Chapter Text
Aemma Arryn había sido criada para el deber.
Criada para ser obediente.
Obediente a su padre.
A sus hermanos.
A su esposo.
Al rey.
A la reina.
La obediencia la hizo guardar toda queja cuando la reina Alysanne concertó su matrimonio con Viserys. Fue la obediencia la que la hizo bajar del Valle, dejar su hogar, cuando el rey ordenó que debía casarse a los once onomásticos.
Cumplir su deber obedientemente la hizo soportar numerosos embarazos, encerrar el dolor de la pérdida en su corazón y llorar en silencio.
Su obediencia como esposa la hizo soportar la humillación de ser traicionada, de aguantar por el bien de la armonía familiar.
Su obediencia como reina la hizo agachar la cabeza y acatar los deseos del rey cuando tomó una segunda esposa (¿qué se creía Viserys? ¿El Conquistador? Qué risa, él era peor que Aenys, pero al menos éste nunca engañó a Alyssa Velaryon), para no provocar caos en el reino.
Aemma Arryn obedeció, guardó silencio y agachó la cabeza.
Pero no se quedó de brazos cruzados.
¿Viserys quería otra esposa? Muy bien, podía tener todas las que quisiera, pero sería el hijo de Aemma Arryn quien se convertiría en rey.
Sería la hija de Aemma Arryn quien se convertiría en la mejor princesa de los Siete Reinos.
Serían los hijos de Aemma Arryn quienes se elevarían sobre todos, quienes se sentarían en la maldita silla de hierro y quienes gobernarían esa tierra olvidada por los dioses.
Rhaenyra, Maegon y Daeron, sólo ellos.
Nadie más.
Ciertamente no los hijos de Alicent Hightower, no los nietos de esa serpiente Otto.
Así que hizo lo que se esperaba de ella, de la dulce y gentil Aemma.
Fue amable con Alicent Hightower.
Abrazó a sus hijos como si fueran de Aemma y los hizo leales a Maegon.
No fue difícil.
La chica no estaba cómoda con su maternidad y esos niños estaban muy hambrientos de cariño y atención.
Y, para su sorpresa, fueron fáciles de amar.
Aegon con su personalidad brillante y ruidosa, Helaena con su suavidad y dulzura, Aemond con su timidez y terquedad. Y más tarde Alysanne, con su curiosidad y rectitud.
Esos niños que no nacieron de ella, pero que eran los hermanos de sus hijos, que eran amados por sus hijos, quienes amaban a sus hijos.
La intención para acerarse a ellos no fue pura, pero no se arrepentía. Ella haría cualquier cosa por sus hijos, para que crecieran, para que vivieran. Otto era un hombre demasiado miserable como para detenerse y no intentar sentar su sangre en el Trono de Hierro, sólo los tontos, sólo Viserys, eran incapaces de verlo.
Así que Aemma actuó.
Al menos hasta que Alicent Hightower dio el primer paso en falso. Una vez que la chica declaró la guerra contra Rhaenyra, Aemma dejó de jugar bien con ella. Acaparó a sus hijos tanto como pudo, los llenó de afecto y los llamó suyos, pero también los empujó más en la línea de sucesión y los lastimó.
Aemma no estaba orgullosa de haberles puesto un estigma, de llamarlos mestizos como si fueran un pecado, algo que ella misma era. No importaba cuánto llegó a amarlos de verdad, ellos nunca serían tan importantes como Rhaenyra, Maegon y Daeron, no más que los niños por los que había sangrado y llorado, los únicos niños que habían sobrevivido.
—Otra vez estás pensando en ellos —Amanda la sacó de sus pensamientos —. ¿Estás despertando algún arrepentimiento?
—Sabes que no.
—Bien. Hiciste lo que tenías que hacer sin derramar sangre en el proceso. Otra mujer en tu lugar se habría deshecho de ellos sin miramientos, para empezar yo no los habría dejado nacer.
—Hermana, es demasiado temprano para hablar de cosas tan atroces —Yohn bajó la taza de té con una expresión como si las palabras de Amanda lo hubieran asqueado.
