Chapter Text
Algo no estaba bien. Lo supo desde el momento en que abrió los ojos aquella mañana, incluso antes de que la brisa marina golpeara las cortinas y el sol se alzara sobre los muros blancos de la Isla Prūmia.
Tenía las manos húmedas. No por sudor, sino por algo más profundo, más antiguo. Como si el calor brotara desde sus venas. Como si sus huesos recordarán un lugar al que su carne aún no había ido.
Aegon dormía junto a ella, enroscado como un animalito de fuego, su pequeño cuerpo tibio contra el suyo, sus dedos envueltos alrededor de un mechón de su cabello. No tenía más de nueve meses, pero la forma en que se aferraba a ella... era como si él también lo supiera. Como si los dragones lo hubieran susurrado en sueños.
"Valyria", murmuró sin darse cuenta, sus labios partiendo el silencio de la alcoba. El nombre no era un pensamiento: era un latido.
Daemon, acostado a su lado y aun medio dormido, murmuró "Una serpiente"
Rhaenyra sintió como su esposo se movía, comenzando a despertar pero aún profundamente agotado de su viaje.
Rhaenyra no respondió, aun ligeramente aturdida por su propio sueño.
"Tenemos que irnos", susurró. "Ya. Hoy. Mañana será tarde."
Daemon frunció el ceño, sus ojos entrecerrados por el sueño.
"¿Por qué? ¿Tuviste otro sueño?" se levantó con un gruñido, sentándose y apoyando la espalda contra la cabecera de la cama.
Con un movimiento cuidadoso, la ayudó a sentarse en su regazo, acomodando a Aegon a su lado, dejándolo dormir otro poco más.
Acarició su vientre hinchando con ternura, moviendo sus dedos de manera circular sobre su camisón, rozando el borde de sus senos con manos ansiosas que Rhaenyra tuvo que detener, pues la distraen.
Ella negó, pero no del todo.
"No fue un sueño. Es... un llamado. Como un latido debajo de la tierra. Como una voz que no habla. Como si algo nos estuviera esperando... o muriendo mientras espera. Siento como si me llamara con urgencia." Apoyo su cabeza contra el cuelo de su tío y respiro profundo, sintiendo al bebe dentro de ella moverse con inquietud.
Daemon no dijo nada por un largo instante. Pero Rhaenyra sintió el roce de su mente contra la suya, esa vibración tenue que solo ocurría cuando sus mentes se unían y sus pensamientos iban de una mente a otra libremente.
Aegon abrió un ojo y emitió un sonido bajo, entre gorjeo y queja.
"Entonces iremos", dijo Daemon al fin. "Partiremos cuanto antes."
Rhaenyra bajó la vista a su vientre, abultado y vivo, y una punzada la atravesó. No dolor. Algo más primitivo. Una alarma.
"No podemos esperar más, pero debemos hacer algunos preparativos."
Rhaenyra asintió, viendo la firmeza con la que Daemon la miró tanto a ella como a Aegon.
No dejaré que nada les pase.
…
La inquietud no la abandonó en todo el día. Ni siquiera cuando Aegon se calmó en brazos de Catelyn, ni cuando Anya le ofreció leche tibia de almendras con dátiles. Rhaenyra no quiso té, ni zumo de cítricos, ni el dulce de limón que le preparaban cuando se sentía alterada. No podía comer. Solo moverse.
Y el bebe en su vientre parecía sentirse igual de inquieto, girando de un lado a otro dentro de ella, constantemente.
Convocó a los capitanes presentes en la isla al solar, el corazón de la villa blanca donde el sol descendía directo sobre las piedras lisas. Brienne estaba a su lado, de pie, con los labios apretados y las manos firmes sobre el pomo de su espada. Daemon aún no había regresado del muelle, ordenando que prepararan dos barcos para partir ese mismo día.
Rhaenyra los miró uno por uno, su túnica roja y negra danzando alrededor de sus piernas cuando se sentó en la silla tras su escritorio. Aegon estaba con ellas, sentado en una cuna donde el niño jugueteaba con una cuerda trenzada, absorto en las perlas que colgaban de ella, chupandolas con entusiasmo
"No los obligaré a ir", dijo sin levantar la voz. "Valyria no es un puerto común, es un lugar destruido y según muchos, maldito. Algunos no volverán si nos siguen. Pero necesito ir. Y necesito quienes lleven provisiones para mi viaje."
Los hombres intercambiaron miradas breves, pero ninguno habló.
"Mi hijo viene conmigo", continuó, bajando la vista a Aegon solo un instante. "Y también lo harán los dragones menores. Tessarion, y el gris de Aegon."
"¿El pequeño?" preguntó uno de los capitanes, Kryn Sand, de origen dorniense, con el cabello trenzado y los ojos duros. "Ni siquiera ha volado fuera de la isla."
"No tiene que pelear", respondió ella. "Solo estar cerca. Si vamos a despertar la sangre antigua, los dragones deben estar juntos. Todos los que puedan volar, todos los que estén ligados por lazos de fuego."
Brienne asintió, sin decir palabra. Fue la primera en alzar el brazo.
"Yo iré."
Y entonces, uno a uno, los demás siguieron. Kryn. Thenaro, el hijo del maestro de astilleros. Nira y Gellan, hermanos del escuadrón Rubí. Los nombres se sumaron hasta formar una pequeña docena, todos dispuestos a enfrentar lo desconocido por su Princesa.
Daemon apareció por fin al atardecer, cubierto de salitre y con el cabello aún húmedo. No preguntó nada al verlos reunidos. Solo dijo:
"El barco estara listo mañana al amanecer. Partiran antes que nosotros."
Rhaenyra asintió.
Monterys, quien había estado observando en silencio, se acercó y dejó una docena de pergaminos en la mesa.
“Como me solicitó, Princesa, aquí están las transcripciones y copias del tapiz, así como el mapa… y lo que esperamos sea la ruta adecuada.” desenrolló uno de los pergaminos y todos vieron que había señalado un punto en particular, pero en este dibujo Valyria estaba completa.
Daemon se acercó y tomó el control, solo confirmando con Rhaenyra el destino final. “Un barco se quedará a la mitad, hay una isla por esta zona” señaló un punto en el mapa. “es un islote, solo arena y unas palmeras, pero quiero que se queden ahí, llevarán la mayor parte de las provisiones. En caso de que el segundo no consiga llegar a Valyria.”
Saco un mapa más grande, donde Valyria estaba vagamente trazada, pues era después de su destrucción.
“Estimamos ir a esta zona, queremos que el barco se acerque lo más posible. También mandare un mensajero a Volantis para que se preparen e intenten acercar provisiones. No creo que el barco sea capaz de acercarse a Valyria, pero con que lleguen al borde del mar humeante, un viaje de unos minutos para ir provisiones acortará el viaje a si intentamos viajar durante horas hasta Volantis.”
Los capitanes comenzaron a dar sugerencias y tras discutir sus opciones, finalmente se formo un plan con el que estaban satisfechos.
Los capitanes y sus marineros, aquellos que irían a Valyria, se retiraron a descansar, sabiendo que al amanecer debían partir.
La noche se había vuelto pesada. No por el calor, sino por la espera. El mar ya no rugía como antes, pero las estrellas parecían más apagadas. Rhaenyra caminaba en silencio entre los corredores abiertos de piedra pulida, con Aegon balbuceando en sus brazos, su respiración cálida contra su pecho.
Brienne la esperaba en la terraza lateral del solar, donde crecía un árbol de hojas negras traído de Lys. Sostenía a su hijo en brazos, el pequeño Joffrey, que dormitaba ligeramente.
"Gracias por venir", dijo Rhaenyra con suavidad, colocando a Aegon en la canastilla alta, hecha especificamente para él. Su bebe se lanzo sobre el peluche de color rojo y comenzo a masticarlo con entusiasmo.
Daemon había ordenado al menos una docena de canastillas, todas repartidas en diferentes habitaciones, para que Rhaenyra apoyara a Aegon y no se cansara, sobre todo ahora que su vientre se había comenzado a notar y complicaba que cargara a Aegon como antes.
"Siempre vendré, Princesa", respondió Brienne con una leve sonrisa. Su rostro se iluminó brevemente al mirar a su hijo. "No podía dejar pasar esta oportunidad. Si vamos a Valyria, quiero que él también la vea, se que tal vez no lo recuerde… pero creo que es importante que conozca de donde viene, he notado lo mucho que le afecta a usted no conocer su hogar.."
Rhaenyra asintió. Se acercó un poco más, hasta poder tocar la cabeza del niño con los dedos. Joffrey emitió un chillido leve, feliz.
"¿Estás segura de querer llevarlo contigo?", preguntó Rhaenyra. "No será fácil el viaje."
"Lo sé", murmuró Brienne. Luego guardó silencio un momento, como si sopesara sus propias palabras. Finalmente, las dejó escapar, casi en un suspiro. "Pero si llegamos a encontrar un huevo... quizá, con suerte, podría ser para él. Para Joffrey."
Rhaenyra bajó la vista, sin dejar de acariciar el cabello del niño. Había ternura en sus ojos, pero también gravedad.
"Brienne... eso no puede ser."
La dama la miró, sin sorpresa, pero aún con esperanza.
"No es por crueldad. Es porque no funcionaría. Ni siquiera si pusiéramos el huevo en su cuna, ni aunque lo criáramos cerca del fuego. Los dragones responden a la sangre. No a los deseos. Solo los Targaryen pueden montarlos, y aún entre nosotros... no todos son elegidos. La rama Velaryon tuvo dragones gracias a la Princesa Rhaenys, una Targaryen… y aun así ninguno fue un dragón de cuna, tuvieron que conquistarlos."
Brienne bajó la vista a su hijo. No lloró. No frunció el ceño. Solo asintió, una vez, con la dignidad de quien ha aprendido a aceptar lo imposible.
"Entonces que conozca sus raices", dijo al fin. "Que camine sobre las ruinas y vea lo que ustedes fueron. Quiero que entienda lo que yo entendí: que la familia a la que juré servir no es solo una línea de sangre... es una llama. Y esa llama me salvó."
Rhaenyra sintió que algo se quebraba suavemente dentro de ella. Quizá era gratitud. Quizá culpa.
“Y si no conseguimos llegar a Valyria… tal vez estemos lo suficientemente cerca de Volantis para que Laenor lo conozca…” Brienne la miro con timidez, pero Rhaenyra le sonrio alentadoramente.
“Me asegurare que el mensajero que envie Daemon tenga esta información, yo tambien creo que Laenor debería conocer a su hijo.”
Brienne sonrió, y en su sonrisa había una historia entera que no necesitaba contarse. Luego ambas mujeres bajaron la vista a sus hijos, y en el silencio que siguió, hubo entendimiento.
A su salida, le pidio que llamara a Anya y Catelyn.
Anya y Catelyn Strong llegaron con prontitud. Vestían tonos discretos, con el cabello trenzado y recogido, como siempre que se preparaban para recibir instrucciones formales. Rhaenyra sintió una punzada al verlas. Habían crecido tanto desde que Harwin las dejó bajo su cuidado, tan solo unos meses y ya no eran niñas, se habían transformado rápidamente en mujeres, en damas listas para asumir sus deberes con entusiasmo.
"Quiero que ambas permanezcan en la isla", dijo sin rodeos, sentándose al extremo de la mesa de mármol oscuro.
Anya asintió de inmediato, como si ya lo esperara. Catelyn abrió la boca para protestar, pero Rhaenyra levantó la mano antes de que hablara.
"No es una tarea menor. Esta isla es nuestra base más segura. No puede quedar desatendida, ni en manos de extraños."
"¿Y si los Hightower nos encuentran?", preguntó Catelyn, en voz baja.
"No lo harán. Este lugar no es conocido y casi imposible llegar, además de que tendrán hombres que las protejan." Hizo una pausa. "Daemon ha asignado cuatro escuadrones a la defensa del palacio. El comandante Farlett se queda con ustedes, junto con Kranis y dos vigías de confianza. Además, estarán en el interior de la Isla, cualquier llegada será al Puerto sur."
Anya asintió de nuevo. "¿Y los contratos?"
"Están aquí." Rhaenyra deslizó un estuche lacrado sobre la mesa. "Tienen copias de los acuerdos firmados por los puertos de Lys, Mereen y Pentos. Deben mantener actualizado el inventario de todo lo que llegue de Volantis. Si alguna flota comerciante llega, recibidlos con respeto. Pero si hacen preguntas sobre nuestra ubicación, enviadlos lejos."
"¿Debemos aceptar nuevos acuerdos?", preguntó Catelyn.
"Solo si son ventajosos y si el nuevo general los aprueba, Daemon tambien ha dejado a cargo a alguien para que las ayude."
En ese momento, se escucharon pasos firmes entrando en la sala. Reuben Wayne, alto, de rostro cuadrado y mirada impenetrable, hizo una breve inclinación de cabeza.
Daemon iba detrás de él. No dijo palabra. Solo se colocó junto a Rhaenyra y le ofreció una mirada fugaz, dándole paso.
"Desde este momento", dijo ella, alzando la voz con toda la solemnidad de una Reina, "Reuben Wayne tomará el mando militar de la Isla Prūmia. Será Gran General en ausencia de su Príncipe, con autoridad sobre todos los escuadrones de tierra y mar."
"Mi espada está al servicio de la sangre del dragón", dijo Reuben, colocándose una mano en el pecho. "Y de quienes queden atrás para mantener la llama encendida."
Rhaenyra miró a las hermanas Strong. "Confío en ustedes. Esta isla fue el refugio de mi hijo. No permitan que deje de serlo."
Anya bajó la cabeza con respeto. Catelyn lo hizo después, más lenta, claramente nerviosa.
Rhaenyra se acercó a ellas. Las tomó de las manos. "No les pido que se queden porque no confíe, lo hago porque confío en ustedes."
Ambas mujeres asintieron y tras una breve despedida, se retiraron.
Tras pasar el resto del día asegurandose de que las provisiones que llevarían en la alforja fueran preparados y ser revisada por Ophelia, Rhaenyra se retiro junto a Daemon y mantuvo a Aegon cerca de ambos, nerviosa por el viaje.
Pero esa noche no pudo dormir.
…
La mañana siguiente, cuando los preparativos ya habían terminado y los barcos habían partido, Rhaenyra salió con Daemon sin decir palabra a los demás. Aegon dormía seguro con Anya, y el aire de la isla se había vuelto espeso, casi eléctrico. Los dragones sentían el cambio. Ellos también.
Caraxes los aguardaba al borde de los acantilados, inquieto, con el cuello largo girando hacia los volcanes del sur como si algo invisible lo llamara. Rhaenyra se ajustó la capa sobre los hombros y subió detrás de Daemon. Él no necesitó preguntarle nada. Ambos sabían a dónde iban.
Volaron bajo. El viento era denso y cargado de ceniza, como si la isla comenzara a respirar desde las entrañas. Cuando el primer volcán apareció, no necesitaron buscar más: una grieta se abría en la ladera oeste, y desde ella brotaba un resplandor anaranjado como un corazón encendido. Syrax estaba allí.
Aterrizaron en una cornisa negra, afilada por antiguas erupciones, pero cubierta con rastros de musgo que le daban suavidad. El calor era insoportable para cualquiera, pero ellos avanzaron como si caminaran entre nubes. La roca ardía, el aire vibraba, y la lava descendía como ríos vivos en torno a una cueva cavada a fuerza de garras, fuego y voluntad.
El calor les dio la bienvenida cuando a cualquier otro sería inhóspito.
Dentro, Syrax los miró. Sus ojos dorados, inmensos, los reconocieron de inmediato. No rugió. No se movió. Solo permaneció inmóvil, inmensa, protectora, rodeada de fuego.
Entre sus patas, sobre una plataforma de piedra ennegrecida y rodeada de huesos, ramas y ceniza, estaban los huevos.
Rhaenyra tuvo que detenerse un instante para respirar antes de acercarse, su corazón acelerado, lleno de emoción y orgullo.
El primero tenía escamas platinadas con vetas de morado profundo, como el crepúsculo antes de una tormenta. Palpitaba débilmente, brillando con vida.
El segundo era aún más hermoso, si es que la belleza podía ser medida. Su superficie era pálida, aperlada, con un brillo nacarado que recordaba la espuma del mar justo antes del amanecer. Tenía algo de aire y algo de agua. Como si hubiera sido puesto por una criatura nacida entre las olas.
"Su primera puesta", murmuró Rhaenyra, sintiendo un escalofrío, no de frío, sino de comprensión.
Daemon observó en silencio. La lava crepitaba tras ellos, como un coro antiguo. Caraxes se mantenía cerca de la entrada, pero no se atrevía a entrar del todo. Syrax respiraba con lentitud, pero sin bajar la guardia.
"No deberíamos moverlos aún", dijo él. "No hasta que estén listos."
"Pero deben venir con nosotros. A Valyria. Es importante que los llevemos."
“Complicara el viaje.” Daemon intento disuadirla.
En su mirada tambien se veía la emoción, el orgullo.
“No importa.” Rhaenyra se mantuvo firme y Daemon cedió con un suspiro.
Syrax no protestó. Y en ese momento, Rhaenyra supo que la dragona también lo había sentido: el llamado.
Se pregunto si la puesta de Syrax… el tiempo, el momento, tendrían algo que ver.
Daemon tomo los huevos con cuidado, colocandolos en la bolsa de cuero rellena de algodón con tanta ternura como cuando cargaba a Aegon.
Sus ojos brillaban de emoción y la sonrisa en su rostro delataba su alegría.
Regresaron volando a lomos de Caraxes, mientras Syrax los seguia volando con aleteos lentos, como si aún siguiera cansada.
Su dragona se poso encima de una de las torres con pasos torpes.
…
El cielo apeas comenzaba a aclarar cuando Rhaenyra entró en el establo de piedra donde se preparaban las monturas de vuelo. El olor a cuero, ceniza y sangre de dragón impregnaba cada rincón.
Daemon llevaba horas despierto, preparando todo con inquietud.
Caraxes reposaba afuera, su silueta inmensa apenas visible bajo la luz de las antorchas, mientras los dos dragones pequeños, Tessarion y el gris de Aegon, correteaban por el suelo como sombras nerviosas.
Daemon estaba allí, arrodillado junto a su silla de montar, midiendo con cuidado la distancia entre los ganchos laterales y una nueva pieza de metal forjado. Una especie de arco, curvado como las alas de un cuervo.
"Estás improvisando", dijo Rhaenyra al acercarse.
"No hay manual para esto", respondió él, sin apartar la vista de su trabajo. "Nunca se ha hecho algo así. Dos dragones jóvenes, apenas capaces de sostenerse en el aire... y un océano entero por cruzar."
