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Language:
Español
Stats:
Published:
2024-04-22
Updated:
2025-07-14
Words:
32,618
Chapters:
6/?
Hits:
125

Venganza... Es más que solo una palabra

Summary:

𝑇𝑜𝑑𝑜 𝑚𝑒𝑗𝑜𝑟𝑎 𝑐𝑜𝑛 𝑒𝑙 𝑡𝑟𝑎𝑛𝑠𝑐𝑢𝑟𝑟𝑖𝑟 𝑑𝑒 𝑙𝑜𝑠 𝑎ñ𝑜𝑠, ¿𝑛𝑜? 𝑃𝑒𝑟𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑜𝑐𝑢𝑟𝑟𝑒 𝑠𝑖 𝑒𝑠 𝑎𝑙 𝑟𝑒𝑣é𝑠, 𝑙𝑎𝑠 𝑐𝑜𝑠𝑎𝑠 𝑒𝑚𝑝𝑒𝑜𝑟𝑎𝑛 𝑒𝑛 𝑠𝑢 𝑓𝑢𝑡𝑢𝑟𝑜, 𝑒𝑙 𝑑𝑒𝑠𝑡𝑖𝑛𝑜 𝑞𝑢𝑖𝑒𝑟𝑒 ℎ𝑎𝑐𝑒𝑟𝑙𝑜 𝑝𝑎𝑠𝑎𝑟 𝑢𝑛 𝑚𝑎𝑙 𝑞𝑢𝑖𝑡á𝑛𝑑𝑜𝑙𝑒 𝑡𝑜𝑑𝑜 𝑙𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑚á𝑠 𝑎𝑚𝑎 𝑒𝑛 𝑠𝑢 𝑣𝑖𝑑𝑎. ¿𝑆𝑒𝑟á 𝑐𝑎𝑝𝑎𝑧 𝑑𝑒 𝑒𝑛𝑓𝑟𝑒𝑛𝑡𝑎𝑟 𝑒𝑙 𝑑𝑒𝑠𝑡𝑖𝑛𝑜? ¿𝑃𝑜𝑑𝑟á 𝑒𝑛𝑐𝑜𝑛𝑡𝑟𝑎𝑟 𝑎𝑙 𝑐𝑢𝑙𝑝𝑎𝑏𝑙𝑒 𝑑𝑒 𝑠𝑢 𝑠𝑢𝑓𝑟𝑖𝑚𝑖𝑒𝑛𝑡𝑜?, 𝑙𝑜𝑔𝑟𝑎𝑟á 𝑒𝑛𝑐𝑜𝑛𝑡𝑟𝑎𝑟 𝑙𝑎 𝑓𝑒𝑙𝑖𝑐𝑖𝑑𝑎𝑑 𝑑𝑒𝑠𝑝𝑢é𝑠 𝑑𝑒 𝑡𝑜𝑑𝑜... 𝐿𝑜𝑔𝑟𝑎𝑟á 𝑠𝑢 𝑐𝑜𝑚𝑒𝑡𝑖𝑑𝑜 𝑎𝑢𝑛𝑞𝑢𝑒 𝑒𝑠𝑜 𝑖𝑛𝑣𝑜𝑙𝑢𝑐𝑟𝑒 𝑎𝑐𝑎𝑏𝑎𝑟 𝑐𝑜𝑛 𝑜𝑡𝑟𝑜𝑠... 𝐴𝑑𝑒𝑚á𝑠, 𝑢𝑛 𝑑𝑒𝑠𝑐𝑢𝑏𝑟𝑖𝑚𝑖𝑒𝑛𝑡𝑜 𝑠𝑜𝑏𝑟𝑒 𝑒𝑙 𝑝𝑎𝑠𝑎𝑑𝑜 𝑑𝑒𝑗𝑎𝑟𝑎 𝑎 𝑡𝑜𝑑𝑜𝑠 𝑒𝑛 𝑠ℎ𝑜𝑐𝑘, 𝑝𝑒𝑟𝑜 𝑒𝑠𝑡𝑜 𝑛𝑜 𝑠𝑒𝑟á 𝑙𝑜 ú𝑛𝑖𝑐𝑜, 𝑠𝑖𝑛𝑜 𝑡𝑎𝑚𝑏𝑖é𝑛 𝑒𝑙 𝑟𝑒𝑛𝑜𝑣𝑎𝑟 𝑑𝑒 𝑢𝑛𝑎 𝑎𝑛𝑡𝑖𝑔ü𝑎 𝑡𝑟𝑎𝑑𝑖𝑐𝑖ó𝑛.

Notes:

Hola a todos, a una historia de FNAF. Primero quiero aclarar que sí seguirá los eventos canónicos del juego, pero también los de mi AU, además de incluir personajes de mi propiedad como los del canon; también en este relato a Crychild será llamado como Evan o a veces C.C. para evitar problemas con otros; este es el nombre por el que yo lo conocí. También les cambiaré el género a algunos personajes, ¿por qué? Porque puedo y quiero; en total, no afecta al canon.

En los capítulos en los que haya personajes nuevos como los de mi AU, pondré imágenes referenciales, para evitar confusiones de cómo lucen cada uno. Esto aplicará para todos, incluyendo los canon.

