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Mi odio cabe en tus manos

Chapter 4: La rutina de Kian, jugando rudo

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El despertador sonó antes del amanecer, un pitido estridente que Kian apagó con un golpe seco. La luz tenue del cuarto apenas se colaba por la ventana, dibujando sombras pálidas en las paredes. Se levantó en silencio, preparado para iniciar la mañana.

Mientras se vestía con la ropa que había dejado lista la noche anterior, sus pensamientos se entrelazaban con la rutina: la camiseta simple, los pantalones anaranjados de su uniforme, la mochila que también llevaba al colegio. Nadie sabía que él tenía un trabajo. Ni sus compañeros, ni sus profesores, ni siquiera sus amigos en la escuela. Era un secreto que guardaba tan bien como podía. Porque admitir que trabajaba a tiempo parcial era admitir que las cosas en su casa no eran tan perfectas como parecía. Y Kian odiaba que la gente lo viera como alguien vulnerable.

—Si hablo de esto, me verán diferente. Mis padres se esfuerzan demasiado para mandarme a mi colegio privado —pensó mientras se ataba los cordones—. Y más desde que mi madre perdió su trabajo.

Salió con su amplia sonrisa, que ya era marca patentada suya. El aire fresco entró por sus fosas nasales. Caminó con paso firme hacia el minisúper, una distancia corta pero suficiente para darle tiempo de ordenar sus ideas. Su mente se debatía entre la calma aparente y la presión constante que sentía al saber que cada centavo contaba.

—No es mucho lo que gano, pero es mejor que nada —se dijo, pensando en el próximo acto de graduación, en las facturas que se acumulaban, en las miradas inocentes de su hermana menor—. Si no hago esto, no podré ir a mi baile.

En el minisúper, Kian encajaba como una pieza más del decorado: el chico que reponía productos, que cobraba lento y que les sacaba plática a los clientes. Su jefe apenas le dirigía la palabra, pero cuando lo hacía era para darle una reprimenda, quejándose de su desempeño. Cada hora que pasaba en ese lugar era un recordatorio de lo lejos que estaba de la vida sencilla y sin problemas que otros daban por sentada.

—¿Qué pensarían si el presidente del consejo estudiantil, quien organiza el baile de graduación, no tiene dinero para ir? ¿Se burlarían? ¿Lo usarían en mi contra?

Pero lo que más le dolía era pensar en Asher. Ese día, cuando lo encontró encogido, pequeño, indefenso en medio del cuarto de provisiones del conserje. Lo había recogido, sí, pero también lo había encerrado en un calcetín, lo había castigado. Por orgullo, por frustración, porque no sabía cómo manejar esa situación absurda.

—¿Por qué me importa tanto? No debería importarme —pensó con rabia contenida—. Pero no puedo dejarlo solo.

Escaneaba productos con una mano mientras con la otra revisaba facturas, tratando de mantener la cabeza fría. Sabía que pronto terminaría su turno, volvería para desayunar con su madre y hermana. Pero ahora, mientras trabajaba, se prometía que haría todo lo posible para entender a Asher, aunque no supiera todavía cómo.


 

Kian cerró la puerta de la casa después de ingresar. Se escuchaba la voz de su hermana peleando con su madre mientras la bañaba, seguro porque el champú le había vuelto a entrar en los ojos.

—Pobrecita —pensó, mientras una sonrisa burlona se empezaba a formar en su pecoso rostro—. Ya no deben tardar mucho.

Se quedó allí unos segundos escuchando. Luego subió las escaleras en silencio, con anticipación a su inesperado inquilino.

Al llegar a su habitación, encontró a Asher sentado sobre el escritorio, con los brazos cruzados y una expresión que combinaba aburrimiento, molestia y puro rencor.

—¿Ya llegaste? —saludó Asher, la voz cargada de sarcasmo.

Kian soltó la mochila y suspiró. No quería discutir, pero sabía que no había escapatoria.

—Sí, me alegro también de verte.

Asher levantó una ceja y lanzó una carcajada seca.

—¿Sabes? —continuó Asher, levantándose para caminar cerca de la cama—. Podrías ser menos imbécil y dejar de jugar al héroe.

Kian se tensó, pero no replicó. No con palabras al menos.

—Porque claro, para ti no soy más que un estorbo, una molestia del tamaño de una garrapata —dijo Asher, con la voz quebrada por la rabia y la frustración—. No te importa lo que pienso, y si te molestas me encierras para silenciarme.

Kian finalmente giró el rostro para mirarlo, viendo a esa irritante molestia que taladraba su cabeza.

—No eres un estorbo —respondió finalmente, con la voz baja—. Solo me sacas de quicio.

Asher se rió sarcásticamente.

—¿Ah, sí? Pues yo también podría decir lo mismo. Que eres un imbécil con complejo de salvador.

Un silencio pesado cayó entre ellos, tenso como una cuerda a punto de romperse.

Entonces Kian, en un impulso de irritación y cansancio, se dejó caer de espaldas en la cama con fuerza, sacudiéndola hasta que el marco vibró.

Asher dio un brinco hacia atrás, su pequeño cuerpo tambaleándose.