—Lo dices como si no les hubieras rebanado el cuello en cuanto pusieran un pie fuera de línea.
—Pero no lo digo en voz alta —hizo una pausa, entonces negó con la cabeza —. Si nuestro padre nos escuchara. Tanto para el honor Arryn.
—El honor no tiene lugar cuando los que amamos están en peligro. El honor es para los necios y para aquellos que creen que sus enemigos también son honorables.
—Es como el amor —agregó Aemma a lo dicho por su hermana —. Para los niños y aquellos que nunca han sido lastimados.
—Honor y amor, estorbos, digo yo.
—Te has vuelto muy cínica con la edad, hermana —Yohn lucía divertido —. ¿No amas a tus hermanos, tus sobrinos y sobrinos nietos? ¿No practicas el honor con ellos?
—Mantengo lo que dije. Si no amara a Aemma nunca habría puesto un pie en este nido de víboras. Si no amara a nuestros sobrinos, hace mucho te habría dicho que tomáramos a Aemma y desapareciéramos de aquí. Si no amara a nuestros sobrinos nietos no los dejaría ensuciarme los vestidos con sus manos pegajosas. ¿Lo ves? Amor —levantó la mano derecha y después la izquierda, mientras decía —: Estorbo.
—Y siempre estaré agradecida por tus sacrificios, hermana mayor —Aemma inclinó la cabeza hacia ella.
—No digas tonterías, hermanita tonta, fueron mis decisiones.
—Y nada es un sacrificio cuando se trata de ti —agregó Yohn, pellizcándole la nariz como hacía desde que ella era una niña —. Simplemente te amamos más de lo que amamos todo lo demás.
Amanda la amaba más de lo que amó al actual Lord Tyrell y por eso lo rechazó, y la acompañó a la Fortaleza Roja.
Yohn la amaba más de lo que amaba la Casa Arryn y por eso dejó su hogar, y se juramentó como su protector.
Aemma siempre había sido receptora de un amor tan leal y desinteresado, ¿fue una sorpresa que creciera para esperar lo mismo de los demás? Fue una decepción no conseguirlo de su esposo ni abuelos, pero eso la había hecho más decidida a entregar un amor mayor a sus hijos, a enseñarles a amar ferozmente a aquellos que consideraran dignos.
Les dio tanto amor, les enseñó tan bien, que Maegon murió salvando a alguien que no lo merecía. Sin embargo, no era lugar de Aemma cuestionar sus decisiones. Maegon era su propia persona y estaba aprendiendo; como Aemma, aprendería de las decepciones, de los errores, y no otorgaría nunca más su favor tan fácilmente.
Pero Aemma sabía mejor; su precioso niño que amaba tan incondicionalmente, sin miedo a romperse, era más noble que ella. Aemma temía que esta no fuera la última vez que lo vería sacrificarse por otros.
Sabía que habría más.
Los dioses lo habían regresado a la vida por eso.
¿Por qué su bebé?
¿Por qué su Maegon tenía que seguir limpiando el desorden de otros? ¿Por qué sus hijos y nietos tenían que luchar por el bien de la humanidad?
Tal deber no debería recaer en ellos, no tenían que hacerlo, pero lo harían.
Porque Aemma les había enseñado demasiado bien.
…
—A partir de mañana serás la Reina Madre.
Viserys había anunciado su abdicación un par de lunas atrás.
—Siempre lo he sido.
Rhaenys y Aemma estaban dando un paseo por el Aviario de Daella; su madre había sido una niña asustadiza y Aemma no creyó que crear un jardín en su honor fuera una buena idea. Amanda le había contado que su madre había amado las aves; las aves siempre estaban alejadas de ella, incapaces de hacerle daño, pero también le encantaban por su belleza y la libertad que tenían de surcar los cielos. Las aves eran pequeñas, hermosas y gráciles, y no había expectativas o decepciones de que los Targaryen las montaran. Así, se encargó de construir un aviario, no sólo como un homenaje a Daella por ser una princesa y su madre, sino también por el recuerdo de que Daella Targaryen había vivido, que fue una persona con sueños y deseos. Daella Targaryen había amado a Aemma Arryn, Aemma seguía siendo amada por su madre.