Esta historia trata de relaciones poliamorosas, sexo, parejas gay como lésbicas. Tendrá escenas de violencia, uso de drogas, alcohol, trastornos mentales y/o alimenticios, al igual que temas sensibles como el suicidio, por lo que les pido discreción.

Si no les gusta este tipo de contenido, los invito a retirarse y no comentar cosas negativas de esta obra. Además, quiero dejar claro que las imágenes solo serán más frecuentes en el primer capítulo; más adelante aparecerán pocas o nulas. Con eso me despido; cualquier otra cosa, lo comentaré en las notas. Adiós.

PD: Recomiendo que, si hablas español, no traduzcas esta historia, ya que noté cómo algunas palabras cambian cuando la página es traducida del inglés al español, así que manténla en inglés mientras lees la historia. Además, los personajes a veces hablan inglés u otros idiomas; yo dejaré las traducciones en las notas de al final (solo si son frases largas). Además, esta obra contendrá una mezcla de narración en primera y tercera persona.

Chapter 1: Capitulo 1

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

No sé qué hora es, pero escucho la lluvia golpeando la ventana como si alguien estuviera tirando puñados de piedras. No debería gustarme, pero me relaja. Es viernes, así que me hago el loco: no pienso moverme de la cama. Me doy media vuelta, enredo las piernas en la frazada y cierro los ojos, tratando de ignorar el viento que silba como viejo metiche por la rendija de la ventana mal cerrada. Washington DC parece más gris que nunca, pero a mí me da lo mismo. Justo cuando me encuentro por quedarme dormido nuevamente, experimento una sensación de peso en los pies. Primero pienso que es mi mente jugándome una broma —pero no—, ahí está: Niebla, mi caniche, el regalón, se coló sin permiso. Alguien dejó la puerta abierta, seguro mi hermano mayor.

—¿Qué hacís aquí, pulgoso? —susurro, pero ni me pesca. Se acomoda encima de mí como si fuera su cama, suelta un par de vueltas y se hace un ovillo.

Suspiro. Podría bajarlo, echarlo para afuera... pero ¿pa' qué? Con esta lluvia, ni yo salgo. Así que lo dejo roncar tranquilo, hundo la cara en la almohada y pienso que si suena la alarma otra vez, lo voy a lanzar por la ventana. Afuera llueve como si el cielo estuviera lavando todos los pecados de esta ciudad. Adentro, yo solo quiero seguir durmiendo.

Me estoy quedando dormido otra vez cuando escucho un chirrido. La puerta. Apenas levantó la cabeza y ahí está: un chico alto, más o menos de 1,80 metros,con el cabello castaño, desordenado, con mechones que caen ligeramente sobre su frente. Sus ojos avellana reflejan esa maldita confianza y determinación. Lleva una chaqueta de cuero negra abierta que resalta sus brazos musculosos y bien definidos, junto con una camiseta blanca ajustada que marca su torso atlético. También usa un collar de cadena gruesa con una placa metálica colgando, un cinturón negro con hebilla metálica y un pantalón oscuro, se encuentra apoyado en el marco como si fuera el dueño del universo.

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Tiene esa sonrisa de imbécil que me revienta. Ni se molesta en entrar, se queda ahí nomás, apoyado, mirando cómo Niebla ronca feliz encima de mí.

—Te vi la cara, weón —Me dice, conteniendo la risa—. ¿Te gustó mi regalito?

Gruñó algo ininteligible, meto la cabeza bajo la frazada. Niebla ni se inmuta, estira una pata y me la clava en la costilla.Traidor.

—Ya, flojo. Despiértate. Las sirvientas hicieron el desayuno —suelta Liam, como si de verdad le importara. Sé que goza viéndome así, medio zombi. Sabe que me cuesta pegar un ojo en toda la semana, y el único día que puedo dormir, me manda al pulgoso para que me despierte.

—Anda tú, poh. Diles que estoy muerto.

Lo escucho reírse, esa risa corta que me saca de quicio.

—Si no bajai en cinco, subo de nuevo con un balde de agua. Y no estoy weando.

Lo odio. Lo odio, pero lo quiero, aunque jamás lo admitiría en voz alta. Abro un ojo solo para mirarlo y le lanzo un cojín. Ni se inmuta, lo esquiva fácil, cagado de la risa.

—Te espero abajo, insomnio con patas —Él se va, dejándome solo con Niebla, que ahora me mira como si también se burlara. 

Suspiro. Estoy condenado.

Cuando escucho a Liam reírse desde el pasillo, sé que no me va a dejar en paz. Así que no me queda otra que rendirme. Empujo a Niebla, que se resiste como si pesara una tonelada, y me siento en el borde de la cama. Tengo frío. Camino hasta el armario arrastrando los pies. Lo abro y me quedo mirando un rato. La mayoría de la ropa es... bueno, no es lo que usaría Liam, ni cagando. Él siempre me jode con eso. No me importa. Nunca me importó. Paso los dedos por un polerón blanco con encaje que me gusta, pero está muy sucio. Sigo buscando entre vestidos, blusas, alguna falda perdida. Termino sacando un pantalón negro pitillo y una polera oversized que me llega casi a mitad de los muslos. Está bien. Hoy no tengo ganas de ponerme algo más llamativo. Ni de escuchar a Liam burlándose.

