer flores solo para la selva baja, los llanos y las costas, donde los insectos vuelan libres sin temor al frío. Pero este animal tiene sangre caliente. De sus manos crea una flor roja en forma de piña. Una a una saca las flores hacia arriba y las moja con nectar líquido. Luego con movimientos rápidos hace el arbusto abajo y por último ramifica las raíces en la tierra.

Llama al pájaro bistuná, pero para el uso común se le ocurre otro mucho más fácil: pica flor o colibrí. El animalito se pasa por todos lados de la planta dando estocadas precisas ahí donde hay nectar. Su pequeño pico largo le sirve perfecto para llegar al centro de esa extraña flor que él le ha hecho. Satisfecho Colombia toca con la palma el cuerpo de la flor y esta se deshace en hojas verdes, luego se acerca al pecho la misma mano y extiende los brazos de repente. La nueva flor existe ahora entre todas sus plantas y el pequeño colibrí (y sus muchos hermanos) podrán alimentarse de ellas.

El oro se ha devuelto a la tierra. Piensa para sí que no habrá sido suficiente si dos golpes de ese tipo se han acertado ya en su vida justo después de sumergirse. De alguna forma siempre ha estado listo para luchar, no es tan bueno como Vene, que puede seguir en la batalla sin mover un dedo ante las heridas, pero hay algo de fuerza en él. Sea el extraño o el inicio del fin del mundo, su selva ha crecido sin miedo a los extraños y no importa cuanto corten sus ramas ella se extiende y devora con su hambre insaciable a todos los que la retan. Beso o no del colibrí, él siempre le ha pagado con oro a los mayores, sabe cómo seguir la voz de su madre para enfrentarse como una fiera poderosa a los misterios que le lleguen.