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Español
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Published:
2025-05-19
Updated:
2025-09-03
Words:
17,287
Chapters:
2/?
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SILENTIUM

Chapter 2: Capítulo 2

Chapter Text

 

Cuando Peyton cumplió los dieciséis años, su vida había entrado en una rutina tan perfectamente medida que a veces olvidaba que había sido forjada sobre los escombros de una tragedia.

Despertaba temprano, asistía a clase, evitaba mirar a los ojos al señor Tanner —que con el tiempo no había hecho más que volverse más amargo, más cruel—, luego pasaba al hospital como voluntaria y regresaba a casa. A veces cenaba con sus padres y sus dos hermanos. A veces solo comía una manzana en su habitación. Las pesadillas habían menguado. Al menos las más feroces. Ya no despertaba empapada en sudor ni se encorvaba junto al inodoro para vomitar agua que no había bebido. Pero algunas noches, muy pocas, aún sentía aquella opresión en el pecho… como si los pulmones se llenaban de niebla densa y helada.

El tiempo con Caroline se redujo. La rubia, siempre efusiva, comenzaba su segundo año de instituto y su mundo giraba en torno a bailes, trajes, coronas, y algún que otro interés romántico. Aunque siempre tuve tiempo para Peyton, los horarios simplemente no coincidían como antes. Y eso, silenciosamente, la muchacha lo resentía.

Fue durante una de esas semanas de junio, cuando las clases parecían prolongarse a la fuerza, que comenzaron a correr rumores de la Fogata. La gran fiesta de despedida organizada por los alumnos mayores. Caroline hablaba de ello con emoción, con la energía que siempre ponía en todo.

—Vamos, Pey-Pey, tienes que venir. No puedes pasar tu juventud encerrada en casa viendo cómo Miranda se deshace por cada recipiente que Jeremy deja sin lavar.

Peyton negó con la cabeza, sin levantar la mirada de su cuaderno. Pero Caroline no se rindió fácilmente.

—No te estoy pidiendo que te emborraches ni que bailes sobre una mesa —dijo, tomando asiento junto a ella durante el almuerzo—. Solo que vengas. Podemos sentarnos lejos de la música. Hay una colina perfecta desde donde se ve el fuego. Podríamos llevar mantas. Chocolate caliente. Como cuando éramos niñas.

Peyton alzó la mirada. Hubo un destello de nostalgia en sus ojos, pero aún así negó de nuevo. Caroline suspir teatralmente.

—Haré que te arrepientas. Te enviaré fotos toda la noche. Me aseguraré de que sepas lo mucho que te estás perdiendo.

Pasaron varios días así, con Caroline repitiendo su invitación en diferentes formas. Pero Peyton siempre se negaba. Hasta aquel jueves.

La clase de historia avanzaba de forma lenta y desagradable. El señor Tanner recorría el aula con las manos a la espalda, lanzando preguntas como dagas envenenadas, y humillando a quien no respondía con exactitud quirúrgica. Peyton mantenía la mirada baja, escribiendo mecánicamente. No le gustaba aquel hombre. Nunca le había gustado. Tenía una forma de hablar que le ponía la piel de gallina. Un tono condescendiente, viscoso.

—Señorita North—llamó de pronto, y un silencio frío se expandió por el aula.

Peyton alzó la mirada con lentitud. Tanner la miraba con una sonrisa que pretendía ser cordial.

— ¿Tal vez puede ilustrarnos con su brillante silencio acerca del papel de los fundadores de Mystic Falls en la Guerra Civil?

No respondió. Como era habitual.

Tanner sonrió más ampliamente.

—¿Nada? Qué sorpresa.

Algunos alumnos rieron por lo bajo. Otros desviaron la mirada.

Peyton volvió los ojos al cuaderno, pero su mente ya no estaba en la clase. Ni en los susurros. Ni en las risas. Se había ido. Se había sumergido, como lo hacía a veces, en las profundidades de su memoria.

Y allí lo vi.

Al hombre.

Aquel hombre al que nunca había visto del todo, pero que sabía que existía. Aquel que su mente había construido una base de pesadillas y silencios.

La clínica de Grayson.

El sótano.

El dolor.

El rostro desfigurado de alguien que apenas era humano ya, atrapado por tubos, hierros y rituales médicos que no entendía. La mirada vacía, suplicante. Y el eco mudo de un grito que nunca escuchó, pero que sentía cada vez que pasaba cerca de aquel lugar.

Ese día, durante la clase más tediosa, bajo la luz blanca y cruel del aula, Peyton tomó una decisión.

Iba a ir a la fogata.

Pero no por la música. Ni por las luces. Ni siquiera por Caroline.

Iba a ir porque la fiesta era la excusa perfecta. Porque Grayson y Miranda estarían en casa con Jenna y se distraerían. Porque Jeremy y Elena estarían con sus amigos. Porque los estudiantes estarían lejos. Porque la noche ocultaría sus pasos.

Y porque en esa noche, ella iba a entrar a la clínica.

Y lo iba a liberar.

Durante los últimos días previos a la Fogata, Peyton pareció retroceder aún más de lo habitual. En casa, sus silencios se prolongaban como sombras al atardecer. No respondía con sus gestos habituales, y las pequeñas palabras que había aprendido a compartir con su familia se volvían menos frecuentes. Miranda y Grayson, siempre atentos a los vaivenes emocionales de sus hijos, intercambiaron miradas preocupadas en la cocina. Supusieron que quizás Peyton se había arrepentido, que tal vez esa idea de asistir a una fiesta tan grande y expuesta la había abrumadora.