Rhaenyra observó los rostros de los dragones pequeños. Tessarion la miró, ladeando la cabeza, sus ojos aún grandes y curiosos. El gris de Aegon bufó con suavidad, luego trató de trepar sobre un saco de provisiones. Ambos tenían escamas vivas, energía de sobra... pero no la fuerza de un dragón adulto.
Apenas eran crías, del tamaño de un pony, pero crías.
De alas que apenas se fortalecían lo suficiente para comenzar a volar por encima del Palacio.
"Solo son dos días de viaje…", preguntó en voz baja. “Pero me preocupa que sea demasiado para ellos.”
"Por eso deben venir conmigo", dijo Daemon. "Volarán hasta que se cansen. Cuando eso ocurra, podrán aferrarse a mi montura. Esta estructura los sujetará. Los entrené para que entiendan las órdenes básicas. No serán una carga, ya han ido conmigo a recibir barcos… aunque Tessarion siempre termina colgándose de Caraxes…"
Rhaenyra se agachó junto a él. Aegon dormía en el fular, su respiración pausada. Syrax aguardaba fuera, envuelta en la niebla cálida del amanecer.
"Los huevos viajarán conmigo", dijo. "Los llevaré en la alforja, justo bajo Aegon. No quiero separarlos de mí."
Daemon asintió, sin discutir. Sabía que no había alternativa.
"Volaremos juntos, pero no a la misma altura", murmuró él. "Yo iré más alto, para que los dragones jóvenes sigan mi estela. Tú irás baja, con Syrax. Así evitaremos cambios bruscos de viento para Aegon."
Rhaenyra lo miró. Había tierra en sus mejillas y hollín en su cuello. Era un guerrero, sí. Pero también era su compañero. Su sombra. Su fuego.
"Entonces vámonos en cuanto termines.” la urgencia en su tono hizo que Daemon le lanzara una mirada preocupada.
Ella termino de acomodar sus provisiones en su alforja, alegre de que con el tamaño de Syrax, ella pudiese cargar más peso sin dificultades, y pudiese agregar un par de cosas extras que Daemon no apoyaría.
Como la cajita llena de higos endulzados que ella y Aegon deborarían durante el vuelo.
Daemon terminó de ajustar los últimos amarres. Se levantó. Y por un momento, no hubo palabras. Solo el sonido del cuero tenso, de los dragones impacientes, y del mar que golpeaba la costa como un presagio antiguo.
Estaban listos.
Daemon se tomo un momento para besarla y ayudarla a acomodar a Aegon para que no pudiese soltarse por accidente durante el vuelo.
El cielo era claro cuando alzaron el vuelo.
Syrax se elevó con un rugido grave que estremeció los acantilados, sus alas doradas abriéndose como una promesa. Caraxes la siguió, más rápido, más salvaje, con los dragones jóvenes planeando torpemente detrás de él, uno a cada lado. Daemon volaba ligeramente por encima, vigilándolos de reojo. Había adaptado su silla con cuerdas trenzadas, correas y una estructura curva de metal donde los dragoncetes pudieran posarse si el cansancio los vencía. No era elegante, pero era ingenioso. Como él.
El mar bajo ellos era profundo y oscuro. Aegon dormitaba en su pecho, los huevos cuidadosamente envueltos en tela gruesa y colocados en la alforja bajo su silla. El calor de Syrax los mantenía tibios, vivos, latentes. El viento era suave, pero constante. Solo quedaba avanzar.
Horas después, vieron la silueta del primer barco.
Aún le faltaba un largo camino por recorrer para llegar al islote donde se quedaría estacionado hasta que su viaje terminara.
Los hombres a bordo salieron a cubierta al verlos, levantando brazos, gritando saludos. No descendieron. Daemon simplemente levantó una mano, Syrax rugió desde lo alto, y los dejaron atrás.
El barco quedaría como punto de retorno, una última señal de lo conocido. Más allá de esa línea de espuma, comenzaba la leyenda.
Valyria no estaba lejos, pero no llegarían ese día.
Cuando el sol comenzó a inclinarse, divisaron un islote perdido entre las olas. Era una masa de roca volcánica, cubierta apenas por musgo y tres árboles retorcidos. No tenía nombre. No lo necesitaba. Rhaenyra hizo que Syrax descendiera con suavidad, el aterrizaje amortiguado por la arena negra. Daemon llegó poco después, descendiendo con una precisión que parecía práctica, no instinto. Los dragones pequeños se posaron a duras penas, exhaustos, uno de ellos tumbándose de lado como un cachorro. Caraxes caminó alrededor del islote como si marcara un territorio que no le pertenecía.
"Pasaremos la noche aquí", dijo Daemon.
Rhaenyra se quitó el fular con cuidado, sacó a Aegon y lo acunó entre los brazos. El niño abrió los ojos, desorientado, y luego comenzó a patalear con pequeñas quejas, hambriento.
"Está bien, mi amor", susurró ella. "Solo un poco más."
La noche cayó con lentitud. No encendieron fuego. No lo necesitaban, no con dos dragones gigantescos manteniendolos calientes y dos pequeños que casi los cubrieron como mantas en su intento de quedarse cerca.
La noche en el islote era espesa y sin luna, pero los dragones ardían lo suficiente para mantener el mundo a raya. Caraxes dormía enrollado sobre sí mismo como una serpiente gigantesca, con un ojo entreabierto que seguía cada sombra. Tessarion y el gris de Aegon estaban acurrucados juntos, envueltos en sus propias alas, temblando levemente con cada soplo de aire salino.
Rhaenyra sostenía a Aegon sobre su pecho, cubriéndolo con una manta, mientras él succionaba leche tibia con ojos entrecerrados. Sus pequeñas manos se aferraban a su blusa con una fuerza que no parecía humana. Como si ya presintiera el fuego que lo esperaba.
Daemon se sentó a su lado, en una roca pulida por el viento. Tenía la mirada fija en la bruma que crecía en el horizonte.
"No era una serpiente como las de Poniente", dijo de pronto. "Ni siquiera como las que vimos en los libros de Volantis. Su cuerpo se alzaba sobre el agua como una muralla. Tenía aletas dorsales que parecían lanzas, y ojos... ojos que no parpadeaban."
Rhaenyra giró la cabeza hacia él. "¿Qué tan grande era?"
"Más que Caraxes. Mucho más. Y eso solo fue lo que salió del mar. No vimos la cola. Ni el final de su cuerpo."
"¿Crees que los Valyrios la conocían?"
Daemon guardó silencio.
"Si existía hace doscientos años, y aún vive... entonces quizá sí. Quizá fue una de las razones por las que nunca cruzaron más al sur."
"¿Sothoryos?", susurró Rhaenyra.
Daemon asintió.
"Se dice que sus costas están llenas de fiebre, selvas, insectos que matan con solo morder... pero eso no habría detenido a los Señores del Dragón. Ni a Balerion, ni a Meraxes. Algo más los contuvo."
"¿Y si era eso?", dijo Rhaenyra, su voz apenas audible mientras mecía a Aegon. "Un guardián marino. Una criatura que ni siquiera los dragones podían vencer."
"Quizá no era una criatura", murmuró Daemon, casi para sí. "Quizá era castigo. O un guardian..."
El silencio se alargó. Rhaenyra bajó la vista a su hijo, ya dormido, su aliento tibio contra su piel.
"Si ese monstruo aún vive... y nosotros lo hemos despertado... ¿no estaremos cometiendo el mismo error que los antiguos? ¿Y si fue la verdadera razón por la que cayó Valyria?"
Daemon no respondió. Se limitó a extender el brazo y rodearla por los hombros, atrayéndola contra su costado. Ella no se resistió. Se quedó allí, escuchando los latidos de su pecho. Aegon se acomodo entre ambos, suspirando felizmente.
Más allá del horizonte, comenzaba a levantarse una bruma espesa, que se movía como un ser vivo.
El sueño no llegó como los demás.
No fue suave, ni envuelto en imágenes borrosas. Cayó sobre ella como una llamarada, cruda y repentina.
Los árboles ardían.
No uno, no un bosque, sino todos. Árboles de ramas retorcidas y troncos huecos, ardiendo desde dentro como si la savia misma fuera aceite. El cielo estaba rojo, más que rojo: sangriento. Las nubes parecían heridas abiertas, y de cada una llovían piedras ígneas, como lágrimas arrancadas del mundo.
Los volcanes rugían. No como montañas. Como bestias. Eran decenas. Algunos explotaban desde dentro, lanzando ríos de lava y humo que devoraban ruinas olvidadas. Otros se abrían por la mitad como bocas de fuego. Y desde ellos… los dragones caían.
Uno tras otro.
Criaturas aladas envueltas en llamas, en espasmos, en muerte. Caían con las alas rotas, con las gargantas desgarradas. El cielo se llenó de rugidos, pero no eran rugidos de furia. Eran gritos. Agonía pura.
Y entonces lo vio.
Una figura en lo alto, suspendida contra el sol. Un hombre. O algo que alguna vez lo fue. Tenía alas. No alas de dragón, sino alas que brillaban con fuego y sombra. Extendidas como si fueran a cubrir el mundo entero.
Pero no lo logró.
Un destello azul lo atravesó, tan brillante que partió el cielo. Un sonido le siguió: no trueno, no rugido. Un grito. Horrible. Antinatural. Un lamento que hizo temblar los huesos del sueño. El hombre con alas se retorció, cayó envuelto en luz y polvo, y el mundo gritó con él.
Rhaenyra despertó gritando.
"¡NO!"
Aegon comenzó a llorar al instante, un llanto agudo, puro, de terror. Daemon se incorporó de inmediato, con los ojos abiertos y alerta, su espada ya en la mano. Pero no había enemigos. Solo el mar. Solo la noche. Solo ella.
"¡Muña! ¡Muña!" gritaba Aegon, extendiendo los brazos hacia ella, sus mejillas húmedas y los ojos desbordados de miedo. “Mi, mi.”
Rhaenyra lo tomó con manos temblorosas, lo apretó contra su pecho y besó su cabeza una y otra vez. Aegon intento tocar su rostro, su puchero mientras señalaba sus lagrimas hizo que el corazón de Rhaenyra se apretara.
"Estoy aquí, mi amor. Estoy aquí..."
Daemon dejó la espada a un lado. Se arrodilló frente a ella, tomándola por los brazos, obligándola a mirarlo.
"¿Qué viste?"
"Todo ardía", susurró Rhaenyra. "Los dragones... caían. El cielo... era fuego. Y un hombre con alas... fue destruido por algo que no entiendo. Azul. Azul y cruel."
Daemon frunció el ceño.
"No fue un sueño normal, Daemon… se sintio diferente", dijo ella, lágrimas bordeando sus pestañas, con la voz partida. "Como si ya lo hubiese vivido..."
Aegon seguía llorando, pero con menos fuerza. Rhaenyra lo mecía sin dejar de mirar a su esposo.
"Ya no hay vuelta atrás", dijo Daemon, con voz baja. "Yo los protegere, mi corazón de fuego. A ambos."
Y mientras el mar humeante se extendía más allá del islote, cubriendo el horizonte con su velo de ceniza y misterio, Rhaenyra supo que el verdadero viaje apenas estaba comenzando.
…
El mar humeante no era una metáfora.
El vapor comenzaba suave, como una bruma perezosa que se arrastraba sobre las olas. Pero con cada milla que avanzaban, el calor subía. Las alas de Syrax se humedecían con gotas tibias, y el aire se volvió denso, difícil de respirar. Rhaenyra lo sentía en la piel, en los huesos, incluso en la lengua. Era como si el mar hervía bajo ellos… y en efecto, lo hacía.
Syrax descendió un poco, buscando corrientes más estables. Aegon se revolvía contra su pecho, incómodo. Su frente estaba perlada de sudor causado por la humedad, y los huevos en la alforja comenzaban a emitir un leve calor propio. Como si respondieran al llamado de aquella tierra invisible tras el velo.
Daemon descendió a su altura. Caraxes resoplaba fuego bajo, en advertencia. Tessarion y el gris de Aegon ya no volaban: descansaban sobre los soportes de la silla de Daemon, exhaustos, con las alas caídas y el cuerpo pegado al metal caliente. Los cuatro dragones adultos y jóvenes se veían tensos, como si sintieran que algo los miraba desde debajo del mar.
¿Dónde está el barco? preguntó Daemon, sin necesidad de gritar, solo en su mente.
No lo veo, respondió Rhaenyra, con un escalofrío en la voz. Debería haber llegado antes que nosotros.
¿Y si se perdió en la niebla?
¿O algo peor?
Volaron en círculos por casi una hora, escaneando la superficie de agua oscura y silente. No encontraron velas. No hallaron restos. Nada. Como si el barco nunca hubiera existido.
No seguiremos buscándolo ahora, decidió Daemon. Aterrizaremos en la primera isla que encontremos.
Rhaenyra no discutió. La humedad causada por el vapor era ya insoportable incluso para Syrax. Y Aegon comenzaba a gemir con una voz que ella conocía bien: estaba a punto de llorar.
Divisaron tierra al sur, apenas una lengua de roca emergida del mar. Era un fragmento de lo que alguna vez fue algo más grande, una porción de isla arrancada del cuerpo de Valyria, cubierta de ceniza gris que se arremolinaba con el viento. El suelo humeaba. Literalmente.
Aterrizaron con cuidado. Caraxes lo hizo primero, sacudiendo ceniza por todas partes. Syrax descendió segundos después, bufando al tocar tierra caliente. Rhaenyra descendió con Aegon en brazos, tratando de mantenerlo cerca, pero el niño ya se retorcía, queriendo bajar.
"No, amor, espera..." murmuró, pero él ya se impulsaba hacia el suelo.
Y gateó.
Gateó con torpeza y determinación sobre la tierra cubierta de ceniza, con las manos y rodillas hundiéndose en el polvo caliente. Su túnica, clara esa mañana, pronto se tiñó de gris. Y cuando se giró a mirar a su madre, su carita redonda estaba completamente cubierta de ceniza, como si se hubiera revolcado en la chimenea.
Rhaenyra se quedó congelada un segundo. Luego bufó, se arrodilló a su lado y comenzó a limpiarlo con un trozo de tela.
"Aegon, por los dioses... pareces un huevo frito quemado."
El niño soltó una carcajada repentina, aguda, brillante. Y tras ella, la risa de Daemon estalló como una bocanada de humo, fuerte y profunda. Se dobló ligeramente, con una mano sobre la cintura, carcajeándose mientras se acercaba.
"¡Míralo! El heredero cubierto de ceniza, arrastrándose como un conquistador borracho. Es perfecto." dijo con un tinte de burla en su voz, pero sobre todo diversión.
Rhaenyra no pudo evitar reír también, a pesar del cansancio, del sudor, del olor a azufre que lo impregnaba todo.
Por un instante, solo uno, Valyria dejó de parecer un monstruo dormido. Y se sintió como una tierra antigua que reía con ellos.
…
Daemon voló antes de que cayera la noche.
Sin silla, sin peso, solo con Caraxes, que surcaba los cielos como una sombra roja sobre la niebla. Dijo que daría una última vuelta para buscar el barco, pero Rhaenyra supo que no esperaba encontrarlo. Aun así, lo dejó ir. Necesitaba moverse. Necesitaba buscar.
Ella, en cambio, se quedó en el islote de ceniza, arropando a Aegon contra su pecho. El niño había vuelto a dormirse tras su improvisada conquista del polvo volcánico, aunque aún tenía pequeños copos grises entre las pestañas y enredados en el cabello platinado que lo hacían parecer aún mas sucio.
Tessaron y el gris dormían cerca de los huevos, los cuales Rhaenyra había colocado sobre una manta de cuero reforzada, protegidos del calor por una cúpula improvisada con madera de los sacos. Syrax no dormía: permanecía alerta, mirando el horizonte con los ojos como brasas, quieta pero tensa.
La noche pasó sin luna. Solo el resplandor lejano del mar humeante iluminaba la roca, pintando todo con reflejos cobrizos y sombras danzantes. Cuando Daemon regresó, en silencio, con el rostro serio y la mirada dura, no hizo falta que hablara.
"No hay barco", dijo ella antes de que él abriera la boca.
Daemon solo negó con la cabeza.
Rhaenyra no durmió del todo. Se recostó sobre Syrax, con Aegon envuelto a su lado, y escuchó cómo la bruma silbaba entre las grietas del suelo como si algo respirara bajo la tierra.
…
Al amanecer, el calor no había cedido. El suelo seguía tibio, como si la isla no perteneciera del todo al mundo natural, Rhaenyra no pudo evitar pensar que la tierra de Valyria tal vez de verdad estaba maldita.
Rhaenyra se apartó de los demás con Aegon aún en brazos, descendió con cuidado por un costado de la roca hasta donde rompían las olas y se arrodilló. El mar estaba tan quieto que parecía vidrio. Y humeaba.
Extendió un brazo, tomó un puñado de agua con ambas manos, y se enjuagó la cara con decisión, esperando que la ceniza se despejara de sus mejillas. Pero en cuanto el agua tocó su piel, soltó un leve quejido.
"Está... caliente", murmuró, sorprendida por la sensación de ardor.
Volvió a intentarlo, esta vez sumergiendo solo los dedos, lentamente, como una prueba. Los retiró de inmediato. Estaban enrojecidos.
El agua no solo estaba tibia.
Estaba hirviendo… pero no de manera normal.
Rhaenyra se quedó muy quieta, observando cómo pequeñas burbujas subían desde las profundidades. El vapor no venía solo de la superficie: el mar entero hervía, como un caldo antiguo, como un caldero sellado por los dioses.
El barco de provisiones... no tenía forma de alcanzarlos. La madera no resistira el agua.
"Nos dejó pasar", susurró ella, apretando a Aegon contra su pecho. "El mar nos dejó pasar... pero no a ellos."
Noto como el mar parecía mas inquieto que el día anterior, conforme pasaban los minutos, el vapor se acrecentaba a cada instante.
Syrax rugió desde lo alto del islote. Daemon apareció en la cima, vigilando en dirección al sur, hacia donde el vapor era más denso y comenzaban a perfilarse formas en la bruma: torres rotas, columnas partidas, estructuras imposibles.
Valyria.
Rhaenyra volvió a mirar el mar. Y esta vez no vio agua.
Vio una frontera.
…
Rhaenyra se frotó los dedos con la tela húmeda, intentando aliviar la quemazón, pero el ardor persistía. No eran quemaduras graves, no había ampollas, pero la piel estaba roja, irritada, como si el agua la hubiera atacado.
No entendía.
