Chapter Text
Jayce se materializa en el medio de una tormenta de nieve, porque por supuesto que sí.
Su cuerpo golpea el suelo con un escalofriante porrazo seco y un crujido. El momento —imposible, dado que no poseía masa ni velocidad tan sólo unos momentos atrás, flotando ingrávido dentro de un mar de magia pura— lo transporta una distancia considerable colina abajo. Se desliza velozmente sobre hielo sólido, dando tumbos torpemente, por tanto tiempo que su piel quema por la fricción. Cuando finalmente deja de rodar como una marioneta cuyos hilos fueron cortados, la inhalación temblorosa que toma cristaliza el aire en sus pulmones.
Su primer pensamiento coherente es del dolor.
El segundo, como siempre, es de Viktor.
Cuando finalmente logra sentarse, le toma unos momentos a su brillante mente para sacarse de encima la neblina del pánico y la confusión, y ponerse a tono con el resto de su cuerpo adolorido.
Vientos huracanados y una tormenta de nieve furiosa oscurecen el mundo alrededor de Jayce. El suelo es irregular y está sentado sobre una aguda pendiente —¿o una colina, una montaña? Es difícil dilucidarlo desde su posición horizontal. Trata de concentrarse, de tomar un instante para pensar, pero su cabeza late tan fuerte que apenas puede mantener sus ojos abiertos. Y cuando los cierra para resguardarse del dolor, vuelve a estar en una extensión demasiado grande y calamitosa para poder comprenderla. Un ser imponente hecho de Arcano puro hablando con la voz de su antiguo compañero, dedos largos, antinaturales, aplastando su tráquea hasta que sus ojos lloran. Los brazos demasiado pesados para alzar un martillo.
El pánico aprieta su garganta, aunque quizás sea más acertado decir que lo ha estado estrangulando por horas, días, incluso semanas, y sólo ahora empieza a sentirse mareado. El mundo, hasta donde sus ojos pueden ver, es una extensión de un blanco cegador. Está perdido en ella, completamente, agonizantemente solo. Y tiene tanto, tanto frío.
Dos miedos superpuestos luchan por controlar su mente, con sólo una constante tan clara como el agua presente en ambos:
—¡Viktor!
El nombre es tragado por la tormenta tan pronto escapa de sus labios, y se transforma en un ataque de tos.
—¡Viktor! —intenta nuevamente, la voz rasposa, desesperada, el esfuerzo rajando la piel agrietada de sus labios.
—¡Viktor!
—¡… yce!
El sonido apagado lo sobresalta. Grita de nuevo, esta vez imposiblemente más fuerte, mientras lucha para pararse.
—¡Estoy aquí! ¡Viktor!
Una sombra emerge de la inmensidad de la tormenta, apoyándose con todo su peso sobre un báculo astillado. La túnica de Viktor está hecha jirones, colgando precariamente de su menuda forma —delgada e imposiblemente frágil nuevamente—. El lado derecho de su cara está cubierto de sangre coagulada, oscura y contrastante con el fondo nevado, y sus ojos bien abiertos, dos heridas gemelas aceradas entre la tormenta. Más que encontrarse, colisionan el uno con el otro, Viktor chocándose contra Jayce con un impacto tal que casi los lleva rodando colina abajo de nuevo.
—¡Jayce! ¡Estás aquí!
La voz de Viktor, punzante y tensa, carga una nota de sorpresa queda, como si hubiera estado aquí desde antes, esperando. “Por supuesto que lo estoy”, quiere gritar. Ese era el maldito punto. Jayce apenas puede mantener sus ojos abiertos, pero no importa. Viktor, Viktor, Viktor. La idea borra todo lo demás.
No se ve como el Heraldo —imponente, fracturado y todo poderoso—, pero Jayce no se detiene a pensar en cómo se ve realmente. La verdad, no le importa.
El impulso de estirarse y tomar el brazo de Viktor entra al tallo cerebral de Jayce sin pasar antes por el córtex prefrontal. Sus manos envuelven sus muñecas huesudas antes de que su cerebro pueda registrarlo, y no puede sentir calor —no puede sentir más que un ligero tremor— pero no importa. Pasa a lo siguiente. Siempre pasa a lo siguiente.
—Necesitamos encontrar refugio —exclama Jayce, estúpidamente, sobre el fragor de la tormenta. Debería ser vergonzoso desperdiciar aire valioso en una declaración tan obvia, pero el impulso de decirle algo, lo que sea, a Viktor es imparable—. ¡Vamos!
Sin mediar palabra, Viktor deja que jale de él —no opone resistencia alguna, tropezando en la dirección que Jayce elige para ambos.
Una determinación absoluta mantiene a Jayce poniendo un pie delante del otro. Una estupidez absoluta mantiene su mano derecha fuera del bolsillo de su chaqueta, firmemente cerrada alrededor de la muñeca de Viktor como un salvavidas.
Sólo cuando Viktor vuelve a tropezarse, demasiado débil para mantener el ritmo, Jayce se detiene.
—Maldita sea —gruñe entredientes, quitándose su pesada chaqueta de combate con un movimiento de hombros. El frío lo asalta inmediatamente, pero lo ignora, envolviendo la chaqueta apretadamente alrededor de Viktor para resguardar tanto de su cuerpo como sea posible.
—Déjate esto puesto —dice, su voz más áspera de lo que pretende, pero no se detiene—. Vamos.
Viktor no discute. Ni siquiera parece notar cómo los brazos desnudos de Jayce tiemblan en la tormenta, su atención implacable mientras mira al rostro de Jayce en vez de a la chaqueta.
Jayce toma su muñeca nuevamente y lo arrastra hacia adelante. Recuerda la mano de su madre, necrosis negra y púrpura clamando sus hermosos y largos dedos. Debería mantener sus manos a salvo. Por alguna razón, la idea se niega a conectar del todo.
La tormenta aúlla, pero ahora Viktor tiembla menos, y es tanto la cosa más aterradora que Jayce ha visto, como, de algún modo, la más tranquilizadora.
Durante las primeras horas, sus palabras son escasas, escuetas y puramente prácticas. “¡Allá!”, “¡cuidado!”, “¡a tu derecha!”. Jayce no está seguro de si es capaz de elaborar oraciones más complejas en este momento, e incluso si lo hiciera, el fuerte viento y el ensordecedor ruido de sus dientes castañeando seguramente las ahogarían.
A estado aquí antes. No aquí, específicamente, pero en este estado: a la deriva en un océano de frío tan vasto que consume todo. Su piel quema, roja y pelándose por el ardor de la nieve, y sus extremidades ya están pesadas por la fatiga. Ninguno de ellos está vestido para este clima, y Jayce sabe que están corriendo contra otro reloj más.
Esta vez, no cree que un Viktor más viejo aparezca para transportarlo a un lugar mejor y darle tanto su vocación como el instrumento de la destrucción de Piltover. En su lugar, Viktor, su Viktor, es una silenciosa presencia a su lado, su cuerpo pequeño y encorvado bajo la tormenta, tragado en su totalidad por la campera abultada de Jayce, amarrado a él por su propio agarre férreo. Jayce apenas puede creerlo, al punto que sigue lanzando miradas nerviosas hacia atrás para asegurarse que Viktor todavía está allí, cojeando detrás suyo, por más que no ha soltado su muñeca ni una vez.
Sería el colmo para los creadores de Hextech cagarse muriendo por exposición al frío.
Jayce espera que quede alguien en Piltover capaz de reírse.
No llega a eso.
No pierden ni un apéndice, lo cual hace oficialmente a esta experiencia en una tormenta de nieve la más placentera que Jayce ha tenido, por un amplio margen.
