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Tate atesora los recuerdos de su vida antes de los nueve años. La cafetería-librería Once Upon A Dream, administrada por su madre, con su encanto antiguo y ese pequeño departamento justo encima del local. Recuerda el aroma a café y postres, cuero, tinta y libros viejos.
Era el aroma del hogar.
También recuerda el día en que el aroma a café se ahogo en pólvora, y el perfume de su madre quedó opacado por el cobre, como las monedas viejas que solía coleccionar.
El recuerdo sigue fresco, incluso bajo la pesada manta de la niñez. Las risas de celebración se transformaron en llanto cuando Elise subió al departamento por su regalo “super especial de cumpleaños”... y jamás volvió a bajar.
Semanas después, lo sentaron en una silla de plástico. Observaba a través de una ventana cómo dos hombres discutían. Se empujaban, se gritaban, hasta que una trabajadora social los separó antes de que llegaran a los golpes.
Uno de ellos —el más joven— lanzó una mirada furiosa, bajó la cabeza y se marchó sin volver la vista.
El hombre que quedó parecía en shock. Bajó la mirada… y cuando la alzó de nuevo, sus ojos se encontraron con los suyos.
—Soy tu tío, Tate. Vas a quedarte conmigo.
Hasta ese momento, Tate nunca había conocido a otro miembro de la familia. Cuando preguntaba por sus abuelos, su madre se ponía triste. Cuando preguntaba por su padre, Elise dejaba todo lo que hacía, se agachaba a su altura y con un gesto cómplice le decía:
—Papá es un súper espía que viaja por el mundo. No está aquí para que los malos no nos encuentren —y sellaba el secreto con un dedo en los labios, antes de pasarse la tarde escuchando sobre sus aventuras inventadas.
Años después, cuando el aroma a café y chocolate ya había sido reemplazado por Earl Grey y el perfume Baccarat Rouge de su tío Nigel, Tate pensaría amargamente:
“No está aquí porque está con su otra familia. La real.”
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Mudarse con el tío Nigel fue un cambio radical. Tuvo que ser adoptado legalmente (aunque ambos preferían seguirse llamando tío y sobrino), y su apellido Bridger fue reemplazado por Fisher, el apellido que su padre jamás le dio.
Se mudó a la mansión Fisher, una finca enorme en Belgravia, con rejas de hierro forjado, pasillos llenos de retratos con miradas afiladas, ventanales elegantes y jardines que parecían no tener fin.
Solo habitada por un hombre, su sobrino, una camada de cachorros en entrenamiento y cuatro perros de en servicio activo del MI6 que resguardaban la propiedad... y la información que contenía.
—No son mascotas —le recordaba Nigel.
Aun así, le permitía pasar los dedos por el pelaje de Berserk, el enorme mastín inglés.
Al principio fue difícil. Nigel no sabía cómo ser un padre, pero sabía fingir. Y sabía proteger.
Le creó una rutina suave, como a los cachorros de los que se encargaba; lectura de microexpresiones viendo televisión, jiu-jitsu básico, y ejercicios con libros de idiomas. Tate resultó ser excepcional en lo último.
Su habilidad para los lenguajes fueran verbales o corporales y su empatía natural lo llevaron a destacar. Años más tarde, fue aceptado como prodigio en la unidad de inteligencia humana del MI6 (HUMINT).
Rápido de mente, lector ávido de intenciones y con una capacidad inquietante para la manipulación, se ganó un lugar en el programa de jóvenes agentes del MI6 a los quince años. No era solo un soldado: era un puente. Protegía tanto a civiles como a sus compañeros. Le gustaba su trabajo, ser útil, llevar esperanza donde los rifles no alcanzaban.
Y entonces, sus superiores descubrieron su puntería.
El cambio fue sutil: primero lo llevaron como apoyo si no había tiradores disponibles. Su MP7 silenciado quedó relegado a arma secundaria cuando le entregaron un rifle HK417 DMR como arma principal.
Para cuando comenzó a sentirse más arma que humano, cuando no reconocía reflejo en el espejo… y especialmente después de ESA misión, supo que debía irse.
Nigel, siempre presente de forma discreta, le apoyó. Fue él quien le presentó a E.C.H.O. (Espionage, Containment, Hostile Operations), una organización transnacional de inteligencia y control de amenazas.
Tate envió su ficha a Alice Luker, reclutadora de E.C.H.O., como especialista en HUMINT y médico de apoyo. No mencionó su historial como francotirador, aunque no era información clasificada.
Perdió la esperanza tras varios meses sin respuesta… hasta que, de forma repentina, fue aceptado.
