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Mi odio cabe en tus manos

Summary:

Asher solía tenerlo todo bajo control: su vida, sus decisiones, su distancia con los demás. Pero una extraña maldición lo reduce a solo cinco centímetros de altura… justo en el momento menos oportuno. Atrapado y vulnerable, cae bajo el cuidado de Kian Meyer, su rival académico y símbolo andante de una vida perfecta.

Kian no pidió esto. Pero ahora que tiene a Asher literalmente en la palma de su mano, las reglas de su relación comienzan a cambiar. Lo que inicia como una dinámica tensa y contenida, pronto se transforma en un juego de poder, frustración, y castigos. Y mientras Asher se ahoga en su impotencia y rabia, también empieza a ver el mundo —y a Kian— desde una perspectiva diferente.

Chapter 1: No era un buen día para existir

Summary:

Asher se siente frustrado con su vida, sobre todo por la presión de su padre y la constante presencia de Kian.

Solo encuentra algo de consuelo con su amiga Stella, quien le habla de una entidad que cumple tu mayor deseo. Asher pide que el mundo lo deje en paz, y es encogido instantáneamente a cinco centímetros.

Justo cuando entra en pánico, es encontrado por Kian, el chico que menos quería que lo viera en ese estado.

Chapter Text

El despertador sonó a las 6:00 a. m., pero Asher ya estaba despierto desde las 5:17, mirando el techo con el ceño fruncido y las tripas revueltas.

En su cuarto no había más sonido que el tic-tac del reloj de pared, una prenda arrugada cayendo del respaldo de la silla, y el eco reciente de la voz de su padre golpeando las paredes como una piedra lanzada de manera maliciosa.

—Si te vas a rendir con todo, al menos no esperes que yo te aplauda —le había dicho, firme como si estuviera dando un discurso empresarial y no hablando con su propio hijo.

Asher había estado sentado a la mesa, con un café frío entre las manos y la mirada perdida en el mantel. Le había contado—más por inercia que por deseo—que no estaba seguro de si quería postular a la universidad todavía, que estaba agotado, confundido, que tal vez necesitaba un respiro.

Su padre no se enojó. Ni gritó. Peor: le habló con esa calma que apestaba a decepción, la misma que usaba cuando recibía reportes de ventas negativos o cuando su equipo de football no rendía lo esperado. Y Asher lo sintió más como un juicio que como una conversación.

—Estás a nada de graduarte. No te pido que hagas algo extraordinario. Solo que no desperdicies todo el esfuerzo que hemos hecho.

¿Y si ya me siento desperdiciado? pensó Asher, pero no lo dijo. Nunca lo decía. Porque hablar era abrir la puerta, y abrir la puerta era darle espacio a su padre para aplastarlo con razones lógicas y metas a corto plazo.

Ya ni peleaban. Habían dejado de discutir porque sus choques no eran explosivos, sino silenciosos, asfixiantes. como hundirse en arenas movedizas.

Asher subió a su cuarto sin terminar el café, se vistió con lo primero que encontró y evitó mirarse en el espejo. No le gustaba la expresión que solía devolverle: siempre cansada, siempre tensa, como si estuviera viviendo en una película de Tim Burton.

Al salir de la casa, no dijo adiós.

¿Y para qué? —pensó mientras caminaba hacia el colegio con las manos en los bolsillos— Él ya tiene claro que yo no soy lo que esperaba. Y yo ya tengo claro que no tengo ganas de seguir intentando serlo.


 

Cuando llegó al colegio, el sol parecía más odioso de lo normal. Le pesaba la mochila, le sudaban las manos y cada saludo ajeno en los pasillos le raspaba los nervios. Caminó directo a su casillero sin mirar a nadie, solo con el ceño fruncido y la mente repitiéndose como un eco rabioso:

No tengo ganas. No tengo paciencia. No tengo energía. Y por encima de todo eso… está él.

El pasillo parecía más ruidoso de lo habitual. Gente riendo, mochilas golpeando casilleros, el eco de pasos apresurados y voces que no se callaban ni por accidente. Para Asher, todo sonaba como una cacofonía que no podía silenciar ni aunque se tapara los oídos.

Y justo cuando pensaba que el universo había terminado de escupirle encima, lo vio.

Kian.

Lo reconocería incluso con los ojos cerrados. Esa risa estúpidamente brillante. Esos rizos color fuego que parecían brillar aunque el cielo estuviera nublado. Esa forma en la que caminaba por el pasillo como si el mundo entero estuviera bien, como si él estuviera bien.

Asher bajó la mirada al suelo, apretó la mandíbula y apuró el paso hacia su casillero. Pero era demasiado tarde. Su cerebro ya había activado el protocolo de irritación automática.

Kian Meyer. Maravilloso. Justo lo que me faltaba.

Estaba rodeado de gente —como siempre—. Un grupo de chicas le pedía ayuda con una coreografía del acto de graduación, y él reía, un poco avergonzado pero encantador como si no supiera que todos lo adoraban. Como si no supiera que su presencia era, al menos para Asher, como una espina metida entre los dientes.

¿Cómo alguien puede ser tan... brillante todo el tiempo? ¿No se cansa? ¿No se ahoga en su propia sonrisa?

Asher abrió su casillero de un tirón. El metal chirrió como si compartiera su estado de ánimo. Desde dentro, sus libros se asomaban con el mismo entusiasmo que él sentía por existir ese día: ninguno.

Kian giró la cabeza un poco —demasiado cerca, demasiado casual— y sus miradas se cruzaron por menos de un segundo. Asher no se quedó a descifrar la expresión. Fue suficiente con notar que Kian no le sonrió. No le saludó. Ni siquiera fingió cortesía. Solo lo miró con esos ojos cálidos y luego volvió a su mundo perfecto.

Y eso… eso lo jodía más.

—Pretencioso de mierda —murmuró Asher entre dientes, con la voz tan baja que solo él pudo oírse.

Era odio, o eso se repetía cada vez que pensaba en él. Era... hartazgo. Irritación. Tal vez hasta envidia. Pero definitivamente no era otra cosa.

O eso quería creer.


 

—¿Otra vez desayunaste odio con café? —preguntó Stella, girando su palito de manzana con una gracia irritante mientras Asher se dejaba caer en el banco a su lado como si el mundo estuviera hecho de cemento mojado.

—Hoy le puse más odio que café —respondió él, dejando su mochila en el suelo con un golpe seco.

Stella no se inmutó. Llevaban casi cinco años de conocerse, y ya estaba entrenada para tolerar su sarcasmo como si fueran ronquidos de fondo. Le tomó exactamente tres segundos notar que ese día el nivel de amargura estaba por encima del habitual.

—¿Tu papá otra vez?

Asher no contestó de inmediato. Jugó con la cremallera de su chaqueta, mirando hacia el campo de fútbol como si ahí estuviera la respuesta. No lo estaba. Solo estaban los imbéciles de siempre pateando balones como si eso resolviera algo.

—Dice que me estoy rindiendo. Que "así no se avanza en la vida". Que lo que necesito es estructura.

Stella soltó un silbido bajo.

—¿Y tú?

—Yo lo que necesito es paz. Y que me dejen en paz. Y que la Tierra colapse por unos días, no sé.

—Sutil. Me encanta.

Asher se encogió de hombros. Su voz bajó un poco más cuando agregó:

—Estoy harto, Stel. Del colegio, de la gente, de fingir que me importa todo esto. Estoy cansado de levantarme y sentir que nada mejora. Que estoy atascado. Que estoy... —hizo una pausa, apretando los dientes— ...demasiado consciente de lo mal que estoy todo el tiempo.

Stella guardó silencio unos segundos. No era la clase de amiga que llenaba los huecos con frases hechas. Lo miró, dejó su palito de manzana a un lado y dijo, con ese tono casual que usaba cuando sabía que iba a decir una locura:

—¿Y si te dijera que hay una forma de pedirle al universo que te dé un respiro?

Asher la miró de reojo, escéptico.

—¿Estás por ofrecerme drogas o una secta?

—Mejor: una leyenda escolar.

—Ah. Mucho más creíble.

Stella sonrió, como si se preparara para contar una historia de campamento.

—Dicen que si justo después de clases vas al cuarto de limpieza del tercer piso —el que siempre está cerrado, ya sabes— y haces una especie de mini ritual, se te aparece una entidad. No tiene nombre, ni forma clara. Solo aparece. Y si le pides tu deseo más profundo, te lo cumple.

Asher parpadeó, lento.

—Stel.

—Es en serio.

—Stella.

—¿Qué?

—¿Te estás drogando sin mí?

Ella rió, pero no se echó atrás.

—Yo sé que suena estúpido. Pero hay gente que lo ha intentado. Dicen que tienes que estar solo. Que tenés que decir tu deseo en voz alta, pero no cualquier cosa. Tiene que ser real. De esas cosas que no le contarías ni a tu almohada.

Asher la miró como si evaluara si debía levantarse e irse.

—Entonces... ¿yo qué? ¿Me encierro en un closet y le rezo al dios del polvo?

—¿Tenés algo mejor que hacer después de clases, Ash?

El silencio fue su respuesta.

Stella lo miró de frente, por primera vez con seriedad.

—No te estoy diciendo que funcione. Pero si vas a seguir ahogándote, por lo menos probá gritarle al abismo una vez, ¿no?

Asher se quedó quieto.

Pensó en la mirada de su padre esa mañana.
Pensó en la risa de Kian cruzando el pasillo.
Pensó en esa sensación de estar atrapado dentro de su propio cuerpo como si no pudiera salir ni gritar.

—...¿Y qué pasa si el abismo responde? —preguntó, casi en un susurro.

Stella sonrió, pero sus ojos eran extrañamente serios.

—Entonces al menos sabrás que alguien escuchó.


 

Las clases pasaron como un borrón, pero no el tipo que se olvida. Más bien el tipo que se adhiere, como una nube gris pegajosa que lo seguía por los pasillos, por las aulas, por cada rincón donde intentaba desaparecer.

Asher no participó. No levantó la mano. Ni siquiera anotó nada. Se limitó a existir con el ceño fruncido, la espalda encorvada y el estómago retorcido por una mezcla entre rabia, cansancio y esa sensación extraña de haber dicho demasiado y, a la vez, no haber dicho nada.

Cuando sonó el timbre de salida, todo el mundo salió como si fuera la primera bocanada de aire después de estar bajo el agua. Risas, pasos acelerados, planes para el fin de semana. Ruido. Siempre ruido.

Asher se quedó en su asiento un poco más, fingiendo que buscaba algo en la mochila. No tenía ganas de caminar entre tanta energía ajena. No tenía ganas de volver a casa. No tenía ganas de nada.

Entonces recordó las palabras de Stella.

"Después de clases. Solo. Decí tu deseo real."

Rodó los ojos. Qué ridiculez.

Y aun así… ahí estaba, subiendo las escaleras del tercer piso como si algo lo empujara desde dentro.

Ese sector del colegio siempre olía a encierro. Pocas aulas, muchas sombras. El lugar ideal para castigos, exámenes recuperativos o desaparecer un rato del radar. Había estado ahí antes. Nunca le gustó. Pero algo de esa incomodidad encajaba perfecto con cómo se sentía por dentro.

Frente al cuarto de limpieza, se detuvo.

La puerta estaba cerrada, claro. Pero no con llave. Solo ajustada. Como si supiera que alguien vendría.

Asher la empujó lentamente. El chirrido fue agudo, molesto, y por un segundo pensó que alguien lo oiría. Nadie lo hizo. El pasillo estaba vacío. El mundo, por fin, lo dejaba en paz.

El cuarto era pequeño, húmedo, con escobas, trapos y un olor a cloro rancio. No había ventanas. Solo una lámpara débil que parpadeaba cada tanto, como si dudara de su propia existencia.

Asher cerró la puerta. El silencio era tan denso que podía oír su propia respiración.

—Esto es estúpido —murmuró. Pero no salió.
Se quedó de pie en medio del cuarto, cruzado de brazos, sintiéndose tonto.
Luego se sentó. En el suelo. Con las piernas cruzadas. Como si estuviera esperando que algo pasara. Como si fuera a meditar, aunque jamás lo había hecho.

Miró al frente. Nada.

—Hola, entidad mística —dijo con sorna—. Soy Asher y vine a hacerte perder el tiempo.