El refugio que encuentran es una cabaña de piedra dilapidada al borde de una arboleda masiva. Dada la falta de humo emergiendo de la chimenea y las ventanas oscurecidas, Jayce apuesta que ha sido abandonada hace tiempo así que ni se molesta en golpear la puerta. Más que entrar caminando, se derraman hacia adentro, el agotamiento hace que sus rodillas se doblen tan pronto como cruza el umbral.
Lo que pasa luego es un borrón. Jayce cree que cae en un fugaz estado de movimiento y practicidad implacable, tal como lo hizo cuando corrió a través de la mitad de Piltover con el cuerpo roto de Viktor en sus brazos. Escanea la habitación rápidamente, miradas furtivas dispersas. Ventanas rotas, tapiadas a medias. Pieles y sábanas mohosas, húmedas. Muebles rudimentarios, dos banquetas dañadas y una mesa destartalada. Polvo asentado de manera irregular sobre las superficies. Un fogón frío rodeado de piedras. Implementos de cocina oxidados y mellados tirados a un lado.
Toma las pieles más gruesas y arroja algunas hacia Viktor sin mediar palabra. Se desnuda, veloz y pragmático, y enciende un fuego impresionantemente rápido, teniendo en cuenta el temblor de sus manos. Para cuando las llamas se encienden, está arropado debajo de todo lo que consiguió agarrar, el calor penetrando su piel helada, y se arrima a Viktor para chequearlo. Sin pensarlo, posa sus manos sobre las mejillas angulares de Viktor para examinar la rajadura en su frente; ya formó costra, la herida fresca y limpia como si hubiera sido cauterizada al instante de haber sido infligida y dejando una cicatriz metálica.
Viktor no se mueve demasiado durante el proceso. Está mirando a Jayce a través de sus pestañas, siguiendo todo movimiento con ojos entornados, su tranquilidad inquietante contrastando en demasía con la energía rabiosa de Jayce.
Febrilmente, la mirada de Jayce se clava en el lunar tenue sobre el labio de Viktor. Un detalle tan pequeño e inconsecuente del que Jayce siempre ha sido consciente, pero que ahora se siente monumental. Su respiración se entrecorta y ni siquiera nota que sus frenéticas manos se han desacelerado, ahora temblando no de frío, sino por la enormidad de todo.
Por primera vez en lo que se siente como un largo, largo tiempo, Jayce se permite detenerse.
—Estamos bien. Estamos bien —dice—. ¿Estás bien?
Viktor asiente lentamente, aturdido pero alerta. Jayce inhala temblorosamente. Lame sus labios partidos, saborea la sangre en los mismos. Está a salvo. Está bajo techo. Tiene a su compañero de vuelta. Está bastante seguro que no va a ser estrangulado a muerte en cuanto sucumba al sueño. Jayce lo aceptará. Lo aceptará todo.
—Por favor, despiértame si sucede algo.
Luego pierde el jodido conocimiento de inmediato.
Los primeros días en su nuevo aprieto, no hablan.
Eso no quiere decir que no se comunican. El silencio no es un lujo que uno pueda tomarse cuando la supervivencia está en riesgo y estás solo en el extremo del mundo. O en una línea temporal alterna. O atrapado dentro de una pesadilla expansiva creada por ti mismo que lo consume todo, con el hombre que intentó destruir toda la vida orgánica sensible —incluyendo la tuya— tan sólo unas horas atrás.
Aún así, Jayce encuentra que no es capaz de darle forma a los pensamientos que revolotean por su cabeza, más allá de los puramente prácticos. Hay una razón para eso.
Dentro del Hexcore, el Arcano, la Anomalía, la Evolución Gloriosa de Viktor o lo que sea que ese paraje infernal fuera, hablar había sido fácil. Estaban libres de los confines de su cuerpo, el peso de sus huesos fatigados y las expectativas de Piltover. Palabras se habían derramado de su boca como un torrente de sangre; viscosas, densas y tan, pero tan cálidas, abrasando su garganta al ir saliendo. Sus mejillas arden cuando piensa en ellas ahora.
Era el final de la línea. Jayce había mirado a su muerte de lleno a los ojos y dicho “Está bien”. Había dicho “Bueno”. Había dicho “Esto es lo que necesita decirse antes de que todo acabe”. Despellejó su mismísima alma con un cuchillo de tallar, vomitándolo todo con un abandono temerario, creyendo que no quedaría nada de él para avergonzarse de su sinceridad.
Pero Jayce sobrevivió, o eso parece, y ahora las palabras se sienten como plomo en su lengua. Sus miembros duelen, su estómago ruje, su cabeza se siente como si alguien le estuviera martillando un clavo en su cráneo. Cuando mira a Viktor, y bien que mira —no directamente, no, pero lo mantiene firmemente en su periferia en todo momento— hay una oleada de emociones dentro suyo tan agobiante que hace que su visión dé vueltas. Hablar se siente imposible, como que su voz se fracturaría bajo el peso de su euforia y miedo.
Además, no es como que el obstinado impasse recae únicamente en Jayce. Viktor había clavado su mirada en los ojos de Jayce mientras intentaban contener la runa, irremediablemente asustado e indefenso, asombro y terror peleando por dominar sus facciones nuevamente humanas. Ahora, sin embargo, ha vuelto a caer en sus viejos hábitos —aislarse, retraerse dentro de la fortaleza de su propia mente, una estatua estoica labrada en mármol: dura, elegante y fría.
Y Jayce está acostumbrado a buscar los ojos de Viktor —al otro lado del laboratorio, entre una multitud, en una fiesta y en ese entonces en el campo de batalla. Pero, ¿ahora? Ahora, no tolera encontrarlos, demasiado asustado de lo que pueda ver devolviéndole la mirada.
Así que no. Esos primeros días, no hablan.
En cambio, vuelven a aquello que conocen.
Tocaron lo divino, o corrompieron una aproximación del mismo. Se metieron con el mismísimo tejido de la realidad. Retorcieron el espacio y el tiempo —o dejaron que esas fuerzan los retorcieran a ellos—. Pero por más magia que sus acciones han desencadenado en el mundo, ellos permanecen, en esencia, hombres de ciencia.
Y es así que hacen lo que los científicos hacen: teorizan.
Hipótesis #1
Se han teletransportado.
Esta es la teoría activa más fuerte, no comprobada pero basada en experiencias previas. Estaban en un lugar, y ahora están en otro.
—Ya resolvimos antes esta fórmula —dice Jayce, temblando debajo de una manta de lana, gruesa y áspera. La runa de aceleración desapareció, sí, pero quizás no fue destruida. Es… parte de ellos ahora. Está dentro suyo. O quizás ellos están dentro de ella. Es difícil saberlo.
Hay una cicatriz tenue en el interior de la muñeca de Jayce y no hay manera de dilucidar si tendría que sentirse aliviado o preocupado al respecto. La respuesta aún le elude.
—Norte de Ionia —especula Viktor, mientras sus manos temblorosas tratan de encender un fuego con la leña húmeda y astillada que han juntado—. Norte de Demacia.
Jayce dirige un vistazo receloso al interminable terreno de blanco en el exterior, rezándole silenciosamente al poro tonto de Heimerdinger no haber acabado en Freljord —al norte de Todo Lo Civilizado.
La teletransportación presentaría, por supuesto, un problema serio.
—Sin el Arcano para darles poder, las Hexgates desde y hacia Piltover podrían ser inestables… si somos afortunados —reflexiona Jayce mirando a Viktor avivar el mísero fuego—. Completamente inutilizables si no lo somos.
Y Jayce no se siente particularmente afortunado últimamente.
—Serán inutilizables —Viktor declara simplemente, sin emoción alguna traicionando sus palabras.
Seh. Como él dijo.
Hipótesis #2
Han viajado en el tiempo, o a otra línea temporal.
—Como ambos sabemos, no sería algo sin precedente —contempla Jayce mientras asegura la ventana rota.