Me miro en el espejo del closet. Me veo flaco. Muy flaco. Como siempre. Aprieto la polera contra la cintura para ver cuánto me sobra. No es suficiente. Nunca es suficiente. Suspiro, abro el cajón de arriba y saco el neceser. Un poco de gloss para que no se me partan los labios, rimel para levantar la mirada, nada más. Las manchas blancas en la cara siguen ahí, sin filtro, como siempre. A veces pienso en cubrirlas, pero después me da lata. Son parte de mí, supongo.

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Niebla me mira desde la cama, ladeando la cabeza.

—¿Qué mirai, pulgoso? 

Él solo da un par de vueltas y se echa de nuevo, bien cómodo. Me pasé la mano por el pelo, despeinándolo más de lo que ya está. Lo dejo así. Si bajo peinado, Liam va a decir algo. Si bajo desordenado, igual va a decir algo. Siempre tiene algo que decir. Miro el celular: ni diez mensajes de mamá, preguntando si ya bajé. Perfecto. Otro viernes más. Otro desayuno que probablemente ni toque. Agarro el celular, susurro un vamos, nomás para mí mismo, y salgo al pasillo. Si me demoro mucho, sé que Liam va a volver con ese balde de agua. Y no está weando. Bajo las escaleras despacio, como gato, porque cada escalón cruje y no quiero darle a Liam el gusto de anunciarme como si fuera un circo.

El olor al café recién hecho me golpea primero. Después veo la cocina: enorme, con esas encimeras de mármol tan brillantes que me devuelven mi cara ojerosa. Mamá tiene todo impecable, como de revista. Ironía pura: la cocina parece set de programa de cocina gourmet, pero casi nunca la usamos como se supone. Y ahí está Liam. Sentado como rey en la isla central, piernas abiertas, un pie apoyado en la base del taburete, hojeando una revista como si nada. Ni se da cuenta de que lo estoy mirando. Me acerco, arrastrando los calcetines por el piso encerado. Por un segundo pienso que seguro está mirando minas, alguna modelo de Victoria's Secret, típico de él queriendo hacerse el macho alfa. Pero no. Me detengo detrás de él, me estiro apenas y le echo un ojo por encima del hombro.

—¿En serio, weón? —le suelto, conteniendo la risa—. ¿Una revista de hombres europeos?

Liam ni se inmuta, pasa la página con toda la calma del mundo.

—Son estilosos, po.

—Ajá. Británicos, ¿cierto? —Le digo, apoyando el codo en la encimera, bien pegado a su espacio solo para joderlo—. Te conozco, Liam. Si no tienen cara de príncipe deprimido, no te calientan.

Él chasquea la lengua, finge fastidio, pero le veo la sonrisita. Me encanta sacarle esa sonrisa porque sé que le carga admitirlo.

—Anda a joder a otro, Christopher. No he tenido mi café todavía —responde, bajando la revista un poco para mirarme de reojo.

—Tranquilo, tu secretito está a salvo —Me burlo, levantando las cejas—. Aunque podrías buscar franceses de paso.

Él suelta una risita sarcástica.

—¿Y pa' qué? ¿Pa' que tú te pongai a babear? No, gracias.

Me río bajito. Me siento al frente suyo, cruzo una pierna sobre la otra, bien teatral. Él me lanza una mueca y vuelve a su revista, como si yo no existiera.

—Igual fome tu gusto, hermano. Te regalo uno de los míos cuando quieras —comentó, girando el celular en la mesa para verme la cara en la pantalla y retocarme el gloss.

Liam me ignora, pero sé que se está aguantando la risa. En el fondo, nos entendemos más de lo que nos gusta admitir. Aunque después me quiera tirar un balde de agua en la cabeza. Estoy a punto de soltarle otra talla a Liam —algo bien venenoso para que se pique— cuando escucho el clic de los tacones contra el piso de mármol. Solo una persona camina así por esta casa a las ocho de la mañana. Julieta. Nuestra mamá. O como le gusta decir a ella: la vieja más regia de este lado del planeta. Aparece en la puerta de la cocina como si estuviera entrando a una pasarela, con un hermoso cabello de color negro que caía sobre sus hombros, además de unos brillantes ojos de tono verde esmeralda, lleva un vestido negro de escote pronunciado que le da un aire de gala, complementado por un collar negro tipo gargantilla y un collar dorado con un colgante de piedra verde a juego con sus pendientes largos y ornamentados. 

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—Buenos días, mis guapos —dice, y su voz llena la cocina como un perfume caro—. ¿Ya se están peleando tan temprano?

—No nos estamos peleando, mamá.

Yo me río bajito, le lanzo una mirada burlona.

—Solo conversamos de cultura europea.

Julieta rueda los ojos con cariño y viene directo a dejarme un beso en la frente. Después hace lo mismo con Liam, que finge que le carga pero se deja querer igual.

—No me importa si se pelan entre ustedes, pero desayunen algo, por favor —sugirió, abriendo la nevera como si buscara un tesoro—. Christopher, ¿quieres tus tostadas sin nada otra vez, mi amor?

Me quedo callado, mirando a Liam, que ya sé que me va a tirar alguna indirecta. Me encojo de hombros.

—Sí, vieja.

Ella suspira, pero no dice nada. Sabe que insistir es peor conmigo. Me acaricia la mejilla, rozando mis manchas de vitiligo como si nada. Ni siquiera las mira.