Nada.

Por supuesto.

Suspiró. Cerró los ojos. Esperó un segundo. Después otro.
Entonces, sin pensar demasiado —como si lo escupiera más que decirlo—, murmuró:

—Quisiera que todo dejara de molestarme.

Silencio.

—Quisiera... —la voz se le quebró apenas— …que el mundo me dejara en paz.
Que desapareciera. Aunque fuera por un rato. Aunque fuera solo de los ojos de los demás.

Otro silencio.

Y luego…

Algo se movió.

No en la sala. No fuera de ella.

Dentro de él.

Una presión sutil, como si alguien tirara suavemente de sus huesos desde dentro. Luego una picazón. Luego frío. Y luego...
Nada.

O al menos eso pensó. Hasta que abrió los ojos.

Y el trapeador le parecía enorme.
La lámpara, distante.
La manija de la puerta... inalcanzable.

—…no.

Se puso de pie —o intentó hacerlo—, pero sus piernas apenas lograban sostenerle el cuerpo. El mundo era inmenso. Gigante. Desproporcionado.

No. Él era pequeño.

Ridículamente pequeño.

—No, no, no, no...

La voz apenas salió, aguda, chillona, como si viniera de una grabadora rápida.
Estaba de pie. Desnudo. No medía más de cinco centímetros.

—¡Stella te voy a matar! —gritó al techo, con un volumen que apenas rebotaba en las paredes sucias.

Y como si el universo no tuviera suficiente con encogerlo y dejarlo desprotegido, en ese preciso instante... la puerta del cuarto se abrió.

Una figura se recortó contra la luz del pasillo.

Cabello rizado. Sudadera deportiva. Respiración agitada.

Kian.

—¿Hola? —preguntó, con voz suave—. ¿Hay alguien...?

Sus ojos bajaron.

Y lo vieron.

Asher, de pie sobre el piso frío, del tamaño de un marcador escolar. Pálido. En shock. Con una expresión que gritaba trágame tierra. Literalmente.

Silencio.

Los ojos de Kian se abrieron más.

—…¿Asher?

Chapter 2: Una vida demasiado perfecta

Chapter Text

Asher no sabía si estaba temblando por el frío del suelo o por la humillación.

Ahí estaba, reducido a cinco miserables centímetros, desnudo, mirando hacia arriba como un insecto indefenso, y lo primero que su cerebro logró registrar fue el rostro de Kian, enorme y lleno de confusión.

Kian.

Claro. Tenía que ser él. No su amiga de confianza. No alguien amable que pudiera escuchar sin juzgar. No. Kian fucking Meyer, con su sonrisa perfecta y su aura de "yo siempre tengo el control", viendo a Asher como si se hubiera tropezado con un insecto en plena cancha de atletismo.

—…¿Asher? —repitió Kian, más suave esta vez, como si hablase con un animal herido.

La voz resonó como un trueno en los oídos del diminuto Asher. Cada sílaba le vibraba en los huesos. Quiso gritarle que se callara, que lo dejara en paz, que desapareciera, pero el miedo le cerró la garganta.

Y luego… vino el olor.

Asher apenas se había dado cuenta antes, pero ahora que Kian estaba tan cerca —demasiado cerca—, cada partícula del ambiente lo golpeaba con una intensidad absurda. Y lo que más se imponía era un aroma denso, salado, masculino.

Sudor.

Sudor reciente. De entrenamiento. De correr bajo el sol. De calor corporal amplificado al mil por ciento.

El olor llenó todo su campo sensorial como si lo estuviera absorbiendo por la piel. No era necesariamente desagradable, pero era demasiado. Todo era demasiado. La camiseta de Kian goteando en el cuello. Las gotas de sudor cayendo por su mandíbula. El pecho que subía y bajaba, como si rugiera con cada respiración.

Y Asher ahí, encogido, atrapado en una película inmersiva que no pidió protagonizar.

—Mierda, ¿qué… qué te pasó? —Kian murmuró, agachándose con cuidado. Sus rodillas golpearon el suelo, y el estruendo le pareció a Asher como una avalancha.

No te acerques. No te acerques. No te acerques.

Pero Kian ya estaba al nivel de su mirada, y su rostro lo ocupaba todo. En ese momento, Asher sintió el impulso animal de huir. Correr sin rumbo. Pero sus piernas estaban congeladas.

—Tranquilo… no voy a hacerte daño, ¿ok? —dijo Kian, levantando las manos como si calmara a un animal salvaje.

¿Y si me pisa? ¿Y si me aplasta sin querer? ¿Y si me lleva a la Dirección?

Asher se cubrió el rostro con las manos.

Se sentía asqueado.

Se sentía ridículo.

Se sentía vulnerable, y eso era lo que más lo enfurecía.

—¿Estás… bien? —insistió Kian, aún con esa estúpida voz suave.

—¿Te parezco bien, idiota? —gritó Asher, aunque su voz salió temblorosa y quebrada.

Kian parpadeó.

Y luego, algo aún peor: sonrió, apenas.

Asher quiso morirse.

—Ok… no estás bien. Entendido.

Se agachó aún más. Asher retrocedió un paso, pero no sirvió de nada: una sombra inmensa lo cubrió, y luego sintió el aire moverse cuando una mano gigante —literalmente— se acercó.

—¡No me toques! —chilló Asher, tropezando con su propio pie.

Pero el suelo ya vibraba. Kian lo había alzado.

Con una sola mano.

Asher quedó atrapado entre dos dedos suaves pero firmes, y la textura de la piel caliente le envolvió todo el cuerpo. Sintió la humedad del entrenamiento, el leve temblor de los músculos y el olor —Dios, el olor— mucho más fuerte.

Lo sostuvo como si fuera una piedra extraña. Con cuidado. Con atención.

Y eso, de alguna forma, era aún más irritante.

—No te voy a dejar aquí. No voy a dejar que alguien te pise o… te aspire por accidente.

Asher forcejeó un poco, pero no tenía fuerza. El pecho le dolía. La garganta se le cerraba. Algo entre el miedo y la vergüenza se revolvía como una bestia dentro de él.

—Esto es una pesadilla —murmuró.

—Sí, bueno. Para mí también es un poco raro, ¿eh?

Asher lo miró con odio. Kian sonrió con nerviosismo. Y entonces, sin pedir más permiso, lo metió suavemente en el bolsillo de su chaqueta del uniforme deportivo.

Oscuridad.

Calor.

Y el aroma abrumador de Kian envolviéndolo por completo.

Asher cerró los ojos.

—Te odio —susurró, pero ni siquiera él estaba seguro de a quién se lo decía.


 

Kian no sabía exactamente qué estaba haciendo.

Llevaba a Asher —o lo que sea que había quedado de él— en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, con pasos medidos y el corazón latiéndole tan rápido que sentía que iba a escupirlo por la garganta. Cada tanto bajaba la mano, no para tocarlo, sino para asegurarse de que el pequeño bulto seguía allí, que no se había desvanecido como una alucinación colectiva inducida por el calor.

¿Esto es un delirio post-entrenamiento? ¿Un bajón de azúcar? ¿Una maldita broma?

Pero no. El peso en su bolsillo era real. El chillido también. Y la forma en que Asher lo había mirado —con ese rostro furioso y asustado, como un animal acorralado— no era algo que su mente pudiera inventar.

Cruzó el portón trasero del colegio y tomó una ruta poco transitada, por si acaso alguien lo veía hablando solo o escuchaba los gritos diminutos desde su chaqueta.

Era absurdo.

Kian se detuvo bajo la sombra de un árbol.

Levantó el bolsillo con cuidado.

—¿Estás bien ahí? —preguntó en voz baja.

El bulto se agitó.

—¡¿Qué crees, maldito imbécil?! ¡Estoy pegajoso! ¡Tu chaqueta huele a muerte!

Kian se contuvo de reír. No por burla, sino porque el tono chillón de Asher, mezclado con su furia, tenía algo… no sabía si decir tierno o irónico.

—Lo siento. No tuve tiempo de perfumarme antes de que te encogieras mágicamente frente a mí.

Un silencio seco. Kian suspiró y volvió a acomodarse la chaqueta, dejando la parte superior un poco abierta para que le entrara aire.

Esto es real. Esto es tan jodidamente real.

En su cabeza todavía giraban preguntas sin respuesta: ¿Cómo pasó esto? ¿Por qué a Asher? ¿Está enfermo? ¿Tiene alguna condición rara? ¿Es esto peligroso?

Pero cuando levantó la mirada y se imaginó a Asher quedándose en el colegio, solo, del tamaño de un dedo, a merced de una escoba o de una mochila mal puesta… no lo dudó.

No puedo dejarlo ahí. No lo dejaría ni aunque fuera mi peor enemigo. Y no lo es. Solo... es Asher.


 

Su casa no quedaba lejos. Caminó en silencio hasta llegar, saludó brevemente a su hermana que veía televisión sin despegar los ojos de la pantalla, y subió directo a su cuarto.

Cerró la puerta con seguro.

Y recién entonces, cuando la tranquilidad lo envolvió, metió la mano en el bolsillo con todo el cuidado posible y sacó al diminuto Asher, que se debatía como si pudiera romperle los dedos.

—¿Puedes dejar de moverte? Es como tratar de agarrar una pulga histérica —murmuró Kian.

—¡Tú eres el que apesta a mierda y me agarró contra mi voluntad!

Kian lo sostuvo en la palma de su mano. Lo observó detenidamente.

Era impresionante. No solo por el tamaño, sino por los detalles. Los mechones despeinados de su cabello oscuro, sus ojos gris oscuro, su larguirucho y pálido cuerpo, desnudo.
Espera... ¡¿DESNUDO?!

—¿Por qué estás desnudo? —dice viendo al pequeño Asher, empezando a sonrojarse.

—Porque me estás viendo, imbécil —dice Asher a la defensiva.

Kian sonrió.

—Ni que quisiera ver tu pequeño pene, Asher.

—¡Estás muerto, imbécil! —dice con los ojos en furia viva.

Kian rodó los ojos y procedió a taparle la boca a Asher con su dedo pulgar.

—¿Qué te pasó, Asher?

Asher bajó la mirada, y por un momento pareció más niño que adolescente. Más perdido que enojado.

—No lo sé. Fue una estupidez… una leyenda estúpida. Algo que me dijo Stella. Y ahora… estoy así. Y tú eres el único que lo sabe.

Kian tragó saliva.

—Entonces… supongo que voy a ayudarte.

—¿Por qué?

Kian se encogió de hombros. Realmente ni él mismo sabía el porqué lo haría. Pero de cierta manera, había algo fascinante en la forma en que Asher se enfrentaba al mundo como si estuviera en guerra constante.

—Porque soy una buena persona, y me gusta ayudar a los demás. Eso incluye a idiotas como tú.

—No necesito tu lástima.

—No te tengo lástima, Asher. Te llevé conmigo porque decidí no dejarte morir como un insecto en el colegio. Créeme, si hubiera sido otro, ya estarías bajo un zapato.

Eso dolió más de lo que debería.

Pero en vez de callarse, Asher respondió con la lengua afilada.

—¿Y qué quieres? ¿Un trofeo? ¿Unas gracias? ¿Quieres que me arrodille y bese tu mano por no aplastarme?

Kian se quedó quieto.

Algo en su mirada cambió. Frío. Cansado.

—No. Pero una pizca de respeto no estaría mal.

Se hizo un silencio largo. Incómodo.

Asher miró a otro lado. Sintió el estómago encogérsele. No solo por el hambre. Por el orgullo. Por la rabia de sentirse pequeño, vulnerable… expuesto.
Y ahora estaba allí, en el cuarto de Kian Meyer, el chico con las notas perfectas, el cuerpo atlético, la sonrisa socialmente funcional. El mismo que siempre parecía tener el control, incluso cuando lo molestaba sin decir una sola palabra.

Y encima… tiene una casa normal. Una familia funcional. Porque claro, todo le sale bien a Kian fucking Meyer.

La puerta se abrió. Una voz femenina, alegre, se filtró desde el pasillo.

—¡Kian! La cena está lista.

—Ya voy —respondió él, sin dejar de mirar a Asher.

Y sin decir otra palabra, lo alzó entre sus dedos como si fuera una pieza de ajedrez, y lo metió en el bolsillo de su sudadera.