Una noche, mientras cortaban verduras para la cena, Miranda se acercó con cautela.

—Cariño, ¿estás segura de que quieres ir a la Fogata? Podemos decir que no. Nadie te va a obligar a nada.

Peyton alzó la mirada desde la mesa. Su expresión era serena, pero algo en sus ojos la delataba. Aún así, avanzando. Luego, con un hilo de voz que aún sorprendía por su timidez, dijo:

—Quiero ir... No estará sola. Elena y Caroline... estarán.

Fueron pocas palabras, pero suficientes para calmar a Miranda.

—Está bien, amor —dijo con una sonrisa tranquila, aunque aún le quedaban dudas.

Grayson, que escuchaba desde el umbral de la puerta, simplemente ascendiendo. Confiaba en Peyton, aunque todavía le costaba aceptar que la niña que había llegado a su hogar temblando de miedo ya era una adolescente con una vida interior que a veces no alcanzaban a comprender.

Jenna, por su parte, era más entusiasta. Se sentó junto a Peyton esa misma noche, ambos en pijama, comiendo cereales sin leche desde la caja cuando todos terminaron de cenar.

—Me perfecto parece que vayas —dijo entre bocado y bocado—. Cuando tenía tu edad me arrepentí de no aprovechar más esas cosas. Fogatas, bailes… besos bajo las estrellas. Ahora solo tengo velas aromáticas y listas de reproducción tristes.

Peyton sonorizando, con esa media curva que le nacía del lado izquierdo de la boca. No necesitaba decir nada. Jenna le guiñó un ojo.

—Te vas a ver increíble. Yo te voy a ayudar a elegir qué ponerte. Nada de “ropa cómoda y lista para huir”, ¿entendido?

Peyton se acercó otra vez, sabiendo que Jenna no la obligaría a ponerse nada con lo que no estuviera cómoda. Por dentro, sabía que aquella noche sería importante. No por la música. No por los besos que nunca daría bajo las estrellas. Sino por lo que había decidido hacer.

Porque bajo la superficie de su silencio, bajo su calma, Peyton se estaba preparando para abrir una puerta que llevaba años evitando.

La puerta que separaba su vida... de la verdad oculta en el sótano de la clínica.

La noche de la Fogata llegó más rápida de lo que Peyton hubiera deseado. El cielo parecía arder en tonos naranjas y rojos mientras el sol se ocultaba tras el bosque que rodeaba Mystic Falls, y las luces de los coches adolescentes ya comenzaban a formarse en la carretera que llevaba al claro. Las risas, la música y el bullicio comenzaban a pintar la noche con una alegría superficial, pero en el interior de Peyton se abría un abismo.

Estaba decidida. Si. Pero eso no la hacía estar menos asustada.

Sentada frente al espejo, mientras Caroline elegía entre dos suéteres cuál era más “casualmente cool para una noche en el bosque”, Peyton pensaba en él.

El hombre vampiro.

Aquel ser al que había visto por primera vez cuando tenía doce años, lo que vio al otro lado de la puerta misteriosa de la clínica de Grayson la marcaría para siempre.

No podía recordar todos los detalles de esa primera vez. Su mente había tratado de protegerla difuminando el recuerdo, pero no del todo. Porque en cada pesadilla, en cada sobresalto nocturno, las piezas volvieron a colocarse una a una en su sitio. El hombre estaba atado, eso lo recordaba bien. No con sogas, sino con correas médicas, gruesas y ajustadas a una camilla reclinada. Había tubos que salían de su cuerpo, conectados a frascos que se llenaban con lentitud de una sangre más espesa que la humana. Había marcas en su piel, marcas cauterizadas… algunas en forma de cruces, otras simplemente líneas punzantes, rojas e hinchadas.

Había quemaduras en su boca, como si hubieran vertido algo dentro. Tal vez verbena líquida. O agua bendita.

Grayson lo llamaba sujeto, caso, criatura. Nunca persona. Nunca él.

Durante años, Peyton había escuchado, sin querer, fragmentos de conversaciones entre Grayson y Miranda. Habían tratado de justificarlo. Grayson lo llamaba necesario. Decía que estaba trabajando en una forma de anular la semilla de sangre, de estudiar la inmortalidad desde dentro. Que ese ser, ese vampiro, era peligroso, que había matado a gente en otro estado y que mantenerse vivo en esas condiciones era un acto de compasión en comparación con lo que merecía.

Pero Peyton no podía aceptarlo.

No después de haber visto los ojos de aquel hombre. No cuando, en un momento de lucidez, él la había mirado directamente a través de la puerta y sus labios cuarteados se habían movido para hablarle.

—Oye tú, ven aquí.

Desde entonces, su conciencia se había dividido. Parte de ella creía —quería creer— en Grayson. El hombre que la rescató, que la cuidó, que le desarrolló una familia. Pero otra parte, más profunda y más vieja que sus propios recuerdos, le gritaba que lo que estaba pasando allí abajo no era medicina. No era ciencia. Era tortura.

Porque más allá de las correas, las quemaduras y los tubos, Peyton sabía que Grayson usaba otros métodos.

