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Language:
Español
Series:
Part 2 of Princess: Broken and Black
Stats:
Published:
2025-04-12
Updated:
2025-11-16
Words:
496,727
Chapters:
33/?
Comments:
472
Kudos:
454
Bookmarks:
45
Hits:
25,136

Black Princess

Summary:

Ellos ruegan por ser salvados.

Temen la muerte tanto como los mortales.

Tal vez más... pues conocen la inmortalidad...

Y temen el Reino de aquel que domina la Noche.

El frío.

Pero ahora... hay esperanza.

Notes:

Esta historia es parte de una serie, para poder comprenderla te recomiendo leas la primera parte: Broken Princess. https://archiveofourown.to/works/57109897?view_full_work=true, la historia tendra poco sentido sin ella.

Bienvenidos a todos de nuevo!
Y a aquellos que se nos estan uniendo: ¡Bienvenidos a la locura!
Esta historia comenzo como una pequeña manera de descargar mis sentimientos hacía la serie, utilizando como base el libro, porque la verdad esperaba más fidelidad al libro, pero bueno... ahora ha crecido a ser un monstruo que tomo vida propia y solo sigo alimentandolo.
Debo advertir que mi historia no es amistosa con... bueno, practicamente nadie que sean Daemon o Rhaenyra, la verdad; pero encontraran que las cosas tienen un pequeño giro.

Chapter 1: Shrykos

Chapter Text

 

Parte 2

El comienzo del final.

Que hermosa ofrenda.  

La sangre.  

El fuego.  

Las almas.  

Había elegido bien.  

No se había sentido tan fuerte en eones.  

Observo a Volantis arder.  

A los hombres rezar a sus Dioses inexistentes.  

Pero...  

Por primera vez, escucho plegarías dirigidas a ella...  

A las Catorce Llamas...  

Oh.  

Que hermosas voces.  

Vivirían.  

Por supuesto que vivirían.  

Observo a los dragones volar.  

Tres de ellos.  

Dos huevos cuidadosamente protegidos en sus garras.  

Su elegida, la Princesa Rhaenyra, volando a lomos de dragón junto a su llama gemela.  

Gracias.  

Gracias.  

A ustedes...  

Vio sus rostros sorprendidos al escuchar el susurro de su voz en el viento.  

La esperanza la lleno de nuevo.  

Había elegido bien.  

El Gran Otro se estaba debilitando.  

No era obvio, hibernando como estaba, pero Shrykos lo podía sentir.  

Aun no era tan fuerte como para derrotarlo, ni la persona destinada a hacerlo había nacido aun, pero lo podía sentirlo.  

Como el invierno eterno se alejaba poco a poco.  

Al mismo tiempo, las criaturas malditas, caían más profundamente en su sueño.  

Cada oración, cada creyente.  

Fortaleciéndola un poco más.  

Tal vez podría... si no revivir al Panteón Valyrio... comenzar un nuevo.  

Sus elegidos estaban fortaleciendo su Fe.  

Pero también, al tener una Fe tan fuerte en las Catorce Llamas... estaban llamando más almas, haciendo que más gente abriera sus ojos.  

Una vez tuvo al mundo entero creyendo en ella.  

Tal vez... podría volver a tenerlo...  

La magia estaba regresando, fuerte, pura... cruda.  

Sin guía ni dirección.  

Yo les enseñare...  

Los guiare...  

Vengan a mí...  

...Seran

Como Dioses...  

Les suplico.   

Ya no quería estar sola, nunca lo quiso, nunca lo deseo.  

Y los dragones volaron, inundando el cielo con su presencia.  

 

 

 

 

Chapter 2: Un soldado leal

Summary:

Él... tenia una historia que contar.

Notes:

No podía dejarlos con solo la introducción a la historia, no cuando recibi comentarios tan hermosos al final de la primera parte.🥹

Gracias por seguir en esta aventura conmigo.

Este capitulo esta desde el punto de vista de nuestro soldado leal!

La verdad es que no era el plan, quería esta parte desde el POV de Laenor, pero Arlie no me dejo, quiso ser él quien contara esta parte.

...pero...
Por favor... no se enojen mucho conmigo... este siempre fue el plan....

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Arlie  

Eran como Dioses.  

Invencibles.  

Imparables.  

Los dragones volaron por encima de sus cabezas, rugiendo y lanzado fuego con furia descontrolada, los gritos de la gente atrapada en el interior de la capilla estaban llenos de desesperación y agonía.  

Se lo merecían.  

Todos ellos.  

Se negaron a ayudar a la Princesa Rhaenyra, a liberarla, incluso hablar sobre su ubicación.  

Lo peor de todo: habían intentado poseerla.  

Los Dioses no se pueden poseer.  

No se pueden atrapar.   

E intentarlo es incurrir en su ira, cortejar la muerte.  

Y los dragones son la muerte en carne propia, fuego y sangre.  

“¡Completado Capitán!”  

“Puertas selladas!”  

“¡Ventanas listas!”   

Camino por atrás de sus hombres, manos en la espalda y verificando que cada puerta y ventana del lado este de la Capilla con ventanales de colores y techo de cristal estuviera debidamente sellada.  

Trozos de madera, sillas, puertas, camas y troncos, era lo que habían usado para hacerlo lo posible por sellar cada salida.  

Aun se le revolvía el estómago en pensar que la Princesa estaba ahí dentro, tan atrapada como sus captores.  

Pero el Príncipe había sido claro en sus instrucciones.  

“¡Corran! ¡A sus puestos!” tras asegurar que todas las puertas y ventanas estuvieran selladas por fuera, le indico a sus hombres que era hora.  

Sus hombres se movieron velozmente por el laberinto que eran los jardines de la Mansión de Saera.  

“El Príncipe está loco.” un hombre con una gran cicatriz en su mejilla murmulla estremeciéndose al ver a los dragones volar por encima de ellos.  

“Nunca quiero estar del otro lado en una batalla contra el Príncipe Daemon.” Cyril chillo de una manera tan indigna que varios hombres se giraron a mirarlo.  

El hombre acababa de lograr llegar a uno de los puentecillos que cruzaban el rio falso y miraba con terror el cielo anaranjado.  

Las estrellas comenzaban a aparecer conforme el cielo se oscurecía con rapidez.  

Escucho la cúpula colapsar.  

Se giro al llegar al lado de Cyril.  

Los hombres pasaban a su lado, corriendo como si fueran ellos los que estuvieran siendo cazados en vez de los cazadores.  

El Wyrm de Sangre aterrizo dentro de la capilla, colapsando una de las paredes.   

El fuego comenzaba a crecer, las plantas, árboles y flores que decoraban los jardines, servían para avivar el fuego.  

El aroma de la carne humana siendo quemada le dio arcadas, utilizo su capa para intentar tapar el aromar.   

Sus ojos lagrimeaban por el humo, podía notar que ya estaba lleno de ceniza y sumado al sudor, se sentía como si se hubiera arrastrado por el barro.  

Observo con la garganta apretada como el Príncipe Daemon llevaba de la mano a la Princesa Rhaenyra al dragón, es delicado con ella, sosteniéndola y apoyando una mano en su vientre como si la ayudara a cargar con el peso del bebe.  

La Princesa abraza un huevo con fuerza, manteniéndolo protegido con su cuerpo, pero la hace tambalearse bajo el peso de su vientre y el huevo.   

Ambos envueltos en llamas.  

Sus ropas ardiendo.  

Y ellos...  

Ellos...  

“Son Dioses.” no puede evitarlo, el asombro le gana.  

A su lado, Cyril sacude su cuerpo entero al asentir, su boca está abierta y sostiene su espada con una mano floja por la sorpresa.  

Ambos miran asombrados a los dragones y sus jinetes.  

Syrax lanza un rugido seguido de una llamarada directamente a la capilla cuando Caraxes se eleva con el Príncipe y la Princesa en su lomo.  

“¡Retírense!” el grito de Laenor es seguido de un rugido y entonces ambos se lanzan al río para evitar la llamarada que Seasmoke acaba de lanzar.  

Arlie sale tosiendo agua, molesto.  

Laenor Velaryon parece no poder controlar a su dragón del todo.  

Siente sus mejillas incómodamente calientes y sabe que probablemente se ha quemado un poco.  

A salvo en el agua, mira hacia el cielo, donde Caraxes se eleva con Syrax revoloteando a su alrededor, como si lo protegiera.  

Todos saben bien que no protege al dragón, si no la carga preciosa que lleva en sus lomos: a la Princesa Rhaenyra y él bebe en su vientre.  

El humo que desprende la capilla en llamas se eleva hacia ellos en el cielo que está oscureciéndose, la luna ya brilla en el cielo e ilumina casi tanto como el fuego abrasador que avanza hacia ellos.  

Nadan a través del rio hasta que llega a una zona despejada de fuego, aprovechando que ahí están a salvo de las llamas, donde sale con un gran esfuerzo del agua fresca, Cyril lo acompaña mientras ambos siguen lanzando miradas de asombro al cielo.  

Cuando llegan a las puertas de la mansión, hay caos.  

Nobles, sirvientes, putas y soldados chocan con la reja, desesperados por escapar del fuego, se empujan entre sí, aplastándose.  

Algunos de ellos tienen sus ropas en llamas.  

Heridos, gritan con fuerza, llorando y suplicando por sus vidas, la desesperación adorna sus rasgos como las sedas finas sus cuerpos.  

Arlie se abre paso a empujones hasta que llega al frente, usando su espada para cortar los cuerpos frente a él en un intento de llegar al frente. Cyril lo sigue a su espalda, ambos protegiéndose mutuamente de la gente que intenta agarrarlos como palanca.  

“¡Ryger! ¡Al servicio de su Alteza Real, la Princesa Rhaenyra Targaryen!” grita a uno de los soldados del otro lado que mantiene la reja cerrada. Escucha a Cyril gritar algo similar a su lado.  

El hombre lo mira con desconfianza.  

Y Arlie sonríe a pesar del dolor al levantar su manga y enseñar la marca impresa en su piel.  

El símbolo de los dragones.  

El símbolo de la lealtad.  

Mientras la reja se abre y Arlie se abre paso a empujones, con cuidado de no permitir que nadie sin la marca pase, recuerda en como la obtuvo.  

Parece una vida atrás, pero sabe que solo han pasado unas pocas horas.  

“Me fallaron, le fallaron a su Princesa... ¿cómo puedo volver a confiar en ustedes? ¿en su lealtad?” la voz del Príncipe está llena de decepción, de furia.  

Arlie traga con fuerza, el peso aplastante de la culpa llenándolo.  

“Hare lo que me pida, mi Príncipe, me volveré a ganar su lealtad...” sus gritos de súplica se mezclaron con los de los otros soldados y sirvientes.  

“Cumplirán su penitencia... me ayudarán a rescatar a mi esposa, servirán aquí, en Volantis, en lo que se ganan su perdón...”  

El Príncipe entrego ordenes con rapidez.  

Las de Arlie fueron claras.   

“Una vez que rescatemos a mi esposa, te quedaras aquí a reclutar gente, quiero soldados y sirvientes leales, Ryger, supervisaras su entrenamiento, una vez que me tengas mil soldados completamente leales y entrenados... te permitiré retomar tu lugar a mi lado.” el Príncipe solo espero su asentimiento antes de irse al siguiente soldado.  

Y mientras hablaban de aquellos que sellarían las puertas, surgió una duda.  

“Mi Príncipe... y ¿cómo sabremos quienes son leales y quienes no?  no conozco a todos los soldados bajo su mando y hoy estaremos todos en servicios... ¿cómo sabre a quien dejar salir y a quien no?” uno de los hombres a quienes se les había dado la tarea de vigilar las puertas exteriores pregunto.  

“Tienen sus capas, sus armaduras... sus espadas...” les recordó el Príncipe.  

“Lo hacemos, pero hoy voy dispuesto a morir por recuperar a la Princesa y eliminar a sus enemigos, mi Príncipe... ¿y si los roban de mi cadáver?” un hombre con barba blanca y el rostro lleno de arrugas intervino.  

Ante esto el Príncipe se congelo por un momento, mirando atentamente a cada soldado y sirviente presente.  

Luego miro sus manos, mientras jugaba con su anillo de sello.  

Y levanto la mirada.   

“Esta será una prueba más de su lealtad.” se quitó el anillo y lo puso en la mesa. “Una marca de fuego, en el antebrazo.”  

Varios soldados gritaron, algunos se negaron.  

Arlie tomo unas pinzas de la cocina, tomo el anillo y lo puso en el fuego de un fogón.  

Farlett fue quien lo ayudo a marcarse a si mismo.  

Nunca nada había dolido tanto.  

Nunca nada se había sentido tan correcto.  

El Príncipe ejecuto a todos los que se negaron rotundamente, especialmente después de que Ser Harwin se marcara.  

“¡No somos ganado!” un hombrecillo grito cuando lo intentaron marcar.  

Y Harwin Strong tomo el anillo y lo coloco contra su antebrazo sin dudar, dejandolo el tiempo suficiente para que la marca del dragón quedara firme y clara en su piel.   

“No, no lo somos... pero somos fieles sirvientes de la Casa del Dragón, y si esto es lo que se requiere para ello, que así sea...” le dijo con simpleza.  

“Por estar bajo su protección.” Terrick mira a su esposa y sus hijos, él bebe llora inconsolable cuando su propio padre lo marca, pero su esposa lo consuela y lo besa mientras asiente.  

“¡Tu no!” Cyril grita a un hombre que tiene la mitad del rostro quemado, cuando este intenta pasar a empujones entre soldados leales.  

Arlie toma su espada con rapidez y lo mata con un golpe certero al pecho.  

Hoy no abra prisioneros.  

Sin piedad.  

“¡Por favor! ¡Solo soy una sirvienta!” Una muchachita grita, sus pies sangran profusamente con cada paso. “¡No hice nada! ¡Nada!”  

“¡Que se negó a ayudar a la Princesa! ¡Que observó como la tenían prisionera!” el soldado que custodia la reja usa su espada para matar a todos aquellos que luchan por cruzar que no tienen marca.  

Un hombre alto y musculoso se acerca, mostrando una espada con un rubí y una capa roja. “¡Soy un soldado! ¡Soy uno de ustedes!”  

“¡Muestra tu marca!” Arlie se acerca, exigiéndole ver su brazo.  

Cuando el hombre no enseña su antebrazo y en su lugar comienza a gritar que lo dejen salir, Arlie lo mata sin dudar.  

“¡Tengo una hija!”  

“¡Por favor! ¡Se lo suplico!”  

“¡Mi familia! ¡Me esperan!”  

La gente grita en un intento de obtener compasión, de ser librados de su destino.  

El fuego de un lado.  

Espadas del otro.  

Sin prisioneros.  

En el cielo solo queda el dragón de Ser Laenor, que quema el perímetro exterior de la mansión, el fuego consume todo a su paso.  

Pronto llegara a este lado y no quedara nada.  

“Es hora de extender el perímetro, no quiero morir bajo el fuego de un dragón sin control.” ordena a los soldados que custodian que no haya fugitivos.  

Todos retroceden en posición de ataque, espadas en alto, escudos listos, un paso a la vez.  

Aquellos con lanzas las usan para empujar a los que lograron trepar las rejas o paredes al fuego.  

Incluso a varios metros de distancia, todos siente el calor abrasador cuando el fuego del dragón carboniza a los que intenta escapar por encima de los cadáveres de aquellos que murieron bajo sus espadas.  

Esperan ahí lo que parece horas, el cielo se pone negro, las estrellas desaparecen bajo el humo y la ceniza.  

Al ver a morir a los últimos rezagados, los soldados a su alrededor comienzan a retirarse, muchos están heridos.  

El fuego consume los cuerpos sin vida.  

“Vamos, nuestras tareas de mañana no serán placenteras.” Cyril lo llama, acuna su brazo que sangra profusamente.  

Arlie se fija en el resto, la mayoría tiene heridas, cortes de espadas, dagas, rasguños de mujeres desesperadas.  

Algunos desafortunados lloriquean con heridas de fuego y se arrastran con ayuda de otros soldados lejos de la destrucción que los dragones han dejado a su paso.  

“Me quedare aquí, no quiero que nadie escape.” Dirige su mirada a las casas cercanas, mansiones igual de grandiosas y con exuberantes jardines que se exhiben por entre las rejas.  

No hay nadie afuera.  

“No hay escape del fuego de dragón.” Cyril también nota las calles vacías y como nadie salió a intentar ayudar a aquellos atrapados bajo el fuego del dragón.  

“Lo sé... pero quiero asegurarme.” él no está herido, lo peor que tiene es un poco de dolor en su brazo de cuando se lanzó al río y choco contra el piso.   

No le dice que tiene un presentimiento.  

Especialmente cuando ve al dragón de Ser Laenor aterrizar, no hay ni un alma cerca.  

El único ruido es el del crepitar del fuego mientras consume todo a su paso.  

No puede acercarse, no con el fuego interponiéndose entre ellos.  

Pero observa a lo lejos como Ser Laenor corre hacia lo que queda de uno de los puentes que cruzan el río.  

Y ayuda a alguien a salir de ahí.  

Alguien que se escondía en el río, usando el agua como protección.  

Arlie aprieta su espada.  

Laenor debería estar quemando a ese traidor rezagado, no ayudándolo.  

No haciéndolo montar en su dragón.  

No llevándoselo lejos del caos, del castigo divino que le corresponde.  

Grita de frustración al ver como cruza por encima de la Muralla Negra.  

Necesita avisar al Príncipe de la traición de Ser Laenor, de que hay uno que escapo con su ayuda...  

Sabe que tiene poco tiempo.  

Corre de regreso a la mansión que el Príncipe tomo como propia esta mañana, una mansión con grandes jardines dentro de la Muralla Negra.  

Su nueva base de operaciones.  

Encuentra a algunos soldados sanos y les ordena que regresen a la Mansión.  

“¡Pero esta todo en llamas!” un soldado se queja.  

“¡Solo cuida el perímetro, hay que gente escondiéndose en el rio, esperando a que las llamas se apaguen!” ante esto varios asienten y siguen sus órdenes.  

Camina entre los heridos, que están siendo atendidos por Myrana y las sanadoras de la Princesa.   

Hombres con quemaduras, heridas de espada y cortes por todas partes.  

Las sirvientas corren con canastas llenas de mantas y cubetas de agua hirviendo.  

“¡¿Dónde está el Príncipe?!” se dirige al primer sirviente que encuentra.  

Soldados van y viene por todas partes, algunos heridos, algunos no, el caos general del lugar es mucho más agradable que los gritos de los moribundos, pero lo impacienta.  

“Con la Princesa, dijo que nadie debía molestarlo...” Mirra, la doncella de la Princesa, es la que le responde mientras se acerca con una caja llena de botellas con hierbas.  

La reconoce por su vestimenta, más elegante que la del resto de los sirvientes.  

“¡Es urgente! ¡Tenemos un traidor!” le intenta explicar.  

Mirra lo mira con duda, pero cuando Arlie le muestra su antebrazo marcado, ella lo mira en silencio por un largo momento, solo cuando parece encontrar lo que busca, asiente con cautela.  

“Vamos.” lo guía a través de la Mansión hasta llevarlo a uno de los últimos pisos, donde solo hay una puerta gigantesca, una puerta de madera tallada elaboradamente que esta sin guardias ni nadie que la custodie.   

Mirra entra en silencio y Arlie la espera impaciente en el pasillo.  

“¿Qué es?” el Príncipe sale con el rostro retorcido de furia. “Más vale que esto sea importante, Ryger, o te matare con mis manos desnudas.”  

Ignora la amenaza del Príncipe tanto como el hecho de que está completamente desnudo y su polla esta dura y muy húmeda, lo único que lo cubre son rastros de ceniza.  

Mirra sale por detrás del Príncipe y se aleja con paso rápido.  

“Vi a Laenor Velaryon aterrizar en la Mansión, mi Príncipe, lo vi rescatar a alguien, no alcance a ver quién era... pero lo vi llevarlo a su dragón y volar fuera de la Muralla Negra.” le explica rápidamente, consciente de que al Príncipe no le gusta que le hagan perder el tiempo.  

Ante sus palabras, el Príncipe aprieta los puños y suelta lo que solo puede describirse como un rugido.  

Arlie siente que se encoge un poco, el miedo hace que se le retuerza el estómago, sus ropas aun húmedas se sienten aún más pesadas.  

Pero se mantiene firme.  

El Príncipe se gira y entra a sus aposentos, Arlie no sabe si debería seguirlo o no, pero lo hace cuando el Príncipe deja la puerta abierta.  

Ve que el Príncipe casi corre hacia la ventana desde la que se puede ver la Mansión en llamas.  

No hay ningún dragón sobrevolándola.  

“¿Daemon? ¿Qué sucedió?” la Princesa pregunta desde la cama.  

Se sienta y Arlie nota su desnudez, su vientre redondeado, sus grandes tetas con hermosos pezones rosados...  

Se gira con rapidez, el terror llenándolo.  

Si el Príncipe se da cuenta de que se puso duro... por ver a la Princesa...  

“¡Ese maldito traidor! ¡LAENOR!” grita hacia la ventana abierta.  

El rugido de dos dragones resuena por la mansión, sacudiendo las paredes y haciendo temblar los vidrios.  

“¡Rescato a alguien!” el Príncipe se gira hacía la Princesa.  

“Corlys.” la Princesa suelta el nombre como si fuera un insulto.  

“¡Lo cazare! ¡Tenía ordenes! ¡Matare a Laenor, a su padre... a todos los Velaryon!”   

“¡No!” la Princesa hace un ademan de comenzar a levantarse de la cama, y Arlie ve al Príncipe correr a impedirlo, arrodillándose al lado de la cama.  

“No, mi amor, no te muevas.” le suplica.  

“¡Entonces no me dejes! ¡Lo prometiste!” le exige haciendo puchero, sus ojos lilas se llenan de lágrimas y Arlie siente que se le retuerce el corazón ante la imagen de la tristeza de la Princesa Rhaenyra.  

Arlie hace todo lo posible por ignorar la desnudez de ambos.  

“Tienes razón, lo siento, lo siento.” el Príncipe le suplica perdón acariciando su vientre y dejando besos suaves en él. “Mandare a alguien...”  

Y Arlie no puede evitar pensar que se aman, se aman tanto... que el Príncipe se inclina ante ella y ella ante él.  

“No... bueno, si... manda a alguien, pero no mates a nadie todavía.” la Princesa, más tranquila después de su pequeño arrebato, parece pensativa, se limpia las lágrimas de golpe y tiene una mirada llena de determinación.  

“¿Qué?” el Príncipe la mira perplejo.  

“Tengo una idea.” y luego se inclina y le susurra algo, permanecen así por un tiempo y Arlie comienza a caminar a la salida, sintiendo que se entromete.  

“Ryger.” la voz del Príncipe lo detiene cuando está a punto de cruzar la puerta.  

Se gira de inmediato.   

“¿Si mi Príncipe?” se pone firme, esperando sus órdenes.  

“Nuevas órdenes para ti. Busca a donde ha ido Laenor, a quien rescato, y coloca un espía en Hull, alguien discreto, no mates a nadie todavía, no hasta que te de la orden mi Princesa Rhaenyra...”   

“De inmediato, mi Príncipe.”  

“Y pon a alguien en la puerta, no quiero que me vuelvan a interrumpir, ni aunque estemos en llamas.” y cierra la puerta de golpe en su cara.  

Arlie busca a Nutt, quien una vez que tiene una orden, no hay nada que lo pare hasta que la cumple.  

Es hora de ir a Driftmark.  

Si es verdad que Laenor rescato a su padre, lo llevara a su hogar a que se recupere y se esconda.  

Al llegar al patio se queda ahí un momento, es plena noche y siente el agotamiento hasta los huesos.  

No ha dormido en días.  

Pero hay cosas más importantes.  

Dormirá en el barco... o cuando este muerto.  

Prepara sus provisiones para él viaje y busca a Strong.  

“¿Tienes espacio para uno más?” lo alcanza en el puerto, donde Harwin observa con mirada aturdida a Nevan, el bardo favorito de la Princesa.  

Nevan, que tiene media docena de baúles y grita con fuerza cada que alguien deja caer uno demasiado fuerte.  

“¿Eh? Ah... supongo, si la florecita te deja...” Strong asiente en dirección a Nevan. “¿No tenías que entrenar mil soldados...?”  

“Hubo un cambio de planes, el Príncipe necesita que me dirija a Driftmark.” lo interrumpe.  

Ambos suben al barco cuando el bardo finalmente se quita del paso.  

“Bueno, creo que tienes suerte.” Strong lo saca de sus pensamientos, colocándose a su lado mientras el barco comienza a zarpar.  

“¿Por qué?” Arlie intenta ignorar al bardo, pero el hombre grita cuando comienzan a alejarse de la costa y comienza a sollozar en serio cuando toman rumbo.  

“¿Me dirás que te gustaría quedarte a cavar para sacar las riquezas de esa casa de putas?” Strong señala hacia la Muralla Negra. “Tardaran años... y años en controlar completamente Volantis...”  

“Ya tiene a Volantis bajo su control, lo han hecho desde que llegaron, pero más ahora que toda la nobleza y los Triarcas están muertos.” y Arlie tiene ganas de decirle los planes del Príncipe sobre Volantis a Strong, pero no sabe si puede confiar completamente en el hombre cuando este se dirige al nido de víboras.  

Mientras se alejan, ya puede ver a los hombres de capas rojas tomando el control de las calles, ha entrenado cientos de hombres durante semanas, cada día llegan docenas de ellos con la esperanza de servir a los dragones.  

Pero también nota el barco de velas negras con el símbolo de los dragones que se dirige al sur.  

Vera está en ese barco junto a su madre, estará a salvo, mucho más segura que él... Ya la extraña, ya extraña las tardes en el templo, aprendiendo Valyrio y buscando reliquias, la calma que lo invade cuando el sacerdote habla y cuenta las historias de las Catorce Llamas...  

No sabe cuándo volverá a verla, cuánto durará su misión.  

“¡Los matare a todos!” el grito repentino los conmociona a todos.  

Arlie y Strong tienen sus espadas en sus manos en tan solo un instante.   

Un hombre de cabello rubio, piel pálida y ojos morados brinca saliendo de lo que parece uno de los baúles, su ropa consiste en un pantalón de lino pálido y una camisa de seda casi transparente, como las que usaban las putas en la casa de Saera.   

Nevan grita y cae hacia atrás cuando choca contra uno de sus propios baúles.    

Varios soldados y marineros están con sus espadas apuntando al intruso. Pero es Strong, fuerte y rápido, quien lo inmoviliza antes de que pueda lastimar a nadie.  

Entre él y Arlie, lo llevan al camarote del capitán donde lo atan a una silla y comienzan a interrogarlo.  

“¿Quién eres?”  

“¿Qué quieres?”  

“¿Como entraste al baúl?”  

“¿Qué es lo que buscas?”  

Intenta negarse a responder a sus preguntas, pero tan pronto como Arlie le corta el primer dedo, comienza a cantar.  

“¡Ignarion! Mi nombre es Ignarion...”  

“Eres uno de los hijos de Saera.” Arlie recuerda el nombre, gritado por la puta que intento envenenar a la Princesa.  

El chico niega con fuerza, sacudiendo todo su cuerpo.  

“No lo soy.” Arlie se dirige al siguiente dedo y el chico grita rápidamente: “¡Pero es como si lo fuera!”  

“Explícate.” Strong le dice al mismo tiempo que aprieta su cuello con fuerza y el chico se retuerce, intentando respirar.  

Cuando lo suelta, tose con fuerza antes de comenzar a hablar.  

“No soy su hijo... pero me quería como a uno, me trataba como a uno, todos creían que era suyo...”  

“¿Como escapaste de la Mansión?”   

Su mirada es obstinada mientras intenta negarse a responder, pero Strong vuelve a ahorcarlo.  

“Yo... no... no... estaba ahí...” tose con fuerza. “Se suponía que llegaría junto con... el espectáculo para la fiesta... más tarde...”  

“¿Espectáculo?” Strong lo sacude y ambos escuchan como castañean sus dientes ante la fuerza de Strong.  

"Si... bailarines de telas... acróbatas... pero llegaban tarde, así que fui a buscarlos... todo estaba en llamas cuando regresábamos...”   

Arlie se irrita ante el retraso tanto como Strong, pero se ven obligados a regresar al puerto y Arlie consigue algunos soldados que lleven a Ignarion al Príncipe cuando este revela que intentaba matar a la Princesa para vengar a Saera.  

El tonto escucho a algunos soldados mencionar que un barco que partiría a medianoche y creyó que la Princesa estaría en él.  

Lo envían inconsciente con un pergamino apresuradamente escrito por Ser Harwin, que detalla lo que descubrieron para que el Príncipe no pierda tanto tiempo interrogándolo.  

Vuelven a partir, todos exhaustos por los acontecimientos de los últimos días.  

Una quincena en el mar, y luego es dejado en Dragonstone para que encuentre su camino hacía Driftmark.  

Arlie se alegra especialmente de dejar el barco por la simple razón de que está harto de ver al bardo vomitar cada día.  

Cuando finalmente llega a su destino, los rumores vuelan y son fáciles de encontrar.  

Solo necesita llegar al puerto y la gente chismea con él sin dudarlo.  

Arlie ha dejado atrás su capa y su espada, y vestido como un simple marinero, es fácil camuflarse en una isla llena de ellos.  

La Princesa Rhaenys esta furiosa, su esposo, Lord Velaryon, está herido de gravedad y al borde de la muerte.  

“Dicen que Lord Corlys fue a intentar negociar con la Princesa Rhaenyra, el hombre está muy insultado por como dejo a su hijo plantado en el altar, quería convencerla para que aceptara a Ser Laenor...”  

“Pero la Princesa Rhaenyra intento matarlo con su dragón...”  

“Ser Laenor lo trajo al borde de la muerte...”  

“Creen que perderá al menos una pierna, está completamente quemada...”  

“Tiene la cara desfigurada, la Princesa Rhaenys no quiere que nadie lo vea así, lo tienen en sus aposentos...”  

“Morirá pronto, tiene fiebre y nadie podría recuperarse de heridas así...”  

“Dicen que fue fuego de dragón...”  

“Fue apuñalado, directo en el corazón...”  

“Llego hace días, la piel derretida y la mitad de su pierna colgando...”  

Todos los marineros tienen su versión, la gravedad y las heridas varían dependiendo a quien le preguntes.  

Pero todos coinciden en que es hacer de la Princesa.  

Ni siquiera se menciona al Príncipe Daemon.  

Solo a la Princesa Rhaenyra, su crueldad, su maldad... su locura.  

Laenor ya ha partido, probablemente de regreso al Príncipe con alguna excusa tonta sobre su desaparición, Arlie espera que no lo perdonen.  

Que sea ejecutado por su traición.  

Ser Laenor le juro lealtad al Príncipe...  

Pero no se marcó. Ser Laenor se fue antes de que incluso se sugiriera la marca...  

En la pequeña isla, todos culpan a la Princesa Rhaenyra de las heridas de Lord Corlys, el descontento es claro y avivan los rumores que Arlie sabe van camino a la capital.  

Cuando llega a Kingslanding es de lo único que se habla.   

Hay una tensión que se siente mucho como la calma antes de la tormenta.  

No se queda mucho tiempo, solo lo suficiente para entregar las cartas en las que relata lo que ha descubierto, como confirmar que Lord Corlys vive, aunque está gravemente herido y reclutar a dos soldados leales al Príncipe a que vayan con él de regreso a Driftmark, donde uno es colocado en Hull como espía, un marinero más, como el Príncipe le pidió.  

El segundo, más joven, se convierte en un simple sirviente en las cocinas.  

Arlie en cambio, busca un lugar como guardia bajo el mando de la Princesa Rhaenys, que esta paranoica y observa los cielos con miedo cuando no está atendiendo las heridas de su esposo.  

Se gana su lugar, demostrando su valía en mi campo de entrenamiento cuando la princesa Rhaenys abre sus puertas a soldados hábiles para aumentar sus guardias, dado que los más hábiles habían sido llevados por Corlys a Volantis y ninguno había regresado.  

Tiene que resistir la tentación de atravesar a ambos con su espada cada que les toca protegerlos .  

Especialmente a la Princesa Rhaenys cuando despotrica contra la Princesa Rhaenyra a cualquiera que la quiera escuchar.  

“¡Esa maldita mocosa!”  

“¡Se cree poderosa con Daemon protegiéndola!”  

“¡Sin él no es nada!”  

“¡Nada!”  

“¡Su dragón no es nada contra mi Meleys!”  

Y sin embargo no hace nada más que hablar, sisea, con su lengua bífida, pero es palabras sin acciones.  

Sus ojos están llenos de miedo.  

Espera sinceramente que el plan del Bardo funcione.  

O las cosas están a punto de complicarse mucho.  

Especialmente cuando el rugido de un dragón resuena y Ser Laenor aparece.  

“Madre.” el niño se inclina y le suplica perdón.  

Pero tiene órdenes.  

“El Príncipe Daemon me ha enviado...”  

“¡¿Que quiere ese maldito ahora?!”  

“La mitad de la flota Velaryon... o vendrá y ejecutará a mi padre...”  

“¡¿QUE?! ¿Quién se cree que es para exigir...?”  

“Te lo he dicho, madre... padre fue quien intento secuestrar a la Princesa... el Rey lo sabe ahora...” Laenor parece comprender que su madre delira, pero ahora es ella quien tiene el mando de la flota Velaryon con Lord Corlys herido y al borde de la muerte.  

“¡Mentiras! ¡Mentiras de esa puta! Corlys no tiene ninguna razón para secuestrarla... ella debería estar aquí, rogándole perdón...”   

“¡Madre! Es una orden, me los llevare... no me arriesgare más a la ira de Daemon...”  

“¡Ese maldito cabrón!”  

Y los gritos siguen y siguen.  

Ser Laenor parte una luna después con la mitad de la flota y solo hombres suficientes para comandar los barcos.  

Y como si sintieran la debilidad, los buitres comienzan a llegar.  

Los Celtigar son los primeros en aparecer.   

Llegan una mañana sombría con órdenes del Rey.  

“Fuimos enviados, mi Princesa... a entregar esto...” Lord Bartimos mira a Rhaenys con lastima mientras le entrega el pergamino.  

“¿Qué es esto?” La Princesa Rhaenys los mira desde su trono con incredulidad.  

“Su Majestad, el Rey Viserys, primero de su nombre, Rey de...”  

“¡Me se los títulos de mi primo! ¡Hablo de esto!” grita sacudiendo el pergamino abierto.  

“Lo que indica, Alteza, el Rey ha decretado que por el ataque a la Princesa Rhaenyra, sufrido bajo la mano de Lord Corlys, los impuestos a Driftmark se duplicarán, deberá pagar una restitución a la Princesa de cien mil dragones de oro y el Rey ha decretado que, si Meleys o Vhagar ponen una nidada, los huevos deben ser entregados a la Princesa Rhaenyra de inmediato...”  

Lord Bartimos es expulsado de la fortaleza tras esto.  

Arlie lo busca al anochecer, oculto en las sombras.  

El hombre está en la única posada de la isla, un lugar destartalado y sucio, lleno de marineros de paso.  

“¿Como espera el Rey hacer cumplir a la Princesa Rhaenys para que entregue los huevos de dragón... si es que surge alguno?” pregunta sentándose frente al hombre que brinca del susto.  

Su guardia saca su espada de inmediato, pero Arlie les enseña sus manos desnudas.  

Lord Batimos permite que su guardia baje su espada, pero lo mira con desconfianza.  

Hasta que Arlie, discretamente, levanta su manga y le enseña su marca.  

“Soy leal al Príncipe y la Princesa, mi Señor, no a los Velaryon...” le explica en voz baja.  

“Ese es el sello del Príncipe Daemon...” Lord Bartimos susurra con los ojos abiertos como platos. “¿Como...?”  

“El Príncipe mismo... los más leales hemos recibido la marca como recompensa...” la oculta con rapidez una vez que Lord Bartimos la ha reconocido.  

“¿Sabes cómo comunicarte con él?” pregunta ansiosamente, ambos susurrando.  

“Aquí no.” indica, señalando a los marineros que los miran con ojos desconfiados.  

Lord Bartimos lo lleva a su barco, donde comparten una copa de vino en su camarote y Arlie finalmente puede hablar con confianza.  

“Si desea enviarle una carta, la mejor manera es a través de Luthor Largent, el segundo al mando de la Guardia de la Ciudad, o a Ser Harwin Strong, el comandante...” le explica.  

“Bien, bien... hay noticias urgentes que deben llegar a ellos. Ha habido rumores de ejércitos movilizándose en Antigua. Desde el despido de Otto, han estado llegando enviados de la Fe a todas las Fortalezas... incitando odio contra los dragones...” Lord Batimos le muestra un pergamino donde la imagen de un dragón esta encadenado. “Esto le llego a mi maestre, pero es un hombre leal, me lo entrego de inmediato y arreste al enviado de la Fe que llego a la Isla Zarpa.”  

Son noticias preocupantes.  

Y Arlie desearía ir él mismo a entregárselas al Príncipe, pero conoce su lugar.  

“Hay un barco que viene una vez al mes, entrega cartas de los soldados... y recibe cartas dirigidas hacía el Príncipe, no envié nada a la Princesa, no lo recibirán... es un barco mercantil...”   

“¿Crees que... una de mis sobrinas...? Escuche en la capital que las chicas Strong están ahora con la Princesa...” Lord Bartimos parece incapaz de decirlo.  

Pero Arlie comprende de repente.  

“¿Es tan grave?” mira inquieto hacía la ventana.  

“Lo grave es que el Rey no hace nada con los rumores. Ya ha habido levantamientos en la capital, la gente está pasando hambre, Antigua ya no manda nada a la capital y con los nuevos rumores que vienen desde Essos... quiero a mi sobrina a salvo, si pudiera... también enviaría a mi hijo, pero lo necesito aquí.”  se seca la frente sudorosa con un pañuelo. “Hable con la Mano del Rey, está haciendo todo lo posible, pero si hay guerra... no quiero a mi sobrina aquí, es solo una niña...”  

“Escríbale al Príncipe, mi Señor, no puedo decirle con seguridad si la aceptaría o no la Princesa en su casa, pero debe saber esto, Volantis no es un lugar seguro en este momento, no envié nada a Volantis.” intenta transmitirle lo que puede con la mirada.  

“¿Los rumores son ciertos entonces?”   

“No sé de qué rumores habla, mi Señor... pero puedo decirle que Volantis está de nuevo bajo el control de los Dragones, solo que no fue una transición amistosa.” y con eso Lord Bartimos asiente, como si comprendiera.  

Tal vez lo hace, Arlie no ha escuchado muchos rumores sobre la capital, no cuando esta pequeña isla esta llena de sus propios chismes y rumores sobre su Dama y su Señor que son mucho más interesantes que aquellos de personas que no conocen y que probablemente no conocerán.  

Su deber es espiar a la Princesa Rhaenys, a los Velaryon y esperar órdenes.  

Al menos con la amenaza del sobrino de Lord Corlys, Vaemond, la Princesa Rhaenys permanece cerca, vigilante de todos y todo, y no volando a la capital a causar más caos... como proclama que hará cada día y que cada noche desmiente al permanecer ateniendo a su marido con sus heridas.  

Ya tiene bastante con tener que vigilar dos ramas de la Casa Velaryon, una que espera con ansias la muerte de su Señor, y otra que ruega por su salvación.  

No necesita sumar el caos de la capital a su plato.  

No cuando tiene que deslizarse por los pasillos de sirvientes en la oscuridad para comprobar con sus propios ojos que Lord Corlys Velaryon vive.  

Que no es un engaño de la Princesa Rhaenys para mantener su posición.  

Y maldice en silencio cuando es la verdad.  

Cuando ve a Corlys Velaryon, con la piel chamuscada, la mitad de su cuerpo parece haber sido quemado, parte de su rostro se ha derretido y cuelga de manera horripilante.  

Le han amputado una pierna y los maestres discuten sobre quitar la otra, la gravedad de sus quemaduras y heridas parece no tener fin.  

“La herida de su abdomen esta comenzando a infectarse.”  

“Ser Laenor dijo que fue apuñalado, ¿tal vez una espada?”  

“Ninguna espada deja un corte tan... limpio, tan perfecto... casi parece que fue cauterizada.”  

“¿Ni siquiera una espada Valyria?”  

“¿Crees que...?”  

“El Príncipe Daemon es el portador de DarkSister... jamás hemos visto que pasaría si cortaras la carne con una espada de acero Valyrio caliente...”  

Los susurros de los maestres, dos de ellos con sus cadenas sobresaliendo de sus túnicas con orgullo, y media docena de aprendices, están llenos de teorías, pero parecen más preocupados en descubrir sobre las heridas que en como curarlas.  

Y Arlie envía cartas llenas de mensajes cripticos en una cadena de mensajeros con la esperanza de que lleguen al Príncipe intactos.  

Sus enemigos no están destruidos, pero poco a poco desaparecen.  

Los Velaryon se desmoronan sin su flota, sin su Señor, sin una guía firme y Vaemond y Rhaenys pelean por el control.  

Sabe con certeza que es solo el hecho de tener un dragón lo que la protege.  

Pero Vaemond no se deja intimidar y él y sus hijos planean.  

Solo necesita saber si debe detenerlos o no...  

Aunque la tentación de matarlos a todos él mismo es fuerte, no le corresponde, no a él.  

No fue él quien fue atrapado en una jaula como si de un pajarillo se tratase....  

Mantén tu posición.  

Que vivan, mi Princesa desea tratar con ellos directamente.  

Con todos...  

D.T.   

Notes:

¿Me odian mucho?

Ahhh, lo siento...no lo siento...

Jeje

Hay una razón por la que no se detalló la muerte de Corlys en el cap... porque no murió. Aunque me gustaría que muriera de forma insignificante, no es un personaje insignificante y su muerte tendrá grandes repercusiones.

Perooo... opiniones?

Espero haberlos sorprendido, aunque sea un poco... ¡con este giro! Según lo que note en los comentarios, solo una persona se dio cuenta de que la muerte de Corlys no fue narrada: ¡¡slpa!!

El enfrentamiento entre Daemon y Corlys será narrado más a detalle en el futuro, cuando tengamos el punto de vista de Daemon en los próximos capítulos.

Tenían ganas de iniciar con Daemon y Rhaenyra, pero necesitaba contar primero el despues de la batalla, Laenor hizo un intento valiente de ser mi narrador, pero descarte lo que escribi desde su POV porque no me encanto... pero este personaje tenía ganas de ser el narrador... así que... a veces ellos mandan. Nuestra pareja favorita tendrá que esperar un poco más, porque el siguiente capitulo esta narrado desde el punto de vista de nuestro querido bardo y.... Alicent! La reina más odiada de todas.

Prepárense.

*Si notan, cada persona llama de manera diferente al Salón de Baile de Saera, porque nadie sabía realmente que era, el lugar era nuevo, no es un lugar conocido como el Salón del Trono de Hierro, pero Saera quería ir en esa dirección. Que no tenga nombre es una forma de disminuir aún más el legado de Saera.

Chapter 3: La canción del bardo 

Summary:

El canta y canta.
Las canciones llegan lejos, mucho más que los chismes.

Notes:

Holi a todos!

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Nevan

 

Su corazón sufre al estar tan lejos de su musa.  

Su Princesa.  

Siente que las lágrimas llenan sus ojos cada que piensa en ella tan lejos de él.  

Sufriendo sin sus canciones para entretenerla.  

Odia al Príncipe por esto.  

“¿Como se atreve a mantenerme alejado de ella?” murmura pateando el baúl vacío que el puto había usado para intentar colarse.  

De nuevo en un barco abandonado por los Dioses, navegando lejos de ella... y más ahora... que ha sufrido tanto por secuestro y necesita consuelo y distracción.  

Él podría darle ambos.  

Saca de su jubón el pequeño dibujo que Marik le había entregado antes de partir.  

El boceto es de la Princesa sentada a las orillas de una piscina, rozando el agua con una mano y con la otra acariciando su vientre hinchado.  

Su cabello cae en una cascada de rizos y tiene una sonrisa tierna.  

Por suerte Marik le ha dado aquel en el que el Príncipe aún no había sido trazado.  

Así que puede admirarlo sin sentir culpa.  

Durante su tiempo en el barco que lo aleja de su Princesa, Nevan se concentra en las instrucciones del Príncipe y compone tantas canciones como puede.  

Canciones a su Princesa.  

La mujer más hermosa del mundo.  

La más amable de todas.  

...La más peligrosa también.  

Ignora todo lo posible sus alrededores, intentando desesperadamente evocar la risa de la Princesa en el aire para inspirarlo.  

Es más fácil en los atardeceres, cuando el cielo se tiñe de morado e imagina que son sus ojos.  

Viajar entre soldados, rudos y groseros, es una tortura en sí mismo, especialmente cuando tiene que darles órdenes.  

Aunque es increíblemente satisfactorio verlos obedecer.  

“¿Y porque debemos parar en Dragonstone?” Ser Harwin Strong le pregunta con voz hosca y mirada molesta cuando le da las órdenes del Príncipe como si fueran suyas.  

“Porque debo dejar uno de los cofres ahí, y se me ha pedido que de ciertas cartas al maestre del hogar ancestral de la Princesa.” no puede evitar sonar petulante ante semejante deber.  

Un deber que le ha sido concedido solo a él.  

Cuando llegan a las costas de Dragonstone, todos los soldados se mueven inquietos, mirando al cielo con cautela y Nevan no puede entender por qué.  

Hasta que de repente un rugido feroz surge de la montaña y sacude la isla entera.  

“Dragones salvajes, debes ser rápido con tus deberes, hay una razón por la que nadie visita este lugar por gusto.” Strong lo insta a irse y solo le presta una docena de soldados cuando Nevan insiste en que es la única manera de ser más rápido.  

Va primero a entregar el baúl, que está lleno de libros y pergaminos, copias de los libros que el Príncipe ha encontrado sobre Valyria y las Catorce Llamas.  

Es recibido por un hombre que lo mira con desdén cuando Nevan le indica que busca al maestre y que solo el maestre puede recibir lo que los Príncipes envían, lo lleva a través de los pasillos oscuros y húmedos refunfuñando a cada paso.  

“¿Maestre?” Nevan saluda al hombre viejo que viste túnicas oscuras con curiosidad.  

“Gerardys, Maestre Geradys... ¿y usted quién es?” el hombre indica su nombre con calma, sus ojos tienen un destello de morado que Nevan detecta solo porque está buscando que razón podría tener el Príncipe para confiar en un hombre que pertenece a una orden que odia tanto.  

“Nevan... solo Nevan, soy un bardo, Maestre, pero el Príncipe me ha dado la misión de traerle esto para que lo pueda estudiar... y eh... y custodiar.” explica señalando el baúl.  

Cuando el Maestre abre el baúl, es como si estuviera lleno de joyas por lo feliz que parece el hombre.  

Nevan lo deja con sus cosas y se va de ahí, ansioso por alejarse de aquel lugar lleno de estatuas de dragones, gárgolas y remanentes de una civilización perdida.  

El castillo es frío, húmedo y tan lejos de sus días en Volantis que siente ganas de llorar, pero la isla en general tiene un aire deprimente, nubes oscuras cubre la luna y el viento es acompañado por el ruido de dragones rugiendo a lo lejos.  

Se dirige a la primera taberna que ve, algunos de los soldados de Ser Harwin se encuentran ahí, comiendo y tomando.  

Solo pasarán una noche en este lugar y se irán.  

Ryger le explico que no pueden quedarse más tiempo, porque comprometería su propia misión, así que Nevan tiene que ser rápido.  

Convencer al dueño de la taberna de dejarlo cantar es sencillo cuando le dice que es sobre la Princesa.  

Canta sobre la Princesa Dragón.  

A la que intentaron destruir los caballitos de mar.  

Los falsos dragones.  

Sobre la Diosa Dorada.  

Que quedó atrapada.  

En la red los ambiciosos.  

Los envidiosos.  

Y gloriosos...   

Son los días donde los dragones.  

Vuelan libres.  

Sobre los asombrosos.  

Y devotos espirituosos.  

Cuando termina, un soldado invita una ronda en honor a la Princesa Dragón.  

Y parten a la siguiente taberna.  

Y la siguiente, y la siguiente...  

Hasta el amanecer.  

Nevan ha encontrado a otros dos bardos a los que les ha entregado una paga generosa para que partan lejos de Dragonstone a difundir las canciones de la Princesa.  

Uno va directo a las Tierras de la Tormenta y el otro se encamina al Valle.  

Cuando llegan a la capital, lo hacen al amparo de la noche, para que Nevan tenga tiempo de difundir sus canciones antes de la audiencia de Ser Harwin Strong con el Rey.  

Nevan ordena a los soldados que el Príncipe le asigno a que lleven la mitad de los cofres a su Mansión en la ciudad, aquella que roza el borde del Lecho de Pulgas y que la gente común vigila como halcones con la esperanza de obtener recompensas del Príncipe.  

Y comienza.  

Canta y canta.  

Pasa la noche entera caminando por las calles, metiéndose a burdeles y tabernas, cantando sobre la Princesa que ha conquistado a la Primera Hija con Fuego y Sangre.  

Reparte monedas a cualquier bardo que se encuentre e invita copas a los borrachos en los burdeles.  

Cuando llega el amanecer, pasa al orfanato y mientras los niños desayunan, Nevan les canta su canción favorita, después cada niño se va con un ciervo de plata y la matrona del orfanato recibe una generosa donación por parte de la Princesa, que ha encontrado ternura en su corazón hacia los niños en su embarazo.  

Llega al barco justo a tiempo para unirse a la escolta que llega por Ser Harwin, enviados por su padre y el Rey, una docena de soldados se forman para guiarlos.  

“Déjame hablar a mi primero, yo te indicare cuando puedas hablar con el Rey.” Ser Harwin lo instruye conforme se acercan a la Fortaleza.  

Y la sensación que ha tenido desde que regresaron a Poniente se incrementa, una sensación de tristeza, desesperación, el Reino del Atardecer parece... apagado.  

La gente común parece más hambrienta que nunca, hay más huérfanos, la suciedad inunda las calles y causa malestar.  

Este Reino parece a punto de colapsar.  

Es más claro cuando entran a la Fortaleza y son recibidos por miradas sombrías, rostros apagados, los nobles ni siquiera parecen esforzarse con su apariencia, vistiendo casi de luto.  

“¿Murió alguien?” no puede evitar preguntar al ver a varias damas en el jardín desayunando vestidas de gris y azul pálido.  

“No, nadie ha muerto... es solo que... bueno, el Rey ha prohibido muchas cosas desde la partida de la Princesa.” Ser Harwin se aclara la garganta. “La música entre ellas, por eso debemos pedir permiso antes de que cantes... no quiero que pierdas la cabeza.”  

Nevan se detiene de golpe y tropieza al intentar reanudar su paso.  

De repente, la misión otorgada por el Príncipe parece muy peligrosa.  

Traga saliva con fuerza, caminando menos seguro con su laúd que atrae miradas incrédulas de todos los nobles y sirvientes por igual.  

La Fotaleza Roja también parece muy diferente a la de sus recuerdos.  

No solo los colores parecen haberse desvanecido, si no que la vida misma.  

Nota que los adornos de la Estrella de Siete Puntas están por todas partes, en cada puerta, ventana... hay estatuas de la madre, el padre, tapices de los Siete.  

Se siente como si estuviera en un Septo.  

Finalmente llegan al Salón del Trono de Hierro, donde la corte entera esta reunida y todos los miran con atención al llegar.  

Incluido el Rey.  

Nevan lo mira boquiabierto un instante antes de recuperarse y mirar el piso.  

El Rey parece... viejo.  

Su piel esta arrugada, su cabello platinado, flácido y grasoso, tiene un vientre prominente y sus ropas llenas de joyas lo acentúan.  

Una vez, el Príncipe Viserys Targaryen fue un joven guapo, un apuesto Príncipe que atraía miradas de todos los presentes con su porte real, sus ojos violetas, su figura gallarda y gran carisma.  

Pero el Rey Viserys Targaryen era un hombre muy diferente, lejos quedo su belleza.  

Una débil trompeta sonó, anunciando su presencia y luego sus nombres fueron llamados.  

Ser Harwin camino con paso firme y se arrodillo ante el Rey, Nevan lo siguio con prisa, al igual que los soldados que los acompañaban.  

“Ser Harwin, te envié en una misión hace lunas, para que recuperaras a mi hija... dime, ¿dónde está mi hija?” con una voz que suena como cuchillas oxidadas raspando metal, el Rey se eleva con una mirada de esperanza.  

Esperanza que es rápidamente aplastada por Ser Harwin.  

“Le he fallado, mi Rey... me temo que llegue muy tarde.” aun de rodillas, Ser Harwin eleva su rostro valientemente. “No he...”  

“¡Fallaste!” el Rey lo interrumpe con un estallido. “¿¡Dónde está mi hija?!”  

“Mi Rey, debe entender... fue secuestrada...”  

“¡¿QUE?!” El Rey grita y el salón estalla en murmullos.  

“¿La Princesa?”  

“Oh, pobre niña...”  

“¿El Príncipe?”  

Jadeos y gritillos inunda en el lugar.  

Ante esto, Ser Harwin se eleva con presteza y aprovecha para narrar lo sucedido.  

“¡Secuestrada por la Princesa Saera y Lord Corlys Velaryon! ¡Su Majestad! Cuando llegue a Poniente, acababa de ser llevada por esos dos... ¡Traidores! Fui de inmediato a intentar rescatarla, por supuesto...” aún más gritos de indignación se escuchan al oír el nombre de los culpables. “¡Querían usarla como yegua de cría para obtener hijos que monten dragones!”  

“¡No! ¡MI RHAENYRA! ¡¿Que le paso a mi hija?!” El Rey se eleva de su trono y comienza a bajar, balanceándose de un lado a otro, a mitad de las escaleras, colapsa y cae sentado, sacudiendo su cabeza mientras las lágrimas descienden por sus mejillas.  

“¡Esta bien! Su Majestad... la Princesa está bien... es decir...” Ser Harwin se aclara la garganta de nuevo. “Cuando llegue, el Príncipe Daemon ya estaba haciendo todo por recuperarla... me uní a sus esfuerzos y puedo confirmarle que su hija, la Princesa Rhaenyra goza de buena salud y se está recuperando de la terrible experiencia.”  

“¡Oh, mi Rhaenyra!” el Rey se lamenta en voz alta, usando las mangas de su túnica para limpiarse la cara. “¿y dónde está ahora? ¿Qué fue de mi niña?”  

“Una vez con la Princesa a salvo, el Príncipe ordeno que quemáramos a los traidores, a todos ellos... y voló lejos con la Princesa, su Majestad... me temo que esa es la razón por la que le he fallado, nadie sabe a dónde han ido.”  

El Rey se suelta a llorar nuevamente, mientras todos los presentes se voltean a ver entre si, inquietos.  

Hay murmullos por todas partes y Nevan hace todo lo posible por escuchar atentamente.  

“Escuche que esta encinta.”  

“Si es así, el Príncipe Daemon no permitirá que el Rey la aleje...”  

“Y él tiene un dragón. Por los Siete, quemar a todos los traidores sin juicio...”  

“¿Como fue que la secuestraron en primer lugar?”  

“¿Los Velaryon? Siempre supe que esos eran serpientes.”  

“Lord Corlys ha deseado la corona por un largo tiempo.”  

“Y mira a donde lo ha llevado.... a convertirse en un traidor.”  

“Pensé que él y el Príncipe Daemon eran aliados...”  

“Pero si se robó a su esposa...”  

Por escuchar los susurros, Nevan casi se pierde la visión del Rey levantándose y regresando a su Trono,  

“¡Debes jurar por tu vida que mi hija esta viva!” exigió a Ser Harwin.  

Él hombre no dudo, de inmediato saco su espada y se arrodillo de nuevo. “¡Lo juro por mi vida, Su Majestad, que su Heredera vive y esta sana!”  

Más murmullos estallaron ante la elección de palabras de Ser Harwin.  

“Mi pobre Rhaenyra... por eso debe regresar a casa... aquí estará a salvo...” murmuro el Rey con tristeza.  

Nevan casi puso los ojos en blanco.  

Era bien sabido que el Rey iba a casar a la Princesa con un Velaryon, la pobre Princesa estaba mejor en brazos del Príncipe.  

“Necesito... debo...” el Rey se inclinó peligrosamente a un lado y varias mujeres gritaron de terror al verlo cortarse con una espada en su mejilla.  

Uno de los guardias reales corrió a ayudarlo y llego a tiempo para evitar que cayera sobre las espadas.  

“Estoy bien... mi hija... mi hija está bien...” parecía borracho de alivio.  

El guardia lo ayudo a bajar los peligrosos escalones con cuidado.  

Al llegar al final, parecía un poco mejor.  

“Dígame, Ser Harwin... ¿vio usted con sus propios ojos a mi hija?”  

“Lo hice, mi Rey, vi al Príncipe ayudarla a montar a su dragón, los vi elevarse a los cielos y volar lejos, hable con algunos soldados y sirvientes leales a la Princesa y logre descubrir que el Príncipe la ha llevado a algún lugar de las Islas del Verano, donde tiene un hogar para ella...” Ser Harwin se interrumpió a sí mismo. “Pero otros rumores decían que iban a Braavos, donde el Príncipe se ha vuelto muy amigo del Señor del Mar. No pude discernir cuál era su destino y decidí que lo mejor era venir a informarle de inmediato, por si acaso los rumores llegaban... no quería que se preocupara innecesariamente, mi Rey.”  

“Hiciste bien, hijo mío, no puedes seguir un dragón, no sin ser un jinete tú mismo.” Lord Strong, la nueva Mano del Rey, se adelantó y palmeo la espalda de su hijo.  

Como si fuese guiado, el Rey repitió algo similar en voz baja, como si no estuviera de acuerdo, pero no pudiera enfrentarse a su Mano.  

Nevan se aclaro la garganta y miro a Ser Harwin con intención.  

Este asintió y dio un paso adelante, como si fuera a contar un secreto, pero aún hablando a un volumen normal.  

“Majestad... el bardo favorito de la Princesa Rhaenyra me ha acompañado en mi viaje, insiste en que desea cantarle para alegrarlo...”  

“No... No ahora... ¿El favorito de mi hija, dices?” el Rey lo miro directo a los ojos.  

Nevan elevó su laúd un poco. “Así es, su Majestad Real... la Princesa me pedía que tocara durante horas y horas...”  

“¿Y que le tocabas a mi hija?” el Rey parecía emocionado ante la idea de escuchar lo mismo que su hija.  

“Bueno... el Príncipe me pedía que le compusiera canciones a ella... y vuestra hija las adoraba...”  

“Si... te escuchare... más tarde, en la cena, me cantaras lo mismo que le cantabas a mi hija en la cena...”  

“¡Sera mi placer!” asintió con entusiasmo.  

Y todos vieron al Rey retirarse con sorpresa en los ojos y Nevan se preguntó qué tan verdaderamente terrible se había vuelto todo en unos pocos años.  

Le había prometido a la Princesa Rhaenyra que traería alegría al corazón del Rey en su ausencia, y así lo haría.  

Mientras se encargaba de desacreditar a la reina serpiente y contar la verdad al Reino.  

La verdad sobre la Princesa que fue humillada y maltratada por su madrastra y que ahora vive como una Reina bajo las alas de un dragón rojo.  

 


 

Alicent .  

 

“Ser Harwin ha regresado. El Rey ha convocado a la Corte, mi Reina.” Lady Redwyne se inclinó ante ella, haciendo una reverencia profunda.  

Alicent rechino los dientes antes de poder controlarse. “Comprendo...”  

Y se recostó aún más en su silla, retomando su lectura de la Estrella de Siete Puntas.  

“Usted también ha sido convocada... Majestad, el Rey desea que toda la Corte este presente para saludar a la Princesa Rhaenyra.” se elevó de su reverencia y miro a Alicent expectante.  

¿De verdad quería restregarle en la cara el regreso de su... heredera?  

“Estoy segura de que habrá un banquete para celebrar... comenzare a prepararme para el banquete.” despidió a la dama y llamo a sus sirvientas.  

Ordeno que le prepararan un baño y se permitió relajarse antes que fuera nuevamente convocada.  

Intento no pensar en lo que le esperaba, en volver a ser obligada a doblegarse ante la voluntad de una niña tonta y malcriada.  

No lo permitiría.  

No más.  

Alicent era la Reina, sus días de limpiar orinales, de inclinarse ante una niñita, de pasar horas correteándola para obligarla a asistir a sus lecciones habían terminado en el momento en que el Rey le puso una corona en su cabeza.  

Su determinación de no dejarse humillar la hizo encontrar alegría al elegir un precioso vestido verde esmeralda con brocados dorados para ponerse.  

Eligio sus joyas con cuidado, eligiendo unas que pertenecieron a la Reina Alysanne en su momento y que Alicent había admirado con envidia durante las veces que la vio usando las esmeraldas con diamantes en su cuello.  

“Se ve preciosa, mi Reina.” su doncella le sonrió mientras la ayudaba a colocarse su corona y acomodar sus rizos.  

Alicent se miró al espejo y se irguió al notar a la mujer en el espejo.  

Esa mujer era una Reina.  

Una de verdad.  

Que había cumplido con cada uno de sus deberes de manera excepcional, piadosa y bendecida por los Dioses.  

Ella había sido enviada al Rey, al Reino, para purificarlos, limpiarlos de la maldad, corregir sus caminos y llevarlos a la luz.  

Ella no se doblegaría ante otra mujer, no cuando ella era la mujer de más alto rango del Reino.  

Les demostraría a todos que los Dioses mismos la habían elegido a ella para guiarlos y que dejaran de temer a las bestias de fuego, pues ellas no eran nada contra los Dioses.  

Y los Dioses determinaban que las mujeres debían doblegarse ante los hombres.  

No ante monstruos.  

No ante mujeres.  

“Preparen a Aegon.” ordeno con firmeza.  

Ella había dado a luz al hijo del Rey, a un verdadero Príncipe, uno que tenía como misión purificar la Casa Real y deshacerse de esas bestias de fuego.  

No importa lo que diga su padre, los dragones eran una abominación.  

Por eso Valyria había sido destruida, había sido la voluntad de los Siete que aquellos que se creían Dioses conocieran su verdadero destino.  

Ahora sería el turno de Rhaenyra.  

Alicent le enseñaría su lugar.  

Le demostraría que no por haber logrado montar a una bestia, era mejor que ella.  

Rhaenyra ni siquiera merecía su título Real.  

Era una desgracia.  

“Su Majestad, el Rey ha dado órdenes de que el Príncipe Aegon no sea llevado a las cenas públicas hasta que deje chillar cada que...”  

Slap .  

Interrumpió de un golpe certero con su palma las blasfemias que decía la mujer.  

Claro que su hijo era bienvenido a conocer a sus súbditos.  

“Prepara al Príncipe Aegon para la cena.” ordeno nuevamente.  

Se admiro nuevamente en el espejo, maravillándose del lujo que ahora le pertenecía.  

Hubo un tiempo en el que Alicent no había sido más que la hija de un segundo hijo, una doncella con una dote modesta y que soñaba con casarse con un apuesto caballero, un Lord si tenía suerte, y tener su propio hogar.  

Soñaba con que... un Príncipe le diera suntuosos regalos y la admirara.  

Cuando llego a la Fortaleza, el Príncipe Daemon se había convertido en el rostro del hombre que la cortejaba, pero la realidad es mejor que la fantasía y ella se había casado con un Rey.  

Un Rey que ahora le daba acceso a todas las joyas, los vestidos, telas lujosas, todo aquello con lo que había soñado de niña.  

Incluso si su madre y padre le decían que estaba mal soñar con cosas materiales, Alicent no había podido evitarlo.  

No cuando veía a sus primas recibir regalos lujosos de sus padres, y menos aún cuando fue testigo del lujo con el que el Príncipe Daemon bañaba a la Princesa Rhaenyra.  

Había intentado reprimir sus deseos, e incluso ahora, era modesta con las joyas que usaba, con la cantidad, y siempre se aseguraba de hacer generosas donaciones al Septo para compensar que ahora ella tenía acceso a lujos que la mayoría no.  

Ella estaba siendo recompensaba por su Fe, por su obediencia.  

Y Rhaenyra... no.  

Hoy les enseñaría a todos la verdad, cuando la Princesa se arrastrará de regreso a los brazos de su padre, suplicando perdón por huir, por convertirse en una puta.  

Viserys finalmente vería la luz y desheredaría a Rhaenyra.  

Nombraría a Aegon su heredero.  

A su precioso hijo, tan guapo y digno de la Corona.  

Al niño por el que había sufrido, pasado horas enteras llorando de dolor mientras sangraba para traerlo al mundo.  

Al niño por el que había sufrido las atenciones del Rey.  

“El Príncipe está listo, mi Reina.” una de sus doncellas interrumpió sus cavilaciones.  

“¿Ha ordenado el Rey un banquete?” preguntó con desinterés.  

“Lo ha hecho, los nobles han comenzado a sentarse hace unos minutos.” su sirvienta asintió, ansiosa por compartir los chimes.  

Pero Alicent no tenía paciencia para chismes hoy.  

Tenía cosas más importantes que hacer.  

Se dirigió a la habitación de su hijo.  

“¡Todos fuera!” ordeno impaciente.  

Donde su precioso hijo, tan parecido a su padre con sus ojos violetas y cabello platinado, esperaba con sus juguetes a que lo llamaran a cenar.  

“Aegon.”  

“Madre.” susurro con su vocecilla llena de amor por ella.  

“Hoy es un día muy importante para ti, Aegon, debes portarte excepcionalmente bien...”  

“¿Por qué?” la interrumpió, exigente.  

Alicent sonrió, su hijo ya conocía su lugar en el mundo y exigía y demandaba cosas como todo un Príncipe.  

“Porque hoy regresa la puta de tu hermanastra, hijo mío... y el Rey finalmente verá la luz y te nombrará su heredero.”  

“¿Heredero? ¡Yo no quiero eso!”  

“¡Es algo bueno, Aegon! ¡Significa que algún día serás Rey!” le explico con molestia.  

“¡Yo no quiero ser Rey! ¡No quiero que me digan que hacer!”  

Al comprender su confusión, se rio alegremente.  

“¡Oh! Aegon... ser Rey significa que serás tú quien, de órdenes, nadie te podrá ordenar nada una vez que seas Rey...”  

“¿Lo prometes?”  

“¡Lo prometo!”  

Y ante esto, su hijo se calmó y le dio la mano con tranquilidad mientras lo guiaba al salón.  

Cuando llegaron, la mayoría de los nobles ya estaban sentados.  

Alicent miro con confusión la disposición de asientos en la mesa Real, notando que solo había dos sillas como de costumbre.  

¿Y la silla de Rhaenyra?  

¿Y la de Aegon?  

Cuando llego a su lugar, ordeno que trajeran otra silla para su hijo y se alegró internamente al pensar en que llegaría Rhaenyra y ni siquiera tendría donde sentarse.  

El Rey, Viserys, llego cuando todos los nobles ya estaban presentes y se dirigió a su lugar sin darle ni una mirada.  

Cuando se sentó, hizo una mueca al ver a Aegon sentado y comiendo un poco de tarta de fresas con entusiasmo.  

“Te he dicho que el niño no debe asistir a nada hasta que este educado adecuadamente, Alicent. Retírenlo inmediatamente.” ordeno con voz fría.  

Alicent sintió que palidecía, el coraje invadiéndola.  

Pero antes de que pudiera decir nada, Aegon hablo. “¡No! ¡Yo quiero postre!” chillo agitando su cuchara y lanzando trozos de pastel por todos lados.  

Viserys se puso rojo de ira. “¡Saquen a ese niño de mi vista! ¡YA!”  

Un par de sirvientes se acercaron a cumplir sus órdenes de inmediato, ignorando los lloriqueos de su hijo.  

“Viserys, de verdad... Aegon se estaba comportando espléndidamente.” intento razonar con él, sintiéndose humillada.  

“Hoy abra un bardo, Alicent, no quiero que Aegon interrumpa su música con sus chillidos.”  

Alicent sintió sus ojos abrirse de emoción.  

¡Un bardo!  

No había escuchado ni una melodía en años.  

Su alegría se esfumo al darse cuenta de que probablemente era por Rhaenyra.  

“Por cierto, ¿dónde está Rhaenyra?” pregunto mirando el salón, buscando su antinatural cabellera plateada.  

“¡Por eso te ordene que asistieras a la corte! ¡Por los Dioses Alicent! ¡Cállate la boca antes de que te golpee! Eres verdaderamente estúpida...” Viserys grito, atrayendo la mirada de todos los presentes.  

Alicent se encogió, la humillación invadiéndola, sintió sus mejillas rojas y las lágrimas nublar su vista.  

Estaba harta, harta de que nadie la respetara.  

El Rey no se disculpó ni hizo un intento de volver a hablar con ella, en cambio, dio comienzo al banquete y le ordenó al bardo que esperaba en el centro del salón a que comenzara.  

Cualquier rastro de emoción por escuchar algo de música desapareció en cuando la letra comenzó a escucharse por el salón.  

Cada palabra era sobre Rhaenyra.  

Su belleza.  

Su gracia.  

Sobre su dragón.  

Sobre el amor del Príncipe Daemon a su sobrina.  

Alicent comenzó a rascarse las cutículas hasta sangrar en apenas la primera canción.  

¡La odiaba tanto!  

¿Qué hechizo había puesto Aemma Arryn sobre Viserys para que el hombre se obsesionara tanto con su hija, que no veía a los preciosos hijos que ella le había dado?  

La mención de la antigua Reina en la canción finalmente la rompió.  

Alicent salió corriendo del salón, demasiado humillada para poder soportar un segundo más.  

Nadie intento detenerla.  

Pero Alicent noto sus miradas, escucho sus burlas.  

Se encerró en sus aposentos, arrancándose el vestido en su frustración.  

Lloro con amargura durante lo que parecieron horas.  

¿Acaso Viserys no se cansaba de lastimarla?  

Al principio de su matrimonio había tenido esperanza, porque Viserys era verdaderamente galante con ella, mucho más de lo que había sido con Aemma Arryn durante su matrimonio.  

Le había dado joyas, vestidos, habían leído juntos sobre Valyria y su cultura podrida.  

Incluso había sido amable con ella en la cama...  

Pero siempre la llamaba Aemma ahí.  

Se congelo, sus brazos rasguñados y desnudos.  

La cama.  

Su padre la había enviado a la cama del Rey en su momento de mayor dolor, y el mismo Rey había dicho que Alicent había sido su mayor consuelo.  

Alicent, no Rhaenyra.  

Alicent, que nunca había sido más consentida y amada que cuando llevaba al bebe del Rey en su vientre.  

Incluso con Aemond, los nobles la habían tratado con deferencia, verdadero respeto.  

Nadie se había burlado de ella.  

Tal vez... si ella les demostrara nuevamente porque el Rey la eligió.  

Se vistió con cuidado, un bonito vestido azul oscuro con una túnica negra.  

Se peino de nuevo y se lavó la cara.  

Con la luna en lo alto del cielo, camino en silencio desde los aposentos de la Reina hasta los del Rey.  

Nadie la detuvo.  

Nadie la miro dos veces.  

Cuando llego, se alegró al ver que era Ser Rickard, quien la dejo entrar de inmediato.  

“¿Que estás haciendo aquí, Alicent?” el Rey no la miro, seguía concentrado en su modelo cuando ella fue anunciada.  

Alicent respiro profundo, una pequeña humillación y todo terminaría.  

“He venido a disculparme, esposo.” dijo con voz suave.  

Viserys finalmente la miro, la sorpresa llenando su rostro.  

“Por mi arrebato durante la cena... y por llevar a Aegon, pensé que sería un momento alegre... y me entusiasme demasiado.” se acercó a Viserys, dejando que su bata se abriera y revelara el bonito vestido azul.  

Viserys se ablando. “Yo también esperaba que fuera un momento más alegre... pero las noticias de Rhaenyra me tomaron por sorpresa, Ser Harwin ha prometido que mandara a más soldados a buscarla...”  

Alicent dejo que el borde de su escote fuera visible y se inclinó.  

“Estoy segura de que la encontrara, esposo... pero mi deseo de visitarte es para ofrecerte consuelo, esposo...”  

No hicieron falta más palabras.  

Viserys la llevo a su cama y la desvistió, admirando su figura delgada.  

Alicent en cambio, hizo lo posible por no fijarse en el cuerpo de Viserys.  

Hace muchos años, Viserys había sido un hombre muy guapo, de porte noble y facciones hermosas.  

Pero ese hombre había desaparecido bajo cenas suntuosas, excesos de vino y alejándose del patio de entrenamiento.  

Se trago el asco que le produjo ver su barriga aplastar su vientre plano y se mordió el labio cuando la penetro sin cuidado.  

Como cada copulación, fue dolorosa, una tortura en sí misma.  

Cada penetración, como una espada apuñalándola.  

Cuando sintió su semilla caliente dentro de ella, Alicent se permitió relajarse.  

Las siguientes no fueron tan dolorosas y para el amanecer, estaba segura de que la semilla del Rey había echado raíces dentro de ella.  

Siempre había sido muy fértil, una demostración de los Dioses de que su piedad sería recompensada por cumplir su deber.  

Otro Príncipe para el Reino.  

Todos verían lo adecuada que era ella para el papel de Reina, mucho más que Aemma Arryn.  

Cumpliría su deber una vez más cuando su antecesora no lo había conseguido ni una sola vez.  

Conforme pasaban los días, Alicent oraba a la madre para que su vientre se hinchara, no quería volver a visitar a su esposo.  

Pero sobre todo, estaba harta de las canciones que sonaban en el Reino.  

Donde antes había extrañado música para animar y alegrar sus días, ahora era una tortura, pues cantaban sobre la Princesa sin parar.  

Cuando finalmente confirmo su embarazo, lo anuncio al Rey con entusiasmo.  

Y le hizo una sola petición.  

“Esposo mío, debes pedirles a los bardos que canten algo diferente.”  

Y la amargura la inundo con su respuesta.  

“No, cantarán sobre Rhaenyra... así sus hermanos sabrán de su hermana, y sus súbditos sabrán de mi heredera...”  

Y odio al niño en su vientre tanto como a todos sus hermanos.  

Casi tanto como a Rhaenyra.  

Pues no podía salir de su sombra sin importar cuanto lo intentara.  

 

 

 

 


 

Notes:

Me encantan los paralelismos, y aquí hay dos maravillosos que fueron escritos sin intención, ¿alguien los ha captado?

Nuestro bardo tiene una misión que cumplir y es arruinar los días de Alicent cantando sobre la Princesa.

Odio que Alicent, que solo hablaba de matrimonio e hijos, lograra obtener la corona, pero aquí se ve su estilo de crianza: solo usa a sus hijos.

Los saca cuando los necesita, si no, ni siquiera los ve.

Uf, no puedo esperar a publicar los capitulos de Rhaenyra como madre.

¿Opiniones?

El siguiente capitulo sera desde el POV de Daemon y Rhaenyra!

El boceto que tiene Nevan en caso de que no los deje ver la imagen: https://i.pinimg.com/736x/dc/84/9d/dc849dd4b92ecbcd9f139b305348f313.jpg
(Autor de la imagen: yo)
Me emocione mucho y ahora tengo mucho arte para compartir en los siguientes capitulos.

Y gracias a Uchiha_no_Hime ahora he vuelto a activar una de mis cuentas de tumblr, ahí ire publicare todas las imagenes que vaya creando: www.tumblr.com/florinda23 / florinda23.tumblr.com
Me encantaría si me comparten sus cuentas si tienen una!

Chapter 4: La Bendición de las Catorce Llamas

Notes:

Lo siento, lo siento, lo siento...
De verdad, lamento mucho este retraso.

La vida se interpuso horriblemente, el viernes por la mañana acompañe a mi mamá a que le realizaran unos exámenes preoperatorios (porque mi mamita tiene las dos rodillas rotas y hemos estado esperando a que la operen desde hace más de dos años) y terminamos quedándonos toda la noche en el hospital, fue horrible, y solo la liberaron hasta el sábado por la tarde.

La verdad es que fue muy inesperado, se suponía que solo serían un par de horas, unas muestras de sangre y ya, pero el sistema medico de aquí es horrible y aparentemente se les olvido mi mamá y nos atendieron hasta que yo me fui a pelear para que alguien la viera, ni siquiera teníamos celulares porque como no esperábamos pasar la noche, no teníamos cargadores y a ambas se nos apagó, que, de todas formas, dentro del hospital no hay señal ni wifi.

No me gusta romper mi rutina, y de mis partes favoritas es precisamente subir el capítulo de la semana cada viernes.

Pero les he traído el capítulo! Y como compensación por mi retraso, es extralargo.

Decidí no dividirlo y simplemente le pedí a mi hermano que me ayudara a editar mi ortografía, porque estoy demasiado cansada, pero no podre dormir hasta que lo suba, mi mente no me lo permite.

Así que sin más: disfruten la lectura y nos volvemos a leer en las notas de abajo!

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Daemon

Tiene un millar de cosas que hacer. 

Y sin embargo, lo único que desea es acurrucarse al lado de su esposa, abrazarla con fuerza y sentir las patadas del bebe a través de su vientre. 

Acariciar su piel de porcelana y perderse en los pliegues de su coño. 

Besar sus labios rojos, mantenerla en sus brazos y no dejarla ir nunca. 

“Te amo.” las palabras nunca salieron de sus labios con tanta facilidad como ahora, cuando el temor de perderla supero cualquier recelo que le impidiese decirle la verdad.

La idea de perderla lo aterra, acelera su corazón de miedo y no esta dispuesto a volver a sentir algo así jamás.

“Te amo más que incluso Aegon a Rhaenys.” La besa y se pierde en su sabor. 

Ni a permitir que dude de él, de su amor por ella.

Inhala profundo, disfrutando de su aroma. 

“Yo también te amo, Kepus.” Rhaenyra se inclina a su beso y sus grandes tetas se derraman sobre su vientre, Daemon acaricia una con ternura, gotas de leche han comenzado a salir de vez en cuando y cada que sucede, las chupa con emoción. “Llévame lejos de aquí, no me gusta este lugar.” 

Su preciosa esposa exige con un puchero que lo hace ponerse duro de nuevo en un instante. 

No importa que se derramara dentro de ella hace apenas unos minutos. 

“Un día más mi amor...” se vuelve a acomodar atrás de ella, colocando su polla en la entrada de su coño húmedo y penetrándola con suavidad. 

Su sobrina ha estado extremadamente sensible y es el deber de Daemon tratarla como la flor delicada que es.  

Cuidar de ella con cariño. 

El mundo exterior no importa, no cuando él la tiene en sus brazos. 

Sabiendo que está a salvo. 

La ayuda a llegar a su placer con sus dedos y cuando ella está jadeando con fuerza, él se derrama dentro de ella, el terciopelo de su coño atrapando cada gota de su semilla. 

La ayuda a pararse cuando ella hace un ademán con su mano que muestra su frustración. 

“Estoy enorme.” se queja frunciendo el ceño mientras acaricia su vientre desnudo. 

Daemon se arrodilla frente a ella y besa su vientre redondo. 

“Estas madura... embarazada de mi cría...” admira sus enormes pechos, tan grandes como melones y saliva ante la vista de la Diosa que tiene frente a él. “Eres hermosa, la mujer más hermosa del mundo...” 

Rhaenyra le sonríe y acaricia su barbilla, Daemon se inclina ante su toque como un gatito ansioso. 

En esto se ha convertido. 

Un hombre que se doblega ante su esposa. 

Un fiel sirviente de su Diosa. 

“Puedo ser hermosa y grande al mismo tiempo.” le indica que se levante y Daemon casi brinca en su prisa por seguir sus órdenes. “Deseo darme un baño, caliente... ahora entiendo los deseos de mi madre de estar siempre en una bañera...” 

Daemon toca la campanilla que llama a los sirvientes y se asegura de que las ordenes de Rhaenyra se cumplan. 

Solo cuando ve a su esposa recostada en la bañera de piedra rodeada de carbón y madera ardiendo, se permite pensar en lo que tiene que organizar para su partida. 

Se viste con un suspiro de tristeza, deseoso de meterse a la bañera con Rhaenyra. 

“Ordenare que te traigan algo para desayunar, iré a finalizar nuestra partida.” la besa inclinándose sobre la bañera. 

“No tardes, deseo volver a tenerte dentro de mí...” casi se desviste ante sus palabras, pero el ruido de afuera se está volviendo insoportable. 

Mientras sale de sus aposentos, se fija en cada guardia y sirviente que rodean a su esposa. 

Sus soldados están perfectamente arreglados, sus capas lisas y espadas pulidas, todos muestran con orgullo la marca del dragón: aquella que se hicieron la noche que Rhaenyra fue rescatada. 

En adición a la marca hecha con acero y fuego, sus soldados añadieron a sus uniformes listones de colores para distinguirse. 

La orden encargada de cuidar a Rhaenyra es negra. 

Cada sirviente y soldado usa una gruesa tira negra por encima de su ropa, y cualquiera que vista otro color tiene prohibido acercarse a la Princesa. 

Nadie que no deba estar ahí no lo estará. 

Incluso asignaron un mensajero a la orden negra, asegurando que cada mensaje que llegue a las manos de su esposa no sea por manos de un asesino o impostor. 

El rugido de Caraxes se escucha en lo alto del cielo, su furia resuena justo cuando el chillido de Seasmoke llega por las murallas. 

Su sangre hervía de rabia al pensar en Laenor, en Corlys, en los Velaryon. 

Debería haberlo matado con sus propias manos, pero creyó que la muerte de un guerrero era demasiado honorable para un cobarde como Corlys. 

Lo había apuñalado con su espada para arrebatarle el huevo de dragón que intentaba proteger, y, mientras lo hacía, se había reído de él.  

“Sufre, Corlys, como la rata traicionera que eres...” sacó Dark Sister, ahora bañada en la sangre del traidor, y la envainó con una calma glacial.  

“¿Cómo? ¿Cómo?” Corlys tartamudeó, impotente, mientras lo veía caminar sobre el fuego sin quemarse, ahogándose en su propia sangre, jadeando de dolor mientras se aferraba a su costado herido.  

“Soy un dragón, serpiente. Los dragones no se queman,” dijo con voz fría, pateándolo con fuerza para hacerlo caer en las llamas. “Algo que siempre quisiste ser y jamás serás.”  

Los gritos de Corlys mientras se quemaba eran como música para sus oídos.  

Que sufriera, una muerte por fuego, no una muerte digna de guerrero.  

Y lo dejó allí, regresando con Rhaenyra.  

Sin siquiera notar cómo el cobarde, envuelto en llamas, había logrado arrastrarse hasta el río, saltando en un desesperado intento de apagar el fuego. 

Estaba más preocupado por su esposa. 

Como una maldita cucaracha, Corlys Velaryon había sobrevivido a la puñalada y las terribles quemaduras. 

Y, peor aún, el idiota de su hijo lo había salvado. 

Enterarse de la traición de Laenor no había sido sorprendente, pero verlo regresar con el rabo entre las piernas, suplicando perdón y la vida de su padre... sí que lo fue.  

Daemon había estado a punto de ir a terminar de matar a Corlys él mismo, pero Rhaenyra lo había frenado. 

“Quiero robarle todo, que sufra, su cuerpo será una carga como nunca lo fue, no podrá luchar... quiero sus barcos, que su flota sea mía, que la intente reconstruir... cada vez que lo haga, la mitad de sus barcos serán míos... la mitad de su oro... siempre se han jactado de ser la casa más rica... quiero verlos perder todo lo que aprecian... una cosa a la vez...”  

La sedosa voz de su esposa había salvado la vida de los Velaryon, pero el tiempo de juegos se había acabado. 

Daemon le había ordenado a Laenor ir por la mitad de la flota de su padre para perdonarles la vida y el niño había cumplido. 

“Mi Príncipe Comandante, la gente se está amotinando a las afueras de las rejas.” uno de sus soldados se inclinó respetuosamente. 

Daemon asintió. “Prepárense, saldré ahora.” 

Espero hasta que Laenor aterrizara y desmontara de su dragón para salir a la entrada de la mansión que había tomado como propia. 

La gente se lanzaba sobre las rejas gritando y suplicando, rastros de humo aún se podían ver a lo lejos. El cielo era gris por el humo de los incendios provocados por Syrax en su furia ciega, la mitad de la ciudad se había convertido en cenizas. 

Habían pasado veinte días desde que rescató a su sobrina y el caos no había hecho más que aumentar. 

“La flota llegara dentro de una quincena, como ordenaste.” Laenor se inclinó ante él, la gratitud en sus ojos ni siquiera le permitía ver lo que Daemon había conseguido realmente al quitarle la mitad de su flota. 

Que chico tan tonto. 

“Bien. Ahora, iré a calmar a la gente... y a partir de mañana tú te encargaras de este lugar, contrólalo, asegúrate de que toda su riqueza nos sea enviada, he contratado gente para comenzar la construcción de un palacio... algún día, uno de mis hijos gobernara, hasta que ese día llegue, debes volver de este lugar una ciudad prospera.” le recordó. 

Laenor hizo una mueca, pero no se quejó, solo asintió. 

“Te vigilare Laenor... cometiste un grave error al salvar a tu padre, es hora de que pagues las consecuencias de ello. ¿Sabías que iba a asegurarme de que fuera tu hermana quien tomara su lugar legitimo como heredera cuando tu padre muriera?” bajo los últimos escalones y el griterío le impidió escuchar más allá del jadeo de sorpresa de Laenor. 

No le daría tregua a Laenor, no le daría la paz que ansiaba, no cuando Laneor le había robado esa paz a él y a su esposa al mantener a Corlys vivo. 

Ante su llamado, Caraxes aterrizo directamente en el patio a sus espaldas y rugió con fuerza a la gente que gritaba, callándolos de manera efectiva. 

“¡No me importan sus luchas! ¡Si quieren mantener sus hogares, háganlo!” le grito a horda de nobles que un momento antes gritaba como mercaderes. 

Desde que Rhaenyra había ordenado la apertura de la Muralla Negra, los nobles que quedaban, principalmente hijos, hermanos, algunas esposas y niños había entrado en pánico y exigían a diario que las volvieran a cerrar y expulsaran a los plebeyos que había ingresado en masa. 

“¡Luchen por ellos!” Daemon se burló de las miradas de miedo de algunos hombres, seguramente tíos o hermanos de las cabezas de familia que había matado en la Mansión de Saera. “O no lo hagan, no me importa mientras paguen sus impuestos...” 

Un último rugido de Caraxes termino aterrorizando a la gente y Daemon se dirigió al cuartel. 

Explotaría Volantis, se desharía de la nobleza podrida y permitirá que la gente honrada y común tuvieran vidas mejores. 

Volantis un día sería un Principado, ya que por la distancia no sería prudente que perteneciera a los Siete Reinos, y esa decisión de su esposa lo había maravillado por su inteligencia, dado que a él no se le había ocurrido más que su primogénito tendría que viajar mucho a ver sus reinos lejanos. 

Gobernado nuevamente por los dragones. 

Termino de dividir los escuadrones y las ordenes de soldados, entregando instrucciones claras a sus comandantes y capitanes. 

“Mi Príncipe, el herrero ha llegado.” y un hombre de hombros anchos, cabello tan rubio como el suyo y que portaba una elaborada caja de metal, entro a su solar en el cuartel. 

Príncipe Dragón. ” su Valyrio era lo más cercano que había al suyo en Volantis, y Daemon supo que este hombre era una semilla de dragón sin lugar a dudas. 

Varro .” le indico que podía colocar la caja en la mesa y el hombre lo hizo con una mirada solemne. “ Terminaste justo a tiempo.”  

“Lo jure.” abrió la caja y Daemon admiro su encargo. 

Tras la idea de las marcas, Daemon había ordenado un sello especialmente para seguir marcando a sus soldados y sirvientes, del tamaño de un dragón de oro, el más grande tenía el sello de su casa hecho delicadamente, había un segundo sello que tenía únicamente un dragón con una corona en la parte superior que sería el sello de Rhaenyra. 

Su esposa había luchado con él por la idea, ella quería honrar a sus antepasados, demostrar que era una verdadera Targaryen, y Daemon le había insistido. 

Ella sería le primera Reina gobernante por derecho propio, debía tener un sello personal que fuera único. 

Al final había estado de acuerdo siempre y cuando lo usara para sus asuntos personales y no aquellos que involucraban a la Corona. 

Y a Daemon le había encantado esa idea. 

Así que además de encargar el sello con el que marcarían a cada miembro de su casa, ordeno un anillo, un sello para cartas, una pulsera y un collar con el nuevo sello de su esposa. 

Iban a ser regalos maravillosos para las siguientes semanas. 

“Mi Príncipe.” Mirra, la doncella principal de su esposa, ingreso a su solar haciendo una reverencia rápida. “El barco esta listo para zarpar al amanecer, he instruido que doncellas y sirvientes serán admitidos y la sanadora Tallulah ha terminado de subir sus baúles.” 

Daemon asintio satisfecho. “Bien, el barco de Lady Velaryon debería estar por llegar a nuestro destino alrededor del mismo tiempo que nosotros, por lo que te veremos dentro de una quincena si los vientos son favorables.” 

“Así se hará, su Alteza.” salió con la misma rapidez y Daemon supo que iba a despedirse de Rhaenyra, dado que pasarían un tiempo separadas. 

Con todo organizado, paso su última noche en Volantis disfrutando del cuerpo de su sobrina, queriendo darle un recuerdo feliz de sus últimos momentos en ese lugar más allá del horror de su secuestro. 

Y al amanecer, todos los soldados y sirvientes que se quedarían a cumplir sus órdenes y llevar la visión de Rhaenyra sobre Volantis a la vida, los despidieron en el patio principal, muchos de ellos con lágrimas en los ojos y todos con reverencia y respeto en sus miradas. 

Rhaenyra viajaría con él, dado su embarazo, no querían arriesgarse a que ella se sintiera mal en pleno vuelo y no tuviera asistencia, no es que él fuera de mucha ayuda, pero la menos podía sostenerla y tomar parte del peso de su vientre para que ella no estuviera tan incómoda. 

La ayudo a montar a Caraxes de nuevo y juntos se elevaron a los cielos, Syrax volando en círculos cerrados alrededor de Caraxes mientras rugía con fuerza. 

“Vamos, corazón de fuego... es hora de llevarte a tu nuevo hogar.” y volaron al suroriente. 

El penúltimo día del año, y los dragones se alejaron de Volantis, dejando atrás a solo una cría para vigilar la ciudad. 

... 

Rhaenyra  

Volar en los brazos de Daemon siempre era una experiencia hermosa. 

Envuelta en la seguridad de sus brazos, con Caraxes llevándolos a su reino en los cielos y Syrax compartiendo su alegría por la libertad a su lado. 

Volaron un día entero, con solo un par de paradas para hacer sus necesidades bajo la insistencia de Rhaenyra, ya que con él bebe en su vientre no tenía la misma resistencia, y para comer y descansar un poco. 

Llegaron a su lugar de descanso por la noche, una diminuta isla en una serie de islotes donde solo había una docena de palmeras y arena blanca y lisa. 

Daemon armo su cama, un petate de plumas que Syrax llevaba en su alforja y ambos durmieron enredados bajo el ala de sus dragones que parecieron fundirse en uno. 

Entrelazados, Syrax y Caraxes se enroscaron y abarcaron casi la totalidad de la diminuta isla y Daemon les hizo un hueco bajo su ala. 

Al siguiente día, despertaron bajo el sol del mediodía, completamente relajados y disfrutando del calor del sol cubriéndolos. 

Rhaenyra reconoció la isla como aquella que había sido también su parada hace más de un año, cuando Daemon la había introducido a la ropa Valyria adecuada. 

Su desayuno consistió en pan duro con queso de cabra y miel, unos frutos secos y agua con trozos de dátiles, todo sacado de la alforja de Syrax. 

“Sabes, no comí ni la mitad de bien en los Peldaños de Piedra, y eso que al menos ahí tenía una tienda de acampar adecuada.” Daemon se burló un poco, comiendo sus nueces bañadas en miel. 

Rhaenyra se guardó sus quejas por el desayuno, teniendo un antojo terrible por sus moras con crema fría que eran imposibles de trasladar a lomos de dragón sin que la crema se agriara. 

Pero cuando se preparaban para volver a elevarse a los cielos... 

Vengan a mí.  

“Daemon... ¿escuchaste eso?” Rhaenyra se paralizo, su corazón acelerado y él bebe pateando con fuerza su costado. 

“¡¿Quién está ahí?!” Daemon grito, sacando su espada y colocándose en posición de lucha. 

Con un brazo la hizo colocarse a sus espaldas, con los dragones protegiendo su flanco desprotegido, actuando él mismo como un escudo humano. 

Vengan a mí.  

“¡Daemon!” Rhaenyra se aferró a su esposo, el miedo llenando su cuerpo. 

Ambos giraron de un lado a otro, buscando la fuente de la voz, pero en la isla solo estaban ellos y sus dragones. 

No había otra persona, no forma de que llegara a ellos tan fácilmente. 

Vengan a mí.  

La voz era más fuerte, antigua y oscura. 

Vengan a mí.  

Y cualquier rastro de miedo desapareció de repente. 

Rhaenyra conocía esa voz. 

El recuerdo de su boda, de sus mentes uniéndose, de la bendición de los Dioses, resonó en su mente, trayéndole paz. 

Daemon bajo su espada, pero no la envaino, aun mirando con desconfianza a su alrededor. 

Vengan a mí. Los estoy esperando.  

“Daemon...” 

“Lo sé...” 

Ambos se miraron con confusión, sus mentes unidas por aquel hilo invisible siempre en sintonía, vibrando por el llamado. 

“Vamos.” Daemon la ayudo a subirse a Caraxes, y luego monto él. 

Y como si incluso sus dragones lo sintieran, volaron hacia el este. 

El llamado cada vez más fuerte. 

Vengan a mí.

La voz en sus cabezas, guiándolos a lo desconocido. 

“¡Daemon!” Rhaenyra grito al comprender a donde se dirigían. 

Daemon la abrazo con más fuerza. “No sé si puedo parar.” le susurro mirando hacia el frente. 

El borde de una isla apareciendo en el horizonte. 

Una isla fracturada. 

Rodeada de agua humeante. 

El silencio era abrumador, solo el ruido del aleteo de los dragones llenaba el vacío. 

Incapaz de hacer otra cosa que seguir el llamado, Caraxes los llevo por encima de montañas destruidas, las ruinas de Valyria bajo sus pies. 

Ni siquiera el Terror Negro: Balerion, había sobrevivido intacto a su viaje a Valyria. 

“Rhaenyra...” Daemon suspiro su nombre, envolviéndola en sus brazos y mirando impotente como comenzaban a descender. 

El aire caliente olía a azufre, tan penetrante que hizo que los ojos de ambos lagrimearan. 

Syrax aterrizó en la isla primero, una isla rota, un fragmento, dónde las ruinas de lo que una vez fue un templó, quedan a la vista frente a ellos en una exhibición de trozos de piedra y metal destruidos. 

No había ni rastros de árboles, nada más que las ruinas del templo. 

“¿Crees que la piedra era negra o…?” la curiosidad de Rhaenyra calmó parte de su miedo, enfocándose en lo que podía aprender más que en lo que les podía pasar estando ahí. 

Daemon, claramente sintiendo lo mismo que ella y con sus manos firmemente sosteniendo su vientre por detrás de ella, consintió su pregunta. 

“…Según los textos, los templos eran de piedra negra en su exterior, para que cuando los dragones los bañaran con su fuego en ceremonias no se notará…” susurro, temeroso de perturbar el lugar  

Caraxes aterrizó entro lo que parecía una torre derrumbada y una piedra gigantesca que aparentaba ser la causa del derrumbe. 

Daemon la soltó y Rhaenyra volvió a sentir el peso de su vientre haciéndola inclinarse hacia adelante. 

Se bajó con cuidado, dejando a Rhaenyra a lomos de su dragón, y Syrax pronto apareció sacudiendo la tierra con su caminata torpe hasta que se puso al lado de Caraxes. 

Noto que ninguno de los dragones había rugido, se mantienen alertas pero silenciosos, sus ojos mirando en todas direcciones con velocidad. 

Rhaenyra vio a su esposo caminar con espada en mano, girando su cabeza con lentitud, buscando amenazas con atención. 

Hizo un recorrido minucioso, sin encontrar a otro humano o animal y regreso a ella con la espada sostenida floja en su mano pero sin envainar. 

“¿Deseas… deseas bajar?” su pregunta era insegura, porque su querido tío no quería que bajará. 

Rhaenyra asintió, la voz en su cabeza, en la de ambos, seguía sonando como un cántico que los envolvía y guiaba, y tenía la seguridad de que no pararía hasta que llegaran… a donde sea que tuvieran que llegar. 

Daemon envaino su espada para poder ayudarla, y se acercó para envolverla mientras ella se deslizaba del lomo de Caraxes al piso con cuidado. 

Su gigantesco vientre impidiéndole ver nada más allá de él. 

Su bebé estaba inquieto, moviéndose en su vientre si parar pero sin darle patadas bruscas como acostumbraba, patadas tan fuertes que a veces le robaban el aliento. 

Hoy era como un pececillo girando una y otra vez. 

Cuando sus pies tocaron el piso, Daemon se arrodilló y beso su vientre, sintiendo al bebé moverse con una pequeña sonrisita. 

“Shhh, pequeño dragón, que lastimas a tu madre…” canturreo acariciando su redondez. 

Y con la voz de su padre, el bebé se calmó, como si este fuera un encantador de dragones. 

Gracias

Daemon se elevó y la beso en la frente. 

“Mantente a mi lado, corre si te digo que corras, Rhaenyra…” 

“¡No te dejare!” Rhaenyra lo interrumpió, horrorizada por la idea de dejarlo atrás. 

“¡Estás embarazada de nuestro hijo! ¡Moriré protegiéndolos si es necesario, pero tú…!” 

“¡Moriré sin ti y lo sabes!”  

Y con eso lo detuvo. 

En sus sueños… ella había muerto ante la mirada del hijo de ambos, y prefería morir con este bebé en su vientre que volver a obligarlo a pasar por algo similar. 

Daemon le había jurado que no la volvería a dejar, que si morían… sería juntos. 

Ella no lo permitiría, ni su muerte ni la de su tío, pero debía quitarle a su esposo esa noción de sacrificarse por ella. 

Su tío hizo un sonido ahogado y la miro con ojos entrecerrados. 

Cuando noto que ella tenía lágrimas en los ojos, su ceño se suavizó y se permitió un instante para envolverla en sus brazos, Rhaenyra se relajó en el abrazo de su esposo. 

“Nos está llamando.” Le recordó dando un paso atrás y tomando su mano para guiarlo. 

Daemon se adelantó con velocidad y se puso al frente en una posición protectora. 

Vengan a mí.  

Rhaenyra obliga a Daemon a avanzar, la resistencia de su esposo a ponerla en peligro es adorable, pero irritante dada la situación. 

Sus Dioses los están llamando. 

Las Catorce Llamas.  

Rhaenyra y Daemon deben acudir al llamado. 

No es una opción. 

Caminan por el terreno sombrío con pasos firmes y lentos. 

Daemon atento a cualquier amenaza. 

Rhaenyra aprendiendo todo lo posible de aquel lugar. 

Escuchar rugidos a lo lejos, ruidos llenos de agonía que les ponen los pelos de punta, pero no hay sonidos de vida. 

Sin gente, no hay insectos, aves o animalillos, no hay plantas, solo piedra quemada y tierras destruidas. 

Es desolador. 

Rhaenyra siente ganas de llorar al pensar en la belleza que debió existir en este lugar y que fue borrada en un instante por el cataclismo que elimino su hogar. 

Porque no importa lo que digan los Ándalos y nobles de la corte, el hogar de los Targaryen siempre será Valyria. 

“Catorce volcanes, que siempre estuvieron activos... entraron en erupción repentina al mismo tiempo, la tierra misma exploto, llovió fuego, lava tan caliente que ni siquiera los dragones pudieron resistir su calor.” Daemon hablo con voz solemne, comprendiendo la sensación de perdida que ella sentía, porque él se sentía exactamente igual. “Y al final... la Gran Ola termino por destruir lo que quedaba, haciendo de Valyria mil islas fragmentadas...” 

El recordatorio del fin de su patria los lleno de tristeza y cada paso que daban sobre aquella tierra maldita, se sentía más pesado. 

Ingresaron a los restos del templo y ambos se congelaron ante la vista frente a ellos. 

Catorce estatuas, cada una dedicada a sus Dioses principales... destruidas, todas ellas. 

Partidas por la mitad, cabezas cortadas, miembros faltantes. 

La piedra se esparcía por el piso en lo que parecía una masacre de Fe. 

“Daemon.” Rhaenyra jalo a Daemon a una de las estatuas, aquella que parecía estar más completa.  

Su rostro, sereno pero ajado por una tristeza inmemorial, no era el más hermoso entre las estatuas, pero sí el que más dolía contemplar dado que era el único completo. De su espalda surgían alas enormes, oscuras como presagios, y, aunque su cabeza se mantenía erguida y su cuerpo envuelto en la toga ceremonial parecía desafiar al olvido, su condena era inevitable. Las manos, mutiladas, y las piedras desparramadas a sus pies eran los últimos testigos de una gloria ya extinguida, un susurro roto en medio de la devastación, donde ninguna belleza había logrado salvarse de la mano implacable de la destrucción.    

Manchas de ceniza cubrían su figura, y el polvo, junto con una gruesa capa de piedra negra, probablemente lava solidificada, que rodeaba su base, le conferían un aspecto imponente y terrible, demostrando que solo era una reliquia surgida del cataclismo que destruyo su hogar. 

Sin embargo, sus manos, destrozadas y carcomidas, y las piedras desparramadas a sus pies, clamaban la verdad irrefutable: ninguna belleza, por divina que fuera, había sobrevivido al juicio final que arrasó cuanto alguna vez fue sagrado. 

“¿Quién es?” Rhaenyra se preguntó en voz alta, su mirada fija en la estatua, intentando encontrar algún rasgo que la identificara, desesperada por desvelar el misterio de sus Dioses. La quietud de la figura, tan imponente, parecía guardarse secretos demasiado antiguos para ser comprendidos, y sin embargo, algo la llamaba a desentrañarlos. 

Daemon, al principio desconfiado, finalmente pareció entrar en razón. Este lugar no representaba peligro, al menos no para ellos, y sin decir palabra, permitió que su esposa se acercara a investigar la estatua sin intervenir. 

Pero él mismo, impulsado por una curiosidad feroz, no pudo resistir el impulso de seguirla. 

Con su altura, Daemon se concentró en la parte superior de la figura, analizando los rasgos esculpidos con una minuciosidad ansiosa. Sus ojos recorrieron la forma de la trenza, buscando respuestas, buscando algún patrón oculto entre los cabellos de piedra. La estatua, que se elevaba el doble de su altura, casi parecía desafiarlo, pero su mirada persistió, como si cada detalle pudiera tener un significado secreto. 

“¡Su trenza!” Daemon exclamó, trepando rápidamente sobre la piedra solidificada, su corazón palpitando al ver el peinado. “Son solo dos trenzas, entrelazadas en un patrón… es… un nudo… sin principio ni fin…” 

“¡Shrykos!” Rhaenyra gritó, el reconocimiento surgiendo en su mente como un relámpago, el nombre de la Diosa resonando en sus labios. Solo ella podría tener un peinado tan peculiar. 

En ese momento, algo crujió, un ruido profundo y resonante, como piedra partiéndose, llenó el aire, dejando a ambos en silencio. 

Sí.  

Solo una palabra, fuerte y firme, que retumbó en sus corazones.  

Daemon descendió rápidamente de la torreta improvisada y saltó hasta ponerse junto a Rhaenyra. Su mirada se cruzó con la suya, y en su silencio compartido, ambos entendieron la magnitud de lo que habían descubierto. 

“La Diosa del comienzo, del final.” Rhaenyra murmuró, su voz tan firme como el latido acelerado de su corazón. 

Del principio…  

Del medio…  

Del final…  

“Nos inclinamos ante ti.” Daemon dijo, ayudando a Rhaenyra a arrodillarse, luego colocándose a su lado, ambos en reverencia ante la estatua. “Diosa Shrykos.” 

Los dos sentían el peso de la presencia que los rodeaba, el aire cargado con una tensión palpable. Sus corazones latían al unísono, ambos temblando ante la majestad de lo que representaban. 

Una ofrenda, Daemon, necesitamos una ofrenda. 

El pensamiento de Rhaenyra llegó como una daga, afilada por el pánico. 

Daemon asintió, sin palabras, y sacó su espada, Dark Sister brillando con un destello de acero afilado en la penumbra. En un acto de sumisión, ambos cortaron sus manos con la misma precisión, derramando su sangre sobre los pies de la estatua, como una promesa de devoción y sacrificio. 

La estatua, como si hubiera estado esperando ese momento, absorbió la sangre con una rapidez que casi pareció sedienta. 

“Los he estado esperando.”  

La voz resonó más fuerte, como si la ofrenda hubiera fortalecido su presencia, como si la estatua cobrara vida con cada gota derramada.  

“Los he estado llamando durante mucho tiempo.”  

Rhaenyra, sintiendo el estremecimiento de su propia carne, tembló ante la idea de haber ofendido a la Diosa, su voz temblorosa al responder: 

 “Lo siento, hemos acudido a tu llamado en cuanto lo hemos oído.” 

“Al menos ustedes escucharon.”  

El miedo los invadió, como una sombra que no podía ser apartada. Ninguno de los dos habló más, atrapados en la magnitud de la presencia ante ellos, sabiendo que, en ese momento, su destino estaba irremediablemente ligado a la voluntad de Shrykos, la Diosa que dominaba el comienzo, el medio y el final de todo. 

Rhaenyra experimentó una epifanía en ese instante, como si una verdad oculta se desvelara ante ella con una claridad fulminante. Shrykos había sido la fuerza que había enviado los sueños, la voz que les había hablado en su boda… la misma presencia que, en silencio y desde las sombras, había tejido los hilos de sus destinos a lo largo de los años. 

No pudo evitar preguntarse, con un temblor profundo recorriéndola, si esa misma mano invisible había tocado también las vidas de todos los Targaryen… de todos los Valyrios… Si, quizás, Shrykos había sido la que los había guiado desde el principio, moviendo los destinos de un linaje que había creído ser dueño de su propio poder, cuando en realidad, todo había sido parte de un plan mucho más vasto y antiguo de lo que jamás hubieran imaginado. 

Sí… no…  

Las palabras danzaban en su mente, pero no encontraba forma de darles forma. Rhaenyra se enfocó en el rostro de la estatua, buscando respuestas a sus preguntas en los ojos tallados en la piedra pálida, pero la claridad se le escapaba como agua entre los dedos. La revelación se cernía sobre ella como una niebla densa y fría, apretando su corazón con una presión que casi la hacía perder el aliento. Era como si el mismo aire se hubiera vuelto más espeso, imposible de respirar, ahogando cada intento de pensamiento. 

Sus ojos recorrían el rostro esculpido de Shrykos, buscando algún indicio, alguna señal en esos ojos de piedra que pudieran explicarle por qué. ¿Por qué a ella? ¿Por qué a su familia? Pero solo encontraba la quietud inmutable de la estatua, como si la respuesta estuviera más allá de su alcance, como si fuera un eco distante de un tiempo que ya había pasado. 

En ese instante, la misma estatua parecía contemplarla, como si también estuviera esperando, observando su lucha interna. Rhaenyra sintió una oleada de vulnerabilidad, una conexión extraña entre ella y la figura que tenía ante sí. Era como si Shrykos estuviera presente, no solo en la estatua, sino también dentro de su mente, susurrando en su interior, acechando cada pensamiento, cada pregunta. 

“No puedes escapar de tu destino”, murmuró Rhaenyra para sí misma, las palabras flotando en el aire, aunque sabía que la estatua no podría escucharla. Pero el miedo ya se había apoderado de ella. El miedo de no tener control, el miedo de que todo lo que había creído hasta ahora fuera solo una pieza más en un juego que no entendía. 

Daemon, a su lado, la observaba en silencio, viendo cómo el peso de la revelación la consumía. Él también sentía la presión, aunque no sabía cómo expresar el abismo de pensamientos que se abrían ante ellos. No había palabras suficientes para describir lo que ambos sabían en sus corazones, la certeza de que algo mucho más grande que ellos los había tocado, algo que ni siquiera los Targaryen, ni el poder de los dragones, podían comprender. 

Les daré respuestas... a sus preguntas...  

La voz resonó nuevamente, profunda y enigmática, envolviéndolos como un susurro en el viento. La presencia de Shrykos se sentía aún más fuerte, más palpable, como si la estatua misma cobrara vida. Pero esta vez, la voz los regresó al presente de manera abrupta, como un golpe en la conciencia, empujándolos a la realidad que, en ese momento, parecía más un sueño inquietante que una verdad tangible. 

Justo a tiempo para ver cómo la piedra que cubría los pies de la estatua comenzó a fundirse, desmoronándose lentamente como cera derretida. Un resplandor tenue, de un brillo rojo y sobrenatural, emergió de la abertura que se formaba. El sonido de la piedra quebrándose y disolviéndose llenó el aire, profundo y reverberante, como si el templo mismo estuviera despertando de un largo sueño. 

Una grieta se abrió a sus pies, y en su interior, lo que antes parecía ser una base sólida y segura, ahora revelaba un pasillo oscuro, serpenteante, que parecía tomar forma de manera misteriosa, como si fuera una extensión de la voluntad de la Diosa misma. El aire que emanaba de la abertura era denso, cargado de una energía que ambos podían sentir en sus pulmones, como si cada respiración se impregnara de siglos de conocimiento ancestral y poder oculto. 

El pasillo se extendía hacia las entrañas del templo, guiándolos hacia lo desconocido. La sensación de estar siendo llamados a través de esa abertura era innegable. Rhaenyra y Daemon intercambiaron miradas, sin palabras, sabían que el camino ya no tenía regreso. 

La estatua, inmóvil pero omnipresente, los observaba, como si los incitara a seguir adelante, a adentrarse más profundamente en los misterios que la rodeaban, en las oscuras entrañas de su voluntad. 

Con el rostro lleno de tensión, Daemon observó la abertura que se abría ante ellos. Un torbellino de pensamientos y emociones se agitaba dentro de él, pero lo único que podía ver en ese instante era la figura de Rhaenyra, su mirada fija y su cuerpo tan vulnerable, tan humana, ante lo que se extendía ante ellos. 

Con una delicadeza que solo él podía ofrecer, Daemon se acercó a ella, sintiendo la presión en su pecho, esa sensación de que estaban a punto de cruzar un umbral del que no había retorno. Le extendió la mano, y con un suspiro profundo, ayudó a Rhaenyra a levantarse, notando cómo su vientre redondo, el refugio de su hijo aún por nacer, se movía suavemente con su respiración. 

Una caricia suave recorrió el abdomen de Rhaenyra, un gesto protector, un susurro silencioso de amor y promesa. En ese instante, Daemon sintió que el peso de sus decisiones, de sus destinos, ya no dependían solo de ellos. Estaban al borde de algo mucho más grande, algo que podría desbordarse más allá de su control. Pero no podía retroceder. Ni él, ni ella. 

"Todo estará bien," murmuró Daemon, aunque en su interior, el eco de la incertidumbre resonaba fuerte, y sabía que las palabras no eran más que un consuelo vacío. 

Juntos, tomados de la mano, comenzaron a caminar hacia el portal, una oscuridad profunda que parecía devorar cada rayo de luz. El pasillo se alargaba ante ellos, un túnel sin fin que los atraía con la misma fuerza con la que los retenía en su interior. Cada paso que daban parecía retumbar en sus corazones, cada uno más pesado que el anterior, como si estuvieran siendo absorbidos por la misma voluntad de la Diosa que los había convocado. 

El aire se volvía más denso, cargado de una energía que rozaba lo sobrenatural, y el eco de sus pasos resonaba en las paredes de piedra, como si el templo mismo estuviera escuchando, aguardando. Rhaenyra, aún con el corazón acelerado, sentía el peso del momento, pero más allá de todo, había una sensación indescriptible de inevitabilidad, como si la Diosa los estuviera guiando hacia algo trascendental. 

Cada sombra que caía sobre ellos parecía tener una vida propia, y el silencio se hacía más denso, más pesado. Rhaenyra y Daemon, unidos en ese viaje hacia lo desconocido, compartían no solo el peso de la revelación, sino también la fuerza de su vínculo, tan intenso y tan inquebrantable como la oscuridad misma que los rodeaba. 

Les daré conocimiento...  

Sabiduría...  

Rhaenyra avanzaba, paso tras paso, como si el mundo se desvaneciera a su alrededor, dejándolos a ellos dos, atrapados en el centro de algo mucho más grande que cualquier guerra o intriga que hubieran conocido. La oscuridad parecía envolverlos más con cada movimiento, y el aire era espeso, impregnado de una extraña sensación de presagio. 

En su pecho, el miedo latía con fuerza, y aunque intentaba ignorarlo, el pensamiento persistente la acosaba: Esto será un intercambio. 

El susurro de esa idea, como una sombra que se alzaba en su mente, la aterraba más que cualquier otra cosa. ¿A cambio de qué? Se preguntaba, con la sensación de que cualquier respuesta que diera la habría condenado, cualquiera que fuera el precio que tendrían que pagar. Pero en su corazón, ya sabía que no podía retroceder. Sabía que esta era una elección que no tenía vuelta atrás. 

Con cada paso, el peso de la incertidumbre crecía, pero su determinación no vaciló. Finalmente, llegaron a un umbral marcado por una puerta de piedra negra, tan oscura que parecía absorber la luz que la tocaba. Tallados en la superficie, dos dragones entrelazados en un patrón intrincado cubrían la puerta, sus ojos de piedra aparentemente vivos, mirando fijamente a Rhaenyra, como si pudieran leer sus pensamientos. La entrada estaba cerrada, pero no parecía que fuera solo una puerta física; algo más había allí, algo que los desafiaba a ir más allá. 

Rhaenyra se detuvo frente a ella, su respiración más agitada, su mano temblando ligeramente al sostener la de Daemon. El calor de su marido, a su lado, le ofreció una breve sensación de consuelo, pero la presión de la situación era demasiado grande para que pudiera tranquilizarse. 

Con todo el valor que pudo reunir, y con la voz temblando solo levemente, Rhaenyra hizo la pregunta que la aterraba, las palabras saliendo de sus labios como un susurro bajo: 

“¿Qué se exige a cambio de las respuestas que buscamos?” 

El silencio que siguió a su pregunta fue tan absoluto que ni siquiera el eco de su voz se escuchó más allá de la puerta. 

Daemon se quedó en silencio, su rostro imperturbable, pero sus ojos reflejaban la misma preocupación. La sensación de que todo lo que habían vivido hasta ese momento era solo una preparación para este preciso instante se cernía sobre ellos como una niebla oscura. 

Esperaron, pero la puerta permaneció cerrada, y el silencio, denso y pesado, se alargó en el tiempo, como si el templo, o la misma Diosa, estuviera ponderando la pregunta antes de responder 

El silencio se estiró como una cuerda tensa, y el aire enrarecido alrededor de ellos parecía vibrar con una energía inquietante. Los ojos de Rhaenyra no se apartaban de los dragones tallados en la puerta, como si esperara que de alguna manera ellos pudieran ofrecerle una pista, una respuesta. Sin embargo, lo único que escuchaba era su propio pulso retumbando en sus oídos, el suave zumbido de la incertidumbre. 

Y entonces, un leve dolor recorrió su palma. 

Bajó la mirada y vio cómo su mano comenzaba a sangrar, el rojo oscuro de su sangre contrastando contra la piel pálida y la fría piedra. Había sido un corte pequeño, casi imperceptible, pero la visión de su propia sangre, brillando contra la oscuridad del templo, hizo que el miedo se apoderara de su corazón con una claridad aterradora. 

Miró fijamente el hilo de sangre que caía de su palma del corte anterior, y en ese instante, la verdad la golpeó como un rayo. 

Comprendió el precio. 

Su sangre. 

No necesitaba palabras para saberlo.  

Era un intercambio. 

¿No es así?  

Su sangre era la llave.  

Una ofrenda. 

Daemon, al notar el cambio en su rostro, la miró con preocupación, pero Rhaenyra ya sabía lo que debía hacer. Sabía que no podía echarse atrás, no ahora. El camino había sido trazado, y ellos ya estaban en él.  

Coloco su mano sangrante dentro de las fauces abiertas de uno de los dragones y Daemon imito su movimiento con el segundo dragón.  

La puerta comenzó a abrirse. 

Estaban a la mitad del camino. 

Sin embargo, algo en su interior, algo profundo y ancestral, le decía que esto era solo el principio. 

El medio... no el principio.  

Los dragones tallados en la piedra parecieron cobrar vida, sus ojos brillando con un fulgor rojo.  

Y entonces, un sonido profundo, resonante, surgió desde el interior de la puerta, como si una voz, antigua y poderosa, hablara desde las entrañas del templo. 

La sangre de los Targaryen... sangre de dragones...  

Las palabras flotaron en el aire, un susurro que pareció atravesar el tiempo y el espacio, llenando el templo con un poder palpable. Rhaenyra sintió la gravedad de esas palabras calar en lo más profundo de su ser, como si cada gota de su sangre, la que corría en sus venas, perteneciera a algo mucho más grande, mucho más antiguo que ella misma. 

Con ese eco resonando en su mente, la puerta comenzó a abrirse lentamente, un crujido bajo, como si estuviera despertando de un largo letargo. La oscuridad más allá del umbral se fue disipando, y una luz dorada, suave pero intensa, iluminó la habitación que se extendía ante ellos. Cada paso parecía retumbar en las paredes de piedra, resonando en el vacío del templo. El pasillo, oscuro y vasto, se estiraba hacia lo desconocido, invitándolos a avanzar, a dar el siguiente paso en su viaje hacia respuestas que aún parecían tan esquivas como los dragones perdidos. 

Ellos eran los últimos Señores Dragón... Daemon y ella, y el bebé que crecía en su vientre, el último de su linaje, el último bastión de una casa que había dominado los cielos con su fuego y su fuerza.  

Eran la última esperanza de revivir una civilización destruida, un imperio de dragones que había caído en ruinas, reducido a cenizas hace un siglo por un cataclismo devastador del que habían escapado solo por un sueño... Pero aún había algo en ellos, algo en su sangre, que llevaba la chispa de lo que una vez fue y, tal vez, podría serlo de nuevo. 

La promesa de revivir ese legado ardiente parecía más fuerte que nunca mientras la puerta se abría ante ellos. La esperanza de más hijos, de más dragones, de restaurar lo que se había perdido. Todo eso era ahora un destino palpable, algo que parecía encarnarse en la figura de su bebé, aún protegido en su vientre, el futuro que los unía y los empujaba hacia adelante. 

Rhaenyra apretó la mano de Daemon, sintiendo la conexión entre ellos, el entendimiento tácito de que, aunque el camino frente a ellos era incierto y lleno de desafíos, lo recorrían juntos, por lo que representaban, por lo que podrían llegar a ser. 

El pasillo los llamaba, el calor dorado de la luz creciente parecía emanar de las entrañas mismas de la tierra, como si el templo estuviera vivo, respirando, esperando su llegada. Y en ese silencio, en esa quietud cargada de expectativas, Rhaenyra sintió que su destino estaba por desvelarse ante ella, que la oscuridad que los rodeaba era solo el umbral de algo mucho más grande, mucho más trascendental. 

“Vamos, mi amor,” murmuró Daemon, su voz firme, pero cargada de emoción. No necesitaba decir más. Ambos sabían lo que estaba en juego. Ambos sabían que este era un momento que cambiaría el curso de la historia de los Targaryen. 

Y juntos, dieron el paso hacia la oscuridad, hacia lo desconocido, hacia un futuro que, sin importar los riesgos, debían abrazar. 

Avanzaron atravesando el último fragmento del pasillo, la luz dorada que los rodeaba crecía con cada paso, hasta que finalmente cruzaron un arco de piedra, adornado con intrincados símbolos de dragones. Cuando cruzaron el umbral, la escena que se desplegó ante ellos los dejó sin aliento. 

Frente a ellos, había una habitación impresionante, redonda, de proporciones imponentes, sus paredes llenas de estantes antiguos, cubiertos de polvo, pero aún visibles a la tenue luz que emanaba del templo. El aire estaba impregnado de un aroma a papiro envejecido y madera antigua, como si el tiempo mismo hubiera sido detenido en este lugar sagrado. En los estantes, reposaban libros antiguos, sus lomos dorados y cubiertas de cuero desgastado reflejaban la magnificencia de su origen. Cada uno parecía un tesoro invaluable, un pedazo de la historia que había perdurado más allá de los siglos. 

A lo lejos, sobre una mesa de piedra, descansaban dagas y espadas, todas forjadas en acero Valyrio, la misma aleación de legendaria resistencia y belleza que los Targaryen habían utilizado en sus batallas más épicas y que sus secretos se habían perdido junto con Valyria.  

Las empuñaduras, adornadas con grabados intrincados, reflejaban destellos plateados bajo la luz, mientras que las hojas de las armas brillaban con una intensidad sobrenatural, como si la magia antigua residiera en cada fibra de acero. 

Pero lo que más los sorprendió fueron las piedras preciosas esparcidas por las mesas y estantes. Algunas eran tan grandes como puños, otras pequeñas como cuentas, pero todas parecían brillar con un fulgor propio, como si contuvieran dentro de ellas una magia latente, una energía que se podía casi sentir al rozarlas. Unas emanaban una luz cálida, dorada, mientras que otras destellaban en tonos de azul y verde, como si tuvieran vida propia, pero eran las rojas las que parecían llamarlos, como si los reconocieran. 

La habitación parecía ser un salón de conocimientos y reliquias, una sala que guardaba secretos que los Valyrios habían protegido durante siglos. Cada objeto parecía tener su propia historia, y Rhaenyra no pudo evitar pensar en el significado detrás de cada espada, cada piedra, cada libro. Todo en ese lugar parecía haber sido hecho para preservar el legado de una civilización perdida, pero también para guiarlos hacia algo más grande, algo aún por descubrir. 

Fue entonces cuando la voz de la Diosa Shrykos resonó en el aire, profunda y resonante, como si proviniera de todos los rincones de la habitación. La luz dorada que llenaba la sala vibró, respondiendo a su llamado, intensificándose, como si la misma estructura del templo estuviera viva. 

Este lugar es sagrado , dijo la voz, vibrante de poder. Lo que está aquí debe ser protegido. No permitáis que caigan en manos equivocadas. El destino de los dragones, nuestro destino, el de los Dioses... de los humanos... depende de ello. Los elegí a ustedes... a ti, Rhaenyra... Daemon...  

Rhaenyra, aún en estado de asombro, miró a Daemon, sintiendo el peso de las palabras de la Diosa caer sobre ellos como una carga que ambos debían llevar. Proteger lo que estaba aquí, lo que había sido preservado a lo largo de generaciones, parecía ahora ser su misión. La responsabilidad era monumental, pero a la vez, un regalo: la oportunidad de restaurar lo perdido, de redimir su linaje. 

De llevar a su Casa a la gloria de nuevo. 

“¿Cómo?” murmuró Rhaenyra, casi temerosa de que la respuesta los llevara a algo aún más grande de lo que podían imaginar. Pero la voz de la Diosa ya se estaba desvaneciendo, dejando atrás solo una sensación de urgencia, de mandato. 

Las preguntas la invadieron. 

¿Como había sobrevivido esto?  

¿Alguien más había tenido sueños proféticos y habían intentado salvar lo más importante?  

¿Porque ella?  

¿Ellos?  

Daemon apretó la mano de Rhaenyra, sacándola de su mente curiosa y regresándola al presente, su mirada fija en las reliquias de la habitación. La Diosa les había hablado, y con esas palabras, había sellado su destino. 

“Lo protegeremos.” La voz de Daemon, suave pero decidida, resonó en el silencio de la habitación. “Lo haremos, Rhaenyra.” 

Rhaenyra asintió, su corazón latiendo con fuerza. Sabía lo que significaba: su futuro, el futuro de su hijo, y el destino de los Targaryen, ahora dependían de ellos más que nunca. La protección de este lugar no era solo una tarea, era una promesa de que el legado de los dragones nunca se perdería... y le trajo tanto alivio que por un instante tuvo ganas de llorar. 

La misma tarea que ellos ya se habían autoimpuesto, ahora estaba reforzada por la orden de una Diosa, y el peso de ello se sentía casi demasiado. La habitación que los rodeaba, llena de reliquias antiguas y objetos poderosos, ya no parecía solo un refugio, sino un templo de destino, cargado de un significado más profundo. Cada libro, cada espada, cada piedra preciosa, ahora no era solo un objeto valioso; era una pieza clave en el rompecabezas de su futuro, y su misión era preservarlo a toda costa. 

Rhaenyra miró a su esposo, sus ojos reflejaban la misma mezcla de determinación y temor. Sabían lo que esto significaba: no podían fallar. Lo que estaba en sus manos no solo era el futuro de los Targaryen, sino el de los dragones, la civilización Valyria y todos los secretos que los dioses habían dejado atrás. 

“Lo haremos, Daemon.” La voz de Rhaenyra salió más firme de lo que esperaba, pero aún sentía una presión en su pecho, como si todo el peso de la historia se hubiera descargado sobre ellos en ese mismo instante. 

Daemon asintió lentamente, su mirada fija en el centro de la habitación. En su rostro se leía la misma resolución, pero también una sombra de inquietud. Sabía que la tarea que les había sido encomendada no solo era monumental, sino también peligrosa. El mundo ya no era el mismo que cuando los Valyrios gobernaban con sus dragones todo el Feudo Franco de Valyria.  

Ahora solo quedaban ellos y tenían un Rey débil que ponía todo en peligro, Viserys jamás podría ser informando de esta misión y los Ándalos tendrían que ser mantenidos a oscuras y alejados de este tesoro a toda costa. 

Las sombras de la desconfianza, el olvido y las traiciones acechaban en cada esquina, y el poder que ahora sostenían en sus manos podría no ser suficiente para proteger lo que tenían, pero harían hasta lo imposible por lograrlo. 

“No podemos permitir que caiga en manos equivocadas.” La voz de Daemon resonó en el silencio de la habitación, firme como siempre, pero con un toque de gravedad que no podía ignorarse. “Estos objetos, estas reliquias... debemos asegurarnos de que no caigan en la tentación de aquellos que buscan usar nuestro legado para su propio beneficio.” 

Los Hightower. La Ciudadela, los maestres, los Ándalos... Los Velaryon.  

Rhaenyra miró las piedras preciosas que aún brillaban con una magia inconfundible. No solo eran joyas, sino llamados de poder, y en las manos equivocadas, podrían ser devastadoras. 

Los Hightower, si tuvieran la oportunidad pondrían sus codiciosas manos sobre ellas, tan ansiosos por poseerlas como por destruirlas. 

“Y si alguien viene por ellos...” Rhaenyra dijo, su mirada encontrando la de Daemon, la preocupación reflejada en sus ojos. “Si intentan tomar lo que es nuestro... lo que nos han encargado proteger...” 

“Nos enfrentaremos a ellos.” Daemon respondió sin titubear, su tono tan seguro como siempre. “No importa quién sea, sentirán las palabras de nuestra Casa, Fuego y Sangre será lo que recibirán.” 

Rhaenyra sintió una oleada de fuerza al escuchar sus palabras, pero también una responsabilidad más pesada que antes. No era solo una cuestión de supervivencia para su familia. No solo era la preservación de su linaje. Había algo más, algo más grande que debía ser protegido. El legado de los dragones y la esperanza de una civilización y la humanidad dependían de ellos. 

“Lo haremos.” Rhaenyra repitió, mirando a Daemon, sabiendo que juntos enfrentarían lo que fuera necesario. La promesa de protección que la Diosa había entregado no solo era un mandato, sino una carga compartida. 

Los dos caminaron lentamente hacia el centro de la habitación, rodeados por las reliquias del pasado, con un solo pensamiento en sus corazones: no podían fallar. No solo se trataba de restaurar a los dragones, sino de restaurar lo que una vez fue, lo que había sido perdido, y lo que podría ser el futuro de todos los Targaryen, los dragones y las tierras que alguna vez gobernaron. 

Ambos eran conscientes de que su misión iba más allá de ellos, de su linaje y de sus propios deseos. Sabían que un día, de su sangre, vendría el heredero prometido, el salvador que guiaría a la humanidad en una lucha desesperada contra la oscuridad y la muerte. La profecía de los Targaryen, transmitida a lo largo de generaciones, les hablaba de ese niño que nacería bajo circunstancias extraordinarias, destinado a enfrentar un mal que aún no comprendían en su totalidad. 

Ellos no repetirían los errores de sus antepasados, no dudarían de sus Dioses, no cederían ante hombres más débiles, y por ello debían aprender todo lo que pudieran, transmitirlo, protegerlo. 

Pero, al estar en ese mismo lugar, rodeados de las reliquias que ellos mismos debían proteger, la promesa se hacía más tangible. No era solo una historia lejana, ni un destino que esperaba en el horizonte. La prueba tangible de lo que se les había encomendado, de lo que vendría después, se alzaba frente a ellos, envuelta en las sombras de la historia. 

El pensamiento de que habían estado tan cerca de ser completamente destruidos por los errores de su padre se deslizó en la mente de Rhaenyra, y un escalofrío recorrió su columna vertebral.  

El peso de todo lo que representaba esa misión, la lucha contra lo que estaba por venir, se hizo más real en ese instante. 

Era su deber preparar el camino para las siguientes generaciones, ese siempre fue el trabajo de los Targaryen y habían estado fallando. 

Daemon, a su lado, parecía compartir ese mismo pensamiento. En su rostro se reflejaba una comprensión profunda y a la vez un temor primordial. Aunque era un hombre de valentía, incluso él sabía que lo que les aguardaba podría ser más grande y más oscuro de lo que podían imaginar. Había cosas que ni siquiera él, en su vida llena de batallas y dragones, podría enfrentar solo. 

“Esto es más grande que nosotros, Rhaenyra.” La voz de Daemon salió grave, llena de un temor reverente que rara vez mostraba. “El heredero prometido... no es solo un Targaryen. No puede ser el último de los dragones, la última esperanza de los hombres, no podemos dejarlo solo...” 

Rhaenyra asintió, su mente corriendo tan rápido como su corazón. El futuro de la humanidad descansaba sobre los hombros de un niño que aún no había nacido, pero cuya existencia era el centro de una guerra que se libraría entre la vida y la muerte.  

Ella había sido elegida y de su linaje algún día vendría este héroe... pero su deber, el de ella y de Daemon sería ser protector y guía de sus hijos para que a su vez ellos llevaran la pesada tarea hasta que el momento correcto llegara. 

Pero lo que antes parecía una idea abstracta, algo que podría suceder en el futuro, ahora era real, tan palpable como el aire que respiraban. Las reliquias a su alrededor, las profecías susurradas por las voces divinas, todo se unía en un solo propósito: ellos debían proteger el futuro de su hijo, asegurarse de que llegara a cumplir con su destino. 

Rhaenyra, con el corazón acelerado, se volvió hacia Daemon. El miedo estaba allí, pero también una firme resolución. La oscuridad era algo que debían enfrentar, no importar cuán aterradora fuera. 

“Lo protegeremos.” Sus palabras eran claras, casi como un juramento. “Lo haremos, Daemon, esto... mis sueños... nuestras leyendas, todo era verdad, está claro que mis sueños fueron advertencias... los sueños de mi padre... de la Soñadora... no cometeremos sus errores.” 

Cualquier rastro de duda sobre ello se desvaneció en ambos. 

Daemon la miró y asintió, su rostro endureciéndose. El peso de su misión no desaparecería, pero su amor por Rhaenyra y por el hijo que llevaban juntos les daba la fuerza para seguir adelante, a pesar de todo. El futuro de los dragones estaba en sus manos, y lo defenderían con todo lo que tenían. 

La habitación que los rodeaba, con sus reliquias y misterios, parecía haber cobrado vida a su alrededor, como si todo estuviera esperando que tomaran el siguiente paso. Ellos no solo eran los últimos de los Targaryen, los últimos señores de los dragones. Eran los guardianes del futuro, y aunque el miedo seguía acechando, la fuerza de su propósito los mantenía firmes.  

“Devolveremos la gloria a nuestra Casa, recuperaremos el control, protegeremos a nuestros hijos... te lo prometo Rhaenyra, así como protegeremos lo que queda de nuestra cultura... de Valyria...” 

“Lo devolveremos a la vida.” 

Rhaenyra asintió, su corazón latiendo con fuerza. Sabía lo que significaba: su futuro, el futuro de su hijo, y el destino de los Targaryen, ahora dependían de ellos más que nunca. La protección de este lugar no era solo una tarea, era una promesa de que el legado de los dragones nunca se perdería. 

La misma tarea que ellos ya se habían autoimpuesto, ahora estaba reforzada por la orden de una Diosa, y el peso de ello se sentía casi demasiado. La habitación que los rodeaba, llena de reliquias antiguas y objetos poderosos, ya no parecía solo un refugio, sino un templo de destino, cargado de un significado más profundo. Cada libro, cada espada, cada piedra preciosa, ahora no era solo un objeto valioso; era una pieza clave en el rompecabezas de su futuro, y su misión era preservarlo a toda costa. 

Rhaenyra miró a su esposo, sus ojos reflejaban la misma mezcla de determinación y temor. Sabían lo que esto significaba: no podían fallar. Lo que estaba en sus manos no solo era el futuro de los Targaryen, sino el de los dragones, la civilización Valyria y todos los secretos que los dioses habían dejado atrás, lo que sus antepasados habían protegido... 

“Lo haremos, Daemon.” La voz de Rhaenyra salió más firme de lo que esperaba, pero aún sentía una presión en su pecho, como si todo el peso de la historia se hubiera descargado sobre ellos en ese mismo instante, el peso de la Corona de repente parecía insignificante. 

Daemon asintió lentamente, su mirada fija en el centro de la habitación. En su rostro se leía la misma resolución, pero también una sombra de inquietud. Sabía que la tarea que les había sido encomendada no solo era monumental, sino también peligrosa. El mundo ya no era el mismo que cuando los Targaryen gobernaban con sus dragones. Las sombras de la desconfianza, el olvido y las traiciones acechaban en cada esquina, y el poder que ahora sostenían en sus manos podría no ser suficiente para proteger lo que tenían. 

“No podemos permitir que caiga en manos equivocadas.” La voz de Daemon resonó en el silencio de la habitación, firme como siempre, pero con un toque de gravedad que no podía ignorarse. “Estos objetos, estas reliquias... debemos asegurarnos de que no caigan en la tentación de aquellos que buscan usar nuestro legado para su propio beneficio.” 

Rhaenyra miró las piedras preciosas que aún brillaban con una magia inconfundible. No solo eran joyas, sino llamados de poder, y en las manos equivocadas, podrían ser devastadoras. 

“Y si alguien viene por ellos...” Rhaenyra dijo, su mirada encontrando la de Daemon, la preocupación reflejada en sus ojos. “Si intentan tomar lo que es nuestro... lo que nos han encargado proteger...” 

“Nos enfrentaremos a ellos.” Daemon respondió sin titubear, su tono tan seguro como siempre. “No importa quién sea.” 

Rhaenyra sintió una oleada de fuerza al escuchar sus palabras, pero también una responsabilidad más pesada que antes. No era solo una cuestión de supervivencia para su familia. No solo era la preservación de su linaje. Había algo más, algo más grande que debía ser protegido. El legado de los dragones y la esperanza de una civilización renacida dependían de ellos, y el futuro de los Targaryen estaba ligado a lo que pasara en ese momento. 

“Lo haremos.” Rhaenyra repitió, mirando a Daemon, sabiendo que juntos enfrentarían lo que fuera necesario. La promesa de protección que la Diosa había entregado no solo era un mandato, sino una carga compartida. 

Los dos caminaron lentamente hacia el centro de la habitación, rodeados por las reliquias del pasado, con un solo pensamiento en sus corazones: no podían fallar. No solo se trataba de restaurar a los dragones, sino de restaurar lo que una vez fue, lo que había sido perdido, y lo que podría ser el futuro de todos los Targaryen, los dragones y las tierras que alguna vez gobernaron. 

La sensación de estar ante un destino tan grande les envolvía, pero el momento no dejaba de moverse. La habitación estaba llena de secretos que aún no comprendían, y la presencia de la Diosa parecía impregnar cada rincón, como si la habitación misma respirara junto a ellos, esperando a que tomaran decisiones que marcarían el curso del futuro. 

Rhaenyra sabía que no podían quedarse allí para siempre. Aunque la sala estaba llena de objetos poderosos, reliquias de un mundo que ya había caído en ruinas, su misión era mucho más amplia que solo proteger un templo. Había una lucha que se aproximaba, algo que iba más allá de las reliquias y las viejas profecías. La oscuridad que se cernía sobre ellos, sobre el mundo, ya estaba en movimiento. Pero no podían esperar tranquilos en esa sala, rodeados de lo que quedaba de una civilización perdida. 

Debían actuar. 

“Debemos llevar todo esto con nosotros.” La voz de Rhaenyra fue clara, aunque en su interior una tormenta de pensamientos se desataba.  

La sala de reliquias no era un lugar seguro, este no era un lugar al que pudiera volver, claramente estaban siendo protegidos por Shrykos, pero no se arriesgaría a dejar aquí todo esto sin saber si podrían volver a ingresar. 

Shrykos les había dado una misión, claramente el pago por el conocimiento era su protección, y tenían mucho por hacer. 

Necesitaban proteger estos objetos, estos artefactos, que podrían tener poderes más allá de su comprensión. El futuro de los dragones, de su hijo, dependía de lo que estaba guardado allí. No podían dejarlo en manos de cualquiera. 

Daemon la miró y asintió, con una firmeza visible en su rostro. La seguridad de esas reliquias se había convertido en un asunto vital, no solo para ellos, sino para todo lo que quedaba del linaje Targaryen y para el futuro de su Casa. 

“Lo haremos.” Dijo Daemon, con su voz grave y resonante, siempre dispuesto a seguirla, a protegerla, a proteger lo que era suyo. “Pero debemos moverlas rápido. Este lugar no es seguro.” 

Ya habían pasado demasiado tiempo ahí, y aunque les encantaría seguir explorando, el riesgo era demasiado. 

Con una determinación renovada, comenzaron a recoger cuidadosamente todo lo que podían. Los libros antiguos que contenían secretos olvidados, las espadas de acero Valyrio que podrían ser claves en futuras batallas, incluso las piedras preciosas, algunas de las cuales brillaban con una luz mágica sutil, todo debía ser trasladado. 

Rhaenyra se movía con algo de torpeza, su vientre redondo un obstáculo al que no se permitía ceder. Cada paso era un desafío, pero su determinación la impulsaba a seguir adelante, como si estuviera realizando un juramento silencioso a las almas de los dragones que alguna vez dominaron el mundo. Con cada objeto que tocaba, sentía el peso de la historia de su familia, de su linaje, un eco profundo que retumbaba en su ser. Estos no eran solo artefactos; eran fragmentos de una era olvidada, piezas de un legado lleno de poder, sabiduría y sacrificio, cuya fuerza seguía viva en los Targaryen. 

“Debemos llevarlos con nosotros, no habrá lugar más seguro.” Rhaenyra susurró, mirando los contenidos de la habitación con una mezcla de reverencia y urgencia. 

Daemon, con su mirada feroz, asintió sin dudar. Los dragones de los Targaryen debían ser protegidos a toda costa. Incluso si tenían que recorrer territorios desconocidos, llevar esos artefactos a un lugar donde pudieran ser guardados con la mayor seguridad posible.  

Era imperativo que tuvieran acceso a esto siempre, para protegerlo debían poder comprenderlo.  

Y ambos ya planeaban pasar horas estudiando cada libro, cada espada... cada reliquia. 

Comenzaron a embalar cuidadosamente todo lo que podían, colocando los libros en bandejas de madera que Daemon había encontrado, las dagas y las espadas de acero Valyrio envueltas en telas suaves. Cada objeto, cada pieza, fue tratado con el máximo respeto, como si estuvieran protegidos por la propia voluntad de la Diosa. 

Al ver la última reliquia, una piedra preciosa de un brillo dorado intenso, Rhaenyra sintió una presencia aún más palpable, como si los ojos de la Diosa las observaran.  

Con todo lo que habían recuperado en sus manos, ambos se prepararon para abandonar el templo. Daemon se esforzaba al máximo, cargando caja tras caja, cada una más pesada que la anterior, mientras Rhaenyra organizaba con cuidado todo lo recuperado, colocándolo en las alforjas de Syrax y Caraxes, las cadenas de Syrax, que normalmente se usarían para sujetarla a ella a la silla, ahora se convirtieron en la herramienta perfecta para colgar los baúles más grandes y que Syrax pudiera volar con el peso extra sin problema. 

Cuando Daemon salió con la última bandeja, la puerta se cerró de golpe y, en un parpadeo, desapareció. Se transformó en piedra común, tan inerte y sólida como si nunca hubiera existido, borrando cualquier rastro de su presencia. 

Habían llegado al templo cuando el sol estaba en su punto más alto, pero ahora, al emprender su partida, la oscuridad había caído sobre ellos como un manto pesado. El cielo, que antes había sido claro, ahora se encontraba cubierto por nubes densas, y la luz de la tarde había desaparecido por completo, dejando solo la fría negrura de la noche.  

A pesar del hambre, la sed y el cansancio, ambos sabían que no podían permanecer ni un momento más en aquel lugar, donde antes sentían el llamado, la presencia de sus Dioses... ahora había un vacío y sensación de terror, el ruido de criaturas comenzaba a aumentar y ninguno estaba dispuesto a arriesgarse a enfrentarse a ellos. 

De nuevo, Daemon ayudo a Rhaenyra a montarse, ambos sintiendo alivio ante la idea de irse, y sus dragones parecían compartir el sentimiento, pues se elevaron con velocidad a pesar del gran peso extra que llevaban consigo. 

Y mientras se alejaban, Rhaenyra supo que tendrían que regresar, todavía había algo, tal vez no en el mismo templo, ni la misma isla rota, pero sentía que había algo que les faltaba recuperar. 

Solo que aún no era el momento. 

Ahora era el momento de ir a su hogar.

 

Notes:

...¿Les gusto?

Quiero agradecerlos por todos sus hermosos comentarios, ahora si no he tenido tiempo de responderlos pero si los lei todos, prometo responderlos durante el transcurso del día, y gracias a aquellos que se preocuparon por mi ausencia, prometo que todo esta... relativamente bien, pero solo este tipo de situaciones (emergencias familiares, medicas o totalmente fuera de mi control como el clima) me impediran subir capitulos, pero lo hare tan pronto como tenga una oportunidad.

Tengo un par de imagenes creadas para este capitulo, pero las subire directamente a Tumbl y agregare el link despues, porque mi cerebro ya no da para buscarlas en este momento.

Ahora si, ¿que les parece este desarrollo... mágico?

Quiero seguir desarrollando esta parte de la magia Valyria, y he dejado pequeñas pistas aqui y alla durante la primera parte, pero comenzara a tomar relevancia cada vez más... ¡este es un mundo con dragones, claro que habra magia!

Pero me encantaría saber que opinan, todo lo encontrado en este capitulo lo veremos desarrollado durante todo el transcurso de la historia.

Y una pregunta... ¿prefieren que marque los POVs o simplemente dejo que el narrador demuestre quien es?
Siento que es un poco confuso de repente cuando hay más de uno en un solo cap, pero diganme que opinan.

Mi calendario de publicaciones seguira siendo cada viernes, pero si ocurre algo urgente, prometo subir el capitulo el sabado, que realmente espero que no vuelva a suceder nada como esto, pero prometo no tardar mucho en subir el cap.

Chapter 5: La Llama Ancestral

Summary:

Hogar...habían llegado a su nuevo hogar.

Notes:

¿Alguien ha escuchado la frase: llueve sobre mojado? No? porque esa frase define mi semana a la perfección.

Después de nuestro terrible fin de semana en el hospital, el lunes pensé que todo estaba mejorando, finalmente.

Cerré un contrato importante en mi trabajo y estaba festejando que me daría una buena comisión... cuando me enteré de que mi tío había fallecido; mi mamá quedo destrozada.

Pero bueno, de todo lo malo, que surjan buenas cosas.

Tan triste como suena, me dio muchísima inspiración, porque intentaba distraerme y ocuparme y me funciono con esto, escribi varios capítulos y edite los que están por publicarse, así que crecieron.

Tengan un capítulo largo por su amor, agradezco muchísimo sus comentarios y buenos deseos, me animaron mucho más de lo que se imaginan en un momento difícil.

Y este cap tiene imagenes creadas... les dejo los links en las notas finales.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Daemon  

 

“¿Estas bien?” observo a Rhaenyra con atención, las ojeras se le marcaban muchísimo y su rostro se veía pálido.  

“Lo estaré... jamás he pasado hambre o sueño de esta manera...” se acurruco en sus brazos, buscando su calor y Daemon ajusto su capa para taparla.  

Su inesperado desvió a Valyria aun los tenía conmocionados, pero sumado a ello, Rhaenyra estaba agotada por el embarazo.  

Embarazada de casi ocho lunas, su vientre estaba redondeado y grande, tan grande que parecía a punto de explotar, especialmente comparado con su pequeño tamaño.  

Las parteras decían que su vientre era más pequeño de lo normal, considerando cuanto tiempo llevaba embarazada, pero no se preocupaban porque creían que era mejor así, Rhaenyra es una mujer pequeña y un bebe demasiado grande podría matarla.  

Daemon prefería un hijo pequeño y una esposa viva a una muerta y un gran hijo.  

De nuevo, habían tenido que parar en el islote para pasar la noche, ahora con cientos de artefactos Valyrios, libros, espadas e incluso arte, todo apretujado en baúles improvisados y cargado por sus dragones.  

Se alegro por el enorme tamaño de Syrax, quien, a pesar de aún ser considerada una cría, ya tenía el tamaño de una galera, siendo apenas un par de metros más pequeña que Caraxes que le llevaba décadas.  

Syrax había tenido una especie de crecimiento acelerado desde el día que se habían ido de Poniente y dejado atrás las cadenas.  

Caraxes también había crecido, pero no tanto como Syrax.  

Se pregunto si sería porque eran diferentes especies.  

No se hablaba de diferentes especies en los libros que tenía de dragones, ni en los cuentos, pero había diferencias obvias más allá de sus colores que hacían que Daemon se preguntara...  

“Tal vez lo descubramos en alguno de los libros que hemos encontrado.” Rhaenyra lo saco de su ensimismamiento volviendo a girarse.  

Al notar su incomodidad, Daemon se sentó y doblo las rodillas y coloco a Rhaenyra en su regazo, usando sus piernas como almohada para sus tobillos.  

Con las piernas elevadas, Rhaenyra suspiro aliviada.  

“No quiero volver a pasar una noche así... era más fácil cuando no estaba embarazada.” se relajó contra su pecho y Daemon disfruto la vista que tenía.  

Sentados como estaban, ella usándolo como silla y a sus piernas como reposapiés, Daemon tenía una vista perfecta de sus tetas por encima de la cabeza de su sobrina.  

Unas tetas grandes y redondas, con preciosos pezones rosados que Daemon moría por chupar.  

Su piel lechosa y suave.  

Sintió su erección crecer y Rhaenyra también, porque se movió contra su polla con un contoneo de sus perfectas caderas.  

“Daemon, no... estoy demasiado incomoda.” intento detener sus manos cuando empezó a bajar el borde de su vestido.  

“Te relajare.” ahora que tenía sus manos sobre sus pechos no había forma de que pudiera retirarse así sin más. “Relajare tu pequeño coñito... dormirás como una bebe.”  

Su sobrina vuelve a hacer un débil intento de alejar sus manos de su corpiño, pero Daemon la ignora.  

Baja su corpiño y sus deliciosos pechos se derraman sobre sus manos, grandes y perfectos. Los apretuja y se maravilla ante su tamaño.  

Hace unos meses, sus pechos eran dos tetillas bonitas y diminutas, y ahora son tan grandes que no caben en sus manos.  

Rhaenyra gime contra él, finalmente rindiéndose a sus manoseos.  

Un par de gotas de leche blanca se derraman de su pezón izquierdo y Daemon las recoge con avidez, llevándoselas a la boca y saboreando la leche dulce con desesperación.  

“Deliciosa.” murmura intentando sacar otra gota al apretar su pecho con fuerza.  

“No tan... no tan fuerte... eh, Daemon... me duele.” su sobrina se queja y Daemon suelta sus tetas para masajear su vientre mientras comienza a bajar sus manos hasta llegar a su coño.  

Lo acaricia por encima de sus faldas hasta que la tiene lloriqueando y gimoteando, y eleva sus caderas un poco para subirle la falda hasta que tiene acceso a su coño que gotea de deseo.  

“Pero no querías...” le recrimina hundiendo dos dedos en su humedad y usándolos para abrirla.  

“Por favor, por favor... te necesito...” Rhaenyra usa sus manos para acercarlo del cuello, estirándose y juntando sus tetas deliciosamente.  

Daemon se eleva de nuevo y agradece sus pantalones flojos, bajándolos solo lo suficiente para sacar su polla dura y que gotea y hace que Rhaenyra se siente sobre su polla.  

Ambos jadean con fuerza, la arena blanca bajo el cuerpo de Daemon y a su espalda el costado de Caraxes.  

Sus dragones los están ignorando, durmiendo profundamente, como si el viaje a Valyria los hubiese agotado.  

Se quedan así por un largo momento, Rhaenyra no tiene fuerzas para montarlo y Daemon se siente en el paraíso enterrado en el coñito apretado de su sobrina.  

“Daemon... no puedo...” su sobrina jadea con fuerza, meciéndose ligeramente de un lado a otro en un intento de correrse.  

Él se inclina sobre ella, sus manos sosteniéndola del vientre a cada lado para mantenerla en su lugar, y la besa, obligándola a inclinar su cuello hacia atrás de manera casi dolorosa.  

Saborea su boca y se permite perderse en ese momento, donde solo importa ella y él.  

Su placer.  

La libera cuando siente que ya no puede más, y usa sus dedos para estimular su perla hasta que ella grita de placer y al sentir como sus paredes lo aprietan, Daemon no hace ningún esfuerzo por contenerse y se corre, derramándose dentro de su esposa.  

Joder, ni siquiera la follo adecuadamente y ambos están vibrando de placer, Rhaenyra está llorando por la intensidad y él respira con fuerza, intentando calmar su corazón acelerado.  

Estar con Rhaenyra siempre se siente como demasiado, demasiado placer, demasiado amor.  

No se molesta en sacar su polla flácida de su coño, simplemente los gira y se acuesta de lado, con ella dentro de sus brazos y caen en un sueño profundo.  

Él despierta primero cuando comienza a amanecer, los rayos de sol pintando el cielo de naranja.  

Con su polla aún dentro de ella y ya dura, comienza a mecerse, penetrándola con estocadas lentas hasta que explota y la despierta con un placer.  

Nunca tendrá suficiente, no habrá un día en que no la desee, en que no ansié enterrarse en su cuerpo.  

Cada mañana despierta y lo primer que quiere hacer es tenerla, poseerla.  

Cada noche se acuesta y la busca incluso en sus sueños.  

“No creo que pueda vivir si te pasa algo.”  

No sabe quién lo dijo, si él o ella, pero el sentimiento es mutuo y de repente ella comienza a llorar.  

Grandes lagrimas salen de sus preciosos ojos lilas y Daemon siente que se le rompe el corazón.  

“Shh, mi amor... no llores... ¿te duele algo? ¿Es él bebe?” se levanta en pánico y toca su vientre con miedo.  

“A veces siento que te amo tanto que no se como voy a amar a mi bebe... si me queda suficiente amor...”  Rhaenyra lo mira con un puchero y los ojos llenos de tristeza.  

Y Daemon... él se ríe, se ríe porque su sobrina tiene tanto amor para dar que su pregunta es absurda.  

“Oh, mi corazón de fuego...” le besa las lágrimas, quitándoselas con los labios.  

“Estoy...” ella hipa un poco. “estoy hablando en serio...”  

“Rhaenyra, tienes tanto amor en tu corazón... amaras a nuestros hijos, lo harás sin dudarlo, amaste a tus hermanos, a todos ellos, incluso si solo vivieron minutos u horas...” pensó en Aemma y en el niño que vivió solo un par de horas, pero también en aquel que duro meses, que les dio esperanza cuando Rhaenyra tenía un par de años y lo destrozada que estaba su sobrina cuando el niño murió y eso que ni siquiera comprendía el concepto de muerte a esa edad.  

“No amo a los hijos de Alicent...” su feroz sobrina le enseño los dientes con furia.  

“Esas abominaciones no son tus hermanos.” casi escupió las palabras al pensar en los monstruos de su hermano. “No, hablo de Baelon... de tus verdaderos hermanos.”  

“Oh... si... los ame a todos...” dice pensativa, sus lágrimas han parado, pero sus ojos aún brillan de manera antinatural.  

Sus pestañas están húmedas y su rostro aún tiene un rastro de tristeza.  

“Vamos, mi amor, has de tener hambre y ya no tenemos nada que comer.” la ayuda a levantarse y con tristeza le recoloca el vestido sobre sus pechos.  

Tan agotados estaban anoche, que no sacaron ni el petate, así que solo montan a Caraxes y se elevan a los cielos.  

El viaje a su hogar dura casi tres horas, más rápido que la vez anterior, pero aún demasiado largo para Rhaenyra, que lloriquea de hambre y se queja cada dos minutos.  

Daemon se guarda sus quejas y su molestia, no es el quien tiene a otro humano dentro de él.  

Y cuando el sol está en lo alto del cielo, llegan.  

Su hogar esta completo, un año entero de construcción y miles de dragones de oro, pero esta listo.  

Su isla brilla en su verdor, el agua, tan cristalina y turquesa que casi duele mirarla, la arena de las playas, blanca aperlado.  

Y en el centro, rodeada de agua cristalina, su hogar se eleva en el islote en piedra blanca y techos hechos de caracolas azules.  

Rhaenyra jadea de asombro y grita de emoción cuando Syrax se zambulle y aterriza en la playa, rugiendo con fuerza y asustando a las aves de lugar, que se elevan en pánico al cielo y revolotean aún más al encontrarse con Caraxes.  

“¡Daemon! ¡Es precioso!” dice observando el palacio.  

Daemon asiente, sus instrucciones han sido seguidas a la perfección y su hogar es una verdadera maravilla.  

No hay ningún lugar parecido.  

Con sus grandes columnas, sus jardines de flores lilas y piscinas adornando el lugar, el Palacio que ha creado para su mujer es digno de ella.  

La gente comienza a salir, sirvientes y soldados corren hacia la zona que ha designado para el aterrizaje de sus dragones, y todos ellos gritan emocionados al verlos.  

La bienvenida es refrescante.  

En Poniente jamás han sido recibidos así.  

En Volantis, la gente se amontonaba por verlos, pero todos eran desconocidos que querían ver a los dragones.  

Aquí... esta es su gente, que los conocen, que los sirven por voluntad propia y con alegría.  

Caraxes aterriza al lado de Syrax y Daemon baja primero, asegurándose de ayudar a Rhaenyra mientras se desliza lentamente hasta llegar al piso.  

“Tengo que descargar todo yo mismo, nuestros dragones no permitirán que nadie más lo haga.” Daemon le besa la frente y voltea a ver a Syrax, que le enseña los dientes a los sirvientes que esperan al borde de la escalera con sonrisas.  

“Necesitamos traer algunos cuidadores para nuestros dragones.” Dice Rhaenyra pensativa, asintiendo.  

La agarro del brazo con una mano y con la otra envolvió su cintura, dándole soporte mientras la guiaba a los sirvientes.  

Todos se inclinaron lealmente y Rhaenyra rio encantada con la exhibición.  

Dando un paso adelante, dio un aplauso.  

“Levántense, es maravilloso finalmente estar en mi hogar.” ordeno con su voz llena de alegría.  

Daemon sintió su corazón llenarse de alivio.  

Los sirvientes y soldados se pararon, todos mirándolos con verdadera alegría.  

Con respeto.  

“Es maravilloso finalmente tenerla aquí, Su Alteza.” una mujer de cabellos castaños canosos, se inclinó y dio un paso adelante. “Mi nombre es Molly, Su Alteza, fui una de las sirvientas principales de su madre, la Buena Reina Aemma, vuestro esposo me ha dado la oportunidad de servirle como Ama de Llaves, si usted me lo permite, me encantaría seguir en mi puesto bajo su servicio...”  

La mujer tartamudeo un poco al final, mirando con esperanza a Rhaenyra.  

Su esposa en cambio miro a la mujer con ojos entrecerrados.  

“¿Bajo el servicio de mi madre? ¿y qué hiciste después de su muerte?” pregunto con frialdad.  

La mujer se puso roja y miro al piso un momento antes de responder. “Fui enviada de regreso al Valle, su Alteza, junto con todos los sirvientes de vuestra madre, desde su muerte, he trabajado en el Valle, como lavandera y cocinera, dependiendo de lo que se necesitara... Lady Jeyne hizo lo posible por darnos empleo a todos...”  

“¿Como fue que llegaste a mi isla?” Rhaenyra pregunto con voz un poco más suave.  

Daemon entendía su desconfianza, él mismo había interrogado a cada hombre y mujer en este lugar, pero su sobrina necesitaba garantías.  

La mujer lo miro a él.  

“El Príncipe Daemon envio... hubo rumores de que buscaba sirvientes para servirla, Princesa... viaje desde el Valle hasta la capital, encontré un barco que me llevo a Braavos, yo y otra docena de sirvientas... el Príncipe nos permitió servir ahí mientras usted no se encontraba en residencia... cuando llegaron, fuimos... eh.”  

“Interrogados por mí.” Daemon interrumpió con una sonrisa lobuna.  

Había disfrutado enormemente ver a cada uno de ellos retorcerse, los espías se habían quebrado con facilidad y habían sido eliminados, los leales en cambio...  

“Y nos mandó a este lugar, Su Alteza...” la mujer se inclinó, nerviosa, lanzando miradas cada tanto a los dragones a sus espaldas.  

Rhaenyra la miro un momento más antes de asentir.  