Esta vez, el espacio era menos apretado, pero más incómodo.

Desde la altura del pecho de Kian, Asher tuvo una vista sesgada del comedor. La casa era amplia, bien iluminada, decorada con fotos familiares enmarcadas y plantas vivas que no se morían por descuido. La madre de Kian servía la cena con una sonrisa serena; su hermana menor discutía con él por la última papa al horno.

—¡Tú ya agarraste tres!

—Tengo músculos que mantener —se defendió Kian, mientras su madre se reía.

Y allí estaba, Asher, metido en una prenda, oliendo a almizcle masculino, escuchando una escena sacada de una serie de televisión. Quiso gritar. Quiso romper algo.

¿Por qué todo esto es tan... fácil para él?

Su familia hablaba de películas, de las vacaciones de verano, del torneo de básquet del fin de semana. Nadie levantaba la voz. Nadie juzgaba cada palabra como cuchilla. Nadie lo miraba con decepción disfrazada de silencio.

Yo comía solo. En la cocina. Con mi padre mirando las noticias. Y cada vez que quería hablar, me pedía que bajara la voz. Que no hiciera un escándalo.

La comida olía a gloria. Kian comía con apetito.

Asher tragó saliva.

Ni siquiera puedo pedirle que me dé algo. No quiero deberle nada más.

Pero su cuerpo era un traidor. El hambre lo estaba debilitando. Y Kian lo notó.

Cuando se excusó de la mesa, subió a su cuarto, cerró la puerta y sacó a Asher con delicadeza.

—Me olvidé de ti, toma —dice ofreciéndole la papa que acaba de ganarle a su hermana.

—No quiero tu lástima.

—Solo me preocupo por ti, idiota.

—Nadie pidió tu caridad, imbécil.

Kian se detuvo, mientras una idea empezaba a construirse en su cabeza.

—Creo que te mereces un castigo por cómo me hablas —dijo con voz firme, casi sonriendo con suficiencia.

Asher levantó la mirada, desafiante.

—¿Y cuál es tu gran castigo, oh gran guardián?

Kian se sentó en la cama y se quitó uno de sus calcetines, arrugado y con manchas de sudor fresco.

—Vas a pasar la noche aquí —dijo, metiendo a Asher dentro del calcetín.

Asher forcejeó, sintiendo la tela pegajosa y húmeda apretarlo desde todos lados.

—¡Esto apesta! ¿Quieres que me muera asfixiado?

—Es un castigo —respondió Kian con una sonrisa burlona—. Y de paso aprendes a agradecer mi presencia.

Asher bufó, pero no tuvo fuerzas para escapar.

—Genial. Mi vida apesta y ahora también huelo a mierda.

Kian cerró el calcetín cuidadosamente, dejándolo en un rincón del escritorio.

—Buenas noches, Asher.

Y se alejó, dejándolo atrapado, humillado, sucio y furioso.

Chapter 3: En la casa de Kian, fuera de lugar

Chapter Text

El calor fue lo primero que notó.

Asher despertó desorientado, rodeado por una oscuridad cálida y pegajosa que lo envolvía como una trampa de tela. Sus extremidades apenas podían moverse, atrapadas por una suave pero apretada prisión. El aire era espeso, húmedo, con un olor tan penetrante que le provocó náuseas al instante. Su estómago se revolvió. Reconoció ese olor al instante, aunque nunca lo había experimentado de forma tan directa: sudor seco, salado, ácido. Olor corporal. Olor a Kian.

—No… —murmuró con voz ronca.

Intentó moverse, pero el material lo apretaba desde todos los lados. La tela del calcetín era blanda y elástica, pero también absorbente y opresiva. Cada vez que se movía, el tejido se pegaba más a su piel, como si lo abrazara con asfixiante esmero.

Asher gritó, aunque el sonido apenas resonó dentro de la prisión sudorosa. Golpeó con los puños, pataleó, pero todo fue inútil. Estaba completamente atrapado.

«Me encerró aquí», pensó, con el corazón martillándole el pecho. «Ese imbécil me encerró en uno de sus calcetines.»

La humillación lo golpeó como una ola de fuego. No solo estaba encogido a cinco centímetros. No solo estaba siendo cuidado, contra su voluntad, por el tipo que más detestaba en todo el colegio. Ahora, además, había pasado la noche atrapado en su ropa sucia.

Era como si el universo hubiera decidido castigar cada uno de sus pensamientos negativos.

Intentó calmar su respiración, pero el aire era denso, saturado del olor de Kian, y no ayudaba. Todo en esa prisión le recordaba que él no tenía el control. Que era una minúscula criatura a merced de un chico que, por alguna razón, había decidido no dejarlo tirado en una alcantarilla.

—Maldito seas, Kian… —susurró, tragando saliva con dificultad. Sus mejillas ardían de vergüenza, impotencia… y una pizca de miedo que no quería admitir.

Estaba atrapado. Invisible. Inútil.

Y lo peor de todo es que no tenía ni idea de cuándo saldría de ahí.


 

Kian había dormido mal.

No era la culpa, exactamente. Era... incomodidad. Algo entre molestia y una necesidad difícil de explicar. Asher lo irritaba. Lo sacaba de quicio con cada palabra venenosa, cada mirada cargada de desprecio, como si cuidar de él fuese una condena que Kian había aceptado por masoquismo.

Apenas entró a su habitación, el recuerdo del día anterior se le estampó en el rostro: el chico reducido, los gritos, su desprecio. Y ahora… su castigo.

Se agachó lentamente junto a la gaveta donde había dejado el calcetín anudado, como una pequeña bolsa.

Suspiró.

—¿Sigues vivo ahí adentro?

Una patada leve desde dentro fue su única respuesta.

Kian desenrolló el nudo con calma, como si no le importara, aunque su pecho subía y bajaba con tensión contenida. Al abrir el extremo del calcetín, se inclinó un poco para ver mejor. La luz del cuarto cayó sobre Asher, hecho un ovillo, el cabello revuelto y la cara roja.

—Buen día, gruñón.

Asher parpadeó ante la luz, alzó la cabeza y lo fulminó con una mirada que, si hubiera sido de tamaño normal, probablemente habría hecho retroceder a Kian.

—¿Te parece gracioso esto? —espetó Asher, su voz raspada y llena de ira—. ¿Crees que no soy una persona? ¿Que soy algo para tu disfrute?

Kian arqueó una ceja. —No. Creo que eres un malagradecido que necesita bajarse de su nube… o de su complejo de mártir.

Asher abrió la boca para replicar, pero Kian ya estaba extendiendo la mano y lo sacó del calcetín con cuidado, sujetándolo entre los dedos como si fuera frágil. Lo depositó sobre el escritorio.

—Tranquilo, ya no estás en tu prisión aromática —ironizó, dejándose caer en la silla. Apoyó el mentón en una mano y lo observó con una expresión entre aburrida y molesta—. ¿Quieres desayuno o prefieres seguir insultándome?

Asher se cruzó de brazos, furioso. El aire seguía oliendo a Kian, todo el cuarto lo hacía, pero al menos ahora podía respirar sin sentirse asfixiado.

—No quiero nada tuyo.

Kian entrecerró los ojos.

—¿Siempre eres así con la gente que intenta ayudarte? ¿O soy un caso especial?

—Eres un caso especial —espetó Asher sin dudar.

Silencio. Un tic nervioso cruzó por el rostro de Kian.

Por primera vez, no respondió con humor. Se quedó mirándolo en silencio, los labios apretados, hasta que se puso de pie sin decir nada más.

Asher lo siguió con la mirada, sorprendido por el cambio. Algo había golpeado a Kian. Y, por alguna razón, eso lo hizo sentirse peor.


 

Asher permaneció sentado sobre la cómoda, envuelto en la tela improvisada de un pañuelo que Kian había dejado a un lado, observando desde lejos. No pidió ir a otro lado. No dijo nada. Pero tampoco quería ser parte del desayuno.

Kian había salido del cuarto sin decirle una palabra. Asher lo siguió minutos después, caminando con cuidado sobre el borde del mueble, hasta tener vista directa a la cocina desde una repisa alta del pasillo. Desde ahí, era testigo.

Y lo que veía… lo irritaba.

La madre de Kian reía suave mientras colocaba una torre de panqueques en el centro de la mesa. Su voz era clara, tibia. Su padre hojeaba un periódico, medio distraído, pero con una sonrisa en los labios. Una hermana menor, probablemente de secundaria, servía jugo de naranja con una eficiencia extraña. Todo se sentía tan… organizado. Sin gritos. Sin tensión.

Kian entró a la cocina con el cabello aún algo húmedo de la ducha, una camiseta holgada y pantalones deportivos. Se dejó caer en su silla con esa energía calmada que a Asher lo desquiciaba.

—¿Dormiste bien, cariño? —preguntó su madre.

—Sí —respondió Kian, sin alzar la voz—. Un poco agotado por los entrenamientos, pero todo bien.

—¿Y ese estuche viejo que trajiste ayer? —intervino su hermana, con una mirada curiosa—. ¿Lo vas a dejar en tu cuarto?

Asher se tensó.
¿Eso era él? ¿Un estuche?

—Sí —respondió Kian con naturalidad—. Es para un proyecto personal. Nada importante.

“¿Nada importante?”, pensó Asher. “¿Yo soy el nada importante?”

Cada carcajada de esa familia le retumbaba en los oídos como una burla. Un padre presente. Una madre cariñosa. Una hermana curiosa, pero no odiosa. Todo en esa casa parecía estar diseñado para restregarle en la cara lo mucho que él no tenía.

Kian tomó su primer bocado y se limpió la comisura de los labios con la servilleta. Como si viviera en una película familiar de domingo por la mañana.

Asher apretó los puños, sintiendo cómo la rabia le latía en las sienes.

Era injusto.

¿Por qué Kian?

¿Por qué alguien tan irritantemente luminoso tenía también una vida perfecta?

No sabía si lo envidiaba, lo odiaba… o si solo deseaba que Kian dejara de ser tan inalcanzablemente bien.

Y esa frustración, como todo lo que Asher sentía, no sabía quedarse callada por mucho tiempo.


 

Asher apenas tuvo tiempo de esconderse detrás de una figura decorativa de cerámica cuando Kian se levantó de la mesa. Su risa aún resonaba desde la cocina, pero sus pasos eran ya silenciosos, casi medidos.

—Ya vengo, voy al cuarto —dijo, y luego… nada.

Un silencio incómodo lo cubrió todo.

Asher se mantuvo quieto, intentando no respirar muy fuerte. Desde su rincón, podía ver el pasillo estrecho que conectaba la sala con las habitaciones. Kian apareció en el borde de su campo visual… pero no entró a su cuarto. Se detuvo justo donde Asher estaba oculto.

—¿Sabes que no eres tan sigiloso como crees, verdad?

La voz de Kian fue baja, sin ironía, sin burla. Solo eso: cansada.

Asher apretó los dientes, saliendo lentamente de su escondite con el ceño fruncido.

—¿Y qué si no? No estaba haciendo nada malo.

—¿Espiar a mi familia mientras desayunamos no cuenta como raro?

—¿Raro? ¿Y tú qué, santo perfecto? Me metiste en un calcetín ayer —escupió, sin pensar.

Kian lo miró desde arriba. Alto. Imponente. Su silueta proyectaba sombra sobre Asher, y por primera vez desde que lo encontró, no parecía amigable.

—No te metí en un calcetín porque quería. Lo hice porque me hartaste.

Eso golpeó más fuerte de lo que Asher esperaba. Dio un paso atrás.

—¿Y ahora qué? ¿Vas a lanzarme al basurero? ¿Ponerme como adorno en tu mochila?

Kian se agachó lentamente hasta quedar a su altura. Su mirada, que tantas veces había parecido cálida, era ahora fría.

—¿Por qué no puedes dejar de atacar? No te hice nada. Literalmente te recogí del piso.

—No necesitaba que me recogieras.

—¡Sí lo necesitabas! —exclamó Kian—. Estabas solo, encogido, indefenso en el piso. ¿Te parece que eso es independencia?

El silencio cayó como plomo entre ellos.

Asher sintió un nudo formarse en su garganta, pero no lo dejó salir.

—No necesitaba que fueras tú —susurró al final.

Kian se quedó en silencio, con los ojos clavados en él. Algo en su expresión cambió. Menos rabia. Más… decepción.

