Chapter 1: El peso de la soledad
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16 de Junio de 2025
Peter resopló ruidosamente, dejando caer la mochila al suelo con un golpe seco. El pequeño departamento en el que acababa de instalarse, si es que se le podía llamar así, tenía manchas de humedad en las esquinas, el grifo de la cocina goteaba y la única ventana daba a un callejón mal iluminado donde ya se podía imaginar gritos o el rechinar metálico de los contenedores siendo arrastrados por alguien que no quería ser visto. Estaba harto. Harto de las mudanzas, harto de empacar su pequeña vida en una mochila vieja y una caja de cartón. Harto de empezar de nuevo una y otra vez. Quizás estaba harto de muchas cosas, pero creía que podía permitirselo después de todo lo que había sucedido.
Desde noviembre —cuando todo el maldito universo olvidó quién diablos era Peter Parker— había tenido que mudarse al menos cuatro veces. Cuatro lugares distintos, cuatro alquileres precarios. Cuatro contratos verbales con caseros que parecían tener un radar ultrasensible para detectar pobreza apenas uno cruzaba la puerta. “Te veo muy joven, ¿tienes ingresos estables?” Solía preguntar con una sonrisa cortés, algunos más que otros. Y aunque él respondía que sí, que trabajaba, que se las arreglaba, la duda siempre quedó en el aire. La curiosidad y la desconfianza eran la base principal para un chico apareciendo con una mochila y una caja vieja. Bastaba con una semana, o menos, de retraso en el alquiler y ya estaba deslizándose una carta bajo la puerta: “Desalojo en 24 horas”. Así había sido una y otra vez. Como si el mundo se empeñara en recordarle que estaba completamente solo. Que ya no tenía nadie a quien recurrir. Que no tenía nada ni nadie.
Había pasado por al menos seis trabajos distintos desde entonces. Algunos por elección, la mayoría por necesidad.
Ser obrero de la construcción fue uno de los primeros. Su superfuerza era muy útil para cargar vigas pesadas o levantar sacos de cemento como si fueran de papel. Pero fue despedido después de que un compañero lo viera levantar una losa él solo. "O usas drogas o eres una máquina. O peor aún, un sucio mutante", le dijeron con una mezcla de desconfianza y asco. No supo qué responder, huyó antes de que las cosas se intensificaran.
Después de trabajar como dependiente en una tienda de ropa en el centro. Todo iba bien hasta que un cliente entró con un enorme golden retriever. Peter, sin poder evitarlo, se agachó para acariciarlo, completamente hipnotizado por la belleza del animal. En su distracción, el cachorro derribó un estante entero de camisas ordenadas por color y talla. Su jefe no lo encontró tan tierno como él. Lo despidieron ese mismo día.
También intenté ser chef. Aunque "chef" era una palabra generosa para referirse a alguien que freía hamburguesas y preparaba sándwiches en una diminuta cocina. Pero lo cierto es que se le daba bien. Había a aprendido a cocinar con May, que aunque tenía muchas virtudes, nunca fue buena en la cocina.Fue un aprender a cocinar más por necesidad que por gusto, pero nunca le desagrado. “Si logras que el arroz no se queme, ya estás listo para el mundo”, le decía ella entre risas. Peter no volvió a quemar arroz desde entonces. Pero el restaurante cerró sin previo aviso una noche de domingo. Ni siquiera le pagaron la última semana. Había estado completamente furioso, tantos turnos extra para nada.
Como mesero tuvo un mejor desempeño. Su memoria fotográfica resultaba ideal para órdenes complejas, menús sin errores y hasta el número de la mesa del cliente que pidió recordar sin sal pero con limón. Los fines de semana eran una locura, pero su agilidad y reflejos de superhéroe le ayudaban a no derramar una gota. Aun así, un comentario desafortunado de un cliente —y su reacción poco paciente— le costaron el puesto.
Luego vino la etapa de repartidor. Intentó adaptarse, pero no fue fácil. Entregar comida en bicicleta, incluso a pie requería una logística que él creía tener dominada... hasta que intentó equilibrarse con las redes para acortar camino. Descubrió demasiado tarde que la comida no soportaba bien los giros en el aire ni los aterrizajes bruscos. Las quejas llovieron. Su cuenta fue bloqueada de la aplicación de comida.
Entonces tuvo que tomar una decisión arriesgada. De esas que uno guarda para el final, cuando ya no hay muchas cartas en la mano. Volvió al taller mecánico donde su tío Ben había trabajado durante años haciendo horas extra. Era un lugar pequeño, escondido entre calles industriales al sur de Queens, con un letrero oxidado que decía “Mecánica Dawson & Hijos”.
Volver ahí fue como abrir una vieja herida. Apenas puso un pie en la entrada, el olor a grasa quemada y metal caliente lo golpeó con una fuerza casi emocional. Durante su infancia, había sido uno de sus lugares favoritos en el mundo. Amaba acompañar a su tío los sábados por la mañana. Le encantaba alcanzar herramientas, aunque siempre tardaba en distinguir entre una llave inglesa y una llave Allen. A veces se sentaba en un rincón con su cuaderno de bocetos, diseñando piezas imposibles para autos que volaban o motocicletas que se transformaban en robots.
Volver ahora, tantos años después, sin su tío, sin su inocencia, y con el estómago vacío de tantas cenas salteadas, era otra cosa. No había magia. Solo necesidad.
Pero tampoco resultó, le tocó limpiar motores, barrer vidrios rotos, y cargar neumáticos como si fueran bolsas de cemento. Sus manos quedaron hechas trizas. No por la fuerza —eso le sobraba— sino por la torpeza. Tropezaba con herramientas mal puestas, dejaba los tornillos mal etiquetados, y más de una vez confundió piezas por distraído. A los tres días, uno de los mecánicos lo encontró soldando una estructura alternativa para sujetar una batería con mejor distribución de peso, y el jefe explotó. Lo que más le dolió fue darse cuenta de que ni siquiera podía hacer algo como Ben, porque no era Ben. Aunque lo sabía, inconscientemente lo intentaba.
El único trabajo que parecía irle bien era el de fotógrafo. Desde que logró vender una toma especialmente dramática al New York Times —una imagen en la que Spider-Man aparecía en plena lluvia, contra las luces de la ciudad, con una pose heroica casi cinematográfica—, comenzó a comprarle al menos una foto al mes. También seguía colaborando con el Daily Bugle, bajo las órdenes del inconfundible J. Jonah Jameson. Era humillante, claro, trabajar para un hombre que no dejaba de denigrar a Spider-Man mientras le pagaba por tomarle fotografías. "¡Hazlo ver peligroso! ¡Hazlo ver como un maldito delincuente, Parker!" Solía gritar desde su oficina. Peter fingía asentir, mientras pensaba en lo irónico de cobrar por tomarse selfies con el traje puesto.
A pesar de todo, sus ingresos eran inestables. Su currículum crecía, sí, pero su cuenta bancaria seguía igual de vacía. En ese momento estaba desempleado, sobreviviendo apenas con las ventas fotográficas. Cada dólar que entraba lo estiraba como podía: comida enlatada, cero calefacción, y la esperanza de que el alquiler no subiera otra vez.