—Creciste, Aemma. Estás lejos de la niña tranquila y de brillantes ojos grandes que llegó a la capital por primera vez —Rhaenys la miró de reojo —. Todavía eres tranquila, pero ahora hay fuerza en ello.
—Ser débil nunca fue una opción, aunque me tomó tiempo dar el paso necesario.
Tras tener a Maegon se permitió flaquear, se arrulló en una sensación de logro. Su hijo sería rey y nadie podría disputarle eso, había pensado.
—Fuiste obligada a darlo. Todos fuimos obligados a hacer cosas que nunca pensamos.
— ¿Has pensado, prima, en lo diferente que habría sido todo, que sería todo, si te hubieras convertido en reina? Yo sí. A menudo imaginaba que Viserys nunca habría estado tan obsesionado por tener más hijos, que él y yo habríamos vivido sólo para Rhaenyra y Maegon.
—Lo he hecho, sí. He pensado en todas las cosas que podría haber hecho para hacer prosperar al reino, para mejor las vidas de nuestra gente. He pensado en el orgullo que pude haber traído a la Casa Targaryen, a mi padre. He pensado en las grandes cosas que mis hijos pudieron hacer como príncipe y princesa, en el gran legado que todos dejaríamos para las generaciones futuras. Sin embargo, todo eso palidece con lo que nuestros hijos han logrado. No me avergüenza admitir que nunca podría haber pensado en hacer lo que Maegon, tampoco que mis hijos no podrían.
—Habrías sido una buena reina, Rhaenys, y Laenor un buen rey.
—Sí, ambos habríamos sido buenos, pero no grandiosos. No poseo una mente tan activa como Maegon y mis hijos no están hechos para llevar el peso de una Corona. Laenor, aunque surca los cielos, pertenece al mar; Laena tiene demasiado carácter y ama su libertad. Ambos cumplirían su deber con la Corona, pero serían absolutamente miserables; la única manera de que encontrarían alegría en sus deberes sería con un amado, un igual, a su lado, pero Laenor nunca podría tener eso y nadie sería tan valiente para ser lo que Laena necesita.
—Excepto Maegon.
—Así es. Laena está atada a la Corona ahora, pero es libre de tomar sus propias decisiones, no está atrapada —ambas se detuvieron frente a una de las pequeñas fuentes repartidas por el aviario, viendo pequeñas calandrias salpicarse agua —. No me convertí en reina por esto mismo. Maegon nació para ser rey, fue elegido para serlo.
¿No era eso una verdad?
Los dioses eran tanto hábiles como crueles con sus decisiones.
—No me siento robada, prima —Rhaenys estiró una mano para intentar tocar la cabeza de una calandria —. No me he sentido así desde antes de saber que todo eso fue, de hecho, designio divino. Más allá de profecías y de guerras que se avecinan, Maegon es lo que Westeros necesita. Maegon, Laena, Rhaenyra, todos los pequeños dragones, son lo que el reino necesita, lo que merece.
¿Pero qué merecían sus hijos?
—Sé que estás orgullosa, Aemma, tanto o más que yo —Rhaenys alcanzó una de sus manos y Aemma aceptó el agarre.
—No puedo ganarte en eso, Rhaenys. Tu nieta será la primera reina gobernante de Westeros.
— ¿No es Rhaena también tu nieta? ¿No es debido a tu hijo que ella será reina?
—Es así, pero es la nieta de la Reina que Nunca Fue quien es la Reina que Será.
—Nunca me gustó ese título. Sin embargo, encuentro consuelo en el de Rhaena.
—Yo también —Aemma le dio un apretón suave y firme a la mano de la mujer que siempre mereció más.
Guardaron silencio entonces, viendo a las calandrias alzar vuelo y dirigirse a sus nidos.