A pesar de que Viktor mantiene una fachada de compostura, Jayce estima que la posibilidad lo perturba profundamente. A Jayce no tanto. Honestamente, las montañas nevadas son un pequeño inconveniente en comparación con la pesadilla que sería una Piltover corrompida.
—¿Cómo lo sabríamos? —pondera Viktor, más retórico que conversador.
—Necesitamos primero ubicarnos en el espacio. Encontrar un punto de referencia que nos sea familiar, y partir de allí.
Su visión da vueltas, se divide, una imagen sobre la imprenta de otra imagen. La Hexgate erguida, resplandeciente, un monumento de su mayor obra. Superpuesta, una torre rota, quebrada y supurando como un huevo podrido. Sacude su cabeza e inhala por su nariz para calmar su estómago revuelto.
—Eso o algún asentamiento. Alguien a quien hablarle.
Han estado por una semana recorriendo con esfuerzo la nieve alrededor de su hogar improvisado y no han encontrado siquiera una huella. La cabaña de roca carecía de cualquier cosa que pudiera dar una pista de la ubicación, la cultura o el idioma: ningún libro, decoración ni marcas en ningún lado. El cielo nublado no les dejaba ni ver si reconocían las estrellas.
—¿Y qué tal si nos fuimos tan lejos que no podemos identificar nada a nuestro alrededor? ¿Quién dice que estamos en una región de Runterra que sigue nuestro propio calendario? —la boca de Viktor se ladea, como siempre lo hizo (hace, corrige Jayce) cuando está abstraído en sus pensamientos—. Puede que no tengamos ninguna forma de confirmarlo, sea como sea, incluso si de hecho encontramos alguien a quien preguntarle. Y eso es asumiendo que efectivamente podamos comunicarnos con esa persona.
Deprimente. Dejan el debate en el tintero, de momento.
Hipótesis #3
Todavía están en el Arcano y/o la Anomalía.
Atascados en una ilusión creada por sí mismos, viviendo dentro del sueño de un Dios muerto.
—Podríamos ser percibidos como una infección por la Anomalía. Anticuerpos rebelándose contra un organismo vivo, atacando desde el interior —teoriza Viktor, la voz engañosamente desapegada y ligera—. Un cáncer que tiene que ser contenido o extraído.
Jayce se voltea a verlo, quiere preguntar “¿es así como veías a todo aquel que quería detenerte? ¿Cómo me veías a mí? ¿Una enfermedad que necesitaba ser purgada, con shimmer, con runas, con experimentos cuando yo estaba de espaldas y mis ojos dirigidos a otro lado?”
No dice nada de eso, pero piensa que Viktor puede escuchar las preguntas, de cualquier forma.
Cada hipótesis es tan plausible como imposible de probar. Necesitan recabar pruebas.
Luego estaba el problema de, bueno, su supervivencia real.
Jayce no había salido indemne de la batalla. Siente más que ve los moretones oscuros rodeando su cuello como una soga; girar su cabeza es una agonía, e incluso mantenerla erguida durante cierto tiempo le provoca nauseas. Los calambres en las piernas se vuelven su nueva realidad al enterrarse el aire frío, seco, en sus huesos recientemente soldados.
Viktor no está herido, per se, pero se ve alarmantemente demacrado y cetrino. Delicado, incluso, de un modo que le recuerda a Jayce a Viktor después de colapsar en el laboratorio mientras estaba ocupado en otra cosa. No como el gigante imponente de sus pesadillas, el rostro desgarrado y partido, consumido por un propósito glorioso, pero no enteramente humano tampoco. En la luz tenue del fuego, las sombras de un púrpura oscuro debajo de sus ojos se vuelven incluso más pronunciadas.
—¿Necesitas comer? —Jayce había preguntado estúpidamente esa primera mañana, al instante de haber encontrado cecina guardada dentro de un pote en la cabaña de piedra. Se había abalanzado sobre ella como un animal muerto de hambre, antes de siquiera ocurrírsele compartir.
Viktor quedó perplejo, también, por la pregunta. Como si ni siquiera lo hubiera considerado.
—¿Quizás… quizás sí?
—¿Tienes hambre?
—¿Lo tengo? —Viktor repitió, inseguro.
Jayce empujó la cecina hacia él, y Viktor tomó un bocado titubeante. Después otro. Y otro. Masticó mecánicamente, cuidadosamente al principio, pero eso pronto cambió. Lucía como si fuera a vomitar. Como si fuera a morirse si no seguía comiendo.
—Eso es un sí, entonces —murmuró Jayce con un suspiro. Decía mucho sobre el terror y estrés de los últimos días que su único pensamiento había sido “maldita sea, necesitamos el doble de raciones”.
—Evidentemente —espetó Viktor, un destello de irritación atravesando su actitud por lo demás calma mientras masticaba un trozo rebelde—, las cualidades de la carne mortal aún me aferran firmemente.
Jayce se había reído —un sonido corto, un gañido que sobresaltó a Viktor y se sintió ajeno en su boca. Su garganta magullada dolió con el gesto.
Quizás Viktor ya no era el Heraldo, pero aún sigue siendo algo distinto. Ahora que tienen un techo sobre sus cabezas, el hambre saciada, puede mirar y catalogar todo lo que hay para ver. Cicatrices furiosas del color de la amatista suben por su cuello, y Jayce jura que puede oír el crepitar de estática en su voz si escucha atentamente. Sus ojos se han mantenido iridiscentes —esferas de reloj elegantes escondiendo el runrunear de maquinaría debajo de sí.
—No lo sé —murmura Viktor cuando Jayce le pregunta titubeantemente qué es la fusión de carne, tecnología y magia que compone su cuerpo decadente. Mantiene su mirada hacia abajo, dedos esbeltos, algo sintéticos, apretando su báculo (su bastón, una vez más)—. Aún no hay una palabra para lo que soy.
Jayce no dice nada, pero “hermoso” es la palabra que se le viene a la cabeza. Eso siempre se le ha venido a la cabeza.
Tan pronto como han descansado y la tormenta se ha aplacado, Jayce convierte la manta sobrante, ligeramente comida por las polillas, en una suerte de capa para Viktor —no tan fina y hermosa como la otra manta que Jayce le había dado, pero bastaría— y la asegura alrededor de los hombros de Viktor usando uno de sus propios gemelos.
Es en parte para protegerlo del congelamiento, en parte para ocultar la apariencia antinatural de su cuerpo. No sabe dónde ni cuándo están, o siquiera si están cerca de alguna aldea o asentamiento, pero no va a arriesgarse a que los lugareños lo desguacen si fueron a parar a algún lugar con un miedo (sano, tomando todo en consideración) hacia el Arcano.
Viktor no dice demasiado mientras lo miman. Simplemente clava su mirada plácidamente, estable, irises metálicos danzando alrededor del rostro de Jayce sin detenerse en ningún lado en particular. Jayce lucha por evitar que sus dedos se crispen nerviosamente mientras termina con su labor. La distancia entre ambos se siente insuperable.
—Deberías, ah —Viktor señala vagamente la frente de Jayce—, cubrirlas también.
Jayce se queda mirándolo, sin comprender.
—¿Cubrir qué?
—Tienes… —empieza a decir Viktor y se detiene, aparentemente conflictuado. Señala su propia frente.
Jayce no ha visto su reflejo hace tiempo, no ha pensado en echarse un vistazo en la nieve que hierven para beber. Lo busca ahora en la superficie mellada de una sartén de hierro. Su rostro demacrado le devuelve la mirada, distorsionado y borroso, pero incluso así puede verlas: cuatro huellas dactilares perfectas. Una corona de gemas incrustada en su frente.
Las delinea con sus dedos, fascinado, notando la ausencia de elevación o textura. Una imagen se le viene espontáneamente a la mente: las marcas hermosas de Mel, grabadas en su piel con elegancia y propósito.