—Pues lo siento, Asher. Soy lo que tienes.

Se levantó y se alejó sin mirar atrás.

Y por primera vez en mucho tiempo, Asher sintió algo que no era solo rabia o desprecio. Sintió vergüenza.

Una punzada aguda en el pecho que no sabía cómo apagar.


 

Asher no se movió del pasillo durante varios minutos. Podía escuchar a lo lejos a Kian riéndose con su madre, fingiendo que no había pasado nada. Esa dualidad —esa facilidad para cambiar de humor— lo enervaba y lo confundía.

¿Por qué le molestaba tanto que Kian siguiera con su vida?

Después de mucho pensarlo, avanzó con cautela por el suelo laminado, buscando el cuarto. Recordaba el camino. Kian no había cerrado la puerta. Mal hecho. O tal vez lo había dejado abierto a propósito. Asher nunca sabía leer esas cosas.

Se trepó con esfuerzo al escritorio, usando un cable de audífonos como cuerda. Desde allí, lo vio de espaldas, cambiándose de camiseta. El olor de sudor y desodorante todavía estaba en el aire, más tenue, pero aún presente. Kian no lo había visto entrar.

—Eh... —empezó Asher, más seco de lo que planeaba—. Lo de hoy. No fue mi intención espiarte. Solo… estaba aburrido.

Kian no se volteó. Solo se sentó en la cama, de espaldas.

—¿Eso es una disculpa?

Asher cruzó los brazos.

—Estoy diciendo que no quise hacerlo con mala intención.

—¿Y lo del pasillo? ¿Y lo de llamarme santo perfecto?

—Fue sarcasmo. Yo… No soy bueno con estas cosas, ¿ok?

Kian se recostó sobre las palmas.

—¿Con “cosas”, te refieres a tratar a las personas como personas?

Asher bajó la mirada, frustrado.

—No es fácil para mí. Y tú… tú lo haces ver como si todo fuera fácil.

Kian se volvió, por fin. Lo miró, no enojado, sino dolido.

—Tener una sonrisa no significa que todo me salga bien, Asher. No sabes nada de mí.

—Tampoco es que tú sepas de mí —espetó, antes de poder detenerse.

Otra vez. Otra vez esas defensas estúpidas que saltaban como cuchillas cada vez que intentaba ser sincero.

Kian lo miró durante un largo segundo. Luego suspiró.

—¿Sabes qué? Olvídalo. Si eso fue tu disculpa, mejor quédate callado.

Se levantó, recogió su mochila del suelo y salió del cuarto.

Asher permaneció en silencio, solo entre los objetos colosales del escritorio. El zumbido de la casa —un ventilador lejano, una televisión encendida, risas amortiguadas— lo hacía sentirse más pequeño aún. Literal y metafóricamente.

Intentó convencerse de que no le importaba. Que Kian era solo otro idiota positivo y excesivamente amable al que nunca le había pedido ayuda. Que su culpa era insignificante.

Pero la verdad le ardía como una astilla clavada en el pecho.

Por primera vez en años, Asher deseó haber dicho otra cosa. Haber sido otra cosa. Alguien menos difícil, menos defensivo. Alguien capaz de no arruinarlo todo.

Pero no lo era.

Así que se sentó, abrazando sus rodillas, mientras los rayos del sol proyectaban sombras largas a través de la ventana. En silencio.

Chapter 4: La rutina de Kian, jugando rudo

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El despertador sonó antes del amanecer, un pitido estridente que Kian apagó con un golpe seco. La luz tenue del cuarto apenas se colaba por la ventana, dibujando sombras pálidas en las paredes. Se levantó en silencio, preparado para iniciar la mañana.

Mientras se vestía con la ropa que había dejado lista la noche anterior, sus pensamientos se entrelazaban con la rutina: la camiseta simple, los pantalones anaranjados de su uniforme, la mochila que también llevaba al colegio. Nadie sabía que él tenía un trabajo. Ni sus compañeros, ni sus profesores, ni siquiera sus amigos en la escuela. Era un secreto que guardaba tan bien como podía. Porque admitir que trabajaba a tiempo parcial era admitir que las cosas en su casa no eran tan perfectas como parecía. Y Kian odiaba que la gente lo viera como alguien vulnerable.

—Si hablo de esto, me verán diferente. Mis padres se esfuerzan demasiado para mandarme a mi colegio privado —pensó mientras se ataba los cordones—. Y más desde que mi madre perdió su trabajo.

Salió con su amplia sonrisa, que ya era marca patentada suya. El aire fresco entró por sus fosas nasales. Caminó con paso firme hacia el minisúper, una distancia corta pero suficiente para darle tiempo de ordenar sus ideas. Su mente se debatía entre la calma aparente y la presión constante que sentía al saber que cada centavo contaba.

—No es mucho lo que gano, pero es mejor que nada —se dijo, pensando en el próximo acto de graduación, en las facturas que se acumulaban, en las miradas inocentes de su hermana menor—. Si no hago esto, no podré ir a mi baile.

En el minisúper, Kian encajaba como una pieza más del decorado: el chico que reponía productos, que cobraba lento y que les sacaba plática a los clientes. Su jefe apenas le dirigía la palabra, pero cuando lo hacía era para darle una reprimenda, quejándose de su desempeño. Cada hora que pasaba en ese lugar era un recordatorio de lo lejos que estaba de la vida sencilla y sin problemas que otros daban por sentada.

—¿Qué pensarían si el presidente del consejo estudiantil, quien organiza el baile de graduación, no tiene dinero para ir? ¿Se burlarían? ¿Lo usarían en mi contra?

Pero lo que más le dolía era pensar en Asher. Ese día, cuando lo encontró encogido, pequeño, indefenso en medio del cuarto de provisiones del conserje. Lo había recogido, sí, pero también lo había encerrado en un calcetín, lo había castigado. Por orgullo, por frustración, porque no sabía cómo manejar esa situación absurda.

—¿Por qué me importa tanto? No debería importarme —pensó con rabia contenida—. Pero no puedo dejarlo solo.

Escaneaba productos con una mano mientras con la otra revisaba facturas, tratando de mantener la cabeza fría. Sabía que pronto terminaría su turno, volvería para desayunar con su madre y hermana. Pero ahora, mientras trabajaba, se prometía que haría todo lo posible para entender a Asher, aunque no supiera todavía cómo.


 

Kian cerró la puerta de la casa después de ingresar. Se escuchaba la voz de su hermana peleando con su madre mientras la bañaba, seguro porque el champú le había vuelto a entrar en los ojos.

—Pobrecita —pensó, mientras una sonrisa burlona se empezaba a formar en su pecoso rostro—. Ya no deben tardar mucho.

Se quedó allí unos segundos escuchando. Luego subió las escaleras en silencio, con anticipación a su inesperado inquilino.

Al llegar a su habitación, encontró a Asher sentado sobre el escritorio, con los brazos cruzados y una expresión que combinaba aburrimiento, molestia y puro rencor.

—¿Ya llegaste? —saludó Asher, la voz cargada de sarcasmo.

Kian soltó la mochila y suspiró. No quería discutir, pero sabía que no había escapatoria.

—Sí, me alegro también de verte.

Asher levantó una ceja y lanzó una carcajada seca.

—¿Sabes? —continuó Asher, levantándose para caminar cerca de la cama—. Podrías ser menos imbécil y dejar de jugar al héroe.

Kian se tensó, pero no replicó. No con palabras al menos.

—Porque claro, para ti no soy más que un estorbo, una molestia del tamaño de una garrapata —dijo Asher, con la voz quebrada por la rabia y la frustración—. No te importa lo que pienso, y si te molestas me encierras para silenciarme.

Kian finalmente giró el rostro para mirarlo, viendo a esa irritante molestia que taladraba su cabeza.

—No eres un estorbo —respondió finalmente, con la voz baja—. Solo me sacas de quicio.

Asher se rió sarcásticamente.

—¿Ah, sí? Pues yo también podría decir lo mismo. Que eres un imbécil con complejo de salvador.

Un silencio pesado cayó entre ellos, tenso como una cuerda a punto de romperse.

Entonces Kian, en un impulso de irritación y cansancio, se dejó caer de espaldas en la cama con fuerza, sacudiéndola hasta que el marco vibró.

Asher dio un brinco hacia atrás, su pequeño cuerpo tambaleándose.

—¿Qué demonios? —exclamó, asustado.

Kian abrió los ojos, medio sonriendo con una mezcla de suficiencia y agotamiento.

—Eso es para que no te olvides de quién manda aquí.

Se quedó allí, mirando al techo, con Asher aún en guardia cerca del escritorio, el aire cargado de hostilidad y hormonas masculinas.

Asher clavó la mirada en Kian, esa mezcla de furia y desafío que parecía crecer con cada palabra.

—¿Quieres que pruebe que no soy un inútil? —dijo, cruzándose de brazos—. Te apuesto a que no puedes atraparme, y si lo logro no me seguirás reteniendo contra mi voluntad.

Kian arqueó una ceja, esbozando una sonrisa burlona.

—Claro que puedo atraparte. Pero ver tus míseros esfuerzos… eso suena entretenido.

—¿Tanta fe te tienes? —respondió, con una sonrisa arrogante—. Está bien, pequeño. Te doy la oportunidad.

Asher esperó un instante y luego salió corriendo, impulsándose desde el escritorio con la fuerza que pudo reunir, saltando hacia la cama.

Kian soltó una risa suave y extendió una mano hacia adelante, sus dedos grandes buscando al pequeño Asher.

El juego comenzó.

Asher se deslizó entre los dedos, rápido y escurridizo, brincando de un lado a otro sobre las sábanas y el colchón.

El corazón de Kian latía con fuerza, más rápido de lo normal.

—Maldita sea, esto es más difícil de lo que pensé. Pero no voy a perder.

Cada vez que casi lograba atraparlo, Asher se escondía detrás de la almohada o se lanzaba hacia el borde de la cama, arriesgando una caída que Kian se negaba a permitir.

Pero la adrenalina corría por sus venas, y con cada maniobra de Asher, Kian sentía que estaba perdiendo el control que tanto lucha por mantener.

—¡Te tengo! —gritó, con un brillo de determinación en los ojos.

Extendió el pie, descalzo, buscando atrapar al chico diminuto contra la cama.

Asher intentó esquivar, pero en un descuido, el pie de Kian descendió rápido y firme.

Un crujido seco rompió el aire.

Kian frenó, el pie aún en contacto con el cuerpo pequeño.

—Maldita sea... —susurró, paralizado.

Asher gimió de dolor, pero alzó la cabeza con ojos llenos de miedo y rabia.

Kian retiró el pie rápidamente, incapaz de mirar de frente.

—¿Qué acabo de hacer?

El juego había terminado.

El crujido fue tan sutil que por un instante Asher pensó que se lo había imaginado.

Pero el dolor que explotó en su pierna le confirmó que no.

Un golpe seco y punzante que atravesó desde la rodilla hasta el tobillo, como si algo dentro de él se hubiera roto en mil pedazos.

—… ¿Asher? —la voz de Kian sonó urgente y temblorosa, llena de sorpresa y culpa.

Asher sintió cómo Kian rápidamente apartaba el pie, y al hacerlo, la pequeña figura quedó desplomada en la cama, encorvada, agarrándose la pierna con desesperación.

La luz del cuarto parecía volverse insoportable.

Un sudor frío le recorrió la espalda, mezclado con la rabia y el miedo.

No podía dejar que Kian lo supiera.

Porque admitirlo significaría que Kian lo había superado. Que era vulnerable. Que estaba completamente a su merced, y a su aparente amabilidad.

—Estoy bien —murmuró, forzando la voz para que sonara firme—. Sólo me dio un calambre.

Kian parpadeó, dudando, sus ojos verdes fijos en el pequeño pelinegro, reacio a creer las palabras del pequeño cascarrabias.

El silencio se instaló, pesado entre ellos, denso y opresivo.

Asher se mordió el labio, luchando por no dejar que las lágrimas brotaran.

No iba a darle el placer de verlo débil.

Kian respiró hondo. No insistió más.


 

Un abismo invisible creció entre ellos, un secreto que Asher se llevaba consigo.

Y esa noche, la distancia entre Kian y él se volvió más profunda, aunque ninguno supiera todavía qué tan difícil sería cruzarla.