“Bien, todos tendrán una oportunidad... solo una, no me fallen, estoy harta de los traidores y mentirosos...” e hizo un puchero, acariciando su vientre.  

Daemon la apretó a su costado y froto su vientre, sabiendo que lo más probable es que su cría había dado una patada fuerte.  

Molly se adelanto y ofreció su propio brazo como apoyo para Rhaenyra, e hizo una seña.  

Otra sirvienta se acerco con una bandeja con una jarra y dos copas.  

“Toma tu primero.” ordeno Daemon a la sirvienta.  

Ella lo miro con grandes ojos oscuros llenos de miedo, pero dio un sorbo a cada una de las copas.  

Cuando nada paso por un minuto, Daemon tomo un trago de una de las copas y asintió a Rhaenyra, entregandosela.  

“Toma, mi amor.”  

Rhaenyra tomo la copa y dio pequeños sorbos del agua pura.  

“Gracias. Preparen un baño, agua hirviendo...” ordeno Rhaenyra de inmediato.  

Daemon la solto, mirando atentamente que Molly la sostuviera bien y se lanzó a los dragones, comenzando a soltar las cadenas que sostenían sus baúles improvisados.  

Soldados y sirvientes se acercaron lentamente, mirando con recelo a los dragones.  

“Traigan carretas.” les indico, señalando los baúles más grandes.  

Tras descargar todo, ordeno que se les trajeran cerdos a sus dragones para que comieran y que llevaran todos los baúles a sus aposentos privados.  

Camina por los pasillos relucientes, aún no hay adornos y espera con ansias a que Rhaenyra le de vida a este lugar.  

Conforme se acerca a sus aposentos, escucha la voz mandona de su sobrina dando órdenes sin parar.  

“Desayunare moras con crema dulce.”  

“Me despertare y me servirán agua con rodajas de limón.”  

"Mis baños, deben hervir el agua aquí mismo, y tener mucha disponible, no soporto que se enfrié el agua.”  

“Tres catadores, uno en la cocina, uno en el camino y uno aquí mismo.”  

“A veces vuelo al atardecer, asegúrense de que haya un baño listo para mí en cuanto baje.”  

Daemon entro abriendo ambas puertas de golpe y sonrió al ver a Rhaenyra en la bañera, su esposa estaba desnuda y pétalos de rosas y espuma flotaban en el agua pálida.  

“Y acostúmbrense a vernos follar.” Daemon añadió comenzando a desnudarse.  

Sus habitaciones eran magnificas.  

En la torre más alta, su habitación principal era redonda, con una cama gigantesca en el centro, llena de almohadones y sabanas más aptas para el invierno en el Norte que para una isla en el Sur, había una mesa para desayunar en el ventanal que daba a un bacón y otra mesa afuera.  

Del otro lado, cerca de la chimenea, estaba la bañera de piedra negra y cobre, lo suficientemente grande para hasta cinco personas.  

Daemon sonrió alegremente al ver a las sirvientas y doncellas sonrojarse y apartar la mirada cuando retiro su última prenda y camino desnudo hasta la bañera.  

Se metió en ella, atrás de Rhaenyra, para sostenerla como le gustaba a su sobrina.  

“Tardaste mucho.” hizo un puchero y Daemon la beso, abrazándola y acercándola a su pecho.  

“Comenzaran a subir los baúles de inmediato, tu dama dorada tenía hambre, alcance a ver que se comía dos cerdos antes de llegar a las escaleras.” aclaro. “¿Y tú, mi corazón de fuego? ¿Has sido alimentada?”  

Rhaenyra negó con la cabeza.  

“He ordenado que preparen costillas de cerdo con hierbas y mantequilla, y tartas de manzana.” explico, sus antojos invadiéndolo mientras ella imaginaba la comida.  

“Traigan pan tostado, queso y miel.” Daemon ordeno, sintiendo tanta hambre como su sobrina.  

“¡Daemon, quiero costillas!”  

“Y las tendrás, tantas como quieras, pero no has comido nada desde ayer, Rhaenyra, comerás algo de inmediato.” comenzó a frotarla con un paño lleno de jabón con aroma a flores. “Mas agua caliente.”  

Una sirvienta se acercó con una olla que estaba en la chimenea y vertió el agua burbujeante.  

Rhaenyra suspiro de satisfacción.  

“Vamos, déjame lavar tu cabello.” la ayudo a inclinarse y con ayuda de una sirvienta más, juntos lavaron el largo cabello de su sobrina, desenredándolo con cuidado y masajeando su cuero cabelludo.  

Daemon admiro el color, siempre lo sorprendía lo único que era el color de cabello de Rhaenyra, pues era de un tono platinado puro con toques dorados que daban la apariencia de que el sol siempre la iluminaba.  

A diferencia de él, cuyo cabello era platinado simple, blanco casi puro.  

Cuando terminaron, él se lavó a si mismo con rapidez, frotándose con fuerza para quitarse el aroma a dragón aunque sabía que era imposible.  

Salieron y Rhaenyra titiritaba con fuerza, Daemon la envolvió en una toalla grande y esponjosa, una tela que había conseguido en Braavos y que Rhaenyra amaba por su suavidad.  

“¿Que crema desea para su cuerpo? ¿Alteza?” su sirvienta se acercó con una docena de botes de cristal en una bandeja, todos abiertos y mostrando una variedad de cremas.  

Rhaenyra olisqueo algunas antes de elegir una de un tono rosado y que olía a cítricos.  

“La de toronja, por supuesto, su sanadora nos envió también este aceite para su vientre, Princesa.” la sirvienta se froto un poco de crema en una mano y le enseño a Rhaenyra, luego hizo lo mismo con el aceite.  

Tras unos minutos, Daemon tomo ambos frascos y comenzó a frotar la crema en el cuerpo de su sobrina, disfrutando especialmente de tocar sus senos.  

“Aquí esta lo que solicito, su Alteza.” una niña entro con una bandeja de pan, quesos y miel y los coloco en una de las mesas laterales.  

Su catadora entro tras ella y probo cada elemento antes de asentir.  

Luego la sirvienta les preparo panecillos con queso suave y bañados en miel y Rhaenyra se comió dos de inmediato.  

Daemon también comió algunos mientras se vestían.  

“¡Oh, son hermosos!” Rhaenyra admiro los vestidos que le presentaron, y eligió uno azul pálido con detalles en morado que resaltaban sus ojos.  

“Son las telas que elegiste en Braavos.” le recordó.  

Rhaenyra lo ignoro, admirando el resto de los vestidos, todos hechos de sedas delicadas y transparentes, y que ninguna dama jamás usaría en Poniente.  

Pero aquí, en su pequeño Reino, Rhaenyra no tenía que seguir ordenes de nadie, sin normas ni etiqueta más que las que ella dictara.  

Daemon la ayudo a bajar y la llevo al jardín, un lugar tranquilo donde una delicada mesa de cristal azul y sillas de hierro reposaban al lado de un pequeño estanque de agua cristalina donde había peces de colores. Las flores aún eran pequeños retoños adornando aquí y allá y esperaba que cuando naciera su cría, estas estuvieran en flor.  

De inmediato una docena de sirvientes preparo la mesa y dejo frente a ellos un festín que hizo que Rhaenyra gimiera y tras ser probado por su catadora, comenzó a servirse de inmediato.  

Daemon se aseguró de agregar una cucharada extra de cada cosa que ella elegia con práctica, haciendo que su plato rebosara de comida.  

“Oh, estaba a punto de pedir música... pero recordé que aún no llegan los bardos.” Rhaenyra miro con desolación su comida, acostumbrada a tener música para acompañarla.  

Daemon hizo una mueca.  

El barco de Lady Brienne no llegaría hasta dentro de una quincena si tenían suerte, y además de los bardos y artistas, con ella veían las parteras de Rhaenyra, así como sus doncellas más leales, el sacerdote y su pupilo.

“Su Alteza, si me permite... mi hermano es un músico adecuado... toca el flautín, puedo ir a buscarlo si lo desea.” una sirvienta se inclinó y miro a Rhaenyra con esperanza.  

“¡Hazlo! Si, si, de inmediato...” dio un aplauso y la sirvienta salio corriendo.  

“Te tengo demasiado malcriada, sobrina mía.” Daemon la admiro, sintiendo mucha satisfacción al verla comer con entusiasmo.  

Rhaenyra le puso los ojos en blanco y le quito su copa y dio un trago del jugo, ignorando su propia copa a su lado.  

Siempre hacía eso, robaba su copa, se comía la comida de su plato, tenía una extraña fijación por ello y Daemon... lo encontraba adorable.  

Le encantaba la idea de tomar de la misma copa, poner sus labios donde ella había puesto los suyos.  

Apenas unos momentos después, la sirvienta regreso junto a un chiquillo de pelo alborotado y rizado, de apariencia similar a la de la niña.

“Majestad.” se inclinó torpemente y mostro su flautín con manos temblorosas.  

“¡Toca algo alegre!”  

El chico asintió y tras un poco de duda, comenzó a tocar una melodía sencilla pero alegre y Rhaenyra sonrió, iluminando todo con su alegría.  

Él se recostó en su silla y se permitió perderse en el rostro de su esposa.  

¡Qué hermosa eres! 

Rhaenyra se sonrojo bellamente y le lanzo una mirada picara antes de seguir comiendo con avidez.  

Cuando terminaron de comer, el chico sudaba profusamente, pero parecía tan alegre como Rhaenyra.  

“Dime tu nombre.” exigió Daemon llamando su atención.  

El chico se sorprendió tanto que su flautín casi se le cae.  

“Al... Alfie...” tartamudeo.  

“¿Que haces Alfie?”  

“¿Yo? Yo... en las cocinas... quiero decir, yo trabajo en las cocinas, con el panadero.” tartamudeo con el rostro rojo como remolacha.  

“Ya no.” Rhaenyra declaro tomando su copa y dando un trago.  

Daemon vio al chico casi derrumbarse, con los ojos llenos de lágrimas.  

“¿Que-e? ¿Hic-hice algo mal?” se dejó caer de rodillas y apoyo su cabeza en el piso, sollozando.  

“¿Que? ¡No! Serás parte de mis músicos... una vez que lleguen, por supuesto, mientras tanto serás solo tú... debes practicar más, me gusta escuchar música en cada comida...” Su Princesa explico y el pobre chiquillo dejo de llorar para mirarla boquiabierto.  

“Ahora... retírate.” Daemon lo despidió fastidiado por el drama del niño.  

Este salió corriendo y Daemon ayudo a su sobrina a levantarse.  

La llevo de nuevo a sus aposentos a descansar y la dejo en la cama, saco uno de los libros que habían encontrado en aquella misteriosa isla y se lo entrego.  

Mientras ella lo leía en voz alta, revelando secretos y descubriendo misterios, él comenzó a sacar lo demás, enfocándose en las espadas.  

La primera que saco era de acero Valyrio con una empuñadura que parecía combinar acero y oro, dándole un aspecto extraño, tenía un zafiro del tamaño de su pulgar en la empuñadura y glifos que únicamente decían: qūvy er jelmāzma.  

“Destructor de tormentas.” Daemon tradujo admirando la espada.  

Era larga y ancha, hecha para un hombre.  

Le recordó a los cuentos que había escuchado de Hielo, la espada Valyria de los Stark.  

“¿Sera el nombre de la espada?” Rhaenyra lo miro con curiosidad.  

Se encogió de hombros, sin estar seguro.  

“Dark Sister no tiene ningún grabado que indique su nombre...” murmuro.  

Saco una hoja y carboncillo y comenzó a plasmar la espada en el papel, haciendo anotaciones sobre su tamaño, el peso, la forma.  

Cada detalle que ansiaba aprender.  

Al final, había catorce espadas en total, todas de diferentes largos, anchos, con grabados diferentes, piedras preciosas diferentes e incluso decoraciones distintas, ninguna era igual.  

Todas tenían, sin embargo, nombre.  

“Esta es la más curiosa... vēsperzomy er nerni... ¿Guardián de la Puerta?” intento traducirlo, admirando la espada, corta y delgada, afilada por todas partes.  

“¿Guardián del Portal?” Rhaenyra agrego su granito de arena, intentando una traducción diferente.  

“¿Porque del Portal? ¿No tendría más sentido... puerta?” Daemon miro el grabado en la espada, en el mango tenía un ovalo del que parecían salir rayos de sol, en el centro había un hueco y permitía ver del otro lado.  

“Las puertas las representaban con una base plana... pero hay algunos escritos que mencionan la misma palabra, pero es un ovalo que flota, puertas magicas que llevan a lugares lejanos... en algunos cuentos de niños se habla de portales, especialmente en los del Norte, sobre como los Niños del Bosque usaban un portal para ir de un Reino a otro en instantes...” su sobrina explico, admirando su dibujo de la espada.  

Daemon se había negado a dejarla tocar las espadas, aterrorizado de que se cortara por accidente con el impresionante filo de cada una de ellas.  

Él mismo ya se había rajado varias veces, el antebrazo, la palma, incluso la rodilla.  

Daemon contemplo la espada con atención, comparándola con las demás.  

Todas las espadas tenían ciertas cosas en común, el acero Valyrio, detalles de dragones y todas tenían una joya.  

Todas menos esta.  

Sin embargo, parecía intencional, no daba la apariencia de que se le hubiese caído.  

“¿Portal?” levantó la espada, mirando a través del hueco perfectamente ovalado.  

“Sí...” la palabra flotó en el aire, cargada de significado.  

Ambos se miraron, congelados por la misma pregunta no dicha.  

“¿Cómo... ya sabes... un portal? ¿Debajo de una estatua?” Daemon murmuró, recordando cómo la piedra se había desmoronado, revelando una entrada oculta, imposible de imaginar.  

Y luego, cuando se cerró… como si nunca hubiese estado ahí. Ningún rastro, solo roca sólida.  

“¿Crees...?” Rhaenyra volvió a mirar el dibujo, su mente trabajando a toda velocidad.  

“La isla...” susurró, como si la palabra por sí sola pudiera desbloquear el secreto.  

De repente Rhaenyra dio un salto y Daemon soltó la espada y corrió a ayudarla a levantarse.  

“¿Que ocurre? ¿Estas bien?” pregunto mirándola con atención.  

“¡Si! Daemon... en uno de los tapices... el mismo símbolo...” Rhaenyra camino a uno de los montones, que eran tapices apilados y doblados unos en otros.  

Daemon la ayudo a sacar uno a uno, confundido por sus pensamientos que iban sin ton ni son de un lado a otro.  

“¡Es este! ¡Mira!” y le enseño un tapiz que retrataba el imperio de Valyria en una especie de mapa. “Aquí... creo que esta es... bueno, antes no, pero... la isla...”  

Señalo donde había un templo que tenía el mismo símbolo que la espada.  

“La isla...” repitió Rhaenyra, ahora más firme, señalando el dibujo con el dedo tembloroso. Era una imagen muy simbólica, pero el contorno era inconfundible: una forma rodeada de olas estilizadas, y en su centro... una figura. Una estatua.  

“El mismo patrón...” Daemon se agachó junto a ella, trazando con los dedos la forma del círculo que, en el dibujo, rodeaba a la estatua central. “Y aquí... el hueco. Justo donde apareció el portal.”  

“Esto es un mapa.” Rhaenyra lo dijo como si acabara de entenderlo todo. “No solo de la isla, sino de los accesos. De los templos... de los portales, mira... aquí está de nuevo... son... son catorce...”  

Ambos permanecieron en silencio por un momento. El aire parecía más denso, como si la misma habitación contuviera el aliento.  

“¿Y si hay más?” preguntó Daemon finalmente. “¿Otros templos? ¿Otras estatuas? ¿Otros... portales?”  

Rhaenyra asintió lentamente.  

“No estamos descubriendo un santuario... estamos desenterrando una red entera. Un sistema.”  

Daemon se puso de pie, su mano apretando el mango de Dark Sister.  

“Entonces esto no termina aquí.”  

“No...” Rhaenyra se levantó junto a él, acariciando inconscientemente su vientre. “Cuando nos íbamos... tuve la sensación de que tendría que regresar... de que faltaba algo.”  

“¿Crees que todos sean iguales?”  

“No lo sé... lo dudo... Mira esto, aquí.” señalo otro punto en el tapiz, uno bordeando el océano más al sur de Valyria, donde el símbolo que aparecía en la primera espada estaba representado.  

También se notaba que había un templo.  

Tomo el tapiz y lo coloco en el piso, extendiéndolo lo más posible.  

Dio un paso atrás y de repente los vio.  

Todos y cada uno de los símbolos que había visto en las espadas, todos representados en el tapiz.  

Cada uno tenía un lugar y un templo.  

Y el único que se repetía, el del portal, una y otra vez, al lado de cada uno de los otros símbolos.  

“Son las Catorce Llamas.” Rhaenyra se puso una mano en la boca y la otra acariciaba su vientre en círculos.  

“Esto... esto es increíble, Rhaenyra... ahora sabemos la ubicación de cada templo.” admiro el tapiz y su mente lo llevo a Viserys.  

Su tonto hermano que intentaba crear un modelo de su hogar usando libros, cuentos y canciones para ubicar los lugares importantes.  

Su hermano que había asumido que el templo principal estaba en el centro de Valyria.  

Pero no era cierto.  

Estaban a las orillas.  

Un semi circulo que bordeaba a Valyria.  

“¿Seguirán en pie?” se preguntó pensando en los fragmentos que era Valyria ahora.  

Islas rotas y destrozadas, tierra maldita.  

“Es tierra perdida, maldita, ¿cómo podremos encontrarlos?” Rhaenyra miro las marcas de los templos con frustración, acariciando su vientre cada vez más inquieta.  

Daemon supo que debían parar, mañana continuarían, pero su esposa no debía alterarse, ya había tenido demasiada emoción para el resto de su vida.  

“Vamos a la cama Rhaenyra.”  

“¡Pero Daemon...!”  

“Todo esto seguirá aquí mañana,” la interrumpió con suavidad, rodeándola con un brazo mientras con la otra mano acariciaba su cuello y su cuero cabelludo, buscando calmar su mente inquieta. “Haré que preparen una habitación cercana solo para esto, para nuestros secretos. Lo iremos explorando poco a poco... tenemos tiempo.”  

Rhaenyra se dejo envolver por él, sintiendo la calidez de su cuerpo y el latido tranquilo de su corazón. Justo en ese instante, una patada firme golpeó desde dentro del vientre de Rhaenyra, haciéndola contener la respiración por un momento e incluso Daemon lo sintió rozar su abdomen.  

“Nuestra cría esta inquita.” comentó Daemon con una sonrisa satisfecha, apoyando la palma sobre su vientre redondo.  

“Está emocionada... igual que yo.” Rhaenyra le sonrió tímidamente, con los ojos iluminados.  

Daemon soltó una carcajada ronca.  

“Somos tres... pero tenemos tiempo. Vamos, descansemos.”  

Y de ello hicieron una rutina, entre comida y cena, se encerraban pasaban horas y horas analizando cada libro, cada texto, admirando los tapies y cada reliquia en la habitación que Daemon libero para su tarea.  

Justo abajo de sus aposentos, incluso ordeno que hicieran una escalera para tener acceso directo.  

Ahora eran eruditos ansiosos por cada letra e imagen que se les presentaba.  

Eran herederos de un legado perdido, ansiosos por recuperarlo.  

Porque sus hijos crecieran sabiendo de dónde vienen.  

Que tuvieran todo lo que a ellos se les negó.  

Su rutina se vio alterada cuando el barco de velas negras llego al pequeño puerto que había sido construido al otro lado de la isla.  

El pequeño pueblo que se estaba formando vivía alrededor del puerto, lejos de los dragones y sobre todo, lejos de Rhaenyra.  

Daemon había sido firme en la forma en la que quería el hogar de su esposa, y con la forma circular de la isla, fue fácil decidir, su esposa en el centro, protegida y a salvo, el resto en los alrededores.  

Los túneles construidos bajo la montaña que unían el puerto con el acceso al interior de la isla aún seguían en construcción, por lo que la gente se movía en pequeñas balsas para rodear la isla.  

Para Daemon y Rhaenyra sin embargo, había sido fácil montar a sus dragones y volar sobre la montaña para llegar al puerto.  

Aterrizaron en la arena blanca y esta revoloteo, causando molestia para todos.  

“Tenemos que encontrar la manera de evitar esto...” Daemon murmuro para sí mismo, pensando ya en una plataforma o algo para que sus dragones aterrizaran.  

Bajo con rapidez para ir a ayudar a Rhaenyra a bajar de su dama dorada.  

A pesar de ser el barco de Lady Brienne, dado el arreglo hecho con su padre y Laenor, este tenía velas negras para simbolizar que estaba bajo la protección de los Targaryen.  

Se acomodo la pasarela y de inmediato comenzó a bajar Lady Brienne con su rostro pálido y cabello apenas sujetado en un moño.  

“Altezas.” se inclinó en cuanto llego a ellos e hizo una reverencia dirigida a Rhaenyra. “Es bueno verlos bien, especialmente a usted, Mi Princesa...”  

“¿Tu viaje fue tranquilo, Brienne?” Rhaenyra ignoro el protocolo y tomo la mano de la dama, mirando con preocupación su tez pálida. “¿Te encuentras mal?”  

Cualquier preocupación desapareció cuando la dama sonrió con timidez y poso su mano en su vientre.  

“Estoy encinta, mi Princesa.” anuncio con una mirada alegre y la voz llena de emoción.  

“Al menos no tendrás que soportar el pito de Laenor de nuevo.” Daemon se burló sin poder detenerse.  

Rhaenyra le dio un manotazo en el brazo y le lanzo una mirada molesta.  

Después de eso lo ignoro, así como sus comentarios hacía Laenor y le dio la bienvenida adecuadamente a Brienne.  

También llegaron las hermanas Strong, Catelyn y Anya.  

Ambas eran altas, de cabellos castaños y rizados, con ojos de color miel e increíblemente parecidas.  

“¿Son gemelas?” Daemon las miro con atención, intentando encontrar diferencias entre ellas.  

“No, mi Príncipe, yo soy la mayor, aunque es solo por un año.” Explico una y al ver su confusión, repitió su nombre. “Catelyn, mi Príncipe.”  

Incluso estaban vestidas igual, ambas con un ligero vestido de color crema.  

Se rindió cuando ambas rieron y el sonido fue idéntico.  

Al final, las otras personas importantes en llegar y que Daemon ansiaba ver, fueron a las sanadoras de Rhaenyra, Ophelia y Shanara para que revisaran a su esposa.  

Tras llevar a Brienne y las chicas Strong al palacio, Rhaenyra parecía renovada, con un brillo alegre en sus ojos, una energía que no había visto en mucho tiempo... o tal vez nunca.  

Más mujeres en su hogar parecían entusiasmarla y Daemon la escucho hablar sin parar sobre ropa para bebe, tapices para los pasillos y bordados.  

Temas que nunca la habían interesado tanto, de repente parecían cobrar importancia para ella.  

Y su corazón se derritió por ello.  

La vida parecía regresar a Rhaenyra un poquito más cada día.  

Incluso compartirla parecía un pequeño precio a pagar por verla tan entusiasmada.  

“...y organizare un té para conocerlas un poco más, estoy segura de que serán leales y dulces como Harwin...”  

“No menciones a ese hombre, no en mi presencia.” la interrumpió con un beso, decidido a tener su atención de nuevo, la tomo de la nuca y la llevo a la cama, ansioso porque esa chispa tambien fuera por él.  

Esa noche, la cena fue diferente, entusiasta, con música para alegar el ambiente y conversación animada entre Rhaenyra y sus damas.  

Se sirvieron frutas caramelizadas en platos dorados, jugo de fresa en abundancia para cubrir los antojos de Rhaenyra y un festín para todos los gustos.  

Rhaenyra brillaba, una de sus manos siempre tocando su vientre, radiante en medio de sus damas, conversando con entusiasmo.  

Daemon la observaba en silencio, la paz invadiéndolo al verla tan feliz.  

Tan tranquila.  

Por primera vez en mucho tiempo, Rhaenyra era completamente feliz.  

Sin nada que oscureciera su vida.  

Sin chismes de la puta del Rey arruinando su apetito.  

Alegría pura, emoción por el pronto nacimiento de su cría y una corte entera para hacerla feliz solo a ella.  

Su rutina cambio, pero fue para mejor, ahora Rhaenyra pasaba sus mañanas con sus damas, bordando, pintando y haciendo todas esas cosas femeninas que durante años se negó a hacer por odio a Alicent, por estar sola y nadie con quien compartir esos momentos.  

Sin su madre, Rhaenyra había estado a la deriva en cosas femeninas durante mucho tiempo.  

Él aprovechaba para entrenar a sus hombres, para entrenarse a si mismo.  

Organizaba sus barcos, establecía una nueva ruta de comercio en la que su pequeña isla sería el corazón.  

Por las tardes pasaba el tiempo con Rhaenyra, descubriendo su cultura con cada texto.  

Y descubriendo sorpresas en su nuevo hogar.  

“¡Mi Príncipe, necesitamos su ayuda! ¡Un derrumbe, hay media docena de hombres atrapados, uno de los túneles colapso!”  

El grito rompió el aire de la mañana como una lanza arrojada sin aviso. Daemon giró sobre sus talones, empapado en sudor, con la espada aún en la mano. Había estado entrenando con sus soldados en el patio inferior, donde el eco del acero y los gruñidos de esfuerzo eran lo único que se escuchaba… hasta ahora.  

El joven constructor que irrumpió estaba cubierto de polvo, con el rostro pálido y los ojos desorbitados por el terror.  

“¿Dónde?” preguntó Daemon con voz tensa, sin necesidad de levantarla; el silencio se había apoderado de todos.  

“Al este, mi príncipe. El túnel nuevo que comenzamos esta semana… el que debería ir directo a la entrada del Palacio...”  

Daemon no perdió un segundo. Arrojó la espada al suelo y ya corría antes de que el mensajero pudiera hablar de nuevo.  

“¡Geldor, Nyros! Conmigo. ¡Herramientas, sogas, antorchas! ¡Rápido!”  

Los hombres se movieron con precisión, entrenados para seguirlo sin cuestionar. Daemon no lo decía en voz alta, pero sabía que cada segundo contaba. Enterrados vivos… la sola imagen era suficiente para acelerar sus pasos.  

El calor era lo primero que sintió al entrar. No el calor del esfuerzo físico o de las antorchas… sino uno más profundo, más antiguo. Daemon lo notó apenas doblaron el primer recodo del túnel colapsado. El aire era denso, casi sulfuroso, como si el suelo exhalara.  

“¡Aquí, mi príncipe!” gritó uno de los hombres, apuntando a una sección del muro parcialmente derrumbado. Bajo los escombros, dos brazos temblorosos asomaban, y se escuchaban débiles gemidos.  

“¡Aparten las piedras, con cuidado!” Daemon se agachó, ayudando con sus propias manos, jadeando por el esfuerzo. “¡Vamos, escúchenme! ¡No se duerman, estamos sacándolos!”  

Los minutos se estiraron como horas, pero uno por uno los hombres fueron liberados. Algunos heridos, otros apenas conscientes, pero vivos, todos ellos.  

Entonces, mientras uno de los soldados ayudaba con una camilla improvisada a llevar al último hombre caído, algo crujió.  

Un chasquido seco, seguido por un estallido de aire caliente.  

La roca al fondo del túnel cedió, revelando una abertura estrecha, de bordes lisos y antiguos, donde la piedra parecía derretida.  

Daemon se detuvo.  

Del hueco surgía un resplandor anaranjado, tembloroso, acompañado por un murmullo profundo… como un suspiro constante.  

“¿Qué demonios…?” murmuró uno de los soldados.  

“¡Fuera todos! No quiero a nadie más aquí. Ahora.”  

Los soldados obedecieron sin protestar, arrastrando a los heridos hacia la salida, agradecidos de abandonar ese lugar sofocante. Pero Daemon no se movió. Con la antorcha aún encendida, se giró hacia la grieta recién revelada y se internó en la oscuridad, solo.  

El aire cambió inmediatamente. El calor era intenso, sí, pero distinto… no solo ardía, sino que parecía vibrar, como si estuviera vivo. La roca bajo sus pies estaba tibia y húmeda, y un murmullo constante lo acompañaba mientras avanzaba, cada vez más profundo en las entrañas de la tierra.  

El estrecho pasillo finalmente se abrió a una cámara enorme. Y lo que vio lo dejó sin palabras.  

Piscinas naturales de aguas termales humeaban suavemente, esparcidas en distintos niveles, con tonos iridiscentes que reflejaban el fuego. Desde lo alto, como lágrimas del corazón del mundo, caían delgadas cascadas de lava líquida que serpenteaban por canales de piedra y se fundían en un arroyo incandescente al fondo de la caverna.  

El sonido del magma fluyendo, mezclado con el burbujeo de las aguas termales, componía una sinfonía primitiva, poderosa.  

Era hermoso y Daemon comprendió de inmediato porque el túnel había colapsado, estaban demasiado cerca de un río de lava que adelgazaba la pared que habían estado trabajando.  

Daemon se acercó con cautela a una de las piscinas. El vapor le acarició el rostro con una calidez húmeda, el agua burbujeaba de lo caliente que estaba y metió su mano de manera tentativa.  

El calor lo rodeo, relajándolo de inmediato.  

Inmediatamente, se paró y dio media vuelta, regresó por donde había venido, moviéndose con urgencia. No podía quedarse ahí solo. No con algo tan importante.  

Tenía que llevar a Rhaenyra.  

Ella debía verlo. Sentirlo.  

Ella amaría este lugar, era como si su sangre de dragón hubiese encontrado un lugar para... relajarse y solo ella podría entenderlo.  

Regreso sobre sus pasos, ignorando a los hombres que estaban atendiendo sus heridas en la entrada del túnel y se dirigió al Palacio.  

Daemon irrumpió en el salón sin previo aviso, empujando las puertas con fuerza. Las damas de Rhaenyra se sobresaltaron, algunas dejaron caer sus agujas, una se levantó de golpe, alarmada. Pero él no se detuvo a disculparse ni a explicar.  

Él no se explicaría ante ovejas, ni siquiera aquellas a las que su sobrina les tenia cariño.  

“Rhaenyra. Ven conmigo. Ahora.”  

Ella levantó la vista desde el bastidor de bordado, sorprendida. Sus dedos todavía sostenían el hilo rojo que delineaba el ala de un dragón en miniatura. Su vientre redondo se movió suavemente con una patadita que sólo ella notó, y Daemon, que siempre estaba demasiado atento a ella.  

“Daemon… ¿qué ocurre?”  

“Te mostraré algo. No hay tiempo para explicar. Solo confía en mí.” dijo con entusiasmo.  

Las mujeres a su alrededor intercambiaron miradas preocupadas, una incluso dio un paso hacia Rhaenyra, como si quisieran protegerla de la súbita energía que había entrado en la habitación como una tormenta a su paso. Pero ella ya estaba de pie.  

Daemon la tomó de la mano con una mezcla de urgencia y ternura, guiándola fuera del salón sin volver a mirar atrás. No le importaban las miradas inquisitivas ni los cuchicheos. Solo ella importaba. Solo lo que había encontrado.  

Caminaron por los pasillos del palacio, bajaron escaleras ocultas, pasaron por túneles donde la piedra aún estaba húmeda del derrumbe reciente. Rhaenyra no preguntaba. Solo lo miraba de reojo, notando el brillo extraño en sus ojos, esa emoción contenida que pocas veces le había visto.  

Cuando llegaron a la entrada oculta, Daemon la ayudó a bajar con cuidado. La antorcha iluminaba el camino justo lo suficiente, y el calor comenzó a envolverlos incluso antes de que entraran por completo.  

“¿Dónde estamos?” susurró ella.  

“Ya lo verás.”  

Y cuando llegaron al borde de la cámara, Rhaenyra se detuvo, boquiabierta.  

Las piscinas termales humeaban suavemente ante ella, la lava fluyendo como venas vivas de fuego, el aire vibraba con un calor que no quemaba, sino que abrazaba, al menos a ellos.  

“Oh... Daemon…”  

“No es solo una cueva,” dijo él. “Es algo más. Algo que nos llama.”  

Ella dio un paso adelante, el vapor cubriéndola como una capa de seda. El bebé en su vientre se movió de nuevo, inquieto, como si también sintiera lo que ellos estaban sintiendo.  

El calor envolvía sus cuerpos, pero no era incómodo. Era como si la cueva misma los reconociera, los aceptara, los abrazara. El vapor bailaba en el aire, distorsionando los contornos de roca fundida y las cascadas de fuego, dándoles un aura casi irreal. Rhaenyra se acercó a una de las piscinas termales, mirando su superficie cristalina y temblorosa.  

Daemon estaba detrás de ella, observándola con devoción. No dijo nada al principio, solo dejó que el silencio los rodeara, como si la montaña les ofreciera ese instante fuera del tiempo.  

Ella se giró lentamente, encontrándose con su mirada. No necesitaban palabras. Su conexión era más profunda que eso, incluso sin el hilo que unía sus mentes...  

Daemon se acercó y posó sus manos en su rostro, sus dedos calientes por el aire cargado de azufre, pero suaves. Rhaenyra cerró los ojos por un momento y apoyó su frente en la de él.  

"Es hermoso...” susurró.  

“Lo sé.” Su voz era baja, ronca, con sus ojos fijos en ella.  

Sus labios se buscaron sin prisa. Se besaron con reverencia, como si reconocieran que estaban ante algo sagrado, algo que iba más allá de su amor: su legado, sangre de dragón corriendo por sus venas.  

Este es un lugar solo para ellos, ningún otro ser humano podría entrar, no sin quemarse, sin sufrir.  

Daemon se arrodilló frente a ella, sus manos envolvieron su vientre, y apoyó la frente sobre la piel tensada por la vida que crecía dentro.  

“Somos fuego antiguo, Rhaenyra,” murmuró. “Tú, yo... y nuestro hijo. Somos los ecos de Valyria.”  

Ella le acarició el cabello, sus dedos temblando.  

“Este lugar será solo para nosotros, para nuestros hijos... no importa que incluso los ándalos invadan e intenten robarnos... esto jamás lo podrán tocar.” murmuro maravillada.  

Se desnudaron lentamente y se metieron en una de las piscinas, la más pequeña. El calor los envolvía, pero no les quemaba, no a ellos.  

Ella apoyó la cabeza en su pecho, y escuchó su corazón latir fuerte, constante. Sus manos se entrelazaron, sus cuerpos acomodados como si siempre hubieran pertenecido a ese lugar.  

El agua hirviendo relajando sus cuerpos, el sonido de la lava moviéndose relajando sus sentidos.  

Se permitieron dormir, no por cansancio, sino por paz.  

No querían irse de ahí.  

No cuando el calor de la cueva los envolvía, los protegía.  

Solo cuando el hambre los venció, salieron del agua, Rhaenyra estremeciéndose de frio.  

“¿Sera... posible?” Rhaenyra murmuró, con los ojos fijos en una de las cascadas de lava que caía con lentitud desde una grieta en lo alto de la cueva. El líquido incandescente no chisporroteaba al tocar la roca húmeda, sino que se deslizaba como seda espesa, viva.  

Lentamente, como en un trance, Rhaenyra se acercó. Daemon se incorporó, preocupado, su corazón acelerado.  

Una cosa era tocar fuego... otra tocar lava.  

“Rhaenyra…”  

Pero ella no lo escuchó.  

Estaba atrapada en algo que no podía explicar. Una certeza, un llamado. Extendió la mano hacia la lava... y la introdujo sin pensarlo. El calor era intenso, abrumador, pero no doloroso. Era como meter la mano en agua caliente en una noche helada.  

Sus ojos se abrieron con asombro.  

No se quemaba.  

No sentía dolor.  

Solo una energía viva, vibrante, que parecía reconocerla.  

Daemon... se siente... como magia...  

Metió la otra mano y la lava corrió por sus dedos como si la acariciara. Rhaenyra jadeó, emocionada, riendo como niña pequeña.  

Era como si la sangre de los dragones respondiera al llamado de su origen.  

“Daemon…” dijo en un susurro, volteando hacia él. “No nos quema... lo que destruyo a nuestros ancestros... pensé que era solo el fuego... pero esto...”  

Él se acercó lentamente, sin dejar de mirar la lava ni a ella. Dudó unos segundos, pero luego extendió su propia mano.  

Y tampoco sintió dolor.  

Solo un hormigueo, una vibración profunda que le erizó la piel.  

“Somos hijos de fuego,” murmuró él, con voz baja. “Y este es nuestro hogar.”  

Un hogar donde no importaba si el resto de la gente sentía inhóspito.  

Este era su hogar, de él, de ella... de sus crías.  

Un templo.  

Tenían que hacer un templo, para las Catorce Llamas.  

Traerían de regreso a las mejores partes de Valyria.  

Devolverían la gloria a la Casa del Dragón, a los Targaryen.  

“Vamos, he de alimentarte mi amor, y nuestra cría.” se obligo a si mismo a alejarse de la lava, sintiendo el frío penetrar sus huesos al hacerlo.  

Rhaenyra hizo puchero todo el camino de regreso, ansiando volver al calor de la cueva.  

Al día siguiente, Daemon tuvo que replantear todos sus planes para la isla y cambiar de ubicación hacía donde crecería su población, tenían que mantener esa cueva solo para ellos.  

También decidió colocar los huevos de dragón ahí, para mantenerlos calientes con la lava y sus dragones parecieron apreciar la decisión, pues pronto encontraron otra cueva cercana, más grande, pero sin piscinas y Syrax y Caraxes hicieron su nido ahí.  

Y pronto tuvo que llevar cada día a Rhaenyra a la cueva, pues no pasaba un día sin que se lo exigiera y ella ya no podía moverse sola por las piedras traicioneras del túnel con su gran vientre.  

“Solo aquí me puedo relajar... no importa cuánto calienten el agua las sirvientas, nunca es suficiente...” le explico con timidez mientras se metía con rapidez a la piscina donde la lava caía directa y que hervía con fuerza.  

“¿Ansías cada vez más el calor?” pregunto con sorpresa.  

Aemma hacía lo mismo al final de sus embarazos, pero los maestres le habían prohibido los baños en agua caliente, apenas tibia.  

Ella sufría, nadie la escuchaba y Daemon siempre terminaba discutiendo con Viserys por ello, por escuchar más a los maestres que a la esposa que llevaba a su hijo en el vientre.  

“¿Crees que mi madre... tal vez era... como yo?” Rhaenyra miro el agua con tristeza, siempre que pensaba en su madre se ponía melancólica.  

“Tal vez... no hay nadie con más sangre de dragón que tú en este mundo... y no lo sacaste de Viserys.” teorizo metiéndose con ella.  

“Estas tu.” le recordó Rhaenyra.  

“Estoy... pero solo me volví inmune al fuego después de nuestra boda, Rhaenyra... después de beber tu sangre... de combinar mi sangre con la tuya...” pensó en las quemaduras que sufrió durante la guerra.  

“¿Te has dado cuenta de que tus cicatrices...” Rhaenyra acaricio su cuello, haciéndolo estremecerse “se están desvaneciendo?”  

“¿De verdad?” toco su cuello. “Me duelen menos, eso sí.”  

Rhaenyra beso los rastros de sus cicatrices y Daemon acaricio su vientre con ternura, fascinado por el cuerpo de su esposa y como creaba vida.  

“Shanara dice que será cualquier día.” menciono cuando él bebe pateo con fuerza y ambos vieron la silueta de un diminuto pie marcarse por un instante sobre la piel estirada.  

Rhaenyra soltó una risa nerviosa. “Tiene la fuerza de un dragón.”  

“Y la voluntad de uno,” agregó Daemon, con orgullo encendido en sus ojos.  

Pero Shanara tuvo razón.  

Esa misma noche, Rhaenyra despertó gritando.  

Notes:

Links para nuestras bellas imagenes, todas creadas por mi:
La isla: https://64.media.tumblr.com/13e11fa79ec7de196d5ad8a38be16363/07fb52727bac517f-11/s1280x1920/edc784a97b1a0b7f260573fec465d8aa83a680ec.pnj
La cueva: https://64.media.tumblr.com/cab7a06f7cd04057ac88504956332d20/bc56e4dd87945e0b-6a/s1280x1920/0595426a2ed4fac7066029ef3afb2db2f3cbf6a5.jpg

Avisenme si no pueden ver las imagenes, estan siendo publicadas de manera diferente.

Creo que ya saben de que sera el siguiente capitulo...

¿Que opinan? Me encanta introducir elementos mágicos y esa historia no deja de darme oportunidades.

Nos leemos el próximo viernes!

Chapter 6: El llanto de un dragón

Summary:

Es una madre
Es un padre
Son dragones

Notes:

¡Estoy tan emocionada por este capítulo, primero porque hoy que es el día que nació mi precioso Theo, -mi gato- y hoy cumple 10 años! De todas las mascotas que he tenido, es de la única que se su fecha de nacimiento exacta... ¡porque yo estaba ahí! Ja, lo siento, esto me emociona mucho.

Y también, que este capítulo se publica justo el día antes del día de las madres aquí en México. Así que este cap está dedicado a todas las mamás,

Juro que fue una coincidencia total, si he planeado bastante esta historia, pero no a tal grado, jaja.

Se que este capítulo tiene muchas expectativas, así que espero lograr sorprenderl@s un poco y que les guste!

Este cap tiene una canción que siento que queda perfecta: https://www.youtube.com/watch?v=jcH4hL0LVn8
yo te esperaba, de Alejandra Guzman.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

El dolor la atravesó como una daga, tan intenso que por un momento no pudo respirar.  

Daemon se levantó a lado de Rhaenyra tomando su espada en busca de una amenaza de la que no podía salvarla, mirando en pánico la habitación vacía; al notar la razón de sus gritos, soltó la espada junto con una maldición y la abrazo, desesperado por darle consuelo.  

La habitación se iluminó con antorchas cuando sus damas corrieron a su lado, alertadas por aquellas que estaban haciendo sus labores en la tranquilidad de la noche, y por los alaridos que estremecieron su palacio.  

Un palacio que no había sido tocado aún por el dolor.  

Un palacio que solo conocía la paz, la alegría y felicidad.  

Un lugar de esperanza.  

“¡Traigan agua caliente! ¡Y más paños!” gritó Shanara, entrando con la calma firme de quien ha traído demasiadas vidas al mundo, su rostro joven ocultaba su verdadera experiencia, pero era un rostro con el que Rhaenyra se podía relacionar.  

No era el rostro de una mujer vieja que nunca había tenido hijos y solo gritaba lo que le habían gritado a ella, no era el de una mujer adulta llena de experiencia que creía que lo sabía todo. Tampoco eran los rostros de hombres, maestres inútiles y ambiciosos que no sabían lo que hacían.  

Era el de una mujer que había tenido un hijo y aun recordaba el dolor lo suficientemente bien como para tenerle compasión, pero con el conocimiento para saber qué hacer y guiar al resto.  

Daemon, al ver la abrumadora cantidad de mujeres entrando y como todas se frenaban torpemente al verlo desnudo al lado de Rhaenyra, se puso unos pantalones de lino sueltos, para regresar de inmediato al lado de su sobrina, que lloraba de dolor.  

El rugido de Syrax lleno el aire, un eco del dolor de su jinete.  

Ophelia entro con una de sus hijas cargando una canasta llena de toallas, ambas gritando órdenes a las doncellas y sirvientas que corrían de un lado a otro, manteniendo orden en el caos.  

Daemon estaba a su lado, medio vestido, con la espada a su alcance como si pudiera protegerla del propio parto.  

“Estoy aquí, Rhaenyra,” dijo, tomándole la mano con fuerza. “Estoy contigo.”  

Tallulah llego e intento sacar a Daemon, gritando que la cámara de partos no era lugar para un hombre.  

“¡Mi Príncipe, debe salir! ¡Esta cámara no es lugar para un hombre!” exclamó, tratando de interponerse entre él y el lecho, sus aprendices mirando inquietas de un lado a otro.  

Pero Daemon no se movió. Sus ojos fijos en Rhaenyra, su mano aferrada a la de ella.  

“No me iré,” respondió con una voz baja, pero firme como acero. “Ella me necesita. Y no pienso dejarla.”  

Tallulah, al ver la expresión de Rhaenyra y la determinación en el rostro de Daemon, dio un paso atrás y dejo de insistir por el momento, aunque le lanzaba miradas recelosas cada tanto.  

Rhaenyra no podía hablar. El dolor era inmenso, una ola tras otra, hasta que pareció perder la noción del tiempo. Todo se redujo a gritos, jadeos, manos firmes sujetándola, y la voz de Shanara guiándola como un faro en medio de la oscuridad mientras las horas pasaban.  

Daemon no se apartó. Ni una vez. Le limpió la frente, le sostuvo la espalda, y le susurró palabras en alto valyrio para mantenerla anclada.  

Incluso cuando Rhaenyra lloro por su madre e intento alejar a Daemon.  

Ella quería a su madre.  

Quería su consuelo.  

Sus palabras suaves, su tacto cálido.  

Ella jamás había querido a su madre a su lado tanto como en ese instante.  

Solo ella podría entenderla.  

Entender su miedo, su terror.  

“Muña, quiero a mi muña.” Rhaenyra lloro y nunca odio tanto a su padre como en ese instante.  

“Lo sé, Rhaenyra, lo sé...” Daemon solo la consoló, manteniéndose firme a su lado, inquebrantable.  

Y le quito parte de su dolor.  

Cuando sentía que era infinito, que ya no podía más...  

Él tomo su mano, la abrazo con fuerza, beso su frente... y el alivio la inundo.  

Le dio sus fuerzas.  

El hilo que conectaba sus mentes se sentía más fuerte que nunca. Más poderoso.  

Él estaba ahí, con ella, dentro de ella, a su lado, en su mente.  

En su alma.  

La sostuvo a través de sus gritos, maldiciones y amenazas.  

Se mantuvo firme, durante la tormenta y durante la calma.  

Entre ola y ola de dolor, Rhaenyra le suplicaba que no la dejara, siempre interrumpiendo a Talullah cuando esta hacía intentos de sacar al Príncipe, asegurando que interrumpía sus intentos de ayudarla.  

“¡Lo quiero a mi lado!” Rhaenyra le grito con fuerza tras otro comentario mordaz. “¡No me puede dejar! ¡Nunca!”  

“Estoy aquí, mi amor.” Daemon sentía la impotencia llenarlo, incapaz de hacer más que sostener su mano, abrazarla e intentar darle fuerza.  

Y a pesar de todo, los peores temores de Rhaenyra se hicieron presentes cuando la luna estaba en lo más alto, llevaba apenas unas cuantas horas de parto y una sirvienta hizo un comentario sobre que tal vez deberían haber tenido un maestre con ellos.  

“¡No! ¡No! No... no me cortaran. No quiero que me abran, Daemon prométeme que no dejaras que me abran.” sus sollozos se volvieron incontrolables en este punto, aterrada y en pánico.  

Daemon se mantuvo firme, conociendo la razón detrás de ello.  

“Fuera, ningún otro hombre además de mi se acercará a Rhaenyra en la cámara de partos.” su despido fue despiadado, no toleraría nada que alterara más a su mujer, y la sirvienta fue despedida en el acto.  

El dolor siguió durante el resto de la noche.  

Implacable, traer vida al mundo requería un sacrifico que solo las mujeres podían ofrecer, Rhaenyra estaba a la altura de la tarea de una forma que su madre jamás tuvo la oportunidad.  

Las parteras se turnaron para examinarla, las sirvientas cambiaron las sábanas una docena de veces, atendieron el fuego que Rhaenyra exigía que nunca se extinguiese sin importar el calor infernal que los demás sentían y Daemon la sostuvo.  

Hasta que, finalmente, un nuevo llanto cortó el aire justo cuando el primer rayo del sol ilumino el cielo.  

Un sonido agudo, poderoso.  

El rugido de dos dragones lleno el aire, reverberando por toda la isla.  

Los dragones habían sentido el nacimiento.  

Una nueva llama se acaba de encender.  

Shanara sonrió mientras levantaba al bebé ensangrentado, y los ojos de Daemon se llenaron de lágrimas.  

“Es un niño,” anunció Ophelia con suavidad, examinando al pequeño al lado de Shanara. “Fuerte, muy fuerte.”  

Rhaenyra, temblando, extendió los brazos y lo recibió con un sollozo ahogado.  

“Oh… Daemon…” Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro al ver a su hijo por primera vez.  

Un rostro que había visto en sueños.  

Daemon se inclinó, los rodeó con sus brazos como un escudo viviente, como si pudiera contener el momento, detener el mundo sólo para ellos tres.  

Encerrarlos en una burbuja.  

El niño abrió los ojos.  

Rhaenyra se quebró por completo.  

Aquella mirada... no era nueva. La había visto antes. En sus sueños. En sus pesadillas. Ojos antiguos, sabios, demasiado conscientes para un recién nacido.  

“Aegon…”  

El nombre salió de sus labios como una plegaria, una súplica, una promesa hecha carne.  

Daemon la miró con asombro. Un destello de duda, o tal vez de reverencia, brilló en sus ojos.  

“¿Estás segura?” preguntó en voz baja, su tono apenas un murmullo. ¿Segura de que es... nuestro Aegon?  

“Lo es.” respondió ella, sin apartar la vista de su hijo.  

Y entonces se inclinó y le susurró al oído diminuto de su hijo:  

“Eres fuego... fuego valyrio, sangre de dragón. Mi bebé… mi niño precioso… mi Aegon.”  

Asintió a Daemon. A su esposo. A su tío.  

A su llama gemela.  

Al padre de su hijo.  

Daemon soltó una carcajada y sollozó al mismo tiempo, abrumado por sentimientos que no sabía cómo contener. Orgullo, amor, temor... esperanza. Todo se arremolinaba en su pecho como un dragón despertando.  

Shanara, de pie cerca, pero con la cabeza gacha, rompió el silencio con voz suave, casi temerosa de interrumpir el momento sagrado.  

“¿Mi Príncipe… desea cortar el cordón?”  

Daemon parpadeó, como si despertara de un trance. Miró a Rhaenyra, luego al niño que aún reposaba sobre su pecho, tan pequeño, tan inmenso en significado.  

“Sí,” respondió, con la voz rasposa y cargada de emoción. Se levantó con cuidado, tomando la daga de acero valyrio que reposaba en la mesa de noche al lado de Dark Sister.  

Rhaenyra lo observó, sin temor. Había algo simbólico en ello. Un lazo cortado por el padre, con una hoja forjada en fuego y magia.  

Daemon se inclinó y, con una precisión reverente, cortó el cordón umbilical.  

El bebé gimió suavemente, como si sintiera que había sido separado de su madre y busco el calor de Rhaenyra con su cabeza, su cuerpecito desnudo retorciéndose contra los pechos de Rhaenyra en busca del sonido de su corazón.  

Shanara lo envolvió en una tela limpia, con dedos hábiles y corazón conmovido, ansiosa por devolverlo a los brazos de Rhaenyra que lo esperaban con ansias.  

Daemon regresó al lado de Rhaenyra, le acarició el rostro cansado y besó su frente.  

“Eres tan fuerte, mi corazón de fuego, la mujer más fuerte de todas... ambos... él también es tan fuerte...” imágenes de niños débiles y muertos fueron borradas ante la fuerza frente a él.  

Ella sonrió débilmente, aún agotada, pero conmovida por sus palabras llenas de asombro.  

“Fuego, Daemon... estamos hechos de fuego... y ahora arderemos aún más.”  

Syrax.  

Caraxes.  

Los dragones rugían al unísono, como si dieran la bienvenida a uno de los suyos.  

Daemon alzó la cabeza, sus ojos brillando como si contuvieran fuego líquido, el tono morado se tornó casi rojizo ante la luz del fuego en la chimenea. Se acercó a la ventana, y allí estaban: siluetas en el cielo, alas gigantes batiendo el aire pesado, danzando alrededor del palacio, los rayos del sol brillando en sus escamas.  

Era un homenaje. Un saludo antiguo.  

Shanara se detuvo en seco al oírlos, con los ojos bien abiertos, las sirvientas se miraban entre sí, nerviosas, Ophelia abrazo a su hija y todas las miradas se dirigieron a Rhaenyra cuando hablo:  

“Los dragones...” susurró, incapaz de contener la emoción en su voz ante el extraño sonido que provenía de ellos, casi... como si fuera una canción. “¡Están celebrando!”  

Daemon le sonrió, asintiendo.  

El aire parecía temblar con magia. La sangre del dragón acababa de fortalecerse.  

Rhaenyra, aún en la cama, apretó a su hijo contra su pecho, sonriendo con lágrimas en los ojos.  

“Lo saben... todos lo saben.”  

Daemon se volvió hacia ella, y por un momento no fue príncipe ni guerrero. Solo un padre, solo un hombre, temblando ante el milagro del que era testigo: su primer hijo.  

El nacimiento de su heredero.  

Regreso a la cama con ella, y Rhaenyra sintió la satisfacción llenarla.  

Su precioso hijo. Con sus ojos de un morado tan oscuro que casi parecía negro, su cabello plateado, del plateado más puro, idéntico al de su padre.  

Su nariz diminuta, un botón delicado que sobresalía de su rostro con elegancia.   

“Es precioso.” Daemon murmuro acariciando la mejilla ensangrentada del bebe.  

Talullah los interrumpió para indicarles que debían limpiar al bebe, Rhaenyra se negó a dejarlo ir con los ojos llenos de lágrimas y Daemon solo miro a la partera, manteniendo sus ojos pegados a su cría. “Se parece tanto a ti.” Daemon susurro, con la voz quebrada, acariciando con la punta de los dedos la mejilla aún húmeda del bebé, dejando que la yema rozara la tibia suavidad de su piel. Una gota de sangre, suya o del niño, ya no lo sabía, le marcaba la palma.  

Rhaenyra sonrió, cansada y radiante. No podía dejar de mirarlo, como si temiera que, si parpadeaba, el momento se desvanecería.  

Pero Talullah se acercó con respeto, aunque firme, nuevamente. “Mi Princesa... debemos limpiarlo, envolverlo en telas cálidas, evitar que pierda el calor.”  

Rhaenyra asintió con pesar, sus lágrimas comenzaron a derramarse. Besó suavemente la frente de su hijo y lo soltó con reticencia, como si le estuviera entregando una parte de su alma. Daemon lo recibió de sus brazos con total delicadeza, sujetándolo como si fuera el bien más sagrado que había sostenido jamás.  

“No le quitaré los ojos de encima.” le prometió a Rhaenyra, antes de girarse para seguir a la partera, alcanzo a escuchar a Shanara indicar que tenían que sacar la placenta justo cuando la puerta se cerró atrás de él.  

Caminaron con calma por el pasillo silencioso, iluminado solo por antorchas. Cada sombra parecía inclinarse ante el nuevo heredero. Daemon no parpadeó, ni una vez, observando cómo las pequeñas manos del bebé se movían torpemente, cómo su pecho subía y bajaba, tan vivo, tan pequeño... tan suyo.  

Lo envolvieron en suaves sedas blancas con hilos carmesí para evitar que se le resbalara en la diminuta tina, lo limpió él mismo con un paño tibio, sin permitir que nadie más lo hiciera. Su pulso era firme, pero sus ojos estaban llenos de humedad.  

Talullah, viendo el fervor con que el príncipe trataba a su hijo, no se atrevió a interrumpir.  

Después, cuando el niño estuvo limpio y tibio, lo sostuvo en brazos de nuevo, observándolo como quien contempla un milagro.  

Te juro, Aegon... que haré arder el mundo antes de permitir que te pase algo.. .” susurró en Valyrio, apretándolo contra su pecho. “ Tu madre y yo... luchamos demasiado para traerte aquí.  

Lo seco con cuidado, y ayudado de Talullah, lo vistieron con diminutas ropas blancas y lo envolvieron en una manta con bordados de dragón que Rhaenyra había hecho con orgullo.  

Al regresar a la habitación, Rhaenyra los miraba con ojos cansados. Abrió los brazos al verlo entrar, con el niño envuelto como un pequeño príncipe, las sirvientas terminaban de limpiar, y una de ellas llevaba una canasta llena de trapos con sangre que hizo que Daemon tropezara un poco.  

“¿Alteza... aún desea que conservemos la placenta?” Shanara se acercó, sosteniendo una olla de piedra negra en sus manos donde había sangre y lo que parecía ser piel.  

“Debemos, llévasela a Monterys... debe entregarla a las Catorce Llamas y pedir por mi recuperación.” explico Rhaenyra con el rostro cansado, pero había una paz en sus ojos que Daemon compartía.  

Daemon se sentó a su lado, colocando al bebe con cuidado en su regazo.  

Ella lo sostuvo contra su pecho desnudo, y el bebé se acomodó con un pequeño quejido suave, buscando calor y refugio.  

Por un momento, los tres permanecieron así. Silencio. Respiraciones entrelazadas. Piel contra piel.  

Fuego contra fuego.  

“Hay que alimentarlo, Princesa... ¿desea que traiga a la nodriza?” Ophelia pregunto con la voz llena de alegría.  

“¡No!”  

El grito de Rhaenyra llenó la habitación con una determinación tan feroz que todos se sobresaltaron. Todos… menos Daemon, que simplemente la observó, con los labios curvados en una media sonrisa orgullosa.  

“Lo alimentaré yo misma.” dijo con firmeza, con el pecho agitado y los ojos centelleando.   

Se incorporó con ayuda de Daemon, y con cuidado se acomodó contra los cojines. El bebé, envuelto en telas suaves, descansaba sobre su pecho como si siempre hubiera pertenecido ahí. Rhaenyra, que seguía desnuda y solo estaba cubierta por las sábanas recién cambiadas, se limitó a acomodar a su precioso bebe en su pecho.  

Con manos temblorosas por la emoción, acercó a su hijo a su seno, guiándolo con ternura para que se prendara de su pezón que ya goteaba leche. El niño, con un reflejo antiguo como el mundo mismo, se aferró con fuerza, encontrando consuelo y alimento por primera vez.  

Se prendió con facilidad, sorprendiendo a las parteras que miraban con asombro como Rhaenyra alimentaba a su hijo como si lo hubiese hecho miles de veces.  

Daemon contuvo la respiración. Había visto miles de batallas, cientos de muertes, dragones arder y reyes caer… pero nunca, nunca había presenciado algo tan profundamente sagrado como ese instante.  

Su esposa, su princesa, su fuego, dándole vida al hijo que habían traído juntos al mundo.  

Rhaenyra cerró los ojos un momento, la primera incomodidad pasando lentamente y trayendo alivio. Sus dedos acariciaban la nuca del niño, mientras un silencio casi reverente los envolvía.  

“No quiero que nadie más lo alimente... es un dragón... solo mi leche servirá...” susurró, sin abrir los ojos. “Lo llevaré yo en mis brazos, lo veré crecer. Cada día. Cada noche. Nunca estará solo.”  

Daemon se inclinó hacia ella, tomando su mano libre, y besándola con una ternura inusual.  

“No lo estará.”  

En ese instante, mientras el pequeño Aegon se alimentaba, Rhaenyra sintió que el mundo se detenía por ellos. Que los dioses los miraban. Que los dragones respiraban en silencio.  

Y que nada, nada, les quitaría lo que habían creado juntos, esta es su segunda oportunidad y no la desperdiciaran.  

El día recién comenzaba y ya se sentía como el amanecer de una nueva era.  

...  

La luna se alzaba sobre la Isla, bañando la habitación con una luz plateada y suave. Las sombras danzaban en las paredes, proyectadas por las antorchas encendidas, pero dentro de la cámara, reinaba la calma.  

Aegon dormía entre ellos, envuelto en sábanas de lino bordadas con hilos dorados y rojos. Su pequeño pecho subía y bajaba en un ritmo tranquilo, el puño cerrado junto a su mejilla, su boca aún húmeda del alimento.  

Rhaenyra no dejaba de mirarlo.  

Las primeras horas de su hijo habían sido todo lo que había soñado y más, pasando en un borrón que la sorprendió.  

Daemon, acostado a su lado, la observaba en silencio. La calidez en su mirada contrastaba con la dureza que el mundo conocía de él, esa era la versión de Daemon que pertenecía a Rhaenyra... y ahora, también a su hijo.  

En ese instante, no era el Príncipe Rebelde. Solo era un hombre, un padre, enamorado de la mujer que le había dado a su hijo y enamorado de su primogénito.  

“¿Crees que sabremos protegerlo?” preguntó Rhaenyra en voz baja, sin apartar la vista de su bebe. “¿Que podremos hacer todo lo que no hicieron por nosotros?”  

Daemon giró hacia ella, apoyando su cabeza en la mano.  

“Lo juré, Rhaenyra. Desde antes de que respirara.” Le acarició el cabello con suavidad. “Nadie lo tocará. No mientras yo respire. Y cuando llegue el día... tendrá dragones a su lado, y fuego en sus venas, al igual que tú.”  

Ella asintió despacio, pero una lágrima escapó de su ojo.  

“Solo quiero que sea feliz. Que tenga una vida sin miedo.”  

Una vida sin dolor, sin sufrimiento...  

Una vida sin ver a su madre ser quemada frente a sus ojos.  

Una vida con su familia a su lado.  

Daemon deslizó su brazo bajo sus hombros y la atrajo hacia él.  

“Entonces tendrá todo eso... y más. Porque tú eres su madre. Y yo... quemaré al mundo si hace falta.” le juro.  

Ambos miraron a su hijo, tan pequeño, tan frágil… pero ya tan poderoso. Dormía en paz, ajeno al destino grandioso que se escribía sobre su nombre, un nombre que Rhaenyra había recuperado para los verdaderos dragones.  

Lleno de historia, lleno de dolor y arrepentimiento.  

Un nombre que honraba al hermano de Daemon que nunca tuvo la oportunidad de vivir.  

Un nombre de reyes, el nombre del Conquistador...  

Un nombre que siempre la llenaba de esperanza.  

Rhaenyra lo besó en la frente y cerró los ojos, apoyándose en Daemon.  

Por un momento, no hubo corona, ni guerra, ni profecías. Solo ellos tres.   

Una familia.  

Fuego, carne y amor.  

“Tenemos que traer su huevo.” Rhaenyra sintió la emoción llenarla de nuevo.  

La idea de que su hijo, su pequeño bebe, tuviese una conexión con su dragón como la de ella, la emocionaba.  

Su hijo tendría todo lo que ella y más.  

“Iré, tu descansa, mi amor... te has esforzado muchísimo para traer a Aegon al mundo, debes descansar y curarte.” Daemon se levantó con determinación, impidiendo que Rhaenyra se levantara, ella aún no había dormido nada en todo el día y su rostro estaba un poco pálido.  

Ella lo miro con anhelo cuando salía, una pizca de decepción.  

No quería que se fuera.  

Nunca quería que se fuera.  

Lo quería siempre a su lado, cada segundo.  

En ese instante, mientras Daemon salía de sus aposentos con una mirada determinada y feliz, Rhaenyra se dio cuenta de que no quería que se fuera jamás... simple y sencillamente porque lo quería a su lado.  

No por temor a que la dejara.  

No por necesidad de que la protegiera.  

La sombra de Alicent Hightower exigiendo ver a sus hijos apenas nacer, se desvaneció.  

Daemon jamás lo permitiría, ni ella misma, no ahora que había recuperado su poder.  

Y esa mujer estaba demasiado lejos de ella par que siquiera fuera una posibilidad.  

No, Alicent no era más que un feo recuerdo y una puta débil ante los dragones.  

Un día la volvería a ver, pero jamás se volvería a doblegar ante ella.  

Ni ante nadie más.  

Ni siquiera su padre.  

Porque ella... ella es un dragón y ni siquiera un Rey sin dragón es superior a un verdadero dragón.  

Mientras contemplaba su propio poder, se perdió en su cabeza hasta que el sonido de la puerta abriéndose de nuevo la saco de su ensoñación.  

“¿Stormcloud?” Daemon entro con una mirada llena de emoción, una brillante sonrisa adornando su rostro mientras le enseñaba el huevo gris tormentoso en sus manos.  

“Nunca te gusto ese nombre.” comentó Rhaenyra divertida.  

“No,” admitió él “pero fue el nombre que nuestro hijo le dio a su dragón... tal vez pueda convencerlo de que... aunque sea se lo ponga en Valyrio.” mascullo dando largas zancadas hasta que llego a ella.  

Se sentó con cuidado, procurando no perturbar el sueño de su bebe.  

Sostenía en sus manos el huevo como el ser sagrado que es.  

“No tendrá hermanos mayores que lo influencien...” Rhaenyra pensó en los hijos de sus sueños, su mente vagando a niños de cabellos oscuros y rizados.  

Los ojos de Daemon se oscurecieron.  

“¿Estas...?” Se detuvo, incapaz de continuar, una docena de preguntas arremolinándose en su cabeza.  

“¿Que?” Rhaenyra lo insto a continuar, desconcertada por la mirada llena de furia de su esposo.  

“¿Decepcionada?” escupió finalmente, como si la palabra le quemara.  

“¿Que... porque habría de...?” la confusión la lleno, aturdida por el cambio de humor de Daemon.  

“Porque... no es Jace... no lo será jamás... y es muy probable que nunca lo recuperes.” y miro a Aegon con anhelo, con felicidad... con culpa inundando su voz, creando un contraste que le recordó que Daemon siempre sentía demasiado.  

Demasiado para la mayoría de la gente, pues un dragón solo podía sentir con intensidad abrumadora, pero no para Rhaenyra... ella siempre había sido la única capaz de comprenderlo verdaderamente, de igualar su fuego, su caos... su amor.  

Daemon estaba encantado de que fuese Aegon, porque en los sueños de Rhaenyra Aegon siempre fue su primer hijo, y ahora era el primer hijo de ambos.  

“¡No! Daemon no... no, no estoy decepcionada, jamás...” se detuvo, confundida por sus sentimientos y la gran alegría que la inundaba a pesar de que sentía que tal vez no debería... “Yo... ellos... ellos jamás debieron existir, fue... yo, cometí un error, y los amo, los ame... pero ellos...”  

Su voz se quebró por la intensidad de sus sentimientos.  

“¿Lo prometes? ¿No... no estas enojada por... poque no los recuperaras jamás? ¿Como a Aegon?” Daemon la interrumpió, intentando detener las lágrimas que asomaban por los ojos de Rhaenyra.  

No quería hacerla enojar, ni que estuviera triste.  

No quería que derramara lágrimas en un momento tan feliz.  

Pero necesitaba saber.  

“¿Lo juras? ¿Que él regreso y ellos no... no te decepciona?” Daemon trago saliva con fuerza.  

“Oh, Daemon, no... te lo prometo, no estoy decepcionada, no podría estar más feliz, Aegon, él es real... no sueños, no pesadillas...” Rhaenyra estiro su mano y toma la de Daemon, acercándolo a ella un poco más.  

Daemon cerro los ojos y asintió, exhalando con alivio.  

Él bebe aún entre ellos se removió ligeramente, un suave quejido salió de su boquita.  

“Es hora, Daemon, coloca su huevo...” lo insto.  

Daemon asintió y coloco el huevo caliente al lado de Aegon, dejándolo con cuidado a su alcance.  

Él bebe se estiro de inmediato al calor, tocando el huevo con sus diminutas manos y suspirando con fuerza.  

Y su vínculo, uno tan sagrado e importante para ellos, comenzó a formarse frente a sus ojos.  

“No te dejare tenerles miedo ahora...” Daemon acaricio la mejilla de Aegon. “Tu vinculo jamás se romperá, no les tendrás miedo... los amaras, te lo prometo.”  

Su hijo no se convertiría en Aegon Veneno de Dragón.  

Porque no permitirá que Rhaenyra muriese quemada frente a su hijo.  

...  

Los primeros días con Aegon fueron una mezcla de agotamiento y dicha.  

Rhaenyra pasaba horas enteras simplemente mirándolo. Lo envolvía entre mantas suaves bordadas por sus damas, lo sostenía contra su pecho mientras él dormía y se negaba a dejar que nadie más lo alimentara, pese a las advertencias de Talulah sobre descanso y recuperación o las de Ophelia sobre como desgastaría sus senos y no volverían a ser iguales, apelando a su vanidad.  

Pero su vanidad era un pequeño precio a pagar por el vínculo que se formaba entre ella y Aegon cada que lo alimentaba. Cada pequeño sonido que él hacía; un suspiro, un quejido, un bostezo; era como música que calmaba su alma.  

Daemon, por su parte, parecía un hombre transformado. Nunca se alejaba demasiado. Siempre tenía una mano sobre ella, sobre Aegon, sobre el huevo de dragón... o sobre la cuna. Caminaba de un lado a otro con Aegon en brazos, murmurando palabras en Valyrio bajo, arrullándolo con cuentos de dragones antiguos, héroes olvidados y dioses de fuego. Cuando Aegon abría los ojos, tan oscuros que parecían pozos de noche, Daemon se detenía a mirarlo con una mezcla de orgullo y reverencia.  

Aegon lloraba poco. Dormía mucho. Comía con fuerza. Y su huevo, colocado junto a su cuna en un pedestal de hierro fundido, palpitaba con calor constante, como si compartiera el mismo ritmo vital.  

La habitación olía a flores frescas y humo de brasas suaves. Se mantenía cálida por el fuego constante en la chimenea y la presencia del huevo. Las doncellas entraban en silencio, y hablaban en susurros, temerosas de interrumpirlos.  

Cada noche, antes de dormir, Rhaenyra lo colocaba en el centro de su cama y se acostaba a su lado. Daemon se unía después, rodeando a ambos con sus brazos. Tres dragones, juntos.  

“¿Cuándo crees que eclosionara?” Daemon admiro el huevo, que cada día se sentía más caliente.  

“No lo sé... en mis sueños tardo... creo que meses.”  

Daemon miro con impaciencia al huevo, como si pudiese apresurarlo a eclosionar.  

“El tuyo no tardo tanto.” y lo dijo lleno de orgullo.  

Rhaenyra sonrió, ella no lo recordaba, pero Daemon siempre hablaba con orgullo de como Syrax nació el mismo día que Rhaenyra.  

Compartían un cumpleaños y de lo que sabían, era la única en la historia.  

Pero Aegon era otra historia y su unión con su dragón sería diferente, aunque no menos única.  

El primer signo fue en la madrugada del sexto día.  

El cielo aún no había comenzado a aclararse, y el palacio dormía bajo un silencio espeso, interrumpido solo por el crujido ocasional del fuego que se mantenía encendido en la chimenea. Rhaenyra dormitaba con Aegon apoyado sobre sus senos, usándolos como almohada y causando celos en Daemon sin saberlo, su pequeña mano cerrada en un puño, su respiración suave.  

Daemon estaba a su lado, despierto, acariciando el cabello suelto de su esposa y admirando sus pechos y al bebe recostado en ellos, cuando lo escucho.  

Un temblor. Ligero, apenas perceptible.  

Se incorporó sin hacer ruido, y sus ojos se dirigieron al pedestal dentro del brasero donde reposaba el huevo cuando no estaba al lado de Aegon en su cunita.  

El vapor que normalmente se elevaba en ondas tranquilas desde el huevo se agitaba con mayor fuerza, y una tenue luz rojiza palpitaba a su alrededor, como un corazón latiendo.  

Daemon se acercó despacio, sin apartar la vista del huevo. Entonces, un pequeño crujido. No una grieta, aún no... pero la cáscara vibró con un murmullo propio, una nota baja y gutural, como un suspiro contenido durante siglos.  

A sus espaldas, Rhaenyra se incorporó también, los ojos muy abiertos. Aegon, como si respondiera, soltó un chillido, no de incomodidad, sino de fuerza: su primer verdadero grito. Las llamas de la chimenea se agitaron con violencia.  

El calor en la habitación aumentó de forma palpable, envolviendo a los tres.  

“Daemon...” dijo Rhaenyra con voz rasposa, los ojos llenos de asombro. “Es como si... se sintieran...”  

Daemon extendió una mano temblorosa, colocándola apenas sobre la superficie del huevo. Estaba más caliente.  

“El dragón... es como si... hubiese despertado,” susurró él, girando hacia Aegon.  

Y en los ojos aún húmedos del recién nacido, Daemon juró ver reflejado el fuego, Aegon hizo un movimiento torpe y Daemon lo tomo y lo acerco al huevo, permitiendo que ambos se unieran, con Aegon tocando el huevo con su diminuta mano.  

Durante los días siguientes, el huevo permaneció en silencio… pero no inerte.  

Aegon dormía plácidamente la mayoría del tiempo, acunado en brazos de su madre o en el lecho junto a ella, con Daemon vigilándolos como un centinela. Sin embargo, cada vez que el bebé lloraba, un llanto fuerte, casi desafiante para alguien tan pequeño, el huevo respondía con un leve crujido, como si la criatura dentro de él se agitara con el sonido de su jinete.  

Nadie, salvo ellos dos, se dio cuenta.  

Ni Shanara ni Ophelia, ni siquiera las doncellas que venían a cambiar las sábanas, traían comida o a dejar agua caliente notaron que el aire cerca del pedestal era más denso, más cálido. Que el vapor que lo envolvía se elevaba en espirales ordenadas, como si danzara al ritmo de un compás antiguo.  

Daemon lo observaba durante horas, atento a cualquier cambio. A veces lo tocaba, y aunque no lo decía en voz alta, sentía una vibración sutil bajo sus dedos. Como un corazón latente. Rhaenyra lo notaba también, sobre todo durante la lactancia: cuando Aegon se aferraba a ella con hambre y fuerza, el calor en la habitación se intensificaba levemente, sin explicación aparente.  

Pero no hablaron del huevo con nadie más.  

Era un secreto solo de ellos.  

El tema de los dragones no es uno que debiese compartirse libremente, ni siquiera con Monterys, a quien habían designado como su maestre, aquel que escribía su historia día a día para que un día fuese transmitida.  

En esto, Daemon tomo el control, escribiendo en su pequeño diario cada novedad, siempre en Valyrio para que solo los suyos pudiesen leerlo, de la misma manera que hizo con los sueños de Rhaenyra.  

Cada noche, Daemon colocaba el huevo cerca del fuego y murmuraba en valyrio. Palabras antiguas. Oraciones que había descubierto en los textos encontrados en aquella misteriosa cueva.  

“Se está preparando.” dijo Rhaenyra una noche, con Aegon dormido entre ambos, abrazando su huevo con fuerza y con el huevo vibrando levemente.  

Daemon no respondió. Solo la abrazó más fuerte, contemplando a su hijo y su huevo.  

...  

Cada día se sentía como una pequeña aventura, a pesar de lo similares que eran entre sí.  

Rhaenyra y Daemon se negaban a salir. Ni siquiera a la playa, aunque la brisa marina llegaba desde las ventanas abiertas y Daemon se aseguraba de cerrarlas cada que sucedía, no querían que el mundo entrara en su pequeña burbuja. Se sentía demasiado pronto, demasiado frágil, como si el mundo exterior pudiera quebrar la burbuja de calor, ternura y asombro que habían construido alrededor de Aegon.  

Las horas se medían por los suspiros del niño, por sus quejidos soñolientos, por la forma en que abría y cerraba los puños, como si intentara atrapar el aire. Su llanto era escaso, pero firme. Nunca gritaba por gritar. Siempre pedía algo: leche, calor, contacto.  

Y se lo daban sin demora.  

Daemon lo acunaba con una delicadeza que no parecía posible en sus manos curtidas por la guerra.  

Le hablaba en Valyrio entre susurros, como si estuviera contándole secretos que ningún otro oído debía escuchar. Lo paseaba por la habitación mientras Rhaenyra dormía, con pasos lentos, murmurando canciones que ni él sabía que recordaba.  

Rhaenyra lo observaba todo con una paz que no había sentido en años.  

Las canciones, cantadas por Daemon en voz baja y grave, la envolvían tanto como a su bebe, llevándola a momentos de su niñez donde su madre vivía, Syrax era aún lo suficientemente pequeña para dormir en su cuarto y Daemon le cantaba en Valyrio, enseñándole el idioma de sus antepasados porque no había nadie más que lo hiciera.  

A veces Daemon tomaba en brazos a Aegon y se quedaban juntos mirando la chimenea por horas. O simplemente se recostaba con él sobre el pecho, escuchando su respiración mezclarse con los latidos de su propio corazón, dejando que Rhaenyra descansara para cuando llegaran los momentos en que Aegon la quería solo a ella.  

A su madre, la única capaz de consolarlo cuando tenía hambre, que era la mayor parte del tiempo.  

Aegon comía ferozmente, como un pequeño dragón en crecimiento, regordete y rollizo, tan sano que Rhaenyra lo miraba por horas respirar, aliviada con cada inhalación de su pequeño pecho.  

Daemon comprendía su miedo, él mismo lo sentía, el terror de dormir y que tal vez fueran uno menos al despertar.  

No pueden sino apreciar cada respiración, cada llanto, cada suspiro.  

La habitación se llenó de objetos pequeños. Mantas bordadas, paños, juguetes tallados en madera que Daemon mandó a hacer y que él bebe aún era incapaz de usar pero que le daban vida a la habitación.  

Una cuna diminuta que rara vez usaban porque el bebé dormía entre ellos la mayor parte del tiempo, solo cuando era el turno de los adultos de comer la cuna se volvía importante.  

Se hablaban en susurros, incluso cuando estaban solos. No querían sobresaltarlo.  

Era como si estuvieran aprendiendo a vivir de nuevo, como si Aegon les hubiese robado el sentido del tiempo y lo llenara de significado.  

Y todo eso sucedía entre las paredes del dormitorio.  

El mundo podía esperar.  

Porque nada era más sagrado que esas horas pequeñas, donde el fuego brillaba, el bebé dormía... y el amor, por fin, no tenía que ser una batalla.  

No tenían que luchar por el amor de nadie, ninguno de los tres.  

Daemon no tenía que hacer tonterías para llamar la atención, Rhaenyra no pasaba horas sola encerrada lejos del mundo. No rogaban por migajas de amor a nadie. No lo necesitaban.  

Aegon no conocía nada más que el amor absoluto y total de sus padres.  

Todo era paz, tranquilidad.  

Y Daemon se sorprendió enormemente por sentirse... bien, así.  

Incluso con Rhaenyra en estos últimos meses, años, siempre habían estado viajando, de una aventura a otra, los dos, almas caóticas redescubriendo el mundo, buscando piezas de su historia, buscando sanar sus heridas.  

Daemon nunca se había considerado un hombre de rutinas. Era un alma inquieta, un guerrero hecho para la intemperie, el caos y el movimiento. Durante años, se había alimentado del filo de la espada, de los viajes interminables, del riesgo constante. El simple pensamiento de una vida estática, día tras día, le habría parecido una prisión, incluso si lo anhelaba secretamente, temía aburrirse, temía decepcionar a Rhaenyra.  

Y sin embargo… no se aburría.  

Cada mañana comenzaba igual. Aegon despertaba antes que el sol, y él se encontraba ya despierto, mirándolo. Rhaenyra dormía aún, una mano protectora sobre el niño, y Daemon se deslizaba en silencio, levantando a su hijo con una ternura que jamás pensó poseer. Le cambiaba las mantas, lo acunaba, le hablaba.  

El tiempo fluía sin esfuerzo.  

No extrañaba las batallas. Ni los banquetes. Ni los consejos llenos de voces estúpidas, no extrañaba pasar las horas bailando...  

Le bastaba el sonido de la respiración suave del bebé contra su pecho, o la forma en que Rhaenyra sonreía cuando lo veía intentar peinar el poco cabello plateado que ya crecía en la cabeza de Aegon.  

Nunca antes había sido así. Nunca antes se había sentido... tan completo.  

Solo Rhaenyra había inspirado ese sentimiento en él y siempre se lo habían arrebatado, Viserys exiliándolo o Aemma exigiendo el regreso de su hija.  

Su vida jamás había estado tan... tranquila.  

Ni en Volantis, donde había fiestas y cenas cada tercer día a las que asistir, no en Braavos donde había festines, bodas y orgías, no en Lys y mucho menos Poniente, donde cada día era una batalla.  

Y aunque cada día era, en esencia, igual al anterior, Daemon sentía que ninguno se repetía. Había algo nuevo siempre: un gesto, un sonido, una sonrisa que no había visto. Y eso bastaba.  

Por primera vez, no deseaba estar en otro sitio y supo sin lugar a dudas, que así es como quería que fuera el resto de su vida.  

Podía pasar horas simplemente mirando a Aegon, observando a Rhaenyra cuidando de su bebe.  

Las pequeñas tareas de repente tomaron importancia.  

Los pequeños detalles.  

“¿Como? ¿recortárselas?” miro a Rhaenyra con incredulidad, observando como tomaba las diminutas tijeras de la bandeja que la sirvienta había dejado a su lado.  

“Daemon, se puede rasguñar con sus propias uñas si están muy largas, o filosas.” explico con calma, tomando la mano del bebe y con extremo cuidado, cortando la diminuta uña.  

Su bebe comenzó a retorcerse y Daemon fue obligado a mantenerlo quieto mientras Rhaenyra lo torturaba, recortando sus uñas de manos y pies.  

Le canto durante todo el proceso, proceso que su dulce bebe consideraba una tortura absoluta, como lo demostró su llanto inconsolable.  

Termino con las mejillas rojas y sus ojitos morados irritados, pero Rhaenyra lo calmo con su pecho, que parecía ser el remedio mágico para cada que su niño lloraba sin una razón verdadera.  

Finalmente, tras horas de llanto, Aegon dormía profundamente entre ellos.  

Rhaenyra estaba recostada sobre el pecho desnudo de Daemon, sus dedos enredados con los suyos, mientras el pequeño respiraba con suavidad sobre su regazo, envuelto en telas ligeras y el calor natural de sus cuerpos.  

La habitación estaba en penumbra. Solo el fuego en la chimenea chisporroteaba suavemente en la esquina, proyectando sombras doradas sobre los muros de piedra.  

“Escucha cómo respira…” susurró Rhaenyra, casi sin aliento, como si hablar más fuerte pudiera romper el encanto.  

Daemon asintió, y su barbilla rozó la frente de ella. “Es tan suave... a veces juro que no puedo escucharlo...”  

Pasaron los minutos así, sin decir nada. Solo mirando. Solo sintiendo.  

Daemon, tan inquieto siempre, se sorprendía a sí mismo deseando que ese instante se alargara eternamente. La quietud, el calor del cuerpo de Rhaenyra contra el suyo, el peso tibio de su hijo... todo ello le parecía más preciado que cualquier victoria, cualquier corona, cualquier campo de batalla.  

“¿Te das cuenta de que esto es lo que siempre soñamos?” murmuró ella.  

Daemon no respondió de inmediato. Solo la abrazó con más fuerza, como si temiera que al nombrarlo, ese sueño pudiera desvanecerse.  

“Mi propia familia.” murmuro admirando a sus personas favoritas en el mundo... la familia que él eligió formar con su propia sangre.  

Porque durante años le había sucedido: cada vez que alcanzaba un atisbo de paz, de amor… Viserys encontraba la forma de arrebatárselo.  

Pero no esta vez.  

Ya no.  

Ya no tenía poder sobre ellos. Nadie lo tenía.  

El calor del cuerpo de Rhaenyra, el suave vaivén de la respiración de Aegon entre sus brazos, el silencio sagrado del cuarto... todo parecía sellado por los dioses.  

Y entonces, como si el destino se negara a dejarlos descansar demasiado, Aegon rompió en un llanto desconsolado.  

Un sonido tan agudo y urgente que pareció desgarrar el aire.  

Rhaenyra se incorporó de golpe, con los ojos abiertos por el sobresalto.  

“¿Qué ocurre?” preguntó con voz temblorosa, aunque nadie podía darle esa respuesta.  

El llanto era diferente, desgarrador, sacudiendo el pequeño cuerpo de su bebe y aturdiendo sus tímpanos.  

Intentó calmarlo, acunarlo, hablarle con dulzura. Nada funcionaba.  

En sus sueños jamás le sucedió algo así.  

Sus hijos, como si comprendieran su inexperiencia, habían sido tiernos con ella, tranquilos y perfectos. Incluso Joffrey, el más inquieto de todos, había sido un consuelo en brazos de su madre.  

Pero Aegon… su Aegon, lloraba como si algo ardiera en su interior.  

Daemon se levantó y lo tomó con suavidad, meciéndolo con cuidado mientras le cantaba con su voz ronca y baja, apenas un murmullo grave como una oración antigua.  

Lo paseó por el cuarto, palmeando su espalda con ritmo paciente.  

Nada.  

Rhaenyra sintió cómo el pánico se le trepaba al pecho, como una garra helada.  

Su hermoso hijo. ¿Qué tenía? ¿Por qué no podía consolarlo?  

Pero nada parece funcionar, las horas pasan y el llanto incontrolable e inconsolable continua.  

Rhaenyra intenta calmarlo en los intervalos que Daemon siente que ya no puede más, pero ni siquiera el habitual intento de darle pecho, que incluso cuando no tiene hambre lo calma, funciona ahora.  

Fueron dos días enteros.  

Dos días en los que el llanto de Aegon se volvió el único sonido en el palacio.  

Un lamento continuo, doloroso, que no cesaba ni con leche ni con caricias, ni con cantos ni con paseos por los pasillos.  

Ni el arrullo de Daemon, ni el pecho de Rhaenyra, ni los susurros de las parteras parecían consolar al pequeño, que lo revisan constantemente, todas buscando la razón de su llanto.  

Se turnaban para cargarlo, para intentar calmarlo, pero nada lograba apaciguar sus gritos.  

Rhaenyra apenas comía. No dormía. Solo lo miraba con los ojos enrojecidos, los labios partidos por la preocupación, y las manos temblorosas cada vez que intentaba calmarlo.  

Daemon había ordenado que no se permitiera la entrada a nadie más que un par de sirvientas leales para atenderlos, dado que cada que alguien extraño entraba, los llantos incrementaban.  

Nada debía perturbar a su hijo. Nada debía distraerlos.  

En esos dos días, el mundo se redujo a ese pequeño cuerpo retorciéndose de dolor, a esa voz desgarrada que no entendían.  

Y a la impotencia, creciendo como una sombra sobre ambos.  

Daemon de repente se queda quieto al ver a una de las doncellas que entran y salen con mantas limpias, resoplar por el calor dentro de la habitación y limpiarse el sudor con un paño.  

"Rhaenyra, ¿crees que sea el calor?" Pregunta con voz incierta.  

Ella duda, pero se fija en la doncella que suda profusamente y asiente.  

"Mirra, apaga el fuego." Ordena a la sirvienta más leal que llego junto con Talullah días antes del parto.  

La doncella asiente y en su rostro se denota el alivio.  

La habitación comienza a enfriarse lentamente y el llanto de Aegon sigue.  

Ya han revisado su ropa pequeña, que está limpia, no se prende de la teta de Rhaenyra cada que ella lo acerca a su pecho, como si no tuviera hambre, un bebe que no come es preocupante...  

Cuando la habitación está a la misma temperatura que el resto de la isla, el llanto de Aegon empeora.  

Y Rhaenyra comprende.  

Aegon, como sus padres, es un dragón, es fuego y lava, humo y ceniza.  

Aegon fue concebido en las llamas y su sangre es caliente.  

Su hijo ha estado caliente en su vientre y Rhaenyra se aseguró de darse baños de agua hirviendo, incluso llegando a tener algunos en lava...  

Su hijo no llora por calor, hambre o incomodidad, llora porque tiene frío.  

Ella estaba más cómoda con el fuego alto, como su esposo, nota que Daemon se estremece, es ligero y probablemente solo por el cambio de temperatura después de tanto tiempo viviendo en un calor casi extremo, pero no puede ocultar el escalofrió al sentir la temperatura tibia.  

Recuerda un pasaje que leyó sobre un bautizo de fuego, hechos en la Antigua Valyria cuando había dudas de la paternidad de un bebé. Sobre cómo era sometido al fuego, se realizaba un hechizo y si el bebé era aceptado por el nombre de su padre, saldría ileso.  

"Traigan a Monterys." Ordena Rhaenyra con nerviosismo.  

Su doncella Mirra sale con rapidez a cumplir su orden.  

Daemon se sienta a su lado en la cama, entregándole a Aegon.  

"¿Un bautizo Valyrio? ¿Porqué? Nuca hicimos nada igual con nuestros hijos en los sueños..." Intenta seguir su razonamiento, pero Rhaenyra siente como si alguien le susurrara en el oído.  

Fuego, fuego, fuego.  

"En nuestros sueños nosotros no éramos inmunes al fuego... ¿Y si necesita la bendición de los Dioses para ser igual a nosotros?" Abraza a su hijo que lloriquea inconsolable. “Temo que al someterlo al fuego directo... lo lastimemos, quiero ver si tenemos que realizar algún ritual antes de intentarlo.”  

Lo mece e intenta darle pecho de nuevo, pero él sigue negándose.  

Cuando Monterys llega, tanto Rhaenyra como Daemon están convencidos, pero quieren saber si hay algún ritual en específico que puedan seguir.  

Monterys recuerda de inmediato el pasaje que Rhaenyra menciona. "Lo buscaré de inmediato, Princesa... Me temo que no tenemos ningún registro de nombramientos de niños o tradiciones sobre ello, al menos no con de niños de jinetes de dragón."  

Monterys desaparece y sus dos acólitos lo siguen, las sirvientas los mantienen informados sobre su progreso, pero no encuentran respuestas.  

Cada hora que su bebé sigue llorando y no encuentran información sobre ello, Rhaenyra las sufre con su hijo. Daemon también, siempre a su lado y tomando turnos para intentar calmarlo.  

Cuando llega la noche y su bebé suena débil y su llanto son hipos incontrolables, Rhaenyra decide que no puede más.  

No permitirá que su bebé siga sufriendo.  

La voz que susurra en su mente es más fuerte a cada instante.  

"Prendan una fogata, lo suficientemente grande para una pira." Le súplica a Daemon. Su esposo aún tiene sus dudas, pero confía en ella y manda a sus soldados a cumplir su orden de inmediato.  

Cuando la luna está en lo más alto del cielo, el fuego arde intensamente en la playa.  

Syrax y Caraxes están en la playa junto a la pira de madera alimentando el fuego entre ambos.  

"Es hora." Rhaenyra lo siente en sus huesos.  

Daemon la ayuda a caminar, casi cargándola de lo débil que siguen sus piernas, pero ella se niega a qué él la lleve, para esto necesita demostrar que va por su propia voluntad...  

Igual que en su boda.  

Catorce días no son suficientes para que ella sane, aún sangra sin parar, aunque ella jura que es normal y las parteras se lo confirma a Daemon.  

Su bebé tiene su rostro rojo e hinchado, lágrimas caen por sus mejillas mientras ella lo abraza con fuerza.  

Los soldados rodean el lugar, todos tienen miradas nerviosas, sus doncellas y sirvientes lloriquean, todos como testigos. Lady Brienne Velaryon intenta disuadirlos, pero Rhaenyra está decidida.  

Duda cuando al dar el primer paso sobre las llamas, el llanto de Aegon incrementa, pero comienza a calmarse con los siguientes pasos, poco a poco, hasta que llegan al centro, dónde las llamas son tan altas como las palmeras.  

Syrax y Caraxes rugen y vuelven a lanzar una llama al mismo tiempo.  

"Su nombre es Aegon." Rhaenyra presenta a su hijo a las llamas.  

Estás parecen responder, creciendo en tamaño y brillando casi blancas.  

"Es de la sangre de la Antigua Valyria, hijo de Rhaenyra y Daemon de la Casa Targaryen, hijo de jinetes de dragón, fieles seguidores de ustedes, mis Dioses." Daemon continúa, también guiado por la fe más que por sabiduría del que hacer.  

Ante esto, su hijo deja de llorar por completo, como si el crujido del fuego, las brasas, su calor, lo arrullara.  

El consuelo del fuego, que hace su sangre hervir, los llena... a los tres.  

Sus grandes ojos, idénticos a los de Daemon, de un morado tan oscuro que parece casi negro pero que, iluminado por las llamas, tiene un toque rojizo, miran maravillados el fuego  

"Lo traemos ante ustedes, pedimos su bendición... prometemos que Aegon Targaryen crecerá creyendo en ustedes, su fe no flaqueará..." Rhaenyra siente el impulso y cuando reacciona, ya se ha cortado la punta de su dedo, con la gota de sangre que sale, marca la frente de su bebé.  

Daemon hace lo mismo, guiado por la misma fuerza que la guía.  

"Aegon... Targaryen..." La voz resuena como el susurró del viento, el crepitar del fuego y el eco en una montaña, todo al mismo tiempo. "Bienvenido a casa, hijo mío."   

Las llamas crecen de manera alarmante, como si quisieran alcanzar el cielo, tocar las estrellas.  

La luna brilla roja en el cielo.  

"Aegon." Ambos padres susurraron, sintiendo en su alma como si algo encajara.  

La mejor manera que Rhaenyra encontró de describirlo, fue un hilo del tono perfecto colocado en un telar en el momento preciso...  

Encajó... en ella, en su vida...  

En su alma.  

Rhaenyra se dio cuenta también de cuan incompleto estaba el telar de su vida, cuantos hilos faltan y la hizo muy consciente de cada hilo que aún no era enhebrado, fue doloroso, pero la lleno de esperanza.  

Aegon, como ella y Daemon, estaba destinado... a ser su hijo, suyo y de Daemon.  

A ser el hijo esperado y preciado de ambos, a ser su primer hijo juntos.  

En esta vida o en sueños, Aegon era suyo.   

Aegon siempre sería el primer hijo de Daemon Targaryen.   

En esta vida, en sueños, en leyendas y en susurros... Aegon Targaryen, hijo de Rhaenyra.  

Destinado a ser Rey.   

A ser el Rey después de una Reina.  

Su hijo era un regalo mismo de las Catorce Llamas, un bebé destinado a venir al mundo únicamente por su vientre, de su sangre.  

Podrían existir mil Targaryens en el mundo, y Aegon solo existiría de su vientre y de la semilla de Daemon.  

Rhaenyra sintió las lágrimas salir de sus ojos, pero por primera vez en su vida, estaba llorando de felicidad.  

Su cuerpo era incapaz de soportar tanta alegría después de tanto dolor.  

Sintió como si sus piernas le fallaran y se derrumbó.  

Pero los fuertes brazos de su tío estaban ahí para ella. Siempre listos para atraparla, desde el día que nació y la cargo, le regalo sus alas y le enseño a usarlas.  

Daemon Targaryen era parte de su alma.  

Y ahora sería parte del alma de su hijo.  

“Te tengo.” el susurro de su esposo calma su corazón agitado. “A ambos, yo los sostengo.”  

Y lo hizo.  

No se sentía correcto salir de las llamas, no cuando estas intentaban rozar las estrellas, ni cuando comenzaron a disminuir entre un crepitar y otro.  

Solo cuando las brasas apenas brillaban, Rhaenyra se dio cuenta de la posición en la que estaban.  

Aegon envuelto en sus brazos, protegido firmemente, y ella rodeada por los brazos de Daemon.  

Sus largos y fuertes brazos, cadenas de acero Valyrio que más que destinadas a detener, eran para sostener.  

Porque Daemon tenía la vida de su esposa y su hijo en sus manos.   

El amanecer comenzó a iluminar el cielo de un suave tono rosado, las sombras de los soldados y sirvientes rodeándolos eran un marcado contraste en el paisaje tropical.  

El agua de un tono turquesa claro, coronaba la orilla con espuma blanca en un vaivén relajante.   

Rhaenyra se sintió en paz.  

Mi Corazón de fuego. ” el susurro de Daemon fue una suave caricia a su alma. “ Mi pequeño dragón.  

Aegon soltó un suave suspiro, como si le respondiera a su padre.  

Desnudos como estaban, por primera vez en meses, ni Rhaenyra ni Daemon sintieron frio, sin darse cuenta, ambos habían buscado el calor hasta llegar al extremo, y solo ahora, que estaban en el aire fresco del amanecer sin sentir frío, se dieron cuenta de ello.  

Sintiendo sus piernas débiles, Rhaenyra permitió que Daemon la cargara de regreso a sus habitaciones.  

Ambos ignoraron las miradas atónitas de quienes los rodeaban, cubiertos de ceniza y silencio, mientras Daemon cargaba a Rhaenyra entre sus brazos. Ella se aferraba a Aegon con suavidad, el pequeño acurrucado contra su pecho.  

Caminaron por la arena blanca, dejando un rastro de huellas desiguales y oscuras. El amanecer rompía sobre el horizonte, dorando sus siluetas como si los bendijera con su luz.  

Al cruzar el umbral de su habitación, un sonido frágil rompió la calma: un leve crujido, casi imperceptible.  

Daemon se detuvo en seco. Sus ojos se clavaron en la cuna.  

El huevo.  

El sonido volvió, más agudo esta vez, como un cascarón desgajándose.  

Con cuidado, depositó a Rhaenyra en el lecho de ambos mientras ella, sin apartar la vista, apretaba a su hijo contra su corazón.  

Juntos, los tres, observaron cómo la cáscara se abría, primero una línea, luego una grieta, hasta que finalmente se resquebrajó por completo.  

De entre los restos emergió un diminuto dragón. Su cuerpo aún húmedo y tembloroso brillaba con escamas grises, el color de la tormenta.  

Aegon hizo un pequeño sonido, un quejido agudo y breve.  

Y los ojos cerrados del dragón se abrieron por primera vez, y buscaron al bebe.  

Rhaenyra, con una ternura reverente, acercó a su hijo al dragón. Lo colocó junto a la criatura recién nacida.  

El pequeño dragón alzó la cabeza, olfateó el aire, y con un sonido grave y suave, se acurrucó contra Aegon, rodeándolo con su cuerpo escamoso.  

Por primera vez en días, Aegon cerró los ojos y suspiró profundamente, su cuerpecito relajado, en paz.  

Y ambos, niño y dragón, se durmieron.  

Rhaenyra no dijo nada. Solo miró a Daemon, y él a ella, como si los Dioses les hubieran respondido sin palabras.  

Tomo una manta y los cubrió a ambos, permitiendo relajarse en brazos de su tío.  

Daemon suspiro, temblorosamente, abrazando a Rhaenyra un poco demasiado fuerte.  

Sus ojos brillaban, y no por el reflejo del amanecer.  

El orgullo se apoderó de su rostro como una llama silenciosa.  

“Un verdadero Targaryen,” susurró con voz ronca, reverente. “Nuestro hijo tiene su dragón.”  

Se pasó una mano por el rostro, entre incrédulo y conmovido, y luego se acercó para arrodillarse junto a ellos, junto a su sangre y su legado.  

“Lo vi nacer,” murmuró, tocando con cuidado una de las escamas aún húmedas del dragón. “Y lo eligió.”  

Miró a Rhaenyra, y por un segundo fue un hombre completo.  

Un padre.  

Un jinete.  

Un Targaryen.  

Y cuando volvió a mirar a su hijo, lo hizo con una devoción que muy pocos hombres como él se permitían.  

Rhaenyra en cambio, se permitió sentir todo el amor por su pequeña familia sin ningún temor, sin ninguna sombra oscureciendo su hogar.  

Solo luz.  

Notes:

¡Ya nació! ¡Que emoción!
Honestamente, este capitulo lleva escrito como seis meses, y fue de las primeras cosas que esboze en mis notas.

Y tiene imagenes! (AO3 no quiso cooperar conmigo, cada que las agregaba me movia todo o no se veia) así que continuaremos con los links:
https://64.media.tumblr.com/4f1be62e00a6198513cdf9e7ee82ba5b/0b7c5a74db648911-c0/s2048x3072/a562d798466fa10aae0d7cc78c95ea0e3c18fa86.pnj

Tambien tengo muchas imagenes de la isla que estoy subiendo, algunas siguen en proceso, pero es que me divierto tanto con ello que las sigo mejorando!

https://www.tumblr.com/blog/florinda23

Y gracias a todos por sus hermosos comentarios, me alegran cada que los leo.

¿Que opinan de este bello capitulo? ¿Los soprendí?

Chapter 7: Las dos caras de la Doncella

Summary:

Una doncella leal.
Una doncella traidora.
Una que busca una corona robada.
Una que porta una corona robada.

Notes:

Viernes de actualización!
Tenía tres capitulos preparados, todos ocurren basicamente al mismo tiempo... pero debido a sus comentarios y peticiones, estoy subiendo primero el enfocado en KL.

Y ya nos faltaba saber de un personaje que amo: Elinda Massey, no hay una doncella más leal que ella, pero no hay tanto sobre ella, así que tuve que adaptar un poco su personaje.

Este cap tiene doble POV... así que preparense para sufrir leyendo los delirios de Alicent.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Elinda

Las sombras la ocultaban a la perfección. 

El pasillo, largo y lleno de objetos quemados, se había vuelto un lugar que la gente evitaba. 

Toda la torre en realidad. 

Nadie quería estar en el lugar donde la Princesa Rhaenyra casi había muerto. 

Donde cientos de sirvientes y soldados habían perecido ante el traidor. 

La bondad de la Princesa, pagada con traición. 

Su amabilidad, con muerte. 

Muchos decían que el lugar estaba maldito. 

Elinda suspiro con fuerza, tosiendo un poco al sacudir la capa llena de ceniza. 

Serise a su lado le sonrió con picardía, hizo una mueca rara y sacudió el otro lado de la capa con fuerza. 

El polvo y la ceniza volaron de nuevo y ambas contuvieron la respiración. 

“¿Se salva?” Serise miro la capa que tenía algunas quemaduras en las orillas. 

“Se salva, incluso si estuviera más destruida... la Princesa lo querrá, era de su madre.” Elinda admiro los bordados de halcones en color azul y el hilo de plata que los unía como enredadera. 

“¿Dragonstone o...?” Serise comenzó a doblarla con cuidado y entre ambas la colocaron el baúl de roble que estaba cubierto en el interior por terciopelo. 

“No, Dragonstone no, Lord Otto aún tiene espías ahí, cualquier cosa de la Reina debe ir directamente a la Princesa.” Elinda explico en susurros.  

Las paredes tenían oídos y lo que ellas estaban haciendo era robo. 

Elinda no lo consideraba así, pues todo esto le pertenecía a la Princesa Rhaenyra, pero la nueva esposa del Rey ya había intentado impedir en varias ocasiones que la Princesa obtuviera sus pertenencias. 

Había intentado apropiarse de las cosas de la Reina Aemma y de las Reinas anteriores. 

Ella no tenía derecho a ello, como tampoco tenía derecho a reemplazar las decoraciones de la Fortaleza con las de la Fe de los Siete, pero el Rey no hacía nada para impedirlo. 

Cuando terminaron de revisar los baúles y ordenar todo aquello que iría a la Princesa, Elinda fue directo a Ser Harwin. 

“Hemos terminado, Ser Harwin, todos han sido dejados al borde del pasillo.” susurro mientras servía té y lo dejaba al alcance de Ser Harwin en su escritorio. 

Tras meses de trabajo, practicamente años, finalmente habían clasificado cada baul, cada elemento quemado durante el fuego de la Torre de la Princesa. 

“Bien, no debes preocuparte más por ello, me hare cargo.”  Ser Harwin tomo la taza de té y ambos se quedaron en silencio cuando escucharon pasos en el pasillo. 

La puerta se abrió un momento después y Elinda camino rápidamente a la esquina, bajando el rostro e intentando pasar desapercibida. 

Sus esfuerzos no fueron necesarios, Lord Strong, la nueva Mano del Rey, apenas le dedico una mirada antes de descartarla, seguramente al notar su ropa. 

Elinda, a pesar de todo, usaba con orgullo el uniforme que su Princesa le había dado, incluso si ahora estaba raido y sucio, desgastado por el uso constante. 

“Ha sido confirmado, eres ahora el nuevo Comandante de la Guardia de la Ciudad.” el padre de Ser Harwin hizo un ruido de descontento. “No entiendo porque te retiro en primer lugar, fue él quien te envió lejos en una misión que todos sabíamos era una pérdida de tiempo.” 

“La Reina insistió en que, con mi partida por tiempo desconocido, no podíamos dejar la Guardia sin un comandante.” Ser Harwin le recordó a su padre con una mirada llena de fastidio. 

“Al menos se demostró la estupidez de colocar a un Hightower en ese puesto. Ahora, dime, ¿has tenido alguna noticia... de la Princesa o el Príncipe?” 

Ser Harwin la miro rápidamente antes de negar. 

“La única información que tengo son rumores.” 

“Bueno, dime los últimos rumores, el Rey se impacienta si no escucha nada en absoluto.” Lord Strong se sentó. 

Elinda corrió a servirle té. 

“Vino.” Lord Strong le indico y ella asintió. 

“¿Rumores? ¿En serio, padre?” con incredulidad, Ser Harwin puso los ojos en blanco. 

“Estamos en una posición delicada, Harwin, no me gusta más que a ti, pero no puedo dejar al Rey a oscuras, tenemos que ser cuidadosos... o el Rey podría sentirse tentado a volver a llamar a Hightower.” 

“Y es lo último que necesitamos, lo sé.” Harwin suspiro con cansancio y asintió. “Volantis está bajo el control de la Princesa, pero no se sabe nada de su paradero. Al menos cincuenta barcos ahora ondean la bandera Targaryen en diferentes lugares, principalmente Braavos.” 

“¿Braavos? ¿Crees que estén ahí?” 

“No, solo se ha visto al dragón de Lady Laena en Braavos, encadenado al parecer... el último avistamiento del dragón de la Princesa fue en realidad... camino a Valyria.” 

El silencio lleno la habitación. 

Todos sabían lo que significaba aquello. 

Elinda sintió que su corazón se aceleraba con fuerza y las lágrimas inundaron sus ojos. 

“¿Completamente seguro?” 

“En absoluto... pero son demasiados y todos coinciden. Un dragón dorado y uno rojo con cuello como el de una serpiente, ambos volando al mediodía en dirección al Mar Humeante, ningún barco intento seguirlos, pero nadie los vio regresar, al menos no por el mismo camino, y desde ese día no se ha visto rastro de ninguno de los dragones.” 

“Esto no le gustará al Rey.” 

“Y es por eso que no lo he agregado en ninguno de mis informes, padre... la Princesa estaba cerca de dar a luz, ha pasado un mes desde el último avistamiento...” 

“¿Crees que...?” Lord Strong se tomó su vino en un par de tragos y Elinda relleno su copa, atenta a las palabras de ambos hombres. “El Príncipe...” 

“No, devoto como es, no está en peligro con él... pero el parto en sí mismo...”  

Los recuerdos de la Reina Aemma inundaron a Elinda. 

La dulce Reina, que había muerto abierta en dos, gritando de agonía. 

Elinda tenía solo seis años cuando ocurrió, pero jamás pudo olvidar los gritos. 

Había sido el año en que Elinda fue enviada a la Princesa para que estuviera a su servicio. 

El mismo año en que su señora madre murió, dando a luz al heredero de su padre. 

Elinda no recuerda mucho de sus primeros años, pero si recuerda el hambre, el frío. 

No porque sus padres fueran crueles, sino porque su casa estaba en ruinas, el invierno brutal y demasiadas bocas que alimentar. 

La Princesa había estado encantada de aceptarla, y Elinda había comenzado a entrenar para servirla. 

La Reina Aemma había sido bondadosa con ella, dándole ropa adecuada, zapatos y asegurándose de que Elinda comiera tres veces al día. 

Como niñas, la Princesa había sido increíblemente tierna con ella, compartiendo sus juguetes y regalándole vestidos hermosos hasta que Elinda cumplió diez años y floreció.  

La Princesa la había aceptado formalmente como doncella y le había entregado un precioso uniforme negro con blanco, con el dragón de tres cabezas bordado orgullosamente en hilo rojo. 

Con solo dos años y medio de separación entre sus nacimientos, Elinda era la más joven de aquellas que servían a la Princesa, siendo la única más joven que la Princesa. 

La Reina lo había decidido así, y la nueva esposa del Rey no había hecho ningún cambio en la Casa de la Princesa más que reducir los pagos de todos a la mitad. 

Algunas de las doncellas se habían ido, pero no Elinda. 

Ella, Serise, Mirra y Sorena habían permanecido leales. 

Mirra y Sorena habían partido en el primer barco que prometió llevarlas a la Princesa, Elinda había estado a punto, pero le había prometido a la Princesa que encontraría la corona de su madre y no podía ir a ella hasta que la encontrara. 

Serise se había quedado atrás por el simple hecho de que estaba aterrada del mar. 

“¡Entonces envía más hombres para encontrarla!” el grito de Lord Strong la saco de sus recuerdos. 

Elinda brinco ligeramente, pero se mantuvo en su lugar. 

“Padre, no puedo enviar a nadie al Mar Humeante.” Ser Harwin respondió con paciencia. 

“Tienes razón, lo siento... es...” 

“Estresante, lo se.” 

Ambos hombres se quedaron callados por un momento. 

“Escuche que la Reina está enferma, ¿es verdad?”  

“No se ha confirmado nada... pero el Gran Maestre asegura que esta encinta de nuevo.” Lord Strong frunció el ceño. 

Y Elinda sintió que se iluminaba. 

Por fin. 

La Princesa había enviado a una niña con instrucciones de asistir a la Reina si quedaba embarazada de nuevo. 

Elinda y Serise habían estado asustadas cuando llego, no habían tenido opción más que pensar que estaba loca, hasta que la niña les entregó una carta sellada por la Princesa y el Príncipe. 

La habían puesto a trabajar en el huerto según su preferencia, las sospechas de que la Princesa sabía algo que aún no sucedía...  

Pero la Princesa siempre hablaba con emoción de Daenys la Soñadora, Elinda la había escuchado durante horas y horas, especialmente después de pasar el día con el Príncipe, quien siempre le contaba historias sobre su pueblo perdido y sus antepasados. 

Elinda tendría que hablar con la niña, de quien ni siquiera podía saber su nombre con seguridad, dado que el que le había dado era extraño y confuso. 

“La Reina misma no ha confirmado ni negado nada, pero todo coincide con las últimas ocasiones.”  

“Sigo sin comprender porque tener más hijos cuando la sucesión está asegurada, cada hijo que le da a los Hightower les da fuerza a ellos para el reclamo del Príncipe Aegon.” Ser Harwin comenzó a escribir una carta, Elinda supo que era para los Príncipes y se preguntó a donde la enviaría si no sabía su paradero. 

“Si la Princesa muere y lo hace sin dejar un heredero... no podemos volver a tener una crisis de sucesión, el Príncipe Daemon es un riesgo demasiado grande sin la Princesa para controlarlo... es mejor que el Rey tenga varios hijos, nada garantiza que llegaran a la edad adulta.”  

“¿Es verdad lo de la Princesa Helaena... que esta... tonta?” Ser Harwin levanto la mirada de su carta y miro a su padre con diversión en sus ojos azules. 

“Lo es, el Rey fue a visitarla hace unos días, la niña esta tonta, no habla, apenas y se mueve... y su huevo se ha enfriado, el Rey ordeno que lo devolvieran al pozo del Dragón, deberá ser cualquier día, la Reina intento negarse, pero el Rey fue firme.” 

“Esos niños son más Hightower que Targaryen, no sé porque alguien pensaría que habrían de tener dragones.” 

Y las sabias palabras de Ser Harwin quedaron más claras que nunca el huevo fue retirado y rumores sobre el dragón que estaba en el Pozo intentando huir inundaron la ciudad. 

El tercer hijo de la esposa del Rey, Aemond, intento pedir el huevo para sí mismo, diciendo que tal vez no eclosiono para su hermana porque era suyo y cuando se le nego, lloro y grito. 

Con cuatro años, el niño era un verdadero terror, agresivo, llorón y terriblemente astuto. 

Aemond era un niño ansioso por pelear y hablaba de dragones sin parar, ansioso por tener una criatura que lanza fuego bajo sus órdenes. 

Más pequeño que su hermana, pero con mucho más fuego que ella. 

En su día libre, Elinda se encamino al huerto y camino a través de los caminos de tierra hasta que encontró a la niña enviada por su Princesa. 

“Vamos, vamos, tengo noticias para ti.” le indico que la siguiera y juntas caminaron hasta llegar al Pozo del Dragón. 

Elinda no tiene permitido entrar, pero ella, como mucha gente, a veces se acerca con reverencia a escuchar si aún hay dragones dentro. 

Desde la partida de la Princesa Rhaenys después de buscar audiencia con el Rey, no se habían visto dragones en la capital y la gente sentía que los habían abandonado. 

Uno pensaría que el alivio invadiría la ciudad cuando las bestias que escupen fuego desaparecieron. 

Pero solo los invadió el terror. 

Una sensación de vulnerabilidad los lleno. 

Tras sentirse protegidos y salvaguardados por los dragones durante años, no había un alma viva que conociera algo más, de repente, perder la protección se sintió como si les hubiesen quitado la armadura. 

La capital, que durante años se había sentido insegura, ahora era un caldero a punto de explotar, especialmente ahora que comenzaban a llegar Septos que predicaban sobre como era una mejora al mismo tiempo que los robos, violaciones y violencia aumentaban y nada que hicieran los guardias podía controlarla del todo. 

Pero cerca del Pozo del Dragón, donde la seguridad era absoluta y el temor a los dragones aún vivía, Elinda podía sentirse cerca de su Princesa y el pueblo de su Príncipe. 

“La esposa del Rey está embarazada.” murmura en voz baja, admirando la enorme pared llena de tallados de dragón que está más cerca de ella, tocando la roca con reverencia. 

Se gira a tiempo para ver los ojos de la niña abrirse con sorpresa y luego ver como la determinación la invade. “Bueno, nuestra Princesa parece saber más de lo que cualquiera pensaría.” murmura con asombro. 

“Eso hace... ella es especial.” mucho más de lo que cualquiera imagina

“Necesitare un uniforme de las sirvientas de la esposa del Rey...” comienza Aoife. 

“Te lo conseguiré, necesitare unos días... tal vez semanas.” 

“Está bien, no importa tanto en este momento, la Princesa está interesada en la evolución del embarazo en los últimos meses más que nada.” explica con calma. 

Ambas caminan alrededor del pozo hasta llegar al mercado, disfrutan viendo telas, probando especies e incluso se pasan un rato viendo obras de un titiritero que entretiene a los niños. 

Cuando el sol comienza a ponerse, ambas se detienen a escuchar a un bardo cantar alegremente sobre la Princesa Rhaenyra. 

Al finalizar, un soldado reparte galletas a los niños y bollos de pan a los adultos. 

“De la generosidad de la Princesa, recuerden que ella aún los tiene en mente y su corazón incluso cuando se encuentra lejos.” murmura el soldado en voz baja, mirando al Pozo del Dragón cada cierto tiempo. 

“He escuchado que también invita cerveza y pan en ciertas tabernas durante las noches.” Aoife le murmura, ambas rechazan el pan, sabiendo que hay gente que los necesita más. 

Una mujer, embarazada y con un niño colgado de su cadera, se acerca tambaleante al soldado, llorando y suplicando. 

“Pan, pan.” llora y el soldado se asegura de entregarlo doble ración, el niño recibe su galleta y la mujer se suelta a llorar en medio de la calle, el alivio inunda su rostro demacrado mientras comienza a comer uno de los panes con desesperación. 

El bardo de repente se le acerca a la mujer y la ayuda a caminar hacia un callejón. 

Sorprendida por las acciones del bardo, Elinda y lo sigue curiosa. 

Oculta entre la gente que se amontona buscando pan, observa al bardo darle una docena de estrellas de bronce a la mujer. 

“La Princesa será madre pronto... ella cuida de aquellas que traen vida al mundo.” canta con dulzura. 

La mujer comienza a llorar con fuerza y lo abraza y Elinda siente su corazón llenarse de amor a su Princesa. 

Que generosa es, incluso cuando debe estar tan asustada. 

“Envió a los bardos porque ama la música...” se da cuenta, recordando lo mucho que la Princesa amaba las fiestas del Rey por todos los músicos que eran invitados a tocar en cada ocasión. 

Es con pesar que regresa a la Fortaleza Roja, arrastrando los pies y mirando el piso. 

La alegría se ha ido del Reino. 

Incluso con el bardo que llego desde Essos, el Rey lo mantiene para sí mismo, cantándole en sus comidas privadas y es casi como si se hubiese convertido en su confidente, pues es él único que ha pasado tiempo con la Princesa en los últimos meses dentro de los muros de la Fortaleza. 

Va directo a su pequeña habitación, donde los regalos que la Princesa le dio a través de los años están cuidadosamente guardados. 

Piensa en la mujer embarazada que vio hace unas horas mientras examina algunos de sus regalos favoritos. 

Han pasado años y ella aún conserva los primeros vestidos, zapatos e incluso cintas que le dio. 

Su Princesa es generosa... incluso ahora. 

Tal vez Elinda deba serlo también, demostrar que la Princesa le enseño bien. 

Admira por última vez los vestidos y zapatos, aquellos que ya no le quedan, y los coloca en un bolso de mensajero. 

Al menos una docena de ellos entran ahí con facilidad. 

Días después vuelve a regresar a la ciudad, viendo sobre su hombro cada tanto, y usando su vestido más desgastado. 

Camina por los callejones hasta llegar a la zona más pobre: el Lecho de Pulgas. 

De inmediato encuentra a una mujer con una niña pequeña colgada de ella, ambas están vestidas descuidadamente, la señora regatea por pan y la niña lloriquea con los pies desnudos colgando alrededor de la cadera de su madre. 

Un soldado de capa dorada termina alejando a la mujer y lanzandola a un callejón, gritandole sobre acusarla de robo antes de irse cuando la mujer se suelta a llorar en el piso. 

Elinda se acerca despues de asegurarse que el soldado se ha ido y toca el hombro de la mujer con timidez, intentando llamar su atención. 

“¡No tengo nada que darte!” La mujer se suelta con brusquedad, jalando a la niña y poniéndola tras ella como un escudo. 

“No estoy pidiéndote nada.” Elinda se inclina tímidamente a un lado, sorprendida por la fiereza de la mujer que ahora la observa con recelo. 

Tras un momento de silencio, la mujer parece calmarse, dandose cuenta de que no es el soldado. Sus hombros se relajan apenas, y aunque sus ojos siguen tensos, ya no hay amenaza en su postura. 

Elinda duda un instante, luego se lleva la mano al pequeño bolso que cuelga de su hombro. Lo abre con cuidado y saca un vestido sencillo pero hermoso, con bordados finos en las mangas. 

“Quiero dárselo a ella,” dice, dirigiéndose a la niña. “Este vestido me lo dio la Princesa cuando yo era más pequeña. Me dijo que lo usara cuando necesitara recordar que merecía algo bonito. Creo que alguien debería seguir usándolo.” 

La mujer la mira, desconcertada. La niña también. Hay un instante de silencio suspendido, donde ni el viento se atreve a cruzar entre ellas. 

“¿Por qué haces esto?” murmura la mujer, casi con desconfianza. 

Elinda baja la mirada, insegura, pero luego la alza con suavidad. 

“Porque alguien lo hizo por mí.” 

La mujer no responde de inmediato. Mira el vestido como si fuera algo irreal, demasiado limpio, demasiado delicado para pertenecer a este callejón oscuro y apestoso. Su mano se extiende apenas, pero se detiene a mitad de camino. La niña, en cambio, da un paso tímido hacia Elinda, con la mirada fija en el lino blanco. 

“¿Puedo… tocarlo?” susurra. 

Elinda asiente y se arrodilla, desenrollando el vestido por completo para mostrarle los bordados, pequeños lirios azules que decoran la tela clara. La niña roza con los dedos una de las mangas, y por primera vez desde que la vio, Elinda la ve sonreír. Es una sonrisa pequeña, rota por la tristeza, pero está ahí. 

“Es tuyo si quieres,” le dice. 

La niña la mira, luego vuelve la vista hacia su madre, como pidiendo permiso. La mujer aprieta los labios, lucha con algo dentro de sí, orgullo, miedo, desconfianza, pero al final, asiente con un leve gesto de cabeza. 

“Dale las gracias,” murmura. 

“Gracias,” dice la niña, apenas audible. 

“No tienes que darme las gracias,” responde Elinda, sonrojándose. “Solo cuídalo. Y cuídate.” 

La mujer baja la mirada, como si no pudiera sostenerla por más tiempo. Cuando la alza de nuevo, su voz ha cambiado. Es más suave, aunque sigue firme. 

“Me llamo Salia. Y ella es Miri.” 

Elinda sonríe. “Es un gusto conocerlas.” 

Salia asiente, y por primera vez, sus ojos no están llenos de recelo, sino de algo más difícil de nombrar. Tal vez respeto. Tal vez simple cansancio compartido. 

“Busca a los bardos... algunos de ellos han sido enviados por la Princesa para ayudar a su pueblo.” le dice con simpleza. 

Elinda se despidió con una última sonrisa, dejando a Salia y a Miri en el callejón. Al salir de la sombra de los muros húmedos, la luz gris del día le pareció un poco más clara.  

Siguió su camino por la los callejones oscuros, con los otros paquetes bien sujetos en su bolso de tela. 

El sonido de los adoquines bajo sus botas era suave, amortiguado por la neblina ligera que comenzaba a caer. Sabía exactamente a dónde ir después: una mujer mayor cerca del río, que criaba a tres nietos sola; una chica que vivía en los techos del mercado abandonado; una niña sin madre que siempre aparecía en la plaza al atardecer. Uno a uno, fue dejando los vestidos, cada uno con una palabra, una historia, un gesto. 

Pero cuando dobló por la calle de las bugambilias, algo le hizo detenerse. No era un sonido claro, ni una voz. Era una sensación: un peso en la espalda, como si el aire detrás de ella tuviera ojos. 

Se giró bruscamente. La calle parecía vacía. Solo las ventanas cerradas y las macetas descuidadas de los balcones. 

Caminó de nuevo, más rápido esta vez. Tomó una ruta distinta, entre callejones torcidos que solo conocían los que caminaban sin ser vistos. Pasó junto al pozo seco y cruzó el arco de piedra de la antigua lavandería. 

Allí, lo oyó. 

Un crujido leve. El roce de una bota. 

Se detuvo, con el corazón golpeándole en las costillas. Esta vez no se volvió. En lugar de eso, se quedó muy quieta y dijo, en voz apenas audible: 

“¿Por qué me sigues?” 

Hubo un silencio largo. Casi pensó que lo había imaginado. 

Y entonces, una voz, suave pero clara, respondió desde las sombras: 

“Porque no todos los regalos son lo que parecen. Y alguien quiere saber… de dónde salen los tuyos.” 

Elinda sintió un escalofrío subirle por la espalda. Cerró el bolso con fuerza y dio un paso hacia la voz. 

“¿Quién eres?” 

La figura no respondió. Pero del callejón surgió un movimiento, una silueta envuelta en una capa gris, sin escudo ni insignias. Solo ojos oscuros bajo una capucha. 

Y en esos ojos, algo que no era del todo amenaza… pero tampoco promesa. 

La figura dio un paso al frente, emergiendo del velo de sombras. Llevaba una capa gris común, sin escudo ni emblema, pero Elinda notó de inmediato la forma en que caminaba: ligera, silenciosa, como alguien que había aprendido a no ser visto. 

Ella se tensó, una mano ya en el bolso que aún contenía los últimos vestidos. 

“Tranquila,” dijo el hombre, levantando las manos con calma. “Soy Lioren. Vengo de parte de alguien a quien serviste… y que no te ha olvidado.” 

Elinda sintió que el tiempo se detenía por un instante. 

“¿De parte de la Princesa?” 

Lioren asintió. “De un sirviente leal suyo, pocos han visto a la Princesa tan de cerca como él... Y quiere proteger a los suyos. Está reuniendo a quienes fueron leales cuando todos los demás callaron o huyeron. Tú estás en esa lista.” 

Elinda bajó la vista, luchando contra el torbellino que le nació en el pecho. La última vez que vio a la Princesa, había sangre en las escaleras del palacio, fuego en el patio, y el Príncipe Daemon tomándola de la mano para huir en sus dragones.  

“¿Dónde está?” preguntó Elinda, con la voz más débil de lo que quiso. 

“No puedo decirlo, nadie lo sabe...” respondió Lioren con seriedad. “Pero puedo llevarte con alguien que habla en su nombre. Esta noche. Aquí cerca.” 

La Taberna del Cuervo Rojo era un lugar discreto, hundido entre callejones donde nadie hacía demasiadas preguntas. Lioren la condujo por la puerta trasera, a una sala apartada. Dentro, esperaban solo una lámpara colgante, una mesa rústica y un hombre que la observó en cuanto entró: el bardo, Nevan. 

Elinda lo reconoció de inmediato. El bardo que llego cantando sobre la Princesa hace dos lunas y que el Rey no perdía de vista.  

Siempre al lado del Rey en la Sala del Trono, amenizando sus comidas y cenas. 

Pero también lo había visto con la Princesa cuando la Reina aún vivía y eran épocas más felices. 

Era guapo, a pesar de sus ojos de color diferente, tal vez eso lo hacía más interesante, no pudo evitar sentir como se sonrojaba y bajo la mirada al piso. 

“Nevan,” dijo, con una mezcla de sorpresa y vieja familiaridad. “¿Es verdad que la Princesa Rhaenyra... te envio?” 

“Lo hizo, el Príncipe me reconocio cuando toque a su puerta buscando a la Princesa... nos acepto a todos, nos recordo...” respondió él, poniéndose de pie. “Aunque hace mucho que no sabemos nada de ti, la Princesa se pregunto porque no habías acudido a ella.” 

Elinda bajó los ojos. “Estuve esperando noticias... y yo... le prometí que encontraría la corona de su madre, aún la sigo buscando...” 

Nevan asintió. Los cercanos a la Princesa sabían bien lo mucho que adoraba a su madre, cuanto la extrañaba. 

Se acercó a la mesa y abrió un cofre de madera. Dentro, monedas de oro, sí, pero también algo más: una insignia bordada con el emblema de la casa real. El emblema de la Princesa. 

“El reino está quebrado... Las lealtades se compran o se esconden, la Princesa lo sabe bien, pero este algún día será su Reino y no desea que su gente sufra... es por ello que he sido enviado aquí, con oro para sus súbditos, debemos repartirlo con discreción. Tambien hemos de buscar a los leales, la Princesa te recuerda y lo hace con cariño, Elinda Massey... si conoces de otros sirvientes leales, todos son bienvenidos a su nuevo hogar.” 

Elinda se acercó, sin decir nada. Tomó la insignia entre los dedos. Era la misma que cosía a mano la Princesa cuando estaban solas, hablando del futuro que algún día soñaban reconstruir, el dragón de tres cabezas... el mismo por el que la Princesa lloriqueaba cada que no le salía y que Elinda debía hacer doble para cuando eventualmente su Princesa se rindiera y se fuera a volar. 

Apretó la tela entre los dedos, como si pudiera llamar de vuelta aquellos días con solo tocarla. 

“¿Qué debo hacer?” preguntó. 

Nevan sonrió, pícaro, inclinando un poco la cabeza como si compartieran un secreto antiguo, sus rizos rubios rebotaron ante el movimiento. 

“Lo que siempre has hecho. Ver, escuchar, ayudar... Y si conoces a algún otro sirviente o soldado leal a nuestra Princesa Rhaenyra, hay un barco que zarpará cada tercer luna. En el Puerto, en la Puerta de Lodo. No preguntes el nombre, solo di que vienes ‘con un encargo del ala rota’, tiene velas negras.” 

Se inclinó hacia el cofre, buscó bajo las monedas y sacó un pequeño saquito de cuero, atado con hilo rojo. 

“Para los que no tienen ya ni pan ni nombre. Reparte esto entre ellos. En su nombre.” Extendió el saquito hacia ella. “Diles que no han sido olvidados.” 

Elinda lo tomó sin decir palabra, pero su expresión había cambiado. Más firme. Más clara. Como si, de pronto, llevara un uniforme invisible. 

Sin la Princesa a quien servir, Elinda se había sentido sin rumbo, aún esperaba que regresara, pero temía que no lo hiciera y no se atrevía a presentarse ante ella sin la corona de la Reina Aemma. 

Antes de que se apartara, Nevan le entregó un pequeño tubo de madera, delgado y sellado con cera. 

“Si necesitas comunicarte conmigo dentro de la Fortaleza, dale esto al panadero del Torreón Norte. Él sabrá qué hacer. Y si por alguna razón tengo que huir, de nuevo...” Hizo una pausa, y su mirada se endureció apenas. “Ve al puerto y en el barco de velas negras, pide medio kilo de trigo quemado. Entenderán.” 

Elinda asintió. No hacía falta más. 

Nevan la observó por un momento más, y luego, con una voz más baja, casi una confidencia: 

“La Princesa te recordó por nombre, Elinda. Fue de las primeras cosas que me indico cuando me dijo que regresaría a Poniente, el deber de buscarte.” 

Elinda apretó el saquito, la insignia y el cilindro contra su pecho. Cerró los ojos. 

“No hay luna suficiente para pagar eso,” murmuró. 

Y entonces se giró, su capa gris ondeando al caminar, lista para desaparecer otra vez entre las calles rotas de la ciudad. 

... 

Elinda se deslizó silenciosamente entre los pasillos de la Fortaleza. 

Había algo familiar y reconfortante en la quietud de los viejos muros, algo que la hacía sentirse conectada con los días tranquilos de antaño, antes de que todo se rompiera. En esos días, los pasillos eran un lugar de risas suaves y murmullos secretos. Hoy, solo quedaba la sombra de esos momentos. 

Se acercó al ala de las doncellas, un rincón apartado en la Fortaleza donde las mujeres trabajaban en la sombra, atendiendo a las habitaciones de los nobles, sirviendo a los invitados, haciendo lo que fuera necesario para mantener la fachada del reino. Los murmullos llegaron a ella en el momento en que cruzó el umbral. 

Las doncellas la miraron con cierta curiosidad, siempre había sido apartada, pero se marco aún más cuando la esposa del Rey se hizo con el control de la Fortaleza y la lleno con sus sirvientes. Elinda sonrió, pero no se acercó a ninguna de ellas directamente. Sabía cómo funcionaba el juego. Un movimiento en falso podría hacer que los labios se cerraran como puertas selladas. 

"¿Escucharon la última historia sobre los guardias de la Ciudad?" dijo Elinda con voz baja a Serina, pero aún lo suficiente para que las demás escuchara, y tal vez, con lo chismosas que eran, comenzaran a hablar. "Dicen que han estado siguiendo a un misterioso visitante... uno que se cree leal a la Princesa, pero con mucho cuidado de no ser visto, dicen que es un bardo..." 

Las miradas se cruzaron en la sala, y las doncellas se acercaron poco a poco, dispuestas a compartir lo que sabían. La seguridad de la Fortaleza había estado más estricta desde la huida de la Princesa, pero eso no impedía que los rumores se filtraran, y había mucho que se decía, aunque pocos confirmaran. 

La llegada del bardo había sacudido las cosas tanto dentro como fuera de la Fortaleza Roja. 

"Yo oí que los soldados han recibido órdenes de encontrar a cualquier sirviente que haya estado demasiado cerca de la Princesa, el Rey los ha estado interrogando." susurró una de las doncellas, Daria, una joven de cabello oscuro y ojos ansiosos, siempre dispuesta a hablar. "¿Y si tú eres uno de esos, Elinda?" 

Elinda sonrió suavemente, dejando que el aire de misterio la rodeara. “Todos saben lo cercana que fui a ella antes de su partida... ¿pero han oído de los marineros?" 

Daria frunció el ceño, pero la conversación siguió fluyendo, como una corriente que no se podía detener. 

“Si, todos los que viajaron a Volantis fueron interrogados, especialmente Ser Harwin...” 

"Ser Harwin Strong ha recuperado su lugar como Comandante," continuó otra doncella, Mika, mientras doblaba sabanas de lino. "Dicen que tiene reuniones semanales con el Rey, sus reuniones se suponen que son un secreto... pero un copero me confió... que el Rey le prometió su mano en matrimonio si podía traerla de vuelta." 

Elinda levantó una ceja, sutilmente interesada. "¿Y cómo sucederá? Todos saben que está casada con el Príncipe Daemon..." 

"Dicen que los Valyrios pueden tener más de un matrimonio," respondió Mika, mirando a Elinda con una mirada nerviosa. "Solo que nadie tiene el valor de decirlo en voz alta. Nadie quiere ser el primero en gritar lo que todos temen, recordar que la Ley del Excepcionalísimo jamás prohibió matrimonios múltiples como muchos creen... el Rey mismo se lo recordó a Lord Strong." 

Hubo exclamaciones de escándalo, algunos gritillos llenos de desdén y muchos más de sorpresa. 

Elinda asintió, manteniendo su postura de interés mientras observaba a las demás. Las doncellas seguían soltando fragmentos de información, pero Elinda escuchaba más allá de las palabras. 

Sin embargo, no podía evitar sentirse un poco más ligera al escuchar esos murmullos de lealtad, esos susurros que confirmaban lo que sabía en su interior: aún quedaban aquellos que no se habían rendido, en aquellos sirvientes que nombraban a la Reina Aemma con paz y firmeza, los que no se estremecían al mencionar a los dragones o hablar sobre las diferencias de los Valyrios. 

Cuando el murmullo comenzó a cesar, Elinda se levantó, pero antes de irse, intercambió una mirada con Serise, quien había estado observando, como siempre, con cautela. Serise entendía. Ninguna de ellas podía estar segura de cuán profundamente los muros de la Fortaleza los vigilaban, ni cuán rápidamente los rumores podían dar vuelta. Pero lo que Elinda había recogido era suficiente para saber que los leales aún seguían cerca, aunque dispersos. 

Al salir de la sala, el peso de las palabras susurradas en su oído la acompañaba.  

“Serise,” dijo en voz baja, mientras caminaban por los pasillos solitarios, “todo lo que oí es importante, pero hay algo que aún no he compartido con las demás.” 

Serise la miró con sorpresa, su expresión indescifrable. “¿Qué?” 

Elinda sacó el pequeño cilindro de madera de su bolsillo y se lo entregó. Serise lo tomó, con una mirada de comprensión al instante. 

“Es de Nevan, el bardo...” explicó Elinda, bajando la voz aún más. “Él está bajo las órdenes directas de la Princesa. Y está protegiendo a los leales. Nos ayudará si llegamos a necesitarlo.” 

Serise asintió, guardando el cilindro en su bolsillo, sabiendo que lo que contenía podía ser la diferencia entre la supervivencia y la muerte. 

Ambas ya había sido testigos de más de una sirvienta desaparecer, y no en el puerto. 

"Entonces, seguimos con el plan," murmuró Serise, más decidida que nunca. "Pero debemos actuar rápido. Cuanto más tiempo pase, más difícil será encontrar la corona... y decubrir quien es leal a la Princesa y quien no." 

Elinda asintió, su mente ya enfocada en los próximos pasos. Las doncellas de la Fortaleza hablaban, pero ella sabía que lo que realmente importaba era lo que no se decía: la lealtad aún estaba viva. Y el Príncipe Daemon estaba con la Princesa, él la protegería. 

La lluvia caía suave sobre los tejados de la Fortaleza Roja, apagando los sonidos nocturnos y cubriendo los pasos cautelosos de Elinda mientras se deslizaba por los pasillos del ala oeste. Lady Alicent había movido sus habitaciones a una torre más apartada tras el nacimiento de su tercer hijo, usando la excusa de que sus aposentos olian a humo para alejarse del Rey. Ahora, con el cuarto en camino, sus doncellas y sirvientes se movían con más lentitud, más rutina, menos vigilancia. Eso le daba a Elinda una pequeña ventaja. 

El uniforme era necesario. Todos sabían que Lord Otto lleno el lugar de sus sirvientes, pero a su hija la había rodeado de los más leales a él. 

Sabía a dónde ir. El cuarto de linos, donde se guardaban los uniformes limpios de los sirvientes de alto rango, se encontraba justo en la sección más próxima a los aposentos de la Reina. El lugar era vigilado solo durante el cambio de turno. Fuera de esas horas, las telas dormían en estantes perfumados, bajo cerradura… una cerradura que Serise ya le había enseñado a forzar. 

Elinda se detuvo frente a la puerta. Dejó que sus dedos recorrieran el viejo marco de madera, buscando la pequeña muesca en la parte inferior. Ahí. Introdujo una delgada hoja de metal y giró con cuidado. Un clic sordo le anunció que la barrera había cedido. 

Dentro, el aire olía a lavanda vieja y humedad. Las estanterías estaban llenas de túnicas de lino pálido, de delantales planchados y capas con el escudo de los Hightower, bordado en hilo verde y dorado, los pantaloes grises y zapatos negros eran mucho más genericos. 

Le costó tocarlo. Desde que Lady Alicent, una doncella que servía a la Princesa igual que ella, traiciono a la Princesa Rhaenyra, relacionaba el escudo con traición. Pero se forzó y se trago el sentimiento de asco. 

Eligió una capa de talla pequeña, una túnica modesta, pero limpia, de mangas largas. Revisó los bolsillos internos, buscando algún detalle personal que delatara al dueño. Nada. Perfecto. Mientras la doblaba, escuchó pasos. Dos pares. Rápidos. 

Elinda apagó la vela que traia para alumbrarse y se escondió tras una cortina de ropa gruesa. Desde la rendija, vio entrar a una doncella joven, rubia, con el rostro pálido de preocupación. Hablaba rápido con otra, de cabello rizado. 

“Está de nuevo con fiebre. La Reina no ha dormido en dos noches. El maestre dice que es normal en su estado, pero…” 

“¿Y si pierde al niño?” murmuró la otra. “Dioses, con lo que ha costado mantener la paz entre la Reina y el Rey…” 

Elinda apretó los labios. Era la primera vez que oía un tono de compasión en la voz de una doncella hablando de Alicent y le dieron ganas de gritar. 

“Le ha dado más indulgencia desde que se enteró, seguro, pero aún la tiene muy restringida, pobre...” 

“Solo los Dioses saben que pasa por la cabeza del Rey, la Reina no ha hecho nada más que cumplir con su deber.” 

Cuando las jóvenes se fueron con los brazos llenos de sabanas, ella salió del escondite y aseguró la puerta al salir. Con el uniforme envuelto y bien oculto entre su capa, se dirigió al rincón donde Serise la esperaba bajo una gárgola cubierta de musgo. 

“¿Lo tienes?” 

Elinda asintió, pasándole la tela. “Tendremos que ajustar los bordes. La costura es más suelta de lo que creí.” 

Serise la observó con una mirada rápida y sabia. “¿Lo has escuchado? El rumor. Si la Reina pierde al niño, será culpa de los dioses, dicen. Pero si sobrevive, será otro obstáculo para nuestra Princesa.” 

“El niño jamás debió existir para empezar... es bien sabido que la Reina solo busco al Rey para suplicarle perdón...” murmuró Elinda. “Pero ya sabemos cómo se juega este juego.” 

Ambas guardaron silencio, y bajo la lluvia que caía, solo se oía el susurro de la tela mojada. 

La lluvia había cesado cuando Elinda cruzó el patio trasero de la Fortaleza, bajo el cielo gris que comenzaba a romperse en jirones de luz pálida. En su bolso, el uniforme permanecía cuidadosamente envuelto, seco a pesar de la humedad. Su destino era una de las habitaciones más humildes del ala inferior, donde dormían las aprendices y lavanderas menores y los que se encargaban del huerto de la Fortaleza. Era allí donde estaba alojada Aoife, quien se había ido colando poco a poco. 

Elinda tocó dos veces, rápido y suave. Una pausa. Luego, una tercera vez. La puerta se entreabrió con precaución. Aoife, con sus grandes ojos grises, la observó desde la rendija. Solo al verla completamente, la niña abrió del todo y la dejó pasar. 

La habitación era mínima, con un camastro raído y una silla junto a una palangana. Una ramita de lavanda colgaba del marco de la ventana. Aoife tenía apenas doce años, pero se movía con la precisión de alguien que había escuchado demasiadas verdades para su edad. 

“¿Lo trajiste?” preguntó en voz baja. 

Elinda asintió, y sin más palabras, desató el paquete. Extendió el uniforme sobre el camastro. Aoife se acercó como si fuera un objeto sagrado, sus manos temblando un poco al tocar la capa verde bordada. 

“Es perfecto,” dijo. “El bordado... hasta huele a la cámara de la Reina.” 

“Eso es porque lo tomé directamente de allí,” murmuró Elinda, con media sonrisa. “Necesitaba que encajara. ¿Tienes claro lo que debes hacer?” 

Aoife asintió. “La Reina no duerme bien. Vomita por las noches, pero solo una doncella tiene permiso para asistirla después del anochecer porque detesta que demasiadas personas la vean en un estado... tan idigno. Denyse es mayor, y ayer se cortó la mano pelando raíz negra para prepararle té, la Reina la despidió furiosa por su torpeza. Es mi oportunidad.” 

“Y tú sabrás qué buscar.” Elinda se agachó frente a ella, tomándole las manos. “No seas valiente por demostrar nada, Aoife. Si la situación se vuelve peligrosa, te vas. Nevan nos dio una salida si es necesario...” 

Los ojos de la niña brillaron. “La Princesa confía en mí.” 

“Y yo también.” Elinda se irguió y le alisó la capa sobre los hombros. “Si hay algo en ese embarazo que debamos saber, lo sabrás. Y si no... al menos nos aseguraremos de que no estén jugando con la verdad, claramente la Princesa tiene ciertas sospechas, debemos apoyarla en todo lo que se pueda, pero tampoco deseo que arriesgues tu vida...” 

“No tendría vida que arriesgar si no fuese por la Princesa Rhaenyra, tengo una misión, le hice una promesa.” Aoife asintió y se ajustó la túnica con manos ya más firmes. Luego levantó la mirada, decidida. “Si muero aquí, que así sea.” 

Elinda la abrazó, un momento breve, y salió de la habitación con el corazón oprimido, porque entendía mejor que nadie. 

Elinda habría muerto hace mucho si la Princesa no la hubiese aceptado en su hogar. 

La historia de Aoife era aún más tragica, la hermana mayor de cinco niños, había perdido a su madre hace dos años y no tenía ni idea de quien era su padre... el Príncipe la había atrapado robando, había estado a punto de perder su vida ante la furia del Príncipe Rebelde cuando la Princesa intervino y le dio una oportunidad. 

La Princesa le daría un hogar a todos los niños si Aoife iba a Poniente y se colaba en el Palacio para vigilar el embarazo de Lady Alicent. 

Una parte de ella odiaba la guerra de sombras que les había tocado jugar. Pero otra, la que llevaba la insignia cosida a mano de la Princesa Rhaenyra en el forro de su vestido,  sabía que en este tablero de reyes, damas y bastardos... una niña como Aoife podía ser más letal que cualquier espada, era discreta, de apareciencia simple, olvidable, pero la niña estaba motivada y era inteligente. 

Elinda no tenía mucho conocimiento de las ordenes con las que la Princesa la había enviado, pero tras la llegada del bardo, Nevan, las cosas habían comenzado a moverse entre las sombras bajo el nombre de la Princesa y las ordenes del Príncipe. 

Ella tambien tenia sus pequeñas tareas, y tras saber que la Princesa Rhaernya no solo pensaba en ella y la recordaba, sino que la quería a su lado, su sentido de proposito se renovo. 

Encontraría la Corona de la Reina Aemma para la Princesa y se la llevaría. 

Le devolvería una pequeña pieza de su madre. 


Alicent.  

Con frecuencia olvida que esta embarazada. 

Solo momentos como este, donde las nauseas la dominan y sostiene una palangana de ceramica contra su rostro, la hacen consciente de ello. 

Este embarazo se siente diferente al resto. 

Aegon fue una lucha desde el primer día, siempre dandole problemas, nauseas, dolores de cabeza, mareos... la comida la volvia loca pero siempre terminaba vomitando, despues se le hincharon los pies, finas lineas blancas llenaron su vientre y sus muslos y sus senos crecieron dolorosamente, al final de su embarazo, su hijo pateaba contra su vientre con fuerza, causandole dolores insoportables hasta que lo trajo al mundo. 

Helaena en cambio, fue un más delicada, nunca la sintio moverse, pero sus malestares fueron peores. Hasta el más delicado de las aromas o sabores la ponia de rodillas, siempre cansada, con dolor de cabeza que duro todo el embarazo, así como dolores de espalda además de lo que ya era habitual, como nauseas, hinchazón y calambres terribles que le impedian ir al baño. Pero su nacimiento fue un balsamo dulce, pues la niña vino rapido y casi sin molestias. 

Aemond por otro lado... al principio había sido sorprendentemente facil, hasta que en sus piernas comenzaron a aparecer extrañas lineas rojas y moradas que dolian profundamente, sus pies se hinchaban horriblemente, su rostro, sus manos... habían llegado los dolores, las nauseas, al final, había estado más que aliviada de dar a luz... excepto que la decepción la invadio desde el día que nacío. 

El Rey, su esposo, jamás se presentó a conocer a su propio hijo, solo tres días despues se digno a ir a verlo y todo fue una decepción tras otra. Desde su nombre hasta el hecho de que se le había negado un huevo de dragón, como era su derecho de nacimiento. 

Ella esperaba que con este hijo las cosas regresaran a como cuando nacio Aegon. 

Cuando el Rey celebraba festines para los nacimientos de sus hijos, cacerías para sus cumpleaños. 

Con este embarazo, la mayor parte del tiempo lo olvida, distraida como esta por sus muchos deberes, solo los vomitos la hacen frenarse, pero la esperanza se aferra a ella. 

“¿Se encuentra mejor? ¿Majestad?” una de sus damas, Mina Redwyne, la ayuda a levantarse y recomponerse. 

“Estoy bien.” dejo de la ayudara a acomodar su redecilla sobre sus rizos y se enjuago la boca con té de hierbabuena. 

“¿Esta segura que desea ir al Septo?” Mina pregunto con duda en sus ojos. 

Alicent asintio, instando a las otras damas a terminar de salir de sus aposentos en dirección a las escaleras. 

Bajaron con gracia hasta llegar a la entrada de la Fortaleza Roja, donde el carruaje cerrado ya las esperaba, flanqueado por dos guardias con capas verdes ribeteadas en oro. Las doncellas ayudaron a Alicent a subir, cuidando de su vientre aún plano con todo el cuidado necesario, ya que llevaba un bebe Real dentro de él. 

En el carruaje, la Alicent se acomodó con rigidez, enderezando la espalda y alisando su vestido de brocado verde con botones de jade, manteniendo una postura digna de su posición. 

Cuando el carruaje comenzó a rodar por las calles adoquinadas de Desembarco, Alicent sacó de su bolso un pañuelo de lino bordado perfumado y se cubrió la boca y nariz, apretándolo con fuerza contra su rostro. El aroma de la ciudad, una mezcla acre de pescado podrido, humo de antorcha, barro seco y humanidad, se colaba por las rendijas como un enemigo invisible. Cerró los ojos con gesto contenido, negándose a mirar por la ventana. 

Ver a la gente sucia, vulgarmente vestida y grosera siempre la alteraba. Aun después de tantos años en el trono, no se acostumbraba al hedor del pueblo, ni a su constante bullicio. Lo consideraba una prueba más, una penitencia impuesta por los dioses para templar su espíritu. 

Solo cuando el carruaje pasó por la cuesta que ascendía al Septo, Alicent se permitió destapar su rostro y mirar por la ventanilla. Desde aquella altura, la ciudad se extendía como un tapiz desordenado, gris y terroso, con apenas algunos destellos de cerámica roja o tejados de pizarra verde. Y aun así, algo dentro de ella se hinchaba al verlo. 

Es mía, pensó. Todo esto. Gobernado por el deber. Conservado por mi fe.  

El carruaje se detuvo. Los guardias la ayudaron a descender, y Alicent subió lentamente los escalones de mármol del Septo, tomándose de la barandilla con una mano mientras sostenía su vientre con la otra. Los cánticos monásticos flotaban en el aire como incienso invisible, reverberando en las altas columnas del templo. El incienso real, sin embargo, era más pesado: mirra, loto y madera bendita. Alicent respiró hondo, como si con ello se limpiara por dentro. 

Se dirigió primero a la estatua de la Madre, arrodillándose con dignidad, sin importar la incomodidad del mármol o la rigidez de su vestido. 

“Concédeme fuerzas para este embarazo, Madre piadosa,” murmuró. “Que esta vida nazca sana, que me preserve a mí para servir, que cumpla con el deber que Vos me encomendasteis.” 

Sus dedos depositaron una pequeña vela a los pies de la figura de la Madre, y luego se alzó con cuidado, para recorrer una a una las demás figuras: el Padre, la Doncella, el Herrero, el Guerrero, el Desconocido… y la Vieja, en cuyas barbas talladas depositó una moneda en silencio. 

Por cada uno, prendió una vela. Por cada uno, murmuró una plegaria. No eran palabras vacías: Alicent creía. 

Creía que su virtud era todo lo que la separaba del caos. Que su deber, su fe y su maternidad eran la única muralla entre el reino y la ruina que amenazaba con devorarlo. 

Ella era la única que sostenia al Reino unido tras el caos que había dejado Rhaenyra a su paso. 

Su padre tenia razón en esto: Rhaenyra solo traería caos y destrucción si tomaba el Trono que era el derecho de nacimiento de su hijo, el verdadero Principe Heredero: Aegon. 

Y sin embargo, cuando se arrodilló ante el Desconocido, el que no tiene rostro ni nombre, algo tembló en su interior.  

El Desconocido la hacía consciente de cosas que prefería no pensar en este momento. 

Siempre acallaba sus temores al parto, ella había demostrado ser digna del papel de Reina, no como la debíl Aemma Arryn, y contrario a lo que ocurría en el interior de su mente, cuando hablaba de su deber como madre, el dar a luz, le recordaba a todos que ella era fuerte, los dolores eran simplemente un mal necesario para traer al mundo a hijos devotos y buenos. 

Alicent se incorporó con el esfuerzo digno de una reina en estado, y sus doncellas acudieron enseguida a enderezar su manto. El incienso seguía colmando el aire como un velo suave. La Reina lo atravesó con paso medido hasta llegar al atrio del Septo, donde el Gran Septon aguardaba, rodeado de acólitos de túnicas pálidas y ojos atentos. 

Era un hombre de edad indeterminada, con el cabello cano cortado al ras y la voz como un eco constante, siempre templada, siempre amable. Se inclinó con respeto al verla. 

“Vuestra Gracia,” dijo, bajando la cabeza. 

“Gran Septon,” respondió ella, permitiendo que la solemnidad de su título hiciera eco entre las columnas. “He venido a agradecer a los Siete por su protección... y para asegurarme de que su voluntad siga presente en la ciudad que tanto amamos.” 

El septon asintió, y uno de sus acólitos trajo una pequeña bandeja de plata, sobre la cual reposaba un cuaderno de registros y una pluma de ganso recién afilada. 

Alicent no necesitó mirar. Con elegancia, sacó de su limosnera un pequeño estuche de cuero verde, bordado con hilo dorado. Lo abrió ante él. Dentro, descansaban varias monedas de oro resplandecientes, más grandes y puras de lo usual: dragones de oro antiguos, acuñados en tiempos del viejo rey Jaehaerys. 

“Para las obras del templo,” dijo con voz suave, dejando caer las monedas con un sonido musical y preciso. “Y para las madres que no tienen voz con qué pedir.” 

El septon apenas pudo ocultar la sorpresa. Esa suma podía sostener a toda una cofradía por meses. Bajó la cabeza de nuevo, tocando su frente, su pecho y hombros en el gesto de los Siete. 

Y ambos sabían que este pequeño gesto, era uno que Alicent hacía cada semana sin falta, pero la conversación se repetía como si fuese nueva, la sorpresa en el rostro del Septon Supremo no delataba lo común del acto. 

Despues de todo, Alicent era una verdadera devota y a pesar de ser la Reina, la madre del Reino, su generosidad siempre asombraba a todos. 

No tenía igual. 

“Vuestra Gracia es generosa. Con esta bendición podremos continuar la expansión del hospicio de la Madre, donde atendemos a las parturientas de la ciudad baja… muchas sin hogar, otras sin nombre.” 

“Y todas hijas de la fe,” dijo Alicent, colocando una mano sobre su propio vientre. “Cada niño que nace en este reino debe nacer bajo la protección de la luz divina. Y cada madre debe ser recordada, como un camino sagrado para traer más devotos a este Reino puro.” 

El Septon la miró con un brillo reverente. “Vuestras palabras son como un salmo nuevo, mi Reina. Quizá algún día se canten.” 

Alicent sonrió levemente, inclinando el rostro. No necesitaba halagos, pero sí obediencia. Fe y obediencia. 

“Confío en que estas donaciones mantendrán viva la memoria de nuestra devoción... y que el Septo sabrá distinguir entre quienes sirven al reino y quienes solo desean el trono.” 

Un silencio breve. Una advertencia envuelta en incienso que Alicent reforzo tocando su vientre con delicadeza. 

“Por supuesto,” respondió el Septon, entendiendo perfectamente. 

Alicent se despidió con una leve inclinación. Al girar, los pliegues de su manto arrastraron el incienso y el oro con ellos, como si los dioses mismos caminaran tras de ella. 

La carroza de la reina rodó con lentitud de regreso a la Fortaleza Roja, ella se concentro en el brocado de su vestido, fastidiada por los gritos suplicantes de los pecadores e impuros de alimento que inundaban las calles llenas de suciedad. Al entrar por los portones, Alicent sintió el alivio sutil del mármol fresco, de los muros altos, del orden que reinaba tras las puertas. Todo estaba en su sitio. Como debía estar. 

Al llegar a sus aposentos, no se detuvo a descansar. “¿Dónde está el príncipe Aegon?” preguntó a una de sus doncellas. 

“Con el maestre Orwel, Su Gracia. En la sala de estudio.” 

Alicent asintió y se dirigió allí de inmediato, subiendo las escaleras con una mano firme sobre el barandal. Aunque el cuidado a su vientre la hacía más lenta, su paso no vacilaba. Había cosas que no podía delegar. No cuando el reino, el futuro, dependían de un niño que aún tenía leche en los dientes y era su deber asegurar que fuera educado adecuadamente. 

Que fuera fiel y devoto. 

Puro de la mancha que era la sangre de los dragones que corria por sus venas, su hijo tenia un deber: deshacerse de esa mancha y traer la Fe de nuevo a la casa Targaryen. 

Empujó la puerta con suavidad. 

Dentro, el pequeño príncipe Aegon estaba sentado con las piernas colgando de un banco alto, los pies bamboleándose en el aire. El maestre Orwel, de pie frente a él, recitaba en voz baja los nombres de los reyes Targaryen. Aegon no prestaba atención. Tenía una figura de dragón en las manos, y la movía por el borde de la mesa mientras murmuraba sonidos de fuego y alas. 

“Rhaenys, Visenya y Aegon el Conquistador…” recitaba el maestre con paciencia. 

Alicent no pudo evitar una punzada de frustración, pero se la tragó antes de que tocara su rostro. 

“El Conquistador no jugaba durante sus lecciones,” dijo con tono suave, desde la puerta. 

Aegon giró la cabeza de inmediato. Sus ojos violetas se agrandaron. 

“¡Madre!” bajó del banco de un salto, corriendo hacia ella sin soltar el dragón. Alicent se agachó un poco, lo justo para recibirlo con una mano sobre su espalda. 

“¿Estás aprendiendo bien?” preguntó, acariciándole el cabello peinado con esmero. 

Aegon asintió enérgicamente. “Sé los nombres. Pero también hice esto.” Le mostró su dragón, hecho de madera pintada y con alas de tela cosidas con hilo dorado. 

Alicent sonrió con contención. “Es muy bonito. Pero hay tiempo para jugar y tiempo para aprender.” 

Miró al maestre. Este asintió con una leve reverencia, entendiendo el mensaje. 

“Le he encargado memorizar la línea de sucesión hasta el rey Viserys. También las casas aliadas.” 

“Bien,” dijo Alicent, volviendo a su hijo. “Tienes un deber, Aegon. Un día, tú serás quien proteja a todos en esta Fortaleza. Debes ser fuerte, sabio y piadoso. ¿Recuerdas lo que te dije sobre los reyes?” 

Aegon asintió con la solemnidad que solo un niño puede imitar. “Que cuidan a todos, hasta a los que no conocen.” 

“Eso es,” dijo ella, colocando un beso en su frente. “Hoy, rezamos por ti. Que crezcas para ser digno del trono. No solo por tu sangre… sino por tu alma.” 

Aegon bajó la mirada, jugando con la cola de su dragón. “¿Puedo aprender sobre los dragones después?” 

Alicent se alzó con elegancia. “Creo que sería mejor que enfocaras tu atención en la Fe de los Siete, Aegon, la Estrella de Siete Puntas merece tu devoción más que monstruos que escupen fuego... ¿no lo crees?” 

Aegon fruncio el ceño, y ella dejó la sala con una mezcla de ternura y peso en el pecho. A veces olvidaba lo pequeño que era. Pero el mundo no lo haría. El mundo jamás se lo perdonaría si no estaba listo. 

La Reina se había retirado a sus aposentos privados tras verificar la lección de Aegon. Se sentó junto a la ventana abierta, desde donde se divisaba el río brillando como una cinta de plata bajo el sol. La brisa le revolvía suavemente el cabello y traía consigo el murmullo lejano de la ciudad. A su lado, sobre una mesa de madera oscura, la esperaba una carta con el sello inconfundible de la Casa Hightower: una torre blanca sobre un fondo gris. 

La abrió con manos firmes, aunque su pulso tembló apenas al ver la caligrafía de su padre. 

A su Majestad, la Reina Alicent Hightower.  

Desde Antigua, la luz del Faro.  

Hija mía,  

Recibo tus cartas con aprecio, aunque escasas, y me alegra saber que el niño se desarrolla bien. La corte, sin embargo, no es un terreno fértil sin raíces que la anclen, y la sombra del Rey crece más errática con cada luna. He oído que el consejo es un campo dividido y que ciertas decisiones se toman sin consulta ni prudencia.  

Alicent suspiró. Sabía a qué se refería. Viserys se apoyaba cada vez más en su nueva Mano, Lyonel Strong, y cada vez menos en los que alguna vez habían sido sus pilares más firmes. 

No es tiempo para la pasividad, hija. Si el reino se tambalea, no debe hacerlo la Reina. Y si deseas asegurar el futuro de tu linaje —de tus hijos— debes rodearte de aliados, no solo de corteses silencios.  

Te lo digo claramente: no puedo permanecer en Antigua mientras los cimientos de lo que construimos se agrietan. Busca la manera. Háblale al Rey. Háblales a sus consejeros. Hazlo parecer su idea si debes. Pero llévame de regreso a donde pertenezco. Al lado del trono.  