…
—Te ves preciosa, Aemma —dijo Viserys desde su asiento al otro lado del carruaje.
Ambos estaban acompañados por sus nietos, Amanda y algunas niñeras, dirigiéndose hacia Pozo Dragón para la coronación.
Todos sus hijos llegarían a lomo de dragón, como los jinetes de dragones que eran. Aemma debería estar con ellos, pero era la reina y había que mostrar un frente unido con el rey. El pueblo tenía que verlos llevar a cabo esto juntos.
— ¡Mumuña es la más bonita! —exclamó su amado Lucerys, sonriendo en su regazo.
¿A quién le importaba que su vestido se arrugara?
Todos sus nietos, los bebés de Rhaenyra y los bebés de Maegon, agregaron sus acuerdos.
—Gracias, mis amores —rio, abrazando a Lucerys más contra su pecho y estirando un brazo para acariciar tantas mejillas como podía alcanzar —. Y gracias, Viserys.
Si su esposo detectó la indiferencia en su tono, no lo demostró.
Amanda ocultó una sonrisa mientras trataba de evitar que Daella y Visenya se molestaran quitándose las joyas una a la otra.
—Nunca pensé que viviría para ver este día —él comentó no con maravilla, pero tampoco con enfado o desgana.
Por supuesto que Viserys nunca lo pensó, ningún rey pensaba que vería a su heredero tomar su lugar porque se suponía que sólo podía suceder tras su muerte. Ningún rey pensaba que su tiempo como monarca había terminado, que era tiempo de dejar ascender a la siguiente generación, no pensaban que ellos debían apartarse para que llegara el cambio.
—Yo tampoco—cambió a alto valyrio.
Sus nietos los entenderían, Amanda también, pero un tema tan personal no era para oídos de las niñeras sin importar qué tan confiables eran.
—Pensé que me iría con Baelon —Viserys se estremeció por sus palabras —. Como pensé que me iría con cada niño después de Maegon.
Los bebés la miraron con curiosidad, entendiendo las palabras, pero no el significado detrás. Tal vez sólo Jacaerys y Gaemon lo entendían más, dadas las expresiones serias en que sus dulces rostros se tornaron, pero no dijeron nada.
—Pero aquí estamos, Viserys. Los dos. Y nuestro papel ahora es apoyar. No más obstaculizar a nuestros hijos, no más retenerlos.
—Lo sé.
Lo sabía finalmente, después de décadas y la muerte de un hijo.
—No somos buenos protegiendo, les hemos fallado en mucho.
Maegon tuvo que crecer demasiado rápido para defenderse a sí mismo y a su familia.
Rhaenyra nunca tuvo la oportunidad de seguir su corazón libremente.
Daeron fue traído al mundo por razones mezquinas.
—Pero no les fallaremos más. Y protegeremos adecuadamente a éstos —señaló con un delicado movimiento de cabeza a todos sus nietos.
—Lo prometo —sorprendentemente, el juramento de Viserys fue feroz.
—No quiero promesas, quiero hechos.
Viserys miró las caritas de cada uno de sus nietos, emociones complicadas y sin nombre bailaron en sus ojos. Entonces miró a Aemma a los ojos y asintió.
—No cometeré más errores.
Molestia creció dentro de Aemma.
Qué fácil era decirlo.
Qué difícil era creerle.
¿Estaba molesta por la facilidad con que aseguraba sería mejor a pesar de todo el dolor que sus acciones habían causado?
¿Estaba molesta porque quería creerle?
La pequeña niña que bajó del Valle, esa niña que miró con asombro al príncipe que sería su esposo y que aceptó promesas de que estaría bien cuidada, quería creerle.
La mujer que perdió bebés, que fue tratada como un objeto, que fue humillada, que tuvo que aprender a proteger a sus hijos mediante una de las maneras más bajas posibles porque su esposo no lo hacía, y que tuvo que sostener el cuerpo muerto de uno de sus hijos, sólo quería sacarle los ojos.
