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El viento rugía como un animal hambriento.
La nieve golpeaba la carretera desierta, cubriendo las huellas diminutas que se perdían entre la ventisca.
Eric levantó el brazo para proteger su rostro; la linterna temblaba en su mano. El frío le mordía los dedos, pero no podía detenerse.
Papá le había prometido volver antes del anochecer.
Y ya era noche cerrada.
El pequeño llevaba un abrigo rojo demasiado grande, y en su bolsillo guardaba su tesoro más importante: un cohete plateado, del tamaño de su palma.
Lo había hecho su padre con piezas de metal reciclado y una sonrisa cansada. “Cuando te sientas perdido,” le había dicho, “mira el cohete, y sabrás que siempre vuelvo a casa.”
Eric lo apretó con fuerza.
—Papá… —susurró al viento—. No me dejes solo.
Un trueno de motor roto resonó a lo lejos. La linterna iluminó algo entre la nieve: metal retorcido, los colores negro y plateado de un coche que había chocado contra los árboles. Eric se acercó con cuidado.
Era un vehículo de carreras… o lo que quedaba de él. El símbolo de una “X” blanca en el costado lo hizo fruncir el ceño.
Dentro del auto, entre cristales congelados, había una figura inmóvil.
Un hombre.
Su pecho apenas se movía, cubierto de nieve. Las manos estaban atadas con cadenas a los restos del chasis. Y una cinta gris, helada, cubría su boca.
El casco de Racer X brillaba bajo la luz temblorosa.
Eric se quedó quieto unos segundos. Había visto ese traje en las transmisiones de carreras, en los pósters del taller. Era un héroe misterioso. Pero ahora… solo parecía un hombre que se moría de frío.
—Señor… —susurró el niño, arrodillándose—. Lo ayudaré, ¿sí?
Las pestañas del corredor se movieron apenas. Eric intentó romper las cadenas, pero eran demasiado gruesas. Buscó entre la nieve, halló una varilla, y con ella trató de hacer palanca.
No cedió.
El hombre gimió tras la mordaza, un sonido bajo y ronco.
—Shhh… tranquilo —dijo Eric, temblando—. No se mueva, yo… yo lo sacaré.
Con dedos torpes, despegó la cinta que cubría su boca.
El aire helado entró de golpe en los pulmones del hombre. Tosió, la voz rota, y cuando alzó la cabeza, Eric vio apenas su boca herida bajo la máscara.
—¿Por… qué… estás aquí…? —murmuró él, la voz apenas un suspiro.
—Busco a mi papá. Se perdió en la nieve —contestó el niño, acercándose más—. Pero lo voy a encontrar.
El hombre intentó sonreír.
—Eres valiente… muy valiente…
Eric le cubrió el pecho con su abrigo. El frío del metal se filtraba por la tela, pero no le importó.
Se metió bajo el abrigo con él, compartiendo su calor. El cuerpo del corredor temblaba, pero comenzó a respirar con más ritmo.
—No se duerma, ¿sí? Si se duerme, el frío gana. —Eric apretó el cohete entre sus dedos—. A mi papá le gustan los cohetes. Lo hizo conmigo.
El hombre se quedó en silencio. Luego, con voz débil:
—¿Cómo… te llamas?
—Eric Myers. —El niño lo miró a los ojos detrás de la visera empañada—. ¿Y usted?
Hubo una pausa.
El hombre tragó saliva.
—Rex…
Eric parpadeó.
—Así se llama mi papá —dijo con una sonrisa pequeña—. Qué coincidencia, ¿eh?
El hombre cerró los ojos con fuerza. Un temblor recorrió su mandíbula. Luego habló apenas, con un hilo de voz.
—Dime… Eric… ¿sigues… guardando el cohete?
El niño se quedó mudo.
¿Cómo sabía eso?
—¿Qué… qué dijo?
Rex respiró con dificultad. —El cohete que hicimos… juntos.
Eric abrió los ojos de par en par. Metió la mano en su bolsillo y sacó el pequeño cohete.
—¿Cómo… cómo sabe eso? —preguntó, la voz quebrada.
El hombre movió la cabeza lentamente, la máscara rozando la nieve.
—Porque… soy yo, Eric.
Su mano temblorosa rozó la del niño.
—Soy tu papá.
El viento pareció detenerse.