—¿Qué demonios? —exclamó, asustado.

Kian abrió los ojos, medio sonriendo con una mezcla de suficiencia y agotamiento.

—Eso es para que no te olvides de quién manda aquí.

Se quedó allí, mirando al techo, con Asher aún en guardia cerca del escritorio, el aire cargado de hostilidad y hormonas masculinas.

Asher clavó la mirada en Kian, esa mezcla de furia y desafío que parecía crecer con cada palabra.

—¿Quieres que pruebe que no soy un inútil? —dijo, cruzándose de brazos—. Te apuesto a que no puedes atraparme, y si lo logro no me seguirás reteniendo contra mi voluntad.

Kian arqueó una ceja, esbozando una sonrisa burlona.

—Claro que puedo atraparte. Pero ver tus míseros esfuerzos… eso suena entretenido.

—¿Tanta fe te tienes? —respondió, con una sonrisa arrogante—. Está bien, pequeño. Te doy la oportunidad.

Asher esperó un instante y luego salió corriendo, impulsándose desde el escritorio con la fuerza que pudo reunir, saltando hacia la cama.

Kian soltó una risa suave y extendió una mano hacia adelante, sus dedos grandes buscando al pequeño Asher.

El juego comenzó.

Asher se deslizó entre los dedos, rápido y escurridizo, brincando de un lado a otro sobre las sábanas y el colchón.

El corazón de Kian latía con fuerza, más rápido de lo normal.

—Maldita sea, esto es más difícil de lo que pensé. Pero no voy a perder.

Cada vez que casi lograba atraparlo, Asher se escondía detrás de la almohada o se lanzaba hacia el borde de la cama, arriesgando una caída que Kian se negaba a permitir.

Pero la adrenalina corría por sus venas, y con cada maniobra de Asher, Kian sentía que estaba perdiendo el control que tanto lucha por mantener.

—¡Te tengo! —gritó, con un brillo de determinación en los ojos.

Extendió el pie, descalzo, buscando atrapar al chico diminuto contra la cama.

Asher intentó esquivar, pero en un descuido, el pie de Kian descendió rápido y firme.

Un crujido seco rompió el aire.

Kian frenó, el pie aún en contacto con el cuerpo pequeño.

—Maldita sea... —susurró, paralizado.

Asher gimió de dolor, pero alzó la cabeza con ojos llenos de miedo y rabia.

Kian retiró el pie rápidamente, incapaz de mirar de frente.

—¿Qué acabo de hacer?

El juego había terminado.

El crujido fue tan sutil que por un instante Asher pensó que se lo había imaginado.

Pero el dolor que explotó en su pierna le confirmó que no.

Un golpe seco y punzante que atravesó desde la rodilla hasta el tobillo, como si algo dentro de él se hubiera roto en mil pedazos.

—… ¿Asher? —la voz de Kian sonó urgente y temblorosa, llena de sorpresa y culpa.

Asher sintió cómo Kian rápidamente apartaba el pie, y al hacerlo, la pequeña figura quedó desplomada en la cama, encorvada, agarrándose la pierna con desesperación.

La luz del cuarto parecía volverse insoportable.

Un sudor frío le recorrió la espalda, mezclado con la rabia y el miedo.

No podía dejar que Kian lo supiera.

Porque admitirlo significaría que Kian lo había superado. Que era vulnerable. Que estaba completamente a su merced, y a su aparente amabilidad.

—Estoy bien —murmuró, forzando la voz para que sonara firme—. Sólo me dio un calambre.

Kian parpadeó, dudando, sus ojos verdes fijos en el pequeño pelinegro, reacio a creer las palabras del pequeño cascarrabias.

El silencio se instaló, pesado entre ellos, denso y opresivo.

Asher se mordió el labio, luchando por no dejar que las lágrimas brotaran.

No iba a darle el placer de verlo débil.

Kian respiró hondo. No insistió más.


 

Un abismo invisible creció entre ellos, un secreto que Asher se llevaba consigo.

Y esa noche, la distancia entre Kian y él se volvió más profunda, aunque ninguno supiera todavía qué tan difícil sería cruzarla.

El resto del día transcurrió sin palabras.

Asher permaneció acurrucado sobre el escritorio de Kian, con la pierna herida. Cada movimiento le enviaba punzadas de dolor, pero se obligaba a quedarse quieto, evitando cualquier queja.

No quería que Kian lo viera débil. No quería que supiera cuánto poder tenía sobre él.

Mientras tanto, Kian estaba en el suelo, inclinado sobre sus libros y apuntes, haciendo tarea para el colegio. La concentración en su rostro parecía un intento de alejarse del silencio denso que llenaba el cuarto. De vez en cuando lanzaba miradas rápidas hacia Asher, pero sin decir nada.

No había reproches, ni insultos, ni siquiera un mínimo intento de romper la tensión.

Solo Asher y Kian, compartiendo un espacio, pero ajenos el uno al otro.

Asher cerró los ojos, respirando profundo para no dejar que el dolor se apoderara de él.

Kian siguió escribiendo, con la mandíbula apretada y el ceño fruncido, sumergido en su tarea pero incapaz de ignorar la presencia silenciosa de Asher.