El resto del día transcurrió sin palabras.

Asher permaneció acurrucado sobre el escritorio de Kian, con la pierna herida. Cada movimiento le enviaba punzadas de dolor, pero se obligaba a quedarse quieto, evitando cualquier queja.

No quería que Kian lo viera débil. No quería que supiera cuánto poder tenía sobre él.

Mientras tanto, Kian estaba en el suelo, inclinado sobre sus libros y apuntes, haciendo tarea para el colegio. La concentración en su rostro parecía un intento de alejarse del silencio denso que llenaba el cuarto. De vez en cuando lanzaba miradas rápidas hacia Asher, pero sin decir nada.

No había reproches, ni insultos, ni siquiera un mínimo intento de romper la tensión.

Solo Asher y Kian, compartiendo un espacio, pero ajenos el uno al otro.

Asher cerró los ojos, respirando profundo para no dejar que el dolor se apoderara de él.

Kian siguió escribiendo, con la mandíbula apretada y el ceño fruncido, sumergido en su tarea pero incapaz de ignorar la presencia silenciosa de Asher.

Chapter 5: Una nueva cotidianidad y un nuevo Asher

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El sonido leve de la cortina al moverse fue lo primero que escuchó al despertarse.

Kian abrió los ojos a medias, sintiendo el cuerpo aún pesado bajo las sábanas. La luz del sol apenas se filtraba por la ventana, suficiente para delinear las sombras de su habitación. Lo siguiente que notó fue el silencio. No el silencio habitual, sino uno distinto. Un silencio tenso, como si alguien estuviera conteniendo la respiración.

Se incorporó en la cama y lo vio.

Asher estaba sentado en el borde del escritorio, con las piernas cruzadas y los brazos sobre el regazo. Miraba hacia la ventana, inmóvil, con ojeras en sus ojos. No le lanzaba miradas de fastidio. No bufaba. No decía nada.

—¿Estás... despierto desde hace rato? —preguntó Kian, la voz todavía pastosa por el sueño.

Asher giró la cabeza hacia él, lento.
—Sí. Buenos días, Kian.

Kian parpadeó.
No hubo sarcasmo. No hubo veneno en la voz. Ni siquiera una burla disfrazada.

¿Buenos días? ¿Así, sin pelear?

Se frotó los ojos, confundido. Tal vez aún estaba soñando. Pero no. Estaba bien despierto. Sentía la ligera brisa matutina contra su rostro y el colchón hundido por su peso.

—¿No vas a quejarte porque me dormí sin decirte nada anoche? —insistió, tanteando el terreno.

Asher negó con la cabeza.
—No. Pensé que estarías cansado.

Silencio.

Kian se quedó mirándolo, sin saber qué responder. Una parte de él disfrutó el cambio: el Asher callado, obediente, casi... educado.
Pero otra parte —una que no reconocía del todo— sintió un cosquilleo incómodo. Como si algo estuviera fuera de lugar.

Bostezó exageradamente para desviar el momento y se estiró en la cama.
—Bueno... supongo que hoy es un buen día, entonces.

Asher asintió, sin añadir nada más.

¿Qué le pasa? —pensó Kian—.
¿Fue por lo de anoche...? No pudo haber sido tan grave. Él dijo que estaba bien. Solo es difícil de leer, como siempre. ¿Verdad...?

Se levantó de la cama, y cuando pasó junto al escritorio, Asher no se movió ni un centímetro. Solo bajó ligeramente la cabeza, como si esperara algo.

Kian frunció el ceño. No dijo nada.

Lo dejaré pasar. Seguro se le quita en unas horas.

—Voy a desayunar, y cuando termine te traigo para que comas tú también —dijo, mirando al pequeño a los ojos.

—Está bien, gracias —dijo Asher, tratando de formar una pequeña sonrisa.


 

Kian se sentó frente al escritorio, su cuaderno abierto, la tarea de ciencias medio hecha desde anoche. No era mucho, solo tenía que terminar unas preguntas. A su lado, sobre el extremo izquierdo del escritorio, estaba Asher. Callado. Sentado con las piernas recogidas, el peso ligeramente inclinado hacia adelante. Como si estuviera esperando instrucciones.

¿Desde cuándo es tan cooperativo?
¿Desde cuándo... no me interrumpe cada tres minutos?

—Voy a hacer tarea. No molestes —dijo, tratando de provocar una reacción.

—Está bien —respondió Asher, suave, sin levantar la vista.

Kian alzó una ceja. Lo observó de reojo mientras escribía. Asher no se movía. Respiraba pesadamente. Tenía los brazos alrededor de las piernas, y los ojos bajos, como si tuviera miedo de ocupar demasiado espacio.

Es raro. Demasiado raro.

Pasaron los minutos. Kian intentó concentrarse, pero le costaba. Sentía a Asher ahí, tan tranquilo que no parecía él.

En otro momento, se habría lanzado una hoja del cuaderno como una alfombra para pasearse con arrogancia. O estaría caminando de un lado al otro, soltando indirectas. O quejándose porque la goma de borrar lo había empolvado todo.

Pero hoy… nada.

—¿No tienes nada que decirme? —le preguntó finalmente.

Asher levantó la vista, expectante.
—¿Quieres que diga algo?

—No —respondió Kian, con una sonrisa torcida—. Solo me parecía raro el silencio.

Asher bajó la cabeza.
—No quiero molestarte.

Esa frase le cayó extraña. Como un punzón en el pecho.

No quiero molestarte.
¿Cuándo en su vida le ha importado eso?

Terminó de escribir la última respuesta y cerró el cuaderno con un golpe seco.
Asher se sobresaltó, pero trató de mantener la compostura.

Kian se inclinó hacia él, apoyando un codo en la mesa.

—¿Te duele la pierna? —preguntó, tratando de sonar firme.

Asher dudó. Luego negó con la cabeza.
—No. Estoy bien.

Mentira. Lo supo de inmediato. Pero no insistió. Algo en su expresión se cerraba. Esperaría a que Asher estuviera listo para decírselo.

—Como digas.

Se puso de pie, estirándose. Al pasar junto a Asher, dejó caer la sombra de su cuerpo sobre él. Antes, eso lo habría hecho fruncir el ceño o lanzar algún comentario desafiante.

Hoy no. Hoy solo bajó un poco más la mirada.

Kian frunció los labios.

Esto no es normal. Pero... también es más fácil así. Silencio. Obediencia. Nada de luchas.
¿No era esto lo que siempre quise?

Y sin embargo, la incomodidad seguía ahí, vibrando bajo la piel como un irritante cosquilleo.

La tarde cayó sin ruido. La habitación seguía en silencio, iluminada solo por el brillo frío que se filtraba entre las cortinas. Kian estaba acostado en su cama, mirando el techo sin pensar demasiado. Asher seguía en el escritorio, inmóvil. Como un juguete olvidado.

Demasiado tranquilo. Ya no es divertido.

Kian giró sobre su costado, bostezando.
—Oye —llamó, sin moverse—. ¿Recuerdas cuando te creías invencible?

Asher tardó un segundo en responder.
—Sí.

—Y me retaste… Corrías por la cama como si tuvieras oportunidad de escapar de mi gran pie.

Asher no dijo nada. Kian soltó una risa nasal.
—Eras molesto. Pero al menos me entretenías.

Se sentó en la cama, cruzando las piernas, y fijó la vista en él.
—¿Sabes qué? Creo que prefiero al viejo Asher. El que peleaba, el que se enojaba…

Silencio.

—Tal vez si te aplasto otra vez, vuelve —dijo en tono burlón.

Kian se inclinó. Apoyó el pie descalzo justo encima del escritorio, apenas a unos centímetros de Asher. No hizo presión, ni siquiera lo tocó.

Fue solo un gesto. Un juego.

Pero Asher se encogió de inmediato. Se le escapó un quejido agudo, corto, mezcla de miedo y ansiedad.

—¡Perdón! —soltó, apresurado, alzando las manos—. No quería… Amo… no me hagas daño.

Kian se quedó congelado.

¿Qué...?

El mundo se volvió un túnel. Asher seguía ahí, temblando. Le había dicho "amo". A él. Con esa voz tímida que no encajaba con su personalidad. Con ese miedo en sus ojos, parecía a punto de soltar un sollozo.

—Asher… —murmuró Kian, bajando lentamente el pie—. Era una broma.

Asher no respondió. Solo asintió, como si eso bastara.

No era esto lo que quería. No así.

No con miedo.

Chapter 6: Quiero pedirte perdón, no soy un monstruo

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Podía ver el pie de Kian encima de mí cuando lo dije.
No sé si fue la presión, el instinto o una simple rendición de mi mente, pero las palabras salieron.

—No quería… Amo… no me hagas daño —grité, sintiendo el peligro inminente que se me acercaba.

El pie de Kian se detuvo en el aire, como un dios evaluando su propia misericordia.
Entonces bajó lentamente, sin tocarme.

—¿Qué…? —murmuró.

No supe dónde mirar. Quería desaparecer, hundirme en la madera del escritorio.
Nunca había usado esa palabra. Pero estaba cansado de pelear.

Silencio.

—Asher… —dijo mi nombre con duda.
Y luego lo repitió, más suave—. Era una broma.

Yo no respondí. Solo me abracé a mí mismo, sintiendo ese dolor sordo en la pierna.
La fractura.
Sabía que estaba rota desde el momento en que crujió debajo de su pie.
Había querido negarlo. Quise creer que no era para tanto. Pero la verdad estaba ahí: estaba completamente a su merced.

Kian se alejó sin decir nada. Se sentó en el suelo, al pie del escritorio.
Lo escuché sacar su cuaderno, pasar una página y quedarse en silencio.
¿Estaba dibujando? ¿Escribiendo? No lo sabía.

Y no importaba. Mis mecanismos de defensa habían fallado.


 

Pasaron unos minutos. O tal vez una hora. El tiempo se volvía raro en un mundo que no estaba hecho para ti.

Finalmente, hablé con las fuerzas que pude reunir:

—Está rota.

Escuché cómo Kian dejaba el lápiz.

—¿Qué…?

—Mi pierna. No fue un esguince. No fue un calambre. Cuando me aplastaste… crujió.

No lo miré. Tenía los ojos clavados en una de sus gomas de borrar, sucia de grafito, enorme a mi lado como una piedra sin forma.

—¿Y por qué no me lo dijiste? —preguntó, pero su voz ya no sonaba dura. Temblaba.

—¿Y qué ibas a hacer? —respondí, por fin viéndolo.
Sus ojos estaban abiertos, enormes, como si apenas ahora entendiera el alcance de lo que había pasado—. ¿Llevarme al hospital? ¿Explicarle a alguien que pisaste a tu “mascota” de cinco centímetros?

Kian palideció.

—Yo no quería… Fue un juego. Solo…

—No es un juego para mí —dije, bajando la voz—. Nunca lo ha sido.

Él bajó la cabeza. Sus hombros temblaban.

—Asher…

Me pareció que iba a decir algo más, pero lo siguiente que escuché fue un sollozo contenido.

Kian… estaba llorando.

Vi su mano apretarse contra la pierna, y luego la otra cubrirse la cara.

—Lo siento. Lo siento tanto. Dios, soy un imbécil. Un maldito monstruo. Yo solo quería molestarte. Bajarte de tu nube. Nunca pensé que te estaba… lastimando.

Su voz se quebró.

Yo no dije nada. Era extraño. Ver a alguien que posee tanto poder sobre mí, llorando como un niñito que no vio las consecuencias de sus actos.

Más pequeño. Inmaduro. Extrañamente adorable.

La voz de Kian temblaba, y la culpa en sus ojos era tan palpable que casi me hizo bajar la guardia.
No era fácil verlo así: vulnerable, pequeño ante mí, aunque yo fuera el diminuto.

—Lo siento, Asher —susurró, la voz casi rota—. No debí haber sido tan idiota. No quise lastimarte… es solo que… no pensé. No pensé en lo que podía pasar, ni en lo pequeño que eres… ni en cómo podría afectarte.

Lo miré con atención. Sus manos temblaban, como si el peso de sus disculpas le pesara en los dedos.

Por primera vez desde que esto empezó, no me sentí como una presa acorralada.