Había estado entre ríos de lava. Había sentido el calor directo de Syrax, dormido junto a su vientre redondo bajo tierra. Había caminado sobre piedra fundida sin pestañear. Pero ahora… unas gotas del mar humeante le habían dejado la piel dolida y sensible.
Miró su palma. El enrojecimiento se extendía como una marca viva, como si el mar la hubiese reconocido… y rechazado.
"Esto no es calor común", murmuró, volviendo al centro del islote, donde Daemon aseguraba las provisiones en las correas de Caraxes.
Daemon se giró, notó su expresión, y en segundos estaba a su lado.
"¿Qué pasó?"
Rhaenyra le mostró la mano. "Apenas toqué el agua. Me quemó."
Él tomó su muñeca con suavidad, examinando los dedos uno a uno. Su mirada era seria, concentrada. Luego la soltó con lentitud, y se irguió, escaneando el mar como si pudiera descifrarlo con los ojos.
"Tú has nadado en lava", dijo. "Tu cuerpo tolera temperaturas que romperían a otros. Esto... no es calor natural."
"Entonces ¿qué es?"
Daemon guardó silencio por un largo momento.
"Podría ser sal mezclada con azufre... o algo más." Sus ojos se estrecharon. "La Fe dice que el fuego purifica. Pero el agua... el agua guarda memorias. Si esto viene de Valyria... podría haber más que vapor allí abajo."
Rhaenyra sintió un escalofrío. "¿Crees que el agua misma esté... maldita?"
"No sé si la palabra es esa", respondió él. "Pero sí creo que este mar fue sellado por algo. Protegido. Puede que no sea el calor lo que hierve aquí. Puede que sea magia."
Rhaenyra miró su mano otra vez. El enrojecimiento parecía haber tomado forma. No una quemadura, sino una marca difusa, como si algo hubiera probado su piel.
"No podemos tocar más el agua", dijo ella. "Ni siquiera por accidente."
Daemon asintió. Luego se giró hacia los dragones.
"Ni siquiera los dragones."
…
La costa de Valyria estaba ahí, al otro lado del mar humeante. Apenas visible entre la bruma, rota en fragmentos de columnas hundidas, cúpulas caídas y torres partidas por la mitad. El sol apenas tocaba ese suelo. Todo parecía suspendido, como si el tiempo mismo se hubiese negado a continuar.
"Podríamos cruzar en línea recta", dijo Daemon, observando el horizonte desde la cima del islote. "Podríamos estar allí en menos de media hora."
"Y podríamos no salir jamás", replicó Rhaenyra en voz baja, mientras aseguraba a Aegon en su pecho con un nuevo fular limpio.
Daemon no discutió. Atravesar por donde el mar humeaba con tal fuerza que parecían salir columnas de agua hirviendo al cielo de la nada, no parecía prudente.
Caraxes emitió un gruñido leve, como si también lo sintiera. Los dragones estaban inquietos. Tessarion se negaba a desplegar las alas por completo, y el gris de Aegon se aferraba aún a los arneses de la montura adaptada, con las garras firmes y las alas cerradas.
"Rodearemos el borde", decidió Rhaenyra. "Si este mar está maldito, no volaremos por su centro. Lo bordearemos hasta hallar una entrada segura, si es que tal cosa existe."
Daemon asintió con un gesto seco. No le gustaba la precaución, pero la entendía. Y la respetaba cuando venía de ella.
Despegaron poco después. El aire seguía caliente, denso, pero no tanto como sobre el centro del mar. Volaron a baja altura, rozando las líneas fracturadas de la costa valyria, donde la piedra negra se alzaba entre los vapores como dientes viejos y húmedos. A veces veían siluetas moverse bajo el agua, demasiado grandes para ser peces, demasiado veloces para ser bestias dormidas.
No hablaron.
Cada uno sabía que el otro también estaba viendo las sombras.
Pasaron restos de lo que alguna vez fue un puente colosal, ahora partido en seis secciones, cubierto de líquenes carmesí. Un edificio blanco como el hueso, inclinado hacia un lado, aún parecía como si estuviera ardiendo, pese a los siglos.
Valyria no era una ruina.
Era una herida abierta.
Al cabo de una hora, divisaron una península rota, conectada apenas por un paso de piedra y raíces petrificadas. La vegetación crecía torcida, como si incluso la vida tuviera que adaptarse al caos de ese lugar.
"Ahí", dijo Rhaenyra, señalando un claro en medio de la bruma. "Aterrizaremos allí. No demasiado lejos de las estructuras, pero lo bastante cerca para explorar a pie."
Daemon no respondió, pero descendió primero, como siempre. Rhaenyra lo siguió con Syrax, Aegon aún dormido contra su pecho, los huevos resguardados con ella como joyas vivas.
Cuando tocaron suelo valyrio por primera vez, el aire cambió. No solo por el calor, ni por el olor sulfuroso.
Sino porque la tierra vibraba.
Como si supiera que habían llegado.
…
El primer paso sobre la tierra valyria fue silencioso.
No hubo temblor. No hubo explosión. Pero Rhaenyra lo sintió en la sangre. Una vibración sutil, como una nota sostenida demasiado tiempo. Una resonancia que solo aquellos con fuego en las venas podían oír.
Se pregunto si era magia, magia crepitando en el aire, simplemente suspendida en el aire, en la tierra, en las rocas, incapaz de encontrar conducto para mostrarse.
Syrax se mantenía inquieta detrás de ella, resoplando con nerviosismo. Aegon, contra su pecho, se removió con un leve sonido, sus ojos morados observando todo con tanta atención que Rhaenyra se pregunto si comprendia.
Daemon inspeccionaba los alrededores con mirada atenta. Caraxes marcaba un semicírculo amplio, resguardando la zona con pasos pesados. La niebla aún rodeaba la península, pero no era ciega: se movía como si los evitara.
"¿Estás segura de que es aquí?" preguntó Daemon, sin mirarla.
"No del todo", respondió Rhaenyra, ajustando el fular de Aegon mientras bajaba del lomo de Syrax. "Pero el tapiz del templo de Shrykos indicaba que el de Tessarion estaba más al sur. Al borde del continente… Esto concuerda."
Daemon giró para mirarla, con el ceño fruncido. "El templo de Shrykos estaba al borde del colapso. Apenas conservaba sus símbolos, y estaba más lejos de la erupción, ¿crees que este, mas cercano, pueda seguir de pie?”
"No lo sé.” replicó ella con calma. "Pero el de Shrykos estaba protegido por magia, seguramente el de Tessarion tambien fue protegido…"
Daemon pareció considerar aquello por un momento. Luego miró hacia el sur, donde la bruma parecía más espesa, más viva. Las formas allí no eran estructuras: eran sombras de estructuras, aún ocultas por la maldición, o protegidas por ella.
"El templo de Tessarion", murmuró. "¿Qué sabes de él?"
"Solo lo que mostró el tapiz. Era el más apartado del lado sureste. El más resguardado. Si los otros eran espacios de fe o estudio... ese parecía… para proteger. No era un templo para rezar. Era para ver, para cuidar."
"¿Ver qué?"
"No lo sé", dijo Rhaenyra. Luego bajó la vista a Aegon, dormido y sudoroso, el calor de la tierra filtrándose a través de sus ropas. "Pero si fue marcado aparte de los demás… entonces algo importante está ahí. Algo que no se mostró en Shrykos."
Daemon no respondió al instante. Solo observó cómo el viento movía la ceniza que cubría la ladera. Bajo sus pies, la tierra aún vibraba, leve, constante, como si respirara.
"Entonces caminaremos", dijo al fin. "Pero no al centro. Rodearemos por la cicatriz."
Y así lo hicieron.
…
La mañana siguiente no trajo claridad, sino más bruma.
El sol apenas lograba filtrarse entre los vapores que envolvían la península, haciendo que cada piedra negra, cada columna rota, pareciera surgir de un sueño quemado. La humedad era espesa, salada, con un dejo de azufre que lo impregnaba todo.
Rhaenyra despertó con Aegon sobre su pecho. El pequeño estaba ya despierto, balbuceando con energía, moviendo los brazos como si intentara alcanzar la niebla. Le rozó el cuello con una manita tibia y luego soltó un chillido de alegría al ver a Syrax en la distancia.
"Buenos días, mi amor", susurró Rhaenyra, y se permitió una sonrisa cansada mientras lo besaba en la frente.
La comida fue escasa: pan seco, algo de carne salada, y agua conservada en odres. Daemon comió en silencio, mirando el horizonte con el ceño fruncido. Tras un momento, habló.
"Si el barco no nos encuentra pronto, no tendremos más que para una semana. Diez días, si racionamos."
Rhaenyra asintió sin responder. Ya lo había calculado también.
"Lo encontraremos antes de eso", dijo con voz firme. "Tiene que estar aquí."
Daemon no replicó. En lugar de eso, fue él quien recogió a Aegon esta vez. Lo alzó con soltura y lo sentó en su cadera, asegurándolo con una tela cruzada como los padres de Volantis solían hacer. Aegon chilló de alegría, golpeando su pecho con una de sus manos regordetas, luego estiró el cuello para mirar todo a su alrededor.
El niño estaba activo, despierto, lleno de curiosidad. Señalaba ruinas, lanzaba sonidos guturales, y se agitaba cada vez que veía algo nuevo entre la neblina, queriendo bajar y perseguirlo.
"Le gusta este lugar", murmuró Daemon, sin ocultar su sorpresa.
"Es sangre del dragón", dijo Rhaenyra suavemente. "Siente lo que nosotros sentimos. Lo llama también."
Daemon le lanzó una mirada rápida. Luego, sin más, echó a andar.
La búsqueda no sería corta. El templo no se alzaba en ninguna cima ni se dibujaba contra el horizonte como una promesa. Estaba enterrado, oculto, roto por la Maldición y devorado por el tiempo. Tendrían que excavar con los ojos, con los recuerdos y con la intuición.
Pero estaban en la tierra de los dioses.
Y los dioses sabían que habían llegado.
…
Caminaron entre ceniza.
No era polvo liviano, sino una capa espesa, densa, que crujía bajo las botas como cristales rotos. A cada paso, levantaban pequeñas nubes grises que se pegaban a la piel, al cabello, a los pliegues de la ropa. Incluso Syrax y Caraxes parecían cubrirse de un velo apagado, como si los antiguos volcanes hubieran querido borrar todo color.
El paisaje era ruina pura.
Torres partidas, techos colapsados, pasillos abiertos al cielo como cicatrices. Rocas negras volcadas una sobre otra, fragmentos de estatuas y escaleras que no llevaban a ninguna parte. El viento era cálido, constante, pero no traía olor de vegetación ni canto de aves. Solo azufre. Solo silencio.
Rhaenyra miró alrededor con el ceño fruncido. Aegon, en brazos de Daemon, se agitaba menos que antes. Su curiosidad infantil se topaba ahora con un vacío insondable.
"No hay árboles...", murmuró Rhaenyra, deteniéndose a descansar contra una torre destruida.
Daemon alzó la mirada. "Ni plantas. Ni animales."
Caminaron más.
En un recodo de lo que alguna vez debió ser una plaza, encontraron huesos. No en tumbas ni en formación: huesos sueltos, desordenados, esparcidos entre la ceniza. Algunos aún tenían forma humana. Otros estaban calcinados, rotos, partidos por la mitad.
Rhaenyra se arrodilló con cuidado. Tomó una costilla ennegrecida entre los dedos y la sostuvo al sol.
"Estaban aquí cuando ocurrió. No huyeron."
"¿O no pudieron?" murmuró Daemon detrás de ella. “Tal vez los tomó por sorpresa… Además, no todos eran jinetes de dragones, la gente común… los esclavos.”
“Ni siquiera tuvieron una oportunidad.”
Más adelante hallaron lo que quedaba de un mercado. No quedaba madera. Solo las bases de piedra de algunos puestos, y trozos de vasijas partidas. Entre los escombros, una figura: un cráneo pequeño. De niño, quizá. Sostenía entre los dedos huesudos lo que parecía un juguete de cristal azul... aún intacto, aunque los huesos no lo estuvieran.
Rhaenyra se quedó allí por un instante.
Todo era muerte.
No había insectos. No había madrigueras. Ni siquiera las moscas se atrevían a entrar en ese lugar. Era como si Valyria no hubiese sido arrasada… sino condenada. Sellada para siempre.
Aegon comenzó a balbucear de nuevo, pero sus sonidos eran bajos, extraños. Como si intuyera el dolor en el aire.
Daemon acarició su espalda con una mano. Luego dijo, con voz firme:
"El templo debe estar más adelante. Si aún queda algo de él."
Rhaenyra asintió.
Y siguieron caminando. Entre restos de imperios, entre sombras de fuego, entre ecos de un mundo que había ardido tanto que incluso la vida había decidido no volver.
…
Caminaron hasta que el suelo se acabó.
No en sentido figurado. Literalmente.
Las rocas se quebraban en una grieta gigantesca, un abismo donde alguna vez hubo continuidad. La isla estaba fracturada, como si la Maldición la hubiese desgarrado con furia. Más allá, se alzaban nuevas ruinas, columnas partidas y formas que parecían techos valyrios, difusos entre la bruma caliente. Pero entre un lado y otro, no había más que vacío: una hendidura oscura por donde el mar humeante susurraba desde las entrañas del mundo.
Daemon lanzó una piedra.
Nunca escucharon el impacto.
"No hay forma de cruzar caminando", dijo él, sin necesidad de confirmar nada más. "Debemos volar."
"Entonces volaremos al amanecer", respondió Rhaenyra. "Syrax y Caraxes también necesitan descanso. Y Aegon… no ha dormido bien."
Acamparon entre lo que alguna vez fue una avenida de estatuas. Algunas habían sido devoradas por la ceniza, otras yacían tumbadas, partidas por la mitad, con los rostros erosionados. Una aún conservaba algo de forma: una figura alada con brazos extendidos y los ojos cubiertos por una venda de piedra rota. Rhaenyra no quiso adivinar a quién representaba.
Aegon estaba inquieto, pero no asustado. Miraba todo con la solemnidad inexplicable que solo los bebés poseen. Se llevaba trozos de tela a la boca, reía con cosas invisibles y tocaba las piedras con la misma reverencia que Rhaenyra sentía al caminar entre ellas.
Cuando cayó la noche, Rhaenyra lo recostó sobre una manta gruesa, rodeada de dragones adormecidos y ruinas silenciosas. Se recostó a su lado, mientras Daemon, con el cuerpo en tensión tranquila, lo observaba desde el otro extremo.
"Di dracarys ", le dijo a su hijo, en voz baja.
Aegon soltó un sonido parecido a un bostezo.
" Dracarys ", repitió Daemon, con una sonrisa torcida. "Vamos."
"Solo tiene nueve meses", murmuró Rhaenyra, entre divertida y cansada.
"Ya gatea entre ceniza caliente. Puede aprender."
Aegon lo miró fijamente. Luego emitió un sonido largo y vibrante: "Daaa…"
Daemon se inclinó con una ceja alzada. "Eso fue bastante cercano."
Rhaenyra rió por primera vez en todo el día.
"¿Y luego qué?", preguntó. "¿Le enseñarás a decir 'dragón' o 'muerte'?"
"Voy a enseñarle a decir ‘sí’ y ‘no’. Y que elija con su voz. Aquí... eso puede salvarle la vida."
Rhaenyra se quedó mirando a su hijo. La ceniza le había teñido los cabellos de gris. Su pequeña mano se aferraba a una tira de cuero del abrigo de Daemon.
"Entonces enséñale a decir su nombre", dijo ella. "Que sepa que es un Targaryen, uno de verdad."
Daemon la miró con algo distinto en la expresión. No dijo nada.
Aegon se quedó dormido poco después, con los labios formando algo que quizás era palabra… o promesa.
…
Rhaenyra no recordaba haberse dormido.
Pero cuando abrió los ojos, no estaba bajo el cielo ceniciento de Valyria, sino en una plaza viva.
La misma donde habían encontrado los huesos.
Solo que ahora estaba llena de gente.
El aire era más cálido, pero sin azufre. Había sol. Las piedras no estaban rotas. Las estatuas se alzaban erguidas, enteras, imponentes. Voces llenaban el espacio: vendedores ofreciendo dátiles, niños corriendo entre puestos, ancianas discutiendo sobre tejidos. Todo era color, todo era movimiento.
Era maravilloso.
Dragones volaban en el cielo, aves entre los árboles, había caballos jalando carretas y perros correteando en los callejones.
Y en medio de ese mundo palpitante, Rhaenyra vio al niño.
El mismo que sostenía la piedra de cristal azul entre los dedos huesudos. Pero ahora tenía carne, piel blanca, cabello rubio y una túnica sencilla. Lloraba. De pie junto a una fuente de piedra, giraba sobre sí mismo llamando con desesperación:
"¡Muña! ¡Muña!"
Nadie lo escuchaba. Todos seguían en su mundo.
Rhaenyra quiso moverse, acercarse, levantarlo. Pero no podía. Estaba atrapada, obligada a mirar.
A su izquierda, una joven sonreía mientras sacaba pan humeante de un horno abierto, con los brazos cubiertos de harina. Había una flor azul en su cabello platinado. La acomodó con un gesto distraído y alzó la vista, como si sintiera algo extraño.
Y entonces todo tembló.
No como un temblor de tierra.
Sino como si el mundo se desgarrara desde dentro.
La plaza se partió. Literalmente. Una grieta inmensa cruzó la piedra como una cicatriz repentina. Varios puestos cayeron. La gente gritó, pero fue tarde. Desde el sur, un rugido sordo, inhumano, colosal, llenó el aire. El cielo se volvió rojo. Las aves dejaron de volar.
Rhaenyra vio cómo la joven del pan intentaba correr, abrir la boca para gritar... pero la onda de calor la alcanzó antes. Su cuerpo se convirtió en sombra, ceniza, fuego.
La explosión no fue una. Fue muchas.
La montaña misma pareció abrirse, escupiendo piedra, magma, y muerte. El niño con la piedra azul cayó de rodillas. A su alrededor, el mundo se deshacía.
"Muña..."
El eco de su voz fue lo último que Rhaenyra escuchó antes de despertar.
…
Se incorporó con un jadeo, el corazón desbocado. El sudor le cubría el rostro, y la tela de su ropa se le pegaba al cuerpo. Syrax resoplaba cerca, inquieta. Aegon dormía aún, aferrado a la manta, respirando con calma.
Daemon, a unos pasos, la observaba en silencio.
"¿Otro sueño?" preguntó, sin juicio.
"Sí", respondió ella, con voz quebrada. "Vi este lugar... antes de que cayera. Antes de que murieran."
"¿Y?"
"Todos estaban vivos. Era tan hermoso, Daemon... tan lleno de vida. Y luego... no quedó nada. Ni siquiera un grito completo. Solo fuego."