La niña enamorada estaba esperanzada.
La mujer decepcionada no tenía la mínima confianza.
—Asegúrate de ello —fue todo lo que dijo y redirigió su atención a su encantadora Rhaena.
…
—Tonto kepa —Rhaena suspiró mientras Lucerys reía.
—Sí, tonto kepa —aceptó Laena.
Su precioso chico, nada más subir a la tarima, la misma donde había sido investido como heredero, guiñó un ojo hacia ellos.
Se veía tan apuesto con su armadura de acerco valyrio, con cueros negros y capa roja; estaba afeitado, su cabello corto estaba bien peinado y sus ojos lilas brillaban. Aemma recordaba perfectamente la primera vez que lo sostuvo en sus brazos, que lo abrazó; su peso y la forma en que se acurrucó contra ella, buscando su calidez.
Ese bebé estaba ahora frente a ella, como un hombre adulto convirtiéndose en rey.
Miró hacia un lado, a su izquierda; su Rhaenyra también portaba armadura, Hermano Rojo y pistolas colgaban de su cadera, y sobre su cabello trenzado descansaba una tiara que delataba su estatus como la Princesa Real de Westeros; Harwin estaba a su lado, sereno y orgulloso con su capa dorada; Jacaerys, Gaemon, Daella y Visenya le seguían, encantadores en su combinación de colores Strong y Targaryen. Daeron estaba parado junto a Visenya, vistiendo elegante ropa de jinete de dragón y un cuchillo colgando de su cadera.
Después estaba el resto de sus hijos; Aegon, Helaena con Cregan parado detrás de un hombro, Aemond y Alysanne. Todos ellos, excepto Cregan, vestían cueros de montar en una versión más elegante y elaborada, ceremonial; Cregan tenía Ice en la espalda y sólo Aemond portaba un cuchillo, el gemelo del de Daeron. El resto portaban pistolas. Y todos sus hijos e hijas tenían el cabello trenzado al estilo valyrio, con aros de plata que rodeaban sus frentes como señal de su estatus como príncipes y princesas de sangre.
Habían decidido vestirse como jinetes de dragones, como lores dragón, para recordarle al reino quién los gobernaba. También era un mensaje del tipo de reinado que sería el de Maegon, que no sería uno de complacencia, sería uno de acción.
Westeros sería protegido, Westeros sería defendido.
Y Westeros sería cuidado.
Lo que estaba reflejado en los vestidos que Aemma y Laena portaban.
Una imagen más suave, más compasiva, para recordarle al reino que la familia real lo proveería, que nunca lo dejaría desamparado y estaría atento a sus necesidades.
Laena, a la derecha de Aemma, se veía hermosa en su vestido rojo, su cabello estaba recogido y adornado con rubíes. Todavía no portaba la corona de reina, no hasta dentro de unos días; Laena se había negado a ser coronada con Maegon aunque él insistió. Es tu momento, Mae. Además, el pueblo quiere ver a su rey, a su padre, había dicho ella.
Aemma era un contraste con su vestido negro y su corona de perlas y turmalinas negras. Un color de la Casa Targaryen, pero también el color del luto. Una época de su vida había terminado, ya no era más la Reina Aemma, ya no más la reina de Viserys Targaryen. Sin embargo, que estuviera de luto por ello no significaba que estuviera triste, simplemente era el reconocimiento y la despedida a lo que definió una gran parte de su vida.
Rhaena y Lucerys vestían de negro y rojo, ambos con peinados a semejanza de los de sus padres y portando las coronas sencillas que habían pertenecido a Rhaenyra y Maegon durante la infancia. Lucían adorablemente solemnes junto a su madre.
Exclamaciones de asombro surgieron cuando Ser Erryk se acercó al Sumo Sacerdote con la corona de Maegon descansando sobre un cojín dorado.
El asombro de la multitud no era porque la corona fuera una pieza exquisita de arte o porque estuviera hecha con el mineral más fino o las joyas más extravagantes, sino por su sencillez.