“Mañana saldré temprano”, pensó, dejando el cuerpo caer sobre el colchón que todavía no tenía sábanas, y no tendría al menos por un tiempo.
“Repartiré más currículums”. Era más para callar la culpa que otra cosa. Esa voz interna que le recordaba que, a pesar de sus esfuerzos, estaba fracasando nuevamente.
Todo era una verdadera mierda. El supuesto inicio de su vida adulta, la independencia, la libertad… Basura. Pura basura disfrazada de promesa. “Los mejores años de tu vida”, decían. Claro, si tienes una red de apoyo, una familia, alguien a quien llamar cuando todo se derrumba. Pero si estás solo —realmente solo— como lo estaba él… entonces no eran años dorados. Eran años huecos. Vacíos. Como latas golpeando en un callejón, sonando fuerte pero llenas de nada.
Los días pasaban como en un túnel sin fin. Un día tras otro, todos iguales. Amaneceres grises, tardes pesadas, noches frías aunque durmiera bajo el techo. Días inciertos, interminables, donde todo parece superarte, y lo único que puedes hacer es seguir respirando. Pero ni siquiera eso lo sentí natural a veces. Como si el aire tuviera que ganárselo. Como si incluso eso le costara más que al resto.
El hambre no ayudaba. A menudo tenía que elegir entre una comida decente o un bote de web fluido. Y más de una vez, eligió lo segundo. Porque ser Spider-Man era una cruz, sí, pero también era su único propósito. Lo único que lo hacía sentir útil. Aunque nadie supiera quién era. Aunque nadie lo recordará. Aunque fuera un fantasma para el mundo.
Ni siquiera podía llamar a alguien para hablar. No existía “alguien”. No existía un Ned insistiendo una y otra vez para armar legos y ver un maratón de Star Wars. No existía una MJ recitando poemas tétricos o contándole sobre algún libro con moral extraña. No existía una tía May pidiendo comida solo porque había quemado la que ella misma preparó. May estaba muerta. Y no,no era un “murió heroicamente” o un “murió en paz rodeada de amor”. Fue cruel, violento, injusto. Como todo en su maldita vida. Cada vez que pensaba en ella, sentía cómo algo se comprimía en su pecho, como si su cuerpo aún no entendiera que nunca más la volvería a escuchar gritarle desde la cocina: “¡Peter, vas a llegar tarde otra vez!”
Y eso era lo peor de todo. Que hasta los gritos se extrañaban. Que hasta el ruido cotidiano de una vida normal se volvió un lujo que no sabía que había perdido hasta que fue demasiado tarde.
Salir a la calle era lo mismo que entrar al campo de batalla. Todo costaba. Mirar a la gente a los ojos, aguantar el impulso de pedir ayuda a extraños, soportar las miradas de juicio cuando contaba las monedas exactas para pagar una botella de agua o un paquete de galletas. Incluso su reflejo lo cansaba. Se veía más delgado, más pálido. Con ojeras permanentes y una expresión de desconfianza clavada en el rostro.
Gruñó de frustración, cubriendo la cara con las manos. El silencio del cuarto pesaba. El reloj hacía tic tac en la mesita de noche de su vecino, pero era un sonido hueco, casi burlón. Se sintió insignificante. Invisible. Y por primera vez en semanas, no deseaba tener que levantarse al día siguiente. Deseó desaparecer un rato. Al menos lo suficiente para dejar de sentir el peso del mundo sobre sus hombros.
Pero sabía que no podía. Porque aunque todos lo hubieran olvidado, aunque nadie supiera quién era Peter Parker… Spider-Man seguía ahí. Y eso, de alguna retorcida manera, lo obligaba a seguir. Aunque se sintiera como un extraño al ponerse el traje.
Estaba lejos de Queens. Lejos de su ciudad, de sus calles conocidas, de los sonidos familiares que, aunque caóticos, formaban parte de su identidad. Lo detestaba. El aire era diferente. La gente caminaba más rápido, con el ceño fruncido, y todo olía a concreto, sudor y grasa rancia. Pero si había algo que detestaba aún más que sentirse fuera de lugar… era estar en territorio ajeno. Y no cualquier territorio: estaba en el territorio del Diablo de Hell's Kitchen.
En Nueva York, el acuerdo no escrito entre vigilantes era claro: cada uno con lo suyo. Como una especie de código de honor urbano. Una línea invisible que delimitaba los barrios y marcaba los límites del patrullaje. Podrías salvar a alguien que estaba cruzando de un lado al otro, sí, pero quedarte, vigilar, intervenir sin permiso… era como escupir en la cara del justiciero local. Y eso, en su mundo, podría terminar muy mal.
Ned y él habían pasado noches enteras —literalmente— armando un mapa digital. Se trataba de una aplicación que nunca publicaron, pero que alimentaban constantemente con información recolectada de redes sociales, blogs, foros oscuros y análisis de patrones de avistamientos. “¿Ves estas rutas?” decía Ned, con los ojos brillando frente al monitor. "Daredevil nunca patrulla más allá de la calle 34. Y Luke Cage casi siempre se queda en Harlem. Iron Fist se mueve más,pero Hell's Kitchen y Chinatown son suyos. Y tú, amigo… tú eres el rey de Queens". Peter sonreía entonces, aunque sabía que en esa jungla de justicieros, el título de "rey" era muy relativo y algo imposible de lograr.
Si le preguntabas a MJ o a Ned quién era su justiciero favorito, dirían sin dudar que Spider-Man. Claro, era su amigo, su vecino, su Peter. Pero los tres sabían que tenían sus favoritos "secundarios".
MJ estaba fascinada con Daredevil. Siempre decía que Había algo poético en él, esa figura silenciosa que se deslizaba por los tejados como un murmullo entre las sombras. Era una leyenda viva que, si no fuese por las fotografías movidas, él realmente no creería que existía.
Daredevil era un fantasma rojo que patrullaba las calles más olvidadas. Las esquinas oscuras donde antes se vendía droga a plena luz del día estaban ahora limpias. Las pandillas habían reducido su presencia, y aunque todavía había violencia, la sensación de abandono había cambiado. Había alguien mirando. Alguien que no aceptaba excusas.
Y sí, eso era admirable. Increíble, incluso.
Pero a Peter también le costaba entender algunos métodos del Diablo de Hell's Kitchen. Golpes demasiados. Demasiada rabia. Era evidente que no se detenía a medir las consecuencias cuando la adrenalina tomaba el control. Había visto las secuelas. Camellos con costillas rotas, ladrones con piernas fracturadas, y rumores —solo rumores, pero persistentes— de que a algunos no los regresaron a ver. Eso lo inquietaba. Porque él, Peter, Spider-Man, se esforzaba por hacer lo correcto sin dejar de ser humano. Sin perderse en el odio. Y cada vez que veía una foto de Daredevil en los tabloides, cubierta de sangre —propia o ajena— se preguntaba si era posible mantener la línea.
Sin embargo, en el fondo, lo entendía. Y eso era Lo que más le preocupaba.
Había tenido noches en las que también quería soltar el control. Cuando todo lo que quería era gritarle al mundo, golpear hasta que el dolor interno se callara. Y en esas noches, el recuerdo de Daredevil, de ese vigilante que no pedía permiso para hacer justicia, lo rondaba como una tentación.