Daemon la observó unos segundos más. Luego se acercó y se sentó a su lado, en la piedra cálida.
"Valyria recuerda. Y tú la estás escuchando."
Rhaenyra se abrazó las piernas, con la mirada perdida en la oscuridad.
"Pero ¿y si no solo muestra? ¿Y si espera algo de mí?"
Daemon no respondió.
La bruma aún no se había disipado del todo cuando Rhaenyra volvió sobre sus pasos.
No dijo nada a Daemon. Simplemente se alejó del campamento, caminando con la determinación suave de quien lleva el alma colmada. Syrax la siguió a cierta distancia, sin ser llamada, con las alas cerradas y los pasos cautelosos sobre la ceniza.
El lugar estaba exactamente como lo recordaba del día anterior… y como lo había visto en su sueño.
Allí, entre piedras rotas y la base derruida de una fuente, los restos del niño seguían tendidos: huesos pequeños, una estructura frágil y carbonizada que aún conservaba la forma que el fuego no pudo del todo borrar.
Rhaenyra se arrodilló sin miedo, sin repulsión.
Con manos delicadas, recogió uno a uno los huesos, los limpió con la tela del dobladillo y los colocó sobre un pedazo de lino que había tomado de las provisiones. Luego, con sumo cuidado, retiró la piedra azul que yacía cerca de los dedos esqueléticos.
Solo entonces la observó con atención.
No era solo una gema pulida. No era una joya ni un amuleto.
Era un juguete.
Tallado en forma de criatura fantástica, mitad pez, mitad hombre, con un rostro sonriente y una base plana para que pudiera mantenerse en pie. Los detalles estaban grabados con ternura: los ojos grandes, los labios curvados, los rizos en la cabeza de piedra.
Rhaenyra lo sostuvo entre los dedos por un largo momento.
"Buscaba a su madre", murmuró. "Y su madre nunca lo encontró."
Miró a su hijo, que la esperaba en brazos de Daemon a unos pasos de distancia, con los ojos muy abiertos y atentos.
Entonces se levantó y caminó hasta él. Sin una palabra, puso el juguete en las manos de Aegon.
El bebé lo observó, curioso. Lo agitó, lo chupó, lo lanzó y lo recogió, ajeno a su historia, pero rodeado de su significado.
"Es tuyo ahora", susurró Rhaenyra. "Pero lo tendrás por él. Para que al menos su memoria camine contigo."
Volvió con Syrax, que esperaba firme y expectante, y dejó el pequeño fardo de huesos a sus pies.
"Quémalos como a uno de los nuestros", dijo en alto. "Hazlo con honra, Syrax. Que el fuego le devuelva lo que la tierra le negó. Dracarys ."
Syrax inclinó la cabeza.
Un instante después, una llamarada suave, no brutal, sino envolvente, emergió de sus fauces. El fuego lamió los huesos con respeto, sin violencia, hasta que no quedó nada salvo ceniza limpia.
Rhaenyra se quedó allí, en silencio, mientras el viento se llevaba los restos al cielo de Valyria.
Un niño sin nombre. Un juguete azul. Un acto de compasión en una tierra olvidada por los dioses.
Y con eso, siguió caminando.
…
Volaron en cuanto el sol estuvo lo bastante alto para iluminar el mar roto.
Syrax y Caraxes sobrevolaron la grieta con facilidad, deslizándose sobre las brumas como espectros alados. Los dragones pequeños, Tessarion y el gris de Aegon, los siguieron, aunque con dificultad. Sus vuelos eran torpes, nerviosos, y más de una vez tuvieron que detenerse sobre el arnes atado a la silla de Caraxes para descansar.
La nueva isla no era distinta a la anterior: ruinas, ceniza, columnas partidas y fragmentos de hogares que ya no albergaban nada.
Pero había algo distinto en el aire. No era olor… era sensación.
Los dragones pequeños lo notaron primero.
Tessarion se detuvo repentinamente y descendió con un chillido agudo, olfateando entre los escombros de lo que alguna vez fue una casa de varias plantas, ahora reducida a muros abiertos y techos caídos. El gris le siguió de inmediato, sus alas vibrando de entusiasmo.
Rhaenyra frunció el ceño. "¿Qué hacen?"
Daemon ya descendía detrás de ellos, con Aegon bien sujeto a su pecho. Rhaenyra los siguió, aterrizando en una terraza rota que crujió bajo su peso.
Los dragones pequeños bufaban y rascaban el suelo con ansiedad.
Y entonces lo vieron.
Dentro de la estructura caída, en lo que parecía haber sido una sala hundida, yacía un estanque aún lleno de agua clara. Era como un fragmento detenido en el tiempo: las paredes estaban ennegrecidas, sí, pero la piedra tallada seguía contenida. Y en su interior, nadaban peces. Vivos. Reales.
Naranja y negros, con cuerpos alargados y movimientos lentos, ajenos al desastre que había sepultado el mundo.
Los dragones no esperaron permiso.
Tessarion escupió una pequeña llama al agua, evaporando parte de la superficie con un siseo. Dos peces flotaron chamuscados, y el gris se abalanzó sobre ellos de inmediato, arrancándolos con avidez. Luego bajaron los dos, y comenzaron a cazar, lanzando pequeñas bocanadas de fuego con una precisión feroz.
"Están... comiendo", murmuró Rhaenyra, entre sorprendida y dudosa.
"No lo han hecho bien en días", dijo Daemon, observando el festín improvisado desde arriba. "Quizá es lo mejor."
"¿Y si no lo es?" replicó ella, con los ojos aún puestos en el estanque. "No sabemos qué hay en esa agua. Ni qué son esas criaturas. Esto… no debería existir aquí."
Daemon miró a los peces. A su forma. A los colores brillantes. Nada en Valyria había sido tan… vivo.
"Quizá están aquí por una razón", dijo. "O quizás resistieron lo que todo lo demás no pudo. Como nosotros."
Rhaenyra no respondió. Solo observó cómo Tessarion, aún pequeño, levantaba uno de los peces en las fauces y lo engullía con un crujido. El estanque hervía levemente en las orillas.
Aegon soltó una risa emocionada al verlos comer, dando pequeños golpecitos sobre el pecho de su padre.
Y por primera vez desde que entraron en Valyria, encontraron vida.
…
Daemon se agachó junto al borde del estanque, con Aegon aún sujeto a su pecho, el niño observando los peces con absoluta fascinación. El agua había dejado de hervir tras las llamaradas de los dragones pequeños, pero el calor era constante, como si el estanque tuviera su propio latido.
Con un gesto tranquilo, Daemon metió una vara de metal, una de las piezas de su silla de montar, y la hundió con lentitud.
La vara descendió.
Y siguió descendiendo.
“No es superficial,” murmuró, más para sí que para Rhaenyra. “Parece un espejo… pero hay profundidad.”
Rhaenyra se acercó, con el ceño fruncido. Desde donde estaba podía ver cómo la vara desaparecía por completo en el agua cristalina. En lo más profundo alcanzaba a ver movimiento, seguramente otros peces que se escondieron de los dragones.
“¿Cuánto crees que tenga?”
Daemon retiró la vara y la apoyó sobre una roca. Luego, con precaución, se quitó la capa y se sentó al borde del estanque. Inclinándose, metió el brazo entero, sintiendo el agua tibia treparle hasta el hombro. Cerró los ojos por un segundo, concentrado, mientras Aegon reía y pataleaba.
“Las paredes están cubiertas de algo… algas, musgo. Hay plantas abajo, y no parecen muertas. No ceniza, no piedra. Verdes. Vivas.”
“¿Plantas?” preguntó Rhaenyra con incredulidad. “Aquí.”
Daemon asintió lentamente.
“Si esto ha estado sellado… si este lugar fue una especie de refugio natural cuando todo lo demás ardió, podría haber conservado un pequeño ecosistema. Peces. Plantas. Humedad constante. Si los primeros peces sobrevivieron… habrán tenido crías. Y esas crías, más crías. Dos siglos de aislamiento.”
Rhaenyra se agachó junto a él, y por primera vez observó el estanque no como anomalía… sino como milagro.
“La Maldición arrasó con todo. Pero esto quedó intacto.”
“Lo que significa,” dijo Daemon, sin apartar la vista del fondo turbio, “que no toda Valyria fue destruida. No por completo. Hay grietas en la ruina. Refugios. Memoria viva.”
Aegon extendió una mano como si quisiera tocar el agua. Daemon se la sostuvo, suave, y lo alejó con un gesto tranquilo.
“¿Deberíamos beber de aquí?” preguntó Rhaenyra tras un silencio.
“No aún,” respondió Daemon. “Pero sí deberíamos volver, si el templo no está lejos. Esto… podría sostenernos.”
Rhaenyra asintió.
Y mientras los dragones pequeños seguían cazando peces con fuego y juego, ella pensó que quizá, solo quizá, Valyria no solo les mostraría muerte.
También, a su modo, les estaba enseñando cómo resistirla.
…
Habían avanzado poco más de una hora cuando la forma de una estructura mayor comenzó a perfilarse entre las ruinas. A diferencia de las torres partidas y plazas abiertas que habían cruzado hasta ahora, esto tenía proporciones distintas. Más cerrado. Más personal.
Una mansión.
Lo que quedaba de ella, al menos.
El muro principal estaba colapsado hacia adentro, y fragmentos de columnas de mármol se mezclaban con piedra volcánica en los pasillos torcidos, lava cubriendo grandes partes de las paredes y el piso. Techos desplomados cubrían partes del jardín central, donde aún podía distinguirse el contorno de antiguas fuentes, bancos y estatuas decapitadas por la furia del fuego.
Daemon alzó la mano, deteniéndolos. Tessarion, inquieta, bufaba bajo su aliento, y fue ella quien se coló primero entre las ruinas, guiada por su curiosidad.
"Voy a ver", dijo Daemon, y sin esperar respuesta, descendió con agilidad, siguiendo a la joven dragona.
Rhaenyra no se movió. Aegon ya dormía otra vez sobre su pecho, su calor reconfortante contrastando con la piedra fría a su alrededor. Syrax se agazapó tras ella como una madre cuidadora, sus alas plegadas, su cuerpo tenso pero inmóvil.
Pasaron largos minutos.
Cuando Daemon regresó, tenía los ojos encendidos de emoción contenida.
"Ven", le dijo en voz baja. "Debes ver esto. Está… intacto. Bueno, casi."
Ella asintió y ajustó el fular de Aegon con una mano. Syrax no se movió al verlos partir; entendía que esto no era una exploración cualquiera y se quedó como vigía en el piso mientras Caraxes los cuidaba desde el cielo.
La entrada estaba oculta bajo los restos de una escalera caída. Tessarion emitía una vibración baja, expectante, junto a una abertura en la piedra. Daemon movió una piedra negra y reveló el inicio de un pasaje en descenso.
Bajaron con cuidado. La oscuridad no era absoluta, una bruma cálida entraba por alguna fisura superior, y al final del corredor, se abría una cámara.
Rhaenyra contuvo el aliento.
Era una habitación casi intacta. El techo aún sostenía su forma abovedada. Los muebles estaban quemados, sí, muchos rotos o retorcidos, pero aún se distinguía el diseño original: bancos acolchados, una cama baja, restos de estantes. Había ceniza, y huellas de fuego, pero no destrucción total.
Y lo más impresionante: un estanque en el centro de la sala.
Mucho más grande que el anterior. Circular, profundo, con bordes de mármol aún tallados con motivos en espiral. Agua clara. No cristalina, pero viva. Rhaenyra no vio peces, pero sí pequeñas burbujas subiendo desde el fondo, como si la tierra aún respirara a través de él.
"Esto era una cámara de descanso", murmuró Daemon. "De meditación, quizás. O para algún noble valyrio... antes del fin."
Rhaenyra miró alrededor. El calor era más tenue allí, y el aire olía menos a muerte.
"Podemos quedarnos esta noche", dijo. "Aquí… no se siente hostil."
Daemon asintió. Aegon comenzó a moverse en sus brazos, despertando.
Tessarion se acomodó cerca del estanque, sus alas pegadas al cuerpo, como si también percibiera que ese lugar, al menos por una noche, podía ofrecer tregua.
El dragón de Aegon, decidido a proteger a su jinete, terminó enredado en sus pies, protegiendolos en su sueño.
…
Rhaenyra cayó en el sueño sin resistirse.
Allí estaba el estanque, pero no como lo habían encontrado. Sus bordes estaban pulidos, relucientes, y el agua centelleaba con una luz suave que parecía venir de arriba, filtrada por cristales coloreados. Las paredes del cuarto estaban cubiertas de tapices con hilos dorados, y en los extremos de la sala, antorchas de fuego azul iluminaban el mármol claro.
Y estaba la familia.
Cuatro personas: dos adultos vestidos con túnicas fluidas de tonalidades púrpura y plata, y dos jóvenes, un niño y una niña, que se inclinaban sobre el estanque riendo. Observaban los peces, que nadaban en círculos: decenas de ellos, de color naranja y negro, con destellos rojizos, como pequeñas llamas vivientes.
“Traídos desde Leng,” decía el padre, con voz orgullosa. “El estanque entero costó más que una torre.”
“Y bien vale cada moneda,” respondía la madre, sosteniendo una copa tallada. “¿Has visto cómo brillan en el agua cálida? El Gran Sacerdote mismo nos preguntó por ellos, esta fascinado.”
Las risas llenaban el aire. El calor era placentero. Incluso los dragones estaban cerca, en el patio, tendidos al sol como leones satisfechos. Pequeños, jóvenes, con escamas brillantes.
Entonces, tembló.
El sonido vino de abajo, como un latido gigantesco. Las copas tintinearon. El agua del estanque comenzó a vibrar. Uno de los peces flotó muerto, sin explicación.
El niño dejó de reír.
La niña gritó.
La piedra comenzó a crujir.
“¡A los dragones!” gritó el hombre. “¡Ahora!”
Rhaenyra quiso moverse, advertirles, pero no tenía cuerpo. Solo podía mirar cómo la familia corría, tropezando con muebles, perdiendo sandalias, arrastrando los faldones de sus túnicas.
Afuera, el cielo ya no era azul.
Era rojo.
Los dragones chillaban, desesperados, intentando alzar vuelo, pero detenidos por las pesadas cadenas que los mantenian en la tierra. Pero el aire se volvió denso, como si los cielos hubieran sido sellados por algo invisible. Las alas se agitaban, pero no se alzaban. El suelo temblaba tanto que los muros comenzaron a partirse.
Y entonces, fuego.
No desde el cielo, sino desde el corazón de la tierra. Una columna de magma y roca salió disparada detrás de la casa, alcanzando a los dragones y a sus jinetes al mismo tiempo. No hubo gritos largos. Solo un destello, una sombra... y después, ceniza.
El estanque ardió. Los peces flotaron como brasas muertas.
Y Rhaenyra se despertó de golpe, con un escalofrío recorriéndole la espalda.
Aegon dormía a su lado, aferrado a la manta. Tessarion resoplaba suavemente en la esquina. Daemon, despierto, la miraba en silencio desde el otro extremo de la cámara.
"¿Viste algo?" preguntó él, sabiendo.
Rhaenyra se llevó una mano al corazón. "Vivían aquí. Eran jinetes. Presumían de ese estanque… y cuando intentaron huir, no pudieron ni alzar el vuelo."
Daemon no dijo nada, pero sus ojos se endurecieron.
"Murieron todos. Ellos y sus dragones… como si los dioses los castigaran por su vanidad."
Rhaenyra bajó la vista hacia el estanque, que ahora lucía tranquilo, como si nunca hubiera albergado fuego.
"Y sin embargo… los peces sobrevivieron."
Dijo al notar un pececillo nadando al borde del estanque, lentamente.
…
Al amanecer, la decisión fue clara.
Habían recorrido cada rincón del fragmento de isla. Las ruinas se repetían: hogares colapsados, caminos hundidos, columnas solas como fantasmas petrificados. No había más señales, ni restos de templos, ni símbolos olvidados.
"Volaremos", dijo Daemon, ajustando los correajes de Caraxes. "Lo que buscamos está más allá."
Rhaenyra asintió, revisando los huevos en su alforja y asegurando a Aegon contra su pecho. Syrax extendió sus alas con un rugido bajo, despertando la ceniza a su alrededor. Tessarion y el dragón gris revolotearon nerviosos, pero listos.
El cielo se abría ante ellos.
Pero no llegaron lejos.
No habían volado más de un cuarto de hora cuando Syrax soltó un chillido violento y se giró abruptamente hacia el suelo. Rhaenyra sujetó con fuerza las riendas, obligando a la dragona a retomar el curso. Caraxes descendió al instante, rugiendo con furia, y fue entonces que lo vieron:
Emergiendo de una grieta en la tierra, deslizándose entre vapores y roca, se alzaba una criatura monstruosa.
Parecía un dragón.
Pero no tenía alas.
Su cuerpo era alargado, cubierto de escamas negras con vetas rojas, como lava seca. Su cabeza tenía forma de cuña, con cuernos curvados hacia atrás y fauces demasiado anchas, repletas de colmillos irregulares. Tenía dos patas delanteras y un torso que serpenteaba con velocidad antinatural. Sus ojos brillaban con un color azul opaco, sin pupilas.
Y no rugía.
Silbaba.
Como una serpiente.
"¡Alto!" gritó Daemon. "¡No lo provoques!"
Pero era tarde. La criatura se lanzó con una velocidad imposible, embistiendo una de las ruinas cercanas que estalló en polvo y roca. Tessarion chilló y se elevó de inmediato, el dragón gris tras ella, ambos demasiado pequeños aún para combatir.
Rhaenyra se mantuvo en el aire, sobre Syrax, sin moverse.
Daemon no dudó.
Caraxes descendió como una flecha carmesí, directo a la criatura. Daemon giró la lanza que llevaba sujeta al costado de la silla, y al pasar junto al monstruo, la arrojó con fuerza brutal.
El arma se clavó justo detrás del ojo opaco.
La criatura chilló, esta vez con un tono que perforó los oídos. Se sacudió, escupió un líquido oscuro, y se retorció con violencia. Intentó volver a la grieta… pero Caraxes cayó sobre ella con furia de dragón.
Fuego y dientes. Uñas y hueso.
La tierra tembló.
Cuando terminó, solo quedaba humo.
Daemon desmontó, agarrando otra lanza del costado de la alforja y desenvainando su espada, la sangre negra de la criatura cubriéndole el antebrazo.
Aegon lloró, asustado por el estruendo, y Rhaenyra lo meció con suavidad, intentando calmarlo.
Pero nadie calmó el suelo.
Porque aún temblaba.