Era una corona de hierro moldeado para simular llamas, catorce llamas para ser precisos. Una alusión a la resurrección de Maegon por fuego y a los dioses valyrios. Lo más extravagante en ella era el jade blanco tallado en forma de rombo que descansaba dentro de la llama central, la que se elevaría desde la frente de su portador. Pese al material que la mayoría consideraría humilde, la corona era hermosa en su sencillez; las llamas fueron moldeadas con sumo cuidado, a detalle, y el jade estaba tan pulido que la luz del fuego de las antorchas se reflejaba en él.
Los ayudantes de herrería de Maegon la habían forjado, el jade era un regalo del príncipe Qoren y la princesa Hanase, y el diseño provenía de Daemon. No serás un Conquistador, tampoco un Conciliador. No tienes título aún, no uno que te defina como rey, pero sí tendrás una corona que sea sólo tuya, había dicho su primo cuando solicitó ser el encargado de crear una corona para Maegon.
Príncipe Herrero es el primer título que se ganó y siempre luce tan en paz cuando está en su forja. En cuanto al jade blanco, incluso con todas las pruebas que ha enfrentado y con las tramas que ha ejecutado, Maegon siempre es auténtico. Aparte de los bebés, ese sobrino mío es el más puro de todos nosotros. Fue la explicación que dio a Aemma cuando le mostró la corona terminada unos días antes.
—Hoy es el final de un reinado —la voz del Sumo Sacerdote resonó por todo el pozo.
No tuvo necesidad de gritar o elevarla demasiado, tanto los dragones como los invitados, nobles y plebeyos, estaban en silencio. Ni siquiera los niños que estaban sobre los hombros de sus padres, ni las crías de sus nietos, hacían un solo sonido.
—Y el comienzo de uno nuevo.
El Sumo Sacerdote se acercó a Viserys, quien estaba parado en el centro de la tarima, junto a Maegon. Retiró la corona de su cabeza y la entregó a Daemon.
Aemma pensó que era apropiado que el hombre que le aseguró a Viserys esa corona hace tantos años, fuera ahora quien la alejaba de él.
Daemon no delató ninguna emoción, ni en su rostro ni en sus ojos pese a compartir una mirada directa con su hermano. Él simplemente esperó que la corona fuera colocada sobre el cojín rojo en sus manos y regresó a su lugar cerca de Laena, donde Rhea y las mellizas permanecían como familia directa. Sin embargo, compartió una mirada significativa con Rhaenys, quien junto con Corlys y Laenor los acompañaban porque había sido el deseo de Maegon. Amanda y Yohn estaban con ellos.
Su dulce chico quería a toda su familia cerca de él en un momento tan importante.
A sus amigos también.
Los Martell y los Sallow, así como los miembros de su Círculo, no estaban en la tarima, pero estaban ocupando lugares de honor frente a los nobles. Lado a lado con las familias aliadas directamente a la Corona, como los Arryn, los Velaryon, los Stark y los Strong.
—El rey Viserys Targaryen, el Primero con el Nombre, ha abdicado en favor de su heredero, el príncipe Maegon Targaryen.
El Rey Viserys Targaryen, quien sólo sería una nota al pie de la gloria del Rey Maegon Targaryen. Recordado sólo por ser el padre del rey más grande de todos.
—Los dioses han escuchado su deseo y lo han aceptado.
Hubo algunos nobles que mostraron descontento por la alusión a las Catorce Llamas, los mismos que se habían quejado al inicio de la ceremonia cuando vieron al Sumo Sacerdote llegar en lugar del Septón Supremo. La familia real no dio explicaciones, no había necesidad cuando la Fe había sido juzgada por traición a la Corona; además, hasta el momento los fieles no habían elegido un Septón Supremo.
Y no habían sido los Siete quienes resucitaron a Maegon.
—Hoy comienza el reinado de Maegon de las Llamas, hijo de la Casa Targaryen —fue entonces que Viserys entregó Blackfyre a Maegon.