Finalmente, Ned, por su parte, era un fan declarado y absoluto de Iron Fist. "¡Es un maestro en artes marciales, Peter! ¡Y su puño brilla!" solía decir con entusiasmo. "¿Tú puedes hacer brillar el puño? No, no puedes. Punto para él" Peter simplemente ponía los ojos en blanco y seguía comiendo su sándwich.
Así que sí, si valoraba su vida —y sus huesos—, no debía andar metiéndose en zonas que no le correspondían. Y el sentimiento era mutuo, lo sabía. No era algo hostil necesariamente, era simplemente... territorial. Como una especie de pacto tácito de respeto y supervivencia.
Recordaba especialmente una noche fría de febrero,unos meses después de rechazar el puesto de vengadores. Había terminado una ronda tardía de patrullaje y se encontraba cerca de la frontera entre Queens y Manhattan, justo en una de esas calles en las que no se sabe muy bien dónde termina un barrio y empieza el otro. Estaba distraído, pensando en qué temas estudiaría para su examen de español, cuando una figura emergió de la nada, tambaleándose desde un callejón oscuro.
El olor fue lo primero que lo golpeó. Alcohol. Fuerte. Casi como un puñetazo en la nariz. Y entonces la reconocí. Jessica Jones. Chaqueta de cuero negra, jeans gastados, ojeras que daban miedo y una expresión de fastidio perpetuo. "Hey, chico-araña", le gruñó, con voz ronca, "necesito permiso para entrar en Queens. Hay un caso. Algo turbio. No me mires así, no es permanente, solo dame dos días".
Peter, que apenas tenía dieciséis años en ese entonces, casi gritó del susto. Pero se tragó el sonido, cuadró los hombros e intentó hablar con voz firme, como si no tuviera miedo en lo absoluto. “¿Qué tipo de caso?” preguntó, cruzándose de brazos, aunque por dentro estaba al borde de un ataque de nervios. Era la primera vez que otro justiciero —de verdad, de los duros— lo abordaba cara a cara.
Terminaron intercambiando números, de teléfonos desechables por supuesto —regla número uno en el mundo del vigilantismo: nada de rastros—. Desde entonces, Jessica solo le había escrito dos veces. Y ambas para pedir permiso. Peter lo apreciaba. Era lo más cercano a una validación profesional que había recibido en ese universo clandestino.
Las veces que había sucedido —porque sí, había ocurrido más de una vez, aunque él nunca lo admitía en voz alta— se había asegurado de seguirla discretamente, siempre en civil y sin su traje de Spider-Man. No solo porque era algo llamativo y poco sutil para andar por la ciudad a plena luz del día, sino porque no quería ser una presencia invasiva. Prefería pasar desapercibido, como una sombra entre la multitud.
Optaba por ropa holgada, desgastada a propósito, algo que no correspondía a su estilo habitual. Jeans con rodillas gastadas, una sudadera sin forma con capucha y una gorra de béisbol que le cubría el rostro. Añadía unas gafas falsas, un pasaporte falso con un nombre que ni siquiera recordaba bien —algo genérico, probablemente un “Daniel Martínez” o algo así— y lentillas celestes que transformaban sus ojos hasta volverlos irreconocibles. Un disfraz de civil que, irónicamente, le tomaba más tiempo preparar que su traje oficial.
No quería involucrarse directamente. No era su historia. Y mucho menos su vida. Pero algo en él no podía evitar querer quedarse cerca, observar desde lejos. Por si acaso. Por si algo salía mal. Por si ella lo necesitaba. Pero aún así, hubo una vez —solo una— en la que Peter tuvo que intervenir.
Había estado siguiendo a Jones con cautela, manteniéndose siempre al menos a media cuadra de distancia. Caminaba como cualquier otro transeúnte aburrido de la ciudad: paso tranquilo,mirada disimulada, finciendo consultar el móvil de vez en cuando, con su gorra echada hacia adelante y las gafas falsas ocultando sus ojos. Sabía que Jones era capaz, sabía que no necesitaba un niño… pero su sentido arácnido no opinaba lo mismo.
Al principio pensé que era paranoia. Un hombre alto, corpulento, con una chaqueta negra demasiado gruesa para la temperatura templada de esa tarde, se cruzó de acero al mismo tiempo que Jessica. No caminaba particularmente rápido, pero sus pasos tenían una intención demasiado precisa. Luego ella dobló en una esquina y él hizo exactamente lo mismo. Peter, unos pasos más atrás, torció la boca. No era coincidencia. No podía serlo.
Una gota de sudor frío le recorrió la espalda, y no por el calor. Su cuerpo reaccionó antes de que su mente pudiera procesarlo por completo. Aceleró el paso, midiendo sus movimientos, tomando rutas paralelas, ocultándose tras postes, coches estacionados, grupos de gente. No podía irrumpir a lo loco. No hay pruebas. No sin estar absolutamente seguro.
Y entonces, ese cosquilleo familiar se encendió en la base de su nuca. El sentido arácnido. Un zumbido sutil pero agudo, como una alarma que solo él podía oír. No hay nivel de era. Estaba claro. Amenaza inminente.
Peter entrecerró los ojos y clavó la vista en el hombre. Pudo ver, desde su ángulo, cómo el sujeto sacaba algo del bolsillo de su chaqueta. Primero pensó que era un arma, pero no. Era un pañuelo… ¿con cloroformo?
Suficiente evidencia para él. No necesito más.
En un instante, Peter se lanzó hacia el hombre como una sombra fugaz entre la multitud. Lo tacleó con precisión, sin dejarle tiempo a reaccionar. El tipo cayó de espaldas con un golpe sordo contra el pavimento. Peter le arrancó el pañuelo de la mano y, sin perder tiempo, se lo presionó contra el rostro.
El efecto fue casi inmediato. El hombre gimió, pataleó brevemente y luego sus músculos se aflojaron como si le hubieran apagado el interruptor.
Peter no lo pensó dos veces. Sacó un cartucho de telarañas desde el bolsillo interior de su chaqueta y lo inmovilizó con habilidad: tobillos juntos, muñecas atadas a la espalda y todo su cuerpo sujeto contra un poste de alumbrado público, justo frente a la entrada de la comisaría más cercana.
Con un pedazo de cartón sacado de una caja de cigarros vacía, garabateó con marcador negro: "Intentó drogar a una mujer. Revise sus bolsillos". Y lo pegó en el pecho con una última telaraña, justo antes de desaparecer entre los callejones. Había protegido su territorio.
Había protegido a una justicia. Y aunque Jones nunca lo sabría —o quizás sí, y simplemente elegiría no decir nada—, él se sintió satisfecho. Ese era exactamente el tipo de situación para la que se quedaba vigilándola desde las sombras. No para controlar, ni por obsesión. Lo hacía por respeto. Por compañerismo no dicho. Porque si alguien como Jessica Jones caía en una trampa, algo en él sentiría que el mundo estaba verdaderamente jodido.
Estaba feliz por haber podido ayudar.incluso si ella nunca se enteraba.
Ya de regreso en su nuevo y silencioso departamento, Peter se dejó caer en el alféizar de la ventana. La madera crujió levemente bajo su peso. Apoyó la frente contra el vidrio frío, dejando que el hielo del cristal le calmara la piel sudada y lo devolviera al presente. Afuera, Hell's Kitchen se extendía como una selva de concreto, húmeda y desordenada, iluminada por faroles parpadeantes y el neón borroso de algún cartel viejo.