Quise decir algo, pero mi voz quedó atrapada en la garganta.
En lugar de eso, me acerqué con cuidado, apoyé la pierna lastimada sobre sus manos extendidas, y dejé que él la tocara.
El calor de su piel fue inesperadamente reconfortante.

—No está tan mal —murmuré, aunque cada roce era una punzada—. Pero gracias por preocuparte.

Kian asintió, sin levantar la mirada.

—Voy a hacer todo lo que pueda para ayudarte, Asher.

Sentí que Kian estaba ahí, realmente presente por primera vez.
No sentía la necesidad de alejarlo.

—Nunca quise que esto pasara —dijo, levantando la mirada, con los ojos vidriosos—. No soy un monstruo, Asher. Solo… no controlé mi fuerza.

Quise decirle que entendía, que tampoco era perfecto.
Mi prepotencia no me había traído buenos resultados.

—Yo… —logré murmurar— también me disculpo. No es justo cómo te he tratado tampoco.

Él asintió, dedicándome una sonrisa, mirándome con sus profundos ojos verdes.

Por primera vez, no sentí solo miedo o rabia hacia Kian.
Sentí algo nuevo.

Chapter 7: Voces conocidas, nuevas relaciones

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—No tienes que quedarte aquí si no quieres —dijo Kian en voz baja, observándome mientras mordía con lentitud una galleta que me había dado.

Después del momento que habíamos compartido, el ambiente se sentía distinto. Más tranquilo. Como si hubiéramos soltado un peso de los hombros.

—Si prefieres —continuó, sin apartar la mirada—, puedo llevarte con tu familia. No voy a detenerte, Asher.

Dejé de masticar. Me miraba sin presión, solo esperando.

—Gracias por darme la opción —dije, bajando la mirada a la galleta a medio comer—. Pero… mi situación familiar no es la mejor. —Suspiré—. Aunque hay alguien con quien me gustaría hablar.

—Está bien —respondió con una sonrisa suave—. ¿A quién quieres que te lleve?

Dudé.

Exponerme a alguien más era un riesgo… pero si alguien podía ayudarme a entender lo que me pasó, era ella.

—Stella. Mi mejor amiga. Va a nuestra clase. Es rubia, siempre usa un suéter negro que le regalé. Es un poco más baja que yo… creo que más o menos de tu estatura.

—Stella... —repitió, cerrando los ojos por un segundo—. Creo que la recuerdo. Tú y ella ayudan seguido a la profe de arte, ¿no?

—Estás en lo correcto —dije, sonriendo—. A ella le apasiona el dibujo. Yo no soy tan bueno, pero compartimos ese gusto.

Kian asintió.

—Puedo llevarte mañana al colegio —dijo, bajando el dedo para revolverme el cabello—. Así se te suben los ánimos, pequeñín.

—Te saco diez centímetros, idiota —dije, esquivando el dedo gigante—. Gracias por ayudarme —murmuré, desviando la mirada de sus ojos verdes.

—Cuando quieras, enano —respondió, sacándome la lengua como el inepto que es—. Aunque deberíamos resolver tu problema de exhibicionismo —añadió con una sonrisa pícara.

Me quedé paralizado. Con todo lo que había pasado, había olvidado que estaba completamente desnudo frente a Kian. Sentí el rostro arder mientras él se reía a carcajadas.


 

Después de vestirme con ropa de muñecas de su hermana —una camisa rosa y unos shorts de mezclilla— me sentí humillado. Horriblemente humillado. Entre la prenda cursi y los diminutos pantalones, parecía una versión maldita de Barbie.

Kian me llevaba en su mano mientras caminábamos rumbo al colegio. Me había acomodado con cuidado en su palma, como si temiera apretarme por accidente.

—¿A qué te refieres con que ella puede saber por qué te encogiste? —preguntó, echando un vistazo a su alrededor.

—Bueno… —dije, buscando las palabras—. Stella me habló una vez de una entidad que concede deseos.

Al decirlo en voz alta, sonaba aún más ridículo. Me reí nerviosamente.

—Digamos que... no es muy buena siguiendo instrucciones.

Kian me miró de reojo, divertido.

—Por eso hablabas como esquizofrénico en el armario del conserje —dijo, riendo.

—¡No estaba hablando solo! —protesté, aunque también reí—. Intentaba razonar con… lo que sea que me hizo esto.

—Y supongo que la escoba también te respondió.

—Deberías ser payaso, te quedaría bien —bufé.

—Si no fueras del tamaño de un insecto en mis manos, no te creería —añadió con una sonrisa burlona.

Estaba a punto de replicarle cuando Kian me apretó ligeramente.

—Viene alguien. Quédate callado —susurró, metiéndome con cuidado en el bolsillo de su pantalón.

Quedé encajado entre la tela y su celular, incómodo pero seguro.

Pasos. Voces.

—Kian, ¿cómo amaneciste? —dijo una voz femenina, dulce y familiar.

Era Mia. La capitana del equipo de fútbol femenino. No hablábamos mucho, pero una vez pidió nuestra firma para una solicitud de presupuesto.

—Bro, listo para otro día de conquistar chicas —añadió otra voz, arrogante.

Max. El gemelo de Mia. Atleta, bocón y fastidioso. Alguna vez le gustó Stella, y ella tuvo que pedirme que fingiera ser su novio para que la dejara en paz. Cuando nos vio besarnos, se alejó.

Eran tan parecidos que a veces costaba diferenciarlos. Ambos castaños, altos y atleticos.

Las voces retumbaban en mi cabeza. Era demasiado ruido para alguien de mi tamaño.

Me acurruqué, con el corazón acelerado… y sin darme cuenta, el cansancio me venció.

Ojalá todo esto termine pronto.


 

Me desperté al sentir cómo los dedos de Kian se deslizaban dentro de su bolsillo.

Sus grandes apéndices me rodearon —una sensación que debería parecer extraña, pero a la que ya empezaba a acostumbrarme.

—Despierta, dormilón —dijo Kian mientras me sacaba con cuidado y me dejaba en su palma—. Ya se acabó la primera lección. Es el momento perfecto para ver a Stella —susurró.

Miré a mi alrededor. El aula estaba vacía, y al fondo, sentada en su pupitre, vi a Stella. Tenía puestos sus auriculares y garabateaba en su cuaderno de bocetos.

—Está bien… vayamos con ella —dije, sonriéndole con suavidad.

Kian asintió y me ocultó entre sus manos antes de levantarse y caminar hacia ella.

Se detuvo frente a su pupitre. Stella alzó la mirada, con expresión neutra.

—Hola… eres Stella, ¿cierto? —dijo Kian, forzando una de sus típicas sonrisas.

—Sí. ¿Necesitas algo? —preguntó, quitándose los auriculares con desinterés.

—Tengo algo que hablar contigo...

—No nos conocemos. No quiero que me molestes —dijo, rodando los ojos.

Sonreí al escucharla. Esa antipatía es tan típica de ella... Te imaginarás por qué nos llevamos tan bien.

—Es sobre Asher —dijo Kian. El temblor en sus manos delataba lo nervioso que estaba.

El rostro de Stella cambió de fastidio a sorpresa, y luego a preocupación.

—¿Lo has visto? —preguntó tensa—. No ha contestado mis mensajes desde el viernes.

—Se puede decir que sí... —respondió Kian, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. Tuvo un accidente.

—¿Asher está bien? —preguntó, con la voz quebrada. Siempre se preocupaba por mí.

No pude evitar sonreír.

—Asher está bien. Tranquila —le aseguró Kian—. Pero necesito que me prometas que no te vas a asustar.

Stella frunció el ceño, confundida, pero asintió.

Entonces Kian abrió sus manos para mostrarme, dejándome expuesto entre los dos gigantes.

Cuando levanté la vista, la vi. Sus ojos grises, tan parecidos a los míos, buscaban comprender cómo podía estar viéndome así… tan pequeño.

Sentí cómo la emoción me anudaba la garganta. Mis ojos se nublaron con lágrimas que trate de contener.

—Stella... —dije con la voz entrecortada, mientras nuestras miradas se encontraban.

—Asher... —susurró ella, llevándose una mano a la boca.

Chapter 8: Kovrieth, el dador de deseos

Chapter Text

—Y eso es… más o menos lo que pasó —resumí, sentado junto a la cartuchera de Stella, que para mí ahora parecía más un sofá acolchonado que un simple estuche.

Le conté todo lo que había sucedido el día en que me encogí: cómo Kian me encontró, las situaciones extrañas que vivimos desde entonces. Por supuesto, omití algunos detalles: mi desnudez inicial, las discusiones más intensas, y en especial el momento en que me rompió la pierna. Algo en mi interior se resistía a exponerlo, como si guardar silencio fuese… protegerlo. Espero no estar desarrollando síndrome de Estocolmo.

—Esto es… difícil de procesar —dijo Stella, inclinándose hacia mí. Su dedo se acercó despacio, y aunque su tamaño me imponía, la familiaridad en su mirada me transmitía calma.

—Imagínate cómo me siento yo. Cuando me encogí, lo primero que pensé fue en matarte —respondí con un intento de sonrisa, tocando suavemente la uña azul que brillaba bajo la luz del aula.

—Yo no tengo la culpa de que tu deseo fuera… macrofílico —replicó, dándome un leve pinchazo en el brazo con la punta de su uña.

—¿¡Macro-qué!? —exclamamos Kian y yo al mismo tiempo.

—Olvídenlo —rió—. En fin, deberíamos ir a nuestra siguiente clase. Quedan dos minutos.

Kian y yo intercambiamos una mirada rápida. Él me guardó otra vez en su bolsillo, y de pronto todo volvió a ser penumbra y movimiento.

El resto del día se sintió eterno. Las clases pasaban y yo apenas lograba concentrarme; la imagen de Stella viéndome por primera vez desde que me encogí seguía fija en mi mente, como si se hubiera grabado en ella.

Kian, por su parte, se había vuelto más callado después de nuestra conversación. Solo me preguntaba cómo estaba entre clase y clase, con una distancia que contrastaba con sus comentarios sarcásticos habituales. Mientras tanto, en los minutos de receso, Stella y yo aprovechábamos para hablar. Se sentía casi como volver a la normalidad… si no fuera por la presencia constante y vigilante de Kian.

—Así que… ¿la famosa “entidad” existe de verdad? —susurró Stella, justo antes de que Kian me guardara otra vez en su bolsillo.

—Existe —contesté desde el interior, mientras sentía cómo sus pasos hacían vibrar el tejido que me envolvía—. Y no me sorprende que este colegio esté maldito.

—Y se esconde en la… —Stella dudó un segundo— bodega del conserje. No sé si eso es más ridículo o más inquietante.

—Lo segundo —intervino Kian, con voz seca—. Y vamos a volver ahí hoy mismo.



El colegio estaba casi vacío cuando llegamos a la bodega del conserje. Las luces del pasillo parpadeaban con un zumbido intermitente, y el aire tenía ese olor penetrante a productos de limpieza. Kian abrió la puerta; como la primera vez, todo estaba exactamente igual: cajas apiladas, escobas recargadas contra la pared y la penumbra acumulada en los rincones.

—Muy bien —dijo Kian, poniéndome con cuidado sobre una mesa vieja—. Escúchame: quiero que devuelvas a Asher a su tamaño normal.

Esperamos. Silencio. Ni un susurro, ni una sombra.

—¿Hola? —repitió Kian. Nada.

Entonces Stella dio un paso al frente, los brazos cruzados y la mirada seria.

—Está bien. Yo también quiero lo mismo. Deja a Asher como estaba.

El aire se volvió más denso, como si toda la habitación hubiera inhalado de golpe. Frente a nosotros, el polvo pareció arremolinarse, hasta que se materializó una figura: un chico de nuestra edad, cabello azul desordenado, ojos felinos que brillaban en amarillo, una sonrisa socarrona y una presencia… irreal. Su voz, cuando habló, sonaba como la mezcla de varias, masculina y femenina a la vez, como si no pudiera decidir qué ser.

—Lamento decirte que no puedo cumplir tu deseo, señorita —dijo con una ligera reverencia burlona.

—¿Qué eres y por qué me encogiste? Esto no es lo que te pedí —dije, intentando sonar firme.

Sus ojos se posaron en mí. Esa mirada amarilla se clavó como agujas, y su sonrisa se ensanchó.