Viktor lo contempla, silencioso, mirando. Siempre mirando.
Jayce toma un puñado de cenizas y las restriega en su frente, despreocupado. Salen afuera juntos.
La exploración es un asunto lento.
Empiezan a dibujar mapas del área en las paredes para tomar noción del terreno. Aún demasiado desorientados para aventurarse lejos de la cabaña, se mueven mayormente en círculos cada vez más amplios alrededor de su hogar como borrachos. Afortunadamente, las expediciones cuidadosas comienzan a dar sus frutos cuando localizan un surtido de cosas comestibles a una distancia razonable de la cabaña —suficiente para mantenerles mientras buscan un camino… de salida. Fuera. Hacia adelante. ¿Casa?
Comienzan a hablar en pequeños incrementos, palabras tentativas tallando una tregua precaria contra el silencio.
—Tu pierna —dice Viktor, una noche, mientras están acurrucados alrededor del fuego. Han regresado a la cabaña justo antes de que la oscuridad y el frío penetrara sus huesos, pero el pequeño triunfo de la exitosa búsqueda de comida ha envalentonado a Viktor. Asiente hacia la extremidad extendida de Jayce—. Te la quebraste.
Jayce voltea hacia él extrañado, porque bueno, dah, mientras clasifica las bayas silvestres, piñones y otras raciones que han encontrado.
—¿Seh?
—¿Cómo?
Viktor debe saber. Había visto la herida del dolor en la mente de Jayce cuando estaba habitando el cuerpo de Salo, pero para aquel entonces, los pensamientos de Jayce ya estaban bloqueados para él —un embrollo de emoción estridente, corrupción y propósito febril de una línea temporal que aún no existía.
Nunca consiguió desenredar lo que le había sucedido a la pierna de Jayce antes de que el tema se volviese irrelevante para el Heraldo.
—Caí por un barranco —dice Jayce evasivamente. Por su ceño fruncido, parece que está de acuerdo con que Viktor ya debería tener esa información a mano. Viktor no puede culparlo. Supone que realmente se vio omnisapiente y todopoderoso por un tiempo. Y lo había sido, en cierta forma. Pero incluso con el poderío de Noxus y el ingenio de Singed detrás de su lógica implacable, Jayce era una anomalía en sí mismo.
Una rama crepita y se parte. Jayce maldice, dejando caer el fardo de tela donde han puesto su comida conseguida con gran esfuerzo, y vuelve a atizar las brasas.
—¿Sigue sanando? —pregunta Viktor nuevamente, desesperado por llenar el silencio con algo, sin importar cuán insustancial—. Cojeas luego de caminatas largas.
—No realmente. El hueso no se soldó adecuadamente —Jayce encoge un hombro debajo de todas las mantas—. No hay mucho que pueda hacerse ahora.
Viktor es arrojado dentro de un recuerdo visto a través de los ojos de Jayce. Su propio rostro le devuelve la mirada —más viejo, demacrado. Ojos hundidos encuentran los suyos sobre los restos encorvados, oxidados, del propio cuerpo de Jayce. La imagen está enlazada con el brillo de la inanición y la agonía —lo que Jayce debía haber estado sintiendo en ese momento.
Una ola de culpa choca contra Viktor, una ráfaga de algo. Aprieta sus puños, su mente tambaleándose entre el impulso de disculparse y el deseo de apartar el recuerdo. Pero no puede escapar —no cuando Jayce lo está mirando con una expresión que acarrea partes iguales de preocupación y reconocimiento, como si él también lo estuviera recordando.
Y de repente, el mísero fuego que han estado avivando infructuosamente finalmente cobra vida con un rugido, y los ojos ámbar de Jayce capturan el resplandor de las llamas. Inesperadamente, sonríe, y Viktor es momentáneamente desarmado por la vista.
—De hecho, moldeé esta órtesis en base a la tuya. Si no me hubiera sabido el diseño de memoria, probablemente aún estaría pudriéndome en el fondo de ese barranco —explica Jayce, mientras su dedo golpea lo que Viktor reconoce ahora como las partes desguazadas de su prototipo de martillo. El martillo que se suponía debía ser una herramienta para salvar a los Zaunitas del trabajo agotador y que terminó convirtiéndose en un arma. El arma de Jayce. De Viktor—. Ahora hacemos juego.
La mandíbula de Viktor se cierra con un chasquido. Aún se está volviendo a familiarizar con el acto de tragar, un reflejo simple, humano, del cual no ha tenido necesidad durante su lapso como el Heraldo.
La saliva quema mientras desciende como si hubiera engullido ácido de batería.
Están evadiendo el tema.
¿Pasar horas ininterrumpidas elaborando teorías acerca de su aprieto? Ningún problema. Hablan extensivamente y con un enfoque febril sobre lo que les sucedió en el Arcano. Teorizan acerca de las runas, las que conocen y las que han atisbado a través de visiones y pesadillas, acerca del océano infinito de magia que les tragó enteros y escupió sus huesos en la tundra.
Simplemente parece que no pueden hablar sobre nada de lo que ocurrió previamente. Acerca de las muertes y resurrecciones de Viktor. Noxus empuñando su evolución gloriosa como un arma. Sus dedos implacables cerrándose alrededor del cuello de Jayce. Su carrera a la cima de la Hexgate. O acerca de cualquier cosa que pudiera ocurrir luego. ¿Regresarán a Piltover, si encuentran una manera de volver?
¿Hay siquiera una Piltover a la cual regresar?
Jayce sabe, intelectualmente, que teorizan para evitar mirar hacia adentro, o al otro. Es más fácil diseccionar lo desconocido que enfrentar el desastre de su realidad compartida. Una solución a corto plazo con una fecha de vencimiento inminente.
Y Viktor siempre tiene esa pinta en su cara, como si estuviera esperando a que Jayce irrumpa con ese tema en cualquier momento. Su conducta es la de un animal apresado esperando la próxima descarga eléctrica. Los hombros encorvados, los ojos abatidos, preparándose para enfrentar algo malo.
Hay cierta crueldad en no traerlo a colación, se da cuenta Jayce. Está manteniendo a Viktor en una especie de vigilia. Pero no sabe qué hacer. La culpa es un concepto amorfo en su mente. ¿Qué significa asignarla en este caso?
Después de todo, había sido él. Jayce fue el que se puso a experimentar tarde en la noche, tratando de manufacturar magia en su habitación, funcionando a base de café, diagramas, dos o tres horas de sueño y pura arrogancia. Jayce había sido el que miró al Hexcore, luego a Viktor, y dijo “apuesto que podemos estabilizarlo y hacerlo portátil”. Había sido él quien revisó en busca de tornillos flojos minutos antes de revelar su invención más reciente a una habitación hasta el tope con la élite de Piltover, una sonrisa amplia en su rostro, ciego a los peligros de su ingenio.
Seguro, Viktor hizo su buena parte de jugar con cosas que no eran juguetes. Era su propia clase de lunático: “no pidas permiso” y “no pidas ayuda” y también “derrama un poco de sangre en la fuente incomprensible de energía mágica, ya sabes, para probarlo”. Pero, al final, Viktor había sabido cómo controlarlo. Al final, había sido Jayce quien leyó los apuntes de investigación totalmente demenciales de Viktor y pensó: “seguro, hagámoslo, qué demonios”.
Cada una de las promesas que le había hecho a su compañero se hundieron bajo el peso de su propio deseo —de influencia, de progreso, de la presencia de Viktor en su vida.
Jayce siempre había sido el que alegremente condujo el tren hacia el futuro, nunca pausando para constatar que las vías siquiera se extendieran lo suficiente como para respaldar la travesía. ¿Cómo podía culpar a Viktor de descarrilar cuando estaban abalanzándose hacia el desastre juntos?