Cada ladrillo de ese vecindario parecía mirar con desconfianza. Y no por el crimen, ni por los matones de medio pelo que rondaban los callejones. No. Era por él. Por el que reinaba allí.
Daredevil no era precisamente conocido por su paciencia. No era de los que preguntaban primero y golpeaban después. Más bien al contrario. Su reputación lo anterior: el diablo de la Cocina del Infierno no advertía. Castigaba. Golpeaba primero, y si tenías suerte, después te preguntaba por qué estabas respirando en su zona.
Así que no, no iba a patrullar esta noche.
—No, señor —murmuró Peter, dejándose caer con lentitud en el borde de la cama desvencijada que apenas había terminado de armar. Miró hacia el techo, que tenía una mancha de humedad con forma de pato decapitado, y suspiró. Sus manos colgaban entre sus rodillas, y los pies descalzos rozaban el suelo helado.
—Sabrá Dios cómo lo haré, pero conseguiré el permiso del Diablo antes de meterme en un solo problema por aquí. No pienso terminar con la cabeza impresa contra un muro.
Era una promesa más para sí mismo que para el mundo. No necesitaba más golpes, ni físicos ni emocionales. Ya tenía suficientes cicatrices invisibles.
Pensó, por un momento, en enviarle un mensaje a Jones. Ella conocía a Daredevil. Bueno, conocía a muchos. Era como una especie de figura incómodamente presente en las sombras del mundo de los vigilantes: impredecible, fuerte y demasiado sincera. Tal vez ella podría hacer de intermediaria. Tal vez podía enviarle un mensaje breve, casual, algo así como "hey, ¿tienes línea directa con el Diablo? Necesito una entrevista de cortesía".
Pero no. Inmediatamente sacudió la cabeza. No quería enviarle nada. No ahora. Había algo dentro de él que se retorcía al pensar en reabrir ese canal. Algo que decía que, si lo hacía, era como admitir que había fallado, que no podía solo. Y Peter ya había enviado demasiadas señales al universo pidiendo ayuda sin obtener respuesta.
Volvió a inclinarse hacia atrás en la cama y cerró los ojos. Las imágenes del pasado regresaron como siempre lo hacían, sin piedad. Eran retazos de momentos, casi todos tratamientos de una sensación cálida, pero también de frustración.
Años atrás —años que ahora parecían una vida entera en otro universo—, cuando todo era diferente, Tony Stark lo había dejado a cargo de Happy Hogan. “Tu contacto de emergencia”, había dicho con una sonrisa media burla, como si fuera un trámite más de los tantos que el millonario resolvía en su paso por el mundo. Peter era un niño. Literalmente.Un niño con poderes, sí, pero un niño al fin. Un niño que se había visto arrastrado a una guerra entre superhéroes, chantajeado emocionalmente para pelear una batalla que no comprendía. Y lo había hecho. Porque quería demostrar que podía. Porque quería agradar. Porque pensaba que el mundo funcionaba con lógica y recompensas. Qué era ingenuo.
Durante meses, Peter le enviaba mensajes a Happy después de cada patrullaje. Nada largo, nada exagerado. Solo cosas como "Hoy salvé a una señora de un tipo con cuchillo. Me duele un poco el brazo. ¿Crees que debería usar vendaje compresivo?" o "Me encontré con un ladrón que usaba una máscara de pato. Fue raro. ¿Tú y el Sr. Stark veían cosas así todo el tiempo?" Al principio era casi divertido. Como escribir en un diario. Pero el diario no respondió. Y Hogan tampoco. Ni una vez. Ni un emoji. Ni una confirmación de lectura. Solo silencio. Como si hablara con el vacío mismo.
Con el tiempo, dejó de escribirle. Dejó de esperar. Y eso —ese abandono mudo— caló más hondo de lo que quería admitir. Lo había trabajado en terapia después, claro, sobre todo después de todo lo de Mysterio, cuando el mundo se había caído a pedazos y Peter ya no sabía quién era ni qué hacía ni por qué seguía luchando. Su terapeuta le había dicho que no era culpa de Happy del todo, que el hombre tenía sus propias heridas, sus propias formas torpes de lidiar con la pérdida. Pero aún así, Peter no podía evitar sentir que algo se le había roto internamente. Ya no era el niño que hablaba sin parar, que se emocionaba por una misión, que necesitaba compartir cada detalle. Algo dentro de él se había endurecido. Callado. Guardado bajo llave.
Y, en el fondo, lo entendía. Hogan había hecho lo que pudo. Incluso se había hecho cargo de May mientras él estaba desaparecido por el Blip. La había acompañado, había estado con ella cuando más lo necesitaba. Peter lo había descubierto después: no solo la ayudó a reconstruir su vida, sino que también vivieron juntos. Tuvieron una relación real. Dos años. May aún conservaba fotos de ellos colgadas en la nevera de su antiguo departamento, sonriendo en parques, en un picnic improvisado, abrazados en Navidad. Era raro ver a Happy sonriendo. Pero ahí estaba, sonriendo con sinceridad junto a ella.
Y cuando Peter regresó, cuando el Blip se deshizo y él apareció otra vez como si el tiempo no hubiera pasado, descubrió que Happy le había comprado en mayo un departamento de dos habitaciones. Una principal para ella, y otra para él. Por si acaso, había dicho May. Porque ella nunca perdió la esperanza. Porque su corazón se negó a aceptar que su sobrino estaba muerto. Y Happy, de su manera, había respaldado esa fe.
Peter no podía odiarlo. Pero tampoco podía confiar como antes. Le había dejado una marca. Y no de las buenas. Fue parte de un patrón que se repetía: depositar la confianza en adultos que no sabían qué hacer con ella.
Por eso, ahora, pensar en pedirle ayuda a Jessica Jones —a alguien más del mundo adulto,del mundo serio—le revolvía el estómago. No quería parecer débil. No quería parecer desesperado. Ese ya no era su estilo. Había trabajado demasiado para construir esta versión más contenida de sí mismo. Una versión que no se derrumba, que no necesita. Que observa, evalúa y solo actúa cuando es absolutamente necesario.
Volvió a mirar el techo, esa mancha en forma de pato decapitado. Se río, cansado.
—Nuevo lugar, nuevas reglas —susurró.
Se levantó, caminó hacia la ventana, y observó las calles oscuras de Hell's Kitchen. Se prometió, una vez más, que encontraría la manera de hacer esto bien. De conseguir el permiso maldito. De hablar con Daredevil sin parecer un idiota. De mantener intacta su integridad.
Solo necesitaba... un plan.
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Nuevo día, nuevas aventuras.
Nuevas oportunidades… y nuevos golpes.
Aunque Peter no esperaba que el primero viniera en forma de portazo mientras estaba sin el traje.
—¡No estamos contratando! —gruñó un hombre de voz áspera, justo antes de cerrarle la puerta en la cara con un estruendo seco.
Peter retrocedió un paso por el impacto y apretó los dientes, una mueca de dolor se dibujó en su rostro mientras se llevaba una mano a la nariz. El ardor y la humedad cálida no tardaron en llegar, sangre.