Viserys separó los labios, como si tuviera la intención de hablar, pero tras un instante de dubitación no dijo nada. Decepción brilló en los ojos, siempre tan expresivos, de su hijo, pero la desterró rápidamente.
Maegon se arrodilló frente al Sumo Sacerdote, Blackfyre de mano a punta en el suelo.
—Maegon el que No Arde y Maegon el Resucitado, lo llaman.
Títulos que el pueblo había comenzado a llamarlo desde que se levantó de su pira.
De las Llamas, porque fue como si hubiera vuelto a nacer de ellas.
El que No Arde, porque el fuego no había vuelto a lastimarlo desde entonces.
El Resucitado, porque regresó de la muerte.
Pero para Aemma seguía siendo Mae.
—Pero hoy lo presento a ustedes con nuevos títulos, nuevos nombres —el Sumo Sacerdote tomó la corona de hierro desde Ser Erryk, quien pese a su rostro controlado no podía ocultar los ojos llenos de devoción, ni el brillo de orgullo que emanaba de su cuerpo —. Con la bendición de las Catorce Llamas de Valyria, te corono y declaro: Maegon Targaryen, el Primero con el Nombre, Rey de los Ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres, Lord de los Siete Reinos y Protector del Reino.
Cuando la corona fue colocada en la cabeza de su hijo, algo dentro de Aemma se liberó.
— ¡Ahora levántate, vástago de Valyria! ¡Descendiente de reyes y reinas, de príncipes y princesas, nunca agaches la cabeza! ¡Sangre de Soñadores y Conquistadores, enfrenta a tu pueblo! ¡Hijo del Dragón, surca los cielos! ¡Lord Dragón, comándalos! —esta vez el Sacerdote Supremo elevó la voz tanto como pudo —. ¡Pueblo de Westeros, he aquí a tu rey!
Silverwing rugió, parándose en sus patas traseras, desplegando sus alas, y elevándose detrás de la tarima. El resto de los dragones, adultos y crías, rugieron dentro y fuera del Pozo.
Vermithor y Caraxes, que se habían mantenido a cada lado de la tarima, aguardando el momento para encender los nichos hechos de espadas y madera que encenderían al comando de sus jinetes, no tuvieron oportunidad de hacerlo.
Los catorce nichos, siete a cada lado de la escalera central que permitía el ascenso a la tarima, y que representaban a las Catorce Llamas de Valyria, se encendieron por sí solas. El fuego se elevó; controlado, preciso y hermoso.
Los Sacerdotes y Sacerdotisas Rojos, que habían llegado a Desembarco del Rey desde Essos, se inclinaron, solemnes y devotos.
La gente de la ciudad comenzó a vitorear.
Algunos nobles también lo hicieron. Unos permanecieron asombrados, otros asustados.
¡Rey Maegon!
¡Padre del Pueblo!
¡Rey Herrero!
¡El Resucitado!
¡El que No Arde!
Se oía de un lado a otro.
Tomó un largo momento regresar a un silencio tranquilo, contento.
Los juramentos comenzaron.
El Sumo Sacerdote dio pasos atrás y oró en voz baja, en alto valyrio, mientras uno a uno las personas se acercaban para arrodillarse frente a Maegon y jurarle lealtad.
Viserys fue el primero en hacerlo.
Siendo el rey anterior, siendo de sangre real, no había necesidad de que él se arrodillara, una inclinación de cabeza bastaba, pero Viserys se arrodilló por completo.
Cada miembro de la familia real lo haría.
Maegon era merecedor de tal reverencia.
Una vez Viserys terminó, fue el turno de Aemma.
Arrodillarse frente a su hijo, frente a su rey, fue una de las cosas más fáciles que había hecho en su vida, justo después de amar a sus hijos. Jurar lealtad a Maegon no se sintió como un deber, sólo se sintió correcto.
Ya de pie, miró el rostro de su atesorado niño.
Muña, está hecho, le decían esos grandes ojos.
Los ojos de Aemma en forma, si no en color
Está hecho, sí, pensó con el corazón lleno de amor y orgullo.