Se mudó a Nueva York esa misma semana, con su vida en una maleta, su peluche de unicornio bajo el brazo, y una vieja copia de Percy Jackson y el ladrón del rayo, con una dedicatoria que le recordaba quién quería ser en la vida:
“Para mi sobrino, Tate:
Para que cuando pierdas la esperanza, leas y recuerdes que los monstruos de este mundo solo ganan si los héroes no hacen nada.”
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—No es un equipo normal —advirtió el coronel Keeper con tono severo.
—Vamos a hacer todo este proceso transparente para usted. No lo estamos obligando a formar parte de este equipo.
Con la ayuda de Alice, el coronel le explicó la extraña composición del escuadrón P.E.N.G.U.I.N., pero Tate no se echó atrás. Sabía lo que era estar al borde, y no pensaba dejar a nadie allí.
Ganarse a Eduardo fue fácil. Su capacidad para conectar con casi cualquier ser viviente le permitió acercarse rápido. Le ayudó con la jerga militar, lenguaje de señas táctico… y a cambio, Rico le dejó llamarlo de esa manera, le enseñó a crear bombas caseras y a hacer grillos e iguanas con hojas de palma.
Kowalski parecía contento con su presencia; le agradaba tener un voluntario para probar inventos sin quejarse, y alguien con quien intercambiar lecturas sobre comportamiento humano que nunca termino de entender.
Tate incluso comenzaba a ganarse a los vecinos del edificio. Aunque, al principio, muchos creían vivir junto a una extraña mafia (Leonard incluso se mudó), ya tenia citas para el té programadas con Phil y Masón del tercer piso.
El verdadero problema era el comandante: Stephen Morgan.
Desde el principio, Stephen despreció su presencia, su aspecto, sus habilidades e incluso su acento.
Tate lo vio apretar la mandíbula mientras Alice le informaba de su incorporación.
—¡Yo no pedí esto! Soy el comandante. Tengo voz en estas decisiones, y no quiero a un inglés marica en mi equipo.
—Pues qué lástima, Morgan —replicó Alice—. Porque el coronel lo aceptó. Y si quieres seguir teniendo a tu perro de ataque, más te vale acatar órdenes.
"Oh, cielos…" pensó Tate. "Es como tener nueve años de nuevo y ver a mi padre mi tío discutiendo sobre quién se quedaba conmigo"
El viaje en auto fue tenso. Stephen apretaba el volante con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Tate, sabiamente, guardó silencio… aunque no le sirvió de mucho.
Cuando llegaron al edificio, el seguro del auto se activó.
—Escúchame, crío. No me importa quién seas ni lo que sepas hacer. Yo no te autoricé, y no eres bienvenido en mi equipo. Más te vale no ser una carga… y al menos intenta demostrarme que no eres otro error de Luker.
Bajó del auto de un portazo, murmurando sobre niños mimados y nepotismo. Tate se quedó unos segundos respirando antes de seguirlo.
Tal como el comandante dijo: no era bienvenido.
A pesar de todo, se esforzó por ser útil. Ayudó a Kowalski, reforzó la integración de Rico a su nuevo entorno… pero Stephen no lo toleraba.
Cada error mínimo era motivo de humillación pública. Lo pusieron a contar los granos de sal y pimienta. Lavó los baños con un cepillo de dientes toda su primera semana.
Pero él era espía. Sabía escuchar. Había aprendido a moverse a través de círculos sociales que lo despreciaban desde los nueve años.
Y fue así, escuchando murmullos, que descubrió la historia de Manfredi y Johnson.
Entonces lo entendió:
Stephen no estaba luchando contra él, estaba peleando contra los muertos. Y los muertos estaban ganando.
Eso le dio una pauta para acercarse. Esperó el momento justo, mientras el comandante se tomaba un momento para fumar frente al paisaje nocturno de Nueva York.
—No vine aquí a ser su enemigo, comandante —dijo con voz serena—. Estoy aquí porque tengo las habilidades que su equipo necesita.
Tenemos que aprender a cooperar, antes de que esta fragmentación termine con alguien herido... o peor.
Stephen apagó su cigarrillo, aplastándolo con la bota.
—Tienes agallas, niño. Pero a mí no me bastan las manipulaciones de un espía. Conozco a los de tu clase.
Tendrás que demostrar que mereces este puesto.
No fue una aceptación inmediata, pero fue el inicio del cambio.
En la siguiente reunión, escucharon su opinión. Más tarde, durante un operativo, advirtió que la información estaba intervenida y seguían una pista falsa: una emboscada. Gracias a él, la evitaron.
Nunca volvió a lavar baños (o al menos, no con un cepillo de dientes).
La dinámica comenzó a cambiar. Lento, pero seguro.
Y Tate, como el soñador que se esforzaba por ser, siguió adelante.
Porque aún creía que los héroes podían ganar… si decidían hacer algo.