—Genial… —murmuró con sarcasmo, inclinando la cabeza hacia atrás para evitar que la sangre siguiera corriendo. El tipo no solo era un patán, estaba bastante seguro de que le había roto la nariz. No era un dolor ajeno para él, pero dolía igual cada maldita vez.
—¡Hijo de puta! —bramó de pronto una voz femenina a su lado.
Peter apenas la había notado antes, pero ahora se fijó. Era una mujer rubia impecable y equilibrando cafés como una equilibrista de oficina. Su voz, sin embargo, fue lo que lo sacó de su letargo. La rubia estaba fulminante con la mirada la puerta recién cerrada. Tenía el cabello planchado y lo sujetaba parcialmente con un pequeño broche plateado en forma de mariposa. Vestía con elegancia: una blusa rosa pálido con lazos negros en los puños, una falda negra de oficina y unos tacones altos que hacían resonar el suelo con autoridad.
—¡El descaro de ese hombre! Lo vi todo, chico. Si quieres exigir, puedo ser tu testigo —dijo indignada, mientras maniobraba con torpeza sus pertenencias, para buscar algo en su bolso sin derramar el café.
—Eh… gracias, pero no creo que… —empezó a decir Peter, pero fue interrumpido por su repentina eficacia.
—Toma, aquí —le extendiendo una pequeña tarjeta de presentación, con una sonrisa cálida pero un brillo feroz en los ojos—. Del otro lado tienes mi número personal. Si decide denunciarlo, o si necesita cualquier tipo de asesoría legal, no dudes en llamar. Trabajo en la firma “Nelson, Murdock & Page”.
Peter parpadeó, sorprendido por la generosidad. Sus dedos se tensaron cuando ella le extendió aquella tarjeta.
La tomó con cierta urgencia, pero en cuanto sus ojos se posaron sobre la caligrafía elegante y el diseño sobrio, sintió que el corazón le daba un vuelco y su estómago se contrajo. Como si pudiera oír de nueva aquella voz serena diciéndole su nombre por primera vez.
Quiso alejarse, pero sus pies no se movieron. No podía creer que esa tarjeta estuviera otra vez frente a él.
Era la misma que May le había mostrado meses atrás. Cuando ambos lidiaban con la amenaza constante de juicios, periodistas y cargos falsos durante el caos que fue todo lo de Mysterio y la filtración de su identidad. Ella había insistido en que esa era la firma indicada para defenderlos. Y no se equivocó. Sintió un nudo apretar su estómago.
Peter tragó saliva con dificultad, Ver ese nombre lo dejó paralizado. Y de pronto, los recuerdos llegaron, uno tras otro, como un golpe seco en el pecho.
Recordó a May sentada en la cocina,con los codos sobre la mesa, mostrándole esa misma tarjeta mientras hablaba de cómo Matt Murdock —el abogado de voz serena pero firme— la había defendido en más de una ocasión por su activismo en Feast, la organización comunitaria a la que dedicaba cuerpo y alma. “Es ciego, pero ve más que todos los demás juntos”, había dicho ella una vez, con algo de orgullo y mucho respeto.
Peter había conocido a Matt en persona durante lo peor de su vida. Cuando el mundo entero lo señalaba como un criminal, un asesino, un fraude. Cuando sus amigos lo evitaban. Cuando su vida era solo caos y persecución. Matt fue un ancla. Un refugio.
Y ahora... Matt no lo recordaba.
El hechizo lo había borrado de su mente, como a todos los demás. Y Peter no iba a forzarlo a recordar.
Sintió una punzada en el pecho. Como si algo esencial se hubiera quebrado en silencio.
—Yo soy la recepcionista… y la detective privada, aunque también hago investigaciones periodísticas ya veces edito notas cuando Foggy se retrasa. Ya sabes, oficina pequeña, muchas funciones. Aunque, ¡Dios mío! Lo siento muchísimo, estoy hablando como loca, soy terrible en esto. Ni siquiera me presenté.
Ella extendiendo la mano, sujetando los cafés con el codo como si eso fuera la cosa más normal del mundo.
—Karen. Karen Page —dijo con una sonrisa genuina, sin notar el leve sobresalto de Peter al oír ese apellido.
Peter parpadeó, aún procesando la situación.
Nelson, Murdock & Page
Murdock
Matt
¿Cómo demonios se le había pasado que Matt vivía —y trabajaba— en Hell's Kitchen?
—Soy Peter, señorita Page. Gracias por el gesto, de verdad. Pero cómo habrá escuchado… estoy desempleado. No puedo darme el lujo de pagar a un abogado.
Una sonrisa torcida fue lo mejor que pudo salir de sí mismo. No quería parecer descortés, pero cada célula de su cuerpo pedía huir. Rápido. Karen lo observó con genuina preocupación, como si sintiera que había algo más detrás de su negativa.
—¡No hay problema, chico! —respondió Karen con entusiasmo, agitando una mano como si alejara la preocupación—. Somos una firma que ayuda a quien lo necesita, no nos manejamos con lujos ni tarifas inalcanzables. Ayudamos como podemos. A veces nos pagan con comida o favores. Lo importante es empezar.
—Lo siento, señorita Page… tengo que declinar. Gracias, de verdad —dijo con voz apagada, apenas audible, mientras colocaba un pañuelo arrugado contra su nariz ensangrentada, más por cubrir la incomodidad que por detener el sangrado.
La miró apenas un segundo, notando el desconcierto en su rostro. Luego dio un paso atrás, como quien se aleja de un borde peligroso. Uno de sus currículums, arrugado y manchado por la sangre, resbaló de su mano. No se molestó en recogerlo.
—¡Adiós! —dijo con urgencia, casi tartamudeando, y se giró de inmediato.
—¡Chico, se te cayó—! —Karen intentó detenerlo, agachándose para tomar el papel, pero ya era tarde. Él se había ido. Sin mirar atrás. Sin darle oportunidad a nuevas preguntas.
Peter dobló la esquina apresuradamente,internándose entre la multitud de la acera con pasos torpes. El nombre de Matt seguía retumbando en su cabeza como un eco hueco.
Matt Murdock.
Aquel abogado. Su abogado.
El único que había creído en él cuando nadie más lo hizo. Recordaba todo.
Según Matt, Karen pasó horas reuniendo pruebas en silencio, con una mirada de halcón tras sus gafas cuadradas. Foggy peleando con una montaña de papeleo sin perder nunca el sentido del humor.
Y Matt... Matt enfrentando jueces como si llevara la justicia tatuada en los huesos. Ese hombre era una fuerza de la naturaleza.
Era asombrosa ver a Matt Murdock en acción. No importaba cuantas veces Peter lo hubiera acompañado a una audiencia o lo hubiera visto cruzar los pasillos del juzgado con paso firme, cada vez se sentía como la primera.
Matt tenía esa presencia inquebrantable, como si la justicia caminara con él, de traje impecable, corbata perfectamente ajustada, su portafolio de cuero envejecido bajo el brazo y ese característico bastón blanco golpeando el suelo con ritmo meticuloso. No es necesario ver para imponer respeto. Bastaba con escucharlo hablar.