Había visto una bandeja quirúrgica que no debería haber estado ahí: pinzas dentadas, ganchos de acero, jeringas sin etiquetar. En una ocasión, había visto lo que parecía una estaca de madera —no para matar, no aún— sino para probar cómo el cuerpo reaccionaba al estar en contacto prolongado con ella.

Sabía que Miranda también lo sabía, aunque lo aceptaba de forma diferente. Para Miranda, Grayson estaba salvando vidas. Era un sacrificio terrible, pero con propósito. Peyton no compartía esa idea. Para ella, no importaban las intenciones si el resultado era tanto sufrimiento.

Y ahora, mientras se colocaba una chaqueta ligera sobre los hombros, Peyton sabía que esa noche cambiaría su mundo. Porque liberar al hombre —al vampiro— no era un acto sin consecuencias. Era traicionar a quienes le habían dado un hogar. Era cruzar una línea que no podría desdibujar después.

Tenía miedo.

Tenía miedo de que Grayson y Miranda supieran que había sido ella.

Tenía miedo de que la odiaran.

Tenía miedo de que la dejaran de querer.

Pero más que todo eso… tenía miedo de vivir toda su vida sabiendo que no hizo nada cuando pudo hacerlo.

Así que cuando Caroline la tomó del brazo y dijo con entusiasmo “¡Vamos ya, que Elena nos espera!”, Peyton sonoro con la boca, pero no con el alma.

Porque su destino esa noche no estaba en el claro del bosque. Estaba en los pasillos fríos de la clínica, entre la sangre vieja y la oscuridad.

Y en los ojos de un ser que nadie había querido ver como humano. Excepto ella.

Peyton nunca había ido a una fiesta. No así. Había asistido a un cumpleaños familiar, a alguna reunión organizada por el colegio, pero jamás se había encontrado en medio de un ambiente como aquel. Ahora entendía por qué siempre se había negado, por qué siempre que Caroline hablaba con emoción de estas cosas ella se encogía de hombros y prefería quedarse en casa. Este no era su mundo.

El ruido era constante. La música retumbaba como un segundo corazón en el pecho, vibrando desde el suelo. Todo olía a humo, sudor, alcohol barato y hierba húmeda. Las personas estaban aglomeradas en torno a barriles de cerveza, botellas mezcladas con gaseosa y vasos plásticos que se derramaban a cada paso. Algunos chicos jugaban a lanzarse tapones de botella, otros se empujaban entre risas fuertes, como si estuvieran compitiendo por ver quién era más ruidoso.

Las chicas iban vestidas con pantalones o faldas tan cortos que parecían recortes de tela, y camisetas ajustadas que dejaban el ombligo al descubierto, brillando bajo las luces tenues. Todo parecía diseñado para ser visto, para ser exhibido. La idea de pasar desapercibida allí era imposible.

Caroline, por supuesto, encajaba perfectamente. Llevaba un vestido blanco con flores diminutas, sin ser excesivamente escotado, pero lo suficientemente ajustado como para resaltar su figura. Su cabello estaba perfectamente peinado, y sus labios pintados de un rosa brillante que combinaba con su risa. Había nacido para este tipo de eventos. Lo suyo era ser el centro.

Peyton, en cambio, había optado por lo contrario. Usaba unos vaqueros viejos, de los que podía prescindir sin remordimiento. Una camiseta gris, amplia, con las mangas arremangadas hasta los codos. Ropa sin historia ni peso, sin ningún valor emocional. Sabía desde el principio que no se quedaría mucho tiempo en la fiesta. Esa noche, su destino no era bailar ni beber. Esa noche, su camino la llevaba a un lugar mucho más oscuro. Un lugar lleno de sangre.

Mientras Caroline se perdía entre los grupos, saludando a conocidos y arrastrando a Elena de conversación en conversación, Peyton se mantuvo cerca del borde del claro. Allí donde la luz del fuego apenas alcanzaba y las sombras eran más densas. Fingía observar el cielo, como si la luna pudiera responder las preguntas que se agitaban en su interior.

Nadie la notaba. Nadie la buscaba. Eso era lo que ella quería.

Porque aquella noche no estaba allí para formar parte del ruido. Estaba allí para alejarse sin ser vista.

Para ir a la clínica.

Y liberar al hombre que su padre tenía encerrado en el sótano.

Al cabo de media hora, cuando el bullicio de la fiesta comenzaba a volverse insoportable incluso para los más extrovertidos, Peyton se abrió paso entre el gentío con pasos silenciosos y seguros. Se dirigió hacia Elena, que estaba apoyada en el capó de un coche con los brazos cruzados, observando a Matt desde lejos con una expresión difícil de descifrar.

Peyton no hablaba fuera de casa. No con extraños, no con conocidos, ni siquiera con Caroline en público. Pero con Elena era diferente. Elena la entendía.

Con movimientos lentos y firmes, Peyton levantó las manos y comenzó a hablar con sus dedos. “Voy a alejarme un poco, necesito aire”.

Elena frunció el ceño apenas un segundo, antes de asentir con suavidad. Sabía que cuando Peyton necesitaba espacio, no era fácil convencerla de lo contrario. Sin embargo, una pequeña preocupación retumbó en su pecho, como una campanita aguda en medio del bullicio.

—No vayas muy lejos —le pidió, sin saber si su hermana aún la estaba mirando—. Si algo pasa… me mandas un mensaje, ¿vale?

Peyton no respondió. Solo inclinó la cabeza con delicadeza, como una promesa muda, y se giró. Su silueta se fue desdibujando entre los árboles mientras dejaba atrás el ruido de la música y las risas enlatadas.