—Hola, pequeño. Me alegra verte de nuevo —respondió, acercándose a la mesa—. De este tamaño no resultas tan intimidante como antes. Luces… adorable, pequeño Asher. —Se inclinó hasta que su rostro quedó frente al mío, sin dejar de sonreír.

—Responde mi pregunta, espíritu embustero —le espeté, intentando mi expresión más amenazante. Él simplemente me guiñó un ojo y se incorporó.

Kian y Stella se mantenían en silencio, pero tensos, listos para reaccionar si me hacía algo.

—Tu personalidad sigue siendo encantadora como siempre, pequeñín —dijo, su tono rebosando soberbia—. Pero, para que veas que soy un espíritu bondadoso, responderé tus preguntas.

Tragué saliva antes de hablar.

—Dinos qué eres.

—Los mortales me llaman Kovrieth, el dador de deseos.

—¿Kovrieth? —repetimos los tres a la vez.

—Bah, ese nombre es muy largo. Llámenme Kovi. Es más bonito, ¿no creen?

—Ok, Kovi… ¿por qué encogiste a Asher? —preguntó Kian, intentando sonar amable.

Kovi sonrió, ladeando la cabeza.

—Es curioso que lo preguntes tú, Kian. Pensé que disfrutarías de vuestro deseo.

—¿Nuestro? —repitió Kian, igual de confundido que yo.

—Elemental, mis queridos mortales. Escuché sus patéticas plegarias y decidí concederles a ambos su mayor deseo.

—Pero… puedes revertirlo, ¿cierto? —intervino Stella.

Me incomodaba admitirlo, pero su personalidad me recordaba a una versión todavía más molesta de Kian.

—No.

Kian frunció el ceño.
—¿Qué?

—No soy como esos espíritus arcaicos que cumplen caprichos sin razón. Todo lo que hago tiene un propósito, y no se detendrá hasta que se cumpla —dijo, orgulloso.

—Entonces… ¿me quedaré así para siempre? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.

—No llores, querido Ashy —respondió Kovi con tono irritantemente cariñoso —. Cuando Kian y tú comprendan el deseo, podrás volver a tu aburrida vida.

Stella dio un paso adelante.
—¿Qué quieres decir?

Kovi sonrió aún más, disfrutando del suspenso.
—Cuando sus corazones lo quieran de verdad, el deseo se revertirá.

Un silencio incómodo llenó la sala.

—Hasta entonces… diviértanse. —Y, en un parpadeo, desapareció.

La tranquilidad duró apenas un instante. Kovi reapareció, ahora riendo.

—Ah, por cierto, Asher… cuando vuelvas a la normalidad, recuperarás tus cosas. Tranquilo, les estoy dando un buen uso. No sabía lo divertidos que eran vuestros “aparatos inteligentes” —se carcajeó, y volvió a desvanecerse.

Nos quedamos los tres, procesando lo que acababa de pasar.



Nos quedamos los tres en un silencio pesado, Stella me miraba fijamente, con esa mezcla de incredulidad y expectativa que suele tener cuando piensa que estoy a punto de estallar en una pataleta o una explosión de nervios. Pero, para sorpresa de todos, suspiré para calmarme.

—Bueno… supongo que eso significa que seguiré contigo, Kian —dije, intentando sonar firme y convencido, aunque por dentro sentía una mezcla de miedo y frustración.

Kian levantó la mirada hacia mí, sus ojos verdes reflejaban preocupación y algo parecido a un alivio tímido.

—¿Estás seguro? —preguntó en voz baja, como si temiera que cambiará de opinión. 

—Sí —respondí con convicción—. Si me encogí por la combinación de nuestros deseos, entonces significa que tenemos que resolverlo juntos.

Kian asintió lentamente, una pequeña sonrisa se formo en sus labios. 

Stella, que hasta entonces había permanecido callada, soltó un bufido con aire de fastidio y cruzó los brazos.

—Pues más les vale darse prisa —dijo con un dejo de sarcasmo—. No pienso acostumbrarme a que midas lo mismo que un muñeco de acción.

Sonreí ante la imagen mental de mí mismo como una miniatura ridícula.

—Stella, necesito pedirte un favor enorme —le dije, bajando la voz y mirándola seriamente.

Ella alzó una ceja, curiosa.

—¿Qué pasa? —preguntó, preparándose para escuchar.

—Sé que no has hablado mucho con mi padre —continué, con un nudo en la garganta—, pero necesito que le inventes alguna excusa para que no se preocupe por mi desaparición.

Stella frunció el ceño, pensativa.

—Puedo decir que te quedas en mi casa —propuso tras unos segundos—, pero no sé si eso sea suficiente para el señor Darrow. Ese hombre es un muro de hielo.

Rodé los ojos con exasperación, recordando lo distante que era mi padre.

—No es que le importe mucho —dije con sinceridad—. Seguro está más contento con no tenerme amargando su existencia por un rato.

Stella me lanzó una sonrisa amable y cómplice.

—Está bien, Ash —afirmó con decisión—. Kian, por favor cuídalo. Sé que puede ser un poco fastidioso a veces.

Kian se encogió de hombros y soltó una risa baja.

—Te lo prometo, lo cuidaré con mi vida —respondió, mirándome con ese brillo travieso que a veces le sale.

—¿En serio te crees un superhéroe, Kian? —le pregunté burlón

Él se rió y me hizo un gesto dramático, como si estuviera lanzándose al rescate.

—Claro, pequeñín —bromeó—. Mi trabajo es proteger a los pequeños y los débiles.

Nos reímos los tres, y por un momento, la tensión desapareció.

Pero la realidad seguía ahí, densa y palpable entre nosotros.

El eco de las palabras de Kovi, la entidad, resonaba con fuerza en mi cabeza: “Cuando sus corazones lo quieran de verdad, el deseo se revertirá”.

¿Pero qué significaba eso realmente? ¿Qué tenemos que entender Kian y yo?

Chapter 9: Todos tenemos nuestros propios problemas

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—Eres Kian Meyer: el golden boy, presidente del consejo estudiantil, capitán del equipo de atletismo, el número uno de nuestra clase —dije, recostado en la almohada que Kian me había dado, mientras lo veía acomodarse en su cama—. ¿Qué más podrías pedir en tu vida perfecta?

—Lo dice el que todavía no me ha explicado por qué lo encontré tirado en el suelo como un insecto —replicó Kian, girando la cabeza hacia mí con media sonrisa—. No será que te gusta que te pisen, ¿eh, Asher?

Me sonrojé de inmediato , mirando cómo sus ojos brillaban con diversión.
—¡Eso no fue lo que desee, idiota!

Kian soltó una risa breve, apoyando un brazo detrás de su cabeza y acomodándose más en la cama, con esa postura relajada que lo hacía ver aún más arrogante.
—Entonces no me juzgues. No soy la fantasía de perfección que piensas.

—Claro, porque ser presidente, capitán y genio es súper miserable —bufé, cruzándome de brazos y arqueando una ceja—. Pobrecito, qué tragedia la tuya.

—Exacto, me lees la mente —dijo con dramatismo—. Mañana mismo haré una colecta para a mi nombre.

Rodé los ojos y me acurruqué un poco más en la almohada, intentando no dejar que se notara lo rojo que estaba.
—No sé cómo alguien tan insoportable puede ser tan popular-.

—Carisma natural, pequeño saltamontes. Algo que tú claramente no tienes.

—Carisma mi trasero. Seguro los hipnotizas con tu peinado de comercial barato.

Kian giró hacia mí, apoyando la cabeza sobre su brazo, y se inclinó ligeramente, como si quisiera ver mi reacción.
—¿Estás diciendo que mi cabello perfecto no merece un altar?

—Altar no. Un peluquero, tal vez —respondí, escondiéndome tras la almohada otra vez y escuchando cómo volvia a reir-.

Él se acomodó mejor entre las sábanas y, sin perder la sonrisa, murmuró:
—Mañana seguimos. Buenas noches, Asher.

Yo me volteé en mi diminuta “cama”, abrazando la almohada y murmurando para mí:
—Si no me vuelvo loco primero…

Sentí cómo su mirada me seguía un instante más, y no pude evitar que mi corazon bombera fuerte contra mi pecho.


 

Como cualquier sección de un grado superior, nuestro horario no era regular, y el martes era uno de esos días con clases por la tarde. Normalmente habría aprovechado la mañana para dormir hasta tarde, acurrucado en mi cama, disfrutando de la tranquilidad de solo existir.

Grande fue mi sorpresa cuando Kian me sacó de los sueños justo cuando su reloj marcaba las 5 de la mañana.

—Vamos, Asher, debemos bañarnos para empezar el día —dijo Kian con una sonrisa .

Me quedé paralizado un segundo, dándome cuenta de algo que hasta entonces había ignorado: llevaba varios días sin bañarme. Por suerte, al ser lampiño, nunca había tenido problemas de olor… así que supuse que un día más no sería el fin del mundo.

—Eh… creo que puedo sobrevivir un día más sin baño —murmuré, frotándome los ojos y tratando de sonar convincente.

—¡Ni lo pienses! —exclamó, con un salto casi felino sobre mí, rebosando energía—. No sé cuáles sean tus hábitos de higiene, pero mientras estés bajo mi cuidado, ¡no vas a andar mugriento!

—Mi higiene es impecable —dije, ofendido—. No apesto como tú el día que me encontraste.

Kian soltó una carcajada, negando con la cabeza.
—Deja de pelear, pequeñín. Solo quiero darte un poco de normalidad en tu situación —dijo, enfatizando mi tamaño reducido mientras me sostenía en su mano.

Suspiré, resignado, mientras me acomodaba en su palma. Cada paso hacía que la casa se sintiera enorme. Mientras Kian caminaba hacia el baño, no pude evitar reflexionar sobre lo diferente que se había vuelto mi vida: ahora completamente dependiente de alguien que, hasta hace poco, habría considerado un irritante absoluto.


 

Al llegar al baño de la casa, pude ver todo a mi alrededor: el lavabo, el inodoro y la ducha, con su tina y varios productos de higiene alineados cuidadosamente. Todo parecía bastante normal para una casa de familia nuclear.

—Quítate la ropa —dijo Kian, colocándome suavemente sobre el lavabo—. Después del baño te daré algo limpio para ponerte.

Me tomó un momento procesar sus palabras, y cuando levanté la vista, ya sostenía su propia camisa en las manos.

Había visto a Kian en las duchas antes, pero desde mi nueva perspectiva… era distinto. Su cuerpo no tenía mucha masa, pero al participar en atletismo, su musculatura era definida y firme. Las pecas que adornaban su rostro se extendían hasta sus pectorales, y sus pezones rosados destacaban sobre su piel pálida. A diferencia de mí, su vello era mas notorio: un poco en el pecho, las axilas y bajo el ombligo, en su carectiristico tono pelirojo.

—Porque duras tanto— dijo quitandose su pantaloneta, quedandose en sus calzoncillos blancos—No sera que quieres que te ayude con eso—dijo picaramente. 

Senti como me sonrojababa, y me force a responder.

—No pense que nos ibamos a bañar juntos—

—Ya nos hemos visto desnudos en la duchas-dijo como si fuera algo obvio- Ademas no es como si no hubiera visto tu salchichita cuando te enconte—.

Mi cara se sonrojo mas, no sabia que responder a eso.

Kian al ver mi incomodidad, empizo a sonreir siniestramente.

—Ya se cual es tu problema-dijo con una sonrisa socarrona.—Te da verguenza porque todavia no has visto el mio—.

Mi corazón dio un vuelco y mi cara se puso como un tomate maduro. Ni siquiera quería imaginarme cómo su “salchicha” podía ser tan intimidante desde mi perspectiva.

—No… no necesito ver nada —tartamudeé, intentando apartar la mirada.

Kian soltó una carcajada, una mezcla de diversión y picardía.

—Oh, vamos, pequeñín —dijo, inclinándose un poco hacia mí—. Tranquilo, ambos tenemos lo mismo. Solo quiero que sepas que no hay nada de qué avergonzarse—.

—¡No sabes cómo es estar en mi posición! —protesté.

Kian fingió pensarlo, llevándose una mano al mentón.

—Hmm… entonces lo que tenemos aquí es a un Asher acomplejado… Bueno, tranquilo, Ashy, estoy aquí para ayudarte a superar tus miedos.