—Después vamos de compras, ¿sí? —anuncio de pronto, mirándome con esa sonrisa que siempre me gana—. Vi unas blusitas que te encantarían. Y tú —se gira hacia Liam, señalándolo con una uña perfectamente pintada—, tú te vienes con nosotros, no me mires feo. Hace rato que no compramos nada juntos.

Liam se hunde un poco en la silla, como un gato mojado.

—Mamá, no necesito ropa —murmura, pero Julieta le revuelve el pelo como si tuviera diez años.

—Necesitas tiempo conmigo, Liamcito. Eso es lo que necesitas —explicó ella, con ese tono que no deja espacio para discusión.

Yo solo miro a Liam, sonriendo como diablillo. Me encanta ver cómo lo doman. Julieta se vuelve, empieza a sacar tazas, untando mantequilla como si estuviera filmando un comercial. Esta cocina, tan enorme, siempre se siente más pequeña cuando ella está. Y por un ratito, aunque sea, hasta se me olvida lo podrido que estoy por dentro.

Julieta está preparando café para todos cuando se escucha la puerta principal cerrarse con un leve clic. No hace falta mirar para saber quién es. Solo un tipo pisa esa casa como si pesara el mundo entero: James, nuestro padre. Entra a la cocina un hombre alto, tiene el cabello castaño, ligeramente ondulado y peinado con un aire desenfadado pero cuidado. Lleva gafas de montura fina, viste una camisa blanca abotonada con un blazer negro entallado que resalta su figura esbelta y bien proporcionada, acompañado de un cinturón marrón. Traia ojeras que ni su reloj de oro logra tapar. Aun así, cuando nos ve, la comisura de su boca se curva apenas. Es su forma de sonreír.

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—Buenos días.

Julieta se da vuelta como un resorte y le planta un beso en la mejilla. Después lo empuja suave hacia la mesa, como si fuera un niño perdido.

—Ven, siéntate, te guardé café bien cargado —ordenó ella, y él obedece sin chistar. Julieta tiene ese poder.

Liam se endereza un poco, dejando la revista a un lado. Yo me quedo jugando con mi tostada, arrancando las orillas como si tuviera toda la paciencia del mundo. James se sienta frente a mí. Me clava esa mirada cansada que siempre me hace sentir un poco expuesto. Sé que nota todo, aunque no diga nada.

—¿Cómo amanecieron? —pregunta, mirando rápido a Liam, después a mí.

—Bien.

—Normal —miento yo, atajando las migas de pan con la palma.

Julieta se sienta junto a él, cruza las piernas, posa una mano sobre la suya. Él suspira, hunde la cara en la taza de café como si ahí se le fuera a arreglar el mundo.

—¿Vas a comer algo? —Me pregunta James, de pronto, sin rodeos. Su voz no es dura, pero pesa.

Levanto los hombros.

—Sí, sí... estoy comiendo —digo, y me meto un pedacito de tostada a la boca, apenas masticándolo, como si eso contara. Veo cómo Liam me observa de reojo, como si estuviera contando cuántas mordidas doy. Odio cuando hace eso.

Para disimular, tomo un sorbo de jugo, lo paso rápido. Trato de copiar sus gestos: Liam come tranquilo, papá parte un croissant y lo moja en el café, mamá pela una fruta. Yo hago lo mismo, pero dejo la mitad en el plato. Cada bocado es como tragarse una piedra. James se da cuenta. Lo sé porque lo conozco. Me observa un segundo de más, con ese silencio que no sé descifrar. Pero no dice nada. Nunca dice nada en voz alta. Quizá cree que si no lo nombra, desaparece. Julieta rompe el silencio antes de que pese demasiado.

—Amor, después de que ellos salgan de la escuela vamos de compras. Vente con nosotros si puedes, hace rato que no sales con los chicos —Le da un apretón cariñoso en la mano.

James deja la taza, respira hondo. Mira su reloj, después nos mira a nosotros, uno por uno.

—Lo intento, ¿ya? Hoy es complicado, pero lo intento.

A mí se me aprieta algo en el pecho. Asiento, como si me diera lo mismo. Liam solo traga un bocado, sin mirarlo. Julieta hace como que no le duele, pero se le nota en los ojos. Y ahí estamos, todos juntos, comiendo en una cocina más grande que algunos departamentos enteros, cada uno cargando sus silencios, pretendiendo que está todo bien. Yo mastico otro trocito de tostada, finjo que sabe bien. Terminó de empujar el último pedazo de tostada por el plato justo cuando una de las sirvientas se acerca a retirar la vajilla.

Liam se estira en la silla, satisfecho como gato, y papá se pone de pie para revisar su celular, ya con cara de volver a ser el empresario serio que firma contratos antes de desayunar. Julieta se retoca el labial en el reflejo de la cafetera. Todo parece ir según el guion de siempre: papá nos deja en la escuela, mamá lo despide como si fuera de viaje a la luna, Liam y yo nos bajamos fingiendo que nos importa aprender algo. Pero justo cuando estoy por subir a buscar mi mochila, una de las radios que suenan bajito en la cocina suelta un breaking news que hace que hasta Niebla, que se había instalado en una esquina, levante la oreja.

—Atención: informamos que debido a la tormenta de anoche, un árbol de grandes dimensiones cayó bloqueando por completo la autopista principal que conecta la zona residencial con la escuela St. Claire's. Se recomienda a los apoderados no acercarse, ya que...