Afectuosamente,  

tu padre,  

Ser Otto Hightower.  

La Reina apoyó la carta sobre la mesa y se quedó observando el sello roto. La Torre Alta. El símbolo de su casa. El recordatorio constante de que ella era una pieza en una torre más alta que sus deseos personales. 

Otto tenía razón: el Consejo estaba dividido. Lyonel Strong tenía la confianza del Rey, pero muchos señores murmuraban que la balanza de poder estaba cambiando. Las ausencias prolongadas del Rey, el embarazo de Alicent, la creciente influencia de Rhaenyra y Daemon a pesar de su lejanía… Todo estaba al borde. 

Traer de regreso a su padre podría equilibrar el juego. Pero también levantaría sospechas. 

¿Y si Viserys se negaba? ¿Y si era vista como una Reina ansiosa de poner a su padre sobre el reino? 

Alicent apretó los labios y volvió a leer la última frase. 

Hazlo parecer su idea si debes.  

Cerró la carta, la metió en el fuego de la chimenea, y observó cómo las llamas devoraban las palabras de su padre, sin dejar rastro. 

Cuando la última ceniza cayó, Alicent se puso de pie, más decidida que antes. 

Llamó a su doncella. “Traedme tinta y papel.” 

Si Otto deseaba volver a la corte, ella haría que el Rey creyera que nunca debió marcharse. 

Esa misma noche, tras la cena, Alicent pidió que su esposo la recibiera en sus aposentos. No era inusual: desde que anuncio su embarazo, Viserys se mostraba más complaciente con sus visitas, quizá por culpa, quizá por genuina alegría por otro verdadero hijo suyo, pero Alicent no extrañaba los terribles días en los que fue prohibida su presencia al lado del Rey. 

Lo encontró adormilado en su silla de lectura, una copa de vino sin terminar sobre la mesa y varios pergaminos de cuentas y quejas acumulados a su alrededor. Las velas titilaban suavemente, proyectando sombras cansadas sobre el rostro del Rey. 

“Mi amor,” dijo ella con tono bajo, apretando los puños al ver la venda que cubria la herida supurante en la mejilla del Rey, resistiendo la tentación de taparse la nariz ante el aroma fetido. 

Viserys la miró, sonrió débilmente y extendió una mano hacia ella. “Alicent.” 

Ella se sentó a su lado con gracia, poniendo una mano sobre su vientre y descansara con cuidado. Sus dedos acariciaron el dorso de su esposo con ternura medida. 

“¿Cómo ha sido el día?” 

Viserys bufó suavemente. “La Casa Celtigar exige puertos. Los Velaryon no ceden, por supuesto. Y los Strong…” Se interrumpió con un suspiro. “Su consejo es sabio, pero no hemos logrado terminar de resolver la situación de Lord Corlys de manera satisfactoria, la transición ha sido dificil.” 

Alicent fingió una sonrisa. “Quizá… es que les falta una voz fuerte, una que sepa cuándo hablar y cuándo simplemente escuchar.” 

Viserys entrecerró los ojos. “¿Insinúas algo?” 

“No, claro que no.” Se detuvo. “Solo… echo de menos a mi padre.” 

Viserys la miró, no con dureza, sino con esa mezcla de fatiga y ternura que siempre le reservaba a ella. 

“Otto fue un hombre capaz,” dijo finalmente. “Pero su ambición era un veneno disfrazado de consejo.” 

“¿Y no todos los hombres en el Consejo desean algo?” preguntó Alicent suavemente. “Al menos él deseaba proteger a su nieto. Y a ti.” 

Viserys guardó silencio. 

Alicent se inclinó un poco más cerca, bajando la voz. “Yo no pido que le devuelvas su lugar. Solo… que le permitas volver a la Fortaleza, lo extraño, sus nietos, tus hijos... lo extrañan. Es su hogar también. Y quizás, su presencia calme a quienes aún le deben respeto. Podrías mostrar clemencia. Generosidad. Parecería una decisión noble y justa. Nadie lo cuestionaría.” 

Viserys la miró durante un largo rato. Ella sostuvo su mirada sin pestañear. 

Finalmente, él se reclinó con un suspiro. “Déjame pensarlo, Alicent.” 

Ella sonrió apenas. “Eso es todo lo que te pido.” 

Lo besó en la frente, se despidió con suavidad y salió, dejando al Rey con el crujido del fuego y la creciente sombra de una decisión que ya había comenzado a tomar forma en su mente. 

El sol apenas comenzaba a calentar los ventanales de la cámara solar cuando la puerta se abrió con torpeza, sin que nadie llamara. Alicent, aún en su bata de terciopelo y con los ojos fijos en un bordado sin terminar, alzó la vista con el ceño fruncido. 

Una joven doncella entró apresurada, pálida como la cera. “Su Gracia, perdone...” 

“¿Dónde está Denyse?” interrumpió Alicent, sin molestarse en disimular la impaciencia. 

La doncella tragó saliva. “Está en la enfermería… se ha cortado la mano, Su Gracia. Muy profundo. Fue al partir raíz negra para vuestro té.” 

Alicent se irguió con brusquedad. “¿Cómo se hiere una mujer adulta cortando una raíz? ¿Estaba dormida? ¿Ciega, quizás?” 

La doncella no supo qué responder. 

“¡Esa infusión es lo único que me calma el estómago! ¿Y ahora debo pasar la mañana sin ella porque Denyse es torpe como una campesina de los pantanos?” 

El tono de la Reina se alzó, seco, filoso como una aguja. 

“Su Gracia… el maestre dice que quizás no pueda usar bien la mano durante semanas…” 

Alicent cerró los ojos, exhalando por la nariz para no gritar. Caminó hacia la ventana, apretando los puños con fuerza. 

“Que la reubiquen en el ala norte, junto a las otras inútiles. No deseo verla cojeando por los pasillos o derramando cosas en mis habitaciones.” 

La doncella abrió la boca, sorprendida. 

“¿Y tú qué haces parada ahí como un poste? Ve con Lady Mina. Dile que necesito una sustituta hoy mismo. No quiero una niña tonta ni una boca ruidosa. Alguien útil. Silenciosa. Limpia. ¿Lo has entendido?” 

“Sí, Su Gracia.” La joven salió con una reverencia apresurada. 

Alicent se quedó en silencio por un momento, las uñas clavadas en la tela de su vestido. El embarazo la hacía más vulnerable de lo que toleraba admitir, y la torpeza ajena era lo que más la exasperaba. 

Una sirvienta lesionada era más que una inconveniencia: era una grieta en su fachada de control. 

Un control que apenas estaba recuperando y no se permitira perder por la torpeza de otros. 

Después de unos minutos, se dirigió al tocador y recogió una pequeña campanilla de plata. La agitó con fuerza. 

“Llamad a Mina. Ahora.” 

Lady Mina Redwyne, siempre puntual, llegó con dos muchachas detrás de ella. Ambas mantenían la cabeza baja, con las manos entrelazadas al frente. Alicent las esperaba en su cámara, sentada con el mentón alto y una expresión de fastidio apenas disimulada. 

“Su Gracia,” dijo Lady Mina con una leve reverencia, “estas son las dos más aptas. No son nobles, pero han servido en casas importantes y conocen bien las tareas de cuidado personal. Ninguna tiene parientes en la Fortaleza.” 

Alicent entrecerró los ojos. Su desagrado no era con Lady Mina, sino con el hecho de que tuviera que elegir. Elegir era aceptar que algo en su corte se había descompuesto. 

“Que se presenten.” 

La primera, una joven rubia de mejillas llenas y expresión nerviosa, balbuceó su nombre y dijo que había servido en casa Tyrell durante un tiempo. 

“¿Sabes preparar una infusión de raíz negra con menta y miel?” preguntó Alicent de inmediato. 

“Sí, Su Gracia… aunque yo suelo añadir un poco de manzanilla.” 

“¿Crees que me interesa lo que tú sueles hacer?” replicó la Reina, sin subir la voz, pero con el filo de una daga. 

La joven palideció. Lady Mina hizo un gesto casi imperceptible a la segunda muchacha, que dio un paso al frente. 

De un nombre extraño, Aoife, delgada, de rostro serio, cabello oscuro recogido con pulcritud. No era hermosa ni fea: era… inofensiva. Desapercibida. Una sombra bien peinada. Y eso, Alicent pensó, era exactamente lo que necesitaba. 

“¿Y tú?” 

“Sé preparar el té como lo indica el maestre Mellos,” respondió Aoife sin dudar. “Con exactitud. Lo hice para la Lady Baratheon en el ala este cuando sufrió de insomnio en su embarazo.” 

“¿Tienes manos firmes?” 

La niña levantó ligeramente una de ellas. No temblaba. Sus dedos eran largos, limpios, de uñas cortas. Manos de trabajo, pero cuidadas. 

“¿Qué opinas de los rumores en la Fortaleza? Sobre mí. Sobre el Rey. Sobre la Princesa.” 

Silencio. 

Alicent arqueó una ceja. “¿Nada que decir?” 

“No me pagan por hablar, Su Gracia,” respondió la muchacha con calma. 

Lady Mina tragó saliva, nerviosa por la posible insolencia. 

Pero Alicent sonrió. Leve. Apenas una curvatura de los labios. 

“Perfecto.” 

Se levantó, caminó hasta la niña y la observó de cerca. La muchacha ni parpadeó. 

“Desde hoy estarás a mi servicio personal. Si haces bien tu trabajo, podrás quedarte. Si no, te irás sin una palabra.” 

“Sí, Su Gracia.” 

“Ve ahora a la cocina. Quiero mi té preparado por ti antes del anochecer. Si derramas una gota en la bandeja, te marchas.” 

Aoife asintió con una reverencia precisa y se retiró sin más. No preguntó nada. No se giró. 

Alicent la vio desaparecer por la puerta. Entonces giró hacia Lady Mina. 

“La otra, mándala con las costureras.” 

Lady Mina asintió. “Como ordenéis.” 

Cuando Alicent volvió a su asiento, suspiró con lentitud. Un reemplazo no era jamás tan bueno como el original… pero a veces, los reemplazos sabían obedecer sin sentimentalismos. 

... 

El salón solar del Rey estaba cálido y perfumado con resinas dulces, como siempre. Viserys estaba recostado en una chaise de madera tallada, con un grueso paño sobre las piernas, los dedos manchados de tinta y una copa de vino medio vacía al alcance de la mano. 

Alicent entró sin anunciarse, como podía hacerlo solo una esposa o una reina. Caminó con paso firme, el rostro sereno, pero los ojos alertas, su impaciencia se debía a otra carta de su padre y tras un encontronazo con una noble demasiado atrevida, necesitaba más aliados a su lado. 

“¿Cómo te sientes hoy, esposo?” preguntó con suavidad. 

“Cansado. Este clima es una peste,” murmuró Viserys sin alzar mucho la mirada, su voz debil por la leche de amapola, “pero aún respiro, gracias a los dioses… o a pesar de ellos.” 

Alicent no sonrió. No estaba para bromas. 

“Necesito hablar contigo sobre algo importante.” 

Viserys la miró por fin. “¿Qué asunto puede ser más importante que mis salud y mi falta de sueño?” 

“Mi padre.” 

El Rey se quedó en silencio un momento. Bebió un sorbo de vino. 

“No, Alicent.” 

Ella parpadeó, apenas sorprendida por la rapidez de su respuesta. 

“No he pedido nada todavía.” 

“Ya conozco la petición, preguntaste hace días y te prometí pensarlo, bueno... lo hice.” Viserys dejó la copa sobre una bandeja. “Otto Hightower no volverá a ocupar su puesto en la corte. Su tiempo ha pasado. Es hora de permitir que otros gobiernen a mi lado sin las... sugerencias constantes de tu familia, no puedo permitir traidores bajo mi techo.” 

“¿Mi familia? ¡Él fue tu Mano durante años! Te sirvió fielmente, más que muchos otros.” 

“Fiel a sí mismo. Fiel a ti, quizás. ¿Pero al reino? No lo sé, entre más lo pienso, más me doy cuenta de que algunos de sus consejos solo eran beneficiosos para Antigua, además sus acciones, ocultar las cartas de mi hija, interferir entre mi heredera y yo mientras todo el tiempo me presionaba para que nombrara heredero a Aegon...” 

Alicent dio un paso más cerca, el tono aún contenido, pero más firme. 

“Estás rodeado de hombres que no te entienden, Viserys. Hombres que se inclinan por conveniencia. ¿Y niegas que al menos mi padre te decía la verdad, aunque no te gustara oírla?” 

“El problema, Alicent” dijo Viserys con una mirada cansada, “es que tu padre no distingue entre lo que conviene a la Corona y lo que conviene a los Hightower.” 

Alicent apretó los labios. Por un instante, sus ojos brillaron con una furia contenida. 

“Lo que conviene a mi padre es que sus nietos crezcan seguros. Que el heredero legítimo sea protegido. ¿O es que ya te has resignado a que todo se derrumbe cuando cierres los ojos por última vez?” 

“¡Basta!” Viserys golpeó suavemente el reposabrazos, su voz más alta de lo normal, aunque quebradiza. 

El silencio cayó. 

Después de un largo momento, él se recostó otra vez, respirando hondo. 

“No traeré a Otto. No quiero fantasmas antiguos rondando mis últimos años, no permitire que un traidor regrese a mi corte. No le corte la cabeza por sus años de servicio, no me tienes a hacerlo ahora.” 

Alicent lo miró con una mezcla de desprecio y desilusión. Ya no le suplicaría. Ni una palabra más. 

“Veo que no hay forma de hacerte entrar en razón.” 

Y sin pedir permiso, giró sobre sus talones y se marchó, dejando tras de sí la fragancia persistente de su enojo… y la promesa de que haría lo necesario con o sin el permiso del Rey. 

Estaba harta de ser una Reina sin poder verdadero, no cuando era ella quien sostenia al Reino unido, no cuando era de su vientre que nacian los verdaderos herederos del Rey. 

Ella, que cumplia su deber debería ser recompensada, no castigada por ello. 

Encontraría la manera de traer a su padre a su lado, necesitaba su proteccion, su consejo. 

Aegon lo necesitaba. 

Su padre había hecho lo necesario para proteger al Reino de la ruina que traería Rhaenyra, y por ello había sido castigado. 

Por intentar demostrarle al Reino las manipulaciones de la Princesa, por buscar la verdad. 

Bueno, ella es la Reina, no permitiría que el subdito más leal del Reino fuese tratado injustamente. 

Con el Rey enfermo debido a la herida en su rostro, Lord Strong había estado tomando más y más poder, poder que ella debería ostentar. 

Ella, la Reina, devota y fiel. 

No un pagano adorador de arboles y Dioses falsos. 

Con eso en mente, regreso a sus aposentos. 

Era hora de mandar una carta a un verdadero aliado para que la ayudara en su misión. 

Despues de todo, Larys Strong se había convertido en un verdadero devoto de la Estrella de Siete Puntas y le había prometido que la ayudaría si lo necesitaba. 

Ser Larys.  

Desde tu partida las noticias en Kingslanding han dejado de fluir, eres más necesario de lo que tu padre te da crédito.  

Debo saber, Ser Larys, si tu deseo de servir al Reino sigue presente en tu corazón, pues necesito ayuda urgentemente.  

Espero poder saber tu respuesta a mi solicitud con prontitud.  

Tu Reina, Alicent Hightower.  

Notes:

Honestamente, sigo pensando que Alicent realmente delira, estaba viendo nuevamente un par de capitulos y la forma en la que humilla a Rhaenyra, se siente la gran cosa y al mismo tiempo se hace la martir me hacen querer gritar.

¿Que opinan de Elinda?
Comienza a revelarse poco a poco la misión completa de nuestro querido bardo y los hilos que Daemyra esta moviendo desde lejos.

Elinda y los bardos se aseguran que la gente realmente vea el beneficio del oro que manda Rhaenyra, Alicent se lo da todo a un septo y espera que con eso sea suficiente, por favor, obviamente la Fe se queda todo el dinero, las donaciones, se me hace tan ilusa que crea que con eso esta ayudando y salvando a su pueblo, pero realmente la veo así de... tonta.

No se muestra como tal sufrimiento de los Verdes, porque Alicent esta delirante, de verdad que me cuesta meterme en su cabeza... pero que opinan ustedes?

No se si es obvio o no, pero Viserys esta enfermo y claramente muy drogado cuando Alicent lo va a ver, su herida se ha infectado y los maestres solo lo adormencen con hierbas.

Además,,, Alicent ni siquiera piensa en sus hijos más que como un deber, siento pena por Helaena, que su madre debería entenderla pero creo que siempre la ignoro, y aquí se nota cuanto.

No puedo esperar a que avance la historia y podamos comenzar a tener capitulos desde el POV de los niños, siento que sera mucho más interesante que verlo desde el POV de Alicent y su locura.

Chapter 8: Suspiros del Mar y del Cielo

Notes:

¿Estan listos para un capitulo larguisimo?

Pense en partirlo en dos o tres partes, pero basicamente ocurren al mismo tiempo y no quería separar los capitulos de los Velaryon, me gusto tener los tres POVs juntos.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Los dragones pertenecen al cielo.  

Volando libres, sin cadenas. Sin permiso.  

No ocultos. No silenciados.  

Laena apoyó las manos en la baranda del balcón. La piedra, fría como el mármol de los sepulcros, le hacía temblar las palmas. El aire de la mañana entraba con fuerza desde las colinas que rodeaban Braavos, arrastrando el olor a sal, humedad y humo lejano de los hornos. Había aprendido a respirarlo sin quejarse.  

Pero no lo amaba.  

Acarició su vientre hinchado, sintiendo como burbujas dentro por el hijo o hija que llevaba dentro. Un nuevo Targaryen. Un nuevo Velaryon. Un nuevo jinete.  

El sanador finalmente había confirmado que tenía alrededor de cuatro meses de embarazo.  

Lo que significaba que había quedado embarazada en alguna de las primeras noches que su esposo la violo.  

Su estómago se revolvió ante el recuerdo y busco a su dragón para calmarse.  

Allá, en lo alto, entre las nubes teñidas de plata, apenas visible desde la ciudad, Vhagar se deslizaba como una sombra viva, majestuosa y paciente. Laena cerró los ojos por un instante, respirando más hondo.  

Volar. Solo quería volar.  

Pero nadie en el Palacio lo permitía. Ni las expectativas de su esposo. Ni el juicio de los Braavosi. Dragones eran un recuerdo de esclavitud, del fuego valyrio, del poder que sus amos actuales pretendían dejar atrás.  

Los Braavosi, aunque querían ese poder para sí mismos, estaban aterrados cuando alguien más lo ostentaba.  

No había podido volar en meses y sentía como si su conexión con Vhagar fuera cada vez más débil.  

El ruido de pasos suaves tras ella no la sorprendió. Reconocería a Keenan aunque caminara entre mil.  

Sus pasos eran ligeros, rápidos y siempre terminaban con ella sufriendo.  

“Hace frío aquí” murmuró él. “No deberías quedarte tanto tiempo de pie.”  

Laena no se movió. No se volvió.  

“Estoy cansada de estar sentada. Estoy cansada de estar encerrada.”  

Keenan no respondió de inmediato. Caminó a su lado y se detuvo sin tocarla. Era respetuoso así. Demasiado, ahora que se confirmó su embarazo había comenzado a tratarla con cuidado, nadie quería que perdiera al niño que llevaba en el vientre.  

“Los consejeros están inquietos. Dicen que Vhagar vuela demasiado cerca del puerto. Que intimida a los pescadores.”  

“¿Y qué esperan que haga? ¿Qué le pida que se esconda como yo? Es un dragón, no siguen ordenes...”  

Por fin lo miró. En sus ojos oscuros había una furia callada, densa.  

“Mi dragona no nació para arrastrarse, Keenan. Y yo tampoco.”  

“Recuerda tu lugar, Laena.” Su voz era suave, como si eso bastara para tranquilizarla. “No eres una guerrera. No eres más que una consorte.”  

Laena apretó los dientes.  

No eres más que una consorte.  

Ésa era la condena. No más volar. No más fuego. No más libertad.  

Su peor pesadillas hecha realidad.  

“No me desafíes más, recuerda que puedo hacerte la vida mucho más complicada.”  

Solo mármol blanco, puertas cerradas y sonrisas diplomáticas. Solo Keenan, con sus promesas suaves y sus temores vestidos de cortesía.  

Solo Keenan con su voz suave que en las noches la sometía una y otra vez.  

“¿Y si no quiero ser madre aquí? ¿Si no quiero que mi hijo nazca entre gente que teme hasta mi sombra?”  

Keenan no contestó.  

“Vhagar no se quedará tranquila para siempre” dijo Laena al fin. “Y yo tampoco.”  

Y con eso, regresó al interior, el corazón latiéndole como si ya estuviera en el aire tras desafiar a su esposo.  

Su valentía venia del deseo de proteger al bebe en su vientre, de saber también que ese mismo bebe la volvía inmune.  

Keenan no la había tocado o visitado desde el momento que se confirmó el embarazo.  

Pero su esposo hacía alarde de sus putas con más descaro que nunca, tomando mujeres en sus aposentos, dándoles regalos lujosos frente a ella y a ella negándole hasta los más simples placeres.  

La vela temblaba en la mesa baja, lanzando sombras suaves sobre la hoja de pergamino sin mancha. Laena había rehecho esa carta tres veces. Una vez con rabia. Otra con tristeza. Y la tercera con palabras que no supieran a derrota.  

La pluma en su mano estaba apenas sostenida, como si hasta eso doliera. Su vientre ya pesaba demasiado para una mujer que jamás había aprendido a estar quieta.  

Solo cuatro meses de embarazo, pero se sentía como si fueran diez.  

Madre, escribió, y se detuvo.  

La tinta se extendía con calma. Todo lo que sentía, sin embargo, era agitación.  

Sé que esta carta quizás no te cause alegría. Sé que mis silencios anteriores pueden haberte parecido obstinación o desdén. No lo fueron... pero necesitaba tiempo para comenzar a sanar mis heridas... lamento no haber respondido tus cartas anteriores, madre, pero me alegro de que sepas ya de la bendición que cargo en mi vientre.  

Mojó de nuevo la pluma. Respiró hondo.  

Saber que Keenan había enviado la noticia a su madre había sido un golpe más.  

Braavos no es mi hogar. No lo fue nunca. Y lo es aún menos ahora que llevo en mi vientre a un bebe con sangre de dragón. El cielo me llama, madre. El mar también. Y Vhagar... Vhagar ansia la libertad tanto como yo.  

Las palabras salían más rápidas ahora, como si al finalmente comenzar, no pudiera detenerse.  

Estoy atrapada. El hijo del Señor del Mar me trata con ternura, sus manos ya no buscan mi cuerpo y ha intentado ser más amable que nunca, pero no me comprende y su mirada es más cruel que nunca. Y yo no puedo criar a mi hijo entre los susurros de los que desprecian la sangre Valyria y esconden los dragones como si fueran una vergüenza pero desean utilizarnos como armas para sus guerras.  

Quiero regresar a Hightide, a Driftmark... A casa.  

Se detuvo. Tragó saliva. Apretó los labios.  

Por favor. Ayúdame, te lo suplico, no a la Princesa ni a Lady Velaryon, sino a mi madre. 
Tu hija, 
Laena. 

Selló la carta con cera morada, pero sin ningún sello que la reconociera. Los Braavosi no usaban sellos como en Poniente.  

La vela ya casi moría cuando se levantó y la entregó a su doncella de confianza, susurrándole: “Asegúrate de que cruce el mar sin ser vista. Que nadie en esta casa sepa que ha salido.”  

Y cuando volvió a su habitación, Laena miró el cielo por la ventana una vez más.  

No sería prisionera mucho tiempo.  

Tras lo que había sufrido, seguramente su madre la ayudaría.  

...  

Durante el día, Laena sonreía como se esperaba. Paseaba con lentitud por los jardines del palacio, aquellos por los que tenía permitido bajo estricta vigilancia, fingía interés por las nuevas alfombras de Myr enviadas como ofrenda, y asentía con cortesía a los comentarios vacíos de las damas Braavosi que la rodeaban.  

Había aprendido a las malas que, si no fingía, incluso las cosas más simples, como un poco de mermelada para su pan o agua fresca, le serían quitadas.  

Pero al caer la noche, podía deshacerse de la sonrisa falsa que dirigía a sus torturadores.  

Ordenaba que le llevaran agua caliente para los pies, té de manzanilla para los nervios, y solicitaba estar sola mientras escribía en su diario, como cada noche. Lo que nadie sabía es que el “diario” era una hoja falsa para cubrir las listas que realmente redactaba: nombres, rutas, provisiones.  

Y una sola palabra subrayada, una y otra vez:  

Hightide.  

Las primeras noches fueron dedicadas a establecer confianza. La joven criada lyseni, hija de un marinero valyrio y una cortesana, había mostrado una devoción silenciosa desde el primer día. Laena la llamó a sus aposentos con una excusa simple.  

“¿Alguna vez has volado?” preguntó, dejando que su mirada se perdiera por la ventana abierta.  

“No, mi señora” respondió la joven, con una mezcla de timidez y reverencia.  

“¿Te gustaría?”  

Ella no respondió de inmediato. Pero sus ojos brillaron.  

Laena lo supo entonces. Sí. Era con ella.  

Durante las semanas siguientes, empezó a almacenar lo esencial: una capa oscura sin insignia, monedas de plata en una caja de aceites vacía, frutas secas envueltas en lino, un par de botas ligeras, sin adornos.  

Todo oculto en un cofre con libros que nadie tocaba.  

Lo más difícil fue acercarse a Vhagar sin levantar sospechas. A Keenan le decía que era para calmarla, utilizando las quejas del hombre como una forma de volver a conectar con su dragón. Él, como siempre, le sonreía con una mezcla de arrogancia y cautela.  

“Recuerda que solo debes calmarla, no intentes nada.” la amenaza ni siquiera necesitaba nombrarla.  

El nombre de Daemon Targaryen era uno que jamás odio tanto como ahora.  

“No vayas tan lejos. No olvides que estás embarazada.”  

“Jamás” respondía Laena, cada vez con menos dulzura.  

Pero ella iba lejos. Subía a la cima del risco donde Vhagar dormía, donde ningún braavosi osaba acercarse. Acariciaba sus escamas rugosas con manos temblorosas y le hablaba en valyrio bajo.  

Las ganas de subirse sobre ella y simplemente volar era abrumadoras.  

Si intentas escapar, si pierdes a este niño... el Príncipe Daemon ha prometido regresar y encadenar al dragón él mismo, te cazara hasta traerte de regreso a mi... y te violare hasta que sangres, dejare que todos los soldados en este lugar tomen un turno contigo...

El recuerdo de las palabras de Keenan la mantenían dócil.  

“Pronto. Muy pronto, mi reina.”  

Vhagar olía el cambio en ella. El embarazo. El deseo. El fuego contenido.  

Y rugía en la noche.  

Tenía que ser inteligente, su escape debía ser perfecto, si lograba llegar a Hightide, su madre la protegería.  

No habría nada que Daemon Targaryen pudiese hacer contra dos dragones.  

Ni siquiera él era tan tonto.  

...  

Una noche, mientras la ciudad dormía bajo la bruma espesa, Laena se quedó de pie junto al mapa marítimo que guardaba escondido bajo la cama, conseguirlo le había costado un collar de perlas. Sus dedos marcaron el trayecto más directo hacia Hightide.  

“Solo necesito una noche clara. Una sola.”  

Una noche sin lluvias o nubes que retrasaran su vuelo o la pudiesen desorientar.  

La criada le trajo una túnica reforzada para el vuelo y un paquete con ungüentos, en caso de sangrado. Todo estaba listo. Solo faltaba la señal de su madre, que ella estuviera en el cielo para ayudarla si el Wyrm de Sangre aparecía.  

Y si no llegaba… lo haría sola.  

El sello estaba intacto. El caballito de mar en cera negra. 

Su madre..,

Laena lo rompió con manos temblorosas. El corazón le galopaba en el pecho como si Vhagar rugiera dentro de ella.  

Se sentó en silencio. La vela chisporroteaba sobre la mesa. 

Mi querida hija,  

Recibí tu carta con el corazón apretado. Saber que no eres feliz en Braavos me duele más de lo que puedo decirte, pero también sé que eres fuerte. Has hecho sacrificios antes. Lo sé. Yo también.  

Se que el dificil comienzo de tu matrimonio tampoco te ha ayudado, y lamento mucho lo ocurrido en tu noche de bodas.

Hightide siempre será tu hogar. No importa en qué parte del mundo estés. Si alguna vez llegas a la orilla, encontrarás mis brazos abiertos.  

Pero te pido que consideres esto: Braavos es una ciudad orgullosa, poderosa, y su alianza es frágil. Muy frágil. Tu matrimonio selló años de sangre derramada en el mar. Eres más que una hija, más que una jinete. Eres un puente que conecta a nuestra familia con Braavos.

Si rompes ese puente, arderá por generaciones.  

Debes saber, hija mía, que nuestra posición es más frágil que nunca, hemos perdido la mitad de nuestra flota y eres tú lo único que nos mantiene a salvo, tú y la alianza que tu matrimonio ha traído.  

Tu madre, que te ama, 
Princesa Rhaenys Targaryen. Lady Velaryon. 

Laena dejó caer la carta en su regazo. Cerró los ojos.  

Hightide es tu hogar.  

Pero no ahora. No mientras fuera esposa. No mientras necesitaran su útero para dar a luz a más jinetes de dragón.  

La rabia le llegó con fuerza. Inundando su cuerpo.  

Estaba harta.  

Harta de no ser nada más que un útero, un jinete de dragón al servicio de un idiota derrochador.  

Se puso de pie.  

“Prepáralo todo” le dijo a la joven lyseni. “Esta noche.”  

“¿Está segura, mi señora? Está embarazada... podría ser un riesgo.”  

“Estoy segura de que no puedo quedarme. Debo irme antes de que ya no pueda volar por él bebe...”  

Porque había un temor peor: dar a luz en este lugar.  

La aterraba cada parte de ello, desde estar sola, la idea de que tal vez él bebe viniera de nalgas... que él bebe viviera o que muriera.  

Si vive y es niña, Laena la amaría más que la vida misma, pero sería obligada a volver a quedar embarazada hasta dar a luz a un niño, si es niño, jamás lo vería.  

Ninguna opción era una buena alternativa.  

Cruzó sus aposentos con paso firme. Sacó su capa más oscura, botas. Las bolsas escondidas. Su cabello, lo trenzó con rapidez y se lo cubrió con un pañuelo para ocultar el peculiar color, uno que resaltaba con fuerza en cualquer lugar.  

En la colina, Vhagar ya la sentía llegar, pues se removia inquieta.

Inquieta como estaba, sabía sin lugar a dudas que esta vez Vhagar seguiría sus instrucciones sin desvíos.  

Mientras descendía por los pasadizos secretos del Palacio, Laena no pensaba en Keenan, ni en Braavos, ni siquiera en la carta.  

Solo en el cielo.  

El cielo que la esperaba.  

La noche era perfecta.  

El aire estaba despejado, la luna brillando con fuerza y los muros del Palacio apenas custodiados.  

Laena avanzaba en silencio por el sendero oculto entre las rocas, con la túnica gruesa cubriéndole el vientre y las botas apretadas para no hacer ruido. A su lado, la criada lyseni cargaba una pequeña bolsa con vendas, agua y frutos secos.  

“Está allí” dijo Laena al ver la silueta imponente de Vhagar sobre la colina. “Lo siente. Siempre lo siente.”  

El dragón levantó la cabeza. Laena sonrió, aliviada. Sus pasos se apuraron, y ya alzó la voz, el valyrio antiguo fluyendo de su lengua como una oración:  

“Lykiri, Vhagar. Nyke ēdruta. Issa jorrāelagon.” su voz sonaba torpe, el Valyrio como una canción que no terminaba de aprender, pero para Vhagar fue suficiente.  

Pero antes de que pudiera llegar al claro, un grupo de hombres surgió entre los árboles. Soldados Braavosi. Armados. Tensos.  

“¡Mi Lady! ¡Alto!”  

Y detrás de ellos, con una capa azul oscuro y el rostro endurecido por una mezcla de burla y resolución, Keenan.  

“¿Qué haces?” preguntó, sin alzar la voz, pero con una firmeza que cortaba el aire. “¿Ibas a marcharte… sin una palabra?”  

Laena se detuvo. Su pecho subía y bajaba con dificultad.  

“Soy una jinete de dragón, sangre de la Antigua Valyria, no necesito decirte nada.”  

Keenan bajó la mirada un instante. Cuando volvió a alzarla, había determinación en sus ojos. Pero también algo más peligroso: rencor.  

“Eres mi esposa, Laena, no puedes irte. No ahora. No así. No puedes llevarte al dragón. Hay tratados. Juramentos.” la tomo del brazo con fuerza y Laena gimió de dolor. “Ya me has humillado suficiente, pensé que con el embarazo te calmarías... veo que me equivoque... tendré que mantener una mano firme... siempre.”  

“Es mi dragón. Es parte de mí. Y tú…” lo miró con furia. “Tú no eres mi amo.”  

Vhagar rugió a lo lejos, como si respondiera al tono de su jinete.  

Los soldados dudaron.  

Pero Keenan alzó una mano.  

“Hagan lo necesario.”  

“¡NO!”  

El grito de Laena se perdió en el estruendo. Las redes de hierro fueron lanzadas. Las antorchas encendidas. Vhagar, confundida al principio, pronto entró en furia. Fuego barrió la ladera. Los gritos de los hombres se alzaron en la noche en desesperación.  

Decenas hombres murieron calcinados. Algunos más aplastados. Otros huyeron.  

Pero Keenan, herido en un brazo, no cedió.  

Comando a los soldados con determinación.  

“¡El Príncipe Daemon nos dijo que no sería fácil!” les recordó cuando lograron colocar una gran cadena sobre el dragón.  

Finalmente, tras horas de lucha, Vhagar fue encadenada. Aulló con una furia que hizo temblar los muros de la ciudad. Laena, maniatada, fue arrastrada de vuelta al Palacio.  

El amanecer llegó, gris y húmedo. Desde su habitación cerrada con cerrojo, Laena miraba el cielo con ojos hinchados.  

El mundo parecía callado, como si doliera junto a ella.  

Vhagar no rugía.  

Y ese silencio la mataba más que las cadenas.  

...  

La luz apenas entraba por la estrecha rendija de la ventana, lo justo para que el polvo flotara lento en el aire viciado. Laena se sentó en el suelo, las rodillas contra el pecho, el vientre tirante, pesado, como si el niño que llevaba dentro también cargara su rabia.  

No lloraba. No más.  

No desde que Vhagar rugió por última vez y el mundo se llenó de humo y sangre.  

Hightide siempre será tu hogar, decía la carta de su madre. Pero Hightide también fue el lugar donde su padre la miró con ojos llenos de orgullo… mientras la empujaba hacia un destino que no era suyo. Un matrimonio por mar, por oro, por ambición.

No por amor.  

No por ella.  

“¿Qué soy para ustedes?” susurró, al vacío. “¿Una ficha? ¿Una bandera? ¿Un útero simplemente?”  

La habían abandonado.  

Su sangre.  

Los recuerdos de Rhaenyra la inundaron, su prima pequeña quien siempre estaba llena de rabia, gritando sobre la injusticia de ser mujer.  

Laena se había reído de ella, consolada por el hecho de que el destino de su prima no sería el suyo: Rhaenyra tenía el deber de traer Reyes al mundo de su vientre, Laena solo los traería si quería.  

Su padre le había prometido que se casaría por amor. Su madre le había hecho creer durante años que, si no quería casarse, ese destino jamás le llegaría.  

Ambos le habían mentido.  

Se puso de pie con dificultad, tambaleándose hasta el espejo de marfil. El reflejo le devolvió una imagen pálida, demacrada. Su cabello enredado, sus ojos oscuros, los labios apretados con un rencor que no la abandonaba.  

Acarició su vientre. No con ternura. Con incertidumbre.  

“No sabrás lo que es volar. No aquí. No mientras seamos sus prisioners.”  

Cerró los ojos y pensó en su padre. Corlys Velaryon, el hombre que cruzaba los océanos, que hablaba de libertad y orgullo Velaryon como si fueran templos.  

Que había navegado el mundo y regresaba a ella con regalos y cuentos.  

Y sin embargo la había encadenado a un puerto que no era suyo.  

“Tú dijiste que era fuego, padre. Que era mar y sal y cielo. Pero me cambiaste por madera mojada y oro extranjero.” nada más que una moneda de cambio.  

Cuando el llanto vino, no fue suave. Fue como un río desbordandose. Lágrimas de una mujer desesperada.

Y entonces lo decidió.  

“Este no será mi final” dijo, con voz baja, ronca, firme. “No en esta celda, no con estas cadenas, y no como esposa de un hombre tan cruel.”  

El dragón dormía. Encadenado, sí. Pero no muerto.

Ella tampoco.  

Ella era un espíritu libre que volaba sobre el dragón más grande del mundo, el más antiguo. Ella que debería portar una corona, ser la mujer más poderosa del mundo...

En su boda se había visto superada en número, amenazada por su propia familia para cumplir un deber que ella no quería ni pidió.  

Pero ahora... las sombras de los dragones de sus primos estaban lejos, su madre se negaba a ayudarla...  

Solo había una persona que la podría ayudar.  

A mi hermano, sangre del mismo mar, 
Desde una costa que no es mía. 

Me pregunto si recuerdas cómo era volar juntos. Tú con tu Seasmoke, yo con Vhagar. Padre decía que parecíamos estrellas cayendo. No sé si eran palabras sinceras, o solo la poesía que usan los hombres antes de ofrecernos como piezas para sellar alianzas.  

Estoy escribiendo desde una habitación que llaman "segura". Cerrada por fuera. Vhagar… Vhagar ya no ruge. La encadenaron. A mi también.  

Keenan me encontró cuando intentaba huir.  

Quiero mi libertad. Y no la tengo.  

¿Sabes lo que duele más? No es estar encerrada. No es ver a mi dragón sometido.  

Es saber que padre me entregó a esto. Que nuestra madre lo permitio.
A Braavos. 
A un matrimonio sin amor. 
A un hombre que teme mi fuego. 

Quizá tú lo entendiste antes que yo. Siempre fuiste más discreto, más silencioso en tu desdicha, pero mucho más firme en tu negativa. Me costo comprender porque cuando te casaste, lo hiciste de esa manera cuando siempre te negabas al matrimonio... pero creo que un matrimonio desdichado y de propia elección puede ser mil veces mejor a un matrimonio desdichado que fue impuesto.  

Yo nunca aprendí a callarme. Tal vez por eso estoy aquí, atrapada en una ciudad que no me quiere y en un hogar que no lo es, con mi madre negándose a ayudar y mi padre a escuchar.  

Hermano. 
No voy a pudrirme aquí. 
No voy a ser la historia trágica que susurra la corte, no me convertiré en otra esposa más que murio tragicamente al dar a luz, soy la sangre del dragón, yo era digna de ser una Reina, de convertirme en madre de Reyes... no estoy dispuesta a ser ahora simplemente un yegua de cría. 

Aún me queda fuego. 

Si puedes ayudarme, hazlo. Te lo suplico, hermano mío, compartimos sangre, somos almas afines... debemos estar en los cielos, libres, no en la tierra, encadenados.  

Tú me entiendes mejor que nadie en el mundo.  

Laena  

Keenan apretó el pergamino arrugado entre sus dedos con una fuerza que casi le rompía la piel.  

Laena lo miro con miedo.  

No había esperado que entrara tan abruptamente a su habitación, ni siquiera había tenido tiempo de esconder la carta.  

Habían interrogado a los criados, revisado cada rincón, buscando más correspondencia escondida.  

Un crujido en la puerta le recordó que alguien entraba. Era uno de los hombres leales a Keenan, los pocos soldados que su padre había dejado para ella había desaparecido uno a la vez, al igual que las sirvientas.

“Mi señor, la seguridad en la fortaleza se ha reforzado. Más guardias en los pasillos, patrullas constantes alrededor de sus habitaciones y vigilancia especial sobre Vhagar.” Keenan asintió, sin apartar la mirada del pergamino. Luego, con voz baja pero llena de amenaza, dijo:  

“Laena debes entender que la libertad que tenías con tu padre se terminó, yo no soy como él, y tú no eres como tu madre, no eres una Princesa que me supere en rango ni te debo nada, esta es la última oportunidad que se te dará... vuelve a intentar algo así y verdaderamente te tratare como lo que eres... solo un vientre para mis hijos.”  

Fue llevada a almorzar y más tarde, cuando Laena fue llamada para su habitual revisión, encontró la habitación cambiada. Las ventanas cerradas con rejas reforzadas, las puertas vigiladas. Sus movimientos eran monitoreados, cada paso pesado de sus guardianes un recordatorio de la prisión invisible que la rodeaba.  

Pero en sus ojos brillaba un fuego que ninguna cadena podría apagar.  

No cuando en su vientre crecía esperanza.  

Laena se sentó en el frío suelo de su celda , las manos apoyadas sobre su vientre abultado. La luz que entraba por la pequeña ventana con rejas apenas alcanzaba a iluminar sus ojos cansados, hundidos en sombras.  

Los días se habían vuelto una sucesión de silencios punzantes y pasos lejanos, de miradas que no se cruzaban y palabras que no llegaban. Los guardias no se separaban de su sombra, y el Palacio, que antes parecía un lugar lleno de vida, ahora era un laberinto de muros que la aplastaban.  

Su dragón, Vhagar, encadenado y distante, ya no rugía. Su ausencia resonaba en el aire como un grito ahogado que sólo Laena podía escuchar.  

Con un suspiro pesado, apoyó la cabeza contra la pared. La soledad era un manto que la envolvía y estrangulaba a la vez.  

Recordó la carta que había enviado a su madre, esa última esperanza arrojada al mar, y sintió cómo la desesperanza empezaba a erosionar incluso ese pequeño fuego.  

“¿Vale la pena?” murmuró, la voz rota. “¿Vale la pena luchar si al final sólo me quedan estas paredes y este silencio?”  

Pero aún así, cerró los ojos y respiró hondo, aferrándose a ese pensamiento pequeño y frágil que se negaba a morir:  

“No soy sólo la esposa de Keenan. No soy sólo una Velaryon. Soy Laena, una Targaryen. Y algún día, volaré otra vez. Conquiste al dragón más grande del mundo una vez... lo volveré a hacer...”  

Laena se recostó en el lecho duro, la manta apenas cubriéndola. Afuera, el Palacio se extendía como una jaula gigante, pero en su mente vagaban otros muros, invisibles y más crueles.  

Pensó en Rhaenyra.  

Su prima, la Princesa desterrada por voluntad propia, la mujer que había tomado a Daemon como esposo, arrebatándole a Laena lo que ella nunca tuvo: un amor libre y apasionado, un destino elegido y no impuesto.  

“Rhaenyra...” murmuró con un hilo de voz. “Tienes la corona, el dragón… y el hombre que amo.”  

Un fuego ácido le quemó el pecho. Celos, sí, pero también algo más doloroso: envidia de la libertad que Rhaenyra parecía poseer, incluso en la tormenta.  

Hasta donde sabía, Rhaenyra seguía siendo la Princesa heredera, y con eso, poseedora de todo lo que a Laena le robaron.  

Cerró los ojos e intentó imaginar el rostro de la prima que conocía, esa niña tonta que ahora debía esconderse, huir, luchar...  

¿Acaso ella sufría también? ¿Lloraba en la oscuridad por los mismos fantasmas? ¿Le dolía el corazón al pensar en su padre, en la casa que perdió?  

¿Daemon era igual a Keenan? Tomando su placer por la fuerza y obligándola a dar a luz a sus hijos para perpetuar su linaje...  

Porque seguramente solo por esa razón Daemon elegiría a Rhaenyra por encima de Laena: la corona.  

Laena deseó con todas sus fuerzas que así fuera. Que la mujer que brillaba en los cuentos y en las leyendas también sangrara en silencio, que no fuera inmune al dolor.  

Porque si Rhaenyra sufría, entonces Laena no estaba sola.

Y si no… entonces Laena tendría que soportar su tormento, una sombra más en la historia de una familia rota.  

Los ecos de los gemidos de Rhaenyra, de su risa, todo envuelto en memorias de Daemon a su aldedor, la llenaron de rabia.

No, su prima, no sufría como ella. La injusticia de ello la invadio.

Se llevó las manos al vientre, sintiendo el pulso del niño que crecía dentro.  

“Por ti” susurró, “no permitiré que esta prisión me devore. Por ti, seré más fuerte.”  

Un suspiro escapó, tembloroso, pero decidido.  

Sus esperanzas se desvanecían poco a poco.  

El temor de convertirse en Aemma Arryn la envolvía.  

La débil promesa de su madre antes de partir se convertía en lo único que le daba esperanza. Que regresaría para el parto, que sostendría su mano mientras traia a nuevo jinete de dragón al mundo.


 

Laenor  

“Ser Laenor, hay algunos nobles esperando por usted en el salón verde.”  

“Milord, la delegación de Pentos ha llegado.”  

“Ser Laenor, hemos recibido instrucciones del Príncipe Daemon, he dejado la carta en su solar.”  

Laenor sintió ganas de gritar ante los hombres frente a él, todos intentando llamar su atención.  

“Milord, tenemos un problema en el borde de la Muralla Negra, docenas de hombres están arrasando con casas, saqueándolas y quemándolas.”  

Decidió que el saqueo era lo más urgente.  

Salió y monto a Seasmoke, elevándose para buscar ver el problema.  

Y si, dentro de la muralla, docenas de hombres rodeaban una de las mansiones con picos y palos, otra mansión más al sur estaba completamente incendiada.  

Descendió en picado y el estruendo de Seasmoke al aterrizar hizo que muchos se detuvieran, algunos gritaron y retrocedieron, otros se armaron de valor y alzaron sus armas improvisadas. El rugido del dragón fue suficiente para que los más cercanos soltaran lo que llevaban y cayeran de rodillas, temblando.  

Laenor desmontó con agilidad, la capa ondeando tras él mientras avanzaba con determinación. Su rostro era una máscara de furia contenida.  

“¿Quién lidera este grupo?” su voz resonó como una espada desenvainada.  

Un hombre de rostro curtido y ojos inyectados de odio dio un paso al frente. Tenía una antorcha aún encendida en la mano.  

“No somos ladrones” escupió. “¡Estamos hartos! No hay pan, no hay justicia. Los nobles banquetean mientras nuestros hijos mueren de fiebre en chozas que se caen a pedazos.”  

Laenor lo miró por un largo instante. Detrás de él, Seasmoke emitió un gruñido bajo, inquietante.  

“Quemando casas y aterrorizando a inocentes no traerás justicia” replicó con frialdad. “Estas rebeliones no serán toleradas.”  

Los hombres murmuraron entre sí, confundidos entre el miedo y la rabia. El hombre alzó la antorcha un poco más.  

“¿Y qué harás, milord? ¿Nos quemarás a todos?”  

Laenor se acercó, el paso firme.  

“No hoy. Hoy apagaré un fuego antes de encender otro.”  

Le quitó la antorcha de la mano con un movimiento rápido y la arrojó lejos, donde Seasmoke la aplastó con una garra.  

 “Volved a vuestras casas. Haced esto de nuevo y no será solo una advertencia, las ordenes de la Princesa Rhaenyra y su esposo, el Príncipe Daemon fueron claras, las puertas de la Muralla Negra ahora permanecerán abiertas, pero no se tolerarán matanzas sin sentido.”  

El grupo se disolvió poco a poco, algunos aún mirando con desconfianza, otros huyendo ya aterrados.  

Uno de los guardias que lo había acompañado se acercó.  

“¿Y si regresan?”  

Laenor montó nuevamente a Seasmoke.  

"Entonces no hablaremos." Elevó el vuelo mientras las columnas de humo seguían subiendo, negras y amargas como la rabia en su pecho.  

Porque no solo el pueblo ardía.  

También lo hacía su interior.  

Él no había elegido esto por voluntad propia.  

Era en momentos como estos cuando se arrepentía de haber salvado a su padre.  

El pergamino estaba sellado con cera negra. El sello de Daemon Targaryen: el dragón tricéfalo de su casa, estampado con una arrogancia que parecía burlarse de él.  

Laenor rompió el sello sin ceremonia y desplegó el mensaje mientras el sol ardía alto sobre Volantis, dorando los tejados como si fingiera prosperidad.  

A Laenor Velaryon, encomendado con la ocupación de Volantis, 
Confío en que el dominio sobre la ciudad se mantiene sin mayores sobresaltos. Es preciso recordar que lo que conquistamos, debemos hacer valer. El oro de los templos, los impuestos de los mercaderes, las rutas fluviales... todo debe fluir como prometisteis. 

Aguardamos con ansias los tesoros que has de enviar. No tardes.  

Príncipe Consorte Daemon Targaryen.  

Sin una sola línea sobre los hombres muertos en los disturbios.  

Ni una palabra sobre los incendios.  

Nada sobre Brienne.  

Laenor dejó caer la carta sobre la mesa de mármol y bebió de su copa con amargura.  

“¿Lo que conquistamos?” repitió en voz baja. “Qué fácil es decirlo desde un trono rodeado de lava.”  

Ser Joffrey estaba recostado junto a una columna, desabotonando los guantes de montar. Su tono fue tan seco como el aire cargado de humo.  

“¿Te habla como señor... o como carcelero?”  

Laenor no respondió de inmediato. Cerró los ojos un instante, respiró hondo.  

“Daemon no necesita barrotes ni cadenas. Le basta con tener a Brienne encerrada y a mí aquí.”  

“Podrías dejar esta ciudad arder” dijo Joffrey, acercándose. “Montar a Seasmoke y marcharte. A cualquier lugar.”  

Laenor lo miró con algo que parecía ternura y rabia a la vez.  

“¿Y abandonar a Brienne a su merced?”  

“¿No lo has hecho ya? De todas formas, ella nunca fue tu elección ni tu idea, fue idea de Daemon.”  

El silencio que siguió fue espeso como aceite, los celos de Joffrey rara vez salían a relucir, pero en ocasiones como esta, no podía evitarlo.  

A lo lejos, se escuchaban gritos. Más disturbios en los barrios bajos. Volantis ardía lentamente, por dentro.  

“¿Le responderás?” preguntó Joffrey.  

“Si” dijo Laenor. “Pero no con oro. Le enviaré nombres. Cenizas. Y si puedo, una amenaza.”  

Joffrey inclinó la cabeza, pero no sonrió.  

“Hazlo antes de que él te obligue a enviar algo más.” Joffrey le lanzo una mirada llena de significado.  

Según la opinión del hermoso hombre, deberían tomar las riquezas para sí mismos, volar lejos de todo y todos.  

Cuando Joffrey se retiró, Laenor se quedó solo en el solar. La luz del atardecer caía a través de los vitrales teñidos, pintando figuras grotescas sobre las paredes de piedra.  

Por un momento, se quedó inmóvil, mirando el sello negro sobre la mesa, el trazo cruel de la firma de Daemon, tan afilado como su lengua.  

Había hablado con firmeza frente a Joffrey. Había fingido temple. Pero ahora, las palabras que debía escribir no eran las que había prometido.  

Tomó una pluma, la mojó con lentitud en tinta negra, y apoyó la hoja con manos que temblaban.  

A su Alteza Daemon Targaryen,  

Mi señor,  

Confío en que estas líneas lo encuentren con buena salud y juicio claro. La ciudad de Volantis presenta desafíos constantes, pero hago lo posible por cumplir con la tarea que me fue asignada.  

La resistencia de la población aún es fuerte. Hemos sufrido pérdidas y no hemos recuperado completamente los bienes prometidos, pero se trabaja sin cesar para estabilizar la ciudad.  

Le ruego me permita preguntar por la dama Brienne. ¿Está sana? ¿Se encuentra segura? ¿Ha dado algún indicio de... embarazo?  

Su condición, si puedo ser tan osado, me angustian profundamente. Le suplico, con todo respeto, me permita tener noticias de su estado.  

Lo que me pida, lo haré. Lo que me exija, lo cumpliré. Solo pido saber si ella aún...  

...si ella aún me pertenece, de alguna forma.  

Con todo respeto y lealtad, 
—Laenor Velaryon 

Cuando terminó de escribir, selló la carta con cera azul. Pero antes de entregarla al mensajero, sostuvo el sobre contra su pecho.  

Porque si Brienne estaba embarazada… todo cambiaría.  

Y si no lo estaba… tal vez ya no había nada que salvar.  

Laenor se quedó allí, en silencio, escuchando el crepitar lejano de los disturbios que no se atrevía a enfrentar.  

...  

Las puertas del palacio de mármol negro se abrieron con un rechinar que se sentía demasiado solemne para lo que había detrás.  

Laenor avanzó entre columnas cubiertas de hiedra, acompañado por el silencio tenso de sus escoltas. Los salones de la Mansión que una vez habían pertenecido al Triarca, habían sido transformados en bodegas improvisadas. Donde una vez se discutía sobre tratados comerciales y rutas fluviales, ahora había cofres abiertos, estandartes quemados, y alfombras aún manchadas de sangre.  

Uno de sus capitanes, Ser Edric Velthorne, se adelantó con una reverencia a medias.  

“Milord, traemos más desde la zona oeste. Las casas de los nobles están llenas de secretos. Aun encontramos joyas escondidas bajo los suelos, entre paredes falsas… la avaricia de Volantis nunca decepciona.”  

Laenor recorrió con la mirada los montones de riqueza: copas de oro, vasijas de cristal valyrio, espadas con empuñaduras engastadas, reliquias que una vez pertenecieron a generaciones enteras.  

“¿Y los cuerpos?”  

Edric se encogió de hombros.  

“Quemados, como se ordenó. El Príncipe Daemon dijo que no dejaríamos mártires ni monumentos. Solo cenizas.”  

Un joven soldado, aún cubierto de hollín, se aproximó y entregó a Laenor una pequeña caja de madera roja.  

“Esto estaba bajo el altar privado de la Casa Naannti. Requiere su atención.”  

Laenor la abrió con precaución.  

Dentro, sobre terciopelo negro, había una tiara de plata pura, con una piedra de amatista central, tallada en forma de ojo. Antigua, probablemente valyria. O más.  

Laenor exhaló lentamente.  

“Daemon querrá esto” murmuró. “Querrá todo esto.”  

Pero mientras hablaba, su mente estaba lejos. Muy lejos de los templos saqueados y los cuerpos quemados. Pensaba en Hightide. En Brienne. En lo que haría Daemon con esa joya, con ese oro, con ese poder.  

Y si algún día lo usaría en su contra.  

Lo aterraba la idea, pero aún más lo que haría si volvía a traicionarlo.  

“Empáquenlo todo. Preparad el barco. Y cuidad esas joyas con más atención que a vuestra madre, el Príncipe Daemon las espera con ansias, seguramente para adornar a la Princesa.” murmuro con ironía la última parte.  

Edric asintió con una sonrisa torcida, pero Laenor no la devolvió.  

Volvió a mirar la tiara. La piedra parecía observarlo. Juzgarlo.  

Como si fuera... una puerta, sintió la mirada de algo... alguien, se estremeció con fuerza.  

Y por un instante, Laenor deseó haber sido un hombre menos cobarde. Uno que habría dejado Volantis arder sin mirar atrás.  

Laenor aún sostenía la tiara cuando escuchó un grito ahogado desde el pasillo exterior. Uno de los nuevos reclutas entró corriendo, sin aliento, con la cara manchada de barro y sangre.  

“Milord… hay una pelea… entre los nuestros. Cerca del Cuartel del Este. Se ha derramado sangre.”  

Laenor frunció el ceño y dejó la tiara en la caja sin cerrar.  

“¿Entre nuestros hombres? ¿Por qué?”  

“Un desacuerdo… sobre el reparto del botín. Algunos dicen que un grupo guarda para sí joyas que deberían ser enviadas a la Isla. Otros… que Daemon prometió libertad para tomar lo que quisieran.”  

Laenor masculló una maldición y se dirigió de inmediato al lugar, escoltado por dos capitanes.  

Al llegar, la escena era caótica. Dos grupos de soldados, todos con capas rojas como la sangre, se gritaban insultos, con espadas ya desenfundadas. Uno de los tenientes lo vio llegar y se adelantó con visible molestia.  

“¡Milord! ¡Estos bastardos se niegan a entregar parte del oro de la Casa Valar! Dicen que tienen órdenes directas del príncipe Daemon, no de usted.”  

Laenor alzó la voz, más aguda de lo que quería.  

“Yo soy el señor nombrado por la Princesa Rhaenyra para esta ciudad. ¡Daemon me dejó el mando!”  

Un silencio incómodo siguió a sus palabras, pero no por respeto. Era un silencio lleno de tensión, como si esperaran ver hasta dónde se atrevería.  

Uno de los veteranos, un ex mercenario de Tyrosh, de barba teñida y ojos crueles, habló desde la sombra de un muro roto:  

“Con respeto, milord… el príncipe Daemon nunca dijo que debíamos obedecer sus caprichos. Dijo que usted estaba al mando... mientras no lo arruinara todo.”  

Una risa amarga recorrió el grupo.  

Laenor sintió que le ardía la cara. Su mano tembló cerca de la empuñadura, pero no se atrevió a desenvainar.  

“Todo lo que se saque de estas casas debe enviarse al Príncipe Daemon. Esa es la orden de la Princesa Rhaenyra.”  

“Entonces, que venga ella misma a recogerlo“ respondió el mercenario.  

Las palabras cayeron como una piedra en un lago. Un desafío abierto.  

Laenor supo en ese momento lo que no había querido admitir: él no era el líder de ese ejército. Era solo un administrador en un teatro de conquista que no le pertenecía. La autoridad real estaba lejos, y la lealtad de esos hombres era para el dragón negro… pero no para él.  

Se obligó a mantener el tono firme.  

“Anoten los nombres de los que se niegan a cumplir órdenes. Haré un informe detallado para el príncipe Daemon… y para la Princesa. Nadie será recompensado por la codicia.”  

Pero mientras se alejaba, fingiendo control, sintió las miradas clavadas en su espalda.  

No de respeto. De cálculo.  

Y supo que debía cuidarse. Más que de sus enemigos, de aquellos que fingían ser sus aliados.  

Se pregunto si Daemon no había dejado ordenes contradictorias a propósito para sabotearlo.  

Especialmente al día siguiente, cuando se enteró de las ejecuciones.  

El juicio fue breve, tan breve que no llego a presenciarlo.  

Al amanecer, en el patio central de lo que antes era el Salón de baile de algún Volantee rico, los cuerpos de tres mercenarios colgaban de una viga carbonizada. Los cuervos ya habían llegado, impacientes, sus brazos estaban marcados con un símbolo que significaba ladrón y quedo claro que no tenían la marca de los dragones en sus brazos.  

Los ejecutores no fueron soldados comunes, sino los hombres del capitán Farlett, uno de los más antiguos en el servicio de Daemon, curtido en guerras en los Peldaños de Piedra. No dieron advertencias. No ofrecieron redención. Solo una orden leída en voz alta: “Por desobediencia directa a las órdenes de Rocadragón y el intento de sublevación en tiempo de guerra, el castigo es la muerte.”  

Laenor observaba desde el balcón del torreón, pálido y con los labios apretados.  

“Lo han hecho sin pedir mi palabra” dijo.  

Joffrey, apoyado contra la piedra a su lado, se limitó a cruzarse de brazos.  

“Y no la necesitaban. No están aquí por ti.”  

“Gracias, amor, por recordármelo.”  

Joffrey bajó la cabeza, luego dio un paso y le acarició la nuca con ternura.  

“No lo digo por crueldad. Solo por verdad. Y la verdad es que estás solo en esta ciudad, salvo por mí y unos pocos. Pero aún puedes hacer algo con eso. Ser útil a Rhaenyra… o incluso a Daemon.”  

Laenor apretó los puños.  

“No quiero servir a Daemon. No después de lo que le hizo a mi padre. No después de todo esto.”  

“Entonces encuentra una forma de hacer que necesiten servirte a ti.”  

El silencio los envolvió mientras el viento traía consigo el olor metálico de la sangre y el humo de los tejados aún humeantes. Laenor sintió una punzada en el estómago. Ya no por miedo, sino por vergüenza.  

Había fracasado. Pero aún vivía. Y mientras viviera, tal vez podía cambiar algo.  

Joffrey se volvió para marcharse, pero al ver que Laenor no se movía, lo abrazó por la espalda, presionando su frente contra su cuello.  

“No eres un cobarde” murmuró. “Solo eres un hombre atrapado entre dragones y guerras que no pediste.”  

Sus sueños de niño de convertirse en un gran guerrero como los de los cuentos se había convertido en una pesadilla.  

La noche en Volantis era espesa y silenciosa, como si el mundo mismo contuviera el aliento.  

Laenor se había quedado solo en el solar de la antigua casa noble que ahora usaba como cuartel. Solo las brasas humeantes del brasero iluminaban su rostro mientras dejaba caer la última carta de Daemon sobre la mesa. No la había respondido. No sabía cómo.  

Se sirvió una copa de vino y caminó hacia la ventana rota. Desde allí, podía ver los tejados ennegrecidos, las torres quebradas, y más allá, los muros que contenían la ciudad que alguna vez fue orgullosa.  

“Por traición se paga en sangre.”  

Las palabras que Daemon le había escrito en una de sus primeras cartas aún le pesaban en la mente. No habían ido acompañadas de insultos ni amenazas abiertas. Solo un recordatorio. Frío. Preciso. Letal.  

Y lo merecía.  

Elegiste a tu padre.  

Aquel pensamiento le atravesaba el pecho como una daga oxidada. Lo había hecho. Cuando lo vio ahí, en las llamas que rodeaban la Mansión de la Princesa Saera, había vacilado. Había intentado salvar a Lord Corlys, aun sabiendo que se oponía a Rhaenyra. A Daemon.  

Y Daemon no olvidaba.  

Volantis había sido su castigo.  

Quedarse ahí a controlar la ciudad mientras se llevaba a Brienne bajo su protección.  

“Me convertí en enemigo de los dragones para salvar a un padre que nunca me quiso” susurró al aire.  

Las memorias de su padre, siempre teñidas de frialdad, decepción y vacío lo inundaron.  

El viento no respondió.  

La copa se le escurrió de los dedos y se rompió en el suelo.  

Y ahora estás solo, pensó.  

Solo, salvo por Joffrey. Por la lealtad ambigua de los hombres de Daemon. Por una ciudad que no lo respetaba, solo temía a los dragones que él apenas sabía manejar.  

Pero no podía rendirse.  

Si quería redención, ante Brienne, ante Rhaenyra, ante sí mismo, pero sobre todo ante Daemon...debía volver a actuar. No por orgullo. No por poder. Sino por no repetir el error de elegir mal otra vez.  

Debía escoger un bando...  

Había escogido a Daemon porque pensó que le evitaría tener que hacer más elecciones, pero estas no parecían tener fin.  

Laenor estaba en su cámara cuando recibió la carta de su madre. Sus manos temblaban al abrirla, leyendo con atención cada palabra escrita con la caligrafía firme de la Princesa Rhaenys.  

Laena está embarazada, tu hermana desea regresar a su hogar, pero me temo que no es posible, le he indicado que se cuidando lo mejor que pueda, aunque está angustiada por su situación y estoy segura de que compartirás el sentimiento, tu hermana debe cumplir su deber, Laenor.  

Te pido que, si acude a ti, me avises.  

Vuestro padre, Lord Corlys, sigue vivo, pero está gravemente herido. Ha perdido una pierna y corre el riesgo de perder la otra debido a las quemaduras que Daemon le infligió durante la conquista. Está bajo vigilancia constante, en condición crítica.  

Vuelvo a suplicarte, hijo mío, que me digas que fue lo que sucedió.  

¿Porque estaba tu padre en Volantis?  

¿Cuál es la traición de la que lo acusan?  

Necesito esta información para apelar la última decisión del Rey.  

Espero tus respuestas, tu Madre.  

Princesa Rhaenys Targaryen.  

El peso de la noticia cayó sobre Laenor como una losa. Su hermana, atrapada en Braavos, luchando con un embarazo en tiempos de guerra. Su padre, la figura que alguna vez quiso proteger, ahora roto y humillado por el hombre al que había jurado lealtad.  

Sabía lo delicado que era el estado de su padre, pero la idea de que hubiese perdido una pierna...  

Siempre había sido más grande que la vida misma.  

Una leyenda viviente al que temía deshonrar.  

El nudo en su garganta lo ahogaba. La tentación de dejar todo y correr a ayudarlos era fuerte, pero la sombra de Daemon dominaba su mente.  

Si abandono Volantis, pensó con amargura, Daemon no solo me matará, sino que también destruirá cualquier esperanza que tenga de proteger a mi familia en el futuro.  

Se obligó a respirar hondo, intentando aplacar la tormenta de miedo y culpa.  

“Debo permanecer aquí. Por ahora.” se murmuro a sí mismo como un matra en un intento de desesperado de no salir volando.  

Apretó la carta contra su pecho con dolor y resignación, consciente de que sobrevivir significaba a veces elegir la prisión antes que la libertad, y si había una cosa que quería más que la libertad, era vivir.  

Las sombras en la habitación parecían cerrarse sobre Laenor mientras se sentaba al borde de la cama, con la carta aún en las manos.  

Recordó aquellos días oscuros, meses atrás, cuando, agobiado por sus deberes y responsabilidades, había buscado la ayuda de Daemon para evadirlas. En ese momento, pensó que la alianza con Daemon le daría una vía fácil para escapar de sus problemas. Pero la realidad había sido otra: la lealtad que le debía ahora se había convertido en una cadena, y la traición a su propia sangre un peso que lo aplastaba.  

“Me equivoqué” murmuró con voz áspera. “Siempre me equivoqué.”  

La idea de casarse con una niña lo había asustado más que nada, porque él mismo se había sentido como solo un niño.  

Pero no estaba solo. Joffrey entró sin hacer ruido, como siempre, con esa calma segura que parecía equilibrar la tormenta interna de Laenor. Se acercó, sentándose a su lado, y posó una mano firme sobre la suya.  

“No eres el único que ha cometido errores” dijo Joffrey con suavidad. “Lo que importa es qué haces ahora.”  

Laenor se permitió por un instante dejar caer la máscara de fortaleza. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el hombro de Joffrey, encontrando consuelo en esa presencia constante, en el calor de quien lo aceptaba sin juicio.  

Joffrey lo entendía de una manera que nadie más podía.  

“No sé si podré seguir de esta manera” confesó, “pero debo intentarlo. Por mi hermana, por mi padre… acepte sus condiciones y ahora no puedo escapar...”  

Joffrey apretó su mano.  

“Entonces lucha. Estoy seguro de que encontraremos una manera.”  

Laenor respiró profundo, sintiendo cómo un pequeño fuego de esperanza se encendía dentro de sí, entre la culpa y la resignación.  

Porque, aunque los dragones volaran alto y libres, él aún estaba atado.  

“No se puede luchar contra Daemon... es como luchar contra una tormenta, Joffrey, un huracán. Es impredecible, invencible...” no podía luchar contra él...  

Pero si podía luchar por él.  

Y ser recompensado.  

Laenor se levantó de la silla con determinación. No podía huir de Daemon. No podía permitirse más errores. Volantis era ahora su responsabilidad, y haría lo que estuviera en sus manos para demostrar que era digno del mando que le había sido confiado.  

Mientras repasaba mentalmente los informes de sus comandantes, un mensajero llegó con una carta sellada con el emblema de Rhaenyra. El pulso de Laenor se aceleró al romper el sello y desplegar el pergamino.  

Las palabras de la Princesa eran claras y firmes, pero había algo en ellas que lo sorprendió profundamente.  

Brienne estaba embarazada.  

Rhaenyra aseguraba que la tenía bajo su cuidado, protegida en un lugar seguro, y que esperaba que Laenor pudiera prepararse para la llegada del hijo que pronto compartirían.  

Laenor se quedó mirando la carta, como si las letras se volvieran una promesa cada vez más real ante sus ojos.  

Un sentimiento desconocido comenzó a crecer dentro de él: emoción, esperanza. Algo que nunca creyó posible para sí mismo.  

“Un hijo…” murmuró, casi sin creerlo “tal vez… aún hay un futuro para mí, esperanza.”  

Una familia propia.  

Algo que nunca creyó posible y a lo que había renunciado al comprender su verdadera naturaleza.  

Por primera vez en mucho tiempo, el peso en su pecho no era solo miedo ni culpa, sino una chispa de vida que le recordaba que, a pesar de todo, aún podía elegir qué legado dejar.  

Laenor sintió que esa chispa de esperanza lo impulsaba a actuar con más decisión. Ya no bastaba con simplemente mantener el control de Volantis para Daemon y Rhaenyra; debía construir un futuro para su hijo, aunque fuera en medio del caos.  

Reunió a los comandantes más leales y les habló con firmeza, dejando claro que no toleraría más saqueos ni desorden. Sabía que para ganar respeto y autoridad debía ser más que un intermediario: debía convertirse en un líder que protegiera a su gente y asegurara las riquezas que Volantis aún podía ofrecer.  

En sus momentos privados, Laenor se permitía soñar con el día en que su hijo naciera en un mundo menos turbulento, un mundo donde él pudiera ser más que un títere de Daemon o de su padre.  

Donde tal vez él sería su propio hombre, libre de todo y podría darle a su hijo la misma libertad, aquella que a él se le negó.  

Sin embargo, sabía que la amenaza de la traición siempre estaba cerca. Por eso, guardaba celosamente la carta de Rhaenyra, un recordatorio silencioso de la vida y el compromiso que ahora lo ataban más allá del deber.  

El matrimonio a Brienne, las promesas que le hizo, finalmente tomaron forma y por primera vez se sintió como un hombre casado.  

Las noches en los brazos de Joffrey solo fortalecían esa sensación, pues en cierta forma, tenía todo lo que había deseado.  

Aventuras, guerras, peligros, un hijo en camino y al hombre que amaba en su cama.  

Todo lo que Daemon le había prometido.  

Mientras la noche caía sobre Volantis, Laenor miró al horizonte, con la sombra de los edificios ardiendo en la distancia, y se prometió a sí mismo que haría todo lo posible para que ese niño tuviera un futuro lleno de libertad.  

Un estruendo recorrió Volantis al amanecer: una nueva rebelión estallaba en uno afuera de la Muralla Negra, donde vivián los más pobres, donde los saqueos y la violencia amenazaban con desbordarse. Laenor recibió la noticia con el corazón encogido.  

Mientras montaba a Seasmoke para dirigirse al lugar, los ecos de sus pensamientos lo perseguían. Por qué había querido huir de estas responsabilidades desde el principio. La carga de ser un líder lo aterraba; el temor al fracaso lo había empujado a buscar refugio en Daemon, solo para terminar más atado que nunca.  

Aunque había cumplido todo lo que prometió, Daemon también lo envolvió en todo aquello que odiaba.  

En el campo de batalla improvisado, Laenor vio cómo la lucha crecía con furia. Hombres y mujeres desesperados, algunos armados con palos y piedras, otros con cuchillos robados, se enfrentaban a los soldados. El caos parecía reflejar el desorden dentro de él mismo.  

Con voz firme, intentó calmar a sus hombres y dar órdenes claras, pero la realidad lo golpeó: no todos los soldados estaban dispuestos a seguirle sin cuestionar. Algunos recordaban mejor a Daemon que a él, y sus lealtades fluctuaban peligrosamente.  

En medio de la refriega, Laenor sintió el peso del pasado, el deseo de escapar, y la duda sobre su capacidad para sostener el mando. Sin embargo, en lo profundo, una voz interior le recordaba la carta de Rhaenyra, el hijo que esperaba, y la promesa de un futuro que debía proteger a toda costa.  

Con un grito que intentó sonar a valor, Laenor se lanzó al centro del tumulto, decidido a demostrar que podía ser más que un hombre asustado, pero el fuego de la rebelión apenas comenzaba, y el verdadero desafío para su liderazgo estaba aún por llegar.  

El sol aún estaba bajo cuando Laenor llegó a la zona incendiada, el aire denso con humo y gritos. Las llamas devoraban las maderas viejas, mientras algunos habitantes, furiosos y desesperados, arrojaban piedras y lanzaban insultos hacia la pequeña guarnición que Laenor había traído consigo.  

Sus soldados, cansados y sin un liderazgo claro más allá del nombre de Daemon, mostraban dudas. Un par de ellos intercambiaban miradas y susurros, mientras otros apenas contenían la furia contenida del pueblo.  

Laenor se abrió paso con dificultad, levantando la voz para hacerse escuchar:  

“¡Detened esta locura!” gritó. “No somos vuestros enemigos. Esta ciudad necesita orden, y yo estoy aquí para protegerlos.”  

Un hombre de rostro curtido, con la camisa rasgada y ojos llenos de resentimiento, lo encaró.  

“¿Protección? ¿De qué? ¿De los que nos han saqueado y quemado?” escupió. “¡Eres uno de ellos! ¡Los dragones son una maldición!”  

Las palabras cortaron como dagas, y Laenor sintió el peso de la verdad en ellas. Pero sabía que ceder solo significaría perderlo todo.  

“Entiendo su dolor” respondió con calma, aunque el corazón le latía con fuerza. “Pero la violencia solo traerá más destrucción. Solo necesito tiempo, y prometo que traeremos justicia y paz, volveré de este lugar una ciudad prospera.”  

Una mujer alzó a su hijo pequeño, mostrando las cicatrices de la lucha.  

“¿Y cómo sabemos que no es solo más de lo mismo?” susurró con miedo.  

Laenor miró a esos ojos y recordó la carta de Rhaenyra, la promesa de su hijo. Encontró fuerzas en ese pensamiento y añadió con firmeza:  

“¿No la Princesa Rhaenyra prohibió la esclavitud? Soy vuestro señor, no un amo, y no permitiré que esta ciudad caiga en la anarquía. Pero necesito su ayuda. No puedo hacerlo solo.”  

Los murmullos comenzaron a calmarse, aunque la tensión seguía palpable. Los soldados recuperaron un poco la compostura y algunos vecinos bajaron las armas, dudosos pero dispuestos a escuchar.  

Laenor dio un paso adelante y levantó el puño.  

“Volvamos a construir Volantis de nuevo, será mejor...”  

El viento arrastró las cenizas y el humo, mientras Laenor sentía en su pecho el primer latido de su nueva determinación.  

Pero sabía que la rebelión solo era el comienzo.  

Mientras la calma parecía asentarse entre los habitantes con la promesa de pan y vino, Laenor regresó a su campamento junto a los suyos. Pero la paz era solo superficial.  

En una tienda improvisada, los comandantes se reunían en susurros tensos. Algunos miraban con desdén a Laenor, cuestionando su liderazgo y su capacidad para manejar la situación sin recurrir a mano dura.  

Ser Joffrey, siempre cercano y observador, se acercó a Laenor con gravedad.  

“No todos aquí te ven como el líder que Daemon es” dijo en voz baja. “Muchos soldados siguen siendo leales solo a él, y algunos mercenarios solo quieren riquezas rápidas. No quieren que este caos termine tan rápido, ni bajo tu mando.”  

Laenor apretó los puños, sintiendo la presión crecer.  

Sabía que, sin la unidad de sus fuerzas, la rebelión no sería el único problema.  

Esa noche, bajo la tenue luz de una vela, Laenor tomó pluma y pergamino. Sus palabras fueron una mezcla de súplica y duda.  

Príncipe Daemon,  

La situación en Volantis es más frágil de lo que imaginé. La rebelión de la gente común y los nobles es solo la punta del iceberg, pero el verdadero peligro está dentro: mis propios hombres dudan de mí y de mi liderazgo. La lealtad a ti es fuerte, pero dispersa, y sin unidad no podremos sostener lo que hemos conquistado, no hay claridad en las filas ni esperanza para los hambrientos.  

Necesito tu guía y apoyo para unificar nuestras fuerzas. Sin ello, temo que Volantis se deshaga en caos.  

Espero tu respuesta con urgencia.  

Laenor.  

El mensaje estaba listo para partir, un puente frágil tendido entre su voluntad y el poder de Daemon. En ese momento, Laenor comprendió que su verdadero desafío no era solo controlar Volantis, sino ganarse a quienes debían luchar a su lado.  

Sabía que de querer que su ayuda llegara pronto, necesitaba acercar el mensaje lo más posible, por lo que voló en la noche hasta las Islas del Verano, donde un barco de velas negras recibía todo lo enviado de Volantis y lo llevaba a Daemon y Rhaenyra.  

De quienes no tenía su ubicación exacta, nadie lo hacía.  

Sabía que había una red.  

De las Islas del Verano partían al sur, luego al este, y después nadie sabía, solo el capitán de una nave que guiaba a sus marineros hasta un arrecife.  

Los días siguientes estuvieron marcados por susurros y miradas cargadas de desconfianza. En los corredores del campamento, los rumores corrían más rápido que los pasos apresurados de los soldados.  

Algunos comandantes, orgullosos y con cicatrices de batallas pasadas, desafiaban abiertamente las órdenes de Laenor, cuestionando su experiencia y su valor. En susurros con mercenarios, se sembraba la duda sobre la capacidad del joven señor para mantener el control.  

Una noche, mientras Laenor revisaba mapas y planes, fue interrumpido por un mensajero jadeante.  

“Milord, hay descontento en la línea sur. Algunos soldados amenazan con ir a... bueno, ir a buscar al Príncipe Daemon y un grupo intenta convencer a otros para unirse a ellos... para regresar a Poniente.”  

Laenor sintió un nudo en el estómago. La rebelión externa era solo un reflejo de la guerra que libraba dentro de su propio bando, y cada día empeoraba.  

Le recordaba al caos en la guerra contra la Tríarquia, a su primo Vaemond siempre intentando tomar el control y causando descontento.  

Se sentía como si él fuera Vaemond.  

En una reunión improvisada con sus principales comandantes, Laenor intentó imponer orden.  

“Debemos estar unidos. Sin disciplina y lealtad, todo lo que hemos ganado estará perdido.”  

Pero las respuestas fueron frías y desafiantes.  

“¿Y qué harás si no te obedecemos?” preguntó un veterano con una sonrisa amarga. “¿Llamarás a Daemon para que venga a salvarte?”  

Laenor tragó saliva, sabiendo que la carta ya estaba en manos del Príncipe, esperando respuesta, de repente, le pareció mala idea.  

Esa noche, el silencio en el campamento era pesado, roto solo por el ruido de botas que se alejaban en la oscuridad.  

Laenor comprendió que para sobrevivir, tendría que ganarse la lealtad no solo con palabras, sino con hechos y, quizás, con sacrificios, especialmente cuando escucho los susurros de descontento porque él tenía sirvientes, una cama en la mansión que ocupaban como base, comida tres veces al día y un baño caliente.  

Y sus soldados no.  

Lo que lo aterraba, era pensar en que más tendría que sacrificar por esto.  

La tensión en el campamento alcanzó un punto crítico una fría madrugada. Un grupo de mercenarios, liderados por un comandante rebelde, se levantó en abierta insubordinación, desafiando a Laenor y amenazando con abandonar la causa, furiosos por tener que enviar otro cargamento lleno de oro, joyas y objetos de valor sin tener su parte.  

Los gritos resonaban, las armas se empuñaban y el caos parecía inminente.  

Laenor intentó calmar a los hombres, pero su voz temblorosa y su inseguridad solo avivaron la ira.  

De repente, un estruendo atronador cortó la escena: un rugido potente surcando el cielo y el sol que comenzaba a asomar iluminó la imponente figura de un dragón rojo que descendía.  

Daemon, montado en Caraxes, aterrizó con majestuosidad frente a los rebeldes.  

Su presencia era como un huracán: intimidante y absoluta.  

Con una mirada fría y penetrante, recorrió a los soldados dispersos.  

Bajo de Caraxes con un movimiento fluido que hizo que Laenor lo mirara atontado, sorprendido por cómo no se rompio las piernas al aterrizar.  

¿Acaso Caraxes... había crecido?  

“¿Así que esto es lo que llamáis lealtad?” su voz grave y llena de desdén cortó el aire. “Laenor, esperaba más de ti.”  

Sus palabras fueron afiladas, sintió cómo el peso de la decepción lo aplastaba, pero la llegada del Príncipe cambió el rumbo de los acontecimientos de manera absoluta e inmediata.  

Daemon levantó la mano, y su voz retumbó ordenando silencio y disciplina.  

Rápidamente comenzó a reorganizar a los hombres, asignando tareas, reprimiendo a los insurrectos con la simple presencia.  

“La fuerza se demuestra con decisiones, no con dudas” sentenció Daemon. “Quien no esté dispuesto a luchar bajo mi mando, que se marche y no vuelva, aquellos que estan aquí solo por oro, recuerden bien que no se reparte nada hasta que se finaliza el trabajo, y este trabajo está lejos de finalizar. Su botin llegara, pero si eligen robarme lo único que verán es el estómago de mi dragón.”  

Los rebeldes, temiendo la furia del dragón y la autoridad de su señor, retrocedieron.  

Laenor, aunque humillado, sintió una chispa de alivio. La intervención de Daemon había salvado la situación, pero el mensaje estaba claro: debía ser más fuerte, o no sería digno de su confianza.  

Mientras Daemon imponía su autoridad con firmeza, varios soldados, que hasta ese momento habían dudado, se acercaron a él con respeto y alivio en sus ojos.  

“Príncipe Daemon” dijo uno, un veterano curtido en mil batallas, “no sabíamos cómo actuar sin un líder fuerte. Tu llegada nos da esperanza.”  

Otro añadió con un suspiro:  

“Aquí muchos temíamos que todo se perdiera, pero tu presencia nos recuerda por qué luchamos.”  

Daemon los escuchó sin apartar la mirada severa de Laenor, dejando claro que la responsabilidad ahora pesaba sobre él.  

“Se que desean que este luchando a su lado, codo con codo como en la guerra contra la Triarquia, pero las cosas no son iguales, ahora tengo una esposa que proteger, un hijo por el que velar, y no es por miedo a la muerte que no estoy aquí, es porque debo estar a lado de la Princesa, por eso los llame, busque a aquellos leales y en quienes podía confiar, sabiendo que mi lugar estaría lejos, pero con ustedes actuando en mi nombre no podía fallar.” hubo una oleada de murmullos llenos de orgullo, gritos y hasta aplausos ante el discurso de Daemon y Laenor se sintió peor.  

Cuando el murmullo de apoyo se asentó, Daemon se volvió hacia su primo.  

“Esta es la única manera de mantener Volantis bajo control. Necesito que demuestres que mereces este poder. Organiza a los hombres. Que sepan que aquí no hay lugar para la debilidad.” el rugido de Caraxes respaldo sus palabras con fuerza.  

Laenor asintió, el fuego de la determinación comenzando a arder en su interior.  

Sabía que ahora debía ser más que un símbolo; debía convertirse en un líder digno de la sangre que corría en sus venas y del nombre que llevaba.  

“¿Dónde está Seasmoke?”  

“Cazando...” murmuro viendo el cielo.  

“Siempre debes tenerlo cerca, si te lanzas a la batalla, que sea a lomos de tu dragón.” Daemon sacudió la cabeza con molestia y se retiró a su solar. “Si te paras frente a tus enemigos, que sea con tu dragón a tu espalda.”  

Después de la partida de Daemon para refrescarse y descansar tras su vuelo, el campamento quedó en un silencio tenso. La presencia del dragón y las palabras de su Príncipe aún resonaban en la mente de Laenor.  

Se dio cuenta con claridad: no bastaba con ordenarlos; necesitaba una estructura sólida, una cadena de mando firme que garantizara la obediencia y el control.  

Convocó a los comandantes más leales, aquellos en quienes podía confiar a pesar de las dudas y murmullos recientes.  

“Escucharon lo que dijo Daemon” comenzó, con voz firme. “Nuestra fuerza depende de la disciplina y la organización. Necesitamos un sistema claro donde cada hombre sepa a quién rendir cuentas.”  

Los hombres asintieron, conscientes de que la supervivencia en Volantis dependía de esta transformación, ninguno quería decepcionar al Príncipe Daemon y mucho menos a la Princesa Rhaenyra.  

Laenor asignó responsabilidades específicas: líderes para cada sector, oficiales encargados de la logística y la inteligencia, y patrullas dedicadas a mantener el orden en la ciudad.  

Con cada nombre y función que nombraba, sentía cómo el control se le escurría menos de las manos.  

Sabía que el camino para demostrar su valía a Daemon sería largo, pero por primera vez, se sentía preparado para recorrerlo.  

Joffrey se acercó mientras los hombres designaban sus puestos en el mapa extendido sobre la mesa de guerra, ayudándolo a ordenar el pequeño ejercito disperso. Colocó una mano firme sobre el hombro de Laenor, bajando la voz.  

“Estás haciendo lo correcto. Si empiezan a verte como algo más que el primo inútil de la Princesa, quizá terminen siguiéndote por respeto… no por miedo a Daemon.”  

Laenor exhaló, aliviado por su presencia.  

“No me habría atrevido sin ti” murmuró, sus dedos aún temblorosos sobre el mapa. “Me siento como un niño jugando a la guerra, Joff.”  

Joffrey le ofreció una leve sonrisa.  

“Entonces es hora de crecer, amor mío.” se inclinó y lo beso.  

La puerta del pabellón se abrió de golpe. Daemon entró sin previo aviso, con la mirada dura y una expresión de desagrado evidente.  

“¿Esto es lo que haces con tu tiempo?” espetó “Planeas batallas en mapas mientras te dejas consolar por tu amante.”  

Joffrey se apartó un paso, inclinado con respeto, pero Laenor mantuvo la mirada baja, sin defenderse.  

Daemon se acercó, imponente, y clavó sus ojos oscuros en él.  

“He dejado a mi esposa, a mi hijo recién nacido...” remarcó la palabra con fuerza “para venir a arreglar tu desastre. Si vuelvo a recibir una carta más quejándote, rogando por respuestas que no necesitas, será la última.”  

Se giró para marcharse, pero antes de salir, añadió sin volverse:  

“Esta es tu última oportunidad, Laenor. Si fallas otra vez, no tendré necesidad de mantenerte aquí… ni con vida.”  

La tela de la entrada volvió a cerrarse tras él, dejando un silencio pesado. Joffrey se acercó de nuevo y susurró:  

“Entonces no falles, yo te ayudare.”  

Y esta vez, Laenor asintió.  

Laenor se quedó quieto mucho después de que Daemon se marchara, como si el eco de sus pasos aún retumbara en las paredes del pabellón. La tela de la entrada ondeaba ligeramente con la brisa cálida, pero el aire se sentía gélido sobre su piel.  

La realización de las palabras de Daemon inundándolo con fuerza.  

Joffrey no dijo nada más, simplemente permaneció a su lado.  

“¿Lo sientes?” dijo Laenor al fin, su voz quebrada. “El filo afilado de la espada cortándome el cuello.”  

Se giró lentamente hacia él, sus ojos cansados.  

“Daemon me mantuvo vivo porque necesitaba asegurar que Brienne sirviera a sus propósitos. Pero ahora… ahora que está embarazada, ya no le soy necesario. No soy más que útil por mi dragón, por mi apellido.”  

Joffrey frunció el ceño.  

“Eso no es verdad…”  

“¿No?” interrumpió Laenor, una risa amarga escapando de su garganta. “Ni siquiera la carta de Rhaenyra era para mí. Era un recordatorio. Una advertencia envuelta en cortesía: Ella está bien, tú también deberías estarlo… si sabes lo que te conviene.”  

Se sintió utilizado.  

Una pieza en el tablero que sus primos, su sangre, había movido con cuidado hasta tenerlo justo donde querían.  

Caminó hacia el mapa, contemplando los sellos, las líneas trazadas, los nombres marcados por sangre. Cada uno representaba una orden que no había dado él. Una victoria que no era suya.  

“Estoy gobernando ruinas bajo la sombra de un reino que no es mío” murmuró. “Y cuando Daemon decida que he sido más problema que solución… vendrá y me matara. No una carta. No una advertencia.”  

Joffrey se le acercó y le tocó la mano, apretándola.  

“Entonces no puedes permitir que eso ocurra. Haz que te necesiten. Haz que incluso Daemon vea que no puede reemplazarte tan fácilmente.”  

Laenor lo miró, vulnerable por un instante. Luego asintió, con los labios tensos.  

“No puedo volver atrás. No puedo huir. Así que solo me queda una opción.”  

Se enderezó.  

“Ser el dragón… ser lo que mi padre siempre quiso...”  

Cuando cayó la noche, Laenor no durmió.  

Pasó horas recorriendo los pasillos del antiguo palacio que ahora servía de base de mando, pasando lista en su mente de los comandantes, de los que quedaban vivos, de los que todavía lo escuchaban, aunque fuera por costumbre y no por respeto.  

Cada sombra parecía susurrarle que su tiempo se agotaba.  

Brienne estaba embarazada. Y eso significaba que Daemon ya había conseguido lo que quería. Pronto vendría el olvido, o la muerte. A menos que hiciera algo.  

A menos que se convirtiera en alguien digno de temer.  

Al amanecer, mandó llamar a todos los capitanes.  

“Quiero informes” dijo con dureza, los ojos ojerosos pero firmes. “De cada unidad. De cada patrulla. De cada rincón de esta maldita ciudad.”  

Los hombres lo miraban con sorpresa. Algunos con desdén mal disimulado. Pero acudieron.  

Luego ordenó marchas de disciplina. Inspecciones. Castigos públicos a los que dormían en servicio. Eliminó a los que aún traficaban con los restos de las riquezas saqueadas. Y por cada decisión, por cada orden, trataba de dejar una marca. Esta ciudad tiene un señor. Y no es solo el nombre que Daemon impuso.  

Pero en privado, seguía temblando. Cada elección se sentía como una cuerda más tensa alrededor de su cuello.  

Joffrey lo encontraba muchas noches en el balcón, con una copa en la mano, mirando hacia el este. Hacia el mar. Hacia donde, alguna vez, soñó huir.  

“No voy a fallar” le dijo una noche, con la voz temblorosa. “No puedo. Si fallo ahora… no quedará nada de mí.”  

Joffrey solo asintió, quedándose a su lado, sabiendo que no hacía falta prometer nada más.  

Porque lo que quedaba de Laenor Velaryon estaba ardiendo. No como un dragón, no todavía. Pero como alguien que estaba dispuesto a consumirlo todo con tal de no caer.  

Se sentía como un niño tonto que no vio al monstruo en las sombras hasta que este se lo trago entero.  

 


Rhaenys  

Hightide estaba en silencio.  

 Un silencio que dolía.  

Las olas rompían contra las rocas negras con el mismo ritmo de siempre, pero Rhaenys ya no encontraba consuelo en ese canto. Caminaba por los pasillos fríos de Hightide como un espectro, con las manos cruzadas sobre el pecho, y la mirada siempre un poco más lejos de lo que había delante.  

En la torre más alta, su esposo yacía en una cama demasiado grande para su cuerpo magullado. Corlys Velaryon, el Señor de las Mareas, que una vez cruzó todos los mares del mundo, ahora tenía la piel grisácea, una pierna amputada y la otra amenazada por infecciones que ningún maestre podía detener del todo.  

El vientre lleno de pus y la piel convertida en un desastre de heridas abiertas, arrugadas y que despedían un olor fétido que siempre la mareaba.  

“No me mires así” le dijo una noche, con voz áspera. “Aún respiro.”  

Cuando la fiebre bajo y el láudano calmo su dolor lo suficiente para que hablara con lucidez.  

“No por mucho si sigues negándote al descanso” le respondió Rhaenys, acercándose para limpiarle el sudor de la frente. “Ni siquiera tú puedes navegar contra esta marea sin pagar el precio.”  

Pero Corlys solo cerró los ojos. Ella sabía que el dolor físico era menor comparado con lo que le dolía el corazón: sus hijos estaban lejos. Divididos. Y él ya no podía protegerlos.  

Ni a la Casa Velaryon.  

Y ella tampoco.  

Laena, en Braavos, prisionera de una alianza que la asfixiaba, desesperada por regresar a sus brazos.  

Laenor, en Volantis, enredado en guerras que no le correspondían, sirviendo a la causa de una princesa con fuego en las venas y ambición en los ojos.  

Rhaenys solo recibía cartas a cuentagotas, y cada línea escrita con temor o distancia le pesaba más.  

Y ahora él, Vaemond, rondaba como un cuervo sobre una presa.  

“Mi señora” dijo Ser Desmond, su capitán de guardia, tras entrar con una inclinación breve. “Lord Vaemond solicita audiencia. De nuevo.”  

Rhaenys apretó los labios.  

“¿Dice para qué?”  

“Dice… que está preocupado por la estabilidad de la casa Velaryon. Que alguien debe gobernar Hightide.”  

La Reina que Nunca Fue se alzó lentamente, su silueta firme y elegante en la penumbra.  

“Entonces que entre. Pero no le sirvas vino esta vez.”  

Ser Desmond la miró sorprendido. “Mi señora…”  

“La serpiente no bebe antes de morder, estoy harta de ser cortes con las serpientes.”  

La sala del trono de Hightide fue construido para impresionar, para asombrar, para mostrar el poder de la Casa Velaryon, aquel que Corlys construyo, aquel que Rhaenys perpetuo.  

Y ella no dejaría que nadie se lo quite.  

No cuando ya le habían quitado tanto.  

Ese día, el mármol marfil bajo los pies de Rhaenys parecía más helado que nunca.  

Vaemond Velaryon entró como si ya fuera dueño del lugar.  

Vestía con una capa azul oscura bordada en hilo de plata, el símbolo del hipocampo en el pecho y una sonrisa apenas contenida en los labios. Detrás de él, dos caballeros lo acompañaban, demasiado armados para una visita familiar.  

Rhaenys no se movió del asiento alto desde el cual observaba el mar. No necesitaba alzar la voz para imponer respeto.  

“Te escucho, Vaemond.  

“Querida Princesa...” dijo él con una reverencia que no ocultaba arrogancia. “He venido con preocupación. Hightide necesita liderazgo. Con mi señor tío postrado, y tus hijos… lejanos… me temo que la casa Velaryon no puede quedar huérfana.”  

“¿Huérfana?” repitió ella, sin mirarlo aún. “No sabía que mi sangre y la de Corlys había desaparecido del mundo.”  

“No he querido decir eso.”  

“Claro que sí.”  

Ella se levantó, con la calma de una tormenta que se forma en el horizonte.  

“Hablas de liderazgo, Vaemond, pero lo que deseas es el poder. Quieres el trono de Driftmak. Sabes que Corlys aún vive, aunque herido. Y yo… también.”  

Vaemond apretó los dientes.  

“La ausencia de Laenor, el silencio de Laena, la falta de herederos presentes. No te engañes, tía. Hay señores que ya se preguntan si los Velaryon siguen siendo fuertes. Hay quienes me apoyan. Si esperas demasiado, tal vez ni tú puedas detener lo que vendrá.”  

Rhaenys descendió un escalón. Su túnica negra ondeaba suavemente con el viento que entraba del mar.  

“¿Es eso una amenaza?”  

“Es una advertencia. Por el bien de nuestra casa.”  

Ella se detuvo frente a él, a sólo unos pasos. Más baja, pero jamás más pequeña.  

“¿Y si te la devuelvo, sobrino? Que, si das un paso más, si sigues murmurando en pasillos, si intentas mover una pieza más sin permiso de tu Señor… te recordaré por qué los Velaryon siempre han sido marinos. Porque los cuerpos caen muy bien al fondo del mar. Pero yo sigo siendo una Targaryen y las palabras de nuestra casa son Fuego y Sangre.”  

Vaemond tragó saliva. Su expresión altiva flaqueó por un instante.  

“No quiero guerra.”  

“Entonces cuida tu lengua.”  

Ella volvió a su asiento mientras él se inclinaba con frialdad, giraba y se marchaba, más solo que cuando entró.  

Rhaenys no lo vio partir.  

Miraba el mar, como siempre.  

Como si esperara algo…  

 ...o a alguien.  

La advertencia de Vaemond no quedó en el aire.  

Rhaenys lo escuchó, lo midió… y luego actuó. Tras una noche asegurando más seguridad para cuidar de Corlys, salió.  

Apenas el sol tocó el horizonte al amanecer, la Reina que Nunca Fue se vistió con su armadura negra, aquella que no usaba desde la guerra en los Peldaños de Piedra, donde a veces llevaba provisiones o mensajes a su Señor esposo. Una pieza elegante y práctica, hecha para volar en medio del peligro.  

Los sirvientes la observaron en silencio mientras se dirigía al risco del dragón. No necesitó decir palabra. Sabían lo que significaba que su señora saliera con esa mirada y esa coraza: Meleys volaría hoy.  

El cielo de Driftmark se tiñó de rojo cuando la Reina Roja rugió.  

Meleys, tan majestuosa como temida, descendió desde su torre de descanso con alas extendidas. Los campesinos y señores por igual salieron de sus casas, asomándose a los balcones, al camino, al puerto.  

Rhaenys montó con precisión, sujeta a su silla como si hubiese nacido allí, sus cadenas parecían solo de adorno. Una orden suave, casi un susurro. El dragón alzó vuelo.  

La isla entera tembló.  

Volaron bajo al principio, sobre los campos, las aldeas, los riscos donde se asentaban las casas menores. Rhaenys no tenía necesidad de atacar. Solo mostrar. Solo recordar. Que el fuego no se había extinguido en Hightide. Que el poder no había desaparecido.  

En el castillo de un primo que antes se decía neutral, las banderas Velaryon ondearon esa mañana. En la mansión de otro que había recibido a Vaemond con vino y cortesía, el dragón rugió al pasar. No hubo incendio, pero sí ceniza flotando en el viento.  

Las ramas de la Casa Velaryon estaban eligiendo bando.  

Horas después, al regresar, Rhaenys descendió a la explanada frente a Hightide. Meleys rugió una última vez desde el pozo del dragón, solitaria.  

Y allí, en el balcón, los capitanes de flota, los señores menores, y los maestres esperaban en formación, con rostros serios y cabezas inclinadas.  

Rhaenys desmontó, sin sudor, sin palabras. Solo con la mirada.  

“Mi esposo está herido, no muerto. Yo estoy viva. Mis hijos también. Y Hightide… sigue perteneciendo a Lord Velaryon.” dijo.  

Y nadie la contradijo.  

El rugido de Meleys aún resonaba en los riscos de Driftmark cuando Rhaenys se sentó en la sala de mapas, rodeada de capitanes con rostros curtidos por el mar y la lealtad, algunos a su esposo, otros a su linaje, pocos a ella directamente.  

El ambiente estaba cargado tensión, el olor a sal marina inundando el lugar tanto como el de la cenza.  

“Contadme los barcos” ordenó, con la voz firme y clara.  

Lord Staelos, viejo y de mirada cansada, fue el primero en hablar.  

“Antes del alzamiento, contábamos con ciento cincuenta y dos embarcaciones en condiciones de combate. La mitad partió con el joven Laenor… rumbo a Volantis.  

Un murmullo recorrió la sala.  

“¿Laenor?” repitió otro capitán “¿El mismo que huyó de sus deberes, y ahora los reclama con el favor del Príncipe Daemon?”  

Rhaenys alzó una mano.  

“Sí. Mi hijo” dijo sin rodeos, pero sin rastro de ternura. “El mismo que tomó media flota como castigo por la supuesta traición de su padre a la causa de Rhaenyra. El mismo que ahora lucha bajo otra bandera, en otro mar.”  

“¿Y debemos tolerarlo?”  

“No. Pero tampoco podemos dividirnos aún más” Rhaenys se incorporó. “Hightide no se quedará sin dientes. Necesito saber qué queda y quién está dispuesto a defenderlo.”  

Lord Staelos asintió.  

“Veinticuatro barcos plenamente armados. Cuarenta en reparación. Doce más varados por falta de tripulación. El resto… o se los llevó Laenor, o están desaparecidos desde la tormenta pasada.”  

“¿Tripulaciones?”  

“Si conseguimos suficiente oro, podemos reclutar marinos de Hull.”  

“Haré lo necesario. Pero no quiero un solo nombre que haya hablado con Vaemond en mi cubierta. ¿Entendido?”  

“Entendido, mi señora.”  

El resto de los capitanes asintió, algunos con alivio, otros con inquietud.  

“No somos los más numerosos” dijo Rhaenys finalmente, “pero sí los que conocen estas aguas. Y aún queda poder en Hightide. Si mi esposo ya no puede navegar, entonces será su esposa quien mantenga el timón firme.”  

Se hizo el silencio mientras los hombres salían.  

Los salones de Hightide vibraban con la tensión. La corte reducida de Rhaenys era fría, silenciosa, con demasiadas sombras. El fuego ardía en la chimenea, pero no calentaba el aire entre ella y Vaemond, a quien su ambición dominaba sin cuidado.  

“Debiste haberme consultado antes de convocar a los capitanes” dijo Vaemond, su voz envenenada con desdén. “El mando de la flota no es cosa menor. Y tú, por muy princesa que seas, no llevas el nombre Velaryon de nacimiento.”  

“Pero lo he defendido más que tú jamás te atreverías” respondió Rhaenys con hielo en los ojos. “Mientras tú te arrastrabas en la corte, esperando favores de manos débiles y reinas sin sangre de dragón.”  

Vaemond dio un paso al frente.  

“¿Y qué has hecho tú? Perder a tu hijo. Perder a tu esposo. Entregar media flota al enemigo en nombre de una Reina que ni siquiera se ha sentado en el Trono... ¿Crees que no me entere del castigo del Rey? Cien mil dragones de oro que deben ser enviados a Dragonstone.”  

“Cuidado, Vaemond” Rhaenys murmuró, pero su tono hizo temblar las copas de vino. “Aún tengo Meleys. Aún soy la señora de esta casa. Y no permitiré que mancilles más lo que queda de nuestro legado. Sí, el Rey ha exigido oro como compensación por la supuesta traición de Corlys, pero no enviare nada hasta hablar yo misma con mi primo...”  

Antes de que Vaemond pudiera responder, un mensajero entró corriendo. Rhaenys alzó una ceja, apenas moviendo la cabeza para que hablara.  

“Mi señora… ha llegado un cuervo desde la Fortaleza Roja.”  

Rhaenys tomó el pergamino y lo abrió sin prisa. Su rostro se endureció línea a línea.  

“La Reina Alicent ha confirmado su embarazo. El Rey Viserys celebra la noticia. No habrá intervención en Hightide respecto a los actos del Príncipe Daemon respecto a la flota Velaryon. El Trono permanece neutral ante los asuntos de vuestra casa respecto a la solicitud de compensaciones solicitadas más allá del decreto enviado en manos de Lord Bartimos.”  

Neutral. Como si la pérdida de media flota, las heridas de Corlys, la prisión de Brienne y el caos en Volantis fueran problemas menores.  

Neutral.  

Rhaenys bajó lentamente la carta y la dejó sobre la mesa.  

No era neutral cuando ya había determinado un castigo por la supuesta traición de Corlys.  

Rhaenys le había escrito a su primo explicando el deplorable estado en el que su esposo había sido dejado por Rhaenyra y Daemon, exigiendo que cancelara su castigo de cien mil dragones de oro, de los huevos de dragón...  

¿Y ahora se decía neutral?  

Así que el Rey ha decidido que el vientre de su esposa vale más que la lealtad de una casa que ha sostenido su trono por generaciones.  

“¿Y aún juras lealtad a Rhaenyra?” preguntó Vaemond con una sonrisa torcida. “Cuando hasta su padre la empuja a los márgenes, y la Reina engendra herederos varón tras varón.”  

“Jamás apoyare a quien le robo la corona a mi hija, y mucho menos a sus engendros... Y porque tú” se volvió hacia él con una mirada que quemaba “jamás gobernarás Hightide mientras yo respire.” y que los Hightower apoyaran a Vaemond era una razón más para odiarlos.  

Vaemond salió de la sala con el rostro rojo de furia.  

Rhaenys se quedó sola, observando el mapa naval. Un silencio pesado se apoderó del lugar. Meleys rugió a lo lejos, como si compartiera la ira contenida de su jinete.  

Y Rhaenys, la Reina que Nunca Fue, se prometió que no cedería ni piedra ni barco más a hombres que solo veían poder en vientres ajenos y coronas vacías.  

Pero sus días eran una serie de batallas interminables.  

Las noches eran las peores. Cuando los pasillos de Hightide quedaban en silencio y las sombras se arrastraban por las paredes. Cuando el único sonido era el de la respiración entrecortada de Corlys, dormido, o tal vez inconsciente, tumbado en la gran cama de la torre principal. A veces gemía en sueños, y otras no hacía sonido alguno. La pierna amputada seguía infectada, a pesar de los ungüentos. La otra... quizás también se perdería.  

Rhaenys permanecía sentada junto a él, como cada noche desde que lo trajeron de regreso desde las costas, quemado, humillado, vencido.  

Y aún no podía perdonarlo.  

No por las batallas. No por las decisiones estratégicas que costaron barcos o soldados.  

Sino por Laena.  

Por haberla entregado a Braavos, como si fuera una pieza de ajedrez en un tablero que ya se caía a pedazos. Por haberla prometido al hijo del Señor del Mar, un hombre frío, retorcido, capaz de destruirla con sonrisas corteses y una prisión con vistas al mar.  

Y ahora, su hija estaba embarazada. Después de ser forzada. Violada por un hombre que aún se atrevía a llamarse su esposo. Y Corlys lo había ayudado.  

La había sostenido mientras la violaban, mientras los gritos de su hija inundaban la habitación y los nobles de Braavos se reían, disfrutando de su humillación.  

Pero ella, ella no había hecho nada. Solo repitió las palabras de siempre: “Por el bien de la casa. Por la alianza con Braavos. Por el futuro.”  

Rhaenys apretó la tela de su vestido, los nudillos blancos, la furia clavada bajo la piel.  

La vela parpadeó mientras le cambiaba el paño húmedo a su esposo. El sudor perlaba su frente y el calor de la fiebre subía como marea lenta.  

“¿Qué futuro nos queda, Corlys?” susurró, sin esperar respuesta. “¿Uno donde entregamos a nuestra hija a monstruos? ¿Uno donde tus ambiciones arrastran a nuestros hijos por senderos sin retorno?”  

Ella estaba sola. Su hijo estaba en Volantis, arrodillado ante Daemon. Su hija, encerrada en Braavos. Su esposo, roto en cuerpo y en alma. Y Vaemond merodeaba como un buitre sobre el cadáver aún caliente de Lord Velaryon.  

Rhaenys cerró los ojos.  

Quería gritar. Volar. Quemarlo todo.  

Pero no podía. Aún no.  

Hightide necesitaba a su Dama, a su Princesa. Y si esa Princesa tenía que contener su dolor hasta encontrar una grieta en la armadura del enemigo, entonces así sería.  

Solo cuando estuvo segura de que nadie escuchaba, sola en sus aposentos lista para descansar, dejó que una sola lágrima escapara por su mejilla.  

Cuando un maestre entro, interrumpiéndola, su frustración aumento.  

No podía tener ni un minuto de paz.  

“Milady, la necesitamos con Lord Velaryon.”  

El olor a ungüentos, sangre vieja y carne quemada impregnaba la cámara solar. Rhaenys casi no lo notaba ya. Había aprendido a respirar por la boca, a contener la náusea. Pero esa mañana, el hedor era peor. Algo se estaba pudriendo.  

Los maestres llegaron antes del amanecer, cargando frascos y vendas, cuchillos y cáusticos.  

“El tejido está muerto” dijo uno de ellos, con voz hueca. “La infección se expande más allá de lo que esperábamos. Si no actuamos, lo perderemos por completo.”  

“¿Y su pierna?” preguntó Rhaenys con frialdad, la vista fija en el rostro dormido de Corlys.  

“La amputación detuvo la gangrena… por ahora. Pero hay necrosis en la ingle. El corte deberá ser más alto. Debemos... retirar más.”  

"No.”  

El silencio fue inmediato.  

“Princesa, con el mayor respeto, si no intervenimos, morirá antes del cambio de luna” insistió el segundo maestre, más joven, nervioso.  

"No le cortarás nada más.” La voz de Rhaenys era baja, tensa como un cable a punto de romperse. “Ni una parte más de su cuerpo sin mi orden directa. ¿Lo entendiste?”  

El viejo maestre tragó saliva.  

“La herida en su pecho se está extendiendo. El calor, el enrojecimiento... es una señal clara. El pus que supura...”  

"Cúrala.” Se giró con la mirada afilada de una dragona. “No vine aquí a escuchar excusas. Si lo dejamos morir, entonces sí tendré que tomar decisiones más drásticas. Pero si aún vive, ustedes lucharán junto a mí para mantenerlo así.”  

“Su piel… se agrieta cuando se la limpiamos. La fiebre sube cada noche.”  

Rhaenys respiró hondo. Caminó hasta la cama y con cuidado retiró las vendas del pecho. El color era peor de lo que temía: rojo oscuro, con zonas negras. Supuraba. Lo limpió con una tela húmeda, su toque firme, casi impersonal.  

“Entonces hagan lo que tengan que hacer. No importa el costo, llamen a curanderos, sanadores. Pero no lo cortarán.”  

“Necesitamos más recursos. Más hierbas. Tal vez alguien que haya tratado heridas de dragón...”  

“Entonces tráiganlo. Busquen en Essos si es necesario. Dragonstone... el maestre de ahí debe tener experiencia...”  

Los maestres asintieron, sabiendo que no podían contradecirla más. Salieron con rapidez, dejando el aire aún más tenso.  

Rhaenys se quedó sola con él, pasando un paño por su frente perlada.  

“¿Ves lo que hiciste, viejo tonto?” murmuró. “Jugaste con fuego y ahora te consume. Pero yo… yo no te dejaré morir. No después de todo lo que me quitaste.”  

Su voz tembló por primera vez. No de debilidad, sino de furia contenida.  

Y de amor. Amor dolido. Amor traicionado.  

La luz mortecina del crepúsculo se colaba entre las gruesas cortinas del solar. Rhaenys estaba sentada frente a una mesa cubierta de pergaminos y cartas, algunos con sellos oficiales, otros apenas garabatos apresurados. Su mente trabajaba a mil por hora mientras repasaba cada detalle.  

“¿Por qué Volantis?” murmuró para sí misma. “¿Por qué mi esposo estuvo ahí? ¿Qué pudo hacer para ganarse el desprecio de Daemon y el silencio cómplice del Rey? ¿Qué le hizo a Rhaenyra?”  

Llamó a su maestre más confiable, un hombre de mirada cansada y dedos siempre manchados de tinta.  

“¿Has escuchado algo más, algún susurro?” preguntó con voz firme. “¿Hay reportes? ¿Cartas interceptadas? ¿Mensajes secretos?”  

“Tenemos más información de Volantis, mi Princesa. dijo el maestre, entregándole un pergamino arrugado. “La información que tenemos... es que la Princesa fue secuestrada por nobles de Volantis, el Príncipe los quemo a todos mientras rescataba a la Princesa, algunos de nuestros marineros regresaron y dicen que Corlys negoció con quien la capturo para... comprarla.  

Rhaenys frunció el ceño, su corazón apretándose.  

“¿Estas... seguro de esto?” esclavos... “Seguramente estaba intentando rescatarla...”  

“Yo asumí lo mismo, pero los informes coinciden, los rumores han comenzado a volar, tras recuperar a la Princesa, el Príncipe voló con ella... a Valyria, no se les ha visto desde entonces.”  

Rhaenys descarto la mención de Valyria, seguramente estaban en Pentos, donde Daemon tenía muchos aliados y poseía una gran mansión de la que siempre se jactaba.  

“¿Y el Rey? ¿Por qué parece darle la razón a Rhaenyra, aunque esté escondida lejos, con Daemon? ¿Que sabe él?”  

El maestre encogió los hombros.  

“Ser Harwin Strong regreso de Volantis con un bardo, un favorito de la Princesa, el bardo tiene mucha información y es muy libre con ella, dicen que compone una canción en honor a la Princesa cada día.”  

Rhaenys apretó los puños sobre la mesa.  

“Un bardo” repitió. “¿Nos ha castigado, dado la espalda... por la información que le dio un bardo?”  

“Todos saben bien que la Princesa Rhaenyra es a favorita del Rey... y...” bajo la voz, apenas un susurro, como si temiera que, al decirlo, el Rey lo escuchara. “...hay una canción, que dice que la Princesa está embarazada...”  

Rhaenys alzó la vista, con fuego en los ojos.  

Todo cobro sentido.  

Si en verdad Rhaenyra estaba embarazada...  

Daemon no la dejaría nunca, si antes lo tenía envuelto alrededor de su meñique, ahora tenía un perro rabioso completamente a sus órdenes.  

Y el Rey... Viserys había sido muy vocal en su deseo de nietos por parte de Rhaenyra, había sido la razón por la que Rhaenys no se sentía cómoda al casar a su hijo con la Princesa.  

Con esta noticia, supo que Rhaenyra había recuperado completamente el corazón del Rey, no habría nada que Rhaenys dijera que pudiese disuadirlo.  

La desesperanza la invadió.  

No podía ir a la corte, no con Corlys tan frágil, no con Laena en Braavos, no con Laenor en Volantis.  

Solo estaba ella para proteger a la Casa Velaryon.  

Su frágil alianza con Braavos dependía completamente del bebe en el vientre de Laena y solo eso le impedía ir a recuperar a su hija.  

Sintió ganas de gritar, de llorar.  

De quemarlo todo.  

“Princesa, Ser Vaemond esta exigiendo ver a Lord Corlys, viene acompañado de su hijo Daeron y Vaerro... y una docena de guardias, todos armados.”  

La presión a punto de ahogarla.  

“Llama a todos los soldados en turno, esta noche no dormiremos, debemos proteger a Corlys, debemos proteger a mi esposo.”  

Y se prepara para seguir luchando... incluso si a veces no sabía por qué.  

Notes:

¿Logre transmitir la desesperación que invade a los Velaryon?
Su casa es un desastre, Rhaenys finalmente esta descubriendo las tonterias de su esposo, Laena sigue delirando y Laenor finalmente comprendio como termino ahí...

Creo que si Joffrey no hubiese sido asesinado en la boda por Criston (en la serie), Laenor hubiese sido de más ayuda a Rhaenyra, digo, sigo creyendo que casarlos es el peor error de todos, pero que Joffrey muriera y Criston no fuese castigado, empeoro todo.

Además, me pregunto mucho... ¿Porque diablos no estaba Rhaenys y Corlys en la capital guiando a su hijo? ¿Ayudandolo? Laenor es un desastre politico donde lo mires.

Se que en el libro es un poco diferente, pero sigo sintiendo que si Corlys quería más poder, debía controlar lo que le estaba dando ese poder.

¿Y Laena seduciendo a Daemon en medio de la boda y despues dejando a Rhaenyra sola cuando supuestamente eran tan amigas? Que ni siquiera muestren como fue realmente, Daemon matando a su prometido, y que siguio siendo amiga de Rhaenyra, que seguian siendo unidas, que cambiaran a Laena por Alicent...

Veo la serie y odio más a Laena, que fue igual de mala que Alicent al robarle el hombre que amaba a su prima, y casi presumiendo de ello mientras ella sufría.

Nuestra Princesa no tenía ni una sola amiga de verdad que no la traicionara, y debido a ello, despues solo tuvo sirvientes, doncellas... pero no amigas.

Rhaenyra hubiese tenido más refuerzos y con respaldo, su posición no hubiese sido tan fragil.

¿opiniones?

Jajaja, temía llegar a este punto, porque tengo un hueco como de ocho capitulos sin escribir que tengo que hacer, tendre que dedicar aún más tiempo a cada capitulo para no perder el hilo y desviarme... porque los demás si estan escritos, no se porque hice esto, como que hice un salto de tiempo y he llegando al punto donde mis capitulos son solo ideas vagas y no estan totalmente definidos, ahora no es solo editar lo que ya había escrito, sino poner en palabras mis notas vagas de: este personaje esta aqui, su misión es esta y debe pasar esto y esto, debo conectar aquello y tales personajes estan aquí y aquí, o mis dibujos sobre escenas que quiero que pasen pero no me he sentado a definir, a veces me es más facil dibujarlo.

Así que si alguien tiene alguna petición, respecto a algun punto de vista, es el momento de hacerlo.

El siguiente Cap es de Rhaenyra y Daemon!

Chapter 9: El vuelo del dragón 

Summary:

Ellos estan hechos para volar.

Notes:

¡Regresemos a nuestra pareja favorita!

¿Listos para mucho amor y ternura?

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Daemon  

No hay palabras suficientes para describir la paz que siente.  

El amor que lo invade.  

“Shhh, shhh.” tararea ligeramente, acunando en sus brazos a su cría, calmando su llanto, pequeños quejidos acompañados de lágrimas que relucen como diamantes en sus mejillas de porcelana.  

Él bebe es diminuto, Daemon puede sostenerlo con una mano fácilmente y no pesa nada.  

“¿Diminuto? Tu hijo no tiene nada de pequeño, Kepus, me abrió en dos para salir.” la voz de Rhaenyra llega adolorida desde la bañera, donde su sobrina es ayudada por dos doncellas a limpiarse.  

El agua esta teñida de rojo por la sangre y Daemon hace una mueca ante la visión.  

Si hay algo que odia, es ver a su sobrina herida.  

Y esta herida en particular fue causada por él, por su hijo.  

Han pasado veinte días desde que su precioso hijo nació, y su sobrina aún sangra constantemente, como su tuviera su sangre lunar, pero de manera... permanente.  

Sigue adolorida, pero su cuerpo esta sanando de manera constante.  

“Es solo que... se ve tan pequeño en mis manos.” murmuro viendo a su bebe.  

Aegon está envuelto en una mantita blanca y se retuerce en sus manos lloriqueando, hambriento.  

“Dámelo, no parara de llorar hasta que lo alimente y no deseo salir del agua todavía.” Rhaenyra estiro sus brazos y Daemon lo llevo a ella.  

Con ternura, lo coloco en los brazos de su esposa y Daemon se maravilló como en los brazos de su sobrina, su hijo parecía un poco más grande que en los suyos.  

Rhaenyra retiro la manta con cuidado y se la entregó a una de las sirvientas.  

Con experiencia, las sirvientas cambiaron el agua, vaciando el agua roja por el pequeño agujero en la parte interior de la bañera, y la llenaron al mismo tiempo con agua perfumada con rosas que humeaba.  

Daemon se quitó su camisón y sus pantalones, y se metió con cuidado al lado de Rhaenyra en la gran bañera.  

Observo como Rhaenyra alimentaba a Aegon con ternura, su pezón rosado cubierto por los labios de su cría.  

La rodeo con los brazos y la sentó en su regazo.  

Rhaenyra se recostó en su pecho, y ambos vieron a Aegon comer con entusiasmo.  

“Deseo llevarlo a la cueva.” Rhaenyra acaricio la mejilla del bebe con suavidad.  

Daemon beso el cabello de Rhaenyra mientras pensaba en la idea.  

“¿Un baño de lava?” preguntó finalmente, contemplando el agua humeante y sabiendo que, si pudiera, su esposa la tendría aún más caliente.  

“¿No suena delicioso?”  

Tarareo un hmmm , sin responder realmente.  

Lo que sonaba delicioso, era poder meter su polla en el coño de su esposa.  

Pero ella no estaba lista, y Daemon estaba cada día un poco más ansioso.  

Se enfoco en Aegon para evitar mirar las preciosas tetas de su esposa.  

Solo sentir su cuerpo contra el suyo era un placer más allá de lo imaginable y tener a sus dos personas más amadas en sus brazos le daba consuelo.  

“¿Cuándo crees que podremos llevarlo a volar?” Daemon preguntó al ver al dragoncete de Aegon revolotear cerca de la chimenea, lanzando cenizas por todas partes al tomar un trozo de madera encendido con sus garritas torpes.  

Rhaenyra cambio a Aegon a su otro pecho y lo guio hasta que él bebe se prendió del pezón.  

“Me pregunto cómo fue que tu madre consiguió volar contigo solo quince días después de tu nacimiento, yo sigo adolorida y siento que, si intentara montar a Syrax, mi coño se abriría de manera irreparable.”   

Él también se lo preguntaba.   

Especialmente porque su madre había muerto poco después de su nacimiento.  

“Mi padre dice que me llevo a volar y esa fue la última vez que voló.” recordó con tristeza.  

“¿Se habrá... lastimado?”   

Daemon negó con la cabeza.  

“No... mi padre me contó que después del nacimiento de Aegon, ella estuvo débil durante meses, entonces cuando nací yo, los maestres ya temían que fuera demasiado para mí madre, pero ella parecía estar recuperándose mejor, entonces me llevo a volar, durante los siguientes días todo parecía estar bien, hasta que casi un mes después, contrajo una fiebre repentina, lucho durante meses, pero murió cuando yo tenía unos... seis meses, creo.”   

Le hubiese encantado tener recuerdos de su madre.  

Y estaba seguro, a su padre le habría encantado conocer a Aegon.  

Tanto como lo estaba de conocer a Rhaenyra.  

Salió de sus pensamientos melancólicos cuando sintió la mirada de Rhaenyra sobre él.  

¿No fue... extraño?  

“¿A qué te refieres?” Miro confundido a Rhaenyra, intentando seguir sus pensamientos.  

“¿Recuerdas... de como los Maestres mataron a mi madre? ¿La envenenaron?” Rhaenyra se gira un poco y Aegon queda entre ambos, protegido por sus padres.  

Daemon hace la conexión con rapidez.  

La furia lo invade.  

“No... no lo había considerado.” pero tiene sentido.  

Aegon hace un ruidito y suelta el pezón de Rhaenyra.  

Daemon sabe que deben hacerlo eructar, por lo que lo toma con cuidado y lo apoya contra su pecho, dándole palmaditas suaves en su espalda para ayudarlo.  

“Ya sabemos de la conspiración de los Maestres y la ciudadela para deshacerse de nosotros, con tu nacimiento, tu madre demostró que aún era fértil y estaba sana.” Rhaenyra acaricio su brazo, sintiendo sus pensamientos tumultuosos y llenos de rabia.  

Antes de que pueda responder, una de las doncellas los interrumpe.  

“Mi Princesa, la sanadora Ophelia está aquí como solicito.”    

“Hazla pasar.” Rhaenyra se levanta y con ayuda de la otra doncella, sale de la bañera con solo un quejido.  

Daemon admira la figura de su esposa, sus caderas se han ensanchado, sus tetas son enormes y siente como su polla se pone dura ante la vista de los cambios que el embarazo dejo en el cuerpo de Rhaenyra.  

Él hizo eso.  

Él dejo esas marcas, esos cambios.  

Porque Rhaenyra llevo su semilla dentro de ella y le dio un hijo.  

El orgullo lo invade y ni siquiera la mancha de baba que Aegon deja en su pecho puede distraerlo.  

Rhaenyra se sienta con cuidado en la silla larga al lado de la bañera.  

“Princesa.” Ophelia entra y hace una reverencia.  

“Ophelia, esta noche sangre bastante, cuando desperté había manchado las sábanas y toda mi piel y estoy más sensible que otros días.” Rhaenyra explica con voz temblorosa.  

Ophelia asiente y de inmediato hace que Rhaenyra eleve una pierna en la silla y Daemon observa como la sanadora examina el coño de su mujer con envidia.  

Él debería ser el único en verla.  

“¿Mi Princesa, ayer hizo algo diferente? ¿Camino más?”   

“No, estuve en la cama todo el día... solo unos pocos pasos aquí y allá para hacer mis necesidades, comer o...”  

“Cuando estábamos cenando te levantaste muy deprisa cuando Aegon comenzó a llorar.” le recordó.  

“Oh... pero no me dolió nada, ni sentí nada extraño.”   

“Mi Princesa, es normal. Se que el sangrado se detuvo tras... el fuego, pero debe tener mucho cuidado todavía, Aegon fue un bebe grande para alguien tan pequeño como usted, Alteza, su parto fue fácil, pero aún hubo pequeños desgarros, y aquí veo uno que no ha sanado del todo.” Ophelia introdujo un dedo en el coño de Rhaenyra y Daemon apretó los dientes con fuerza para evitar saltar de la bañera y matar a la sanadora.  

Cuando lo saco, había un poco de sangre.  

“Hare un poco de cataplasma para ayudarla a que sane, debemos colocarlo durante los siguientes días.” ante el asentimiento de Rhaenyra, Ophelia se retiró para ir a preparar su remedio.  

Rhaenyra regreso a la bañera con él y ambos terminaron de lavarse y lavar a Aegon.  

Cuando Ophelia regresó, Daemon se adelantó y le quito el bote de las manos.  

“Yo se lo colocare.”   

“Por supuesto, Mi Príncipe. Coloque solo un poco directamente en la herida, debe colocar un poco más al menos tres veces al día, creo que con dos días sera suficiente, es una herida pequeña...”  

“Bien, ahora retírate.” Daemon espero hasta que salió para colocar a Rhaenyra en la cama y subirle el vestido rosado hasta dejar su coño expuesto.  

Con cuidado la hizo abrir las piernas y admiro su precioso coñito desnudo.  

Sus rizos plateados cubrian la parte superior, y Daemon abrió con suavidad los labios de su coño y de inmediato noto la pequeña herida.  

Su coño aún estaba más abierto de lo normal, y Daemon lo sabría bien, pues si había un coño que conocía bien era el de Rhaenyra.  

Ignoro los quejidos de incomodidad de Rhaenyra y con ternura le puso la cataplasma.  

Al terminar, no se pudo resistir y le dio un beso en su perla.  

“Daemon.” Rhaenyra lo aparto y se sentó, bajándose el vestido.  

“Basta, mi amor.” Daemon tomo la ropa pequeña de Rhaenyra y a pesar de sus protestas, la ayudo a colocarse el extraño pantaloncillo corto que tenía un extraño relleno en la parte de en medio, pero que sabía que era para absorber la sangre.  

“Sabes que no deseo que me veas... así. No hasta que sane.”   

Las inseguridades de Rhaenyra eran extrañas.  

Se apretó los brazos contra el vientre que aún estaba un poco hinchado y era blandito.  

Daemon retiro sus brazos y beso su vientre suave por encima de la ropa.  

“Tu cuerpo es un milagro, Rhaenyra, pues ha traído vida al mundo. Has traído un dragón... sanaras, mi corazón de fuego.” le recordó.  

“Pero no me gusta como se ve ahora...”  

“Pues a mí sí.” la beso hasta que Rhaenyra se relajó en sus brazos.  

El sonido de garras chocando contra la piedra lo hizo separarse de Rhaenyra.  

El dragoncete estaba intentando subirse a la cuna con Aegon.  

Daemon soltó a Rhaenyra y camino hasta tomar al dragón en sus brazos y lo colocó al lado de Aegon.  

El pequeño dragón de inmediato se acurrucó a su lado y colocó su cabecita en el cuello de Aegon y se durmió.  

“¿Entonces... cuando lo llevaremos a volar?” Rhaenyra se recostó, admirando a Aegon en su cunita.  

“¿Te importaría si lo llevo yo?” preguntó con timidez.  

Le gustaría mucho ser él quien tuviese el honor de llevar a su primogénito en su primer vuelo.  

Y Rhaenyra estaba sanando todavía, no le gustaba la idea de que se pudiese lastimar más en sus ansias por llevar a Aegon a los cielos.  

“Creo que es una idea maravillosa.” Rhaenyra le sonrió y Daemon sintio que sus nervios se calmaban.  

Verdaderamente era un honor llevar a un hijo en su primer vuelo y no quería pelear por ello ni lastimarla.  

“¿Esta tarde?” miro hacía la ventana.  

El día era precioso, como todos los días en este lugar.  

El sol brillaba en un cielo azul claro, libre de nubes.  

“No puedo esperar.”   

“Entonces será esta tarde.” Daemon dijo, y sus dedos buscaron los de Rhaenyra, entrelazándolos.  

Ella respondió con una sonrisa leve, cómplice, y por un instante, todo el peso del mundo pareció desvanecerse.  

Aegon dormía con su dragón, ajeno al momento, su pequeño pecho subiendo y bajando con ritmo tranquilo.  

“¿Crees que llorará?” preguntó Rhaenyra en voz baja, sus ojos aún fijos en el bebé.  

“No, no lo creo.” dijo Daemon, con una sonrisa ladeada. “Es un Targaryen, está hecho para los cielos.”  

“¿Lloraste tú?” ella giró para mirarlo.  

Daemon fingió horror. “¡Por supuesto que no!”  

Ella arqueó una ceja. “¿Estás seguro?”  

Él rió, bajando la mirada. “No hay testigos vivos, así que mi versión es la que cuenta.”  

Rhaenyra soltó una carcajada suave, pero luego se inclinó sobre su hijo, y la ternura en su rostro la volvió más vulnerable. “¿Y yo? ¿Lloré?”  

“Dioses, no.” Daemon le sonrió a su sobrina. El recuerdo, uno tan lleno de alegría, lo invadió. “Padre y yo habíamos discutido quién te llevaría a los cielos durante semanas, pero al final... tu fuiste quien decidió, me elegiste a mí... Aemma estaba muy nerviosa, y por supuesto, tu vuelo fue mucho más tarde que el mío, Aemma y Viserys no nos dejaron llevarte hasta que tenías seis meses, ya todos estábamos seguros de tu supervivencia... y tú... reiste todo el tiempo.”  

“Me gustaría recordarlo.” y Daemon compartió la memoria, de Rhaenyra, una bebe tan preciosa, atada a su pecho cuando él tenía tan solo catorce años, mientras ambos se elevaban sobre Caraxes.  

Vhagar volando a su lado y Vermithor junto a Silverwing en la distancia.  

“El viejo Rey ya no volaba, la abuela tampoco, pero sus dragones también estuvieron ahí, contigo. Fue cuando supe que tu estabas hecha para los cielos, sin lugar a dudas, y mi padre también. Después de eso, cualquier discusión sobre intentar alejar a Syrax de ti, termino.”  

El dulce recuerdo los consoló.  

Un día, habría más dragones en el cielo para recibir a los nuevos miembros de la familia.  

Rhaenyra asintió. “Entonces, que sea un vuelo para recordar, porque será el primero de muchos.”  

Y así fue como pasaron las horas previas.  

Daemon cargo a Rhaenyra hasta la playa y Aegon fue llevado por Mirra, con el pequeño dragón en un pedestal llevado por un soldado.  

Daemon se dedicó a preparar la silla de montar, organizando a los que alimentaban a los dragones, hablando con firmeza, revisando el arnés pequeño que había mandado a hacer especialmente para Aegon, sin armas ni armaduras, solo protección de cuero suave y mantas cálidas, para mantenerlo firmemente atado a su pecho. Rhaenyra lo examinó tres veces. Daemon, cinco.  

Cuando el sol comenzó a inclinarse apenas en el cielo, iluminando todo con su brillo calido, Daemon llamo a Caraxes, quien aterrizo en la playa con sorprendente agilidad.  

Syrax estaba posada más arriba, en los techos del palacio, atenta.  

Rhaenyra bajó los escalones con Aegon en brazos, dando pasos lentos y cuidadosos. Su túnica rosa ondeaba al viento, y sus rizos plateados se deshacían sobre los hombros. Aegon abrió los ojos al sentir el cambio de luz e hizo un sonidito que le alegro el corazón.  

El pequeño dragón de Aegon miraba desde su pedestal y sus alitas revoloteaban, abriéndose y cerrándose, como si quisiera ir con ellos.  

“¿Listo?” preguntó Daemon.  

Rhaenyra lo miró y asintió.  

“Vamos a presentarlo.”   

Daemon la ayudo a dar los últimos pasos que la acercaron a Caraxes y tomo a Aegon de sus brazos.  

“Míralo, hijo.” su voz, suave y grave, casi reverente. “Este es Caraxes.”  

La cabeza del dragón rojo sangre descendió con lentitud hasta quedar frente a ellos. Su cuerpo largo y serpenteante se arrastraba como una bestia mitológica salida de los cuentos que las nodrizas susurraban a los niños que no dormían. Sus alas, abiertas parcialmente, agitaban el viento.  

Caraxes gruñó, un sonido profundo y gutural, que no era amenaza, sino reconocimiento.  

Aegon parpadeó. No lloró. No gritó.  

Solo lo miró. Grande. Caliente. Rojo. Vivo.  

Daemon avanzó y el dragón inclinó su cabeza hacia él. Luego, con movimientos más suaves de lo que cualquiera podría haber esperado de una criatura de guerra, olfateó al niño.  

El calor del aliento del dragón envolvió a Aegon. Su manita, como por instinto, se alzó torpemente.  

Caraxes se quedó inmóvil.  

Rhaenyra no respiró.  

Daemon sonrió.  

Y entonces, el dragón soltó un leve resoplido, casi un bufido suave, como si aprobara.  

Con una seña, Daemon hizo que el soldado trajera el pedestal donde descansaba el dragoncete.  

El hombre lo hizo con las piernas temblando y el rostro lleno de pánico.  

El dragón chilló, un sonido agudo pero vibrante, como el eco de un trueno lejano.  

Caraxes giró su cabeza, curioso. Su cuello largo se arqueó como un látigo en reposo.  

Daemon bajó a Aegon y extendió la mano para acariciar el cuello de su bestia.  

“Este será su compañero,” dijo en voz baja. “Su otro corazón.”  

Rhaenyra colocó al joven dragón gris tormenta frente a Caraxes, con cuidado, pero sin temor, permitiendo que el soldado retrocediera.  

Por un momento, el silencio fue total.  

La brisa sopló. Las olas rugiendo contra sus pies.  

Y entonces, Caraxes gruñó, un sonido bajo y gutural que no era amenaza, sino aceptación. El dragón más pequeño respondió con una especie de chirrido inquisitivo, su cuerpo vibrando con energía.  

Caraxes bajó la cabeza.  

El pequeño se acercó, olfateó, y finalmente se acurrucó bajo la sombra del gran dragón rojo.  

Ambos rieron al ver a la diminuta cría bajo el colosal cuerpo de Caraxes.  

“¿Deseas presentarlo a Syrax antes o después del vuelo?” Daemon miro a la dragona dorada que los veía con atención desde su posición de centinela.  

Rhaenyra dudo solo un instante antes de responder: “Ahora.”  

Cerro los ojos y un momento después, Syrax bajo con aleteos gráciles y aterrizo al lado de Caraxes.  

Bajo su cabeza y Rhaenyra contuvo la respiración, sin moverse.  

Syrax se agachó y bajó el hocico, deteniéndose apenas a unos centímetros del dragón más joven. Lo olió… y luego dejó escapar un resoplido cálido y poderoso, que hizo que el dragón gris pestañeara pero no retrocediera, sino que saliera de debajo de Caraxes.  

El dragón de Aegon se metió bajo su ala y Syrax sacudió su cabeza, casi como si estuviera divertida.  

Después giro su cabeza y Daemon le paso a Aegon a Rhaenyra, quien dio un paso a Syrax.  

“Mi hijo, Aegon... sangre de mi sangre.” murmuro su sobrina con una sonrisa llena de orgullo.  

Syrax olisqueo a Aegon y resoplo sobre el niño, Rhaenyra tomo la mano de Aegon y la coloco sobre la cabeza de Syrax y se quedó así por un instante, saboreando el momento.  

“¿Acompañaras a mi bebé en su primer vuelo?” Rhaenyra preguntó en un tarareo bajo.  

Syrax soltó un sonido gutural, inclinándose ante Rhaenyra y disfrutando de sus caricias.  

“¿Es extraño que no... este nerviosa? ¿que no tenga miedo?” su esposa se giró a verlo y Daemon sintió como si el aliento se le escapara.  

Que belleza.  

Con el sol en lo alto, su cabello brillaba con su luz en un tono dorado precioso, como si fuera oro líquido, casi blanco, y con Syrax a su lado, su Aegon en sus brazos... Rhaenyra parecía una Diosa de la Antigua Valyria personificada.  

Su belleza era de otro mundo.  

Daemon la admiro con el corazón acelerado.  

Pues su piel de porcelana, sus pechos turgentes, sus deliciosas caderas anchas, coronadas con una cintura diminuta, estaban acompañados por el rostro más hermoso de todos; no había labios más tentadores, rojos e hinchados, con una forma de corazón, pero que parecían hacer un pucherito, sus ojos, grandes y con el tono de lila más delicado estaban rodeados por unas pestañas tupidas y blancas, enmarcados por unas cejas delicadas y blanquecinas.  

Como si estuviera bajo un hechizo, se acercó a ella y la beso.  

Envolvió sus brazos a su alrededor, acariciando con cariño la cabecita de su Aegon.  

Se separo y apoyo su frente en la de ella, saboreando su aliento y la intimidad.  

“Eres la mujer más valiente del mundo, Rhaenyra, la más fuerte... no tienes miedo porque nuestro hijo lleva tu sangre en sus venas... y por ello un día será jinete de dragones, como sus padres, será Rey... gobernará los cielos tanto como la tierra y los mares... no tienes miedo porque tú hijo viene de tu vientre y gracias a ti lleva tu fortaleza.”  

Rhaenyra se sonrojo ligeramente, mirándolo con amor... y admiración.  

“Si soy valiente es porque te tengo a mi lado, sé que estarás ahí para mí si lo necesito, si me caigo tú me atraparas... y confió que harás lo mismo con mi hijo... con nuestro hijo.” lo invadió el orgullo ante sus palabras. “Que lo amaras como a mí, que lo protegerás, lo cuidaras... le enseñaras...”  

“Te amo.” susurro contra su frente, besando su cabeza mientras se tragaba el nudo que obstruían su garganta y parpadeaba con fuerza para evitar soltar las lágrimas que inundaron sus ojos.  

“Y yo a ti... siempre te quise como el padre de mis hijos, y ahora que lo eres... que me has dado al hijo más perfecto del mundo, siento que estoy soñando.”  

“Entonces es un sueño que compartimos, y del que no deseo despertar jamás, Rhaenyra, que tu seas la madre de mi hijo... gracias.”  

Se quedaron un momento así, abrazados, su hijo en medio y rodeados por sus dragones.  

“Lleva a nuestro Principito a volar...” Rhaenyra fue la primera en dar un paso atrás, entregandole a Aegon con cuidado.  

Sus ojos brillando con emoción, su mente llena de alegría.  

“Lleva a nuestra cría a los cielos... y regresen a mí.”  

Daemon se lo coloco en el arnés y tras la confirmación de Rhaenyra de que estaba bien atado, se montó en Caraxes con cuidado.  

Más cuidado del que había tenido jamás.  

Caraxes... soves.” hace años que no le daba la orden en voz alta a su dragón, pero se sintió correcto.  

Una primera vez para su hijo.  

Que conociera el cielo como él.  

Las alas de Caraxes se extendieron y tras dos pasos para impulsarse, se elevó con delicadeza.  

Y entonces volaron.  

Caraxes alzó el vuelo con una fuerza brutal, surcando el cielo como una llama viva. Daemon se sostuvo con fuerza y mantuvo a Aegon pegado a su cuerpo mientras descendían brevemente hacia el agua y luego ascendían en una curva suave, bordeando la línea de la playa.   

Desde abajo, Rhaenyra los siguió con los ojos enrojecidos por la emoción. Una lágrima solitaria cayó por su mejilla y Daemon le sonrió antes de fijar su mirada en su pequeño.  

Su pequeño hijo, diminuto, con tan solo veintiún días de vida y ya surcando los cielos.  

La pelusilla blanca que era su cabello, revoloteo de un lado a otro.  

Sus ojos morados, ante la luz del sol se veían más claros, con volutas de lila y violeta rodeando el iris.  

Y estaban abiertos con emoción.  

Sin comprender lo que sucedía, su hijo parecía maravillado, con el rastro de una sonrisa... su primera sonrisa, adornando su carita.  

El orgullo, la maravilla y la alegría lo inundaron.  

Rhaenyra...  

La sombra de un par de alas los cubrió por un segundo y entonces noto que Syrax estaba acompañando su vuelo, girando en círculos amplios alrededor de Caraxes, con cuidado de no crear corrientes de aire.  

Mi amor...  

Mírate Daemon... volando con nuestro primer hijo.  

Que alegría...  

Surcar los cielos junto a tu hijo.  

Y regresar a la tierra a los brazos del amor de tu vida.  

Cuando bajo, Rhaenyra lo miraba con lágrimas corriendo por sus mejillas sonrojadas, la sonrisa más grande adornando sus labios.  

Se lanzo hacía él y lo beso en los labios y luego beso la frente de Aegon.  

“Fue hecho para volar.” dijo al tomarlo con cuidado del arnés, comenzando a soltar los nudos.  

“Igual que su madre.” Daemon sostuvo su rostro con una mano y a Aegon con la otra mientras Rhaenyra lo sacaba del arnés.  

“Y su padre.”  

Al abrazarlo, la cabecita de Aegon de inmediato comenzó a buscar el pecho de su madre, haciendo pucheritos y lloriqueos.  

Rhaenyra rio con ligereza. “En eso también se parece a su padre.” murmuro divertida.  

Daemon asintió. “Tiene buen gusto.”  

Le limpio las lágrimas de los ojos y la rodeo con el brazo.  

“¿Te sientes lo suficientemente fuerte para caminar o quieres que te cargue?”  

“Aún no quiero entrar, extraño a Syrax... y el dragón de Aegon se está divirtiendo.” ambos se giraron y observaron como la cría de dragón revoloteaba con torpeza en la arena, intentando emprender vuelo sin conseguirlo.  

Ordeno que trajeran una manta larga y se sentaron en la arena.  

Rhaenyra bajo uno de los tirantes de su vestido, descubriendo su pecho y comenzó a amamantar a Aegon con tranquilidad.  

Los soldados que los rodeaban desde la distancia apartaron la mirada con respeto, los sirvientes ignoraron cuidadosamente la imagen frente a ellos.  

Nadie dijo nada.  

“¿No es maravilloso?”

Rhaenyra siguió la línea de sus pensamientos y asintió.  

“Tanta paz... ni siquiera cuando mi madre vivía era así.”  

“No, tu padre jamás castigo a aquellos que soltaban rumores o criticaban como lo hizo el Viejo Rey... pero el viejo Rey generalmente era el primero en criticar.”  

“Mi corte no será así... quiero paz, quiero alegría...” Rhaenyra bajo el otro tirante y cambio a Aegon de pecho, no se molestó en cubrirse.  

“¿Y cómo te vas a deshacer de las víboras?” Daemon no quería amargarle el momento, pero no dejaría que sus sueños se le subieran a la cabeza.  

“... ¿No les cortaras la lengua por mí? ¿No me darás su cabeza en bandeja de plata?” Rhaenyra se giró hacia él y lo miro directo a los ojos.  

“Mi pequeña esposa... tan ansiosa de sangre.”  

“¿Y tú no?”  

“Oh, yo disfrutare mucho dandote todos los regalos que me pidas, mi corazón de fuego... incluso aquellos que puedan manchar nuestros pisos... y hablando de, ¿tu putita sigue viva?” Daemon se reclino y admiro a Rhaenyra, disfrutando como acunaba a Aegon mientras el pequeño seguía chupando con entusiasmo del pezón de su madre.  

“¿De qué hablas?” Rhaenyra lo miro con confusión.  

Daemon se rio, divertido por lo que Rhaenyra había olvidado.  

“Tu puta, aquella a la que ordenaste que embarazaran y que le dieran té de luna en sus últimos meses.” le recordó.  

Noto como los ojos de Rhaenyra se iluminaron al recordar.  

“Lo había olvidado.” murmuro antes de hacer señas a una sirvienta que se acercó con paso rápido.  

La sirvienta hizo una reverencia e ignoro cuidadosamente ver a la Princesa de manera directa.  

“¿Si su Alteza? ¿Desea que le traiga algo?” preguntó servilmente.  

“Busca a Shanara...”  

“A Myrana, ella se ha estado encargando de la puta, ella y las aprendices de Talullah.” le recordó suavemente. “Traigan también una canasta, la Princesa y yo haremos un picnic el día de hoy.”  

La sirvienta asintió y se retiró con rapidez.  

Myrana apareció un rato después, cuando el dragón de Aegon ya se había cansado y había buscado a su jinete para dormitar junto a él.  

Ambos estaban acostados en un mullido cojín durmiendo tranquilamente.  

“¿Me ha llamado, Alteza?” Myrana hizo una reverencia a ambos y cuando Rhaenyra asintió, se sentó la arena a unos cuantos pasos de ellos. “¿Como la puedo ayudar, Princesa?”  

“La puta, ¿cómo fue su parto? ¿Perdió al bebe?” Rhaenyra pregunto apoyada en su pecho, haciendo círculos en su brazo con sus deditos.  

Myrana se inclinó y los miro con temor al hablar.  

“Ella no ha... no ha dado a luz, Alteza... el bebé, creemos que se convirtió en piedra...” lo murmuro con la voz llena de incredulidad.  

“¿Que? ¿Como es posible?” Rhaenyra se elevó con cuidado de no mover a Aegon y Daemon admiro como incluso en esos momentos, su sobrina estaba tan atenta a su hijo y a no perturbar su sueño.  

“No estamos seguras, mi Princesa, jamás habíamos visto algo así, Ophelia cree que él bebe ha muerto y se está pudriendo, porque la puta ha está muy enferma, con fiebres y... bueno, en ocasiones sale un líquido verde... de su coño...”  explico moviendo sus manos inquita, como si temiera castigo de su parte.  

Daemon también se sentó más erguido. “¿La han seguido visitando los soldados?”  

“No le hemos negado la entrada a ninguno... si es lo que pregunta, pero desde que empezo a... oler, ninguno ha querido acercarse a ella.”  

“¿Piedra?” Rhaenyra miro la arena con incredulidad. “Bueno, no quiero quedarme con la duda, prepara todo para abrirla... deseo ver yo misma al bebe.”  

Myrana asintió antes de elvarse, hacer una reverencia y comenzar a alejarse.  

“Myrana, no la abran hasta que la Princesa y yo estemos presentes... y no le des nada para el dolor.” Daemon le ordeno antes de que se fuera.  

Permanecieron ahí un rato más, comiendo su picnic con tranquilidad.  

Cuando Aegon se hizo del baño, Rhaenyra ordenó a una de sus doncellas que se encargara y Daemon se permitio una pequeña sonrisa ante lo mimada que estaba su sobrina, porque Rhaenyra se encargaba de absolutamente todo, menos de limpiar los desechos.  

Pero supuso que lo realmente admirable era todo lo demás, pues no conocía a ninguna mujer noble que se hiciera cargo de sus propios hijos, que no se hiciera cargo de una pequeña tarea asquerosa era apenas una nimiedad.  

Tras refrescarse y limpiarse la arena, Daemon cargo a Rhaenyra hasta el ala de curación, donde habían colocado las habitaciones de todas las sanadoras y sus aprendices, así como un ala para los heridos.  

“Movimos a la... puta, aquí cuando creímos que estaba pronta a dar a luz, su Alteza, pero antes de eso estaba en el calabozo.” Shanara se adelantó a explicar mientras los guiaba a una de las pequeñas habitaciones privadas para heridos, donde la mujer estaba acostada en una cama alta.  

Casi parecía un altar.  

“¿Tenemos un calabozo?” Rhaenyra lo miro con curiosidad.  

“Por supuesto, esta tallado en las montañas, una cueva, una docena de celdas al menos, en caso de ser necesario.” le explicó.  

Aún había mucho por descubrir, por hacer, por ver, en su nuevo hogar.  

La mujer apestaba, como si se estuviese pudriendo desde el interior.  

Lloriqueaba, sudando profusamente mientras se retorcía, su vientre estaba redondo y enorme, casi a punto de explotar.  

Desnuda como estaba, Daemon noto como las venas se le saltaban en un tono morado por todo el vientre, dando una apariencia asquerosa.  

“¿Alteza? ¿Le... le molesta si todas estamos presentes? Tenemos mucha curiosidad por ver el resultado.” preguntó Ophelia con sus tres hijas atrás de ella, Talullah con sus dos aprendices y Myrana, todas esperando afuera de la puerta.  

Rhaenyra asintió y Daemon la sentó en una silla muy alta que le permitiría ver todo sin cansarse.  

Todas las mujeres entraron, las aprendices y las hijas de Ophelia se colocaron en el borde de la habitación, mirando con curiosidad.  

Ophelia, Talullah, Myrana y Shanara rodearon a la mujer.  

Amarraron sus extremidades a los barrotes de la cama, asegurándose de que no se moviera a pesar de que se retorcía de dolor.  

Daemon les había dado una daga de acero Valyrio para que pudieran usarlo si era necesario, que sabía que había sido usado al menos una vez, para cortarle la mano a un soldado después de que fuera aplastada en el accidente cuando se derrumbó un túnel, y que no tenía salvación.  

Él hombre seguía a su servicio, aunque estaba sanando y aprendiendo a vivir con solo una mano, pronto sería uno de los oficiales que inspeccionaban los barcos cuando llegaran a la isla.  

Al comprender lo que estaba sucediendo, la mujer comenzó a gritar, suplicando que no lo hicieran.  

“Por favor, por favor... solo mátenme... que sea rápido...”  

“¿Sabían que así murió mi madre? ¿La Reina Aemma? Cortada en dos, abierta por los maestres bajo la orden de mi padre, desesperados por salvar al hijo en su vientre...” la voz de Rhaenyra era fría, y sus ojos delataban que ya no le quedaba compasión por nadie.  

La puta grito en pánico ante esto, pero las ataduras le impidieron moverse demasiado.  

“Háganlo, no tengo todo el día, deseo regresar con mi bebe.” ordeno con desdén.  

Daemon asintió, tambien ansioso por regresar a sus habitacions, donde Aegon estaba descansando junto con su dragón y vigilado por Lady Brienne y las hermanas Strong.  

Myrana, más acostumbrada a cortar la piel que las demás, gracias a su experiencia al servir en una guerra, tomo el mando y comenzó.  

De inmediato, sangre demasiado oscura comenzó a fluir.  

Capa tras capa de piel, corto hasta llegar al vientre, ignorando los gritos de agonía.  

Al cortar la última capa, la del vientre... un líquido verdoso de olor fétido comenzó a salir.  

“Uff, que asco...”  

“Tenías razón, Ophelia, este niño está muerto...” exclamo Myrana levantando... un bebe.  

Más bien parecía un monstruo.  

Una criatura con la piel grisácea, con los parpados hundidos, como si no tuviera ojos, bañado en liquido verdoso, con una capa de lo que parecía grasa cubriendolo por completo.  

“¿Cuánto té de luna le dieron?” Rhaenyra miro con un poco de morbo, tapando su delicada nariz con un pañuelo perfumado.  

Daemon mantenía sus brazos alrededor de Rhaenyra, mirando con un poco de asco la escena.  

“Una taza en la mañana cada día, comenzamos cuando llego a la septima luna de embarazo... esta mujer estuvo embarazada... un año, si mis cuentas son correctas.” explico Ophelia.  

“No, no fue un año... diez lunas.” Shanara intervino con un pergamino en su mano. “Quedo embarazada casi dos lunas después de que la trajeran, poco más de un mes antes que usted, Alteza.”  

Rhaenyra asintió.  

La mujer agonizaba, desangrándose en la cama alta.  

“Hagan lo que deseen con el cadáver, si desean estudiarlo... sé que en la Ciudadela utilizan los cadáveres para aprender más sobre el cuerpo.” Rhaenyra rodeo su cuello con sus brazos y Daemon se apresuró a cargarla.  

“Gracias, Princesa...” todas se inclinaron y agradecieron al unisonó.  

Daemon noto que la aprendiz pelirroja observaba con mucho entusiasmo el cadáver del bebe.  

“¿Tambien el del... bebe?” preguntó cuando Daemon estaba cruzando el umbral.  

“Si, sí.” Daemon respondió sin importarle.  

Regresaron a sus aposentos con prontitud.  

“¿Crees que le pasara lo mismo a Alicent? ¿Que Daeron morirá en su vientre y padre la matara?” la voz de Rhaenyra esta llena de entusiasmo y Daemon no pudo evitar fantasear con sus palabras.  

Que maravilloso sonaba eso, la puta muriendo de una manera peor que Aemma.  

“Se lo merece, podemos tener esperanza... ojalá a quien enviamos pueda cumplir con su misión.” asintió pensando en la niñita que había aceptado el trabajo con tal de que sus hermanos tuvieran un techo y comida.  

...  

Los días pasan en una bruma de felicidad.  

Donde los minutos se desvanecen, demasiado cortos.  

Daemon desea que los días fueran interminables, siempre ansiado que los instantes se alarguen un poco más.  

Sus momentos favoritos son cuando Rhaenyra alimenta a Aegon, incluso si lo hace sentir celoso, pues ahora es Aegon quien tiene prioridad sobre los pechos de su esposa.  

Daemon se asegura de ser él quien duerma a Aegon, para colocarlo en su cama junto a su dragón, porque si fuera por Rhaenyra, dormiría con su hijo siempre en el pecho.  

Ayuda al dragoncito a acomodar sus torpes alas alrededor de Aegon y aviva el fuego en la chimenea.  

“¿Recuerdas cuando Syrax creció demasiado... y mi padre la mando al pozo del dragón?” Rhaenyra está recostada en la cama mullida, rodeada de almohadas esponjosas, admirando a Aegon dormir.  

“Lo recuerdo, sobre todo tus gritos, me obligaste a llevarte todos los días a verla y separarlas era un dolor de cabeza...” escondió su sonrisa, solo dejando que Rhaenyra sintiera su irritación por ser domado por una niña pequeña a través de su vínculo.  

Su sobrina ignoro su respuesta, simplemente continúo hablando, su mente vagando en aquellos recuerdos llenos de tristeza.  

“No deseo que mis hijos pasen por eso... en mis sueños... Alicent no permitió que se quedaran más que unos meses, le exigió y demando a mi padre que los enviara al pozo... y mis hijos tuvieron suerte, pues tuvieron meses para unirse, sus hijos en cambio... jamás conocieron el cálido abrazo del dragón al dormir...”  

Daemon se quitó la túnica y el pantalón, su polla estaba dura, pero la ignoro lo mejor que pudo y se subió a la cama, colocando a Rhaenyra en su regazo y envolviéndolos en las mantas cálidas.  

“Entonces se hará como mi Princesa ordene.” declaró sin darle demasiada importancia.  

Él tampoco conoció esa sensación hasta que fue mayor, de las personas que conocía, solo Rhaenyra había dormido con su dragón en la cuna.  

Tal vez el viejo Rey Jaehaerys o la Reina Alyssane, pero ambos estaban muertos y no es como si pudieran compartir sus experiencias.  

“¿De verdad?” Rhaenyra lo miró con ojos llenos de emoción.  

Daemon le quito el camisón, detestaba que cualquier cosa se interpusiera entre la piel de seda de Rhaenyra y la suya.  

“Por supuesto. Tal vez tengamos que adaptar la guardería para que funcione... pero no veo porqué deberíamos separar a nuestros hijos de sus dragones al dormir...” la guardería, una preciosa habitación conectada a sus propios aposentos, donde una hermosa cuna de madera acumulaba polvo.  

Ahí practicamente solo almacenaban lo necesario para él bebe, y por supuesto, era donde descansaban las niñeras, que solo eran llamadas para limpiar a Aegon.  

Acaricio distraídamente los pechos de Rhaenyra, maravillado por lo grandes que estaban, como una fruta madura.  

“Daemon... aún no estoy lista...” Rhaenyra alejo su mano y Daemon noto como caían gotas de leche.  

Dioses, como ansiaba chuparla.  

“Daemon.” Rhaenyra jadeo y solo en ese momento se dio cuenta de que se estaba frotando contra su coño desnudo.  

Rhaenyra hizo una mueca de dolor y Daemon se alejó de ella, asqueado consigo mismo.  

Pero es que la deseaba tanto.  

“Hey... está bien...” su sobrina intento alcanzarlo, pero Daemon se levantó y se alejó.  

Se acerco al balcón y tomo su polla y comenzó a pajearse con fuerza, desesperado por correrse rápidamente y poder regresar con Rhaenyra.  

Su polla comenzó a ponerse roja y arder y Daemon soltó un gruñido frustrado.  

No le había pasado esto en meses... años.  

No desde que Rhaenyra...  

“Kepus... está bien.” Rhaenyra lo abrazo por atrás y lo tomo de los brazos.  

Daemon soltó su polla y dejo caer su cabeza hacía atrás.  

“No estoy intentando presionarte, mi amor... lo prometo, no tendremos sexo hasta que estes lista de nuevo... es solo que te deseo tanto, todo el tiempo... y te veo con Aegon.” suspiro con fuerza. “Y en lo único en lo que pienso es en lo mucho que quiero volver a llenarte con mi semilla, en poner otra cría en tu vientre... en verte amamantar a Aegon con el vientre hinchado...”  

Rhaenyra soltó una risilla a sus espaldas, causando que su cuerpo vibrara.  

Paso por debajo de sus brazos y se colocó frente a él.  

“Yo también te extraño, Kepus, no hay nada que quisiera más que tenerte dentro de mí, pero he hablado con Shanara, ella piensa que deberíamos esperar por lo menos otra semana más.” presiono sus preciosas tetas contra su pecho y Daemon sintió la humedad de la leche que goteaba de sus pezones sobre su abdomen. “Además... ¿crees que me molesta que me desees?”  

“¿Tomaras té de luna?” Daemon se irguió y abrazo a Rhaenyra.  

Apoyo su frente en la de ella y observo con atención sus ojos lilas que lo miraban con picardía.  

“No.” declaro simplemente.  

Sin explicaciones, sin dudar.  

“Podrías quedar embarazada de nuevo.” aunque lo dijo con nerviosismo, solo podía pensar en lo mucho que quería volver a tenerla embarazada.  

Pero no la obligaría.  

Jamás.  

Rhaenyra sería quien decidiera cuantos hijos tendrían.  

En qué momento.  

“Tendré tantos hijos como las Catorce Llamas decidan dejarme tener...” Rhaenyra lo beso, apenas un segundo...  

Y luego se alejó y comenzó a descender.  

Daemon sintió que se le doblaban las rodillas cuando sintió los labios de Rhaenyra besando la cabeza de su polla.  

“Unos días más...” lamio las gotas de semilla que comenzaron a gotear. “y podrás colocar otro bebe en mi vientre.”  

Lo tomo por completo y Daemon, como un niño verde, sintió como comenzaba a correrse.  

Veintinueve días sin estar dentro de su esposa, una sola probada del paraiso y Daemon estaba terminado.  

“Maldición, Rhaenyra.” acaricio su cabeza, jugando con su cabello en un intento de alargar el momento. “Eres mi perdición.”  