Siguió un estrecho sendero de tierra que bordeaba la parte trasera del claro, donde los troncos eran más horribles y el silencio más denso. No había luna esa noche, pero las estrellas brillaban con obstinada claridad. Los grillos cantaban, y en algún punto lejano un búho ululó con desgana.

Peyton caminó sin prisa, aunque cada paso la acercaba más a lo que había decidido hacer. La carretera apareció entre los árboles, gris y larga como una cicatriz bajo el cielo. Su corazón comenzó a acelerarse, no por miedo, sino por una mezcla de determinación y una punzada de culpa que se le enredaba en la garganta.

La clínica estaba a diez minutos a pie desde ese punto.

Y el sótano... el sótano la estaba esperando.

Respir hondo. El aire olía a hojas húmedas y humo de la fogata, traído por el viento desde la colina. Pero por debajo, más abajo, sentía algo más. Un llamado. Algo que no se decía con palabras.

El camino hacia la clínica era corto, pero en ese momento le pareció que se extendía como un hilo negro en el horizonte. Cada farola apagada era un presagio. Cada crujido en la carretera, una advertencia.

Pero Peyton no se detuvo.

Caminó con los brazos cruzados, como si eso pudiera contener el temblor leve en su pecho. Recordaba con exactitud cada curva de ese camino. Lo había recorrido decenas de veces cuando acompañaba a Grayson después de la escuela o cuando iba con Miranda a dejar papeles. Pero nunca de noche. Nunca sola. Nunca con la intención que llevabas ahora.

Pasó por delante de una antigua estación de servicio abandonada, cuyas ventanas estaban cubiertas de tablas. La luz de un coche se acercó por detrás y ella se hizo a un lado, pegándose al bosque. El coche pasó sin detenerse. Peyton no levantó la vista.

Peyton llegó al centro del pueblo, Mystic Falls no era muy grande y podíamos caminar de un extremo a otro casi en menos de media hora, pero Peyton sintió que el camino había durado solo unos segundos.

El edificio de la clínica apareció tras la última curva. Alto, rectangular, con su cartel blanco que parecía brillar a la luz de la luna. Parecía abandonado a esa hora, pero ella sabía que el sistema de seguridad seguía activo. Grayson lo había instalado él mismo. Sabía dónde estaban las cámaras. Sabía por dónde entrar.

Rodeó el edificio con pasos medidos y se dirigió a la parte trasera, donde había una pequeña puerta lateral que usaban solo los empleados. A veces, Grayson olvidaba cerrarla bien. Esa noche no necesitaba llave. La cerradura estaba vieja y bastaron dos golpes precisos con una piedra para que cediera. Las manos de Peyton temblaban y su corazón le latía en la cabeza.

El interior de la clínica olía a desinfectante seco y polvo. Algunas luces parpadeaban, como si incluso el edificio supiera que alguien no debía estar ahí. Peyton cerró la puerta detrás de sí y permaneció inmóvil unos segundos, dejando que sus ojos se acostumbraran a la penumbra.

Luego caminó.

Hacia la consulta de Grayson, pasó por el mostrador de la recepción a paso ligero. Cuando entró en aquella sala sintió que su respiración se inquietaba. La puerta había estado ahí desde que tenía memoria, pero nadie nunca hablaba de ella. Tal vez creían que era un almacén de material médico de repuesto y por eso no preguntaban. Nadie sabía que había ahí.

Pero Peyton sí.

Cada noche, desde hacía años.

Encendió la luz de la consulta, sabiendo que no había ventanas que la delataran al mundo exterior. Se acercó a la puerta y miró la cerradura. Introdujo una ganzúa que había aprendido a usar en internet meses atrás, practicando en su habitación con candados de diario y cajones de cocina.

Miranda creía que era una nueva afición que tenía Peyton, y la dejó ser, solo porque le hacía gracia que cada vez que quería abrir una puerta cerrada ella llegara primero y tratara de abrirla con su clip.

La cerradura se resiste.

Durante casi tres minutos, el clic final no llegaba. Peyton contenía la respiración. Si alguien la encontraba allí… No. No pude encontrarla. No ahora.

Entonces, un chasquido seco. La puerta se abrió unos centímetros con un lamento metálico.

El sótano olía a humedad, a óxido, ya algo más… algo que solo puede describirse como dolor antiguo. Cada peldaño crujía bajo sus pies, aunque ella trataba de ser silenciosa. El aire era más frío ahí abajo, denso como el agua que la visitaba en sus pesadillas. Respirar se sintió igual que sumergirse.

Los recuerdos azotaron la mente de Peyton. Un escalofrío recorrió su espalda cuando recordó lo que vivió cuando era una niña.

Pero ahora no lo era.

Había elegido volver.

Las paredes, revestidas con azulejos descoloridos, estaban manchadas en los bordes con algo que parecía moho… o algo más viejo, más oscuro. El silencio no era total. Era un silencio envuelto en capas. Bajo él, muy profundo, vivía un sonido: un zumbido bajo, un lamento constante, casi imperceptible. Como un corazón que no late pero insiste.

Y entonces lo oyó.

Una respiración.

No fuerte. No urgente. Pero constante. Como el último hilo de voluntad que queda cuando el cuerpo ha olvidado todo, menos el dolor. Como un suspiro aprendido, memorizado, aceptado.