Su voz grave y serena tenía una autoridad natural. No alzaba la voz. No amenazaba. Pero cuando abría la boca en la sala, todos se callaban. Los jueces lo miraban —o más bien, lo escuchaban— con atención genuina. Los fiscales se tensaban. Los abogados defensores murmuraban entre ellos, incómodos. Era como si supieran, incluso antes de comenzar, que ya habían perdido.
Había algo en la forma en que Matt se movía, en su aplomo tranquilo, que hacía que el ruido del entorno se apagara por un instante.
Peter recordaba haber estado sentado en esa sala, al borde de un colapso emocional, mientras Matt explicaba su caso con una claridad y seguridad que hacían parecer que la verdad misma le susurraba al oído. Lo observaba —embobado, sí, sin pudor alguno— construyendo argumentos sólidos como columnas de mármol, cada palabra colocada con exactitud. Era imposible encontrar un hueco en sus planteos. Incluso Peter, que ya se había acostumbrado a salir de situaciones imposibles como Spider-Man, no podía imaginar una forma de derribar una defensa como la de Murdock.
Lo había dicho muchas veces para sí: Matt era, sin duda, un buen abogado.
Claro, tampoco conocía a muchos, pero eso no importaba. Después de enfrentarse a los tiburones de los medios, a los abogados corruptos que intentaban pintarlo como un asesino, ya los fiscales con sed de venganza tras la filtración de su identidad, había aprendido a distinguir entre alguien que sabía lo que hacía y alguien que solo hablaba bonito.
Matt no hablaba bonito. Matt hablaba justo.
Fue él quien logró el primer gran avance. En menos de un mes, había desarmado las acusaciones más graves.
Nada podía limpiar del todo el daño mediático, ni las opiniones públicas envenenadas por el sensacionalismo, pero legalmente… Peter estaba limpio. Y eso ya era mucho decir.
Recordaba el día en que salieron del último juzgado. afuera,la lluvia caía finamente como un telón de fondo melancólico, y Peter, agotado por semanas de tensión, no lo pensó dos veces. Apenas cruzaron la puerta del edificio, se volvió hacia Matt con una mezcla explosiva de alivio, gratitud y emoción desbordada... y se lanzó sobre él en un abrazo torpe y apretado, casi derribándolo. Fue solo un gesto, pero le sorprendió lo fácil que resultaba apoyandose en alguien de esa manera. Como si fuera natural.
—¡Lo siento! No quise... ¡Dios, no pensé! —balbuceó atragantándose en su propio torbellino de palabras, sintiéndose el peor ser humano del mundo, retrocedió con horror. Se cubrió la cara con ambas manos, deseando poder desaparecer en ese mismo instante. Pero Matt, fiel a su estilo sereno, solo río con suavidad.
—Tranquilo, Peter —dijo, y colocó una mano firme sobre su hombro—. Es uno de los mejores abrazos que he recibido saliendo de una corte. Peter lo miró, aún horrorizado, pero algo en la sonrisa de Matt, en la calma sincera de su gesto, lo desarmó.
—Gracias, en serio… gracias por todo —musitó, bajando la mirada.
—Para eso estamos —respondió Matt con tranquilidad—. La justicia no siempre tiene buenos días… pero hoy ganamos uno.
Y eso cuenta. Fue uno de los pocos días en los que Peter sintió que podía respirar. Un instante de calma en medio de un huracán constante.
Pero esa paz se había desvanecido hacía mucho tiempo.
Su pecho se sentía apretado, como si un alambre invisible le envolviera las costillas. Caminó sin pensar demasiado, dejándose llevar por la inercia de sus pasos hasta dar con un parque cercano, apenas a unas cuadras de donde había tenido ese incómodo encuentro. Las hojas crujían bajo sus pies, y el viento soplaba con una insistencia helada que se colaba por cada rincón de su ropa.
Se dejó caer pesadamente en uno de los bancos de hierro, fríos como la misma ciudad. Hundió el rostro entre las manos y respiró hondo, dejando que el aire le ardiera en los pulmones. Luego, con gesto resignado, levantó la cabeza y miró a su alrededor. El parque estaba casi vacío: un par de ancianos paseaban a sus perros a lo lejos, pero no había niños, ni risas, ni familias. Solo el silencio húmedo y gris de una mañana laboral en Hell's Kitchen.
Entonces recordó su nariz. Sabía que si no la acomodaba pronto, sanaría torcida… y eso dolería más tarde. Mucho más.
—Vamos, Parker, uno más… como cuando eras novato —murmuró para sí, cerrando los ojos un segundo antes de llevar ambas manos a su rostro.
Inspiró, y de un tirón rápido y seco, la colocó en su lugar. El chasquido seco se hizo eco en la soledad del parque.
—¡Carajo! —siseó entre dientes, apretando los párpados con fuerza por el dolor punzante.
El ardor le nubló la vista un segundo, y sintió cómo una fina línea de sangre volvía a correrle por el labio superior.
Masculló algunas maldiciones por lo bajo, asegurándose de que nadie lo escuchara. Afortunadamente, el parque seguía vacío. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas,exhalando con pesadez mientras notaba, recién ahora, cuánto había estado tensando los hombros. Los dejaron caer lentamente, en un gesto automático de cansancio.
El frío no ayudaba. Sus dedos estaban entumecidos, y sus nudillos rojos como si hubiera estado peleando con el clima.
Su cuerpo, normalmente imbatible, parecía estar en huelga. No era que hubiera perdido sus poderes, no del todo. Pero sin comida, su metabolismo acelerado no podía trabajar al cien por ciento. Y sin dinero, no había comida. Sin comida, no había recuperación. Era simple… y cruel.
Y con un metabolismo como el suyo, el hambre era una tortura constante. Una que lo carcomía por dentro, lo debilitaba lentamente. Su cuerpo se devoraba a sí mismo para seguir funcionando. Una ironía brutal para alguien que, en teoría, podía levantar un autobús con una sola mano. ¿De qué servía tanta fuerza si no tenía lo básico para mantenerse en pie? Además, su termorregulación estaba hecha un desastre. Bastaba con que la temperatura descendiera un par de grados para que empezara a temblar como una hoja. Sus dientes castañeteaban a ratos, sus manos temblaban y sus músculos se resentían.
Por suerte, pensó con una risa amarga, los medios no sabían nada sobre esos detalles. Solo hablaban de su fuerza, de su agilidad, de sus saltos imposibles. De sus hazañas entre los rascacielos.
Pero si supieran del resto… si tan solo supieran lo que costaba mantener ese cuerpo funcionando día tras día, lo que implicaba tener un sistema sobrecargado sin el combustible necesario, sin el descanso adecuado, sin el soporte emocional…
Entonces sí tendría problemas. Problemas reales. No solo con la prensa o el público, sino con las personas que alguna vez confiaron en él. Y consigo mismo.
Últimamente, todo estaba siendo más difícil de sobrellevar. Los días se arrastraban como si cada hora pesara más que la anterior, y la sombra de Matt, omnipresente en su memoria, no ayudaba. No porque fuera una sombra oscura o cruel, sino porque había sido luz… y pensar en él dolía. Dañaba más que cualquier golpe recibido en sus rondas nocturnas.
—¡Sr. ¡Murdock! —recordó con una nostalgia que le pinchó el pecho—. Mi tía May va a cocinar espaguetis a la boloñesa. ¿Quieres quedarte a cenar?