Rhaenyra se rio con alegría y termino de chuparlo, tragando las ultimas gotas de semilla.  

Se levanto y Daemon se inclinó a besarla.  

“Alguien estaba ansioso.” murmuro tirando de su cabello.  

Daemon asintió con el cuerpo temblando. “Llevo días usando mi mano... y ya viste lo poco efectiva que es.”  

Correrse con su mano bien podría equivaler a tortura.  

Pero un toque de su sobrina...  

“Vamos, quiero dormir un poco antes de que Aegon quiera comer.” Rhaenyra lo llevo a la cama de nuevo.  

Y esa noche durmió con su esposa en brazos.  

Despertó cuando su hijo lloriqueo de hambre y se aseguró de ayudar a Rhaenyra con Aegon, al final despertó con su hijo en medio de Rhaenyra y él, pero Daemon ya no sentía esa misma desesperación.  

No ahora que Rhaenyra lo volvía a prestar más atención.  

Ahora las mañanas de baño eran también sus momentos favoritos, cuando Rhaenyra lo ayudaba a liberarse antes de atender a su pequeño.  

Al día treinta y nueve, cuando Shanara finalmente decidió que Rhaenyra estaba completamente sana...  

“Mi Príncipe, una carta urgente de Ser Laenor.”  

Príncipe Daemon,   

La situación en Volantis es más frágil de lo que imaginé. La rebelión de la gente común y los nobles es solo la punta del iceberg, pero el verdadero peligro está dentro: mis propios hombres dudan de mí y de mi liderazgo. La lealtad a ti es fuerte, pero dispersa, y sin unidad no podremos sostener lo que hemos conquistado, no hay claridad en las filas ni esperanza para los hambrientos.   

Necesito tu guía y apoyo para unificar nuestras fuerzas. Sin ello, temo que Volantis se deshaga en caos.   

Espero tu respuesta con urgencia.   

Laenor.  

“No vayas.” Rhaenyra lo miro con un puchero que Daemon no pudo resistir y mordisqueo.  

“No iré.” descarto la carta con desdén, pero Rhaenyra se alejo, sus pensamientos volando en mil direcciones diferentes.

“No quiero perder Volantis, Daemon... será el trono de alguno de mis hijos algún día.” Rhaenyra lo miró con desición y Daemon maldijo a Laenor.  

“De acuerdo...” accedió con dientes apretados.  

No quería dejarla, no quería irse.  

No quería perderse ni un segundo de la vida de Aegon.  

“¿Iras conmigo?” y en cuanto hizo la pregunta, supo que no la dejaría ir.  

Si en verdad la situación era tan terrible en Volantis, no arriesgaría a su esposa ni a su hijo.  

Y Rhaenyra no iría a ningún lado sin su bebé.  

Rhaenya no dijo nada, comprendiendo su conflicto interno y aceptando que lo mejor era que ella y Aegon permanecieran a salvo. 

“Déjame tenerte antes de irme...” murmuro besando su cuello.  

Pero Rhaenyra se negó. “Ve, me tendrás cuando regreses... de ti dependera cuanto te tardes.”  

Le negó su cuerpo, le negó su liberación.  

Daemon supo que no descansaría en su viaje para regresar a los brazos de Rhaenyra.  

A su pequeño hijo lo dejo en esos brazos, sabiendo que estaría a salvo.  

Daemon descendió sobre Volantis montado en Caraxes, su sombra cayendo como una amenaza sobre los tejados ennegrecidos y las calles destrozadas.  

El rugido del dragón hizo temblar las murallas.  

Apenas puso pie en tierra, la peste del humo, la sangre seca y el miedo lo envolvió.  

Sus botas crujieron sobre restos carbonizados, y aunque los soldados formaron filas apresuradamente a su paso, sus ojos no mostraban respeto. Mostraban agotamiento, rabia... y desconfianza.  

Laenor llegó corriendo, con el cabello desordenado y las ropas empolvadas. Se arrodilló con una urgencia que solo delataba su desesperación.  

Quedo claro que Laenor era un desastre, pasaba más tiempo tomando vino y lamentandose de la falta de lealtad de sus soldados que asegurando esa misma lealtad.  

Tras dejarle en claro lo decepcionado que estaba, se reunió sus soldados más leales, aquellos que portaban su marca con orgullo y dejo instrucciones claras.  

Laenor sería solo la marioneta que mantendría Volantis bajo su control, un rostro y un dragón que recordaban a la gente quienes son los verdaderos gobernantes.  

Ellos en cambio debían asegurar la ciudad con mano firme.  

“No tolerare caos, haremos de Volantis un ejemplo. Rhaenyra quiere este lugar para alguno de nuestros hijos... así que cumplan sus órdenes.” escucha como Laenor intenta controlar a su gente con gritos, llamando a soldados y generales en un intento de obtener el control.  

“Quiero que cada uno de los presentes tome una mansión, Ryger tenía ordenes de aumentar mi ejército, pero ahora tiene una misión más importante, así que... Cyril, te encargaras de ello, Terrick, ¿cómo vas con lo que te pedí?”  

“Mejor de lo esperado, Comandante, hemos encontrado bastantes artefactos interesantes, la mayoría ya van en camino a la Isla...” aseguro.  

“¿Las facciones religiosas?”  

“Los seguidores del Dios de la Luz, los lunáticos del fuego, han sido los más complicados de manejar... pero en general con el impacto que han causado los dragones, la mayoría de la gente se inclina hacía las Catorce Llamas.”  

“Sigue manejándolo con discreción, cualquier Ándalo...”  

“No permitimos que ingresen a la ciudad, no damos segundas oportunidades.” Terrick le entrego un pergamino. “Los Hightower han enviado muchos espías, llevo un registro de todos y ninguno de ellos han salido de la ciudad como usted nos indicó.”  

“Recibieron los barcos de Braavos y los de los Velaryon?”  

“Si, como usted ordeno, todos los de comercio ya están navegando, estamos reclutando para los de guerra.” Farlett intervino sacando un libro destartalado lleno de notas torpes y números.  

“Bien, Farlett, te estoy confiando la riqueza de la Princesa Heredera, pero ella no confía en nadie, tendrás dos sombras, una que conoceras y una que vendra de manera aleatoria a revisar los libros.” le indico.  

“¿Puedo tener un escriba? Mis letras no son las mejores, mi Príncipe, se hacer cuentas muy bien, pero para que mis registros sean claros.”  

“Dile al sacerdote lo que necesites, pide dos si quieres. Todos háganlo, quiero orden y claridad.”  

“¿Debemos decirle a Ser Laenor de sus instrucciones?”  

“Ese idiota arruinaría todo, no, sean discretos, estoy seguro de que Laenor intentara organizarlos, pero ustedes deber ser más inteligentes. Colóquense cerca de él, contrólenlo, con discreción tomen el control de la ciudad, usen los recursos necesarios.” en Volantis había oro más que suficiente. “Y vigilen de cerca a Joffrey, si se vuelve un problema, tendremos que asegurarnos de que deje de serlo con discreción... saben que, hay un hombre, Ser Qarl, un niño mimado bonito, manden a alguien a buscarlo, denle una posición que lo acerce a Laenor.”  

Con eso dejo a sus hombres más leales y se aseguró de insinuarle a Laenor que confiara en esos hombres y los colocara en posiciones de poder.  

Segundos, terceros y cuartos hijos, todos con la suficiente ambición, pero todos completamente leales a él.  

Sin detenerse a descansar, monto a Caraxes y volo por la ciudad, asegurándose de que la gente recordara a los dragones.  

La poca presencia de Seasmoke no era suficiente, pero la de su Wyrm de sangre sí.  

Necesitaban más gente leal.  

Pero necesitaba más regresar a los brazos de su esposa.  

Cuando aterrizo, la luna estaba en lo alto del cielo despejado, la brisa era cálida y las antorchas iluminaban poco de la isla.  

Cuando entro a sus aposentos, se alegró al ver que Aegon dormía profundamente con su dragón acurrucado a su lado en su cuna.  

Rhaenyra en cambio estaba en su cama.  

Puso los ojos en blanco al ver el delicado camisón, pero su sobrina apenas y se movió al quitárselo.  

Finalmente.  

Se maravillo al ver sus tetas, dos frutas perfectas y maduras.  

Se rindió a sus deseos.  

Se inclino y tomo un pezón y comenzó a mamarlo, disfrutando de la leche dulce que alimentaba a su hijo.  

Toqueteo el otro y luego cambio de pezón, disfrutando de verlos rojos e irritados.  

Su sobrina comenzó a jadear, pero cansada como estaba, no abrió los ojos.  

No lo hizo ni cuando bajo su cabeza a su coño.  

Su delicioso y jugoso coño que goteaba.  

Solo cuando Daemon la penetro con fuerza fue que Rhaenyra abrió sus hermosos ojos.  

“¡Daemon!” jadeo y gimió mientras él finalmente regresaba a su hogar.  

“Shh, despertaras a Aegon.” la beso y se tragó sus gemidos, vigilando que Aegon siguiera profundamente dormido.  

“Eres demasiado grande...” murmuro con un quejidito.  

“Y tú estás tan apretada como la primera vez que te folle... joder.” sintió como sus paredes lo apretaban y cuando noto que llegaba a su placer, se derramo dentro de ella.  

“Te extrañe.” apoyo su cabeza en sus pechos y los lamio distraídamente.  

Gotas de leche caía y Daemon se maravilló al saber que aquel liquido era lo que le daba vida a Aegon.  

“Yo también te extrañe, mi corazón de fuego.”  

“¿Me trajiste algo?” pregunto Rhaenyra repentinamente, cualquier rastro de sueño, desaparecido.  

Daemon no pudo evitar soltar una carcajada.  

“Por supuesto que sí.” succiono con fuerza justo abajo de sus tetas hasta que dejo un chupetón. “Pero te lo daré mañana, no me alejare de ti...”  

Sus palabras fueron interrumpidas por un lloriqueo desde la cuna y Daemon suspiro con tristeza.  

Se levanto y camino a la cuna, donde tomo a Aegon con cuidado.  

“A ti también te extrañe, mi pequeño dragón.” le sonrió a su precioso hijo y le beso la frente antes de entregárselo a Rhaenyra. “Y si, a ti también te traje algo.”  

Sabiendo que Rhaenyra ahora no lo dejaría escapar, se fue al bolso de mensajero que traía consigo y que dejo con su ropa en la entrada de sus aposentos.  

Saco con cuidado la cajita de madera y se acercó a Rhaenyra.  

Solo cuando se arrodillo a su lado, la abrió y le dejo ver el delicado anillo en su interior.  

Hecho de oro puro, tenía una forma delicada, casi como una enredadera, con una gran amatista oscura en el centro, con forma de huevo de dragón.  

“Es precioso.”  

“Por nuestro primer hijo.” murmuro colocándoselo en el dedo.  

Rhaenyra lo beso y se acurruco en su costado.  

“¿Que le trajiste a Aegon?” inquirió curiosa.  

“Un dragón de tela, lo encargue, pero no había podido ir a recogerlo. Es precioso, de un tono gris con morado y tiene dos amatistas como ojos.”  

“¿Dónde está?”  

“En mi alforja, los sirvientes lo subirán más tarde.”  

Y con Rhaenyra y Aegon en sus brazos, Daemon se permitió descansar.  

Sus planes ya en marcha, hilos moviendose por todas partes, pero nada importaba tanto como su corazón.  

El corazón que vivía en esta isla.  

“¿Es por eso que la llamas Isla Prūmia?” Rhaenyra bostezo al decirlo.  

“¿Finalmente te decidiste por nombrarla así?”  

“Tú lo hiciste, Kepus . Me gusta, casi tanto como el hijo que tengo en mis brazos... de todos los regalos que me has dado, estos dos son mis favoritos...”  

Un hogar, Kepus, una familia.  

Y Daemon haría lo que fuera por protegerla.  

Notes:

Siento que este capitulo es un respiro muy necesario.

El siguiente tambien es de nuestra pareja, pero sera desde el POV de Rhaenyra.

¿Recuerdan que en el capitulo 3 de Broken Princess mencione el cambio del año de nacimiento de Daemon? Bueno, en caso de que no, aquí les dejo la nota:
Daemon nacio en el 84 d.C.
Alyssa tiene a Viserys, Aegon en el 82d.C. y el niño muere a los seis meses, Alyssa se recupera y tiene a Daemon en el 84 d.C. y no se recupera de ese parto nunca, lleva a su hijo a su vuelo con solo quince días y despues de ese día no se vuelve a levantar de su cama.
Daemon no tiene recuerdos de su madre, unicamente de Baelon.

Linea del tiempo: por si tienen dudas, Aegon nacio en Febrero, a mediados... por lo que bien podría ser el 14 de febrero su cumpleaños! jaja, este capitulo ocurre en Marzo, lo que significa que tambien es el mes del cumpleaños de Rhaenyra!

El anillo de Rhaenyra: https://i.pinimg.com/736x/8c/77/39/8c77392aeebe0283b61943e2fa740b88.jpg
¿Se han dado cuenta de lo mala que soy describiendo joyas o vestidos? uf, estoy intentando mejorar, lo prometo.

¿Que opinan de esta capitulo? Dejenme saber en los comentarios si les gusta el nombre de la Isla, que había sido mencionado una vez antes solamente pero ahora es oficial.
Por cierto, según google Prūmia significa corazón en Valyrio.

Y recuerden que si tiene alguna petición de algún POV, es el momento, tengo varios capitulos por escribir para llenar el salto del tiempo en mis notas que no debería estar ahí y no todos los POV estan definidos. Sera un reto para mí trabajar con alguna petición.

Nos leemos el siguiente viernes!

Chapter 10: El Presagio del Dragón

Summary:

El hombre propone... y los Dioses disponen.

Notes:

Link del regalo:
https://i.pinimg.com/736x/64/64/60/646460333813d5e41e6a60833b85444d.jpg

¿alguien más espera los viernes con tantas ansias como yo?

Gracias por todos sus bellos comentarios, ¡los amo! aquellos que dieron sugerencias... ya me dieron ideas y mi inspiración esta a todo lo que da.

si alguien aun tiene una petición, todavia estamos a tiempo: ¿algún POV en particula que quieras leer?

Advertencia... esto no es para los fans de Laena ni de los Velaryon y su descendencia. (pero si quieren leer de todas fomas, son mas que bienvenidos)

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Rhaenyra

 

Ella estaba soñando.

Volando en lo alto los cielos, Aegon aferrado a ella, sus bracitos intentando envolverla aunque eran demasiado pequeños...

Daemon a su lado...no...

Encima...

Atrás...

¿Que?

Un gemido salió de su boca cuando repentinamente la boca de Aegon se transformó en la de Daemon.

Abrió los ojos de golpe y encontró a Daemon chupando su teta con entusiasmo, masajeando la otra con su mano derecha y la izquierda en su coño, abriendolo como si fuera una flor.

Sintió uno de sus dedos entrar con suavidad en su cavidad, movimientos increíblemente suaves, delicados pero excitantes.

“Daemon.” soltó un gemido y Daemon le sonrió con picardía mientras cambiaba de pecho y metía un segundo dedo en su coño.

Acaricio su perla con su pulgar y Rhaenyra sintió que explotaba.

El placer la inundo y su jadeo fue lo suficientemente fuerte como para despertar a Aegon, fue por la gracia de los dioses que su dragon tambien desperto y antes de que llorara, ambos escucharon el ruidito de su dragon que fue suficiente para distraerlo.

Escucharon el balbuceo sin sentido del bebe, y Daemon siguió con sus caricias, confiado en que el dragon mantendria entretenido al bebe.

Rhaenyra alcanzo a ver el borde de una alita de dragón moverse en la cuna antes de que Daemon la obligara a regresar su atención a él.

Daemon soltó su pezón con un plop, y la beso en los labios.

Sintió como sacaba los dedos de su coño, la sensación de vació haciéndola lloriquear.

“Mi esposita necesitada... ¿quieres mi polla? ¿no es así?” Daemon se burló de ella y con su mano coloco su polla en la entrada de su coño, jugando con ella al frotarla pero no penetrarla, tentandola.

“Por favor, Kepus, por favor...” se retorció en un intento de atraerlo hacia ella.

“Ah, no, no, no...” le metió la punta y luego la saco y Rhaenyra sintió que iba a explotar de necesidad, su coño vacio buscando algo paa llenarlo. “Me has hecho correrme con tu boquita como un niño verde, Rhaenyra, te has burlado de mí durante días...”

Su polla, completamente húmeda y con semilla goteando, estaba rojo y las venas se saltaban con fuerza.

“Ahora me toca a mi…”

Pero Daemon parecía tranquilo, una sonrisa lobuna mientras jugaba con ella, toqueteando sus pechos, dándole besos que solo la dejaban ansiando más.

Provocandola

“Ser él que se divierta.”

Más, más, más.

“Kepus, por favor... te lo suplico...” lo tomo de su cuello y se aferró a él, intentando obligarlo a apoyar todo su peso sobre ella. “¿No quieres... poner otro bebe dentro de mí?”

Ante sus palabras, su tío gimió con deseo, pero en vez de cumplir sus deseos, dirigió su polla al agujero de su ano e hizo un amago de penetrarla.

Rhaenyra chillo sorprendida y su esposo volvió a hacer un intento de meterle la polla en el culo.

“¡Daemon!” Rhaenyra jalo su cabello un poco en un intento de hacerlo detenerse.

“Eso te pasa por provocarme, mujer.” volvió a hacer otro intento y la punta entro y Rhaenyra se retorció, abrumada por las sensaciones, sintiendo ardor, pero tambien placer.

Su tío había tomado su culo en pocas ocasiones, pero siempre hacía más por prepararla.

“Por favor, por favor... quiero sentir tu semilla dentro de mí...” sus ojos estaban llenos de lágrimas y su tío finalmente pareció acceder. “En mi coño… no, no ahí…”

Saco la punta de su polla de su culo y la metió en su coño, complaciendo su peticion.

“¿Así?” y comenzó a follarla con estocadas lentas, demasiado lentas.

Rhaenyra asintió rápidamente, intentando instarlo a ir más rápido.

“Si, si, más, por favor...”

“Ah, ah, ah, no mi amor... así, lento... extrañe tu coñito precioso... tan suave... tan apretado.” la follo con estocadas profundas, lentas.

Rhaenyra, que se moría de necesidad, gimoteo desesperada.

“Te vez tan hermosa así... tomando mi polla tan bien.” su tío la elogio y acompaño sus palabras con besos en su rostro, demasiado suaves.

No podía correrse, no con el ritmo lento e inestable, con ese vaivén sin sentido que la mantenía al borde, pero no la dejara tener su placer.

“Por favor.” balbuceo y no le importo sentir la leche correr por su abdomen, sus tetas goteando leche blanquecina.

“He deseado follarte durante días, días y días, semanas... pero tenía que esperar... ser paciente, que tu cuerpo se curara... ahora te toca a ti... ser paciente.” cada frase venía acompañada de una estocada, demasiado fuerte, pero demasiado lenta.

Como si intentara abrirla en dos.

Pero usándola para su placer.

Sintió las lágrimas comenzar a correr por sus mejillas.

Daemon las quito con su lengua, saboreando sus lágrimas con una expresión de satisfacción.

Luego dejo de follarla, separándose de ella mientras comenzaba a descender, limpiando las gotas de leche con su lengua.

Siguió bajando hasta llegar a su coño y Rhaenyra grito cuando sintió su lengua chupar su perla como cuando chupaba sus pezones.

Como si quisiera sacarle leche de ahí.

“¡Daemon!” uso una de sus manos para presionar la cabeza de su tío contra su coño, desesperada por más.

Daemon extendió una de sus manos y comenzó a apretar su pecho izquierdo mientras seguía jugando con su perla, llevándola al límite.

Y justo cuando empezaba a sentir su placer, Daemon la soltó y volvió a penetrarla, pero esta vez comenzó a follarla de verdad.

Con fuerza, en un vaivén desesperado hasta que ambos gritaron al llegar al unisonó a su placer.

Kepus.” lo besó lánguidamente, sintiendo cómo su cuerpo flotaba en una neblina de placer.

“Feliz día del nombre, Rhaenyra.” su tío la abrazó al dejarse caer sobre ella.

“¡Daemon! ¡Me aplastas!” intentó empujarlo, pero él era mucho más fuerte que ella, y no pudo hacer nada más que intentar respirar bajo su peso.

Daemon se movió de manera extraña y de repente se elevó, se colocó a su lado y puso algo sobre su cabeza.

Rhaenyra tanteó el extraño objeto hasta retirarlo... y contuvo el aliento.

En sus manos descansaba una tiara majestuosa. De estructura dorada, estaba adornada con piedras preciosas en tonos rosa suave, como pétalos de flor bañados en luz de amanecer. Las gemas, cortadas en formas de lágrima y marquesa, se desplegaban en un patrón simétrico, como la extensión de un abanico real o la corona de una diosa antigua. En el centro, una gran piedra en forma de lágrima brillaba con intensidad etérea, enmarcada por delicados cristales blancos. Bajo ella colgaba otra gema suspendida, que se mecía suavemente, como si latiera con su respiración.

“Daemon...” su voz apenas era un susurro, incrédula.

“Me pareció apropiada para una reina,” dijo él con una sonrisa satisfecha, observándola mientras el sol atrapaba el brillo rosado de las piedras y lo reflejaba en su rostro. “Una reina valyria, nacida del fuego y el cielo.”

Ella bajó la mirada hacia la tiara, luego lo miró a él, conmovida.

“Me encanta,” murmuró. No pudo evitar sonreír, con los ojos llenos de emoción, pero tambien picardia. “Eres ridículo…”

“Y tú eres hermosa,” respondió Daemon, su voz ronca, suave. “Solo lo mejor para mi sobrina.”

Rhaenyra soltó una risa quebrada, el recuerdo de esas mismas palabras resonando en su mente de si niñez.

“Eres mucho más que eso. Eres mi reina. La única que reconocería el fuego en mi alma sin retroceder, mi esposa... la madre de mi hijo.”

Rrhaenyra no dijo nada, abrumada.

Daemon la miro comprendiendo su silencio. Ambos contemplando los recuerdos de una niñez llena de alegría gracias a él.

Ella sostuvo la tiara con ambas manos, temblorosa. Su corazón palpitaba con fuerza.

“¿De dónde sacaste esto?”

“La hice forjar en Volantis. Las gemas vienen de Lys. Él que me las vendió me aseguro que venían de un Señor Dragón que se las regalo a su amante... que son valyrias.”

Rhaenyra lo miró, asombrada. “Daemon… esto es un regalo digno de una coronación... no de un onomástico más”

Él se incorporó, se arrodilló frente a ella, desnudo, sin rastro de pudor ni vergüenza, solo devoción pura.

“Ningún onomástico es solo uno más... Rhaenyra, pero considéralo una promesa, te daré una corona, una tiara... cada año, para que cuando seas Reina, puedas usar una diferente cada día.”

Rhaenyra lo miró fijamente, sintiendo una oleada de calor en su pecho, distinta al deseo. Era algo más profundo. Más arraigado. Era amor, sí, pero también destino, Daemon la entendía en formas que a veces ella ni siquiera se comprendía a sí misma.

En sus sueños, como Princesa, Alicent la había despojado de todo respeto, de cada muestra que dejara ver su posición, incluyendo las joyas, solo aquellas que había sido un regalo de su tío habían permanecido bajo su dominio, pero ella se había negado a usarlas, demasiado herida.

Se colocó la tiara con cuidado, acomodando sus rizos para que la corona se sostuviera.

“¿Y? ¿Cómo luzco?” preguntó, sintiendo la emoción burbujear en su pecho.

Daemon se inclinó, besó su vientre y luego su corazón. La miró con un orgullo feroz.

“Como mi Reina, mi única Reina, preciosa más allá de las palabras.”

Ella tragó saliva. Sintió que algo había cambiado, no entre ellos, sino dentro de ella, esa inseguridad que había dominado sus pensamientos desde el nacimiento de su bebe respecto a su apariencia, calmandose bajo los halagos sinceros de su esposo.

“Ven aquí,” dijo, jalándolo de vuelta a la cama.

Él obedeció de inmediato.

Mientras las primeras luces del amanecer teñían de oro los muros de piedra, Rhaenyra Targaryen se entregó al hombre que había puesto una corona sobre su cabeza… sin trono, sin público, sin ceremonia.

Pero con promesa.

El lloriqueo desde la cuna llamo su atención y se levantó, mucho más ágil ahora, y recogió a Aegon, luego regresó a la cama y se recostó, alimentando a su cría.

Daemon trajo al dragón de Aegon y lo dejo en el borde de las sábanas, donde el dragón camino con sus patitas torpes sobre la superficie esponjosa como si esta lo ofendiera.

Pero en vez de sentarse a su lado, Daemon regresó del otro lado de la estancia con algo oculto tras la espalda. Tenía esa expresión traviesa que solía irritarla… y encantarla por igual.

“¿Qué haces ahora?” preguntó ella, suspicaz pero divertida.

Daemon se acercó despacio, con pasos exageradamente solemnes. Hizo una reverencia tan dramática que Rhaenyra tuvo que cubrirse la boca para no reír y molestar a Aegon que succionaba de su pezón con entusiasmo.

“Su alteza, el joven príncipe Aegon Targaryen, desea entregar un presente a su madre, en celebración de su primer día del nombre como madre del dragón.”

Rhaenyra alzó una ceja, acomodando a Aegon ligeramente. “¿Ah, sí? Qué caballeroso es nuestro pequeño dragón.”

Daemon se agachó junto a la cama y sacó de detrás de su espalda una delicada cajita de madera tallada. Al abrirla, reveló una pulsera de finas piedras rosadas engarzadas en oro, cada gema reflejando la misma tonalidad que las que adornaban su tiara.

Rhaenyra la tomó con asombro silencioso.

“Daemon…”

“Hace juego con la tiara.” Tomó la pulsera, con manos suaves, y la colocó en la muñeca de ella como si realizara un antiguo rito.

“Pensé que la tiara era suficiente,” murmuró ella, acariciando las piedras con los dedos.

Daemon alzó su mano, besó la piel donde el oro rozaba su muñeca. “Nunca es suficiente cuando se trata de ti. Además, debo enseñarle a este pequeño como debe tratar a su madre... y algún día así deberá tratar a su esposa o... a su hermana.”

Rhaenyra bajó la vista, y sus ojos se llenaron de lágrimas inesperadas. No de tristeza. Sino de una ternura tan intensa que dolía, la esperanza de que su ansiada hija existiera la invadió.

Volvió la mirada hacia abajo, donde Aegon tenía los ojos entreabiertos, una mano cerrada en puño sobre su pequeño pecho y sus cachetes sonrosados se movían con cada succión.

“Este ha sido… el mejor día de mi vida,” confesó en voz baja.

Daemon la abrazó desde atrás, rodeándola con sus brazos. Su mentón reposó sobre su hombro, y juntos miraron al niño en silencio.

“Y apenas es el comienzo,” dijo él, con una certeza que le calentó el alma.

Ella cerró los ojos y dejó que ese momento la envolviera: su hijo, su amante, su futuro.

Y la tiara, tan delicada y brillante, como la promesa de lo que aún estaba por venir.

...

Rhaenyra no entendía por qué Daemon le habían pedido que usara ese vestido. Uno blanco profundo con bordados dorados, más elegante que cualquier prenda de descanso y mucho más adornado de lo que ella consideraba necesario para una noche simple.

Aegon dormía en su cuna al lado de su dragón y bajo la mirada atenta de media docena de sirvientas, el palacio parecía en calma. Supuso que Daemon la arrastraría a caminar bajo las estrellas o quizás a montar a Syrax como solían hacer cuando estaban solos.

Incluso esperaba tal vez un picnic nocturno, dado que era su onomástico.

Pero al cruzar los grandes arcos que la guiaban al patio interior, se detuvo en seco.

Farolillos flotaban suspendidos en el aire como luciérnagas mágicas, iluminando con una luz cálida el espacio donde varias mesas con vino, frutas, pan y dulces habían sido dispuestas con esmero. Las melodías de laúd y flauta llenaban el aire. Malabaristas lanzaban antorchas encendidas en círculos perfectamente coreografiados, y un grupo de soldados, con sonrisas sinceras en el rostro, aplaudía con entusiasmo.

Rhaenyra lo miró, desconcertada. “¿Qué es todo esto?”

Daemon sonrió como un niño que acababa de robar una manzana. “Una velada para ti. Para celebrar que sigues siendo la criatura más hermosa que ha dado la sangre del dragón... y para recordarte que puedes sonreír y disfrutar.”

Ella rió, aún sorprendida, y entonces vio a las hermanas Strong, sentadas cerca del fuego, riendo entre ellas. Lady Brienne, con el rostro aún serio pero más suave que nunca, vestía una capa ligera y acariciaba su vientre con ternura. Incluso algunos capitanes de confianza se habían unido, relajados, hablando entre risas contenidas.

La música subió en tono, animada. Una danza de salón antigua comenzó a sonar y varios se levantaron para moverse al compás. Daemon se inclinó ante Rhaenyra con una reverencia exagerada.

“¿Me concede esta danza, mi Reina?”

Ella fingió dudar, como si pudiera resistirse a su encanto. “Si me pisas, será tu cabeza la que ruede.”

“Vale el riesgo,” respondió con una sonrisa ladina.

Se deslizaron al centro, y Daemon la condujo con la soltura de un hombre que no temía mostrar su afecto. Sus manos eran firmes, pero su mirada lo era aún más. La música los envolvió.

Por unos minutos, no hubo guerra, ni amenazas, ni ausencias. Solo ellos dos, girando en un pequeño universo creado por el amor y la risa.

Más tarde, mientras todos brindaban, Daemon se le acercó por detrás y le susurró al oído:

“La próxima vez... será una mascarada. Con dragones, fuego y estrellas.”

Rhaenyra se giró, apoyó la cabeza en su pecho, y pensó que incluso en medio del caos, él seguía siendo su refugio.

“Es encantador, Daemon... te lo agradezco.”

“Has estado tan preocupada, cuidando de Aegon... y entiendo que lo disfrutas, mi amor, yo también lo hago, pero quiero que sigas viviendo tu vida en plenitud; siempre te han gustado las fiestas, las obras.” Daemon señalo a los bailarines que comenzaban a acomodarse en el centro. “Nunca te privare de tu entretenimiento.”

La guio a la mesa desde donde Rhaenyra podía ver el patio en su totalidad, y por encima del balcón del lado este, el mar, las montañas y el cielo estrellado.

La cena comenzó en un murmullo de risas suaves y copas entrechocando. Rhaenyra estaba sentada en un asiento adornado con cojines carmesí, su copa de sidra a medio llenar, las mejillas encendidas no por el alcohol, sino por la atención que todos parecían volcar sobre ella.

Aegon dormía tranquilo en una cuna de viaje cercana, lo habían traído cuando comenzó a llorar de hambre, envuelto en suaves mantas bordadas con hilos de plata. Daemon, sentado a su lado, tenía los ojos puestos en ella, satisfecho con su obra: una noche sin preocupaciones, sin deberes, sin amenazas. Solo celebración.

Entonces los músicos callaron. Las luces bajaron suavemente hasta quedar solo unas pocas antorchas y faroles, y un grupo de cinco bailarines —tres mujeres y dos hombres— entraron en escena al ritmo de un tambor suave y profundo.

Se movían como olas. Una de las mujeres llevaba una larga tela azul que ondulaba tras ella como una capa, representando al mar. Otro danzante caminaba con pasos lentos, pesados, como si cada pisada fuera un llamado desde las profundidades. Los otros giraban en torno a él como corrientes, como dragones invisibles surcando el agua.

Los movimientos se aceleraron: la historia era clara incluso sin palabras. Una dama del mar se enamoraba de un hombre nacido del fuego. Sus mundos chocaban, sus cuerpos se unían, y del encuentro nacía una criatura nueva, una criatura de alas y escamas, hija de ambos elementos.

Rhaenyra observaba en silencio, maravillada. La historia no solo era hermosa; era un reflejo simbólico de ella misma y Daemon. De sus naturalezas opuestas. De cómo, pese a todo, habían creado algo nuevo y poderoso, aunque también se podria interpretar como un amor prohibido, como lo era el de ella y Daemon gracias a la desaprobación de su padre.

Cuando la danza terminó, los aplausos se alzaron como una ola. Anya, discreta al fondo, sonrió con tristeza a su hermana Catelyn. Brienne, aún taciturna, asintió en señal de respeto por el arte.

Pero Rhaenyra no aplaudió de inmediato. En lugar de eso, giró hacia Daemon y lo miró como si lo viera por primera vez.

“¿Lo planeaste tú?”

Daemon solo bebió de su copa. “Tal vez.”

Ella tomó su mano bajo la mesa. “Gracias. No sé si merezco tanto.”

Daemon la miró, y por un momento, no fue el príncipe guerrero, ni el esposo complicado. Solo un hombre enamorado.

“Claro que lo mereces, ñuha jorrāelagon.”

La fiesta continuó unas horas más entre música suave, vino especiado y conversaciones risueñas. Rhaenyra, con el rostro suavemente iluminado por las antorchas, se dejó arrullar por la atmósfera mágica que Daemon había creado para ella. En algún momento, cuando el último bailarín se retiró y el sonido de las copas menguó, Aegon comenzó a mover sus manitas dormidas, y ambos padres rieron al unísono.

Más tarde, ya en sus aposentos, con Aegon dormido entre ellos y el mar golpeando suavemente la costa a lo lejos, Rhaenyra se apoyó en el pecho de Daemon y cerró los ojos con una sonrisa que parecía venir desde su niñez.

“Fue un buen día del nombre,” susurró.

“Y los siguientes serán aun mejores.”

El sueño los envolvió como un manto cálido.

Durante días, la calma se mantuvo. El sol seguía brillando sin nubes. Aegon comenzó a balbucear. Rhaenyra se sentía por primera vez en años como una madre, una esposa... y no solo como una heredera. El cumpleaños había dejado una estela de felicidad duradera.

Hasta que una mañana, la calma se rompió.

Golpes desesperados retumbaron en la puerta.

Una sirvienta, con el cabello revuelto y el rostro desencajado, entró sin esperar permiso.

“¡Princesa! ¡Alteza, por favor, levantaos!” Jadeaba. Sus ojos estaban abiertos de par en par, como si hubiera visto un espectro.

Rhaenyra se incorporó, medio dormida, cubriéndose con las sábanas. “¿Qué ocurre?”

“Algo en los túneles… una… criatura. Hay gritos, sangre. ¡No sabemos qué es!”

Daemon ya estaba de pie, con una daga en la mano y una expresión que solo los verdaderamente peligrosos adoptaban en silencio.

Rhaenyra apretó la manta contra su pecho, el corazón en un puño.

Ella no dijo nada, solo lo miró, y él la besó suavemente en la frente antes de desaparecer escaleras abajo, envuelto en la oscuridad del pasillo. Rhaenyra se quedó sola con Aegon en brazos, el calor del cuerpo de su hijo anclándola al presente.

El grito ahogado de la sirvienta aún flotaba en su mente cuando Daemon se marchó.

Pero su mente no estaba allí.

Estaba con él.

Se concentro en su vínculo, en el hilo que unía sus mentes, desesperada por saber que estaba bien.

Lo sentía. A través de él. Como un eco leve, una sensación más que imágenes, Daemon siempre hacía esto, intentar protegerla, cerrar su conexión lo más posible para mantenerla a salvo.

Pero ella se concentró tanto como pudo.

Oscuridad. Calor. Un vapor pesado, húmedo, que se adhería a la piel. Ruidos húmedos de agua corriendo y piedras deslizándose. Algo vivo.

Rhaenyra cerró los ojos y apoyó la frente sobre la suave cabeza de su hijo, intentando respirar con calma.

Una punzada de emoción: asombro.

Y luego, un sonido agudo, lejano pero penetrante, atravesando la conciencia de Daemon como un cuchillo de hielo.

Un chillido.

No era humano.

Era... nacimiento. Eso sintió. Esa fue la palabra que apareció en su mente, nítida y vibrante. Un nacimiento.

El calor que venía de su pecho creció, una chispa danzante que no le pertenecía a ella. Era Daemon. Y estaba sonriendo. Lo sabía.

Entonces volvió. De pronto, estaba allí, entrando por la puerta con los cabellos húmedos, sus pantalones arrugados y llenos de tierra, y una expresión en el rostro que era pura incredulidad teñida de gozo.

Rhaenyra se puso de pie de inmediato, aferrando con más fuerza a Aegon.

“¿Qué pasó?” preguntó, aunque ya lo sabía, lo tenía en el borde de la mente, pero sin poder... aceptarlo.

Daemon la miró como si no pudiera creer que estuvieran separados. Se acercó, acarició la mejilla de su hijo, y luego la de ella. Habló en voz baja.

“El huevo... ha eclosionado.”

Rhaenyra sintió un cosquilleo recorrerle la columna.

“No puede ser... ¿el de las aguas termales?”

Daemon asintió. “Está vivo. Pequeño, confundido. De un tono verde pálido precioso... pero tiene alas, tiene fuego, garras y ha demostrado que sabe usarlos.”

Ella lo miró con una mezcla de temor y asombro. “¿Lo tocaste?”

“No quiso acercarse a mí y no lo quise obligar.”

Ambos miraron al niño dormido. Rhaenyra no dijo nada.

Dejaron a Aegon con Brienne, que lo sostuvo como si fuera una joya demasiado preciosa para tocarla.

“Estará bien,” prometió la mujer con suavidad, su vientre ya comenzaba a notarse y aprovechaba cada oportunidad para cuidar de Aegon, siempre ansiosa por practicar.

Rhaenyra descendió al lado de Daemon, esta vez sin la mente dividida. El calor del vapor la golpeó primero, seguido del zumbido en los oídos: una presencia.

La antorcha que Daemon sostenía apenas alcanzaba a iluminar el pasadizo, pero Rhaenyra sintió al dragón antes de verlo. Como un pulso en la piedra. Un corazón nuevo latiendo bajo tierra.

Y entonces, un par de ojos dorados brillaron en la oscuridad.

El dragón, aún cubierto de membranas pegajosas, aleteaba con torpeza sobre las piedras calientes. Era más hermoso de lo que ella imaginó: sus escamas, de un verde pálido casi blanco en el vientre y más intenso en el lomo, brillaban como si hubiesen sido pulidas con jade.

No los temía. Los miraba. Los medía.

Rhaenyra sintió que el aliento se le escapaba.

Era hermoso.

No una criatura feroz, sino algo puro. Inocente. Un fragmento de magia recién despertada.

El dragón levantó la cabeza y la miró. No a Daemon. No a la antorcha.

A ella.

Y por un segundo, solo uno, sintió algo que no pudo explicar. Como si el dragón la estuviera reconociendo. Como si hubiera estado esperándola.

“¿Crees que...?” susurró, sin atreverse a terminar la pregunta.

Daemon no respondió. Solo tomó su mano con más fuerza. Y aunque no lo decía, ella lo sintió.

No era casualidad.

Rhaenyra se agachó lentamente, el vapor denso acariciando sus mejillas. El pequeño dragón ladeó la cabeza, curioso, pero no dio señales de miedo. Su respiración era un suave susurro, y el sonido que escapaba de su garganta —ni rugido ni silbido— parecía más un canto dormido.

“Es tan... tranquilo,” murmuró Rhaenyra, incapaz de apartar la vista. “Tan distinto de Caraxes o el dragón de Aegon.”

Daemon asintió, aunque sus ojos estaban clavados en la criatura como si aún desconfiara.

“Algunos nacen con hambre de guerra. Otros... con ojos de sabio.”

El dragón se aproximó un paso más, movido por la curiosidad. Rhaenyra apenas se atrevió a respirar. Aquel ser, nacido de fuego y roca, no parecía buscar dominación ni gritar su poder. Solo existía. Observaba. Aprendía.

“¿No tiene miedo?” preguntó.

“Quizás... aún no entiende qué es temer,” dijo Daemon, y su voz fue más suave de lo que ella esperaba. “El dragón de Aegon es igual... Syrax no tuvo temor hasta que un cuidador de dragones le dio su primer latigazo.”

La criatura se acuclilló en la piedra caliente y cerró lentamente los ojos, como si le bastara estar allí. Como si no esperara ni exigiera nada.

Y Rhaenyra comprendió que este no sería un dragón fácil de predecir. No gritaría ni ardería al primer llamado.

El calor en las cuevas termales era casi sofocante, pero Rhaenyra apenas lo sentía. A través del vínculo brumoso que compartía con Daemon, su mente captaba fragmentos dispersos: la rugosidad de las rocas húmedas, el vapor envolviendo una silueta, el sonido áspero de una respiración que no era humana.

Y el dragón.

Verde pálido. Cálido. Inquietantemente tranquilo.

Sintió a Daemon agacharse lentamente frente a la criatura. Él no hablaba en voz alta, pero Rhaenyra lo escuchó igual.

Se suponía que no debía eclosionar aún.

Una imagen fugaz cruzó su mente. Una niña de cabellos plateados. Sonriente. Valiente. Y el mismo huevo, acunado entre sus manos.

Baela.

El nombre atravesó sus pensamientos como un cuchillo. No había Baela en esta vida. Esa niña nunca existió. Ni su madre. Ni ese destino.

Rhaenyra inhaló profundamente. “¿Crees que es el mismo dragón?”

Daemon no respondió de inmediato. Se limitó a observar al dragón.

"Perteneció a ella en tus sueños..." Murmuro apretando su mano.

Ella sintió su inquietud mezclada con la suya.

“¿Y ahora? ¿Qué hace aquí?”

Daemon se levantó con lentitud, los ojos afilados clavados en la criatura.

"No lo sé... pero esto no es casualidad." Su mente estaba tensa, contenida. “Tal vez siempr estuvo destinada a existir, Aegon nació antes al igual que su dragón… esto nos demuestra que algunas cosas se pueden cambiar Rhaenyra.”

“¿Y si no nos pertenece?” preguntó Rhaenyra, en voz baja. Era una herejía incluso pensarla, pero allí, en la oscuridad cargada de historia, todo parecía posible.

Daemon la miró, y por un momento su mente fue una chispa de dragón rugiendo: feroz, protector.

"Todo dragón sin jinete es una amenaza. Hasta que uno de los nuestros lo reclame, debe dragón bajo nuestro control… muchas cosas ya son diferentes, pero esto tambien nos enseña que algunas cosas estan destinadas a suceder sin importar que hagamos..."

El dragón verde los observaba como si entendiera.

Y en el fondo, Rhaenyra lo sabía también.

Este no era un nacimiento cualquiera.”

“¿Cuándo nacio Baela en tus sueños? ¿Lo sabes?”

“Aún faltan años… era… dos años, creo, más joven que Jace.”

Daemon se acercó con pasos tentativos y permitio que el dragón lo olfateara antes de levantarlo con cuidado, vigilando sus garras.

El dragón no ofrecía resistencia. Se acurrucaba contra el pecho de Daemon como si lo reconociera, como si lo hubiera estado esperando. Era pequeño aún, pero su cuerpo ya irradiaba un calor vivo, una antigua voluntad.

Rhaenyra caminaba a su lado en silencio, sus pasos resonando con eco por los túneles de piedra húmeda. La criatura los miraba con unos ojos grandes y opacos, casi humanos.

“¿Crees que esté aquí por uno de ellos?” preguntó finalmente, sin tener que decir los nombres. Sabía que Daemon entendería.

Él asintió, con lentitud.

“Brienne... su hijo está creciendo con sangre Velaryon, quien a su vez tiene sangre Targaryen... La sangre importa.”

“Y Laena,” añadió Rhaenyra en voz baja, como si el nombre le doliera. “El hijo que espera... también lleva fuego en sus venas. Esperaba que la sangre de los Braavosi sería suficiente para diluirla... pero ahora...”

Daemon gruñó apenas, un sonido contenido.

“No quiero que sea para ninguno de ellos,” dijo al fin, y ella no supo si hablaba como padre, como guerrero o como hombre celoso de los dragones.

Ella asintió. “Ni yo.”

Por unos momentos, caminaron en silencio, acompañados solo por el sonido suave de las patas del dragón rozando la tela de la camisa de Daemon.

“Son nuestros enemigos,” dijo Daemon. “Aún si no lo desean.”

“Y los dragones no distinguen intenciones. Solo sangre, descubrimos eso de la peor manera.” Daemon la miró de reojo ante sus palabras llenas de veneno. “Si el destino de este fuera el hijo de Brienne... o el de Laena... entonces ese destino no es nuestro.”

Rhaenyra detuvo su paso, mirando al precioso dragón con el corazón acelerado.

“¿Y qué haremos si alguno intenta reclamarlo?”

Daemon giró lentamente hacia ella, el dragón apoyado en su antebrazo, ya medio dormido. Había una chispa oscura en su mirada.

“Lo evitaremos.”

Ella no preguntó cómo. No necesitaba hacerlo.

Cuando llegaron a sus aposentos, Daemon colocó al dragón en una pequeña cama cubierta con cuero blando y mantas gruesas. El joven dragón se enrolló como un gato, dejando escapar un largo y cálido suspiro, como si la habitación le perteneciera desde hacía siglos.

Rhaenyra lo observó largo rato.

“¿Crees que elegirá a alguien más?” preguntó.

Daemon respondió sin apartar la vista de la criatura: “Solo si lo dejamos libre.”

Ella asintió. Sabía lo que eso significaba.

El dragón sería vigilado. Criado. Protegido, sí. Pero sobre todo, contenido.

Porque en una guerra, incluso un huevo roto podría inclinar el equilibrio.

El dragón dormía ya profundamente, su pecho subiendo y bajando con lentitud, dejando escapar un vapor tenue de sus fosas nasales. Tenía las alas plegadas contra el cuerpo y sus escamas brillaban bajo la luz de las antorchas con un verde pálido, casi irreal, como si su carne estuviera hecha de jade y luz lunar.

Comprendió porque Baela lo había llamado Moondancer en sus sueños.

Rhaenyra lo observaba desde el umbral, con los brazos cruzados, los ojos inquietos, como si observar a la criatura fuera mirar directamente al corazón de una profecía.

“Sin jinete, no tendrá nombre…” murmuró.

Daemon la miró en silencio. “Entonces elegiremos por él.”

Ella no respondió de inmediato. Caminó hacia la criatura, cada paso pesado con el peso del pasado y el miedo al futuro. Entonces, con voz baja pero imbuida de significado, pronunció:

“Tessarion.”

Daemon parpadeó. “¿Tessarion?”

“Una diosa menor de Valyria,” explicó Rhaenyra sin apartar la mirada del dragón. “La diosa de la previsión, de los sueños y la profecía. Hija de Balerion y Onixa. Gemela y esposa-hermana de Shrykos... lo encontré en uno de los textos que encontramos en Valyria.”

Daemon asintió lentamente. Ese nombre no era elegido al azar.

“El instinto y la visión,” completó ella en un susurro. “Dicen que podía ver lo que venía... aunque no siempre podía evitarlo.”

Se agachó junto a la criatura, que agitó una garra como si respondiera a su voz incluso en sueños.

“Este dragón no debería haber nacido ahora. Este no era su tiempo,” dijo Rhaenyra, como si pensara en voz alta. “Y sin embargo, aquí está. Como si el destino reclamara algo. Como si nos advirtiera.”

Daemon puso una mano en su hombro. “¿Crees que su presencia es un presagio?”

“No lo sé,” admitió, y por primera vez en mucho tiempo, su voz tembló. “Pero no dejaremos que caiga en manos de los Verdes o de los Velaryon. Ni ahora, ni nunca. Este nombre... este vínculo... será nuestro escudo.”

Daemon miró al dragón, que parecía dormido pero expectante. Una criatura nacida fuera de tiempo, que no respondía aún a ningún jinete.

“Entonces será Tessarion.”

Y al decirlo, sellaron con el nombre un lazo de posesión, poder y protección.

El dragón era suyo, tenía que serlo.

Pero el presagio de su nacimiento no era uno que se les escapara.

“¿Los dragones de los Verdes?” Rhaenyra lo pregunto con la garganta apretada.

Daemon la miro con acero en sus ojos. “¿Sabes cuando eclosionaron?”

“No lo recuerdo… Ni siquiera se como fue que los obtuvieron, ninguno fue de cuna, esos se enfriaron.”

“Encontraremos algo, Rhaenyra, veré… veré que podemos hacer.”

“Tenía esperanzas de que no eclosionara”

Y el único consuelo que Daemon pudo ofrecerle, fue el de sus brazos.

Aunque las preguntas se acumulaba.

¿Y el dragón de Rhaena, aquel que nació enfermó y murió a las pocas horas…? ¿y que seria del otro… aquel que si eclosiono?

No tenían respuestas y eso los ponía nerviosos.

...

El sol apenas comenzaba a teñir el cielo de tonos dorados cuando Rhaenyra se sentó junto a la entrada de las cavernas. El aire aún olía a piedra caliente, humedad y a algo nuevo… algo antiguo y recién nacido a la vez.

Habían decidido pasar el día en las cuevas, para bañar a Aegon en lava y decidieron traer a ambos dragones.

En su regazo, apoyada en una manta, dormía Tessarion.

La pequeña dragona era más delicada que cualquier otra criatura que Rhaenyra hubiera visto. De escamas verde pálido, como jade traslúcido bañado en luz de luna, apenas tenía el tamaño de un gato. Su cuerpo temblaba suavemente con cada respiración, y sus diminutas alas, aún húmedas, se estremecían ocasionalmente como si soñara con volar.

Rhaenyra no podía dejar de mirarla.

“No pesa nada,” murmuró, mientras acariciaba su lomo con la punta de un dedo. “Es como sostener un gato.”

“Y sin embargo, quemará un continente si crece sin control,” dijo Daemon, arrodillado frente a ella, con un trozo de carne en sus dedos.

A unos metros, el dragón gris tormenta de Aegon avanzaba con pasos inseguros. Aunque aún pequeño, ya era casi el doble de tamaño que Tessarion. Sus alas eran más firmes, su cola más larga, y su fuego... al menos comenzaba a existir. En días pasados, había logrado encender brevemente una rama seca bajo la atenta mirada de su padre.

Aegon, recostado en su manta en una cuna de viaje, una canasta según las palabras de Daemon, emitió un gorgojeo suave cuando el dragón se acercó. El lazo entre ellos, aún frágil, parecía vibrar en el aire.

El dragón gris olfateó el aire y se aproximó con cautela a Rhaenyra. Detuvo su marcha al ver a la criatura dormida entre sus brazos. Inclinó la cabeza con un leve chillido inquisitivo.

Tessarion se movió. Abrió uno de sus ojitos, apenas una rendija dorada bajo el párpado. Y respondió con un quejido muy leve, apenas un murmullo. Una nota dulce y curiosa.

Los dos dragones se miraron. Pequeños, torpes. Pero ya se reconocían.

“No hay vínculo aún,” dijo Rhaenyra. “Solo… instinto. Curiosidad.”

“Lo suficiente para entender que no están solos,” respondió Daemon. Se incorporó y observó a ambos dragones por un momento, antes de volver la vista a Rhaenyra. “Ella es más pequeña. Más lenta. Más... callada.”

“Y más mía,” replicó Rhaenyra con suavidad, acariciando la cabeza de Tessarion. “Aunque no me pertenezca. Aunque no sea para mí.”

“¿Crees que fue para Aegon?” Daemon preguntó en voz baja.

“No. Ya tiene al suyo. Y esta pequeña no nació por él.” Rhaenyra entrecerró los ojos, como si pudiera ver más allá de la bruma. “Tal vez… es para alguien más. Uno que aún no ha nacido.”

Daemon apretó los labios, su expresión oscura por un momento.

“¿Brienne?” murmuró. “¿O Laena?”

“No lo sé.” Rhaenyra suspiró. “Pero no permitiré que se aleje de los Targaryen, si nació destinado para uno de ellos... me temo que entonces sufrirá sin su jinete.”

Daemon asintió.

Tessarion estiró sus alitas brevemente y soltó un chillido suave, dulce como campanillas distantes.

Intento pararse con sus piernas torpes y estiro sus alitas, el dragoncete gris dio un paso atrás y Tessarion comenzó a bajar de su regazo.

Daemon puso el trozo de carne en una roca. “Dracarys.”

El dragón de Aegon de inmediato intento seguir su orden, lanzando pequeñas volutas de humo hasta que logro lanzar una llama que chamusco la carne y comenzó a comerla con entusiasmo.

Tessarion soltó un chillido agudo y Daemon saco otro trozo de carne y se lo coloco frente a ella.

Dracarys.” Tessarion lo miro y volvio a ver la carne.

“Demasiado pequeña.” Rhaenyra tomo el trozo de carne y se lo lanzo al dragón gris, que lo quemo sin esperar instrucciones y Rhaenyra lo tomo antes de que se lo comiera y o comenzó a trocear para dárselo a la dragoncita.

“¿Debemos presentárselo a Caraxes y Syrax?” Daemon miró el cielo, donde sus dragones danzaban entre las corrientes calientes con una gracia feroz. Caraxes giraba en espirales lentas, lanzando ocasionales llamaradas al aire, mientras Syrax aleteaba más cerca de la superficie, jugueteando con la sombra de su reflejo sobre las rocas negras.

“Sí,” respondió Rhaenyra tras pensarlo un momento. “Pero esperemos unos días, como hicimos con Aegon y su dragón. Dejemos que Tessarion se fortalezca primero.”

Daemon asintió, tomando con suavidad la canasta donde Aegon dormitaba, los puños cerrados como capullos rosados. El bebé suspiró y balbuceo algo en sueños.

Caminaron a través de los túneles, sus pasos resonando suavemente sobre la piedra caliente. Los muros resplandecían en tonos anaranjados por la luz de los ríos de lava, y el aire olía a azufre, piedra humeante y fuego antiguo. Una calidez profunda envolvía todo: no quemaba, no dolía… se sentía como el hogar.

Detrás de ellos, los dragones bebés los seguían. El pequeño dragón gris de Aegon caminaba con torpeza, sus garras golpeando las piedras con un ritmo irregular mientras intentaba revolotear sin éxito. Tessarion, aún más diminuta, se deslizaba con movimientos más delicados, casi felinos, observándolo todo con ojos muy abiertos y brillantes.

Al llegar a la caverna, el calor aumentó suavemente. Frente a ellos, las piscinas termales se abrían como espejos humeantes, algunas tan calientes que brillaban con reflejos rojos por la lava subterránea que fluía cerca.

Rhaenyra soltó una carcajada baja mientras Daemon se agachaba y comenzaba a desvestir al bebé.

“¿Recuerdas lo que dijo Shanara la primera vez que sugerimos esto?” preguntó ella, mientras quitaba el pequeño jubón de lino de Aegon.

“‘Eso es imprudente, princesa, una locura.’” imitó Daemon con voz nasal al intentar hacer la voz de una mujer. “Como si no supieran que nuestros hijos nacen para el fuego.”

Deslizaron juntos a Aegon dentro de la piscina más cercana, donde la temperatura era más suave. El bebé dio un brinquito de sorpresa en los brazos de Rhaenyra y luego rió, una risita dulce que reverberó por la cueva.

Daemon y Rhaenyra sonrieron, sentándose a cada lado de la pequeña piscina, sus manos cuidando que no se resbalara. El vapor subía a su alrededor en remolinos y hacía brillar sus pieles húmedas con un resplandor dorado.

“No parece que tenga miedo,” murmuró Rhaenyra.

“Es un Targaryen.” Daemon le guiñó un ojo. “Nuestro hijo. Hijo del fuego.”

Detrás de ellos, un chillido agudo los hizo mirar: el dragón gris había metido una pata en el agua y saltó hacia atrás, resoplando, claramente indignado. Tessarion, en cambio, se acercó con cuidado, olfateando la orilla con interés. Luego, lentamente, metió el hocico en el agua tibia y lo retiró rápido, sacudiendo la cabeza.

Rhaenyra se rió con deleite, y Daemon se unió a su risa.

“Son como niños,” dijo ella, observando cómo el dragón gris correteaba alrededor del borde, persiguiendo su reflejo.

“Lo son,” coincidió Daemon. “Y un día serán más grandes que cualquiera de nosotros.”

Rhaenyra abrazó a Aegon mientras lo sacaban del agua.

“Pero por ahora,” susurró, mientras el bebé se acurrucaba contra su pecho, “aún nos pertenecen.”

El vapor los envolvió, ocultando al mundo exterior por un instante más.

Solo quedaba el murmullo de las aguas termales, los chillidos juguetones de los dragones bebés, y el suave latido del corazón de su nueva familia.

Rhaenyra coloco a Aegon en su canasta y estiró los brazos, sacudiendo la humedad de sus dedos mientras observaba la gran piscina que se abría más allá, donde una cascada de lava caía lenta pero constante desde lo alto de una grieta, alimentando las aguas termales con un calor puro y vibrante. Las burbujas que se formaban al contacto eran grandes y sonoras, explotaban con un silbido suave que reverberaba por toda la caverna.

Daemon siguió su mirada y sonrió, esa sonrisa suya, ladeada, como si supiera exactamente lo que ella pensaba.

“¿Nos atrevemos?” preguntó él, comenzando a desatar el cinturón de su túnica oscura. Rhaenyra no respondió con palabras, solo comenzó a quitarse la suya también, dejando caer la tela con deliberada lentitud. No había pudor entre ellos. No podía haberlo, no después de todo lo que habían compartido.

Desnudos, caminaron hacia la piscina de aguas humeantes, con Aegon en los brazos de Rhaenyra, su mirada atenta y como si lo captara todo. El calor era intenso, pero no abrasador. Era un calor que envolvía como un susurro antiguo, como un eco de la sangre de dragón que les recorría las venas. Entraron juntos, con cuidado al principio, hasta que el agua les llegaba a los hombros y entonces Daemon tomo a Aegon para mantener su cabecita fuera del agua mientras él bebe balbuceaba alegremente.

La lava burbujeante lanzaba destellos naranjas sobre sus pieles, y el vapor jugaba con sus sombras en las paredes como si los dioses hubieran querido pintar allí su silueta.

Rhaenyra apoyó la cabeza en el hombro de Daemon y cerró los ojos.

“Me siento tan segura en este lugar” murmuró. “A salvo del mundo...”

“Estas a salvo,” respondió él, pasando un brazo por su espalda. “Y Aegon, y los que vengan después, tendremos este refugio y aquí nadie nos puede tocar.”

Un chillido agudo los hizo mirar: el dragoncete gris había dado un brinco y cayó de hocico en el borde de la lava. Chilló con indignación, pero al ver que nada le pasaba, lanzó una bocanada de humo diminuto y, con torpeza, metió primero una garra, luego la otra.

Tessarion observaba desde detrás de una roca. Sus ojos resplandecían con un tono casi plateado bajo la luz del fuego. La lava no le intimidaba: avanzó lentamente, estirando su cuerpecito hasta acercarse a la orilla. Se asomó, olfateó, y luego metió todo su pequeño cuerpo, sumergiéndose bajo la superficie con una burbuja que explotó tras ella.

Rhaenyra jadeó, sorprendida.

“¿Lo viste?”

“Lo vi,” susurró Daemon, embobado. “Como si hubiera nacido en el agua.”

Una burbuja más grande explotó cerca de ellos, enviando un estallido de vapor a su alrededor. En ese momento, Rhaenyra se sintió parte del lugar. Parte de un linaje antiguo, más allá de reyes, más allá de reinos. Era una criatura del fuego, como los dragones. Como su hijo, y estaban en su elemento tanto como en el aire.

“¿Alguna vez pensaste que llegaríamos aquí?” preguntó Daemon, girando el rostro para besarla detrás de la oreja.

“No así,” respondió con un suspiro. “Pero me alegra haber llegado. Y me alegra que estes conmigo.”

Se besaron allí, bajo la lluvia lenta de lava, Aegon en medio de ellos balbuceando, con el vapor envolviéndolos y los pequeños dragones nadando —o al menos intentándolo— entre las burbujas que ascendían a la superficie.

Por un momento, el mundo era solo eso: fuego, agua, amor… y una familia naciendo dentro del corazón de una montaña.

La noche había caído cuando regresaron a sus aposentos, aún con el olor del fuego y el vapor en el cabello.

Rhaenyra caminaba descalza, con una bata ligera, la piel aún húmeda, brillante bajo la tenue luz de las velas.

Daemon ya estaba sentado en el lecho, con Aegon en brazos. El bebé balbuceaba algo que no eran palabras, pero lo hacía con tanta seriedad que parecía estar pronunciando un discurso importante. Sus pequeños puños se agitaban al aire mientras pateaba enérgicamente las sábanas suaves.

“¿Y este discurso tan vehemente?” Rhaenyra sonrió, sentándose junto a ellos.

“Nos está contando lo que soñó,” dijo Daemon con tono grave, como si su hijo acabara de revelarle los secretos del universo.

Rhaenyra soltó una risa suave, pero su mirada se quedó anclada en su hijo. Le sorprendía cuánto había cambiado. Solo tres lunas atrás era una cosa diminuta, rojiza y temblorosa. Ahora... Aegon estaba más redondo, más firme. Su piel tenía el tono dorado de la luna, y sus ojos —de un morado oscuro— exploraban todo con una curiosidad que parecía antigua.

“Hace un mes apenas sostenía su cabeza,” murmuró, acariciándole las mejillas. “Y ahora se ríe... ¿lo oíste hoy? Se rió de verdad.”

“Se burló de mí cuando me salpicó el agua con un estornudo,” agregó Daemon, fingiendo indignación. “Tenía esa sonrisa malvada que solo puede haber heredado de ti.”

Rhaenyra le dio un suave empujón.

“No, esa sonrisa es cien por ciento tuya. Aegon es un dragón pequeño con el alma de un bribón.”

Daemon lo levantó, acercándolo a su rostro. Aegon emitió un chillido, feliz, y le pateó el pecho con fuerza sorprendente.

“Ya quiere volar,” dijo Rhaenyra, con una mezcla de temor y orgullo.

“Pronto,” prometió Daemon. “Pero aún no. Que se quede aquí, con nosotros, un poco más.”

Se recostaron juntos, Aegon entre ambos, las sábanas tibias arropándolos como una segunda piel. La pequeña criatura dormitaba otra vez, el pecho subiendo y bajando en un ritmo tranquilo, seguro.

“Es perfecto,” susurró Rhaenyra, con los dedos sobre la barriguita de su hijo. “Jamás pensé que podría sentirme así.”

Daemon no respondió. Solo miraba al niño, y luego a ella, con una expresión tan serena y tan ajena a su naturaleza impetuosa que Rhaenyra sintió que el corazón se le detenía por un momento.

En esa habitación, en esa noche, nada más existía. No los tronos, no los dragones, no las guerras por venir. Solo ellos tres, y el mundo nuevo que construían con cada respiración.

Pasaron los días como el agua caliente en las cuevas, envolviéndolos con calma y fuego. Las noches eran suaves, llenas de murmullos, de risas contenidas, de Aegon moviéndose entre ambos con sus pequeños manoteos, suspiros y chillidos que llenaban las habitaciones de un eco nuevo y sagrado.

Rhaenyra pasaba las mañanas tendida con su hijo en el regazo, murmurándole en alto valyrio canciones antiguas que hablaban de estrellas y volcanes. A veces, cuando Aegon dormía profundamente, se giraba para encontrar a Daemon observándolos en silencio desde el alféizar, un libro olvidado en su regazo y una mirada que parecía siglos más vieja que él.

En esos días, el mundo parecía lejos. Como si no perteneciera a ellos.

Pero el mundo no olvida a los Targaryen.

Una mañana, el viento cambió. Lo sintió primero Tessarion, que levantó el cuello en alerta desde su rincón cálido en la esquina. Caraxes respondió con un murmullo profundo, casi un rugido dormido mientras volaba por encima del palacio, haciendo temblar los cristales. Fue Brienne quien llegó corriendo, su capa aún húmeda de la bruma marina.

“Un barco ha llegado, mi señora,” anunció con la voz grave. “Viene del continente. Porta estandartes de Dragonstone, han enviado a alguien primero para asegurar que tiene permiso de estar aquí... y tiene una carta con el sello del Príncipe Daemon.”

Rhaenyra se quedó en silencio unos instantes. Aegon dormía en su regazo, y su calor era un ancla, un recordatorio.

Daemon entró poco después, con la expresión endurecida por la sospecha. No preguntó por el barco. Ya lo sabía.

“¿Quieres que los reciba contigo?” preguntó en voz baja.

“No aún,” murmuró Rhaenyra. “Quiero decidir qué mostrar y qué no.”

Daemon se sentó frente a ella, apoyando las manos en sus rodillas. Aegon emitió un sonido entre un ronquido y un suspiro.

“No podemos mantenerlo oculto para siempre.”

“No. Pero tampoco podemos permitir que sepan demasiado pronto.” Su mirada se endureció, pero su voz permaneció serena, firme. “Me secuestraron sabiendo que estaba embarazada. Me buscaron no solo por lo que soy, sino por lo que llevaba dentro.”

Su voz se quebró apenas. No por miedo, sino por rabia contenida.

“Y si no hubieras llegado cuando lo hiciste...”

Daemon no dijo nada. Lo había hecho. Y los había matado a todos. Con fuego, con acero, con sus propias manos si era necesario.

“No pueden saber aún que Aegon está a salvo. No deben saber cuán fuerte está. No hasta que podamos asegurarnos de que puede ser protegido... de verdad, no quiero tampoco que la noticia llegue a mi padre aún, no merece saber sobre mi hijo.”

“Lo ocultaremos,” dijo Daemon con resolución. “¿Pero crees que tu padre volverá a caer en la misma treta? Estará espeando cartas tuyas ahora que Otto no esta para interceptarlas.”

“Lo manejare diferente, ahora no será Otto quien cargara la culpa, aunque podría hacerlo...” dijo Rhaenyra, sus ojos brillando con el reflejo del fuego, “Necesito colocar a alguien a su lado, pero creo que aún no es el momento... tengo una idea, Daemon, para proteger a mi padre, pero solo funcionara si él no tiene idea de nada.”

Daemon la miró y no vio a la madre de su hijo ni a la princesa heredera, sino a la Reina que pronto sería.

Y juró en silencio que haría arder el mundo si alguien intentaba arrebatarles eso, ante lo que Rhaenyra sintio que el amor la inundaba.

El barco ancló poco después del amanecer, tras recibir el permiso de Rhaenyra, fue inspeccionado, cada persona registrada y cualquier elemento que bajaran fue revisado exhaustivamente. Los emblemas de Dragonstone ondeaban con discreción, sin campanas ni anuncios. Un gesto silencioso, pero calculado. Sabían que debían ser cautelosos.

Rhaenyra los recibió en su salón del trono, donde el espacio era amplio, mucho más que el del Trono de Hierro, pero tenía solo un trono amplio con cojines rojos que resaltaban en el lugar, pues todo era de piedra blanca con vetas rojas.

Aunque llevaba una tiara, la de jade, su postura bastaba para mostrar su poder. A su lado, Daemon permanecía de pie, una mano apoyada en el pomo de su espada, con la expresión cerrada y los ojos vigilantes.

Tres mensajeros descendieron del barco: un chiquillo flaco y con capa dorada, un caballero joven de la casa Celtigar, y un emisario de Volantis. Todos traían cartas, informes, rumores. Y preguntas no formuladas.

Su heraldo, un soldado ascendido repentinamente, anunció primero al caballero Celtigar. “Ser Althor de la Casa Celtigar.”

Hizo una reverencia casi ridícula, mirándola boquiabierto, hasta rozar el piso antes de elevarse velozmente ante la orden de Rhaenyra.

“Nadie sabe dónde estáis, Princesa,” dijo el caballero de la Casa Celtigar, su voz llena de asombro. “Se rumorea que ha enfermado. Que fuiste llevada al Valle, que murio bajo el ataque de los Velaryon en Volantis... Que... que no sobreviviste, muchos hemos estado preocupados por usted, Alteza.”

Rhaenyra lo miró largo y tendido. “Que continúen los rumores.”

El caballero, de cabello blanco y ojos azules, asintió, aunque tenía una mirada preocupada.

“¿Como supiste donde encontrarme?” Rhaenyra hablo con firmeza, pero por dentro, estaba llena de preocupación.

“Un caballero en High Tide, vuestra Alteza, Ryger, le indico a mi Lord Celtigar donde podiamos enviar un mensaje para el Príncipe Daemon.” aclaró lanzando una mirada llena de miedo a Daemon. “Mi Lord Celtigar fue a entregar el decreto del Rey respecto al castigo de la Casa Velaryon y encontramos leales a usted entre sus paredes.”

“¿Decreto del Rey? ¿De que habla, Ser Arthor?” Rhaenyra miro confundida a Daemon quien nego con la cabeza.

No se dé que habla, no he escuchado nada.

“Tras enterarse por Ser Harwin de que fue secuestrada y atacada por Lord Corlys, vuestro padre, el Rey Viserys decreto que la Casa Velaryon debía ser castigada por atacar a su heredero, dado que Lord Corlys aun vive, pero esta gravemente herido, el decreto fue entregado a la Princesa Rhaenys: los impuestos a Driftmark se duplicarán, deberá pagar una restitución a la Princesa de cien mil dragones de oro y el Rey ha decretado que, si Meleys o Vhagar ponen una nidada, los huevos deben ser entregados a la Princesa Rhaenyra de inmediato...” anunció con una mirada alegre en su rostro.

Rhaenyra sintió las lágrimas llenar sus ojos.

“¿Mi padre...?” no pudo terminar la pregunta, un sollozo la hizo detenerse. Respiro profundamente y se calmo, antes de continuar. “¿El Rey castigo a los Velaryon?”

“Lo hizo, Princesa... el Rey culpa a Lord Corlys de que Ser Harwin fallara en traerla de regreso a la Fortaleza. Dado que no estamos seguros de su ubicación... bueno, el Rey ordenó que el oro confiscado a los Velaryon fuese llevado a Dragonstone, dado que es su dominio.”

Rhaenyra asintió, relajando su postura ligeramente.

Su padre había castigado a los Velaryon en su nombre.

A pesar de todo... él te ama, Rhaenyra, más que a nada en este mundo.

Lo sé... no significa que sus acciones no me lastimasen.

Y tampoco te ama más que yo.

Rhaenyra sonrió ante el último comentario silencioso de Daemon.

“Debo agradecerle, Ser Arthor, por arriesgarse para traerme esta noticia.” Rhaenyra le sonrió y el hombre tembló ligeramente. “Permítame ofrecerle mi hospitalidad durante su estancia, hare que arreglen aposentos para usted.”

El hombre asintió, sus ojos azules brillando intensamente.

“Le agradezco por su amabilidad, Princesa... pero, ¿si me permite? Tengo una petición de mi Señor Celtigar para usted.”

Rhaenyra se sorprendió y permitió que sus facciones lo mostraran, pero asintió justo cuando un sirviente le ofreció bebidas a todos, Rhaenyra tomo su copa llena de agua con fruta y noto como Ser Arthor aceptaba su copa de vino con entusiasmo y confiadamente, tomo un trago.

“Puede realizar la petición.”

“Gracias, Alteza... Lord Bartimos Celtigar solicita su protección para su sobrina, Lady Lucella, quien ha cumplido su onomástico catorce este año... él la ofrece como doncella para su hogar, Princesa Rhaenyra.”

Rhaenyra se quedo congelada por un momento, especialmente por la mirada de Ser Arthor.

Doncella.

Lady Alicent había sido una vez su Doncella, tras su traición, Rhaenyra no había aceptado ninguna doncella en su hogar, tanto por el temor de otra traición, como porque Alicent se lo había prohibido.

Tenía sirvientas, en su mayoría de noble cuna, pero no fue hasta Lady Brienne que Rhaenyra acepto otra dama en su hogar, aunque como doncella duro poco, dado que se unió y se casó solo un par de días después.

Luego las hermanas Strong, quienes miraban desde los laterales junto a Lady Brienne. Ellas eran sus doncellas de más alto rango, damas en espera, cuando llegan a la edad de casarse...

Rhaenyra no había buscado rearmar su hogar, volver a llenar su personal, pero parecía que el destino lo estaba haciendo por ella.

“¿Lady Lucella?” preguntó tanteando el nombre.

No la recordaba, pero sí que sabía que Ser Barimos permanecio leal, muriendo de manera horrible por ella, al igual que Ser Arthor.

“Es... la única sobrina de Lord Celtigar, y él tiene la esperanza de cuando llegue el momento, casarla con su hijo, Ser Clement, a quien también le gustaría ofrecer como caballero en su hogar, pero...” algo en la mirada de Ser Arthor alerto a Rhaenyra, especialmente cuando miro al piso y sus mejillas enrojecieron.

“Hable claro, Ser Arthor, si abriré mi hogar a alguien, debo saber que puedo confiar en ella y en su familia.”

El caballero asintió y luego saco de su jubón un pergamino algo arrugado.

“La Fe de los Siete se ha estado volviendo... agresiva, Princesa, especialmente desde su matrimonio con el Príncipe Daemon, dado que el Rey no lo ha reconocido, muchos dicen que vive en el pecado, sobre todo los miembros de la Fe. Incluso los matrimonios entre primos lejanos, que son bastante comunes, se han enfrentado a mayor resistencia por parte de los Septos, quienes se han negado a realizar ceremonias si hay el más mínimo rastro de sangre compartida entre la pareja.”

Dio un paso adelante, con el pergamino y Daemon se acercó a recibirlo, comenzando a leerlo de inmediato.

“Han anulado algunos matrimonios que consideran... demasiado cercanos, hemos intentado llevarlo ante el Rey, pero no ha dado audiencia... además de lo que dice el pergamino.”

Rhaenyra miro a Daemon y extendió la mano.

Este le dio el pergamino con una mirada de furia.

 

A los fieles del Dominio y más allá,

A los que aún guardan la palabra de los Siete,

A los hijos de la virtud:

La Fe ha permanecido en silencio durante años, observando con pesar cómo la corrupción y la herejía se disfrazan de derecho de nacimiento.

Hoy rompemos ese silencio.

El linaje de los dragones ha caído en la abominación.

Se dicen de sangre real, pero su sangre está manchada de pecado.

Se acuestan entre hermanos. Engendran hijos con sus tíos. Se toman esposas como si tomaran espadas, sin respeto por los votos sagrados ni la ley de los Siete.

¿Qué esperanza puede ofrecer un trono construido sobre incesto y fuego demoníaco?

Las criaturas aladas que llaman dragones no son símbolos de poder:

Son bestias nacidas del infierno, antinaturales, alimentadas por sangre y muerte.

La mujer que se proclama heredera —esa llamada Rhaenyra—

¿Acaso no ha tomado como esposo a su propio tío?

¿No fue su vientre mancillado por un hombre con su misma sangre?

¿Y si tienen hijos? ¡Demonios disfrazados de humanos!

¡Los Siete no cierran los ojos ante tales pecados!

Los fieles no deben doblar la rodilla ante una reina manchada de incesto.

Los fieles no deben arder por una corona nacida en pecado.

No ahora que hay una opción; un hijo legitimo que ha venido a purificar la corona.

Renuncien al dragón.

Renuncien a la herejía.

Renuncien a los que vuelan contra el cielo, pues el cielo ya ha cerrado sus puertas a ellos. ˋ

Que las llamas se extingan, y que la luz de los Siete reine sobre el reino.

Por la Fe.

Por el Pueblo.

Por la Corona justa y pura.

— El Alto Septón y los Sirvientes leales de la Estrella de Siete Puntas

 

Rhaenyra cerró el pergamino con lentitud, los nudillos blancos por la tensión.

Daemon soltó un bufido oscuro.

“Bastardos hipócritas.”

Pero Rhaenyra no se rió. Guardó el pergamino como si contuviera veneno.

“No se detendrán solo con palabras,” murmuró. “Están sembrando odio. En el Dominio... en el Valle... donde la fe es fuerte.”

Daemon chasqueó la lengua. “Que lo intenten. La fe no tiene dientes. Nosotros sí.”

Pero ella sabía que el peligro no siempre venía con acero. A veces venía en forma de ideas. Y el veneno de una mentira bien contada era más difícil de detener que cualquier hoja.

Maegor se había enfrentado a la Fe Militante, y aunque llamaran de otro nombre, al final era lo mismo.

“Los septos lo introducen en sus oraciones, hablan de ello, discretamente pero poco a poco son más descarados. En Isla Zarpa se ha prohibido el ingreso de más hombres o mujeres de la Fe y hemos intentado detener a los que encontramos... pero sin nadie de verdadero poder que los controle...” Ser Arthor se aclaró la garganta. “Con la desaparición de dragones en Poniente, sienten que sus oraciones están siendo respondidas y lo usan como excusa, que sin vosotros el Reino prospera.”

“¿Mis bardos? ¿Han estado cantando?” Rhaenyra preguntó directamente, sin paciencia para sutilezas.

Ante su admisión, Ser Arthor cayo de rodillas, casi gritando. “¡Usted es quien ha estado ayudando al pueblo! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!”

Rhaenyra controlo su rostro y el impulso poner los ojos en blanco.

“Si, he escuchado las canciones... dicen que apenas comenzaron a llegar al Norte.” declaro aun de rodillas, su rostro estaba lleno de lágrimas y Rhaenyra ignoro los murmullos despectivos de Daemon para escuchar a Ser Arthor. “Y he sido testigo, Princesa Rhaenyra, de su bondad... han llevado pan y vino a cualquier lugar donde van, Alteza, ayudando principalmente a las mujeres y a los niños.”

Rhaenyra sintió la satisfacción llenarla, su pequeño plan era arriesgado porque dependía de que los bardos cumplieran su parte, pero le alegro enormemente saber que Nevan había cumplido.

“Levántese, Ser Arthor, me ha traído buenas noticias, a pesar de lo que me indica de la Fe Militante... no lo dejare pasar, aunque mis esfuerzos tendrán que ser discretos.” Rhaenyra espero hasta que Ser Arthor se levantó antes de continuar. “Y aceptare a Lady Lucelle en mi hogar a cambio de que ustedes acepten... a alguien muy importante para mí en su hogar.”

“¡Por supuesto! ¡No faltaba más! ¿Cuántos serán, Princesa? ¿Una docena?” Ser Arthor asintió con entusiasmo.

“Solo dos... no, serán tres, enviare un guardia con ellos.” Rhaenyra miro a Ser Arthor, notando su entusiasmo, conociendo su lealtad, decidió arriesgarse un poco. “Le enviare un sacerdote Valyrio, un hombre que se formo en Volantis bajo la Fe de las Catorce Llamas, un aprendiz y un guardia para protegerlos a ambos.”

Ser Arthor la miro con los ojos a punto de salirsele de las cuencas, completamente asombrado.

“¿Un sacerdote Valyrio?”

“Así es. Espero que le den un hogar mientras enseña a su aprendiz, una vez que este tome sus órdenes, si ustedes lo desean, podrá permanecer en la Isla Zarpa mientras el sacerdote continua llevando la palabra de los Dioses verdaderos en paz al resto de Poniente.”

Ser Arthor volvió a gritar dramáticamente mientras asentía.

“Por supuesto, una vez que el aprendiz deje de serlo, deberá tomar un nuevo aprendiz y el sacerdote también, para hacer crecer su orden.”

“Si, comprensiblemente, estoy seguro de que abra muchos en mi hogar que serán honrados de ser elegidos para tal noble tarea.” y lo dijo de tal forma que Rhaenyra supo que él se ofrecería sin dudarlo cuando llegara el momento.

“Bien, Lady Brienne le enseñara sus aposentos para su estancia, es usted bienvenido a compartir la cena con nosotros esta noche si lo desea, si está demasiado cansado, no me ofenderé si elige permanecer en sus aposentos, solo denos la palabra para que se le pueda enviar una bandeja.”

Ser Arthor se despidio asegurando que se presentaría a cenar con entusiasmo.

Rhaenyra ya estaba agotada y apenas era la primera audiencia.

Se tomo unos minutos para refrescarse antes de aceptar la entrada del mensajero de Volantis.

“Alteza Real.” este hizo una reverencia torpe, no acostumbrado a su nueva posición.

“¿Que noticias me traes de mi más reciente adquisición?”

“Hemos encontrado mucha riqueza, su Alteza Real, oro y joyas, libros en Valyrio que se que apreciara, la última noticia con la que fui enviado es que la ciudad sigue siendo inestable, los nobles que quedaron están desesperados por recuperar Volantis, mantener sus hogares y sus riquezas, la gente común en cambio esta aceptando todo mejor, algunos ya han tomado nuevos hogares y el comercio ha comenzado a fluir nuevamente, es lento, su Alteza Real, pero estamos obteniendo el control como usted desea.”

Dio su mensaje con rapidez, claramente nervioso.

“También tengo cartas de algunos de los generales, sobre noticias más específicas, un inventario sobre lo que se envió con más urgencia y que será descargado del barco una vez que sea revisado y contabilizado.” termino sacando de su bolso de mensajero un paquete de cartas envuelto en tela de lino.

“Catelyn, toma las cartas y llévalas al solar.”

El tercer mensajero, el soldado de la Guardia de la ciudad fue el último en entrar.

“Chip.” Daemon lo reconoció con una mirada alegre.

El niño, porque aun era un niño, se iluminó al ser reconocido.

“¡Mi Comandante!” hizo una reverencia torpe. “Traigo muchas cartas, mi Comandante, de Ser Harwin, Ser Luthor, Arlie también envió unas cuantas...”

Ante su entusiasmo, Rhaenyra se permitió sonreír.

“¿Alguna noticia importante de la capital?” pregunto con suavidad.

El niño, Chip, se puso rojo al asentir.

“La Reina Lady Alicent está embarazada, Princesa, se hizo el anuncio justo antes de mi partida.” dijo con una mirada molesta.

Rhaenyra disfruto el torpe título que uso para dirigirse a Alicent.

Quedaba claro que la gente aún recordaba que Alicent una vez había sido mucho menos de lo que era ahora a pesar de sus esfuerzos.

“Ser Harwin ha regresado como Comandante... y ahora que lo ha hecho otra vez tenemos un salario, y comenzó a arreglar el cuartel, y tenemos comida otra vez.” dijo con entusiasmo.

Lo miro con tristeza, asombrada que eso fuera tan importante como para mencionarlo. La idiotez de su padre no dejaba de asombrarla.

“Recibimos... los fondos, Comandante, Ser Harwin nos dijo que en realidad no venían de la Corona... sino de usted.” murmuro con temor, pero la mirada agradecida demostró que su valentía fue lo que lo hizo hablar. “Igual que los bardos... ellos, van a cantar mucho a los orfanatos, llevan pan.”

“Eso... no debe mencionarse, Chip. ¿sabes algo de los Septos?” Rhaenyra cambio de tema con rapidez, preocupada por el tema de la Fe.

“Si, han llegado varios, se ponen en las esquinas a pedir limosna, hablan... bueno, hablan de que es bueno que el Reino tenga Fe suficiente para que los dragones desaparezcan, dice muchas cosas malas... Princesa, el otro día Ser Harwin arresto a uno que estaba en un burdel y le dieron latigazos en la plaza cerca del mercado por follar a un niño.”

Rhaenyra esperaba que Ser Harwin hubiese informado de ello en sus cartas.

“De acuerdo, un sirviente te llevara a donde podrás descansar, Anya, lleva lo que Chip te indique al solar. Nos veremos en la cena.”

Rhaenyra leyó los informes en privado más tarde, en sus aposentos, con Aegon dormido junto a ella y el susurro de las olas apagado por las rocas del acantilado.

El mundo seguía girando. Y exigía su presencia.

Regreso a los deberes y al equilibrio.

Los días siguientes se volvieron más estructurados. Rhaenyra convocó a sus soldados más fieles, Lady Brienne, las hermanas Strong, y hablo de nuevo con Ser Arthor, descubriendo un poco más sobre el estado del Reino.

Cada mañana, después de alimentar a Aegon y pasear con él entre los jardines donde crecían flores de todos los colores, se encerraba en la biblioteca con mapas, cartas, sellos y pergaminos.

Las tardes las dedicaba a revisar provisiones, estudiar rutas marítimas y redactar mensajes codificados, asegurando que Volantis permaneciera bajo el estandarte Targaryen y que sus espías en Poniente supieran como hacerle llegar mensajes.

Por las noches, se permitía ser madre de nuevo. Aegon ahora reía al reconocer su voz. Estiraba las manos hacia ella y parecía entender más de lo que un niño de tres meses debería. Rhaenyra lo amamantaba mientras murmuraba planes entre dientes.

Daemon, por su parte, comenzó a tensarse con la rutina, sintiéndose un poco perdido al no estar con ella todo el tiempo.

Fue entonces cuando Rhaenyra le dio deberes nuevos y recordándole los anteriores.

“Encárgate de los entrenamientos con los soldados.” le dijo una mañana mientras peinaba su cabello frente al espejo. “Revísalos. Mantéenlos listos. Crea un escuadrón leal a nosotros, no solo a nuestra causa, ¿no era tu intención mejorar nuestra guardia? Vuelve a ser el lider de nuestro ejercito, esposo mío .”

Daemon asintió con gusto. Pero ella lo conocía.

“Y quiero que supervises los dragones jóvenes. Incluyendo a Tessarion. Ya sabes que están comenzando a inquietarse, tienes experiencia con los dragones... quiero que entrenes a algunos cuidadores, no aceptare ninguno que haya estado bajo el reinado de mi padre y a este ritmo, necesitamos algunos.”

Le lanzó una mirada desde el reflejo del espejo.

“No quiero verte de brazos cruzados, esposo mío.”

Daemon se rio por lo bajo, acercándose a su cuello para besarla.

“Nunca he sabido estar quieto.” Dijo con una mirada extraña y los pensamientos revueltos.

“Y por eso te necesito ocupado.”

Él mordisqueó su lóbulo antes de apartarse.

“Entonces me encargaré de prepararnos para la guerra, mientras tú la ganas.”

Y así, lentamente, la rutina de la familia Targaryen encontró su equilibrio: fuego y estrategia, risas suaves de un bebé, alas sobre el cielo y lava bajo los pies.

Rhaenyra ya no estaba huyendo.

Estaba gobernando... y se sentía maravilloso.

Como si hubiese nacido para ello.

“Porque naciste para ello, mi Reina.” Daemon era su mayor partidiario, su apoyo incondicional.

Su todo.

“Me has estado llamando Reina.” se dio cuenta. “Desde mi cumpleaños.”

“El título de Princesa se te queda corto...” murmuro con picardía. “Reina Rhaenyra Targaryen, Reina de mi corazón.”

Aunque enternecida, Rhaenyra negó con una mirada divertida. “Aún soy Princesa, Daemon, no quiero ser llamada Reina hasta que la corona de los Siete Reinos sea colocada en mi cabeza de manera legitima, oficial... Alicent debe aprender que incluso como Reina, no tiene ni la mitad del poder que yo tengo, yo... una Princesa Real, Heredera de los Siete Reinos. Ella no es nada, una hija de un segundo hijo, que no trajo nada al reino más que caos y desgracia. No... cuando sea Reina, la gente aprenderá la diferencia entre una verdadera Reina... y una usurpadora.”

"¿Usurpadora?”

“Tomo la corona de mi madre de sus cenizas, se metió en la cama del Rey antes de que el periodo de luto acabara, como la puta que es, ni siquiera hizo las cosas bien. Ella no es una Reina, ni siquiera una consorte, es una prostituta, una ladrona... será la última en portar ese título, el de Reina Consorte, porque prohibiré que cualquiera que no sea de la sangre Valyria tenga ese título, si alguno de mis descendientes se tiene que casar con alguien fuera de la familia... no tendrán poder, ni la más mínima pizca, serán úteros...”

“No entiendo.” Daemon la miro confundido, era adorable.

“Tu mensajero, Chip, me dio una idea. Prohibiré que se pueda elevar la posición de una dama a la de Reina, o incluso a la de Princesa, solo una Princesa puede convertirse en Reina. Si se casan con alguien de la familia Real, seguirán manteniendo sus títulos de nacimiento. Lady Alicent... me asegurare de que así sea recordada, la prostituta que intento robar al Reino y fallo.”

Daemon se rio, alegre ante su idea.

“Mejor hacer que nadie la recuerde, mi amor.”

“Pero quiero que la recuerden, Daemon, quiero que la gente sepa que es lo que les pasara si intentan robarles a los dragones. ¿No te encanta la idea de destruir Oldtown? Asegurarte de que Otto y su prostituta hija vean su ciudad, de la que están tan orgullosos, ¿convertirse en cenizas? ¿Su legado? ¿Ver a sus Dioses falsos caer?”

Daemon se quedó congelado, algo oscuro brillando en sus ojos.

“¿Es por eso que no los has matado? ¿que no me has dejado eliminar la basura?” Daemon la beso con deseo, sus ansias de sangre despertando la oscuridad dentro de su esposo. “¿Porque les permites seguir viviendo?”

“No los dejare salirse con la suya, Kepus, ellos me robaron, me torturaron, mataron a mis hijos... fue por ellos que el Reino cayo, que la oscuridad gano. Sentirán el peso de sus decisiones... ¿me ayudaras?”

“Oh, mi amor, ni siquiera tienes que pedirlo, corazón de fuego. En cuanto me lo permitas, te traeré sus cabezas... lloveré fuego sobre su ciudad.”

Y con esa promesa, se permitió perderse en el deseo, deseando desesperadamente que la semilla de Daemon se prendiera esta vez, porque llevaba cuatro meses con el útero vacío, y era doloroso, doloroso que su vientre no tuviera vida dentro de él.

Él lo sabía.

No hacía falta que ella lo dijera. Lo sentía en la forma en que Rhaenyra se aferraba a él más allá del placer, como si buscara fundirse con su carne y su furia, como si cada encuentro fuera una súplica silenciosa.

Cuando sus respiraciones se calmaron, quedaron enredados en sábanas de lino y sombras de del fuego en el brasero, sus cuerpos brillaban ante la luz de las velas y el fuego en la chimenea, sus pieles aún vibraban por la energía de su vínculo.

“¿Crees que hay algo malo en mí?” susurró Rhaenyra, casi sin voz, mirando hacia el techo abovedado con los ojos fijos en la oscuridad.

“No,” dijo Daemon al instante, con firmeza. Se giró hacia ella, rozando su mejilla con los nudillos. “Tu cuerpo tal vez necesite más tiempo, Rhaenyra, quedaras embarazada cuando sea el momento, cuando los Dioses lo decidan.”

“Pero quiero más hijos, Daemon,” confesó ella, con un temblor en la garganta. “Quiero que Aegon tenga hermanos. Quiero llenar esta fortaleza con dragones y risas... quiero que la muerte sepa que no puede quitármelo todo.”

Daemon la abrazó, llevándola contra su pecho, con una ternura inusual en él.

“Y los tendrás. Por los dioses antiguos y nuevos, por los que murieron y los que nacerán. Los tendrás. Y cuando ese día llegue, nuestros enemigos se arrodillarán, porque ni siquiera la muerte puede con una madre de dragones.”

Rhaenyra cerró los ojos.

No respondió.

Pero por primera vez en semanas, durmió profundamente. Con Daemon envuelto a su alrededor. Con la esperanza como escudo y el deseo como espada.

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

HOLA!
Me disculpo de antemano por la longitud de mi nota...

Pero quería hacer un poco de análisis de personaje, especialmente de Daemon.
Especialmente porque este capítulo esta desde el POV de Rhaenyra, y es una situación de acciones que demuestran más que palabras.

Y Daemon no solo no lo va a decir, sino que creo que depende mucho de la capacidad del escritor, y yo solo soy una aficionada, de repente siento que no consigo transmitir todo lo que hay en mi cabeza.

Esto parte de un análisis de tumblr que leí y con el que estoy de acuerdo en cada palabra, y que fue gran parte de como se desarrollo este capítulo,  el desarrollo de Daemon como pesonaje en la historia original y como creo que aquí también aplica ese mismo desarrollo. Y aquí les dejo el link
https://www.tumblr.com/queendaeron/785254570232266752?source=share

Pero principalmente es sobre Daemon como el Príncipe Rebelde, el Pícaro, y su cambio una vez que se convirtió en padre, también sobre como creo que Daemon nunca amo a Laena, la respeto, si, no lo dudo, también creo que incluso se encariño con ella, pero no la amo.
 
Mis razones para creer esto, además de lo obvio, es que al ver la serie y volver a leer el libro, se menciona que Daemon a pesar de seducir a Rhaenyra, creía que era muy pequeña para convertirse en esposa,  algo en lo que se hace énfasis en la serie, sobre todo cuando se vuelven a reunir en el funeral de Laena; lo que no tendría mucho sentido especialmente en ese mundo donde se casan apenas sangran las mujeres, y además ya la había seducido (según); -
- pero esta opinión se basa en este detalle:  Daemon estaba en una etapa de vida diferente a Rhaenyra, en la que él ya quería establecerse, tener hijos, esposa y un hogar tranquilo, cansado de la guerra y de estar sin hogar  sin rumbo, y cuando vió a Rhaenyra después de la guerra, negándose a casarse o tener hijos, ansiando aventuras como él en su juventud, como la amaba tanto, supo que no podía forzarla a casarse con él incuso si ambos lo querían, porque no quería arriesgarse a qué lo odiara por ello (tener hijos cuando lo veia como una sentencia de muerte) y además el riesgo de que fuera deseredada y también lo odiara por ello. 

Entonces es más que ella estaba en una etapa diferente y él quería y creía que debía disfrutarla, que ella debería tener la oportunidad de divertirse como él, sin tener en cuenta por supuesto la opinión de los demás porque él se consideraba por encima de la opinión de las ovejas y tanto creía que así debería ser con todos los miembros de la casa Targaryen, especialmente su sobrina quien tambien tiene un dragón.

Laena en cambio, como no la amaba, pero era Valyria, tenia un dragon y compartia sangre con ella, podía verse asentándose con ella.

Creo que se arrepintió, especialmente porque creía que Rhaenyra con Laenor no tendría hijos, considerando sus preferencias, pero jamás considero que ella se arriesgaría a tener bastardos con otro hombre, y en cuanto Laena murió, y vio que Rhaenyra estaba en la misma etapa que él, aprovecho y se casó con ella, sin importarle el periodo de luto.

Y si, Daemon amo a Baela y Rhaena, mucho, eran sus hijas, sangre de su sangre, pero también amaba a los de Rhaenyra por esa misma razón, eran hijos de su sobrina amada y sangre de su sangre.

En esta historia en particular, Daemon no ama a Baela y Rhaena porque no las conoce, no las ve como sus hijas, lo único que sabe de ellas es el dolor que le causan a Rhaenyra en sus sueños, y si, Rhaenyra las amo, pero eran pruebas de su separación con Daemon y de ahí sus sentimientos contradictorios (de Rhaenya), Daemon en cambio solo las ve como producto de sus errores y algo que prevenir para no lastimar a su sobrina.

Y por ello, en esta historia Daemon no las ama y no las va a amar, (se que muchos quieren a Baela y Rhaena como hijas de Rhaenyra, Pero no lo son en sus sueños y no tiene sentido que sean sus hijas) existirán?, eso será algo que descubrirán si siguen leyendo la historia 😉(tengo planes), igual si desean saber sobre los otros hijos de Rhaenyra. (Por cierto, me encanta que pongan en los comentarios si desean o no que existan, les prometo que no siento presión, esa decisión fue tomada desde que escribí el primer capítulo y quedó completamente definido antes de comenzar a publicar, pero me hace ilusión porque ya se que algunos de mis planes les encantarán, no todos, Pero....)no les quiero dar spoilers.

Regresando a Daemon.

Si notaron, aunque no estoy segura, él no está de acuerdo con las ideas de Rhaenyra sobre como tratar con los Hightower o los Velaryon, si por él fuera, acabaría con ellos de inmediato, así como trato con Saera, y su inquietud no es por su espíritu inquieto como Rhaenyra piensa, sino porque el mundo está alcanzando los en lo que él considera su lugar seguro; y si él se siente seguro, sabe que Rhaenyra, su hijo y los dragones también están a salvo, y no quiere que el mundo se meta en su felicidad, él quiere paz y tranquilidad, criar a sus hijos, y Rhaenyra quiere sangre, una etapa de acción que él ya vivió y paso,  pero que su sobrina no, y ahí va el otro punto de porque creo que estaban en diferentes etapas tanto en la serie como en el libro.

Pero entiende esa sed de sangre de su sobrina, él más que nadie la entiende, y por eso deja que ella sea quien tome las decisiones sobre como lidiar con ellos, y como también la ve como su igual y la respeta, acepta que ella tiene un rango más alto y sigue sus órdenes sin dudar incluso si no está de acuerdo.

Así que no, Daemon no está inquieto, él ya encontró su lugar en el mundo, su inquietud se debe únicamente a qué quiere aislarse del mundo y mantener a su familia a salvo, pero Rhaenyra lo ve como su habitual inquietud de espíritu, aquella que lo hizo un viajero durante años.

Pero en lo que encuentran su equilibrio como pareja, padres y gobernantes, cometerán algunos errores, especialmente sobre el otro, porque aunque comparten una conexión, no significa que comparten y son una mente, aún pueden ocultarse cosas, secretos y tener malentendidos, es una conexión que sigue creciendo y desarrollandose.

Es también en esto que me baso para creer que Daemon aunque respetaba y valoraba a Laena, no la amaba, pues murió y él se caso de inmediato (y según ciertos rumores, mato a Laenor), en el show Daemon y Laena estuvieron casados 10 años, pero en el libro esos 10 años fueron con Rhaenyra, (Aegon nace en el 120 d.C. el mismo año que murio Laena).

Y uff, que coraje me da que le robaran esos años a Rhaenyra con Daemon en el show, tratando de disminuir el impacto y la fuerza de su relación; (y esto me hace creer que los productores no entendieron la historia y son TG, pues le quitan a Rhaenyra y Daemon y se lo dan a otros personajes; como las frases iconicas de Daemon que le dieron a Aemond, la relación de amistad de Laena con Rhaenyra que le dieron a Alicent…) y por ejemplo la relación de Mysaria con Rhaenyra… no tiene sentido, hacen que parezca que Rhaenyra quiere ser Daemon y no que ama a Daemon.

No se ustedes que opinen de esto, me encantaría saber. 

Y perdonen mi larguísima nota, es solo que se que algunos de ustedes me entenderán y aquellos que no, ¿Por qué? ¿Qué me estoy perdiendo? ¿Opinan diferente… y si si, en que se basan? 

Hay tantos con opiniones tan diversas, que a veces me pregunto si leímos diferentes libros, o vimos series diferentes, jaja, pero honestamente, ¿Cómo lo interpretan ustedes? ¿me he alejado demasiado de sus personalidades originales? O ¿en que me equivoque? 

Soy de esas personas que se ponen a ver videos de criticas y análisis de libros y series porque siempre aprendo algo nuevo, comprendo mas o empiezo a ver la historia o los personajes bajo una nueva luz , una perspectiva diferente, lo encuentro fascinante, incluso si termino estando del lado opuesto. 

Es decir, me encanta hacer de abogada del diablo (o hablar con abogados del diablo) solo para aprender algo nuevo

Lo siento si no tiene tanto sentido, en mi cabeza lo tiene... lo prometo. 

Y también... ¿Que opinan de este capitulo? ¿He sorprendido a alguien con alguno de mis giros o soy demasiado predecible?  

Me pregunto: ¿Que teorias tiene sobre el nacimiento del dragón? 

¿Que opinan de lo que estan haciendo los septos... y quien lo esta planeando?

Notes:

Lo siento... la nota quedo arriba. No se que hice, jeje. estoy subiendo esto desde una tablet y me esta costando demasiado.

Chapter 11: El canto de los desesperados  

Notes:

Preparense para... bueno, esto no es para los Verdes.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Lyman

Él se consideraba a si mismo un hombre honesto, honrado.

Y es por esa misma razón qué no podía mantenerse callado al ver tal injusticia.

Tal… traición .

“No pueden nombrar a un guardia real sin el consentimiento del Rey.” Su indignación fue clara en su tono, y estaba seguo de que su postura delataba su furia.

A su lado, la Mano del Rey, Lord Lyonel Strong, se levantó con el rostro retorcido de enojo.

“El Rey no ha aprobado esto, nadie presente tiene autoridad para continuar con esta farsa.” Lord Strong habló con voz fuerte, llena de autoridad.

“La Reina considera qué es de vital importancia que la tradición se recupere de manera urgente, considerando qué su fecha de parto se acerca y solo tenemos cinco guardias...” El Maestre Mellos se infló al hablar, intentado qué su voz nasal fuese escuchada ampliamente.

“Ser Harrold aún no ha muerto, y sigue siendo el Lord Comandante de la Guardia Real.” Lord Lyonel lo interrumpió y Lyman agradeció por ello.

Cuando se enteraron de la enfermedad de Ser Harrold, Lyman había sentido verdadero pesar, el hombre era un caballero noble y honesto, un fiel sirviente de la Corona con su lealtad incuestionable a la Princesa Rhaenyra,  de quien una vez fue su escudo jurado.

El hombre había resistido tanto como pudo, pero ahora…

“Esta al borde de la muerte. Ha sido un hombre leal y eso es indiscutible, como lo es también que no pasara de esta noche.” Mellos sacudió un pergamino frente a ellos. “La ciudadela, los maestres… hemos hecho todo en nuestro poder para salvarlo, pero los Dioses consideran qué es su momento. “

“Eso no esta a discusión, el momento de Ser Harrold llegara cuando los Dioses lo decidan, Maestre Mellos, lo que no se puede hacer es elegir un nuevo Comandante o agregar miembros sin el permiso del Rey… o su aprobación…” Lord Lyonel miró a donde la Reina estaba parada y todos siguieron su mirada.

No pudo evitar sentir desprecio ante su fachada inocente.

La mujer era una víbora y usaba cada oportunidad para intentar robarle el trono a los Targaryen y entregárselo a los Hightower. 

Si había una casa ambicioso era esa.

Lyman, como uno de los abanderados de aquella casa, lo sabía bien.

Las disputas de la Casa Hightower con la Casa Florent, los antiguos Reyes del Dominio, eran ampliamente conocidas entre sus abanderados.

Todos tenían algún antepasado qué había muerto entre la lucha por el poder de ambas casas.

Los Targaryen habían traído más paz de lo que otras regiones sabían o se imaginaban.

“Solo el Rey tiene ese poder.”

“La Princesa Rhaenyra fue la que eligió a Ser Criston Cole.” La Reina dio un paso adelante, con su mano en su vientre abultado, llamando la atención de todos al hecho de que llevaba al hijo del Rey en su vientre.

Pero esa era la cuestión, ¿no? Llevaba a un hijo más, bien podría ser una niño, y aún así no importaría.

“La Princesa Rhaenyra es la heredera de su Majestad, la Guardia algún día le servirá a ella…” Ante sus palabras, el rostro de la Reina se retorció en una mueca de desprecio. Lyman sintió que no podía desperdiciar la oportunidad. “Si alguien más podría hacer tal selección sería únicamente ella.”

La Reina soltó un bufido poco elegante y apretó los labios.

“La Princesa Rhaenyra no se encuentra aquí…”

“Que se encuentre aquí o en Volantis, no cambia los hechos o su posición. Cancelaran de inmediato la presentación para elegir guardias reales y yo hablaré con su Gracia de esto.” Lord Lyonel no dio lugar a discutir antes de salir.

Ninguno se molestó en informarle que la Princesa Rhaenyra tenía permiso, la ignorancia de la Reina ante el protocolo Real no era culpa del Consejo.

Lyman ignoró al resto y siguió a Lord Lyonel.

“La falta de seguimiento de protocolo es absurda.” Masculló pensando en que el Rey Jaehaerys jamás hubiese permitido semejante situación.

“Tienen razón en que necesitamos tener la Guardia completa, pero es… traición hacerlo a espaldas del Rey.” Respondió apretando los puños. “Yo mismo he intentado hablar con su Gracia sobre ello y el Rey se niega a tocar el tema.”

Lyman no dijo nada porque él también había tocado el tema sin éxito.

Cuando llegaron a los aposentos del Rey, era Ser Willis Fell quien hacía guardia y los dejó pasar tras una breve explicación por parte de Lord Strong.

Fueron recibidos por el aroma del incienso y las voces de dos sirvientes mientras atendían las órdenes del Rey.

Al entrar a la habitación del comedor privado, vieron que el Rey tenía un plato de fruta con miel frente a él y una carta en su mano.

El bardo, aquel que llegó con cuentos de la Princesa, y que el Rey mantenía a su lado para que le contara historias de su hija, estaba con su laúd sentado cerca del Rey y con un plato lleno de carne frente a él.

“¿Lyonel? ¿Lyman? ¿Qué sucede?” el Rey los miró con sorpresa.

Ambos hicieron una reverencia y observaron cómo los sirvientes salían antes de hablar.

Lyman mantuvo su mirada baja, ver el corte infectado en la mejilla del Rey lo ponía ansioso.

“¿Alguna noticia de mi hija?” preguntó ansiosamente.

“No, Alteza, pero me temo que no traemos noticias felices…”

“¿Ha muerto Ser Harrold?” preguntó el Rey con angustia.

“No, mi Rey, no lo ha hecho.” Lyman sacó un pañuelo para secarse el sudor de la frente.

“No, Alteza, pero está relacionado. La Reina Alicent convocó una docena de caballeros”

“Del Dominio” intervino Lyman, deseando dejar claro el deseo de control de la Reina al traer a soldados que le serán más leales a ella que al Rey.

“Sí, caballeros del Dominio, para elegir a dos nuevos Guardias Reales.” Lord Strong continuó, imperturbable por la interrupción.

Ni siquiera fue necesario seguir explicando. La reacción del Rey fue inmediata.

“¿¡Qué!?” rugió, pero el grito se quebró en una tos violenta que lo hizo doblarse sobre sí mismo. El movimiento agitó el vendaje que cubría su mejilla izquierda, donde la herida purulenta seguía enrojecida. El bardo fue el primero en reaccionar, ofreciéndole una copa de vino con rapidez.

Lyman se apresuró a seguir. “Insiste en que cada uno de sus hijos debe tener un guardia jurado. Ya nombró a Ser Rickard como Lord Comandante frente a testigos, y ahora pretendía añadir dos más sin consultar al Consejo.”

“¿Y quiénes eran los propuestos?” preguntó el Rey entre jadeos.

“No llegaron a nombrarlos,” dijo Lyonel. “Cuando los rumores llegaron al Consejo, varios lores exigieron que se detuviera el procedimiento. Le fue ordenado suspender cualquier juramento hasta que Vuestra Alteza pudiera ser informado.”

“¿Quién estaba presente?” preguntó el Rey con voz ronca, más frío que antes.

“Ser Tyland Lannister, Lord Marq Merryweather, Lord Jasper Wylde… todos sorprendidos. La Reina no había anunciado la intención formalmente. Fue un sirviente quien nos alertó, al ver llegar a tantos caballeros del sur a la Fortaleza, no estabamos ni preparados para su recepción.”

El Rey cerró los ojos un instante, respirando con dificultad. El vino temblaba en su copa.

“Y yo aquí, apestando a ungüento y encerrado como un inválido, mientras la Reina intenta robarme el poder, primero exige el regreso de su padre… y ahora esto…” murmuró, con amargura. Luego, más alto: “¿Se le permitió continuar?”

“No, mi Rey,” dijo Lyman. “Detuvimos todo antes de que comenzara. Pero la intención quedó clara. Actuó sin autoridad y a espaldas del Consejo.”

“Y mías,” gruñó el Rey. El silencio en la habitación se volvió pesado.

Lord Strong dio un paso al frente. “Debe hacer valer su voz, ahora. Antes de que ella intente otra jugada mientras usted permanece confinado.”

El Rey asintió lentamente. “Convocad al Consejo Privado en pleno, a la Corte. Quiero a todos los lores en la sala mañana al alba. Y que alguien me prepare… No pienso recibirlos con esta venda pestilente sobre el rostro.”

Lyman vaciló. “¿Desea que la Reina esté presente?”

El Rey dudó por un segundo, pero luego su voz salió clara:

“Sí. Que esté presente. Que se siente y que escuche.”

El Rey dejó la copa sobre la mesa de ébano con gesto brusco. El vino se derramó en la superficie, escurriendo como sangre hacia el borde.

“¿Y qué dijo Ser Rickard?” preguntó, sin mirar a ninguno de los dos. “¿Le pareció bien asumir un puesto que no se le ofreció por el Rey?”

Lyonel Strong fue el primero en responder.

“Lo aceptó con una sonrisa. Juró lealtad frente a la Reina, hizo votos públicos, y desde entonces se comporta como si el título le correspondiera por derecho.”

“¿Y no se presentó ante mí? ¿No pidió mi bendición? ¿Ni siquiera una audiencia?”

“No, mi Rey,” respondió Lyman, en voz baja. “No ha intentado siquiera enviar un mensaje. Ha tomado el mando como si su nombramiento fuera incuestionable...” Dudo un momento antes de continuar: “Ha causado problemas, pues Ser Arryk, Ser Erryk y Steffon se niegan a seguir sus órdenes, no aceptan sus rotaciones… y Ser Willis se divide entre seguirlas y no hacerlo.”

El Rey se quedó en silencio. La fiebre aún pesaba sobre sus hombros, pero en sus ojos comenzaba a asomar una lucidez peligrosa, el corte en su mejilla era la razón de su fiebre y enfermedad, pues se había infectado.

Lyman sabía que los maestres lo habían mantenido sedado durante semanas, desesperados por salvarle la vida, mientras el Consejo mantenía al Reino unido en su nombre.

“Eso es traición,” dijo Lyonel con firmeza. “Usurpación de autoridad real. Si lo permite, mañana mismo puede ordenar su ejecución. Un castigo rápido. Directo. Necesario.”

“No tan rápido,” replicó Lyman, con un matiz de cautela. “Un juicio debe preceder a cualquier sentencia, si queremos que este acto siente un precedente. No solo para él, sino para todos los que observen, el Rey Jaehaerys entendió esto muy bien y siempre se aseguró de tener testigos….”

Se sirvió vino con el permiso del Rey y tomó un trago antes de continuar.

“El pueblo murmura ya,” añadió. “Los capitanes de la guardia, los jóvenes escuderos… si ven que un caballero es ejecutado sin proceso, temerán más al capricho que a la justicia, no podemos tener otra situación como la de Ser Criston Cole, aún no nos hemos recuperado de ello.”

Lyonel bufó apenas. “¿Y qué clase de juicio se hace a un hombre que se postró ante otra corona dentro de la Fortaleza Roja? La Reina responde al Rey y solo tiene tanta autoridad como su Gracia Real le otorgue, pero aún hay nombramientos que solo el Rey puede hacer, se ha vuelto ambiciosa y audaz, Majestad…”

“Uno que será recordado,” insistió Lyman, confundido por la animosidad de Lyonel a la Reina. “Uno que dejará por escrito que la Guardia Real no sirve al Consejo, ni a la Reina, ni a los hijos de nadie. Sirve al Trono. Y al Trono solamente, a la Corona… y la Corona es usted, Mi Rey.”

El Rey observó a ambos en silencio. Luego habló, casi en un susurro.

“¿Y si no comparece? ¿Si se encierra tras la capa blanca que no le di?" El temblor en su voz fue obvio y Lyman no pudo evitar pensar que si el Príncipe Daemon estuviese presente, el Rey no tendría que temer de sus propios guardias.

Lyonel dio un paso al frente. “Entonces no será un juicio. Será una ejecución. Pero al menos, que quede claro que fue él quien rehusó la ley.”

El Rey asintió muy lentamente, como si le costara contener el dolor. O la furia.

“Entonces que se le envíe citación. Mañana, al alba. Quiero a Ser Rickard en la sala del Trono, frente a los lores del Consejo… y a mis ojos.”

Al ser despedidos, Lyman noto que el bardo había permanecido ahí todo el tiempo y se preguntó si no sería imprudente.

Intentó hablar con Lyonel, buscando saber la razón de su actitud hacia la Reina, pero el hombre se movió con demasiada rapidez para organizar lo solicitado por el Rey.

La lámpara de aceite lanzaba una luz dorada y cálida sobre la mesa baja del salón, donde humeaba una tetera de porcelana. Afuera, el viento golpeaba las contraventanas, pero dentro, todo estaba en silencio salvo por el roce de telas y el golpeteo leve de cucharas.

Lady Alana, aún en su bata de noche bordada, servía el té con manos serenas. A su lado, Lord Lyman se dejó caer con cuidado sobre un cojín acolchado, los hombros vencidos por el peso del día. Tenía el rostro pálido y la frente perlada de sudor, no por enfermedad, sino por las decisiones aún no tomadas.

“¿Otra vez en vela, esposo?” preguntó Alana sin necesidad de respuesta.

Él asintió lentamente, mirando el vapor subir en espirales.

“Hoy se cruzó un límite,” dijo con voz apagada. “La Reina convocó caballeros del Dominio. Iba a elegir dos nuevos Guardias Reales, como si fuese regente… o algo peor.”

Alana alzó apenas una ceja. “¿Y no lo es, en la práctica?”

“Esa es la pregunta,” murmuró Lyman. “Afuera, en la corte, en los mercados, incluso entre criadas… muchos creen que actúa por el bien del Rey. Que asume el peso que él no puede cargar. Que lo protege...”

Alana no respondió de inmediato. Dejó la tetera a un lado y lo observó con esa calma que a veces parecía más aguda que cualquier filo.

“¿Y tú no lo crees?”

Lyman dudó. “Creo que comenzó así. Pero ahora… ahora sus decisiones son más rápidas, más osadas. Esta vez ni siquiera pidió consejo. Y lo peor: nombró a un nuevo Lord Comandante sin siquiera consultar al Rey.”

Alana entrelazó los dedos. “¿Ser Rickard aceptó, no?” 

“Feliz. Como un perro al que al fin se le lanza un hueso. Ni siquiera pidió audiencia con el Rey. Asumió el cargo y comenzó a actuar como si fuera legítimo. Se que siempre ha sido obvio en sus preferencias, pero creí que tenía clara su lealtad.”

Ella asintió, y por un momento pareció meditar en silencio.

“Entonces lo que temes no es lo que ella ha hecho, sino cómo hará que parezca... bondadoso,” dijo por fin. “¿Como si sólo velará por un esposo enfermo?”

“Exacto,” suspiró Lyman, aliviado de que su esposa lo comprendiera cuando incluso a veces él no se comprendía. “Si el pueblo cree eso, entonces cualquier corrección del Rey parecerá injusta. O cruel. O producto de la fiebre. Si no cuidamos las formas… Alicent se convertirá en mártir. Y no en usurpadora.”

Lady Alana se acercó, sentándose frente a él. Su tono se volvió más directo, más táctico.

“Entonces asegúrate de que todos conozcan la cronología. Que sepan que el Rey estaba lúcido. Que se le ocultó información. Que los nombramientos ocurrieron en la sombra, y no por consejo del Consejo. Que Ser Rickard ni siquiera buscó audiencia.”

Lyman levantó la mirada, atento.

“Haz que parezca lo que fue: un movimiento apresurado y sin legitimidad. Y cuando llegue el juicio de Ser Rickard… hazlo público. Que lo vean todos. Que escuchen sus palabras. Si tropieza en su lealtad, si admite obediencia a la Reina por sobre el Trono… la gente decidirá por sí sola.”

Lyman la miró, con una mezcla de orgullo y alivio.

“Eres más hábil con la verdad de lo que yo soy con las cifras,” dijo con una sonrisa cansada.

Lady Alana se inclinó y tomó su mano. “La contabilidad es fría. Pero los corazones se pesan de otra forma. Solo hay que saber medirlos.”

“El problema es que el corazón de nuestro Rey es tierno y temo que la Reina es la que tiene la medida.” Pensó en la mirada altiva de la Reina, como si no tuviese miedo de las consecuencias.

“Bueno, estoy segura de que Nevan podría ayudarnos, sus canciones tienen una forma de tocar corazones… especialmente el del Rey.”

“¿Nevan?”

“El bardo, a veces toca al atardecer en los jardines, todos hemos escuchado sus canciones sobre la Princesa… y el Príncipe.” ante la mirada enamorada de Alana, Lyman puso los ojos en blanco.

La admiración de las damas de la corte por el Príncipe era casi absurda, si no fuera porque tenía la misma cantidad de admiradores entre los Lores, quienes valoraban más sus capacidades con la espada que su apariencia, Lyman se sentiría celoso.

Él mismo era un gran admirador del Príncipe, de su habilidad con la espada, de su inteligencia, sobre todo después del tiempo que pasó como Maestro de Monedas, donde impresionó a Lyman con sus ideas, su entendimiento del funcionamiento interno de los impuestos y cómo se gastaba cada moneda.

Había sido una verdadera decepción cuando Otto convenció al Rey de despedirlo solo porque Daemon había sugerido reducir la limosna que se le daba a la Fe.

Y de repente se congeló.

Una miríada de cosas cobraron sentido y las últimas cartas recibidas desde el Dominio lo pusieron a pensar.

Los primeros rayos del sol apenas tocaban los muros cuando los golpes discretos de un escudero despertaron a Lord Lyman Beesbury.

“Mi señor… Lord Lyonel solicita su presencia en su solar. Dice que es urgente.”

Lyman, aún con los huesos rígidos y el juicio nublado por la falta de sueño, se vistió apresuradamente y cruzó los pasillos desiertos hasta la Torre de la Mano. Allí encontró a Lyonel Strong de pie, ya completamente vestido y con el ceño fruncido.

“¿Qué ocurre tan temprano, Lyonel?”

El consejero le extendió un trozo de pergamino doblado, sin decir una palabra. Lyman lo leyó en silencio, las cejas fruncidas cada vez más.

“¿Una canción?” murmuró. “¿En una taberna?”

“En una posada que frecuentan nuestros sirvientes,” respondió Lyonel con voz grave. “Un sirviente de la Fortaleza la oyó anoche, y me lo contó antes del amanecer. Dijo que varios parroquianos la cantaban entre risas. Algunos incluso aplaudían.”

Lyman alzó la mirada. “¿Y qué dice? ¿Por qué es tan importante?”

“No la he oído con mis propios oídos,” admitió Lyonel, “pero según el muchacho, habla de una Reina que ‘se arropa en capas blancas’, que ‘guarda en su torre una serpiente disfrazada de caballero’… y que ‘el Rey duerme mientras ella elige su amante y su espada’.”

El anciano soltó un suspiro cargado de cansancio y preocupación.

“Ya no son solo rumores en la Fortaleza. Ahora es algo que puede crecer entre comerciantes, soldados, artesanos… Y si llega a oídos de los septones o los lores menores… los rumores que empezaron cuando quedó embarazada cuando todos han notado que ya no comparte habitaciones con el Rey… además es terriblemente sospechoso la forma en que la sigue, Ser Rickard no es su guardia jurado y sin embargo es el único al que se le ve cerca de la Reina…”

“Entonces será más que una canción,” completó Lyonel. “Será veneno envuelto en poesía. Y cualquier acción contra Ser Rickard podría parecer celos, o despecho. O incluso una lucha entre marido y mujer, no entre Rey y Reina, incluso si el Rey está justificado, el pueblo, los nobles.,, nadie comprenderá la verdad de la traición de la Reina, todo quedará reducido a un escándalo por celos.”

Lyman se dejó caer en una silla de respaldo recto, frotándose las sienes.

“Esto la debilita públicamente, sí… pero también puede fortalecerla en lo privado. Puede alegar que todo esto no es más que calumnia contra una esposa fiel, que cuida de un esposo enfermo.” Gruño en frustración. “Es bien sabido que el Rey tiene una gran debilidad por ella, sus acciones privadas deben ser congruentes con las públicas.”

Lyonel asintió. “Y si no actuamos con mucho cuidado, cualquier intento del Rey de castigar a Ser Rickard se verá como una represalia dictada por el rumor, no por justicia.”

“¿Y qué propones?” preguntó Lyman.

“Primero, averiguar de dónde salió la canción. Si fue compuesta aquí, por algún bardo imprudente, debemos encontrarlo. Luego, decidir si conviene acelerar el juicio… o retrasarlo hasta limpiar el aire.”

Lyman asintió lentamente, pero en sus ojos brillaba la duda.

“Todo depende de lo que pase hoy, de cómo lo maneje el Rey, si entra al salón del Trono como un Rey o como un esposo… si conseguimos que la reprenda públicamente o si decide hacerlo en privado.”

Lyonel no respondió de inmediato. Sólo miró hacia la ventana, donde el cielo estaba pintado de rosa.

“El amanecer siempre parece limpio,” dijo finalmente. “Hasta que uno recuerda la suciedad que esconde la luz.”

Lyman Beesbury enrollo el pergamino lentamente, dejándolo sobre la mesa de roble con dedos temblorosos, las palabras de repente se le hicieron familiares.

“La canción… es peligrosa.” Murmuró Lyonel frotándose los ojos. “Y aún no sabemos de dónde salió.”

Lyman respiró hondo, luego murmuró “Alana… sugirió algo anoche. Me recordó que Nevan, el bardo que ahora entretiene en las salas interiores, es un viejo admirador de la princesa Rhaenyra… y él estuvo presente cuando hablamos con el Rey.”

Lyonel alzó una ceja. “¿Y crees que él…?”

“Lo ignoro. Pero su presencia constante al lado del Rey y el hecho de que usualmente solo canta sobre la Princesa dicen mucho, la favorece claramente. Ha estado tocando en los jardines al atardecer. Oficialmente no sirve a nadie. Pero Alana dice que siempre ha cantado a favor de la princesa y del Príncipe. Lo considera un poeta de su causa, si fue él, entonces está buscando socavar a la Reina.”

“¿Entonces por qué marcharía a la Guardia Real?” preguntó Lyonel. “Esto no fortalece a la Princesa Rhaenyra, ¿o sí?”

Lyman vaciló… y luego respondió, lento “Sí. Sí, lo hace. Porque solo implica a un guardia en particular, no a toda la Guardia, la Reina pierde la autoridad moral, algo que ella siempre usa como escudo y arma, ni su piedad podrá ayudarla, al contrario, se vería… como una hipócrita. Lo que está en juego aquí no es solo la traición al hacerlo a espaldas del Rey, es el principio mismo de su gobierno mientras el Rey convalece. Si el pueblo empieza a verla como una usurpadora… su palabra pierde peso, especialmente considerando que la gente ya ve que se favorece a las tierras de la Reina, pero al hacerlo tan descarado…”

Lyonel cruzó los brazos.

“¿Crees que Nevan actúa por órdenes de la Princesa Rhaenyra?”

“No lo sé. Pero que está aquí por ella, si. Si está detrás de la canción, lo ha hecho con intención.”

Lyonel guardó silencio por unos segundos, meditando.

“¿Entonces lo silenciamos?”

Lyman negó con la cabeza. “No. Al contrario. Dejemos que la canción viva un poco más. No abiertamente… pero tampoco la matemos. Que se escuche en susurros. Que insinúe, no acuse. Nos servirá en el juicio.”

Lyonel lo miró con algo entre respeto y resignación.

“Eres más hábil de lo que aparentas, Lyman.”

“Eso espero,” respondió el anciano, mientras se ponía de pie. “Porque lo que está por venir… es una partida en la que ya hemos perdido piezas antes de sentarnos a jugar, he sido informado que el estado de Ser Harrold es crítico.”

“Ser Tyland y Ser Jasper no han sido tan sutiles en su apoyo al Príncipe Aegon como creen, si el Rey muriese y la Princesa no está presente…”

“Yo también temo eso, especialmente con los rumores que he escuchado de los septos.”

“¿Han llegado a Harrenhal?” Lyman lo miró con preocupación.

Lyonel asintió y Lyman miró con estrés las calles de la capital, donde los septos aún no aparecían, pero que causarían caos cuando lo hicieran.

Sus sospechas se hicieron más fuertes.

Decidió aprovechar la oportunidad para obtener algunas respuestas.

“Lyonel… si no te molesta que pregunte,” espero al asentimiento del hombre antes de continuar. “He notado que tus sentimientos hacia la Reina son más fuertes… ¿hay alguna razón?”

Lyonel se quedó en silencio un largo rato, contemplando el amanecer, antes de finalmente responder con voz mesurada.

“Siempre me molestó la forma en la que Ser Otto convirtió a su hija en Reina, pero la creí una inocente atrapada en las ambiciones de su padre… Recientemente descubrí lo falso de ello. Lady Alicent sabía muy bien lo que le sucedería y contrarío a lo que la mayoría piensa… ella si estaba embarazada para el momento de su boda.” 

Lyman dejó escapar un jadeo ante la sorpresa, todos tenían sus sospechas… pero tenerlas confirmadas en un tema tan delicado…

“Su tratamiento hacía la Princesa Rhaenyra también fue algo que me llamó la atención, sumado a sus últimas acciones, ella manipula al Rey descaradamente, no fue fácil de descubrir pero solo porque Ser Otto lo cubría, pero ahora que no tiene nadie que oculte sus acciones, ¿sabias que ella fue quien nombró a su primogénito sin el consentimiento del Rey?”

Sintió que su boca se abría ante la sorpresa. 

“Para cuando el Rey lo supo, ya no había nada que hacer sin causar un escándalo, la Princesa Rhaenyra estaba increíblemente molesta, la mayoría creyo que por el nacimiento del niño… pero el Rey me confesó que es un nombre que la Princesa ha soñado para sus hijos y que era un tema de discusión con la Reina cuando esta era su sirvienta, pues la Reina decía que el nombre del Conquistador no sería tan bien recibido por su historia sangrienta y que durante sus lecciones, Lady Alicent insistia en que la Princesa debía enfocarse más en el libro sagrado que en la historia de sus antepasados.”

“¿Cómo es posible? ¿Y el mismo Rey te lo dijo?” contempló aquella información con mucha más sospecha. 

La Princesa había sido una niña audaz, increíblemente inteligente y cuyo conocimiento de la historia siempre sorprendía a todos pues sus comentarios durante el Consejo siempre eran acertados y llenos de sabiduría. 

“Lo ha hecho, también está preocupado por sus hijos, según lo que informa su maestre, ninguno de los niños habla con claridad suficiente, sus modales son atroces y el Príncipe Aegon, que es él único que toma lecciones, no está aprendiendo cómo debería.” Lyonel se inclinó y susurró lo siguiente. “La Reina quería que Aegon fuese copero, igual que la Princesa, el Rey lo descartó y tras mucha insistencia, evaluó al niño… el niño intentó tomarse el vino y finalmente el Rey dijo que era demasiado joven para considerarlo.”

“Pero es generalmente la edad en la que los niños se convierten en coperos… la misma Princesa se convirtió en copera a los ocho años…" Uno de sus sobrinos había sido llamado a ser copero de los Tyrell y Lyman esperaba que fuese paje en un año, el niño cumpliría siete en dos lunas.

“Y el Rey lo descarto de inmediato, sabiamente, el niño no tiene el carácter necesario. La Reina insiste en colocar a su familia en posiciones de poder para las que no están preparados, Harwin dice que Ser Gwayne, el hermano de la Reina, durante su tiempo como Comandante de la Guardia de la Ciudad, hizo un desastre que mi hijo no ha podido terminar de limpiar.” 

Lyman asintió, tenía pendientes varias solicitudes de fondos por parte de Ser Harwin para la Guardia, pero debía analizar los registros, pues la cantidad era muy diferente a las que solicitaba Ser Gwayne. 

Tal vez era hora de hacer una auditoría a los gastos de la Guardía.

Se retiró con eso en mente, despidiéndose de Ser Lyonel al prometerle apoyo para hablar con el Rey durante el juicio en ser más duro.

Tras un desayuno apresurado, se vistió adecuadamente para la Corte y antes del mediodía, ya estaba junto a los otros miembros del consejo en el Salón del Trono de Hierro.

Los lores estaban reunidos y las damas miraban desde la periferia con rostros ansiosos.

Lyman sabía por su esposa que la mayoría esperaba la caída de la Reina con entusiasmo, pues era ampliamente considerada como una mujer piadosa, hipócrita y arribista, las damas no la tenían en buena estima por la apresurada forma en la que se casó con el Rey, creyendo que si otras damas hubiesen tenido la oportunidad, Alicent no habría sido quien quedará como Reina, pues había mujeres mucho más hermosas, con dote y de más alto rango que estaban solteras cuando el Rey quedó viudo.

Las antorchas ardían, lanzando reflejos sobre las armaduras y los tapices. El aire estaba cargado de expectativa, y un silencio tenso se sostenía en los mármoles del salón.

La Reina Alicent había llegado con todos sus recursos visibles.

Vestía una túnica de terciopelo verde oscuro, ribeteada con hilo dorado. El embarazo de seis meses se insinuaba bajo las telas, y su andar era lento pero firme.

A su lado, como una sombra de acero, Ser Rickard Thorne. Su capa blanca relucía, su porte era impecable. A diferencia de la tensión que se sentía en el salón, él parecía tranquilo. Demasiado.

Detrás, los príncipes: Aegon, ya con la altivez de quien se sabe observado, su carita llena de petulancia; de la mano de una niñera estaba Helaena, como ausente, perdida en algo entre sus deditos regordetes, al igual que Aemond, que miraba asustado de un lado a otro, flacucho y con su carita pálida.

La Reina no había dicho palabra. Sólo su presencia hablaba: madre, esposa, Reina agraviada. Una mujer que había actuado en nombre del Rey, y ahora era sometida a juicio por ello.

Lyman quería poner los ojos en blanco ante su teatro.

Los lores hablaban en susurros. Tyland Lannister inclinaba la cabeza hacia su hermano. El Maestro de Leyes, Lord Wylde, tomaba notas en un cuadernillo de cuero.

Lyman Beesbury se mantenía erguido, con las manos cruzadas sobre el bastón. Murmuró a Lyonel:

“La imagen es perfecta. Si se tratara de teatro, ya habría ganado.”

Lyonel no respondió. Observaba la puerta del salón. Sabía que la entrada del Rey cambiaría el tono, o lo destruiría.

Y fue entonces cuando las puertas se abrieron.

Una ráfaga de aire entró con fuerza. El murmullo se extinguió. Todos los ojos se dirigieron hacia la entrada.

Las altas puertas de hierro y roble se abrieron con un crujido que se sintió más como una sentencia que como un anuncio.

Un heraldo vestido con los colores de la Casa Targaryen, la voz clara y entrenada, alzó el pergamino de su mano y proclamó con solemnidad:

“¡Su Gracia, Viserys de la Casa Targaryen, Primer de su Nombre, Rey de los Ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres, Señor de los Siete Reinos y Protector del Reino!”

Un suspiro colectivo recorrió el salón.

El Rey Viserys apareció al umbral, erguido, aunque con pasos medidos. Llevaba una máscara de oro ricamente labrada, que cubría el lado izquierdo de su rostro: la mejilla donde la carne se había tornado negra e infectada semanas atrás. Solo el ojo sano brillaba detrás del borde esculpido del metal.

Los bordes de la máscara estaban repujados con símbolos valyrios: llamas, alas de dragón y espirales de fuego. Era un objeto tanto de dignidad como de necesidad.

Caminaba lento, pero sin ayuda… salvo por la presencia firme de Ser Steffon Darklyn. Leal al Trono, no a una facción. Serio. Silencioso.

Pero hizo que la ausencia de Ser Harrold se notará más.

La capa blanca ondeaba tras él mientras sus botas resonaban en el mármol.

Los lores se inclinaron de inmediato. Incluso Alicent, con expresión de sorpresa bien disimulada, hizo una reverencia al ver a su esposo aparecer con aquella imponente dignidad restaurada. No lo esperaba tan fuerte. Ni tan entero.

El Rey Viserys avanzó por el pasillo central sin detenerse. No miró a nadie. Ni a Lyman. Ni a Lyonel. Ni siquiera a su esposa o a sus hijos.

La presencia de Ser Rickard junto a Alicent no pasó desapercibida. El Rey sí lo miró… de reojo. Una mirada breve, que no fue furia ni miedo. Fue juicio.

El Rey subió los escalones del Trono de Hierro con cuidado. Sus pasos no eran ágiles, pero eran firmes. Se detuvo ante el gran asiento de espadas fundidas, y Ser Steffon se inclinó para hablarle en voz baja.

El Rey Viserys negó con un solo gesto de mano.

Subió solo los últimos dos peldaños… y se sentó.

El Trono pareció aceptar su presencia. La sala, ya en completo silencio, se volvió un nudo de respiraciones contenidas.

Lyman noto a los gemelos, Ser Arryk y Ser Erryk, en los bordes de la habitación, ambos con expresiones solemnes, Ser Willis se colocó del otro lado de la base del trono y quedó claro que las acciones de Ser Ricard no eran aprobadas por sus hermanos.

Viserys alzó ligeramente la cabeza. Su voz, cuando habló, era más áspera que antes, pero no menos poderosa.

“Que comience el juicio.”

El Rey apenas había comenzado a hablar, cuando Alicent Hightower dio un paso adelante. La Reina se movía con aplomo, aunque el peso de su embarazo era evidente. La tela verde oscuro de su vestido se ceñía con elegancia sobre su figura, y cada paso suyo arrancaba susurros entre los lores reunidos.

“Si me es permitido hablar, Su Gracia…”

No esperó la autorización.

“Mis decisiones no fueron tomadas con ligereza, ni por ambición. Lo hice por necesidad, y por deber. La Guardia Real no puede permanecer incompleta indefinidamente. Cuando el Lord Comandante cayó enfermo, nombré a Ser Rickard Thorne, caballero intachable que ha servido con honor en esta Fortaleza durante más de una década, para que la Guardia no quedará sin un líder…”

Volvió el rostro hacia los presentes, su voz firme, casi maternal.

“El Rey, mi esposo, estaba ausente, postrado por su dolor. La Fortaleza debía seguir funcionando. El reino no puede paralizarse cada vez que la enfermedad lo asalta.”

Entonces, con una pausa calculada, dejó caer lo que había guardado como su golpe más fuerte:

“¿O hemos olvidado que la propia Rhaenyra, cuando fue nombrada heredera, eligió personalmente a Ser Criston Cole para la Guardia Real? Lo hizo por capricho, sin consulta, sin voto alguno del Consejo.”

Un murmullo recorrió el salón. Ser Criston era un nombre que no se pronunciaba desde hacía años, desde su infame final a manos del mismísimo Daemon Targaryen. 

“Si una princesa puede ejercer tal poder, ¿acaso la Reina no puede hacerlo también? ¿No es mi deber proteger a mis hijos y al trono que ellos heredarán algún día?” Ante esto, murmullos estallaron por todas partes, pero el Rey los callo con un movimiento de su mano, aunque ahora había algo peligroso en su mirada.

Ser Rickard se mantuvo a su lado, con la mano en el pomo de su espada. Detrás de ellos, Aegon se mostraba inquieto, claramente irritado por el silencio del Rey; Aemond observaba cada movimiento en la sala con mirada temerosa, tenía un puchero en sus labios, como si estuviera a punto de llorar; Helaena, tranquila, balbuceaba algo ininteligible para sí misma.

Viserys no reaccionó al instante. Solo se inclinó hacia adelante en el Trono, la máscara de oro captando la luz de los vitrales, dejando al descubierto su ojo sano y el cansancio inmenso detrás de él.

Cuando habló, su voz arrastraba un hierro oscuro:

“Rhaenyra eligió a Ser Criston Cole… con mi permiso. Fue una decisión discutida, aprobada, y formalizada en este mismo salón, con el Consejo presente. No actuó a espaldas del Trono. No actuó sola.”

Su mirada descendió sobre Alicent como un peso imposible de ignorar.

“Tú sí lo hiciste. No te escondas detrás de ella para justificar decisiones que ni consultaste ni anunciaste… hasta que ya era tarde.”

Un cuchillo invisible pareció clavarse en el centro del salón.

Alicent no se echó atrás. Pero sus labios, brevemente, se apretaron, su rostro tenía una mirada llena de sorpresa y traición, como si fuera culpa del Rey que no supiera que Rhaenyra tenía permiso.

Lyman Beesbury intercambió una mirada rápida con Lyonel Strong, y ambos supieron que ese sería el punto de quiebre: la Reina había jugado su carta… y el Rey la había rechazado públicamente.

Alicent dio un paso al frente, su voz firme aunque teñida de una leve desesperación.

“No pretendo engañar a nadie, solo busco proteger la estabilidad del reino y la seguridad de mis hijos. No es una farsa… es mi deber como Reina." 

Antes de que pudiera continuar, Lyonel Strong alzó la mano con autoridad, su voz cortante resonó en el gran salón.

“Basta de excusas y justificaciones que solo enredan esta sala. Dejemos atrás la farsa. Este no es momento para disputas personales, sino para presentar los hechos con claridad y proceder con justicia.”

Se volvió hacia los presentes, captando todas las miradas.

“Que se expongan las evidencias. Que se escuchen los testimonios. Que se siga el proceso con sentido y sin parcialidad.”

En ese instante, Jasper Wylde, el maestro de leyes, se adelantó con un paso firme y calculador.

“Así es, mi señor. Guiaré este juicio conforme a las leyes del reino. Ningún hombre ni mujer estará por encima de la justicia.” lanzó una mirada de desdén a la Reina.

Lyman asintió ligeramente, dejando claro que apoyaba el llamado a la formalidad.

La tensión en la sala parecía disiparse apenas un poco, mientras todos esperaban que el juicio comenzará verdaderamente.

Jasper Wylde, maestro de leyes, se situó al centro del salón, entre el Trono de Hierro y los lores reunidos. Su voz, clara y medida, resonó con la autoridad que su cargo le confería.

“Por orden del Rey Viserys Targaryen, este juicio se abre para esclarecer los hechos relacionados con el nombramiento de Ser Rickard Thorne como Comandante de la Guardia Real y las acciones tomadas por la Reina Alicent Hightower al intentar elegir dos guardias más.”

Se volvió hacia los presentes, haciendo un gesto para que los acusadores se presentarán.

“Que el Lord Lyman Beesbury, miembro del Consejo Privado, exponga los cargos.”

Lyman dio un paso adelante, firme y decidido.

“Su Gracia, miembros del Consejo, se acusa a la Reina Alicent Hightower de usurpar autoridad real al nombrar a Ser Rickard Thorne sin la aprobación del Rey ni del Consejo, quebrantando así las leyes que rigen la Guardia Real y poniendo en riesgo la estabilidad del reino.”

Murmullos estallaron por todas partes.

“Además” continuó, “se señala la convocatoria de caballeros del Dominio para elegir dos nuevos Guardias Reales a espaldas del Rey y del Consejo, acción que agrava la traición.”

Jasper asintió, tomando nota mental para ordenar las siguientes etapas del juicio.

“Que se presenten las pruebas y los testimonios correspondientes. Que este tribunal sea justo y que se escuche cada voz.”

La sala quedó en un expectante silencio. La Reina Alicent, aún con dignidad, se preparaba para su defensa, mientras todos esperaban el desarrollo de un juicio que definiría el rumbo de la corte y del reino.

Jasper Wylde hizo un gesto hacia los ujieres.

“Que se llame al primer testigo: Ser Martyn Beesbury, caballero juramentado de la Casa Beesbury de Puerto Especiero.”

Un joven de alrededor de treinta años, fornido, de rostro franco y armadura modesta pero bien cuidada, avanzó por la sala. Se inclinó respetuosamente ante el Trono y luego ante Jasper, quien lo invitó a hablar.

“Ser Martyn” dijo Jasper, “relátanos los hechos que te trajeron a la capital.”

El caballero asintió, con la voz clara aunque cargada de tensión.

“Fui convocado hace poco más de una luna por un mensajero de la Fortaleza Roja. Me entregaron una carta con el sello de la Reina y el escudo del Dominio. Se me dijo que se abriría una oportunidad excepcional para ocupar un puesto en la Guardia Real.”

Miró brevemente hacia el estrado donde se encontraba Alicent, pero evitó sostener su mirada.

“Al llegar a la ciudad, fui alojado con otros caballeros en casas de buena reputación, cerca de la Fortaleza. Se nos instruyó a mantenernos disponibles para una evaluación. Algunos de nosotros fuimos llamados a entrenar en el patio interior. Se nos examinó por habilidad, disciplina y… aspecto.” 

“¿Quién supervisó esas pruebas?” preguntó Jasper.

“Un caballero de armas menores, de la Casa Rosby, y otro hombre de la Fortaleza que decía representar a la Reina. No vimos al Rey en ningún momento, ni recibimos confirmación alguna de que esto venía de él. De hecho…” Martyn vaciló, y luego decidió continuar… “al preguntar cuándo veríamos al Rey o al Lord Comandante, se nos dijo que esas decisiones llegarían en su momento”.

Hubo un murmullo tenso en el salón.

“¿Cuándo supiste que la orden no venía de Su Gracia?”

“Ayer. Uno de los escuderos de la Fortaleza, que conocía a mi escudero, nos advirtió en secreto que el Consejo no había autorizado la convocatoria, y que todo era maniobra de la Reina. No lo creí… hasta esta mañana, cuando vi que se convocaba un juicio.”

Jasper Wylde asintió con gravedad.

“¿Te consideras leal al Rey?”

“Con toda mi alma” respondió Martyn, golpeando suavemente su pecho con el puño. “Si hubiera sabido que Su Gracia no había dado la orden, jamás habría aceptado participar.”

Lyman Beesbury asintió discretamente, con pesar en los ojos al ver a su joven pariente involucrado en el escándalo.

Jasper levantó una mano para dar cierre al testimonio.

“Gracias, Ser Martyn. Puedes retirarte.”

Mientras el caballero se alejaba, las miradas entre los lores y damas presentes ya comenzaban a cruzarse con suspicacia. No era solo un acto de imprudencia lo que se juzgaba… era una estrategia cuidadosamente orquestada por la Reina, que ahora empezaba a desmoronarse bajo el peso de los hechos. 

Jasper Wylde hizo un leve gesto con la mano.

“Que pase el siguiente testigo.”

El heraldo anunció con voz firme:

“Ser Gwayne Merryweather, caballero del Dominio, Casa menor juramentada a los Tyrell.”

Un hombre delgado y de rostro astuto cruzó el salón. Su armadura estaba reluciente, con el escudo de su casa bordado discretamente sobre la capa. Se inclinó brevemente, mostrando respeto pero sin temor.

“Fui convocado por carta con el sello de la Corona” dijo sin rodeos. “En ella se me ofrecía la posibilidad de servir al Reino desde la más alta posición a la que un caballero sin tierras puede aspirar: la Guardia Real. No era un llamado a las armas, sino una invitación personal. También recibí una nota más personal…”

Miró hacia Alicent solo un instante.

“La carta hablaba de un nuevo tiempo para la Fortaleza Roja , de fortalecer el trono y de premiar la fidelidad. Pensé… que era legítima. Pensé que el Rey compartía esa visión.”

“¿En algún momento se mencionó el Consejo?” preguntó Jasper.

“Nunca. Sólo se hablaba de servir a la Reina, a su causa, a sus hijos. Se nos pidió discreción, como si fuera algo…aún por anunciarse. Algunos lo vimos como una señal de confianza, otros… empezaron a sospechar. Pero ninguno quería perder la oportunidad.”

“¿Se te indicó cuándo conocerías al Rey?”

“Se nos decía que cuando llegara el momento . Nunca llegó.”

Jasper asintió con gravedad.

“Gracias, Ser Gwayne. Puedes tomar asiento.”

El heraldo anunció entonces al tercer testigo.

“Ser Alan Tarly, de la Casa Tarly, del Dominio.”

Este último caballero era mayor, con cicatrices visibles en el rostro y una voz grave.

“Serví en tres campañas fronterizas y jamás pensé en venir a la capital” empezó. “Pero la carta llevaba el sello de la Reina, y estaba firmada por su escribano personal. Me habló de lealtad, de tradición… de restaurar el honor de la Guardia con hombres verdaderos del Dominio.”

Hubo un murmullo entre los lores.

“Se nos instruyó a no hablar con nadie del Consejo. Se nos dijo que esto debía hacerse rápido, limpio y sin interferencias. Que era la voluntad del Trono.”

“¿Se nombró al Rey?”

“Sí, pero en términos vagos. Como si fuera una figura ceremonial, como si ya no fuera él quien diera las órdenes, se nos dijo que estaba terriblemente enfermo para justificar su ausencia.”

Un silencio denso siguió a sus palabras.

“¿Y tú lo creíste?”

“Pensé que quizás... quizás había cambiado la forma en que se tomaban las decisiones. No me correspondía cuestionarlo, y no estoy completamente seguro de cuál era el .”

Jasper Wylde levantó la voz de nuevo, mirando al Rey y luego al Consejo.

“Estos testimonios confirman un patrón: una convocatoria secreta, autorizada sólo por la Reina, sin consulta al Rey ni al Consejo. Se utilizó el prestigio de la Corona, pero no su autoridad. Se manipuló a caballeros leales para convertirlos en peones de una estrategia no sancionada.” 

Se hizo un silencio profundo en el salón del trono. Las pruebas estaban siendo depositadas, una tras otra, con una claridad que hacía más difícil cualquier defensa.

Viserys, desde el Trono, no había dicho nada más. Pero el rostro tras su máscara de oro estaba tenso como el acero al rojo.

Lyman pensó que la forma de dirigir todo el proceso por parte de Lord Jasper era un poco pomposa, pero de lo que sabía del hombre era que veía a las mujeres como propiedad y cualquier intento por parte de una mujer de gobernar o tomar decisiones sin su esposo, era muy mal vista por el hombre. 

Que la Reina lo hiciera, para Lord Jasper era una falta de lo más grave, pues a quien todos tenían el deber de atender era al Rey, el único deber real de la Reina era proporcionar herederos. 

También era consciente de que Lord Jasper tenía una opinión muy firme de que el Príncipe Aegon debería ser el heredero, pero no por un apoyo real a los Hightower, sino simplemente porque era hombre.

 

Jasper Wylde avanzó un paso y giró hacia la Reina y al caballero que permanecía a su lado, firme como una estatua de acero.

“Ahora se llamará a declarar a Ser Rickard Thorne, quien ha ejercido funciones de Lord Comandante sin nombramiento real ni consulta al Consejo.”

El salón se tensó. Ser Rickard dio un paso al frente, quitándose el yelmo. Su rostro, sereno, mostraba un orgullo contenido, pero también el peso de lo inevitable.

Jasper lo miró con dureza.

“Ser Rickard, explique al Consejo y a Su Gracia: ¿cómo fue el proceso de su supuesto nombramiento como Lord Comandante?”

El caballero se irguió.

“Fui convocado por la Reina hace tres semanas. Me presentó la situación de salud de Ser Harrold Westerling, quien lleva meses sin asistir a los entrenamientos, y me dijo que el reino no podía permanecer sin liderazgo en la Guardia Real, estuve de acuerdo con la Reina, nos hemos organizado solos desde que Ser Harrold enfermo, necesitamos alguien que se haga cargo de sus funciones.”

“¿Y aceptó usted ese cargo sin una orden del Rey?” intervino Jasper, sin rodeos.

Ser Rickard vaciló un momento.

“La Reina me aseguró que hablaba en nombre de la Corona, y que sus decisiones contaban con la voluntad del Rey. Dijo que era un asunto de urgencia, que el Consejo sería informado después.”

Un murmullo recorrió el salón. Jasper prosiguió.

“¿Se le entregó algún documento? ¿Alguna proclamación real?”

“Una carta sellada… con el escudo de la Reina” respondió Rickard, bajando apenas la mirada.”

Jasper Wylde endureció el tono.

“¿Y no encontró sospechoso que el Rey no lo nombrara directamente, cuando es su prerrogativa única designar al Lord Comandante?”

“Me aseguraron que Su Gracia había delegado en la Reina” insistió Ser Rickard, aunque su voz ya no tenía la firmeza de antes. “Ella ha ejercido autoridad antes, en su ausencia. No fue una decisión que tomé a la ligera.”

Lyman intervino entonces, sin disimular su indignación.

“¿Y Ser Harrold? ¿Sigue con vida, sí o no?”

“Sí, mi señor. Pero se encuentra débil, recluido, sin voz ni fuerza para liderar” dijo Rickard.

“Entonces, ¿cómo se atrevió a aceptar un puesto que no está vacante?” tronó Jasper Wylde, recuperando el control del juicio. “¿Con qué autoridad declara a un hombre vivo y leal como si estuviera muerto o retirado?”

Rickard guardó silencio por unos segundos. Finalmente, dijo con voz más baja:

“Porque creí que estaba sirviendo al reino. A su seguridad.”

Una respuesta que no convenció a nadie.

Jasper Wylde alzó la voz, solemne:

“Ser Rickard Thorne ha admitido que aceptó el mando de la Guardia Real por palabra de una sola persona, sin autorización real, ignorando el estado del actual Lord Comandante. Esta sala deberá juzgar si eso fue un acto de ignorancia... o de traición.”

Los ecos de la palabra "traición" flotaron por el salón del trono como una sentencia anticipada.

Viserys, aún en silencio, no movía un músculo. Pero bajo la máscara dorada, su mirada parecía arder.

Apenas terminó de hablar Ser Rickard, el ambiente en el Salón del Trono cambió. Ya no había sólo murmullo, sino incomodidad abierta. Las miradas cruzadas entre lores, consejeros y caballeros eran de creciente desaprobación.

Lord Merryweather, uno de los primeros en hablar, lo hizo con voz seca:

“¿Así que aceptó un nombramiento de la Reina… sin confirmación del Rey? ¿Sin siquiera preguntar?”

“¿Y con Ser Harrold Westerling aún con vida?” interrumpió Lady Staunton, con una ceja arqueada. “Su lealtad no está rota, y tampoco su juramento. Aceptar ese cargo es... como decir que está muerto cuando aún respira.”

“No es sólo una falta de respeto” añadió Lord Byron Caron, cruzando los brazos. “Es una usurpación.”

Un murmullo más tenso recorrió los bancos del consejo. Los señores del Valle y del Tridente murmuraban entre ellos. Incluso algunos caballeros del norte presentes compartieron miradas de inquietud.

Lyman Beesbury habló con frialdad:

“A ningún hombre le corresponde asumir un mando por palabra de una sola voz, ni siquiera si viene de la Reina. Eso debilita la Corona, no la protege.”

Y entonces surgió otro tema, una línea de tensión que muchos pensaban, pero pocos se atrevían a decir.

“¿Y cuántos más del Dominio serán colocados en lugares de poder antes de que llamemos esto lo que es?” dijo con cautela Lord Tarly. “Las nuevas candidaturas, los apoyos... el patrón es claro. La Reina no solo ha elevado a Rickard, ha llamado a más caballeros del Dominio como si se tratara de su propia guardia privada.”

“Primero Ser Rickard. ¿Y mañana quién? ¿Un Hightower en la silla del Trono?” agregó Lord Redwyne, con visible molestia, su mirada se dirigió al pequeño Príncipe Aegon, que vestía de verde al igual que su madre y todos entendieron el significado.

Incluso Lord Strong, habitualmente comedido, frunció el ceño.

“El tema de hoy es la Guardia Real y la decisión de la Reina de nombrar miembros sin el permiso del Rey” dijo con firmeza. “No nos desviemos.” 

El rey, sentado en su trono, no hablaba. Pero cada palabra que se pronunciaba endurecía más el aire alrededor de su máscara dorada.

Ser Rickard, pese a su porte de caballero, parecía por fin comprender que había cruzado una línea invisible pero inquebrantable: la voluntad del Rey.

Y en esa sala, en ese momento, nadie más parecía dispuesto a permitir que otro paso fuera dado sin el sello de la corona.

El silencio tras las palabras de Lyonel se alargó como un juicio sin sentencia.

Pero Alicent, aún con el peso de la acusación encima, no se retiró. Dio un paso adelante, su rostro enrojecido, pero no por vergüenza: por orgullo herido.

“Entonces permitidme defenderme con pruebas” dijo, con la voz firme como el cristal. “No soy una usurpadora. No he actuado en la oscuridad. He seguido el consejo de uno que conoce bien esta corte y sus debilidades.”

Metió la mano con delicadeza en la manga de su vestido y sacó un pliego de papel cuidadosamente doblado y sellado con cera. Lo sostuvo en alto para que todos lo vieran, antes de entregarlo al maestre del rey.

”Una carta. Firmada por Larys Strong, hijo de la Mano. Desde Harrenhal, donde vive en retiro voluntario” dijo, matizando la palabra retiro con tono ambiguo.

El maestre leyó con voz clara, para que todos los presentes pudieran oír:

"En tiempos donde la Corona yace en cama y el Consejo se divide en intereses, la Reina debe alzarse como la voluntad del Reino. Porque a falta del Rey, la Reina es la llama que aún arde, la guía enviada por los dioses. Más allá del Consejo, más allá del murmullo de los lores, ella es esposa del ungido, madre de su linaje, y por tanto, su voz es la más cercana al trono en su ausencia."

Un estremecimiento recorrió la sala. Algunos bajaron la mirada. Otros apretaron los labios. Había un eco inquietante de lógica en aquellas palabras, pero también de peligro.

Lyman creyó que la Reina intentaba desviar la atención, culpar a alguien más por su decisión: Larys Strong, el hijo de la Mano, como para dejar en claro que la nueva Mano del Rey no era tan sabía como la anterior.

Alicent alzó el mentón.

“¿Acaso no he cuidado de esta Fortaleza? ¿No he mantenido la estabilidad mientras el Rey sanaba? ¿No juramos todos servir a la Corona? Yo soy la Corona cuando el Rey no puede hablar, soy su esposa… la madre de sus hijos.”

Entonces bajó la vista, tocándose el vientre.

“Y este hijo que llevo no es menos de la sangre real que ninguno de los príncipes. ¿No es también mi deber proteger su futuro?”

Algunas damas asentían discretamente, con miradas nerviosas. Otros, los más viejos, cruzaban los brazos con frialdad. Los lores del Norte y del Valle se mantenían en un silencio hermético. El Trono de Hierro parecía más lejano que nunca.

Jasper Wylde, el maestro de leyes, se inclinó hacia Lyonel Strong, murmurando algo en su oído. Lyonel no respondió de inmediato.

Y el Rey... aún no hablaba.

Su máscara de oro permanecía fija en la Reina, pero sus dedos, apoyados en el brazo del trono, se cerraban lentamente como garras.

Lyonel Strong se inclinó hacia adelante, la frente fruncida, preparado para distanciarse de las palabras de su hijo. Su voz apenas comenzaba a surgir:

“Majestad, con vuestro permiso, debo decir que mi hijo no tiene autoridad alguna para…”

Pero no pudo terminar.

La voz del Rey retumbó en el Salón del Trono, clara y con una fuerza que muchos creían perdida.

“¡Basta!”

Todos se giraron hacia él. El Rey Viserys, sentado en el Trono de Hierro, se irguió con esfuerzo, su máscara dorada reluciendo bajo la luz de los vitrales. Solo uno de sus ojos era visible, pero ardía con la furia de un hombre que ha sido desafiado en su propia casa.

“Me encuentro enfermo, sí” dijo con lentitud, cada palabra pesando más que la anterior. “Pero no muerto. No incapacitado. No reemplazado. Y ciertamente no ciego ante los juegos que se tejen a mis espaldas.”

Sus ojos, o lo que se podía ver de ellos, se clavaron en Alicent.

“Has tomado demasiadas libertades, mi Reina. Ordenar nombramientos sin mi aprobación, usar palabras de un hombre exiliado en un castillo lejano como si fueran leyes… ¿Crees que la Corona se guía por cartas y susurros?”

Ella intentó hablar, pero él la detuvo con un gesto.

“¿Y aún osas hablar de deber? ¿De estabilidad? No es estabilidad cuando elevas a un hombre de mi propia guardia sin mi voz, cuando rodeas la Fortaleza con hombres leales a tu sangre y no a la mía.”

Un escalofrío recorrió la sala.

“Tus palabras delatan lo que deseas” continuó, más bajo, pero aún más peligroso. “No justicia, no orden. Deseas que Aegon se siente en este trono. Pero no es él mi heredero.”

El eco de esa última frase quedó suspendido como un martillo sobre una piedra.

“Rhaenyra sigue siendo mi hija y mi heredera legítima. La elegí con mi voz, con mi sangre, con mi corona, las leyes mismas de este reino sustentan que ella sea mi sucesora. Y ni enfermedad ni embarazo cambiarán eso, que lleves a mi hijo en tu vientre no te da derecho a elegir por alguien que ni siquiera es tu hija y mucho menos por mí, tu Rey, tu esposo.”

Viserys se apoyó en el trono, respirando hondo, pero no se encogió ni retrocedió.

“Lo que ha ocurrido aquí no es sólo una falta de juicio ni permitiré que uses tu ignorancia como base para ocultar tus ambiciones. No puedes usar como excusa que Rhaenyra, quien tenía no solo mi permiso y aprobación, si no que yo mismo le ordene que eligiera un nuevo guardia, para creer que tienes el mismo poder que mi heredera cuando no es así, y me ocuparé de juzgarlo con toda la severidad que merece.”

Los ojos de todos volvían ahora a Alicent, cuyo rostro palidecía, y a Ser Rickard, que apenas podía ocultar su inquietud.

Y así, la balanza volvía a inclinarse. Esta vez, sin lugar a dudas.

El Salón del Trono permanecía en un silencio de plomo. Solo el eco de las últimas palabras del Rey flotaba aún en el aire como ceniza suspendida. Nadie osaba hablar, ni siquiera Lyonel o Jasper. Los ojos de todos estaban fijos en el Trono de Hierro, y en el hombre que volvía a demostrar que aún gobernaba.

Viserys Targaryen se irguió una vez más, la voz ya sin temblor.

“He escuchado los testimonios. He escuchado las justificaciones. Pero hay verdades que no requieren juicio largo para revelarse.”

Se volvió hacia Ser Rickard Thorne, que permanecía rígido, el mentón alto, aunque sus nudillos estaban blancos por la tensión.

“Fuiste nombrado por una autoridad que no era legítima. Aceptaste el título de Lord Comandante de la Guardia Real cuando aún vivía y servía Ser Harrold Westerling. No solo aceptaste una capa falsa, sino que lo hiciste sin buscar mi palabra ni consejo.”

Una pausa. Corta. Mortal.

“Tu nombramiento es nulo. Tu lealtad ha sido torcida. Y tu castigo es la muerte.”

Un gemido ahogado se oyó entre los nobles del Dominio. Ser Rickard cerró los ojos, pero no suplicó. Solo bajó la cabeza.

Viserys no se detuvo.

Sus ojos se volvieron entonces hacia Alicent Hightower.

“Y vos, mi Reina…”

El título fue dicho con hielo.