Ni siquiera escucho el resto. Miro a Liam. Liam me mira a mí. Y por primera vez en la mañana, compartimos la misma sonrisa de idiotas felices.

—No hay clases.

Liam se cruza de brazos, se reclina en la silla, mira a papá con esa cara de qué pena, viejo.

—Qué lata, ¿cierto? Justo hoy que estaba motivadísimo.

Papá suelta un suspiro resignado. Lo veo frotarse la sien, como si ya hiciera cálculos mentales para reorganizar su día. Julieta, en cambio, nos lanza una mirada entre divertida y rendida.

—Bueno, entonces se quedan en casa. O mejor: vamos de compras ahora, sin excusas —Aplaude suave, como si de verdad se emocionara.

—Ni cagando...

Yo me tiro contra el respaldo de la silla, dejo caer la cabeza hacia atrás, disfrutando ese microsegundo de victoria. Sin clases. Sin profesores gritones. Sin tener que fingir que me importa la mitad de esa gente. Niebla, como si entendiera la buena noticia, da un par de saltos y se sienta a mis pies, moviendo la cola. Liam le rasca la cabeza, y por un instante somos dos niños normales, celebrando algo tan simple como un árbol caído. Papá recoge su maletín y se acerca a Julieta, le da un beso rápido. Nos mira a los dos, casi sonriendo.

—Pórtense bien. O lo intenten, al menos —Nos mira como si supiera que no va a pasar.

Liam le lanza un saludo flojo con la mano. Yo solo levanto la ceja. Mamá nos observa como si fuéramos sus obras de arte favoritas, orgullosa incluso de nuestras mañas. Y por dentro, entre la tormenta afuera y la calma adentro, yo pienso: Un día sin clases no arregla nada... pero hoy me basta.

Media hora después, estoy encaramado en el asiento trasero de la camioneta negra que parece más un tanque que un auto normal. Mamá va adelante, revisando bolsas reutilizables como si fuera a salvar el planeta ella sola. Liam va a mi lado, con los audífonos puestos, pero sé que no está escuchando música: está espiando lo que voy mirando en mi celular para tener munición y molestarme después. Papá ya se fue a la oficina. Lo despidió mamá con un beso digno de película y nosotros apenas un chao murmurado. Ahora somos los tres, bueno, cuatro contando a Niebla que quedó roncando en la casa, gracias a Dios. El chofer maneja suave, deslizándose por calles que todavía están mojadas y llenas de hojas. Washington DC sigue gris, pero a mí me da lo mismo: tengo libre y voy a comprar ropa nueva. Eso es suficiente para fingir que estoy bien.

—¿A dónde vamos primero?

Julieta gira en su asiento, me sonríe con esa expresión de prepárate porque esto es una misión.

—Primero a Chanel. Después a Louis Vuitton. Y después... ya veremos —Mueve una mano con elegancia.

Liam pone los ojos en blanco. Se saca un audífono, como si recién se conectara con el mundo real.

—Yo no pienso probarme ni una wea, te aviso altiro —gruñe, cruzándose de brazos.

—No importa, tú sostienes las bolsas y dices "te queda bien" cuando tu hermano se mire en el espejo —responde mamá, sin darle chance de protestar.

Suelto una risita. Me encanta cuando Julieta lo recluta como perchero humano. Liam me da un codazo suave en el brazo.

—Te odio —murmura, pero se le escapa la risa igual.

La camioneta se detiene frente a una tienda de vitrinas gigantes que brillan como si dentro hubiera un pedazo de París. El chofer abre la puerta, mamá sale primero, ajustándose los lentes de sol a pesar de que apenas hay sol. Liam y yo nos bajamos atrás, él tirando mala onda para la galería. Cuando entro, me da ese cosquilleo que siempre me da: el olor a perfume caro, la música suave, la gente mirándome como si yo fuera otro accesorio a la venta. Saco pecho sin querer. No sé si me gusta tanto la ropa o que por un rato puedo ser otra versión de mí. Una que se ve bien en todos los espejos. Julieta camina delante de nosotros como si flotara. Toma un vestido, una blusa, un par de chaquetas. Todo pasa de sus manos a las mías o a las de Liam. A mí no me importa. Mientras me deje elegir un par de cosas que me hagan ver perfecto, todo bien.

—Mamá, este está muy caro —habló Liam, sosteniendo una camisa con cara de trauma.

Julieta le da una palmadita en la mejilla, divertida.

—Amor, somos nosotros. Nada está muy caro.