Peyton se detuvo.

No por miedo.

Sino porque sintió que estaba cruzando un umbral que no tendría regreso.

Siguió adelante. Sin linterna. Dejando que la escasa luz de emergencia pintara sombras deformes en las paredes. Sus pasos eran inaudibles, como si el sótano la envolviera en su propia quietud.

Al final del pasillo, una puerta reforzada. Sin picaporte exterior. Solo una cerradura vieja y oxidada.

Peyton se arrodilló frente a ella. Sacó la ganzúa, con manos que apenas temblaban. Tardó más de lo que esperaba. Y todo ese tiempo, la respiración seguía ahí. No se alteraba. No se detenía. Solo… seguía.

Como si supiera que ella estaba viniendo.

El clic final retumbó como un trueno en su cabeza.

Pero no abrió la puerta.

Aún no.

Apoyó la frente en la madera. Cerró los ojos. Sintió cada fibra de su cuerpo gritarle que se alejara, que se fuera de allí, que volviera a casa, que olvidara. Pero había otra voz. Más baja. Más antigua. Más suya.

La que nunca hablaba en voz alta.

Abrió la puerta, con las manos temblando y el corazón en la boca, sus pulmones se cerraron, o esa era la sensación de Peyton.

La oscuridad del sótano se tragó a Peyton en cuanto cruzó el umbral. La luz entraba por la puerta abierta, revelando manchas de humedad y sombras que parecían moverse con vida propia en las paredes. La respiración seguía, constante y monótona, reverberando en la pequeña estancia como un latido distante.

Sus ojos se acostumbraron lentamente a la penumbra, y entonces lo vio.

Él estaba allí, tumbado en una camilla de metal, cinturones de cuero atando sus muñecas y tobillos, su cuerpo demacrado y marcado por heridas recientes. La piel pálida apenas cubría los huesos, y una melena oscura caía desordenada sobre su rostro cansado.

Sus ojos, sin embargo, eran lo que más impresionaba: un par de orbes que, pese al sufrimiento evidente, brillaban con una chispa de algo que Peyton no supo nombrar.

No habló. No hizo ningún movimiento brusco. Solo lo miró.

El silencio que siguió fue casi insoportable, hasta que la respiración volvió a llenar el espacio. Él parecía saber que ella estaba ahí.

Peyton dio un paso adelante, dudando por un instante. Pero esa determinación, silenciosa y firme, que la había traído hasta allí, la empujó a avanzar sin miedo.

Sin decir una palabra Peyton se abalanzó contra los cinturones que ataban sus piernas, su respiración incrementó, temerosa, con las manos temblando terminó de desatar la primera atadura y pasó a la otra pierna.

—¿Qué estás haciendo?—La voz de aquel hombre salió rasposa, como si no hubiera sido usada en mucho tiempo, o como si estuviera cansada de gritar, Peyton supuso que serían las dos.—¿Quién eres?

Peyton tragó saliva fuertemente, la sangre bombeaba en sus oídos, casi no podía escuchar lo que decía aquel hombre. De pronto sintió las mejillas mojadas y se dió cuenta de que había empezado a llorar. Siguió desatando al hombre, ignorando sus lágrimas y que apenas veía algo gracias a las mismas.

No tenía sentido que estuviera llorando, no había sido ella quien había estado siendo torturada por quién sabe cuánto tiempo. Pero las lágrimas no cesaban.

Cuando por fin terminó de liberar la última atadura, Peyton se alejó de la camilla metálica, la zona de la tripa de su camiseta estaba manchada de sangre, gracias a haberse apoyado en el borde de la camilla para alcanzar la pierna izquierda.

El hombre se movió lentamente y cayó al suelo, a los pies de Peyton. Ella se alejó instintivamente, no sabía nada de los vampiros. Miranda solo le explicó que existían, pero no le dio detalles. Ella buscó por su cuenta información, pero no sabía que era verdad y que era mentira.

El hombre cayó con un sonido hueco, rodillas contra el cemento, cuerpo débil y desorientado. Se quedó ahí, encorvado, apoyando las manos en el suelo como si la gravedad le pesara más de lo normal. Su pecho subía y bajaba con dificultad, y el aire que exhalaba parecía más un lamento que una respiración. Las heridas que tenía no sanaban, comenzó a crearse un charco de sangre bajo sus piernas y llegó a tocar las suelas de las zapatillas de Peyton.

Peyton se mantuvo quieta, a unos pasos de distancia, su cuerpo tenso como un cable a punto de romperse. Las lágrimas seguían corriendo por su rostro. Había algo en ese momento, en ese espacio compartido entre el silencio y la sangre, que hacía que todo lo demás desapareciera. Peyton retrocedió un paso, temblorosa, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. 

—¿Tú…? —El hombre alzó la cabeza muy lentamente, como si cualquier movimiento fuera un esfuerzo titánico. Sus ojos se fijaron en los de ella—. ¿Por qué?

Ella no respondió. No hablaba. Y aunque hubiera podido, no habría sabido cómo explicar esa punzada que sentía desde los doce años, cuando lo vio por primera vez. Esa certeza de que no debía estar encerrado. De que aquello no estaba bien.

Cuando él levantó la cabeza, sus ojos eran distintos. Vacíos, pero alerta. Y en un segundo, la atmósfera cambió.

Demasiado rápido.

Peyton lo notó un segundo tarde.