“Habéis conspirado. En secreto, con engaño, y usando vuestra posición para reforzar vuestra influencia política. Habéis tomado contacto con casas afines a vuestra estirpe, y conspirado para rodear esta Fortaleza con hombres del Dominio.”

La Reina no lloraba. Solo respiraba hondo, una y otra vez, sus manos aferradas a los pliegues de su vestido.

“Por la sangre de este hijo que lleváis, no se os quitará la vida. Pero estaréis recluida en vuestros aposentos hasta el nacimiento del niño y después estarás recluida a las paredes de esta Fortaleza, te prohíbo salir de aquí. Y desde hoy, se os prohíbe mantener comunicación con Oldtown, o con cualquier señor del Dominio o del exterior.”

Se inclinó apenas hacia adelante, y su voz descendió a un tono casi mortal.

“Vuestra Reina ha dejado de hablar por el Trono. Nunca más permitiré que uses la posición que yo te di contra mí. ”

Un estremecimiento recorrió a los cortesanos. Incluso los más neutrales bajaron la mirada. El juicio había terminado, pero sus consecuencias apenas comenzaban.

Ser Rickard fue escoltado por guardias leales a la Corona, no a ningún reino. Alicent, aún de pie, fue rodeada con respeto, pero sin honor, por dos septas y dos damas leales a Rhaenyra.

Lyman reconoció a Elinda Massey que miraba a la Reina con desprecio.

Y el Rey se mantuvo firme en su trono, mientras la Sala del Trono recuperaba su forma sagrada: el lugar donde se habla en nombre de los dragones.

El Rey aún no había retomado asiento cuando alzó la mano una vez más, la Reina se quedó congelada en medio del salón, incapaz de salir ante la orden absoluta del Rey de que aun no terminaba. Su rostro, medio cubierto por la máscara de oro, se mantenía impasible, pero en sus ojos brillaba la resolución de un hombre que deseaba restaurar el orden, no solo castigar la traición.

“Una cosa más.”

Los murmullos en el salón cesaron al instante.

“La Guardia Real ha sido deshonrada por la arrogancia y la ambición. Es necesario restaurar su sagrado deber: proteger a la Corona, no a los intereses de los lores ni de sus madres.”

Hizo una pausa, observando a los miembros del Consejo, a los caballeros, a los lores del Dominio que bajaban la mirada.

“Por tanto, proclamo que la Princesa Rhaenyra Targaryen, Heredera del Trono de Hierro, Princesa de Dragonstone, tendrá el honor y la autoridad de elegir personalmente a su nuevo guardia, aquel que ocupará la plaza que quedó vacante desde hace años.”

Un susurro se alzó entre los asistentes, de asombro y aprobación.

“Donde quiera que se encuentre, sea en los Siete Reinos o más allá del mar Angosto, su decisión será respetada. La Guardia Real viajará a ella si es necesario, y el caballero elegido será investido en su nombre con su espada.”

Se volvió entonces hacia Lyonel Strong, su Mano.

“Redactad los decretos. Que esta decisión sea enviada no solo a las grandes casas, sino a las ciudades libres, donde mi hija se encuentra protegida por mi hermano. Que sepan que su derecho y su sangre siguen teniendo poder desde Dragonstone hasta Volantis.”

El rey se dejó caer en el trono con gravedad. Su autoridad había sido cuestionada, pero ahora resplandecía con nueva claridad, y la legitimidad de Rhaenyra quedaba reafirmada ante el mundo entero.

Un murmullo contenido recorría el salón, apenas se habían asentado las palabras del Rey cuando la Reina Alicent Hightower rompió el silencio.

“¡¿Esto es justicia?!” gritó, la voz aguda, temblorosa, cargada de indignación y furia “¡Soy vuestra esposa! ¡La madre de vuestros hijos! ¡He actuado por deber, por protegeros cuando nadie más lo hacía! ¡¿Y ahora me tratáis como a una criminal y a ella que ha huido, la recompensas?!”

Su grito resonó por los muros de piedra, agrietando la solemnidad que se había impuesto.

“¡¿Y ella?! ¡¿Ella puede elegir guardias desde donde quiera que esté?! ¡¿Y yo, la Reina, debo ser encerrada como una prisionera cuando solo buscaba tu protección, la de nuestra familia?!”

El Rey se irguió en su asiento con una expresión que heló a toda la sala.

“¡Silencio!” tronó su voz “¡Silencio, o terminarás de enterrar la poca dignidad que te queda!”

Los presentes contenían el aliento. Algunos bajaron la mirada. Otros simplemente retrocedieron un paso, como si temieran ser arrastrados por la furia real.

“¡Que todos, salvo el Consejo Privado, abandonen el salón inmediatamente!”

El heraldo repitió la orden a gritos, y la multitud comenzó a despejarse con rapidez. Las puertas se abrieron, y un séquito de nobles y caballeros salió a toda prisa, murmurando entre sí.

Cuando la sala quedó casi vacía, Viserys se volvió con frialdad hacia los gemelos de la Guardia Real, que se encontraban al pie del trono.

“Ser Arryk. Asegurate de que Ser Rickard Thorne llegue a las celdas negras. Que no tenga visitas ni privilegios. Que se le recuerde lo que significa traicionar a su juramento.”

El caballero asintió con firmeza y salió con rapidez.

Viserys luego giró su mirada a Ser Erryk.

“Ser Erryk. Acompañad a la Reina a sus aposentos. Desde ahora está en arresto doméstico. No puede salir sin escolta doble. No puede recibir ni enviar mensajes, verifica la lealtad de los sirvientes en su hogar y si tienes dudas, habla con Lord Strong para que cambiemos al personal. Que no hable con nadie fuera del castillo. Nadie.”

Alicent intentó moverse, pero Ser Erryk se le acercó con suavidad y firmeza.

“Mi Reina” dijo, con una reverencia.

Ella, entre lágrimas, se volvió a su esposo, pero el Rey no apartó la mirada. Ya no era su esposo el que la miraba.

Era el Rey de los Siete Reinos.

Y el juicio no solo había terminado.

El castigo había comenzado.

El Salón del Consejo Privado olía a cera derretida y a tensión no resuelta. Las puertas habían sido cerradas apenas Alicent fue escoltada fuera del trono, y los pocos hombres que quedaban se sentaron en silencio, esperando que el Rey hablara primero.

Viserys no ocupó su silla por completo; permanecía ligeramente erguido, apoyado en un bastón de madera negra, la máscara dorada brillando al calor de las antorchas.

“Lord Wylde.” Su voz era grave, sin rastro de emoción “Quiero que redactéis de inmediato la versión legal del juicio que hoy hemos presenciado. Que quede constancia escrita, sellada por mi mano, para que ningún maestre, septón o lord pueda torcer los hechos a favor de la Reina, es imperativo que se sepa que la Reina no tiene poder para elevar a nadie en este reino.”

Jasper Wylde, Maestro de Leyes, asintió con rapidez.

“Será hecho, Alteza. Lo incluiré en los archivos del Gran Septo y en la Biblioteca Real. Con vuestro permiso, lo haré llegar también a las principales casas del reino.”

“Concedido” respondió Viserys. “Y junto a ello, redactad un decreto real: de ahora en adelante, solo el Rey o su Heredero legítimo pueden nombrar a un Guardia Real. Nadie más. Ni Mano, ni Reina, ni Consejo alguno.”

Jasper inclinó la cabeza.

“Una orden clara, justa… y necesaria.” 

Lyman Beesbury carraspeó suavemente, pidiendo la palabra. El anciano tesorero, siempre meticuloso, se inclinó hacia el Rey.

“Majestad… si me permitís hablar con franqueza. He notado irregularidades en los gastos de palacio en los últimos seis meses. Contratos con casas del Dominio, transacciones de joyas, caballos, incluso vestidos bordados que no han sido vistos en la corte. Me temo… que parte del tesoro real ha sido usado sin vuestra autorización, y solo ha sido obvio con ciertas peticiones realizadas por Ser Harwin para la Guardia de la Ciudad que deseo revisar.

El Rey frunció el ceño.

“¿Acusáis a la Reina de esto?”

Lyman bajó la mirada un instante, con respeto.

“No directamente, Majestad, pero fue el hermano de la Reina quien tuvo el control de la Guardia durante un tiempo y he notado irregularidades. Pero creo que es momento de auditar todas las arcas, incluidas las del septo, las dependencias privadas, y los gastos del séquito de la Reina, también creo que es necesario hacer un inventario, desde el incendio no se ha realizado ninguno y debemos saber todo lo que se perdió finalmente.”

Lyonel Strong, serio, apoyó la moción con un leve asentimiento.

“Es sabio saber con qué contamos, sobre todo ahora que habrá consecuencias políticas. El Dominio no olvidará lo ocurrido hoy, y debemos estar preparados para responder, especialmente si deciden responder con los envíos de alimentos, necesitaremos buscar fuentes secundarias y eso podría ser caro.”

Viserys asintió.

“Autorizo la auditoría, Lord Lyman. Con acceso completo. Si descubrís malversación o desvío de fondos, quiero saberlo. Cada moneda, cada sello. Que no se pierda ni una gota del oro de la Corona.”

Los miembros del Consejo hicieron una leve reverencia. El Rey se levantó lentamente, marcando el fin de la sesión.

“Os recordaré a todos… que puedo ser pacifico, pero los dragones recuerdan y sigo siendo un dragón.”

Y sin más palabras, salió del salón dejando tras de sí un aire cargado de advertencias, pero también de orden restaurado.

En las cámaras del Tesoro Real, Lord Lyman revisaba los libros con una expresión que oscilaba entre la concentración y el disgusto contenido. Las cifras no hablaban a gritos, pero susurraban con claridad. Las donaciones a la Fe eran pequeñas en apariencia… pero numerosas, espaciadas de manera precisa, casi inteligente. 

Los gastos de la Guardia habían sido mucho más elevados durante el Comando de Ser Gwayne y se habían reducido significativamente con Ser Harwin, pero las peticiones para limosna a la Fe habían aumentado por parte de la Reina.

“No son montos escandalosos” murmuró mientras deslizaba el dedo por una columna de cifras. “Pero cuando sumas cada estrella, cada ciervo, cada túnica para septones… es una corriente constante. Y oculta.” 

Se preguntó si Ser Gwayne estaba desviando fondos de la Guardia de la Ciudad a la Fe.

El joven escriba que lo asistía se acercó con una carta recién llegada desde Highgarden. Lyman la rompió con manos firmes y la leyó en silencio.

Era de Ser Omer Beesbury, un primo suyo que servía como mayordomo en el Septo Matriz de Antigua. Decía:

“Las donaciones a través de la Reina Alicent han aumentado en el último año. No se registran como provenientes de la Corona, sino como ‘apoyos personales de la Reina Madre’. Sin embargo, la Fe, como bien sabes, anota cada gota de vino consagrado y cada dragón de oro, y los registros no mienten. Este patrón de aportes ha coincidido con sermones donde los predicadores elogian el deber de la mujer devota y la necesidad de restaurar el orden natural en la sucesión de reyes. Tú sabrás qué significa eso.

Lyman soltó un bufido silencioso, entre la risa y la indignación.

Lady Alana, que acababa de entrar con su elegante andar, lo observó desde el umbral.

“¿Más oro evaporado?”

“Más bien… oro reconfigurado.” Le entregó la carta. “Usó sus propias joyas al principio, según estas notas, pero creo que más bien fueron de la Reina Aemma, luego pequeños desvíos del presupuesto del templo real. Muy discreta. Pero Oldtown es muy minucioso en sus libros.”

Alana leyó, frunciendo el ceño.

“Así que predican para preparar al pueblo. Ya no es solo política, Lyman. Esto es fe manipulada. Peligroso.”  

Lyman asintió lentamente, la historia de la Fe Militante resonando en su mente.

“Y como siempre… la Fe escribe todo. Más fieles al pergamino que al altar.” murmuro agradecido.

“¿Qué harás?” 

“Presentaré esto al Rey” dijo él con decisión. “Pero no como una acusación aún… como una advertencia envuelta en cifras. Si lo llevo como una cruzada, me tomarán por enemigo. Pero si lo llevo como una desviación económica, podré forzar una revisión sin desatar aún otra tormenta, porque necesitare su orden para poder ver los registros oficiales de Oldtown y el Rey es bastante devoto.”

Lady Alana lo observó con una mezcla de orgullo y preocupación.

“Entonces debes aprovechar el momento, decir que es por la Reina y ciertas decisiones que ha tomado sin permiso de la Corona y asegurarte de que no se den cuenta de que vas por ellos también.”

Lyman le sonrió. Luego tomó otro rollo, preparándose para presentar las cifras ante Viserys. 

El patio de ejecución estaba silencioso.

No había multitudes, ni proclamas. Solo la presencia pesada de los miembros del Consejo Privado, algunos soldados de la Fortaleza Roja… y el verdugo. Rickard Thorne, aún con el porte digno de un caballero, miraba al frente sin una palabra, aunque el sudor en su cuello delataba que no era tan valiente como parecía.

Lyman Beesbury se mantenía cerca de Ser Lyonel Strong y el maestro de leyes, Jasper Wylde. Nadie hablaba. No era un espectáculo solo por la solicitud de Lord Strong de hacerlo privado, si la gente común estaba presente, temía que ellos mismos quisieran hacer la ejecución y causar caos.

El Rey no estaba presente, pero había enviado su orden sellada y firmada. Traición por usurpación de autoridad real.

La cabeza de Rickard cayó limpia.

Y con ella, una pieza más del tablero se retiraba, aunque nadie aplaudiera su partida.

Horas después, Lyman fue convocado a los aposentos privados del Rey.

El ambiente estaba cargado de incienso, y Viserys lucía más pálido que nunca, aunque mantenía la espalda recta. Su máscara dorada brillaba tenuemente con la luz de la tarde.

“Lord Beesbury… os agradezco vuestra constancia” dijo con voz rasposa, señalando un asiento frente a él.

Lyman se sentó, inclinando la cabeza.

“La Corona está debilitada por la traición” continuó Viserys. “Y hasta que Ser Harrold recupere sus fuerzas, la Guardia Real está vulnerable.”

Miró a un lado, donde Ser Steffon Darklyn aguardaba, imponente y sobrio.

“Ser Steffon será Lord Comandante temporal. No definitivo. Pero hasta que Ser Harrold recobre su fuerza, su espada será mi escudo. ¿Está claro?”

“Claramente, Su Majestad” respondió Lyman. 

“Ahora, queda un vacío” continuó el Rey. “Solo uno. No dos, como dije, Rhaenyra tiene el deber de elegir uno para que la proteja.”

Viserys se reclinó, cansado.

“Confío en usted, Lyman. Y en los demás del Consejo. Presenten nombres. Opciones limpias. Sin deudas. Sin vínculos sospechosos. La Guardia Real ya ha sangrado demasiado por intrigas.”

Lyman asintió lentamente.

“Empezaré a revisar los registros de servicio y antecedentes de los caballeros en las Ciudades del Reino. Buscaré entre casas menores también. A veces, la lealtad está más firme en las sombras que bajo los estandartes.”

Viserys sonrió brevemente. Una mueca más que una alegría.

“Y que no sean familia de los Hightower” dijo, con amargura. “Ya tengo suficientes rondando la Fortaleza.”

En la alcoba de los Beesbury, mientras los candelabros tintineaban con la brisa nocturna, Lyman repasaba en voz baja los nombres y orígenes de los caballeros que le habían sido propuestos como candidatos para la Guardia Real. Lady Alana lo escuchaba en silencio, pero su mirada no estaba puesta en la lista, sino en él.

“Todos esos nombres… y aún no encuentras uno que no te huela a deuda o favores ocultos” dijo con suavidad, luego tomó su copa de vino. “Y aún te sigue preocupando la Reina.”

Lyman dejó el pergamino a un lado y se llevó una mano al rostro.

“No es solo ella, Alana. Es la red tejida a su alrededor. Hoy mismo me llegó otra carta desde Oldtown, discreta… pero clara: los predicadores han cambiado el tono. Ahora la llaman “la madre doliente del reino”, y todo encaja, intentan hacerla ver como una mártir, que ella busca el bien del Reino y el Rey como un hombre enfermo que ya no puede tomar decisiones… prácticamente un loco.”

Lady Alana lo miró con interés.

“¿Y?”

“Usé mis contactos… discretamente” continuó él, más bajo. “Hoy recibí confirmación: durante sus oraciones privadas, cada semana, la Reina entregaba oro a la Fe. No a través de escribanos ni cofres reales. Con sus propias manos. Dragones de oro. No es solo fe. Es influencia comprada, según la sirvienta… asegura que la Reina lo da para los pobres, los huérfanos, las mujeres, pero claramente no es así.”

Alana se recostó en el diván, pensativa.

“¿Y no crees que la Reina lo de con esa intención y sea la Fé quien lo malversa?”

“Sería increíblemente ingenua y tonta, y Lord Strong me ha dicho que no es así, es una fachada, que ha descubierto que es increíblemente manipuladora, pero el Rey no la ve así, eso creo, no se que pensar después de los últimos días.”

“Entonces debes decirle al Rey. Pero no como un acto de traición. Dile que estás preocupado por su esposa. Por su salud. Por su juicio. Por lo que otros están haciendo en su nombre. De esa manera, si no es la Reina la que lo hace con esa intención, al intentar protegerla la limitará aún más.”

Lyman la miró con agradecimiento.

“Como siempre, ves lo que yo no alcanzo.”

Al día siguiente, Lyman fue recibido por el Rey en su estudio privado. Viserys estaba encorvado junto al fuego, sus dedos temblorosos sobre una carta sin abrir.

“¿Ya han terminado de elegir a los prospectos?” preguntó sin mirar.

“No, mi Rey” dijo Lyman con una reverencia. “Esta vez, es sobre la Reina.”

Le relató, con tono cuidadoso, sus hallazgos: las donaciones personales a la Fe, las prédicas que la santificaban, y la creciente distancia entre su figura pública y su realidad tras el juicio.

Viserys escuchó en silencio. Por un instante pareció apretar los puños.

“Convocadla” ordenó finalmente. “Ahora.”

Cuando Alicent llegó, parecía una mujer diferente.

La Reina entró apoyada en su doncella, el rostro pálido, la espalda encorvada. Sus ojos parecían haber llorado durante días, y su voz era un susurro. Iba cubierta con un velo ligero, y su embarazo la hacía andar con dificultad.

“¿Me llamaste… esposo?”

Antes de que pudiera continuar, la doncella que la sostenía, quien se adelantó con una reverencia rápida. 

“Majestad… desde el juicio… la Reina no ha dejado de enfermarse. Apenas come. Apenas duerme. Los maestres le dan tónicos. Yo… yo he estado tomando decisiones por ella. A veces hace solicitudes sin sentido… sin saber bien qué. No quería… no quería que la vieran débil.

Viserys se levantó, tambaleante. Miró a Lyman, luego a Aoife, y finalmente a su esposa.

“¿Es esto cierto, Alicent?”

Ella asintió, sin alzar la vista. Lágrimas se deslizaron silenciosas por sus mejillas.

“Quise seguir siendo útil… pero fallé.”

Por un largo momento, no hubo sonido en la estancia. Finalmente, Viserys exhaló despacio.

“Has estado bajo prisión dorada… y te la impusiste tú misma. No deseo que enfermes… solo que aprendas de tus decisiones.”

Se volvió a Lyman.

“Lord Beesbury, que se restituya a la Reina un mínimo de libertad. Podrá caminar por los jardines, volver a tener doncellas, y dile a Lord Strong que elijan un par de guardias de su confianza para su protección. Pero seguirá sin contacto exterior… ni cartas. Ni visitas.”

Volvió a mirar a Alicent.

“Descansa, esposa mía. El Reino no necesita una mártir. Necesita una madre viva.” 

Lyman no pudo evitar sentir la frustración inundarlo y tuvo que darle la razón a Lyonel: la Reina era una verdadera maestra de la manipulación.

El Rey, demasiado preocupado por la salud de su esposa, ni siquiera quiso escuchar sus preocupaciones sobre los otros temas de su audiencia y le pidio que continuaran despues.

La cena era tranquila, por primera vez en días. Lyman partía pan con queso curado y aceitunas negras mientras su esposa, Lady Alana, relataba con voz baja algunos rumores que había recogido entre las doncellas. Hablaban de flores en los jardines, del clima cambiante, y por un momento parecía que el reino respiraba.

Hasta que golpearon la puerta con fuerza.

Un guardia, sudoroso, apareció en el umbral.

“Lord Beesbury. El patio… es urgente. La Reina. El bardo.”

Lyman se puso de pie de inmediato, sin más palabras. Alana también se alzó, tensa.

“¿Qué ha pasado?”

“No lo sé. Pero el caos reina allí abajo, mi señora. El caos y la sangre.”

Cuando Lyman llegó al patio de armas, una muchedumbre se había formado: sirvientes, soldados, doncellas, y más allá, los ecos de una disputa. En el centro, rodeada por su escolta —dos jóvenes caballeros recién asignados a su servicio—, la Reina Alicent señalaba con mano temblorosa a un bardo arrodillado, empapado en sudor, con la túnica rasgada.

Nevan.

Su laúd yacía en el suelo, roto, las cuerdas como venas reventadas.

“¡Insultó mi honor! ¡El del Rey! ¡El de la Fe!” vociferaba la Reina, con el rostro encendido, sudor corría por su frente y sus ojeras hacían que sus ojos se saltaran aterradoramente. “¡Por la blasfemia y la traición, debe morir! ¡Ahora!”

Uno de los guardias, visiblemente incómodo, ya tenía la espada alzada.

“¡Alto!” gritó Lyman, abriéndose paso. “¡En nombre del Consejo y del Rey, bajad esa hoja!”

El guardia dudó. Alicent lo fulminó con la mirada.

“¡Me insultó! ¡Cantó sobre mí, sobre Rickard, como si fuésemos amantes malditos! ¡El pueblo lo escucha y murmura! ¡No lo permitiré!”

“¡Majestad, no tiene autoridad para ejecutar a nadie sin juicio!” dijo Jasper Wylde, que acababa de llegar, pálido como la luna.

Los murmullos crecían. Algunos soldados se habían colocado entre el bardo y la Reina, sin saber de qué lado debían estar. Nevan apenas podía hablar, su labio partido.

“Era solo una canción… una tonada. Ni siquiera la escribí yo” gimió.

“¡Mentiroso! ¡Tú la sembraste, tú la cantaste! ¡Quería que el pueblo me desprecie!” Alicent jadeaba, fuera de sí. “¡Aoife! ¡Tráeme la espada! ¡Lo haré yo misma!”

“¡No!” rugió Lyman, finalmente colocándose entre Nevan y la Reina. “¡Por los Siete, deténgase! ¡Está destruyendo lo poco que le queda de dignidad!”

En ese momento, Ser Erryk y Ser Arryk llegaron al patio, alertados por el tumulto. Al ver la situación, intercambiaron una mirada rápida y se dirigieron a Alicent.

“Majestad, el Rey ha dado órdenes muy claras sobre vuestra posición” dijo Erryk con firmeza.

“Volved a vuestros aposentos” añadió Arryk. “Ahora. Sin más escándalos.”

Alicent titubeó, temblorosa. La multitud la observaba. Y por primera vez, el resentimiento superó al temor. Miró a todos con asco y, al fin, bajó la mano.

“Encerrad al bardo. Y a todos los que lo hayan escuchado. ¡Esto no ha terminado!”

Se giró, apoyándose en Aoife y su guardia, y desapareció por los corredores como una sombra furiosa.

Lyman se volvió a Jasper.

“Esto debe llegar al Rey antes de que lo hagan las canciones o los rumores.” 

Jasper asintió, mientras el caos comenzaba lentamente a disiparse. Pero el daño ya estaba hecho. “Convocare al Consejo, creo que todos deben ser informados”

El Consejo Privado se reunió con rapidez, con rostros sombríos y el murmullo de las sandalias de los maestres cruzando el Salón. Las copas de vino permanecían intactas. Lyonel Strong, sentado en la cabecera, hojeaba un pergamino sin leer realmente. Jasper Wylde ajustaba los pliegues de sus ropas una y otra vez. Lyman observaba la puerta, esperando al Rey.

Fue entonces que entró Ser Arryk Cargyll, con el rostro pálido como la cera.

“Mi señores…” hizo una breve reverencia. “Lamento interrumpir antes de la llegada de Su Majestad, pero… deben saberlo.”

Todos se giraron hacia él. El silencio cayó.

“Uno de los guardias que acompañaban a la Reina... el joven Ser Martyn Florent…” hizo una pausa. “No obedeció la orden de retiro. Mientras todos pensaban que Nevan había sido simplemente retirado de la vista, él... cumplió con la orden de la Reina.”

“¿Qué dices?” preguntó Jasper con la voz hueca.

“Ejecutó al bardo, mi señor.” El silencio fue como una campana rota. “Le cubrió el rostro con una bolsa de lino, lo llevó a los calabozos y fue a buscar al verdugo, cuando se negó a cumplir su orden, lo hizo él mismo, su cuerpo fue tirado al mar por orden suya hace apenas un instante. Dijo que lo hizo para evitar otro escándalo frente a las damas de la corte.”

Lyman se levantó de golpe.

“¿Y la Reina lo sabe?”

“Está en sus aposentos. Según Aoife, ha estado llorando histérica. No sabemos si ella misma dio la orden explícita o si el muchacho actuó por propia lealtad…”

Lyonel cerró los ojos. Jasper se pasó una mano por el rostro, susurrando una maldición.

“Un crimen fuera del juicio del Rey” murmuró. “Y cometido dentro de los muros de la Fortaleza Roja, el bardo no era culpable de nada más que de cantar algo que no le gusto a la Reina.”

Lyman golpeó la mesa suavemente con los dedos, conteniendo la furia.

“No era solo un bardo… era un favorito de la Princesa. Desde que llegó ha estado al lado del Rey.”

En ese momento, la puerta volvió a abrirse.

El Rey Viserys entró, lento, la máscara de oro cubriéndole el rostro herido, el bastón golpeando el suelo con eco solemne. Ser Darklyn lo escoltaba. El monarca se detuvo al ver los rostros tensos.

“¿Qué ha pasado ahora?”

El silencio fue un segundo demasiado largo.

Lyonel suspiró.

“Majestad… han matado al bardo.”

La expresión del Rey fue primero de incredulidad. Luego, ira contenida.

“¿Quién?”

“Uno de los guardias… que asignamos a la Reina” dijo Jasper. “Martyn Florent.”

“¿Y quién lo autorizó?”

“Dice que obedecía a la Reina, Majestad” añadió Lyman, con el rostro endurecido. “Aunque no está claro si fue una orden explícita… o un fanatismo ciego, le dimos orden de retirarse, pero acabamos de recibir la información de que no lo hizo... hubo un incidente en el patio.”

Viserys cerró los ojos un momento. Cuando los abrió, su voz fue baja y helada.

“Explíquese.” ordenó sentándose y frotando sus ojos con irritación.

“Con su permiso, asignamos cuatro guardias para escoltar a la Reina durante su paseo en los jardines, ella solicitó tener solo a su sirvienta personal a su lado… el bardo estaba cantando en los jardines, Su Majestad… a la Reina no le gusto lo que cantaba y ordenó que lo ejecutarán de inmediato.” explicó Lyonel, que había reunido toda la información posible en cuanto se enteró. “Lord Lyman y Lord Jasper estuvieron presentes durante parte del enfrentamiento, Majestad, donde le indicaron a los guardias que la Reina no tenía el poder para dar tal orden y exigieron que se retiraran y volvieran a llevar a la Reina a sus aposentos. Ser Arryk y Ser Erryk confirman esto.”

“¿Y cómo fue que murió Nevan?”

“Siguió con la orden discretamente, pensamos que se había retirado, pero testigos dicen que regresó por Ser Nevan, le puso una bolsa en la cabeza y se lo llevó a las mazmorras, intento que el verdugo llevará a cabo la ejecución, pero este se negó por no tener su orden, Majestad, entonces el soldado lo hizo él mismo.” 

Ser Arryk dio un paso al frente y explicó un poco más.

“El verdugo me busco a mí y a Ser Erryk para confirmar si había una orden Real para la ejecución, Majestad, cuando se lo negamos nos dijo lo que sucedía, pero llegamos demasiado tarde para liberar al bardo. Mi hermano está buscando su cuerpo junto con algunos caballeros en este momento.” 

El Rey se quedó en silencio un largo momento, su rostro lleno de tristeza.”

“Encontradlo… debemos darle un entierro apropiado. Y al traidor que lo ejecutó sin mi permiso… detenedlo, será ejecutado por su traición. Y traedme a la Reina. A solas. Ahora.”

Ser Arryk salió a cumplir su orden y todos esperaron en silencio, demasiado conmocionados por lo sucedido para hablar.

La sala del Consejo estaba en completo silencio cuando Ser Martyn Florent fue escoltado al centro, con las muñecas atadas al frente, el rostro lívido y la mirada obstinada. Los miembros del Consejo observaban con tensión, cada uno con su propio juicio ya forjado. El Rey Viserys permanecía en su asiento, apoyado en su bastón, la máscara dorada brillando con los reflejos del fuego.

“Habla” ordenó Lord Jasper Wylde con voz seca. “¿Por qué ejecutaste al bardo?”

Ser Martyn alzó el rostro, sin sombra de duda en sus ojos.

“Porque era lo correcto. Hablaba en contra de la Reina, de su honra. La insultaba en público y ponía en duda su virtud… dijo cosas que nadie debería atreverse a cantar.” 

“¿Y quién te dijo que hicieras eso?” interrogó Lyman con dureza.

“La Reina” respondió, sin vacilar. “Caminábamos por los jardines cuando lo oyó cantar. Me miró… y dijo que debía pagar por su lengua. Que su corrupción no debía contaminar los muros de la Fortaleza, le dijimos al bardo que por sus palabras debía perder la lengua, entonces fue cuando la insultó, la llamó ramera y dijo que él no se inclinaba ante ella. Fue cuando la Reina, justamente, pidió su cabeza por sus palabras.”

Jasper entrecerró los ojos.

“¿Lo escuchaste como una orden?”

“¿Acaso no es la Reina?” replicó Martyn. “La protegí. Eso es todo, fue lo que me indico Ser Arryk que debía hacer, proteger a la Reina, su Honor .”

Ser Arryk brinco de inmediato a defender su honor. “¡No te dije que asesinaras a sangre fría a un hombre por cantar! Defenderla si alguien la atacaba, no actuar como su verdugo…”

Lyonel Strong se frotó el rostro, frustrado. Antes de que pudiera hablar, uno de los maestres se acercó apresurado desde la puerta y murmuró algo en voz baja.

El Rey lo miró.

“¿Qué ocurre?”

El maestre vaciló, luego alzó la voz:

“Majestad… enviamos llamar a la Reina, pero su sirvienta, Aoife, respondió que está muy enferma. Dice que no puede levantarse… apenas puede hablar. Las hierbas no están surtiendo efecto.”

Un tenso silencio cayó en la sala.

El Rey apretó los dedos alrededor del borde del trono, el oro de su máscara volviéndose opaco con la sombra de su ira.

“Entonces cometí un error.” Su voz fue baja, peligrosa. “Un terrible error… al creer que un paseo y algo de aire le devolverían el juicio.”

Se giró hacia Lyonel, con los ojos duros como el acero.

“Revisad a cada guardia bajo el servicio de la Reina. A todos. Uno por uno. Hablad con ellos, cuestionad su origen, sus vínculos… su lealtad.”

“Así se hará, Majestad” respondió Lyonel con gravedad.

Viserys asintió apenas y se volvió hacia Martyn.

“Tu lealtad mal entendida ha costado la vida de un hombre cuya única arma eran sus versos. Tendrás un juicio, pero no esperes clemencia.”

El guardia fue escoltado fuera, mientras los miembros del Consejo intercambiaban miradas sombrías.

Mientras salía del salón a sus aposentos, su dolor de cabeza aumentó y Lyman sintió que todo se salía de control.

Días después, en sus habitaciones privadas, la cena había sido dejada a medio terminar. Las luces de los candelabros parpadeaban mientras Lady Alana se inclinaba sobre el respaldo de su silla, observando a su esposo caminar de un lado a otro con expresión sombría. 

“¿Qué sucede?” preguntó ella suavemente. “Apenas tocaste el estofado. ¿Esto tiene que ver con lo que pasó en el jardín?”

Lyman se detuvo, frotándose la sien.

“Me quita el hambre, el sueño, Alana. El asesinato del bardo… la obediencia ciega de ese guardia. Y ahora, la Reina recluida… y los guardias, todo el consejo los eligió, la Guardia del Rey los aprobó… y aún así terminó siendo un traidor. Es como si camináramos en un pantano con una venda en los ojos.”

Alana asintió, luego bajó la mirada.

“Escuché algo más hoy, mientras visitaba el mercado con algunas otras damas. Los bardos… el grupo de Nevan y algunos otros, daban pan y vino a los necesitados. No solo cantaban. Tenían seguidores entre los mendigos, las criadas, incluso algunos soldados rasos.”

Lyman frunció el ceño.

“¿Por caridad? ¿O por simpatía política? ¿Tendría algún patrocinador?”

“Ambas cosas, quizás. Pero a ojos del pueblo, eso les daba corazón. Que hayan matado a uno de ellos… sólo alimentará la furia, no la calmará, porque definitivamente lo veían como alguien del pueblo, los rumores corren desenfrenados en las calles.”

Lyman se sentó con un suspiro, frotando sus dedos sobre la copa de vino.

“Entonces no solo mataron un cantor. Mataron una voz del pueblo.”

Al día siguiente, tras finalmente ser convocado para poder presentar lo que aprendió al auditar los registros del Septo, el sol apenas iluminaba los ventanales altos del salón cuando Lyman se presentó ante el Rey en sus aposentos privados. El Rey Viserys, vestido con una túnica sencilla pero bordada con hilos de oro, lo recibió sentado frente a un brasero. Ser Darklyn se mantenía a una distancia prudente.

“Majestad” dijo Lyman con una reverencia. “Vengo a presentar los resultados de la auditoría, tal como me fue ordenado.” 

Viserys asintió.

“Habla, Lord Beesbury.”

Lyman desenrolló un pergamino con cuidado.

“La Reina ha estado dando fondos a la Fe durante años, de manera sutil, más allá de la limosna ya establecida. No solo mediante diezmos, sino a través de regalos y donaciones personales. Lo descubrí gracias a registros del Septo de la Ciudad, que difieren marcadamente de los de nuestra propia tesorería. Monedas han salido cada semana, y los libros aquí han sido manipulados, pues solo aparecen como monedas solicitadas para la Reina.”

Viserys respiró hondo, su rostro tenso detrás de la máscara.

“¿Suma significativa?”

“Lo suficiente como para sostener a decenas de septones… y para comprar favores dentro de la ciudad.”

Antes de que el Rey pudiera responder, la puerta se abrió de golpe y Ser Darklyn entró con urgencia contenida.

“Majestad, perdón la interrupción… pero debemos informar de inmediato.”

Viserys lo miró con gravedad.

“Habla.”

“Ser Martyn Florent ha escapado. No fue hallado esta mañana durante el cambio de guardia. Se presume que recibió ayuda desde dentro… posiblemente de alguien aún leal a la Reina. Hay huellas que llevan hasta los túneles inferiores. Su celda fue forzada desde fuera, con la llave correcta.”

Lyman cerró los ojos un momento. Viserys apretó el bastón con fuerza, los nudillos blancos.

“¿Crees que alguien de Oldtown lo ayudó o alguien leal a la Reina?”

“No lo sabremos… hasta que lo capturemos.”

Viserys se puso de pie lentamente.

“Encuéntrenlo. Y esta vez, si alguien ayuda a esconderlo… no será juzgado con suavidad. Esto se ha vuelto absurdo.”

La coincidencia de ser detenido de dar su informe nuevamente lo puso rojo de furia, pero sus sospechas crecieron y Lyman decidió que la próxima vez, lo haría con todas las respuestas claras.

… 

Durante las siguientes semanas, las reuniones del Consejo se volvieron más urgentes y habituales. Porque la ciudad ardía, y en cada rincón del reino se necesitaba cabeza fría y manos firmes.

Los informes llegaban a diario, y cada uno pesaba más que el anterior.

“Las patrullas no logran avanzar en la búsqueda del Florent.” anunció Ser Darklyn, su tono seco pero contenido. “La población oculta puertas y desvía a los exploradores. Hay rumores de túneles y salidas secretas que ni siquiera los maestres registraron, lo peor de todo es que la gente común es la que exige su aprehensión y están furiosos por la muerte del Bardo.”

“¿Por qué tanto empeño en proteger a un asesino?” preguntó Jasper Wylde con fastidio. “Hemos prometido una recompensa al que lo entregue y la gente común desea verlo arder…”

Lyman apoyó ambos codos sobre la mesa, entrelazando los dedos.

“No es solo él. No desde que Nevan murió.”

Los miembros del Consejo lo miraron con atención.

“¿A qué te refieres, Lord Lyman?” preguntó Lyonel con voz tensa.

“He enviado hombres a observar, a escuchar. ¿Recuerdan cómo los bardos ofrecían pan, vino y canciones? Pensamos que eran gestos triviales. Pero eran más que entretenimiento. En los barrios bajos, eran lo único que los mantenía en paz. En su ausencia… el hambre volvió. El vino desapareció. Y con ellos, la calma.”

Ser Darklyn asintió, sombrío.

“Las calles están en revuelta. Pequeños motines. Robos. Ataques a comerciantes. Grupos de hombres con antorchas. Cada vez que creemos que hemos rodeado al Florent, algo estalla y los guardias deben replegarse. Es como si todo conspirara para impedir su captura.”

“¿Quién reemplazará la ayuda de los bardos?” preguntó Jasper, mirando a Lyman.

“Nadie” respondió él con gravedad. “No sabemos de donde viene, si tienen un patrocinador, no es nadie en la Fortaleza, pero la gente está enojada porque la ciudad cree que fue el Trono quién mató al bardo. No importa que fuera una orden aislada. No importa que lo intentáramos evitar. El pueblo culpa al Rey… y más aún a la Reina.”

Un silencio largo cayó sobre el Consejo.

“Y mientras tanto” añadió Lyonel Strong, sombrío, “el asesino de Nevan sigue suelto, y los rumores crecen con cada día que pasa.”

Lyman miró el mapa de la ciudad, extendido sobre la mesa.

“Si queremos paz… debemos hacer más que buscar a un asesino. Debemos reparar la ruptura con el pueblo. O esto… esto será solo el comienzo.”

“Debemos informarle de esto al Rey.” Lyonel suspiro con frustración.

Las sillas crujían con incomodidad y las caras de los presentes estaban sombrías mientras esperaban la llegada del Rey.

Lyonel Strong, como la Mano del Rey, fue el primero en hablar tras el saludo de rigor cuando este apareció con una mirada cansada.

“Majestad, la situación en las calles es más tensa que nunca. Las revueltas se han extendido más allá de los barrios bajos. Hay saqueos en algunos mercados y los hombres de la Guardia han sido atacados en más de una ocasión.”

El Rey Viserys, pálido y con los ojos enrojecidos por las noches en vela, no respondió de inmediato. Finalmente, murmuró:

“¿Todo esto por un bardo?”

“No era solo un bardo, Majestad” dijo Jasper Wylde, con voz seca. “Lo hemos comprobado. Nevan y sus compañeros repartían pan, vino y abrigo a los más pobres. Y no eran limosnas esporádicas. Era organizado… casi metódico.”

Lyman Beesbury asintió con gravedad.

“Lo confirmé en mis registros y con mis contactos. No hay señal clara del origen del oro, pero era constante. Y suficiente para alimentar a cientos. Tal vez más.”

“¿Y aún no saben quién les daba ese oro?” preguntó el Rey, apretando su bastón con fuerza.

“No lo sabemos” admitió Lyman. “Hemos descartado a varios gremios. Tampoco parece venir de la Fe, aunque podrían haber servido como conducto en algún momento. Pero lo dudo: los bardos operaban con independencia. Discretos, incluso en su ayuda.”

Ser Darklyn intervino desde su sitio junto a la pared.

“Sus rutas eran cuidadas. Cambiaban cada semana. No parecían responder a un patrón fácil de seguir. No se comportaban como simples músicos… eran mensajeros, organizadores… casi soldados sin espadas, la Guardia de la Ciudad está increíblemente preocupada por este… desarrollo.”

Hubo un silencio tenso. Luego, el Rey habló con tono bajo:

“¿Y qué querían?”

“Eso es lo más desconcertante, Majestad” dijo Lyonel. “No pedían nada. No buscaban provocar, al menos no abiertamente. Su mensaje era esperanza. Pero eso basta para incendiar un pueblo hambriento.”

“¿Es esto una conspiración?” insistió Jasper. “¿Una nueva herejía, un culto escondido, una rebelión bien vestida?”

Lyman negó lentamente.

“No lo sabemos aún. Pero quien sea que estuviera detrás… tenía recursos, paciencia y un propósito. Y eso me preocupa más que cualquier alborotador callejero. He revisado nuestros libros, nada del oro de la Corona ha ido a los bardos, Nevan vivía en la Fortaleza, comía aquí, pero no recibía pago de nuestra parte.”

Viserys permaneció en silencio por un largo momento, su mirada perdida en la piedra del suelo.

“Busquen. Sin descanso. Si alguien está alimentando al pueblo para ganarse su favor, quiero saber quién. Que no haya rincón sin revisar, ni moneda sin rastrear.”

“Así se hará, Majestad” dijo Lyonel con una leve reverencia.

El Rey se puso en pie con esfuerzo, su figura más imponente bajo la luz tenue.

“Y que la gente recuerde: la corona los protege. No los bardos. No los rumores. No las sombras. La Corona… hagan algo para calmarlos.”

Lyman asintió, sabiendo que tendría que soltar monedas para esto y no le gusto. 

… 

Los pasillos de la Fortaleza Roja estaban más silenciosos de lo habitual. No era el silencio pacífico de una mañana serena, sino el de una casa que contiene el aliento. El de una corte que sabe que algo está mal, pero teme nombrarlo.

Lyman avanzaba con lentitud por el corredor del ala este, saludando con un leve gesto de cabeza a los pocos sirvientes que se cruzaban en su camino. Ninguno lo miraba a los ojos. Murmuraban entre ellos apenas pasaba.

Al llegar a una antesala, donde debía reunirse con un escribano, encontró a dos doncellas jóvenes conversando en voz baja. No lo vieron al principio, pero al notarlo, se callaron de inmediato.

“¿Qué decían?” preguntó con suavidad, sin detener el paso.

Las chicas se inclinaron, nerviosas.

“Nada, mi señor… sólo… sólo que… la Reina no ha salido de sus aposentos desde hace días. Y que… bueno, que habla sola. A veces grita, otras llora.”

Lyman no dijo nada. Les hizo un gesto de cortesía para que se retiraran.

Más tarde, en una pequeña reunión con uno de los mayordomos encargados de la cocina, volvió a escuchar susurros.

“La señora Aoife no deja que nadie entre a verla” dijo el hombre, mientras fingía hablar de los inventarios. “Ni siquiera las viejas damas de compañía. Dicen que la Reina cree que el bebé en su vientre le habla. Que le da órdenes.”

Lyman frunció el ceño.

“¿Qué clase de órdenes?”

El mayordomo se encogió de hombros.

“Insiste en que debe purgar a los traidores. Que debe "terminar lo que empezó ". Pero no hay a quién dar las órdenes. Los guardias ya no responden como antes. Al menos, no desde lo de Nevan…”

Esa noche, Lyman lo compartió con su esposa, Lady Alana, mientras cenaban en sus habitaciones.

“Están diciendo cosas extrañas de la Reina” comentó mientras rompía un trozo de pan. “Que está enferma de verdad. Que ya no razona. Algunos creen que el niño que lleva dentro la está devorando desde el alma.”

“¿Y tú lo crees?”

Lyman guardó silencio por un largo momento.

“No lo sé. Pero está sola. Y eso… eso nunca ha sido bueno para un corazón que ya carga demasiadas sombras. Quizá el juicio no solo quebró su posición… también su mente, o tal vez sea otra de sus manipulaciones.”

Alana lo miró con expresión grave.

“Y si es así… ¿qué harán cuando nazca el niño?”

Lyman no respondió. Pero en su interior, ya empezaba a temer que ese día traería aún más oscuridad a la corte.

“Hablaré con el Rey sobre eso, no creo que deba ser la Reina quien esté a cargo de la educación de los niños por un tiempo.” O para siempre , pensó astutamente. 

Días después, tras escuchar más informes de sirvientes preocupados, finalmente llevó el tema a Lyonel y tras su aceptación, se lo llevaron juntos al Rey, quien los escuchó con el rostro lleno de tristeza.

“Decidme con franqueza” preguntó el Rey cuando terminó de explicar sus descubrimientos. “¿Creéis que la Reina ha perdido el juicio?”

“Majestad… los informes son confusos. Algunos dicen que delira, otros que sufre en silencio. No podemos saberlo sin una evaluación adecuada.” Lyman explicó con calma, no dispuesto a declarar loca a la Reina.

“Podemos traer a más maestres. Los de la Ciudadela, si es necesario. Y parteras expertas, para su condición.” Lyonel lanzó una mirada extraña a la puerta antes de seguir. “O sanadores, se que últimamente los maestres han tenido preferencia por aprender de sus errores antes que sanar a los pacientes con lo que ya saben.”

El Rey asintió con calma. “Haganlo, traigan a maestres, sanadores y parteras… pero deseo que la evalúes tu primero, Lyonel, has estudiado en la Ciudadela y se que tienes un eslabón de plata.”

Se decidió proceder de inmediato, temiendo que el tiempo fuera un factor, todos partieron a los aposentos de la Reina, pero el Rey decidió pasar a ver a sus hijos en el camino para darle tiempo a Lyonel antes de llegar él mismo y que pudiese afectar a la Reina con su presencia.

Los pasillos de la Fortaleza Roja estaban en silencio, todavía teñidos de una tensión persistente desde la ejecución del bardo. Cuando Lyman y Lyonel llegaron a la entrada de los aposentos de la Reina, los guardias reales ya estaban en posición, tal como el Rey había ordenado.

Aoife, la única sirvienta que podía atender a la Reina, los esperaba frente a la puerta, rígida como una estatua, pero con los ojos llenos de súplica.

“No podéis entrar. La Reina... no está en condiciones.”

Lyonel se adelantó sin pestañear, su voz tan firme como su expresión.

“Por orden del Rey, esta puerta se abrirá. Alguien debe responder por lo que ocurre aquí dentro.”

Cuando Aoife intentó interponerse, Ser Darklyn la tomó gentil pero firmemente por el brazo. Lyman le dirigió una mirada de disculpa, antes de que el chirrido de los goznes marcara la apertura de la puerta.

El aire adentro era espeso, denso y cargado de incienso rancio y flores marchitas. Las cortinas estaban corridas, y la luz que entraba era escasa. El ambiente olía a encierro y enfermedad.

La Reina yacía en un diván bajo una montaña de mantas, su cabello revuelto, la piel sudorosa y pálida, los ojos abiertos pero erráticos, con ojeras profundas. Murmuraba palabras entrecortadas, apenas audibles.

“El agua... el agua canta. El cuervo negro... me mira desde la ventana.”

Lyonel dio un paso adelante, consternado.

“Su Alteza… Alicent…”

Ella no pareció notar su presencia. Siguió balbuceando:

“Los dioses vendrán... vendrán por todos... El Reino arderá si no se arrepienten... No... no debo bañarme, no puedo... el agua está maldita, maldita…”

Lyman, impactado, miró en torno: había platos sin recoger, jarras de agua intactas, velas consumidas hasta la base. La Reina estaba abandonada a sus delirios.

Aoife, retenida aún por Ser Darklyn, rompió finalmente el silencio:

“He hecho lo que he podido. Me niego a dejarla sola, aunque no me escucha. Reza durante horas. Me arrodillo junto a ella y finjo seguir sus sermones. No come, a veces bebe un poco de caldo que caliento en la chimenea. Si la bañamos, grita. Dice que siente que las serpientes del infierno nadan en la bañera. Los dioses le hablan... pero yo no los oigo.”

Lyonel tragó saliva. Por un instante, su severidad se desmoronó, y se convirtió solo en un hombre cansado que veía a una mujer quebrada.

“Esto... esto no es simple enfermedad. Es el peso de todo lo que ha hecho. Y lo que ha perdido.”

Lyman se acercó al lecho, y se arrodilló suavemente.

“Alicent... soy Lyman. ¿Me recuerdas?”

Los ojos de la Reina se posaron sobre él, por un breve instante. Entonces murmuró:

“Están todos en contra... hasta los bardos... cantan su nombre... la hija del pecado…”

Y luego volvió a mirar hacia el techo, murmurando una oración desordenada.

Lyonel se volvió hacia Aoife, ahora libre.

“Has hecho más de lo que muchos harían. El Rey debe saberlo... pero esto también debe quedar entre nosotros, ¿me entiendes?”

Aoife asintió, con los ojos llorosos. Lyman se puso en pie con gravedad.

“Esta no es una Reina conspirando o buscando manipular. Es una madre rota... y una mente a punto de quebrarse, ¿cuanto lleva así?”

Lyonel asintió.

“Y es nuestra responsabilidad protegerla. Incluso de sí misma.”

El crepitar de la chimenea apenas disimulaba los murmullos desordenados de la Reina.

Lyman y Lyonel se habían retirado unos pasos del diván, dejando a Aoife con su labor. Desde la penumbra, la sirvienta sostenía un pequeño cuenco de caldo y con una cuchara de plata, alimentaba a la Reina con la paciencia de una madre con su hija enferma. Alicent sorbía lentamente, sin enfoque en la mirada, sin reconocer a nadie más en la habitación.

“Me enviaron... me dieron este cuerpo... pero yo soy otra, soy elegida…” balbuceaba, entre pausas y suspiros. “Debo purificar el reino... el pecado... las serpientes del negro fuego…”

Lyman tragó en seco, observando con una mezcla de compasión y profundo desconcierto. Su voz fue apenas un susurro:

“No podemos mostrarle esto al Rey. No así. Lo mataría de pena… o de rabia.”

Lyonel mantuvo el ceño fruncido, su mirada clavada en la figura de la Reina, que hablaba ahora con la llama de una vela como si fuera un mensajero de los dioses.

“Pero no podemos ocultarlo. Ya no. Está más allá de la manipulación, de la ambición… Esto es otra cosa, Lyman. Esto es locura, o posesión, y me temo que en la corte no sabrán diferenciar una de otra.”

Lyman bajó la mirada, cruzando los brazos.

“¿Y si dicen que fingimos? ¿Que buscamos desprestigiarla? Su linaje, su embarazo, su religión… todo eso sigue siendo un escudo ante los ojos del pueblo. Si revelamos que ha perdido la razón, hay quienes pensarán que la hemos hecho perderla, los septos siguen cantando alabanzas a la Reina y haciéndola ver como una mártir, el pueblo se esta dividiendo… la Fe intentara protegerla, igual que Oldtown.”

Lyonel lo miró, grave.

“Entonces primero aseguramos el círculo interno. El consejo. Los maestres. Que todos vean lo mismo que nosotros, con sus propios ojos.”

Lyman asintió, pero aún había duda en su rostro.

“¿Y qué del niño, de los niños? Son demasiado jóvenes e influenciables…”

Lyonel suspiró.

“El Rey deberá decidir.”

Al fondo, la Reina había dejado de comer. Aoife la acunaba, con una ternura inquietante, como si estuviera cuidando de una hija, no de la Reina de los Siete Reinos. Alicent sonreía ahora, en su mundo propio.

“Los dioses me hablan… me dicen que el fuego vendrá… que ellos también caerán, y solo quedará luz…”

Lyman se volvió hacia Lyonel, con expresión lúgubre.

“Cuando le digamos al Rey, debe ser con cuidado. Porque esa mujer no es la misma que decidió nombrar a un guardia sin el permiso del Rey… ya no está ahí, pero sigue siendo igual de peligrosa.” Ambos asintieron.

El silencio en la cámara era sepulcral cuando el Rey Viserys entró, envuelto en su pesada capa negra bordada en hilo de plata. Su rostro seguía oculto tras la máscara de oro que cubría la herida en su mejilla, pero su mirada, endurecida por el dolor y el peso del trono, era más penetrante que nunca.

Lyonel y Lyman se apartaron para dejarle ver por completo la escena. La Reina, reclinada en su diván, murmuraba frases ininteligibles mientras Aoife ajustaba discretamente una manta sobre su regazo.

“¿Cuánto tiempo lleva así?” preguntó el Rey con voz grave.

Fue Aoife quien respondió.

“Los delirios comenzaron tras el juicio, mi señor. Y con cada luna se han vuelto más constantes. Ha rechazado ayuda de los maestres, de las parteras... solo me acepta a mí. Me esfuerzo por mantenerla limpia, alimentada, cuerda... pero no siempre se deja.”

Viserys se acercó un poco más, la voz casi un susurro.

“¿Ha visto a sus hijos?”

Aoife asintió, con expresión de cansancio.

“Sí... no nos atrevimos a negárselo. Si lo hacemos, se desespera, grita, golpea las paredes. Verlos la calma, aunque no por mucho.”

Apenas había terminado de hablar cuando la Reina alzó la voz con una energía repentina, como si hubiera despertado de un largo sueño.

“¡Quiero a Aegon! ¡Tráiganme a mi hijo, ahora! ¡Los dioses me dicen que lo necesita... que él lo necesita!”

El Rey intercambió una mirada tensa con sus consejeros. Lyonel hizo una seña al sirviente que aguardaba fuera. Minutos después, el pequeño Aegon, de solo siete años, fue conducido al cuarto con paso dubitativo, aferrando la mano de su septa con fuerza.

Cuando Alicent lo vio, se incorporó de golpe, los ojos vidriosos iluminados por una extraña euforia. Abrió los brazos y Aegon se acercó, aunque con evidente recelo.

“Ven, mi amor…” susurró. “Tienes una misión. El fuego viene. Tienes que purificar el legado. Tienes que salvar el reino. No dejes que la serpiente se apodere del trono. No lo permitas.”

El niño parpadeó, confuso.

“¿Seré rey, madre?”

Ella lo tomó del rostro con ambas manos, su agarre demasiado fuerte para ser tierno.

“¡Eres más que rey! Eres el elegido. Ellos no lo ven, pero tú… tú arderás por los siete, por la luz verdadera…”

Viserys no apartaba la mirada. Su mandíbula temblaba apenas perceptiblemente. El niño intentó zafarse del agarre de su madre, pero Alicent lo sostuvo aún unos segundos más antes de besarlo en la frente y dejarlo ir.

“Purifica, Aegon… no olvides…”

Cuando la septa se llevó al niño, que ya comenzaba a sollozar en silencio, el Rey se quedó inmóvil. Luego, lentamente, se volvió hacia Aoife.

“Ya no más visitas. Ninguna. Esta envenenando la mente del niño, lo llena de delirios. Que nadie le repita jamás que sera Rey o esas tonterías.”

Aoife asintió, conteniendo lágrimas, y bajó la mirada.

Viserys se volvió hacia Lyonel y Lyman.

“Mañana, la apartaremos del resto del castillo. Nadie más entra sin mi permiso. Nadie, solo tu la atenderás, niña, pero no quiero que corran rumores sobre su condición.”

Y luego, casi en un susurro, más para sí que para ellos:

“He perdido a mi Reina una vez… pero no perderé a otra.”

 …

La luz del amanecer caía sobre los pasillos altos y silenciosos de la Fortaleza Roja. Lyman y Lyonel caminaban con paso firme, escoltados por dos miembros de la Guardia, mientras supervisaban los preparativos del nuevo encierro de la Reina, antes se permitía la entrada de docenas de sirvientes para cambiar sábanas, limpiar… pero ahora estaría restringido, también la guardería debía moverse dado que el Rey había prohibido el acceso a los niños por parte de la Reina.

Las cámaras estaban siendo selladas y reforzadas discretamente. Las ventanas se aseguraban con celosías de hierro forjado, y nuevas cerraduras, controladas únicamente por la Guardia Real, se instalaban bajo la supervisión directa de Ser Arryk quien veía a los herreros con fiereza.

Le recordó terriblemente a cuando pusieron barrotes en las ventanas de la Princesa Rhaenyra, sin embargo se sintió como… justicia divina, que quien intentó destituirla ahora sufriera su mismo destino, pues la Reina había sido muy vocal en que la Princesa se había vuelto loca, instando a todos a rezar por su alma mientras el Rey intentaba desesperadamente callar todo el asunto.

“Es terrible” murmuró Lyman, con el ceño fruncido mientras observaba cómo colocaban los últimos refuerzos. “Pensar que hace apenas unos años, esta misma torre albergaba a la Reina Aemma... Ella murió deseando traer una nueva vida. Y ahora la Reina Alicent… se está volviendo loca...”

Lyonel no respondió de inmediato. Observaba en silencio mientras una sirvienta salía de la cámara de Alicent, con los ojos hinchados por el llanto y la mirada baja.

“La Reina Aemma nunca intento dañar a nadie… pero la Reina Alicent parece que es lo único que sabe hacer.”

Un joven paje se les acercó con urgencia.

“Mis señores, el príncipe Aemond... llora por su madre. Se niega a comer desde anoche. Y la princesa Helaena la llama en sueños.”

Lyman suspiró. Lyonel asintió y pidió que reunieran a los tres niños en la sala de estudios.

Poco después, Aegon, Helaena y Aemond estaban sentados en silencio frente a los dos hombres. Aemond se aferraba a un pañuelo bordado que aún olía a su madre, mientras Aegon miraba al suelo con el ceño fruncido.

“Escuchadme bien, pequeños” dijo Lyonel con voz suave pero firme. “Vuestra madre está... muy enferma. Lo que le sucede no es culpa suya, y no es culpa vuestra. Pero por ahora, debe descansar. No la veréis por un tiempo.”

“¿Es por el bebé?” preguntó Helaena, en voz apenas audible, su voz terriblemente lenta. “¿Le duele la cabeza?”

“¿Por qué no podemos verla?” preguntó Aemond, con voz frágil, increíblemente pequeño para sus cuatro años pero hablando más claramente que su hermana mayor.

“Porque vuestra madre está enferma, hijo” dijo Lyonel con paciencia, deteniéndose para ponerse a su altura. “A veces, cuando un nuevo bebé está por llegar, las madres necesitan descanso. Cuanto más tranquila esté, más rápido sanará.”

“¿Y si no sana?” preguntó Aegon, su voz más dura que temblorosa.

Lyman le puso una mano en el hombro.

“Entonces todos haremos lo que sea necesario para ayudarla. Pero por ahora, lo mejor que podéis hacer es ser fuertes... por ella. Pero no la veran por un tiempo.”

“¿Nunca más?” preguntó Aemond con voz temblorosa.

“Claro que sí” intervino Lyman rápidamente. “Cuando nazca vuestro hermanito o hermanita, cuando el maestre diga que ya está mejor, entonces la volveréis a ver. Sólo necesita sanar.”

“¿Y si no sana?” interrumpió Aegon, su voz más dura que temblorosa.

“Entonces todos haremos lo que sea necesario para ayudarla. Pero por ahora, lo mejor que podéis hacer es ser fuertes... por ella.”

Lyman asintió y notó que Aegon parecía aliviado ante la idea de no ver a su madre.

Los niños asintieron con lentitud. Lyonel hizo una seña a una septa para que los guiara de regreso a sus habitaciones.

Fueron llamados por un sirviente indicando que tenían el diagnóstico de un maestre y llevados ante el Rey.

“He visto casos como este antes” explicó con gravedad el maestre. “A veces, durante el embarazo, las mujeres sufren... perturbaciones. La medicina aún no comprende por completo el origen, pero en algunos casos es pasajero. En otros... no tanto.”

“¿Lo que tiene… es una dolencia común?” preguntó el Rey, entre la incredulidad y la esperanza, deseando saber más.

“No común, Alteza” aclaró el maestre, “pero sí documentada. Algunas mujeres, durante el embarazo, desarrollan lo que llamamos “melancolía del vientre”, o “fiebre del alma”. Delirios, temores irracionales, incluso visiones religiosas. La mente se ve afectada por el cuerpo, o por las pasiones más profundas.”

Lyman intercambió una mirada sombría con Lyonel. 

“¿Puede curarse?” preguntó Lyonel con la voz llena de incredulidad.

“En algunos casos, con reposo, aislamiento, cuidados constantes y tras el parto... se disipa. En otros, puede durar más. Y si se agrava, podría representar un peligro... para ella, o para quienes la rodean.”

El Rey cerró los ojos por un momento.

“No permitiré que nadie más la lastime” dijo en voz baja. “Pero tampoco permitiré que dañe a nuestros hijos. Ni al reino.”

Alzó la vista.

“Nadie más entrará en sus cámaras sin mi permiso. Que permanezca atendida únicamente por quienes sepamos que no la forzarán, ni la dejarán sola en sus delirios. Cuando nazca el niño… veremos si los dioses son misericordiosos.”

La tensión en la sala era palpable.

Un reino en vilo, sostenido por la voluntad de un Rey enfermo y una Reina cuya mente se deshacía más rápido que su cuerpo, y la heredera, lejos del alcance de todos. 

“No queda mucho por hacer” dijo finalmente el Maestre. “He visto casos similares. Algunas mujeres… se quiebran durante la gravidez. No es común, pero ocurre. En la mayoría, los síntomas desaparecen tras el parto. Lo único que podemos hacer es esperar y evitar que se cause más daño mientras tanto.”

Lyonel se pasó una mano por el rostro con gesto fatigado.

“Esperar. Como si tuviéramos el lujo del tiempo”

Lyman decidió que tenía que resolver la situación de los fondos irregulares de la Guardia de la Ciudad mientras tanto, la locura de la Reina le había quitado demasiado tiempo y ya habían tenido que gastar demasiado oro en ello, oro que debería haber venido de su dote, pero por las circunstancias, terminaron con una Reina sin dote que costaba más que las ventajas que había traído… y Lyman se preguntó cómo es que terminaron con una Reina que no trajo absolutamente nada al Reino cuando lo consideró con seriedad.

Lyman comenzó su investigación con la firme intención de descubrir qué había detrás de los fondos irregulares destinados a la Guardia de la Ciudad cuando comenzaron a cobrarse los impuestos y la gente se negó a pagarlos. 

El oro escaseaba, las calles se llenaban de rumores, y los hombres encargados de proteger la capital estaban mal alimentados, mal vestidos y desmoralizados. No podía permitirse seguir ignorando aquello.

Contó con la ayuda de Ser Harwin Strong, ahora comandante de la Guardia, un hombre de carácter firme y lengua directa, que compartía su preocupación. Juntos comenzaron a revisar los registros de los años anteriores, las solicitudes de fondos, los reportes de mantenimiento, las listas de pagos. Pronto se encontraron con un patrón tan evidente que sólo la negligencia deliberada podría haberlo pasado por alto.

Ser Gwayne Hightower, antiguo comandante y hermano de la Reina, había estado solicitando cantidades exorbitantes de oro para la manutención de la Guardia… y sin embargo, nada de ese oro llegaba a los hombres. Los cuarteles estaban en ruinas, los establos infestados, los turnos de patrulla eran dobles o triples, y muchos guardias simplemente habían abandonado el deber.

Lyman siguió el dinero.

Descubrió que gran parte de los fondos se quedaban en manos de Gwayne mismo, disfrazados de “gastos administrativos” y pagos a proveedores inexistentes. La otra parte era enviada, con regularidad y sin registrar oficialmente, a los septones de la capital. En nombre de la Reina.

“Donaciones para la Fe” dijo Harwin una noche, después de hablar con sus soldados, interrogando a los leales de los Hightower hasta obtener respuestas. “Pero nadie de la Guardia los escoltó.”

Las pruebas terminaron por confirmar lo que ambos sospechaban: Gwayne había utilizado su cargo para llenar sus bolsillos y fortalecer a la Fe en nombre de su hermana. Era un desfalco, sí, pero también una estrategia política. Alimentar a los hombres del Septo, mientras los hombres del Rey pasaban hambre.

Lyman cerró el último libro de cuentas con un suspiro helado. La corrupción no era sólo un asunto de oro. Era un tumor que se extendía desde el corazón mismo de la Fortaleza Roja.

Y lo peor, pensó mientras lanzaba una mirada silenciosa a los informes sellados que presentaría al Consejo, era que esto no era un secreto bien guardado, había rastros por todas partes, todos bajo el nombre de Ser Otto Hightower

A la mañana siguiente, con los documentos ordenados y sellados bajo su brazo, descendió los pasillos silenciosos de la Fortaleza Roja. El Consejo se reuniría antes del mediodía, y esta vez no permitiría desvíos, excusas, ni silencios cómplices. No importaba quién intentara proteger a la Reina o a su familia, la podredumbre debía quedar expuesta. Ya no era una cuestión de honor, sino de supervivencia.

Antes de llegar al salón del Consejo, se detuvo frente a la pesada puerta de roble. Ser Erryk Cargyll, firme en su puesto, le ofreció una breve inclinación de cabeza. Lyman lo observó un momento. Erryk había demostrado ser un hombre leal, quizás uno de los pocos que aún ponían el deber por encima de la política y jamás había fallado en su deber al Rey.

“Ser Erryk” dijo, bajando la voz. “Lo que está por discutirse hoy no puede verse interrumpido. No por mensajeros, ni por sirvientes, ni por nadie. Entendido.”

Erryk asintió con la seriedad de quien entiende el peso de una orden bien dada.

“Nadie entrará hasta que usted me lo indique, mi señor.”

Lyman sostuvo su mirada por un instante, como si sellara un pacto tácito entre dos hombres que aún creían en el orden. Luego, sin decir más, empujó la puerta y entró al salón donde los demás lores ya comenzaban a acomodarse.

Esta vez, pensó mientras desplegaba sus pergaminos sobre la mesa, esta vez hablaría hasta el final.

El Consejo estaba reunido en completo silencio mientras esperaba a que iniciara. El Rey Viserys, aunque debilitado por su enfermedad, se mantenía erguido en su asiento, envuelto en una capa de terciopelo profundo. Su mirada recorría a cada uno de los presentes con creciente desconfianza: Lyonel Strong, Tyland Lannister, Jasper Wylde, el Gran Maestre Mellos, Steffon Darklyn… y al centro de la sala, Lyman, con un montón de documentos bajo el brazo y el rostro endurecido por la determinación.

“Majestad. Mi Señores” dijo Lyman, sin rodeos. “Lo que traigo hoy no es solo una auditoría. Es una revelación de años de manipulación y abuso de poder.”

Viserys le indicó con un gesto que continuara.

“He investigado los fondos asignados a la Guardia de la Ciudad durante el mando de Ser Gwayne Hightower. Descubrimos que solicitó cantidades exorbitantes de oro mientras los propios guardias pasaban hambre, sus pagos se retrasaban y los cuarteles se caían a pedazos.”

El rostro del Rey se tensó.

“¿Y dónde fue ese oro?” preguntó con voz grave.

“Una parte fue a manos de Gwayne” dijo Lyman, desplegando un pergamino. “Contratos falsos, proveedores ficticios. La otra parte fue entregada sistemáticamente a la Fe… en nombre de su hermana, la Reina Alicent.”

Se produjo un murmullo inquieto en la sala. Lyonel apretó los dientes. Jasper miraba fijamente los documentos. Viserys se inclinó hacia adelante.

“¿Y cómo fue que esto ocurrió sin que tú lo supieras, Lord Beesbury?”

Lyman alzó la mirada y su voz se volvió más tensa.

“Porque no me lo permitieron, Majestad. Cada uno de esos movimientos fue autorizado por la Mano del Rey en aquel entonces… Ser Otto Hightower. Él firmó las dispensas, selló los permisos, desvió las solicitudes lejos de mi conocimiento y obstaculizó mis funciones como Maestro de Moneda.”

Un silencio helado se apoderó del Consejo.

“¿Me estás diciendo que tanto su hijo como él estaban implicados?”

“Sí, Majestad” afirmó Lyman. “Otto Hightower usó su poder para proteger a su hijo y ocultar el desvío del oro. Fue una conspiración familiar, bien cubierta bajo sellos de autoridad y piedad religiosa. Y todo ocurrió bajo su mandato.”

Los ojos de Viserys brillaban de ira contenida. Se apoyó lentamente sobre el brazo de su silla.

“¿Tienes pruebas?”

“Las tengo. Cartas, libros de la Fe con registros de las entregas, y los documentos firmados por Otto. He confirmado con contactos en el Dominio que esto fue una red sostenida de favores y dinero. El mismo oro que debería haber servido al reino.”

Tyland Lannister exhaló con fuerza.

“Una red de corrupción religiosa y familiar… justo bajo nuestras narices, los Hightower no son piadosos, son mentirosos y ladrones.”

“¿Y por qué revelarlo ahora?” preguntó Jasper con desconfianza.

“Porque ahora ya no pueden esconderlo, no con Ser Harwin en control de la Guardia de la Ciudad como comandante” dijo Lyman, con una mirada firme. “Porque ya no está Otto para protegerlos. Porque el pueblo paga el precio mientras otros construyen poder sobre el hambre y el abandono.”

Viserys se puso de pie con dificultad, pero con una firmeza que hizo que todos guardaran silencio de inmediato.

“Ser Otto… Gwayne… la Reina misma. ¿Cuántos más?” musitó. “Esto no es solo traición. Es saqueo al trono. Es manipulación de la corona.”

El Rey alzó una mano.

“Lord Jasper, que quede constancia de todo esto. Cada sello, cada firma, cada transacción.”

“Será hecho, Majestad” respondió Wylde, ya tomando nota.

“Y Lord Beesbury… has hecho lo correcto. Nadie debe tener poder sin rendir cuentas. Nadie.”

Lyman se inclinó con gravedad.

“Gracias, Majestad. Pero esto solo es el principio.”

Viserys guardó silencio un momento antes de hablar, esta vez más bajo.

“Y pensar que durante años confié a esa serpiente el gobierno mientras él solo me utilizaba para robarme…”

Se giró hacia Lyonel.

“No se puede confiar ya en los títulos ni en los lazos de sangre.” y todos supieron que se refería a la Reina.

El Rey Viserys guardó silencio por unos instantes, su rostro pálido crispado de furia. Cerró los ojos brevemente, como si intentara contener la oleada de traición que ahora lo envolvía por todos lados. Luego, sin vacilar, habló con voz severa y clara:

“Que se envíe un cuervo inmediato al Dominio. Ser Gwayne Hightower debe ser traído a la capital… bajo guardia, y encadenado si es necesario. No como caballero, sino como acusado. Deberá responder ante mí y este Consejo por cada moneda desviada, cada mentira, y cada crimen cometido en nombre de su familia.”

Tyland y Steffon intercambiaron una mirada tensa, mientras Lyonel ya comenzaba a redactar la orden.

“Majestad” dijo Lyman, con gravedad, “si me permite, sugeriría que no se le avise con antelación a su familia. Si los Hightower llegan a saberlo antes que nosotros, podría escapar.”

Viserys asintió lentamente.

“Haz lo necesario, Lyonel. Que venga bajo vigilancia estricta… y que no tenga oportunidad de esconderse.”

El aire en la sala se volvió más pesado, como si el reino entero se hubiera detenido un instante para oír ese decreto.

Ser Gwayne sería juzgado… y esta vez, no habría lugar para indulgencias.

La sesión se cerró en un silencio grave, y la pesada puerta del Consejo se cerró tras ellos, con la sombra de los Hightower todavía colgando sobre Desembarco del Rey.

Lyman soltó un suspiro de alivio, sentía que se había quitado un peso de encima y había evitado algo terrible. 

Pero sus deberes eran interminables pues ahora debía lidiar con la negación de la gente de la capital a pagar sus impuestos, muy necesarios para rellenar las Arcas de la Corona.

Notes:

Agradezcamos a Uchiha_no_Hime por la idea que me dio para el POV.

Este capitulo me costo mucho porque tenia fragmentos desde la perspectiva de Alicent, pero con su locura tomando forma, no tenian sentido del todo, tambien tenia fragmentos desde el POV de Lyonel pero necesitaba una perspectiva femenina, como una esposa, y él es bien sabido que es viudo... así que pense en Lyman, que sabemos que tiene un hijo y un nieto, pero poco más, por lo tanto: un lienzo en blanco.

Ser Harrold muere en los libros y es Cole quien es comandante durante todo este periodo y hasta la Danza, pero amo a Ser Harrold, claro que no me gusto como lo manejaron en la serie, pero lo mantuvieron vivo, aunque no se como murio...

El punto es que me llevo a esta idea, que espero que les guste!

Quiero señalar que creo firmemente que el plan de Otto llevaba muchisimos años gestandose, claramente uso s tiempo como mano para algo más que poner a su hija como reina, el hecho de que robaran el oro de la corona y que por eso atacara la gente comun a Rhaenyra durante la guerra es algo que siempre me ha causado conflicto, porque Lyman es muy leal y no estaba de acuerdo, ademas, sus movimientos en ese periodo fueron perfectos, fluidos, claramente todo muy bien planeado.

Pero con nuestra Princesa moviendo todas sus piezas para desestabilizar a los Verdes tanto como puede desde lejos, tarde o temprano se iban a empezar a desmoronar los planes de los verdes.

¿Sienten que los capitulos son demasiado largos? Los que tengo son más o menos de longitud similar, pero quiero saber si es demasiado de golpe para entonces dividirlos y tal vez publique dos veces por semana... no se, ¿ustedes que opinan? o ¿lo mantenemos así?
Diganme que opinan y si quieren algun otro pov en particular para los siguientes caps.
El siguiente sera desde el POV de Laena y Alicent.

Chapter 12: Vientre de guerra

Notes:

Advertencias de temas sensibles al final del cap.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Laena 

Sus días estaban envueltos en una neblina de opresión y desesperación. 

Laena solo sabía contar el pasar del tiempo por su vientre que crecía día con día. 

Sus esperanzas de que Vhagar se liberara y con ello la liberara a ella finalmente desaparecieron cuando un barco con el estandarte Velaryon apareció, trayendo dentro de él media docena de guardias del dragón, listos para mantener a Vhagar alimentada y feliz… Y encadenada. 

Su madre había respondido a sus súplicas de ayuda con un barco que le arrebató toda esperanza. 

Una carta recordándole su deber , como si no estuviera siendo su cuerpo invadido por la prueba de su deber. 

El dolor era una presencia constante. No solo el físico, ese venía en oleadas, sino el que se anidaba en su pecho, alimentándose de cada minuto de silencio, de cada mirada vacía de los sirvientes que Keenan le dejaba, como quien deja un cuenco a un animal. Ninguno hablaba su lengua. Ninguno la miraba a los ojos. 

El Valyrio, un idioma del que solo sabía lo básico, era incomprensible en los labios de las sirvientas que lo hablaban con un acento extraño. 

Ya no tenía a nadie que le hablara en común. 

Había dejado de contar los días. Solo recordaba la carta. Esa maldita carta escrita con la caligrafía fría de su madre. “Cumple con tu deber.”   

Las palabras se repiten en bucle en su mente. 

Como si no hubiese estado cumpliendo desde el momento en que su padre la vendió por conveniencia a un extranjero que no creía en dioses ni honor. Como si no bastara con que cada noche tuviera que cerrarse por dentro y llorar en silencio, sosteniendo el peso de un vientre que no pidió. 

Sin quererlo, el resto de la carta le llegó a la mente. 

La supervivencia de nuestra Casa depende de ti, del hijo en tu vientre, Rhaenyra y su perro, Daemon, nos han declarado enemigos suyos y el Rey les ha creído, nos ha declarado traidores y ahora… estamos al borde, pues el sobrino de tu padre busca nuestra caída, estamos rodeados de traidores.  

La salud de tu padre está delicada, ha perdido una pierna y los maestres planean cortar la otra en cualquier momento.  

Cumple con tu deber, Laena, asegura la alianza, deja de comportarte como una niña.  

Los Dioses saben que me arrepiento de haberte criado como lo hice, no seas débil como tu hermano.  

Te di todo lo que deseaste de niña con la esperanza de hacerte feliz, pero veo que te enseñe poco del deber y la responsabilidad.  

Te amo mas que a nada, mi valiente niña, pero necesito que seas fuerte.  

No puedo ir a tu cuidado, y tu no puedes venir aquí.  

Pero que la distancia no te confunda, sigues siendo una Velaryon, con sangre de dragón en las venas.  

Resiste, mi amor, pues tu eres mi legado y el de tu padre, de tu vientre depende nuestro futuro.  

Tu madre…  

Laena apretó los dientes, sacudiendo la cabeza, desesperada por olvidar las palabras; una mano sobre su abultado abdomen, otra sobre el borde de la ventana, donde el viento de Braavos no traía consuelo, solo humedad y resignación. Vhagar rugía a veces, desde su encierro. Ella lo sabía. Aunque los guardias aseguraran que estaba tranquila. Y Keenan… que le dijera que el dragón era suyo sólo en nombre ahora que estaba casada con él, que todo lo que era de ella le pertenecía ahora a él, la había enfurecido más allá de lo razonable. Laena veía la ambición en sus ojos, su deseo de ser él quien controla al dragón y no ella.  

Se preguntaba si Vhagar también se sentía encadenada. Sabía que su jinete se estaba apagando. 

La primera contracción llegó sin aviso. Como una piedra lanzada en la oscuridad, que golpea el pecho sin que puedas protegerte. Laena cayó de rodillas con un quejido ahogado. Nadie acudió. Nadie siquiera oyó ruido en el pasillo. 

Apoyada contra la pared, respiró hondo, buscando aire con desesperación. Otra punzada la atravesó, más fuerte. Sangre. Lo supo sin mirarla. El parto había comenzado. 

Sintió líquido correr por sus piernas. 

“No… no ahora…” susurró, jadeante, sintiendo cómo el miedo la devoraba. 

No había nadie. Ni su madre. Ni su padre. Ni una septa. Ni una partera. Solo ella. Y esa vida dentro de ella, peleando por salir. 

Un trueno retumbó a lo lejos. O quizá fue Vhagar, despertando inquieta con el olor a sangre en el aire. Laena apretó los labios hasta hacerse daño, apoyándose en la pared para levantarse. Tenía que llegar al lecho. No podía morir de rodillas. No sin verlo, no sin saber si su hijo —porque en su corazón sabía que era un niño— estaría vivo para odiar el mundo que lo trajo así. 

Tropezó hasta la cama. Se dejó caer sobre las sábanas empapadas de sudor y lágrimas. Y esperó. No por ayuda. Por el fin. Por el inicio. 

“Por favor…” dijo al viento, no sabiendo a quién hablaba, sus Dioses le habían fallado cuando permitieron que su padre la vendiera con tanta facilidad. “No me dejes sola.” 

Ningún dragón vendría a salvarla. 

Vhagar no derribariá su prisión por ella, no tiraría el Palacio para liberarla… 

Los dolores llegaron con una furia implacable, uno tras otro, como si su cuerpo se rompiera para siempre. El grito que Laena soltó fue el de una mujer que ya no temía el juicio, solo la muerte.  

Pero no tardaron en llegar. Las puertas se abrieron al fin, no con preocupación, sino con eficiencia. 

Tres parteras braavosis, de rostros duros y manos rápidas, entraron seguidas de un sanador con túnica gris. No dijeron su nombre, no se presentaron. Solo se movieron como si ella no estuviera allí, como si fuera un objeto. Una vasija. Un trabajo más. 

El dolor era diferente a cualquier cosa que hubiera imaginado. Más profundo. Más cruel. Como si el cuerpo se quebrara desde dentro. 

Laena apretó las sábanas con los puños, la frente empapada, la voz desgarrada. 

“¡Quiero a mi madre!” gritó, y su voz resonó entre las paredes frías. “¡Por favor… tráiganla…!” 

Nadie respondió. 

Las parteras se movían como sombras a su alrededor. El sanador murmuraba cosas que no entendía. Pero nadie la miraba como persona. Solo como vientre. 

“Mamá…” susurró ahora, más débil, las lágrimas corriendo sin orgullo ni freno. “No me dejes sola… por favor…” 

Laena temblaba, no solo de dolor físico. Sino de miedo. 

No quería ser valiente. 

Quería a su madre tomándole la mano. A Rhaenys peinándole el cabello con dedos firmes, diciéndole que todo estaría bien, como cuando era niña y se caía del caballo. 

Pero Rhaenys no estaba. 

Dos parteras colocaron mantas en una cómoda, agua caliente en un cubo de madera. 

Una de ellas se sentó frente a ella y le abrió las piernas, subiendo su ropa sin cuidado. 

“Está comenzando a dilatar. Preparen agua.” dijo una de ellas, sin mirarla a la cara, pero viendo sus partes privadas con frialdad. 

Laena trató de hablar, de pedir que fueran cuidadosas, que todo saliera bien. Que la dejaran vivir. Pero nadie la escuchaba. Una mano la empujó hacia atrás con brusquedad. Un paño le fue colocado entre las piernas sin aviso. Todo era manos frías, palabras cortantes y un silencio que gritaba más fuerte que ella. 

“Solo tiene que salir bien.” 
“Solo tiene que ser un niño.” 
“Será fácil… será rápido.” 

Laena se aferraba a esa esperanza como si fuera una tabla en un mar embravecido. Lo sentía moverse dentro de ella, fuerte, testarudo. Debía ser un niño. Un hijo varón le daría un nombre. Le daría algo de control. Le daría valor. 

Cuando Keenan entró por primera vez, olía a vino. Reía. 

“¡Está ocurriendo!” gritó a alguien afuera. “Mi heredero está por llegar.” 

Su heredero , pensó Laena, con una amargura fría como la piedra. No era su hijo. Era su herencia. Y ella, solo el recipiente. 

Keenan se acercó, se inclinó, le apartó un mechón de cabello con un gesto que podría haber parecido tierno, si no estuviera cargado de superioridad. 

“Hazlo bien, Laena. Que valga la pena el oro que pagaron por ti, que los barcos que le costaste a mi padre sirvan de algo.” dijo con una sonrisa burlona. “Que tu coño seco y la humillación que me causó finalmente tengan un fin.” 

Después salió. Se escucharon risas afuera. Copas brindando. Apuestas. Como si ella no estuviera muriendo. 

Las horas pasaron como días. 

"Que sea rápido. Que sea fácil. Que sea un varón."  

Laena cerró los ojos y se repitió esas palabras como una plegaria, una y otra vez en su mente. 

El sanador y las parteras la movieron como a una muñeca de trapo: aquí los muslos, allá la cadera. Abrieron sus piernas, inspeccionaron, hablaron entre ellos en un idioma que ella no entendió. Ella no entendía las palabras, pero sí el tono, impaciencia, juicio, frialdad. 

“Su respiración es irregular” dijo una finalmente en común. 

“Que no grite tanto, va a desgastar su energía” respondió otra. 

Laena quiso morder, quiso gritarles que tenía miedo. Que no era solo una incubadora. Que ese niño, su hijo, su esperanza , era lo único que la mantenía respirando. 

Pero no la oyeron, simplemente siguieron tratándola como si fuera un cuerpo sin vida. 

La puerta se abrió de golpe de nuevo, una rafaga de aire frio que la hizo estremecerse. 

Keenan, con una copa en la mano y las mejillas enrojecidas por el vino, entró con paso pesado. Detrás de él se asomaba su padre, Lord Ferrego, con una sonrisa satisfecha. 

“Ah, ya comenzó” dijo Keenan. Se acercó, como si el espectáculo apenas iniciara. 

Lord Ferrego la miro como si fuese un insecto, e ignorando todo decoro, le pregunto a la partera: 

“¿Falta demasiado?” y le abrió las piernas, ignorando sus gritos de dolor. 

La partera nego, señalando algo que Laena no podía ver y luego sintió un pellizco en su muslo. 

Kenaan se rió y tomó de su botella de vino, derramando un poco sobre ella. 

“Esta mas mojada que cuando tuve que meter mi polla ahí… y mas floja.” Lord Ferrego se rio y ambos siguieron observando como la partera metia sus manos entre sus piernas. 

Laena solo sentía los movimientos bruscos, los dedos tocando sus partes íntimas y el dolor que causaban. 

“¿Está bien?” preguntó Laena, con voz débil. Era la primera palabra que decía en horas. 

Ante una oleada de dolor, no pudo evitar soltar un grito que la dejo sin aliento. 

Keenan no respondió. En cambio, se giró hacia su padre y soltó una carcajada. 

“¿Lo oyes? Está chillando como una gata” se burló. “Aposté que sería al amanecer.” 

“¿Será niño?” preguntó el viejo. 

“Por los dioses, más le vale” respondió Keenan, mirándola directamente. “¿Me oyes, Laena? Haz que valga la pena. No quiero tener que volver a meter mi polla en ese agujero tuyo, mas seco que el desierto.” 

Y salieron. Las risas se perdieron en el pasillo. 

Las contracciones la hacían gritar, pero ya no le importaba callarse. La sangre empapaba las sábanas, y su respiración se volvía corta, entrecortada. 

El dolor iba y venía como una marea furiosa. A ratos parecía retroceder, solo para regresar con más fuerza y desgarrarla por dentro. Las parteras hablaban entre ellas, sin mirarla. Como si fuera una cosa. Como si sus gritos no significaran nada. 

“¡Mamá…!” sollozó Laena otra vez, y el sonido ya no era un ruego, era un lamento de niña. “Por favor…” 

Respira. Endereza la espalda. No dejes que te vean caer. Era la voz de su madre. No allí, no real… pero viva en su cabeza, como un eco viejo. Como una canción perdida. 

Laena la veía. No como era ahora, fría y lejana. La veía como cuando era pequeña. Rhaenys la alzaba en brazos tras una caída. Le limpiaba la cara con las manos secas de tanto montar. Le decía que ella era fuerte, que tenía fuego en la sangre. Que no necesitaba que nadie la salvara. 

¿Pero y si sí necesitaba?  

¿Y si ahora no era una princesa ni una jinete ni una mujer de deber… sino solo una hija asustada que no quería morir sola?  

El dolor la partió en dos y gritó de nuevo. Las parteras le decían que empujara, que dejara de llorar, que respirara. Una le sostenía las piernas. Otra revisaba entre sus muslos. El sanador daba órdenes con voz seca. 

“¡No la entiendo! ¡No la entiendo!” gritó Laena, sin saber si se refería al cuerpo, al idioma, o al mundo. 

Nadie le respondía. 

¿Dónde estás, mamá?  

Recordó una noche con fiebre. Tenía seis años. Su madre la sostenía en la cama, murmurando en voz baja, peinándole el cabello mojado, con los ojos llenos de una ternura que ahora parecía de otro mundo. 

¿En qué momento dejó de amarme así? ¿O siempre fue igual y yo era muy pequeña para notarlo?  

“Quiero a mi madre…” dijo una última vez, ya sin fuerza. 

Y entonces vino otra contracción, como un rayo que la partía de nuevo. Y todo se volvió rojo. Calor. Ruido. Voces. Dolor. 

Y soledad. 

Una de las parteras la sostuvo con fuerza por los hombros. Otra le presionó el vientre. No con ternura. Con prisa. 

“¡Empuja ya!” 

Lo hizo. Con todo el aire que le quedaba. Con toda la fuerza que le quedaba. Sintió cómo se desgarraba. Sintió el fuego. El crujir. 

Y entonces, un chillido. Vivo. Fuerte. Alto. 

Laena rompió a llorar. Había nacido. Había sobrevivido. Había llegado. 

“¿Es un niño?” susurró. 

Silencio. 

”¿Es un niño?” 

Una de las parteras toco su vientre y les pregunto a las otras mujeres, ignorandola.  

“¿Lo notaron?” 

Respondió la que estaba sentada entre sus piernas. 

“Todavía falta.” 

El silencio se volvió pesado. El aire denso. Laena intentó sentarse, pero no pudo. Su cuerpo temblaba. 

“¿Qué… qué quieren decir?” 

No respondieron. Solo la acomodaron de nuevo. Una toalla limpia. Otro balde de agua. Una nueva presión. 

Y entonces el miedo se renovó. 

“Otro… ¿otro qué? No puede ser…”  

Pero sí. Otra ola de dolor. Otro empuje que exigía ser obedecido. 

Su mente se nubló. Dos. No podía con uno. No con este parto. No con esta casa. No con este miedo. 

Gritó. No con fuerza. Con terror. 

“¡No puedo! ¡No tengo más fuerza!” 

El bebe en los brazos de la tercera partera, en silencio y olvidado. 

“Sí puedes” dijo el sanador, molesto. 

Una partera murmuró algo que Laena no entendió, pero sintió el significado: “Que no se muera ahora.” 

No era una madre. Era una tarea. 

Siguió pujando, aullando de dolor cada que la partera metía su mano, acomodando al bebe.  

“Este viene de nalgas.” murmuro molesta. 

El terror invadió a Laena, los recuerdos de lo que le sucedió a la Reina Aemma invadiéndola. 

Las horas pasaron, pero el dolor solo aumento. 

“Empuja” ordenaron. “Este la romperá.” 

Lo hizo. Gritó hasta que la garganta le sangró. Empujó hasta que creyó que sus huesos se partirían, sintió como se su cuerpo se abría, se desgarraba y chillo impotente ante el dolor abrumador. Y entonces, en medio de un estallido de fuego y llanto, llegó. 

Con un último grito, desgarrado, llegó la segunda vida. Un llanto más débil. Más tierno. Pero real. 

Un llanto agudo. Débil pero vivo. 

Pero Laena solo alcanzó a oír el sonido de trapos mojados, de susurros rápidos, de pasos que se alejaban. No le mostraron a los bebés. No le hablaron. 

Y antes de desvanecerse, pensó: 

Si muero aquí, nadie recordará que fui algo más que su madre. Pero yo los amé. Aunque nadie me enseñó cómo...  

... 

Recobro la conciencia de manera abrupta, el grito de un bebe sacándola de su estupor, no sabía si habían pasado minutos o días. 

Laena dejó caer la cabeza hacia un lado, con el alma suspendida. Esperando oírlo: “Es un varón.” Pero no lo dijeron. Las parteras no dijeron nada. Solo la envolvieron rápido y la alejaron de su vista. 

“¿Qué es?” preguntó, pero su voz fue apenas un susurro. 

No respondieron. 

El corazón le martilló el pecho. 

“¿Qué es? ¡Díganme!” intento hacer que la escucharan. Que le dieran respuestas, 

Niños que no lloraban. 

Solo uno de ellos sollozaba suavemente, el llanto fuerte se había desvanecido y quedó un eco débil en él bebe que parecía irse desvaneciendo junto con su fuerza. 

Laena intentó sentarse, pero su cuerpo le gritó que no. Aun así, con manos temblorosas, trató de arrastrarse hacia donde las parteras estaban de espaldas, sus cuerpos bloqueando su visión. 

Una de las parteras estaba entre sus piernas, limpiando con una manta sangre que seguía saliendo de ella con fluidez. 

El aire estaba pesado, tibio por el sudor y la sangre. La única cosa viva en la habitación parecía ser el tenue sollozo de uno de los bebés. El otro… el otro ya no lloraba. 

¿Dónde están? ¿Por qué no me los muestran?  

“¡Déjenme verlos! ¡Quiero verlos!” gritó con la voz desgarrada, sin fuerza pero con furia. Como una madre que siente que se le arrancan los huesos del alma. 

Una de las mujeres la miró por encima del hombro, con incomodidad. Laena apenas alcanzó a ver un pequeño bulto envuelto en lino rojo, inmóvil. El otro lloraba, pero apenas: un sonido húmedo, intermitente, casi una súplica. 

Y entonces la puerta se abrió. 

Keenan entró como una sombra violenta. Con él, el aroma a vino, a humo, a noche larga. Se detuvo en el umbral con los brazos cruzados, observando con el ceño fruncido. 

“¿Y bien?” dijo, sin dirigirse a Laena. 

La partera mayor se giró. Su voz no tuvo emoción. Solo un veredicto. 

“Ambas son niñas.” 

Un silencio cayó sobre la habitación. Frío. Cortante. 

“¿Qué has dicho?” Keenan dio un paso más cerca. 

“Gemelas. Débiles. Una probablemente no pasará la noche.” 

Laena se quedó congelada. Las palabras entraron en su pecho como cuchillas. Niñas . No un hijo . Dos hijas. 

Todo lo que había esperado, todo lo que había suplicado, todo por lo que había soportado el infierno… desapareció. 

“No…” susurró. “No…” 

Las parteras no la miraron. El sanador ya se limpiaba las manos. 

Keenan la miró por fin. No solo con enojo, su rostro también estaba lleno de decepción. 

“Dos niñas, y una ya rota. Bien hecho, Laena. Has demostrado tu valor.” escupió, con una sonrisa amarga. 

Ella sintió que su estómago se hundía. Que su pecho se abría por dentro. 

“Me van a quitar a las niñas. Las van a matar. O las van a esconder. O peor.”  

Se incorporó como pudo, gritando: 

“¡No las toquen! ¡Son mías! ¡Son mías!” 

Pero su voz se quebró. Su cuerpo también. El dolor la obligó a desplomarse hacia atrás, jadeando, temblando. La sangre seguía fluyendo. El mundo le temblaba alrededor. 

Y en medio del caos, escuchó de nuevo aquel pequeño sollozo. No fuerte. No seguro. Pero vivo. 

Una de ellas aún vivía. 

Y Laena, aunque no sabía cómo, se aferró a eso como a un ancla. 

La habitación olía a sangre seca y humo de vela. Laena yacía en la cama, inmóvil salvo por los temblores que sacudían su cuerpo a intervalos. El dolor seguía ahí, agazapado, recordándole a cada latido que estaba viva, pero apenas. 

Apenas viva. 

Laena abrió los ojos. Estaba sola. 

Nadie le dijo cuándo la dejaron. En algún momento de la tarde, las parteras recogieron sus cosas y se fueron. El sanador no volvió. Y Keenan... Keenan no había regresado. Había visto lo que necesitaba ver: que no había varones. Ya no le interesaba. 

Se atrevió a llamar, débilmente. 

“¿Hola...? ¿Hay alguien?” 

Silencio. Luego, un crujido. Alguien en la habitación contigua. 

La guardería. 

Las niñas. Sus hijas. 

Intentó levantarse, pero su cuerpo no respondió. Apenas logró girar la cabeza hacia la pared, donde había una delgada rendija de madera carcomida. A través de ella, el murmullo de voces flotaba como humo. 

Una voz femenina. Ronca. Cansada. Braavosi, con acento. 

“Otra vez, ¿eh? Tú sí que eres hambrienta.” Una risa breve. Burlesca. “Tu hermana ni respira bien. Qué desperdicio de leche.” 

Laena apretó los puños. La voz era de la nodriza. Ella se reía mientras alimentaba a una de las niñas. 

“¿Cómo llamarán a unas cosas tan pequeñas? Tal vez ni vivan lo suficiente para un nombre.” 

El corazón de Laena dio un vuelco. 

“Mis hijas. No son cosas. No son desperdicio.”  

Pero no podía moverse. Apenas podía respirar. 

La nodriza volvió a hablar, con un suspiro más cansado que cruel: 

“Pero bueno. No es mi culpa. A mí solo me pagan por darles de comer. Lo que hagan con ustedes después... no es asunto mío.” 

Después

Laena tragó saliva. Sentía la garganta como ceniza. ¿Qué iban a hacer después? ¿Quién decidía eso? ¿Su suegro? ¿Keenan? ¿Su madre?  

Nadie la había mirado como madre. Nadie había dicho: “felicidades” . Solo niñas y débiles y decepcionante

El aire se volvió espeso. La vela en su mesita parpadeó y casi se apaga. 

Si se las llevan. Si mueren. Si las esconden. Yo no sabré. Nadie me dirá. Solo desaparecerán.  

El pánico subió como marea. 

Laena cerró los ojos con fuerza y deseó con todo lo que le quedaba que Vhagar rugiera. Que derribara las torres de Braavos. Que todo se incendiara si eso significaba que sus hijas vivían. 

Que no se las arrebataran. 

Que alguien, alguien , las protegiera si ella no podía. 

Una chispa de esperanza se encendio en su pecho.  

El silencio de la noche era absoluto. Solo roto, a intervalos, por el gemido lejano de una de las niñas. Laena ya no distinguía si era la mayor o la menor. Solo sabía que el llanto existía. Que todavía estaban vivas. Que el mundo, por el momento, no las había tragado. 

La vela estaba por consumirse. La mecha crepitaba, como si cada chispa marcara un segundo menos de vida. 

Laena giró la cabeza hacia la ventana. Más allá de los muros de Braavos, el mar respiraba como un animal dormido. En algún lugar, bajo la luna, Vhagar dormía también, encadenada. Como ella. 

Y pensó en su madre. 

Rhaenys, la Reina Que Nunca Fue. 

Tan firme. Tan fuerte. Tan distante. 

Laena recordaba sus manos frías sobre sus hombros la noche que la obligaron a subir al barco. “Es lo mejor para ti”, había dicho. “No hay otro camino.” 

No había lágrimas. No hubo abrazo. 

Solo la certeza de que su deber importaba más que su alma. 

Pero aún era su madre.  

Una mujer que una vez la alzó en brazos. Que la enseñó a cepillar su cabello. Que la miró montar a lomos de Vhagar por primera vez y dijo, con orgullo oculto: “Eres verdaderamente hija del mar y del fuego.” 

Laena sintió cómo las lágrimas brotaban, calientes. Se mezclaban con el sudor, con el miedo, con la sangre vieja que aún manchaba sus muslos. 

“Ayúdame” susurró. “Por favor, madre. Ayúdame.” 

Con esfuerzo, se estiró hasta alcanzar el pequeño escritorio junto a la cama. El tintero estaba casi seco. Pero el papel, uno solo, permanecía allí, como si la esperara desde siempre. 

Sus dedos temblaban. La pluma arañó el pergamino. 

Madre.   

No te escribo como hija de Velaryon, como jinete de dragón ni como señora de nada. Te escribo como una mujer que acaba de parir a dos niñas en un cuarto frío, sin nadie que las quiera vivas más que yo.  

Te ruego. Te suplico. No por mí. Por ellas.  

No me queda orgullo. Solo miedo.  

Si alguna vez me amaste, aunque fuera un instante, por favor... envíame ayuda. Sálvalas.   

No me las dejes morir en esta ciudad que nunca fue nuestra.  

Cuando terminó, sus manos estaban cubiertas de tinta y lágrimas. 

Dobló la carta con cuidado. La dejó bajo la vela, esperando que al amanecer alguien — cualquiera — la llevara a su madre. 

Porque esa noche, Laena no era dragón, ni hija, ni esposa. 

Era solo una madre con miedo. 

Y eso, en ese momento, era lo más humano que podía ser. 

La carta fue llevada antes del amanecer. Una de las sirvientas se la quitó de las manos con un gesto nervioso, como si al tocarla también estuviera tocando una maldición. No prometió nada. No dio palabra de honor. Solo asintió y desapareció. 

Desde entonces, Laena contaba los segundos como si fueran latidos. 

Uno.   

Dos.   

Tres.   

¿Aún viven?  

No había podido a ver a sus hijas, no sabía cómo eran sus rostros, de que color era su cabello, sus ojos. 

Las habitaciones estaban separadas por un corredor estrecho y dos puertas con cerraduras. No lo decía en voz alta, pero lo sabía: no era para que el ruido no las molestara. Era para que ella no pudiera alcanzarlas. 

Había preguntado. Suplicado. “¿Están vivas?” 

La nodriza respondió con evasivas. El sanador no volvió. Keenan tampoco. 

Y el silencio, ese maldito silencio, lo devoraba todo. 

Ni llanto. 

Ni risa. 

Ni siquiera Vhagar. 

¿Por qué no ruge?  

Vhagar siempre había sentido su angustia. Cuando Laena estaba triste, el dragón lloraba con ella desde las almenas del puerto. Cuando ella gritaba de rabia, Vhagar rugía con fuego en la garganta. 

Pero ahora… nada. Ni un murmullo. Ni una vibración en la piedra. 

Laena cerró los ojos, tendida en la cama con las sábanas frías y su cuerpo aún roto. 

¿Está dormida? ¿La han dopado? ¿Amarrada tan fuerte que ni puede moverse?  

Ese pensamiento la desgarró más que el parto. Porque si Vhagar ya no sentía su sufrimiento… ¿entonces estaba sola del todo? 

El sol cruzaba el cielo lento, pesado, cruel. 

Y en la soledad de su cuarto, Laena comenzó a imaginar. 

“¿Y si una ya murió?” murmuró en voz baja, con los labios resecos. “¿Y si las matan antes de que mi madre siquiera lea la carta? ¿Y si nunca llega?” 

Nadie respondió. 

Laena apretó los dientes. A su lado, la almohada estaba húmeda por la leche que aún brotaba sin que nadie la reclamara. 

“No puede terminar así” dijo con voz temblorosa. “No después de todo esto.” 

Quería gritar. Pero incluso su grito le temía al silencio. 

Los días avanzaban lentamente, un par de comidas al día traídas por sirvientas que la miraban con desdén.  

Laena escuchó el crujido de la puerta antes de que la abrieran. Se tensó, instintivamente. La vela aún no se había encendido del todo; la penumbra la envolvía, húmeda y triste. 

Entraron sin llamar. Keenan, con paso firme, perfumado y limpio, como si nunca hubiera olido vino. Detrás de él, el sanador de manos largas y ojos turbios, cargando su maletín con indiferencia. 

“Venimos a ver cómo estás” dijo Keenan sin emoción. No la miró directamente. Caminó hacia la ventana y corrió un poco la cortina, como inspeccionando el clima. 

El sanador se acercó, frío como siempre. Levantó las sábanas sin pedir permiso. Palpó, empujó, examinó. 

Laena apenas reaccionó. Su mente estaba en otro lugar. 

“¿Mis hijas?” susurró. Nadie respondió. 

El sanador murmuró algo en otro idioma que no reconocío. Luego, en lengua común, con voz impersonal: 

“El útero está sano, aunque debilitado. Las pérdidas fueron notables, tiene desgarros en el coño. Recomiendo no intentar otra gestación hasta dentro de, al menos, una quincena. Si la forzamos antes, el cuerpo podría rechazarlo. Moriría… o perdería al niño.” 

“¿Una quincena?” repitió Keenan, molesto. “¿Y después de eso estará lista?” 

El sanador asintió, guardando sus cosas. 

“Si descansa, se alimenta, y no hay complicaciones, sí. Podrá intentarse de nuevo.” 

Laena parpadeó. Sus labios estaban resecos, pero logró hablar. 

“Por favor… ¿mis hijas? ¿Están vivas?” 

Keenan se giró hacia ella por fin. Laena vio sus ojos: no había enojo. Solo indiferencia disfrazada de paciencia. 

“Están donde deben estar. Alimentadas. Cuidándolas mientras decides dejar de ser inútil.” 

“¿Puedo verlas?” preguntó ella, desesperada. “Solo una vez… por favor…” 

Keenan suspiró. 

“¿Para qué? No sabes ser madre. No te levantaste en días. Lloras por criaturas que apenas pueden respirar. ¿Y si mueren? ¿Quieres que las veas y después las entierres? ¿Eso quieres?” 

Laena apretó los dientes, la garganta cerrada como puño. 

“Son mías” dijo en un hilo de voz. 

“Y vendrán más” añadió él, como si no la hubiera oído. “Con suerte, pronto. Un varón. Uno fuerte. Uno que monte dragones.” 

Laena lo miró, incrédula. 

“¿Crees que te daré otro hijo? ¿Después de esto?” 

Keenan se acercó. Le rozó la mejilla con dos dedos, suaves como el filo de una daga. 

“Ya me diste dos. No fue tan difícil…” y luego le susurro en el oido. “¿Crees que tienes opción?” 

Y se marchó. 

El sanador lo siguió en silencio, cerrando la puerta tras él. 

Laena se quedó sola. 

Otra vez. 

Su cuerpo dolía. Su alma más. Y en la habitación contigua, no hubo llanto. 

Los días no tenían forma. 

Uno pasaba al otro como las gotas en un cuenco roto. Laena había perdido la cuenta. Tal vez tres. Tal vez cinco. Tal vez más. Solo sabía que el sol entraba y salía por la misma ventana, que su cuerpo seguía caliente y dolorido, y que aún no había oído sus voces. 

Las voces de sus hijas. 

Nadie le hablaba. Nadie le decía si vivían. Nadie traía sus nombres. Porque aún no los tenían. 

Las puertas seguían cerradas. La comida llegaba en manos silenciosas, depositada sin palabra sobre una bandeja de madera. A veces pan. A veces sopa. Fría. Desabrida. Castigo para alguien que no sabía obedecer. 

“¿Están vivas?” preguntaba cada vez que escuchaba pasos al otro lado, a cada sirviente que entraba a alimentarla. 

Nadie respondía. 

Cuando estaba sola, intentaba levantarse. Lo hacía por ellas, aunque sus músculos temblaran como ramas. Una vez logró llegar hasta la pared. Otra vez hasta la puerta. 

Nunca más allá. 

Las tienen encerradas. Ocultas. Tal vez ya no están.  

Esa idea la devoraba más que el dolor físico. Se imaginaba cosas: cunas vacías. Manos frías envolviendo cuerpos pequeños. El mar llevándose dos bultos envueltos en lino. 

Cada noche soñaba con ellas. Las veía sin rostro, envueltas en fuego, o ahogadas en las aguas de Braavos. Despertaba con gritos que no podía soltar. 

Laena se llevó una mano al vientre. Seguía allí el dolor fantasma. Las marcas del parto. La herida que no se cerraba. 

“Por favor…” murmuraba al techo, a la piedra, a los dioses. “Solo quiero verlas. Una vez. Solo una.” 

Pero la casa no tenía oídos para madres sin hijos varones. 

Ni siquiera Vhagar hacía ruido. 

Eso era lo peor. 

Porque mientras Vhagar callara, mientras no ardiera el cielo ni temblaran los muros, sabía que aún la tenían controlada. 

Y Laena… Laena ya no sabía cuánto más podría soportar. 

Supo cuántos días habían pasado cuando Keenan entro un día con una mirada febril, apestaba a vino y sexo. 

Se lanzo sobre ella sin cuidado, la desvistió con rapidez y no importó cuando luchara Laena, al final la violo hasta hacerla sangrar. 

La dejo como un cuerpo sin vida, adolorido y sangrante, se fue tan rápido como vino, dejando la puerta abierta y Laena alcanzo a ver a la prostituta que lo esperaba del otro lado, aquella que lo beso y recibió con los brazos abiertos. 

“Te quitare su sabor… mi señor.” alcanzo a escuchar que le prometía mientras se alejaban tambaleantes. 

Laena lloro sin parar esa noche, la desesperación inundándola. 

Pero su tormento no tenía fin, al amanecer la puerta se abrió con violencia. 

No como otras veces. 

Esta vez fue como una tempestad entrando en la habitación. Keenan no traía palabras. Solo furia. Olor a vino. Y el rostro torcido por algo más que frustración. 

Laena apenas tuvo tiempo de girar la cabeza cuando sintió el primer golpe. 

No fue con el puño cerrado. Fue con el dorso de la mano. Preciso. Silencioso. 

Su mejilla ardió de inmediato. El mundo pareció inclinarse. Sangre en la boca. Lágrimas en los ojos que no gritaban. No le daría eso. 

“¡¿Quién te crees para desafiarme?!” escupió Keenan. “Preguntas. Lloriqueas. Súplicas. Como si fueras reina de algo. ¡Mira lo que me hiciste!” 

Señaló su rostro, donde las marcas de rasguños atravesaban su rostro, heridas hechas por ella la noche anterior mientras intentaba alejarlo de ella… 

Laena no respondió. Estaba en el suelo. No supo cómo llegó ahí. Solo que el sabor a hierro se mezclaba con el miedo, pero no era miedo por ella. 

Era por las niñas. 

“¿Qué quieres de mí?” dijo él, respirando agitado “¿Quieres verlas? ¿Para qué? Si vas a seguir siendo una molestia. Una madre rota. Una esposa ingrata. No mereces verlas.” 

Y entonces, Laena lo vio. No a él. A través de él.  

Vio lo que Keenan quería: obediencia. Control. Sumisión. 

Y si eso era el precio por verlas, entonces se lo daría. Por ahora.  

Levantó la mirada. La cara hinchada. El labio roto. Pero la esperanza de ver a sus hijas hizo que levantara la barbilla ligeramente. 

“No lucharé más” susurró encogiéndose al ver venir otro golpe. 

Keenan se detuvo. 

“¿Qué dijiste?” 

“No lucharé. Haré lo que digas. Me callaré. Te daré el varón que tanto quieres… pero déjame verlas. Solo verlas.” 

Hubo un momento de silencio. 

Keenan la miró como quien evalúa una bestia herida. Dudó. Pero luego sonrió. Esa sonrisa suya, torcida y satisfecha. 

“Una visita. Breve. Si te portas bien.” 

Laena asintió. 

No lloró. No gritó. No se humilló más de lo necesario. 

Porque para que Keenan fue suficiente. 

La mujer que montaba al dragón más grande del mundo estaba frente a él prometiéndole finalmente lo que más deseaba. 

Haré lo que quieras, Keenan. Por ellas....  

Keenan ni siquiera la ayuda a levantarse, pero a Laena no le importo, se levantó y camino detrás de él con pasos temblorosos.  

La habitación era pequeña y cálida, más que la suya. Había un brasero encendido y el olor dulce de leche vieja flotando en el aire. La nodriza se retiró en silencio al verla entrar, con los ojos bajos, como si no quisiera ser testigo de lo que estaba por pasar. 

Keenan se mantuvo cerca de la puerta, de brazos cruzados. No dijo nada. Solo estaba ahí para vigilar. Para recordarle que no era libre. Que el momento tenía límites. 

Laena se acercó al centro del cuarto con pasos torpes. Aún le dolía todo el cuerpo, pero no importaba. En las cunas, pequeñas como cofres de madera, dormían dos formas envueltas en sábanas color marfil. 

Se inclinó sobre una de ellas. 

Su respiración se cortó. 

La niña tenía la piel oscura, como la de Laena. Cálida, casi dorada bajo la luz del fuego. Su cabello era negro como la noche, espeso, ligeramente rizado en la coronilla. Pero sus ojos, cuando se abrieron con lentitud al percibir la sombra de su madre, eran oscuros también. Demasiado. Los ojos de Keenan.  

La otra niña, más pequeña, más frágil, dormía con el puño cerrado junto al rostro. Parecía hecha de lo mismo: piel morena, cabello oscuro, el mismo gesto de fruncir el ceño al sentir el cambio de aire. También tenía sus ojos. Los de él. 

Laena se arrodilló con cuidado, temblando. Las lágrimas no llegaron de golpe, sino como un río lento. No por tristeza. No del todo. 

“Mis niñas…” susurró, como si al nombrarlas les diera existencia real. “Mis niñas valientes.” 

Les acarició la frente con la punta de los dedos. Su piel era suave como aliento. 

Las amaba. 

Las amaba con una fuerza que la hizo temblar, que la destrozó y la sostuvo a la vez. Y, sin embargo, en medio de ese amor feroz, creció también una tristeza punzante. 

No se parecen a mí.  

No lo suficiente.  

Cuando el mundo las mire… verá primero a él.  

Y eso dolía. 

Porque deseaba ver en ellas algo que fuera solo suyo. Una señal de que eran más que hijas de un monstruo. Que llevaban dentro el fuego del mar y del cielo. Que no eran solo herederas de un vientre forzado, sino de una historia más antigua, más noble, más suya. 

Pero eran suyas. 

Carne de mi carne. Aun si sus ojos son suyos, sus vidas serán mías.  

“Van a vivir” prometió en voz baja, asegurándose de que Keenan no la escuchara, inclinándose para rozar su frente con la de la más pequeña. “Aunque tenga que quemar esta ciudad entera, van a vivir.” 

Keenan tosió detrás de ella, impaciente. 

Laena no se levantó de inmediato. 

Dejó que ese instante durara un poco más. 

Porque por primera vez desde que sangró en soledad, desde que gritó en una cama fría, desde que escribió la carta con la última fuerza que tenía…por fin las tenía ante ella. 

Keenan no había dicho una palabra desde que Laena se inclinó sobre las niñas. Solo la observaba, aburrido, como si presenciar ese momento íntimo fuera una tarea que debía cumplir antes de marcharse a cosas más importantes. 

Laena no lo miró. No quería su sombra sobre ellas. Pero sí habló. 

“¿Cómo se llaman?” 

Su voz era apenas un hilo, temerosa y firme al mismo tiempo. Como si nombrarlas fuera encender algo sagrado. 

Keenan resopló. 

“No tienen nombre.” 

Laena frunció el ceño. Apretó los labios. 

“¿Cómo… que no tienen?” 

“No los necesitan” respondió con una sonrisa desdeñosa. “No serán herederas. No montarán dragones. Apenas y respiran. Ya sabes lo que pasa con los niños débiles. ¿Para qué darles un nombre que habrá que olvidar?” 

Como si hablar de su muerte fuera lo mismo que hablar del clima. 

Laena sintió que algo se quebraba. No como un grito. No como un golpe. Sino como un cristal que se parte por dentro, en silencio, sin que nadie lo note al principio. 

No discutió. 

No le rogó. 

Solo bajó la vista y las miró una vez más. Sintió el calor de sus cuerpos pequeños. El débil murmullo de su respiración. El peso de ese vacío que alguien más había intentado dejarles al no darles un nombre. 

Si el mundo no va a llamarlas, yo sí.  

A la más fuerte, la que abría los ojos primero, le rozó la mejilla. 

Rhaena susurró en su mente. Como mi madre. Como la mujer que me enseñó a montar un dragón antes de enseñarme a peinar mi cabello.  

La más pequeña, la que apenas se movía, que vivía como una chispa frágil... 

Laena sintió que algo profundo se removía dentro de ella. Un recuerdo difuso. Unos brazos suaves. Una voz lejana, envuelta en perfume de lavanda y libros antiguos: 

Tú también eres Targaryen, pequeña. Tan Targaryen como tu madre. Tan noble como mi hijo Aemon.  

Y el huevo que le entregó. Su primer regalo. Su promesa de que el cielo también sería suyo. 

Alyssane pensó Laena con el corazón apretado. Como la reina buena. La que creía en mujeres fuertes. La que me miró una sola vez y me hizo sentir que yo también podía volar.  

Se inclinó y besó la frente de cada una con suavidad. Un gesto pequeño. Íntimo. Rebelde. 

“Ahora tienen nombre” dijo en un susurro bajo. “Y nadie podrá quitárselos.” 

Keenan no lo notó. 

Para él, seguían siendo “las niñas”. Sin importancia. Sin futuro. 

Pero Laena sabía mejor, sus hijas también tenían fuego en las venas y ella haría lo que fuera para protegerlas. 

Laena aprendió a agachar la cabeza. 

A bajar la mirada. 

A responder con voz suave, aunque por dentro le ardiera la garganta. 

Sonreía cuando Keenan lo exigía. Comía lo que le ponían. Aceptaba las pociones de los sanadores sin preguntar. Escuchaba sin interrumpir. Cuando Keenan aparecía en las noches, Laena no luchaba, se quedaba quieta y abría las piernas, permitiéndole derramarse dentro de ella y rogando porque su semilla no se prendiera. 

Y no hablaba de las niñas. Nunca primero. 

Porque había comprendido algo: la obediencia era su única moneda. 

Cada gesto dócil, cada silencio cuidadosamente medido, era una inversión. Una semilla que plantaba con una sola esperanza: que él, complacido, se ablandara… lo suficiente para dejarla verlas. 

Y lo hacía. 

A veces. 

“Has sido buena esta semana” decía Keenan como si le hablara a una mascota. “Puedes verlas. Un rato.” 

La acompañaba hasta la habitación. Siempre con él presente. Siempre marcando el tiempo. 

Laena se arrodillaba junto a las cunas como si rezara. Les hablaba en susurros. Les contaba historias inventadas: de mares lejanos, de dragones que se comían a los hombres crueles, de madres que se convertían en viento para llevar a sus hijas lejos. 

Las niñas eran pequeñas cositas débiles que le rompían el corazón. Pero Rhaena la miraba fijamente, con ojos oscuros y curiosos. Y Alyssane la reconocía por su olor, por su voz. Se calmaba al escucharla. 

Keenan nunca las tocaba. 

No se acercaba a sus hijas, no las tomaba en brazos. Las observaba como se observa a un animal defectuoso: con resignación y fastidio. 

“¿Para qué te encariñas?” le preguntó una vez. “Si la pequeña llega a la siguiente luna, será un milagro.” 

Laena no respondió. 

Solo bajó la cabeza y murmuró: 

“Entonces déjame tenerla mientras esté.” 

Él asintió. 

Para Keenan, aquella frase era rendición. 

Para Laena, era una promesa. 

Te tendré mientras pueda, Alyssane. Te protegeré mientras respire, Rhaena. Y cuando el momento llegue… si logro liberar a Vhagar, nada los detendrá.  

... 

La carta llegó con el sello de Driftmark, con la letra de su madre. 

Laena la sostuvo como si ardiera, aunque sus dedos estaban fríos. Había esperado una respuesta durante días… semanas. Y cuando al fin llegó, fue como tragar un cuchillo: deseaba leerla, pero temía cada palabra. 

Abrió el pergamino con cuidado. Reconoció la caligrafía firme de Rhaenys, clara, medida. Cada trazo era una sentencia disfrazada de consejo. 

Laena,  

Recibí tu carta. Nada me gustaría más que estar ahí contigo, pero las cosas no son tan simples como desearías. Tu padre ha perdido la otra pierna, ahora definitivamente no volverá a caminar nunca, pero aún vive y eso es más de lo que esperaba. No podemos provocar un conflicto con Braavos por orgullo personal. Tu deber sigue siendo claro.  

Keenan debe tener un heredero. Un varón. Haz todo lo posible por darle uno. Cuida tu cuerpo. No lo pongas en riesgo inútilmente.  

El rey ha decretado que, si Vhagar o Meleys ponen huevos, estos deberán ser entregados a Rhaenyra para asegurar la línea de sucesión de los Targaryen. Pero si Vhagar pone uno… y puedes hacerlo llegar a tus hijas antes de que sea reclamado… entonces hazlo. Un huevo debe eclosionar para ellas, no para los Hightower ni para el Trono. Para nuestras hijas. Para tu linaje.  

Espero que ahora que eres madre, me comprenderás un poco mejor y porque hice lo que hice, Laena, que comprendas que una madre está dispuesta a sacrificar lo que sea por mantener a sus hijos vivos, incluso si eso nos gana el odio de dichos niños.  

Te prometo que en cuanto tenga la oportunidad, iré a verte.  

Laena se detuvo. Cerró los ojos. Respiró hondo. 

Por un instante, todo el dolor, todo el resentimiento que cargaba hacia su madre se agolpó en su pecho. Las palabras anteriores dolían. Frías. Distantes. Haz lo posible . Cuida tu cuerpo . Dale un heredero.  

Ni un gesto de consuelo. Ni un lamento por el golpe en el rostro, por la sangre, por la soledad ni por todo lo que había tenido que soportar. 

Pero luego… ese último párrafo. 

Un huevo debe eclosionar para ellas.  

No para la corona . No para tu padre . Para ellas

Quizá era lo único que Rhaenys podía ofrecerle desde donde estaba. Un permiso disfrazado de consejo. Una grieta en el muro. Un susurro de rebelión en medio del deber. 

Laena leyó la carta una vez más, en silencio. Luego la escondió bajo la piedra suelta junto a la chimenea. 

Se acercó a la ventana. 

El cielo sobre Braavos estaba nublado. No se veía el puerto. No se veía a Vhagar. 

Pero la dragona estaba ahí, en algún lugar, vieja y vigilada, aún capaz de traer fuego al mundo. 

Pon un huevo , pensó Laena, con todo su ser. Solo uno. Y será suyo. De Rhaena. O de Alyssane. Y nadie me lo quitará. Nadie.  

Y aunque su madre no la abrazara. Aunque la empujara hacia el abismo con palabras suaves y deberes fríos… al menos le había dado un arma. 

Y si Vhagar respondía… que los Dioses le dieran tal bendición. 

Oro a los Siete con fuerza, cada noche mientras esperaba alguna noticia de Vhagar. 

Tras semanas de silencio, finalmente una noche se arriesgó a preguntar. 

La habitación estaba en penumbra. Keenan dormía a medias a su lado, el torso desnudo y brillante de sudor. Su respiración era pesada, lenta, como un animal satisfecho que ronronea entre sueños. Laena permanecía despierta, el cuerpo quieto, los ojos abiertos en la oscuridad. 

El momento era frágil. Pero si iba a preguntar, debía hacerlo cuando él estaba más blando. O más ciego. 

“¿Y Vhagar?” 

Keenan gruñó, sin moverse. 

“¿Qué pasa con la bestia?” 

“Hace mucho que no la escucho” susurró Laena. “¿Está bien?” 

Él resopló con fastidio, girando apenas el rostro hacia ella. 

“Más viva que nunca. Come como un rey. Vacas, cerdos, hasta caballos. Una docena de animales al día. ¿Sabes cuánto cuesta eso? El puerto entero la escucha tragar. Está feliz, la maldita.” 

Laena tragó saliva con cuidado. 

“¿Aún no se acercan a ella?” 

“¿Para qué? Está encadenada desde que llegó. Mis órdenes. Que no se te olvide. Nadie puede arriesgarse a morir por darle un trozo de carne. Le lanzan todo desde la torre. Le basta con eso.” 

Mis órdenes, pensó Laena con amargura. Por supuesto que lo recuerda. Como si me lo repitiera para dejar claro quién manda, incluso en la oscuridad.  

“Una docena al día…” murmuró. 

“Más, si se pone inquieta. Tuvimos que matar cinco toros de oro la semana pasada. De los mejores. Y todo para que no rugiera. Cada vez que ruge, las gaviotas huyen de la ciudad entera. ¿Sabes lo que cuesta el pescado cuando no hay aves que marquen la pesca?” resopló otra vez, irritado. “Es una ruina. Solo para mantenerla contenta.” 

Laena se giró apenas, la voz casi dormida. 

“Vhagar estaba acostumbrada a comer dragones marinos. Ballenas. Las vacas… son bocados, nada más.” 

Keenan se río por lo bajo, sin humor. 

“Pues que se acostumbre. Esto no es Diftmark. Aquí come lo que se le da. Y con suerte, algún día nos dará algo a cambio”. 

No dijo más. 

En pocos minutos, volvió a roncar suavemente, satisfecho en su ceguera. 

Pero Laena no durmió. 

Se quedó mirando al techo, sintiendo cómo algo se movía dentro de ella. No era esperanza. No aún. 

Pero era una certeza. 

Vhagar aún está viva. Encadenada, pero satisfecha…. un huevo, solo uno y todo podría cambiar  

También supo que podría usar eso para ir ella misma a ver si Vhagar había puesto un huevo, decirle a Keenan que es decisión de los dragones quien será su jinete, no de los humanos. 

Ya no soñaba con escapar. Ni con cruzar los muros, ni con robar un barco, ni siquiera con montar a Vhagar y dejar a Braavos en llamas. 

Todo eso era imposible. Por ahora. 

Las puertas estaban cerradas, las ventanas vigiladas. Vhagar encadenada. Las niñas, lejos. Y ella, en una casa que no era suya, rodeada de muros que hablaban otro idioma. 

Pero algo aún la mantenía en pie. 

Rhaena y Alyssane. 

Sus hijas. 

Apenas respiraban cuando nacieron. Pequeñas. Frágiles. Con ojos oscuros que no eran suyos. Pero vivas. 

Y cada día que pasaba, seguían respirando. 

Rhaena era la más fuerte. Lloraba con fuerza, movía los brazos como si ya supiera que un día volaría. 

Alyssane dormía más. Comía menos. Pero la seguía con los ojos. Siempre con los ojos. 

Cuando Keenan estaba de buen humor —o cuando quería premiarla por su obediencia callada— le permitía verlas. Un rato. Nunca solas. Nunca sin vigilancia. 

Pero para Laena, ese rato era todo. 

Se sentaba junto a sus cunas. Les hablaba bajito. No en alto valyrio, porque apenas recordaba unas pocas palabras: las necesarias para dar órdenes a un dragón. Nada más. 

Pero les contaba historias. 

Historias que inventaba ahí mismo, sin necesidad de idiomas antiguos ni coronas. 

“Había una vez una niña valiente, que nació en una isla con el mar cantando todo el tiempo” susurraba mientras Rhaena abría los ojos. “Esa niña tenía fuego en el corazón, aunque nadie más podía verlo.” 

O acariciaba la mano de Alyssane y le decía: 

“Tú vas a ser lista. Como una sombra en el bosque. Nadie te verá venir.” 

Les cantaba canciones de cuna que recordaba de Driftmark, torpes y dulces. A veces se quedaba en silencio y solo las miraba. A veces lloraba, sin que las lágrimas hicieran ruido. 

Y cuando el tiempo terminaba, cuando la nodriza entraba con la mirada fría y el reloj del miedo volvía a marcar, Laena se inclinaba sobre cada una y les susurraba: 

“Mamá volverá mañana. Siempre vuelve.” 

Porque no podía darles dragones. Ni libertad. Ni nombres ante el mundo. 

Pero podía darles su voz. 

Su tiempo. 

Su amor. 

Y por ahora… eso era todo lo que tenía. 

… 

Los días pasaban en momentos robados con sus hijas, horas tendida con las piernas abiertas y tragándose los gritos… y momentos como este. 

Cuando estaba envuelta en las sombras del pasillo, escuchando a escondidas susurros y chismes de los sirvientes en un intento de ocupar su mente con algo que no fuera pensamientos de sus hijas. 

Aunque lo que escuchaba era igual de aterrador. 

Soldados entrando en la noche, intentos de asesinato. 

Sirvientes traicionando a sus lores y niños y mujeres violados y asesinados mientras el poder de Braavos se balanceaba. 

La gente no estaba feliz con los planes de Ferrego. 

Nadie en Braavos, gente que escapo de la tiraría de los Señores Dragon en Valyria, quería volver a ello. 

No había nadie vivo que lo recordara, por supuesto, pero las historias bastaban. 

La gente de Braavos había huido de la esclavitud y el dominio de los dragones y ahora se resistían a regresar a su abrazo. 

La presencia constante de Vhagar en las cuevas era suficiente para inquietar a la gente sin parar, sin embargo, sumado a ello, la noticia de dos niñas con sangre de dragón había avivado el fuego. 

La gente no las quería. 

Ni a Ferrego. 

Ni a Keenan. 

Pero sobre todo... no la querían a ella. 

Porque representaba todo de lo que buscaban huir. 

“El Señor ha aumentado la seguridad, Ninia, no puedes ir al mercado simplemente porque si...” 

“Soy amiga de uno de los soldados dejados por el Príncipe Dragón, no te preocupes... mejor dime si deseas encargar algo.” 

La voz de dos sirvientras sobresalio entre el murmullo, ambas eran jóvenes y bonitas, de las que Keenan mantenía siempre a su alrededor por si tenía ganas de darse un gusto en un pasillo solitario. 

Laena siempre pensó que odiaría que su esposo tuviera amantes, pero ahora lo agradece. 

“Bueno, si vas a ir de todas formas, traed algo de hilo verde, deseo continuar con ese vestido para el festival.”  

Laena noto como las sirvientas caminaban por el pasillo con paso ligero. 

Cuando repentinamente Keenan apareció frente a ellas y entonces ambas mujeres fueron llevadas a una habitación vacía donde los gemidos que siguieron dejaron poca duda de lo que sucedía dentro. 

Laena ignoro el sentimiento de furia y se concentró en el resto de las sirvientas que iban de un lado a otro con decoraciones, escuchando los chismes sobre lo sucedido la noche anterior. 

“Una de las sirvientas de los jardines me dijo que media docena de soldados fueron asesinados.” 

“Yo escuche que fueron los soldados del Dragón los que salvaron al Lord.” 

“¿Supieron quien los envió?” 

“¡No! Pero capturaron a algunos de los asesinos, están siendo interrogados en la mansión del Príncipe Dragón.”  

Laena fingió mirar un tapiz torcido, los dedos acariciando la tela sin ver realmente el bordado, cuando noto que los ojos de una sirvienta miraban hacia donde estaba ella. 

Daemon…  

Sabía que él protegía a Ferrego. Keenan se lo había dicho muchas veces, con voz tensa y tono de amenaza, como si el nombre del Príncipe bastara para mantenerla en su sitio. 

"No olvides que, si intentas huir de mí," había dicho una vez, con la mano apretándole el brazo. " Daemon te regresara... encadenada o de rodillas, me da lo mismo..."  

El trato no era algo que ampliamente conocido, era más un secreto a voces, pero todos sabían que Ferrego insistió en una esposa fuerte para su hijo porque su hijo era débil y tenía más esperanzas en un nieto que en su hijo.  

Ferrego también era una de las razones por las que los golpes de Keenan nunca habían pasado cierto limite. 

Pero si Ferrego muere… ¿quién me protege a mí?  

Keenan no era su padre. No tenía la astucia ni la sangre fría. Tampoco el poder. A duras penas se sostenía con el miedo que Ferrego inspiraba, con el dinero de su familia y la sombra de Vhagar encadenada en el puerto. 

¿Es por eso que me quiere preñada de nuevo?  

¿Por eso insiste?  

Porque sabe que él solo no bastará… pero un niño con fuego en las venas sí podría ser respetado. O temido.  

Un hijo que montara un dragón. 

Un hijo varón.  

Sus hijas no servían para eso, según Keenan. No todavía. No con esa fragilidad que él despreciaba en silencio, que la nodriza murmuraba a sus espaldas. 

Laena sintió cómo su estómago se contraía, no de miedo esta vez, sino de algo más profundo: una tristeza sorda, cansada. 

Si Ferrego moría, todo cambiaría.  

Y ningún cambio, en Braavos, venía sin fuego o sangre. 

Pero mientras tanto, Laena escuchaba. 

Porque la verdad ya no estaba en las cartas selladas ni en las palabras de su esposo. 

Estaba en los susurros de las cocinas, en los chismes de las criadas, en lo que se colaba entre rendijas y cortinas. 

Allí se libraba otra guerra. 

Y si quería sobrevivir —si quería que sus hijas vivieran—, tendría que luchar en esa también. 

Con los oídos bien abiertos. 

Y el corazón bien callado. 

Las voces se fueron apagando cuando las sirvientas subieron las escaleras cargando más arreglos florales y cojines bordados. El pasillo quedó en silencio, pero Laena no se movió. Seguía de pie junto al tapiz, los dedos aún rozando los hilos con una calma que no sentía por dentro. 

Sus pensamientos eran un remolino. 

¿Y si Ferrego muere…?  

¿Qué pasaría con ella? 

¿Qué haría Daemon? 

Laena sabía que no le debía lealtad a Daemon, pero también sabía que él no olvidaba las promesas hechas a Ferrego. Sabía que su dragón estaba en Braavos por más que ella. Que Daemon no permitiría que Vhagar quedara sin jinete, y mucho menos libre, porque si la quisiera muerta, ella estaría en una tumba desde hace tiempo. 

¿Me obligaría a quedarme?  

¿A seguir durmiendo junto a Keenan, sonriendo entre mentiras, esperando que él logre gobernar una ciudad que no lo quiere?  

La idea la ahogaba más que el corsé. 

Pero en medio del miedo, otra pregunta más temeraria le rozó la mente: 

¿Y si no…?  

¿Y si esta fuera mi oportunidad?  

¿Y si la muerte de Ferrego —si llegaba— abría una grieta? Un vacío en el poder. Un descuido. Un momento en que todos miraran hacia arriba… y nadie notara una madre con dos niñas huyendo por debajo.  

El pensamiento era peligroso. 

Era esperanzador. 

Y eso lo volvía más peligroso aún. 

Laena no se permitió sonreír. Ni llorar. Ni desear. 

Solo respiró hondo, dio media vuelta y siguió caminando por el pasillo como si no hubiera escuchado nada. 

Como si no estuviera contando, desde ahora, cada mirada, cada guardia, cada cambio de rutina. 

Por si acaso. 

Porque si el momento llegaba… ella tenía que estar lista. 

No para luchar. 

No para arder.  

Sino para correr. 

Con sus hijas en brazos. 

También se preguntó que ganaba Daemon con todo esto, el Príncipe era caótico, pero increíblemente inteligente, lo mismo que Rhaenyra. 

Rhaenyra

¿Sería todo esto algún plan de la Princesa?  

¿Venganza por no ayudarla cuando pidió ayuda? 

Rhaenys le había contado la petición del Rey y Laena había pensado que sería más facil para todos si Rhaenyra simplemente muriera. 

Laena se volvía loca con sus pensamientos, sola en sus habitaciones viendo a los sirvientes ir y venir, pero sin poder salir ella misma, los días eran eternos y las noches aún más. 

... 

La puerta se cerró con un estruendo seco. 

Laena se sobresaltó, dejando caer la taza que tenía entre las manos. La cerámica se hizo pedazos contra el suelo, pero nadie se detuvo a recogerla. 

Las sirvientas corrían. Los pasos golpeaban las escaleras, las voces eran cuchicheos ansiosos o gritos ahogados. Algo había pasado. Algo grave. 

Ella lo sintió antes de saberlo. 

Antes de que alguien se lo dijera. 

Antes de que Keenan entrara a la habitación como una tormenta furiosa y le ordenara quedarse donde estaba. 

"¿Qué pasó?” preguntó, con la voz ya temblando. 

Keenan no la miró. 

“¿Qué pasó?” repitió, esta vez con más fuerza. “¿Dónde están las niñas?” 

Él se detuvo apenas un segundo, apenas una exhalación, antes de hablar. 

“Hubo un nuevo ataque. En la guardería.” 

El mundo se detuvo. 

¿Mis hijas…?” 

Keenan no respondió. Solo dio media vuelta. 

“¡Keenan!” gritó Laena, corriendo tras él, tomándole del brazo. “¡Por los dioses, dímelo! ¡Dime si están vivas!” 

Él se la sacudió de encima sin esfuerzo. Laena cayó al suelo. No la ayudó a levantarse. 

“No salgas de esta habitación” fue todo lo que dijo antes de marcharse. 

Y entonces… el encierro. 

Las puertas se cerraron. Las cerraduras giraron. 

Y el silencio cayó como una lápida. 

Laena se arrastró hasta la puerta, golpeó con los puños, con los pies, con la frente si era necesario. 

“¡Déjenme salir! ¡Necesito verlas! ¡Soy su madre!” 

Nada. 

Nadie. 

Solo el sonido lejano de pasos corriendo por los pasillos, de espadas desenvainadas, de un caos que no podía ver. 

Y lo peor: no saber.  

No saber si respiraban.  

No saber si lloraban. 

No saber si estaban muertas. 

Laena cayó de rodillas. No lloró al principio. Estaba más allá del llanto. Era otra cosa: un hueco inmenso que se abría dentro de ella, una grieta que no sabía si alguna vez cerraría. 

Se acurrucó contra la pared, abrazándose el vientre vacío, la cabeza gacha. 

“Por favor…” Susurró al aire, sin saber a quién se lo decía. Al aire. A los dioses. A Vhagar. “No me las quiten. No a ellas. No a ellas…” 

Pero nadie respondió. 

Ni siquiera las paredes. 

Solo el eco de su voz, golpeando las piedras como un recuerdo que no quería marcharse. 

El tiempo dentro de la habitación se volvió irreal. 

No sabía si habían pasado horas o un día entero desde que Keenan la encerró. El sol se había movido por la ventana, dejando sombras largas sobre el suelo de piedra. Nadie entraba. Nadie hablaba. 

Nadie decía si sus hijas seguían vivas. 

Laena se había quedado sentada junto a la puerta, abrazando las rodillas, escuchando cada paso, cada voz que pasaba al otro lado de la pared. Pero todo estaba lejos. Todo ocurría sin ella. 

Y entonces, sin advertencia, el dolor regresó. 

Primero un tirón bajo el vientre. Pequeño. Familiar. Como una sombra de algo ya vivido. Luego, más fuerte. Una punzada húmeda, caliente. Se llevó la mano entre las piernas y sintió el temblor, el líquido, la mancha. 

Laena bajó la vista. 

Sangre. 

Su aliento se rompió en el aire. 

No dijo nada al principio. Solo miró el rojo que se expandía, lento, inevitable. Como si el cuerpo le estuviera devolviendo una verdad que ella aún no había entendido. 

Estaba embarazada…  

Otra vez.  

Y ahora no.  

Una oleada de náusea la obligó a arrastrarse lejos de la puerta. Se tendió sobre el suelo, fría, temblorosa, con los dientes castañeteando. 

El dolor no era tan brutal como en el parto anterior. Pero era distinto. Más íntimo. Como si su cuerpo llorara por dentro, en silencio, por algo que no tuvo tiempo de ser. 

Las contracciones fueron rápidas. Espaciadas. Y luego, solo el vacío. 

Laena jadeó contra el suelo, el cabello pegado a la frente. No gritó. No pidió ayuda. 

¿Para qué?  

¿Para qué Keenan entrara furioso a preguntarle si fue a propósito? ¿Para qué una partera le dijera que “ Solo los Dioses sabrán por qué el cuerpo de una mujer rechaza a sus deberes ”? ¿Para qué le recordaran que solo servía para parir herederos? 

No. 

Ella lo supo. 

Ese hijo no estaba destinado a nacer. 

Tal vez fue un castigo. Tal vez un consuelo. Tal vez un recordatorio de que aún era suya. 

Una vida menos que cargar. 

Una culpa más que ocultar. 

Cuando terminó, se arrastró de nuevo hacia la pared. Manchada. Vacía. Silenciosa. 

El mundo seguía sin responderle. 

Sus hijas… seguían siendo un misterio. 

Y ahora, dentro de ella, todo estaba más frío. 

El mundo se inclinaba. 

Laena ya no distinguía si el temblor venía del frío del suelo o del temblor en sus huesos. Estaba tendida junto a la pared, la mejilla contra la piedra húmeda, los muslos aún manchados de rojo oscuro. Había perdido la cuenta del tiempo. Ya no sabía si respiraba bien. O si era solo el cuerpo quien seguía luchando, por inercia. 

Y entonces, la puerta se abrió de golpe. 

La luz la golpeó como un relámpago. No tuvo fuerzas para cubrirse los ojos. 

“¡Por los dioses!” exclamó una voz masculina. 

Un soldado. No uno que reconociera. Braavosi, joven. Pálido. 

“¡Está sangrando!” gritó hacia el pasillo. “¡Traigan al sanador! ¡Ahora!” 

Pasos. Voces. Gritos. El sonido del caos filtrándose por la puerta. 

Pero Laena no escuchaba del todo. Todo era como un río bajo el agua, lejano, distorsionado. 

Sintió manos torpes levantarla. Vio sombras moverse. Escuchó su propio nombre. Su nombre, no un título. Laena. Solo eso. 

Pero no importaba. 

Porque ella pensaba en lo que ya no estaba dentro de ella.  

En la pequeña vida que no fue. 

En la posibilidad que había sentido, apenas una chispa, antes de que la oscuridad lo apagara todo. 

¿Era un niño? ¿Una niña? ¿Hubiera sido más fuerte? ¿Más libre?  

Sus labios se movieron. Pero no salió voz. 

¿Y mis hijas…?  

Quiso preguntar. Pero nadie le respondía. Nadie le hablaba. Solo el peso de los pasos, los gritos cruzando pasillos, la confusión creciente. 

Y en medio del ruido, una certeza que caía sobre ella como una capa de plomo: 

Cuando Keenan lo sepa…  

Me culpará.  

Me golpeará. Me encerrará. Me hará intentarlo otra vez.  

Porque para él, solo eso era. Un vientre. Una promesa. Una jaula para futuros dragones. 

Y ahora había fallado. Otra vez. 

Quiso llorar. Pero ya no tenía lágrimas. 

Quiso preguntar. Pero ya no tenía fuerza. 

Laena cerró los ojos, mientras el mundo giraba y se desvanecía. 

Y lo último que pensó fue en sus hijas. 

En si aún vivían. 

En si alguna vez las volvería a ver.  

En si algún día sabrían que ella había querido huir con ellas . Que no las abandonó. 

Que luchó, incluso cuando nadie luchaba por ella. 

Entonces, la oscuridad se la tragó. 

Al amanecer la voz fría del sanador solo la hizo temer aún más. 

“Una semana será suficiente para que sane. Era demasiado pronto, por suerte no hubo ningún daño.”  

La voz de Keenan maldiciéndola inundo su mente mientras se daba cuenta de que la pesadilla de su vida seguía, el tiempo no se detenía. 

No importaban las perdidas si no había quien las lamentara. 

Y Laena se estaba dando cuenta... de que ella no era nadie. 

 


Alicent 

Las paredes respiraban.  

Alicent podía oírlas. 

Ese sonido húmedo, apenas un susurro, como si los muros del salón conspiraran entre sí, cuchicheando cosas que dejaban de decir cuando ella parpadeaba. 

¿O eran los tapices?  

Estaba rodeada de enemigos. 

Asesinos. 

Traidores. 

La gente susurraba a sus espaldas. 

Damas hipócritas, celosas de ella, de ser la Elegida de los Dioses para purificar el Reino. 

“Majestad, he traído su te.” la dulce voz de Aoife vino acompañada del suave aroma de la lavanda. 

Alicent permitió que le sirviera una taza y luego la endulzó con miel. 

La tomo con avidez, ansiosa por como él te calmaba su cuerpo adolorido, el aroma de la lavanda relajando su mente. 

Veía con más claridad después de tomar su te. 

“He escuchado un rumor interesante.” Aoife se movía con rapidez, organizando sus aposentos mientras Alicent se relajaba al lado de la ventana. 

Dulce niña, tan servicial, la única verdaderamente leal. 

La única que lucho por quedarse a su lado cuando el idiota del Rey la obligo a iniciar su encierro mucho antes de lo ideal. 

Todos los demás sirvientes la habían abandonado, al igual que sus soldados más leales. 

“¿Un rumor?” pregunto mordisqueando una rebanada de pan con mantequilla con hierbas que siempre le adormecen un poco la lengua, pero que seguía pidiendo por su delicioso sabor. 

“Majestad… ¿no seria mejor con mantequilla simple?” Aoife la miro con preocupación, notando como arrastraba un poco las palabras. 

Alicent negó con la cabeza, el sabor de la mantequilla era delicioso, acompañado con un poco de jamón y nueces, se había convertido en su alimento favorito. 

“El rumor.” le recordó. 

“Oh, si… que se ha elegido a un nuevo miembro de la Guardia Real, el Rey hizo el nombramiento de un tal Lorent Marband… pero dicen en las cocinas que después de ser nombrado… fue directo al Arciano y juró frente al árbol su lealtad a la Princesa Rhaenyra…” Aoife susurro lo último, mirando las puertas con temor.  

Como si solo al mencionarla, fuese a aparecer. 

Alicent apretó los dientes por la furia. 

Esa maldita niña malcriada de nuevo. 

Es como si fuese una hechicera que hubiese puesto una maldición sobre el Reino y solo Alicent puede ver con claridad. 

“Y entonces al enterarse, el Rey le preguntó su razón, el hombre explicó que fue su manera de hacer su juramento al heredero del Rey, luego el Rey le preguntó si estaría dispuesto a viajar a buscar a la Princesa…” 

“¡¿Qué?!” Alicent se elevó tambaleante, su furia dándole fuerzas. “¿Buscar a la Princesa? ¿Para qué?” 

Los pensamientos corrieron por su mente, una idea inquietante tomando forma. 

El Rey ya se había negado a darle protección a sus hijos, se había negado a protegerla a ella, que cargaba a su hijo en el vientre... 

“¿No es terrible? Primero la castiga a usted por intentar cumplir su deber y ahora ha ordenado que su hija tenga dos guardias reales para protegerla...” la voz de Aoife siguió llegando. 

La dulce niña, despotricando furiosa... en su nombre. 

Alicent sintió la ternura invadirla. 

“Oh. ¿Ha terminado de comer, Majestad? He traído un poco de postre... conseguí robar una rebanada de pastel solo para usted...” Aoife desapareció un momento y regreso con una bandeja con una gran rebanada de pastel de fresa. 

Alicent, abrumada por el antojo, se lanzó y comenzó a comerlo de inmediato. 

Aoife la miro con dulzura y la ayudo a comer más rápido, dándole bocados con una cuchara directo en su boca. 

El bebé se movía dentro de ella. Lo sintió, fuerte. Fuerte como Aegon, pero más cruel. Ese pensamiento le pareció gracioso. Luego aterrador. Luego vacío. 

Este bebé era inquieto, como si luchara contra el mundo desde su vientre. 

Sería un guerrero. 

El movimiento de una sombra la hizo girarse con sorpresa. 

El mundo giraba. Sus pensamientos giraban con él. Entre memorias verdaderas y falsas, entre palabras que nunca se dijeron y otras que la perseguían como cuchillos. 

“Serás reina.”  

“Serás madre de reyes.”  

“Todo lo que hagas será por el bien del reino.”  

Las palabras de su padre mientras la guiaba por los pasillos de su nuevo hogar resonaron en su mente como un eco al ver el tapiz que representaba su primer hogar. 

Un crujido. 

Alicent giró la cabeza bruscamente hacia la ventana. 

Nada. Solo el reflejo deformado de su propio rostro en el vidrio. 

Pálido. Brillante de sudor. Con los ojos más hundidos que ayer. 

¿O era el rostro de otra mujer? Seguramente. 

Ella se había arreglado esta mañana. Su apariencia era perfecta, como siempre: digna de una Reina. 

Se apretó la frente con los dedos. 

“Basta…” 

Pero el crujido volvió. 

No en la ventana. 

En el rincón. 

Entonces lo vio. 

Sentado en la sombra. 

Delgado. Guapo. Con los dedos largos sobre las cuerdas. 

Un bardo. 

Un ojo gris. Uno azul. 

Ambos brillando con una mueca torcida en los labios. 

“Tú estás muerto” murmuró Alicent, sin saber si hablaba en voz alta o no. “Yo lo ordené. Dijiste… dijiste…” 

"La puta del rey", repitió él, sin mover los labios. 

Las palabras llenaron la habitación como humo. 

“¡Calla!” 

Alicent se tapó los oídos. Pero no dejó de oírlo.  

Porque no hablaba con palabras. 

Hablaba con la música. 

Con una nota suave, tirante, como un hilo invisible alrededor de su garganta. 

“¡Aoife! ¡Dile que se vaya! ¡Ordena a un soldado que se lo lleve!” Ordeno dejando caer el plato de pastel. 

Su sirvienta la miro con preocupación, girándose a ver lo que ella señalaba. 

Alicent noto como miraba por todos lados con preocupación. 

“¿Majestad? No hay nadie más aquí... ¿desea que me retire?” 

El bardo sonrió. El ojo gris se cerró. El azul seguía abierto, fijo en ella. 

“Yo ordene tu muerte.” le recordó. 

Aoife se estremeció frente a ella y se levantó de un salto, mirando preocupada a todos lados. 

“Yo no muero, reina. Solo espero.”  

“¡Sácalo! ¡Fuera! ¡Muere!” 

Gritos resonaban por todas partes, sonidos de cuerdas, copas chocando unas contra otras. 

Aoife se estremeció frente a ella con los ojos muy abiertos, la respiración contenida, como si de verdad hubiera oído algo. 

Alicent apuntaba hacia el rincón oscuro con el dedo extendido, temblando. 

“¡Ahí!” gritó. “¡Está ahí! ¡Lo viste, lo viste también! ¡El bardo! ¡El maldito bardo con ojos desiguales!”  

Aoife no respondió. Miraba a todos lados, buscando lo invisible, la cara pálida llena de miedo, pero no del mismo tipo que Alicent sentía. No miedo por el fantasma, sino por ella

"Yo no muero, reina. Solo espero" repitió Alicent, la voz ronca, el pulso desbocado. 

Entonces, frente a ambas, la figura del bardo inclinó la cabeza, como si hiciera una reverencia. 

Y se desvaneció.  

No caminó. 

No huyó. 

Simplemente se hundió en la pared, como si hubiera sido parte de ella desde siempre. 

Las cuerdas del arpa vibraron solas una última vez. 

Luego, silencio. 

“¡Sácalo!” chilló Alicent, jadeando. “¡Búscalo! ¡Haz que lo saquen! ¡Quiero su cabeza, otra vez! ¡Quiero verla rodar!” 

Su voz temblaba. Las manos se crispaban como garras. 

Pero Aoife ya no intentaba buscar. Caminó rápido hacia el aparador, preparó el té con manos entrenadas, vertió unas gotas de un frasco pequeño —el mismo que llevaba siempre en el cinturón— y se acercó despacio, como se calma a un animal herido. 

“Mi reina…” susurró. “No hay nadie más aquí. Solo usted… y el bebé. Tómelo, por favor. Para calmar el temblor. Para poder dormir.” 

Alicent la miró con sospecha, los ojos desorbitados, aún buscando la sombra del bardo en las esquinas. 

“¿Lo viste? ¿Verdad que lo viste?” 

“No, mi reina. Solo el viento y el cansancio. Ha sido un día largo. Demasiado largo.” 

“¡Él estaba ahí! Me llamó puta… otra vez. ¡Yo lo mandé matar!” 

Aoife no respondió. Solo acercó la taza a sus labios. 

“Beba. Por el bebé.” 

La palabra bebé hizo eco. Alicent parpadeó. Sintió la agitación en su vientre. El movimiento bajo su piel. Como si el niño también hubiera oído al bardo. 

Temblando, aceptó la taza. Bebió. 

El sabor era amargo. Metálico.  

Pero cálido. 

Y lento. 

Muy lento, la rabia empezó a soltarse. El pecho bajó. Los ojos se nublaron. 

Aoife la guió hacia el lecho. Como a una niña. La ayudó a recostarse, a acomodar las almohadas, a cubrirla con una manta. 

Alicent murmuraba aún cosas sin sentido. 

“Los ojos… uno gris… otro azul… no estaba muerto… dijo que esperaría… me ve… siempre me ve…” 

“Shhh…” susurró Aoife. “Ya pasó.” 

Alicent cerró los ojos. 

El silencio volvió. 

Y la música se fue. 

Pero las paredes… 

Las paredes aún susurraban. 

... 

Despertó envuelta en dolor. 

La luz del día le dolía en los ojos. 

Alicent apenas había despertado, el té aún pesando en sus venas como lodo dulce, cuando abrieron las puertas sin anunciarse. Cuatro maestres, con sus capas grises y manos suaves como las de enterradores, entraron en fila, murmurando entre ellos en voz baja. 

Aoife intentó impedirles el paso, pero uno, el más viejo, de barba blanca y mirada húmeda, la empujó suavemente a un lado. 

“Mi Reina” dijo con una reverencia. “El Rey ha solicitado que revisemos su salud. Para su bienestar… y el del bebe.” 

El bebe… nuestro salvador... la esperanza del Reino, mi sangre.  

Alicent se incorporó con dificultad. Los ojos inyectados, el cabello suelto y pegado a la frente. 

“¿Mi bienestar?” susurró, luego rió sin alegría. “¿Como hicieron con Aemma Arryn?” 

Los maestres intercambiaron una mirada incómoda. 

“Mi reina…” 

“¡A ella también la examinaron! Le hablaron de dolores normales, de sangrados comunes… ¡y la destriparon en esa cama para sacar un hijo muerto!” 

El maestre mayor dio un paso al frente, las manos juntas. 

“No buscamos daño, solo asegurar...” 

“¡Asegurar que no traiga otro dragón al mundo, eso buscan!” escupió Alicent, con una chispa repentina de furia. “¿Temen lo que puede nacer de mí? ¿Temen que esta sangre no sea solo fuego, sino juicio?” 

Ninguno se atrevió a contestar. 

Alicent alzó el mentón. Temblorosa, pero orgullosa. Su voz se volvió más baja. Más íntima. Más peligrosa. 

“Yo he purificado la línea. Mis hijos no son errores, no son monstruos ni débiles. Ellos están limpios... mi sangre es pura, los limpia...” 

“Mi reina…” empezó otro maestre, intentando calmarla. 

“Yo purifico al reino” dijo ella, como si fuera un secreto revelado por los Siete. “Cada hijo mío limpia lo que Rhaenyra ensució. Cada latido dentro de mí purga la mentira del trono robado.” 

Aoife, en la esquina, observaba en silencio. Inmóvil. Sin intervenir. 

Alicent la miró. 

“Solo ella puede tocarme. Nadie más.” 

“Debemos… examinar”, insistió el maestre. 

“¿Y si digo que no?” susurró Alicent. 

Los maestres titubearon. Uno miró hacia la puerta, buscando a alguien que no llegó. Otto no estaba. Criston tampoco. 

Alicent lo notó. 

Y sonrió. 

“Entonces no lo harán.” 

Los hombres retrocedieron lentamente. Una orden silenciosa los hizo marcharse, la puerta cerrándose tras ellos como el portón de una cripta. 

La reina quedó sola con Aoife. 

“¿Los viste?” dijo con la voz baja, apenas un hilo. “Me querían abrir como a un pez. Sacar al bebé. Tal vez poner uno muerto dentro para culparme. O llevarme de la Fortaleza Roja y enterrarme viva.” 

“Yo no dejaré que pase eso” respondió Aoife, acercándose con una copa tibia entre las manos. 

Alicent la tomó sin preguntar esta vez. 

“Me temen… porque soy la única que aún puede salvar este Reino condenado.” 

Y al beber, sus labios se mancharon levemente. 

Como si la copa llevara sangre. 

Los días pasaban. 

O tal vez no. 

Tal vez el sol solo salía y se escondía para engañarla. 

Porque su vientre no crecía. 

No lo suficiente. 

Y el niño, su niño, su salvación, su fuego, no salía. 

Había contado las lunas. 

Las había rezado, incluso. 

Había sentido el movimiento una y otra vez. 

Fuerte. Vivo. 

Entonces ¿por qué no llegaba?  

“Debe estar esperando su momento” le dijo a Aoife una noche, mientras esta le masajeaba los pies en silencio. “El reino aún no está listo. Tal vez… él lo siente.” 

Aoife solo asintió. 

Pero Alicent la miró de reojo. 

Ya ni siquiera confiaba del todo en ese silencio. 

Los maestres regresaban cada dos o tres días. Cada vez más insistentes. Más severos. 

Más fríos. 

Y siempre con esas miradas. 

Esas miradas de cuervo.  

"Debe ser examinado." 

"El crecimiento ha cesado." 

"La reina podría estar en riesgo." 

"El niño también." 

La última vez, uno creyó que ella dormía y murmuró: 

“Habrá que abrirla… como a la Arryn.”  

Alicent lo oyó. 

Lo oyó.  

Y no volvió a dormir desde entonces. 

Cada noche, sus manos se deslizaban por su vientre como quien acaricia un relicario. 

Buscando vida. 

Buscando movimiento. 

Buscando señales de que aún estaba allí. 

"No permitiré que me lo quiten” susurraba. “Es mío. Mío y del rey. El heredero. La promesa.” 

Pero el silencio en su vientre empezaba a pesar. 

Y su mente… su mente comenzaba a partirse en lugares invisibles. 

Los tapices la vigilaban.  

El arpa sonaba sola. 

 Y a veces, en los reflejos del agua, volvía a ver el rostro del bardo. 

  Un ojo gris. Uno azul.  

 Esperando. 

Aoife le ofrecía té. 

Aoife la cubría con mantas. 

Aoife no la dejaba sola. 

“¿Tú me abrirías también?” le preguntó una noche. 

Aoife parpadeó. No respondió. 

“¿Me romperías como a una vaca para sacarlo? ¿Dirías que fue por el bien del reino?” 

“Nunca” respondió Aoife, sin emoción. 

Alicent le creyó. 

Quiso creerle. 

Tuvo que hacerlo. 

Porque era la única que no hablaba bajito cuando creía que no escuchaba. 

La única que no olía a tumba anticipada. 

Pero aun así… 

Aun así el miedo crecía, aunque su vientre no. 

¿Y si el niño ya había muerto?  

¿Y si era castigo por haberlo imaginado glorioso?  

¿Y si el reino no debía ser purificado?  

Alicent se abrazó las rodillas. El camisón húmedo. El cabello desordenado. 

Sus ojos no parpadeaban. 

El día del parto no llegaba. 

Y el filo de los cuchillos ya rozaba las puertas de su habitación. 

Las paredes parecían cerrarse cada vez más. 

Los susurros de los maestres, los pasos que resonaban fuera de su habitación, el peso frío del silencio… todo le aplastaba el pecho. 

Alicent ya no distinguía el día de la noche. 

No sabía si el sol se había puesto o si solo sus ojos se habían oscurecido. 

Su vientre, plano y silencioso, le recordaba con cada latido sordo que el tiempo se le escapaba. 

Que la promesa que llevaba dentro se estaba muriendo sin nacer. 

Se derrumbó sobre el lecho, la cabeza enterrada entre las manos, temblando. 

El aire parecía agotarse. 

“¡No!” gritó, una voz rota que escapó sin control. “¡No! ¡No me abrirán! ¡No romperán mi cuerpo! ¡No me arrebatarán al niño! ¡Yo sí cumplí con mi deber!”  

Lágrimas amargas se deslizaron por sus mejillas, quemando como fuego. 

Se abrazó a sí misma con desesperación, intentando juntar los pedazos de una mente que se resquebrajaba. 

“¡No!” repitió. “¡No soy débil! ¡No soy la Arryn! ¡No me harán eso!” 

Pero el miedo la venció.  

Comenzó a temblar, sin poder parar. 

Las palabras se atropellaban en su cabeza, saltando de un miedo a otro, enredándose como serpientes venenosas. 

"Me traicionan… me odian… me quieren muerta… el bardo… los maestres… Rhaenyra… el rey…” 

La voz se quebró y se volvió un sollozo incontrolable. 

Se acurrucó sobre sí misma, llorando en silencio, y su mente ya no sabía dónde terminaba ella y dónde comenzaba la sombra que la devoraba. 

Solo Aoife estaba ahí, siempre ahí, observando con ojos inexpresivos, mientras la reina se quebraba. 

Alicent apretó los párpados, intentando contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Pero la tormenta en su mente no cesaba. 

“¿Dónde están?” se preguntó con voz apenas un susurro. “ ¿Dónde están mis hijos?”  

Habían pasado lunas. 

Lunas enteras. 

Lunas que pesaban como siglos. 

Y ni Aegon, ni Helaena, ni Aemond habían cruzado la puerta de sus aposentos. 

Los rostros de sus hijos se desdibujaban en la memoria, fragmentos que ardían y se enfriaban al instante. 