Yo me río, sostengo la ropa contra mi cuerpo, me miro en un espejo de cuerpo entero. Pasé la mano por la tela, imaginando cómo me vería bajando por las escaleras de la mansión con esto puesto, como si fuera la estrella de un videoclip. Por un rato, no pienso en la tostada, ni en la báscula escondida bajo mi cama, ni en las ojeras. Solo soy yo, Christopher, con un par de vestidos colgando de un brazo, escuchando a Liam mascullar que odia París y Londres y cualquier ciudad cara... mientras mamá camina detrás de nosotros, feliz como niña chica. Aunque afuera siga lloviendo, aquí dentro es como si brillara el sol solo para nosotros. Después de diez minutos de recorrer la tienda, termino con un brazo lleno de perchas que tintinean cada vez que me muevo. Mamá camina detrás de mí, cargando otro par de blusas como si fueran flores recién cortadas. Liam ya se rindió: se quedó afuera, mirando su celular y mandando memes a quién sabe quién. Una dependienta, toda sonrisa de entrenamiento, nos guía hasta un probador privado. Una pequeña sala iluminada por luces cálidas, con un gran espejo de cuerpo entero, un silloncito tapizado en terciopelo beige y un perchero que parece un árbol lleno de ropa delicada. Me encierro adentro con Julieta. Ella ni pregunta, solo se instala en el silloncito, cruza las piernas y me mira como si estuviera a punto de ver un desfile exclusivo. Me saco la polera negra, la dejo colgando de una esquina, y me quedo un segundo viéndome al espejo. Me pellizco la piel floja del estómago —aunque sé que no hay nada que pellizcar—, pero igual lo hago. Julieta me observa, sin decir palabra. Sabe cuándo hablar y cuándo quedarse callada. Sabe leerme.

—Prueba el vestido blanco primero —dijo suave, como si hablara de algo sagrado.

Me pongo el vestido. Es uno sencillo, de lino, con tirantes finos y una caída ligera que me roza los muslos. Me lo ajusto sobre los hombros, lo acomodo para tapar un poco mis manchas. Me giro un par de veces frente al espejo. Ella se levanta, se acerca, y sin decir nada me acomoda un tirante que se me cae. Después me pasa los dedos por la barbilla, levantándome la cara como cuando era chico y me limpiaba una lágrima.

—Te ves hermoso, mi amor —susurra, con esa voz que nunca suena vacía.

Yo asiento, tragando saliva. No quiero mirarla mucho rato porque sé que voy a quebrarme. Me hago el fuerte. Me sonrío a mí mismo en el espejo, probando una pose que he visto en revistas.

—¿De verdad? —pregunto, bajito, aunque sé la respuesta.

—De verdad. Y si alguien dice lo contrario, lo mando bien lejos.

Se pone detrás de mí, me abraza por los hombros, como si fuera su obra de arte más frágil. Veo nuestras dos caras en el espejo: la suya perfecta, radiante, y la mía, rota en parches de piel blanca y ojeras mal disimuladas.

—Mamá... —empiezo, pero no sé cómo seguir.

Ella entiende igual. Me aprieta más fuerte, apoya la barbilla en mi hombro.

—No dejes que nadie decida quién tienes que ser, Christopher —me dice, en voz tan bajita que parece un secreto—. Ni siquiera tú cuando piensas feo de ti mismo.

Cierro los ojos un segundo. Me dejo sostener. Es tan raro dejarme sostener. Afuera, escucho a Liam protestar porque se aburrió. Golpea la puerta con los nudillos.

—¿Van a salir o tengo que entrar a sacarlos a palos?

Mi madre se ríe bajito contra mi cuello. Me suelta despacio, me acomoda un mechón detrás de la oreja.

—Ya, princesa. Muéstrale a tu hermano cómo se hace.

Abro la puerta del probador con la cabeza alta, el vestido blanco flotando a mi alrededor como un susurro. Liam me ve, se cruza de brazos y niega con la cabeza, conteniendo una sonrisa.

—Ridículo.

Y por un rato, entre focos cálidos, perchas de seda y la risa suave de mamá, me olvido de todo lo que duele. Solo soy yo. Solo Christopher. Salimos de la tienda cargados como si estuviéramos mudándonos a París. Liam camina adelante, cargando la mitad de las bolsas como mula resignada, mascullando cada tanto que nunca más lo agarran para esto. Julieta va junto a él, dándole indicaciones sobre qué tienda sigue, aunque todos sabemos que no va a escucharla. Yo vengo un par de pasos atrás, sosteniendo un par de bolsas livianas solo por cumplir. Voy mirando mi reflejo en cada vitrina: ajusto un poco el vestido que no pude resistirme a estrenar, me paso el dedo por el gloss para arreglarlo, trato de no pensar en cómo me verán los demás.

Tan metido estoy en mi burbuja que no veo el muro que tengo justo enfrente. Bueno, muro no: pared humana. Pecho humano. Más específicamente, su pecho. Choco de lleno, la frente rebota suave en algo que no cede. Huelo su perfume —ese que siempre me deja la cabeza dando vueltas— antes de levantar la vista. Y ahí está un adolescente de al menos 2,10 metros de alto; tiene un cabello rubio ceniza, largo, además de ligeramente despeinado. Su mirada es particularmente llamativa debido a su heterocromía: un ojo celeste y otro verde. Viste una camisa blanca ligeramente desabotonada que revela parte de su pecho marcada y lleva una corbata negra aflojada. Su expresión es seria y serena. Este chico era mi pololo, Maximiliano Johnson, aunque de cariño le digo Maxi.

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—Merde... —murmura él, sorprendido, bajando la mirada—. Mon petit, ¿estás bien?

Me quedo pegado mirándolo, con la cara roja hasta las orejas. Mi nariz casi se clava entre sus pectorales, y yo... bueno, no es que me moleste, precisamente. Siento el calor subirme hasta el cuero cabelludo.

—Perdón... no te vi —balbuceo, intentando apartarme, pero él me atrapa fácil con una mano en mi cintura.

Max baja un poco la cabeza para estar a mi altura, o algo así, porque ni agachado logramos quedar parejos. Sonríe apenas, esa sonrisa que usa solo conmigo, la que me pone de rodillas sin querer.