Y, sin darme tiempo de reaccionar, bajó sus calzoncillos. Su pene quedó expuesto, rodeado de vello rojizo, y yo deseé que el suelo me tragara en ese mismo instante.

—¿Ves? Ya no hay nada que ocultar —dijo, con esa mirada verde que me atravesaba. —Si necesitas ayuda… no dudes en pedírmelo, Asher—.

Me quedé callado unos segundos, tragando saliva. Sentía que si me negaba, Kian me provocaría aún más. Así que, resignado, me quité el short y la camiseta, intentando no pensar en lo ridículo que debía verme.

—¿Ves que no era tan difícil, Asher? —dijo satisfecho, levantándome de nuevo en su mano.

—No sé a qué dios le estoy pagando —murmuré entre dientes.

La risa de Kian llenó el baño, esa mezcla de diversión y picardía que me hacía odiarlo… y al mismo tiempo, me trasmitia algo de calidez en mi infortunio.


 

Después de uno de los momentos más incómodos de toda mi corta y miserable existencia —y créeme, la competencia es feroz— tuve que aguantar a Kian frente al espejo, haciéndose rituales capilares que parecían sacados de un culto. Media hora entera de ver cómo se aplicaba crema, cera, aceite y quién sabe qué más en el pelo. Y claro, mientras tanto me iba dando una conferencia improvisada sobre cada producto, como si fuera un influencer de belleza.

“Este acondicionador es libre de sulfatos, Asher”, “esto hidrata sin apelmazar”, “este define sin frizz”… A la décima explicación ya estaba convencido de que, si me caía de la palma de su mano, moriría sepultado bajo un bote de skala.

Lo único bueno de todo esto es que salí limpio, oliendo decente, y con ropa menos humillante. Ya no parecía un femboy barato; ahora era un poco mas masculino: unos vaqueros en tubo y una camisa de Ken. Sí, Ken, el de Barbie. Un triunfo, definitivamente.

Kian caminaba con paso firme mientras yo iba sentado en su mano como si fuera lo más normal del mundo. Para rematar, me ofreció una galleta que, en mi escala, parecía del tamaño de una pizza familiar.

—Come esto, pequeñín —dijo tranquilidad—. Cuando volvamos vamos a desayunar bien.

Le arranqué un pedazo con las dos manos, mordiéndolo como si fuera una cena de lujo. Cada día me preocupaba más lo rápido que estaba normalizando esta situación.

—No me has dicho a dónde vamos —dije entre mordiscos.

—Los martes trabajo en un supermercado —respondió, ajustándose la mochila con aire casual.

Me quedé mirándolo, parpadeando.

—¿Tú? ¿Trabajando? —pregunté como si me hubiera dicho que también era astronauta.

—Sí, ¿qué pasa? —se encogió de hombros.

—No sé… como que no encaja con tu imagen de “rey del instituto” —respondí, levantando la galleta como si brindara con ella—. El golden boy repartiendo pan en el supermercado, me cuesta visualizarlo.

—No me subestimes —rió, mirándome de reojo—. Además, es algo reciente. A mi familia no le ha estado yendo muy bien últimamente.

Abrí la boca para decir algo, pero me detuve. No era un tema para bromear, y tampoco quería sonar metiche. Me limité a darle otra mordida a la galleta, como si fuera una excusa para callarme.

—¿Qué? ¿Te quedaste sin sarcasmos? —preguntó Kian con una sonrisita.

—No quiero arruinar tu momento dramático, Meyer —repliqué, masticando—. Pero me cuesta mucho imaginarte con un uniforme de supermercado—.

—Pues acostúmbrate, porque hoy me toca caja— dijo con aire orgulloso.

—¿En serio? —casi me atraganto—. ¿Tú cobrando compras?

—Sí, ¿qué pasa?

—Que seguro te demoras veinte minutos solo en darle tips de cuidado capilar a cada señora que pase con champú en el carrito.—

Kian soltó una carcajada tan fuerte que casi me hizo perder el equilibrio en su mano.

—Sabes, Asher, contigo al lado el turno se me va a hacer mucho más divertido —dijo, sonrisita que me ponía nervioso.

Yo solo suspiré, volviendo a morder mi galleta.


 

Al momento de llegar, Kian y yo entramos por la puerta de atrás del supermercado. Nada glamuroso: un pasillo estrecho con cajas apiladas, el olor mezclado entre pitntura barata y refrigerador, una máquina de aire acondicionado que sonaba como si estuviera viviendo sus noches finales.

—Bienvenido al lado B de la vida, Asher —murmuré desde su mano, dándome aires de narrador de documental.

Kian rodó los ojos y empujó una puerta hacia un cuarto pequeño con lockers. El vestidor del personal. Había un banco metálico en el centro, paredes color blanco amarillento y un foco que titilaba.

—Qué lugar más… inspirador —comenté, dejando que mi voz gotease sarcasmo.

—Es un trabajo, no un parque de diversiones —contestó Kian, sacándose la camiseta y buscando en su mochila el uniforme.

Tuve que desviar la mirada para no parecer un idiota, pero la verdad es que con mi tamaño actual era casi imposible. Desde el banco tenía vista panorámica de todo el proceso.

—Genial, ahora también tengo la suscripción premium de este show —mascullé, dándome la vuelta dramáticamente, como si con eso recuperara un poco de dignidad.

Kian soltó una risa breve y terminó de abrocharse la camisa del supermercado, esa verde chillona que parecía diseñada por alguien que odiaba la moda y el buen gusto. Luego, con gesto meticuloso, ajustó la plaquita de su nombre: Kian Meyer – Caja 3.

—Te queda… —hice una pausa, alzando una ceja— sorprendentemente bien. Me da miedo admitirlo.

—Gracias por el cumplido disfrazado de insulto —dijo con una sonrisa torcida.

Un par de segundos después, la puerta volvió a abrirse y entraron dos chicos más grandes. Probablemente unos cinco años mayores. El primero era alto y delgado, con el cabello en una coleta mal hecha, y el segundo llevaba tatuajes en los brazos que parecían un álbum completo de historias familiares.

—¡Ey, Meyer! —saludó el de la coleta, levantando la mano.

—¿Qué hay, Kian? —añadió el de los tatuajes, dándole un golpecito en el hombro que sonó como si lo hubiera golpeado con una tabla de madera.

—Hey, chicos —respondió él con naturalidad, como si nada.

Yo, en cambio, entré en pánico y me escondí detrás de su espalda.

—¿Amigos tuyos o parte de una mafia local? —susurré bajito.

Kian apretó los labios para contener la risa, manteniendo una expresión seria frente a ellos.

Mientras tanto, yo los observaba desde mi escondite. Eran enormes. Sus manos parecían lo suficientemente grandes como para aplastarme. “Perfecto”, pensé. “Un supermercado lleno de gigantes musculosos. Lo único que falta es que me usen de llavero”.

—Te damos privacidad para que te cambies, Meyer —dijo el de la coleta antes de irse.

—No olvides presentarte con el jefe antes de iniciar tu turno —añadió el de los tatuajes. 

—Está bien, chicos. Gracias —respondió Kian.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, me atreví a soltar el aire que ni sabía que estaba conteniendo. Solo entonces me di cuenta de que seguía aferrado al costado de Kian.

—Esto es extrañamente adorable —comentó él, bajando la mirada hacia mí. Sonrió y me palmeó la cabeza con un dedo enorme—. Tranquilo, pequeño, el gran Kian te protegerá de los gigantes malos.

—Muy gracioso —refunfuñé, aunque no pude evitar sonreír.


 

Kian salió del vestidor ya convertido oficialmente en “Empleado Modelo del Supermercado Número 3”: camisa verde chillona, placa con su nombre, y esa expresión neutra que intentaba imitar profesionalismo. Yo, mientras tanto, permanecía dentro de su bolsillo, con una visión limitada del mundo.

—Bien —dijo Kian, suspirando—, primer paso: reportarme con el jefe.

—Qué emoción —murmuré desde el bolsillo.

Kian soltó una risita breve, pero apenas doblamos la esquina apareció él.

Un hombre robusto, barriga prominente, bigote sudado y una voz grave que parecía competir con los altavoces del supermercado. Su placa lo delataba: Héctor Vargas – Supervisor.

—¡Meyer! —tronó la voz del jefe apenas lo vio—. ¿Otra vez tarde?

—Llego a tiempo, señor —respondió Kian con calma.

—A tiempo es llegar diez minutos antes —replicó Héctor, cruzando los brazos.

Yo fruncí el ceño dentro del bolsillo. “Esa actitud me resulta bastante familiar”.

—Lo siento, señor, no volverá a pasar —dijo Kian, bajando  la mirada.

Héctor lo rodeó con los ojos, como un halcón inspeccionando a su presa, aunque más parecía un perro gruñón buscando dónde morder.

—Más te vale. Aquí no estamos para paseos de adolescentes. Si no puedes con el trabajo, vuelve a tu guardería. ¿Estamos claros?

—Sí, señor.

—Bien. Ve a la caja tres. Y no quiero verte distraído, ni con celular, ni con tonterías. Haz tu trabajo como se debe, o habrá consecuencias.

Mientras hablaba, noté cómo Kian apretaba la mandíbula y tensaba los hombros. Se notaba que tragaba cada palabra como si fueran vidrios molidos.

Cuando por fin Héctor se alejó, no pude contenerme.

—Vaya, qué encanto de persona. ¿También ofrece visitas guiadas a su personalidad tóxica o eso viene gratis con el contrato?

Kian sonrió apenas, sin mirarme.

—Es solo mi jefe, Asher. Déjalo pasar.

—No parece que te tenga en mucha estima.

—Suelo equivocarme al momento de transcribir números…

—Oh… —me quedé pensando un segundo—. Bueno, yo puedo asegurarme de que estén bien escritos. Nadie me va a notar escondido en el mostrador.

Kian bajó la mirada al bolsillo donde yo estaba, y sonrió de lado.

—Gracias, pequeñín.

—De nada, idiota.

Hubo un breve silencio, solo interrumpido por la música horrible del supermercado.


 

El reloj marcaba las 11 cuando Kian finalmente respiró hondo, dejando caer su cuerpo sobre la caja registradora como si hubiera ganado una pequeña batalla. Yo, acomodado en el escritorio junto a la máquina de cobrar, no pude evitar sonreír.

—Bueno, pequeñín —dijo Kian, mientras guardaba el dinero y apagaba la pantalla de la caja—, terminamos por hoy. Hora de volver a la base.

—Base… ¿qué clase de codename es ese? —susurré, mientras él me levantaba con cuidado y me sostenía con firmeza.

—La tuya también —replicó con un guiño, saliendo por la puerta trasera y evitando la multitud de clientes que aún deambulaban por los pasillos—. Vamos a casa.

Mientras caminábamos por la acera, con el sol ya alto y el aire fresco golpeando nuestras caras, empecé a reflexionar sobre la mañana.

Kian no era solo el chico sarcástico, arrogante y molesto que había conocido al inicio de este extraño giro en mi vida. Bajo esa fachada había una disciplina silenciosa, una fuerza contenida que sostenía su mundo… y ahora, de alguna manera, también el mío.

Cada pequeño gesto durante su turno —cómo respondía a los clientes irritados, cómo manejaba el dinero con precisión, incluso su manera de ocultar la frustración cuando Héctor lo regañaba— me mostraba algo más allá del “golden boy” que todos creían conocer. Era humano. Vulnerable. Y sorprendentemente admirable.

—Pequeñín —dijo de repente, rompiendo mi ensimismamiento—, ¿en qué piensas?

—Solo reflexionaba en que quizá estaba equivocado al juzgarte al principio —respondí, sonriendo un poco.

Kian me miró de reojo, con una sonrisa traviesa que apenas podía contener. Apachurró suavemente mi cabeza con su dedo.

—Me alegra que un tonto como tú también pueda cambiar de opinión —dijo, con ese tono travieso que tanto le caracterizaba.

—No tientes tu suerte —le advertí, cruzando los brazos—. Todavía estoy a tiempo de arrepentirme.

Ambos reímos, y por primera vez desde que todo esto comenzó, me sentí ligero. Como si pudiera sacar algo positivo de toda esta situación.

El mundo no es tan sofocante cuando tienes a alguien que te respalda, alguien que te sostiene incluso cuando te sientes débil.