¿Los han matado?  

¿Los han arrebatado de mi lado?  

¿Están muertos y yo solo me sostengo en la mentira de sus latidos?  

El recuerdo de cada uno se le apareció en la mente, pero tan etéreo como un sueño que se escapa. 

Aegon, fuerte y orgulloso, con sus ojos que alguna vez parecieron guardar la promesa de un trono. 

Helaena, dulce y seria, con el cabello plateado como la luna que ahora no iluminaba sus noches. 

Aemond, feroz y silencioso, el niño que parecía saber demasiado para su edad. 

Y ella no los había visto. 

No los había tocado. 

No los había protegido. 

Un grito se atragantó en su garganta. 

“¡No!” susurró, golpeándose el pecho. “¡No! No puedo perderlos también.” 

El miedo se convirtió en pánico, y el pánico en un río oscuro que la arrastraba hacia un abismo sin fin. 

Los susurros de la corte se mezclaban con sus propios pensamientos, retumbando en sus oídos. 

“La sangre debe limpiarse.”  

“El reino necesita sacrificios.”  

“Solo así la corona brillará.”  

Alicent se abrazó con fuerza, como si en ese acto pudiera evitar que el mundo se la llevara. 

“No…” murmuró. “No los perderé. No esta vez.” 

Pero la ausencia era un peso imposible de cargar. 

Y en la penumbra de su alcoba, la reina rota se hundía más y más, entre recuerdos que se escapaban y terrores que la acechaban. 

Alicent despertó con un tirón en el pecho. 

No era el bebé moviéndose esta vez. 

Era algo frío. Duro. Inamovible. 

Sus brazos y piernas estaban atados. 

Las sábanas la envolvían como un sudario, pero no la protegían. 

El aire olía a cera quemada y a metal frío. 

La luz del amanecer entraba por las ventanas, iluminando rostros que ella ya no reconocía, y que no querían verla con vida. 

Cuatro maestres, con sus ojos fríos y sus manos temblorosas, preparaban cuchillos y frascos, hablando entre ellos con voces bajas pero decididas. 

“Es hora” susurró uno, levantando una daga pequeña, afilada. 

El corazón de Alicent se hundió. 

“No…” intentó gritar, pero solo salió un hilo quebrado. 

Aoife apareció entonces, como una sombra entre la penumbra, con una bandeja de té humeante. Sus ojos eran firmes, implacables. 

“Mi reina” dijo con voz suave pero autoritaria, “beba esto. Le ayudará a traer a su hijo al mundo. Le calmará el cuerpo y el alma.” 

Alicent dudó, mirando a los maestres, luego a Aoife. 

Pero el té parecía una promesa. Una última esperanza. 

Con manos temblorosas, tomó la taza y bebió. 

El amargo líquido se deslizó por su garganta, calentándola, abriéndole una rendija de calma en medio del caos. 

Aoife dio un paso adelante, colocando una mano firme sobre el brazo del maestre que alzaba la daga. 

“No hoy” dijo. “No mientras esté yo aquí.” 

Los maestres se miraron entre sí, la tensión en el aire como un hilo a punto de romperse. 

Pero finalmente, bajaron las manos. 

Aoife giró hacia Alicent, ayudándola a incorporarse, susurrándole al oído: 

“Te protegeré. No dejaré que te hagan daño. No hoy.” 

Alicent cerró los ojos, aferrándose a esa promesa, mientras la voz de Aoife se convertía en un ancla en medio de su tormenta. 

El parto aún estaba por venir. 

Pero esa batalla, al menos, estaba ganada. 

El té ardía en su estómago. 

No como los otros. 

Este no la adormecía. 

La despertaba. 

El calor se extendía desde dentro, como si Aoife hubiera vertido fuego directo en su vientre. Un fuego antiguo, vivo. Uno que empujaba y desgarraba. 

Y entonces… el dolor. 

No el punzante de la fiebre. 

Ni el sordo del miedo. 

Sino el otro. El que conocía demasiado bien. El que había sentido en la sangre y los huesos. 

“Ya viene” susurró. 

 O tal vez lo pensó. Tal vez lo gritó. No lo sabía. 

El primer espasmo fue como una ola de cuchillas. 

Se arqueó en la cama, jadeando, la boca abierta, pero sin voz. 

Las cuerdas la apretaban todavía. 

Aoife las soltó sin preguntar. 

El cuerpo ya no era suyo. 

Era una caverna colapsando. 

Era una herida viva. 

Una grieta por donde el mundo se rompía. 

Más fuerte.  

Más largo.  

Más cruel que cualquier otro parto.  

No como con Aegon, que llegó llorando antes de que pudiera siquiera prepararse. 

No como Helaena, que salió como un suspiro dulce entre lágrimas. 

Ni como Aemond, que había sido un rayo, certero y breve. 

Este… 

Este era tormenta.  

Y la estaba partiendo en dos. 

“Ayúdame” susurró. “Ayúdame, madre…” 

No había nadie. 

Ni el Rey. 

Ni Otto. 

Ni Rhaenyra, ni Helaena. 

Solo Aoife, con las mangas arremangadas y la mirada de hierro. 

Las contracciones llegaban una tras otra, como látigos. 

Cada vez más cerca. 

Cada vez más brutales. 

El cuerpo temblaba. El sudor empapaba su camisón. 

Y la sangre ya manchaba las sábanas. 

“¿Va a morir?” oyó decir a alguien, muy lejos. Un susurro. O un recuerdo. 

“Como Aemma. Como todas las que sangran demasiado.”  

“¡No!” jadeó Alicent, las uñas enterradas en el colchón. “¡Este niño… este niño nacerá!” 

Gritó. 

Gritó como nunca antes había gritado. 

Como si con ese grito pudiera invocar a los Siete, a los dragones, al mundo entero para que lo escucharan. 

¡Nacerá!  

Y entonces… otro espasmo. 

Más fuerte. Más profundo. 

El cuerpo se rompía.  

La carne cedía.  

El universo colapsaba en su vientre.  

Alicent lloró. 

Pero no de miedo. 

No esta vez. 

Lloró por el peso de traer vida… 

Y por todo lo que había muerto en ella para hacerlo. 

Su inocencia en los brazos de un viejo con una corona. 

El mundo se volvió rojo. 

No por la sangre que sentía correr entre sus piernas, empapando las sábanas. 

Sino por la forma en que el dolor lo teñía todo. 

El aire, el techo, los rostros que iban y venían entre brumas. 

Todo era rojo. Como el blasón de los dragones. Como el juicio de los Siete. 

Alicent jadeaba. 

Sus labios estaban partidos. 

Su garganta, desgarrada de tanto gritar. 

Y sin embargo, aún no nacía. 

Aún no.  

Sus manos se aferraban a Aoife. 

El único ancla. 

El único rostro que no se deshacía entre la fiebre y el terror. 

“¡Empuja, mi reina!” gritó una voz femenina. 

Una partera. Una que no conocía. 

Una que olía a miedo y a metal. 

Pero ella ya no necesitaba que le dijeran qué hacer. 

Su cuerpo lo sabía. 

Su alma lo exigía. 

"¡Nacerás, maldito!” jadeó, sin saber si lo decía con rabia o con amor. “¡Tienes que nacer!” 

Otro espasmo. Tan fuerte que creyó que su espina dorsal se quebraría. Tan largo que perdió el aliento. 

Aoife sostenía su cabeza, susurrándole algo al oído que no alcanzaba a entender. 

¿Oraciones? ¿Mentiras dulces? ¿Promesas vacías? 

No importaba. 

Solo quedaba el fuego. 

Entonces…un desgarro. 

Sintió cómo la piel se abría. 

Cómo el cuerpo se rendía. 

Cómo el universo cedía bajo el peso de una nueva vida. 

Y con ese desgarrarse, vino el grito

No el suyo. 

El de él.  

Agudo. 

Vivo. 

Aterradoramente real. 

Un llanto que cortó el aire como una espada. 

El mundo, por un instante, se detuvo. 

Es un varón” dijo una voz. Incrédula. Lejana. “Está vivo.” 

Alicent no oyó más. 

Se desplomó contra las almohadas, jadeando, empapada, vacía. 

¿Lo había logrado?  

¿Había salvado algo?  

Sus párpados pesaban. 

La sangre aún corría. 

Pero había llanto. 

Y por ahora… eso bastaba. 

El llanto del niño seguía llenando la habitación como un eco lejano.  

Alicent lo escuchaba entre brumas, cada vez más delgado, más frágil. 

Pero estaba allí.  

El aire seguía oliendo a sangre y a hierro, pero el mundo había cambiado. 

Ya no era una reina muriendo. 

Era una madre de nuevo. 

“Déjamelo ver” susurró. Su voz era débil, como si le hubiera costado sacarla de lo más profundo de sí misma. 

Las parteras se miraron. Una de ellas asintió y Aoife se acercó con el niño envuelto en telas suaves y húmedas. 

Alicent estiró los brazos temblorosos. 

Y lo sostuvo por primera vez. 

Era pequeño. Caliente. 

Su rostro arrugado, rojo aún por el esfuerzo de nacer, se apretaba en un gesto de incomodidad. 

Pero sus ojos… 

Cuando los abrió, tenía los ojos del rey. 

Oscuros. Fríos. 

Alicent sonrió, rota. 

“Estas aquí… Eres mío…!"

Lo acunó contra su pecho. 

Sintió el corazón pequeño latiendo, débil, pero firme. 

Y entonces, con manos torpes, retiró con cuidado el paño que cubría las manitas del niño. 

Primero una. 

Luego la otra. 

Se congeló. 

Los dedos… 

No eran dedos.  

Estaban unidos. 

Como si alguien los hubiera fundido con fuego al nacer. 

O como si el cuerpo mismo hubiera decidido no separarlos. 

Como garras suaves, cubiertas por piel humana. 

Como alas no formadas. 

Alicent contuvo el aliento. 

El amor que ya sentía… no desapareció. 

Pero cambió de forma. 

No era el niño perfecto. 

No era la promesa que había imaginado. 

No era el juicio de los Siete recompensándola por cumplir su deber... 

Era algo más. 

Algo incompleto. 

Algo peligroso

“¿Qué es esto…?” susurró. 

Pero nadie respondió. 

Aoife apartó la mirada. 

Las parteras fingieron estar ocupadas. Los maestres se lanzaron miradas sospechosas. 

Alicent volvió a mirar las manos. 

Y pensó en Aemma. 

Y en Rhaenyra. 

Y en su madre. 

Y en fuego. 

El niño se movió levemente. Buscó su pecho. 

Y ella lo abrazó. 

Porque aunque dolía, aunque la hería,  sigue siendo mío.  

"No eres imperfecto” dijo en voz baja, como un conjuro. “Solo eres… diferente. Los Dioses me han mandado un reto más... en ti...” 

Lo besó en la frente.  

Y mientras el llanto del niño se apagaba, el silencio volvió a tomar la habitación.  

Pero el mundo, una vez más, ya no era el mismo. 

El niño dormía en la cuna junto al lecho. 

Su hijo.  

Daeron.  

El nombre había sido pronunciado una sola vez. 

Por Aoife. 

Nunca por Alicent. 

La reina no miraba la cuna. 

La cuna no existía. 

Solo el sonido suave de una respiración que no quería reconocer. 

Las sábanas estaban limpias. 

Su cuerpo, aún débil, ya no sangraba. 

Pero algo dentro de ella…seguía roto. 

No lloraba. 

No hablaba. 

Sólo yacía de lado, mirando la pared, mientras el día se fundía con la noche y todo se volvía ceniza. 

No había visitas. 

Su padre, Otto había sido desterrado. 

El Rey ya no venía. Ni Aegon, ni Helaena, ni Aemond. 

El mundo se había encogido hasta ser solo Aoife y el llanto ocasional de una criatura a la que Alicent se negaba a llamar hijo. 

No puede ser mío.  

No con esas manos.  

No con esos ojos.  

El niño tenía las manos deformes: los dedos unidos, como aletas malformadas. 

Las parteras habían dicho que respiraba bien, que comía… 

Pero no hablaba. 

No lloraba como los demás. 

Parecía observarlo todo. Como si supiera que no lo querían. 

Y Alicent… no podía tocarlo. 

“Mi reina…” murmuró Aoife una tarde, con el niño en brazos. “Daeron sonríe cuando escucha su voz.” 

Alicent no respondió. 

Ni lo miró. 

Como si ese nombre fuera una mentira más, tejida por la pena. 

Día tras día, pidió que lo llevaran fuera de su habitación. 

Primero por las noches. 

Luego también de día. 

Al final, la cuna fue retirada por completo. 

Y cuando Aoife mencionaba al niño, Alicent cerraba los ojos.  O murmuraba para sí: 

“No tengo más hijos.” 

No existía. 

No había nacido. 

No sangró por él. 

No gritó por él. 

No lo amó. 

No lo perdió. 

No fue madre.  

No de ese. 

Al menos, no en su mente. 

Y mientras las sombras crecían en la Fortaleza Roja, la reina purificadora del linaje Targaryen fingía que nunca había llevado fuego en su vientre. 

La puerta se abrió con un crujido suave. 

Alicent no giró la cabeza. 

Sabía quién era. 

El perfume a hierbas, la tos apenas contenida, los pasos arrastrados: el Rey. 

Hacía lunas que no lo veía. 

No desde antes del parto. 

No desde antes de Daeron.  

Él no dijo su nombre. 

No preguntó cómo se sentía. 

Solo caminó hasta la cuna donde Aoife lo había colocado esa mañana, como una ofrenda que nadie quería aceptar. 

El silencio pesó más que cualquier palabra. 

Y luego, lo oyó. 

El cambio en su respiración. 

Un suspiro leve. 

Un instante donde el aire se detenía. 

La decepción.  

Alicent apretó los dientes. 

No se movió. 

No se atrevió a mirar. 

Sabía exactamente qué vería si lo hacía. 

Los ojos apagados del Rey. 

La arruga que le cruzaba la frente cuando algo lo disgustaba pero no lo decía. 

La forma en que su mandíbula se tensaba antes de cambiar de tema. 

Silencio. 

Después, un paso. 

Otro. 

Viserys no dijo nada. 

Ni “es hermoso”. 

Ni “cómo se llama”. 

Ni “ha salido a mí”. 

Nada.  

Y eso dolió más que si lo hubiera repudiado en voz alta. 

Alicent contuvo el aliento, obligándose a permanecer quieta. 

Inmóvil. 

Como una estatua rota. 

El Rey se acercó a su lecho. 

Y por un momento, creyó que iba a decir algo. 

Una palabra. Un gesto. 

Pero Viserys solo la miró. 

Y aunque sus ojos estaban cansados, no había ternura. 

Solo esa decepción muda, pesada, cruel, que había aprendido a reconocer desde niña. 

Luego se volvió. 

Y salió. 

Sin mirar atrás. 

La puerta se cerró con un clic suave. 

Alicent parpadeó. 

“¿Lo vio?” preguntó Aoife en voz baja. 

“No” dijo ella, por fin, con un hilo de voz. “No vio nada.” 

Nadie ve nada

Y giró el rostro hacia la pared, una vez más. 

Porque era mejor que mirar el vacío que había dejado en él. 

El silencio la envolvía. 

Otra noche sin llanto. 

Otra noche sin rezos. 

El fuego de las velas se consumía lentamente, pero ella no se movía. 

Sus manos cruzadas sobre el vientre vacío, ahora plano, negado, olvidado. 

El lugar donde se había gestado la prueba de su castigo. 

Porque eso era. 

Un castigo. 

Debía serlo. 

Los Siete no respondían. 

 Ya no sentía su guía. 

Ni su luz. 

Ni su perdón. 

¿Por qué me has hecho esto? 

Pensó en Aegon. 

En Aemond. 

En Helaena. 

Y luego en él. 

En Daeron. 

El niño que no se atrevía a nombrar. 

El hijo que los dioses habían deformado. 

Que había traído con dolor, con fiebre, con miedo. 

El hijo que no podía amar. 

¿Es esto lo que merezco?  

Alicent tembló. 

¿Por qué?  

¿Por qué, Padre?  

¿Por qué, Madre?  

¿No he sido devota?  

¿No he defendido la virtud?  

Su pecho ardía. Las lágrimas corrían sin permiso. 

No por Daeron. 

Sino por sí misma. 

Por todo lo que había perdido al intentar ser lo que los dioses esperaban. 

Y entonces… la idea. 

¿Y si no fueron los dioses?  

¿Y si fue… ella?  

Rhaenyra.  

La hereje. 

La bastarda que se proclama sangre pura. 

La hija del rey que vive como un hombre. 

La madre de bastardos y mentiras. 

Rhaenyra, que la había llamado hipócrita. 

Rhaenyra, que se burlaba con sus silencios. 

Rhaenyra, que la había despreciado… 

Y sobrevivía. 

¿Y si fue ella? 

¿Y si con una palabra, una burla, una mirada, la había maldecido? 

Los dedos de Alicent se crisparon. 

“Lo hiciste tú” susurró, en la penumbra. “Tú y tu linaje podrido.” 

No son los dioses los que me han castigado.  

Eres tú.  

Mi hijo nace marcado. 

El odio que creía enterrado se encendió como una llama antigua. 

No pidió perdón. 

No rezó más. 

No suplicó. 

Solo repitió el nombre de Rhaenyra en su mente, una y otra vez, como si esa fuera la única plegaria que aún podía pronunciar. 

Al amanecer, el dolor seguía allí. 

No en el cuerpo. 

En el centro del alma. 

Alicent ya no lloraba. 

No hablaba del niño. 

No pedía oraciones. 

Solo pensaba. 

 Y pensaba. 

Una palabra hervía entre sus pensamientos, como un veneno que no podía escupir: Rhaenyra.  

En sus momentos de delirio, había creído que los dioses la habían castigado. 

Pero los dioses guardaban silencio. 

Y el mundo seguía torcido. 

Ahora lo entendía. 

No era castigo divino. 

Era una afrenta personal. 

Ella lo había hecho.  

Con su corona prometida. 

Con su arrogancia intacta. 

Mientras ella, la esposa del rey, daba a luz a un niño deformado y era olvidada en su propia corte. 

Alicent se incorporó lentamente en el lecho, el cuerpo aún dolorido. 

Aoife dormía en un sillón, agotada. 

El fuego chisporroteaba en la chimenea, pero no daba calor. 

La Fortaleza Roja estaba helada. 

Y no por el clima. 

Es por ella. Todo es por ella.  

Rhaenyra. 

La niña insolente.  

La madre impía. 

La hija ausente. 

“Si tan solo estuvieras aquí…” murmuró Alicent. “Si tan solo pudieras mirar lo que me has hecho.” 

El impulso era claro: vengarse. 

Arrancarle a Rhaenyra lo que más amaba. 

Desenmascararla. 

Despojarla. 

Hacerla llorar como ella había llorado. 

Pero Rhaenyra no estaba. Se había ido con Daemon.  

Desaparecida en el aire... 

Buscando alianzas. 

O embarazada. 

O simplemente escondida. 

Nadie lo sabía. 

Y eso la carcomía. 

¿Cómo destruir a una enemiga que ya no estaba? 

¿Cómo castigarla si no había rostro al que gritarle? 

El vacío era insoportable. 

Más cruel que la venganza negada. 

Alicent apretó los dientes. 

Sus uñas se clavaron en la manta. 

“Algún día volverás” dijo al aire, al fuego, a las sombras. “Y cuando lo hagas, estaré lista. 

La promesa no fue dicha con furia.” 

Sino con la frialdad de una sentencia. 

Porque si no podía sanar, si no podía amar, si no podía rezar… al menos podía odiar.  

Y ese odio la mantendría viva. 

 

Notes:

Holiii!

En este capítulo toco un tema muy importante y sensible, especialmente para mí: deformación corporal congénita.

Personal porque mi sobrino, mi precioso sobrino, nació con justamente la deformación descrita en el capítulo; escribo con el mayor respeto por las personas que tienen este tipo de malformaciones y aclaro que no comparto los pensamientos ni sentimientos descritos aquí.

Escribo con experiencia directa en el tema, con conocimiento y bajo ninguna circunstancia apruebo el bullying a personas así, ni ninguno de los actos terribles dentro de la trama, como las violaciones, que tambien se mencionan en este capitulo.

Pero quiero aclarar que también será un tema que se toque de manera constante y no de forma bonita.

En esto he visto ambas caras de la moneda, tengo amigos con este tipo de defectos de nacimiento y siempre me he dirigido a ellos con el mayor respeto, se el dolor que sufren, mi sobrino (que tiene 18 años) tuvo su primera cirugía a los tres días de nacido y en total ha tenido trece cirugías, en esta historia lamentablemente es una época donde no existe ese tipo de medicina para aliviar el dolor o mejorar estéticamente y se notara.

En otro tema: Laena, honestamente creo que ella amaba mucho a sus hijas y era una buena madre; a diferencia de Alicent... pero espero que mi retrato de ese contraste funcione y que la locura de Alicent no sea tan difícil de leer como fue de escribir.

De los libros: El Señor del Mar muere, pero aquí Daemon lo está protegiendo para sus propios planes.

Aoife aquí no manejo de la misma manera el envenenamiento que las parteras de Rhaenyra, por varias razones, entre ellas: la oportunidad, no tiene el mismo acceso a las hierbas, fue más... débil, pero más creativo, tenía que ser discreta, las otras tenían permiso y ganas de experimentar.... y respecto a los síntomas: diferentes personas reaccionan diferente a las sustancias, las reacciones no son siempre las mismas, aunque puede haber similitudes.... (si yo como chocolate o una fresa, me verán ir directito al hospital) pero aquí no saben que son las alergias como tal y están experimentando.

Comenten que opinan de este... capitulo, y el siguiente POV espero que les guste: los sirvientes de la Fortaleza y soldados, algunos nuevos, algunos no tanto. Sera un cap con varios pov.

Chapter 13: El Canto de los Soldados

Notes:

Preparense... tenemos un nuevo POV.
Y quiero disculparme porque este capitulo no esta completamente editado, de hecho, tendría tres povs y uno increible lleno de suspenso... pero llevo todo el día sin luz y solo soy capaz de publicar porque tengo un pequeño generador que me dio un par de horas de vida al internet y mi laptop.
Prometo que entre mañana y el domingo pulire el cap a mi estandar habitual.
Pero esta terminado! así que no quería no publicar.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Arlie definitivamente no esperaba que las cosas fueran así. 

“¡Jalen!” El grito del capitán apenas y se escuchaba por encima del ruido de la tormenta. 

“¡Más fuerte!” Arlie lanzo su propio grito, con los brazos agotados, pero aterrorizado por la tormenta. 

Había azotado con fuerza, sorpresiva e inesperada. 

Debería estar vigilando a la Princesa Rhaenys, protegiendo a los traidores... 

No amarrando barcos al puerto. 

Su misión se suponía que es la de un espía, no la de un maldito marinero. 

El agua le azotaba el rostro como si quisiera arrancarle los ojos. 

Las cuerdas cortaban sus manos, el salitre se metía en cada herida. 

Debería estar vigilando el solar de la Princesa. 

Escuchando tras las columnas de mármol. 

No amarrando barcos como un maldito mozo de puerto. 

Pero la tormenta había llegado como látigo. 

Arlie maldijo por lo bajo. 

Espía , no marinero.  

Había sido enviado por Rhaenyra, no para cargar velas, sino para oír lo que Corlys y Rhaenys no decían en voz alta. 

Pero todos habían sido enviados a ayudar al puerto en cuanto la tormenta comenzó inesperadamente, sus tareas eran demasiado variadas debido a la falta de personal del castillo y Arlie se veía constantemente obligado a hacer todo tipo de tareas. 

El castillo se alzaba sobre los acantilados, invisible entre la lluvia. 

Luces parpadeaban en los ventanales como ojos curiosos. 

Arlie soltó la cuerda al fin, resbalando hasta quedar sentado sobre la madera húmeda. 

Cada músculo le dolía, pero su mente no se rendía. 

La tormenta había obligado a los barcos a regresar, a los hombres a entrar en la fortaleza… y con ellos, las palabras, los rumores... 

Entre los truenos, vio movimiento en los muelles. 

Arlie entornó los ojos. 

Giró la cabeza, y entonces la vio. 

Una figura entre las sombras. 

No era Rhaenys. 

Ni un sirviente. 

Una figura envuelta en capas oscuras, con paso firme, descendía por la madera con paso firme. 

Era una mujer robusta, envuelta en una capa de lana, que descendía con cautela desde el sendero lateral que bordeaba los viejos muros exteriores de High Tide. 

Caminaba encorvada, como si evitara ser vista, pero su paso era seguro a pesar de la tormenta. 

Tenía un aire práctico, casi como el de un marinero, y observaba las paredes con más atención de la que un visitante común prestaría a la piedra mojada. 

Se detuvo frente a uno de los antiguos bastiones olvidados, apoyó la mano sobre una rendija y pareció tomar notas mentales. 

¿Quién demonios eres tú?  

Arlie entrecerró los ojos. 

La vio desaparecer tras un muro derruido que daba a las antiguas bodegas. 

Arlie maldijo en voz baja y se levantó, ignorando el dolor en las piernas. 

No podía perderla. 

Porque si esa mujer era lo que parecía… alguien estaba espiando a los espías. 

La mujer se movía con determinación, pero con cuidado, como si cada piedra pudiera delatarla. 

Una intrusa experta. 

No caminaba como una doncella asustada ni como una ladrona torpe. 

Parecía conocer los muros, o al menos haberlos estudiado. 

¿Espía de los Hightower? 

¿Una aliada del Príncipe Daemon? 

Su capa oscura ondeaba bajo la lluvia, pesada por el agua. 

Arlie notó algo entonces: estaba pálida. 

Tenía las mejillas hundidas, ojeras y cada tanto se doblaba, como si le doliera el abdomen. 

La figura desapareció bajo un arco angosto que llevaba hacia las bodegas antiguas, donde se guardaban vinos que ya nadie pedía y armas que habían visto guerras olvidadas. 

Arlie bajó tras ella, pasos suaves, respiración contenida. 

Sus botas se hundieron en el lodo. 

Las ratas chillaban bajo los tablones. 

Pero al llegar al corredor húmedo y oscuro, no encontró nada. 

Ni un paso, ni una sombra. 

Solo el eco de su propia respiración, y un leve goteo constante de agua que descendía por las piedras. 

¿Cómo desaparece alguien así? 

Esperó un instante, los sentidos alertas, el cuerpo tenso. 

Pero el silencio lo envolvió. 

Y el deber lo llamó de nuevo. 

El repique de la campana del puerto lo arrancó del umbral de las sombras. 

Regresó a la superficie con el ceño fruncido y la mente en llamas. 

No podía dar parte de algo sin pruebas. 

No podía mencionar una sombra sin ser tachado de paranoico. 

Pero no podía olvidar lo que había visto. 

Una mujer, robusta, con el rostro pálido y el andar nervioso. 

Sin escolta. 

Sin razón aparente para estar en medio de una tormenta vigilando las paredes del castillo. 

¿Quién era?  

Y qué buscaba entre los muros olvidados. 

... 

La tormenta pasó, pero dejó algo peor que destrucción: tensión. 

Los muelles estaban deshechos, los barcos fuera de servicio, y la fortuna Velaryon ya no era tan insondable como antes, con todo lo que la Corona había tomado como castigo por la traición de Corlys y la falta de comercio por los barcos que Laenor se había llevado, la Casa Velaryon nunca había estado en un punto más bajo que ahora. 

“No hay oro suficiente para restaurar todo” murmuraban los intendentes maldiciendo la falta de provisiones. “La Princesa Rhaenys se encierra a diario en sus cuentas, pero los números no mienten... pero por supuesto, a ellos no es falta oro para su vino...” 

El personal se duplicó, pero la paga se redujo. 

Los rumores se alzaban como espuma en la marea. 

Y entre todo eso, Arlie buscaba. 

Cada día, al terminar sus tareas, recorría el puerto. 

Los muelles. 

El mercado. 

Los establos. 

Con una excusa siempre lista: ayudar, supervisar, vigilar. 

Pero en realidad… la buscaba a ella. 

La mujer de la tormenta. 

"¿Una mujer robusta, dices?" le preguntó un marinero un día, limpiando redes, mientras buscaba información sutilmente. "Tal vez. Vienen muchas. Algunas piden trabajo, otras buscan a alguien." 

"¿Y una que caminara cerca del almacén... ese que esta al sur?" 

"Quizá... Pero en ese lugar no entra nadie desde hace años..." 

Día tras día, ninguna señal clara. 

Solo fragmentos sueltos. 

Miradas huidizas. 

Palabras sin peso. 

Pero Arlie no se rendía. 

Porque su instinto seguía latiendo. 

Y el castillo también. 

Con susurros. 

Con silencios. 

El cuarto día sin verla, Arlie dejó de buscar a la mujer. 

Y comenzó a buscar su sombra. 

Ya no merodeaba sólo por los muelles o el mercado, sino que se quedaba a escuchar. 

No a preguntar. 

Escuchar. 

Los marineros hablaban cuando creían que nadie importante los oía. 

Y Arlie sabía esconderse entre ellos. 

Solo un par de frases bastaban. 

Un comentario casual. 

“¿Una mujer robusta, sola?” se encogió de hombros un joven estibador, mientras arreglaban redes de pesca. “Podría ser cualquiera. ¿La de Hull... la de las cocinas... la de la tormenta?” 

“¿Qué tormenta?” Arlie se hizo el desentendido. 

“La de Corlys, digo?” rió uno de más edad, con una jarra en la mano. “Siempre llegan con tormenta.” 

“¿Cómo dices? 

“Oh, vamos, muchacho” el hombre bebió un trago y luego bajó la voz. “¿No sabías? Nuestro Lord ha dejado bastiones en más puertos que barcos en su flota.” 

“Dicen que en Lys tiene una. En Volantis, otra.” 

“¡Y aquí mismo también!” agregó otro entre carcajadas. “¡Una en cada habitación! Cuando era joven, tenía amantes en cada costa donde atracara. ¡Y qué mujeres, dicen los más viejos!” 

Arlie no respondió. 

Solo observó. 

Sonrisas burlonas. 

Miradas cómplices. 

“Y la Princesa Rhaenys…” murmuró alguien más joven. “Siempre tan digna, tan firme. ¿Sabe?”  

¿Finge que no?  

¿O de verdad lo perdonó todo?  

El silencio que siguió fue más espeso que el vino de la jarra. 

Arlie se lo bebió sin tragar. 

¿Y si esa mujer…? 

¿Y si no era una espía… sino una sombra vieja de Lord Corlys? 

Todo encajaba. 

O al menos lo suficiente como para preocuparlo. 

Porque si una antigua amante de Corlys estaba en Driftmark, no venía solo por nostalgia. 

Venía a cobrar una deuda. 

Y Arlie sabía lo que podía costar eso, en un momento en que la casa Velaryon no podía darse el lujo de mostrar grietas. 

... 

Arlie había estado buscando en el lugar equivocado. 

Durante semanas, había centrado su vigilancia en Lord Corlys y la Princesa Rhaenys, atento a sus silencios, sus visitas, sus cartas. 

Pero los verdaderos secretos se movían entre cestas de ropa sucia y redes secándose al sol. 

Fue en la lavandería donde comenzó a verlo con claridad. 

Dos mujeres hablaban en voz baja mientras frotaban una túnica manchada de sal y sangre seca. 

“Dicen que la segunda amputación fue más difícil” murmuró una, con los ojos fijos en el tejido”. Que no dejó de gritar por dos días.” 

“Y que ahora ni siquiera puede sostenerse erguido.” La otra bajó la voz aún más. “Le pusieron un arnés de cuero para mantenerlo sentado mientras curaban su espalda.” 

“Pobrecito. Antes... antes era como el mar... fuerte, vigoroso...”  

Arlie fingió no oír, pero el nudo en su estómago creció. 

Una tercera sirvienta entró en ese momento, secándose las manos en el delantal. 

“Yo lo vi cuando me mandaron a cambiarle los vendajes.” Hizo una pausa, bajó la vista. “No me reconoció. Su cara... es como cera quemada. Y ya no le quedan piernas.” 

Las otras guardaron silencio. 

“Pero sigue siendo él, ¿no?” dijo la primera, como si necesitara creerlo. 

“No lo sé” respondió la tercera. “A veces habla dormido. Dicen que el otro día llamo a una mujer que no es la princesa.” 

No Rhaenys. Otro nombre.  

Arlie contuvo el aliento. 

No dijo nada. 

Pero en su mente, la figura de la mujer que vio durante la tormenta volvió a aparecer. 

¿Era ella? 

¿La del nombre susurrado entre fiebre y morfina? 

“La Princesa no se enteró, por supuesto...” 

Salió de la lavandería y caminó hacia los establos, donde los mozos hablaban con menos filtro. 

Un joven de rostro pecoso reía con un grupo mayor. 

“Mi madre decía que cuando Corlys Velaryon llegaba al puerto, todas las viudas abrían sus ventanas. Y no por el aire fresco. 

“O sus faldas” añadió otro, riéndose con crueldad. 

“Y ahora miren. Ni piernas. Ni cara. Ni voz.” 

“Ni oro.” 

Rieron, pero no con burla. 

Era risa nerviosa. 

Risa de quienes veían un castillo desmoronarse desde dentro. 

Y Arlie empezó a entender. 

Corlys ya no era el hombre al que seguían por mar y sangre. 

Su cuerpo lo había traicionado. 

Y lo peor era que algunos lo lloraban como si ya estuviera muerto. 

Y entre esos lamentos… 

las mujeres que lo habían amado aún rondaban sus muros. 

Algunas como sirvientas. 

Otras como sombras. 

Y quizás una más… con algo que él había dejado atrás 

... 

Arlie no sabía exactamente cuándo cruzó la línea entre la vigilancia y la obsesión. 

Solo que, una vez lo hizo, no pudo dejar de contar. 

Contar las miradas. 

Las pausas en las conversaciones. 

Los nombres no dichos que flotaban entre palabras comunes. 

Lo intentó con sutileza, preguntando por viejos puestos, cuartos vacíos, cambios de servicio. 

Y pronto se dio cuenta de algo que no esperaba. 

No eran una ni dos. 

Eran muchas. 

Las mujeres de Driftmark, las sirvientas, las lavanderas, las cocineras, incluso alguna aprendiz de costurera, hablaban de Lord Corlys como si lo hubieran tenido. 

Como si lo hubieran perdido. 

Como si aún les doliera. 

Una anciana que cuidaba la lencería del ala norte le dijo: 

"Era joven cuando me mandaron a atender su cámara personal. No me pidió nada. Solo me miró... y fue suficiente." 

Una chica de apenas quince, de acento lyseni, susurró en la cocina: 

"Mi madre me dijo que mi lugar era aquí, donde él pudiera verme cuando caminara por el patio. Nunca entendí por qué, hasta que él me habló. Me dijo que tenía los ojos de su juventud... y me dejo en claro que tenía el alma y el cuerpo de un hombre joven..."  

Otra, de cuarenta quizás, cargando cubos de agua: 

"Tuve un hijo suyo, hace veinte años. Se fue al mar y nunca regresó. Él nunca lo supo... o sí. Nunca preguntó."  

Arlie dejó de contar después de la octava. 

O la décima. 

Ya no podía saberlo con certeza. 

¿Había siquiera alguna mujer en Driftmark que no hubiera sido tocada por el Señor del Mar? 

Y entonces, la pregunta inevitable: 

¿Lo sabe Rhaenys? 

¿Lo supo siempre? 

¿O eligió mirar hacia otro lado… por deber, por orgullo, o por amor? 

La princesa rara vez salía de su torre. 

A veces recorría los patios con dignidad férrea, como si cada paso fuese una declaración. 

Pero nunca sonreía. 

Nunca hablaba más de lo necesario. 

Y ahora Arlie empezaba a entender por qué. 

Driftmark era su hogar. 

Pero también… la tumba de su orgullo. 

Un lugar donde cada rincón podía recordarle que su esposo no solo había amado el mar, 

sino que había esparcido su marea entre las mujeres que servían bajo su techo. 

Y aún así, ella seguía allí. 

Erguida. 

Silenciosa. 

Tal vez rota, o tal vez… acostumbrada. 

Arlie bajó la vista. 

La mujer de la tormenta. 

La que desapareció en las bodegas. 

No era una anomalía. 

Era parte del patrón. 

Pero si ella había vuelto… entonces venía por algo más que recuerdos. 

Arlie terminó de cargar los toneles de vino en el almacén del ala este cuando la sintió detrás de él. 

No escuchó pasos. 

Ni un saludo. 

Solo el cambio en el aire. 

La mujer era mayor. 

No lo suficiente para ser invisible, pero sí para moverse sin ser vista. 

Pelo gris sujeto con una cinta, manos ásperas, mirada firme. 

No sonrió. 

Ni fingió cortesía. 

"Has estado preguntando demasiado" dijo, sin preámbulo. 

Arlie se tensó, pero no respondió. 

Esperó. 

"Las chicas lo notan. Y los hombres también. Pero son las mujeres las que recuerdan, muchacho. Y no les gusta que alguien revuelva lo que ya se guardó." 

El joven tragó saliva, tratando de parecer casual. 

"Solo soy curioso" dijo, sin convicción. 

La mujer ladeó la cabeza, estudiándolo. 

"No eres del puerto. Tu acento es de Aguasdulces… o más al sur. Viniste con la princesa. ¿No es así?" 

Silencio. 

Ella se acercó un paso. 

"Te daré un consejo. Gratis, por esta vez." 

Se detuvo frente a él, tan cerca que pudo oler el ajo en sus dedos. 

"Nadie pregunta por las mujeres del Lord. Ni por sus nombres. Ni por sus hijos. Ni por qué siguen aquí. Y si alguien lo hace… no suele durar mucho. Ni en Driftmark, ni en el mar." 

El corazón de Arlie latió con fuerza. 

Ella no parecía amenazarlo. 

Pero las palabras lo habían hecho. 

Ella giró, dispuesta a marcharse. 

Y antes de desaparecer entre los barriles, añadió: 

"Hay cosas que no se entierran con sal. Solo se hunden. Y si excavas lo suficiente, es posible que encuentres algo que nunca debió salir a flote." 

Cuando entro al salón del consejo menor olía a incienso y sal húmeda. 

Las velas oscilaban con la brisa marina que se colaba entre las piedras viejas. 

Arlie estaba de pie junto a la puerta, en su puesto de guardia. 

Silencioso. 

Invisible. 

Observando. 

...

La Princesa Rhaenys escuchaba las peticiones del día con la espalda recta, el rostro como esculpido en mármol. 

Vestía de azul oscuro, sin joyas. Solo una perla negra colgando de su cuello. 

Vestía más simple desde el castigo que impuso el Rey, consciente de que mostrar riqueza ante su gente que muere de hambre no sería prudente.

Los campesinos hablaban de techos rotos, redes perdidas, ganado ahogado. 

Ella asentía con paciencia, hacía preguntas, y dictaba soluciones rápidas, eficientes. 

Todo transcurría con normalidad, hasta que el último peticionario entró. 

Un marinero curtido, de cabello encanecido por el sol y la sal. 

Llevaba una túnica remendada, pero limpia. 

Y una expresión de orgullo amargo en la mirada. 

“Princesa” dijo, inclinándose torpemente. “Vengo en nombre de mi hija. Ella… Ella tuvo un hijo. Un hijo de sangre Velaryon.” 

Silencio. 

Arlie sintió cómo el aire cambió. 

 El hombre siguió hablando, sin entender que ya había cruzado una línea. 

 “No pedimos mucho. Solo lo justo. Un poco de oro, una ayuda. El niño está enfermo, y su madre ha servido en Hightide muchos años. Su Señor... lo conocía... lo conoce.”  

Rhaenys no lo miraba. 

Miraba al vacío. 

Los ojos como pozos helados. 

Y luego, lentamente, bajó la mirada hacia el marinero. 

“¿Y cuál es el nombre de esta hija tuya?” preguntó con voz suave. 

“Lelena, mi princesa. Fue sirvienta aquí, cuando era más joven. Todos saben que el Lord la... visitaba.” 

Un murmullo recorrió la sala. 

Arlie sintió un nudo en la garganta. 

No por el marinero. 

Por ella. 

Por la forma en que Rhaenys apretó los dedos sobre el brazo del trono, por el leve temblor en su mandíbula, por cómo se negó a parpadear, como si incluso eso fuera una derrota. 

“¿Tienes pruebas de lo que afirmas?” preguntó al fin. 

El marinero dudó. 

Tragó saliva. 

“No. Solo su palabra. Pero el niño tiene su cabello. Y...” 

“Ya basta.” 

La voz de Rhaenys fue un susurro de cuchilla. 

Se levantó con lentitud, y todos en la sala se pusieron de pie. 

"Mi esposo ha servido a este reino y a esta casa por más años de los que tú llevas respirando... No volverás a pisar estas piedras para manchar su nombre con rumores, ¿me has entendido?” 

"Princesa, yo no quise ofender, pero mi hija no ha recibido nada de oro desde que Lord…" 

"Guardias. Acompañen al hombre fuera del castillo. Y asegúrense de que se le dé... algo. Una bolsa. No oro. Comida. Mantas... tiene un largo viaje por delante." 

El castigo disfrazado de caridad. 

El marinero fue retirado sin más palabras. 

Cuando las puertas se cerraron de nuevo, Rhaenys permaneció de pie un largo momento, sola ante el silencio. 

Luego, sin mirar a nadie, salió de la sala. 

Arlie no se atrevió a moverse. 

Pero en su interior, todo encajó. 

La advertencia. 

El silencio. 

El dolor. 

Rhaenys lo sabe. 

Y lo detesta. 

Cada nombre es una astilla en su orgullo. 

Cada historia, un veneno que no puede tragarse ni escupir. 

Y ahora, Arlie entendía por qué era peligroso preguntar. 

Porque no era solo el pasado del Lord lo que estaba enterrado en Driftmark… era el resentimiento de una reina que nunca reinó. 

Supo que o la Princesa Rhaenys lo desaparecería para evitar más rumores o las mujeres las mujeres mismas lo harían para evitar ser desaparecidas por la Princesa. 

Arlie no regresó a su puesto de inmediato. 

Esperó. 

Observó. 

Y cuando el anciano fue escoltado fuera de la sala del consejo menor con su rostro apagado y la dignidad astillada, Arlie lo siguió. 

A distancia. 

Con el paso distraído de quien busca aire, el oído atento a los murmullos entre los guardias. 

"Se van esta noche, ¿verdad?" 

"Eso dijo la princesa. Barco sin estandarte, hacia Essos. No más preguntas." 

"¿Con la hija y el mocoso?" 

"Sí. El crío apenas respira, dicen. Mejor así." 

Arlie contuvo el impulso de intervenir. 

Lo siguió hasta el muelle lateral, donde los barcos de pesca se mecían bajo el peso de las reparaciones. 

Allí, vio al anciano reencontrarse con una mujer de rostro avejentado por el dolor y la sal. 

Lelena . Un nombre tan similar al de la propia hija de la Princesa Rhaenys y Lord Corlys que Arlie se preguntó si había una razón para ello. 

Y en sus brazos, un niño delgado como un alga, cubierto con una manta raída que no podía esconder su palidez. 

El mar estaba en calma, pero el silencio era más profundo que cualquier tormenta. 

Un barco pequeño los esperaba. 

Sin estandarte. 

Sin nombre. 

Arlie observó cómo subían a bordo. 

Sin escolta. 

Sin ceremonia. 

Solo un marinero que recibió un saco a cambio, y que ni siquiera miró a los ojos del anciano. 

"¿Y qué haremos en Essos, padre?" susurró la mujer. 

"Lo mismo que hacemos aquí, hija. Sobrevivir..." 

El niño no lloraba. 

Apenas respiraba. 

Arlie se quedó mirando hasta que las velas desaparecieron en la bruma. 

Y cuando por fin se dio la vuelta, no supo qué pesaba más: la certeza de que la Princesa Rhaenys había exiliado a su vergüenza… o la sospecha de que aquel no era el único barco que zarpó lleno de secretos. 

Arlie no durmió esa noche. 

El eco de los pasos del anciano y su hija lo seguía, incluso horas después de que el barco desapareciera en la bruma. 

Esa no era justicia. 

No era castigo. 

Era limpieza. 

Una forma elegante de borrar una mancha que nadie quería admitir que existía. 

Y si había ocurrido una vez… ¿cuántas más

Pasó los siguientes días moviéndose con más sigilo, menos palabras. 

Escuchando a escondidas en las cocinas, en la lavandería, junto a los establos. 

Y los rumores se repetían, casi como canciones viejas: 

"La hija de la costurera fue enviada a Lys hace años, después de que el Lord empezara a mirarla." 

"Una chica en la torre de vigilancia desapareció una noche sin explicación." 

“Una sirvienta lloraba cada que salía de la cámara del Lord… y luego ya no volvió.” 

Tres más. Quizá cinco. 

Todas jóvenes. Todas cercanas. Todas… silenciadas... por la Princesa Rhaenys. 

Ya no era solo curiosidad. 

Era miedo. 

Y no por él. 

Por lo que estaba brotando bajo Driftmark como agua envenenada entre las rocas. 

Esa noche, se reunió con uno de sus hombres. 

Era un muchacho callado, de manos duras por la soga y mirada rápida. 

Nadie lo habría reconocido como un espía del Príncipe Daemon. 

Arlie se lo había llevado semanas antes, escondido como marinero entre los barcos del puerto. 

Le entregó un rollo de pergamino, corto, sellado con cera común. 

"Sigue ese barco. Llévalos contigo y este mensaje al Príncipe si los alcanzas. Si no, ve hasta él igual. Toma las rutas viejas. Cambia de barco si hace falta. No te dejes atrapar.” 

El muchacho asintió. No hizo preguntas. 

"¿Qué le digo al Príncipe si pregunta por ti?" 

Arlie vaciló. 

No sabía qué decir. 

Porque no estaba seguro de lo que él mismo haría a continuación, ni de que lo que estaba por enviar fuese bien aceptado. 

Miró el cielo, el faro de Driftmark encendido como un ojo que lo observaba. 

"Dile... que hay demasiados muertos que aún respiran en esta isla. Y que algunos ya empiezan a hablar."  

El joven espía partió antes del amanecer. 

Arlie lo vio desaparecer en la niebla, tal como lo había hecho el anciano, la hija, y el niño que quizás llevaba la sangre del Señor del Mar. 

Confiaba en que Daemon sabría qué hacer. 

Porque él aún no lo sabía. 

Pero algo le decía que no faltaba mucho para que esa verdad lo encontrara primero. 

El puerto estaba agitado por la tormenta de la noche anterior. 

Cuerdas enredadas. 

Redes secándose al sol. 

Barcos con las velas rotas como alas heridas. 

Arlie se movía entre marineros, pescadores y cargadores como uno más. 

Nada en su paso lo delataba, pero sus ojos nunca dejaban de buscar. 

Y entonces la vio. 

Otra vez. 

La mujer robusta. 

La capa raída. 

Ese paso seguro y secreto a la vez. 

Cargando algo... ¿ropa? ¿comida? ¿un niño?, envuelto en lino. 

Siempre sin rostro, siempre deslizándose entre las sombras del castillo. 

Hasta hoy. 

Se acercó con calma a un viejo marinero que cosía una red junto a unas cajas. 

"¿Quién es ella?" preguntó con voz neutra, como quien pregunta por una mujer que pasa cada semana. 

El viejo alzó la vista. Escupió a un lado. 

"¿Esa? Esa es Marilda. Ayuda a su padre a reparar embarcaciones más pequeñas en el puerto de Hull. Y… bueno, el Lord tenía buen ojo para los puertos. Y para las piernas largas." 

Rió con una tos seca, sin malicia. 

Una risa vieja, resignada. 

"Lord Corlys la visitaba con frecuencia poco antes de irse a Volantis..."  

Marilda. 

Arlie no reaccionó. Solo asintió. 

Pero el nombre quedó vibrando en su cabeza como una campana silenciosa. 

Marilda. 

... 

La niebla había vuelto esa mañana, pegándose a las piedras y a las velas como un sudario. 

Arlie la vio antes de que ella lo viera a él. 

Marilda. 

La mujer robusta, de piel pálida y ojos encendidos de vigilancia. 

No se movía como una sirvienta ni como una noble. 

Tenía el andar de alguien que llevaba años esquivando miradas… y cargando algo valioso bajo la ropa. 

Esta vez, iba envuelta en una capa gruesa, apretando contra su pecho algo envuelto en lino. 

No hablaba con nadie. 

No miraba a nadie. 

Y sin embargo, todos los que pasaban a su lado bajaban la cabeza, como si intuyeran que no debían detenerla. 

Arlie la siguió desde lejos, el paso ligero, la mirada errante, como si simplemente patrullara el camino al faro. 

La mujer se deslizó entre dos edificios hasta llegar a una vieja construcción de piedra junto a los establos, antigua casa de cetreros, ahora vacía. 

Entró sin mirar atrás. 

La puerta crujió. 

No volvió a salir. 

Arlie esperó. Contó hasta cien. Luego, se acercó. 

No tocó. No habló. Solo escuchó. 

Dentro, el silencio reinaba, roto solo por un sonido bajo… apenas un suspiro. 

¿Llanto? 

Sí. 

Débil. Inconstante. Pero real. 

Un bebé. 

Arlie sintió cómo se le encogía el pecho. 

Ella lo traía consigo. 

El bastardo de Lord Corlys. 

No mayor de dos lunas. 

No lo había abandonado, ni entregado, ni pedido oro. 

¿Entonces qué quería?  

De repente, la puerta se abrió unos centímetros. 

Arlie retrocedió, pero Marilda ya lo había visto. 

No gritó. 

No se sobresaltó. 

Solo lo miró con una furia templada como acero viejo. 

"Te dije que no me siguieras" susurró, como si ya hubieran hablado antes, aunque no fuera cierto. 

Arlie levantó las manos, lento. 

"No vengo a hacerte daño. Solo… quiero entender." 

Marilda lo observó con intensidad, como si evaluara cada músculo de su rostro. 

"Nadie quiere entender. Todos quieren que me vaya. Como a las otras. Como al anciano. Como a la niña muerta que nadie nombra." 

El bebé hizo un pequeño sonido. Marilda bajó la vista y lo meció. 

"¿Es hijo de Lord Corlys?" preguntó Arlie con voz baja, honesta. 

Ella no respondió. 

Pero no hacía falta. 

Estaba allí, en la curva de su barbilla, en el tono azul de sus ojos... en su cabello plateado. 

En el silencio con el que lo envolvía. 

"No quiero oro" murmuró ella finalmente. "No quiero estandartes. Solo quiero que no me lo quiten. Él ya perdió suficiente. Yo… también."  

Y Arlie creyó que hablaba con sinceridad. 

El fuego en la cabaña era tenue, apenas suficiente para calentar el aire húmedo. 

Marilda sostenía al bebé contra su pecho, con una ternura tan absoluta que Arlie sintió que no debía mirarla directamente. 

No era la mujer sigilosa que rondaba los muelles. 

Ni la figura furtiva entre las sombras del castillo. 

Era una madre. 

"Se llama… bueno, aún no lo decido" dijo Marilda, sin que Arlie preguntara. "Pero le digo mi estrella . Porque nació una noche sin luna. Y aún así… brilló." 

Arlie no sabía qué responder. 

Marilda lo miró. Tenía los ojos húmedos, pero no lloraba. No era una mujer rota. 

Solo cansada de sostenerse sola. 

"Yo… estaba emocionada. Cuando supe que venía, no sentí miedo. Pensé: al fin algo mío, algo que nadie puede quitarme... él no regresara a la Princesa cuando amanezca... Y cuando lo tuve en brazos…" apretó los labios, como conteniéndose. "Solo pensé en que Corlys también lo amaría. Tal vez como no me amó a mí… pero lo haría con él." 

Se inclinó para acomodar mejor al bebé. Sus dedos lo acariciaban como si fuera de cristal. 

"Él está mal. Lo sé. Me lo dicen los silencios... no me ha enviado ninguna nota... las caras de los soldados, las ausencias, ya no me visita. Dicen que está débil. Que no quiere comer. Que ya no habla. Pero si lo ve… si lo sostiene… tal vez recuerde por qué vale la pena seguir luchando." 

Arlie comprendió. 

No buscaba nombre. 

No buscaba oro. 

Buscaba una chispa. 

Una razón para que su Señor no muriera rendido. 

Marilda levantó la vista. 

"¿Tú puedes llevarlo hasta él? No tienes que decir nada. Solo... hacer que lo vea. Que lo escuche respirar." 

Arlie no respondió de inmediato. 

Lo miró. 

Al bebé. 

A ella. 

Y por primera vez desde que llegó a Driftmark, no sintió que estaba espiando. 

Sintió que estaba presenciando un milagro que aún no sabía si debía salvar o enterrar. 

"Haré lo que pueda" dijo, por fin. 

Pero era mentira. 

Se apartó. 

No hizo más preguntas. 

No hizo más promesas. 

Solo se alejó con el corazón palpitando. 

Porque ahora lo sabía con certeza: 

Había un bastardo en Driftmark que aún respiraba. Y el dragón no tardaría en intentar tragárselo. 

Cuando salió de la cabaña, la neblina comenzaba a levantarse. 

El sol asomaba débil entre las torres de Driftmark, y los primeros pescadores se movían como sombras sobre el muelle. 

Arlie no volvió la vista atrás. 

No podía. 

Lo que había dicho dentro de la cabaña Haré lo que pueda no había sido una promesa. 

Fue un consuelo. Una necesidad. 

Una mentira suave. 

No iba a llevar al niño ante Corlys. 

No iba a ayudar a Marilda. 

No directamente. 

Porque eso no era su deber. 

Su deber era con la Princesa Rhaenyra. 

Con el Príncipe Daemon. 

Con la causa. 

Y ahora tenía algo que no muchos en Driftmark poseían: una llave. 

Una debilidad. 

Una historia que podía explotar si era necesario. 

Un bastardo. 

Un niño. 

Una madre desesperada. 

Justo lo que había venido a buscar. 

Podía entregar esa verdad a Daemon. 

Y Daemon sabría cuándo convertirla en cuchillo. 

O… tal vez no aún. 

No ahora. 

No mientras el castillo seguía hirviendo por dentro. 

No mientras Rhaenys vigilaba cada pasillo como un halcón herido. 

No mientras Corlys seguía entre la vida y la muerte, con medio rostro oculto y sin piernas que lo sostuvieran. 

Aún no. 

Pero pronto. 

Por ahora, Arlie regresó a sus rondas. 

A los informes. 

A las palabras medidas y las miradas esquivas. 

Pero esa noche, al sentarse en la vigía del puerto con una jarra de vino aguado, sus pensamientos no estaban en barcos ni en nobles. 

Estaban en un niño sin nombre. 

Y en una madre que aún creía que el amor podía curar las heridas de un viejo marinero. 

... 

Las torres de Driftmark parecían más frágiles que nunca, como si la tormenta que las azotaba hubiera roto no solo la piedra, sino la voluntad de sus habitantes. 

En la sala principal del castillo, la Princesa Rhaenys se mantenía firme, con la mandíbula apretada y la mirada fría. Cada palabra suya era un comando, cada gesto una orden calculada. No podía permitirse un solo error; no mientras su esposo, Lord Corlys, yacía herido y vulnerable, recluido tras puertas cerradas. 

Pero fuera de la vista de los ojos vigilantes, un enemigo se movía sigiloso: Vaemond Velaryon, sobrino de Corlys, cuyos ambiciosos ojos estaban fijos en la silla vacía del Señor del Mar. Saboteaba con precisión, extendiendo dudas, sembrando discordia entre los nobles y los capitanes de la flota. Cada reunión que interrumpía, cada mensajero que desviaba, era un paso más hacia su propósito. 

Rhaenys, aunque poderosa, sentía la presión crecer en cada susurro, en cada mirada esquiva que cruzaba las salas del castillo. 

Mientras tanto, en las sombras del puerto, Arlie esperaba con ansiedad. 

Su soldado, infiltrado entre los marineros, debía regresar con noticias frescas, con piezas nuevas del rompecabezas que Arlie había armado con paciencia. Pero las vías para comunicarse con el Príncipe Daemon eran pocas y riesgosas; cada mensaje interceptado podía significar la caída de toda la operación. 

El viento aullaba entre las cuerdas tensas de los barcos amarrados, y Arlie no podía evitar mirar al horizonte, donde el mar parecía devorar el cielo. 

Sabía que el tiempo se agotaba. 

Cada minuto sin noticias era un espacio para que Vaemond ganara terreno, para que Rhaenys debilitara su posición o para que el destino del bastardo y su madre se perdiera en el olvido. 

Y en ese equilibrio precario, Arlie apretó el puño, decidido a no dejar que la marea los sepultara a todos. 

El salón de audiencias de Driftmark estaba frío, a pesar del fuego que crepitaba en la chimenea. 

Las ventanas estaban cerradas para evitar que el viento se colara, pero no podían contener la tensión que llenaba el aire. 

Rhaenys Velaryon se alzó con una autoridad firme, sus ojos oscuros fijos en Vaemond, cuyo rostro reflejaba una mezcla de arrogancia y desafío. 

"No permitiré que mancilles el legado de mi esposo, de mis hijos..." dijo ella, la voz clara y decidida. "Corlys es el Señor del Mar, y mientras respire, su voluntad es ley en este castillo." 

Vaemond esbozó una sonrisa torcida y se acercó un paso, cruzando los brazos. 

"¿Y qué harás cuando ya no respire? ¿Cuando su cuerpo sea solo un recuerdo en estas piedras?" 

"Eso no pasará" replicó Rhaenys sin vacilar. "Pero si ocurriera, el puesto no te pertenece a ti, Vaemond. La flota, los nobles, las tierras… todo está en manos de quienes respetan el nombre Velaryon, no de oportunistas.... Laenor sigue vivo y sigue siendo el heredero de este todo."

"Oportunista" repitió él con una risita cortante. "No soy un oportunista, Rhaenys. Soy un hombre que sabe tomar lo que merece. Y no me detendré ante nada para hacerlo.” 

Rhaenys apretó los puños, conteniendo el enojo que amenazaba con estallar. 

"Tus maniobras están al descubierto. Mensajes interceptados, alianzas rotas, soldados desviados. Cada paso tuyo es un movimiento para debilitar este castillo… y fracasarás."

Vaemond se inclinó ligeramente, con voz baja y venenosa. 

"No subestimes a los Velaryon, ni a mí. Cuando Corlys se recupere, veremos si su esposa sigue tan segura.” 

Un silencio pesado cayó entre ellos. 

Rhaenys dio un paso adelante, acercándose hasta quedar a pocos centímetros. 

"Voy a proteger este castillo con cada aliento. Y si eso significa desterrar a un pariente ambicioso, así será.” 

Vaemond levantó una ceja, burlón. 

"Muy bien, Princesa. Entonces arregla lo que has roto. El muelle lleva meses destrozado, el comercio comienza a decaer... no tenemos barcos... y nuestra gente comenzara a pasar hambre pronto... veamos a quien acude la gente cuando tu falles... y tu esposo, si es que despierta, decida que hará con la mujer que destruyo su legado."

Ambos se miraron con fuego en la mirada, conscientes de que esta batalla apenas comenzaba. 

... 

La lluvia caía otra vez sobre Driftmark, fina como ceniza, arrastrada por un viento frío que barría los patios vacíos del castillo. 

Arlie caminaba con el cuello alzado y la mirada alerta, fingiendo una ronda rutinaria mientras sus ojos examinaban a cada sirviente, cada marinero nuevo, cada tropiezo sutil que delatara el aliento de Vaemond tras las paredes. 

Las órdenes de la Princesa Rhaenys eran claras: vigilar a Vaemond y aplastar cualquier intento de insurrección desde dentro. 

Y Arlie obedecía. Como siempre. 

Pero entonces, el mensaje llegó. 

Un joven pescador lo detuvo en el muelle con un gesto nervioso y le entregó un nudo de tela mojada, fingiendo que era una trucha pequeña. 

Dentro, envuelto en pergamino húmedo y manchado con sal, había un mensaje escrito con rapidez y desesperación. 

Arlie. Nos descubrieron. Los Verdes purgan la Fortaleza.  

Intenté esconderme en el Septo, pero están por atraparme.  

Si puedes, si queda alguien leal… avisa a la Princesa.  

Tengo un paquete en particular que debe llegar a sus manos.  

Me escondo bajo la torre rota. Solo hasta el amanecer.

N.

Nevan.

Un simple bardo... pero leal hasta la médula. 

La Princesa Rhaenyra lo había confiado al interior de la Fortaleza Roja por una razón: era valiente, encantador... y completamente leal a ella. 

Y ahora pedía ayuda con su última chispa de fe. 

Arlie sintió un vacío en el estómago. 

Si habían descubierto a Nevan en la capital como espía de la Princesa, entonces algo se estaba moviendo. Algo peligroso. 

Vaemond ya no era la única amenaza. 

Había una tormenta creciendo lejos del mar… 

Y la Princesa  Rhaenyra aún estaba ausente. 

Arlie guardó el mensaje, quemó el pergamino en una antorcha cercana y respiró hondo. 

Debía decidir: 

¿Intentar contactar con Nevan desde lejos? 

¿Enviar de inmediato un aviso cifrado a Daemon, aunque el riesgo fuera alto? 

¿O actuar por su cuenta, antes de que fuera demasiado tarde? 

Las sombras de Driftmark se alargaban. 

La guerra no había comenzado aún… 

Pero estaba más cerca que nunca. 

Arlie sabía que lo que iba a hacer era una locura. 

Que abandonar Driftmark, aunque fuera por unas noches, lo exponía. 

Y más aún si lo hacía sin el permiso de la Princesa Rhaenys. 

Así que no se lo pidió. 

La convenció. 

La encontró en la galería alta del septo viejo, sola, contemplando el mar a través de los vitrales rotos. 

Rhaenys no lloraba nunca, pero había algo hundido en sus ojos que no estaba allí semanas antes. 

Arlie inclinó la cabeza con respeto. 

"Mi señora… descubrí algo." 

Ella ni siquiera lo miró al principio. 

"¿Vaemond?" 

"Un marinero me habló de un cargamento preparado para zarpar al anochecer. Según él, no lleva sellos ni paga tarifas, pero hay oro de Vaemond moviéndose en el puerto. Podría ser parte de una red de apoyo… o de fuga. Y va rumbo a la capital." 

Rhaenys volvió entonces la cabeza hacia él, los ojos más afilados que la brisa. 

"¿Qué propones?" 

"Seguirlo" respondió Arlie sin dudar. "Si Vaemond está enviando mensajes o aliados a Desembarco, necesitamos saberlo. Y si no regresa ese oro, tal vez sepamos a quién compra lealtad." 

Silencio. 

Rhaenys entrecerró los ojos. 

"¿Cuánto tiempo necesitas?" 

"Cinco días. Siete si las aguas son traicioneras, para el viaje... para descubrir el destino del oro, me temo que no lo se." 

Ella asintió lentamente. 

"Ve con un nombre falso. Si te capturan, no pronuncies el mío. Ni el de mi esposo.” 

"Nunca lo haría, mi señora." 

Ella giró la vista hacia el mar otra vez. 

"Tienes permiso para seguirlos." 

Y eso fue todo. 

Arlie salió de la galería con el corazón golpeando en el pecho. 

Había jugado bien sus cartas, y ahora tenía lo que necesitaba: una vía legítima para llegar a Desembarco sin levantar sospechas. 

Ya no se trataba solo de Driftmark. 

Ya no se trataba solo de Vaemond. 

Nevan estaba en peligro. 

Y con él, los secretos de la Princesa Rhaenyra. 

... 

El barco olía a redes podridas y grasa rancia, pero Arlie apenas respiraba. 

El gorro de lana que cubría su cabello y la capa raída que le colgaba hasta las rodillas lo hacían ver como cualquier otro pescador: cansado, invisible. 

El patrón no preguntó nada cuando subió. 

Solo le hizo un gesto con la cabeza, como si supiera que este viaje no era por pesca. 

Navegaron por dos días bordeando la costa. 

El mar estaba tranquilo, como si el Aguasnegras contuviera el aliento. 

Y cuando por fin la silueta de Desembarco del Rey emergió entre la bruma, Arlie sintió el nudo de ansiedad apretarse. 

El aroma del puerto golpeó primero: humo, sangre, orines, y mar estancado. 

Una pequeña figura lo esperaba en el muelle: un joven con capa dorada, uniforme mal ajustado y mirada aguda. 

 “Lord Alwyn, ¿verdad?” dijo el muchacho en voz baja. 

Arlie asintió. Ese era el nombre falso que eligió. 

"Sí. Llegué por cangrejos, pero ahora busco ratas" murmuró en clave. 

El joven le devolvió una sonrisa casi imperceptible y asintió. 

"Sígame, mi señor." 

Tomaron calles estrechas, evitando los mercados y las torres. Pasaron frente a tabernas que olían a moho y a sangre seca. 

El sonido de risas y peleas reventaba desde las ventanas como cuchillos. 

Fleabottom. El lugar donde ni los dioses entraban. 

A cada paso, el hedor se volvía más denso, los rostros más marcados, la miseria más desnuda. 

Finalmente llegaron a una choza encajada entre dos muros de piedra ennegrecida. 

El joven golpeó la puerta tres veces, luego dos, luego una. 

La puerta se abrió lo justo. 

Una figura lo observó desde dentro. 

"¿Tú?" susurró la voz, quebrada por el miedo y el agotamiento. 

Ser Harwin Strong. 

Había perdido peso. Su barba crecía salvaje. Una cicatriz nueva le cruzaba la ceja derecha. 

Pero aún tenía ese fuego en los ojos. 

"Gracias a los Siete" murmuró Harwin. "Cuando envié el mensaje de Nevan no sabía quién sería quien respondiera." 

"Lo prometí" respondió Arlie mientras entraba, cerrando la puerta tras él. "Y deberías agradecer a las Catorce Llamas, no a los Siete, ellos no tuvieron nada que ver con esto." 

“Viejas costumbres.”  

La habitación estaba casi vacía salvo por una manta en el suelo, una lámpara de aceite… 

Y un bulto enorme cubierto con tela gruesa, reforzada con correas de cuero y clavos oxidados. 

Arlie frunció el ceño. 

"¿Ese es… el paquete?" 

Harwin asintió, con un gesto que era más resignación que orgullo. 

"Sí. No preguntes qué es… solo ayúdame a sacarlo de la ciudad antes de que los Verdes lo encuentren... y antes de que los hombres del Rey me encuentren a mí." 

Arlie lo miró en silencio, y por primera vez en días, sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. 

Arlie se mantuvo inmóvil frente a la caja. Su sombra se proyectaba sobre la madera vieja y el cuero estirado como una mancha alargada. 

"No puedo seguir a ciegas, Strong." dijo finalmente, sin levantar la voz. "Todo lo que llegue a la Princesa pasa por mí. Es mi deber saber. Si es algo que no debe llegar… Yo debo decidir." 

Ser Harwin lo observó largo rato. 

Sus manos temblaban, no por miedo, sino por el peso de lo que estaba a punto de mostrar. 

"Lo que hay dentro no es oro, ni un arma...."  

Lentamente, desató las correas. El cuero chirrió. El metal oxidado se quejó al girar. 

La tapa se levantó con esfuerzo. 

Arlie dio un paso atrás. 

No por sorpresa. 

Por confusión. 

Dentro no había nada que pesara tanto como parecía. Solo tela, capas enrolladas, estopa… 

Y un hombre. 

"Nevan."  

“Pensé que no vendrías.” 

Bardo de la corte. Sirviente de la Princesa. 

“Nadie debe vernos juntos... lamento el teatro.” Nevan sonrió alegremente, su ojo gris cerrándose en un guiño mientras veía a Ser Harwin. 

Arlie sintió cómo el mundo se inclinaba un poco. 

"¿Qué sucedió?" preguntó en voz baja. 

“La Reina.” Ser Harwin ayudo a Nevan a sentarse de tal manera que quedaba oculto si alguien los veía por la ventana. 

“¿La hizo enojar?”  

"Suficiente como para que lo hayan intentado matar tres veces ya. Suficiente como para que los Verdes revienten si llega a la Princesa con vida... sus canciones llegaron más lejos de lo esperado... y... Ryger, descubrimos muchas cosas..." 

Arlie tragó saliva. 

“Dímelo todo.” 

La habitación olía a aceite y a peligro. 

“Yo lo hare.” y la voz ronca del hombre que cantaba como si lanzara hechizos, sonó baja y llena de angustia. “Te diré todo... pero nada de ello te gustará.”  

Y entonces supo que lo que había comenzado como una misión de vigilancia… se había vuelto infinitamente más peligrosa para todos. 

“Pero Harwin debe irse... tiene deberes que cumplir, y ya te aseguraste de que quien recibió mi mensaje no fue la persona equivocada.” Nevan le lanzó una mirada traicionada al otro hombre. 

“Te he sacado de más líos de los que me gustaría.” Harwin se encogió de hombros. 

Ser Harwin salió después de eso. 

“Martyn Florent está en la Fortaleza, ahora es un guardia de la Reina...” Nevan hablo de inmediato. “Según los rumores estaba siguiendo a unos maestres...” 

“¿Es por eso que esta aquí y no en el Dominio como le ordeno el Príncipe Daemon?” Arlie de repente sintió la sospecha invadirlo. 

La misión de todos los hombres presentes era diferente, y no conocía los detalles de cada misión, por el riesgo de ser capturados y torturados para obtener información, pero si conocía sus paraderos. 

"Creo... puede que así empezara, pero ahora es un fiel sirviente de la Reina, le tiene compasión...” 

“La puta torturo a nuestra Princesa.” Arlie le siseo a Nevan quien levanto las palmas en señal de rendición. 

“Pero él cree que ella es una víctima.” su voz era débil mientras defendía a la Reina y Arlie miró a Nevan alarmado. “Le tiene lástima, la compadece... y la cree una inocente. Temo que su voluntad este flaqueando.” Nevan lo miro con sus ojos de colores distintos llenos de furia. “Temo que me traicione... y creo que mi tiempo en la Fortaleza debe llegar a su fin. Aoife me ha mantenido al tanto de sus movimientos...” 

“¿Tanto es el riesgo que corres?” 

“Más de lo que imaginas.” 

Y Arlie, tras escuchar lo que Nevan había descubierto, supo que tenía razón. 

Ahora solo tenía que encontrar una manera de sacarlo sin levantar sospechas, especialmente del Rey. 

Porque la misión de Nevan estaba casi terminada y el tiempo para sacarlo con vida se estaba terminando. 

Y tenía que descubrir si Martyn los había traicionado. 


Martyn  

Ser Martyn Florent jamás había dejado de sentir vértigo en los salones de palacio. 

Ni siquiera ahora, cuando era la piedra roja y negra de una Mansión en Volantis lo rodeaba, adornada con dragones y cadenas, como si todo el lugar ardiera en sombras. 

Era caballero. Llevaba espuelas. Había peleado contra piratas y bandidos… 

Pero estar tan lejos del Dominio, rodeado de dragones y secretos, le helaba la sangre. 

Y aun así, había sido uno de los primeros en acudir al llamado, de los primeros en dejar atrás la comodidad de la Fortaleza Roja cuando se enteró de que había soldados colándose en barcos camino a Volantis buscando servir a la Princesa. 

“El Príncipe os convoca.” La voz de Ser Arlie Ryger, era seca, pero su mirada llena de astucia le dejo en claro a Martyn que era un asunto serio. 

Martyn se persignó discretamente ante la estrella de Siete puntas, grabado en la pequeña pieza de plata que colgaba dentro de su jubón.  

Los bandos se habían dividido, de manera sutil, pero firme. 

Martyn había elegido cuando fue nombrado caballero: hizo un juramento a la Princesa y jamás se atrevería a romperlo. 

Las palabras de su madre, allá en el Dominio, volvían siempre en momentos así: 

“Ser caballero no es blandir acero, hijo. Es estar de pie, incluso si tus piernas tiemblan. Es honrar tus juramentos, incluso si dudas.”  

Sus piernas temblaban, sí. 

Pero caminaba igual. 

Volantis ardía con antorchas encendidas en cada arco, con las sombras de las torres altas recortadas contra un cielo color hierro. 

Los esclavos recién liberados se apartaban a su paso. Nadie hablaba alto. 

Porque aquí, el Príncipe Daemon Targaryen gobernaba en la oscuridad, mientras la Princesa Rhaenyra lo hacía en la luz. 

Lo hicieron pasar a través de corredores decorados con sedas rojas, hasta una cámara privada donde ardían braseros. 

Martyn se detuvo ante la puerta, tragó saliva y entró. 

El Príncipe Daemon estaba de pie, mirando mapas. Su cabello blanco caía sobre su manto oscuro. 

Y a su lado, con la misma serenidad feroz, estaba la Princesa Rhaenyra, ahora su esposa. 

La forma en que se miraban era fuego contenido. Una sola mirada y entendías por qué el mundo los temía. 

Daemon alzó la vista y señaló a Martyn con el mentón. 

"Florent." Su voz era un filo de acero. "Acércate." 

Martyn avanzó. 

Cada paso resonó en las baldosas como el tañido de campanas fúnebres. 

"Os necesito en el Dominio... en Oldtown" dijo Daemon sin rodeos. "Necesito hombres que vean… y no existan. Hombres capaces de escuchar lo que se susurra tras las paredes de los maestres, de los septos... hombres que sean bienvenidos a compartir el pan con los Hightower. ¿Eres uno de esos hombres?" 

Martyn cayó de rodillas de inmediato. 

"Por Vos, mi príncipe. Y por mi Princesa. Y ante los Siete." 

Daemon entrecerró los ojos, evaluándolo. 

"Habrá veneno en copas y cuchillos en cada esquina. A partir de este momento, ya no eres caballero. Eres sombra. Si fallas… no te conoceré." 

Martyn respiró hondo, con la voz temblorosa. 

"Y… si descubro que el rey… está… ¿en peligro?" 

Rhaenyra lo miró. Sus ojos violetas brillaban como estrellas en el brasero. 

"Quiero saberlo" dijo ella, con un leve temblor en la voz. "Aunque me rompa el corazón, debo saberlo todo... para poder protegerlo." 

Martyn se santiguó otra vez, murmurando una oración. 

Y en lo más profundo de su pecho, aunque temblaba, sabía que nada lo llenaba más de orgullo que servir a su Princesa… y ser un caballero. 

Así empezó su misión. 

No como guerrero. 

Sino como sombra. 

Como testigo. 

Martyn jamás había pensado que su camino lo llevaría de los campos dorados del Dominio… a las sombras de Antigua. 

Y mucho menos al corazón de la casa Hightower. 

El viaje desde Volantis había sido largo y solitario. Cada campanada de los barcos, cada vela flameando en el viento, le hacía pensar en la enormidad de su misión. 

Al llegar a las murallas grises de Antigua, el olor a sal y a papiros viejos parecía envolverlo todo. 

Se presentó en la ciudad como un simple soldado mercenario. Uno más entre tantos. 

Sin mención de dragones. Ni de príncipes o princesas. 

Así empezó su vida como sombra. 

La Casa Hightower se alzaba sobre la ciudad como un faro, imponente y fría. Las piedras blancas parecían doradas al sol poniente. 

Y dentro, había un enjambre de secretos.  

Martyn se paseaba entre los guardias, fingiendo ser uno más. Llevaba casco bajo el brazo, armadura sencilla, y la espada siempre colgando del cinto, sin llamar la atención. 

Pero cada noche, escuchaba. 

Y cada día, miraba. 

Sabía lo que buscaba: Otto Hightower. 

El hombre que había sido la Mano del Rey. 

El hombre que había sido expulsado, no solo por soberbia… sino por ocultar cartas de la Princesa Rhaenyra dirigidas a su padre, el rey. 

Otto estaba allí, en la Casa Hightower, amparado bajo el techo de su hermano Hobert Hightower, actual Señor de Antigua. 

No estaba prisionero. 

Estaba planeando. 

En cada pasillo, Martyn escuchaba nombres. 

Susurros. 

"Dicen que Otto está convocando a hombres leales…" 

"Se reúne con Maestres, con Septones…" 

"Habla de su nieto, el niño Aegon." 

"Se dice que quiere al niño en el trono." 

Martyn fingía no escuchar. 

Pero cada palabra la guardaba como un tesoro. 

Una tarde, mientras vigilaba una sala donde llegaban mensajeros, oyó una voz que le erizó la piel: 

"No podemos permitir que Rhaenyra gobierne. El trono es de Aegon. Solo tiene seis años, sí… pero es varón, la tradición debe ser respetada." 

"¿Y el rey?" preguntó otra voz más temblorosa. 

"El rey ya no gobierna nada, ni siquiera su almohada." 

Martyn cerró los puños. Se obligó a seguir caminando. A no reaccionar. 

Por dentro, le hervía la sangre. 

Que los Siete me den fuerzas.  

Se enteró también de otra cosa: Otto estaba reuniendo apoyo para algo llamado un “Consejo Verde.” 

Un grupo secreto que decidiría la suerte del reino. 

Y Hobert no solo lo toleraba… 

Lo ayudaba. 

Martyn no sabía cuánto tiempo podría seguir fingiendo. 

Pero sabía una cosa: La Princesa debía saberlo todo. 

Incluso si eso le costaba la vida. 

Los días en la Casa Hightower parecían interminables. 

Cada pasillo susurraba secretos. 

Cada sala de tapices estaba llena de sombras. 

Martyn mantenía la cabeza gacha, caminando donde se lo ordenaban, ayudando a descargar cofres, revisando armaduras, o montando guardia frente a puertas detrás de las cuales, sabía, se decidía el destino de un reino. 

Pero escuchaba. 

Siempre escuchaba. 

Una mañana, mientras revisaba lanzas en el patio interior, Martyn escuchó a dos escuderos hablando bajo: 

"Lord Otto ha enviado septos a todas las aldeas. Para predicar contra los dragones." 

"Sí. Que son abominaciones. Que traen hambre, muerte… y herejía." 

"Dicen que las mujeres Targaryen son brujas. Y que los dragones deben morir si queremos paz." 

“¿Te unirás?” 

“Bueno, tiene razón, pero no estoy seguro de querer irme de aquí, el resto del Reino es una miseria.”  

Martyn bajó la mirada, fingiendo estar concentrado en la punta de una lanza. 

Pero cada palabra le ardía como fuego.  

Esa misma noche, logró colarse cerca de un salón donde Otto Hightower se reunía con varios septones. 

Los vio a través de una rendija, con las velas proyectando sombras alargadas sobre las paredes.  

Otto hablaba en voz baja, su cabello gris cayendo sobre las sienes. 

“Debemos mostrar al pueblo que los dragones son enemigos de los Siete” decía. “Que el fuego valyrio es fuego maldito. Que ningún reino puede florecer bajo mujeres que montan bestias.” 

Un septón asintió fervoroso.  

“Ya predicamos en plazas y caminos. Algunos ya queman estandartes Targaryen. El pueblo escucha… cuando se le dice lo que temer.” 

Otto sonrió apenas. 

“Entonces seguid. Llevad el miedo a cada esquina. Y recordadles siempre que solo un hombre puede salvarlos. Es nuestro deber guiar a las ovejas al camino de la luz y ya tenemos a nuestro salvador, aquel que purificara la sangre maldita de la Corona.” 

“¿El príncipe Aegon?” preguntó otro septón. 

 Otto inclinó la cabeza, satisfecho. 

 “Aegon es el futuro. Y conmigo, su camino será limpio ante los Siete.” 

Martyn sintió náuseas. 

Se apartó lentamente de la puerta, corazón golpeándole las costillas. 

Esa noche, en el catre prestado donde dormía, Martyn se quedó con los ojos abiertos, mirando las vigas del techo. 

“Dragones. Maldiciones. Brujas. Todo para arrebatarle el trono a la Princesa.” 

Sabía lo que tenía que hacer. 

El Príncipe Daemon debía saberlo. La Princesa Rhaenyra debía saberlo. 

Pero enviar un cuervo sería suicidio. 

Cada carta, cada pergamino, era revisado en Antigua. 

Y ya había visto a hombres colgados en el puerto por enviar mensajes traicioneros

“Que los Siete me den valor.” 

Martyn respiró hondo. 

Solo tenía su mente para confiar hasta que pudiese enviar un mensaje seguro hasta sus Príncipes. 

Martyn ya no sabía si el corazón le latía de miedo… 

O de pura furia. 

Porque cada día que pasaba en Antigua, cada rincón de piedra blanca que recorría, parecía escupir secretos peores que el anterior. 

Aquella noche, le ordenaron custodiar el pasillo que llevaba al solar privado de Lord Hobert. 

Era tarde. 

La luna se alzaba redonda, reflejándose en las placas de oro del Hightower. 

El pasillo estaba vacío salvo por las antorchas parpadeantes y las sombras de los tapices. 

Martyn se mantuvo firme, espada al cinto, respiración medida. 

Pero cuando vio entrar a Otto Hightower, escoltado solo por un escudero, su instinto le gritó que algo se cocinaba. 

Otto se perdió tras las puertas de roble. 

No las cerraron del todo. 

Apenas lo suficiente para que nadie viera… salvo quien ya estuviera allí, apostado como una sombra. 

Martyn se inclinó con sutileza, hasta quedar cerca de la rendija. 

Contuvo el aliento. 

Dentro, escuchó la voz inconfundible de Otto: 

"…llegó anoche, de Roca Casterly. Un cuervo de Lord Jason Lannister." 

Martyn abrió los ojos. Sintió un escalofrío recorrerle el espinazo. 

"¿Y qué dice el León?" preguntó Hobert, más grave de lo habitual. 

"Que los Lannister nos apoyarán, sin importar el decreto de Viserys" respondió Otto. "Asegura que muchos en el Oeste nunca doblarán la rodilla ante Rhaenyra. Ni ante ningún dragón hembra." 

Hobert soltó un suspiro. 

"¿Y el Consejo?" 

Otto bajó la voz. 

"Ya tenemos un hombre nuestro en el Consejo, Tyland no me ha mandado ningún cuervo, pero su hermano asegura su lealtad." 

Silencioso, paciente. 

En el mismísimo Consejo del Rey. 

"Cuando llegue el momento, comenzaremos a reemplazar a sus consejeros uno por uno."

Martyn se tapó la boca para no jadear. 

Tienen un espía entre los consejeros del Rey…  

Otto prosiguió: 

"Con el favor de los Lannister, y la Fe de los Siete predicando contra los dragones… Podremos voltear el reino entero. Incluso si Daemon regresa con Rhaenyra. El pueblo teme al fuego valyrio. Teme a las reinas que sangran cada luna. Teme a las brujas montadas en bestias aladas." 

Hobert murmuró: 

"Debemos tener cuidado. Si los dragones se enteran… podría significar fuego sobre Antigua." 

Otto chasqueó la lengua. 

"Por eso debemos apresurarnos. Cambiar hombres. Cambiar votos. Llenar la Fortaleza lentamente con los leales a nuestra causa. Sin que nadie lo advierta." 

“Bueno, Otto, no habríamos perdido todo lo que habíamos avanzado si no fuese por ti...” 

“¡Y no habríamos tenido nada si no fuese por mí!”  

“Tu hija no es muy inteligente, Otto, si hubieses confiado un poco más en mí y asegurado el lugar de mi hija como Reina, no tendríamos tantos problemas.” 

“Alicent ha estado haciendo todo en su poder para obtener apoyo para Aegon, ella entiende la necesidad. Además, mi hija lleva mucho tiempo en la Corte, la conoce bien...” 

“Si me hubieras dejado enviar a mi hija como doncella de la Princesa...” 

“¡Habría tenido que permitir que otras damas también fuesen doncellas! Te lo he explicado, Hobert, aislarla fue nuestra mejor opción, y ve... funciono bien. E incluso si hubieses mandado a tu hija... el Rey se encapricho con la mía. La ama.” 

Martyn retrocedió muy despacio. 

Se alejó del quicio y adoptó la postura rígida de un guardia, rezando para que nadie notara el sudor frío que le empapaba el cuello. 

Cuando Otto salió, Martyn se inclinó como cualquier soldado. 

Otto ni siquiera lo miró. 

Pero Martyn sentía como si sus huesos fueran hielo. 

Un espía entre los negros. Los Lannister apoyando el Verde. Y la Fe encendiendo hogueras de odio…  

Martyn bajó las escaleras más tarde, el corazón en llamas. 

Sabía que tenía que sacar esa información de Antigua. 

Aunque eso significara su propia muerte. 

... 

Antigua era hermosa, sí… 

Pero a veces, a Martyn le parecía un pozo cubierto de flores. 

Bajo las torres blancas latía veneno. 

En los días que siguieron, Martyn se movió por la fortaleza como una sombra. 

Su armadura sencilla, su andar discreto, le permitían mezclarse entre guardias, escuderos y sirvientes. 

Escuchaba sermones improvisados de septones en los patios. 

Escuchaba plegarias en la capilla donde ardían velas para Aegon, el niño que Otto quería ver rey. 

Y, sobre todo, observaba a los hombres que se reunían con Otto y Hobert. 

Ni siquiera se molestan en susurrar…  

Ese pensamiento le pesaba cada vez más. 

Una tarde, pasó cerca del atrio donde varios septones conversaban en voz clara, sin intentar ocultar nada: 

"No es natural que una mujer gobierne, y menos sobre dragones."  

"¡Ni que una mujer monte bestias demoníacas y las llame hijas suyas!" 

"Los Siete nos han enviado señales… hambre, pestes… Los rumores sobre lo que sucedio en Volantis nos demuestran que ella no debería gobernar, convertira al Reino en cenizas." 

"Y los dragones traen solo muerte. ¡Muerte y herejía!" 

Martyn contuvo la mueca. 

A nadie parecía importarle que se oyera aquella conversación. 

Esa misma noche, mientras fingía limpiar un banco en el salón de armas, escuchó a dos caballeros Hightower: 

"El Consejo cree que tiene aliados en los Velaryon…" 

"Pero la mitad de los comerciantes y maestres ya escuchan a Otto." 

Martyn bajó la mirada, repasando la madera con un trapo, aunque las palabras le quemaban la piel. 

Ese es su verdadero poder. No temen ser oídos… porque saben que todos aquí están de su lado. 

Era como vivir en una fortaleza blindada, no solo por piedras y soldados… 

Sino por mentes unidas en un mismo propósito. 

Martyn comenzó a sentir la urgencia como una campana resonando en su pecho. 

Sabía demasiado. 

Sabía que el veneno se extendía rápido… y que Antigua era el corazón de aquella conspiración. 

Aquí no hay grietas. Nadie leal a la Princesa podría entrar sin ser visto.  

Por eso el Príncipe Daemon me eligió a mí, comprendió. Él fue aceptado tan fácilmente porque era de ahí y nadie dudaba de su lealtad.  

No se daban cuenta de que los que estaban rompiendo sus votos eran ellos, que los traicioneros eran ellos... Quebrantador de juramentos. 

Por primera vez, Martyn sintió auténtico terror. 

Porque entendió algo crucial: 

Los Hightower no se sentían amenazados. 

No se escondían. 

No susurraban. 

Porque estaban convencidos de que el reino entero pronto sería suyo. 

... 

Martyn había terminado por conocer cada puerta y cada pasillo de la Hightower. 

Y aunque sus superiores lo destinaban a distintas guardias, había una que se repetía más que las demás: 

La del cuarto del joven Lyonel Hightower. 

Lyonel era apenas un muchacho de trece o catorce años, delgado, rubio, con la mirada curiosa pero aún infantil. 

Siempre estaba rodeado de tutores, maestres y septones. 

Aquella mañana, Martyn se mantuvo erguido, lanza en mano, en el umbral de la puerta entreabierta. 

La luz del sol se colaba por los ventanales de piedra. 

 No debería escuchar. No es mi deber... pero es mi misión.  

Así que escuchó. 

Dentro de la habitación, el maestre de Lyonel recitaba con voz sonora: 

 “Y así, Su Gracia Maegor el Cruel derramó sangre en el mismísimo Septo Estrellado, matando a hombres santos. Y exterminó a la Fe Militante, los fieles protectores del pueblo, que defendían a los humildes del yugo de los dragones.” 

Lyonel, con aire fascinado, preguntó: 

 “¿Y por qué los dragones temían a los Siete?” 

El maestre suspiró teatralmente: 

“Porque los dragones sabían que la Fe une a los hombres… y los dragones solo reinan por el miedo. El fuego valyrio es obra de demonios, no de los dioses. Si no hubiéramos temido a Maegor, quizá Poniente seguiría libre de esas bestias.”  

Martyn sintió un sudor frío recorrerle la espalda. 

Clavó la vista en el suelo de mármol. 

 Lyonel insistió: 

 “¿Y Rhaenyra? ¿También es maligna?” 

Martyn sintió que se indignaba al oír como se dirigía a la Princesa por su nombre, como si la conociera, como si tuviese algún derecho sobre ella. 

El maestre bajó la voz, aunque no tanto como para que Martyn no lo oyera: 

“Dicen que Rhaenyra es hija de dragones… y de brujas. Que el fuego arde en su vientre.  Que si gobierna, los Siete abandonarán Poniente.” 

Lyonel abrió mucho los ojos. 

"¿Pero entonces… debemos matarlos a todos? A los dragones, a Rhaenyra…"  

El maestre murmuró, con tono paciente: 

"No, mi señor. No debemos matarlos todavía. Debemos ser más sabios que Maegor. Debemos arrancarles el trono primero, para unir al pueblo contra los dragones. Esa será la pesada carga de tu primo, el Príncipe Aegon, quien será el último dragón, pues se asegurará de extinguir a las bestias una vez que tengamos al Reino bajo la luz de los Siete." 

“Entonces el Príncipe Aegon purificará la sangre maldita y traerá la Corona bajo la Luz de los Siete.” 

“Y tu deber será ayudarlo cuando llegue el momento. Hoy es Lord Hobert, tu abuelo, quien nos guía, pero pronto será tu padre, Ormund y en el futuro serás tú, joven maestro.” 

“Y mis hijos después de mi... y ellos vivirán en una era libre de dragones...” 

Martyn sintió que las palabras se le incrustaban como cuchillos en el pecho. 

Mientras el maestre proseguía su lección, Martyn apenas respiraba. 

Están adoctrinando a los niños. Preparando a toda una generación para odiar a mi Princesa. Para querer matar dragones. Para querer sangre. 

Se le revolvió el estómago. 

Porque comprendió algo aún más terrible: 

No era solo Otto. 

No eran solo los septones. 

Era toda Antigua, piedra sobre piedra, instruyendo hasta a los niños… para odiar el fuego valyrio.  

Se preguntó cuantos maestres estaban enseñando lo mismo a lo largo de todo el Reino, cuantos futuros Lores estaban aprendiendo a odiar a quienes habían jurado servir. 

Martyn tragó saliva. 

Tengo que salir de aquí. Y debo hacerlo pronto.  

...  

Martyn apenas dormía. 

Porque cada vez que cerraba los ojos, oía la voz del maestre hablando de fuego, brujas y dragones. 

Pero no había tiempo para el sueño. 

No cuando Antigua hervía de secretos. 

Dos noches después, se encontraba apostado en un pasillo próximo a la sala de mapas. 

Luz de antorchas. 

Sombras largas. 

Detrás de la puerta, reconoció de inmediato las voces de Lord Otto Hightower y Lord Hobert. 

"La Reina empeora, hermano" decía Otto, la voz cargada de tensión. "El maestre Mellos asegura que ha habido desvanecimientos, fiebres, dolores. 

Pero me temo que es algo más profundo… algo que no nos cuentan."  

Martyn contuvo la respiración. 

Hobert murmuró: 

"Si muere ahora… perderíamos todo lo que hemos trabajado. Aegon es aún un niño. Y sin ella… Otto, el reino se volvería completamente hacia Rhaenyra, porque él niño aun no tiene un dragón... solo tenemos a tu hija para enseñarle el camino verdadero." 

Otto respiró hondo. 

"Por eso quiero enviar a los mejores maestres en sanación. Y no solo maestres. 

Necesitamos hombres leales… guardias que respondan solo a la Reina. Hombres que puedan protegerla… y proteger nuestros intereses."  

Martyn sintió que la sangre le latía en las sienes. 

“La Reina está más grave de lo que se dice…” 

Otto continuó, más bajo: 

"Hay rumores en la Fortaleza Roja. De que Daemon Targaryen podría intentar algo. No sabemos si contra la Reina… o contra el niño en su vientre."  

Hobert refunfuñó: 

"Daemon es un salvaje, no tenemos ni idea de si se atrevería, pero tampoco de sí no lo haría... Pero si la Reina muere… no tenemos a nadie para proteger a Aegon y guiarlo adecuadamente. ¿Tienes hombres en mente?" 

Otto meditó un momento. 

"Buscaré a hombres discretos. Devotos. Que puedan ganarse la confianza de la Reina." 

Fue como si un relámpago iluminara la mente de Martyn. 

Si logro acercarme a la Reina… podría encontrar la manera de enviar lo que tengo a la Princesa Rhaenyra. 

Pocos días después, cuando Otto salió al patio y empezó a interrogar a algunos soldados, Martyn dio un paso al frente. 

Se cuadró firme, con el yelmo bajo el brazo. 

"Mi señor Otto. Si Su Alteza la Reina necesita hombres… Ofrezco mi espada para protegerla." 

Otto lo estudió con su mirada de acero. 

"¿Eres un Florent, no?" 

"Sí, mi señor. Ser Martyn Florent. Sirvo con honor y devoción." 

Otto asintió con lentitud. 

"Bien. Quédate cerca. Pronto sabré si parto hombres hacia la Fortaleza Roja." 

Martyn se inclinó, el corazón retumbándole en el pecho. 

Si viajo a Desembarco… tal vez pueda sacar mis mensajes a salvo.  

Tal vez pueda ver qué ocurre con Alicent… Y tal vez… ayudar a la Princesa Rhaenyra desde dentro, porque tal vez fuese débil, pero ya no podía quedarse en Oldtown. 

Mientras Otto se alejaba, Martyn respiró hondo. 

Y decidió que, si le daban la oportunidad, iría. 

Poco después, la orden llegó. 

Martyn fue llamado al salón del consejo menor de los Hightower. Otto lo eligió como parte de la escolta de un pequeño séquito de tres maestres y dos septones rumbo a Desembarco del Rey. 

“Para servir a la Reina, decían. Para protegerla… y a su bebe.” 

Martyn fingió orgullo y obediencia. 

Por dentro, sentía una piedra helada en el estómago.  

Tres días después, la comitiva avanzaba por el Camino de Piedra, bajo cielos grises. 

Llevaban mulas cargadas de bálsamos, tónicos y cajas selladas. 

Por las noches, acampaban a prudente distancia de aldeas. 

Aquella noche, el viento arrastraba brasas del fuego hacia el bosque. 

Martyn vigilaba el perímetro, la mano en la empuñadura de su espada, cuando escuchó risas suaves cerca del fogón. 

Se volvió un poco. 

Los tres maestres se habían reunido junto a los septones, compartiendo vino caliente. 

Uno de los maestres, un hombre huesudo con el anillo de maestre herborista, dijo con sorna: 

“La gente siempre cree que salvar vidas es lo más difícil.” 

“No lo es.” añadió otro, calvo y rechoncho. “Lo difícil es envenenar sin que nadie lo note.”  

Martyn enarcó las cejas, conteniendo el aliento. 

El maestre huesudo siguió: 

 “Mira a la pobre Aemma Arryn. Demasiada sangre. Demasiado útero. Decían que era cosa de los dragones… Pero bastó una dosis bien calculada para debilitarla.”   

El maestre rechoncho dio un trago y asintió: 

 “Y lo mismo sus engendros. Demasiada deformidad, demasiados dedos o cabezas. No se puede permitir que esas criaturas crezcan. La sangre valyria corrompe hasta el vientre.” 

Martyn sintió una punzada en el estómago.  

“Engendros… ¿Así llaman a los hijos de los Targaryen?” 

El maestre huesudo se inclinó hacia sus compañeros: 

 “Por eso ahora debemos hacer todo lo posible por salvar al hijo que la Reina Alicent lleva en el vientre. Si es puro… podrá limpiar la mancha. Pero si no… habrá que purificarlo.” 

Martyn sintió como si un cubo de agua helada le cayera sobre la espalda. 

“¿Purificar…? ¿Están diciendo que lo matarían si nace con defectos?” 

El maestre calvo soltó una risa breve:  

“Para eso vamos nosotros y no otros. Porque sabemos qué hacer si llega el momento. “ 

Martyn giró la cara hacia la oscuridad, luchando por mantener la respiración bajo control.  

Están dispuestos a matar al hijo de la Reina si no les gusta cómo nace… Y lo dicen… como si hablasen de podar un rosal.   

Mientras el viento soplaba entre los árboles, Martyn comprendió lo que significaba ir a Desembarco: 

No solo sería custodio de la Reina. 

Sería testigo de un campo de batalla invisible… donde debía proteger al ser más inocente de todos, un bebe aún por nacer. 

Martyn se mantuvo quieto, fingiendo indiferencia mientras seguía escuchando. 

El maestre rechoncho, tras beber un trago más de vino, dijo en voz más baja, casi confidencial: 

"¿Sabéis… por qué los Hightower siempre guardan silencio sobre Lady Ceryse?" 

Los otros dos maestres lo miraron con interés. 

"¿Ceryse Hightower?" preguntó el maestre huesudo. "La esposa de Maegor el Cruel… ¿no murió sin hijos?" 

El rechoncho bufó. 

"¡Bah! Eso es lo que cuentan los septones. Que fue estéril, pura, una pobre mártir encerrada en sus estancias mientras Maegor se revolcaba con otras."  

Se inclinó hacia adelante, murmurando, "La verdad… es que Ceryse sí dio a luz. Más de una vez. Pero las criaturas que parió… no podían mostrarse ante nadie." 

Martyn notó un escalofrío recorrerle la nuca. 

“¿Criaturas?” 

El maestre huesudo se aclaró la garganta: 

"¿Criaturas… cómo?" 

El rechoncho bajó aún más la voz: 

"Niños con escamas. Con alas diminutas, como murciélagos. Con piel tan pálida que parecía transparente… Y dientes afilados." 

Los otros dos maestres se persignaron, pese a sus cadenas de hierro. 

"Prueba de que los Targaryen tienen demonio en la sangre" murmuró el huesudo. 

"Y de que el vientre de una mujer buena se corrompe si lleva fuego valyrio dentro." remató el tercero. 

El rechoncho asintió solemnemente: 

"Por eso, para la historia… era mejor que Lady Ceryse pasara por estéril. Una esposa devota… Antes que admitir que parió monstruos." 

Martyn tragó saliva, con el corazón golpeándole el pecho. 

Están convencidos de que los hijos de sangre valyria son monstruos… Y justificarían matarlos… por ‘piedad’.  

El maestre huesudo murmuró: 

"Si el niño de la Reina Alicent nace… deformado… Sabemos qué hacer. Porque nada es peor que otro Maegor… O criaturas como las de Ceryse."  

El rechoncho alzó su copa:  

"Por el bien del reino." 

Martyn bajó la mirada, ocultando la rabia y el miedo. 

Por el bien del reino… dicen. Cuando lo que quieren… es librarse de todo lo que no pueden controlar. 

... 

Las murallas rojas de la ciudad se alzaban ante ellos, rugiendo bajo el sol. 

Torres como lanzas, banderas agitadas por el viento marino. 

Desembarco del Rey. 

Martyn tragó saliva al ver la Puerta del Rey. 

Recordó los cuchicheos de los maestres, sus historias sobre Ceryse Hightower… 

y los venenos destinados a cualquier criatura que naciera con alas o escamas. 

Si la Reina está tan enferma como dicen… no puedo dejar que la maten. No… sin saber la verdad.  

Los guardias dorados los hicieron pasar entre el gentío. 

Hombres con capas rojas los reconocieron al instante y los escoltaron hacia la Fortaleza Roja. 

Al entrar, Martyn sintió el olor familiar de piedra, incienso… y sudor de miedo. 

“El ala de la Reina está sellada.” dijo un soldado con voz baja. “Solo se permite el paso a los maestres y a su doncella. Aoife, se llama. No deja acercarse a casi nadie.” 

Martyn sintió que el corazón le latía más rápido. 

Aoife… La misma doncella de la que hablaban los maestres. La única que puede acercarse a la Reina.  

Poco después, Martyn cruzó un corredor oscuro. 

Y oyó gritos ahogados más allá de una puerta cerrada. 

 “¡Fuera! ¡Fuera de aquí!” chilló una voz de mujer, quebrada, enloquecida. 

Era la Reina. 

Martyn se detuvo. 

Por la rendija vio a Alicent Hightower, pálida como el alabastro, los cabellos sudados pegados al rostro. 

Sus ojos verdes parecían dos piedras opacas. 

Se retorcía entre almohadones, llevándose las manos al vientre. 

“¡Me robaron mis hijos!” gemía Alicent. “¡Ese monstruo crece en mí, devorándome! ¡No dejaré que lo maten… ni que lo saquen con cuchillos… como hicieron con Aemma! ¡Yo sí he cumplido mi deber! ¡Yo sí puedo dar a luz!” 

Martyn tragó saliva, helado. 

Está enferma… o tal vez… alguien la está envenenando.  

Al otro lado de la cama, vio a Aoife, intentando sostener a la Reina mientras los maestres esperaban con frascos en la mano. 

 Uno de ellos susurró: 

“Podríamos… administrarle algo para dormirla. Así podríamos abrirle el vientre si es necesario.”  

Martyn avanzó, interponiéndose. 

 “¡No la tocaréis!” dijo, la mano en el pomo de su espada. 

Los maestres lo miraron, sorprendidos. 

“Es por su bien” protestó el maestre rechoncho. “Y por el del reino.” 

Martyn apretó la mandíbula. 

“No mientras yo respire. No vais a matarla… ni al niño.” 

A través de sus delirios, Alicent lo miró, los ojos como brasas verdes. 

 “¿Rickard…?” susurró. 

“No, Alteza. Soy Ser Martyn Florent” dijo él suavemente. 

“¿Estás aquí… para matarme también?” 

Martyn negó con vehemencia. 

"Estoy aquí para protegerla. Y al niño."  

Aunque el niño tenga escamas, cuernos o alas…  

Mientras Alicent se hundía de nuevo entre las mantas, Martyn se quedó allí firme, espada en mano. 

Y supo que, aunque había venido a servir a la Princesa Rhaenyra… no permitiría que la Reina fuera asesinada, ni ella ni su hijo. 

Martyn no había soltado la empuñadura de su espada en horas. 

Alicent se dormía y despertaba entre delirios. 

Los maestres iban y venían, cargando frascos y vendas. 

Aoife apenas se apartaba del lecho, sus ojos oscuros brillando con fatiga y algo más difícil de leer. 

Fue casi el anochecer cuando llegaron. 

Ser Lyonel Strong, Lord de Harrenhal y Mano del Rey, entró en la cámara como un muro de roca. 

A su lado iba Harwin Strong, cojeando, la mirada curiosa y afilada como la hoja de un cuchillo. 

Lyonel se plantó ante Martyn, voz de trueno: 

"Ser Martyn Florent. Mi hijo me dice que has interrumpido a los maestres en sus deberes." 

Martyn se irguió, sin apartar la mirada. 

"Mi juramento es proteger a la Reina, mi señor. No permitiré que la corten sin certeza de necesidad." 

Harwin sonrió, inclinando apenas la cabeza. 

"Qué bonito… un caballero del Dominio… defendiendo a una Reina del Dominio... Qué tiempos extraños vivimos, pues no hubo nadie tan valiente cuando la Reina tenía sangre de Dragón en las venas." 

Martyn tragó saliva. 

“Esto es más que política. Es vida o muerte.” 

Lyonel le espetó: "¿Sirves a la Reina… o a la Corona?" 

Martyn apretó los dientes. 

"Sirvo a mi juramento… y al Reino. No permitiré asesinato disfrazado de medicina." 

Lyonel ladeó la cabeza. 

"¿Y si el niño es… como los que parió Ceryse Hightower?" 

Martyn sintió que le temblaba la respiración. 

"No lo sabemos. No lo sabéis ninguno. Y hasta que se sepa… es el hijo de la Reina." 

Un silencio se hizo en la estancia, tenso como un arco cargado. 

Finalmente, Lyonel asintió. 

"Entonces vigila bien a la Reina. Y vigílate tú también." 

Cuando los Strongs se marcharon, Martyn se apoyó contra la pared, agotado. 

“Por ahora… no me han ordenado matarla. Pero no sé cuánto durará eso.” 

Horas después, mientras ayudaba a Aoife a alejar a los maestres, un joven sirviente se le acercó, tembloroso. 

"Ser… Dicen que… la Reina debía dar a luz hace semanas. Pero el bebé no quiere salir." 

Martyn se giró bruscamente. 

"¿Cómo que no quiere salir?" 

El muchacho se encogió de hombros, casi llorando: 

"Dicen que está atrapado. Que es un castigo de los dioses. O… que el niño se está comiendo a su madre desde dentro." 

Martyn sintió un sudor frío recorrerle la espalda. 

“¿Un castigo…? ¿O alguien la mantiene así a propósito?” 

Miró hacia el lecho, donde Alicent deliraba entre susurros. 

“Si la Reina muere… o el niño nace muerto… todo el reino se incendiará.” 

Y, por primera vez, Martyn empezó a preguntarse… si proteger a la Reina significaba también proteger al reino… o si ya era demasiado tarde para ambos. 

El sol caía a plomo sobre los jardines altos de la Fortaleza Roja. 

El aire olía a lavanda y a las hojas tiernas de los rosales recién podados. 

Martyn caminaba tras la Reina, un paso atrás, la mano siempre cerca de la empuñadura de su espada. 

Alicent iba cubierta con un manto verde pálido, aunque la tela se pegaba a su cuerpo sudado. 

Parecía más frágil que nunca, los hombros encorvados, los ojos hundidos. 

“Mira…” murmuró ella, señalando una fuente. “Ahí fue donde el Rey me pidió que fuera su esposa.” 

 Su voz se quebró. 

 “Prometió que me amaría… siempre. Que me protegería...”  

Martyn no supo qué decir. 

Siguió caminando junto a ella, manteniéndose atento a cada sombra entre los setos. 

Más allá, bajo las pérgolas floridas, tres damas de la corte cuchicheaban. 

Martyn alcanzó a oírlas. 

 “…ha perdido la razón...” 

“Que el niño que lleva dentro… es una bestia.” 

“¡Si es que sigue viva! ¡Que se lo saquen de una vez, antes de que el reino acabe como en los tiempos de Maegor!" 

Martyn giró bruscamente hacia ellas. 

Sus ojos grises parecían acero. 

"¡Callad vuestras lenguas!" 

Las damas se sobresaltaron y bajaron la mirada, aunque no se apartaron. 

Una de ellas, la de cabello cobrizo, alzó la barbilla. 

"¿Por qué defenderla, Ser Martyn? Está loca. ¡Todos lo saben!" 

Martyn respiró hondo. 

"Porque es la Reina. Y no permitiré que la deshonréis… ni aquí, ni en ningún lugar." 

Las mujeres se alejaron murmurando. 

Alicent seguía mirando la fuente, como si no hubiera oído nada. 

Pero cuando Martyn volvió a acercarse, la Reina lo miró con ojos llenos de lágrimas. 

"¿Crees… que estoy loca, Ser Martyn?" 

Martyn negó despacio. 

"No, Alteza. Creo que sois víctima de muchos que desean veros caer." 

Alicent parpadeó, sorprendida. 

Como si nadie le hubiera hablado con tanta dulzura en años. 

"Mi hijo…" susurró "¿Sabes si vive todavía?"  

Martyn sintió un nudo en la garganta. 

"No lo sé, Alteza. Pero… mientras yo viva, nadie os hará daño." 

Mientras la ayudaba a volver sobre el sendero empedrado, Martyn se dio cuenta de algo: 

No es una reina poderosa… es una mujer sola. Y todos la acechan como carroñeros.  

A cada paso, se sintió menos espía de la Princesa Rhaenyra… y más guardián de una Reina rota… y tal vez, de un niño que aún no había nacido. 

Aquella noche, Martyn permaneció de pie a un lado de la cámara de la Reina. 

El incienso ardía en los braseros. 

Afuera, los grillos cantaban entre los muros de piedra. 

Aoife se inclinaba sobre el lecho, limpiando el sudor de Alicent con un paño humedecido. 

Sus movimientos eran delicados, pacientes. 

Hablaba en susurros, palabras suaves que la Reina apenas parecía oír. 

Martyn la observó en silencio. 

Aoife tenía el rostro pálido de tanto no dormir, pero sus ojos…  eran firmes, brillantes, llenos de vida. 

Ella sí se preocupa por la Reina. No como esos maestres… ni esas serpientes de la corte. 

Alicent murmuraba frases inconexas. 

A veces pedía a sus hijos. 

A veces lloraba pidiendo perdón a los dioses. 

Aoife tomó la mano de la Reina y le habló en voz baja: 

"Respirad, mi señora… Pensad en flores blancas. Pensad en agua limpia." 

La Reina se calmó un poco, aunque las lágrimas siguieron rodando. 

Cuando Aoife se apartó, Martyn se le acercó en voz muy baja. 

"Sois… buena con ella." 

Aoife bajó la mirada. 

"Hago lo que puedo, ser. La Reina… está sola. Todos la abandonan cuando deja de ser útil." 

Martyn asintió, apretando los labios. 

"No confío en esos maestres. Ni en esas damas que cuchichean. Si alguien quiere hacer daño a la Reina… tendrán que pasar sobre nosotros." 

Aoife levantó los ojos. 

Y por un instante, algo brilló en ellos: dolor… o quizá algo más profundo. 

"Ella me salvó la vida hace años, ser, al permitirme unirme a su servicio. No dejaré que muera. Ni ella… ni el niño." 

Martyn la observó, con una mezcla de alivio y gratitud. 

No estoy solo. 

"Si descubrís algo… cualquier cosa…" susurró él. "Decídmelo."  

Aoife asintió, con la mano todavía húmeda del sudor de la Reina. 

"Lo haré, ser." 

Mientras Alicent dormía, Martyn se permitió relajarse apenas un instante. 

Al menos… hay alguien aquí que no busca la corona, ni el trono, ni sangre.  

La noche era espesa como tinta, y las antorchas apenas parecían luces temblorosas contra las piedras grises de la Fortaleza Roja. 

Martyn caminaba junto a Aoife, arrastrando pasos cansados por un corredor lateral que bordeaba la Torre de la Reina. 

Ambos llevaban capas oscuras, intentando pasar inadvertidos. 

Aoife hablaba en un susurro: 

“Los maestres mezclan hierbas distintas en cada tónico. A veces demasiado… a veces demasiado poco.” 

Martyn se inclinó hacia ella. 

“¿Crees que intentan envenenarla?” 

Aoife dudó un segundo. 

“Si quieren que el niño muera… podrían lograrlo. O… matarla a ella.” 

Martyn tensó la mandíbula. 

“¿Puedes conseguirme alguna de esas mezclas?”  

Aoife asintió, sin apartar la mirada del suelo. 

“Pero… si me atrapan… me colgarán.” 

Martyn la sujetó del brazo, con una urgencia que casi lo sorprendió. 

“No te atraparán. Juro por mi espada… que no dejaré que te hagan daño.” 

Doblaron una esquina y se detuvieron junto a una pequeña puerta de roble. 

“Aquí guardan los frascos” murmuró Aoife. “Entro cada noche para limpiar y cambiar vendas.” 

Martyn posó la mano en la empuñadura de su espada. 

 “Enséñamelo.” 

Entraron con sigilo. 

Dentro, el cuarto olía a resina, hierbas y cera caliente. 

Frascos de vidrio relucían sobre estantes, con etiquetas escritas en caligrafía menuda. 

Aoife señaló varios frascos: 

“Este… lo usan para el dolor. Y este… para el sueño. Y este… debería fortalecer el pulso… pero a veces lo hace caer.”  

Martyn alzó una ceja. 

“¿Por qué?” 

Aoife se mordió el labio.  

“Depende de la dosis… y de lo que mezclen con él.” 

Martyn bajó la voz, con los ojos entornados: 

“Aoife… Si intentan matarla… quiero saberlo antes que nadie.” 

Aoife tragó saliva. 

“Ser… si la Reina muere… nos matarán a todos los que la servimos.” 

Martyn respiró hondo. 

“Entonces debemos mantenerla viva.” 

Se miraron un instante, una chispa de confianza encendiéndose en medio de tanto miedo. 

No estoy solo, pensó Martyn. Y quizá ella tampoco.  

Cuando salieron al pasillo, Aoife habló, apenas un susurro. 

 “Ser Martyn… Si pasa algo… os buscaré.” 

Martyn inclinó la cabeza. 

"Y yo a ti."  

Y juntos, desaparecieron por el corredor… dos sombras entre sombras… 

... 

El sol estaba bajo en el cielo, derramando oro sobre las hojas primaverales de los jardines altos. 

El aire traía aromas dulces: azahar, lirios, y algo más… casi ácido. 

Martyn caminaba un paso detrás de la Reina Alicent. 

Ella estaba más pálida que nunca, con los ojos hundidos y los labios resecos. 

Las damas de la corte se habían reunido bajo una glorieta, donde un bardo flaco, con capa roja, tañía un laúd.  

Su voz era agradable… al principio. 

“¡Cantad, cantad, bardo!” gritaban las damas, risueñas. 

 El bardo inclinó la cabeza, y entonó un verso suave 

 

La princesa de plata, radiante y valiente,  

cruza mares y cielos con alas ardientes…  

 

Martyn sintió un escalofrío. 

Sabía bien de quién hablaba. 

La Princesa Rhaenyra. 

Alicent se detuvo en seco, escuchando con respiración agitada. 

Pero entonces, el bardo bajó el laúd y sonrió con labios torcidos. 

 “Pero contadme… ¿no queréis oír la otra historia?”   

Las damas se inclinaron hacia él, curiosas. 

Martyn frunció el ceño, dando un paso al frente. 

El bardo pulsó otra melodía. 

Su voz se hizo más aguda, casi burlona: 

 

Hubo una reina en torre alta,  

que se hizo reina en cama baja.  

Alzó caballeros en blancas capas…  

¡y también se alzó la suya bajo las sábanas!  

  

Dicen que no es del rey el hijo…  

sino del amante de espada y brillo…  

 

Un susurro estremeció a las damas. 

Algunas se rieron, llevándose las manos a la boca. 

Otras miraron a Alicent con ojos muy abiertos. 

La Reina temblaba. 

Martyn se colocó delante de ella, como si pudiera protegerla de cada palabra venenosa. 

"¡Calla la boca, perro!" tronó Martyn, con la mano en la espada. 

El bardo solo se inclinó teatralmente. 

"Solo canto lo que me pagan por cantar, mi señor." 

Alicent dio un paso atrás, con lágrimas en los ojos. 

"¿Quién… quién pagó…?" 

El bardo sonrió. 

"Muchos quieren ver a las... advenedizas, caer." 

Martyn desenvainó media pulgada de acero. 

"Di nombres. O perderás la lengua." 

El bardo tragó saliva. 

Se encogió de hombros. 

"Preguntad a los susurradores… no a los bardos." 

Antes de que Martyn pudiera moverse, Aoife llegó corriendo, apartando a las damas. 

"¡Alteza, venid conmigo!" 

Alicent dejó que Aoife la tomara del brazo, dejando atrás al bardo. 

Mientras Aoife la guiaba hacia el interior, Martyn se volvió al bardo, furioso. 

"Si vuelves a cantar esas mentiras… te colgaré con tus propias cuerdas." 

El bardo sonrió, aunque el miedo se asomaba a sus ojos. 

"Las mentiras… a veces son la verdad, mi señor." 

Martyn lo sujetó por el cuello del jubón. 

El bardo seguía allí, alzando la voz: 

"¡Puta!" escupió, con un gesto teatral. "¡Buscadora de oro! ¡Arribista! ¡Todos saben que tu corona se compró en sábanas manchadas de sangre!" 

Un coro de jadeos y susurros sacudió a las damas. 

“¡La Reina que se convirtió en una al robar la corona de una tumba!” 

Incluso Aoife palideció. 

Martyn se interpuso entre el bardo y la Reina, con la espada ya desenvainada. 

"¡Basta!" rugió. "¡Ni una palabra más!" 

Pero el bardo dio un paso atrás, con los ojos brillantes. 

"¡Que me mate el caballero de la puta… si le place!" 

Alicent se llevó la mano al vientre. 

Sus labios temblaban. 

Su voz surgió ronca, como si algo se hubiese roto por dentro. 

"Quiero su lengua." 

El silencio cayó como un cuchillo. 

El bardo abrió la boca para soltar otro insulto… 

"¡Al menos la Princesa no abre las piernas para comprar capas blancas…!" 

Pero no terminó. 

Alicent avanzó un paso, el dedo alzado. 

"¡No! ¡No solo su lengua!" gritó, con una voz que reverberó en la glorieta. 

"¡Quiero su cabeza!" 

Martyn se quedó helado. 

"Mi Reina…" 

Alicent lo miró con ojos enloquecidos. 

"¡Me escuchaste, ser! ¡Su cabeza… por ofender a la Reina del reino!" 

El bardo miró a un lado y a otro, súbitamente pálido, pero algo en su mirada causo escalofríos en Martyn. 

"¡Era solo una canción! ¡Solo versos, Alteza!" 

Alicent respiraba entrecortadamente. 

Las damas se habían hecho hacia atrás, algunas tapándose la boca. 

"¡Cortenle la lengua, luego la cabeza, y cuélguenla en la muralla para que la vea toda Desembarco!" gritó la Reina. "¡Para que aprendan a temerme!" 

Martyn tragó saliva. 

El bardo forcejeaba en sus manos. 

"Mi Reina…" intentó calmarla. "Quizá… solo sea un hombre pagado por enemigos. Podemos interrogarlo…" 

"¡NO!" bramó Alicent. "¡No quiero susurros… quiero silencio! ¡Sangre por su insolencia!"” 

Martyn lo sostuvo más fuerte. 

“Los ojos de todos están aquí. Si la Reina se muestra cruel… ganarán sus enemigos.” 

Pero también sabía que desobedecerla, en ese estado, sería perderla. 

Alicent, jadeando, miró fijamente a Martyn. 

"¡Hazlo, caballero!" 

Y allí, entre el perfume de los lirios y el eco de la canción maldita, Martyn sintió cómo su fe y sus juramentos se retorcían en su pecho. 

El laúd yacía en el suelo, roto, las cuerdas como venas reventadas. 

Martyn sostenía su espada alzada, el filo tembloroso a escasos centímetros del cuello del bardo. 

El sudor le corría por la nuca, helado, mientras la voz de la Reina retumbaba en sus oídos. 

“¡Insultó mi honor! ¡El del Rey! ¡El de la Fe!” vociferaba Alicent, el rostro encendido, sudor corriendo por su frente. Sus ojeras profundas hacían saltar sus ojos con un brillo casi febril. “¡Por la blasfemia y la traición, debe morir! ¡Ahora!” 

Martyn tragó saliva, sin bajar la espada. 

¿Estoy a punto de matar a un hombre… por una canción? ¿Y… si es traición?  

“¡Alto!” gritó una voz, cortante como acero. 

Lyman Beesbury se abrió paso entre los cortesanos. El anciano consejero estaba sudoroso, pero firme. 

“¡En nombre del Consejo y del Rey, bajad esa hoja!”  

Martyn dudó. Notó cómo su brazo temblaba, la espada apenas contenida. Alicent lo fulminó con la mirada, con los labios crispados. 

“¡Me insultó! ¡Cantó sobre mí… sobre Rickard… como si fuésemos amantes malditos! ¡El pueblo lo escucha y murmura! ¡No lo permitiré!” 

Martyn sintió un nudo helado en el estómago. 

Rickard… ¿Rickard Thorne? ¿O… Ser Rickard, el caballero de la Guardia Real? Por los Siete…  

Jasper Wylde llegó jadeando, el rostro tan blanco como el mármol. 

“¡Majestad, no tiene autoridad para ejecutar a nadie sin juicio!” 

Los murmullos crecían, como un enjambre de avispas. Martyn sintió cada mirada sobre él, sobre su espada levantada. Soldados se colocaban entre el bardo y la Reina, indecisos.  

El bardo, Nevan, sangraba por el labio, ojos vidriosos, temblando. 

“Era solo una canción… una tonada. Ni siquiera la escribí yo…”  

Alicent extendió el brazo tembloroso, el dedo acusador. 

“¡Mentiroso! ¡Tú la sembraste, tú la cantaste! ¡Querías que el pueblo me desprecie!” 

Jadeaba, como si se ahogara. 

“¡Aoife! ¡Tráeme la espada! ¡Lo haré yo misma!” 

Martyn abrió la boca, voz ronca. 

“Majestad…” Su voz tembló. “No… no puede…” 

Pero Lyman rugió antes: 

“¡No!” Se plantó entre Martyn y el bardo. “¡Por los Siete, deténgase! ¡Está destruyendo lo poco que le queda de dignidad!” 

Alicent quedó paralizada, el brazo aún alzado, el rostro crispado.  

En ese instante, Ser Erryk y Ser Arryk Cargyll irrumpieron en el jardín, los mantos blancos ondeando. 

Erryk habló con calma helada: 

“Majestad, el Rey ha dado órdenes muy claras sobre vuestra posición.” 

Arryk, a su lado, añadió con firmeza: 

“Volved a vuestros aposentos. Ahora. Sin más escándalos.” 

Martyn vio cómo Alicent temblaba. En su mirada brillaba el odio… pero también un terror profundo. 

Por un momento, creyó que iba a gritar, o a lanzarse sobre el bardo con las uñas desnudas. Pero su voz se quebró. 

“Encerrad al bardo.” Su voz era casi un susurro, cargada de veneno. “Y a todos los que lo hayan escuchado. ¡Esto no ha terminado!” 

Giró sobre sus talones, sujetándose al brazo de Aoife, y desapareció entre los corredores como una sombra furiosa. 

Martyn bajó lentamente su espada. Sintió un temblor recorrerle el brazo. 

Lyman se volvió hacia Jasper, las arrugas marcadas de pura angustia. 

 “Esto debe llegar al Rey antes que las canciones… o los rumores.”  

Lord Jasper Wylde asintió, con la mano temblándole sobre el mango de su espada. 

“Convocaré al Consejo. Creo… creo que todos debemos ser informados.” 

Martyn miró el laúd roto en el suelo, la sangre del bardo goteando sobre las baldosas. 

“La corte entera está podrida… Y la Reina… se está hundiendo.” 

Con el ruido de los murmullos disipándose a su alrededor, Martyn permaneció inmóvil, sintiendo cómo el peso de su espada era más grande que nunca. 

Pero tenía claro que el bardo debía recibir castigo. 

El eco de sus pasos retumbaba en la escalera de piedra mientras descendía hacia las celdas negras, con Nevan encadenado tras él. El bardo iba erguido, el labio partido, sangre seca en la comisura de la boca, pero con el mentón alto y los ojos fijos en Martyn como si quisiera retarlo con la mirada. 

El hedor a humedad, moho y excrementos se hacía más denso con cada peldaño.  

Martyn sentía el sudor pegado a la piel bajo la coraza. Su respiración era corta, crispada.  

Ofendió a la Reina.  

En su cara.  

La llamó puta… ¡delante de todos!  

Se detuvo en el rellano más bajo. Un carcelero, viejo y desdentado, los miró con ojos turbios. 

 “Ser…” dijo, encorvándose un poco. “¿Otra rata pa’l pozo?”  

Martyn no respondió. Tomó a Nevan por el brazo y lo giró hacia él. 

 “Mírame.”  

Nevan lo miró. Y se rió, aunque le dolió y escupió un poco de sangre. 

“¿Qué? ¿Vienes a meterme miedo, caballero? Creí que estábamos en el mismo bando.”  

Martyn frunció el ceño. 

“¿El mismo bando? ¡Has insultado a la Reina en público! Has encendido rumores… ¡Pudiste encender una rebelión con esa canción!”  

Nevan alzó una ceja. 

“¿Y no es verdad que el pueblo susurra lo mismo aunque yo no cante? ¿O me vas a decir que esa mujer no se ha ganado algunos nombres por sus propias decisiones?” 

Martyn lo empujó contra la pared húmeda. El bardo jadeó, pero no apartó la mirada. 

“¡Basta!” rugió Martyn. Su voz retumbó entre las piedras. El carcelero se apartó, alarmado. “Eres un hombre sin honor.” 

Nevan soltó una carcajada ronca. 

“¿Honor? ¿Es honor encubrir mentiras? ¿Proteger a los poderosos mientras aplastan a los demás? Me mandaron a cantarle al Rey. A espiarlo. A espiar a su Reina. Y creí… creí que estábamos del mismo lado, Ser Martyn.” 

Martyn lo observó, paralizado. 

¿Es esto verdad? ¿De quién recibió órdenes este hombre?  

Nevan continuó, más bajo: 

"¿O acaso no sabes que nuestro Príncipe Daemon quiere que todo el mundo hable? Que la Reina quede como loca y que nuestra querida Princesa Rhaenyra sea querida por todos… ¿De verdad no lo ves?" 

Martyn lo soltó bruscamente. Su mente giraba. 

"No… no me importa quién te envió. Lo que hiciste es traición. Las palabras matan tanto como el acero. Lo que cantaste… podría destruir a la Reina. Al niño en su vientre. Al reino entero." 

Nevan resopló. 

"O podría salvarlo, Ser. Porque mientras todos miran a esa mujer… nadie ve las cosas que se están urdiendo detrás de las murallas." 

Martyn lo agarró de la pechera. 

"¡Calla!" 

Nevan le sostuvo la mirada, desafiante. 

"¿Me vas a matar tú mismo? ¿O vas a hacer lo que un caballero debería hacer… y preguntarte quién es el verdadero traidor aquí?" 

Martyn respiró hondo, con las manos temblorosas. Lo soltó de un empujón y se giró hacia el carcelero. 

"Llévalo a una celda. Agua y pan. Ni una gota de vino. Nadie lo ve sin mi permiso." 

"Sí, ser." 

Martyn se quedó quieto, escuchando los gritos lejanos y el sonido del hierro cerrándose. 

La Reina está sola. El Rey no la defiende. Si yo no protejo su honor… ¿quién lo hará? ¿Pero… y si él tiene razón? 

Se giró lentamente para marcharse, el eco de las palabras de Nevan retumbando en su cabeza como tambores de guerra. 

Los pasos de Martyn resonaban como martillazos en su cráneo mientras subía de las celdas negras. El aire frío le mordía la piel sudada. No podía quitarse de la cabeza la mirada de Nevan, ni sus palabras. 

 ¿Me vas a matar tú mismo? ¿O vas a hacer lo que un caballero debería hacer… y preguntarte quién es el verdadero traidor aquí?  

Atravesó un pasillo y giró, encontrándose de frente con dos sirvientes de la corte, que cuchicheaban en un rincón oscuro. Al verlo, se apartaron enseguida… pero no antes de que Martyn alcanzara a escuchar: 

 “…el Rey jamás permitirá que castiguen a ese bardo. Es su favorito… y de la Princesa también.”  

“Dicen que es un espía de Rhaenyra, ¿no? Pero el Rey lo protege igual…”  

“Sea como sea, la Reina ha perdido la cabeza. Y no durará mucho.”  

Martyn se detuvo en seco. Una sensación amarga le subió por la garganta. 

 ¿El Rey lo protegerá?  

¿Y la Princesa también?  

Entonces… ¿quién está equivocado aquí?  

¿Yo?  

Se pasó una mano temblorosa por el rostro. El sudor frío le empapaba la nuca. 

 ¡No! Alguien debe defender el honor de la Reina.  

¡Alguien tiene que hacerlo!  

Giró sobre sus talones, con la determinación anidando en su pecho como un clavo ardiente. Bajó otra vez a las celdas negras. 

Nevan estaba sentado en el banco de piedra, las muñecas encadenadas, los labios partidos, la mirada clavada en el suelo. Cuando oyó la puerta, alzó la cabeza. Sus ojos se iluminaron con un brillo extraño. 

 “¿Vienes a soltarme?” preguntó, voz ronca pero aún insolente. 

Martyn no contestó. Se quedó mirándolo largo rato, hasta que sintió que se le encogía el corazón. 

Si está diciendo la verdad…  

Si ambos servimos a la Princesa…  

Entonces soy yo quien está faltando a mi juramento.   

Se acercó y sacó una bolsa de tela oscura de su cinto. Sus dedos temblaban mientras la abría. 

Nevan lo miró, entendiendo enseguida. Se incorporó, aunque las cadenas lo mantenían limitado. 

“No necesitas cubrirme la cara, Ser” dijo el bardo con una mueca torcida. “Si vas a matarme… al menos ten el coraje de mirarme a los ojos.” 

Martyn tragó saliva. 

“No… no puedo.” 

 Nevan sonrió, lástima y orgullo mezclados en su semblante. 

 “Entonces ya has elegido, ¿verdad?”  

Martyn se inclinó y, casi con ternura, le colocó la bolsa sobre la cabeza. La tela cayó sobre los hombros de Nevan, cubriendo su rostro. 

Lo siento…  

Siete me perdonen…  

Pero alguien debe defender su honor.  

Tomó su espada y la alzó. Su respiración retumbaba en sus oídos, como tambores de guerra. 

En ese instante, sintió pasos acercándose por el pasillo. Voces. La guardia de la Fortaleza Roja. Martyn bajó la espada, el sudor chorreándole por la frente. 

Se quedó allí, jadeando, el filo temblando en el aire. No podía moverse. No podía matarlo. 

Si el Rey y la Princesa lo protegen…  

¿Cómo puedo estar seguro de que no estoy cometiendo traición?  

Finalmente, con un gruñido, guardó la espada. Hizo señas al carcelero. 

“Manténlo aquí. Nadie lo toca sin mi permiso. Ni siquiera yo.” 

“Sí, ser.”  

Martyn salió de las celdas negras, sintiendo que el mundo se hundía bajo sus pies. 

 ¿Soy un traidor?  

¿O un caballero?  

¿O nada en absoluto?  

Los ecos de sus pasos retumbaban en las piedras húmedas mientras Martyn camina indeciso afuera de la celda negra donde estaba apresado el bardo, el corazón pesado como plomo. No podía quitarse de la cabeza las palabras de Nevan. Ni las risas de las damas en el jardín. Ni el rostro crispado de la Reina.  

Alguien debe defender a los inocentes… aunque ese inocente sea la Reina.  

Aunque nadie más lo haga.  

Nevan estaba encadenado al muro, la cabeza agachada. Cuando sintió que la puerta se abría, alzó el rostro con su sonrisa torcida. 

“¿Vienes a terminarlo, caballero?” 

Martyn respiró hondo. 

“No me dejas elección.” 

Nevan soltó una risa breve y amarga. 

 “Pensé que servíamos al mismo bando. A la misma mujer.”  

Martyn lo miró, dolor atravesándole el pecho. 

“No insultes más a la Reina. Ella no es ninguna…” Tragó saliva. “Ella es mi señora. Una dama que merece respeto... es su padre quien ha cometido traición... ella solos seguía ordenes, tal como yo... merece respeto por su rectitud, su obediencia...” 

Nevan entrecerró los ojos. 

“¿Y crees que matándome le das ese respeto?”  

Martyn apretó los puños. 

¡Debo hacerlo!  

¡Es mi deber!  

¡Un caballero protege a los suyos!  

Sacó lentamente su espada, el metal silbando en la penumbra. El bardo palideció, aunque seguía mirándolo de frente. 

Martyn se acercó, alzando la espada, la hoja temblando en su puño. 

 Siete, guiad mi mano… y perdonadme si estoy equivocado.  

Nevan cerró los ojos, como si aceptara su destino. 

Martyn inspiró, contuvo el aliento… 

“¡ALTO!” rugió una voz a su espalda. 

Martyn se giró bruscamente, sobresaltado. En el umbral de la celda, empapado por la humedad del pasadizo, estaba Arlie Ryger. Tenía el rostro desencajado, los ojos abiertos como platos. 

“¡Martyn, deténte!” exclamó Arlie, avanzando hacia él. “¡Baja esa espada!” 

“¡Se ha burlado de la Reina en su cara!” protestó Martyn, el filo aún en alto. “¡Ha llamado puta a una mujer noble! ¡Ha escupido sobre su honor! ¡¡Alguien tiene que protegerla!!” 

Arlie alzó ambas manos, conciliador. 

“¡Martyn, piénsalo! Si tocas a ese hombre, podrías estar matando a un agente de la Princesa. O peor… podrías estar dándole a los Verdes la excusa perfecta para llamarnos asesinos de cantores y hacer mártires. ¡Baja la espada!” 

Martyn miró a Nevan. El bardo respiraba con dificultad, el sudor corriéndole por la frente bajo la bolsa que aún cubría parcialmente su rostro. 

“¡Ha ofendido a la Reina!” gritó Martyn, con voz quebrada. “¡Ha sembrado veneno en el pueblo contra ella!” 

Arlie dio un paso más cerca. 

“Y si lo matas, siembra aún más veneno. Los rumores se harán más grandes. El Rey lo protegerá. ¡La Princesa lo protegerá! Y entonces… tú serás el verdugo que dividió aún más a la corte.” 

Martyn tragó saliva, bajando poco a poco el arma. Su brazo dolía de tanto tensarlo. Miró a Arlie, después a Nevan, y finalmente dejó que la punta de la espada rozara el suelo. 

“¿Qué quieres que haga, entonces?” preguntó, exhausto. 

Arlie suspiró. 

“La Princesa debe decidir qué hacer con él… no nosotros, ni la Reina, pues este hombre no su súbdito y ella no tiene ni la autoridad moral o el poder para ordenar una ejecución.”  

Martyn cerró los ojos. Bajó la espada del todo, jadeante.  

Siete, dadme sabiduría… porque no sé si he salvado a un inocente o a un traidor.  

Arlie puso una mano firme en su hombro, obligándolo a retroceder un par de pasos. 

Martyn dejó que lo guiara, sintiéndose como si hubiera envejecido diez años en esa celda. 

 ¿Servimos al mismo bando…?  

No estoy seguro de nada.  

Martyn apenas había guardado su espada cuando Arlie habló, con voz rápida y baja, como si temiera que las piedras mismas escucharan: 

“Martyn… no podemos dejarlo aquí. Hubo testigos. Sabes que corren rumores de todo en la Fortaleza Roja. Si Nevan desaparece, la Reina exigirá su cabeza. Y la Princesa querrá saber qué pasó.” 

Martyn frotó su frente húmeda. 

“No puedo simplemente soltarlo. ¡La Reina exige justicia!”  

Arlie le tomó el brazo con fuerza.  

“Por eso debemos llevarlo ante la Princesa. Ambos. Tú y yo. Que sea ella quien decida” 

Martyn lo miró, con los ojos rojos de cansancio y rabia. 

“¿Y qué le decimos a la Reina?” 

Arlie respiró hondo. 

“Haremos un intercambio.” 

Martyn parpadeó. 

“¿Un qué?” 

Arlie asintió con seriedad. 

“Tengo en las celdas a un desgraciado que atrapamos ayer. Un hombre flacucho, ladrón y borracho, lo descubrimos tratando de forzar a una niña de las cocinas. Nadie lo echará de menos.” 

Martyn lo observó, horrorizado y fascinado a la vez. 

“¿Vas a vestirlo…?” 

Arlie asintió otra vez. 

“Le pondremos las ropas de Nevan. Fingiremos que es el bardo. Ejecutamos a ese bastardo en público. Tiramos el cuerpo al mar. Nadie mirará dos veces a un muerto con la cara desfigurada. Y nosotros nos llevamos a Nevan, de noche, hacia la Princesa.” 

 Martyn tragó saliva. 

 “Santo Padre… eso es… traición.” 

Arlie le apretó el hombro. 

 “No, Martyn. Es lealtad. Estamos obedeciendo a la Princesa. Y también protegemos a la Reina de un escándalo peor. ¡Piensa, hombre! Si el Rey se entera de que has matado a su bardo favorito…” 

Martyn cerró los ojos, atormentado. Finalmente asintió. 

“Hazlo rápido. Antes de que me arrepienta.” 

Horas más tarde, bajo la mortecina luz de unas antorchas, Martyn observó mientras Arlie y otros dos hombres sacaban al preso flacucho. Ya le habían puesto las ropas finas del bardo: jubón oscuro, capa verde bordada, incluso un laúd colgado de la espalda. El hombre apenas protestó, drogado y medio inconsciente. 

Arlie se giró hacia Martyn. 

“Nadie lo mirará dos veces. Está marcado para morir. Este hombre ya tuvo su juicio y fue declarado culpable.” 

Martyn se persignó, murmurando una oración. 

“Siete, perdóname.” 

Arlie sacó su daga y, con un solo tajo, degolló al prisionero. La sangre corrió sobre las piedras. 

“¡Al mar con él!” ordenó.  

Los hombres arrastraron el cuerpo envuelto en la capa verde y lo lanzaron desde un muelle lateral. Martyn se quedó quieto, temblando, mirando las ondas rojas diluyéndose en el agua negra. 

Nevan, envuelto en una capa raída, apenas podía caminar cuando lo sacaron de su celda. Tenía la cara llena de moretones, pero los ojos chispeaban con fiereza. 

 “Vaya… ¿me rescatan, o me llevan a otra ejecución?” dijo en voz baja. 

Martyn no le respondió. Solo lo empujó hacia el callejón oscuro donde los caballos esperaban. 

“Nos vamos a ver a la Princesa” gruñó Arlie. “Y más te vale callarte hasta entonces.”  

Nevan soltó una risita ronca. 

“Ay… si supieran cuántas canciones podría escribir sobre esto.”  

Martyn tensó la mandíbula, sintiendo el sabor agrio de la traición en la lengua. 

Mientras la luna se alzaba sobre los techos puntiagudos de Desembarco, el pequeño grupo se perdió en la neblina, llevando a Nevan… y todos sus secretos… hacia el juicio de la Princesa. 

Las calles de Desembarco quedaban atrás, difuminadas bajo la niebla salina, mientras cabalgaban al ritmo rápido de cascos contra piedra. Martyn mantenía a Nevan bien sujeto entre él y Arlie. 

Nevan, encapuchado, iba murmurando versos rotos. Arlie le soltó un codazo. 

"¡Cállate, bardo!" 

Nevan lo miró con sorna. 

"No puedo. Si la canción se queda aquí" se tocó el pecho "me quema por dentro." 

Martyn inspiró hondo. 

"¿Por qué cantaste esas cosas delante de la Reina? ¿Por qué ofenderla así?" 

Nevan ladeó la cabeza. 

"Porque a veces la verdad es la única forma de salvar a un reino. O a una mujer. ¿Prefieres reinas locas en torres altas y reyes ciegos mientras todo se pudre?" 

Martyn sintió un frío atravesarle las entrañas. 

"Eso es traición." 

Nevan soltó una risilla. 

"¿Y qué es traición, Ser Florent? ¿Cantar lo que nadie se atreve a decir… o servir a un trono que ha olvidado para quién gobierna?" 

Martyn le dio un empujón. 

"¡Basta!" 

Pero su voz sonó más débil de lo que pretendía. 

Varones deben gobernar… así lo dicen los Siete. Así lo dicta la ley… 

Se había criado con esas palabras, entre septas y septones del Dominio. Y, sin embargo… 

…juré servir a la Princesa Rhaenyra. A su sangre. A su derecho. 

Su fe y su deber se retorcían como serpientes enfrentadas en su pecho. 

Arlie le puso una mano firme en el brazo. 

"Martyn. Escúchame. Tú y Nevan vais a seguir viaje. Debéis llegar ante la Princesa. Yo vuelvo a Driftmark." 

Martyn parpadeó. 

"¿Qué? ¡No! ¡No puedo dejarte solo!" 

Arlie negó lentamente. 

"Ya has estado demasiado tiempo en Desembarco. Has hecho más de lo que muchos harían. Yo necesito volver a Driftmark. Vaemond está moviendo piezas demasiado rápido. Si Corlys muere, todo puede venirse abajo." 

Martyn miró a Nevan, que tarareaba un estribillo muy bajo, como si no hubiera peligro alguno. 

"Y… ¿si la Princesa decide que Nevan debe morir?" preguntó Martyn en voz baja. 

Arlie soltó un suspiro. 

"Entonces será su juicio. No el tuyo. Ni el mío." 

Detuvieron sus caballos en una encrucijada de caminos. Las linternas se agitaban con el viento marino. 

Arlie desmontó, y le dio a Martyn un fuerte abrazo. 

"Cuida de él, Martyn. Y cuida de ti." 

"Siempre" respondió Martyn, aunque sentía un nudo apretado en la garganta. 

Arlie montó su caballo y se volvió hacia el norte, rumbo al barco que lo llevaria a Driftmark. 

Martyn miró cómo su amigo desaparecía en la bruma. 

Nevan soltó un susurro apenas audible: 

"Pobre caballero. Cree que el mundo es hierro y oro… y todo es barro." 

Martyn suspiró. 

"Camina, bardo. Tenemos un barco que tomar." 

Nevan lo siguió, todavía murmurando versos, mientras avanzaban hacia el puerto. 

Al amanecer, Martyn y Nevan embarcaron en una galera mercante que zarpaba rumbo a las Islas del Verano, donde se hallaba la Princesa Rhaenyra. Un nuevo guardia, un soldado fornido y serio llamado Ser Pate Dennys, se uniría a ellos en el puerto de Tarth para escoltarlos en el resto de su viaje. 

Martyn se quedó en la proa, sintiendo el salitre golpearle el rostro, mientras miraba hacia el horizonte. 

Que los Siete me den claridad… porque no sé si soy traidor… o leal.

Y las velas blancas se inflaron mientras el barco se alejaba hacia aguas más cálidas. 

... 

La galera mercante cortaba las olas con suavidad, su casco crujía bajo el peso de barriles y sacos de especias. El cielo se teñía de oro y rosa cada amanecer, y Martyn se obligaba a mantener su mirada al horizonte, firme y vigilante. 

Nevan, encadenado a un banco cercano, murmuraba canciones apenas audibles. Pero aquella tarde, mientras el sol se hundía tras las velas, el bardo alzó la voz y habló sin versos ni música. 

 “¿Sabes cuál era la canción favorita de la Reina Aemma?” preguntó de pronto. 

Martyn no respondió. Tenía las manos apoyadas sobre el pomo de su espada, los nudillos blancos. 

Nevan sonrió, aunque sus labios estaban partidos. 

“Una tonada sencilla… sobre flores de primavera en los huertos de Dragonstone. A veces la cantaba mientras bordaba. O mientras reía con sus damas. O mientras acariciaba el vientre que creía lleno de hijos vivos.” Nevan bajó la vista. “Era un lugar lleno de luz, Martyn. De risas. De perfume.” 

Martyn tragó saliva. 

 “Eso… eso ya no importa.” 

Nevan lo miró, con una intensidad casi dolorosa. 

“Importa, caballero. Porque lo que vino después fue ella.” 

 “¿Quién?” preguntó Martyn, aunque ya lo sabía. 

Nevan inclinó la cabeza hacia un lado, sus cabellos sucios cayendo sobre su rostro. 

“Alicent Hightower. Una niña criada para ser sonrisa y veneno. Se deslizó en la cama del Rey… y de pronto la corte se llenó de sus damas. De su familia. De sus septones. De susurros sobre la pureza, sobre la Fe, sobre los dragones como bestias malditas…” Soltó una carcajada hueca. “De pronto, todo lo que amábamos estaba manchado. Aemma murió… y el Rey dejó de reír.” 

Martyn respiró hondo. 

“No hables así de la Reina.” 

Nevan lo fulminó con la mirada. 

“¿La Reina? La misma que ordena lenguas cortadas y cabezas rodando por canciones. No es inocente, Martyn. Ella es acero envuelto en encaje verde. Ha convencido a hombres como tú… que matar por ella es virtud.” 

Martyn abrió la boca, pero ninguna palabra acudió. 

Nevan bajó la voz. 

“¿Sabes qué más cambió?” Continuó. “Antes, los bardos éramos bienvenidos en todos lados. En Dragonstone, en la Fortaleza Roja. Con Aemma, podías cantar de dragones y de amores prohibidos… y solo recibías una sonrisa. Era un lugar luminoso, ¿sabes? Música. Niños corriendo por los pasillos. La Reina reía con todos, hasta con los bardos. El Rey sonreía. La Princesa era feliz. Parecían… casi una familia verdadera. Hasta que ella se interpuso... y tal vez no comprendas, pero su discordia empezó mucho antes de ser la Reina, incluso como una sirvienta de la Princesa... siempre buscaba que la reprendieran, acusándola de todo... aislándola.” 

Martyn tragó saliva, incómodo. 

“No es propio de un trovador decir que un reino se gobierna con risas.” 

“Pero así era” insistió Nevan. “Hasta que Alicent Hightower decidió que su padre tenía razón y que un vientre podía ser la escalera hasta la corona.” Su voz se oscureció. “Nunca he visto tanta frialdad escondida detrás de plegarias y modales suaves.” 

 “¡Basta!” Martyn golpeó con la empuñadura del puñal la barandilla. “Es la madre de los hijos del Rey. La Reina.” 

Nevan alzó las manos atadas. 

“Y la más peligrosa de todas. No me mires como un enemigo, Ser Florent. He cantado en más salones de los que tú has pisado. He visto cómo se pudre el corazón de un reino cuando los poderosos mienten y se envenenan entre ellos.” 

“¿Y crees que tú no eres parte de esa podredumbre?”  

Nevan suspiró. 

“Tal vez lo soy. Pero la Reina no es inocente. Y si tú crees que tu deber es protegerla… está bien. Pero no finjas que ella es la víctima que finge ser.” 

Martyn apretó los labios, incapaz de replicar. Porque algo, muy en el fondo, temía que Nevan tuviera razón. 

"¿Por qué me dices todo esto?" preguntó Martyn, con voz ronca. 

Nevan giró la cabeza hacia él, el cabello despeinado cayéndole sobre la frente. Su rostro mostraba surcos de cansancio, pero sus ojos brillaban con intensidad. 

"Porque todavía tienes fe. Y porque eres lo bastante honorable para querer saber la verdad." 

Martyn apretó el pomo de su espada. 

"Hablas de traición. De herejía." 

Nevan negó con la cabeza, con una mueca amarga. 

"No. Hablo de los Hightower." Su voz se tornó grave. "¿Crees que son santos? Son mercaderes disfrazados de sacerdotes. Llevan siglos usando la Fe de los Siete para llenarse los bolsillos y gobernar en nombre de la pureza. Su padre, su hermano, hasta la Reina… todos ansían poder. Quieren que Reino, el Dominio y la Fe se arrodillen ante ellos." 

Martyn frunció el ceño. 

"No todos los Hightower pueden ser tan… podridos." 

"¿No?" Nevan lo miró de frente. "¿Sabes que Alicent torturó a la Princesa Rhaenyra cuando era apenas una niña?" 

Martyn abrió la boca, incrédulo. 

"Eso es mentira." 

Nevan entrecerró los ojos. 

"No." Su voz se volvió más baja, casi un susurro arrastrado por el viento. "Cuando la Princesa enfermó... Alicent la hizo encadenar en su habitación, todos creyeron que fue el Rey, pero la idea vino directamente de la Reina. La mantuvo atada... cuando intentaron matarla, muchos se preguntan si no fue parte del plan del loco de Cole para deshacerse de ella... La dejaron sola, delirante, atada a un poste de la cama." 

Martyn bajó la vista, sintiendo el nudo en el estómago. 

"No… no puede ser. La Reina siempre pareció tan… piadosa." 

Nevan soltó una risa amarga. 

"Piedad. Hipocresía. Alicent llora en público y reza en voz alta, pero sus actos son fríos como el acero. Y su padre no es distinto. Otto ve dragones y solo piensa en oro. En puertos. En diezmos. En controlar el Dominio, la Fe y el Trono de Hierro." 

Martyn lo miró, con el mar extendiéndose detrás de ellos como un paño azul. 

"¿Y por qué me cuentas esto? ¿Qué gano yo?" 

Nevan lo sostuvo con la mirada. 

"La oportunidad de servir a tu Princesa… de verdad. Y no a quienes planean traicionarla aunque recen en altares de mármol." 

Martyn sintió que su mundo se tambaleaba. Su fe, sus juramentos, todo parecía fundirse en un lodazal de medias verdades y secretos. 

"Tú… tú odias a la Reina." 

Nevan suspiró. 

"No la odio. Me da lástima. Porque no hay peor jaula que la que uno mismo se forja creyendo que hace lo correcto. Pero si sigues creyendo que es una pobre inocente… entonces eres ciego." 

Martyn se apartó unos pasos, el corazón martillándole en el pecho. 

“¿Encadenada? ¿De niña?” 

Las velas crujieron sobre sus cabezas. Nevan, mientras tanto, alzó la vista hacia el cielo despejado y empezó a tararear suavemente, como si su propia música fuese la única forma de sostenerse en pie. 

“Durante el incendio de la Fortaleza Roja...” 

Martyn se tapó los oídos. 

Pero las palabras de Nevan se quedaban, como astillas bajo la piel. 

“Yo estaba allí en Volantis cuando el Príncipe hacía de todo por calmarla. Oí sus gritos. Le cantaba... toda la noche… porque cantar era lo único que la calmaba cuando los esfuerzos del Príncipe dejaban de ser suficientes.” 

La noche cayó, con un millar de estrellas sobre la galera. Y mientras Nevan se recostaba en la cubierta, tarareando en voz baja, Martyn permaneció de pie, vigilando el horizonte… 

…preguntándose si sería capaz de distinguir todavía qué era justicia y qué era traición. 

... 

Tres días después, las aguas comenzaron a tornarse de un azul más claro, salpicadas de espuma blanca, mientras la costa de Tarth se alzaba sobre el horizonte, sus riscos coronados de verdes pinares y nubes vaporosas. 

Martyn se mantenía de pie en la proa, sintiendo el viento golpearle el rostro. A su lado, Nevan permanecía sentado sobre una red enrollada, callado por fin, como si hubiera agotado las palabras. 

El barco pesquero atracó en un pequeño puerto custodiado por dos torres con estandartes azules. Apenas habían bajado cuando Martyn distinguió la silueta de un hombre aguardando junto a un carromato de sal. El desconocido llevaba una capa raída y un sombrero calado hasta las cejas. 

Martyn se tensó, hasta que el hombre levantó la cabeza. 

"¡Ser Martyn Florent!" susurró, mirándolo con ojos nerviosos. "Soy Ser Pate… me enviaron desde Driftmark." 

Martyn le hizo una seña para que bajara la voz y lo apartó hacia un callejón estrecho, donde el olor a algas y pescado era casi irrespirable. Nevan los siguió, con la mirada alerta. 

"¿Qué noticias traes?" inquirió Martyn, en un susurro bajo. 

Pate tragó saliva, sus dedos temblorosos. 

"Vengo con órdenes… y noticias. La Reina Alicent ha… ha dado a luz." 

Martyn frunció el ceño. 

"¿Ha nacido el niño? ¿Y está bien?" 

Pate negó, bajando la voz todavía más. 

"Dicen que está vivo… pero deforme. Los cuervos llegaron a cada rincón del reino hace apenas un día." Sus ojos se movían de lado a lado, vigilantes. "Hablan de un niño con las manos fundidas, como si sus dedos se hubieran pegado… algunos dicen que es un castigo divino. Otros, que es señal de sangre de dragón... contaminada" 

Martyn sintió un escalofrío recorrerle la espalda. 

"¿Todo el reino lo sabe?" 

"Todo el reino" dijo Pate, con una mirada extrañamente alegre. "Incluso aquí en Tarth ya se cuchichea. La Fe dice que es monstruosidad. Los hombres del puerto dicen que es la marca de un Targaryen cuya moneda cayo del lado... equivocado. Nadie sabe qué creer." 

Martyn pasó una mano por su rostro. 

“Siete, apiadaos de nosotros…” 

Pate bajó aún más la voz. 

"También me ordenaron decirte esto, Arlie te vigila...  Y…" tragó saliva "… quiere saber si Nevan sigue vivo." 

Martyn lanzó una mirada a Nevan, quien los observaba con expresión impasible, aunque sus ojos parecían brillar con un dejo de triunfo. 

"Sigo vivo" dijo Nevan, con voz seca. "Aunque no gracias a tu caballero aquí presente." 

Martyn apretó la mandíbula. 

Pate prosiguió: 

"Hay otra cosa… los Hightower, en Antigua, están enviando más septones por todos lados, predicando que la Reina está pagando por los pecados de su esposo, culpan a la sangre del dragón. Dicen que esto es la señal de que un varón debe heredar… no una mujer." 

Martyn cerró los puños. 

“Todo se desmorona…” 

Se volvió hacia Nevan. 

"Tenemos que seguir. Cuanto antes. La Princesa tiene que saberlo todo." 

Nevan esbozó una sonrisa torcida. 

"Te lo dije, caballero. En esta guerra, las canciones pueden matar más que las espadas." 

Martyn lo miró con una mezcla de desconfianza y pesar. Después, se giró hacia Pate. 

"Prepara el barco. Partimos en cuanto caiga la noche." 

Pate asintió solo murmurando que debía enviar un cuervo a Driftmark antes de partir. 

El viento salado soplaba entre las velas del pequeño barco mercante que los conducía rumbo sur, alejándose de Tarth mientras las luces de los faroles azules desaparecían en la neblina. Martyn se mantenía en cubierta, mirando el mar oscuro, las manos apoyadas en la borda. 

Pate se encontraba sentado a su lado, con Nevan enfrente, envuelto en una manta para protegerse del frío marino. Ambos charlaban en voz baja. 

“Te lo juro por los Siete” decía Pate, con fervor. “No he visto en nadie la devoción que ella tiene por su pueblo. Podría quedarse en su isla, contando dragones… pero no. Cada moneda, cada saco de grano, cada barco, lo piensa por su gente. Nunca he visto a un noble preocuparse tanto.” 

Nevan asintió, su voz cargada de nostalgia: 

 “No sabes lo que era la corte cuando Aemma vivía. Rhaenyra aprendió de su madre. Siempre escuchaba a todos… campesinos, marineros, hasta mendigos. Jamás despreciaba a nadie. La vi llorar por campesinos muertos durante una mala cosecha. Llorar, de verdad.” 

Pate miró a Martyn, con ojos encendidos. 

“¿Y sabes qué más? Hay quienes dicen que la sangre de Valyria, en ella, es bendita. Que su destino es unir Poniente, acabar con guerras y hambrunas. Es casi… divina.” 

Martyn no respondió enseguida. Miró las olas chocar contra el casco. 

“Divina…” 

Recordó la primera vez que había visto a la Princesa Rhaenyra, en Volantis. Cómo Daemon Targaryen la trataba como si fuese algo precioso y, a la vez, indestructible. Cómo hablaba ante mercaderes, generales y señores, con temple y fiereza. 

Recordó también las noches de conversación, cuando ella le preguntaba por el Dominio, por los campesinos, por los huertos y las lluvias. Se interesaba, de verdad. No solo para gobernar, sino porque parecía querer entenderlo todo. 

 “Por eso me uní a ella,” Murmuro inaudiblemente. “Porque parecía distinta. Porque parecía… buena.” 

Cerró los ojos, escuchando todavía la voz de Nevan. 

“La Reina Alicent se viste de piedad… pero solo protege su trono, no a su pueblo. Rhaenyra… ella querría que un caballero como tú protegiera a los inocentes, no a sus verdugos.” 

Martyn apretó las manos en la madera. 

 ¿Y si Nevan tiene razón? ¿Y si estoy defendiendo a la mujer equivocada?  

Sintió un nudo en el estómago. Pensó en la Reina encerrada en su cámara, gritando fantasmas y delirios, y en aquel niño que quizá nunca debía haber nacido. 

Nevan le sostuvo la mirada. 

“Tú eres un hombre de honor, Martyn. Los dragones… pueden traer fuego o traer vida. Depende de quién los guíe.” 

Pate intervino, con voz más suave: 

“Y yo… yo solo sé que nunca he visto a nadie tan amado por los humildes como la Princesa. Jamás... ella y el Príncipe...”  

Martyn tragó saliva. La brisa marina le heló el rostro. 

Tal vez… todavía pueda cumplir mis juramentos. Pero debo decidir a quién.”  

Nevan habló otra vez, bajando el tono: 

“No es traición querer servir al reino. Es traición servir a un trono que destruye a su propio pueblo.” 

Martyn no dijo nada más. Solo bajó la cabeza, mientras el barco avanzaba sobre las olas oscuras rumbo al sur. En su corazón, juramentos y dudas se entrechocaban como espadas en el campo de batalla. 

Nevan se inclinó un poco hacia Martyn, con el fuego de la conversación todavía chisporroteando en sus ojos. 

“¿Sabes qué olvidan todos esos septones y maestres que hablan de tradiciones?” dijo en voz baja. “Que fue el Rey mismo quien nombró heredera a Rhaenyra. No fue un capricho. Fue su palabra. Y en Poniente, la palabra de un rey es ley.” 

Martyn levantó la mirada, tenso. 

“Pero…” titubeó “…yo juré ante los Siete proteger al reino. Y también… hice un juramento a la Princesa, sí, pero… fue en el septo de Altojardín. No estaba ella presente. No me miró a los ojos. No fue como los grandes señores, arrodillados ante ella en Rocadragón o en Desembarco... y a la Reina, cuando entre a su servicio jure protegerla...” 

Nevan ladeó la cabeza, como un gato curioso. 

“¿Y eso importa? ¿La fe de tu juramento depende de que ella estuviese allí para verte?” 

Martyn bajó la vista al suelo húmedo de cubierta. 

 “No… no lo sé.” 

Pate lo miró con severidad, casi como un septón él mismo. 

“Un juramento es un juramento, ser. Esté o no esté la persona frente a ti.” 

Nevan asintió con lentitud. 

“Además… todo esto de “la tradición de los hombres primero” es cosa de Oldtown. Pero Oldtown dobló la rodilla. Todos lo hicieron. Hasta los más santos. Eligieron doblegarse ante los dragones, ante la conquista. Y cuando eliges someterte, eliges también sus leyes. El Rey eligió a su hija.” 

Martyn tragó saliva. 

“Pero… los hombres dicen que el reino jamás aceptará una mujer en el trono. Que es contra la ley de los dioses.”  

Nevan bufó, con un amago de risa amarga. 