Lo había dicho con la voz apenas más alta que un susurro, con esa mezcla de timidez y respeto que se le escapaba cuando estaba frente a figuras que lo impíann. Y Matt Murdock, aun con sus lentes oscuros y su caminar tranquilo, impía. Mucho.
El abogado ladeó la cabeza, esbozando una sonrisa cálida que hizo que Peter se sintiera, por un instante, aceptado.
—Claro que sí. Nunca me niego a un buen plato de comida —dijo Matt con ligereza, como si aceptar la invitación fuera lo más natural del mundo. Peter, en un intento por no parecer demasiado nervioso, intentó advertirle:
—No se haga muchas expectativas por los espaguetis… estoy un 98% seguro de que se van a quemar misteriosamente. Lo más probable es que terminemos llamando al tailandés de la otra cuadra. -Matt sonrio aún más, con ese gesto relajado que pocas veces mostró en los juzgados.
—Eso suena muy May de su parte —asintió, encogiéndose de hombros con una expresión serena.
—Pero bueno… tampoco es como si pudiera ver lo que me están poniendo frente a los ojos —añadió con un tono irónico, lanzando una broma inesperada sobre su ceguera.
Peter soltó una carcajada sin querer, un reflejo casi automático. Fue tan genuino que se descubrió a sí mismo. Solo conoció a una persona que hizo chistes así sobre sí mismo. Él. Era su mecanismo, su forma de defenderse, de suavizar lo que dolía, de reír para no llorar. MJ solía decirle que hacía “chistes de huérfano”, y aunque sonara oscuro, era cierto. Matt pareció no notarlo. Su sonrisa se volvió un poco más pequeña, más suave, casi culpable.
—Lo siento —dijo con tono apenado, bajando ligeramente la cabeza—. Es mi mala costumbre hacer chistes de mal gusto.
—No puedo juzgarlo —replicó Peter, aún con una sonrisa colgándole de los labios—. Después de todo, no tuve padres que me enseñaran el respeto a los mayores.
El estallido de risa que surgió de Matt fue inesperado y contagioso. Peter no pudo evitar reír aún más. Pero esa risa compartida se sentía diferente. Cómoda. Había algo especial en hablar con él. Algo reconfortante. A pesar de su tono reservado y su porte formal, Matt Murdock tenía un carisma natural, algo que se filtraba en sus gestos, en su forma de hablar, en su manera de escuchar con atención incluso lo que no se decía.
Peter también lo había observado en momentos de silencio. Lo había visto rezar en más de una ocasión, con los labios moviéndose apenas, sus dedos enredados alrededor de un pequeño rosario o cruz, con una expresión de calma profunda que casi le daba envidia.
No era algo que Peter entendiera. No porque tuviera algo en contra de la religión, sino porque simplemente… no había crecido con ella.
May Parker fuera cualquier cosa menos religiosa. Criado bajo su ala, Peter había aprendido sobre responsabilidad, justicia, empatía… pero no sobre fe, al menos no en el sentido tradicional.
May creía en la gente, en las acciones, en los pequeños gestos que cambiaban al mundo. Creía en marchas, en campañas sociales, en dar la cara por los olvidados. Peter no la imaginaba como una mujer casada y criando a un niño en una casa de barrio. Siempre que pensaba en ella, la veía caminando entre carpas médicas en zonas marginales, con un botiquín al hombro y la frente arrugada por la preocupación.
Era como si, incluso dentro de una vida que había elegido, aún encontrara la forma de ser libre.
Y tal vez por eso lo inspiraba tanto. Porque había vivido su vocación sin pedir permiso.
Había sido enfermera, sí. Pero también activista, defensora incansable de causas justas, y una de las fundadoras de Feast, aquella organización sin fines de lucro que abogaba por el acceso igualitario a la salud.
Peter suspiro, con los ojos aún fijos en los árboles que bordeaban el parque. Todo eso, todos esos recuerdos,Estaban grabados en su piel.
Y ahora… parecía que se deshacían con cada paso que daba en una ciudad que lo había olvidado.
Negó con la cabeza, apretando los labios con firmeza. No podía permitirse caer en ese tipo de pensamientos, no ahora. No cuando el peso del pasado empezaba a inclinarle la espalda y le hacía difícil mantener la mirada al frente.
Tenía algo que hacer, y eso era esencial. Conseguir trabajo.
Se levantó de golpe de la banca, con ese impulso que solo aparece cuando uno intenta espantar la melancolía a través del movimiento. Se sacudió un poco los pantalones, intentó alisar con la palma de la mano las arrugas en su camisa y se pasó los dedos por el cabello, como si eso fuera suficiente para parecer más presentable. Un gesto inútil, pero reconfortante. Sabía que su aspecto no era el mejor. Pero también sabía que no podía aparecer ante nadie —y mucho menos en un posible lugar de trabajo— con restos de sangre en el rostro o las ropas. Eso no solo restaría toda credibilidad a su historia, sino que también generaría miedo, alarma.
Y bastante tenía con que la gente ya desconfiara de él sin siquiera saber su nombre.
Hizo un rápido inventario visual de su apariencia. Bien. Solo tenía una pequeña mancha de sangre en la manga derecha de su camisa marrón, una mancha seca, casi imperceptible si no se miraba con atención. Enrolló la manga con cuidado, hasta el codo, disimulando la mancha con un pliegue casual.
Nada que no pudiera manejar.
Después de todo, ser Spider-Man durante tantos años tenía sus ventajas: sabía cómo limpiar la sangre de la ropa con una eficacia casi profesional. Un oficio aprendido por necesidad, pero al fin y al cabo, un oficio.
Respiró hondo, inflando los pulmones con el aire fresco de la mañana, y se obligó a dar el primer paso.
Estaba decidido.
No podía quedarse estancado. No podía seguir arrastrando la desesperación como una mochila llena de piedras. Tenía que hacer algo, lo que fuera. Y buscar trabajo era al menos un inicio concreto.
Se metió las manos en los bolsillos mientras caminaba, sintiendo las costuras gastadas de su pantalón y el papel arrugado con la dirección de un local que había visto el día anterior. Algo sobre una cafetería que buscaba personal. No era mucho, pero era un comienzo. A lo largo de su vida había trabajado en muchas cosas. Había sido mesero en más de una ocasión, vendedor de mostrador, ayudante de cocina, incluso había repartido volantes en los veranos más calurosos de Nueva York. Y lo cierto es que no se le daba mal el trato con la gente. Cuando lograba mantenerse despierto y sin fracturas, claro.
Quizás debería volver a apostar por eso. Restaurantes, cafeterías, panaderías, pequeños comercios. Sitios donde pudiera entrar sin una carta de recomendación, donde una sonrisa (aunque fuera cansada) valiera más que un currículum extenso.
O tal vez, pensó con una chispa de ilusión casi infantil, podría intentar conseguir un puesto como recepcionista. Siempre le había gustado la idea.Atender un teléfono, tomar notas, organizar citas, dar la bienvenida con educación... le sonaba extrañamente relajante. Claro que no sabía escribir demasiado rápido, y su letra era más bien fea, pero había aprendido a escribir a máquina desde joven, y su memoria era excelente. Podía recordar direcciones, nombres, voces. Sí, tal vez podría intentar algo así.