—¿Te gusta tanto mi pecho, mon coeur? —susurra, en francés, solo para mí. Su acento me hace cosquillas en la nuca.

—Cállate —digo entre dientes, sintiendo cómo me pongo aún más rojo. Sé que lo hace a propósito, el maldito.

Max baja una mano enorme y me pasa el pulgar por la barbilla, obligándome a mirarlo. Luego, sin aviso, me carga como si fuera una pluma, un brazo bajo mis muslos y el otro sosteniéndome la espalda.

—¡Max! —chillo, pegándole suave en el pecho, sintiendo lo blandito de sus pectorales bajo mi mano. Odio y amo esto.

Liam se dobla de la risa más atrás. Julieta, en cambio, sonríe como si acabara de encontrarse con su hijo favorito adoptado.

—¡Maximiliano, qué gusto verte! —Se acerca a darle un beso en la mejilla mientras yo sigo atrapado en brazos de mi novio gigante.

Max me acomoda como si nada, bajándome un poquito para poder apoyar mi cabeza justo donde sé que le gusta: sobre su pecho, ese lugar blandito que me da vergüenza admitir que adoro.

—Bonjour, madame —saluda Max, siempre educado, con esa voz profunda. Después me mira a mí, tan pegado a él que siento su corazón retumbar contra mi mejilla—. Hoy no hay clases, así que vine a buscar a mi trésor.

—No soy un tesoro.

—No, eres mi tesoro —corrige él, bajito, susurrándomelo tan cerca que me dan ganas de derretirme.

Julieta palmea el brazo de Max, encantada. Liam solo desvía los ojos.

—Bueno, pues ya que estás aquí, vienes con nosotros —dicta Julieta, sin preguntar, como siempre.

Max asiente feliz, aún sin soltarme del todo. Yo me escondo un segundo contra su pecho, rogando que nadie vea lo rojo que estoy. Pero claro, todos lo ven. Y a Max le encanta.

—Puedo caminar, ¿sabías? —protesto bajito, hundiendo la cara en su cuello. Huele a colonia fresca y un poco a la lluvia que todavía se siente en el aire.

Max solo suelta una risita grave, esa que me hace sentir un cosquilleo en la nuca.

—No quiero que camines. Eres más cómodo aquí —Me aprieta contra su pecho como si pesara menos que una bufanda.

—Ridículo —mascullo, pero no hago mucho esfuerzo por bajarme. Total, desde acá puedo apoyar la cabeza en sus pectorales, mi lugar favorito. Es suave, cálido, firme. Mi pequeño fetiche hecho realidad.

Liam camina detrás nuestro, arrastrando bolsas y murmurando cosas ininteligibles. Julieta va delante, ya emocionada por la siguiente parada.

—Ahora sí vamos a algo entretenido, ustedes se van a aburrir, pero no me importa.

—¿A dónde? —Liam la mira resignado.

Julieta señala con un gesto dramático. Frente a nosotros, una boutique enorme, toda blanca y dorada, con un letrero cursivo que grita lencería fina, ropa de cama, maquillaje importado, pijamas de seda. Básicamente, un paraíso rosa para Julieta... y para mí, aunque me hago el desentendido.

—Mamá, por favor... —Empieza Liam, pero ya es tarde. Ella lo ignora por completo.

—Christopher necesita un par de cosas nuevas —explicó Julieta, dándome un toquecito en la punta de la nariz como si siguiera teniendo cinco años.

—¿Cosas como qué? —cuestiona Max, divertido, inclinándose un poquito para mirarme de frente. Sé que tiene ideas, y eso me pone más rojo.

—Vestidos, faldas, tal vez un pijama bonito... y algo de lencería linda. Christopher tiene que tener lencería linda, ¿verdad, Max?

Max suelta una risa baja, profunda, que vibra justo contra mi oreja.

—Absolutamente, Madame. Mi petit trésor merece lo mejor —Baja la voz para que solo yo lo escuche.

—¡Mamá! —protesto, intentando bajarme de sus brazos, pero Max no me deja. Me ajusta contra su pecho como si fuera una almohadita viva.

Liam pone los ojos en blanco tan fuerte que casi se da vuelta la cabeza.

—Voy a vomitar —gruñe, pero igual camina detrás, resignado a ser el perchero oficial de la familia.

Entramos a la boutique. Es un paraíso de encajes, sedas, perfumes dulces y espejos gigantes por todos lados. Max ni se molesta en soltarme: me lleva como si fuera un accesorio caro, ignorando las miradas de la dependienta y de un par de clientas que parpadean sorprendidas. Julieta comienza a recorrer los pasillos, sacando conjuntos de encaje, pijamas vaporosos, un par de faldas con volados. Todo va a parar directo a Liam, que ya camina con cara de funeral, cargando ropa interior femenina de su hermano menor. Max, mientras tanto, me murmura cosas en francés cerca de la oreja, solo para verme derretirme. Cada vez que paso la mano por su pecho para intentar separarme, él solo aprieta más fuerte.

—Te ves precioso aquí, mon coeur. Todo esto es tan tú —susurra, mientras me balancea un poquito, como si no pesara nada.

Me muerdo el labio, evitando mirarlo. En mi cabeza quiero gritar que me baje. En la realidad, solo entierro la cara en su cuello, sintiendo su risa retumbar en su pecho perfecto. Julieta nos mira un segundo y niega, divertida.