Como si algo debajo… siguiera vivo.
El cuerpo aún humeaba cuando Daemon se acercó con paso inestable.
La criatura yacía retorcida sobre la roca partida, el torso como una montaña serpenteante entre ruinas antiguas. La sangre negra chispeaba con restos de calor, y la lanza de Daemon seguía clavada justo donde debía estar un cerebro… si aquella cosa tenía uno.
Rhaenyra aterrizó a unos pasos, descendiendo con Aegon lloriqueando en sus brazos. Syrax se mantuvo en posición defensiva, sus ojos fijos en la grieta de la que había emergido el monstruo. Tessarion y el gris sobrevolaban lentamente en círculos, inquietos.
Daemon colocó una rodilla sobre la piedra y pasó la mano enguantada por las escamas de la criatura. Eran duras, como obsidiana viva, pero con una leve humedad caliente, como si algo aún palpitara por dentro.
"Esto no es un dragón", dijo en voz baja. "Tiene huesos parecidos… pero la forma, los ojos, el movimiento. No es uno de los nuestros."
"Entonces ¿qué es?" murmuró Rhaenyra, acercándose con cuidado.
Daemon arrancó su lanza de un tirón. La sangre cayó espesa, pegajosa, como brea.
"Una aberración."
Se quedaron allí un momento más. Observando. Sintiendo.
Y entonces, lo oyeron.
Un crujido.
Leve al principio, como si una roca cediera a la presión. Luego otro. Y otro.
La tierra comenzó a vibrar bajo sus pies de nuevo. Syrax lanzó un rugido de advertencia y retrocedió. Tessarion chilló desde el aire, girando bruscamente hacia el oeste.
Rhaenyra alzó la vista.
De entre una fisura cercana, emergió una segunda criatura. Más pequeña, pero más rápida. De cuatro patas, con una cola como látigo y placas óseas por todo el lomo. Parecía hecha de piedra volcánica y carne.
Y detrás de ella, otra.
Esta tenía alas, pero membranosas, rotas, inútiles. Sus patas eran largas, deforme, y la boca se abría en cuatro segmentos, con dientes circulares girando como una flor macabra.
"Daemon…" dijo Rhaenyra, retrocediendo con Aegon bien aferrado.
Una tercera criatura surgió al este. Esta tenía un cuello largo como el de una serpiente, pero tres cabezas. Cada una moviéndose con independencia. Cada una mirando en direcciones distintas.
Daemon no respondió.
Solo alzó su lanza.
"¡Al aire!" gritó. "¡Ahora!"
Syrax se adelantó de inmediato, y Rhaenyra trepó sobre su lomo con Aegon. Tessarion y el gris bajaron en picada para rodearlos. Caraxes rugió poniendose en posición de ataque.
Pero antes de despegar, Daemon lanzó una última mirada al cadáver de la criatura que había matado.
Y supo la verdad.
No la habían vencido.
La habían despertado.
O peor aún… habían sido vistos.
El cielo de Valyria se llenó de gritos.
No humanos, no de dragón. Algo más profundo. Más primitivo. Como si la tierra hubiera decidido vomitar sus monstruos para recordarles que allí, entre ceniza y ruina, los vivos eran intrusos.
Rhaenyra sujetó con fuerza a Aegon, envuelto contra su pecho, y gritó el comando.
"¡Syrax! ¡ Sōvēs !"
La dragona alzó vuelo de inmediato, batiendo sus alas con furia. El calor del aire no era problema; la amenaza venía desde abajo. Caraxes ascendía junto a ellas, con Daemon ya girando en el aire para proteger su retaguardia.
Tessarion fue la última en alzarse.
Aún joven, aún pequeña. Pero valiente.
Se elevó tras Syrax, su sombra azul cruzando sobre las ruinas, cuando lo escucharon:
Un chillido que no venía del suelo… sino del aire.
Una de las criaturas se había impulsado desde una torre colapsada. Era más delgada, más ágil, con un cuerpo alargado como serpiente alada. Y saltó.
Una garra rota rasgó el ala izquierda de Tessarion.
El chillido de la dragona fue desgarrador. Se sacudió, perdió el ritmo del vuelo y comenzó a caer en espiral, escupiendo fuego con desesperación.
"¡No!" gritó Rhaenyra.
Daemon ya giraba. Caraxes se lanzó en picada, como un rayo rojo. Syrax giró también, pero no era tan rápida y con la carga preciosa que traía, se negó a arriesgarse a bajar.
Tessarion golpeó una estructura al caer. Polvo. Piedra. Y entonces, silencio.
"¡La tengo!" rugió Daemon, y Caraxes descendió con precisión. La criatura que había atacado a Tessarion aún se arrastraba entre los escombros, pero no llegó lejos. Caraxes la despedazó en un solo movimiento.
Daemon desmontó sin pensarlo. La dragona yacía en el suelo, temblando, su ala rota abierta como una flor herida. Sangre azul oscuro manchaba la piedra.
"Tú no vas a morir aquí", murmuró él, con voz dura, mientras acariciaba su cuello.
Syrax aterrizó a unos metros, Rhaenyra abrazando a Aegon envuelto entre mantas. El bebé lloraba por el estruendo, por el calor, por el miedo de su madre.
"¡Daemon!" gritó Rhaenyra. "¡Debemos irnos!"
"No la dejaré", respondió él. "Tú vuela. Yo iré detrás."
"No. Subámosla."
"¿Cómo?"
Rhaenyra ya estaba revisando el equipo. "Con las correas de repuesto. Podemos asegurarla entre Syrax y Caraxes. No muy alto, no muy rápido… pero si la dejamos, morirá. Si intentamos volver por ella, no lo lograremos."
Daemon la miró.
La sangre de Tessarion hervía sobre la piedra. Pero seguía viva.
"Entonces hazlo rápido", dijo. "Antes de que salgan más."
…
Entre rugidos, tensión y fuego, amarraron a la joven dragona entre ambos jinetes. Syrax voló con menos gracia. Caraxes rugía con cada impulso. Tessarion, aún débil, se aferró con garras temblorosas, demasiado débil.
Y juntos alzaron vuelo una vez más.
Valyria rugía debajo de ellos. Pero no los detuvo.
Porque el cielo, aunque lleno de humo, aún les pertenecía.
Volaron hasta que el sol cambió de lugar en el cielo y el viento dejó de ser un rugido para volverse un suspiro seco.
Nadie habló.
Tessarion colgaba entre Syrax y Caraxes, sostenida por las correas que Rhaenyra había atado con manos temblorosas. Cada sacudida era un riesgo, cada giro, un esfuerzo. Aegon había dejado de llorar, calmado por las palabras suaves de su madre.
Encontraron un refugio al borde de una cordillera rota: una grieta natural bajo una formación de piedra ennegrecida, lo bastante profunda para ocultarles la vista desde el aire. Rhaenyra descendió primero, con Syrax aterrizando suavemente. Caraxes llegó detrás, exhalando con fuerza, y entre ambos bajaron a Tessarion con el mayor cuidado posible.
La joven dragona se desplomó al tocar suelo. No rugió. No se quejó. Solo respiraba con esfuerzo, su pecho subiendo y bajando con dificultad, el ala herida extendida sobre la roca como una bandera caída.
Rhaenyra dejó a Aegon sobre una manta en el rincón más templado de la grieta y corrió hacia Daemon, que ya estaba junto a la criatura, examinando la herida.
"La garra entró justo en la membrana", murmuró él. "No desgarró músculo… pero si se infecta, no podrá volar nunca más."
"¿Y si no se infecta?"
Daemon la miró, los ojos enrojecidos por el calor y la furia.
"Entonces tiene una oportunidad."
Rhaenyra asintió y comenzó a buscar entre las alforjas. Sacó uno de los frascos de aceite que llevaban para las sillas de montar, unas tiras de lino grueso, un pequeño cuchillo. No era suficiente. No era nada.
Pero lo intentaron igual.
Daemon limpió la herida con agua de sus reservas. Rhaenyra presionó con las telas, empapadas de aceite, para sellar la zona. Tessarion se retorció una vez, pero no rugió. Era como si entendiera.
"Lo está soportando", murmuró Rhaenyra, sus dedos aún manchados de sangre azul. "Es fuerte."
Daemon le sostuvo la mirada. "Como su jinete."
Ella no respondió. Solo siguió trabajando, con la precisión de una madre, de una reina, de una mujer que no aceptaba perder.
Cuando terminaron, cubrieron el ala lo mejor que pudieron. Daemon le colocó una manta cerca para que sostuviera el ala y Syrax se echó cerca, como un escudo viviente.
El sol comenzó a caer. El viento se llenó del murmullo de la ceniza.
…
La noche había llegado sin estrellas.
Aegon dormía, enroscado entre mantas, con la pequeña figura de su dragón descansando cerca, su respiración más estable pero aún pesada. Syrax se mantenía en la entrada de la grieta, alerta, como si pudiera ver entre la bruma y los rugidos dormidos del suelo, medio enroscada con Caraxes.
Daemon avivaba una pequeña llama contenida, alimentada por fragmentos secos que había encontrado entre los restos.
Rhaenyra permanecía sentada junto a la pared, abrazando sus piernas, en silencio.
Él la observó un momento. Y luego se acercó.
"¿Tienes frío?"
Ella negó con la cabeza, sin apartar la mirada de las brasas.
"No es el clima. Es… mi cuerpo."
Daemon se sentó junto a ella sin decir nada. El calor de su presencia era siempre constante, incluso en la oscuridad.
"Se mueve", murmuró ella. "No para desde que la criatura atacó… no ha dejado de moverse."
Llevó una mano a su vientre, cubierto por la tela manchada de su ropa de viaje.
"Como si sintiera todo. Como si estuviera inquieto. Asustado, tal vez."
Daemon la miró con atención, y colocó su mano sobre la de ella, firme, cálido.
"¿Es fuerte?"
"Mucho." Rhaenyra respiró hondo, cerrando los ojos un instante. "Aegon no era así. Dormía dentro de mí… era sereno. Este bebé… no quiere detenerse."
Guardaron silencio. Solo se escuchaba el crepitar del fuego, el murmullo del viento colándose entre las rocas.
"No estás sola, Rhaenyra," dijo Daemon, suave. "Ni aquí, ni con esto. Yo estoy contigo. Y él también."
Ella lo miró. No había lágrimas, pero sí un cansancio hondo, profundo, que se mezclaba con algo más: ternura.
"¿Y si fue un error traer a Aegon? ¿Volar embarazada? ¿Venir en este estado… a Valyria?"
Daemon no dudó.
"Si fue un error, es nuestro. Pero no creo que lo haya sido. Tu sangre te trajo aquí. Tu fuego. Y este niño que sientes moverse… él lo sabe también, hasta ahora tus sueños nos han guiado bien, hemos escuchado a los Dioses y estos nos han mantenido a salvo, tenemos que tener fe."
Rhaenyra bajó la mirada a su vientre.
"Se mueve como si buscara algo. Como si esta tierra lo inquietara… o lo llamara."
Daemon inclinó la frente y la apoyó sobre la suya.
"Quizá es ambas cosas."
Ella se recostó entonces, agotada, con la cabeza sobre su hombro, y la mano de Daemon sobre su vientre, firme, constante, como una promesa silenciosa.
…
El amanecer no trajo alivio. Solo más calor.
Una bruma ligera serpenteaba entre las grietas de la roca, cargada de azufre y ceniza. La herida de Tessarion seguía cerrada con vendas improvisadas, y aunque la joven dragona no se quejaba, su cuerpo temblaba levemente al respirar, no podía volar y apenas caminaba.
Rhaenyra se inclinó para revisar la protección. Aegon seguía dormido, envuelto como un capullo entre las telas más limpias que le quedaban. Syrax no se movía del borde del refugio, como si pudiera ahuyentar con la mirada a todo lo que se atreviera a acercarse.
Daemon recogía lo poco que les quedaba.
"No duraremos mucho si Tessarion no puede volar", murmuró. "No quiero tocar aún nuestras últimas provisiones. No sé si podemos encontrar algo en esta isla."
"¿Y si no hay nada más que muerte?" preguntó Rhaenyra sin mirarlo.
Daemon alzó el rostro. El humo dibujaba figuras en el aire, y los sonidos bajo la tierra aún vibraban, como un tambor dormido.
"Esta isla aún guarda secretos. No los voy a ignorar."
Se colocó la espada a la espalda y acarició el cuello de Caraxes antes de subir sin silla, sin peso, solo con intención.
"Volveré antes del mediodía."
Rhaenyra asintió con el ceño fruncido, y Syrax lanzó un bufido suave, como si también dudara.
Daemon despegó.
…
No pasó ni una hora.
El rugido de Caraxes se oyó antes de que apareciera entre la bruma, descendiendo con urgencia. Rhaenyra se puso de pie de inmediato, con Aegon ya despierto entre sus brazos.
Daemon desmontó incluso antes de que Caraxes tocara completamente tierra.
"Encontré algo", dijo, sin esperar preguntas. "No es comida. No es agua… es..."
"¿Qué?"
Daemon tardó un momento en responder. Aún parecía agitado, y no por el vuelo.
"Un bosque", dijo finalmente. "O lo que queda de uno. Árboles retorcidos. Altos, negros. Algunos con formas casi humanas… otros como lanzas. Pero no están muertos."
Rhaenyra frunció el ceño.
"¿Un bosque en Valyria?"
Daemon asintió, sin apartar la vista del horizonte.
"Y arde."
Ella parpadeó.
"¿Arde?"
Daemon se volvió hacia ella.
"Está en llamas. Cada rama, cada raíz, cada hoja. Pero no se consume. No es fuego natural. Es como si algo… los mantuviera así. Como si el fuego mismo fuera parte de su existencia."
Rhaenyra sintió un escalofrío. No por el calor. Sino por lo imposible.
"¿Cómo es que sigue ardiendo?"
"Porque nunca dejó de hacerlo."
Daemon respiró hondo, y su voz bajó.
"Rhaenyra… ese bosque ha estado en llamas desde la Maldición."
Silencio.
Ni siquiera Aegon murmuró, solo miro a sus padres con sus ojos morados llenos de curiosidad.
"Vi cosas entre los árboles", añadió. "Sombras. No criaturas. Formas. No me acerqué demasiado. Pero lo juro… no estamos solos en esta isla."
Rhaenyra bajó la vista a su vientre.
El bebé se movía otra vez.
Como si supiera.
Rhaenyra habló, su voz baja, quebrada por la certeza.
"Lo soñé."
Él giró hacia ella, y Rhaenyra noto que tenia las pestañas llenas de cenizas.
"El bosque en llamas. Lo vi mientras dormíamos aquí, anoche. Pero pensé que era otra visión, una advertencia… no imaginé que fuera real. Mucho menos que aún ardiera."
Daemon la observó en silencio. No dudaba de ella. Nunca lo hacía.
"Entonces estamos cerca", dijo. "Lo que sea que vinimos a buscar… está ahí."
Rhaenyra miró a Tessarion, que se removía débilmente en el suelo, y luego a Syrax, ya despierta, los ojos clavados en el horizonte como si también presintiera lo que se aproximaba.
"Debemos ir", dijo. "Ahora."
…
Llegar no fue fácil.
El camino entre rocas calcinadas se estrechaba conforme descendían por un antiguo canal seco, flanqueado por raíces carbonizadas que parecían dedos saliendo del suelo. Pero el calor no aumentaba.
Y entonces lo vieron.
El bosque.
Como un cementerio encendido.
El fuego que veían no quemaba como el de los volcanes ni el de los dragones. Era más… silencioso. Constante. Ritual.
Árboles de corteza negra, cuyas ramas chispeaban en tonos naranjas y azulados. El suelo crujía con hojas incandescentes que jamás se convertían en ceniza. El aire olía a sal, a humo dulce… y a algo más antiguo que el mar.
Aegon comenzó mirar todo con inquietud, su dragón miraba a su jinete con ojos atentos. Syrax se mantuvo al margen. Caraxes bufaba, nervioso. Pero Tessarion… se acercó.
Cojeaba. El ala herida aún envuelta, su cuerpo cubierto de hollín. Y sin embargo, dio un paso más. Y otro.
Y cuando una chispa del fuego eterno tocó la punta de su ala, esta brilló.
No se quemó.
Brilló.
Como si el fuego se hundiera bajo la escama, danzara entre las membranas, y con lentitud, reparara lo roto.
Rhaenyra jadeó.
"Daemon… ¿lo estás viendo?"
Él ya estaba avanzando, cauteloso, la mano sobre la empuñadura de su espada. Pero no por miedo al fuego.
Por las sombras.
Porque se movían.
No eran formas humanas. No eran monstruos. Eran… animales.
O lo parecían.
Cuerpos de ciervo, de felino, de ave. Siluetas que se deslizaban entre los troncos como si vivieran ahí desde antes de la Maldición. Como si fueran parte del fuego.
"¿Están… vivas?" murmuró Rhaenyra, sin dejar de observarlas.
"¿O recuerdos de lo que vivió aquí?" respondió Daemon, en voz baja.
Tessarion se tendió junto al tronco más cercano. Su ala seguía brillando, apenas, pero no de dolor.
De sanación.
Y en el aire… un murmullo.
No palabras.
Solo fuego, respirando.
Avanzaban con paso lento.
No había caminos en aquel bosque. Solo ramas incandescentes, troncos retorcidos y raíces que crujían bajo sus pies como huesos viejos. La bruma ardía en tonos dorados y rojos, flotando entre los árboles como si el aire respirara fuego.
Aegon comenzó a mirar todo con cierta emoción, pero por suerte no pidió bajarse, simplemente observaba con ojos maravillados las sombras de los animales.
Caraxes y Syrax no volaban. Demasiado espeso. Demasiado bajo.
Caminaban.
Pero no con gracia.
Cada paso era un derrumbe. Sus cuerpos inmensos chocaban con ramas encendidas que se quebraban, caían o saltaban por los aires en una lluvia de chispas. Caraxes derribó un árbol entero con la cola al girar. Syrax bufó molesta al enredarse entre dos raíces, partiendo una con la garra. El bosque no era para ellos.
Y sin embargo… no se detenían.
Tessarion, más pequeña y ligera, se movía mejor. Su ala herida seguía brillando apenas, como si el calor del fuego alimentara su recuperación.
El dragón de Aegon revoloteaba entre una rama y otra con lo que parecia nerviosismo.
Y entonces, lo vieron.
Primero, fue solo un destello.
Una línea naranja cruzando entre los árboles.
Luego, otra vez.
Un aleteo. Un remolino de brasa flotando con dirección contraria al viento.
Daemon alzó la mano. Rhaenyra se detuvo.