“Los mismos dioses que callaron cuando Aegon puso a rodillas a siete reinos, quemó septos y decapitó a septones. Cuando Maegor arrasó la Fe Militante. La fe de los Siete se dobla ante los dragones cuando le conviene. No te engañes, Martyn.” 

Pate asintió, su voz grave “Y si los Siete guardaran tanto odio hacia las reinas… ¿por qué Alyssane gobernó tan bien? ¿Por qué la gente aún la llama “la Buena Reina”?” 

Martyn se quedó callado. Recordó historias de su madre, sobre la Reina Alyssane volando sobre Silverwing para abrir caminos y ayudar a los campesinos. 

Nevan inclinó su cuerpo hacia él, con el tono bajo y casi conspiratorio: 

“No es traición servir al verdadero heredero. Es justicia. Tú serviste a Rhaenyra con tu juramento, aunque fuera en un septo apartado. Esa es la verdad que vale... juraste protegerla y lo demostraste cuando fuiste de los primeros en acudir a su llamado en Volantis.” 

Martyn respiró hondo, el frío mordiéndole la piel. Las olas rompían contra el costado del barco con un ritmo hipnótico. 

“Juramentos… fe… dragones…” 

Sintió que el suelo se movía más de lo normal. Tal vez era solo el mar. O tal vez… era el peso de la decisión que lo esperaba en las Islas del Verano. 

El viaje había sido largo. Las noches se habían fundido unas en otras, saladas y húmedas, con el sabor de la salitre pegado a sus labios y el rumor constante del mar golpeando la madera del barco. 

Pero cuando el sol surgió finalmente, Martyn apenas pudo creer lo que veía. 

Frente a él, se alzaba una isla de playas blancas como harina fina. El mar era un cristal turquesa, tan transparente que se veían bancos de peces de plata deslizándose entre corales rosas. Palmeras se mecían con la brisa cálida, sus hojas ondeando como estandartes verdes. 

Pero no fue eso lo que le robó el aliento. 

Dos dragones surcaban el cielo, lanzando rugidos que retumbaban sobre las aguas calmas. Uno era rojo, brillante como fuego líquido, con alas anchas que proyectaban una sombra gigantesca sobre la arena. El otro, dorado, resplandecía bajo el sol como un tesoro viviente, cada aleteo haciendo destellar escamas que cegaban la vista.  

Martyn se quedó helado, sosteniéndose del costado del barco. 

“Dragones… tan cerca… los dragones de la Princesa.” 

Nevan se inclinó hacia él, sonriendo de lado. 

 “¿Todavía dudas de quién gobierna, ser?” 

Martyn no contestó. Su pecho estaba apretado. Mientras el barco viraba hacia el pequeño muelle, vio hombres y mujeres esperando en la playa, todos vestidos con ropas ligeras de colores vivos, coronados de flores y collares de perlas. 

Martyn tragó saliva, y un sudor frío le recorrió la espalda. 

 Esto no es solo para juzgar al bardo…  

De pronto, lo entendió. Cada paso que había dado desde que salió de Antigua, tras desviarse del camino que emprendió cuando acepto la misión dada por el Príncipe Daemon y la Princesa Rhaenrya... cada conversación escuchada, cada secreto que había llevado a cuestas… todo lo conducía a este lugar.  

…quizá es a mí a quien han de juzgar.  

Sintió la mirada de Nevan sobre él, astuta, como si pudiera leerle los pensamientos. 

"Anímate, ser. Mejor ser juzgado por dragones… que por serpientes" dijo Nevan en voz baja, mientras el barco encallaba suavemente sobre la arena. 

Martyn descendió, sus botas hundiéndose en la playa cálida. El rugido lejano de los dragones lo estremeció. Y mientras los hombres de la Princesa se acercaban para escoltarlos, supo que no había vuelta atrás. 

 

 

Notes:

... ¿Opinones?
Mi intención nunca fue matar a Nevan, y tengo este cap casi completamente desde su POV, creo que lo publicare como un cap adicional, solo que no se si aqui, o un extra independiente, porque no quiero que sea demasiado repetitivo.
Peroooo, que opinan del nuevo POV? Martyn Florent, completamente inspirado en Lady Brienne, una dama/caballero que iba jurando su espada una y otra vez, cambiando de bando casi sin darse cuenta durante todas las temporadas.
La amo, de verdad, pero me parece muy curioso como retrata la ambiguedad de los juramentos y quería plasmarlo aquí, porque creo que hay muchos personajes que así son, que dudan entre lo que se les enseño, lo que creen que es correcto... y al final depende de la moralidad de cada uno determinar que es más importante.
Creo que los Neutrales tenían estas dudas y es por eso que muchos no decidieron nada hasta que fueron obligados, generalmente por un dragón lanzando fuego a sus hogares.
Espero que este retrato de los indecisos les agrade... y el regreso de nuestro Bardo!
Y por supuesto, ya era necesario ver que esta pasando en Oldtown, los planes de Otto y los Hightower.
Tambien esta el tema de... los bastardo de Corlys. No creo que solo tuviese dos en su vida, probablemente tenia muchos más, pero solo dos fueron importantes para la historia en general, y... las mujeres saben, siempre saben, cuando hay infidelidad, un sexto sentido nos indica cuando sospechar... ahora, admitirlo, hacer algo y reconocerlo, son cosas muy diferentes.
Además si cree que no hay mucho avance por parte de Vaemond en intentar tomar el control... me lo imagino como uno de esos perros: ladra mucho pero no muerde.
Respondere sus comentarios en el transcurso del fin de semana... si tengo luz! Pero espero que comenten que opinan de este cap!
Y el siguiente... no se aún que POV publicar, si el de Nevan o ir con nuestra Princesa querida... pero de cualquier manera, se revelara la totalidad de la misión de Nevan.

Chapter 14: Bonus: Melodías de Traición y Lealtad

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Nevan  

 

 

“La Rosa negra se alza en fuego, 

la corona se inclina ante el dragón. 

Y toda mentira cae al suelo, 

cuando canta el bardo la canción.” 

 

Las cuerdas del laúd se sentían como oro púlido en sus dedos. 

Suaves, perfectas. 

Sentado en una de las ventanas de la torre que llamaba hogar en estos días, admiro los jardines de la Fortaleza Roja. 

Eran bonitos, pero aburridos, llenos de flores hermosas, pero no tenían nada especial. 

No como los jardines de Volantis. 

Aquellos en los que la Princesa Rhaenyra pasaba sus días. 

Donde desde lo alto, veías como los jardines formaban hermosas figuras, y dentro de ellos, te podías maravillar en encontrar todo tipo de escenarios. 

Estaba el jardín de los dragones, por supuesto, donde había un espacio amplio y libre para que los dragones se recostaran, y donde los arbustos eran recortados con formas de llamas, huevos de dragón y figuras mitológicas como sirenas y hadas. 

El jardín aquatico era uno de sus favoritos particulares, pues tenía una piscina que daba la apariencia de ser un trozo de mar en medio del jardín, con el piso arenoso y el agua cristalina, estaba rodeado de árboles frutales, como palmeras que daban cocos en abundancia, platanales y arbustos de bayas que recortaban en formas de peces. 

La Princesa adoraba recostarse en el borde de la piscina y meter sus pies en el agua, tomando el sol durante horas. 

También estaba el jardín de cristal, un jardín hecho dentro de un invernadero donde las flores más bellas crecían protegidas y creaban un laberinto lleno de lugares privados para acurrucarse; algunos tenían mesas para desayunar, otros tenían cómodas sillas anchas llenas de cojines para recostarse y algunos simplemente tenían bancas delicadas para reposar un rato. 

La mansión que el Príncipe había adaptado para la Princesa Rhaenyra era verdaderamente una obra magnifica. 

Y Nevan la extrañaba. 

Casi tanto como extrañaba a la Princesa. 

Dioses, lo que daría por ver su rostro, cantar una canción y ver cómo se iluminaba ante la balada. 

Seguramente ya ha dado a luz , pensó con melancolía. Al bebe más hermoso de todos.   

Apenas comenzaba a imaginarse la belleza del crío cuando fue interrumpido por un sirviente de mirada asustada. 

“Mi señor, ha sido convocado por vuestra Alteza Real, el Rey Viserys, a sus aposentos.” dijo con pompa y temblando. 

Como si cometer el más mínimo error fuese a condenarlo a muerte. 

Pero Nevan sabía mejor que nadie que bien podría ser. 

Hace apenas unos días Lady Alicent, la loca había ordenado el despido de su sirvienta más leal cuando esta se cortó en las cocinas... y después la mujer había aparecido muerta en un callejón. 

Los sirvientes de la usurpadora duraban tanto como una botella de vino en manos de un Lord. 

“¿Alguna noticia de la ciudad?” preguntó con su voz cantarina. 

Se había rodeado de sirvientes leales a la Princesa Rhaenyra tanto como pudo. 

Hasta donde sabía, solo había dos leales a los Hightower que rotaban en los pasillos donde habitaba. 

Un soldado y una criada encargada de sacudir los enormes tapices Valyrios. 

Algo que la mujer hacía siempre con una mueca de desprecio, pero que Nevan observaba con atención. 

“La gratitud de las mujeres y los niños por el pan se esta extendiendo, así como el rumor de que es la Princesa, preocupada por su pueblo, quien ha sido la benefactora de tal generosidad.” lo dijo con orgullo como si él fuera el benefactor. 

Nevan asintió y avanzó con rapidez a los aposentos del Rey. 

Cuando entró, anunciado con ligereza y miradas bienvenidas de los sirvientes y soldados presentes, noto de inmediato que el Rey estaba en muy mal estado. 

Su rostro, usualmente oculto por vendas, hoy estaba al descubierto y Nevan contuvo el aliento un poco al ver la pus y sangre gotear de su mejilla. 

La herida no sanaba y parecía empeorar un poco cada día. 

Con discreción, mientras servía un par de copas de vino, coloco el polvo de carbón que la Princesa le había dado en ambas copas y con un movimiento alegre se la tendió al Rey. 

Ambos tomaron alegremente. 

Según la Princesa y sus sanadoras, el polvo de carbón era efectivo contra la gran mayoría de los venenos, purgándolos del cuerpo. 

Nevan lo tomaba asiduamente desde que llegó a la capital y sabía que, en al menos una ocasión, había sido envenenado. 

Había purgado su estómago durante dos días, vomitando un líquido entre negro y verde, después de comer con algunos soldados en una posada que pertenecía a Gwayne Hightower. 

“Canta, bardo... canta sobre mi hija.” el Rey ordeno mientras se sentaba en la silla al lado de su modelo Valyrio y comenzaba a tallar una figura delicada. 

Nevan inclinó la cabeza. Sus dedos recorrieron las cuerdas del laúd con la suavidad de un suspiro. 

La melodía que nació fue dulce, pero con un fondo de nostalgia y fuerza contenida. 

“Allende el mar y la llama,  

con alas que el cielo alcanzan,  

la dragona de rostro sereno  

espera al sol que abraza.  

Ni corona ni espada de acero,  

ni trono de sal o fuego,  

podrá quebrar su promesa,  

ni su sangre de verdadero…”  

El Rey detuvo el cincel un instante. El metal resonó al caer contra la piedra. 

Nevan siguió tocando, sin mirar arriba. Sabía lo que significaba esa pausa. Sabía que, por un segundo, Viserys estaba en otro lugar… escuchando no solo una canción, sino un recuerdo. 

La sala estaba en penumbras, el incienso ardía en las esquinas y los modelos de Valyria proyectaban sombras monstruosas en las paredes. 

“Sigue” murmuró el Rey, su voz apenas un suspiro. 

Nevan obedeció. 

“No temáis al rugido oscuro,  

ni al canto del acero y la muerte,  

pues ella nació entre fuego y humo,  

con el corazón firme y fuerte…”  

Cuando la canción terminó, el Rey no habló. Se limitó a observar la figura que había comenzado a tallar. 

Nevan lo miró de reojo. Las manos del Rey temblaban apenas, no por la emoción, sino por el cansancio de los años. 

"¿Sabe que la extraño, verdad?" dijo Viserys, sin girarse. 

Nevan no respondió. 

Porque la verdad era que todos en la Fortaleza Roja lo sabían. 

Que aún en su lecho enfermo, el Rey murmuraba el nombre de Rhaenyra. Que entre documentos y dolor, entre huesos podridos y maestres temerosos, Viserys todavía buscaba a su hija en cada rincón de piedra. 

"Dicen que ella me odia…" continuó, como hablando consigo mismo. "Que me culpa. Que lo que le hice no puede perdonarse." 

Nevan bajó los ojos. 

Y acaso no tiene razón , pensó. 

"¿Y tú qué crees, bardo?" 

Nevan alzó la mirada. 

Lo dijo con suavidad, pero con firmeza, "Creo que aún es tiempo, Majestad. A veces, solo basta con llamarla por su nombre." 

Viserys lo observó largamente, y por un momento, Nevan creyó que iba a llorar. 

Pero el viejo Rey solo asintió… y volvió a tallar en silencio. 

Nevan siguió cantando durante horas, a veces interrumpiéndose para darle al Rey lo que más deseaba: pequeños cuentos de su hija. 

“Le gusta comer frutos rojos y bayas con crema agria y mucha azúcar, a veces en medio de una cena de cerdo y pure, exigía que le llevaran su postre favorito...” 

“Le gusta estar en el agua, cuando no está en el cielo, se pasaba horas con los pies dentro de la piscina, disfrutando el sol mientras leía...” 

Intentaba mencionar al Príncipe lo menos posible, pues siempre enojaba al Rey, pero a veces era inevitable. 

“Adora dormir bajo el ala de su dragón... a veces, cuando el Príncipe se descuidaba atendiendo una petición o con los soldados, la Princesa desaparecía para dormir bajo el ala de Syrax, quien nunca revelaba el paradero de su ama, siempre era Caraxes quien las delataba...” 

Pues el Príncipe Daemon jamás se alejaba demasiado de la Princesa. 

“Ha descubierto que las raíces Valyrias en Volantis también se extienden a la Fe, tiene a un sacerdote de las Catorce Llamas en su servicio, enseñándole sobre las ceremonias y festivales religiosos...” 

Fragmentos dulces, todos felices, todos... demasiado cortos. 

Siempre dejaba al Rey con ganas de más. 

Una palabra más, un segundo más. 

Una mirada más a la vida de su hija a través de las palabras de un cantante. 

Y cuando se retiraba, cuando el Rey dormía profundamente, ayudado por los remedios de los Maestres... Nevan bajaba a los jardines, cantando a las damas del Reino sobre la belleza más allá del Mar Angosto. 

En las noches, aquellas que terminaban temprano... se aseguraba de ir a la ciudad, de ver a los otros bardos esparcir la bondad de la Princesa, y pasaba la noche en los brazos ansioso de alguna mujer bella de las calles. 

A veces eran prostitutas, a veces era la hija del panadero, en algunas ocasiones era la esposa del herrero. 

Y otras tantas era él enterrado en un coño bonito en un callejón oscuro, donde después le daba a la mujer una generosa propina por su cuerpo y su tiempo y ellas partían con la mirada un poco menos quebrada. 

La ciudad, aquella que una vez fue la viva imagen de la esperanza, de la prosperidad, ahora era un agujero de oscuridad y desesperación. 

Ya no había festivales, no había carnavales, los días de mercado eran días marcados por la presencia de ladrones y niños huesudos. 

La generosidad de la Princesa era un secreto a voces que nadie se atrevía a decir en voz alta por temor a que terminara. 

Pero su tiempo, y el oro, se estaba terminando. 

La Princesa le había dado cofres llenos de monedas, pero los cofres no eran pozos sin fondo. 

“Cuando se termine el oro... ¿qué hare Princesa? ¿Enviara más?” el recuerdo de aquella conversación lo invade. 

“Para cuando se termine el oro, tu misión ya debería estar completa. Recuérdale a mi padre que, aunque me fui por mi propia voluntad, lo hice para salvar mi vida, Nevan, recuérdale al pueblo que no los he olvidado... y tráeme los secretos de aquellos que buscan el mal para mi hogar, para los dragones...”   

“¿No teme que la gente se vuelva contra usted si deja de ayudarlos?”  

“Lo temería, si no fuese porque debes asegurarte de que vean que mi ayuda se ha detenido... por culpa de la Reina. Tendrás amigos dentro de la Fortaleza, gente que ya se encarga de que el Reino vea la verdad de la Reina, su hipocresía, su falsa piedad.”  

“Comprendo... y mis canciones...”  

“Serán tu espada y tu escudo,” completó la Princesa, con voz firme. “Usa las cuerdas para trazar mi historia. Habla de mis días de niña, del cariño de mi padre, de los juramentos que todos me hicieron. De cómo me apartaron por intrigas y miedo. Que recuerden que soy la hija de Viserys, que mi sangre es la suya… y la de los dragones.”  

Nevan tragó saliva, atrapado entre el orgullo y el terror.  

“¿Y si me descubren?”  

Rhaenyra le sonrió entonces, un destello de tristeza y fuego en sus ojos lilas.  

“Si te descubren, Nevan… canta más alto, grita si es necesario, escapa si puedes, si tu vida corre riesgo, asegúrate de que tu última canción deje una marca en el Reino que no pueda ser borrada... y regresa a mí, te daré la bienvenida con los brazos abiertos, no importa si no cumples tu misión, solo regresa a mi...”  

La brisa marina agitó su velo plateado mientras se alejaba, sus pasos ligeros sobre la pasarela de madera. Nevan se quedó allí, con el pergamino en la mano y el peso de sus versos transformados en armas.  

El laúd tembló en sus brazos mientras regresaba al presente. 

Nevan bajó la vista y se obligó a respirar. 

Si me descubren… canta más alto.  

Las sombras de la Fortaleza Roja parecían cerrarse sobre él. Pero aunque el miedo le atravesaba el pecho, su voz no titubeó cuando empezó otra canción. 

Una canción sobre una princesa valiente, y un reino que había olvidado su propia verdad.  

Había hecho todo lo posible por cumplir las promesas que le hizo a la Princesa.  

Había creado docenas de canciones, todas pegadizas, y las había compartido con bardos que consideraba amigos suyos, no lo suficientemente leales para confiarles los secretos de su dama, pero si para confiar que con suficiente oro, seguirían sus instrucciones. 

Cantar sobre la bondad de la Princesa, sobre su belleza... sobre su divinidad. 

Compartir con la gente la verdad de la Reina, de los Hightower. 

Y encontrar los secretos de sus enemigos, descubrir a las ratas y serpientes que habitaban en el verdadero hogar de su Princesa. 

Encontrar sus nidos, para que su Príncipe pudiese limpiar el hogar de su esposa. 

Solo cuando no quedasen ratas ocultas ni serpientes con colmillos, su Princesa regresaría a su verdadero hogar. 

Regresó a sus habitaciones cuando el amanecer comenzaba a iluminar las torres de la Fortaleza Roja con pinceladas doradas. 

Cada paso retumbaba en sus botas, pesado por el cansancio y el cuidado de no atraer ojos curiosos. Entre las sombras de los pasillos, las antorchas chisporroteaban, lanzando destellos rojizos sobre los tapices cargados de dragones y coronas. 

Dentro de su pequeña cámara, Nevan cerró la puerta con suavidad. Se dejó caer sobre el taburete, dejando el laúd a un lado como si fuera un brazo cansado. Sus dedos estaban marcados por las cuerdas, y su voz ardía como si hubiera tragado brazas. 

Se inclinó sobre la mesa, sacando del doble fondo de su estuche varias piezas de pergamino. Sobre ellas, garabateadas con tinta marrón, había nombres, fragmentos de conversaciones, horarios de guardias, rumores sobre los dragones… y versos. Siempre versos, que a ojos de un espía podrían parecer simples tonadas. 

Suspiró. 

Las ratas están por todas partes. Entre los maestres. Entre los guardias. Hasta en los septos. 

A veces temía no poder distinguir más la canción de la mentira. 

Nevan frotó su rostro con las manos. Estaba tan cansado. Y sin embargo, su Princesa contaba con él. 

Levantó la vista hacia la pequeña ventana. El cielo se encendía en tonos rosa y ámbar. 

“Pronto, mi Princesa. Pronto te traeré a casa…” susurró, antes de esconder los papeles bajo una tabla suelta del suelo. 

Se tumbó en el camastro, los ojos abiertos, repasando nombres, rostros, secretos. Mientras, allá en las torres, los dragones dormían… por ahora. 

No podía quedarse quieto. El amanecer apenas había terminado de teñir el cielo cuando Nevan se incorporó de golpe al ver una nota deslizarse por debajo de su puerta. 

El trozo de pergamino solo tenia una estrella negra, de siete puntas.  

Tomó su laúd maltrecho y un manto oscuro, cubriéndose el rostro. No tardó en deslizarse por los corredores aún adormecidos de la Fortaleza Roja. Atravesó puertas laterales, descendió por escaleras en espiral, y emergió finalmente en las callejuelas que serpenteaban hacia las faldas de Aegon’s High Hill. 

Pronto, los olores del amanecer de Desembarco lo envolvieron: pan recién horneado, sudor, humo, y esa peste indefinible del río. 

Se movió con soltura hasta Flea Bottom, deteniéndose frente a un burdel discreto de muros encalados y farolillos apagados. Una mano marcada con una estrella negra, la señal convenida, estaba tallada en el dintel. Nevan se había sentido muy inteligente al decidirla, de esa manera desviaría a la mayoría de la gente de creerlos leales a los Dragones. 

Empujó la puerta. Dentro, el aire estaba denso de perfume barato y humo de incienso. Una risa femenina flotó brevemente antes de sofocarse. 

Al fondo, detrás de cortinas de terciopelo gastado, aguardaba una figura robusta, envuelta en sedas moradas. Su cabello, recogido en un moño trenzado, lucía mechones plateados prematuros. Sus ojos eran afilados, como puñales. 

“Nevan” murmuró ella, con la voz ronca de muchas noches en vela. “Llegas pronto. Pensé que vendrías esta noche.” 

“Las ratas no esperan a la luna, Leny” replicó él, quitándose la capucha. “Dime que no han empezado a cazar a los míos.” 

Leny lo miró largamente antes de bajar la vista. 

“No a todos… todavía. Pero hay nuevos hombres en la ciudad. Callados. Buscan bardos, mujeres… cualquiera que hable demasiado. Y preguntan por ti.” 

 Nevan sintió un escalofrío recorrerle la columna. 

“¿Quiénes son?” 

“Uno lleva un broche verde, en forma de torre. Y el otro… es un cantor, como tú. Canta versos contra dragones.” Hizo un gesto hacia el laúd. “Y canta muy bien.” 

Nevan apretó los dientes. 

“Entonces supongo que tenemos guerra de canciones.” 

Leny suspiró. 

“Cuidado, Nevan. Ya desaparecieron tres muchachas mías esta semana. Y uno de los niños que solían llevarte recados. No dejes que seas tú el próximo.” 

Nevan asintió. En su mente, ya comenzaban a gestarse nuevas estrofas, versos que podían cortar más profundo que cualquier daga. 

“Si me atrapan” dijo finalmente, su voz apenas un susurro, “asegúrate de que la Princesa sepa que nunca la traicioné.” 

Leny lo sostuvo de la muñeca, con fuerza inesperada. 

“Y tú asegúrate de seguir cantando, bardo. O todos estaremos muertos.” 

Nevan se apartó, arropando su laúd, mientras la primera campanada de la ciudad marcaba la hora. Había mucho por cantar. Y mucho por descubrir. 

Nevan salió del burdel con el corazón martillándole las costillas. El sol se elevaba ya sobre los tejados de Flea Bottom, tiñendo las aguas del río de un rojo enfermizo. 

Un cantor… un maldito septo cantor… 

Sus pasos lo llevaron, casi sin pensarlo, hacia los patios interiores de la Fortaleza Roja. Allí, entre muros custodiados y almenas, el aire parecía un poco más seguro… aunque sabía que no lo era. 

Horas más tarde, un joven paje le susurró al oído: 

“El hombre que buscas está en el mercado de la Seda. Viste túnica gris. Canta a los Siete… y a la caída de los dragones.” 

Nevan no perdió tiempo. Se fundió entre la multitud, el laúd colgando a su espalda. Los aromas de especias y sudor le llenaban las narices mientras avanzaba entre puestos de sedas y brazaletes de cobre. 

Y entonces lo vio. 

Un hombre alto, de rostro lampiño y facciones suaves, con la tonsura visible bajo la capucha baja. Cantaba con voz vibrante, modulada, sus versos colmados de furia y fervor: 

¡Dragones devoran inocentes!  

¡Sus sombras queman campos y hogares!  

¡Es voluntad de los Siete  

Que la torre reine sobre el fuego!”  

La gente se agolpaba alrededor. Un par de mujeres lo escuchaban con los ojos anegados. Algunos hombres asentían, con los rostros tensos. 

Maldito cabrón… es bueno , pensó Nevan, con un nudo de rabia en la garganta. Demasiado bueno. 

Antes de que pudiera acercarse, una mano poderosa lo sujetó del brazo y lo arrastró hacia un callejón sombrío. 

“¿Buscando problemas, bardo?” gruñó una voz grave. 

Nevan se giró y casi suspiró de alivio. Era Harwin Strong, con su pecho ancho y su media sonrisa torcida. 

“Justo el hombre que necesito” dijo Nevan, bajando la voz. “¿Ves al septo? Está cantando contra los dragones. Está envenenando a la gente.” 

Harwin echó un vistazo entre las lonas de un puesto de dátiles. 

“Bah. Más charlatanes.” Hizo un gesto de desdén. “Pero si canta bien, la gente lo escuchará. Y si la gente lo escucha… eso es problema. “ 

Nevan se inclinó hacia él, susurrando: 

“Necesitamos deshacernos de él. Callarlo. O… reemplazarlo.” 

“¿Matar a un septo?” replicó Harwin, arqueando una ceja. “¿Sabes el lío que sería eso? No, Nevan. Tiene que parecer accidente. O mejor aún… deshonra.” 

Nevan asintió, aunque su rostro estaba sombrío. 

“Si me dejas acercarme, puedo tenderle una trampa. Puedo acusarlo de herejía. De mentir en nombre de los Siete. O de seducir a una viuda rica. Algo que destruya su santidad.” 

Harwin reflexionó unos segundos, luego asintió despacio. 

“Hazlo rápido. Antes de que empiece a cantar ante el Septón Supremo. Yo me encargaré de que nadie te interrumpa.” 

Nevan le dio una palmada en el brazo. 

“Tendrás tus canciones, Ser Harwin. Y la Princesa también.” 

Harwin le dedicó una sonrisa torcida. 

“Solo asegúrate de que tu lengua no te cueste la cabeza, bardo.” 

Nevan se apartó, volviendo la vista una última vez hacia el septo que, entre versos y bendiciones, seguía clavando puñales en forma de rimas contra los dragones. 

La tarde caía sobre el mercado de la Seda, tiñendo los toldos y lonas de un rojo quemado. Nevan se mantenía al margen, disimulando con su laúd mientras observaba al septo cantor seguir su espectáculo. 

  “¡Y los dragones caerán,  

pues su fuego es pecado  

y la torre brillará  

en el reino sagrado!”  

Las monedas llovían en el cuenco del septo. Cada verso encendía más los murmullos, las miradas furiosas. 

Bastardo hábil… pensó Nevan. 

Tonto, también, pues los bardos de Nevan no aceptaban monedas, las repartían... y noto las miradas de las mujeres hambrientas, de los niños huesudos, aquellos que se habían acostumbrado a recibir pan de los bardos. 

Se acercó Harwin, cubierto con una simple capa de lino, la capucha baja. Le susurró: 

“Ya está todo dispuesto. Detrás del puesto de los tintes. Los barriles de aceite están listos. Solo falta distraerlo.” 

 Nevan respiró hondo. Sus manos temblaban sobre las cuerdas del laúd. 

 “¿Seguro que esto no levantará sospechas?”  

“Si alguien pregunta, el aceite se encendió solo. Un farol caído, una chispa… nadie señalará a un bardo o a un soldado.” 

Nevan asintió. Se cuadró la capa y avanzó hacia el septo. Cuando estuvo lo bastante cerca, alzó la voz: 

“¡Hermano! ¡He oído que eres hombre de versos! ¿Por qué no me enfrentas en una contienda de canciones? ¡Que el pueblo decida cuál de los Siete nos inspira mejor!” 

El septo, enardecido por la multitud, sonrió como un lobo. “¡Acepto, perro de dragones! ¡Cantemos, pues, y que los dioses juzguen!" 

Nevan sonrió y pulsó las cuerdas: 

“Dijiste que el fuego es demonio,  

que el dragón solo es ruina y espanto.  

Mas olvidas que la torre,  

también ha caído mil veces en llanto.”  

Los curiosos corearon un “¡Oooh!” y se agolparon más cerca. El septo abrió la boca para replicar… 

…justo cuando Harwin, desde el flanco, fingió tropezar contra un barril. 

¡CRASH!  

El barril rodó. El aceite se vertió. Una antorcha cayó... 

Y de pronto, el mercado se convirtió en un infierno de llamas. 

La multitud gritaba. Puestos ardían, sedas chisporroteaban como piel quemada. El septo lanzó un chillido mientras su túnica se prendía por el bajo. Corrió en círculos, sus cánticos convertidos en aullidos. 

"¡Agua! ¡Traed agua!" gritó Nevan, haciendo el papel de bardo horrorizado. 

Harwin lo tomó del brazo, arrastrándolo lejos del fuego. 

"¡No podemos quedarnos, joder! ¡La guardia vendrá!" Le susurro bruscamente. 

Nevan se volvió a mirar. El septo rodaba por el suelo, envuelto en llamas, sus versos reducidos a chillidos ahogados. 

“Ya lo se... estoy actuando...” 

"¡Y podrías arruinarlo todo!" replicó Harwin, tirando más fuerte. "¡Vamos, bardo! ¡El Rey te conoce!" 

Nevan vaciló… y dejó que Harwin lo arrastrara entre las sombras. 

Cuando por fin se detuvieron, lejos del humo, Nevan apoyó la frente contra la piedra fría de un muro. 

“Eso estuvo más cerca de lo que me gustaría...” 

Harwin le dio una palmada en el hombro. 

"Pues empieza a cantar algo alegre mañana. Para que nadie sospeche." 

Esa noche, tras una buena revolcada con una de sus favoritas, Nevan se vio obligado a despedirla cuando una dulce muchachita entro llorando. 

Nevan exhaló el humo dulce de la pipa, tumbado entre sábanas revueltas y sedas rojas. Su cabello sudado caía sobre su frente mientras acariciaba con suavidad la espalda de Marei, la joven prostituta que sollozaba apenas, con los labios hinchados por tanto besar y por las lágrimas. 

Ella temblaba, recostada de lado, la mirada fija en la pared. 

“No llores, cielo” susurró Nevan, besándole el hombro. “Nadie volverá a tocarte esta noche si no quieres.” 

Marei tragó saliva. Su voz salió rota. “No fue… no fue cualquier hombre, Nevan. Fue el Septón Supremo. Él… él dijo que mi cuerpo debía purificarse, que estaba sucio por servir a bastardos y herejes.” Se cubrió el rostro, sacudida por arcadas mudas. “Me obligó a rezar… mientras me…” 

Nevan sintió el retorcido ardor de la rabia. 

“Maldito sea" dijo, con una calma mortal. “Los dioses lo juzgarán. O lo haré yo.” 

Ella se volvió, la cara surcada de lágrimas. 

“¿Sabes lo que dicen ahora? Que los matrimonios que no sean bendecidos por los Siete no son válidos. Que las uniones entre primos, incluso aunque sean tradición noble, son pecado mortal. Que todo niño nacido de esos matrimonios es… es un demonio.” 

“Eso llevan diciendo siglos” murmuró Nevan. “Pero nunca con tanto veneno.” 

Marei negó con la cabeza, frenética. 

“No lo entiendes, Nevan. Están yendo casa por casa. Preguntan a las esposas dónde se casaron. Si dicen “bajo un Arciano” o “bajo los Dioses Antiguos” o “en un septo menor”, les dicen que su matrimonio es falso. Que sus hijos son bastardos. Que deben casarse otra vez… o serán excomulgadas.” 

Nevan sintió escalofríos. 

“¿Y qué consiguen con eso?” 

Marei lo miró con ojos vidriosos. 

“Dividen a las casas. Hacen que duden unos de otros. Y así, cualquier señor que apoye a la Princesa… puede ser acusado de bigamia. De incesto. De bastardía. O de tener herederos ilegítimos.” 

Nevan apartó la pipa. El humo quedó flotando en el aire como un mal presagio. 

“Malditos Hightower…” murmuró. 

Marei hundió el rostro en su pecho. 

“No es solo ellos. El Septón Supremo lo cree. Dice que el Reino debe limpiarse. Que no habrá paz mientras los dragones gobiernen.” 

Nevan la abrazó más fuerte. 

“Shh… shh…” susurró. “No dejaré que vuelvan a tocarte. Ni a ti… ni a nadie de los nuestros.” 

Ella alzó la vista, temblando. 

“¿Qué vas a hacer?” 

Nevan respiró hondo. 

“Voy a cantar.” Sonrió con tristeza. “Y voy a contarles al pueblo… la verdad de la Reina.” 

Marei se sorbió la nariz, todavía con el cuerpo encogido. Nevan le apartó un mechón de cabello húmedo de sudor y lágrimas. 

“Dime todo, pequeña ruiseñor” murmuró él “No te lo guardes. Las palabras que no se dicen… se pudren por dentro.” 

Marei respiró hondo. 

“No sé por qué me cuenta cosas, Nevan. ¡No sé por qué me las dice!” se llevó una mano temblorosa a la boca. “A veces me hace arrodillarme y escucharle durante horas. Dice que soy… su confesora.” 

“Porque eres hermosa y te ve frágil. Los hombres como él son bestias. Se alimentan del poder que tienen sobre otros.” le acarició el brazo, con voz suave. “¿Qué más te ha contado?” 

Marei apartó la vista, como si temiera que las sombras la delataran. 

“Dice que la Princesa está maldita. Que su vientre…” bajó aún más la voz “…que su vientre es prueba de la sangre maldita de los dragones. Que todo hijo que salga de ella será monstruo.” 

Nevan apretó los labios. 

“¿Habla de deformidades?” 

“Sí.”Marei asintió, los ojos anegados. “Él dice que su sangre está corrompida por demasiados cruces con dragones. Que por eso… que por eso sus hijos serán monstruos. Que aunque se vean hermosos por fuera… su carne es… es como cera. Que tienen escamas pequeñas, como lagartos. Que nacen… con cosas que ningún hombre debería tener.”  

Nevan se quedó inmóvil. Una punzada helada le atravesó el pecho. 

“¿Escamas? ¿Quién más sabe esto?” 

“¿Y qué más dice ese perro con túnica?” 

“Dice que la Reina purificará la sangre.” Marei hablaba cada vez más rápido, como si las palabras quemaran en su lengua. “Porque ella es ándala de sangre pura. Y que su hijo, el varón que lleva en el vientre, es el heredero legítimo. Que es él quien debe ser Rey, porque así lo dicta la tradición de los hombres y de los Siete. Que no puede gobernar una mujer que trae demonios al mundo…” 

Nevan dejó escapar una risa breve, amarga. 

“Ah… ahí está. El viejo cuento. Los hombres mandan. Las mujeres obedecen. Y los dragones… mejor muertos. ” 

“Él dice que la Princesa nunca volverá, que el pueblo no la querrá si sabe la verdad. Que todos los hijos de dragón tienen la misma mancha. Que el reino arderá si ella se sienta en el Trono.”  

Nevan se inclinó hacia Marei, mirándola con intensidad. 

“¿Ha dicho cuándo va a soltar toda esta basura? ¿Piensa predicarlo ya?” 

“Pronto. Cuando haya suficientes septos preparados para repetirlo. Quiere gritarlo desde cada septo, cada plaza, cada esquina de Desembarco. Cuando pueda acusar a la Princesa. Que todos los hijos del dragón deben caer. Y cuando lo haga… dice que nadie querrá volver a ver a la Princesa en Poniente.” 

Nevan tragó saliva, su mente girando veloz. 

“Marei… ruiseñor mío.” Su voz se volvió casi tierna. “Si algún hombre vuelve a preguntarte algo… olvida todo esto. No sabes nada. ¿Entiendes?” 

Nevan apretó los dientes. El eco de viejas canciones sobre la locura de los Targaryen retumbó en su memoria.  

Ella asintió débilmente. 

“¿Crees que me matarán, Nevan?” 

“No mientras yo cante.” Él sonrió con dureza. “No mientras me queden versos en la lengua.”  

Marei dejó escapar un sollozo y se abrazó a él, enterrando la cara en su cuello. 

“Estoy tan cansada, Nevan… tan cansada…” 

“Lo sé, ruiseñor.” Nevan besó su frente. “Pero aguanta un poco más. Pronto llegará el fuego… y quemará las mentiras.” 

Ella se recostó contra su pecho, respirando entrecortada. 

"Tengo miedo, Nevan… ¿y si tienen razón? ¿Y si… los hijos de dragón…?" 

Nevan le apartó el rostro para mirarla fijamente. 

"Si los dragones fueran demonios… la reina Aemma jamás habría tenido el corazón que tenía. Ni la Princesa miraría a su pueblo como lo hace. No dejes que las ratas del septo envenenen tu fe, Marei. Los dragones no son la amenaza… lo son los hombres que temen perder su poder." 

Nevan no soltó a Marei. Su cuerpo aún temblaba contra el suyo, y por un instante él sintió un furor protector casi tan ardiente como el deseo que solía encenderle la música y las palabras. 

"Escúchame bien, ruiseñor" murmuró, bajito, junto a su oído. "Esos hombres con túnicas blancas y cruces doradas… hablan de pureza. Pero lo único puro en ellos es la codicia. Quieren el oro, el poder… y las mujeres jóvenes para sus camas." 

Marei soltó una risita amarga, aunque sus ojos seguían vidriosos. 

"Dicen que todas nosotras somos sucias. Que no merecemos entrar en los Siete." 

Nevan le acarició el pelo. 

"Si los Siete cerraran sus puertas a los que buscan consuelo, los septos estarían vacíos. Créeme." 

Ella se rió, apenas un susurro. 

"Tú siempre dices palabras bonitas…" 

Nevan le levantó el mentón con suavidad. 

"No son solo palabras. Tú sabes más secretos que medio consejo del rey. Y eso te convierte en alguien valiosa… y peligrosa. No lo olvides." 

Marei parpadeó, pensativa. 

"¿Tú crees que me matarían, Nevan? ¿Por lo que sé?" 

"Si creen que puedes hablar… claro que sí. Pero para eso me tienes a mí." Se inclinó, su frente apoyándose en la de ella. "Nadie va a tocarte. Ni a ti… ni a las otras." 

Ella suspiró, y sus dedos jugaron con el borde de la camisa de Nevan. 

"¿Crees que la Princesa volverá algún día?" 

Nevan guardó silencio un momento. Su mente estaba llena de recuerdos: la risa clara de Rhaenyra, su voz grave cuando hablaba de justicia, el fuego en sus ojos cuando defendía a su pueblo. 

"Sí" dijo al fin, firme. "Porque todavía hay canciones que deben cantarse sobre ella. Y yo… no pienso morirme hasta cantarlas." 

Marei le abrazó con fuerza, como si temiera que desapareciera. 

"¿Y si el príncipe el Príncipe Daemon la aleja para siempre? Dicen que es fiero… que hace cosas terribles." 

Nevan alzó las cejas, divertida incredulidad en su mirada. 

"Príncipe Daemon es un dragón. Es fuego y sangre, sí… pero todo lo que hace, lo hace por ella. Y la Princesa…" sonrió levemente "la Princesa no se deja apartar de donde quiere estar. Créeme." 

"Ojalá tengas razón…" murmuró Marei. 

Se quedaron así unos instantes, solo respirando, mientras los sonidos del burdel seguían flotando a su alrededor: risas, gemidos, el tintinear de copas, el rasgueo lejano de un laúd. 

Finalmente, Marei rompió el silencio: 

"Tengo miedo, Nevan. No quiero que haya otra guerra. No quiero… morir entre fuego." 

Él la abrazó más fuerte. 

"Si llega el fuego… me aseguraré de que estés lejos de las llamas. Lo juro por cada verso que he cantado." 

Marei lo besó en la mejilla y se apartó un poco, más tranquila. 

"Me alegra que existas, Nevan. Hasta cuando mientes." 

Nevan sonrió, aunque su sonrisa no llegó del todo a sus ojos. 

"Soy un bardo, ruiseñor. Mentir es mi oficio… pero también salvar vidas." 

La chica cerró los ojos, rendida, mientras él la abrazaba, su mente hirviendo con la urgencia de llevar aquellas noticias a Harwin… y quizás, incluso, al Príncipe Daemon. 

Nevan dejó atrás el calor del burdel y salió a la noche húmeda de Desembarco. El aire olía a pescado, vino agrio y carbón. Las linternas oscilaban sobre las puertas, lanzando sombras que parecían monstruos. 

Se ajustó el manto, intentando pasar desapercibido entre soldados ebrios, vendedores que recogían sus puestos, y prostitutas envueltas en capas de lana. Cada paso retumbaba en su mente, junto a las palabras de Marei. 

No quiero morir entre fuego.  

La imagen de la chica, tan joven y asustada, le quemaba más que el vino fuerte. 

Cruzó Flea Bottom por callejas cada vez más estrechas, hasta llegar a una puerta de madera carcomida. Golpeó dos veces, esperó, y luego dio un tercer golpe más suave. 

La hoja se entreabrió, dejando ver un ojo oscuro. 

“¿Nevan?”  

“¿Esperabas a otro con mis modales y mi encanto?” replicó, forzando una sonrisa. 

La puerta se abrió lo suficiente para dejarle entrar. Dentro, el aire estaba impregnado de sudor, aceite de armas… y sangre reciente. Harwin Strong estaba de pie, sin armadura, camisa abierta en el pecho. Una venda sucia le cubría el antebrazo. 

“¿Qué ha pasado contigo?” preguntó Nevan, alzando la ceja. 

“Un idiota que creía que podía robarle a un hijo de Harrenhal.” Harwin se encogió de hombros. “No duró mucho. ¿Qué traes?”  

Nevan se cruzó de brazos, repentinamente serio. 

“Los septos.”  

“¿Qué septos?” 

“Los que vienen del Dominio. Y de Antigua.” Bajó la voz, aunque estaban solos. “Vienen a predicar contra los dragones, Harwin. A decir que somos bestias, demonios. Que el fuego es maldición. Que la sangre Targaryen es una abominación.” 

Harwin soltó un bufido. 

“Siempre lo han dicho. ¿Qué cambia ahora?” 

Nevan lo señaló con un dedo. 

“No es lo mismo cantarlo en sus septos, allá lejos, que venir a gritarlo a la ciudad. ¡Aquí es donde vive el miedo, Harwin! Aquí están los hornos donde cuecen los rumores. Si esos hombres entran y predican en Desembarco… hasta los mendigos empezarán a odiar a los dragones. Y un día, alguien prenderá antorchas contra las puertas de la Fortaleza Roja.”  

Harwin se frotó el rostro. 

“El Príncipe Daemon no permitirá que entren.”   

“El Príncipe Daemon no está aquí.” Nevan entrecerró los ojos. “Y los Hightower mueven las piezas mientras él está lejos.”  

Harwin se le quedó mirando, con el ceño fruncido. 

“¿Qué propones?” 

Nevan se inclinó hacia él, conspirativo. 

“Poco me importa si predican en sus septos allá en Antigua. O en el Dominio. Pero no pueden poner un pie en esta ciudad. Si alguno llega, debemos callarlo. O comprarlo. O…” alzó las manos, dejando la palabra en el aire “lo que haga falta.”  

Harwin chasqueó la lengua. 

“Matar a septos podría volverse en nuestra contra.” 

“¿Y dejar que envenenen al pueblo no?” replicó Nevan, con furia contenida. “Esos hombres están bien pagados. Hablan con lengua de plata. Si convencen a bastante gente, no necesitarán espadas. Bastará con abrir las puertas desde dentro.” 

Hubo un largo silencio. Harwin miró el suelo, meditando. 

“Te escucho, Nevan. ¿Qué sabes de ellos? ¿Dónde están?”  

Nevan respiró hondo. 

“Aún no lo sé. Pero están viniendo. Marei escuchó al septón supremo. Hablan de purificar la sangre del reino… de invalidar matrimonios…” Se interrumpió, con una chispa de desprecio. “Y dicen que la Reina purificará la sangre, porque ella es una ándala pura. Que es su hijo varón quien debe llevar la corona.” 

Harwin frunció el ceño, sombrío. 

“Así que siguen empujando la idea de Aegon.” 

Nevan asintió. 

“Y cada vez con menos sutileza. Es ahora o nunca, Harwin. Antes de que esos predicadores lleguen y conviertan cada calle en un sermón.” 

Harwin respiró hondo. 

“Hablaré con Luthor Y con mi hermano si logro enviar un cuervo que no sea interceptado. Mientras tanto… sigue tarareando, Nevan.” 

Nevan puso cara de fastidio. 

“Cantar. Espiar. Contarle cuentos a un rey moribundo. Es lo mismo, al final.” 

Harwin sonrió de medio lado. 

“Eres el bardo más peligroso que he conocido.” 

“Y el más guapo. No lo olvides.” Nevan le palmeó el hombro con suavidad. “Harwin… haz lo que debas. Pero que esos hombres no entren en Desembarco. Y ten cuidado con lo que le dices a tu hermano, sabes que nuestra Princesa no confía en él... y con razón.”  

Salió de la habitación, con el corazón bombeándole en el pecho. Mientras cerraba la puerta tras de sí, murmuró para sí mismo: 

“Si tengo que arrancarle la lengua a cada septón, lo haré. Antes de que me quiten mi canción.” 

... 

Nevan caminaba por los patios traseros del orfanato abandonado, donde los ladrillos se desmoronaban y los gatos cazaban entre los escombros. El sol apenas asomaba por entre las nubes grises y una llovizna tímida comenzaba a empaparle el manto. 

La reunión era en la vieja cocina del orfanato, cerrado desde los días del Gran Consejo, cuando los proyectos de la Reina Alysanne comenzaron a ser abandonados. Nadie pasaba por ahí. Nadie hacía preguntas. 

Al entrar, encontró a Aoife sentada sobre una mesa cubierta de frascos, raíces secas y papeles manchados de tinta y vino. El aire olía a humo, hierro y flores marchitas. 

“Pensé que sólo las brujas vivían así” murmuró Nevan, cerrando la puerta tras él. 

Aoife alzó la vista, con una sonrisa tan dulce como peligrosa. 

“¿Y no lo soy?” 

Tenía las mangas arremangadas y los dedos manchados de algo oscuro. Sobre la mesa, un cuenco burbujeaba con un líquido violáceo que chisporroteaba cada tanto. 

“¿Mandrágoras?” preguntó él, al ver las raíces con forma casi humana, reconociendolas solo por su forma peculiar.

“Oh, sí.” Ella se levantó, danzando en silencio hacia el cuenco. “He estado experimentando con dosis pequeñas. Curiosas, muy curiosas…” 

“¿Qué tan curiosas?” 

“En pequeñas cantidades, inducen alucinaciones. Voces, visiones, paranoia. En grandes cantidades… desmayo, convulsiones, y si uno tiene mala suerte… muerte.” 

“¿Y si uno tiene buena suerte?” 

“Entonces” dijo Aoife, acariciando la mandrágora como si fuese un bebé dormido, “queda confundido, atado a sus delirios… preguntándose qué es real y qué no. Y lo mejor…” se inclinó hacia él “es que no deja rastro. Parece fiebre. Dolor del alma. Un colapso de nervios.” 

Nevan la observó en silencio por unos segundos. Había visto muchas cosas en su vida, pero la determinación alegre de Aoife era algo único. 

“¿Y la Reina?” 

“La Reina canta canciones sin música y habla con caballeros que murieron semanas atrás.” Aoife sonrió con una ternura espeluznante. “A veces se ríe, a veces llora. Está convencida de que los maestres quieren abrirle el vientre. Cree que sus propios hijos han muerto o que ya son Reyes y Reinas.” 

“¿Y tú?” 

“Yo la cuido. Le doy té. La arropo por las noches. Le digo que todo estará bien.” 

Nevan soltó una risa amarga. 

“Eres el monstruo más gentil de toda Desembarco.” 

“Y tú, el mentiroso más noble que ha pisado estos suelos” replicó ella sin despeinarse, mientras revolvía el líquido con una cuchara de madera. "No es mi culpa que no tenga acceso a todos los ingredientes para el té de luna... tengo que improvisar un poco."

Nevan se acercó a la ventana, mirando hacia el cielo gris. 

“Dicen que el Rey apenas habla ya. Que Lyonel Strong y Lyman Beesbury hacen sus deberes. Que la corona ya no pesa en su cabeza... y tienen toda la razón, al menos se aseguro de quitarle la corona a la reina antes de quitarse la suya...” 

“Y pronto” dijo Aoife con una sonrisa serena “no quedará corona que colocarle.” 

“¿Lo harás tú? ¿Cuándo llegue el momento?” 

“No soy una asesina, Nevan.” Aoife ladeó la cabeza. “Sólo estoy… preparando el terreno.” 

“¿Para quién?” 

“Para ella.” El tono fue tan firme que no hizo falta decir más. 

Nevan la observó unos segundos más. Luego se acercó y le ofreció la mano. 

“Que los dioses nos perdonen.” 

Aoife se la tomó, con dedos tibios y firmes. 

 “¿Perdonarnos? Nevan…” le guiñó un ojo “… ellos fueron los que nos enviaron.” 

“Nos enviaron los dragones.” 

“¿Acaso no es lo mismo? Cuando recé por ayuda fueron los dragones quienes me salvaron, son ellos quienes alimentan a mis hermanos y quienes me protegen...” 

Nevan soltó la mano de Aoife y volvió a mirar la mesa repleta de frascos. Cogió uno, lo giró entre los dedos y lo dejó caer de nuevo con un tintineo suave. 

“Hay algo más, Nevan” dijo Aoife, limpiándose las manos en un trapo manchado de violeta. “Ese nuevo guardia. El caballero del Dominio. Algo... Florent.” 

“¿Martyn Florent?” preguntó él, alzando las cejas. 

“Sí.” Los ojos de Aoife brillaron con astucia. “lleva un pequeño dragón rojo bordado en la esquina de la capa. Pequeño, casi invisible. Creí que nadie lo notaría. Pero yo siempre noto esas cosas.” 

Nevan entrecerró los ojos. 

“Curioso. Muy curioso.” 

“Sin embargo…” Aoife apoyó un dedo en sus labios, pensativa “… se desvive por proteger a la Reina. Habla de ella como si fuera una mártir. Una pobre santa a la que todos traicionan. Le ha hecho juramentos. La defiende con más fervor que los Hightower.” 

Nevan soltó una carcajada breve, aunque sin alegría. 

“Ah, pobre idiota.” 

“¿Idiota… o espía?” preguntó Aoife. 

Nevan guardó silencio, mirando hacia la ventana rota, donde la lluvia comenzaba a repiquetear de nuevo. Luego se pasó una mano por el cabello y suspiró. 

 “Martyn Florent es uno de los nuestros, Aoife.” 

Ella lo miró con sorpresa. 

“¿De los nuestros?” 

“El Príncipe Daemon lo envió a Oldtown. A espiar a los Hightower. Debía vigilar a Otto, saber qué movían en las sombras. Pero…” Nevan frunció el ceño, pensativo “…si está aquí, en la Fortaleza Roja, pegado a la Reina, algo ha cambiado. O alguien lo ha desviado de su misión.” 

“¿Crees que ha cambiado de bando?” susurró Aoife. 

“No lo sé.” Nevan negó, su voz grave. “Martyn es… demasiado recto. De esos caballeros que no saben doblarse, ni siquiera para salvar su cuello. Si cree que la Reina es una pobre víctima, podría convencerse de que servirla también es servir al Reino.” 

“O tal vez…” insistió Aoife “… la Reina no está tan loca como queremos hacer creer. La mujer es astuta, conoce la corte...” 

Nevan la miró con dureza. 

“No empieces con eso. La Reina ha estado alimentando hogueras de herejía y ha encadenado a tu Princesa cuando era una niña. No lo olvides.” 

“No lo olvido.” Aoife bajó la mirada, casi con dulzura. “Pero tampoco olvido que, mientras la Reina viva… nadie puede llamar a la Princesa Rhaenyra asesina.” 

Nevan chasqueó la lengua, apartándose de la mesa. 

“Sea como sea, necesito saber por qué Martyn está aquí y no en Oldtown. Si ha traído información… o si viene con intenciones distintas.” 

“Ten cuidado” murmuró Aoife. “Tiene cara de hombre que se tortura a sí mismo antes de traicionar a alguien más.” 

Nevan esbozó una sonrisa torcida. 

“Eso es lo más peligroso. Los hombres que creen hacer lo correcto suelen ser los que más sangre derraman.” 

Se caló la capucha, preparándose para volver a la ciudad. 

“¿A dónde vas?” preguntó Aoife. 

“A seguir al caballero del Dominio” contestó Nevan, con un destello pícaro en los ojos. “Si ha traído secretos… quiero ser el primero en escucharlos.” 

Y salió, dejando el olor a mandrágoras y a muerte flotando en la habitación. 

... 

Nevan se movía como sombra entre los tapices y los pilares de mármol. Había aprendido hacía años que el secreto para espiar en la Fortaleza Roja no era esconderse… sino parecer que pertenecías allí. Un bardo era invisible, siempre. Nadie preguntaba qué hacía un bardo. Ni siquiera cuando se pegaba demasiado a las paredes. 

Esa noche, el castillo estaba cargado de murmullos. Los estandartes ondeaban con pesadez, empapados por la humedad de la llovizna. Las antorchas chisporroteaban. Y Nevan tenía la vista fija en el caballero de capa verde-gris. 

Ser Martyn Florent caminaba rígido, como si temiera quebrarse. Iba a paso firme, patrullando el pasillo que conducía a los jardines, la mano derecha siempre cerca del pomo de la espada. Llevaba aquella capa, sencilla, salvo por el pequeño dragón rojo bordado en la esquina. 

“Tan pequeño, y sin embargo arde como si llevaras un dragón vivo en los hombros,” pensó Nevan, con una sonrisa torcida. 

Se deslizó tras él, lo bastante lejos para no llamar atención, lo bastante cerca para captar retazos de palabras. 

Martyn murmuraba en voz baja, como si hablara consigo mismo: 

"… protegerla… juramento… los Siete me guíen…" 

Nevan entornó los ojos. 

Está rezando. Otra vez. 

Martyn se detuvo, giró sobre sus talones y escudriñó el pasillo. Nevan contuvo el aire y se acuclilló tras un pedestal que sostenía un busto de algún rey muerto hacía siglos. 

"¿Quién anda ahí?" bramó Martyn. 

Nevan arrugó la nariz. La voz de un caballero. Fuerte, clara… y terriblemente honesta. 

No respondió. Se limitó a esperar. Tras unos latidos, Martyn bufó y reanudó su paso. 

"… el Rey no decide nada… y la Reina está… atrapada…" 

Nevan sintió que se le helaba el vientre. Así que es verdad… está atrapado entre dos lealtades. 

Martyn dobló una esquina y se detuvo de pronto. Había dos criadas charlando cerca de un arco de piedra. Una dijo en voz alta: 

"Dicen que la Reina debería haber parido hace lunas. Que el bebé está muerto dentro de ella…" 

Martyn las fulminó con la mirada. 

"¡Callad, malditas! ¡Es traición hablar así!" 

Las muchachas se apartaron, asustadas. Martyn se quedó unos instantes mirando el suelo, presa de evidente agitación. 

"Pero… y si está muerto ya por dentro… " dijo, apenas audible. 

Nevan sintió un nudo en el pecho. Pobrecillo. No sabe en qué bando está… y eso lo convierte en un arma perfecta… o en un riesgo enorme.  

Martyn siguió caminando, más rápido ahora, y Nevan se deslizó tras él. Bajaron escaleras en espiral, cruzaron un corredor bajo cuyas losas se escuchaban ratas. Nevan se pegó a las sombras. 

Finalmente, Martyn llegó a una pequeña capilla vacía. Encendió una vela y se arrodilló ante la imagen de la Madre. 

"… perdóname, si he servido a los equivocados…" 

Nevan contuvo un suspiro. Se sentía, de pronto, como un ladrón espiando a un niño llorando. 

No, Nevan. Este hombre podría desbaratarlo todo.  

Se obligó a grabar cada palabra, cada susurro, cada mención del Rey, de la Reina, de la Princesa. Cuando Martyn se levantó y apagó la vela, Nevan retrocedió unos pasos, asegurándose de que el caballero no le viera. 

Tengo que informar a Harwin. O quizás directamente a la Princesa. Este hombre está al filo de una espada… y alguien va a usarlo para cortar cabezas.  

Mientras Martyn se alejaba, Nevan permaneció en las sombras, con el corazón latiéndole con fuerza. Había en los ojos del caballero un brillo entre devoción y terror. 

El tipo perfecto… para convertirlo en héroe… o en traidor. 

... 

Nevan llevaba tres días sin dormir bien. 

Se movía por los pasillos altos y estrechos de la Fortaleza Roja con la seguridad estudiada de un sirviente cualquiera. Vestía la túnica gris de los pinches de cocina, cargando bandejas vacías o cántaros de agua, lo que le daba permiso para deambular sin demasiadas preguntas. 

“Demasiadas puertas nuevas cerradas. Demasiados rostros nuevos…” 

Se detuvo detrás de un tapiz, donde una hendidura en la piedra le permitía ver el corredor. Allí estaba el Maestre Mellos, conversando en voz baja con dos hombres de semblante duro. Uno era Ser Garth Hightower. El otro, un acólito de rostro regordete, que siempre olía a cera caliente. 

“…la Reina desea nuevas manos y nuevos oídos. Demasiados ojos miran donde no deben” decía Garth. "Lord Otto ha enviado ayuda para nuestra Reina..."

“¿Y los despidos?” preguntó Mellos, con el ceño fruncido.  

“Ya comenzaron. Cada noche, dos o tres más se van. Y las nuevas…” aquí el acolito bajó aún más la voz “…son todas devotas. Septas que vienen de Antigua. Mujeres piadosas, discretas… y, sobre todo, leales.” 

Nevan sintió un escalofrío. 

Septas. Por supuesto. Son los Hightower.  

Era tan sencillo que dolía. Otto Hightower siempre había soñado con llenar la Fortaleza Roja de predicadores. Si esas septas empezaban a controlar las habitaciones, los pasillos, los sirvientes… ni Rhaenyra, ni Daemon, ni el mismísimo Rey podrían fiarse de nada. 

Los esfuerzos de Lord Lyonel por limpiar la Fortaleza de traidores... tirados a la basura. 

“Que nadie se entere” ordenó Garth . “Ni siquiera Ser Lyman. O Strong” 

El acolito, sin embargo, parecía inquieto. Tragó saliva, como si estuviera pensando demasiado. 

“¿Y… y si no están haciendo esto por la Reina, sino por algo más?” se atrevió a decir. 

Garth lo fulminó con la mirada. 

“Entonces, maestre, rezad para que vuestra lealtad esté clara cuando llegue el momento.” 

Los tres se alejaron por el corredor. Nevan esperó hasta oír sus pasos perderse. Entonces salió de detrás del tapiz, respirando hondo. 

Están limpiando la fortaleza. Uno a uno. Las septas no son solo mujeres piadosas. Son espías. O venenosas. O las dos cosas. Y esta claro que no todos saben para quien trabajan.  

Empezó a sudar. Porque supo, en ese instante, que no se trataba ya solo de cantar canciones. Ni de burlarse de la Reina. Ni siquiera de salvar su propio pellejo. 

Esto era guerra. 

El Príncipe se lo había advertido, le había dicho que se preparara, que encontraría traición por todas partes, que no confiara totalmente en nadie... ni siquiera en aquellos que decían estar del mismo lado. 

La situación con Martyn era la prueba de ello y Nevan se alegró de sus precauciones. 

En su momento, le habían parecido... paranoicas, tontas, influencia del soldado Ryger que mirara a todos con desconfianza, pero entonces se vio recompensado.

Se apresuró por las escaleras, con el corazón en un martilleo constante. 

Tengo que avisar a Arlie. Y rápido.  

Pero antes de llegar a su cuarto, se detuvo. Se mordió el labio. 

Martyn. El dragón en su capa. Rezando a los Siete, y a la vez, preocupado. Parecía un hombre honesto… pero uno honesto podía ser igual de peligroso. 

Nevan apretó los puños. 

Si es uno de los nuestros… entonces ¿por qué está dejando entrar a las serpientes? ¿Porque no nos avisa... o no sabrá? ¿Es tan ingenuo o tonto?  

Al anochecer, ya había decidido que enviaría la carta. No podía esperar más, no cuando sus sirvientes habituales desaparecieron, no cuando los guardias comenzaron a cambiar de rostro. 

No cuando recibió una nota que indicaba que el cofre de Kingslanding había comprado su última ronda de pan y vino. 

Nevan volvió a su cuartucho en el ala más antigua de la Fortaleza Roja, con el corazón bombeando como un tambor de guerra. 

Se inclinó sobre la mesita de madera astillada, bajo la tenue luz de un candil cubierto con paño negro. Con dedos manchados de tinta y ceniza, escribió apresuradamente:  

Intenté esconderme en el Septo, pero están por atraparme.  

Si puedes, si queda alguien leal… avisa a la Princesa.  

Tengo un paquete en particular que debe llegar a sus manos.  

Me escondo bajo la torre rota. Solo hasta el amanecer.  

  1.  

Sopló para secar la tinta. Luego dobló el papel con precisión, esperando que Arlie comprendiera la urgencia en sus palabras. 

Que entendiera que cuando se refería a que se intentó esconder en el septo... es que los septos se escondieron en la fortaleza... que los había atrapado en el acto, suplantando a los leales de la Princesa. Era un maestro de las palabras, escondía secretos en poesía... pero no todo tenían la capacidad de entenderlo. 

Un paquete ... un mensaje. 

La torre rota ... la parte rota de la ciudad. 

Solo. .. tendré a alguien conmigo. 

Se lo entregó al pequeño Davos, quien aguardaba nervioso en la puerta. 

"Corre, ratón" susurró "No hables con nadie. Ni con tu sombra." 

El niño asintió y desapareció entre corredores, tan silencioso como humo. 

Nevan se dejó caer en la silla, intentando calmar sus temblores. Sabía que tenía apenas horas. Los septones ya revisaban las alas menos vigiladas, y si entraban allí… lo encontrarían. 

Y él tenía permiso para estar ahí, pero no la miríada de cosas de los Targaryen que había conseguido juntar. 

Habían entrado con sigilo, pero de repente eran como cucarachas: estaban por todas partes. 

La puerta se abrió sin golpear. Harwin Strong se deslizó dentro, la cara oscura, oliendo a sudor y acero. 

"¿Estás seguro de lo que has oído?” preguntó, en voz baja. 

Nevan asintió, con los ojos abiertos como platos. 

"Garth Hightower. El segundo hijo de Otto. Es él quien está metiendo septas, guardias, y sirvientes nuevos. Y no solo por la Reina… también está contactando comerciantes para traer aceite, hierbas, sustancias de Antigua. Lo escuché con mis propios oídos." 

Harwin frunció el ceño, crispando la mandíbula. 

"Si es cierto, el consejo entero puede quedar infestado de hombres de Otto antes de que el Rey se de cuenta." 

"Si Otto vuelve, si Alicent sigue… todo se acaba. No podemos permitirlo." Nevan se inclinó hacia adelante. "Hay que despacharlo, Harwin. Hoy. Antes de que se escabulla." 

Harwin exhaló con dureza, como quien decide saltar de una muralla. 

"Ya tengo a cuatro hombres siguiéndolo. No le perderán el rastro. Lo atraparemos esta noche." 

"No lo mates aún" pidió Nevan, sujetándole el brazo. "Si lo matas, se desata un caos. Déjalo desaparecer. Hazlo prisionero. Que crean que se fue solo." 

Harwin asintió con lentitud. 

"Bien. Lo encerraré en mis aposentos privados en el cuartel, solo hombres leales lo custodiaran en lo que decidimos que hacer con él. Allí nadie entra sin mi permiso. Ahora, necesitamos sacar esto de aquí y ponerlo en el barco, tan pronto como puedas desaparecer, deberás hacerlo." 

Nevan respiró hondo. 

"Gracias, Harwin." 

"Tú cuídate, bardo. No quiero tener que escribir canciones tristes sobre ti." 

"Yo tampoco. Ya tengo demasiadas." 

Harwin y otro soldado con una cicatriz en la barbilla lo ayudaron a escabullir todos los elementos que había logrado juntar para la Princesa. 

Nevan se pasó la mano por la cara. Luego echó un vistazo a la ventana. El cielo sobre Desembarco se iba tiñendo de un negro violeta, salpicado de estrellas mientras iban y venían disfrazados de sirvientes. 

La semana siguiente fue una llena de tensión, con apenas momentos de respiro que siempre eran cuando terminaba en las casas de seda. 

Finalmente llegó el día que el pequeño Davos le indico que había llegado un hombre al puerto con las palabras correctas.  

... 

Se encontró con Harwin a tiempo para que este lo lanzara dentro de una caja, gruñendo sobre cómo era un poco demasiado imprudente.  

“Yo comprobare si quien recibió tu mensaje es leal o no...” 

La lámpara de aceite proyectaba sombras largas sobre los muros agrietados. Nevan respiró hondo, intentando calmar el temblor en su pecho. Sus costillas todavía dolían del golpe que le había propinado el guardia Hightower en el pasillo del Septo dos días atrás.  

La puerta se abrió con un susurro.  

Una silueta alta se recortó en la rendija. El aire le trajo el olor familiar de cuero, sudor y aceite de armas. 

“¿Tú?”  Harwin Strong preguntó con voz tan cansada como Nevan se sentía.  

No alcanzo a escuchar la respuesta, solo voces amortiguadas por las paredes de su escondite. 

La habitación era apenas una celda vacía, y dentro de la caja, Nevan sentía que se asfixiaba un poco mientras esperaba que Harwin abriera la caja. 

La tapa se abrió. Luz de lámpara cayó sobre su rostro sudado y Nevan inspiro un poco demasiado dramáticamente para demostrarle a Harwin que no apreciaba su caja. 

Arlie dio medio paso atrás, no sorprendido… sino confundido. 

Probablemente por su teatro. 

"Tada” mascullo Nevan, alzando las manos como un actor tras el telón. “Pensé que no vendrías.” 

Arlie se quedó mirando como si hubiera encontrado una rata en su sopa. 

“¿Qué sucedió?” preguntó en voz baja. 

 Nevan se encogió de hombros, una mueca de dolor cruzándole el rostro. 

“La Reina.”  

“¿La hiciste enojar?” 

“Suficiente para que quieran matarme tres veces” respondió Nevan, dejando escapar una risa tensa. “Suficiente para que los Verdes revienten si llego a la Princesa con vida. Mis canciones llegaron demasiado lejos… y Ryger… hemos descubierto muchas cosas.” 

Arlie tragó saliva. Nevan reconocía esa mirada: la del hombre que calcula en silencio cuántas cabezas costará salvar una sola. 

“Dímelo todo” ordenó Arlie mirando a Harwin, respetándolo como su hermano de armas y descartando a Nevan por su bravuconería. 

La lámpara ardía entre ellos, lanzando chispas doradas. 

“Yo lo haré” dijo Nevan, su voz temblando, cargada de cansancio y rabia, Harwin no tenía ni la mitad de información que él. “Pero nada de lo que voy a decirte te va a gustar. Pero Harwin debe irse... tiene deberes que cumplir, y ya te aseguraste de que quien recibió mi mensaje no fue la persona equivocada” 

 Harwin dejó escapar un suspiro. Le dio una palmada en el hombro a Nevan. 

 “Te he sacado de más líos de los que me gustaría” murmuró. 

“Y sin embargo, me adoras” replicó Nevan, parpadeando con teatral coquetería. 

Harwin rodó los ojos, y salió de la habitación. 

El silencio se hizo espeso. Nevan sacó un frasquito de vino barato y bebió. El sabor le abrasó la garganta. 

“Martyn Florent está en la Fortaleza Roja” empezó Nevan, sin rodeos. “Ahora es guardia de la Reina.” 

Arlie tensó la mandíbula. 

"¿Por qué no está en Oldtown, como ordenó el Príncipe Daemon?” 

Nevan se encogió de hombros. 

“Creo… que empezó bien. Espiando a los maestres. Pero ahora… está convencido de que la Reina es una víctima. Le tiene lástima. La cree inocente.” 

 Arlie siseó, sus ojos como dos carbones encendidos. 

“La puta torturó a nuestra Princesa” escupió. 

Nevan levantó las palmas en gesto pacificador. 

“No me mires así. Te juro que no he cambiado de bando. Pero Martyn… lo he estado observando. Su voluntad flaquea. Temo que me traicione. Y… creo que mi tiempo en la Fortaleza debe llegar a su fin. Aoife me ha estado informando de sus movimientos…” 

Arlie lo miró fijamente. 

“¿Tanto riesgo corres?”  

Nevan bajó la voz. 

“Más de lo que imaginas.”  

Y Nevan no pudo evitar pensar en varios de los momentos en los que había hecho enfadar a la Reina desde su llegada... mientras le narraba a Arlie como los maestres se infiltraban lentamente, los septos y la septas. 

Arlie asintió, muy despacio. Nevan podía ver las mil decisiones que cruzaban su mente. Cada ruta de escape. Cada posibilidad de traición. 

... 

“Amanecer. Solo tengo que sobrevivir hasta el amanecer.” 

Se calzó el jubón y salió, rumbo a los aposentos del Rey, donde dejo de manera discreta su boceto, aquel que su amigo Marik le había hecho de la Princesa embarazada y relajándose con los pies dentro de una piscina. 

Se pequeña forma de despedirse del Rey. 

Porque pronto ya no tendría necesidad del boceto para inspirarse, no cuando tendría a la mismísima Princesa Rhaenyra al alcance de sus ojos, sin embargo, el Rey... él no tendría ese placer, no por un largo tiempo. 

Las damas de la corte se habían reunido bajo una glorieta, abanicos en mano, riendo como gorrioncillos. 

Nevan, disfrazado con una capa roja prestada, pulsó suavemente su laúd. Su voz flotó por el jardín, clara como cristal: 

La princesa de plata, radiante y valiente,  

cruza mares y cielos con alas ardientes…   

El eco de su propia canción vibró en su pecho. Alzó la mirada y allí estaba Martyn Florent, rígido, los labios tensos. Nevan vio su mano rozar el pomo de la espada. Bien, pensó. Veamos si tu dragón bordado es solo hilo… o fuego de verdad. 

Alicent se detuvo en seco, su respiración casi silbante. Nevan afinó su laúd con fingida delicadeza. 

“Pero contadme… ¿no queréis oír la otra historia?” entonó, con una sonrisa torcida. 

Las damas se inclinaron hacia él, ojos grandes, hambrientas de chismes. Nevan adoptó un tono más chillón, casi teatral: 

Hubo una reina en torre alta,  

que se hizo reina en cama baja.  

Alzó caballeros en blancas capas…  

¡y también se alzó la suya bajo las sábanas!  

Una risita contenida corrió entre las damas. Otras se cubrieron los labios, horrorizadas. Alicent temblaba. Nevan notó cómo sus pupilas parecían enormes, negras, devoradoras. 

Martyn dio un paso al frente, interponiéndose como un muro humano. 

“¡Calla la boca, perro!” bramó. 

Nevan inclinó la cabeza, teatral. 

“Solo canto lo que me pagan por cantar, mi señor.” 

“¿Quién… quién pagó…?” La voz de Alicent salió apenas como un susurro, temblorosa. 

Nevan alzó una ceja. 

“Muchos quieren ver a las… advenedizas, caer.”  

Martyn desenvainó media pulgada de acero. Nevan escuchó el susurro del metal, dulce como música. 

“Di nombres. O perderás la lengua.” 

 Nevan se encogió de hombros. 

 “Preguntad a los susurradores… no a los bardos.”  

Antes de que pudiera soltar otra carcajada, Aoife irrumpió entre los velos de las damas, con rostro tenso. 

“¡Alteza, venid conmigo!” 

Alicent permitió que la arrastrara, la mandíbula rígida, aunque no apartaba los ojos de Nevan. Había odio puro en ellos, y algo más: miedo. 

 Martyn giró hacia él, furioso. 

 “Si vuelves a cantar esas mentiras… te colgaré con tus propias cuerdas.”  

Nevan le sonrió, aunque sintió un escalofrío reptarle por la espalda. 

 “Las mentiras… a veces son la verdad, mi señor.”  

Martyn lo agarró del cuello del jubón, sacudiéndolo. El laúd de Nevan cayó al suelo, el mástil quebrado, las cuerdas colgando como venas reventadas. 

Nevan respiró hondo. En su mente, las palabras ardían como fuego: Ponlo a prueba, Nevan. Averigua si  Florent está de nuestro lado… o del suyo.  

“¡Puta!” escupió Nevan, con gesto teatral, sabiendo exactamente qué cuerdas golpear. “¡Buscadora de oro! ¡Arribista! ¡Todos saben que tu corona se compró en sábanas manchadas de sangre!” 

Los susurros de las damas eran ahora un vendaval. Algunas miraban a Alicent como si acabaran de ver un espectro. 

“¡La Reina que se convirtió en una al robar la corona de una tumba!” 

"¡Basta!" Martyn tenía las venas marcadas de la frente en su furia. "¡Ni una palabra más!"   

"¡Que me mate el caballero de la puta… si le place!"  Nevan lo retó directamente, mirando los ojos del hombre que bien podría ser un traidor. 

Alicent avanzó, pálida, una mano en su vientre y la otra, con un dedo extendido hacia Nevan. Su voz estalló: 

"¡Quiero su lengua!" 

Martyn titubeó. Nevan sintió su pulso vibrar contra la mano que lo sujetaba. 

"Mi Reina…" 

"¡Al menos la Princesa no abre las piernas para comprar capas blancas…!" ¡Oh como le encantaba ver a la puta perder la cabeza! ¡Que el Reino se entere de la verdad!  

La mujer gritó fúrica, finalmente perdiendo la compostura y cualquier rastro de moralidad. "¡No solo su lengua! ¡Quiero su cabeza!" 

Nevan se obligó a mantener la sonrisa insolente. Aquí está. La locura. La Reina puta, en carne viva.  

Finalmente, el Reino podría ver la verdad envuelta en mentiras de piedad.  

"¡Me escuchaste, ser! ¡Su cabeza… por ofender a la Reina del reino!"   

"Era solo una canción…" susurró Nevan, aunque el sudor le corría por la espalda, el filo de la espada más cerca de él de lo que le gustaría. “¡Solo versos, Alteza!" 

"¡Cortenle la lengua, luego la cabeza, y cuélguenla en la muralla para que la vea toda Desembarco!" gritó la Reina. "¡Para que aprendan a temerme!"   

Martyn se interpuso, voz temblorosa, apenas un susurro. "Mi Reina…Quizá… solo sea un hombre pagado por enemigos. Podemos interrogarlo…"  

"¡NO!" bramó Alicent. "¡No quiero susurros… quiero silencio! ¡Sangre por su insolencia!" 

Martyn lo sostuvo más fuerte y Nevan sintió que le comenzaba a faltar el aire. 

“Los ojos de todos están aquí. Si la Reina se muestra cruel… ganarán sus enemigos.” Martyn lo dijo como si el pensamiento saliera de sus labios sin su permiso, con la mirada vacía. 

Alicent, chillando como loca, insto al pobre hombre a matar en su nombre. 

Como si ella lo mereciera, como si fuera digna de que murieran por ella. 

Pero no lo era. 

"¡Hazlo, caballero! ¡Insultó mi honor! ¡El del Rey! ¡El de la Fe!” vociferaba la mujer con los ojos saltados en sangre, el rostro encendido, sudor corriendo por su frente. Sus ojeras profundas hacían saltar sus ojos con un brillo casi febril. “¡Por la blasfemia y la traición, debe morir! ¡Ahora!”  

Nevan intento que Martyn lo mirara a los ojos, pero el otro hombre miraba hacía todos lados, esperando que alguien le diera la respuesta correcta. 

"¡Alto!" Lord Lyman Beesbury, fue quien detuvo el circo “¡En nombre del Consejo y del Rey, bajad esa hoja!”   

“¡Me insultó! ¡Cantó sobre mí… sobre Rickard… como si fuésemos amantes malditos! ¡El pueblo lo escucha y murmura! ¡No lo permitiré!”  Su voz, chillona y llena de indignación casi hizo reir a Nevan. 

Pero fue un error, porque eso causo que la espada aun apuntando a él rozara su labio y lo cortara. 

“¡Majestad, no tiene autoridad para ejecutar a nadie sin juicio!”   Lord Jasper intento imponer la calma, furioso con la mujer por robar la poca autoridad que él poseía: las leyes. 

“Era solo una canción… una tonada. Ni siquiera la escribí yo…”  Nevan intento defenderse debilmente, manteniendo su actuación. 

Si moría, lo haría con valentía, pero solo lo sabría él. 

Lo que el Reino sabría es que intento llevarse a la Puta con él. 

“¡Mentiroso! ¡Tú la sembraste, tú la cantaste! ¡Querías que el pueblo me desprecie! ¡Aoife! ¡Tráeme la espada! ¡Lo haré yo misma!”  La Reina, impaciente grito cuando vio que nadie actuaba, no para salvar su honor. 

“Majestad…” Martyn parecío finalmente dudar al ver a los hombres del Consejo. “No… no puede…”   

"¡Por los Siete, deténgase! ¡Está destruyendo lo poco que le queda de dignidad!" 

Nevan parpadeó, mirando a Lyman. Viejo zorro… todavía le quedan cojones. 

Ser Erryk y Ser Arryk irrumpieron, mantos blancos ondeando. 

"Majestad, el Rey ha dado órdenes muy claras sobre vuestra posición" dijo Erryk, con gélida firmeza. 

"Volved a vuestros aposentos" añadió Arryk. 

Alicent tembló. Su labio superior vibró como un ala de insecto. Pero al final giró sobre sus talones, sujetándose al brazo de Aoife. 

"¡Encerrad al bardo!" gruñó. "¡Y a todos los que lo hayan escuchado! ¡Esto no ha terminado!" 

Y desapareció como una niña berrinchuda siendo reprendida. 

Martyn soltó a Nevan, jadeante, la espada aún temblando en su mano. 

Nevan lo observó, llevándose la mano al cuello. Sonrió, aunque su voz estaba ronca. "¿Y bien, caballero? ¿Soy yo el traidor… o es ella?" 

Martyn no respondió. Bajó la mirada. 

Nevan alzó la barbilla.  

Y sus pesadillas de terminar en las Celdas Negras se hicieron realidad en unos instantes. 

Su tonto pensamiento de sobrevivir hasta el amanecer... mucho menos veridico a la luz del cambio de su situación. 

Como si mirarlo a los ojos fuera demasiado, el soldado le cubrió la cabeza con un saco áspero, cuyo olor a sudor rancio y cuero mojado lo hizo toser. 

En su duda, desapareció. 

En su fortuna… Arlie finalmente llegó. 

Nevan sintió cómo la tela era arrancada de su cabeza. La luz tenue le quemó los ojos. Parpadeó varias veces antes de distinguir a Arlie, inclinado sobre él, con el ceño fruncido. 

"Joder, Nevan" masculló Arlie. "No puedes dejar de armar líos, ¿verdad?" 

Nevan, con la nariz sangrando y un corte fresco en la ceja, soltó una risita. 

"Si no canto, ¿cómo sabrán que sigo vivo?" 

Arlie negó con la cabeza, con gesto de cansancio infinito. 

"Estás empeorando todo. El Rey te busca, la Reina te quiere colgado, y Martyn…" 

"Martyn" interrumpió Nevan, incorporándose con esfuerzo. "¡Justo de él quería hablarte!" 

Arlie cruzó los brazos, alerta. 

Nevan se inclinó hacia él, bajando la voz: 

"Necesito que vayas a buscar a un prisionero que está bajo la custodia de Harwin Strong." 

"¿Qué prisionero?" 

"Garth Hightower" dijo Nevan, saboreando el nombre como un vino amargo. "El hijo más joven de Otto. No mucha gente sabe siquiera que existe… y, créeme, Otto preferiría que nadie lo recordara." 

Arlie frunció el ceño. 

"¿Qué demonios piensas hacer?" 

Nevan sonrió, enseñando los dientes ensangrentados. 

"Tengo la idea perfecta para dispensarlo… y, de paso, probar la lealtad de Martyn Florent." 

Arlie lo fulminó con la mirada. 

"Nevan… Esto suena a locura." 

"¡Todo es locura!" replicó Nevan, casi riendo, aunque las lágrimas asomaban en sus ojos desiguales. "Escucha: Si Martyn está de veras con la Reina, lo protegerá. Si aún sirve a la Princesa… me ayudará a usar a Garth para destrozar a los Hightower desde dentro." 

Arlie parpadeó, calculando. 

"¿Cómo, exactamente?" 

"Si Garth muere en circunstancias comprometedoras… Otto no podrá fingir que su familia es pura y devota. Y eso puede destruir su base de poder en la Fe… ¡y hasta en la Corte!" 

Arlie suspiró, pasándose una mano por el rostro. 

"Y mientras tanto, ¿cómo sobrevives?" 

Nevan encogió los hombros. 

"Eso… está por verse. Pero si vamos a quemar este tablero, más vale hacerlo rápido." 

Arlie lo miró largamente, como quien examina una espada rota que igual podría servir para un tajo final. 

"Muy bien" dijo finalmente, en voz baja. "Voy a buscar a Garth. Pero si muero por esto, Nevan…" 

"Te escribiré la canción más triste que se haya escuchado en Poniente" contestó Nevan, ofreciéndole una sonrisa torcida. 

Arlie soltó una carcajada amarga. 

"Eso espero. Porque así, al menos, servirá para algo." 

Nevan lo observó salir, con el corazón latiéndole tan fuerte que sentía que iba a saltarle del pecho. 

El saco volvía a oler a sudor y cuero viejo. Cada vez que se lo encajaban sobre la cabeza, Nevan sentía que se ahogaba en la oscuridad y la mugre. 

Estaba de rodillas, con las muñecas atadas, cuando escuchó pasos arrastrándose sobre el suelo de piedra. 

Martyn Florent. 

Incluso sin verlo, Nevan podía olerlo: sudor, metal, y el inconfundible perfume tenue de aceite de armas. 

"Bardo…" dijo la voz del caballero, áspera, quebrada. 

El saco le fue arrancado de un tirón. Nevan parpadeó bajo la tenue luz de una antorcha. 

Martyn estaba de pie, con la espada aún envainada pero la mano firmemente apoyada en la empuñadura. Tenía ojeras hondas y los labios apretados. Parecía a punto de vomitar. 

"Dime por qué no debería matarte aquí mismo" escupió Martyn. 

Nevan ladeó la cabeza, escupiendo sangre seca de su labio partido. 

"Porque soy muy divertido en las fiestas." 

Martyn frunció el ceño, fulminándolo con la mirada. 

"¡Esto no es un juego, Bardo!" 

"Oh, créeme, lo sé." Nevan alzó las cejas. "¿O crees que me gusta este accesorio tan elegante?" Y se señaló el saco, ahora tirado en el suelo. 

Martyn respiró hondo. Se pasó la mano por el rostro. 

"No sé… qué hacer contigo. La Reina exige tu cabeza. El Rey… quizás te protegería, pero también podría abandonarte. Y yo…" 

Nevan lo interrumpió suavemente: 

"¿Tú qué, Martyn? ¿Vas a matarme… o vas a proteger a la Princesa?" 

Martyn lo miró, herido. 

"¡La Reina… está… embarazada! No es un monstruo. Está… enferma." 

"¿Y cuántos tienen que morir para mantener esa ilusión?" susurró Nevan, inclinándose hacia él. "¿Cuánta sangre necesita tu conciencia, Ser Martyn? 

Martyn apretó los dientes y se dio la vuelta, saliendo sin decir nada. 

Nevan lo observó irse, el eco de las botas resonando en la piedra húmeda. 

No pasó mucho antes de que la puerta se abriera de nuevo. 

Esta vez fue Arlie quien apareció, con un farol bajo el brazo y la capucha subida. Tras él, otro hombre encapuchado entró a empujones, con las manos maniatadas. 

Nevan soltó una risita amarga. 

"¡Si es el hijo perdido del Viejo Otter!" 

Arlie bajó la capucha al prisionero. Era un joven de rostro pálido, pecoso, con aire nervioso. No tendría más de veinte años. Sus ropas eran caras, aunque estaban manchadas de polvo y sangre seca. 

Garth Hightower. 

"Aquí esta" gruñó Arlie en voz baja. ¿Qué demonios planeas, Nevan?" 

Nevan ladeó la cabeza. 

"Simple, Arlie. Quiero intercambiarme con él." 

Arlie lo fulminó. 

"¿Intercambiarte? ¿Estás completamente loco?" 

"Sí." Nevan sonrió, con los dientes manchados de rojo. "Que Martyn lo ejecute. O que lo libere. Pero que se manche las manos. Que muestre su lealtad." 

Garth, con la voz temblorosa, farfulló: 

"¡No podéis matarme! ¡Mi padre es la Mano!" 

Nevan se acercó tanto a él que casi rozó su frente. 

"Y yo canto canciones. Mira qué bien nos ha salido la vida, ¿eh, Garth?" 

Garth lo miró como si fuera un lunático. Nevan suspiró. 

"Escucha, Arlie. Si Martyn quiero matarme… entonces le entregaré a Garth. Y si lo hace… sabremos que su lealtad está podrida. De cualquier forma… el Viejo Otter perderá." 

Arlie tragó saliva. 

"Nevan… esto puede costarte la cabeza." 

"¿Mi cabeza?" Nevan se encogió de hombros "Bah. He compuesto mejores finales." 

Se dejó caer sobre el banco de piedra, exhausto. 

"Pero si voy a morir… prefiero que sirva para algo." 

Arlie se quedó en silencio, mirando a Nevan y a Garth alternativamente. 

"Y si Martyn decide matarte… ¿entonces qué?" 

Nevan sonrió, con esa chispa de locura en sus ojos de dos colores. 

"Entonces espero que no lo dejes." 

Arlie soltó un suspiro largo. 

"Maldito seas, Nevan. Siempre haciendo que todo arda." 

"No sería yo, si no lo hiciera." 

Garth, pálido como la cera, gimió: 

"¡No podéis matarme… soy un Hightower!" 

Nevan le dio una palmada amistosa en la mejilla. 

"Ay, chiquillo. Aquí abajo, a todos nos cortan la cabeza igual." Se burlo. “Vistelo con algo diferente, Martyn no sabra a quien mato... hasta que confirmemos su lealtad.”  

Arlie desaparecio arrastrando a Garth, que lloriqueaba que su padre era la Mano como si eso fuese a salvarlo. 

Nevan sentía cómo el cuero áspero del saco le raspaba las mejillas. El olor era asqueroso: sudor rancio, humedad, un leve tufo a moho. 

Odiaba no ver. Odiaba aún más no poder usar su lengua para envenenar el aire a su alrededor. 

Pasaron unos segundos. O minutos. O años. 

Entonces, por fin, la tela se alzó de nuevo. 

La luz tenue lo cegó un instante, pero enseguida distinguió la figura que lo miraba como si estuviera a punto de vomitar: Martyn Florent. 

Nevan le dedicó una sonrisa sangrienta, el labio hinchado y partido. 

“¿Vienes a terminarlo, caballero?” preguntó, con voz ronca, notando la mirada dubitativa del hombre.  

Martyn respiró hondo, sus hombros tensos como cuerdas de laúd. 

“No me dejas elección.” 

Nevan soltó una risa breve y amarga. 

“Pensé que servíamos al mismo bando. A la misma mujer.” 

Martyn lo miró como si le hubieran clavado una daga en el pecho. 

“No insultes más a la Reina. Ella no es ninguna…” tragó saliva, buscando palabras. “Ella es mi señora. Una dama que merece respeto... Es su padre quien ha cometido traición… ella solo seguía órdenes, como yo… merece respeto por su rectitud, su obediencia…” 

Nevan entrecerró los ojos, inclinándose ligeramente hacia adelante. 

“¿Y crees que matándome le das ese respeto?”  

Martyn apretó tanto los puños que sus nudillos se volvieron blancos. 

Desenvainó lentamente la espada. El siseo del metal se le metió a Nevan hasta los huesos. 

Por un latido, Nevan pensó que aquello iba a ser todo. Que la canción de su vida iba a terminar allí, con la nota aguda del acero hundiéndosele en el cuello. 

Siete, pensó, intentando burlarse incluso de sí mismo, qué final tan poco poético, especialmente porque acababa de enviar a Arlie lejos, debío haber mantenido a Garth con su ropa pomposa. 

Nevan cerró los ojos. Su respiración era entrecortada, pero no soltó ni un gemido. 

Si vas a matarme… que sea rápido, caballero.  

Oyó el leve temblor del acero. Sintió el aliento de Martyn, caliente y cargado de rabia. 

Entonces, una voz explotó en la oscuridad: 

“¡ALTO!”  

El eco rebotó en las paredes de piedra. Nevan abrió los ojos justo a tiempo para ver a Arlie irrumpir en la celda, empapado, con los cabellos pegados a la frente. 

“¡Martyn, detente!” exclamó Arlie, avanzando con las manos alzadas. 

Martyn se giró, sobresaltado, con la espada aún en alto. 

“¡Se ha burlado de la Reina en su cara!” bramó Martyn. “¡Ha llamado puta a una mujer noble! ¡Ha escupido sobre su honor! ¡Alguien tiene que protegerla!” 

Nevan, siempre amante del drama, soltó una carcajada ronca. 

“Oh, vamos, Martyn… si cada hombre que la Reina ha llamado “perro” la ejecutara por injurias, ¿quién quedaría vivo en la corte?” 

Martyn le dedicó una mirada asesina. 

Arlie ignoró la provocación. 

“¡Martyn, piénsalo! Si tocas a ese hombre, podrías estar matando a un agente de la Princesa. O peor… podrías estar dándole a los Verdes la excusa perfecta para llamarnos asesinos de bardos y hacer mártires. ¡Baja la espada!”   

Nevan miró a Martyn desde el suelo. El caballero parecía un hombre dividido en dos mitades. Una deseaba matarlo. La otra… no sabía si debía. 

 Martyn volvió a gritar: 

 “¡Ha ofendido a la Reina! ¡Ha sembrado veneno en el pueblo contra ella!” 

Nevan levantó las manos, aún maniatadas. 

 ¿Veneno? ¡Por los Siete! Si quieres veneno, habla con Aoife… penso con sarcasmo.  

Arlie dio un paso más cerca. 

“Si lo matas, siembras aún más veneno. Los rumores crecerán. El Rey lo protegerá. ¡La Princesa lo protegerá! Y entonces… tú serás el verdugo que dividió aún más la corte.” 

Martyn bajó poco a poco la espada. Nevan vio cómo el brazo del caballero temblaba de pura tensión. 

Finalmente, la punta del acero raspó las losas del suelo. 

“¿Qué quieres que haga, entonces?” dijo Martyn, agotado, con la voz como ceniza. 

Arlie suspiró. 

“La Princesa debe decidir qué hacer con él… no nosotros, ni la Reina. Este hombre no es súbdito de la Reina, y ella no tiene autoridad moral ni poder para ordenar su ejecución.” 

Martyn cerró los ojos. Bajó la espada del todo. 

Por las Llamas, dadme sabiduría… pensó Nevan, burlón. Porque está claro que la habéis perdido todos.  

Arlie le puso la mano en el hombro, apartándolo de Nevan. Martyn se dejó guiar, como un hombre recién salido de un naufragio. 

Arlie habló, rápido y bajo, como si temiera que hasta las piedras escucharan: 

“Martyn… no podemos dejarlo aquí. Hubo testigos. Si Nevan desaparece, la Reina exigirá su cabeza. Y la Princesa querrá saber qué pasó.” 

Martyn se llevó una mano a la frente húmeda. 

“No puedo simplemente soltarlo. ¡La Reina exige justicia!” 

Arlie lo sujetó con más fuerza. 

“Por eso debemos llevarlo ante la Princesa. Ambos. Tú y yo. Que sea ella quien decida.” 

Martyn parpadeó, con la mirada vidriosa. 

 “¿Y qué le decimos a la Reina?” 

Arlie respiró hondo, lanzandole una mirada a Nevan quien le sonrio y movio las cejas de arriba a abajo. 

 “Haremos un intercambio.” 

Martyn frunció el ceño. “¿Un qué?” 

“Tengo en las celdas a un desgraciado que atrapamos ayer. Un hombre flacucho, ladrón y borracho, lo descubrimos tratando de forzar a una niña de las cocinas. Nadie lo echará de menos.” Arlie fue firme una vez que se decidio, y sus mentiras sonaron como canciones en la cabeza de Nevan. 

Martyn miraba con incredulidad a Arlie y Nevan comenzo a quitarse el jubón. 

“¿Vas a vestirlo…?”  

Arlie asintió otra vez.  

“Le pondremos las ropas de Nevan. Fingiremos que es el bardo. Ejecutamos a ese bastardo en público. Tiramos el cuerpo al mar. Nadie mirará dos veces a un muerto con la cara desfigurada. Y nosotros nos llevamos a Nevan, de noche, hacia la Princesa.”  

Martyn tragó saliva.  

“Santo Padre… eso es… traición.”  

Arlie le apretó el hombro.  

“No, Martyn. Es lealtad. Estamos obedeciendo a la Princesa. Y también protegemos a la Reina de un escándalo peor. ¡Piensa, hombre! Si el Rey se entera de que has matado a su bardo favorito…”  

Martyn cerró los ojos, atormentado. Finalmente asintió.  

“Hazlo rápido. Antes de que me arrepienta.”  

Nevan se quito sus prendas con rapidez, lamentando perder un jubón de tan buena calidad. 

En un susurro, Arlie le confirmo: “Lo he dejado inconsciente para que no hable en el momento equivocado.”  

Arlie consolo a Martyn cuando este volvio a dudar y Nevan tuvo la tentación de golpearlo. 

“Nadie lo mirará dos veces. Está marcado para morir. Este hombre ya tuvo su juicio y fue declarado culpable.” 

... 

Se separaron de Arlie al alba. 

El mar estaba gris, salpicado de espuma, y Nevan se quedó mirando la costa que se desvanecía detrás mientras se frotaba los brazos bajo su capa. 

Driftmark para Arlie. El sur para ellos. 

“Si morimos ahogados” gruñó “exijo que mi tumba diga: Bardo asesinado por la causa Targaryen… y por el puto mareo.” 

Martyn no sonrió. No había vuelto a sonreír desde aquella noche en las mazmorras. 

Nevan suspiró. 

Paso todo el viaje intentando borrar sus dudas. 

Ese había sido su nuevo propósito. Más difícil que espiar a la Reina, que hacer malabares con canciones llenas de veneno o que colarse en lechos reales con secretos en los labios. 

Porque Martyn Florent tenía el rostro de un joven caballero… pero la terquedad pétrea de un anciano septón. 

Cambiar de barco dos veces no ayudó. 

La primera embarcación era una disfrazada de barco mercante que olía a pescado podrido y que se mecía como una mujer borracha bailando. 

La segunda, un esquife más pequeño, parecía decidido a partirse en dos a cada golpe de ola. 

Para cuando vislumbraron las aguas turquesas del sur, Nevan tenía la piel verde y el estómago vacío. 

“Si vuelves a vomitar en cubierta” gruñó Martyn, “te tiro al mar.” 

Nevan se enjugó la boca, con un hilo de humor amargo. 

“Y perderás al único hombre que conoce las canciones favoritas de tu Rey.” 

Martyn no contestó. Se quedó mirando el horizonte, el ceño fruncido, como si esperara ver aparecer dragones de las nubes. 

Nevan aprovechó el vaivén del barco para acercarse. 

“¿Sabes qué pienso, caballero?” 

“No quiero saberlo.” 

Nevan sonrió, desafiando la punzada de náusea. 

“Pienso que estás atrapado en un cuento que no termina. Juras que la Reina Verde es una víctima… pero tus ojos dicen que no estás seguro.” 

Martyn apretó la mandíbula. 

“Ella merece respeto. Es la Reina.” 

“También la Princesa lo es. O lo fue. Antes de que Alicent la encerrara en una habitación y le prohibiera ver la luz del sol.” 

Martyn sacudió la cabeza, como un perro que intenta espantar agua. 

“Eran tiempos difíciles. El Rey no sabía bien que hacer con la Princesa. La Reina solo quería ayudar…” 

“¡Y mientras tanto, tu dulce Reina esparcía rumores de locura y ponía a la gente en contra de una niña!” Nevan espetó, dejando escapar una risa breve y amarga. “Todo porque la Princesa nació mujer, todo porque le dio un hijo al Rey... y creyo que era su derecho ponerle una corona solo porque ella se robo una.” 

Martyn lo miró con unos ojos tan llenos de rabia… y de duda. 

“Ya basta.” 

“¿Y si la Reina ordenó más cosas, Martyn?” susurró Nevan, inclinándose hasta casi rozarle la cara. “Cosas que ni tú podrías perdonar.” 

Martyn lo empujó, tan fuerte que Nevan tropezó contra la borda. 

“¡Cállate!” 

Nevan se enderezó despacio, tosiendo por el agua salada que salpicaba sobre sus labios. 

“Yo no me callo. Esa es mi maldita tarea. Cantar. Decir verdades.” 

Martyn volvió a girarse hacia el mar. 

Nevan lo miró de perfil. Parecía una estatua de sal, rígido, con la brisa batiéndole la capa. 

Pobre caballero.  

Quería tanto ser bueno.  

Quería tanto servir a un reino que ya estaba partido en dos.   

Nevan inspiró hondo, tragándose el sabor amargo de la bilis. 

Sabía que tenía que seguir hablando. Cada frase, cada palabra podía ser la que lograra quebrar esa coraza que tenía Martyn. 

Porque no bastaba con llegar a la isla. 

No bastaba con salvarse. 

 Había que salvarlo a él también. 

La costa apareció al atardecer, toda espuma blanca y arenas doradas. Más allá, dos dragones danzaban en el cielo: uno rojo, otro dorado, con alas que brillaban al sol. 

Nevan soltó una carcajada ronca. 

“¿Todavía dudas de quién gobierna, ser?”   

Martyn tragó saliva, sin responder. 

Y mientras desembarcaban en aquella isla de aguas turquesas, Nevan sintió como si estuviera llegando a casa. 

Una casa que no conocía, pero que lo recibia con los brazos abiertos. 

Un hogar en el que habitaban los Dioses y él era un testigo de su divinidad. 

Fueron guiados al puerto, inspeccionados y revisados. 

Cada elemento en el barco, contado y analizado. 

En el cielo, los dos dragones rugían y lanzaban fuego en una danza que Nevan sintio que debía acompañar con su música. 

Las tablas del muelle crujían bajo sus botas. El sol pegaba tan fuerte que el agua parecía vidrio líquido, partiéndose en destellos azules y verdes. 

La brisa olía a sal, a flores dulces, a especias que jamás había sabido nombrar. 

Fueron guiados al puerto, inspeccionados y revisados. 

Cada elemento en el barco, contado y analizado por soldados con cotas de malla negras, rematadas en escamas rojas que relucían bajo el sol. 

Martyn iba rígido como una viga, con la mano siempre cerca del pomo de su espada, los ojos escudriñando cada rostro. 

Nevan, en cambio, apenas podía contener su sonrisa. 

Por fin…  

En el cielo, los dos dragones rugían y lanzaban fuego en una danza que Nevan sintió que debía acompañar con su música. 

Uno era rojo como el corazón sangrante de un amante despechado. 

El otro, dorado como el oro puro de una corona. 

Sus alas se rozaban, describiendo círculos, arrojando llamaradas tan brillantes que Nevan se quedó sin aliento. 

“No se te ocurra cantar aquí” gruñó Martyn, notando cómo el bardo abría la boca. 

Nevan alzó las cejas. 

“¿Ni siquiera un verso sobre dragones enamorados?” 

“¡Ni uno!” 

Pero el propio Nevan no pudo impedirlo. Murmuró, en voz baja, para sí mismo: 

Dos dragones en el cielo, fuego entre sus alas, destino y furia bailan, donde el amor jamás se apaga…  

Martyn le lanzó una mirada que habría helado el mar. 

Nevan se encogió de hombros. 

“Si los dioses ponen dragones en el cielo, es porque quieren canciones.” 

Atravesaron el puerto, custodiados por tres soldados que no apartaban las manos de sus lanzas. Todo en la isla parecía brillar con una luz más viva que en Desembarco. 

Mercaderes gritaban en idiomas que Nevan no conocía, vendiendo sedas, perlas y extrañas frutas color esmeralda. Los pescadores traían cestas rebosantes de peces de escamas iridiscentes. Las campanas del templo tintineaban con voces de bronce. 

Nevan se llenó los ojos de todo, como un niño en la mayor feria del mundo. 

Pero pronto notó el contraste. 

La belleza… y la tensión. 

Cada paso, cada hombre con armas, cada rostro que los miraba con demasiada atención. 

Nevan se inclinó hacia Martyn, susurrando: 

“¿Sabes qué es lo mejor de estar aquí?” 

Martyn soltó un suspiro hastiado. 

“¿Qué?” 

“Que si te matan en esta isla… al menos mueres en tierra de dragones.” 

Martyn lo miró, furioso. 

“No pienso dejar que me maten.” 

Nevan lo observó unos segundos. 

“No estoy tan seguro, caballero. Después de lo que viste… de lo que sabes… Quizá seas tú quien deba morir. O yo. O los dos.” 

Martyn no contestó. 

Un hombre alto, vestido con ropas de lino blanco y brazaletes dorados, se les acercó. Tenía la piel oscura y los ojos negros y penetrantes. 

“Venís del norte” dijo en un común casi perfecto. Su voz era suave, educada… pero cargada de autoridad. “Vuestra identidad debe ser verificada. Nadie entra en el Palacio de las Arenas sin permiso de la Princesa.” 

Martyn asintió, tensando la espalda. 

“Venimos bajo orden de la Princesa Rhaenyra Targaryen.” 

El hombre lo midió de arriba abajo. Luego miró a Nevan. 

“¿Y tú? ¿Quién eres?” 

Nevan sonrió, con la gracia de un actor ante su público. 

“Soy quien canta para los dragones… y quien busca secretos para alimentar su fuego.” 

Martyn se llevó una mano al rostro. 

El guardia suspiró. 

“Sois el bardo del que nos hablaron, supongo.” 

Nevan se inclinó teatralmente. 

“A vuestro servicio.”  

Los llevaron por un sendero de conchas trituradas, hacia un arco labrado con corales rojos. Al fondo se veía la silueta de un gran palacio, con cúpulas azules iridiscentes que brillaban como lunas bajo el cielo. 

Nevan inspiró, y algo se expandió en su pecho. 

Estoy aquí, Princesa.  

He cumplido.  

Pero al mirar a Martyn, vio en sus ojos una neblina de incertidumbre… y supo que su trabajo aún no había terminado. 

Porque Martyn Florent todavía debía elegir a quién servía de verdad. El destino de muchos colgaba de esa elección. 

Nevan apenas podía mantener los ojos abiertos. La sal le ardía en los párpados, y sentía las piernas hechas de lana. 

Martyn caminaba a su lado en silencio, como si cada paso en aquel lugar lo condenara a la horca. 

Los soldados los guiaron a través de patios frescos, donde fuentes cantaban en lenguas de agua y hojas de palma susurraban secretos. Pasaron bajo celosías de madera tallada, por corredores aromados de incienso. 

Hasta que llegaron a un salón bañado en luz. 

Las cortinas eran de seda amarilla. El suelo, mosaicos de dragones y soles. 

Y al fondo… ella. 

La Princesa Rhaenyra Targaryen. 

Nevan se detuvo. Un nudo se le formó en la garganta. 

Allí estaba su Princesa, de pie, sin corona ni manto real, pero irradiando el tipo de poder que ningún trono otorga. 

Llevaba un vestido de lino ligero, blanco, bordado con diminutos hilos de plata que atrapaban la luz. Su cabello, suelto, caía como un río de platino sobre sus hombros. 

Parecía más delgada, los pómulos marcados, pero sus ojos violetas brillaban como gemas. Estaba igual de preciosa que la última vez que poso sus ojos en ella, pero sin su vientre hinchado. 

Cuando lo vio, su rostro se iluminó como si el sol hubiera salido sólo para ella. 

“¡Nevan!” 

Su voz era música. 

El bardo apenas tuvo tiempo de arrodillarse antes de que ella cruzara el salón y lo abrazara. 

Rhaenyra lo envolvió entre sus brazos, fuerte, como si temiera que pudiera desvanecerse. Nevan sintió que su corazón latía tan rápido que iba a desmayarse. 

“Princesa...” dijo, con la voz quebrada. 

Ella se separó apenas para mirarlo, y sonrió, aunque tenía lágrimas en los ojos. 

“Mírate… flaco como un junco, lleno de moretones… y sigues vivo. ¡Benditas sean las Catorce Llamas!” 

Nevan tragó saliva, con una carcajada medio histérica. 

“He estado… cantando demasiado alto, parece.” 

“Y diciendo demasiadas verdades” respondió ella, con una chispa de humor y rabia en la mirada. “Se que te has metido en algunos lios que estoy bastante segura... se pudieron evitar.” 

Se giró hacia Martyn. 

“Ser Martyn Florent… habéis traído a mi bardo de vuelta. Por eso, tenéis mi gratitud.” 

Martyn se inclinó, tenso. 

“Mi Princesa.” 

Nevan notó que Rhaenyra escudriñaba con cautela a Martyn. Como si pudiera ver cada grieta en su lealtad. 

Pero en vez de interrogarlo, volvió a Nevan. 

“Ven. Debes bañarte, comer… y dormir. No habrá preguntas esta noche. Mañana… me contarás todo.” 

Nevan respiró hondo. 

“Princesa… he visto cosas…” empezó a decir, con urgencia. 

Ella le puso un dedo sobre los labios. 

“Mañana.” Su voz era firme, pero tierna. “Hoy, sólo quiero saber que estás vivo.” 

Nevan sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. 

“He cumplido, Princesa. Traigo canciones… y secretos.” 

“Y sé que también traes heridas” dijo ella suavemente. 

Rhaenyra le rozó la mejilla, donde aún se veía la sombra de un golpe. 

“Mirra te llevará a tus habitaciones. Mañana, hablaremos… en audiencia. No solo tú y yo… sino todos los que deben escuchar lo que tienes que decir.” 

Se inclinó hacia él. Susurró, apenas audible: 

“No me he olvidado de mi pueblo. Ni de mi trono. Ni de ti.” 

Nevan cerró los ojos. Sintió que el peso de cada mentira, cada canción, cada puñalada de miedo… se aliviaba un poco. 

Rhaenyra se irguió y lo miró con orgullo. 

“Bienvenido a casa, Nevan.” 

Mirra aparecio tras la Princesa, vestida de manera muy ligera, adecuada para el clima caluroso. 

“Ven, bardo. Te han preparado agua caliente… y vino.” 

Nevan lo miró, extenuado. 

“¿Y una cama que no se mueva como un barco?” 

“Quizá. Pero no prometo nada sobre las sábanas.” mirra le lanzó una sonrisa divertida. 

Mientras se alejaban del salón, Nevan lanzó una última mirada a su Princesa. 

Y pensó que ningún trono en el mundo podría brillar más que ella. 

No fue hasta que atraveso la puerta que noto al dragón verde que dormitaba en una ventana. 

Y al Príncipe Daemon que merodeaba en una esquina, una daga en su mano, mientras miraba con atención a los recien llegados, sus ojos morados brillando con malicia. 

 

 

 

 

Bonus... 

Nevan... molestando a la Reina: 

 

Los manteles estaban manchados de vino tinto. La Reina lucía esbelta en verde oscuro, pero sus ojeras parecían más profundas bajo las luces de las velas. 

Nevan se inclinó sobre la mesa, sonriendo dulcemente. 

“¿Os conté, Majestad, del ciervo de tres cornamentas que vi en el bosque? Me recordó tanto a vos… tan… única en su belleza extraña.” 

Un golpe seco resonó. Alicent dejó caer su copa de vino, salpicándole las mangas.  

El Rey tosió, sin atreverse a mirarla. 

 “Basta, Nevan” murmuró el Rey Viserys, con voz débil. “No es… apropiado.” 

Nevan ladeó la cabeza.  

“¡Ah! Mil perdones, Alteza. A veces confundo las bestias… sobre todo las que creen reinan sobre las demás.”  

La Reina lo fulminó con la mirada. Nevan solo sonrió, aunque su nuca empezaba a arder con el presentimiento de que alguien lo golpearía apenas pusiera un pie fuera del salón. 

... 

Nevan caminaba silbando por el corredor, todavía riéndose de su propia broma. 

Un guardia Hightower se cruzó en su camino. Sin decir palabra, le clavó un codazo en las costillas, duro como una maza. 

Nevan se dobló en dos, el aire escapándole de los pulmones. 

“¿Problemas para respirar, cantor?” masculló el guardia, casi en un susurro. 

Nevan le dedicó una sonrisa dolorida. 

“Solo me estáis recordando que los Hightower siempre saben dónde golpear.” 

Le soltaron otro empujón que lo lanzó contra la pared de piedra. Nevan se quedó allí un instante, recuperando el aliento, con sabor a sangre en la boca. Luego se irguió, sacudiéndose el polvo. 

“Bien. Agradezco el masaje. ¿Me cobráis la próxima vez?” 

--- 

El Rey hablaba de dragones mientras picoteaba su plato sin hambre. Alicent permanecía rígida, los labios apretados. 

Nevan, con voz melódica, soltó “Canté anoche en el puerto. Una vieja pescadera me preguntó si la Reina reza tanto porque sus pecados pesan como redes llenas de pescado muerto.” 

La cuchara de Alicent cayó contra la porcelana. 

“¡Cómo os atrevéis!” espetó ella, el temblor en su voz mezclando furia y humillación. 

El Rey alzó las manos, débil. “Nevan… es suficiente…”  

Nevan encogió los hombros. 

“Solo repito lo que escucho en las calles, Alteza. Yo soy solo un humilde eco.” 

Más tarde, cuando salió del salón, dos capas verdes lo interceptaron en un corredor vacío. 

“¡Un eco, dices!” soltó uno de los guardias, golpeándolo con el mango de la lanza en el estómago. 

Nevan se dobló, tosiendo, mientras el otro le susurraba al oído: “La Reina no olvida.” 

 

--- 

Nevan, con el laúd colgado a la espalda, tropezó con la Reina en un jardín lleno de rosas marchitas. Se inclinó teatralmente. 

“¡Majestad! Vuestras rosas lucen hermosas… aunque no tanto como vuestra reputación.” 

Alicent se detuvo, fulminándolo con los ojos. 

“Te mandaré cortar la lengua, bardo.”  

Nevan la miró, ojos centelleantes. 

“Tendríais que cortar muchas lenguas en Desembarco para detener todas las canciones, Alteza.” 

Ella giró sobre sus talones. Cuando se alejó, uno de los guardias de su séquito extendió el pie y lo hizo tropezar a propósito. Nevan cayó de bruces sobre las flores. 

“¡Vuestra Reina os envía su amor!” dijo el guardia, antes de marcharse riendo. 

Notes:

Hola!
Como habrán notado, el nombre del capitulo dice Bonus...
Leyendo sus comentarios, me encanto la idea de hacer de las aventuras de Nevan algo extra... pero leyendo el capitulo y editando, me di cuenta de que hay varios elementos que son clave, que solo él sabe y que se perderían si no se leen en el momento adecuado "en el capitulo que corresponde".
Así que estas escenas son extras.
Este no era el capitulo que planeaba subir hoy, lo quería publicar desde ayer, pero AO3 se cayó (sufrí mucho) y mi situación con la luz no ha mejorado.
He estado sobreviviendo con un generador, pero debo usarlo principalmente cuando trabajo, así que no he tenido muchas oportunidades de escribir bien. Tengo el siguiente capitulo completo... solo que a lapiz, jaja, así que tardare unas horas en poder subirlo, lo más probable es que lo suba el domingo, así que este fin de semana tendrán doble capitulo! Solo sean pacientes conmigo, me vine a casa de mi hermana para tener luz en lo que terminan de arreglar el problema en mi casa.

Pero... ¿les ha gustado?
Las últimas escenas son pequeños momentos que no quedaban en la narración, pero quería compartirlos con ustedes por sus hermosos comentarios! Son escenas de cuando Nevan llego a la capital y Alicent estaba en mejores terminos con Viserys... pero por supuesto, ya vimos lo que hicieron Nevan y Aoife para hacerla caer!

Y lo siento que me haya retrasado, este cap es realmente solo un bonus, y no quería no publicar nada hoy, aunque tendran el otro pronto.
Por eso se repite un poco, como les dije en el cap anterior, lo tenía todo desde el POV de Nevan tambien.

Y ahora hemos descubierto a quien sacrificaron Nevan y Arlie! Se que Otto tiene dos hijos y una hija, sabemos que uno es Gwayne, pero del otro no tenemos nada, absolutamente nada. No encontre ni su nombre. Y por supuesto... esto tendrá repercusiones, cuando el cuerpo aparezca-.-
Tambien tenemos un punto de vista más completo de la misión de Nevan y todo lo que hizo en su estancia en la capital, ahora solo falta ver que es lo que hara nuestra Princesa con esa información...

-- y el cap anterior ya recibio una pequeña edición, por cierto! se han corregido errores menores, de ninguna manera afecta la trama... solo ediciones de ortografía y gramática, y eliminar algunas palabras que por alguna razón se duplicaron o frases que se repitieron de manera extraña al subir el cap.

Muchisimas gracias por sus hermosos comentarios!
Esperen el siguiente cap el domingo!

Chapter 15: Cuando el fuego no perdona

Notes:

Ahora si! Aquí esta el capituo!!!
Espero que lo disfruten... pase horas escribiendolo a mano y ahora horas en computadora... así que es el capitulo más editado de todos, jajaja.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Rhaenyra  

 

Si de preferencias se tratara, Rhaenyra preferiría no ser despertada por una sirvienta gritando en pánico.  

“¡Princesa! ¡Un barco! ¡Ha llegado un barco con bandera blanca y piden ayuda!”  

A su lado, Daemon se levantó con la velocidad de un felino, buscando su espada antes incluso de sus pantalones.  

“¿Qué ha sucedido?” preguntó él con voz ronca pero alerta, mientras se calzaba una túnica de algodón blanco y envainaba una daga en su bota, vistiéndose con rapidez. Después, aseguró la espada a su cintura con movimientos automáticos, curtidos en la costumbre de años de peligro.  

Rhaenyra se dejó ayudar por la sirvienta para colocarse un camisón ligero, medio aturdida por el sueño y, por insistencia de Daemon, una bata de brocado que la cubría de pies a cabeza.  

Mientras tanto, la joven Catelyn Strong, la niñera de turno, irrumpió en la cámara y se posicionó al lado de la cuna, una mano sobre el borde, como si estuviera dispuesta a alzarla y huir si algo salía mal.  

El pequeño Aegon dormía profundamente, con su dragón gris enrollado junto a él, las alas agitándose en un leve espasmo onírico. Nada ni nadie podía estar más seguro que un príncipe Targaryen custodiado por fuego y escamas.  

“Un barco apareció ondeando bandera blanca,” explicó la sirvienta mientras caminaban por los corredores iluminados por antorchas, cuyas sombras danzaban sobre los muros de piedra pulida. “Al principio, intentamos rechazarlo, pero un hombre a bordo asegura que está a su servicio, mi Princesa, y se negó a ser rechazado, fue terriblemente insistente. Atracaron hace apenas una hora. Comenzamos la inspección como siempre… pero…”  

“¡Dilo y ya!” bramó Daemon, su voz retumbando como un latigazo en el silencio de la noche.  

La joven tragó saliva. “Dice que viene de Driftmark, que Ryger le ha dado instrucciones de ayudar a cierta dama… y su hijo, mi Príncipe. El niño está muy enfermo, terriblemente. La sanadora Myrana ha intentado comenzar a ayudarlo, pero me ha mandado a pedirles audiencia y solicitar la ayuda de las sanadoras de la Princesa.”  

Rhaenyra sintió que algo helado se deslizaba por su espalda. Driftmark. Ryger . Sus ojos lilas se clavaron en la sirvienta, inquisitivos.  

“¿Qué dama?”  

“Lelena, una sirvienta, mi Princesa. Viene acompañada de su padre… y de su hijo pequeño.”  

Rhaenyra se detuvo en seco. El eco de sus pasos resonó en el corredor. Daemon la miró de soslayo, su semblante sombrío.  

“¿Qué tiene de particular la dama?” preguntó Daemon, preocupado por la repentina aparición de una mujer desconocida enviada por uno de sus soldados, sobre todo desde Driftmark.  

La sirvienta bajó la vista. “Es... por el niño… dicen que es un bastardo. El bastardo de Lord Corlys Velaryon.”  

El silencio cayó sobre ellos como una losa. El único sonido fue el viento silbando entre los postigos y el leve rugido lejano de los dragones que dormían en su cueva.  

Rhaenyra sintió que un temblor de rabia le subía desde el vientre hasta el pecho. Lord Corlys… el hombre que había intentado matarla...  

Bastardo .  

Daemon soltó una risita seca, sin humor, mirándola con atención. “Siempre hay bastardos. Lo que importa es dónde se crían...”  

“¿Cuánto sabe esa mujer?” espetó Rhaenyra. Su voz había perdido el sopor del sueño; era ahora filo desnudo, cargado de desconfianza. “¿Cuánto sabe sobre Driftmark? ¿Sobre Lord Corlys? ¿Por qué Ryger la enviaría con nosotros?”  

Daemon ladeó la cabeza, sus ojos oscuros chispeando. “Solo hay una forma de averiguarlo.”  

La interrogare por ti, mi corazón de fuego.  

Rhaenyra respiró hondo. Sabía lo que Daemon estaba sugiriendo, usarlos. Según conviniera. Pero si había un niño enfermo, otro que llevaba la sangre de Velaryon… entonces las decisiones se complicaban.  

Rhaenyra no estaba preparada para esto, en sus sueños... Addam y Alys fueron los únicos bastardos que supo que existían de la sangre de Corlys, no se le ocurrió que hubiese otros...  

Un poco ingenua, mi amor, pero no te puedo culpar por ello, Viserys quiso mantenerte inocente sin darse cuenta de como te dañaba.  

“No podemos matarla,” murmuró ella, más para sí misma que para su esposo. “No sin saber primero qué trae consigo. Debió enviarla por algo...”  

Su mente corría entre mil posibilidades, la de Daemon sin embargo era más firme en una sola idea.  

Su querido tío solo pensaba en como usarlos. En que arma convertirlos.  

Daemon la observó. Su mano buscó la suya, apretándola con firmeza. “Entonces veamos qué secretos trae ese barco. Y si merece vivir… o morir.”  

Porque si son un riesgo para ti o Aegon, te prometo que no importa cuánto sirvan como armas, sobrina, los quemare.  

Lo sé... es solo, esto es inesperado.  

Cuando Rhaenyra y Daemon llegaron al muelle, la brisa marina les azotó el rostro con su salobre humedad. Bajo la pálida luz de la luna, un pequeño velero estaba amarrado. Sobre la cubierta, un grupo de hombres exhaustos ayudaba a bajar un cuerpo envuelto en mantas. Tras ellos, una mujer de cabello negro azabache sostenía la mano de un niño, cuyos sollozos eran apenas audibles sobre el rumor de las olas, acompañada de un hombre viejo que los vigilaba con preocupación.  

“Princesa…” dijo la mujer, inclinándose profundamente. Tenía ojeras marcadas, el rostro pálido. “Mi nombre es Lelena. Mi hijo… no deja de sangrar por la nariz. Sus ojos… se han puesto amarillos.”  

Daemon se adelantó. “¿El niño… es de Corlys Velaryon?”  

Lelena alzó la mirada. Y en sus ojos brillaron lágrimas. “Sí. Él… él lo había reconocido, nos daba monedas y lo visitaba. Pero la Princesa Rhaenys se negó... ella nos expulsó de Driftmark... Y temo por su vida.”  

Rhaenyra se acercó, escrutándola. Había algo desesperado en Lelena… pero también orgullo. Y miedo. Mucho miedo.  

Esta orgullosa de tener el hijo bastardo de un Lord.  

Daemon apretó su mano, confirmando que su pensamiento podría ser correcto.  

“Tranquila,” dijo Rhaenyra finalmente. “Mi sanadora lo verá. Y tú me contarás todo lo que sabes.”  

Daemon la miró de reojo, divertido por verla hablar tan directo. “Así se habla, esposa mía.”  

Generalmente eres más diplomática.  

Ella no se lo merece.  

Mientras Lelena se dejaba guiar hacia el interior, Rhaenyra posó la mano sobre el hombro de Daemon.  

“Si esto es una trampa… haz arder el puerto entero, no permitiré que mi gente se vuelva contra mi y dejen entrar a traidores solo por ternura en sus corazones.”  

Daemon sonrió, satisfecho. “Así lo hare, mi amor.”  

Su tío nunca estaba más feliz que cuando tenía su permiso para derramar sangre.  

En apenas unos minutos, el muelle se convirtió en una enfermería improvisada.  

El niño yacía sobre una mesa improvisada, temblando bajo capas de lino mientras las lámparas de aceite y las antorchas lanzaban destellos dorados sobre su piel húmeda. Rhaenyra permanecía a unos pasos, su bata de brocado arrastrándose sobre la madera húmeda del muelle. Daemon estaba a su lado, los brazos cruzados, los ojos duros como obsidiana.  

Shanara, la más hábil de sus sanadoras, se inclinó sobre el pequeño, palpándole el cuello y la frente con dedos expertos. Ophelia sostenía una lámpara para que la luz cayera sobre el rostro del niño mientras analizaba su piel. Myrana, tenía sus manos manchadas de sangre seca y la mirada angustiada.  

El niño tenía el cabello platinado, fino como seda. En la penumbra, relucía con un brillo lunar, como si llevara consigo el fulgor de los dragones. Rhaenyra sintió un estremecimiento recorrerle la espalda. Era imposible no ver en él a la sangre Velaryon… y tal vez la sangre Targaryen, mezcladas en esas hebras plateadas.  

“¿Cómo se llama?” preguntó Rhaenyra, sin apartar la mirada del pequeño.  

“Daemion,” susurró Lelena, con la voz rota. “Se llama Daemion… por el Príncipe.”  

Daemon soltó un resoplido, entre divertido y molesto. “Qué manía tiene la gente con nombrar bastardos con nombres de dragones.”  

Lelena bajó la cabeza, las lágrimas resbalándole por las mejillas, humillada.  

Shanara le lanzó a Daemon una mirada fulminante antes de volver a centrarse en el niño. Le abrió con suavidad los párpados. El blanco de los ojos de Daemion estaba teñido de un amarillo enfermizo. Tenía los labios resecos, las encías inflamadas, y la nariz sangraba a intervalos irregulares, un hilo rojo que le manchaba la boca y el cuello.  

Rhaenyra contuvo la respiración. Sintió a su propio esposo tensarse a su lado.  

“¿Qué es eso, Shanara?” preguntó Rhaenyra, su voz firme, aunque su corazón martillaba en su pecho.  

Shanara se apartó ligeramente, limpiándose las manos en un paño. “La piel está caliente. El niño tiembla, sangra de la nariz, y sus ojos… esto podría ser ikteros, Princesa. Pero temo algo peor. Podría estar envenenado. O padecer de fiebre roja. Necesito más tiempo para saberlo.”  

Ophelia, añadió con voz temblorosa: “También podrían ser hierbas mal administradas. Algunas sangrías… o algún brebaje. Su pulso está débil.”  

Rhaenyra dirigió una mirada afilada a Lelena. “¿Qué le diste, mujer?”  

Lelena sollozó. “Nada que no me recomendaran. Infusiones tilo, un poco de polvo de paico para calmarle los dolores… ¡No sabía que podía hacerle daño!”  

Daemon soltó un bufido. “Paico. Magnífico. ¿Intentabas dormirlo para siempre?”  

“¡No!” gritó Lelena, agarrándose al borde de la mesa. “Solo quería calmar su fiebre… ¡Estaba ardiendo! Y la Princesa me lo negó todo… hasta el refugio. Me expulsaron de Driftmark. La Princesa Rhaenys… me dijo que mi hijo no tenía derecho a su ayuda... y Lord Corlys está demasiado enfermo para discutir con ella... ni siquiera me dejaron verlo.”  

Los ojos lilas de Rhaenyra centellearon. Se sintió traicionada por la mención de Rhaenys, y al mismo tiempo comprendía demasiado bien lo que significaba proteger secretos familiares. Sobre todo, ahora que Corlys Velaryon estaba reducido a medio hombre y Rhaenys dirigía su casa con mano de hierro.  

Es tan pequeño... míralo... es casi un bebe...  

Daemon le rozó el brazo con los dedos, en un gesto casi reconfortante. “Rhaenyra, no podemos quedarnos con un niño moribundo en nuestras puertas. Pero también… ¿estás preparada para lo que implicaría protegerlo?”  

Rhaenys te odiara aún más si decides proteger lo que ella deseaba ocultar. O lo salvamos, o hay que deshacernos de él con rapidez, no sabemos si lo que lo enferma es contagioso.  

Rhaenyra se inclinó hacia el pequeño, tan cerca que casi podía sentir el calor febril irradiar de su piel. Una gota de sangre se formó en la fosa nasal del niño y corrió hacia su labio.  

“Es sangre Velaryon...”  

Shanara la miró con gravedad. “Si no se trata rápido, morirá. Y si ha sido envenenado… quizá alguien intenta silenciarlo. O a su madre.”  

Tal vez Rhaenys quería que su desparición fuera permanente...  

Daemon maldijo en voz baja. “Y si se cura… querrán usarlo. O matarlo.” No había pensado en los riesgos de un bastardo ampliamente conocido.  

Si fuese un secreto... sería más fácil lidiar con esto.  

Rhaenyra enderezó la espalda, sintiendo el peso de la corona que todavía no llevaba en la cabeza, pero que ya oprimía su frente.  

“Salvadlo. No escatiméis nada. Si hay veneno, encontradlo. Si es fiebre roja, luchad contra ella. Que viva.”  

Sus ojos se posaron en Lelena, cuya esperanza pendía de un hilo.  

“Y tú… me contarás cada secreto que sepas de Driftmark. Cada palabra que oíste de Corlys. Cada frase que salió de los labios de Rhaenys. Porque si quieres protección para tu hijo, tendrás que pagarla.”  

Lelena asintió, aunque las lágrimas siguieron corriendo por su rostro.  

Daemon, a su lado, la miro mientras pensaba ¿Sabes qué veo, esposa mía? Veo problemas. Muchos problemas. Pero también… posibilidades.  

Rhaenyra no contestó. Sus ojos estaban fijos en el pequeño Daemion, cuyos párpados aleteaban como alas de mariposa.  

Bastardos . Pensó, sombría. Siempre traen fuego. O destrucción.  

Rhaenyra inspiró hondo, tratando de que el olor a sangre y sal marina se disipara de su memoria. Miró a Shanara, que seguía inclinada sobre el niño.  

“Haz todo lo que puedas, Shanara. Y no permitas que muera.” Su tono no admitía discusión.  

Shanara asintió con gravedad. “Pondré a todas las aprendices a trabajar, mi Princesa.”  

Rhaenyra se giró hacia Lelena.  

“Te quedarás aquí, en el puerto. En una de las casas nuevas, junto al agua. Tendrás comida y lecho, pero no se te permitirá deambular sin escolta. Hasta que sepamos la verdad de tu historia. Si la enfermedad es contagiosa, Shanara, debes avisarme de inmediato.”  

Lelena asintió, con las lágrimas marcándole surcos en el rostro.  

Daemon soltó un suspiro. “Qué generosa eres, esposa mía.” miro con intención a Lelena, que no había expresado su gratitud adecuadamente.  

Le cortare la lengua para que tenga una razón para mantenerse callada.  

Rhaenyra lo fulminó con la mirada. “No empieces.”  

Debería estar agradeciéndote de rodillas, alabando tu nombre... no me gusta su indiferencia...  

Y sin volver a mirar a nadie más, se dio media vuelta y se marchó hacia el sendero que ascendía hacia el palacio, con Daemon siguiéndola, su paso ligero a pesar del acero que portaba.  

Más tarde, en el palacio, Rhaenyra se hundió en un sillón tapizado en seda negra, con un suspiro largo y cansado. Daemon paseaba de un lado a otro, como un dragón enjaulado.  

“¿Por qué no la dejamos en el puerto de dónde vino?” murmuró Daemon. “Su bastardo podría ser útil, pero ella no, ni siquiera te agradeció...”  

Rhaenyra lo ignoró, frotándose las sienes.  

“Hazlo pasar,” ordenó finalmente a uno de sus guardias.  

Momentos después, entró un hombre alto y flaco, con ropas modestas de marinero. Tenía el cabello negro, recogido en una coleta, y el rostro bronceado por el sol y el salitre. Su capa estaba empapada todavía, y olía a mar.  

Se arrodilló al verlos.  

“Mi Princesa. Mi Príncipe.”  

“Tu nombre,” exigió Daemon, con la voz como una cuerda tensa.  

“Jett, mi Príncipe. Marinero de Driftmark. Sirvo… o servía… a Lord Velaryon.”  

“¿Lo haces?” preguntó Rhaenyra, ladeando la cabeza.  

Jett tragó saliva. “Obedezco a Arlie Ryger… y a la Princesa. Fue Ser Ryger quien me mandó. Dijo… dijo que si lograba llevar a Lelena y al niño a salvo hasta usted, su señor esposo sabría qué hacer.”  

Daemon arqueó una ceja. “¿Y por qué demonios iba Ryger a mandarles aquí?”  

Jett se frotó las manos, nervioso.  

“Porque… cuando la Princesa Rhaenys expulsó a Lelena de Driftmark, Lord Corlys estaba… grave. Después de que… después del fuego del dragón.” Sus ojos se fueron hacia Daemon, que sostenía su mirada sin parpadear. “Lord Corlys perdió sus piernas. La Princesa Rhaenys tomó el mando de todo. Fue ella quien ordenó que Lelena se marchara. Dijo que no quería bastardos en Driftmark. Ni rastro de ellos. Mandó cerrar todas las puertas a la madre y al niño. Y si alguien ayudaba… lo castigaban.”  

Rhaenyra sentía su corazón latir más y más fuerte en el pecho.  

“¿Por qué tanto odio hacia el niño?” preguntó en voz baja, ansiosa por saber si era solo el orgullo de Rhaenys el que estaba herido o había otra preocupación que fuera obvia.  

Jett inspiró con dificultad.  

“Porque… la Princesa Rhaenys teme que ese niño pueda… reclamar algo. O que alguien lo use contra ella. Es hijo de Lord Corlys… al menos eso dice Lelena... y con Lord Corlys grave y Ser Laenor lejos de su hogar...”  

Daemon soltó una carcajada áspera. Esta paranoica, nadie apoyaría a un bastardo cuando hay un hijo legítimo, y que, además, comanda un dragón.  

“Lord Ryger temía por sus vidas,” prosiguió Jett. “Dijo que la Princesa debía saberlo. Que usted, mi Príncipe, sabría qué hacer.”  

Daemon entrecerró los ojos, pensativo.  

“¿Y qué dices tú, esposa mía?” preguntó, girándose hacia Rhaenyra. “¿Acogemos a un bastardo? ¿O lo enviamos a los Dioses?”  

Rhaenyra miró a Jett con dureza.  

“Vuelve al puerto. Quédate allí. No salgas ni pronuncies nada de esto en voz alta. Si hablas, morirás. ¿Me has entendido?”  

“Sí, mi Princesa.” Jett se inclinó profundamente, el sudor perlándole la frente.  

Daemon se cruzó de brazos, sonriendo con la comisura de los labios.  

“Pues parece que Driftmark está más fragmentado que nunca.”  

Rhaenyra se recostó en su sillón, la bata de brocado cayendo a su alrededor como un río carmesí.  

“Sí,” murmuró, con la mirada ausente. “Y pienso aprovecharlo.”  

El sonido del mar seguía llegando débilmente a través de las ventanas abiertas. El perfume salino no lograba disipar el amargo sabor que Rhaenyra sentía en la lengua.  

Daemon se había quedado de pie junto a la mesa de mapas, las manos apoyadas sobre el borde de madera tallada, el mentón ligeramente inclinado.  

Rhaenyra caminó en círculos, despacio, con los brazos cruzados sobre el pecho.  

“Detesto a los bastardos,” dijo finalmente, con voz fría.  

Daemon alzó una ceja, divertido.  

“Lo sé, sobrina, pero pueden ser útiles.”  

Rhaenyra lo ignoró.  

“Siempre creen que el mundo les debe algo. Siempre traen líos, susurros, reclamaciones. Y si no los usan otros… ellos mismos se convierten en problema. Lo he visto toda mi vida. Desde los pasillos de la Fortaleza Roja… hasta la mesa del Consejo.”  

Mis sueños... los rumores de bastardía persiguieron a mis hijos incluso después de su muerte. Ellos eran legítimos, no solo su padre los reconoció... el mismo Rey dijo que lo eran.  

Daemon se apoyó más sobre la mesa, siguiendo sus pensamientos desordenados.  

Y los bastardos... aquellos que convoque para mi causa... todos me traicionaron.  

“Y sin embargo, esposa mía… los bastardos pueden ser útiles. Recuerda la guerra contra la Triarquía. Recluté bastardos y segundones en Lys y Myr. Nadie daba un dracarys por ellos… y fueron los hombres más leales que tuve, solo hay que tratarlos adecudamente.”  

Rhaenyra se detuvo frente a él, alzando la barbilla.  

“Eso no los hizo menos bastardos, Daemon. Bastardos con lealtad… siguen siendo bastardos. En este caso... una pizca de poder y siempre querrán más.”  

Daemon soltó una carcajada seca.  

“No les daremos ni la ilusión de poder, Rhaenyra, sabrán que son bastardos, vivirán agradecidos porque les has dado un lugar en el mundo y morirán por ti...”  

Rhaenyra apretó los labios, molesta por la lógica en las palabras de su esposo.  

“Arlie Ryger no es ningún ingenuo. Si ha arriesgado hombres y barcos para traer a ese niño aquí… no es solo por caridad. Cree que podemos usarlo. Quizá no ahora… pero en el futuro. Ese niño tiene sangre Velaryon. Quizá Arlie crea que puede ser un símbolo… o un peón.” Daemon la miro pensativo. “Ryger teme que Rhaenys lo mate para evitar futuros reclamos. No es una idea descabellada.”  

Rhaenyra se pasó una mano por el cabello, irritada.  

“El niño solo tiene dos años. Apenas es un bebé. Pero su existencia… es un peligro. Es otro Velaryon que podría ser esgrimido como estandarte. No quiero que la gente me relacione con bastardos... mis hijos... No quiero ni pensar en ello, rumores de bastardos relacionados con mis hijos, arriesgaría todos mis planes...”  

Daemon inclinó la cabeza, mirándola con un brillo astuto.  

“Depende. ¿Prefieres tenerlo donde puedas verlo crecer? ¿O prefieres dejarlo suelto para que un día aparezca con barcos y banderas reclamando Driftmark o la mitad del mar Angosto porque la persona incorrecta lo crio para ser demasiado ambicioso?”  

Rhaenyra lo miró largamente, analizando sus palabras.  

Su esposo siguió defendiendo su idea.  

“Arlie cree que podemos usarlo. Eso es evidente. Aunque sea dentro de diez años. O veinte. Los bastardos solo son útiles mientras se creen leales.” Daemon sonrió con un deje salvaje. “Pueden ser el escudo perfecto para nuestros hijos, si nos aseguramos de que sean criados para serlo...”  

“¿Y crees que esa mujer lo hará? ¿Le enseñara que debe respetarnos? ¿Protegernos? ¿A mis hijos? Ni siquiera sabe agradecer adecuadamente cuando se le muestra compasión...”  

“Entonces críalo tú. Hazlo tú, mi pequeño dragón. Así no se volverá contra ti.”  

Rhaenyra frunció el ceño.  

“No es tan simple. No lo quiero cerca de mis hijos. No confío en él. No confío en nadie con sangre de Corlys Velaryon, mucho menos si Rhaenys lo ha repudiado.”  

Daemon se encogió de hombros.  

“Yo solo digo que… a veces los bastardos pueden convertirse en escudos. Si les das la oportunidad.”  

Rhaenyra suspiró, sintiendo el peso de cada palabra.  

“Por ahora… que el niño sobreviva. Después… ya veremos qué hacer con él.”  

Daemon la observó, ladeando apenas la cabeza.  

“Esa es mi mujercita. Nunca mostrando tus cartas… hasta el final.” la miro recelos, aún molesto por no ser consciente de que había hablado Shanara hace un par de semanas, mientras él volaba con Aegon...  

Rhaenyra se apartó de él, volviendo la vista hacia las velas titilantes.  

“No es el final. Aún estamos en el juego.” Rhaenyra acaricio su vientre plano, demasiado plano , con nerviosismo. Daemon siguió el rastro de sus dedos con una mirada hambrienta.  

En lo profundo de su pecho, Rhaenyra sintió una punzada de inquietud. Porque sabía que incluso un niño de dos años podía, algún día, incendiar reinos enteros.  

Rhaenyra se detuvo frente al ventanal. La brisa marina agitaba las cortinas, perfumada de sal y espuma.  

Daemon estaba de pie detrás de ella, los brazos cruzados, la expresión tan inescrutable como el acero.  

“Daemon…” empezó ella, la voz apenas un susurro. “He soñado con bastardos que me traicionan.”  

Daemon alzó una ceja, con la mirada apenas entrecerrada.  

“Lo sé, pero podemos cambiar las cosas... sabremos de ellos, podremos prevenirnos, pero pueden ser útiles mientras tanto... hasta el momento, ninguno de mis soldados de orígenes menos nobles ha hecho nada contra nosotros...”  

Ella se giró bruscamente, el cabello plateado resbalando sobre su bata de brocado.  

“Es solo que... veo cómo se alzan contra mí, contra mis hijos… contra el Trono. Son espinas en la carne de mi linaje, Daemon. Son cuchillos escondidos en las sombras.”  

Daemon no apartó la vista de ella. Sus ojos violetas parecían más oscuros bajo la tenue luz de las antorchas.  

“Y sin embargo, esposa mía… ¿has soñado que ese niño en particular te traiciona?”  

Rhaenyra vaciló.  

“No… no lo he visto a él. No sé si es él… o si es otro. Pero es la sangre bastarda la que siempre vuelve para morderte. Siempre.”  

Nettles.  

Addam.  

Alys.  

Ulf.  

Hugh.  

Daemon asintió, pensativo.  

“Y por eso lo odias.”  

“Sí,” confesó Rhaenyra, con dureza. “Odio su existencia. Odio lo que representa. Bastardía. Dudas. Reclamos. Corlys Velaryon es medio dios del mar para muchos marineros y comerciantes. Su semilla es peligrosa. Más aún si lleva cabello plateado.”  

Daemon se acercó a ella, hasta quedar lo bastante cerca como para rozar su brazo.  

“Pero también es peligroso dejarlo suelto. ¿No lo ves? Ryger lo trajo por algo. Si ese niño crece lejos, si sobrevive… podría ser el estandarte que algún día enarbolen contra ti. Mejor tenerlo aquí. Mejor saber qué piensa, a quién ama, qué desea. Podemos usarlo contra los Velaryon con más facilidad si controlamos su destino...”  

Rhaenyra le sostuvo la mirada.  

“Y si me traiciona, Daemon. Si algún día me clava un cuchillo en la espalda… a mis hijos...”  

Daemon apoyó una mano en su cintura, con suavidad inesperada.  

“Entonces quemaremos sus huesos, no le daré la oportunidad, Rhaenyra, ante la más mínima duda, yo mismo blandiré la espada incluso si es solo un niño.”  

Sangre y Queso... fue un error enviarlos, debí haber ido yo mismo, mi mano en la daga...  

Ella respiró hondo.  

“No sé si puedo criar a un bastardo. ¿Un niño Velaryon, con su pelo de plata y ojos de mar? ¿Sabes lo que eso significará si algún día lo ven junto a mí? Podría significar rumores, susurros...”  

Daemon inclinó la cabeza, su voz bajando a un murmullo cargado de intención.  

“O lo conviertes en un arma… o dejas que tus enemigos lo conviertan en su espada. Puedes controlar la narrativa, estas casada conmigo, Rhaenyra, yo soy el padre de tus hijos, no habrá rumores de bastardía que funcionen ahora, podemos hacerlo ver como un acto... de caridad, compasión.”  

Rhaenyra desvió la vista hacia el fuego que ardía bajo el brasero. Las llamas lamían el aire como lenguas doradas.  

“Es solo un bebé…” murmuró, casi con pesar.  

“Por ahora.” replicó Daemon. “Pero crecerá. Y cuando lo haga… decidirá a quién sirve. O lo moldeas tú… o lo moldean otros. O lo matamos ahora mismo.”  

Rhaenyra apretó las manos en puños.  

“Si fuera por mí, Daemon… lo ahogaría en el mar. Para terminar con el problema antes de que nazca.”  

Daemon se inclinó y le rozó la frente con los labios.  

“Y si fuera por mí, lo pondría a entrenar de inmediato, con su cabello plateado, es un cebo perfecto para mantener cerca de nuestro Príncipe, para protegerlo... como la sirvienta rubia que es tu catadora favorita...”  

Rhaenyra lo miró, con lágrimas apenas contenidas en la comisura de sus ojos.  

“No quiero volver a temer traición en mi propio hogar.”  

Daemon le acarició la mejilla.  

“Yo te protegeré, esposa, sobrina...” la beso mientras seguía murmurado promesas.  

Y mientras Rhaenyra cerraba los ojos, el eco de sus pesadillas parecía latir en cada chispa que saltaba del brasero.  

La sensación de seguridad que la invadía cada que Daemon la rodeaba con sus brazos era tan inevitable como el hecho de que sus vidas siempre estarían en peligro.  

Pero un peligro controlado podría ser mucho mejor que uno desconocido.  

...  

Rhaenyra estaba sentada en su silla alta, el brocado plateado cayéndole sobre las piernas como un río brillante. Daemon se mantenía a su lado, de pie, con el rostro serio.  

Shanara y Ophelia, las sanadoras, se inclinaron con respeto. Shanara fue la primera en hablar, su voz firme, aunque cansada tras horas de cuidados.  

“Princesa… el niño sigue febril, pero no está más cerca de la muerte que anoche.” Se pasó un mechón de pelo rojizo tras la oreja, su mirada seria. “Tiene las venas fuertes, aunque el pecho algo débil. Necesitará atención constante… pero no está perdido.”  

Ophelia añadió con un dejo de timidez:  

“Su sangre es… buena. Velaryon…” tragó saliva. “Si sobrevive... el niño tiene buena constitución, Alteza, no es piel y huesos...”  

Rhaenyra se quedó inmóvil un momento, analizando.  

Daemon intervino, su voz grave:  

“¿Es fuerte? ¿O crecerá enfermizo?”  

Shanara negó despacio.  

“Está muy débil ahora, pero no hay señales de malformaciones ni dolencias que no puedan sanarse. No es tan frágil como para descartarlo.”  

Rhaenyra respiró hondo.  

“Seguid tratando al niño. No escatiméis hierbas ni cuidados.” Miró a ambas sanadoras con intensidad. “Quiero que viva. Y quiero que sepa a quién le debe la vida.”  

Una vez tomada la decisión, para Rhaenyra fue fácil comenzar a dar sus órdenes.  

Las sanadoras hicieron una reverencia y se apartaron, dejando entrar a Lelena.  

La mujer se inclinó profundamente. Tenía el cabello oscuro recogido en un moño bajo, la cara demacrada, ojeras profundas bajo los ojos grises. Iba vestida con ropas sencillas, aunque limpias, seguramente prestadas por alguna doncella del puerto.  

“Princesa… Príncipe…” Lelena comenzó, la voz temblorosa, una mirada intensa en sus ojos. “No sé cómo agradeceros…”  

Rhaenyra la detuvo con un leve movimiento de mano, no dispuesta a escuchar mentiras tan temprano en la conversación.  

“Si quieres agradecerme, dime toda la verdad.”  

Daemon cruzó los brazos, observando a Lelena con ojos afilados.  

“Empieza por Corlys Velaryon.” dijo, con su tono que no admitía mentiras. “Cuéntalo todo.”  

Lelena tragó saliva.  

“Mi señor… Lord Corlys… nunca dejó de tener amantes. Ni siquiera cuando Lady Rhaenys gobernaba la casa en su nombre. Yo… fui una más. Nunca fui nadie importante. Solo… solo una compañía entre sus largos viajes, lo ayudaba a relajarse cuando regresaba a su hogar... soy una sirvienta, verán... limpiaba las habitaciones del Señor y a él le gustaban los baños largos... más si estaba acompañado...”  

Rhaenyra la miró fríamente.  

“Y el niño… es suyo.”  

Lelena asintió, bajando la mirada.  

“Sí, Princesa. Es su sangre. Él siempre… me cuidó. Me envió joyas, dinero… pero nunca me dio un lugar. Yo no se lo pedí.”  

Daemon intervino, voz seca:  

“¿Y por qué decidiste aparecer ahora?”  

“Porque Lord Corlys está…” Lelena dudó un momento, como si no supiera si debía hablar tan libremente. Luego se lanzó. “Lord Corlys está enfermo, dejo de enviar monedas... Sin sus piernas, apenas puede sostener una copa. No volverá a gobernar. Lady Rhaenys lo controla todo… y me echó, cuando intente verlo, para pedirle ayuda... cuando mi hijo enfermo... Me mandó fuera de Driftmark. Me llamó…” los ojos de Lelena se llenaron de lágrimas. “Me llamó ‘una amenaza para la Casa Velaryon.’”  

Daemon soltó una risita fría.  

“Rhaenys siempre ha sido directa.”  

Lelena se enjugó las lágrimas, tratando de recuperar la compostura.  

“Mi hijo enfermó. Su fiebre no bajaba… y entonces…” respiró hondo. “Pero antes de irme... me enteré de que Lord Corlys tenía otra amante. Marilda de Hull. Una chica joven, hija de un constructor de barcos en el puerto de Hull. Muy bonita, piel oscura… ojos claros… y hace apenas dos meses, ella también tuvo un hijo.”  

Rhaenyra frunció el ceño, no dejando ver la tormenta en su interior que había desatado el nombre de Marilda .  

Addam .  

“¿Otro bastardo?”  

Lelena asintió.  

“Sí, Princesa. Otra semilla de Corlys. Y…” bajó la voz. “Dicen que Lady Rhaenys no lo sabe, pero Lord Corlys... él la visitaba muy seguido, intentaba ser discreto, pero la gente nota estas cosas... y Marilda sigue en Hull… protegida por algunos hombres que antes servían a Lord Corlys.”  

Daemon soltó un bufido.  

“Velaryon no puede dejar su semilla quieta ni aunque lo metan en una caja.”  

En la guerra era obvio con sus aventuras, tenía mujeres en cada puerto, sus idas y venidas por provisiones era casi una palabra clave para ir a follar...  

Rhaenyra sintió que la bilis le subía a la garganta.  

“Dos bastardos, ambos con derecho a presumir de sangre Velaryon… con el pelo plateado…” La furia vibró en su voz. “¡Qué regalo para mis enemigos!”  

Daemon la observó, con ese brillo frío en sus ojos.  

“O una oportunidad. Dos peones nuevos en el tablero.”  

Rhaenyra respiró hondo, conteniendo el temblor de su voz.  

“¿Y tú, Lelena?” preguntó, helada. “¿Por qué querrías servirnos?”  

Lelena levantó la vista, lágrimas brillando en sus ojos.  

“Porque no me queda nada. Ni familia, ni hogar, ni seguridad. Sólo mi hijo… y quiero que viva. Quiero que crezca bajo vuestra protección. Juro lealtad a vos, Princesa. A vos y a vuestro Príncipe. Dadme un lugar… y os daré lo que sé. Os serviré...”  

Rhaenyra se inclinó hacia adelante.  

“Entonces empieza a hablar, Lelena. No dejes nada en las sombras. Porque si nos mientes…” dejó la amenaza flotando en el aire.  

Daemon sonrió apenas.  

“Y porque a veces los bastardos sirven mejor muertos… que vivos.”  

Ante la amenaza, Lelena respiró hondo, como quien se prepara para saltar a aguas heladas.  

“Hay… más cosas, Princesa. Cosas que Lady Rhaenys quizá no se atreve a decir.”  

Rhaenyra la miró con dureza.  

“Habla.”  

Lelena se humedeció los labios.  

“Vaemond Velaryon… está intentando quedarse con Driftmark. Desde que Lord Corlys cayó herido… ha estado conspirando. Dice a todos que Lady Rhaenys es demasiado blanda, que no sabe manejar a la Casa Velaryon y que pronto Driftmark se llenará de hijos ilegítimos, nos ha estado usando. Habla mal de vos, Princesa, en secreto… dice que habéis huido, que eres una cobarde...”  

Daemon soltó un bufido bajo.  

“Hipócrita.”  

Lelena asintió, con un temblor en la voz.  

“Dice… que Driftmark necesita un señor fuerte. Que Rhaenys está loca por la pena… y que el pueblo y los capitanes de mar deben apoyar a alguien ‘puro de sangre y de linaje Velaryon’. Muchos hombres lo escuchan, Princesa. Algunos… empiezan a dudar.”  

Rhaenyra apretó las manos sobre los brazos de su silla.  

“¿Y Rhaenys? ¿No lo ha frenado?”  

“Lady Rhaenys lo ha intentado. Pero está sola… y Driftmark está sufriendo. Ha habido tormentas, una tras otra. Se han hundido barcos. Los astilleros están llenos de madera partida. No pueden construir nada nuevo. Las reservas de grano bajan… y la gente empieza a murmurar que es castigo de los dioses.”  

Daemon inclinó la cabeza, curioso.  

“¿Castigo por qué?”  

“Por traición… por intentar matar... a usted Princesa… por tantas cosas… Cuando el Rey castigo a los Velaryon, toda la culpa recayo en la Princesa Rhaenys, porque Lord Corlys no ha sido visto...” Lelena se encogió de hombros. “El pueblo siempre busca a quién culpar.”  

Rhaenyra sentía la rabia subirle por la garganta ante la mirada ansiosa de la mujer, una mujer que buscaba chismes, con una mirada maliciosa.  

Se negó a reconocer nada, a darle información. La mujer no obtendría confirmación de ella, no cuando no sabían cómo intentaría manipularla.  

Daemon la rozó con los dedos, suave, como calmándola.  

“Mientras tanto, podemos usar este caos.”  

Lelena lo miró, con ojos suplicantes.  

“Yo no quiero nada de poder, mi Príncipe. Solo quiero que mi hijo viva. Os lo juro por todos los dioses. Pero pensé… si sabíais lo que ocurre en Driftmark, quizá podríais salvarlo. O… usarlo.”  

Rhaenyra se inclinó hacia ella, la mirada como un filo de acero.  

“Lo usaremos. No lo dudes.”  

Daemon esbozó una sonrisa cruel.  

“Y Vaemond… aprenderá pronto lo que pasa cuando uno desafía a los dragones., Corlys ya lo aprendió, pero su sobrino aún no...”  

Lelena tragó saliva, temblorosa.  

“Os diré más, Princesa. Vaemond… ha estado enviando mensajeros secretos a la corte del Rey Viserys. Y… creo que incluso a la Reina Alicent.”  

Daemon soltó un silbido entre dientes. ¿Y esta simple sirvienta como lo sabe?  

“Los Verdes metiendo las manos en Driftmark… qué sorpresa.” murmuro, intentando ocultar su sorpresa.  

Rhaenyra se incorporó un poco más, el rostro pálido y tenso, incluso como rumores, eran preocupantes.  

“Si esto es cierto, Lelena… has salvado algo más que la vida de tu hijo. Has salvado Driftmark para mí.”  

La mujer inclinó la cabeza, las lágrimas cayendo por sus mejillas.  

“Serviré como me pidáis, Princesa. Solo… solo no me alejéis de mi niño.”  

Rhaenyra exhaló lentamente.  

“No te alejaré de él. Pero tu lealtad me pertenece ahora. Todo lo que sepas… me lo dirás.”  

Daemon añadió, con una mirada que helaba la sangre:  

“Y si alguna vez mientes… tú y tu niño moriréis en el mar.”  

Lelena bajó la cabeza, sollozando suavemente.  

“Lo juro. No os mentiré nunca.”  

Rhaenyra la contempló en silencio, sintiendo las brasas de la ira arder en su pecho.  

“Ve, descansa. Debemos pensar qué hacer con Driftmark… y con los bastardos de Corlys Velaryon, pero tu debes cuidar de tu hijo...”  

...  

La luz del amanecer entraba en haces dorados por los ventanales altos. Sobre la mesa de mármol, humeaban platos de huevos escalfados, pan dulce y miel. El mar, allá afuera, era un espejo apenas agitado por brisa suave.  

Rhaenyra revolvía su copa de jugo sin apenas probarlo. Daemon, en cambio, devoraba el desayuno como si nada le preocupara.  

“Daemon…” comenzó ella, sin mirarlo, “esa mujer, Lelena… se arrodilló demasiado rápido. Habló demasiado. No tiene ni una pizca de lealtad. Ni a Corlys, ni a Rhaenys, ni a nosotros.”  

Daemon sorbió el vino, apoyando el codo en la mesa.  

“Claro que no tiene lealtad. Es una rata atrapada en una tormenta. Y las ratas siempre buscan el barco que no se está hundiendo.”  

“Y tú quieres quedarte al bastardo.”  

Daemon sonrió, ladeando la cabeza.  

“Un niño tan pequeño no tiene lealtades aún. Podemos dárselas nosotros. Criado aquí, educado por nuestra gente, rodeado de hombres fieles… será un buen perro guardián. O un cuchillo, si hace falta.”  

Rhaenyra lo fulminó con la mirada.  

“No es un perro. Es un bastardo Velaryon. No me fío. Ni de él ni de ninguno. Y de su madre menos... algo en ella, me inquieta.”  

Daemon dejó la copa y se inclinó hacia ella, el brillo acerado en sus ojos violetas.  

“¿Recuerdas la guerra contra la Triarquía? Creí que esos bastardos de Lys y Tyrosh me apuñalarían por la espalda… y fueron mis hombres más leales. Porque sabían que nadie más los aceptaría. Bastardos, exiliados, piratas… todos los desheredados sólo sirven a quien los protege. La compañía de los Segundos Hijos ha sido más leal a mí que nadie, incluso cuando su lealtad se compra.”  

Rhaenyra le sostuvo la mirada.  

“Y si algún día se vuelven contra nosotros… ¿qué hacemos? ¿Los matamos como perros? No quiero criar enemigos bajo mi propio techo.”  

Daemon alzó una ceja.  

“Preferiría criarlos bajo mi techo, donde puedo vigilarlos… a que los críe Rhaenys. O Vaemond. O peor… los Verdes. Imagínate si un bastardo de Corlys aparece un día en la corte de Alicent, clamando derechos de sangre.”  

Rhaenyra frunció los labios. Una parte de ella odiaba reconocer que tenía razón.  

“¿Crees que podemos usarlo… contra Rhaenys? ¿No solo para proteger a nuestros hijos?”  

Daemon esbozó una sonrisa torcida.  

“Oh, sin duda. A Rhaenys le dolerá saber que estamos criando al hijo bastardo de su esposo. Es como clavarle alfileres en el corazón. Y si lo criamos como Velaryon, podemos presentarlo un día en Driftmark… y dividir aún más las aguas. Corlys no sabría a quién apoyar. La vieja guardia se pelearía. Sería nuestro espía, nuestro chantaje… nuestro reclamo, esto nos sirve para mantener a Laenor a raya también, el chico aún confía en su herencia, se apoya en ella, en lo que heredara cuando su padre muera...”  

Rhaenyra se quedó en silencio, tamborileando los dedos en la mesa. Finalmente, suspiró.  

“Si un bastardo es un arma… dos serían mejor.”  

Daemon arqueó una ceja, intrigado.  

“¿Marilda de Hull… y su hijo?”  

Rhaenyra asintió, con el ceño fruncido.  

“Lelena habló de ella. Nos ha confirmado la existencia... de Addam, lo quiero bajo mi control. Si Driftmark debe ser mía, cada eslabón de su cadena me pertenecerá. Incluso sus bastardos.”  

Daemon dejó escapar una carcajada breve.  

“Mi fiera dragona… siempre coleccionando piezas para el tablero.”  

Ella lo fulminó.  

“No es un juego, Daemon. No pienso dejar que un bastardo, o dos, o diez, crezcan para convertirse en hombres que puedan reclamar velas plateadas y proas de caballitos marinos. Prefiero tenerlos aquí, donde puedo cortarlos si es necesario, insistes en que es la mejor idea, bueno, si lo hacemos, lo haremos bien.”  

Daemon se inclinó sobre la mesa y rozó con sus dedos los suyos.  

“Entonces mantengámoslos. Pero recuerda, Rhaenyra… hasta un cachorro más pequeño puede morder si se le da la espalda, cuidarnos la espalda de un es más fácil que de dos.”  

Ella asintió lentamente, con mirada de hielo.  

“Lo sé, pero si uno muerde, al menos el otro sabrá lo que pasa si lo intenta.”  

Se quedaron un momento en silencio, el mar retumbando allá afuera, mientras el aroma del desayuno flotaba alrededor.  

Y Rhaenyra, aunque detestaba admitirlo, empezaba a vislumbrar cuántas puertas podía abrir… el linaje bastardo de Corlys Velaryon, algo que se había negado a pensar, demasiado concentrada en otras cosas.  

Como su hijo, su precioso hijo perfecto, que llegó en brazos de Catelyn, sollozando ligeramente de hambre, su dragón tropezando atrás de ellos y Tessarion siguiéndolos con pasos rápidos y torpes.  

Rhaenyra lo tomo en brazos, sintiendo como el peso de su bebe, que ya había cumplido su séptima luna y cada día era más grande, la tranquilizaba de inmediato.  