La idea le hizo sonreír por unos segundos. No era exactamente un sueño… pero en esos tiempos, aspirar a algo estable y tranquilo ya era mucho más de lo que solía permitirse.
Con ese pequeño impulso en el pecho, un poco más entusiasmado, siguió caminando por el barrio repartiendo algunos de sus currículums impresos en la biblioteca pública. Iba local por local, sonriendo educadamente, haciendo su mejor esfuerzo para parecer confiable, servicial, alguien a quien no dudaría en contratar. Lo intentaba, de verdad lo hacía.
Y aunque mantenía la sonrisa —una que ya se le sentía pegada con cinta adhesiva—, cada vez que alguien le devolvía el papel con una frase ensayada como “lo sentimos, no estamos contratando en este momento” o “deje sus datos por si surge algo”, una parte de él se encogía un poco más. Si tenía que ver una sonrisa falsa más, si tenía que fingir una pizca más de entusiasmo sin energía en el cuerpo, probablemente se golpearía la cabeza contra la vidriera más cercana.
Fue entonces cuando una voz burlona, grave y cargada de desprecio lo sacó de golpe de sus pensamientos.
— Oh, miren al pobre hombre, vamos muchachos, denle dinero al pobre ciego...
Peter se detuvo en seco, frunciendo el ceño. La sangre le bajó hasta el estómago como una piedra. Con el corazón apretado y la atención repentinamente enfocada, aguzó el oído y se apresuró a seguir la voz. Dobló la esquina con el pulso acelerado, esperando encontrarse con cualquier cosa… menos con eso.
Y su corazón se detuvo al ver la escena.
Matt Murdock estaba en el suelo.
Uno de los cuatro hombres que lo rodeaban —todos con chaquetas oscuras, cadenas colgando de los bolsillos y esa forma prepotente de caminar que gritaba "delincuente" a cuatro cuadras— había pateado su bastón, haciendo tropezar brutalmente. El hombre ciego se encontraba de rodillas, una mano sobre el pavimento, la otra tanteando el aire.
Peter no lo pensó dos veces.
— ¿¡Qué demonios están haciendo!? — gruñó con rabia, sintiendo un calor venenoso subirle por el cuello.
Ver a Matt en el sucio pavimento de Hell's Kitchen… le revolvía el estómago. Los tipos se giraron con lentitud, como si la amenaza de Peter no fuera más que un inconveniente menor.
— ¿Te unes o te largas, bonito? — preguntó uno de ellos con una sonrisa torcida, mirándolo de arriba abajo con descaro. Peter ladeó la cabeza, esbozando una sonrisa tranquila. Oh, pobres hombres.
— Me uno — murmuró, y su puño voló hacia la mandíbula del más cercano con la precisión de quien ha hecho esto toda su vida.
El tipo cayó al suelo de inmediato, con un ruido sordo. Los otros tres reaccionaron casi al unísono,Pero ya era tarde. Peter se movía rápido, su sentido arácnido disparándose como fuegos artificiales detrás de los ojos. Esquivó un puñetazo por la izquierda, bajó el cuerpo y golpeó con una patada giratoria al siguiente. El tercero intentó lanzarle una botella vacía, pero Peter la atrapó al vuelo con una mano y se la devolvió al estómago del agresor, doblándolo por la mitad.
En menos de cinco minutos, el callejón quedó en silencio. Salvo por los quejidos de los agresores tirados en el suelo. Peter, sin embargo, jadeaba. Se sostenía contra una pared, con el pecho alzándose y cayendo como si hubiera corrido una maratón. Su cuerpo temblaba levemente y su estómago protestaba con hambre. Ayer solo había tomado un café frío y un churro viejo que una amable señora le dio luego de ayudarla con las bolsas del supermercado. No era suficiente. No para él.
— ¿Hola? — preguntó la voz de Matt, moviendo la cabeza con cautela hacia donde estaba Peter.
— ¿Está bien? — dijo Peter, acercándose con pasos rápidos, el tono cargado de genuina preocupación. Estaba agradecido de haber llegado antes de que lo lastimaran más.
— ¿Le hicieron algo? ¿Necesita ayuda?
— Yo soy quien debería preguntar eso — murmuró Matt, frunciendo el ceño, y Peter sintió que su voz todavía tenía esa misma calidez tranquila de siempre.
— Estoy bien, Sr. Murdock, de verdad, no se preocupe… ¡Dios mío, lo siento! — Se apresuró a mirar a su alrededor hasta encontrar el bastón, caído cerca de una de las paredes.
— Déjeme que le ayude a buscar su bastón. Lo recogió con cuidado, sacudiendo un poco el polvo.
— ¿Señor Murdock? — repitió el hombre, cargando la cabeza, con el gesto claramente confundido.
— ¿Disculpa…nos conocemos? — preguntó con curiosidad genuina, ya Peter se le congeló el alma por un instante.
Ahí estaba, otra vez. Ese puñal invisible que lo atravesaba cada vez que alguien que amaba… ya no lo recordaba.
— No, señor Murdock — murmuró, forzando una sonrisa que no llegó a sus ojos —. Solo conozco su firma por el periódico. He leído cosas muy buenas de usted.
Matt avanza lentamente, aceptando la explicación sin más.
— Con su permiso… Voy a tomar su mano — dijo Peter con voz suave, y al recibir el asentimiento del otro, se agachó un poco, guiando con delicadeza la mano de Matt hasta el bastón.
— Gracias por eso… — murmuró Matt, mientras sus dedos se cerraban con firmeza alrededor del bastón.
—Pedro, señor. Peter Parker — respondió rápidamente, con una sonrisa suave y sintiendo un nudo en la garganta. No era la primera vez que decía ese nombre, pero aún se sentía extraño, como si estuviera colgado de un hilo invisible que casi nadie recordaba.
— Muchas gracias, señor Parker — repitió Matt, con cortesía genuina. Peter alzó las manos con torpeza, casi tropezando con sus propias palabras.
— Oh no, por favor, el señor Parker era mi padre. Solo Peter está bien — dijo, con una risa nerviosa, como si estuviera repitiendo una broma vieja que ya no tenía tanta gracia, pero que decía por inercia.
Y entonces, Matt Río. Fue apenas un sonido breve, pero claro, real. Un eco cálido en medio de la hostilidad del callejón, un instante que pareció suspender el aire alrededor.
Peter parpadeó, desconcertado. No se había dado cuenta de cuánto extrañaba ese sonido.
— Entonces dime Matt — dijo con una voz más baja, más contenida —, después de todo, el señor Murdock era mi padre.
— Por supuesto — murmuró Peter, con una pequeña sonrisa en los labios.
Notes:
Quiero aclarar que Mj se sintió presionada por las personas y en medio de todo el caos, dejó a Peter. La familia de Ned lo obligó a alejarse de él también. Voy a hablar del tema más adelante, pero quería que se entienda la frase de soledad jsajsa
(Fragmento: "Peter había conocido a Matt en persona durante lo peor de su vida. Cuando el mundo entero lo señalaba como un criminal, un asesino, un fraude. Cuando sus amigos lo evitaban. Cuando su vida era solo caos y persecución. Matt fue un ancla. Un refugio.")