Oh, ¿y ya que están en el tema? Jayce está lenta pero seguramente perdiendo la cordura.
Quizás es la adrenalina remanente de comandar al ejército de Piltover y tener el destino de Runterra descansando sobre su pierna mala, pero encuentra insoportable el lento paso del tiempo. Una vez que la mayoría de sus heridas y dolores se calman, y finalmente puede girar su cabeza sin estremecerse, sus pensamientos se vuelven cada vez más mórbidos y su sueño se convierte en carrete destacado de pesadillas.
Viktor protagoniza una vergonzosa cantidad de ellas. Como un actor dotado, prueba que tiene el rango para interpretar héroe, villano y víctima con igual refinamiento.
Los días en la nieve se convierten en semanas. Encuentran más comida. Arreglan todas las ventanas rotas. Transforman tela en una útil capa para Viktor. Forra su chaqueta reforzada con pieles para darle mejor aislamiento. Mapean la tundra lo mejor que pueden. No están quietos, en absoluto, pero la inacción empieza a irritar a Jayce. Cuando no está deambulando o murmurando para sí mismo, rasca la runa borrosa en su muñeca hasta que sangra. Sin los mejores analgésicos que Piltover puede proporcionar, el dolor en su pierna pasa de ser un sobresalto ocasional a un elemento permanente, y tiene el presentimiento que no va a mejorar nada cuanto más tiempo permanezcan aquí afuera.
Necesitan volver a Piltover, pero no puede sacarse de encima la sensación de que no están haciendo lo suficiente para escapar. Como si hubiera una espada colgando del hilo de araña más delgado posible, tintineando al viento, y sin manera de saber cuándo iba a caer sobre ambos.
Viktor no tiene la habilidad para ayudar, tampoco la inclinación. No reacciona mucho actualmente, un fantasma en la esquina de su pequeño mundo, hablando mayormente cuando se le habla. Cuando Jayce habla de casa, el rostro de Viktor no se ilumina con reconocimiento, anhelo o calidez.
Jayce entiende por qué. Por supuesto que entiende. Simplemente no lo comprende ni encuentra dentro suyo la capacidad para simpatizar.
—Simplemente no veo qué quieres que haga, Jayce.
Discuten al respecto una vez. O, mejor dicho, Jayce lo hace. Viktor simplemente lo aguanta con la exasperación de un dios aburrido, su semblante más aplastado que desafiante. Saca a Jayce de quicio.
—Simplemente quiero que lo intentes —ruega Jayce, aunque su voz acarrea un filo, la insinuación de: “no lo estás intentando ahora mismo”—. Estamos varados aquí juntos y tú prefieres revolcarte en tu miseria a proponer soluciones. ¿Dónde está tu iniciativa? ¿Dónde está el Viktor que conozco?
—No te pedí que te me unieras en esto. De hecho, hice lo opuesto —responde Viktor con frialdad—, pero nunca escuchas, ¿o sí, Jayce?
Las palabras mordaces salen precipitadas antes de que pueda detenerlas, un último intento para provocar algún tipo de respuesta.
—Empiezo a desear haberlo hecho.
Permanecen en el aire entre ellos, cargadas de despecho, y Jayce se arrepiente al instante que abandonan sus labios. Ya saborea la disculpa en su lengua, dulce y agria, desesperada por salir. Fue un golpe bajo y, lo peor de todo, ni siquiera era verdad —diseñado para lastimar porque sí. Pero Viktor no se perturba. No se ve herido o enojado —su rostro es una máscara perfecta de distanciamiento y escarnio.
El “perdón” quema en su descenso cuando Jayce lo vuelve a tragar, amargo como un trago fuerte. Sin mediar palabra, sale hecho un torbellino, dando un portazo lo suficientemente fuerte para sacudir el marco.
Cuando está en su peor momento, Jayce piensa en las personas a las que ha decepcionado. En cómo su ambición imprudente ha puesto de cabeza las vidas de todas las personas a las que alguna vez les importó.
Es una ironía amarga darse cuenta que también ha estado esperando condenación. Su madre, quien Jayce espera desesperadamente que haya sobrevivido el tiempo suficiente como para estar decepcionada. Mel y Caitlyn, quienes deben estar furiosas por haberle confiado alguna vez algo de importancia. Heimerdinger y su brillante pupilo Zaunita, si no se han convertido en una de las tantas bajas causadas por Jayce.
Demonios, incluso por Viktor.
La diferencia entre él y Viktor, Jayce sabe, reside en cómo respondieron a sus respectivos errores.
Jayce siempre ha sentido la necesidad de arreglar, de deslomarse trabajando para conseguir una chance de enmendar las cosas. Viktor, por el contrario, ha aprendido a echar sal a la tierra y borrarse del asunto completamente.
Cuando Viktor se dio cuenta de lo que sus acciones habían acarreado, le pidió a Jayce que destruyera el Hexcore, incluso sabiendo que eso significaría su muerte. Mientras tanto, Jayce se metió de lleno en esa cosa en cuanto pensó que podría salvar a Viktor.
En retrospectiva, Viktor ocultándole la deterioración de su salud había sido inevitable. Y así, también, lo había sido la decisión de Jayce de violar su promesa en un intento desesperado por mantener a Viktor con vida.
Es lo que están haciendo ahora, después de todo. No distanciándose, si no cayendo en su dinámica eficazmente comprobada.
Pensar en eso lo hace resollar con una risa, seca y sin gracia.
Menudos compañeros que son.
Cuando Jayce regresa a la cabaña tres horas más tarde, un trozo de madera aferrado fuertemente en sus manos, encuentra a Viktor sentando en el suelo de espaldas a la puerta (un hábito horrible que Jayce quisiera que abandone), encorvado sobre una sartén poco profunda llena de agua.
—Me di cuenta que parte de mi báculo está magnetizado —comienza a decir Viktor sin voltearse, sin ningún preámbulo, antes de que Jayce siquiera pregunte—. Estoy usando el pasador de tu gemelo para hacer...
—¿Una brújula? —pregunta Jayce, impresionado y un poco molesto por no haberlo pensado antes.
Se acerca a la sartén sacudiéndose copos de nieve perdidos en su chaqueta, justo cuando Viktor está dejando que una delgada viruta de madera se asiente sobre la superficie del agua. Cuidadosamente, coloca la aguja improvisada encima y observa cómo gira erráticamente. Jayce se arrodilla para mirar, presionándose contra el hombre de Viktor, siguiendo el movimiento con interés.
—¿Que estás pensando? —pregunta Jayce mientras busca un patrón discernible.
Viktor permanece callado por unos largos momentos, luego se da vuelta hacia Jayce con una solemnidad apropiada para un panegírico.
—Esto lo comprueba; no hay norte en este mundo. Estamos absolutamente, magníficamente, cósmicamente perdidos.
Jayce abre su boca, el pánico ya tomando forma en su cara, pero entonces Viktor se encoge de hombros a medias, un gesto que Jayce reconoce instantáneamente como la manera que tiene su compañero de preparar el remate de un chiste muy malo.
—Eso, o mi bastón no está lo suficientemente magnetizado —agrega Viktor de forma seca.
Y, así como si nada, la frustración latente se evapora como si nunca hubiera existido. Resopla de manera poco elegante, y aprieta el hombro de Viktor mientras se pone de pie. Viktor es sólido bajo sus dedos, y el gesto se siente familiar y jodidamente nuevo a la vez.
—Es una gran idea, Viktor. Podemos mantenernos alerta por si nos cruzamos con minerales magnéticos la próxima vez que salgamos a explorar, y lo volvemos a intentar otra vez.
Viktor asiente, enderezando su espalda, y levanta la mirada hacia Jayce. Es cuando su concentración afloja que nota lo que Jayce ha estado asiendo en sus manos desde que entró a la habitación.