La criatura se alzó con un gruñido sordo y se lanzó hacia ella. No con fuerza total. No con rabia. Pero sí con hambre.

Sus manos la atraparon por los brazos antes de que pudiera retroceder. Sus ojos ahora brillaban con una intensidad inhumana. Sus colmillos apenas sobresalían entre sus labios agrietados. Temblaban.

—Lo siento —susurró—. No puedo… evitarlo.

Y se inclinó sobre su cuello.

Peyton forcejeó, sus uñas clavándose en los antebrazos del vampiro, empujándolo sin éxito. Su corazón golpeaba como un tambor. No gritó. Ni siquiera entonces. Solo apretó los dientes mientras las lágrimas resurgían.

Entonces él se detuvo.

Se apartó apenas un centímetro, respirando hondo, como si de repente se diera cuenta de lo que hacía. Sus colmillos apenas rozaron la piel de su cuello, sin llegar a hundirse. Sus heridas sanaron, lentamente, y por fin sintió que podía respirar con normalidad después de tanto tiempo.

Él parpadeó. La soltó.

Retrocedió tambaleante hasta la camilla, con las manos manchadas de la sangre que aún cubría el metal. Se dejó caer sentado, como si la poca energía que le quedaba se hubiera drenado en ese impulso.

Peyton dio un paso atrás. Luego otro. Su respiración era entrecortada, pero ya no temblaba.

Él la miró como si la viera por primera vez.

—Perdóname —susurró, levemente divertido—. No soy yo cuando tengo hambre.

Ella asintió. Una vez.

Fue un gesto leve, pero lleno de determinación. Sus piernas temblaban, pero caminó hacia atrás, sin apartar la vista del hombre que acababa de liberar. Cuando alcanzó la puerta, extendió la mano con torpeza y la abrió. El sonido de la bisagra oxidada chirrió como un lamento en el silencio del sótano.

Salió sin prisa, con la mano izquierda presionando con firmeza el lado derecho de su cuello, justo donde los colmillos del vampiro habían rozado la piel. El calor húmedo de la sangre se mezclaba con el frío del pasillo, creando una punzada constante que subía hasta el oído y bajaba por el pecho. La herida palpitaba, ardiendo con cada latido, como si su propio cuerpo quisiera recordarle lo cerca que había estado del abismo.

Y sin embargo… no se arrepentía.

Cada paso que daba alejándose de esa sala parecía doler tanto como la herida, pero también le devolvía una parte de sí que no sabía que había perdido. Lo había hecho. Lo había liberado. A pesar del miedo, a pesar de las voces que le suplicaban que no lo hiciera.

El dolor que él le había causado no se comparaba —no podía compararse— con lo que debía haber sufrido él, día tras día, encadenado en ese lugar sin luz, sin dignidad, sin esperanza.

El vampiro no la siguió de inmediato. Se quedó un momento más en el umbral, como si necesitara asegurarse de que la puerta ya no volvería a cerrarse. Luego, lentamente, subió los escalones, uno a uno, como un prisionero que lleva demasiado tiempo encorvado y ya no sabe cómo andar erguido.

Sus pies descalzos tocaban la madera con un sonido apagado. Y cuando cruzó la puerta al exterior, el aire nocturno lo recibió con una bofetada helada. Respiró hondo. Como quien se obliga a recordar que aún existe.

Peyton no lo miró al principio. Se limitó a caminar unos pasos por el sendero, sintiendo la gravilla hundirse bajo sus zapatos. Pero sabía que él la seguía. No como un cazador. No como un monstruo. Sino como algo… diferente. Algo roto que empezaba a sentir la libertad como un peso nuevo.

Ella se detuvo.

Se giró.

Él la miraba.

—Vete. —Sus labios no pronunciaron palabra, pero sus manos hablaron con fluidez. Movimientos firmes. Una súplica silenciosa, cargada de urgencia.—Vete de Mystic Falls.

El vampiro frunció el ceño. No entendía del todo. Sus ojos se desplazaron de sus manos al rostro de la chica, luego a la sangre aún visible en su cuello. Y de pronto, su mirada cambió.

No por el hambre. No por el deseo. Sino por el remordimiento.

Peyton volvió a gesticular. Más despacio. Más claro. Hizo el gesto universal del peligro, luego señaló el bosque, el camino, la noche abierta. Hacia otro lugar. Cualquier lugar.

—Por favor, —sus manos decían más que sus labios podrían— huye antes de que te encuentren.

El vampiro respiró de nuevo. Sus ojos se clavaron en los de ella, como si buscara algo. Comprensión. Culpa. Perdón.

Y entonces bajó la vista. A sus propias manos. A esas uñas ennegrecidas, los nudillos cubiertos de costras secas y piel partida. A los rastros de la sangre de ella en sus dedos.

Miró la herida en su cuello. No como un animal hambriento, sino como alguien que acababa de cometer una blasfemia.

Porque lo había sentido. Esa sangre… no era como la que recordaba. Le había dado la fuerza que le daría la sangre de cualquiera, pero se había sentido diferente. Lo había… herido. Internamente. Como si morderla hubiera sido un acto contra natura.

El vampiro dio un paso atrás. Luego otro.

Y Peyton, aún presionando la herida, con las lágrimas secas en las mejillas, lo observó desaparecer en la oscuridad.

Sin volver la vista atrás.