Delante, a unos veinte pasos, sobre una rama encorvada por el calor, descansaba un ave.
No era una ilusión.
Tenía forma de ave, sí. Alas extendidas, plumas largas que goteaban fuego como si fueran hilos de sol líquido. Sus ojos eran negros, pero brillaban por dentro, y su pico curvado parecía esculpido en ámbar rojo.
No cantaba.
No se movía.
Solo los miraba.
"¿Es real?" murmuró Rhaenyra, con la voz rota por la maravilla.
Daemon no respondió.
El ave agitó las alas una sola vez. No voló.
Retrocedió, flotando entre las llamas, y desapareció entre los árboles.
Pero no del todo.
"Ahí está otra vez" dijo Rhaenyra, señalando una silueta más adelante. El ave los miraba desde otro árbol.
"Nos está guiando" concluyó Daemon.
"O vigilando" añadió ella, en voz baja.
Caminaron más.
El ave nunca se alejaba demasiado, pero tampoco se acercaba. Cada vez que la alcanzaban, avanzaba unos pasos más, siempre hacia el corazón del bosque.
Syrax resopló con impaciencia, golpeando otro tronco. Caraxes derribó dos más con un solo movimiento de ala. Las llamas trepaban por las ramas caídas… pero no las consumían. Seguían ardiendo igual que todo lo demás.
"Daemon…" dijo Rhaenyra, mientras miraba los árboles doblarse bajo el peso de sus bestias. "Estamos cerca. Lo sé. No es solo el fuego. Es todo esto. El ave. El aire. El suelo. Es como si este lugar… me llamara. Es el mismo sentimiento que la última vez."
Daemon miró hacia el frente, donde la luz se hacía más intensa, y el bosque comenzaba a abrirse en una especie de claro.
El bosque se abrió ante ellos.
No de forma amable. No con flores ni pasto ni sombra. El claro era un remolino de calor, rodeado por árboles torcidos que ardían sin consumirse, como columnas vivas de fuego. El suelo crujía bajo sus pies, cubierto por ceniza antigua mezclada con brasas recientes.
En el centro, apenas visible entre las raíces que se retorcían como serpientes dormidas, había piedra.
No cualquier piedra.
Era negra, vetada de rojo. No natural, no volcánica. Cortada con intención.
Una estructura.
Una esquina.
Una pared fragmentada cubierta por siglos de ramas calcinadas, raíces abrazándola como si intentaran ocultarla del mundo. Parte de un muro se elevaba solo unos palmos sobre la tierra, apenas distinguible del entorno, pero allí estaba.
La piedra tenía líneas rectas. Un borde tallado. Y, en su centro, un símbolo apenas visible bajo el hollín y el fuego: un ojo estilizado, con una llama por pupila.
Rhaenyra sintió que su corazón se detenía.
"Es igual al tapiz del templo de Shrykos" murmuró. "Pero distinto. Más antiguo."
Daemon observaba en silencio, Caraxes respirando hondo detrás de él. Syrax, inquieta, se negaba a acercarse más.
Tessarion avanzó un poco, su ala brillando tenue con cada paso.
Rhaenyra caminó hacia la estructura con Aegon contra su pecho, el bebe dormitaba, como si el crepitar de las llamas fuese una canción de cuna. Pasó la mano sobre la piedra, limpiando parte de la superficie. El símbolo se reveló con claridad: un ojo, sí, pero más afilado, con detalles en espiral que no había visto antes.
"No es solo un templo" dijo, en voz baja. "Es un sello. Como el otro."
Daemon se acercó, aún alerta.
"¿Un portal?"
"Tal vez" respondió ella. "O algo parecido. En el templo de Shrykos, el fuego abrió algo… una entrada, un espacio… como si el mundo se abriera por dentro. Esto podría ser igual."
Comenzaron a inspeccionar juntos la zona. Las raíces ardían, pero no los quemaban. Parecía que el fuego los reconocía, los dejaba pasar. Rhaenyra apartó ramas, removió tierra con las manos, hasta encontrar lo que parecía ser una segunda línea de piedra, circular, parcialmente enterrada.
Un altar. O una puerta.
"Esto fue sellado" dijo Daemon, con la mirada fija. "No destruido. Cerrado."
Y en ese instante, una brisa distinta cruzó el claro.
No era viento.
Era un susurro. Caliente, profundo. Como una voz que venía desde el fondo de la tierra… y que acababa de notar que alguien llamaba desde fuera.
El símbolo ardía bajo la ceniza, ahora visible, tallado en la piedra como si hubiese sido hecho ayer. El ojo con la llama en su centro parecía mirar a través de ella, como si la llamara a acercarse.
Rhaenyra avanzó despacio, con Aegon aún envuelto contra su pecho. Tessarion la seguía, silenciosa, sus alas medio recogidas.
Colocó los dedos sobre la piedra. El calor no la quemó. Al contrario. Era casi tibio. Palpitante.
"¿Lo sientes?" murmuró Rhaenyra.
Daemon asintió a su espalda. No respondió.
Ella cerró los ojos, intentando conectar con lo que recordaba del templo de Shrykos: aquella sensación de estar siendo observada, de que algo más profundo se movía al fondo del fuego. No era una voz. No eran palabras.
Era… voluntad.
Sintió un latido.
Y luego… un dolor leve. Un corte.
Se apartó con un suspiro, mirando su dedo: una línea delgada cruzaba la yema. Sangraba, no mucho, pero suficiente para que una gota cayera sobre el símbolo en la piedra.
La estructura brilló.
Apenas un segundo. Como si hubiese respirado.
Daemon se acercó de inmediato, observando la superficie. Su expresión se endureció.
"No fue un accidente" dijo. "Esto lo pidió."
Sin dudarlo, desenvainó su daga y la pasó por la palma de su mano. La sangre cayó en la base del símbolo, uniéndose a la de Rhaenyra.
El fuego que envolvía los árboles pareció agitarse. Un rumor recorrió el claro, como si algo se hubiese despertado… o liberado.
El suelo tembló.
Las raíces comenzaron a retroceder, como si alguien las desatara una por una. Las brasas se apagaron, no en humo, sino en luz. La piedra crujió, desgarrándose desde el centro.
Una línea se abrió lentamente en la estructura circular. No un portal. No una puerta.
Una grieta.
Lo suficiente para permitir el paso de dos personas… y, con cuidado, de dragones jóvenes.
Tessarion dio un paso al frente, pero Daemon la detuvo con una sola orden.
"No aún."
Rhaenyra sintió el corazón latir como si algo ancestral le respondiera desde la otra orilla. El corte en su dedo aún sangraba, pero no dolía. Como si el lugar aceptara la ofrenda.
"Nos ha reconocido" dijo, en voz baja.
Daemon asintió, la mano aún abierta, el rostro serio.
"Y nos está esperando."
Pero ninguno de los dos se movió.
El umbral respiraba.
No era un movimiento físico, pero se sentía. Como si la grieta recién abierta exhalara una esencia antigua, un calor más denso, más íntimo, distinto del fuego eterno del bosque. Un calor que no quemaba la piel… sino el alma.
Aegon se removía entre los brazos de Rhaenyra.
Estaba despierto de nuevo.
Sus ojos, amplios y brillantes, seguían las lenguas de fuego que danzaban sobre los árboles. No lloraba. No tenía miedo. Observaba con atención.
Rhaenyra bajó la vista a su hijo y murmuró, apenas audible:
"Él no entiende lo que ve… ¿o sí?"
Daemon se acercó y extendió los brazos.
"Déjamelo a mí."
Rhaenyra dudó un segundo, pero le entregó al niño. Aegon se aferró con sus pequeñas manos al cuello de su padre y soltó un sonido suave, curioso. Su mirada no se apartaba de las brasas que chispeaban sobre sus cabezas.
Daemon lo sostuvo con firmeza, pero con una ternura visible en la forma en que ajustó el abrigo maltratado sobre su espalda.
La ropa de ambos estaba prácticamente hecha jirones. El cuero de los guantes se había endurecido por el calor, los bordes de las capas estaban quemados, y las botas llevaban días cubiertas de hollín y ceniza. Rhaenyra se apartó una hebra de cabello, apenas retenido en su trenza por un liston chamuscado, del rostro mientras se volvía hacia Syrax.
La dragona se mantenía justo al borde del claro, con el cuerpo tenso y la cola golpeando la tierra con inquietud. No entraría.
Caraxes tampoco.
No cabrían, y el lugar no los quería.
Rhaenyra se acercó a Syrax, acariciando su costado con una suavidad que contrastaba con la gravedad del momento. En la alforja en su silla, sobre el cuerpo de la dragona, protegidos por mantas y algodón, los dos huevos aún descansaban. Uno de tono platinado con reflejos morados. El otro, como espuma perlada.
La princesa los tomó con cuidado, envolviéndolos en tela gruesa, los metio en una bolsa de cuero hervido.
Daemon se acercó de nuevo, con Aegon bien sujeto. Sin decir palabra, sacó una correa de repuesto, y con manos seguras, ató los huevos en su propia espalda, cruzando el peso entre los omóplatos, asegurando la bolsa firmemente.
"Yo los llevo" dijo, sin esperar réplica. "Y al niño también."
Rhaenyra lo miró con mezcla de preocupación y gratitud, pero asintió.
Tessarion y el pequeño dragón gris esperaban cerca del umbral, inquietos pero dispuestos. Aún cabrían por la grieta, si descendían con cuidado.
Rhaenyra pasó primero, bajando con una antorcha encendida que tomó de los restos del fuego del bosque. La piedra estaba caliente al tacto, viva. El aire que salía del interior tenía un ritmo… como un aliento.
Daemon la siguió, con Aegon en brazos y los huevos amarrados con firmeza a su espalda.
Los dragones jóvenes bajaron tras ellos, sus garras resonando suavemente contra la piedra.
Y así descendieron.
Un Targaryen con un niño en brazos.
Una reina con fuego en la sangre y memoria en las manos.
Dos dragones pequeños.
Y los últimos huevos puestos por Syrax.
La grieta los tragó.
El umbral se cerró lentamente a sus espaldas, como si jamás hubiese estado allí.
El aire cambió al cruzar el umbral.
No era más denso, ni más caliente. Era… vivo.
Bajo el bosque que ardía sin consumirse, el mundo era un susurro contenido. Las paredes no eran de piedra, ni de roca volcánica. Eran de raíces. Troncos retorcidos que descendían desde arriba como columnas suspendidas. Algunas brillaban tenuemente, otras exhalaban un calor suave, similar al de una lámpara de aceite. La sensación era la de estar dentro de un cuerpo… dentro de una criatura que respiraba lento, profundo, ancestral.
Rhaenyra avanzaba despacio con la antorcha. El fuego no era necesario, pues había un ligero resplandor rojizo en el techo, pero ayudaba a distinguir los colores: el rojo de la savia, el negro profundo del musgo seco, las vetas doradas que serpenteaban por las raíces como venas abiertas.
El suelo era de tierra suave, mezclada con restos de ceniza. No había ecos, ni ruidos, ni viento. Solo pasos, y el leve sonido húmedo de raíces latiendo en las paredes.
"Es un laberinto" murmuró Daemon, deteniéndose junto a ella. "No hay marcas, ni dirección clara. Todo se parece."
"Como si no quisiera que salgamos" dijo Rhaenyra, su voz apenas un hilo.
Tessarion y el pequeño dragón gris se movían tras ellos, lentos, sin querer alejarse. El espacio era justo, los pasillos angostos para criaturas que alguna vez volaron libres. Aegon, en brazos de Daemon, empezó a inquietarse.
Se removía. Giraba la cabeza. Alargaba los brazos hacia su madre.
"Muñaaa" murmuró, apenas un sonido dormido, como una queja suave.
Daemon lo sostuvo mejor, acomodándolo sobre su pecho, sus manos grandes cubriéndole la espalda.
"Shhh, pequeño. Estamos bien. Mira eso…" dijo, señalando una raíz que brillaba con motas púrpuras. "Es fuego atrapado en madera, ¿lo ves? Como escamas de dragón."
Aegon no lo escuchaba. Buscaba a Rhaenyra con los brazos estirados, los ojos brillantes y húmedos. Ella se volvió, lo miró, y su rostro se suavizó.
"Quiere venir conmigo" murmuró, con la voz desgastada por el cansancio.
Daemon dio un paso hacia ella, pero ella alzó una mano.
"No. Está bien. Déjalo contigo. Mis piernas tiemblan. Mi espalda duele. No quiero… no puedo cargarlo ahora."
Daemon no dijo nada. Solo asintió y volvió a acunar al niño con más firmeza, su mentón rozando el cabello blanco del bebé, que se hundía contra su cuello, frustrado pero tranquilo. Aegon emitió un leve balbuceo, como si se quejara… y luego cerró los ojos.
"Te sigue amando igual" dijo Daemon, bajando la voz mientras el niño se acomodaba de nuevo en su pecho. "Solo está cansado. Como tú."
Rhaenyra asintió, aunque no respondió. Se llevó una mano a la espalda baja, masajeando con lentitud. Cada músculo le dolía. Los días de vuelo, el calor constante, el peso del embarazo que apenas comenzaba a revelarse en forma de dolores nuevos... Todo se acumulaba. Pero había algo más.
El lugar.
El silencio del lugar.
Porque el templo, o lo que fuera aquello, no era un espacio vacío.
Era un umbral.
No sabían cuánto llevaban caminando. La luz nunca cambiaba. La estructura seguía como un laberinto hecho de raíces vivas, algunas tan gruesas como columnas, otras tan delgadas como venas. Las paredes se entrelazaban unas con otras como si el bosque mismo hubiese sido arrastrado bajo tierra y allí se hubiese dormido… esperando.
Cada giro parecía igual al anterior. Cada bifurcación, idéntica.
"¿Recuerdas el templo de Shrykos?" preguntó Rhaenyra en voz baja, casi como si temiera que el lugar la escuchara.
"Recuerdo el fuego, la abertura, la sensación de ser… observado" murmuró Daemon.
"Esto es distinto. Es como si no nos mirara desde fuera. Es como si nos… envolviera."
"Como si fuéramos parte de él."
Rhaenyra asintió.
"No sé si eso me tranquiliza o me aterra."
Caminaron un poco más. Las raíces comenzaban a cambiar: algunas goteaban un líquido oscuro, otras se enroscaban formando figuras casi geométricas. Unas parecían haber sido talladas, aunque sabían que no era así. El lugar no había sido construido. Había nacido.
Aegon dormía. Los dragones jóvenes olfateaban el suelo, nerviosos, pero sin alejarse.
Después de lo que sintieron como horas, el pasadizo se ensanchó lo suficiente para formar una pequeña cámara natural. Las raíces no eran tan densas en ese tramo, y algunas parecían replegarse hacia las paredes, dejando un espacio central que parecía… ofrecido. Como si el templo supiera que necesitaban descansar.
Rhaenyra se dejó caer de rodillas con cuidado, alisando el suelo con la palma antes de sentarse del todo. Su espalda crujió. Sus piernas dolían. Sentía los pies como piedras.
Daemon también se agachó, dejando a Aegon a un lado sobre la manta extendida, la única que habían traido con ellos. El bebé se revolvió, y de inmediato buscó el pecho de su madre con manos pequeñas y hambrientas.
Ella se acomodó, abriendo su blusa y guiando a su hijo con suavidad, casi con un suspiro de alivio cuando comenzó a succionar. Tessarion se enroscó cerca, cerrando los ojos de inmediato. El pequeño dragón gris se tumbó también, encogiéndose junto a ella.
Daemon mordisqueaba un trozo de carne seca mientras observaba la escena. Sus ojos brillaban, no por el fuego… sino por el orgullo silente que siempre lo asaltaba al verlos juntos.
"Mira nada más" murmuró, con una media sonrisa. "Hasta aquí abajo, en la raíz de un templo que no sabemos si nos va a tragar vivos… y tú sigues alimentando al heredero del fuego."
Rhaenyra alzó la vista con cansancio, pero también con una chispa de humor.
"No puede elegir dónde tiene hambre."
Daemon rompió otro pedazo de carne, lo masticó con desgano y dijo:
"Y yo también tengo hambre…"
Ella enarcó una ceja.
"¿Quieres leche tú también?"
Daemon se llevó la mano al corazón.
"Mi reina, no te burles de las necesidades del hombre que carga huevos de dragón, un bebé dormido, y media historia valyria sobre los hombros."
Rhaenyra soltó una risa suave. Aegon, sin soltar el pecho, abrió los ojos un momento, como si se preguntara qué había de gracioso.
"Podrías al menos hacer el esfuerzo de parecer desdichado" murmuró ella, "pero lo disfrutas. Lo sé."
Daemon se echó hacia atrás, apoyando la espalda en una raíz gruesa. Cerró los ojos por un segundo.
"Claro que lo disfruto. Estoy contigo. Y con él. Y con… ellos." Dio un suave toque a los huevos envueltos, asegurados aún en su espalda. "Lo haría todo otra vez. Incluso este maldito túnel."
Rhaenyra lo observó en silencio, con el pecho aún descubierto y Aegon comenzando a quedarse dormido otra vez.
"Yo también" dijo, en voz baja.
Comieron poco más. Apenas lo necesario para no temblar. Racionaron el odre con precisión, compartiendo apenas unos tragos entre ambos. Daemon ofreció agua a los dragones pequeños, que bebieron con lengua temblorosa antes de acurrucarse aún más.
Las raíces se curvaban hacia abajo.
Al principio no fue evidente, pero tras caminar un tramo más, Daemon se detuvo en seco, con Aegon dormido en sus brazos y el rostro cansado. Rhaenyra se giró, confundida.
"¿Qué pasa?"
Daemon pasó una mano por la pared viva, siguiendo una línea de savia roja que bajaba en espiral por la raíz más gruesa. No dijo nada al principio, solo bajó la mirada al suelo, y luego al techo que se alejaba poco a poco, más alto, más distante.
"Estamos descendiendo" murmuró.
Rhaenyra frunció el ceño.
"¿Cuánto?"
"No lo sé. Pero el aire cambió. Es más espeso… y hay más humedad."
Ella aspiró lentamente. Tenía razón. El calor seguía presente, pero era diferente. No era el fuego seco del bosque, ni el aliento cálido de la grieta. Era húmedo, como el vapor de una cueva profunda.
"¿Crees que esto… fue construido?" preguntó ella, bajando la voz.
Daemon negó con la cabeza, tocando las raíces con una mano abierta.
"No. Esto fue… cultivado. O creció. No sabría decir si fue magia o naturaleza. O ambas. Pero no hay herramientas aquí. No hay huellas humanas. Solo voluntad."
El silencio se hizo más denso a su alrededor. El dragón gris se adelantó un poco, olfateando el suelo. Tessarion caminaba con cuidado, aún adolorida, pero más firme.