—¿Encontraste algo?
Jayce mira el objeto en su mano y, no por primera vez, piensa: “Mierda, somos tan estúpidos”.
—Esto, ah... para tu bastón —dice Jayce vergonzosamente, sin realmente mirar a Viktor a los ojos al alcanzarle la tosca estaca de madera, tallada para encastrar en su base. No es su mejor trabajo, pero en su defensa, la talló afuera con los dedos entumecidos–. Debería darle mayor agarre cuando estés sobre el hielo.
Viktor pestañea lentamente, rotando el objeto en sus manos. Intenta pretender que no le importa si Viktor acepta la ofrenda, pero no cree tener éxito.
—Es mejor que resbalarse en todos lados, ¿no? Se me ocurrió que puede ser de ayuda.
La expresión de Viktor es placenteramente estupefacta. Alza la vista y mira a Jayce a través de sus pestañas.
—Esto es muy útil. Gracias, Jayce.
Jayce prácticamente puede oírlo en su mente: “Sí, claro que lo somos”.
No se disculpa. No realmente. Viktor tampoco lo hace.
Algunas heridas, ambos entienden, es mejor dejar que formen costra por su cuenta.
Después de un tiempo, Jayce comienza a obligarse a mirar a los ojos tristes de Viktor y su boca caída, y pronto empieza a olvidar por qué los evitó alguna vez.
Caen en una especie de rutina. Se turnan para buscar alimento, cocinar y construir lo que sea que necesiten para sobrevivir. Viktor se da cuenta que Jayce estaba esperando hacer la mayor parte del trabajo pesado, pero su nuevo cuerpo monstruoso tiene algunos beneficios. Si bien el dolor parece ser una parte suya en cualquier iteración, entretejido en la composición de su mismísimo ser, el agotamiento de Viktor es manejable ahora y le permite asumir tareas con mayor demanda física.
A pesar de aún no haber encontrado fauna, Jayce jura con vehemencia que ha escuchado lobos aullando por la noche bajo el silbido del viento. Por una vez en sus vidas, deciden ejercer cautela y nunca se aventuran lejos por su cuenta.
Hoy, sin embargo, Jayce ha salido para juntar comida y Viktor, por su parte, está sentado fuera debajo de una variedad de pieles. Está tratando (y fallando) de fabricar un pico rudimentario a partir de madera y una roca serrada, con la esperanza de que les sea de utilidad si encuentran magnetita o algún otro imán natural durante sus exploraciones. Se ha propuesto afrontar el frío durante los días despejados, por si acaso atisbara algo en el horizonte que pudiera ofrecerles algún tipo de indicio de dónde están.
Entonces, desde el borde de la arboleda, Jayce viene corriendo. Para cuando llega a la cabaña, su rostro está rojo, está jadeando en busca de aire, y cojeando gravemente. El latido de Viktor, usualmente un metrónomo constante, se acelera hasta que Jayce alza las manos donde sostiene dos huevos llamativamente grandes con cascarones moteados.
—¡Encontré proteína! —declara triunfante, presumiéndolos como trofeos. Cada uno es casi tan grande como su cabeza.
Las cejas de Viktor se unen.
—Jayce... ¿dónde los encontraste?
—En el hueco de un árbol. Estaban allí no más.
—Son... grandes.
La sonrisa burlona de Jayce es infantil e irritantemente contagiosa.
—¡Claro que lo son!
—No, me refiero... si son así de grandes —Viktor comienza a decir, repasando las especies ovíparas que conoce que se le vienen a la mente. Inútil, nunca se le dio bien la zoología—, lo que los puso también debe serlo.
—Muy perspicaz, Viktor —se ríe, y tiembla cuando el sudor que se ha acumulado debajo de sus pieles empieza a enfriarse—. Me lo imaginé. Fue por eso que vine corriendo todo el camino, por si acaso.
Viktor sigue a Jayce al interior de la cabaña, observando mientras deja los huevos a un lado, se deja caer al piso con un gruñido de dolor y manotea torpemente su órtesis. Cuando finalmente logra desabrochar las hebillas y deja que caigan estrepitosamente a un costado en el suelo, Jayce hace una mueca de dolor y comienza a frotarse el muslo por encima de la pierna del pantalón.
Viktor mira, mira, mira a Jayce por un momento, antes de tirar el pico francamente aberrante cerca de la órtesis descartada y arrodillarse a su lado.
—Permíteme.
La sorpresa centellea a través del rostro de Jayce previo a aplacarlo.
—No es nada —protesta, aunque sus manos siguen ocupadas en el mismo lugar—. Debo estar fuera de forma.
—Jayce, por favor —el tono de Viktor se vuelve filoso, aunque no hay ningún rastro de ironía en su voz—, tengo amplia experiencia en estar cansado, perturbado y adolorido. Déjame asistirte.
El hecho que acceda luego de un breve titubeo evidencia cuán adolorido debe estar. Con un suspiro desganado, Jayce se saca su bota y enrolla sus pantalones con un gruñido.
Las cicatrices a lo largo de su muslo están irritadas y levantadas, la textura áspera a la luz del fuego. Le recuerdan a Viktor los resultados de las masacres que solía ver en la gente de Zaun, heridas sin tratar abandonadas a la infección, cortes que no fueron cosidos apropiadamente por lo que se cerraron de maneras extrañas.
(Todavía recuerda el jadeo del primer doctor de Piltover que lo vio con el torso desnudo: “¿Por qué no viniste antes?” había preguntado el idiota, como si Viktor hubiera estado resistiéndose al tratamiento sólo por malicia en vez de, ya sabes, ser mugrosamente pobre y completamente incapaz de pagarlo).
Como había dicho Jayce, la herida había sanado hacía mucho, para bien o para mal. Las marcas frescas donde la órtesis improvisada ha mordido su piel es un asunto aparte. Aunque irregular y mellado, el artefacto es realmente un reflejo perfecto de aquel que ahora está fusionado a su cuerpo extrañamente sintético.
Tiene sentido, después de tantas veces que Jayce había forjado y reforjado la propia órtesis de Viktor cuando trabajaban juntos. Pero esta estaba claramente concebida para ser útil, no cómoda —después de semanas de dejar que desgastara la tela de su pantalón, es obvio que el metal ahora está enterrándose dolorosamente en la pierna de Jayce. Hay una miríada de moretones, algunas zonas de piel dañada y ampollas a su alrededor. Se ve espantoso.
El ojo entrenado de Viktor evalúa la situación. En comparación a la otra pierna de Jayce, la musculatura es visiblemente más débil a causa del desuso. Nada catastrófico, pero preocupante. Va a causar más sufrimiento a menos que Jayce lo corrija.
Como el Heraldo, su toque implicaba un alivio instantáneo. Abandono dichoso. Sus dedos tiemblan levemente al suspenderse inciertos sobre la piel de Jayce. Pero esta vez, cuando su mano finalmente hace contacto, Jayce gruñe de dolor.
—Probablemente has estado poniendo mucho peso sobre tu lado derecho —observa Viktor, tratando de apartar la inquietud en su mente mientras sus dedos se clavan en los nudos de la pantorrilla de Jayce—. Si persistes, esguinzarás tu pierna sana.
Jayce bufa con una risa adolorida, algo falto de aire.
—Pierna sana. Eso es gracioso. La mayor parte del tiempo duele tanto como la que me quebré, honestamente.
—Eso es precisamente lo que quiero decir. Estás compensando. Sobrecorrigiendo.
Jayce se mueve levemente mientras Viktor sigue en lo suyo, enfocándose en la tensión en sus músculos.
—Seh, lo sé. Supongo que aún me estoy acostumbrando.