Peyton miró la hora en la pantalla de su móvil, aún con los dedos entumecidos por el frío de la noche y la adrenalina que se negaba a abandonar su cuerpo. Apenas habían pasado veinte minutos desde que aquel vampiro se desvaneciera en una ráfaga de viento, dejando tras de sí el eco de una advertencia y el sabor metálico de la sangre en su piel. Su cuello aún ardía donde los colmillos lo habían rozado, como si la mordida continuara vibrando bajo la superficie, recordándole lo que había hecho.

Cuando la pantalla se iluminó, lo primero que vio fue una hilera de notificaciones parpadeantes. Ocho llamadas perdidas. Todas de Elena.

Suspiró, su aliento formó una nube blanca frente a ella antes de disiparse en el aire gélido. Guardó el móvil con manos temblorosas y comenzó a caminar por el mismo sendero que había tomado al llegar. Sus pasos eran rápidos, pero inseguros, como si el suelo pudiera ceder bajo su peso en cualquier momento. La oscuridad entre los árboles se le antojaba más densa, más amenazante que antes, como si los ojos de alguna criatura se escondieran en cada sombra. Su corazón latía con fuerza, una mezcla de temor, culpa y urgencia.

Apenas había avanzado cinco minutos cuando sus ojos divisaron dos siluetas recortadas por las luces bajas de un coche estacionado. El vehículo era inconfundible: el de los Gilbert. Pero lo que hizo que se detuviera en seco no fue el coche, sino la figura que reconoció de inmediato.

Su hermana. Elena.

Peyton sintió un nudo en el estómago. Sus pies vacilaron un instante, y un millón de pensamientos se arremolinaron en su mente como un torbellino implacable. ¿Qué pensaría Elena de ella si supiera lo que acababa de hacer? ¿Si supiera que había liberado a un posible asesino en serie, a un vampiro que se había alimentado de ella sin que se resistiera, casi como si lo hubiera permitido?

¿La odiaría? ¿Se apartaría de ella con miedo, con decepción?

La otra figura, masculina y alta, estaba de espaldas. Hablaba con Elena en voz baja, con la cabeza inclinada hacia ella como si intentara calmarla o convencerla de algo. Había tensión en el cuerpo de Elena, incluso desde la distancia podía verla, esa rigidez que conocía demasiado bien, esa forma de fruncir el ceño cuando sentía que alguien le ocultaba algo.

Peyton frunció el ceño. ¿Quién era ese hombre?

Pero antes de que pudiera avanzar un paso más, el extraño se giró ligeramente, como si hubiera percibido su presencia, y luego desapareció. No caminó. No corrió. Simplemente… desapareció. En un abrir y cerrar de ojos.

Como una sombra arrancada del mundo. Como el vampiro que ella había liberado.

Otro vampiro. Dedujo con un escalofrío.

Con el corazón latiendo con renovada fuerza, se obligó a seguir caminando. Cada paso la acercaba más a su hermana y a una conversación que no sabía cómo enfrentar. El coche de los Gilbert estaba a unos metros, su silueta iluminada por los faros que aún estaban encendidos. El silencio era denso, como si el bosque entero contuviera el aliento.

Cuando Elena la vio, se giró con una mezcla de alivio y confusión pintada en el rostro.

—Peyton —dijo, su voz temblorosa—. ¿Dónde estabas?

Pero Peyton no respondió. Aún no. Porque no sabía por dónde empezar. Porque había demasiadas cosas que no podía explicar. Y porque, en el fondo, temía que si lo hacía, su hermana ya no la miraría con los mismos ojos.

Grayson salió del coche en cuanto las vio, su expresión llena de angustia. Caminó unos pasos hacia ellas, pero al notar la forma en que Elena miraba a su hermana, su paso se volvió una carrera. El corazón le latía con fuerza, cada latido acompañado por la creciente preocupación que se le instalaba en el pecho. Elena lo había llamado hacía más de veinte minutos, con la voz entrecortada por la ansiedad, diciéndole que había perdido de vista a Peyton durante mucho tiempo, que había desaparecido sin dejar rastro.

Y ahora… ahí estaba. Apareciendo de la nada. Pero no como esperaba.

Estaba sangrando.

La luz de los faros del coche bañó a Peyton en una claridad temblorosa que reveló su rostro pálido, sus ojos vidriosos, y la postura descompensada de su cuerpo, como si le costara mantenerse en pie. Su cabello caía desordenado sobre los hombros, pegado a su piel húmeda por el sudor y la sangre. Grayson sintió un nudo en el estómago.

Elena tardó apenas unos segundos en notar la mancha oscura que empapaba la ropa de su hermana. Fue como si un velo se corriera de repente, y lo que hasta ahora le había parecido solo cansancio y desorientación se transformara en algo mucho más alarmante. La tela estaba completamente teñida en el hombro izquierdo, y la sangre aún brotaba, descendiendo lentamente por su brazo hasta gotear por la punta de sus dedos.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Elena, dando un paso hacia ella con los ojos muy abiertos, atrapada entre el miedo y la culpa por haberla dejado sola—. ¡Peyton! ¡Papá!

Su voz quebrada hizo eco en el claro, rasgando el silencio como una sirena de alerta.

Grayson ya estaba a su lado cuando pronunció su nombre, agachándose para sostenerla justo cuando sus piernas flaqueaban. Sus manos firmes la sujetaron por los brazos, evaluando rápidamente la gravedad de la herida, pero fue el olor a sangre —férreo, penetrante— lo que le dijo más que cualquier examen superficial. Le apartó el cabello con delicadeza, revelando la mordida en su cuello. Sus labios se tensaron en una línea rígida, pero no dijo nada. Aún no. Su prioridad era mantenerla consciente.