Rhaenyra se detuvo un momento a revisar la bolsa de provisiones.
Vacía.
Daemon hizo lo mismo con el odre de agua. Solo quedaban unas gotas.
Aegon se removía en sus brazos. No lloraba, pero estaba inquieto, su cuerpo tibio y húmedo por el calor del descenso. Rhaenyra se llevó una mano al rostro y luego la pasó por el vientre. El bebé dentro de ella se movía otra vez, como si sintiera la tensión.
"¿Cuánto tiempo más?" preguntó ella, sin esperar respuesta.
Daemon no contestó.
Habían venido buscando respuestas. Un templo. Magia antigua. Sabiduría perdida. Un símbolo de Tessarion. Algo que les dijera por qué los sueños de Rhaenyra los habían traído hasta allí.
Pero lo único que habían encontrado eran raíces… y hambre.
"Si no hallamos algo pronto…" comenzó Daemon.
"No digas eso."
Su voz fue firme. No lo miró. Mantuvo la vista en el túnel que se retorcía delante, como una garganta viva.
"Lo encontraremos" insistió Rhaenyra, más para ella misma que para él. "Tiene que estar aquí."
Daemon asintió en silencio.
Pero por primera vez desde que habían entrado, sus pasos comenzaron a sonar… más pesados.
El descenso continuaba.
No había vueltas ni interrupciones. Solo pasillos curvos y paredes hechas de raíces entrelazadas. A cada paso, el ambiente se sentía más húmedo, más cerrado. El aire pesaba en los pulmones, y aunque el calor era soportable, el sudor no se evaporaba. Quedaba pegado a la piel como una segunda capa invisible.
Aegon iba en brazos de Daemon. Despierto. Atento.
Balbuceaba de vez en cuando, señalando las raíces que se movían apenas, como si respiraran con él. Tocaba la tela desgastada de su padre, le jalaba los mechones sueltos, golpeaba suave su pecho con una manita pequeña.
Rhaenyra caminaba unos pasos atrás, la antorcha aún encendida. Avanzaba con lentitud. Le dolían las caderas, las plantas de los pies, la cabeza. El cansancio la atravesaba como un peso invisible. En su vientre, el bebé seguía moviéndose, como si algo dentro también buscara salida.
"Alto" dijo Daemon, de pronto, deteniéndose.
Rhaenyra levantó la vista.
"¿Qué pasa?"
Daemon bajó la mirada al suelo. Luego se agachó.
La tierra era húmeda. Un lodo oscuro que no debía existir ahí abajo. Y, sin embargo, era perfectamente lisa. No había huellas.
Ni las de los dragones pequeños.
Ni las de ellos.
"¿Has notado esto?" preguntó en voz baja. "No dejamos huellas. Ninguna. Ni un solo paso atrás. Como si…"
"Como si nunca hubiéramos estado aquí" completó Rhaenyra, con un susurro.
Se hizo el silencio.
Daemon se incorporó. Miró hacia atrás.
La galería se extendía en una espiral hacia arriba… o tal vez era otra raíz. Otro pasillo igual. No había marcas. No había señales. Solo las mismas curvas, el mismo resplandor suave desde las paredes vivas, y la misma sensación de estar encerrados en algo que no entendían.
Aegon balbuceó otra vez, pero esta vez con impaciencia. Se quejaba. Se frotaba los ojos.
Rhaenyra se acercó y tomó asiento por un momento. Daemon se arrodilló junto a ella y le pasó al niño.
Ella lo acomodó con suavidad en su regazo y abrió el corpiño desgastado. Aegon no tardó en prenderse, succionando con avidez.
"No tengo mucha leche" murmuró. "Lo siento, pequeño."
Daemon sacó la bolsa de provisiones. Estaba vacía. Volteó el odre. Ni una gota.
"No tenemos nada."
La confesión fue un susurro quebrado. Casi le dolía decirlo en voz alta. Rhaenyra cerró los ojos. Mantuvo el rostro sereno, pero sus labios temblaron.
"Estamos perdidos" dijo, y no fue una pregunta.
Daemon miró hacia los túneles, hacia los pasillos idénticos, las raíces interminables, el techo que parecía alejarse con cada paso.
"Sí."
Aegon terminó de succionar y miró a su madre con los ojos húmedos. Tocó su rostro con una manita caliente. Ella lo abrazó, bajando la cabeza sobre su pelo.
Daemon se sentó frente a ellos.
Por primera vez desde que descendieron, no había un siguiente paso.
Solo preguntas.
Y hambre.
Daemon no quería separarse.
Cada parte de su cuerpo lo rechazaba. Pero Rhaenyra apenas podía mantenerse en pie, y Aegon, aunque aún curioso, ya se quejaba de hambre, queriendo algo más sustancial que la leche de su madre, moviéndose con torpeza, buscando un consuelo que no podían darle.
"No iré lejos" dijo él, la voz baja, tensa. "Solo unos pasos. Quizá si veo algo… si hay un giro distinto."
Ella asintió en silencio, sentándose junto a una raíz que se curvaba como un banco natural. Sostuvo a Aegon con ambos brazos, envolviéndolo. El niño cerró los ojos, agotado.
Daemon avanzó unos metros. Cada pasillo era idéntico. Cada curva, un espejo. Tocó las paredes, miró el suelo, escuchó.
Nada.
No había rastro de aire moviéndose, ni de agua corriendo. Ni marcas. Ni símbolos. Solo silencio. Un silencio que no nacía de la calma… sino de la espera.
Regresó sin haber encontrado nada.
"No hay salida."
Rhaenyra no dijo nada. Solo alzó la mirada hacia él, y en ese gesto compartieron una verdad amarga: estaban atrapados. No sabían por cuánto tiempo, ni si habría un después.
Daemon se sentó con ella, en el mismo rincón. Los dragones pequeños se enroscaron cerca, buscando calor. Rhaenyra acomodó a Aegon contra su pecho, y Daemon rodeó a ambos con su brazo.
"Debemos dormir" dijo ella, sin convicción. "Descansemos un poco, necesitaremos fuerzas para continuar."
"Lo sé."
Y así lo hicieron.
Si era noche o día, no podían saberlo. Pero cerraron los ojos con la esperanza de que el tiempo, al menos, les ofreciera algo en sueños.
…
Cuando despertaron, si es que en verdad habían dormido, el aire se sentía distinto.
Un rumor leve, apenas un crujido vegetal, recorría el suelo. Daemon abrió los ojos primero. Luego Rhaenyra. Aegon aún dormía, con los labios entreabiertos, pegado a su madre.
Los dragones estaban de pie.
Tessarion se había incorporado. Sus ojos brillaban con intensidad. El otro dragón, más pequeño pero ágil, se colocó a su lado, con las alas medio abiertas.
Y entonces Tessarion comenzó a moverse.
No con miedo.
Con propósito.
“¿Qué hace?” susurró Rhaenyra, incorporándose.
Daemon ya se había puesto de pie, alerta.
“No lo sé. Pero no está huyendo. Está siguiendo algo.”
El dragón avanzaba con decisión, el hocico cerca del suelo, como si olfateara algo invisible. Las raíces parecían retroceder suavemente a su paso. El más pequeño lo siguió de inmediato.
Y ellos no tuvieron elección.
Daemon alzó a Aegon con un suspiro, asegurándolo contra su pecho. Rhaenyra tomó su pequeño bolso de provisiones, donde ahora solo guradaban la manta de Aegon, el odre vacio y algunos paños de lino, y se pusieron en marcha detrás de los dragones.
No dijeron nada.
Porque sabían que lo que sus ojos no habían podido encontrar…
…los dragones, tal vez, sí.
Avanzaban en silencio, siguiendo los pasos ligeros de los dragones pequeños. Tessarion caminaba con la cabeza baja, moviéndose entre raíces cada vez más húmedas. El aire, de pronto, cambió. Olía a piedra mojada, a tierra antigua, a algo que fluía.
Daemon fue el primero en oírlo.
Un murmullo.
Agudizó el oído.
"¿Oyes eso?" murmuró sin esperar respuesta.
Rhaenyra asintió, deteniéndose por un instante. El sonido era real. Corriente. Agua viva. No una ilusión.
Tessarion apuró el paso. El otro dragón comenzó a moverse con más energía, como si la sed lo empujara. Y entonces, al girar entre dos columnas de raíces negras, lo vieron.
Un río.
Un río subterráneo, fluyendo entre las paredes del templo. La luz provenía de la propia corriente, un brillo tenue, azulado, como si pequeños fragmentos de cristal flotaran en el agua. No era profunda. Ni rápida. Pero corría, con fuerza constante, abrazando la curva de las raíces.
Daemon no lo pensó dos veces.
Corrió hacia la orilla, se arrodilló y sumergió las manos. El agua estaba tibia, como una fuente termal. Llevó ambas manos al rostro y bebió con avidez.
Rhaenyra, jadeando, se dejó caer a su lado. También bebió, sin esperar a preguntarse si era seguro. El cuerpo necesitaba agua más que razón.
Aegon se retorcía con emoción en los brazos de su padre. Su risa brotó de golpe, aguda y alegre, al ver el agua.
"Ma! Ah!" gritó, con las manos extendidas, señalando el río.
"¿Quieres agua, pequeño?" dijo Daemon, alzándolo un poco. Aegon lo empujó con las piernas, con una sonrisa amplia en la cara.
Rhaenyra rió suavemente. Tenía barro en las mejillas, el cabello pegado a la frente, pero por un instante se vio como lo que era: una madre agotada que aún encontraba alegría en su hijo.
"Quiere meterse" dijo ella, sin poder ocultar la ternura.
Daemon se arrodilló de nuevo, quitándole los harapos húmedos a Aegon. Lo sostuvo por debajo de los brazos y dejó que sus pies tocaran el agua.
El niño chilló de felicidad.
Chapoteó con fuerza, salpicando a ambos. El agua chispeaba con cada movimiento. No parecía mágica, ni maldita. Solo… viva.
Tessarion se acercó a la orilla, bajando el hocico para beber. El dragón gris también lo hizo, bebiendo ansioso, con las alas pegadas al cuerpo.
Daemon mojó la nuca del niño, y Aegon se inclinó hacia el agua, tratando de morderla como si fuera algo sólido.
Rhaenyra se sentó junto a ellos y volvió a beber, con los ojos cerrados.
"Creí que moriríamos aquí abajo" susurró.
Daemon la miró, serio. Pero no respondió.
Aegon gritó de nuevo, salpicando más agua.
Fue Daemon quien lo dijo primero, mientras exprimía el agua de la tela del hombro de Aegon.
"Sigamos el río."
Rhaenyra no discutió. No había caminos, ni señales, pero el agua al menos tenía dirección. Y después de todo lo que habían visto, lo que parecía moverse con vida era lo más cercano a una guía.
Tessarion y el dragón gris avanzaron con soltura por la ribera, mojando sus patas sin miedo. La humedad crecía a cada paso. Las raíces se apartaban, como si el río las disuadiera de continuar cerrando el paso.
Al cabo de un tiempo, la galería se ensanchó.
Y apareció ante ellos una caverna.
Era enorme. Inesperadamente hermosa. La bóveda se alzaba tan alta que la luz azul del agua se reflejaba como si el techo respirara. El río se expandía hasta formar un lago subterráneo, de aguas completamente cristalinas. En su interior, peces diminutos se movían en cardúmenes. Pequeños destellos anaranjados, plateados, algunos con aletas negras como la obsidiana.
Los dragones los vieron al instante.
Tessarion se lanzó primero, clavando las patas delanteras con rapidez. El otro dragón se zambulló con torpeza y entusiasmo, ambos comenzaron a sacar peces del agua y lanzaron llamas sobre ellos antes de tragarlos con entusiasmo.
Rhaenyra se detuvo junto al borde y se sentó, apoyando las manos sobre la roca húmeda.
"Están comiendo" dijo, y su voz sonó tan sorprendida como aliviada.
"Y parece que no los ha matado nada" añadió Daemon, observando a los dragones con atención.
Las paredes de la caverna estaban cubiertas de musgo brillante, que emitía un resplandor suave, casi esmeralda. Algunas plantas acuáticas colgaban desde las raíces del techo, flotando como cintas sumergidas. Aegon, aún en brazos de su padre, aplaudió.
"¡Ah! ¡Ah!" exclamó, señalando los peces.
Rhaenyra se rió suavemente.
"También quiere cazar."
Daemon miró el agua, luego a Rhaenyra.
"Podríamos intentar atraparlos. Aunque sean pequeños, algo es algo."
Ella asintió, cansada pero decidida.
"Si los dragones pueden comerlos, nosotros también. Además, no tenemos muchas opciones."
El agua se sentía más tibia en la caverna. El aire más limpio. Por primera vez en días, no parecía que el templo intentara devorarlos.
Parecía… permitirles respirar.
Daemon se quitó las botas mojadas, su espada y la coleccion de dagas que traia y dejó a Aegon en el regazo de Rhaenyra.
"Voy a pescar."
Se adentró en el agua sin dudar. El río ya no era un peligro, sino una promesa. Los dragones lo seguían con movimientos cautelosos. Tessarion nadaba con torpeza, pero era veloz al cazar, atrapando peces pequeños con giros bruscos de cabeza. El dragón gris chapoteaba, entusiasmado.
Daemon sumergió las manos, agudo como un halcón, y cuando emergió, traía tres peces plateados que aún se retorcían clavados en una daga larga y delgada. Sonrió.
"Alguien ha mejorado su puntería."
Rhaenyra rió mientras los limpiaban, Daemon abrió los peces con una hoja de su cinturón, y con ayuda de los dragones, los cocinaron con precisión: un soplo de fuego, apenas controlado, lo suficiente para chamuscar la piel sin deshacer la carne.
Comieron sentados cerca del lago. Rhaenyra mordió el pescado sin pensar en elegancia. Aegon mordisqueaba una porción tibia que su madre le iba desmenuzando. El niño emitía sonidos felices entre bocado y bocado.
Y entonces, al inclinarse para mojar sus manos en el agua y limpiar los restos de grasa, Rhaenyra se detuvo.
Allí, bajo la superficie, del otro lado de la caverna.
No lo había visto antes.
Una forma.
Sumergida.
Estática.
Inmóvil.
Una estatua.
Sus ojos se entrecerraron. No era grande, pero tenía el torso erguido. El rostro… roto. Como si hubiera sido arrancado por un golpe o por el tiempo. Alrededor de ella, sombras redondeadas. Columnas.
Objetos.
Estructura.
"Daemon" dijo en voz baja.
Él la miró con un trozo de pescado entre los dedos.
"¿Qué pasa?"
"Hay algo en el agua."
Se inclinó más, con cuidado de no alterar la superficie. Ahora lo veía con claridad. No era una sola estatua. Había más. Columnas sumergidas. Fragmentos de piedra tallada. Bases circulares, rotas. Vasijas. Escaleras que no conducían a ningún lado. Un altar.
"Esto no es solo una caverna" murmuró.
Daemon se acercó, observó el reflejo, y luego se sumergió hasta las rodillas.
"Es una ruina" dijo, tocando una de las columnas medio sumergidas. "Una sala. Un templo, tal vez. Hundido."
Rhaenyra sintió que el corazón le latía con fuerza.
"¿Crees que... podría ser lo que buscamos?"
Daemon no respondió al instante.
Solo miró las profundidades.
El templo no estaba delante.
Estaba debajo.
Daemon no esperó.
Se quitó el cinturón y se sumergió con una piedra encendida atada a su muñeca, iluminando el agua con un brillo anaranjado. Desapareció bajo la superficie como una sombra, dejando apenas unas ondas suaves.
Rhaenyra lo observó en silencio, acunando a Aegon, que descansaba contra su pecho, somnoliento por el calor y la comida. De vez en cuando, una burbuja surgía. Luego, la cabeza de Daemon emergía con un jadeo, y lanzaba a un lado algún trozo de piedra, una vasija rota, un fragmento de columna tallada. A veces traía objetos más pequeños: brazaletes corroídos, pedazos de inscripciones, fragmentos de cerámica con dibujos apenas visibles.
Una y otra vez.
Durante horas.
Nunca decía nada.
Solo volvía a sumergirse.
Aegon despertó en algún momento de la tarde, alegre, inquieto. Se sentaba solo con más firmeza, sus manitas agarraban los bordes de la manta, y cuando Rhaenyra lo dejó en el suelo, intentó levantarse con torpeza, empujándose con los pies. Cayó de lado con un quejido suave.
Rhaenyra se inclinó para ayudarlo, pero Aegon volvió a intentarlo.
Una.
Dos veces.
Hasta que logró quedarse en pie unos segundos, tambaleante, con los brazos abiertos como alas pequeñas.
"Daemon" lo llamó ella, sin apartar la vista de su hijo.
Él emergió otra vez, con la respiración entrecortada.
"¿Qué ocurre?"
Rhaenyra sonrió.
"Está de pie."
Daemon nadó hasta la orilla con rapidez, saliendo con el agua escurriendo de su ropa. Se acercó sin secarse, y se arrodilló frente a Aegon, que ahora reía mientras daba un pasito tembloroso… y caía sentado.
Daemon se echó a reír.
"Fuerte como su madre" murmuró.
"Y testarudo como su padre" respondió Rhaenyra.
Aegon volvió a intentar ponerse de pie. Esta vez, Daemon lo sostuvo de las manos. El niño apretó con fuerza, sus ojos morados brillando con la misma chispa que llevaba en la sangre.
"Es fuerte" dijo Daemon, mirando a Rhaenyra.
Ella asintió, con el corazón apretado.
"Y está creciendo demasiado rápido."
Se recostaron junto al fuego. Los dragones dormían, las raíces vibraban con una calma extraña, y el templo, desde las profundidades del agua, seguía revelando apenas fragmentos de sí.
No habían llegado aún al corazón.
Pero por una noche… se sintieron vivos.
…
La oscuridad era profunda. Densa. No como la del templo bajo tierra, sino como la del mundo antes del tiempo.
Rhaenyra estaba sola en el centro de una sala enorme. El techo aún existía, sostenido por columnas doradas que brillaban con un fulgor propio. El aire olía a incienso, a fuego antiguo, a una fe que alguna vez reinó en Valyria. En el centro del templo, una llama azul ardía en un cuenco negro. No quemaba, no crepitaba… pero iluminaba con fuerza.
Ella caminaba.
Las paredes estaban cubiertas de símbolos. Ojos. Estrellas. Serpientes entrelazadas. Rostros sin nombre.
Entonces el suelo comenzó a temblar.
La llama tembló también, aunque no se apagó.