El silencio entre ambos crece mientras los dedos de Viktor ascienden a la rodilla de Jayce. Ha pasado toda una vida cuidando su propio cuerpo roto, y se siente extraño hacerlo con el de alguien más, para variar. Aún así, a pesar de las heridas, los muslos de Jayce permanecen impresionantemente poderosos —un hecho que Viktor nota… quizás no tan clínicamente como le gustaría.
Puede sentir la mirada intensa de Jayce sobre él, pero Viktor está enfocado en no prestarle atención. O eso es lo que se dice a sí mismo.
Cuando siente que podría causar más mal que bien si sigue, Viktor detiene sus ministraciones y pasa su atención a la órtesis descartada, rasgando una tira de su túnica y envolviéndola alrededor del metal para acolchonarlo y prevenir más raspaduras. La intención es simple: quizás un poco de comodidad aliente a Jayce a dejar de sobrecargar su otra pierna.
Viktor le coloca la órtesis de nuevo a Jayce, lo ajusta gentilmente para que Jayce pueda probarla.
—¿Mejor?
Jayce asiente. Se ve como si hubiera estado conteniendo la respiración la mayor parte del proceso, sus ojos rojizos mas extrañamente brillantes, pero una pequeña sonrisa tira de la comisura de sus labios.
—Mucho, gracias. Siempre fuiste bueno con tus manos —entonces algo hace que sonría más amplio, con más cariño. De manera picaresca, incluso—. Salvo en lo que se refiere a forzar cerraduras.
Viktor comanda a sus mejillas no sonrojarse. Su cuerpo, como siempre, lo traiciona sin consideración al decoro.
—Por cierto —comienza a decir, tragando su incomodidad—, deberías considerar usar un bastón.
Jayce se rehúsa a elaborarse un bastón. En su lugar, se remite a usar ramas de árbol cualquieras que encuentra desperdigadas por allí, y, para la absoluta molestia de Viktor, su propio báculo cuando no le presta atención por un rato.
—Esto apesta —murmura Jayce entredientes, desplazándose torpemente mientras Viktor lo fulmina con la mirada desde su sitio al lado del fuego— y es horrible para mi espalda.
Viktor nunca pensó que tendría el impulso de sacarle el bastón a alguien de una patada. Cosas más extrañas, y todo eso.
Hay cosas que Viktor no puede recordar. Cosas que no recordará. Y cosas que desearía poder olvidar.
Jayce es un recordatorio macabro de todo eso —de lo que perdió, lo que se consiguió, y lo que jamás podrá deshacerse. A veces, Viktor está insoportablemente agradecido de que Jayce esté allí para hacerle frente al mal clima con él. La mayor parte del tiempo, sin embargo, la presencia de Jayce quizás sea un castigo en sí misma.
—¿Por qué te quedaste atrás, Jayce? —preguntó una vez sin esperanza, cansado hasta los huesos después de un día de cielo tormentoso particularmente duro, el suelo congelado y una escasez de alimento comestible. Siente una fiebre aproximándose. ¿Puede su nuevo cuerpo siquiera levantar una fiebre?—. Después de todo lo que hice. No lo entiendo, y no creo que alguna vez lo haga.
Jayce lo mira fijamente como si estuviera supremamente decepcionado por la pregunta —como si Viktor hubiera traicionado su propia brillantez al preguntar algo tan irremediablemente estúpido.
—¿Cómo podría no haberlo hecho? Somos compañeros.
A veces, Viktor piensa que sería más fácil si Jayce se arrepintiera —si confesara que ha estado atrapado en las restricciones de su propia generosidad arrogante y deseara que Viktor se desvaneciera en la nada solo. Otras veces, cuando su egoísmo gana, agradece a los dioses en los que no cree por la certeza de que Jayce jamás haría eso.
Compañeros, los llama Jayce. No por primera vez, Viktor se pregunta: ¿Compañeros de qué?
La existencia de sus cuerpos físicos es un misterio enigmático que los mantiene entretenidos por un tiempo. Viktor nunca ha sido particularmente entusiasmado por los experimentos mentales —él y Jayce siempre prefirieron un acercamiento práctico a su trabajo—, pero no tener acceso a un laboratorio, lápiz y papel o ni siquiera agua corriente limita severamente sus opciones, lo cual significa que se está sacando de quicio dándole vueltas al asunto.
Desde que se despertó en aquel lugar, Viktor se ha sentido desligado de su cuerpo. No es una sensación nueva —cuando sus piernas le fallaron y su espalda se desplomó, cuando la fatiga era tan grande para apenas aferrarse a su bastón, Viktor solía sentirse como un parásito habitando un huésped moribundo. Pero ahora, con tantas de sus fallas humanas eliminadas, y partes de él remplazadas por partes mecánicas inquietantes, empieza a preguntarse qué queda del niño Zaunita tímido que amaba construir barcos de juguete.
Si acaso queda algo en absoluto.
Esta noche, están hablando del momento en el que fueron derivados aquí, encorvados sobre runas que han dibujado en las cenizas sobre el piso. Es durante este debate que Viktor deja escapar las palabras:
—Quizás este ni siquiera soy yo.
Jayce lo mira de reojo.
—¿Qué quieres decir?
—Ya no puedo reconocer mi cuerpo —explica Viktor, gesticulando vagamente hacia sí mismo.
Una expresión de desconcierto recorre rápidamente el rostro de Jayce, como si una pregunta estuviera formándose en su mente, pero no estuviera seguro de querer la respuesta. El aullido del viento afuera hace que la pausa se sienta aún más inquietante.
—¿En qué sentido?
—Por un extenso período de tiempo, mis... digamos, componentes originales fueron reemplazados, pieza por pieza. Fundamentalmente alterados —Viktor baja la mirada hacia sus manos, la piel pálida marcada con extrañas cicatrices del color de la amatista y tuercas bruñidas—. Primero con el shimmer, después con el Hexcore, después con los brebajes de Singed. Terminé convirtiéndome en...
—Seh —dice Jayce, dándose cuenta que Viktor tiene problemas para terminar la oración. Se está rascando el interior de su propia muñeca sin darse cuenta mientras lo escucha.
—Y entonces, cuando aparecí aquí, fue de nuevo en un cuerpo completamente diferente. ¿Se revertió la transformación? ¿Cómo? ¿Me convertí en algo totalmente distinto? —el fuego crepita, y las cejas de Viktor se fruncen aún más—. ¿Queda algo de lo que fui originalmente?
Y si es así, ¿cuánto puede ser rescatado?
El silencio de Jayce lo dice todo. No discute y no le asegura a Viktor que está equivocado.
En cambio, hay algo cauteloso en su expresión, y sus ojos se hunden, hunden, hunden en el cuerpo cubierto de Viktor.
Entonces dice la cosa más descabellada que Viktor ha oído en un tiempo (un logro en sí mismo), que es:
—¿Me muestras?
Viktor se da cuenta temprano en su operación que ha calculado mal. Severamente.
Parado prácticamente desnudo para que Jayce lo vea es una escena sacada de sus peores pesadillas —y algunas de sus fantasías más indulgentes. Viktor siempre ha estado plenamente al tanto de la miríada de fallas de su cuerpo y estatus. La alta sociedad de Piltover se aseguró que no pudiera olvidarlo nunca. Jayce debió haberle considerado modesto y tímido cuando rechazaba el protagonismo, y eso le quedaba bien a Viktor, pero la verdad, lo que lo mantenía en las sombras era terror absoluto: el miedo de ser visto, juzgado, e inevitablemente sentenciado como insuficiente por la gente que él detestaba. La vanidad de un hombre joven, estrangulada por los gases de Zaun.
Y eso había sido antes de que su cuerpo fuera retorcido por el Hexcore.
La última vez que Jayce vio una aproximación de cómo su cuerpo se ve ahora, la mente de Viktor estaba ida a medias—registró los ojos de Jayce vagando por su cuerpo de manera desapasionada, indiferente y distante. Su afecto, una daga desafilada que no pudo perforar su cuerpo evolucionado.