Eric lo miró, sin poder hablar. Luego tocó el borde del casco con cuidado.
—Pero… mi papá… tenía otra cara.
—Sí —susurró Rex—. Cambió para protegerte.
La voz se quebró.
—Perdóname…
Eric lo abrazó sin pensar. Pequeño, temblando, con lágrimas mezcladas con nieve.
—No te perdí… no te perdí, papá…
Rex lo rodeó con sus brazos encadenados, apretándolo contra su pecho.
—No… me encontraste.
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A lo lejos, el rugido de un motor se mezcló con el viento. Un auto blanco se detuvo con un chirrido sobre el hielo. Meteoro salió de la cabina, cubierto por una chaqueta gruesa.
Corrió hacia los restos al ver la linterna parpadeando.
—¡Oye! ¿Hay alguien ahí? —gritó, la voz arrastrada por la tormenta.
Eric levantó la cabeza.
—¡Aquí! ¡Por favor, ayúdelo!
Meteoro se acercó, con el corazón acelerado. Cuando vio el traje negro y la máscara de Racer X, se quedó helado.
—No puede ser… —murmuró.
Rex intentó moverse, pero no tenía fuerzas.
La máscara estaba agrietada, y al caer una de las piezas, Speed Racer vio los ojos detrás de ella.
Los mismos ojos que había creído enterrados hacía años.
—Rex… —susurró.
El nombre se le escapó como un fantasma que por fin encontraba forma.
Eric lo miró confundido.
—¿Lo conoce?
Meteoro cayó de rodillas junto a ellos, la nieve cubriéndole los guantes.
—Es mi hermano —dijo, con un hilo de voz—. Tu… tu tío.
Los ojos de Eric se agrandaron.
—¿Entonces… somos familia?
Rex sonrió, débil pero sincero.
—Lo somos, hijo. Siempre lo fuimos.
Meteoro sacó una herramienta del cinturón y rompió las cadenas. Las manos de Rex quedaron libres; tenía heridas, pero aún había fuerza en sus dedos. Al sentir la libertad, lo primero que hizo fue sostener a Eric contra su pecho.
—Papá… —susurró el niño.
—Shhh, ya está, pequeño. Ya está.
Meteoro respiró hondo, limpiándose las lágrimas con el dorso del guante.
—Tenemos que sacarte de aquí, Rex. Hay una clínica en la base de la colina.
—No me sueltes —pidió Eric, apretando el abrigo contra su padre.
—No lo haré —respondió él.
Sus manos, frías pero firmes, lo sostuvieron con fuerza.
Entre los dos, lo ayudaron a ponerse en pie. Rex apoyó su peso en el hombro de su hermano mientras Eric caminaba a su lado, sujetando el cohete. Cada paso hundía sus botas pequeñas en la nieve, pero no soltaba la mano de su padre.
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El cielo comenzaba a clarear cuando llegaron al auto de Meteoro. Las luces del amanecer se filtraban entre las nubes, bañando todo de un tono rosado. El motor rugió y el calor del interior los envolvió.
Rex se recostó en el asiento trasero, exhausto. Eric se acomodó sobre su pecho, aún aferrado al cohete. Meteoro los miró por el retrovisor, sin poder evitar sonreír entre lágrimas.
—Pensé que te había perdido para siempre —dijo en voz baja.
Rex entreabrió los ojos.
—Casi lo haces… —bromeó con un hilo de voz—. Pero mi hijo es más terco que yo.
Eric levantó la cabeza.
—No soy terco. Solo… te quería de vuelta.
Rex rió, suave, con un sonido que hacía años no llenaba el aire.
—Entonces gracias por no rendirte.
Meteoro condujo despacio por la carretera, mientras la tormenta quedaba atrás.
En el asiento trasero, Eric bostezó y apoyó la cabeza en el pecho de su padre. Rex le pasó una mano por el cabello.
—Cuando eras bebé, dormías igual —murmuró.
—¿Me vas a dejar otra vez? —preguntó el niño, medio dormido.
Rex le besó la frente.
—Nunca más.
El pequeño sonrió, sosteniendo el cohete entre sus dedos.
Afuera, la nieve se detuvo.
Y cuando el sol asomó por el horizonte, el auto blanco desapareció en la distancia, llevando consigo a un padre recuperado, a un hermano redimido… y a un niño que había encontrado su hogar bajo la nieve.