Rhaenyra dio un paso hacia atrás. Escuchó el rugido antes de verlo: una grieta abrió el techo. Roca fundida comenzó a caer desde lo alto, incinerando columnas, techos, figuras. La sala entera vibró, y se derrumbó como un castillo de ceniza.
El fuego azul resistió hasta el último segundo, hasta que la lava lo devoró.
Todo ardió.
Todo se cubrió de piedra.
Oscuridad.
Silencio.
Pero entonces… lluvia.
Tormentas.
Agua que caía sin fin, arrastrando tierra, rocas, ceniza. Durante años. Décadas. El templo ya no estaba sobre tierra. Ya no tenía entradas. Ya no tenía luz. Solo piedra, lava y agua encima. Enterrado en capas de destrucción, como si el mundo hubiera querido esconderlo para siempre.
Y allí, al fondo… seguía la llama.
Sola.
Pero viva.
…
Rhaenyra despertó de golpe.
Aegon dormía junto a ella. Daemon estaba de pie, girando una de las columnas que había sacado del río el día anterior. La luz azul del agua seguía ondeando en las paredes.
Ella se sentó, jadeando.
Daemon se giró hacia ella, con el ceño fruncido.
"¿Estás bien?"
"Ya sé dónde está" dijo Rhaenyra, aún sin aliento.
Daemon se acercó.
"¿Dónde?"
"Debajo. Más profundo. El templo está… enterrado. Fue destruido por la erupción. Lo que vemos aquí son solo fragmentos del techo, la estatua estaba en la cupula. Lo que buscamos sigue ahí, intacto, pero cubierto por lava petrificada y capas de agua. No hay una puerta visible. Hay que buscar por debajo. En el fondo de este lago… o más allá."
Daemon la miró en silencio.
Y luego asintió.
“Tu quedate aquí, cuida de Aegon, me encargare de abrirnos camino.”
Pasaron los días como el río que cruzaba la caverna: silenciosos, constantes, inevitables.
Daemon se sumergía al amanecer, si es que aquel lugar aún conocía el día, y no salía sino hasta que los dedos se le arrugaban por completo y la espalda le dolía como si llevara siglos bajo el agua. Cada vez descendía más, tanteando entre columnas caídas, escombros pesados, entradas colapsadas. Cada grieta, cada recoveco, era una posibilidad.
Al principio Rhaenyra lo observaba desde la orilla, con Aegon en brazos, acunándolo y cantándole viejas canciones valyrias. Luego, cuando el cansancio se hizo costumbre, comenzó a guardar los fragmentos que Daemon traía: inscripciones rotas, estatuillas, trozos de altar, examinándolos con curiosidad, notando los símbolos que los marcaban.
No sabían cuántos días habían pasado.
Pero lo sentían en sus cuerpos.
El fuego del bosque era ya un recuerdo lejano. El hambre había sido reemplazada por la monotonía de los peces diminutos, atrapados con las manos o con lanzas improvisadas de piedra afilada. El agua de la caverna, dulce y constante, les permitía resistir.
Aegon, con el paso de los días, ya no solo balbuceaba.
Ahora caminaba con torpeza entre las raíces secas y los charcos, agarrándose de las alas dormidas de Tessarion o del brazo de su madre. Sus ojos se maravillaban con cada burbuja, cada chispa de luz que emergía del agua.
Habían perdido la noción del tiempo.
Pero no el propósito.
"¿Cuánto más puedes resistir?" preguntó Rhaenyra una noche, mientras compartían el calor de la hoguera que nunca se apagaba.
Daemon, cubierto con una tela empapada y los labios partidos, le tendió una pequeña placa de piedra con el símbolo del ojo tallado con precisión.
"Lo bastante. Estoy cerca."
Rhaenyra tocó el grabado con la yema de los dedos.
"¿Lo sentiste?"
Daemon asintió, sin necesidad de palabras.
Al día siguiente, volvió al agua.
Y esta vez, no emergió de inmediato.
…
Tardó más que nunca.
Tanto, que Rhaenyra se puso en pie con el corazón latiendo en la garganta.
Pero entonces, la superficie se rompió con un chorro de agua, y Daemon emergió jadeando, los ojos abiertos de par en par.
"Esta del otro lado de la caverna, no esta enterrada… no por completo." dijo entre jadeos.
"¿Dónde?"
"El agua es muy profunda en el centro, pero del otro lado, en la orilla, hay columnas encimadas, destrozadas… la entrada está ahí, la mitad bajo el agua y la mitad tras una columna. Vi un símbolo tallado… entero. El ojo. Y bajo él, una abertura. Pero está sellada por rocas… y lava endurecida. Va a tomar tiempo."
Rhaenyra tragó saliva. Su vientre ya se sentía más pesado. Aegon jugaba con un fragmento de estatua rota, como si todo eso fuera lo normal.
"Entonces empieza" dijo ella. "Yo cuidaré de todo lo demás."
Daemon asintió. Y al volver a sumergirse… ya sabía a dónde ir, nado hasta llegar al otro lado, y Rhaenyra, sabiendo que buscar, noto la enorme distancia que tendrian que recorrer nadando. La caverna no se veía tan grande, por lo bajo del techo, pero resulto ser increiblemente ancha.
Daemon, utilizando su daga de acero Valyrio y su espada comenzo a raspar la lava donde el símbolo del ojo estaba tallado en la roca negra. La abertura bajo él parecía dormida, sellada por fragmentos de lava solidificada y escombros milenarios.
Y comenzó a golpear.
Una y otra vez.
Durante horas.
Los ecos sordos del esfuerzo retumbaban hasta la superficie. Rhaenyra los escuchaba mientras bañaba a Aegon en la orilla, mientras recogía los peces que atrapaban los dragones, mientras miraba su reflejo y no sabía si era más del templo que del mundo.
Daemon no se detenía.
La piedra se agrietaba con lentitud.
En uno de los golpes, una esquirla saltó y le abrió la palma. Sangró.
La sangre se deslizó por la grieta, tibia, viva, y tocó la abertura sellada.
Todo se detuvo.
La roca, que antes parecía inamovible, vibró. Un zumbido sutil, casi como un suspiro profundo, recorrió la piedra. Y entonces, sin un solo crujido, sin estallidos… la grieta se abrió.
No como si fuera quebrada.
Sino como si obedeciera.
Una rendija de oscuridad apareció entre las piedras. Se ensanchó apenas lo suficiente para permitir el paso de un cuerpo humano… y nada más.
Daemon retrocedió, jadeando.
Regreso a Rhaenyra y salio con la respiracion agitada y la mano sangrando.
Daemon levantó la mano herida, aún sangrando.
"Lo conseguí…"
Rhaenyra lo beso con alegría y Daemon la ayudo a llegar al otro lado, nadando con cuidado pues él llevaba a Aegon que pataleaba con alegría, con solo trozos de túnica cubriendo su cuerpecito, sus pantalones ya no le quedaban. Rhaenyra llevaba los huevos de dragón con ternura, y aunque tardaron el doble de lo que Daemon tardaba en atravesar, llegarón del otro lado.
Ella se acercó a la grieta. El aire que salía de dentro era más fresco, más denso. Un aroma a incienso apagado y metal antiguo la envolvió. El símbolo del ojo brillaba, ahora débil, casi como si les diera permiso.
"No entrarán los dragones" dijo ella, mirando hacia atrás, donde Tessarion y el pequeño dragón esperaban en silencio del otro lado de la caverna.
"No pueden" respondió Daemon, con calma. "Pero nosotros sí."
Ella tomó los huevos que aún protegía con recelo, y Daemon aseguró a Aegon en su espalda, envuelto con una tela firme.
Frente a ellos, el corazón del templo de Tessarion esperaba.
Y al fin, la puerta estaba abierta.
El pasaje era estrecho.
Tuvieron que atravesar agua para cruzarlo, caminando con cuidado entre rocas húmedas, raíces sumergidas y corrientes suaves que acariciaban los tobillos, las sombras bailaban sobre el techo bajo, la débil luz que tenían era de lo que parecía ser piedras que brillaban en las paredes. El eco de sus pasos resonaba como si fueran los primeros seres vivos que lo recorrían en siglos.
Al otro lado, una cámara se abrió de pronto.
Amplia.
Silenciosa.
Perfecta.
No había ceniza. Ni grietas. Ni rastros de la destrucción que lo había sepultado. Todo estaba en su sitio. Las columnas se alzaban rectas, aún pintadas con pigmentos azul oscuro y dorado. El suelo, de piedra blanca, brillaba como si acabara de ser pulido. Una llama tenue flotaba en el centro de la sala, suspendida sobre una fuente de piedra, sin consumir nada, sin emitir calor.
Rhaenyra se detuvo apenas poner un pie dentro.
Sus ojos recorrieron el lugar sin entender cómo era posible que estuviera… intacto.
Daemon también se detuvo, Aegon en sus brazos, pataleaba para que lo bajaran.
"No hay polvo" dijo en voz baja. "Ni telarañas."
"Es como si el templo… estuviese congelado.” respondió Rhaenyra, sin aliento.
Avanzó con cuidado. Pero al dar un paso más, sintió el peso en su vientre empujarla hacia atrás. Se llevó la mano al abdomen. La tela estaba tensa. Sus costillas, comprimidas.
Se quedó inmóvil.
Daemon se giró al oírla detenerse.
"¿Estás bien?"
"Se siente más grande" murmuró. "Fue solo una patada."
Él se acercó con rapidez, su mirada de inmediato dirigida a su figura, que bajo la tela húmeda y ajustada, parecía más pronunciada, más tensa, más… redonda.
"Tan grande como cuando Aegon estaba por nacer" dijo ella, con voz ronca.
Daemon no respondió de inmediato.
“No sabemos cuánto tiempo llevamos aquí, no se si han pasado días o semanas.” murmuró acariciando su vientre con ternura y preocupación.
El silencio del templo pareció hacerse más denso.
"Creo que aún tenemos tiempo, algunas semanas…" añadió Rhaenyra, cerrando los ojos, con una mano temblorosa sobre su costado.
Daemon extendió la suya, tocando la curva de su vientre con cuidado.
"No estás sola" dijo en voz baja. "Pero creo que tenemos que intentar apresurarnos."
Aegon emitió un sonido suave, removiéndose.
Avanzaron con pasos tentativos, aún alcanzaban a escuchar a los dragoncetes, que chapoteaban en el agua y cazaban peces con entusiasmo, como cada día.
Pero al llegar al centro…
El aire se volvió denso, cargado de algo que no era calor, ni frío. Una vibración sutil llenó la sala. No venía de los muros ni del suelo, sino del espacio mismo, como si el templo exhalara… y luego hablara.
Tardaron mucho en llegar… los he estado esperando.
Rhaenyra se congelo.
Daemon tomo su mano con fuerza y Aegon solto un chillido de sorpresa, como si él tambien escuchara la voz.
Daemon, instintivamente, tomó su mano con fuerza, y Aegon soltó un chillido agudo, como si él también hubiese escuchado la voz. No era una voz humana. No era un sonido que pudiera haber sido articulado por garganta alguna. Era antigua, vieja como el fuego, pero clara… dentro de ellos.
"¿Tessarion?" Rhaenyra preguntó, su voz temblorosa, apenas audible.
"Ella murió aquí."
La respuesta fue tan rotunda como un trueno contenido. No un reproche, sino un hecho.
Rhaenyra retrocedió medio paso. Su vientre se estremeció al mismo tiempo, y Aegon se aferró a los cabellos de Daemon, murmurando algo incomprensible.
Daemon no dijo nada. Pero se irguió.
"¿Quién eres?" preguntó él, con firmeza.
Silencio. Y luego…
¿Acaso ya me han olvidado? ¿A mi? ¿Que he guiado sus caminos con tanto cuidado…?
“Shrykos .” salió como un suspiro, una confirmación.
Ah, aún recuerdan quien los bendijo.
“Jamás olvidaría algo así. Nos has llamado, querida Diosa… dinnos como podemos servirte.” Daemon hizo una reverencia ligera, una muestra de respeto.
¿Saben…? No han sido los primeros que he llamado… pero si los primeros dispuestos a escuchar.
“¿Llamado?” Rhaenyra coloco una mano en su vientre, sintiendo al bebe agitarse.
Ella tenía vuestra sangre, vuestra valentía. Montaba a un dragón nombrado en honor a mi padre… Balerion. Pero no escucho mis advertencias, no supo interpretar mis señales.
“Aerea Targaryen.” Daemon sintió la comprensión inundarlo, la historia de Aerea de repente cobrando sentido ante ellos.
Tan intrepida, tan valiente… tan tonta. Los dragones son criaturas hechas para la compañia… y ella vino sola.
Ni Daemon ni Rhaenyra supieron que responder ante tal declaración, pero no hizo falta, pues la Diosa siguio hablando, como si estuviera feliz de ser escuchada.
Ustedes… dos dragones adultos… dos crías… dos huevos. Dos, dos, dos. Falta uno… pero llegara pronto.
Ante la confusa declaración, Rhaenyra sintio al bebe en su vientre moverse aún más.
“¿Quien llegara?” Daemon no se resistio a preguntar, temeroso de que quien llegara… no fuese un amigo.
Falta un compañero… no pueden irse en numeros impares… los dragones se aparean de por vida… las llamas gemelas… tu y tu esposa, quien en su vientre lleva llamas gemelas… pero un niño viene en tus brazos… y su llama aún no ha llegado.
“¿Que?”
Yo me separe de ella… de mi Tessarion… y la muerte se la llevo. La tragedia siempre llega a aquellos que intentan apagar una llama… así lo decreto Arrax cuando Onixa creo a un impar… un demonio… sin espejo y sin balance.
Sus palabras, confusas y llenas de significados ocultos.
Rhaenyra las memorizo, comprendiendo que tal vez no tenían sentido ahora. Pero podrían tenerlo más tarde.
“¿Balance? ¿Es lo que deseas de nosotros?”
Balance… he perdido el mío, el mundo ha perdido el suyo… si, pero aún no es el momento…
“¿Cuando lo sera?”
Cuando estén listos… cuando lo encuentren.
Rhaenyra sintió su cabeza palpitar, la confusión inundándandola.
Me escuchan… incluso si no entienden… no se preocupen, algún día lo comprenderán… pero ese día no es hoy.
“¿Y qué es lo deseas de nosotros, hoy, mi Diosa?”
Conocimiento… se esta perdiendo… me debilita… Sin Meleys para protegerlo, pronto sera demasiado tarde. Pero aún es pronto.
“¿Conocimiento?”
Si… ella, mi Tessarion, a quien honran tan bellamente, quien mi balance ha roto… ella vio, su deber… ella vio su fin… ella soño… lo guardo, lo protegio, la tormenta se acerca, el agua calmara el fuego… el bosque se apagara… y ello… el, ella… se perdera… demasiado pronto.
Rhaenyra de repente comprendió, cada que habían hablado con Shrykos , habían dado algo en sacrificio… y ahora que no lo habían hecho, la Diosa sonaba lejana, como si se desvaneciera.
“Escucho, Shrykos, Mi Diosa… escuchó.” Rhaenyra tomó la daga de Daemon y con delicadeza se rasgó el antebrazo, lo suficiente para que la sangre goteara. “Te rezo, doy esta sangre en sacrificio…”
Ah… tu escuchas. Niña lista. Espero que estés preparada.
“Lo estoy.”
Mi Tessarion… también era lista… ella soñó, yo no le preste suficiente atención… pero ahora lo hago, demasiado tarde…
“Guíanos, Mi Diosa. Yo te rezo.” Daemon repite el proceso, guiado por el instinto.
Una compulsión.
Sus ojos se abrieron y fue como si un velo se levantara de sus mentes.
La claridad llego a ellos.
El tiempo se agota… mi Tessarion, ella siempre elegía tres… pero ellas siempre llegaban cuando el poder, la magia, estaban en apogeo… pues es cuando veían, cuando soñaban… con la caída, busquen en su hogar, ella vio… ella soño…
Mi Tessarion, ella les dejo algo, a aquellos dispuesto a ver…
Cuando la magia es fuerte, los Dioses lo somos.
Cuando la magia es débil… la oscuridad crece.
No lo permitan.
Mi Tessarion… ella reía… y soñaba. Este es su bosque, donde los sueños cobraban vida… pero su magia… lo que queda, se desvanece… Sin ella, los sueños no tienen guia, los presagios se pierden entre pesadillas y aquellos que ven… no pueden comprender.
Sálvenla… lo que queda de sus sueños.
Yo los guiare, pero deben escuchar.
Yo los llevare, pero deben ver.
Con esa última frase, las antorchas se encendieron a la vez.
Una a una, a lo largo de los muros, hasta iluminar el templo con una luz imposible: no fuego común, sino llamas de tonalidades azules, violetas y oro oscuro. Se alzaban sin consumir nada, sin quemar. Y bajo esa luz… los vieron.
Catorce.
Catorce rostros tallados en la piedra circular que coronaba la sala.
No estatuas enteras.
Solo rostros.
Antiguos.
Algunos serenos. Otros furiosos. Algunos con ojos cerrados, otros abiertos y vacíos. Todos con coronas, marcas, cicatrices, alas… símbolos que no eran decoraciones, sino fragmentos de dioses.
Daemon dio un paso atrás, abrumado por la intensidad de la luz. Aegon lloró de pronto, sin saber por qué, retorciéndose en su espalda como si algo invisible lo hubiese tocado.
Y entonces Rhaenyra gritó.
Un sonido crudo, desgarrado, que partió la calma en dos.
Su mano se aferró al borde de la fuente de piedra. Su cuerpo se dobló sobre sí mismo.
"¡Daemon…!"
El nombre salió en un jadeo, en un aliento roto. Sus piernas temblaban. El vientre ardía. Como si algo dentro de ella hubiera despertado con violencia.
"Está empezando" susurró, con los labios pálidos.
Daemon la sostuvo antes de que cayera, sosteniendo a Aegon con un solo brazo. El niño lloraba, confundido, asustado por el grito de su madre.
"Resiste" dijo él, bajando con ella al suelo, protegiéndola entre sus brazos. "Resiste, mi corazón de fuego."
El suelo bajo ellos vibró de nuevo, no por temblor… sino como un tambor profundo que respondía al momento.
Rhaenyra lloraba sin lágrimas.
"Daemon… no puede ser aún, no aquí…"
"Sí puede" respondió él, la voz temblorosa. "Y lo haremos juntos. Como lo hemos hecho todo. Yo te ayudaré, te cuidaré..."
En lo alto, los catorce rostros brillaban con fuerza.
Y desde las paredes, la voz de Shykros volvió a escucharse.
"Trae fuego a este mundo… y el fuego la salvará… porque en el fuego habito y la puedo proteger…"