Del otro lado del coche, Miranda salió tan pronto como vio a su marido correr hacia sus hijas. Su rostro se transformó por completo cuando vio la escena. El instinto materno la empujó hacia adelante, sus pasos rápidos y decididos, sin detenerse siquiera a cerrar la puerta del coche. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, notó el temblor en el cuerpo de Peyton, el tono blanquecino de su piel y la manera en que Elena miraba a su hermana como si estuviera a punto de desmoronarse con ella.

Miranda no perdió tiempo. Tomó a Elena de los hombros y la apartó suavemente, atrayéndola hacia sí en un gesto de protección, al tiempo que murmuraba su nombre con ternura, tratando de calmarla.

—Ven, cariño. Déjale espacio a tu padre. Vamos al coche.

—Pero… ¡mamá! —protestó Elena, girándose a medias, incapaz de apartar la vista de la sangre que seguía manando del cuello de su hermana.

—Grayson la tiene. Va a estar bien —insistió Miranda con voz firme pero serena, guiándola con una mano en la espalda hacia el asiento trasero.

Elena obedeció, aunque a regañadientes, lanzando una última mirada a su hermana mientras la puerta del coche se cerraba con un sonido seco. Dentro del vehículo, el aire era denso y frío. Elena apoyó las manos en su regazo, los dedos tensos, clavando la vista en la figura de su padre arrodillado junto a Peyton a través del parabrisas.

Todo en su interior le gritaba que algo no encajaba. Que no era solo una caída, ni un accidente. Que aquella herida tenía una historia, una que tal vez su hermana no estaba lista para contar.

Grayson cogió en brazos a Peyton con una mezcla de urgencia y ternura. Su cuerpo pesaba poco, demasiado poco, como si la sangre que había perdido también se hubiera llevado su fuerza. Ella apenas reaccionó, sus ojos entrecerrados miraban sin ver, y sus labios murmuraban cosas que él no alcanzaba a entender. Lo único claro en su expresión era el profundo deseo de dormir. Solo quería eso. Cerrar los ojos. Dejarse llevar por la oscuridad cálida del inconsciente.

Pero Grayson no se lo permitiría.

—Aguanta, Peyton, aguanta —le susurró mientras la acomodaba con cuidado en el asiento trasero del coche.

Elena, que esperaba temblando con los ojos fijos en el interior, se apartó para hacerle sitio. En cuanto su hermana se recostó, Elena le tomó la mano con fuerza, entrelazando los dedos con los suyos como si ese simple gesto pudiera anclarla al mundo. Era difícil saber quién necesitaba más consuelo en ese momento: si Peyton, con su cuello ensangrentado y su pulso débil, o Elena, con el corazón palpitándole como un tambor en el pecho.

—Estoy aquí —susurró, como si esas palabras pudieran devolverle algo de vida—. No cierres los ojos, ¿me oyes? Quédate conmigo…

Grayson no perdió ni un segundo más. Cerró la puerta y se deslizó al asiento del conductor, arrancando el coche con manos temblorosas. El motor rugió, vibrando como si entendiera la gravedad de la situación. Pisó el acelerador a fondo, impulsado por la desesperación que lo mordía por dentro. No podía hacer nada por ella ahí, en medio de la nada, sin los recursos necesarios, sin un quirófano o siquiera una fuente limpia de sangre. Lo único que podía hacer era conducir. Y rezar.

—Resiste, Peyton… —murmuró mientras el paisaje nocturno pasaba fugaz junto a ellos.

El interior del coche estaba en silencio, salvo por la respiración entrecortada de Peyton, el llanto reprimido de Elena, y el zumbido creciente del motor. Miranda, en el asiento del copiloto, giraba la cabeza de vez en cuando, observando a sus hijas con lágrimas en los ojos, murmurando oraciones en voz baja como si las palabras pudieran formar un escudo invisible a su alrededor.

Pero entonces, cuando la velocidad rozaba los límites de lo seguro y la tensión había alcanzado su punto más alto, algo sucedió.

Justo cuando el coche se aproximaba al puente Wickery, una figura emergió de la oscuridad. No venía caminando. No salía de entre los árboles. Simplemente apareció. De la nada. Una silueta quieta, solitaria, plantada en medio de la carretera como una estatua de sombras.

Grayson apenas tuvo tiempo de reaccionar.

El coche chilló al cambiar de dirección, las ruedas patinaron contra el asfalto húmedo y perdieron tracción. Las luces delanteras iluminaron fugazmente la barandilla del puente antes de que el vehículo la atravesara como si fuera de papel. El mundo se volvió una sinfonía de gritos, crujidos metálicos, cristales estallando y un sonido sordo y profundo: el del impacto contra el agua.

Todo se volvió caos.

El coche cayó al río como una piedra. La oscuridad los envolvió en segundos, y el agua helada se coló por cada rendija, subiendo rápidamente, empapándolo todo. Elena soltó un grito ahogado mientras luchaba por liberar su cinturón de seguridad, sin soltar la mano de Peyton ni por un instante.

Elena gritaba el nombre de su hermana. Miranda llamaba a Grayson. El coche se hundía, y con él, todas las certezas. Todo lo que habían sido. Todo lo que habían conocido.