No es así ahora.
La mirada de Jayce todavía es atenta, buscando. Tal como la última vez, no hay nada desapasionado en ella, y le toma a Viktor todo su control para no encogerse bajo el escrutinio. Desnudo desde la cintura hacia arriba, su cuerpo debe verse alien, incluso grotesco —el brillo cálido del fuego haciendo muy poco para suavizar la rareza inquietante de su nueva piel. Nunca pensó que extrañaría su complexión demasiado pálida y constitución escuálida con sus vergonzosos codos puntiagudos. Pero vives y aprendes.
Entonces, Jayce rompe el silencio con una honestidad tonta, franca:
—Te ves… notablemente menos púrpura que antes.
Viktor parpadea, boquiabierto.
—Muy perspicaz, Jayce.
Jayce se sonroja, como si definitivamente no hubiera querido decir eso en voz alta pero ahora no planea dar brazo a torcer.
—Ey, dame un respiro. ¿Qué tipo de investigador sería si no puedo catalogar primero los cambios más evidentes?
Viktor abre la boca para retrucar, pero no puede encontrar una respuesta, no del todo. ¿Por qué había estado tan preocupado? Jayce es un hombre inquisitivo que siempre ha visto el mundo con asombro, no con escarnio. Y no importa cuán seguido Viktor haya temido ser la excepción, en el fondo, siempre supo que Jayce jamás le demostraría desprecio. En cambio, aquí está otra vez: Jayce observando su cuerpo con esa curiosidad y asombro mudo que Viktor se da cuenta ahora que siempre estuvo allí.
Por una vez, Viktor decide dejarlo entrar.
—¿Entonces? ¿Alguna otra observación sagaz? —presiona Viktor, para cortar la tensión.
Las manos de Jayce se adelantan, sin pensarlo. Sus dedos se suspenden sobre el esternón de Viktor y se crispan, como si una picazón dolorosa los tomara súbitamente.
—¿Puedo…? —Jayce balbucea, un motor petardeando al encenderse. Traga con fuerza, y Viktor no puede evitar seguir el movimiento de su garganta.
Está asintiendo sin siquiera darse cuenta.
Los dedos de Jayce se mueven cautelosos hacia la mano de Viktor. Por un momento febril, Viktor piensa que Jayce puede tener la intención de tomarla, pero, en cambio, está yendo por su muñeca, dándola vuelta cuidadosamente. El contacto es clínico al principio, trazando con interés los surcos y líneas de la piel antinatural de Viktor.
—¿Sensación? —consulta Jayce, el tono engañosamente plano, aunque no poco amable. Le recuerda a Viktor aquellas largas noches en el laboratorio, cuando listaban cuidadosamente sus pensamientos luego de una semana de progreso entrecortado, frustrante.
—Adormecida —contesta, mientras se fuerza a realmente habitar este cuerpo extraño en lugar de retirarse a la abstracción—. No, no adormecida… distinta. Como si la información entrante estuviera… filtrada de manera extraña.
Jayce asiente, su ceño frunciéndose con concentración.
—¿Sensibilidad a la temperatura?
—Reducida. Aún siento el frío, sólo no tan intensamente —dice, a la vez que registra la calidez de los dedos de Jayce sobre su antebrazo—. No estoy seguro si la piel se vería afectada por el congelamiento. Quizás deberíamos probarlo.
—Pospongámoslo, por ahora —dice Jayce empáticamente. Ladea su cabeza, su toque vagando hacia el esternón de Viktor—. ¿Dolor?
La pierna sigue siendo un problema, inestable y adolorida como siempre lo ha sido. Su columna, sin embargo, es probablemente la mayor culpable —la órtesis de la espalda, una vieja compañera ahora injertada en su cuerpo, lo mantiene derecho con una eficiencia inquebrantable. Hace que pararse sea más fácil, incluso natural, pero a veces el dolor viaja por su espalda como si se tratase de un cable con corriente, como si su cuerpo aún recordara cómo quería encorvarse, rendirse a la gravedad.
Viktor exhala, calculadamente.
—A veces —admite—. Una especie de dolor fantasma. Permanece donde solía estar.
Jayce tararea por lo bajo, observando el entramado de tejido cicatrizado sobre su pecho, donde la explosión causada por martillo de Jayce horadó su pecho.
—Estas partes de tu cuerpo, ¿pueden… sanar?
Los labios de Viktor se tuercen en una mueca sin gracia.
—Define sanar.
Jayce mira hacia arriba bruscamente.
—Hablo en serio, Viktor. ¿Lo hacen?
—No —responde Viktor luego de un momento—, creo que se adaptan.
La mano de Jayce se queda quieta en el lugar donde está posada en el brazo de Viktor. Deja salir un suspiro, luego, en un tono más ameno, dice:
—En serio, tenemos que dejar los comentarios de mal agüero para las horas del día.
Pero no se retira. En su lugar, su palma se mueve, rozando el hombro de Viktor. Su pulgar se queda detrás, encallecido y cálido, trazando la juntura donde el metal se encuentra con la piel.
—¿Te…? —titubea, luego sigue adelante— ¿Te molesta? O sea, no sólo físicamente.
—Sí y no. Es parte de mí ahora, y lo he aceptado. Pero hay momentos... —se acalla, tragando fuerte. No quiere decir que aún odia en igual medida tanto las partes sintéticas como las humanas de su cuerpo, que son ambas dos piezas rotas del mismo rompecabezas de mierda que jamás encajarán correctamente. Tampoco quiere mentir. Y...
Y los dedos de Jayce aún recorren gentilmente la piel de Viktor. Lo distrae.
Jayce cae en la cuenta de su conmoción, si bien Viktor tiene la esperanza de que no entienda la magnitud total de la misma. Sus dedos se despliegan y presionan firmemente sobre las clavículas de Viktor, imposiblemente cálidos. Por un momento, parece que Jayce se abstrae, su ademán desprotegido mientras se inclina, acercándose, y le dice con voz calma:
—Lo descifraremos. Juntos.
—¿Tu veredicto, entonces? —dice Viktor secamente, con voz rasposa, pero hay una leve traba en su respiración que no logra apisonar al bajar la mirada hacia la mano de Jayce. Abre sus brazos, dejando su cuerpo expuesto y abierto, y pide una opinión—. Medio raro, ¿no?
Los ojos de Jayce saltan hacia los suyos, y de repente el Hombre del Progreso de Piltover es el que está inseguro de dónde posar su mirada. Finalmente retira su mano, no como si se hubiera quemado, si no como si la hubiese dejado dentro de una olla que se calentaba lentamente y recién ahora se diera cuenta que había llegado al hervor. Se contrae una vez, y tose en la misma mientras se voltea, dándole algo de privacidad para volver a vestirse.
–¿Buscando cumplidos? —bromea Jayce hacia la nada con una ligereza forzada, pero se enseria rápidamente—. No lo sé, Viktor. Eres diferente, eso está claro. Pero... por primera vez en un tiempo, te veo. Siento que estás aquí de nuevo. Lo extrañaba.
Luego, después de un breve titubeo, se corrige:
—A ti. Te extrañaba a ti.
Y Viktor no sabe si deberían permitírsele ciertas ilusiones luego de todo lo que ha hecho, pero ni siquiera el peso de sus transgresiones puede mantenerlo con los pies en la tierra frente a esto.
Se estremece mientras vuelve a colocarse su túnica.
Viktor se había deshecho de su humanidad como una serpiente de su piel, y Jayce había reunido las piezas y las había reforjado en una nueva versión extraña del hombre que conocía. De pronto, su nuevo cuerpo no se sentía tan grotesco.
Belleza en las imperfecciones.
Quizás la próxima vez, Viktor hasta se lo creería.