—Parecen un matrimonio joven, por Dios.

Liam solo resopla detrás, sosteniendo un baby doll rosa pastel con encaje.

—¿Sabes qué? Lo único bueno de todo esto, es que cuando se aburran, me invitan a la luna de miel.

Julieta le lanza un codazo suave, pero se ríe. Max solo sonríe, feliz, como si llevarme cargado fuera su deporte favorito. Y yo, bueno... yo intento no desmayarme de pura vergüenza mientras me dejo querer. Mi madre, feliz de la vida, siguió llenando a Liam de prendas para cargar. Cuando ya parecía que habíamos vaciado la boutique, mamá me empujó directo a los probadores con un conjunto que, según ella, me haría ver precioso. Era un baby doll negro, de encaje semitransparente, con un par de lacitos rojos. Lo miré un segundo, tragando saliva. Casi me niego, pero Julieta me dio un beso en la frente y me dijo: Solo mírate, mi amor. Si no te gusta, no lo llevamos. Así que me metí. Me lo puse. Me quedaba... bueno, me quedaba mejor de lo que quería admitir. Delicado. Pegado en lo justo. Y dejaba ver la suficiente piel como para sentirme expuesto. Cuando salí del probador, Max estaba ahí, apoyado en la pared, mirando el celular como si nada. Levantó la vista y se quedó congelado. Literalmente.

—Dime que no te gusta y me lo saco —le dije, cruzando los brazos sobre el pecho, tratando de cubrirme aunque el encaje no dejaba mucho a la imaginación.

Max parpadeó. Dejó el celular a un lado. Se acercó lento, como un lobo. Y bajó la mirada, despacio, repasando cada centímetro de encaje y piel como si me estuviera desenvolviendo con la vista.

Mon dieu... —murmuró, con esa voz tan baja que me hizo temblar de pies a cabeza. Se mordió el labio. Y cuando alzó los ojos, estaba claro que se estaba conteniendo.

—Max... —intenté protestar, pero me tomó de la cintura, me atrajo hacia él. Sentí el calor de sus manos sobre la tela fina. Me hundí contra su pecho duro y blandito a la vez, ese lugar que siempre me derrite.

—Quítatelo —susurró, pegado a mi oreja—. Si no lo haces tú, lo hago yo aquí mismo.

Me puse rojo hasta las orejas. Le di un empujoncito flojo, conteniendo la risa.

—¡No seas bestia! Mi mamá está aquí —Le susurré, entre dientes, mientras él se reía suave, rozando mi cuello con su nariz.

—Me da igual —contestó, besándome justo debajo de la oreja, suavecito, como si supiera exactamente dónde me quiebro.

Lo empujé de nuevo, esta vez más firme, muerto de vergüenza.

—¡Déjame cambiarme, pervertido! —Reí, medio ahogado.

Max me soltó a regañadientes, pero su mirada decía todo. Y yo supe, ahí mismo, que ese baby doll sí se venía a casa. Y no iba a durar mucho puesto.

El sol ya se estaba poniendo cuando salimos de la última tienda. Julieta, satisfecha, llamó a uno de los choferes. En menos de diez minutos, una limusina negra y pulida se detuvo frente a la boutique, atrayendo miradas de medio centro comercial. Liam subió primero, lanzando las bolsas al asiento vacío con un suspiro dramático. Julieta se acomodó frente a él, sacando el celular para contestar mensajes de trabajo. Max me guió de la mano, sonriendo como si supiera que tenía un secreto conmigo. Me subió primero y luego se acomodó a mi lado. Ni siquiera intentó sentarse lejos: me jaló directo a su regazo, como si fuera su sillón personal.

—Max, hay espacio de sobra —protesté, pero ya tenía su brazo enorme rodeándome la cintura. Mi espalda pegada a su pecho. Su nariz rozando mi cuello.

—Me gusta aquí —Planto un beso suave justo donde sabe que me derrite.

Liam puso los ojos en blanco, mirando por la ventana para no ver nada. Julieta solo sonrió sin mirarnos, acostumbrada de sobra a la escena. Afuera, la ciudad empezaba a encender luces. Dentro de la limusina, yo podía sentir cada respiración de Max contra mi nuca. Sus manos jugando despacito con el borde de mi camisa nueva —esa que él mismo eligió cuando me cargó por media tienda.

—Te ves hermoso hoy. Todo el día fuiste mío.

Yo me removí un poquito, sintiendo mis mejillas arder. Apoyé la cabeza en su pecho, dejándome envolver por su olor, por el leve temblor de su risa grave.

—Cállate —murmuré, pero no hice nada por separarme. Lo escuché reír bajito, feliz de tenerme ahí, como si el resto del mundo no existiera.

Y aunque la limusina rodaba tranquila hacia su casa, y después a la mía, yo no pensaba en la carretera ni en la tormenta que había tirado un árbol ni en el colegio que se canceló. Solo pensaba en que, por una tarde entera, me sentía visto. Lindo. Querido. Y, sobre todo, perfectamente atrapado en los brazos de mi gigante francés.

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"It will all be over soon... I know..."

Notes:

Bueno, les agradezco por haber leído este capítulo.

PD: No sé dónde carajos se desarrolla FNAF, así que los ubicaré en la capital de EE.UU.