Aegon le robaba las dudas tanto como su atención.  

“¡Mi dragoncito!” Aegon, recién despertado, se acurrucó de inmediato y comenzó a buscar su pecho, haciendo pucheritos cuando se encontró con tela en vez de un pezón desnudo.  

“Ah, ah, esas tetas ahora son solo mías, hijo.” Daemon tomo el plato de pure de fruta con la cuchara de plata más diminuta y se acercó, listo para darle de comer y evitar que Rhaenyra se sintiera tentada a darle de su pecho.  

Pero era demasiado tarde, inquieta por la noche de sueño interrumpida y todo lo sucedido, Rhaenyra se negó a que le quitaran el consuelo que darle leche a Aegon le traía.  

Se descubrió el pecho con rapidez, ignorando la mirada traicionada en el rostro de Daemon y su quejido.  

Rhaenyra  

Aegon, aprovechando de inmediato lo ofrecido, se prendió de su pezón y comenzó a succionar con avidez, abriendo sus ojitos morados y mirándola fijamente.  

“Dijiste que ya no le darías pecho... me prometiste que serían solo seis lunas...” Daemon soltó el tazón de pure de golpe, cruzando los brazos y mirando a Aegon con envidia.  

“Me sigue saliendo leche, Daemon... lo necesito...” Rhaenyra lo miró y se enfocó en el recuerdo del niño enfermo.  

Ella no permitiría que ninguno de sus hijos enfermara.  

No por primera vez, se alegró que la sangre del dragóon los protegiera de esas enfermedades comunes.  

Rhaenyra lo cambio de pecho, sintiendo la pesadez dejarla con cada succión.  

Cuando sintió ambos pechos iguales, alejo a Aegon, aunque este se quejó, aún hambriento.  

“Solo un poco.” le juro a Daemon, quien tomo a Aegon de sus brazos, listo para darle el pure.  

“¿Me dirás lo que hablaste con Shanara el otro día?” Daemon comenzó a alimentar a su hijo con el pure, sentándolo en su regazo, pero mirando atentamente como ella ocultaba sus senos en su vestido.  

Rhaenyra suspiro, consciente de que Daemon había sido muy paciente, tolerando sus visitas a las sanadoras sin él durante semanas.  

“No he sangrado... no lo he hecho desde que pare de sangrar tras el parto de Aegon.” explicó lentamente.  

Daemon la miró con esperanza, sus ojos brillando mientras le dará otra cucharada a Aegon que balbuceo alegremente.  

“¿Estas...?”  

“No lo sé, mi vientre se siente firme, pero no lo sé, sigo demasiado plana, no tengo ningún síntoma, sin mareos, sin vómitos...”  

“Con Aegon tampoco tuviste nada de lo habitual, solo tenías ligeros mareos durante el primer par de meses e incluso así, solo tenías sueño.”  

“Lo sé, pero eso no me ayuda a saber ahora, hemos... somo muy activos en la cama, Daemon...”  

“Follamos cada maldita noche, como debe ser, Rhaenyra, tu cuerpecito fue hecho para ser follado, si por mi fuera, en este momento estarías enterrada en mi polla...”  

“¡Daemon! ¡Tienes a nuestro hijo en tu regazo!”  

“Y mi polla esta dura mientras te veo, lo se, no es un sentimiento muy agradable, mujer...”  

“¡Él ya empieza a entender...!”  

“Y entenderá que sus padres se aman, se desean y no pueden mantenerse alejados él uno del otro, te lo he dicho, no dejaré de follarte solo porque ahora tenemos un hijo.” Con esas palabras, Daemon se levantó y con Aegon en un brazo, uso el otro para levantar a Rhaenyra y jalarla. “Tengamos uno o diez, te seguiré follando...”  

Se sentó en la silla de Rhaenyra y le coloco a Aegon en los brazos, y luego la hizo sentarse sobre él.  

Las sirvientas se pusieron rojas, muchas apartando la mirada, ya sabiendo que sería lo siguiente.  

Rhaenyra lucho contra el deseo y el decoro, aturdida por lo fácil que era para Daemon encenderla y manipularla.  

“Me dejabas follarte en frente de todos cuando Aegon estaba dentro de tu vientre.” le comenzó a abrir el vestido, bajándole el corpiño y haciendo que sus pechos se derramaran por encima del vestido. “Estas tetas no solo alimentan a mi hijo, al hijo que yo metí en tu vientre, que yo te follé... también son mías, Rhaenyra, mis preciosas tetas.”  

Las apretó, haciéndola gemir a pesar de que ella apretaba sus labios para evitarlo.  

Bajo sus manos, acariciando su cintura hasta llegar a sus caderas, donde abrio los pliegues de su vestido hasta que dejo su coño a su alcance y comenzó a meter sus dedos en sus pliegues, ignorando los intentos de Rhaenyra de pararse, de alejar a Aegon.  

“Mi hijo verá a su padre follar a su madre todos los malditos días de su vida.” la inclino un poco, haciéndola aferrarse a su hijo en su regazo mientras sacaba su polla y luego la sentaba sobre él, clavándola profundamente.  

“¡Daemon!”  

“Eso, grita el nombre de tu esposo.”  

“¡Basta! ¡Aegon...!”  

“Aegon es mi hijo, él niño no será un maldito septo.”  

La mantuvo sentada ahí, con su polla enterrada en su coño, ambos sintiendo sus jugos mojarlos a ambos, mientras la abrazaba por la cintura para mantenerla quieta.  

Aegon, felizmente inconsciente de lo que sucedía, había agarrado la cuchara del pure y estaba lanzando alegremente la papilla por todas partes.  

Haciendo tanto desastre como sus padres, aunque de manera muy diferente.  

“Daemon, por favor, es demasiado...” demasiado placer... demasiado indecoroso.  

Su tío la ignoro, feliz de tenerla sobre él.  

Como si sintiera su incomodidad y vergüenza, Catelyn tomo a Aegon de sus brazos y se lo llevo, con el rostro completamente rojo e incapaz de verla a los ojos.  

Salió del pequeño comedor y el resto de las sirvientas la siguió.  

Al verse finalmente solos, Daemon la inclino sobre la mesa, haciendo a un lado todos los platos, y comenzó a penetrarla con furia.  

Como una venganza por negarle su placer en público, le volvía loca en privado.  

Rhaenyra solo pudo soltar jadeos y gemidos, abrumada por el placer que su tío le brindaba con cada estocada, penetrándola con casi furia.  

“Mi esposa... eres mi esposa, lo fuiste antes de ser madre y lo seguirás siendo por el resto de nuestra vida.” su esposo, su tío, la follo hasta que vio estrellas y grito hasta que sintió su garganta arder, sintiendo el placer inundándola y borrando todo rastro de vergüenza por gritar tan fuerte en pleno desayuno.  

Cuando se derramo dentro de ella, Daemon gruño con satisfacción en su oído, acariciando su espalda con ternura, un contraste marcado a sus atenciones anteriores.  

“¿Es tu deseo confirmar lo que los Hightower siempre dijeron de ti? ¿Qué convertirás la Fortaleza Roja, si se te diera la oportunidad, en una guarida de placer...?” Rhaenyra le lanzó una mirada molesta, claramente opacada por su placer, que aún la tenía aturdida y jadeando para recuperar el aliento.  

“Solo por ti, mi amor, eres tú quien me vuelve loco de deseo, te veo atendiendo a nuestro hijo y lo único que siente es deseos de poner otro en tu vientre.” acaricio dicho vientre, sintiéndolo extrañamente duro.  

“Y celos, lo que sientes son celos de tu propio hijo.”  

“No lo negaré, compartes tu cuerpo con él, un cuerpo que me pertenece.”  

La ayudo a levantarse y al girarse, los ojos de Daemon estaban llenos de diversión.  

Al ver su vestido, Rhaenyra noto que estaba manchado de comida, y no pudo evitar reírse de lo absurdo.  

Daemon dejo que una sonrisa adornara su rostro y la beso, disfrutando de la intimidad y el momento.  

...  

Con el paso de los días, sus sanadoras informaron que el niño estaba mejorando, Rhaenyra se negaba a volver a ir a verlo, pero un par de semanas después, finalmente Shanara confirmo una recuperación completa.  

“Debemos asignarles deberes a la madre y el abuelo, se ganarán su sustento como todos aquí.” declaro Daemon instándola a decidir.  

Rhaenyra acepto, y declaró que el hombre, un marinero curtido, sería bastante adecuado para trabajar en el puerto, pero prohibiéndole que subiera a un barco, y negando cualquier tipo de posición de poder.  

El hombre era una mula de carga para todos los efectos.  

Con la mujer, Lelena, decidió que no la quería en su hogar y ya que era una sirvienta, bien podría seguir siéndolo, así que la asigno a las labores de limpieza de la ciudad del puerto que comenzaba a desarrollarse tallada dentro de la montaña misma que separaba el puerto del centro de la isla.  

La mujer no parecía feliz por ello, pero no se quejó en absoluto, y Daemon les advirtió a sus soldados que la vigilaran, así como a los sirvientes que trabajan junto a ella, para que fueran notificados de cualquier juego sucio.  

El niño, pasaba la mitad del día con su madre y la otra con su abuelo, afortunado porque Rhaenyra les dio turnos opuestos para siempre hubiera alguien disponible para el niño.  

El hombre trabaja en el día, la mujer, en la noche.  

Pero solo hicieron falta unos cuantos días para saber que Lelena, no era de confiar.  

La mujer resultó ser peor de lo que Rhaenyra temía.  

Lelena no sólo no tenía lealtades: era una fuente inagotable de rumores, hablaba sin cesar, retorciendo cada historia para que hiriera a alguien. Bastaban pocas horas para que los sirvientes empezaran a murmurar sobre ella, hastiados.  

"Es una serpiente con lengua de miel", le había susurrado la sanadora Myrana aquella tarde, con desdén.  

Rhaenyra decidió, entonces, ponerla a prueba. Mantenerla unos días en palacio. Tal vez… encontrar una excusa para deshacerse de ella con una justificación para que su gente leal supiera que aún podían confiar en ella. Que no hacía nada sin razón, que jamás les haría lo mismo...  

No le costó nada encontrarla.  

No hizo falta más que una noche.  

Era pasado el atardecer cuando Rhaenyra se inclinó sobre la cuna de Aegon, cubriendo al pequeño con una manta ligera. El dragón gris dormía enroscado junto al bebé, exhalando suaves nubecitas de humo que se disipaban en el aire fresco. Tessarion dormitaba cerca de la chimenea, disfrutando de las llamas.  

Acababa de besar a su hijo en la frente cuando escuchó, muy a lo lejos, el inconfundible tono de Daemon.  

"¡Fuera de aquí, mujer! ¡Antes de que te arroje al mar!"  

El grito resonó en los pasillos como un látigo.  

Rhaenyra se irguió, el corazón martillándole en el pecho.  

Salió de la guardería a paso rápido, abriendo la puerta que daba a sus aposentos con urgencia. No tardó en oír el eco de forcejeos y voces airadas.  

Al entrar en la antecámara, se encontró con la visión de Lelena, medio desnuda, el cabello revuelto y las mejillas encendidas, discutiendo con Daemon…  

…quien estaba dentro de su bañera, envuelto apenas en un paño, el cabello mojado pegado al rostro, y sujetando una daga.  

Lelena extendía los brazos, suplicante.  

"Mi Príncipe, solo deseo mostraros mi gratitud…"  

"¡Te he dicho que salgas!" vociferó Daemon, señalando la puerta con el acero.  

Rhaenyra no pudo evitar reír, aunque con rabia contenida.  

"¿Qué sucede aquí?" preguntó, con un tono tan gélido que Lelena se congeló en el acto.  

Daemon alzó la mano, aún furioso.  

"Tu… nueva joyita" escupió la palabra con desprecio "se metió aquí mientras me bañaba. Me encontró… completamente desnudo, por cierto. Ha intentado…"  

"¡Solo quería servirte, mi Príncipe!" interrumpió Lelena, mirando ahora a Rhaenyra, los ojos brillando como los de una gata acorralada. "Sabía que quizás deseabas… compañía. Como en Driftmark…"  

Rhaenyra sintió cómo se le helaba la sangre. Dio un paso adelante, tan cerca de Lelena que esta tuvo que inclinar la cabeza.  

"¿Compañía?" repitió Rhaenyra, la voz baja y venenosa. "¿Creíste que aquí sería igual que en Driftmark? ¿Que podrías compartir la cama de mi esposo...?"  

Daemon dejó escapar una carcajada sarcástica.  

"No tiene remedio, ñuha dāria. Quiere subirse a cualquier barco que le prometa rescate."  

Lelena miró a uno y otro, suplicante.  

"Princesa, os juro que lo hacía por devoción… no era mi intención ofenderla..."  

"Silencio." Rhaenyra levantó una mano. Su voz resonó con un filo acerado que cortó el aire. "Mis sirvientes no comparten mi cama. Ni la de mi esposo. Ni sus baños. Ni su aliento."  

Lelena empezó a temblar.  

"Princesa, yo… yo solo…"  

Rhaenyra giró la cabeza hacia uno de sus guardias.  

"Llevadla a los calabozos. Esta misma noche. Y mañana... conocerá la diferencia entre la Princesa Rhaenys y yo."  

Los ojos de Lelena se llenaron de lágrimas.  

"¡No! ¡Princesa, os ruego… mi hijo…!"  

"Tu hijo permanecerá aquí" dijo Rhaenyra con fría firmeza. "Quizá él pueda servir para algo algún día. Tú, en cambio, no sirves más que para revolver sábanas ajenas."  

Daemon se cruzó de brazos, aún chorreando agua, mirando a Lelena con desprecio.  

"Y para contar historias que no le importan a nadie."  

Los guardias tomaron a Lelena del brazo. Ella chilló, intentando zafarse, mientras Rhaenyra la observaba con una mezcla de furia y asco.  

"Es la última vez que me subestiman en mi propia casa", murmuró.  

Daemon sonrió, divertido, sacudiendo gotas de agua de su cabello.  

"Te lo dije, ñuha dāria. Las ratas siempre buscan el barco más grande."  

"Y yo" dijo Rhaenyra, volviendo la mirada hacia Lelena mientras la arrastraban por el corredor, "sé muy bien cómo hundir barcos."  

Y mientras Lelena desaparecía entre gritos y sollozos, Rhaenyra giró sobre sus talones.  

"Vístete" le espetó a Daemon, aún temblando de rabia. "Tenemos cosas más importantes de qué hablar."  

Daemon la siguió, sin dejar de reír suavemente.  

"A veces me pregunto si debería temerte más a ti… que a los dragones.”  

...  

Lelena, sin saber que el matrimonio al que servía era uno de verdadero amor y confianza, a la primera oportunidad busco los aposentos del Príncipe Daemon.  

Ansiosa por seducirlo, obtener un poco del favor que una vez disfruto en Driftmark, donde como una de las amantes favoritas de Lord Corlys, obtenía respeto y era envidiada por las demás mujeres, buscaba convertirse en una de las amantes del Príncipe, creyendo que encontraría lo mismo.  

Pero se encontró con algo muy diferente, y Rhaenyra agradeció a las Catorce Llamas que la confianza depositada en su esposo era valorada y respetada.  

Estaba segura de que Corlys Velaryon había reaccionado muy diferente a Daemon cuando se encontró en la misma posición.  

Daemon pasó la noche calmando a su esposa, quien acepto cada mimo como su derecho.  

Al día siguiente, todos en la pequeña isla sabían lo que había sucedido y cuando Rhaenyra convocó a la gente a su salón del trono, la mayoría ya sabía que esperar.  

Y nadie la miraba con juicio o temor, en la mirada de sus sirvientes, Rhaenyra solo veía enojo a Lelena y respeto por Rhaenyra.  

Su justicia no sería tomada a la ligera, pero nadie diría que lo hizo por crueldad o deseos de sangre.  

Ni celos.  

Era simple justicia por intentar seducir al esposo de su Princesa.  

También noto que sus sirvientes, damas de honor e incluso soldados, se mantenían un poco más lejos de Daemon de lo habitual, como señalando que ellos si respetaban el reclamo de la Princesa sobre su esposo y no querían irrespetarla ni por error.  

Con Daemon a su derecha, y Lady Anya Strong sosteniendo a Aegon a su izquierda, y los dos pequeños dragoncetes a sus píes.  

Los cojines rojos y las sedas que cubrían el asiento parecían brasas sobre el mármol frío. Su vestido negro caía como un velo de sombra, contrastando con su cabello plateado que refulgía bajo la luz filtrada por los ventanales altos.  

Un color que no había usado en un tiempo, no cuando la alegría le suplicaba usar colores igual de alegres.  

Lelena fue traída por dos soldados, arrastrándola mientras exhibían su vestimenta seductora: un vestido demasiado escotado y elegante para una simple sirvienta.  

Rhaenyra bajó la mirada hacia Lelena, arrodillada en el centro del salón. La mujer temblaba, los cabellos revueltos, la piel pálida. Su voz apenas era un susurro cuando se atrevió a hablar:  

“Princesa… os suplico piedad. Lo que hice fue por desesperación… por asegurar el futuro de mi hijo…”  

Rhaenyra enarcó una ceja.  

“¿Tu hijo? ¿Ese bastardo que trajiste hasta mí, esperando que mis sanadoras salvaran su vida mientras tú planeabas trepar a la cama de mi esposo?”  

Lelena cerró los ojos con lágrimas escurriéndole por las mejillas.  

“No… yo… no pretendía…”  

Daemon soltó una carcajada seca.  

“Mentira. Todas pretenden.”  

“Mi Príncipe,” Lelena, dijo con su voz dulce como la miel, en un intento desesperado por salvarse “sé que vuestra esposa es una gran mujer… pero también sé cuánto pesa el deber sobre vuestros hombros. Yo solo quería ayudar a… aliviaros de esa carga.”  

“¿Creíste que mi esposo es como Lord Corlys? ¿Creíste que abrirte de piernas te devolvería los favores y la posición que perdiste en Driftmark?”  

“Princesa… yo… solo deseaba servir…”  

Rhaenyra alzó una mano, silenciándolo. Su voz salió serena, peligrosa. “Dices que buscabas un lugar. Que querías seguridad para tu hijo. Y para eso, pensaste que podrías reemplazarme. Que podrías ser una pieza más en el juego, una puta decorativa junto a un Príncipe. ¿Me ves como Rhaenys, que permitió a Corlys mil amantes? ¿Creíste que yo era tan indulgente?”  

Lelena bajó la cabeza, sollozando.  

“Por favor… no me matéis… pensad en Daemion… en mi niño…”  

Rhaenyra la miró con frialdad.  

“Tu hijo tiene sangre Velaryon. Pero es un bastardo, y no me interesa que cargue un nombre que sugiera grandeza que no posee. A partir de hoy, ese niño se llamará Ollie. Un nombre sencillo, pequeño… más adecuado a un niño que no es nada. Ni heredero. Ni caballito de mar. Ni nada.”  

Hubo un murmullo en la sala. Lelena sollozó con más fuerza, cubriéndose el rostro.  

Daemon se inclinó hacia Rhaenyra y susurró “Cruel… me gusta, ese niño no merece nada similar a mi nombre.”  

Rhaenyra apretó los labios, su mirada tan dura como el mármol que la sostenía.   

“Has traicionado mi hospitalidad. Has mancillado la lealtad que exigí. Has insultado mi honor y el de mi esposo. No mereces piedad.”  

Ante sus palabras, la habitación se sacudio y desde la entrada del salón, tan grande, diseñada para permitir la entrada de los dragones, sin puertas ni ventanas, se asomo la cabeza de Syrax; la dragona entro con pasos firmes, gruñendo.  

La gente se apartó a las orillas del salón de inmediato, mirando con temor a la dragona.  

El salón, amplio, imponente y gigantesco, de repente se sintió pequeño con la entrada del dragón.  

Los soldados que sostenían a Lelena se alejaron de inmediato y en cuanto estaban a suficiente distancia...  

Rhaenyra dijo una sola palabra, una condena... y fue suficiente.  

Dracarys.  

La llama brotó breve y feroz, como un latigazo de luz. Lelena gritó, pero apenas tuvo tiempo de alzar las manos antes de ser envuelta en fuego. Su figura quedó convertida en un borrón ardiente, su sombra danzando grotesca contra las columnas blancas.  

Cuando el fuego se extinguió, solo quedaron cenizas sobre las baldosas.   

Rhaenyra exhaló despacio, como si soltara veneno acumulado.  

“Que limpien esto. Y que Ollie se quede en la enfermería de momento. Habrá quien se encargue de él… bajo vigilancia.”  

Daemon la miró, con algo entre admiración y miedo.  

“¿Te sientes mejor?”  

Rhaenyra inclinó la cabeza, la corona negra reluciendo bajo los haces de luz.  

“No. Pero se hizo lo necesario.”  

Miró hacia Lady Anya, quien sujetaba a Aegon con firmeza. El niño miraba plácidamente, ajeno a lo que realmente acababa de suceder frente a sus ojos.  

“Este reino no tiene lugar para mujeres como Lelena. Ni para bastardos que crean que el trono puede comprarse con un cuerpo.”  

Se recostó contra el respaldo de su trono, sintiendo cómo el peso de la corona y del mando se le hundía un poco más sobre los hombros.   

...  

Las cenizas de Lelena aún flotaban en el aire del salón cuando Rhaenyra comenzó a considerar qué hacer con Ollie. El nombre le parecía frío, insignificante… pero su existencia, un problema que no podía ignorar.  

En su mente, debatía quién sería el guardián adecuado para un niño como ese: el abuelo, aunque viejo, aún era un hombre activo y quería encargarse del niño... Pero ¿podría confiar en él? ¿No usaría el hombre al niño como peón, una pieza para sus propias ambiciones? Despues de todo, había criado a una hija ambiciosa.  

El peso de la decisión la presionaba mientras se dirigía hacia la cámara de Lady Brienne Velaryon. La dama había dado a luz hacía poco más de un mes, y el recuerdo del parto difícil aún se leía en su rostro cansado, en la forma en que se recostaba apoyándose débilmente en los cojines.  

Rhaenyra la encontró en una habitación perfumada por hierbas, donde el aire cálido contrastaba con la frescura del exterior. Lady Brienne miró a Rhaenyra con ojos brillantes, aunque marcados por el cansancio y el dolor reciente.  

Su parto había sido duro de una manera que Rhaenyra lamentó, pues esperaba que le fuera tan fácil como a ella.  

Pero la recompensa de Brienne estaba en una cunita a su lado, un hermoso chico, de cabello rubio, más parecido al de Brienne que al de Laenor.  

“Brienne,” dijo Rhaenyra con voz suave, “sé que este tiempo ha sido duro para ti. Espero que te estes recuperando...”  

Brienne asintió, con una sonrisa tenue.  

“Cada día estoy más fuerte, mi Princesa, Shanara... me ha indicado que mis posibilidades de volver a tener un hijo son nulas, pero no importa, pues un bebe es todo lo que he soñado y ahora un hijo es lo que tengo.”  

Rhaenyra dejó caer la mirada hacia la cunita donde dormía un bebé robusto y sano.  

“Me alegro. Tu, de todas las personas, mereces felicidad.” Rhaenyra acaricio la mejilla del bebe. “Me han informado que finalmente decidiste un nombre, ¿es verdad?”  

“¡Lo es! Bueno... le escribir a Ser Laenor cuando nació, y finalmente recibí respuesta. Él... bueno, mi esposo desea que nuestro hijo sea nombrado Joffrey.” Brienne no parecía importarle mucho que el nombre también perteneciera al amante favorito de su esposo. “Así que, con vuestro permiso, Alteza... me gustaría que mi hijo sea llamada Joffrey Velaryon.”  

“Es maravilloso, Brienne.” una punzada de tristeza la inundo al pensar en el niño de sus sueños, también llamado Joffrey Velaryon, que murió brutalmente atacado por la gente común.  

Gente hambrienta y desesperada, tanto que, junto con sus anillos, le arrancaron los dedos...  

“¿Se encuentra bien? ¿Princesa? Lo siento si la he ofendido... yo, si usted lo desea...”  

“No me has ofendido en lo más mínimo, Brienne, el nombre es muy bonito.”  

“Se lo agradezco. Pero sigo notando que algo le pesa... me gustaría seguir siendo una de sus confidentes incluso si no puedo cumlir todos mis deberes mientras me recupero...”  

“¡Oh! Eres amable, Brienne, pero debes concentrarte en tu pequeño, las cargas de gobernar pueden esperar un poco más...  

“Incluso si es solo escucharla, me alegraría, Princesa. Lo prometo.”  

“Tal vez tu tengas un mejor consejo que el de mi esposo. Estoy segura que ya sabes lo que sucedió en estos días con la sirvienta Lelena.”  

“Terrible acontecimiento, lo he escuchado, Princesa.” Brienne la miro con amabilidad, instándola a decirle sus problemas.  

Sabiendo que podía confiar en ella, Rhaenyra le hablo de sus dudas sobre los bastardos, sobre Ollie y qué hacer con él.  

“Bueno... entiendo que criar a un bastardo... es una idea abominable, Princesa, y no la culpo por no querer hacerlo, al menos yo jamás tendré un problema así...” Brienne miro a su hijo con ternura, sabiendo bien que ese niño sería el único en nacer de la semilla de Laenor. “Pero entiendo bien el deseo del Príncipe Daemon, el niño podría ser útil, incluso si es solo como un cebo... tal vez... sé que ya hay varios huérfanos, varios viajaron conmigo cuando salimos de Volantis, debido al ataque de Saera... ¿no sería bueno tener un orfanato?”  

“Es una idea interesante... de momento los huerfanos que hay se quedan con familias de sirvientes y soldados que se han ofrecido porque conocian a sus padres... pero acoger a aquellos niños que no tienen dónde ir, o cuyos padres han caído en las guerras y tormentas, es una idea magnifica de hecho.”  

“Es una idea noble,” dijo Brienne, “y necesaria. Pero deberá ser bien organizado y protegido.”  

“Exacto,” replicó Rhaenyra, “deberé asignar damas leales y sirvientas de confianza para que cuiden de ellos. Mujeres de honor y discreción que sepan que estos niños son nuestro futuro... y que puedan ser entrenados para servirnos, para protegernos, si es necesario, que los críen leales a nosotros...”  

Brienne apretó suavemente la mano de Rhaenyra, mostrando su apoyo.  

“Se que es una tarea de mujeres, pero también hombres deberán ayudar, entrenarlos para ser leales, asegurarse de que se vuelvan honorables, que tengan ejemplos a seguir.”  

Rhaenyra suspiró, sintiendo que, a pesar del dolor, el futuro comenzaba a tejerse bajo sus manos.  

“Ollie será uno de ellos,” afirmó, con voz firme. “Y no permitirá nadie lo envenene, tienes razón, un lugar así será bueno, especialmente porque hombres y mujeres mueren a diario por motivos distintos, espero que no suceda tan a menudo aquí, pero es la realidad. Mi madre tenía como una de sus causas ayudar a los huérfanos, será una buena manera de honrarla...”  

En su pequeña Isla había pocos, pero estos niños vivían bajo el cuidado de sirvientes y damas que se habían ofrecido voluntarias, movidas por la compasión y el sentido del deber. Sin embargo, Rhaenyra comprendía que no era justo ni viable para la casa sobrecargar a sus sirvientes con la responsabilidad de criar y educar a tantos huérfanos en condiciones improvisadas.  

“Este no es un problema que pueda continuar así,” dijo Rhaenyra en voz baja, dirigiéndose a Lady Brienne mientras recorrían la habitación con la mirada. “Un par de sirvientas haciendo lo que pueden, no es suficiente para ofrecerles un futuro digno a estos niños.”  

Brienne la miró, consciente del peso que esas palabras cargaban.  

“Serán necesarios espacios adecuados, atención médica y educación. No solo cuidados temporales, sino un hogar real.”  

Rhaenyra asintió, dejando que sus pensamientos fluyeran con la claridad que solo la determinación puede traer.  

“El orfanato debe ser un refugio. Un lugar donde se enseñe a ser leales y fuertes, donde los niños aprendan que no están solos, y que tienen un propósito dentro de esta isla y en mi reino.”  

“Y no solo eso,” añadió Brienne. “Podría ser también un lugar para moldear espías, mensajeros y servidores que entiendan la importancia de la lealtad.”  

Rhaenyra contempló la idea con creciente interés. La guerra y la traición eran constantes sombras sobre su reinado. Un grupo de niños criados bajo su protección, formados en la sombra y la discreción, podría convertirse en un recurso invaluable.  

“Con la ayuda de las sanadoras, y la guía de mujeres y hombres leales... supervisaremos su crecimiento,” continuó Rhaenyra. “Pero necesitaremos también la lealtad férrea de las mujeres encargadas. Que sean más que cuidadoras; guardianas de secretos.”  

Brienne se inclinó ligeramente, honrando el compromiso.  

“Haré que se identifiquen las mejores candidatas entre las damas y sirvientas. Será un honor y un deber.”  

Rhaenyra sintió un peso levantarse de sus hombros, una esperanza entre la oscuridad.  

“Así será entonces,” concluyó, “y Ollie estará entre ellos, vigilado de cerca.”  

Sabía que su decisión no solo marcaba el destino de aquel niño, sino también el de muchos otros, y quizás, el de su propia corona.  

Con Brienne decidida a ayudarla, sintió como si un problema le fuese quitado de los hombros.  

Y cuando Daemon toco el tema en la cena, Rhaenyra le conto alegremente que tenía una solución.  

Su esposo estaba encantado y prometió hablar con algunos soldados, los más viejos, sobre todo, para encontrar gente dispuesta.  

...  

El sol descendía con un resplandor cálido sobre los muros blancos del palacio cuando Rhaenyra se despidió de Brienne Velaryon y volvió sobre sus pasos. Su mente bullía con planes para el orfanato, para Ollie, para los secretos que tejían el futuro de su reino… pero otro asunto, mucho más íntimo, la perseguía desde hacía semanas.  

Mientras caminaba por los corredores, se llevó la mano al vientre, sintiendo aquella leve tensión en la parte baja. Una dureza sutil… pero constante.  

Por favor, por las Catorce Llamas, que sea verdad...   

La brisa marina le azotó el rostro cuando se desvió hacia la torre donde las sanadoras tenían sus estancias. Era tiempo de terminar con las dudas.  

La estancia de las sanadoras estaba impregnada del suave aroma de hierbas frescas y aceite de rosas. Tallulah, la mayor y más sabia de las curanderas, alzó la vista al verla entrar. A su alrededor, Shanara y Ophelia preparaban ungüentos, mezclando polvos en morteros de piedra.  

“Mi Princesa.” Tallulah la saludó, con la serenidad que solo daban los años. “Venid, sentaos.”  

Rhaenyra obedeció, aunque con gesto impaciente.  

“No me deis más vueltas, Tallulah. Decidme lo que deseáis ver.”  

Tallulah intercambió una mirada con las otras dos sanadoras. Luego, con manos suaves, empezó a presionar el vientre de Rhaenyra, a examinarla con dedos expertos.  

Rhaenyra contuvo el aliento. Sabía reconocer los movimientos de Tallulah, la delicadeza con que buscaba señales que no podían verse a simple vista.  

Finalmente, la sanadora se apartó y suspiró.  

“Hay firmeza en vuestro vientre, mi Princesa… y falta vuestra luna. No podemos saber aún cuántas semanas han pasado… pero me atrevo a decirlo: estáis encinta.”  

Rhaenyra bajó la mirada, sin saber qué sentir. Había deseado un nuevo hijo con tanto anhelo que temía que no fuese verdad.  

"¿Estas segura?”  

Tallulah tomó su mano.  

"Nadie puede jurarlo. Pero esa firmeza en su vientre... y ha comenzado a redondearse, es muy leve, pero en las siguientes semanas comenzara a acentuarse."  

Rhaenyra sintió un leve mareo. Se llevó una mano al pecho. En su interior se mezclaba la chispa de la esperanza…  

"No se lo digáis a nadie más. No aún. Ni siquiera a Daemon." Alzó la vista con dureza.  

Tallulah asintió con gravedad.  

"Como deseéis, mi Princesa. Guardaremos vuestro secreto. Pero debemos vigilaros de cerca. Descansad más. Y no dejéis que la ira o el peso de vuestras coronas os robe la salud."  

Rhaenyra se levantó, respirando hondo, sosteniéndose del respaldo del sillón.  

"Eso es imposible, Tallulah. Soy la heredera del Trono de Hierro… y esposa de Daemon Targaryen."  

Tallulah le dedicó una sonrisa triste.  

"Entonces rezaremos más fuerte."  

Rhaenyra salió de la cámara sintiendo el viento salado en su rostro… y el tamborileo de un corazón que latía, quizá no solo por ella.  

Desde que se recuperó del parto de Aegon, ella y Daemon no habían dejado de intentar quedar en cinta de nuevo, ansiosos por llenar su Palacio de niños, y la idea de que tal vez... finalmente...  

Su corazón se hincho de emoción.  

Solo pudo mantener el secreto por una noche, demasiado emocionada para seguir guardándolo aunque sabía que tanto Ophelia como Shanara dudaban de la seguridad de Tallulah de su embarazo.  

El sol ya se había escondido y el cielo era un manto azul profundo cuando Rhaenyra lo esperó en sus aposentos, de pie junto al balcón. La brisa nocturna jugaba con sus cabellos sueltos, y su corazón, por una vez en mucho tiempo, no estaba cargado de peso… sino de júbilo.  

Aegon ya acostado en su cunita y profundamente dormido.  

Daemon entró unos momentos después, con la camisa abierta y el cabello húmedo por el baño. Se detuvo al verla tan quieta, tan serena… y a la vez, tan distinta.  

“Rhaenyra” dijo en voz baja, alzando una ceja. “Tienes esa mirada que me  pone de rodillas a media corte.”  

Ella sonrió. Caminó hacia él con pasos lentos y suaves, y tomó su mano entre las suyas.  

“Daemon” susurró, y sus ojos brillaban como brasas encendidas en la noche. “Voy a darte otro hijo.”  

El silencio se expandió, vibrante, apenas interrumpido por el susurro de las cortinas.  

Daemon la miró con los labios entreabiertos. Por un segundo, pareció no comprender, como si las palabras no fueran reales. Pero luego… lo entendió. Y toda la emoción que intentaba contener estalló en una carcajada, pura y profunda.  

“¿De verdad? ¿Segura?” preguntó con voz incrédula, y la alzó del suelo en un abrazo lleno de fuerza, haciéndola girar.  

“Tallulah lo confirmó” rió ella, contra su cuello “No sabemos cuánto tiempo, pero ya está aquí. Lo sé. Lo siento.”  

Daemon la volvió a mirar, tomándola del rostro con ambas manos.  

“Los dioses son sabios” murmuró, con una sonrisa que le encendía los ojos. “¡Nos dan una nueva vida justo cuando más lo necesitamos!”   

“Lo quiero tanto Daemon, tanto como a Aegon, nuestro pequeño bebe se convertirá en un hermano mayor...” respondió Rhaenyra, apoyando su frente contra la de él.  

“¿Ya lo amas?”  

“Lo amé incluso antes de saber que existía.”  

Daemon la besó con devoción, como si sellara una promesa. Luego apoyó suavemente la palma sobre su vientre, reverente.  

“Que sea un dragón. Que tenga alas fuertes y voz de fuego” susurró.  

Rhaenyra rió entre lágrimas felices.  

“Sea niño o niña, será amado. Será nuestro.”  

Se sentaron luego junto a la cama, sus dedos entrelazados, y hablaron hasta tarde. De nombres, de futuros. De lo que vendría. De un mundo que, por un momento, parecía más amable.  

Y esa noche, mientras dormían enredados uno en el otro, Rhaenyra soñó con dragones que danzaban sobre un cielo claro… y con una pequeña criatura en sus brazos que reía con la misma fuerza con la que ella soñaba un futuro mejor.  

...  

Los pequeños problemas de su Isla siempre parecían pequeños cuando pensaba en los problemas que enfrento en sus sueños.  

Pero al despertar, eran papeles extraviados, pescadores disputándose muelles, o sirvientes peleando por provisiones.  

Sin embargo, los recordatorios eran constantes.  

Como si los Dioses mismos le advirtieran que nunca podía bajar la guardia.  

"Mi Princesa," dijo el joven soldado con un acento extraño, haciendo una reverencia tan profunda que su frente rozó el suelo, "ha llegado un hombre por mar, enviado desde la capital. Viene con Martyn Florent. Dice que os pertenece."  

"¿Me pertenece?" repitió ella con frialdad.  

"Dice que es vuestro bardo, el que servía en la Fortaleza Roja… el Rey lo tenía entre sus favoritos. Pero fue enviado por vos. Trae noticia.”  

Daemon apareció detrás de ella antes de que tuviera que llamarlo. Se colocó a su lado, con los brazos cruzados y una sonrisa ladina.  

"Tu espía de las canciones," murmuró. "No creí que lo lograría. ¿Cuánto aposte a que lo ahorcaban antes de escapar?"  

“Bueno, me alegró de que perdieras.” Rhaenyra murmuro antes de indicarle al soldado que lo trajera, apenas prestando atención a Daemon.  

Nevan.  

Estaba segura de que era él.  

Ordenó que los escoltaran directamente a su solar, y cuando finalmente vio a Nevan entrar… supo que el viaje no había sido fácil.  

Allí estaba él.  

Más flaco. Más pálido. Con sombras bajo los ojos y el alma cansada… pero vivo.  

Nevan cruzó el umbral del salón de audiencias con Martyn Florent a su lado, y Rhaenyra lo vio detenerse al instante, como si el aire se le hubiera escapado del cuerpo.  

Ella también se detuvo.  

Sintió el corazón saltarle en el pecho cuando lo vio.  

No por un espía. No por un informante.  

Por su bardo.  

Por el hombre que había cantado su historia mientras el resto intentaba destruirla.  

Por el único que le había dicho, sin temor, que su voz era suya para gobernarla.  

“¡Nevan!”  

Su propia voz sonó más dulce de lo que recordaba. Más joven. Más viva. La emoción inundándola al ver un rostro amigo que también provenía de los recuerdos de su niñez.  

Cruzó el salón con pasos rápidos, y antes de que él pudiera arrodillarse, ya lo había abrazado. Fuerte. Como si temiera que fuese humo a punto de desvanecerse.  

Sintió sus costillas bajo la ropa, la tensión en sus brazos, el temblor que ni él mismo parecía notar.  

“Princesa…” murmuró él, y su voz estaba rota, como un laúd viejo que aún sabía cantar.  

Ella se apartó lo justo para mirarlo y sonrió, aunque sus propios ojos ardían con lágrimas.  

“Mírate… flaco como un junco, lleno de moretones… y sigues vivo. ¡Benditas sean las Catorce Llamas!”  

Él soltó una carcajada débil.  

“He estado… cantando demasiado alto, parece.”  

“Y diciendo demasiadas verdades,” replicó ella con una chispa de rabia orgullosa. “Me han contado algunos de los líos que encontraste… y otros que te buscaste.”  

Se volvió entonces hacia Martyn, sin perder su tono de mando.  

“Ser Martyn Florent… habéis traído a mi bardo de vuelta. Por eso, tenéis mi gratitud.”  

“Mi Princesa,” respondió él, con una inclinación tensa.  

Rhaenyra lo miró con atención. No se fiaba de nadie que estuviera tanto tiempo al servicio de la Reina y regresara con la lealtad intacta. Pero no era el momento para juzgar.  

Volvió a Nevan.  

“Ven. Debes bañarte, comer… y dormir. No habrá preguntas esta noche. Mañana… me contarás todo.”  

Nevan abrió la boca como si quisiera decir algo urgente.  

“Princesa… he visto cosas…”  

Ella le puso un dedo en los labios.  

“Mañana.” Su voz fue tierna pero firme. “Hoy, sólo quiero saber que estás vivo.”  

Nevan bajó la mirada, emocionado.  

“He cumplido, Princesa. Traigo canciones… y secretos.”  

“Y sé que también traes heridas.”  

Le tocó suavemente la mejilla, donde el hematoma comenzaba a desaparecer.  

“Mirra te llevará a tus habitaciones. Mañana hablaremos… en audiencia. No solo tú y yo. Todos los que deben escuchar.”  

Se inclinó hacia él, susurrándole con dulzura:  

“No me he olvidado de mi pueblo. Ni de mi trono. Ni de ti.”  

Sintió cómo las palabras se quedaban flotando entre ellos. Más poderosas que un juramento.  

“Bienvenido a casa, Nevan.”  

Detrás de ella, Mirra apareció con su andar ligero, vestida con ropas claras y finas por el calor de la isla. Sonreía con familiaridad.  

“Ven, bardo. Te han preparado agua caliente… y vino.”  

Nevan la miró, agotado pero agradecido.  

“¿Y una cama que no se mueva como un barco?”  

“Quizá. Pero no prometo nada sobre las sábanas,” bromeó ella con una sonrisa traviesa.  

Rhaenyra los observó alejarse. Y justo cuando Nevan cruzó la puerta, lo vio girarse. Solo por un segundo.  

Y en ese instante, supo que aún creía en ella. Que no la había abandonado, que lo que escuchara sobre ella en la Fortaleza Roja no había afectado su opinión sobre ella.  

Cuando la puerta se cerró, la Princesa alzó la vista a la ventana.  

El dragón verde dormitaba allí, vigilante.  

Y en la sombra del salón, con el acero brillando en su daga y los ojos cargados de sospecha, Daemon la observaba todo. Silencioso. Peligroso, su mirada atenta al otro hombre.  

Rhaenyra no lo miró.  

No necesitaba hacerlo para saber que si alguien intentaba arrebatarle lo que había recuperado… Daemon no dejaría que nada la afectara y su instinto acababa de activarse.  

“Yo me encargaré de este soldado, tu del bardo.” Daemon se elevó sobre Florent y este se encogió ante su mirada oscura.  

Un atisbo de culpa inundando sus ojos.  

“Hazlo, Kepus.” Rhaenyra accedió, sabiendo que sería más efectivo.  

...  

La noche era cálida, y el sonido del mar acariciando las rocas resonaba como una canción antigua. Rhaenyra se recostaba junto a Daemon en la terraza privada del palacio, un libro abierto sobre su regazo que no había leído en al menos una hora.  

El vino estaba tibio, olvidado a medio beber.  

Ambos miraban el cielo, donde una nube pasajera ocultaba la luna, y los dragones en lo alto cruzaban como sombras en danza.  

"¿Sabes lo que más me sorprendió cuando escuché las primeras cartas sobre él?" dijo Rhaenyra al fin, con voz baja. "No que sobreviviera a la Fortaleza Roja… sino que nadie allí pensara que lo que cantaba podía derrumbar imperios."  

Daemon alzó una ceja, recostado sobre un codo.  

"Las palabras son peligrosas. Pero las canciones… las canciones se quedan en la sangre."  

"Eso hizo," murmuró ella. "Metió cuchillos en cada verso. Y lo hizo con una sonrisa."  

Daemon tomó su copa y bebió un sorbo.  

"Otto y su hija intentaron vestirla de santa. De esposa mártir. De madre devota. Nevan la desnudó verso por verso. Hizo que el pueblo viera a la mujer… no al ídolo."  

Rhaenyra sonrió con un dejo de malicia.  

"¿Sabes lo que más me gusta de sus letras? No dice que yo soy mejor. Solo dice la verdad sobre ella. Y la verdad… es suficiente."  

"Porque la verdad, cantada por un bardo que sangra y ríe, es más creíble que mil sermones de septos untados en oro."  

Rhaenyra volvió la vista hacia las sombras que se extendían sobre el mar.  

"Ya nadie la llama piadosa," dijo en voz baja. "La llaman la Reina de las Mentiras. La Santa de las Capas Blancas. Hay un verso donde dice que purga bebés y bendice cuchillos. Lo escuché en la carta de una espía… se cantaba en los mercados de Myr... sus canciones, llegaron hasta Essos..."  

Daemon rió, bajo y oscuro.  

"¿Y tú aún dudas de si Nevan es útil?"  

"No," dijo ella con firmeza. "Ahora sé que es imprescindible."  

Se volvió hacia él, con los ojos serios.  

"Cuando llegue la guerra abierta, necesitaremos más que espadas. Necesitaremos que el pueblo sepa por qué peleamos. Por qué nos llaman herejes. Por qué los dragones no deben temerse… sino respetarse."  

Daemon la miró con ese brillo que solo aparecía cuando hablaban de conquista.  

"Y Nevan ya ha dado el primer rugido."  

"Ahora solo falta decidir qué haremos con los que aún creen en ella."  

Daemon apoyó su copa vacía.  

"Los haremos cantar… o los haremos callar."  

Rhaenyra apoyó la cabeza en su hombro, y en la oscuridad, ambos sintieron que la guerra no era solo de fuego y sangre. También era de versos, de ecos… y de verdad.  

Y su bardo, por muy magullado que estuviera, les había dado la ventaja.  

...  

El amanecer coloreaba la piedra blanca del palacio con tonos dorados y suaves cuando Rhaenyra salió al patio alto, la capa de seda ligera apenas flotando tras ella. El aire era tibio, perfumado por la brisa marina y las flores de salvia que florecían entre las columnas.  

Nevan ya la esperaba, bañado, vestido con una túnica nueva de lino azul claro. El color hacía resaltar el gris pálido de uno de sus ojos… y el hielo claro del otro. Estaba más repuesto que la noche anterior, pero aún llevaba el aire de un hombre que había regresado del borde.  

Rhaenyra lo saludó con una sonrisa franca.  

"Espero que no te hayan envenenado en la cena, al menos no de forma intencional."  

Nevan rió, haciendo una pequeña reverencia.  

"Fue la primera cama en semanas que no se movió como un barco. Eso ya es un regalo de los dioses."  

"Entonces mereces otro."  

Se giró y asintió a su dama que esperaba a unos pasos. Lady Anya Strong apareció con su hijo en brazos: Aegon, ya despierto, con los ojos muy abiertos y las manos apretadas en puños. El niño miraba todo con la intensidad curiosa de los que nacen para observar y mandar.  

Nevan lo miró, y su expresión cambió. Se volvió suave. Casi reverente.  

"Está… grande," dijo en voz baja. "Siete meses… y ya parece tener la voluntad de un príncipe de siete años."  

"Come como un dragón, grita como uno, y no se queda quieto ni dormido a menos que lo cante Tessarion," dijo Rhaenyra entre risas mientras tomaba al niño. Aegon se quejó un poco, luego se dejó acomodar en su brazo, apretando los labios con seriedad.  

"¿Quieres cargarlo?"  

Nevan la miró como si le ofreciera un tesoro.  

"¿Puedo?" preguntó con voz temblorosa y aguda.  

Ella asintió, y colocó al niño en sus brazos. Aegon pesaba. Se afirmaba por sí solo, se giraba para ver todo. Su manita aferró el jubón de Nevan con fuerza.  

"Ya aprieta como su padre," murmuró el bardo, sorprendido.  

"Y pateará igual," dijo una voz a su espalda.  

Daemon se hallaba en el umbral, con el cabello suelto y la expresión indescifrable. Observaba la escena con los brazos cruzados y una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.  

"No si hereda mi elegancia," respondió Rhaenyra sin mirarlo.  

"Si hereda tu carácter, quemará su cuna antes del primer año," replicó él.  

Ella giró hacia Nevan.  

"Ven. Hay algo más que quiero que veas antes del desayuno."  

Bajaron hacia la terraza de piedra donde descansaban los dragones. Tessarion, majestuosa, alzó la cabeza al sentir a su jinete. Sus escamas verde-agua relucían con la luz del amanecer. A su lado, el dragón gris sin nombre de Aegon se movía inquieto, ya casi del tamaño de un caballo pequeño, con los ojos siempre atentos.  

Nevan se detuvo, sin aliento.  

"¿Son…?"  

"Compañeros de mi hijo. Tessarion es mía, pero el otro… es suyo."  

Daemon bajó con ellos, en silencio.  

"No tiene nombre todavía," añadió. "Pero tiene garras. Y hambre."  

"Y ya ha mordido a tres cuidadores," dijo Rhaenyra con orgullo. "Aegon no llora cuando lo oye rugir. Solo lo observa. Con una calma que da miedo."  

Nevan soltó una carcajada suave.  

"Y aún así," dijo, "hay quienes prefieren temer al dragón… y no a la madre del dragón."  

Rhaenyra le sonrió, y durante un instante, la tensión de la guerra pareció difuminarse.  

"Desayunemos. Luego me cantarás las mentiras que aún reinan en Desembarco."  

"Y después," murmuró Daemon, con los ojos fijos en Nevan, "veremos qué canciones deben censurarse… y qué bocas cerrarse."  

Rhaenyra sintió cómo el poder de su casa vibraba bajo sus pies.  

Un hijo. Dos dragones. Un bardo con canciones afiladas. Y un esposo dispuesto a quemar el mundo por ella.  

No había mejor manera de empezar el día.  

El desayuno fue servido bajo una pérgola abierta, entre columnas cubiertas de flores blancas que caían como cortinas. La brisa era cálida, y el mar murmuraba suavemente en la distancia.  

Rhaenyra se sentó en el centro de la mesa, con Aegon en su regazo. El niño mordisqueaba un trozo de pan empapado en miel, y pateaba con los pies desnudos mientras sus ojos saltaban de una cosa a otra con intensidad brillante.  

Nevan se sentó frente a ellos, con las manos entrelazadas y la expresión encantada de un hombre ante un milagro.  

"Creo que no hay canción suficiente en el mundo para describirlo," murmuró. "Es como si las Catorce Llamas se hubieran rendido ante ti y dijeran: toma, Princesa, un dragón de carne y belleza."  

Rhaenyra sonrió con orgullo.  

"Aegon no necesita que los dioses lo bendigan. Tiene a su madre."  

Nevan asintió con una sonrisa radiante.  

"Y su madre… es la joya más brillante que el reino ha tenido en generaciones."  

Daemon bajó su copa de vino con un golpe seco.  

"¿Vas a lamerle las botas o a cantar las noticias por las que casi pierdes la cabeza, bardo?"  

Nevan no se inmutó. Al contrario, le ofreció una inclinación elegante de cabeza.  

"Lo haré todo, mi Príncipe. Pero si os molesta que admire a vuestra esposa, temo que no tengo remedio para eso."  

Rhaenyra soltó una pequeña carcajada, y Aegon chilló de alegría, golpeando la mesa con su manita.  

"Está claro que heredó mi oído para la música," dijo ella, dándole un beso a su hijo.  

Nevan la miró con una mezcla de ternura y devoción.  

"Princesa, ¿puedo decir algo sin que el Príncipe me arroje por la terraza?"  

"Depende," dijo Daemon, entrecerrando los ojos. "¿Qué tan cursi será?"  

Nevan ignoró el comentario y se dirigió directamente a ella.  

"No hay ningún trono en Poniente que brille como vos esta mañana. Y con un heredero como este en brazos, no hay profecía que os niegue."  

Rhaenyra bajó la mirada un instante, complacida, sonrojada incluso, cosa rara en ella.  

"Empiezas a sonar como uno de esos poetas de Lys que viven entre almohadones y vino barato." dijo Daemon apretando los dientes.  

"Lo tomaré como un cumplido."  

Daemon tomó un pedazo de fruta, lo cortó con precisión y se lo llevó a la boca como si cada movimiento fuera parte de una estrategia.  

"¿Y si cantas tanto a mi esposa, quién cantará sobre ti cuando termine colgado por exceso de palabras?"  

"Quizás vos, Príncipe. Después de todo, nadie sabe mejor que vos lo que significa perder el favor de la Princesa Rhaenyra."  

Rhaenyra ahogó otra risa mientras bebía de su copa, y le lanzó a Daemon una mirada divertida.  

"Va ganando la conversación, esposo."  

Daemon gruñó suavemente.  

"Es un bardo. Es lo único que sabe hacer. Hablar."  

Aegon, ajeno al duelo de palabras, lanzó su pan al suelo y comenzó a golpear la mesa con un ritmo casi melódico.  

"¿Ves?" dijo Nevan. "Tiene sentido del ritmo. El próximo gran trovador del reino."  

"El próximo jinete de dragón, querrás decir," interrumpió Daemon, cruzando una pierna con elegancia forzada. "Que no se te olvide que este niño nació para volar, no para cantar."  

Nevan inclinó la cabeza con respeto, pero mantuvo su sonrisa.  

"Y aun los dragones, mi Príncipe, necesitan alguien que cante sus leyendas. Si no… solo quedan cenizas."  

Rhaenyra se recostó con Aegon dormido ya en su pecho, su respiración pausada, confiada, rodeado de todo lo que necesitaba.  

"Y tú, Nevan," dijo ella con voz suave, "serás quien grabe las nuestras. Las verdaderas. Las que no se esconden detrás de altares ni máscaras piadosas."  

Daemon no respondió. Solo bebió de su copa, los ojos fijos en Nevan, como si evaluara cuántas canciones más le permitiría vivir.  

Pero Rhaenyra sonreía.  

El desayuno comenzaba a disiparse. Aegon dormía sobre un cojín mullido junto a su madre, con una mantita bordada cubriéndole el pecho. Tessarion descansaba en las rocas del patio, y el pequeño dragón gris dormitaba enroscado bajo una pérgola.  

Nevan aún saboreaba los restos del pan con dátiles, pero sus ojos ya no brillaban con encanto. Había un velo más serio en su expresión.  

Rhaenyra lo notó de inmediato. Siempre había sido sensible a los cambios de humor. En especial cuando el silencio que le seguía no era respeto… sino preocupación.  

"Háblame de mi padre," dijo con suavidad, rompiendo el momento de calma. "¿Cómo está? ¿Qué has visto?"  

Nevan alzó la mirada, lentamente.  

"¿Queréis la verdad o una canción reconfortante, mi Princesa?"  

"Siempre la verdad," respondió ella sin vacilar.  

Él asintió y dejó la copa a un lado.  

"Está… delgado. Más de lo que imaginaba posible. Hay días que no puede caminar sin ayuda. Tiene momentos de lucidez brillante, y otros en los que se queda mirando al vacío, como si recordara cosas que aún no han ocurrido."  

Rhaenyra no parpadeó. No debía mostrar debilidad.  

"Y físicamente, ¿está herido?"  

"Sí. En la mejilla. Una de las espadas del trono lo cortó hace más de un mes. La herida… no cierra. Supura a veces, se enrojece, huele mal. Los maestres dicen que es cosa de la edad, de la sangre espesa." Hizo una pausa. "Pero yo no les creo."  

Daemon, que había permanecido en silencio unos minutos, enderezó la espalda con interés.  

"¿Por qué?"  

Nevan lo miró con seriedad.  

"Porque creo que lo están envenenando. No sé con qué… pero hay algo. Una debilidad que no es natural. Lo he visto temblar sin fiebre. He visto cómo su vista se nubla de pronto. Y no siempre es igual. Algunos días mejora, otros empeora. Al principio pensé que era solo la vejez… pero luego me sucedió a mí."  

Rhaenyra frunció el ceño.  

"A ti."  

"Asistí a un banquete menor. Había vino. Tomé con unos soldados. Comí poco. Al amanecer, no podía mantenerme en pie. Vomité líquido negro… y verde. Durante dos días."  

Daemon soltó una risita seca.  

"¿El polvo de carbón?"  

Nevan asintió.  

"Gracias a vuestra advertencia, mi Príncipe. Lo tomaba por rutina. Pero esa vez… me salvó."  

Rhaenyra se inclinó hacia él, con los ojos entrecerrados.  

"¿Y al Rey? ¿Le has dado carbón?"  

"Siempre que podía. Cuando cantaba, le llevaba el vino. Le susurraba que era bueno para la melancolía. A veces aceptaba. Otras, me miraba como si supiera que intentaba protegerlo."  

Rhaenyra tragó saliva.  

"¿Crees que él lo sabe?"  

"Sí. Pero ha decidido… no actuar. No señalar. Es como si prefiriera morir en paz que despertar una guerra bajo su propio techo."  

Daemon chasqueó la lengua.  

"Y esa paz le está costando la vida."  

Nevan se quedó en silencio. Rhaenyra se levantó lentamente de su asiento, cruzando el patio con paso firme. El sol del sur doraba sus cabellos como fuego líquido.  

Miró hacia el mar.  

"Mi padre siempre creyó que la paz era el mayor deber de un rey. Pero ¿cuántas muertes más costará esa paz silenciosa?"  

Daemon se acercó por detrás.  

"Lo sabremos, cuando la guerra lo alcance."  

Rhaenyra no respondió de inmediato. Solo apoyó la mano sobre la piedra caliente del muro.  

Y Nevan, desde atrás, la vio como una reina hecha de ceniza y fuego, mirando el horizonte donde, inevitablemente, se alzaban las tormentas.  

...  

La sala de audiencias no era un salón frío de piedra ni un cuarto ceremonial cargado de oro. Era un espacio amplio, con columnas abiertas al mar, estandartes rojos y negros colgando de los muros, y bancos de madera pulida colocados en forma semicircular frente al trono de mármol blanco.  

Rhaenyra se sentó en él con elegancia sobria, flanqueada por sus damas más cercanas, Anya y Catelyn Strong, Lady Brienne, mientras Daemon permanecía de pie a su lado, con los brazos cruzados y la daga colgando de su cadera. Sus comandantes estaban presentes: Ser Addam Torrence, comandante del ala occidental; Ser Martin Stone, su jefe de exploradores; y tres capitanes de confianza que la habían seguido desde Rocadragón.  

Martyn Florent se mantenía cerca de la entrada, vigilado por otro soldado.  

En el centro de la sala, Nevan se inclinó con teatralidad, pero su expresión estaba más sombría de lo habitual.  

"Mi Princesa. Mi Príncipe. Damas. Señores."  

Rhaenyra asintió con un leve gesto.  

"Habla, Nevan. Dinos lo que has visto."  

El bardo respiró hondo. Esta vez, su voz no era la del artista. Era la del espía.  

"En Desembarco… el nombre de la Reina aún se susurra con respeto entre los septos y en las altas torres. Pero en los barrios bajos, la canción ha cambiado. Los versos que la llamaban madre del reino se han vuelto burla. Se murmura que no es piadosa, sino hipócrita. Que ora mientras sangra inocentes."  

Los murmullos comenzaron entre las damas. Rhaenyra no se movió.  

"La Fe de los Siete” continuó Nevan “ha comenzado a radicalizar su discurso. He escuchado predicadores que aseguran que los dragones son criaturas del pecado, y que la sangre valyria es una maldición traída del infierno. Dicen que solo los varones ándalos de sangre pura deberían gobernar."  

Daemon soltó una risa áspera.  

"Qué conveniente."  

"El Septón Supremo ha comenzado a bendecir a los hijos de Alicent en público, llamándolos 'la sangre purificada'. Y a vos, mi Princesa…" Nevan la miró con gravedad, "os llama 'la hija del pecado'."  

Los dedos de Rhaenyra se cerraron sobre el brazo del trono. No dijo nada.  

"En los muelles, en las tabernas, incluso en los jardines de la Fortaleza Roja, la Reina ha promovido un discurso: que vos os fuisteis voluntariamente y abandonasteis al Rey…"  

Nevan bajó un poco la voz.  

"Dicen que esperabais un bastardo del Príncipe Daemon. Que huisteis para esconder la vergüenza. Que fue fruto del incesto y la brujería. Pero nadie… nadie sabe que habéis dado a luz, su matrimonio es de conocimiento público... pero el Rey no ha hecho ninguna proclamación y niega el conocimiento."  

Rhaenyra mantuvo la espalda recta, el rostro pétreo. Las damas no se atrevieron a mirarla directamente.  

"Se dice," continuó Nevan, "que el Príncipe os protege de asesinos, enviados desde Dorne, pero la Reina habla con fuerza... bueno, hablaba, ya no lo hace, de que huiste de tus responsabilidades porque eres debil."  

Daemon apretó la mandíbula, furioso, pero no habló.  

"Y no son sólo rumores. He visto pergaminos, proclamas, enviados a casas menores del Dominio y del Occidente. Están tratando de preparar el terreno… para cuando el Rey muera. Para cuando Aegon, el hijo del Rey, sea proclamado como legítimo heredero."  

Ser Addam murmuró una maldición. Brienne frunció el ceño. Anya bajó la mirada, y Catelyn cruzó los brazos con rabia contenida.  

Rhaenyra habló entonces, su voz baja, cortante.  

"¿Tienen armas? ¿Tienen oro?"  

"Mucho oro," respondió Nevan. "Los Hightower controlan las rutas de Antigua. Y el Dominio… comienza a inclinarse hacia ellos, han enviado a gente de la Fe a la Fortaleza Roja como sirvientes, eliminando discretamente a los nuestros, envían septos con sus proclamaciones por todo el Reino... y los Maestres enseñan historia corrupta para mostrar a los dragones como demonios a los hijos de los Lores."  

Daemon la miró. Sus labios apenas se movieron.  

"Nos están rodeando."  

Rhaenyra alzó la mirada, los ojos como fuego contenido.  

"Que lo intenten."  

Nevan miró a su alrededor con seriedad, midiendo cada rostro presente. Sus manos ya no temblaban, pero sus palabras estaban cargadas de algo más peligroso que el miedo: certeza.  

"Las canciones eran solo la superficie, mi Princesa. Lo que viene… es más profundo."  

Rhaenyra asintió lentamente.  

"Continúa."  

Nevan respiró hondo.  

"Otto Hightower no está inactivo en Antigua. Ha usado la influencia de su hermano, Lord Hobert, para mover a la Fe de los Siete a su favor. He escuchado sermones secretos. He pagado a prostitutas, a cocineros, incluso a uno de los pajes del septón. Todos dicen lo mismo: los dragones corrompen la tierra. La sangre valyria es impura. Y el fuego es castigo divino."  

Brienne murmuró una maldición bajo la respiración. Daemon no dijo nada, pero cruzó los brazos más fuerte, como si contuviera una ráfaga.  

Nevan continuó:  

"Las prédicas dicen que los Targaryen no tienen derecho divino. Que fue un error permitir su reinado. Hablan de los tiempos de Maegor, del fuego sobre los septos, del horror de las esposas muertas. Están usando el pasado… para justificar un futuro sin dragones."  

"Una limpieza ideológica," dijo Anya, con voz baja. "Antes de la limpieza con sangre."  

"Exacto."  

Nevan alzó el rostro, sus ojos dispares ardiendo con convicción.  

"Y no es solo Antigua. La Fe está enviando septos jóvenes a cada región que aún no jura lealtad. Les enseñan a predicar con doble lengua. Miel en los labios, veneno en el sermón. Hablan del amor de los Siete… pero también de cómo los matrimonios valyrios son blasfemos. Que los hijos de hermanos son engendros. Que el poder debe volver a los hombres andalos."  

"Y la Reina Verde permite esto," murmuró Rhaenyra, helada.  

"Lo promueve," corrigió Nevan. "Su imagen es usada como ejemplo: mujer devota, esposa fiel, madre perfecta. La llaman la Reina Blanca. Y afirman que su vientre trae la purificación del linaje real. Que solo sus hijos varones son dignos de portar corona."  

Los murmullos volvieron a extenderse. Rhaenyra sintió el calor subirle a la nuca. La ira era lenta, espesa. No por los insultos a ella… sino por el uso descarado de la fe como arma.  

"¿Y los nobles?" preguntó Daemon, impaciente. "¿Están tragándose todo eso?"  

"Los Lannister han dado señales de apoyo. Recibieron cuervos con sello de Hightower hace menos de un mes. En el Dominio, varias casas pequeñas ya han cambiado sus banderas. Hay acuerdos secretos. Otto ha prometido que si Aegon es coronado, cada casa que lo apoye tendrá derecho a vetar impuestos… y a elegir a sus propios maestres."  

"Una red," murmuró Ser Addam. "Otto está construyendo un reino dentro del reino."  

"Y no termina ahí," dijo Nevan. "Otto y el Septón Supremo han comenzado a sugerir… reemplazos."  

"¿Reemplazos?" preguntó Rhaenyra con frialdad.  

Nevan asintió.  

"Consejeros. Uno por uno. Ya tienen al menos un hombre dentro del Consejo Verde. Alguien que finge servir al Rey, pero responde a Otto. He escuchado sus nombres en susurros, siempre en clave, pero están allí. Y cuando el Rey muera… pretenden ocupar cada asiento."  

La sala quedó en silencio.  

Y entonces Nevan añadió, con voz más baja:  

"Y entre las prostitutas que aún nos deben lealtad… supe de algo más. Que ya han intentado eliminar a ciertos aliados vuestros. Gente en la Fortaleza que aún apoya a la Princesa. Algunos han sido encarcelados. Otros… desaparecidos."  

Rhaenyra entrecerró los ojos.  

"¿Y tú?"  

"Yo iba a ser el siguiente."  

Miró directamente a Daemon.  

"Por eso envié la carta. Por eso Arlie Ryger vino. Porque si no salía… pronto estaría colgando del muro como ejemplo."  

Rhaenyra se levantó.  

La sala entera se puso de pie con ella.  

"Lo has hecho bien, Nevan."  

"Traigo más, Princesa," dijo él. "Códigos, nombres, rutas. No pude traer los papeles… pero los memoricé."  

"Todo eso… lo compartirás con nosotros," dijo Daemon.  

Rhaenyra no se sentó de inmediato. Aún de pie, con los estandartes oscuros flameando detrás de ella y los rayos del sol proyectando su sombra sobre el mármol del piso, miró al bardo como si apenas comenzara a comprender el peso de lo que había logrado.  

"Y tu misión… ¿el pueblo? ¿Las canciones?"  

Nevan la miró. Sus ojos desiguales brillaban con una emoción difícil de contener.  

"Ese fue el verdadero triunfo, mi Princesa."  

Sus palabras se cargaron de un calor distinto al de la estrategia.  

"Cuando llegué a la ciudad, el nombre de la Princesa Rhaenyra era un susurro de traición. Hija ingrata. Bruja del fuego. La Reina le hechaba la culpa de todo lo malo que sucede en el Reino y poco a poco la gente se lo comenzaba a creer."  

Hubo un estremecimiento colectivo entre las damas.  

"Pero bastaron unos versos, un pan compartido en los mercados, vino caliente servido a los niños de la calle, para que empezaran a recordar que eras más que un nombre maldito. Para que supieran que no los habías olvidado."  

Rhaenyra lo observó, inmóvil.  

"Comenzamos con canciones sencillas," continuó. "Historias sobre tu juventud, sobre tus vuelos en Syrax, sobre tu sonrisa en el pozo del Dragón. Después… vinieron las más complejas. Las que hablaban de tu compasión, de los cuervos que enviaste a los puertos olvidados, de los sacos de harina que aparecían en los orfanatos... Las últimas fueron sobre porque os fuiste, Princesa, sobre como permaneces oculta por temor por tu vida y no porque no recuerdes a tu pueblo."  

Daemon giró apenas el rostro hacia ella, sin decir nada. Era la primera vez que escuchaba todo aquello.  

"Los bardos aprendieron. Uno a uno. Se los instruyó, se les entregaron versos, pan, unas monedas… y una orden: cantar esperanza. Cantar justicia. Recordar a la Princesa."  

Nevan respiró hondo.  

"Y funcionó. En los pueblos pequeños, en las aldeas del Tridente… el pueblo cree en ti. En el Dominio, aún con los Hightower respirando sobre sus cuellos, las madres repiten tus versos a sus hijos. En las costas, los niños huérfanos susurran tus palabras mientras duermen."  

Rhaenyra tragó saliva con dificultad.  

"¿Y en Desembarco?"  

Nevan bajó un poco la mirada.  

"Ya no cantan allí. No a viva voz. No después de lo que pasó conmigo. Pero fuera de la capital… tu nombre vive. Más fuerte, más claro. Ellos lo intentan, Princesa. Los maestres desmienten nuestras canciones. Los septos predican contra los versos. Pero no pueden con las madres que ya creen. Ni con los niños que te cantan."  

Una pausa.  

"Ni con los que murieron… con tus versos en la boca."  

Rhaenyra se dejó caer lentamente en el trono.  

Su corazón golpeaba como si hubiese cabalgado.  

"¿Cuántos bardos quedan?"  

"Una docena activos. Otros cinco desaparecieron. Uno fue colgado en Antigua. Otro, apuñalado en Lannisport. El resto… cantan solo en la sombra. Bajo nombres falsos. Pero siguen. Porque tú… les diste una razón."  

Daemon habló al fin.  

"Y tú… les diste una voz."  

Nevan sonrió, sin arrogancia.  

Justo cuando Rhaenyra creía que no podía haber más veneno escondido en las palabras de aquel día, Nevan volvió a hablar. Esta vez, con un tono más grave, más íntimo. El tipo de tono que anuncia que algo irreparable está por decirse.  

"Mi Princesa… hay algo más."  

Rhaenyra levantó la mirada.  

"¿Qué?"  

El bardo tragó saliva.  

"Alicent… dio a luz."  

Un leve estremecimiento recorrió la sala. Anya entrecerró los ojos. Brienne se tensó. Incluso Daemon dejó de moverse.  

"Un niño," continuó Nevan. "Varón. Lo llamaron Daeron."  

Rhaenyra no respondió. Su mirada era una estatua tallada en obsidiana.  

"Pero… el niño no nació sano."  

Nevan bajó la voz.  

"Dicen que sus manos están deformes. Que sus dedos están fundidos entre sí. Que su piel es delgada como papel húmedo. No llora como los otros niños. No se mueve como ellos. Que parece más una advertencia de los dioses… que una bendición."  

Los murmullos entre los presentes se tornaron tensos. Algunos cruzaron miradas. Otros bajaron la vista.  

"¿Y qué ha hecho la Reina?"  

"Lo ocultan," respondió él. "Como si no hubiera nacido. Solo unos pocos sirvientes lo han visto. Y la mayoría ya han sido enviados lejos. Dicen que ni siquiera el Rey lo ha conocido. Que Alicent… lo mantiene oculto. Se niega a que lo toquen. No permite que el Septón lo bendiga. Y los maestres no lo mencionan en los registros."  

"Están borrándolo," murmuró Brienne. "Como si nunca hubiera existido."  

Rhaenyra sintió el escalofrío treparle por la espalda. Porque sabía lo que significaba negar la existencia de un niño… especialmente un varón.  

"¿Y la Reina?" preguntó, con voz baja.  

Nevan la miró con cuidado.  

"Está… rota. Delira. Grita por las noches. Cree que los dioses la han maldecido. Que ha sido castigada. Y en sus momentos más lúcidos… culpa a vos. Nuestra querida Aoife ha sido magnifica en su cuidado a la Reina..."  

La sala cayó en un silencio helado.  

Daemon fue el único que rió, una risa seca, amarga.  

"Por supuesto."  

Pero Rhaenyra no sonrió. Ni una línea de burla en su rostro. Solo fuego contenido.  

"El Reino entero entonces debe conocer su existencia." dijo. "Hay que asegurarnos... Si lo ocultan, si lo niegan… es porque temen lo que significa. Y su miedo será nuestra ventaja. Odiaran que el Reino sepa de su vergüenza. No les daremos tregua."  

Nevan asintió.  

"Así lo pensé. Por eso os lo traigo. Porque incluso los secretos más oscuros… cantan. Si sabes escuchar... escribiré algunas canciones sobre ello y me asegurare de enviarlas a mis conocidos..."  

Y con eso, el bardo guardó silencio.  

Rhaenyra se levantó por última vez.  

Aegon, su hijo, dormía la siesta en su cuna, su respiración segura, su futuro aún intacto.  

Rhaenyra bajó la voz, con el tono que solo usan los que están a punto de cambiar la historia.  

"Comencemos con ello, que el Reino entero sepa de... la deformidad que ha traído al mundo la Reina.” Rhaenyra declaró, alegre por las noticias recibidas, pero manteniendolo dentro de ella.  

No todo era positivo, pero la gran mayoría lo era.  

Y por primera vez, sintió que no estaba tan lejos.  

Ni de su trono.  

Ni de su pueblo.  

Notes:

... Opiniones?
Un poco inspirada en mi hermana, que se acaba de enterar que su esposo tiene una amante y ahora estan separandose, recibire a mis sobrinos por el verano y uno se mudara conmigo para iniciar la universidad, pero la situación es... tensa.
Hay tanto drama en mi familia que estoy pensando seriamente escribir un libro. jajaja
Pero como saben, no tolero infidelidades entre los personajes principales, así que por supuesto que Daemon jamás engañara a nuestra Princesa. Pero si creen que reacciono un poco suave... en el siguiente capitulo que sera desde su perspectiva entenderan un poco mejor su reacción.

¿Que opinan de el capitulo? El drama para nuestra Princesa no tiene fin.

Gracias por todos sus comentarios, realmente los aprecio! Y el siguiente capitulo sera el Viernes, por supuesto, si reciben una actualización antes de tiempo... es que puede que haya capitulos bonus, tengo mucho contenido que podria compartir de esa manera y ahora que ya se arreglo el tema de la luz, todo vuelve a la normalidad... no mas escribir a lapiz! Wohoo, amo la modernidad.

Chapter 16: Un ejército para proteger una voz

Notes:

Holi!
Esta semana estuve haciendo limpieza de mi archivo, leyendo mis notas y basicamente puliendo mis personajes… y entonces comence a escribir fichas de personajes, lugares… a darle forma de una manera que no había hecho antes porque encontre un post que decía que tu personaje no tenía sentido si no podías responder sobre él/ella, su edad, color de ojos, de cabello, donde nacio… y cosas como sus miedos, alegrías, su primer recuerdo, su recuerdo mas traumatico, que lo haría reir y que llorar…donde estaran dentro de veinte años y todo tipo de cosas raras, pero brillantes.
Entonces, por supuesto, me puse como reto hacer eso sobre tooodooos los personajes, todos, absolutamente todos.
Mordí más de lo que podía masticar. jajajaja.
Fue cuando lo cambie a los personajes principales. -Porque no tiene sentido hacer la ficha de aquellos que ya murieron-
Subire algunas fichas - que no den spoilers - durante el fin de semana y espero ir actualizandolas poco a poco y por supuesto, subiendo más conforme avance la historia, pero lo hare en un nuevo archivo, por si desean verlas, opinar y preguntar.
Y en ello, volvi a analizar a ciertos personajes… y aquí tenemos el resultado! Daemon siendo un engreido feliz de que su esposa lo cele.
Pero por supuesto, muchos momentos tiernos y elementos importantes, mezclando un poco todo aqui y alla.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

El intento de seducción de la puta había tenido un efecto inesperado: no encendió el deseo de Daemon, sino que prendió fuego a su esposa.

Y a él, por los dioses, le fascinaba verla arder.

No con miedo. No con sumisión.
Con celos.

Porque los celos, en Rhaenyra, no eran debilidad. Eran amor feroz. Posesión valyria. Fuego que reclamaba lo suyo sin pedir permiso.

Y Daemon… Daemon estaba engreído.

Satisfecho.

Porque que su reina lo celara, no por inseguridad sino por certeza, solo podía significar una cosa:

Ella lo amaba con la misma violencia con la que él la deseaba.

Daemon la había dejado sacar su furia con él, porque le encantaba verla así, apasionada.

Le había gritado, sí. Como si él tuviera la culpa de algo.

Pero luego lo había besado con rabia. Lo había marcado con uñas y jadeos.

Y él, por supuesto, se había dejado quemar con gusto.

Y después él le había demostrado lo mucho que la amaba, lo absurdo que era siquiera la idea de otra mujer después de ella. 

Daemon había tenido su cuota de mujeres, y aunque sabía que nunca le sería infiel a su sobrina, había albergado algunas dudas, no respecto a Rhaenyra, jamás... sino como reaccionaria él, su cuerpo... ante una proposición. 

Le aterraba que su cuerpo reaccionara contrario a él. 

Y teniendo a Lelena a su disposición, ansiosa y buscándolo, desnuda... 

Su cuerpo no le había fallado. 

Su polla no había despertado. 

Ni una pizca de interés. 

Lo único que Daemon había sentido fue un profundo asco y vacío. 

De repente, todas las promesas hechas a Rhaenyra de fidelidad, lealtad y amor absolutos, se sentían a su alcance de una manera que antes no. 

El temor de sabotearse a sí mismo, como lo había hecho durante décadas, desapareció. 

Viserys se había equivocado con él. 

De manera absoluta. 

Su hermano había comentado una y otra vez que Daemon jamás estaría contento con nada, incluso llegando a mencionar que, si tuviera hijos, no podría detenerse. 

Demasiada sangre de dragón.  

Y Daemon temía que fuese verdad. 

Que ahora, que lo tenía todo, él solo lo arruinara... por aburrimiento, por idiotez.  

Que solo bastase la oportunidad... y él tiraría todo por la borda. 

Un error. 

Y todo habría terminado. 

Daemon sonrió para sí mientras caminaba por el borde de la terraza exterior, donde el sol comenzaba a teñir el mar con tonos rojizos. Llevaba una copa de vino sin terminar, y su túnica estaba desordenada. Aún olía a azufre, a cuero y a humo. 

Su polla no lo había traicionado, ni su mente. 

Rhaenyra confiaba en él... y sentía como si con ello, hubiese obtenido el maldito mundo entero para él solo. 

Lelena había cometido dos errores: intentar revivir la gloria de su posición en Driftmark… y subestimar a Rhaenyra. La creyó débil igual que Rhaenys, pero su esposa es un verdadero dragón. 

La ejecución había sido rápida. Sin lágrimas. Sin juicio. Una palabra y la mujer era cenizas. 

Y la mujer que emergió de entre las sombras del trono esa noche… el fuego que se había apagado ante la palabra bastardo , de repente había regresado con fuerza. Tras días de incertidumbre, de pensar más en el que dirán... que en ellos... 

Daemon se apoyó contra una columna, observando cómo el viento jugaba con las banderas negras y rojas. A lo lejos, escuchó a Tessarion rugir con desdén y al dragón de Aegon responder con furia. Más cerca, el sonido rítmico de pasos entrenados: soldados nuevos, jóvenes, fuertes, disciplinados. 

Todo se estaba alineando. 

Y pensar que todo empezó con una sirvienta ambiciosa creyendo que podría compartir su cama. 

Rhaenyra, celosa, era una fuerza divina. No una mujer herida, eso sería vulgar, sino una hembra de dragón reclamando lo suyo. 

Y él, Daemon Targaryen, el Príncipe de la Ciudad, el que desató guerras por capricho, no se cansaba de verla brillar en esa rabia. 

Su esposa era hermosa, pero cuando desataba su furia, incluso contra él, era divina. 

"¿Contento contigo mismo?" preguntó una voz desde la sombra. 

Era Reuben Wayne, sucio de polvo, con una sonrisa torcida. Había llegado esa mañana, recién salido de otra misión, y ya lo conocía demasiado. 

Daemon alzó la copa. 

"¿Debería estarlo?"                                                                                           

Reuben encogió los hombros. 

"Depende de si el fuego te gusta como compañía." 

Daemon rio entre dientes. 

"Prefiero eso a una reina de hielo." 

Y lo decía en serio. 

Rhaenyra ardiendo… era lo más parecido al cielo que Daemon podía imaginar. 

Y mientras sus enemigos tejían mentiras con plegarias, él tenía a una reina que quemaba cada obstáculo que osaba tocar lo suyo. 

Y ahora, con secretos nuevos en sus manos, con traidores enterrados bajo disfraces y un hijo dormido entre dragones… el mundo empezaba a parecerle familiar otra vez. 

Como en sus mejores días. 

Como cuando todo ardía. 

Con Reuben acercándose, el resto de los soldados que entrenaban, lo notaron, los nuevos lo miraron con nerviosismo y los más experimentados con respeto. 

Se unió a ellos con entusiasmo. 

... 

El sol caía a plomo sobre el patio de entrenamiento, pero Daemon no se inmutaba. El sudor le corría por la nuca, empapándole la camisa negra sin mangas, mientras blandía la espada con la furia de un hombre que no necesitaba excusas para amar el combate. 

Frente a él, uno de los nuevos soldados jadeaba, con la cara enrojecida y la guardia tambaleante. 

"¡Levanta el maldito escudo!" rugió Daemon, y lo hizo justo a tiempo para desviar una estocada que le habría partido la ceja. 

Rió. El joven había aprendido algo, al menos. 

Alrededor, una docena de hombres observaban con respeto y miedo. Algunos ya tenían los brazos entumecidos de tanto practicar. Otros apenas podían seguir el ritmo. 

Pero Daemon no les daba tregua. 

Porque no iba a confiar el hogar de su reina a espadas blandas. 

Ni a cobardes. 

"¡Otra vez!" gritó, y giró sobre su eje con una agilidad que no pertenecía a un hombre de su edad. La hoja cantó en el aire antes de chocar contra el acero del muchacho. 

Un par de pasos más. Otro golpe. Una patada en el pecho que lo tiró al suelo. 

Daemon resopló y bajó la espada. 

"Muerto. La próxima vez, imagina que soy un maldito dragón." 

El joven gimió, pero asintió, aún sin aliento. 

Daemon se apartó y bebió directamente de un cuenco de agua fría, derramándosela también por la cabeza. El contraste con el calor lo hizo soltar un gruñido placentero. 

Le encantaba este lugar. 

No por el polvo ni las armas. 

Sino porque aquí podía recordar que era un guerrero. 

No un esposo. No un consejero. No un príncipe exiliado. 

Solo un hombre con filo en las manos y un propósito. 

Y mientras los demás se empapaban de temor o disciplina… él pensaba en Rhaenyra. 

En cómo se había alzado del trono tras ejecutar a Lelena. 

En cómo su voz sonaba cuando daba órdenes y nadie se atrevía a discutirlas. 

En cómo su espalda parecía más recta desde que el bardo volvió y le recordó al mundo quién era. 

Pensaba en ella desnuda, con la luz del amanecer recortando sus curvas en blanco y rojo. En la marca de sus uñas en su piel. En el jadeo contenido que dejaba escapar cuando él aún estaba dentro y los dragones rugían afuera. 

Pensaba en sus labios cuando mordía fruta. En su lengua cuando decía su nombre. En sus ojos cuando lo llamaba "mi esposo", con esa mezcla perfecta de devoción y desafío. 

Y luego, pensaba en lo que haría cualquiera de esos malditos soldados si alguien siquiera la tocaba. 

"¡Cambio!" gritó al grupo, alzando la espada de nuevo. "Uno más. El que me desarme cena con vino. El que sangre... limpia la armería durante una semana." 

Un par se rieron. Otros se tensaron. 

Daemon no esperaba que ganaran. 

Solo que no murieran demasiado rápido. 

"Mi esposa arde como el mismísimo Balerion," murmuró para sí mientras giraba la espada entre los dedos. "Y el único que va a montarla… soy yo." 

Y con esa imagen en la mente, se lanzó de nuevo al combate. 

Riendo. 

El entrenamiento terminó con el chirrido metálico de espadas envainadas y el jadeo agotado de los soldados. Algunos se dejaron caer sobre bancos de piedra. Otros buscaron sombra como si fuera oro. 

Daemon no esperó aplausos ni agradecimientos. Dejó su espada apoyada contra una columna y caminó hacia la parte alta del patio, donde las escaleras lo llevaban directamente a los jardines interiores. 

Donde su hijo dormía. 

Aegon estaba sobre una manta tejida a mano, rodeado por cojines de seda y con una pequeña sombra alada velando su sueño: el dragón gris, aún sin nombre, con el cuello enroscado como si formara parte del nido. Cerca, una sirvienta tejía sin prestarle demasiada atención, o tal vez fuese una de las damas de Rhaenyra, las que parecían gemelas. 

Daemon se sentó a su lado. No dijo nada. Solo observó. 

El niño respiraba con suavidad. Tenía los párpados tan claros como la porcelana, el cabello platinado en mechones rebeldes, y una pequeña arruga en la frente que, por alguna razón, le recordaba a Rhaenyra cuando pensaba demasiado. 

"Serás más que un príncipe," murmuró, acariciando suavemente la manta junto al cuerpo de su hijo. "No vas a ser criado como un cordero en un rebaño de lobos." 

Lo miró con intensidad. 

"Te enseñaré a matar. A montar. A mentir si hace falta. A ganar." 

El dragón levantó la cabeza al oír su voz. No rugió, no bufó. Solo lo observó. Como si también entendiera. 

Daemon sonrió con una amargura suave. 

"Y si resulta que no eres el único." 

La imagen de Rhaenyra, llevándose la mano al vientre, cruzó su mente. 

"Si viene otro… otro hijo…" 

Dejó que las palabras flotaran en el aire cálido. No necesitaba decirlo en voz alta para saber que el pensamiento lo entibiaba por dentro. 

¿Otro varón? ¿Otra criatura con fuego en la sangre y acero en la voz? 

¿O una niña? 

Sus ojos se endurecieron, pero su sonrisa no desapareció. 

"Si es una niña… la haré aún más fuerte." 

Recordó a Rhaenyra de niña, sola entre hombres, con todos los ojos sobre ella y nadie dispuesto a enseñarle a defenderse. Recordó cómo Aemma y Viserys preferían protegerla… pero no armarla. 

A él lo habían apartado. Como si no fuera digno de formar parte de su educación. 

"Y ahora lo haré como debí hacerlo antes." 

Sus dedos tocaron la frente de Aegon con suavidad. 

"Les daré todo lo que les negaron a ti… y a tu madre. La voluntad de pelear. La capacidad de mandar. Las armas para no suplicar nunca." 

El dragón gris se acurrucó junto al niño. 

Y Daemon Targaryen, Príncipe consorte, guerrero de sangre, esposo de fuego y padre por segunda vez, se quedó allí, en silencio. 

Soñando con un linaje que no dependiera de nadie para alzarse. 

Un linaje de fuego y garras. 

Uno que nunca se arrodillara. 

De repente, Aegon abrió sus ojitos y lo miro con intensidad antes de extender los brazos, exigiendo ser cargado. 

Daemon lo tomo en sus brazos encantado, ignorando a la dama que comenzó a seguirlos, atenta a Aegon. 

El sol se alzaba alto, brillante y cruel sobre la Isla Prūmia, cruel para todos menos los Targaryen, que disfrutaban de su calor, derramando su luz dorada sobre el mar turquesa como si los dioses hubieran derramado un cuenco de gemas líquidas. El aire era salado, cálido y pesado con el aroma de las palmas que mecían sus sombras sobre la arena blanca. 

Daemon caminaba por la playa descalzo, la túnica abierta hasta la cintura, con Aegon en brazos. 

El niño estaba inquieto. No lloraba —no era su estilo—, pero se retorcía con esa energía nueva que precede al primer intento de gatear. Había heredado los ojos de Rhaenyra, grandes y atentos, y cuando miraba el mundo, lo hacía como si ya supiera algo que nadie más había comprendido. 

"¿Quieres ver el mar, pequeño jinete?" preguntó Daemon en voz baja. 

Aegon soltó un sonido casi alegre, extendiendo una manita regordeta hacia el brillo del agua. 

A su espalda, Caraxes lo seguía desde la altura, planeando lento sobre las corrientes, el cuello largo como una serpiente roja extendida sobre las nubes. No descendía. No interrumpía. Solo vigilaba.  

Y más cerca del piso, el dragón gris volaba torpemente, bajando al piso para recobrar fuerzas cada tanto. 

Daemon se desvistió hasta quedar desnudo y luego hizo lo mismo con Aegon, quien amaba deshacerse de su ropa tanto como su padre, dejando la ropa en la arena blanca sin cuidad. 

El agua estaba tibia cuando Daemon dio el primer paso. 

Aegon se estremeció, primero confundido… luego encantado. 

El príncipe avanzó hasta que el agua le llegó al pecho, y con cuidado, sumergió al niño entre sus brazos, dejando que la brisa marina besara su rostro. 

El pequeño aleteó con los brazos, salpicando. Rió. 

Y Daemon, por un momento, también rió. 

No la risa sarcástica de la corte. Ni la risa hueca del campo de batalla. 

Una risa real. 

Genuina. 

Allí, en medio del océano desconocido, con un dragón guardián en el cielo y uno en la arena, un hijo entre las manos, Daemon se sintió humano… y más que humano. 

"Esta es tu casa, Aegon," murmuró. "Lejos del hierro podrido, lejos de los tronos afilados y las lenguas venenosas. Aquí... aquí nadas antes de caminar. Vuelas antes que gatear..." 

El niño se agitó feliz, salpicando agua en el rostro de su padre. 

"Algún día te enseñaré a pelear en tierra, a volar en los cielos… pero por ahora, aprende esto: el mundo puede ser tuyo sin necesidad de gritarlo." 

El dragón descendió un poco, volando bajo sobre el mar. 

Las alas de Caraxes cortaron la superficie, dejando estelas que parecían llamar al niño. 

Aegon miró arriba. 

Y rió con fuerza. 

Daemon sintió una punzada en el pecho. No de miedo. Ni siquiera de orgullo. 

Era amor. Crudo. Puro. Aterrador. 

"Ya lo amas," susurró. "Ya sientes el fuego. Aún sin nombrarlo, sabes que te pertenece." 

El mar lo meció mientras sostenía a su hijo, mientras el sol doraba su piel y las olas envolvían sus piernas. 

El linaje de los dragones no estaba perdido. 

Y no importaba si el mundo les daba la espalda. 

Daemon lo haría eterno. 

A golpe de fuego. 

A punta de espada. 

Y con un amor que no necesitaba permiso para arder. 

Aegon chapoteaba como una criatura nacida del mar, sus manitas golpeaban el agua con más fuerza cada vez que un pez de colores pasaba bajo su vientre. Eran pequeños, brillantes como joyas vivas, moviéndose en cardúmenes que parecían danzar alrededor del padre y el hijo. 

"¿Ves ese?" Daemon señaló con la barbilla uno que tenía rayas azules y negras. "Ese se llama sombra-luna. Es veloz y cobarde, como los maestres de Antigua." 

Aegon soltó una carcajada sin dientes, salpicando con más fuerza, lo que solo provocó que Daemon fingiera una gran herida en el rostro. 

"¡Has herido a tu padre, pequeño tirano!" 

El niño chilló encantado mientras su padre lo alzaba en el aire, dejando que el sol lo bañara por completo antes de volver a sumergirlo con suavidad en las aguas cálidas. 

Y entonces, lo sintió. 

La mirada. 

No la de un soldado. No la de un espía. 

Era una mirada que conocía como el pulso de su propio corazón. 

Giró la cabeza. 

Allí, sobre una roca cubierta de musgo y con una palma dándole sombra, Rhaenyra lo observaba con una sonrisa torcida, los brazos cruzados sobre el pecho, y la brisa jugando con los mechones sueltos de su cabello platinado. 

"¿Vienes a juzgar o a unirte?" preguntó Daemon, sin alzar la voz, pero lo bastante fuerte para que ella lo oyera. 

"¿Y si solo quiero mirar?" respondió ella, con una ceja en alto. 

"Entonces tendrás que aguantar ver a tu hijo coronado como señor de los mares antes de su primer diente." 

Rhaenyra rió, caminando por la arena blanca con ese andar que combinaba gracia y seguridad. Vestía una túnica ligera, demasiado buena para mojarla… pero Daemon ya sabía cómo terminaba esa historia. 

"¿Vienes o no?" insistió, mientras Aegon extendía las manos hacia su madre, haciendo ruiditos impacientes. 

La Princesa suspiró, fingiendo rendición, y se despojó lentamente de su túnica, revelando una prenda más simple debajo. Caminó hacia el agua sin prisa, sin perder su sonrisa. 

"Veo que has decidido criarlo como pez," murmuró mientras se sumergía. 

"Como dragón marino," corrigió Daemon, recibiéndola con una mano en su cintura. "Y tú eres su reina pirata."  

Antes de permitirle quitarle a Aegon, Daemon la hizo quitarse el camisón, queriéndola desnuda para poder admirarla, y dejando que este fuese llevado por las olas. 

Rhaenyra soltó una carcajada y tomó a Aegon, que se acomodó de inmediato en su regazo como si el agua fuera cuna. Lo besó en la frente, murmurando palabras suaves en valyrio mientras Daemon la rodeaba por detrás. 

Por unos minutos, no existió guerra. Ni tronos. Ni traiciones. 

Solo el mar. 

Y los tres en él. 

Entonces, un rugido agudo, cristalino, rasgó el aire. 

Tessarion. 

La joven dragona verde agua descendió como una saeta sobre el mar, zambulléndose con una gracia absurda para una criatura de aire y fuego. El agua estalló a su alrededor y salpicó a todos. Aegon chilló emocionado. Rhaenyra dio un respingo. Daemon, mojado hasta el alma, soltó una carcajada gutural. 

Tessarion emergió en un chapoteo lento y elegante, sacudiéndose como un perro mojado, dejando a los tres empapados por completo. 

"¡Bestia escandalosa!" gritó Rhaenyra, riendo, mientras Tessarion nadaba alrededor de ellos, moviendo sus alas como aletas, feliz de unirse al juego. 

Caraxes, desde el aire, lanzó un rugido ofendido por no estar invitado. 

"Si baja también, la isla se parte en dos," dijo Daemon, apartando el cabello mojado del rostro de Rhaenyra. 

Ella lo miró, seria por un segundo, luego rozó su mejilla con la frente. 

"Esto… esto vale más que un trono." 

Daemon no respondió de inmediato. 

Solo tomó la mano de su esposa, con Aegon acurrucado entre ellos. 

El sol se deslizaba lento hacia el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y violetas. El mar estaba calmo, cálido como una manta recién tendida al sol, y las pequeñas olas lamían la costa con el mismo ritmo que la respiración de un niño dormido. 

Pero Aegon Targaryen no dormía. 

Estaba sentado entre sus padres, flotando aún en el agua tibia, sostenido por los brazos de su madre mientras su padre nadaba cerca, sonriéndole como si acabara de descubrir el secreto del universo. 

"Muña," dijo Rhaenyra, con voz suave y melódica, tocando la nariz del bebé con la suya. "Di Muña, Aegon." 

El niño aplaudió con manos mojadas, riendo como si la palabra fuera el sonido más divertido del mundo. 

Daemon resopló, chapoteando hacia ellos. 

"Va a decir Kepus primero. Lo sabes. Mira esta cara, ¿cómo podría resistirse?" 

"¿Cara de qué?" Rhaenyra le lanzó agua con una mano, sin soltar al niño. "¿De pirata borracho o de dragón despeinado?" 

"De príncipe encantador y tío irresistible," respondió él, hundiéndose bajo el agua y emergiendo justo frente a su hijo con un rugido suave, como el de un dragón bebé. 

Aegon chilló de felicidad, aferrándose a la trenza mojada de su madre. 

Rhaenyra lo volvió a mirar, insistente. 

"Muña," repitió, cantando. "Tu Muña te dio la vida, pequeña sabandija. Agradecido deberías estar." 

"Kepus," dijo Daemon, cruzando los brazos. "Tu Kepus mató medio reino para traerte aquí. Y además... soy más divertido." 

"¡Por los Siete!" Rhaenyra soltó una risa ahogada. "¿De verdad quieres que su primera palabra sea Kepus? Suena como el ruido que hace alguien al atragantarse con uvas." 

"Kepus es noble. Valyrio puro. Y tiene fuerza." 

"Muña es más fácil de pronunciar, es suave... es perfecto..." 

Daemon sonrió como solo él sabía hacerlo, y se acercó lo suficiente para besarle el hombro. “Tú eres perfecta, una Muña tan maravillosa.” 

Aegon miró a uno y a otro. Luego metió una mano a la boca, babeando feliz, completamente ajeno a la competencia que acababa de comenzar por su afecto verbal. 

"¿Y si dice dragón primero?" murmuró Rhaenyra, mirando a Tessarion que dormitaba en la arena, aún empapada por su zambullida, y al dragocete gris, que miraba el mar como si lo hubiese ofendido.  

Daemon se rió. 

"Entonces sabremos que el niño tiene prioridades claras." 

"Y que ninguno de nosotros va a ganar." 

Ambos se inclinaron a la vez y besaron a su hijo, uno en cada mejilla. 

Aegon soltó un balbuceo largo, incoherente, pero lleno de alegría. 

Y si hubiera habido una palabra allí —una verdadera— no importaba cuál fuera. Porque el sonido que salió de sus labios era amor puro, compartido entre madre y padre, entre fuego y mar. 

Y por esa noche, en Isla Prūmia, no existían más guerras. 

Solo ese instante perfecto, robado al destino. 

Y por ese instante eterno en las aguas de Prūmia, el mundo entero estuvo contenido en un abrazo tibio, salado y sin sangre. 

... 

La noche en Isla Prūmia era un bálsamo. 

Las aguas se mecían en murmullos. Las palmas crujían con la brisa. Y las luciérnagas flotaban como chispas de magia por los jardines del palacio. 

Rhaenyra descansaba en el diván de su terraza, envuelta en una bata de lino suave, los pies descalzos rozando el mármol cálido. Su cabello aún húmedo caía suelto sobre sus hombros, y tenía una copa de vino sin tocar en la mano. 

Daemon llegó sin hacer ruido, como siempre. Se sentó a su lado con naturalidad, apoyando la espada que nunca dejaba lejos contra la baranda. 

“¿Dormido?” preguntó él, mirando hacia el interior de la habitación donde Aegon dormía, acunado por la brisa marina y la vigilancia del dragón gris. 

“Como una roca,” respondió ella. “O como un Targaryen satisfecho de dominar el mar antes que las palabras.” 

Daemon sonrió, sin burla. 

Se inclinó y le besó la sien. 

“Hoy fue un buen día.” 

Rhaenyra asintió, acariciando el borde de la copa. 

“Brienne ha hecho grandes progresos con el orfanato. Dice que aún le cuesta levantarse del todo por el parto, pero su mente está más activa que nunca. Ha seleccionado a media docena de mujeres: dos esposas de soldados, tres sirvientas leales y una viuda que fue partera en Lys.” 

“¿Todas valientes?” preguntó Daemon, mirándola de reojo. 

“Todas capaces. Saben lo que es perder, y lo que es reconstruir.” 

Daemon asintió con aprobación. “Serán necesarias. No podemos cargar a nuestros sirvientes con huérfanos solo por compasión. Si vamos a tener niños bajo nuestra protección… que estén organizados, guiados. Que sean parte de nuestro mundo, no lastres en él.” 

“Brienne dice que deberíamos darles un nombre. Una casa, quizás. O algo que los una.” Rhaenyra sonrió suavemente. “Le dije que esperara. Aún no es tiempo.” 

Daemon la miró en silencio. 

Y luego, como si respondiera en otra conversación paralela, dijo: 

“Hoy encontré por fin a dos que sirven.” 

Ella lo miró, curiosa. 

“¿Para?” 

“Guardianes de dragones.” Su voz tenía ese tono satisfecho que usaba cuando algo encajaba en su mente. “Uno de ellos fue herrero, el otro es cazador. Ninguno teme al fuego. Ambos tienen cicatrices en las manos, pero no en la voluntad. Empezarán su entrenamiento mañana. Serán los primeros de muchos.” 

Rhaenyra apoyó la cabeza en su hombro. 

“¿Y los soldados?” 

“Sudando. Sangrando un poco. Pero aprenden. Los más jóvenes me siguen como si fuese un dios. Los viejos… aún no me entienden, pero me temen, y eso basta.” 

“¿Y tú qué haces con tanto poder entre las manos, Daemon?” 

Él se rio bajo. 

“Lo comparto contigo. Porque eres la única que sabe cómo usarlo sin volverse ceniza.” 

El silencio se instaló un momento entre ellos, cómodo y cálido. 

Ella cerró los ojos. Él la observó, midiendo el ritmo de su respiración. 

“Hoy fue un buen día,” repitió Daemon, más bajo. “Pero no porque entrené soldados. Ni por los guardianes.” 

“¿Entonces?” 

“Porque te vi reír con nuestro hijo. Porque bajaste al agua. Porque te olvidaste del trono… por un momento.” 

Rhaenyra abrió los ojos y lo miró. 

“¿Y tú?” 

Daemon no respondió de inmediato. 

Solo la miró, como si la viera por primera vez… y la recordara toda a la vez. 

“Yo también olvidé quién era… y recordé para quién peleo.” 

Ella sonrió. Pequeño. Íntimo. Real. 

Y sin más palabras, se acomodó en su pecho. 

En silencio. 

Bajo las estrellas. 

Mientras los dragones dormían en las torres, y el mundo, por esa noche, era solo suyo. 

... 

El amanecer se abrió paso sobre la Isla Prūmia con una brisa densa y un sol inclemente, como si el calor quisiera forjar a los nuevos elegidos desde la primera luz. 

Ivor y Vance esperaban en la explanada de piedra al sur del palacio, donde la arena negra se mezclaba con roca volcánica. Ambos estaban de pie, con los brazos firmes y las miradas inquietas, aunque intentaban disimularlo. 

Daemon los observó mientras descendía las gradas del mirador, sin su capa ni su espada, vestido solo con cuero oscuro, el cabello suelto, el rostro sombrío. 

“¿Listos para morir?” 

La pregunta fue como un chasquido. 

Ivor —alto, fornido, con barba corta y manos como martillos— no pestañeó. 

“Listo para servir, mi Príncipe.” 

Vance —más delgado, ojos astutos, con cicatrices mal curadas en los nudillos— asintió. 

“Hemos trabajado con bestias antes. Pero nunca con dioses alados.” 

Daemon sonrió con un filo escondido. 

“Bien. Hoy conoceréis a los primeros.” 

Los llevó por el pasadizo de piedra tallada que daba a la primera plataforma de observación. Allí, bajo la sombra de palmas dispuestas como abanicos reales, dormían los dragones más jóvenes: Tessarion, la belleza verde agua, y el gris aún sin nombre, compañero de Aegon, aún sin montura pero con fuego en el pecho. 

Tessarion alzó la cabeza al oírlos. Sus ojos eran esmeraldas líquidas, curiosos pero alertas. El dragón gris resopló, sin moverse. 

“Su primer deber será este,” dijo Daemon, sin girarse. “Alimentarlos. Limpiar sus áreas. Observar su comportamiento. Y sobre todo, respetarlos. No son animales. Son fuego vivo. Si os huelen miedo… os consumirán.” 

Los dos hombres asintieron con solemnidad. 

“Y recordad: sólo los de sangre Targaryen montan dragones. Vosotros los servís. Los protegéis. Los estudiáis. Pero nunca los domináis.” 

Ivor bajó la cabeza en señal de respeto. Vance colocó una mano en su pecho. 

Daemon observó en silencio cómo Tessarion se acercaba unos pasos, olfateaba el aire, y luego se giraba con un bufido. 

“Os acepta,” dijo Daemon. “Por ahora.” 

Luego los llevó por la ruta de la cornisa oriental, donde el acantilado se curvaba en una garganta ancha. Allí dormía Caraxes, sobre una losa de basalto, envuelto en su propio cuello como una víbora roja gigante. 

Daemon silbó. 

Caraxes abrió un ojo, luego otro, y rugió suavemente, como reconociendo a su jinete. 

“Este no duerme si no huele sangre. Lo observaréis de lejos. Lo alimentaréis desde la seguridad de la torre alta, donde no puede alcanzaros si se enfada.” 

Ivor y Vance no dijeron nada. Sólo miraban. Asombrados. Pequeños. 

Daemon los dejó allí, asignando a un soldado para guiarlos de vuelta. 

Luego subió a la cima de la colina, donde Syrax solía esperarle cada mañana. 

Pero no estaba. 

Sólo marcas de garras recientes. Profundas. Nerviosas. 

“Syrax,” llamó Daemon en voz baja. 

Un rugido lejano le respondió. 

Desde los cielos. 

La vio. Volando en círculos, como irritada. Lejos. Demasiado lejos. 

No era miedo. 

Era inquietud. 

Desconfianza. O dolor. 

Cuando descendió, su expresión era más dura. 

“Vigilad su comida,” dijo a un sirviente. “Y sus movimientos. No permitáis que se aleje sin que lo sepa.” 

El fuego de los dragones no mentía. 

Y Daemon Targaryen, por primera vez en días, sintió que algo… estaba mal. 

... 

El cielo ardía con luces violáceas cuando Caraxes surcó las corrientes sobre la Isla Prūmia, siguiendo a la figura dorada que brillaba bajo el sol agonizante. 

Syrax. 

Volaba alto, demasiado alto para una dragona de su tamaño y temperamento. Sus alas se extendían como velas tensas por el viento, y cada rugido que soltaba parecía más un lamento que un grito de poder. 

Daemon fruncía el ceño sobre la silla de montar de Caraxes, una mano en el cuello escamoso de su compañero, la otra aferrada al arnés. Desde hacía semanas Syrax se mostraba esquiva, pero ahora… ahora casi parecía en guerra. 

Caraxes gruñó cuando se acercaron demasiado. Un gruñido bajo, de advertencia. 

Syrax giró en el aire con un aleteo salvaje y de pronto se lanzó en picado hacia ellos, la mandíbula abierta, los ojos enrojecidos de furia. 

“¡Caraxes, alto!” ordenó Daemon, tirando de las correas. 

Caraxes se torció en el aire con un rugido profundo, evitando por un pelo el embate. Las garras de Syrax rozaron su ala izquierda, dejando marcas. Daemon sintió el temblor del dragón bajo sus piernas. 

"¿Qué demonios te pasa?" murmuró, aunque no sabía a cuál de los dos se dirigía. 

Syrax no rugió una segunda vez. No se detuvo. Solo alzó el vuelo y se perdió entre las nubes. 

Caraxes se mantuvo en el aire, vibrando de ira contenida. 

Daemon lo obligó a descender. 

Sus botas apenas tocaron la piedra caliente del acantilado cuando su mente ya estaba tomada por la inquietud. 

Syrax no era dócil. Ningún dragón lo era. 

Pero eso no había sido simple rechazo. Había sido furia. 

Fue de inmediato a buscar a su esposa. 

La encontró en la biblioteca exterior, bajo una pérgola cubierta de flores carmesí. 

Rhaenyra sostenía un pergamino entre las manos, pero al verlo, alzó la vista con una ceja arqueada. 

“¿Volviste a tiempo para cenar o solo vienes a morderme por otro berrinche de tu bestia?” 

Daemon no respondió al instante. Se dejó caer en el banco junto a ella, aún sin soltar las riendas enrolladas del arnés. 

“Syrax atacó a Caraxes.” 

La expresión de Rhaenyra cambió. El gesto burlón desapareció. 

“¿Lo atacó?” 

Daemon asintió. 

“No solo lo esquivó. Se lanzó. Lo arañó. No fue un juego.” 

Rhaenyra dejó el pergamino sobre la mesa. 

“Hace días que no la monto. Ni siquiera me deja acercarme. Pensé que estaba molesta… celosa quizás. No he pasado tanto tiempo con ella últimamente.” 

“¿Y no te pareció importante decírmelo?” preguntó Daemon, con el ceño fruncido. 

“Pensé que era eso… rabia común. Pero ahora…” 

Daemon se frotó la mandíbula. “¿Crees que está herida?” 

“Tal vez. O…” Rhaenyra dudó. “¿Y si está asustada?” 

Daemon la miró como si le hubiera dicho que Syrax había aprendido a tejer. 

“¿Un dragón… asustado?” 

“¿Y si no es miedo? ¿Y si es instinto?” Rhaenyra volvió la vista hacia el cielo. “Daemon… ¿y si va a poner un huevo?” 

La idea cayó sobre él como un martillo. La posibilidad… le erizó la piel. 

“No sería la primera vez que una hembra cambia de temperamento en ese estado,” murmuró él. “Pero entonces deberíamos haber notado más señales…” 

Rhaenyra lo miró con un atisbo de temor. 

“O tal vez las ignoramos.” 

Daemon se incorporó. 

“Entonces no podemos perder más tiempo. Mañana, antes del alba, iré a buscarla. No solo por nosotros. Si Syrax va a anidar, necesitamos prepararnos.” 

Rhaenyra asintió lentamente, pero su voz fue baja, cargada de una verdad que le ardía en el pecho: 

“Si Syrax pone un huevo… esto cambia las cosas, en mis sueños no puso huevos hasta que tú y yo nos casamos... aún no es el momento, no coincide del todo...” 

Daemon se giró, su silueta recortada por la luz del fuego encendido. 

“Necesitare que me acompañes, solo tú puedes dominarla, me respeta, pero me matara igual, a ti no.” 

“Por supuesto, cancelare las peticiones, esto es mucho más importante.” 

... 

El viento era más fuerte a esa hora, cuando el sol apenas asomaba sobre el horizonte y las sombras de los dragones se alargaban como presagios sobre las olas. 

Daemon y Rhaenyra volaban juntos sobre Caraxes, el gran dragón rojo cortando las corrientes como un látigo vivo, sus alas extendidas con la fuerza de una tormenta sostenida. 

Rhaenyra iba detrás, sujeta con firmeza al arnés y al cuerpo de su esposo. Su cabello se agitaba como fuego pálido mientras sus ojos escudriñaban el mar. 

"¿Crees que esté herida?" preguntó, al oído de Daemon. 

"No lo sé, pero lo dudo, muy pocas cosas pueden herir a un dragón." respondió él. Pero su ceño estaba fruncido. 

Habían sobrevolado las costas del sur en busca de Syrax desde el alba. Y ahora, por fin, Daemon la vio. 

Una isla diminuta. Apenas una lengua de roca rodeada de aguas cristalinas, con un puñado de árboles torcidos, una laguna natural y una figura dorada recostada como una joya viva sobre la piedra tibia. 

“Ahí está,” murmuró Daemon. 

Syrax. 

Dormitando. El pecho subía y bajaba con lentitud. Sus alas estaban extendidas, el cuerpo visiblemente más pesado, los ojos cerrados como si hubiese caído en un sueño profundo. 

Caraxes descendió en un amplio círculo. El aire caliente de la mañana hizo vibrar la piedra al contacto de sus alas. 

Daemon descendió primero. Rhaenyra lo siguió, saltando con agilidad, el corazón palpitando con fuerza al ver a su dragona tan lejos… tan distinta. 

No rugía. 

No se movía. 

Solo respiraba… como si no quisiera ser molestada. 

“Está bien,” dijo Rhaenyra, acercándose con cautela. “No herida. Solo… diferente.” 

Daemon la examinó con más cuidado. Las escamas de Syrax estaban más opacas. El vientre, más bajo. Su respiración, profunda. 

“Está por anidar,” murmuró él. 

Rhaenyra asintió, sintiendo una mezcla de alivio y temor. 

“Se alejó… para hacerlo sola.” 

“Entonces debemos prepararlo todo.” 

Horas más tarde, Daemon volvió con Vance e Ivor en una barcaza pequeña reforzada, cargando herramientas, pieles, mantas gruesas, y un par de barriles con agua y carne salada. 

Caraxes sobrevolaba la isla en círculos lentos, vigilante. 

Syrax apenas se había movido. 

Daemon les indicó una cueva natural en la roca norte de la isla. Elevada, protegida del viento. Suficiente para albergar a una dragona. 

“Allí”, señaló. “Ese será el nido. Pero debemos acondicionarlo.” 

Caraxes descendió, rugiendo bajo. Daemon le dio una orden con un gesto. 

“Fuego controlado. Solo ablanda la piedra, no abras un cráter.” 

El dragón rojo obedeció. Lanzó una lengua de fuego contra la roca, que crepitó y se agrietó. El calor comenzó a darle forma al refugio. 

Ivor y Vance trabajaron en silencio, sudando mientras reforzaban los bordes, alineaban pieles contra el suelo, y alzaban estacas para señalar el territorio. 

“Este lugar debe estar listo antes del anochecer,” les dijo Daemon. “Si el huevo cae sobre piedra dura, puede romperse. Si el calor es insuficiente, puede enfriarse. Y si algo se acerca… no sobrevivirá.” 

Vance asintió con rostro decidido. Ivor murmuró una oración que se perdió bajo el rugido de Caraxes. 

Al atardecer, Rhaenyra volvió en un bote más pequeño, trayendo telas, especias, y alimento fresco. Tessarion la seguía volando bajo, más juguetona que útil, pero atenta. 

Daemon estaba en la entrada de la cueva, observando a Caraxes tallar un arco con fuego lento, como un alfarero divino. 

“Es más de lo que esperaba,” dijo ella, acercándose. 

Daemon no se volvió. Solo asintió. 

“Será suficiente.” 

Se quedaron allí, observando cómo el fuego transformaba la roca. 

Y en silencio, Daemon imaginó el futuro: 

Un huevo dorado. Una cría rugiendo. Una nueva era. 

El cielo se cubría de nubes finas cuando Daemon volvió a buscar a Rhaenyra. No dijo nada al verla bajar del bote, sólo tendió una mano y ella la tomó sin dudar, subiendo tras él a la montura de Caraxes.

El dragón rojo resopló con una vibración áspera, como si el aire mismo le molestara, pero no se negó. Extendió sus alas con un bufido grave y se alzó de nuevo, mientras Rhaenyra se ajustaba al arnés y rodeaba con un brazo la cintura de su esposo.

Volaron en silencio. La isla diminuta surgió otra vez entre las aguas azul verdoso, como un recuerdo que no había terminado de desvanecerse.

Syrax estaba allí. No se había movido mucho desde la mañana, aunque ahora sus ojos estaban abiertos, atentos, casi desafiantes.

Caraxes descendió lento, pero algo en su vuelo era distinto: sus movimientos más tensos, las alas más rígidas, el cuello arqueado con desconfianza. Cuando sus garras tocaron tierra, soltó un rugido grave, como advirtiendo.

Rhaenyra fue la primera en bajar.

Daemon la siguió de cerca, pero sin interrumpirla. Sabía cuándo debía dar un paso atrás… y este era uno de esos momentos.

Syrax alzó la cabeza. Su mirada dorada se posó directamente en su jinete, y por un segundo pareció reconocerse… y al mismo tiempo dudar.

"Ñuha ābrazȳrys," susurró Rhaenyra con voz suave, la lengua valyria escurriéndose como seda en el aire salado. "Estoy aquí. Mi fuego está contigo. Todo está bien."

Daemon observaba. Fascinado.

Había visto a su esposa luchar contra enemigos, comandar batallas, enfrentar a un consejo lleno de hombres con nada más que su voz. Pero nada lo conmovía tanto como verla aquí, desarmada, hablándole a una criatura capaz de destruirlos con un solo rugido, y lograr que esa criatura bajara la cabeza… y cerrara los ojos.

Syrax se dejó acercar. Lenta, pesada, pero sin agresión.

Rhaenyra alzó una mano y la posó en su hocico.

"No estás sola. Ven con nosotros. Tenemos un nido para ti, uno digno. Ven, muña va a cuidarte."

Daemon tragó saliva.

Caraxes resopló detrás de él, nervioso. Gruñó bajo, las garras raspando la roca volcánica. El príncipe notó cómo la pupila de su dragón se contraía, fija en Syrax. Y no sólo por celos. Era algo más.

Incertidumbre. Instinto.

Algo estaba cambiando, incluso entre ellos.

"Tranquilo, viejo amigo," murmuró, apoyando una mano en el cuello de Caraxes. "Ella no es tu enemiga. Y su fuego… es nuestro."

Syrax soltó un bufido largo, pero fue un sonido distinto: resignado, casi melancólico.

Luego, con una lentitud que parecía antigua, se puso de pie. Las alas se replegaron, el cuerpo más ancho, más denso que nunca.

Rhaenyra dio un paso atrás, pero no por miedo. La estaba guiando.

"Sígueme," dijo con firmeza, aunque sus labios temblaban por la emoción.

Daemon la tomó de la cintura y la ayudó a subir de nuevo a Caraxes, sin dejar de observar cómo su dragón miraba a Syrax con creciente tensión.

"Está raro," murmuró, apenas audible.

"¿Caraxes?" preguntó Rhaenyra.

Daemon asintió.

"Más territorial que nunca. Y no es por mí. Ni por ti. Es por ella."

Rhaenyra no respondió. Syrax se alzaba en vuelo a su lado, más pesada pero aún majestuosa. Y Caraxes rugió, no por rabia, sino por algo más profundo. Algo que Daemon no supo nombrar de inmediato.

Los dos dragones cruzaron el cielo juntos. Uno liderando, firme. Uno obedeciendo, dudando. 

La cueva aún humeaba en algunas partes, el calor del fuego de Caraxes sellando grietas y ablandando la piedra hasta volverla suave al tacto. El interior olía a roca quemada, a sal, a ceniza.

Syrax aterrizó con un aleteo torpe, no por debilidad, sino por el peso que cargaba. Se acercó lentamente, sin rugir, sin bufar. Sólo observó la entrada durante un momento antes de avanzar, guiada por algo que Rhaenyra no dijo en voz alta, pero que Daemon sintió vibrar en el aire entre ambas.

Rhaenyra descendió sin ayuda. El viento enredaba su cabello mientras caminaba con cuidado sobre la piedra tibia, los pies descalzos, la mirada fija en su dragona como si nada más existiera.

“Ñuha ābrazȳrys,” murmuró otra vez, suave, reverente. “Este es tu lugar. Nadie vendrá a tocarte aquí. Lo he elegido yo. Para ti.”

Daemon no dijo nada. Se quedó en la entrada de la cueva, con los brazos cruzados y la espalda apoyada contra la roca aún cálida. Observaba. Y sentía cosas que no tenía nombre para describir.

Syrax se detuvo junto al montículo de pieles que Vance y Ivor habían preparado bajo su supervisión, olfateó con desconfianza, y luego —para sorpresa incluso de Rhaenyra— bajó lentamente la cabeza. Con un suspiro casi humano, se acomodó, rodeándose con sus alas.

Una sola lágrima se deslizó por la mejilla de Rhaenyra. No de tristeza. No de debilidad. Sino de ese poder que sólo conocen quienes han protegido a otro con todo el fuego de su alma.

Daemon sintió que algo se apretaba en su pecho.

Rhaenyra se acercó con cautela hasta que pudo rozar el cuello de Syrax con la palma abierta. No fue un gesto de control. No una orden. Fue cariño puro. Silencioso.

“Vendré todos los días,” le prometió. “No estarás sola. Nunca más. No mientras yo respire.”

Syrax cerró los ojos. Se acurrucó como una madre a punto de soñar.

Y Daemon, que había visto mil batallas, cien muertes y un océano de sangre, se sintió de pronto frágil. Porque ninguna escena lo había herido tan dulcemente como esa: su esposa, hablándole a un dragón como si hablara a una hija perdida.

Caraxes, desde la cima de la cueva, se deslizó con cautela por la pendiente. Sus garras marcaban el suelo con la precisión de una fiera conteniéndose. No rugió. No embistió. Solo se acercó despacio, con el cuello bajo, los ojos abiertos con esa mezcla de curiosidad y otra cosa… algo que Daemon no había visto en él en años.

¿Era respeto?

¿Interés?

¿Instinto?

Pero Syrax lo notó.

Y con un solo bufido, bajo y firme, lo detuvo.

Daemon vio cómo su dragón se tensaba, ofendido. No era un desafío. Pero tampoco una invitación.

Caraxes retrocedió, no con rabia, sino con algo más parecido al desconcierto. Y Daemon entendió que no era sólo que Syrax estuviera anidando. Había más. Un fuego distinto. Una línea invisible que ni siquiera los dragones cruzaban.

Rhaenyra se giró hacia él, como si hubiese sentido el cambio en el aire.

“¿Todo bien?” preguntó, con voz baja, casi culpable.

Daemon asintió, sin moverse. “Sí. Sólo se está poniendo seria.”

Ella caminó hacia él. Sus manos aún olían a Syrax. Sus ojos aún brillaban con la emoción del vínculo. Y cuando se detuvo a su lado, Daemon no pudo evitar rozarle el rostro con los nudillos.

“Eres la única reina que importa,” murmuró.

“Y tú, el único príncipe que conozco que preferiría vigilar un huevo que sentarse en un trono.”

“Si el huevo es tuyo… sí.”

Ella sonrió.

Y detrás de ellos, Syrax se acomodó con un suspiro profundo.

La noche había descendido sobre Isla Prūmia como una promesa de calma, con la brisa marina acariciando las hojas de los árboles y el murmullo de las olas como único eco en los jardines del palacio. Las antorchas ya estaban encendidas, lanzando sombras danzantes sobre los muros de piedra blanca y los manteles de lino ondeaban con suavidad sobre las mesas largas.

Daemon se sentó junto a Rhaenyra bajo la pérgola de jazmines, una copa de vino oscuro en la mano, el cuerpo aún tenso por el vuelo, por la cueva, por Syrax. Pero ella… ella reía.

La mesa no era formal. No esta noche. No con Aegon murmurando sonidos alegres desde los brazos de Catelyn Strong, su mejilla manchada de puré de zanahoria y una gota de baba escurriendo por su barbilla.

“¡Otra cucharada para el jinete de dragones!” exclamó Catelyn con tono grandilocuente, llevándose la cuchara a la boca del bebé, que soltó una carcajada regordeta y aplaudió con manos torpes. La mezcla de zanahoria y baba terminó en la túnica de Anya, que soltó un gritito y buscó un paño entre risas.

Daemon no pudo evitar sonreír ante el caos suave y doméstico.

Pero la sonrisa murió pronto.

Nevan estaba de pie sobre una banca, con una pierna alzada dramáticamente y el laúd en manos. Entonaba una tonadilla valyria ridícula, al menos para sus oídos, pues de Valyria no tenia nada, pero que lograba lo impensable: hacer reír a Rhaenyra con una de esas risas que comenzaban en el estomago y terminaban en los ojos.

"Ñuha dārilaros, ñuha qēlos," canturreaba el bardo, fingiendo una voz demasiado dulce, con un falso vibrato que hacía eco bajo la pérgola. "Con sus cabellos de luna y fuego, y su boca de ruina para todos los reinos..."

Rhaenyra aplaudió suavemente, sosteniendo su copa con una mano, el mentón apoyado en la otra, los ojos brillando con deleite. Aegon chilló de felicidad y comenzó a agitar las piernas. Nevan, al ver que había capturado la atención de ambos, se lanzó en una pantomima aún más absurda: cayó de rodillas y abrazó el aire como si fuera una reina invisible.

"¡Haz que se calle o lo quemo!" pensó Daemon con rabia contenida, sus dedos tamborileando contra la mesa.

No era celos. No exactamente.

Era lo que representaba.

Nevan tenía la risa de su esposa. Tenía el oído de su hijo. Jugaba con palabras como quien afila una daga. Y lo hacía sin haber sangrado ni una sola vez por ellos.

"¿Algo en la comida te molesta?" preguntó Rhaenyra sin mirarlo, pero con esa sonrisa lateral que usaba cuando lo conocía demasiado bien.

Daemon mordió un pedazo de carne y lo masticó con la lentitud de quien considera más violento escupirlo que tragarlo.

“Nada. Todo está delicioso.”

“Entonces deja de mirar al bardo como si estuvieras eligiendo en qué parte enterrarlo.”

Daemon bajó la copa y la miró. “Podría elegir un sitio bonito. Bajo los limoneros. Huelen bien.”

Rhaenyra soltó una risa baja. “Y dejarías a Aegon sin su entretenimiento nocturno.”

“No necesito competencia por su risa,” gruñó.

“¿Ni por la mía?”

Daemon alzó la vista, atrapado por los ojos de su esposa. Había un desafío en ellos. Pero también ternura.

“No,” dijo finalmente. “Pero si tú ríes… que sea por mí. No por un bufón con rulos y laúd.”

Rhaenyra se inclinó hacia él, y le susurró con voz baja, para que ni las damas ni el niño ni el bardo lo oyeran:

“Entonces tendrás que ser más divertido, esposo mío.”

Él sonrió con un filo contenido. “O más peligroso.”

“Eso ya lo eres.”

Entonces Aegon lanzó un chillido emocionado, estirando los brazos hacia Nevan, que había comenzado a cantar una rima absurda sobre dragones que usaban coronas como platos de sopa. Catelyn se levantó para alejarse del salpicón de puré, y Anya tomó al niño, que agitó los brazos como un rey exigiendo su espectáculo.

Daemon observó, masticando sin gusto, mientras Nevan bailaba una vuelta completa y fingía tropezar, cayendo de espaldas sobre el césped.

Todos rieron.

Menos él.

Pero su mirada no era sólo de rabia.

Era la promesa de que Nevan, por muy útil que fuera, tenía los días contados para seguir ocupando ese lugar tan cerca del fuego. Porque Daemon no compartía tronos. Ni dragones.

Y mucho menos, sonrisas.

La habitación aún olía a sal, a piel húmeda, a sexo. La luna se colaba entre las cortinas abiertas, proyectando sombras suaves sobre el dosel de la cama. Fuera, el mar golpeaba las piedras con su canto eterno, y dentro, sólo quedaban sus cuerpos entrelazados, la respiración acompasada… y el calor que aún no se disipaba.

Rhaenyra estaba sobre él, la cabeza apoyada en su pecho, un muslo cruzando sus caderas, el cabello desordenado cayendo como una cortina de seda blanca sobre su torso.

Daemon tenía un brazo tras su espalda y el otro bajo la cabeza, los ojos fijos en el techo tallado de madera negra, donde las vigas formaban formas valyrias.

Ella rompió el silencio.

"¿Por qué no has interrogado a Martyn Florent?"

No fue un reproche. Fue curiosidad pura. La misma que la había llevado a aprender sobre mapas, batallas y venenos cuando era niña. La misma con la que lo había enamorado.

Daemon no respondió al instante. Movió los dedos sobre la curva de su espalda, lento, pensativo.

“Porque aún no está listo.”

Rhaenyra alzó la cabeza para mirarlo.

“¿Qué estás esperando? Nevan ya me contó todo lo que sabe. El tipo tiene las manos demasiado suaves para no haber escrito cartas. Y más de una.”

Daemon asintió, sin desviar la mirada del techo.

“Lo estoy dejando cocinarse.”

Ella arqueó una ceja.

“¿Cocinarse?”

“Sí. Lo he dejado suelto. Vigilado, pero suelto. Tiene un guardia asignado que no lo pierde ni para mear. No lo sabe. O tal vez lo sospecha. Pero cada día que pasa sin que lo llamemos, sin que lo enfrentemos, sin que nadie le diga nada… la presión crece.”

Rhaenyra bajó la cabeza de nuevo y apoyó la mejilla sobre su piel, pero sus dedos dibujaban líneas lentas sobre su abdomen.

“¿Y qué esperas que haga? ¿Confesar?”

“Espero que venga a mí. Voluntario. Que se arrodille. Que sienta que el castigo está a punto de caer y lo evite con obediencia. Si tiene información útil, si tiene algo que valga la pena… lo ofrecerá como moneda antes de que la soga apriete.”

Rhaenyra permaneció en silencio un momento.

“¿Y si no lo hace?”

Daemon giró apenas la cabeza, su perfil marcado por la luz de la luna. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Fría. Precisa.

“Entonces lo haré llamar. Lo ataré a una silla de hierro caliente. Y le sacaré cada palabra con tenazas.”

Ella no dijo nada. No porque estuviera en desacuerdo. Sino porque ya lo sabía.

Daemon alzó una mano y le apartó un mechón de cabello de la frente.

“No hay lugar para los tibios aquí. No en nuestra casa. No en nuestro reino.”

“¿Lo matarías?”

“Si no canta cuando debe, sí.”

Rhaenyra asintió suavemente, sus labios rozando su piel al hablar.

“Y yo que pensé que me casé con un príncipe…”

Daemon soltó una risa grave.

“Te casaste con el fuego. Los príncipes mueren. El fuego no.”

Ella lo besó justo en el centro del pecho.

“Entonces arde por mí. Solo por mí.”

“Lo hago cada día.”

El silencio se estiró, tibio, entre respiraciones lentas.

Y fuera, las llamas de las antorchas parpadeaban con la brisa.

Martyn Florent aún dormía libre bajo ese mismo cielo.

Pero Daemon ya había decidido su destino.

Sólo faltaba que él lo eligiera.

El sol aún no se alzaba del todo cuando Daemon entró al campo de entrenamiento.

Llevaba la camisa abierta, la espada al cinto, y el humor envenenado.

La brisa de la mañana traía olor a hierro. A sudor. A miedo. Justo lo que necesitaba.

Los soldados ya estaban alineados cuando llegó. Algunos con las piernas temblorosas, otros fingiendo firmeza. Ninguno completamente preparado para lo que venía.

Martyn Florent estaba entre ellos.

No al frente. No al fondo. En ese lugar mezquino donde los que dudan se esconden.

Daemon no dijo nada.

Se quitó la camisa, la tiró al polvo, y desenvainó a Hermana Oscura con un sonido que cortó el murmullo como una cuchilla en manteca tibia.

"Hoy no hay instrucciones," dijo finalmente, paseando frente a ellos. “No hay teoría. Hoy, o sobreviven… o no.”

Eligió al más joven. Un muchacho del Valle, apenas mayor que Aegon será en una década. Le lanzó una espada roma sin mirarlo.

“Ven.”

El joven tragó saliva. Dio un paso. Luego otro.

Daemon sonrió.

Cinco golpes después, estaba en el suelo, la espada volando de sus manos y la nariz rota.

“Próximo.”

Otro se adelantó. Esta vez duró más. Tal vez veinte segundos. Una patada en el estómago lo dobló en dos.

Daemon no hablaba. No gritaba. Solo enseñaba. Con acero. Con fuerza. Con una violencia elegante que era más temida que mil discursos.

Cuando acabó con el quinto, Hermana Oscura tenía sangre en la empuñadura. No propia.

Entonces miró a Martyn.

No lo llamó.

No dijo su nombre.

Solo lo miró.

Y siguió caminando.

Florent no se movió.

Se mantuvo en su sitio. Tenso. Dudando.

Daemon lo ignoró de nuevo.

Pero caminó detrás de él más de una vez.

Lo suficiente para que Martyn supiera que era visto.

Que era evaluado.

Que su tiempo estaba contado.

Al final del entrenamiento, Daemon levantó la espada al aire.

“¿Quién aprendió algo hoy?”

Ninguno respondió.

Él sonrió.

“Perfecto.”

Envainó a Hermana Oscura con lentitud. Se giró sin despedirse. Mientras se alejaba, notó el temblor apenas visible en los dedos de Martyn Florent al recoger su arma. El leve retardo en su paso. La forma en que no miraba a nadie a los ojos.

Lo tenía.

A punto.

Y aún no lo tocaría.

No hoy.

Lo dejaría marinar en su propio miedo un poco más.

Porque la verdad más útil… era la que los hombres ofrecían para salvar su propia vida.

La luz del mediodía se filtraba entre los árboles del jardín este, colando haces dorados sobre la hierba recién regada. El murmullo del agua que corría entre las fuentes, el canto de pájaros traídos de Essos, y el lejano rumor del mar componían una melodía que sólo existía en Prūmia: salvaje, libre, intacta.

Daemon cruzó la galería con paso lento, aún sudado del entrenamiento. Había dejado atrás el polvo, la sangre y la disciplina para buscar algo que sólo una persona podía darle.

Y la encontró antes de llegar a la sombra del almendro.

Rhaenyra estaba descalza sobre la hierba, arrodillada frente a una manta de lino extendida bajo un dosel de tela blanca. Aegon estaba en el centro, con el rostro arrugado de concentración, las piernas recogidas bajo su vientre y los brazos agitando el aire como si quisiera volar más que gatear.

A un lado, el dragón gris dormitaba enroscado, una de sus alas abiertas como si quisiera protegerlo. Al otro, Tessarion jugueteaba con una rama caída, mordiéndola con sus fauces diminutas, la cola moviéndose con entusiasmo ridículo.

Rhaenyra reía.

“¡Vamos, pequeño jinete! No te detengas ahora… ¡muéstrale a tu muña de qué estás hecho!”

Aegon soltó un sonido entre gruñido y risa, y se impulsó hacia adelante… sólo para caer de lado con un suspiro frustrado.

El dragón gris emitió un chillido breve, como si también lo animara.

Rhaenyra aplaudió.

Daemon se detuvo en seco, a unos pasos.

La escena lo atravesó como un cuchillo de luz.

Su esposa, tan joven aún, con los pies llenos de pasto, las mejillas sonrojadas por el sol, el vestido simple de lino ceñido con una cinta roja. Su hijo, una criatura platinada entre dragones, probando sus fuerzas en el mundo. Los dos animales más temidos de su estirpe comportándose como gatos guardianes.

Y por un instante, Daemon no supo si estaba soñando.

“Ya casi,” murmuró ella, sin verlo aún. “Eres un dragón. Los dragones no se rinden.”

“¿No?” dijo Daemon finalmente, dejando que su voz quebrara la burbuja.

Rhaenyra giró la cabeza y sonrió.

“No cuando yo los entreno.”

Él se acercó, despacio, como si pisara algo sagrado. Se sentó junto a ella sin decir palabra, y sintió la calidez de su pierna rozar la suya.

Aegon se tambaleó hacia adelante, avanzó una palma… y volvió a caer.

Rhaenyra rió con dulzura y le acomodó el cabello.

“Está cerca. Lo hace mejor cada día.”

“Claro que lo hace,” dijo Daemon, mirando al niño como si lo viera por primera vez. “Mira la madre que tiene.”

Ella le lanzó una mirada de soslayo. “¿Y tú qué haces aquí tan temprano?”

“Me harté de hombres que empuñan espadas sin alma. Necesitaba ver al verdadero fuego.”

El dragón gris se acercó con cautela y empujó el trasero de Aegon con el hocico.

El niño chilló de alegría.

Y entonces, gateó dos pasos.

Reales.

Firmes.

Hacia su madre.

Rhaenyra lo recibió en sus brazos con una carcajada pura, alzándolo al cielo como si fuera una ofrenda.

“¡Lo hiciste! ¡Dragón mío!”

Daemon se quedó inmóvil. Un nudo se formó en su garganta.

No por el niño.

Sino por ella.

Porque verla así, radiante, libre, sin el peso del mundo sobre sus hombros,  era más raro que una tregua entre reinos. Y más valioso que cualquier trono.

Ella lo miró, con Aegon aún en brazos.

“¿Lo viste?”

Daemon asintió, sin voz.

Y por dentro, se prometió que haría arder el mundo si alguien se atrevía a robarles esto.

….

Cada catorce días, el templo de Prūmia se alzaba un poco más. Piedra por piedra, ofrenda por ofrenda. No había torres ni vitrales. Solo columnas talladas con símbolos valyrios, un altar de basalto en el centro y la bóveda abierta al cielo, como si los dioses debieran mirar directamente a sus fieles sin intermediarios.

Era un santuario abierto, circular, de piedra negra, columnas sin ídolos pero talladas con runas antiguas, y un altar central donde ardía una llama que nunca se apagaba.

Daemon estaba allí porque debía estarlo.

Porque la pareja que iba a unirse había pedido su bendición.

Y él, aunque odiaba mostrarse como símbolo, comprendía que a veces, el fuego también debía dejarse ver para infundir respeto. Y esperanza.

A su lado, Rhaenyra irradiaba algo más que poder: irradiaba pertenencia. Con su vestido de gasa oscura y cabello recogido, parecía salida de una pintura tallada en obsidiana.

Daemon la miró un instante, luego alzó la mirada hacia el fuego del altar.

No dijo nada. No rezó en voz alta. Sus plegarias eran suyas. Valyrias. Ancestrales. Sólo Rhaenyra las conocía.

Monterys, con su máscara de oro amarillo, presidía la ceremonia. No predicaba, no sermoneaba. Solo guiaba. Y eso lo hacía tolerable.

La pareja, un joven herrero y la hija de una curandera, se arrodilló con nervios visibles. La llama del altar los iluminaba como si el fuego los eligiera.

"¿Qué juras?" preguntó Monterys.

"Fuego y fidelidad," dijo el joven.

"Fuego y fortaleza," respondió ella.

Daemon extrajo dos monedas de oro de su cinturón. No las mostró con teatralidad. Solo las entregó en silencio a Monterys. Una costumbre que había nacido en Prūmia: cada unión, cada nacimiento bendecido, venía acompañado de una moneda para cada alma en la isla.

No era caridad.

Era pertenencia.

"El fuego bendice a todos los que lo respetan," dijo Monterys. "Y esta casa no olvida a nadie: ni a quienes nacieron aquí, ni a quienes llegaron por mar."

Los soldados comenzaron a repartir las monedas: dragones de oro, uno por persona. Adultos, comerciantes, artesanos, incluso extranjeros recién llegados. Todos.

Incluido Martyn Florent.

Daemon lo vio. Inmediatamente.

Estaba entre la gente. Discreto. Inseguro.

Recibió su moneda de manos de una joven soldado. Dudó apenas una fracción de segundo. Pero para Daemon, fue suficiente.

Ese segundo de vacilación. Esa mirada que no sabía si debía agradecer o devolver el oro.

La culpa.

La grieta.

El principio del fin.

Daemon no reaccionó, no hizo gesto alguno. Sólo entrelazó los dedos frente al fuego y se permitió cerrar los ojos. Solo un instante. Sólo para agradecer en silencio. A su modo. En su lengua.

Rhaenyra se volvió hacia él y rozó su mano.

Él la apretó, sin abrir los ojos.

“Siente la presión,” dijo ella en un susurro que sólo él escuchó.

“Sí,” respondió Daemon. “Y ni siquiera hemos comenzado a hablarle.”

...

El claro estaba bañado en luz cálida cuando la ceremonia terminó.

Los cocineros habían extendido largas mesas de madera bajo árboles adornados con cintas rojas y negras. Los bardos tocaban laúdes y flautas con melodías animadas que hacían temblar las copas de vino. Había olor a carne asada, a frutas dulces, a pan recién salido de los hornos comunales. La gente bailaba descalza sobre la hierba, los más jóvenes giraban en rondas y los niños corrían entre telas colgadas como pabellones.

Y en medio de todo, Rhaenyra reía.

Sentada en un banco de piedra bajo un árbol en flor, con Aegon en el regazo y un trozo de pan en la mano, hablaba con un grupo de mujeres —una curandera, dos esposas de soldados, la madre del herrero que se acababa de casar— como si fueran viejas amigas.

Daemon la observaba a pocos pasos, con una copa en mano y la túnica abierta al pecho. Se sentía más cómodo así, sin corona, sin títulos. Sólo con Hermana Oscura colgando a su espalda y su hijo al alcance de un brazo.

Aegon miraba todo con los ojos muy abiertos. Las cintas, los manteles de colores, las flores que las niñas llevaban en el cabello. Cuando una pareja pasó bailando cerca, soltó un chillido feliz, agitando los brazos como si también quisiera danzar.

Daemon lo alzó con una risa suave, dejándolo montado en su hombro.

“Eso es,” murmuró. “Aprende lo que es la alegría antes de conocer la guerra.”

A lo lejos, Tessarion descansaba en la colina, vigilando. El dragón gris, más tímido, se había escondido bajo la sombra de un árbol cercano, comiendo uvas que los niños le ofrecían sin miedo.

Todo era armonía. Extraña. Rara. Preciosa.

Y justo ahí, en medio de esa dulzura ridícula, Daemon lo vio.

Martyn Florent.

Solo.

No comía. No bailaba. No reía.

Se había acercado por detrás del festival, bordeando a la multitud como una sombra que no quería ser vista. Pero sus ojos estaban fijos en Rhaenyra. En Aegon. En todo lo que jamás sería suyo.

Daemon no lo llamó.

Solo esperó.

Y, como era de esperarse… Martyn se rindió.

Se acercó a uno de los soldados —Ivor, que vigilaba la zona con una copa en mano pero sin distracción en la mirada— y susurró algo.

Ivor asintió. Y vino directamente hacia Daemon, que seguía con Aegon en brazos.

Rhaenyra lo notó. Pero no dijo nada. Solo lo miró. Con esos ojos que lo conocían mejor que nadie.

Ivor no necesitó inclinarse.

“El señor Florent pide audiencia privada, mi Príncipe. Dice que tiene cosas que… ya no puede callar.”

Daemon sostuvo su mirada por un momento. Luego giró la cabeza, observando el claro iluminado por antorchas, el pan compartido, las risas. Rhaenyra acariciaba el cabello de Aegon mientras este reía en brazos de Anya. Los niños bailaban en círculos con cintas rojas atadas a las muñecas. Todo era fuego y música y vida.

“No hoy,” dijo finalmente, sin levantar la voz. “Esta celebración no merece ser interrumpida con verdades tristes. Si ya ha callado por semanas… puede callar un día más.”

Ivor no discutió. Asintió con la discreción de quien entiende la política mejor que la guerra.

“Dile que será recibido mañana, en el primer claro del día. Que traiga todo lo que tenga… o no lo traiga nunca.”

Ivor se marchó sin más.

Rhaenyra se acercó a él con una copa en la mano.

“¿Finalmente?” preguntó con media sonrisa.

Daemon asintió. “Sí. Pero esta noche no lo merece. Esta noche es nuestra.”

Ella bebió un trago lento.

“¿Y si cambia de idea antes del amanecer?”

“Entonces nunca tuvo nada que valiera la pena.”

Y juntos, bajo un cielo limpio de nubes y lleno de estrellas, regresaron al fuego y a la música, como si el veneno de un traidor no acabara de mostrar sus primeras grietas.

Porque incluso los dragones… saben cuándo esperar.

Daemon asintió. “Algunos hombres necesitan una moneda de oro para recordar lo que vale su silencio. Otros… necesitan ver una sonrisa.”

Rhaenyra tocó su brazo.

“¿Y qué harás si no te gusta lo que dice?”

Daemon la miró a los ojos.

“Entonces lo haré cantar por última vez.”

Ella no parpadeó. Solo bebió de su copa.

“Que cante, entonces.”

Y Daemon se giró hacia la oscuridad que aguardaba más allá del festival.

Porque a veces, la luz era la trampa más dulce.

Y el fuego, la única redención.

La celebración había muerto con el fuego de las últimas antorchas, consumidas hasta el hueso. El claro estaba en silencio, salvo por el canto lejano de grillos y el rumor del mar. Las flores que colgaban de los árboles se me mecían como si soñaran con seguir bailando.

En la cámara alta del palacio, Daemon observaba.

No dormía.

Estaba sentado en el lecho, con las piernas estiradas y la espalda contra el dosel. La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por la luz plateada de la luna que se colaba por la celosía abierta.

Y frente a él, como una visión tejida de fuego y sombra, Rhaenyra dormía.

Estaba tendida de lado, una pierna sobre la sábana, el torso envuelto en nada más que una tela fina que se le había escurrido a la altura de las caderas. Su cabello caía en espiral sobre la almohada, y el perfil de su vientre comenzaba a redondearse con esa curva que anunciaba vida. Vida nueva. Vida suya.

Daemon no podía dejar de mirarla.

No como un hombre mira a su esposa.

Sino como un creyente mira a una diosa.

Su cuerpo había cambiado. Lo veía en la forma de su cintura, en el peso sutil de sus senos, en la lentitud con la que se giraba en sueños. Y sin embargo, nada de eso le restaba belleza. Al contrario.

Era la madre de su hijo.

La portadora de su linaje.

La heredera de Valyria y la llama de su existencia.

Se inclinó con cuidado. Acarició con los nudillos la curva de su vientre, apenas un roce.

"¿Eres tú el que la empuja tanto desde dentro?" murmuró, con media sonrisa.

Rhaenyra se removió, soltó un sonido entre dormida y contenta, y sus labios se curvaron como si lo oyera sin despertar.

Daemon se acostó detrás de ella. Acomodó su cuerpo al suyo con la facilidad de quien ha dormido mil noches con la misma silueta entrelazada. Apoyó una mano sobre el vientre, firme. No con deseo, sino con devoción.

“Eres más que una reina,” susurró. “Eres mi templo.”

La noche siguió, tranquila. Las estrellas no parpadeaban. El fuego de la vela murió lentamente. Y Daemon se dejó arrullar por el sonido de su respiración.

El amanecer llegó como una bofetada de oro.

Y con él, el descubrimiento.

Daemon despertó al sentir que algo había cambiado. Abrió los ojos con lentitud, aún abrazando a Rhaenyra por la espalda.

Ella ya estaba despierta, y tenía ambas manos sobre el vientre.

“¿Pasa algo?” preguntó él, adormecido.

Rhaenyra se giró apenas, con una expresión entre asombrada y divertida.

“Mírame,” dijo. “Daemon… mírame bien.”

Se incorporó.

Y entonces lo vio.

Su vientre. Ya redondeado la noche anterior, parecía ahora haber doblado su volumen. Más alto. Más tenso. Más evidente. Como si, durante la noche, el pequeño dragón en su interior hubiera decidido presentarse al mundo.

Daemon parpadeó.

“…eso no estaba así anoche.”

“No,” dijo Rhaenyra, llevándose una mano al costado con una risa sorprendida. “De pronto, desperté y sentí como si algo se hubiera... empujado hacia afuera.”

Él no pudo evitar reír. Era una carcajada ronca, suave, casi incrédula.

“Se botó,” dijo ella.

“Se lanzó al campo de batalla antes de tiempo,” añadió él, acercándose para besarle el vientre.

El dragón gris, desde la terraza, emitió un chillido agudo. Como si también lo hubiera notado.

Rhaenyra se acarició el abdomen con expresión tierna.

Daemon apoyó la frente sobre su piel tibia.

“Es otro varón,” murmuró.

“¿Lo sabes por instinto?” preguntó ella con una sonrisa.

“No,” respondió él, besando su vientre una vez más. “Lo sé porque me está reclamando espacio. Igual que tú.”

Ella rió y lo jaló de la nuca para besarlo, suave.

Y así, con el día apenas despertando y la promesa de un hijo que ya empujaba desde dentro, Daemon Targaryen supo que aún tenía razones para matar. Y aún más, para vivir.

...

El solar compartido era uno de los espacios más extraños de Prūmia.

Grande, abierto, sin muros cerrados. Tenía columnas blancas cubiertas de enredaderas, alfombras sobre piedra pulida, y asientos bajos con cojines tejidos a mano. La brisa entraba libre desde los ventanales altos, y el sol lo bañaba todo con un calor dorado que no llegaba a quemar.

Rhaenyra estaba sentada en una silla de respaldo curvo, un pergamino abandonado a su lado. Daemon se apoyaba en el borde de la mesa, una pierna alzada sobre el banco más cercano, las manos cruzadas sobre la rodilla. Hermana Oscura descansaba contra la pared, dentro de su vaina negra. No la necesitaba para esta conversación.

A unos pasos de ellos, una de las niñas Strong, Daemon no recordaba si era Anya o Catelyn, juraría que habían cambiado de peinado otra vez, jugaba con Aegon sobre una manta de lana suave. El niño reía con una sonaja de madera en la mano, agitando los brazos con fuerza, sus piernas regordetas empujando el aire como si quisiera alzarse.

La imagen era luminosa. Demasiado.

Y cuando Martyn Florent entró, lo notó.

Se detuvo en seco, como si no esperara esa escena. Como si pensara que lo recibirían en una sala oscura, con cadenas y gritos.

Daemon lo observó desde su posición, sin levantarse.

Martyn vestía con sobriedad. No como un prisionero, pero tampoco como un invitado. La túnica gris le colgaba con modestia. Traía los labios apretados y el sudor visible en la línea del cuello.

Rhaenyra le indicó con un gesto que se sentara.

No lo hizo.

“Habla,” dijo Daemon. No fue una orden. Fue un permiso. Frío. Suficiente.

Florent tragó saliva. Su mirada se desvió por un instante hacia Aegon, que soltó un chillido de felicidad al agitar la sonaja con más fuerza.

“Es hermoso,” murmuró.

Daemon no respondió.

“Es la primera vez…” continuó Martyn, su voz más baja, “que veo a un heredero criado por su madre. Con sus manos. Con amor… real.”

Rhaenyra ladeó la cabeza, pero no dijo nada.

¿Como lo habran criado a él… que el amor de una madre es tan extraño?

Florent la miró. Luego a Daemon. Luego al suelo.

“Serví a la reina Alicent durante lunas… y jamás la vi cargar a sus hijos. No en privado. Y las sirvientas decían que ni siquiera cuando eran recién nacidos. Siempre eran otros los que los alimentaban. Los que los mecen. Los que los calmaban.”

Daemon entrecerró los ojos.

“¿Y eso a qué viene?”

“Quiero que entiendan… por qué dudé. Por qué callé. Yo creí que así eran todas las reinas. Distantes. Frías. Devotas a su corona, no a sus hijos.”

Rhaenyra lo miró, serena.

“¿Y qué hizo que cambiaras de idea?”

Martyn alzó la vista. Y por primera vez, sus ojos se veían sinceros. Cansados. Derrotados.

“La forma en que lo miras,” dijo. “La forma en que se ríe contigo. El modo en que lo protegen… sin esconderlo. Lo tratan como a un niño, no como a un símbolo. Y eso es... más real… la Reina, todo lo que hace es por su imagen, incluso los niños… los niños son inocentes.”

Daemon se enderezó un poco.

“¿Viniste a darnos halagos o a contarnos lo que sabes?”

Martyn respiró hondo.

“Vengo a hablar del Otto Hightower.”

El silencio se volvió espeso.

Rhaenyra entrelazó los dedos sobre el regazo.

Daemon lo miró con atención renovada.

Florent tragó saliva.

“Y de lo que está haciendo en Antigua. Entré con facilidad. Soy del Dominio. Hablo como ellos, visto como ellos. Y cuando me presenté como un caballero menor, me recibió con entusiasmo como un soldado para su hogar.”

Rhaenyra lo miraba sin parpadear.

“Otto Hightower tiene ojos en cada torre. Pero la Fe… tiene ojos en cada rincón del Reino, grande o pequeño. No hay sermón que no lleve su veneno. No hay maestre que no haya escuchado los susurros. En Antigua, nadie duda de que Rhaenyra es una usurpadora… porque Otto se ha encargado de asegurarse de que la historia se escriba así.”

Daemon cerró la mano en un puño, lento.

Martyn sacó un pliego doblado. No temblaba.

“Escribí esto con palabras que ellos mismos dijeron. Citas de septones mayores, cartas que no fueron enviadas, pero que leí antes de ser destruidas. El Más Devoto ha hablado con Otto en privado más de una vez. Y hay algo más.”

Se detuvo. Miró a Aegon, que soltó un chillido.

Daemon lo notó. La pausa. La tensión.

“Dilo.”

Martyn alzó el rostro.

“Hablan de ‘restauración’. Pero no de la corona. De la Fe. Dicen que los Targaryen deben pagar por los siglos que Valyria sometió al mundo. Que el fuego no debe gobernar la tierra. Que el Trono debe volver a estar al servicio de los Siete. Quieren una Corona, un Reino, bajo la Fe de los Siete. Los Hightower quieren controlar ambos.”

Rhaenyra entrecerró los ojos.

“Y Otto cree poder lograr eso… coronando a su nieto.”

“Sí. Y usando a la Fe como brazo político.”

Daemon se puso de pie.

Aegon rió con fuerza al ver a su padre alzarse, como si lo reconociera como una señal.

Daemon no sonrió.

No somos una casa más. No somos una familia más del reino. Somos sangre de dragón, no somos tan fáciles de derrotar.

Miró a Martyn con dureza.

“¿Y por qué nos dices esto ahora ?”

Martyn no vaciló.

“Porque vi a la Princesa cargar a su hijo. Vi al Príncipe compartir el pan con su gente. Y recordé por qué juré lealtad. Porque ustedes no son una ilusión de poder. Son reales. Son fuego. Los Hightower buscan poder… ustedes son poder.”

Daemon lo estudió un largo momento. Luego miró a Rhaenyra.

Ella asintió apenas. Nos será útil, solo hay que mantenerlo cerca, donde podamos vigilarlo.

Daemon volvió a sentarse.

Se le quedo viendo, analizando su postura, su mirada… Luego asintió, él sabe más… el vio algo…

Daemon lo supo. “Habla.”

Martyn se mantuvo de pie frente a ellos, las manos unidas tras la espalda como si el gesto pudiera contener la vergüenza, mientras seguia hablando.

“Al principio… creí que Otto era el centro de todo. El titiritero. Controlaba a la Fe, manipulaba a los maestres, compraba lealtades con oro viejo del Dominio. Pero mientras más observaba… más me di cuenta de que no era sólo él.”

Daemon no dijo nada. Solo se inclinó un poco hacia adelante.

Martyn continuó.

“La Fe envía septones a todos los rincones del reino. Pueblos pequeños, aldeas pesqueras, fortalezas menores. A simple vista son curas humildes. Devotos. Pero todos repiten los mismos sermones.”

Rhaenyra alzó una ceja. “¿Qué clase de sermones?”

“Hablan del fuego como corrupción. De los dragones como castigo. Dicen que Valyria cayó por su soberbia… y que los Targaryen, por sobrevivirla, son su herencia maldita. Los niños crecen escuchando que el trono de hierro fue robado por herejes alados.”

Daemon entrecerró los ojos. “Y los maestres.”

Martyn asintió con lentitud. “Ellos no predican, pero enseñan. Reescriben. Vi cómo corregían textos antiguos. Omitían versos sobre Aegon el Conquistador. Minimizaron a Rhaenys y Visenya. Y los sueños de Daenys la Soñadora… eran llamados ‘supersticiones primitivas’ y le enseñan todo esto a los niños… a los futures Señores del Reino.”

Daemon se puso de pie, sin apartar la mirada de Martyn.

“¿Y cuándo decidiste cambiar de bando?”

Martyn bajó la mirada un instante.

“Cuando serví a la reina Alicent. Tres lunas estuve a su lado. Al principio, creí que era inocente. Que era una mujer atrapada entre bestias.”

Se humedeció los labios.

“Es… fácil creerlo. Tiene los ojos grandes. Habla con dulzura. Camina como si el mundo la aplastara. Me hizo pensar que todo lo que se decía de ella era exagerado.”

Rhaenyra no cambió de expresión. Pero Daemon vio el destello en sus ojos.

Martyn siguió.

“Quise protegerla. Lo confieso. Quise creer que era distinta. Que solo necesitaba una mano leal.”

Se detuvo. Respiró hondo.

“Ella… no era como me la imagine, Princesa, la Reina esta en mal estado, debil, sola… la gente de la Corte se burlan y critican. Su padre, Otto Hightower, la alaba como si fuese una mujer astuta y politica, lista para servir a su causa… pero me encontre con algo diferente una vez que llegue a su servicio..”

Rhaenyra habló por primera vez, su voz afilada. “¿Y entonces porque estas aquí?”

Martyn sostuvo su mirada. Ya no temblaba.

“Me ordeno matar a un hombre solo por cantar… lo que decía no era amable, pero no merecía la muerte…”

Tragó saliva.

“Y dude, intente seguir sus ordenes… pero dude.”

Daemon se acercó un paso. Sus botas hicieron crujir el mármol bajo sus pies.

“¿Y?”

Martyn sostuvo la mirada. “Ryger aparecío esa misma noche, partimos al día siguiente…”

El silencio cayó como una campana.

Y entonces Martyn añadió, con voz baja:

“Cuando lo entendí… ya era tarde para disculpas. Solo me quedaba seguir, seguir adelante… el bardo… Nevan, él me ha estado contando un poco más de la verdad de la Reina, pero nada de lo que dice coincide con lo que vi.”

Daemon lo observó por un largo momento.

“Porque te desviaste de tu camino. Hay gente dentro de la Fortaleza cuyo trabajo es mantener a la Reina así, docil, debil, que deje de causar daño. No es tu lugar cuestionar su estado, tu lugar era escuchar los planes de los traidores.”

Rhaenyra no habló.

Solo se puso de pie… y recogió a Aegon de la manta, como si el calor de su cuerpo fuera la única verdad que valía la pena conservar.

Daemon decidio que era suficiente. Podía sentir la inquietud de su sobrina, sentir su incomodidad.

“Bien. Mañana escribirás cada palabra. Nombre por nombre. Lugar por lugar. Y si omites algo, te arrepentirás de haber nacido en el Dominio.”

Martyn asintió.

Y se retiró con la cabeza alta. No como un traidor redimido. Sino como un soldado que finalmente había cumplido su misión.

La terraza alta estaba bañada por la luz suave del crepúsculo. El sol, casi vencido por el horizonte, teñía de rojo las columnas de mármol y proyectaba sombras largas sobre los jardines que se extendían más allá del patio interior.

Rhaenyra se había quitado los zapatos. Caminaba lentamente sobre la piedra caliente, copa de jugo en mano, mientras Daemon permanecía apoyado contra la baranda, brazos cruzados, el mentón bajo, la mirada clavada en las antorchas encendidas abajo.

Entre ambos, sobre la mesa baja de piedra volcánica, yacía el pergamino de Martyn Florent. Plegado. Ya lo habían leído. Ya lo habían memorizado. Ya pesaba más que el vino.

“Está ocurriendo más rápido de lo que imaginamos,” dijo Rhaenyra al fin, con voz baja. “No es sólo Otto. Es la Fe, es la Ciudadela… es la forma en que enseñan a los niños a odiarnos sin decir nuestros nombres.”

Daemon asintió, sin mirarla.

“Ya sabíamos parte de esto,” dijo, sin necesidad de nombrar el contenido.

“Pero no la escala,” respondió ella, sin levantar la vista. “No cuántas voces repiten lo mismo. Cuántos labios predican el mismo veneno.”

Él tomó el pergamino de sus manos. Lo leyó otra vez en silencio, buscando detalles entre las líneas ya conocidas.

“Y no cuán coordinado está todo,” murmuró. “No sólo Otto. No sólo la Fe. También los maestres. Los textos. El lenguaje mismo.”

“Martyn nos confirmó lo que temíamos. Pero lo que no sabe es cuánto ya hemos hecho.”

“Ya hemos enviado a tres,” murmuró ella.

“Sí.”

Daemon se irguió. Su voz no era tensa, era meticulosamente contenida.

“Nariah Vaelonys está en el corazón del Dominio, sirviendo como criado en el propio hogar de los Hightower. Se ha ganado su lugar fingiendo humildad. Escucha más de lo que hablan… y mucho más de lo que callan.”

“Es fuerte,” dijo Rhaenyra. “Y no tan joven. Puede resistir la tensión. Aún no ha pedido salir.”

Daemon giró para verla.

“Seron Thalarax… es otra historia. Es un niño, Rhaenyra. Uno con fuego en el pecho, pero niño al fin. Si lo descubren entre los septones, no lo castigarán. Lo usarán. Lo convertirán.”

“Por eso tiene que resistir,” respondió ella con firmeza. “No para traer información. Para ser el gusano que envenena desde dentro. Su fe los confundirá.”

Daemon la estudió un momento, y luego asintió.

“Y Lunar Var…” añadió, “ya se ha infiltrado en la Ciudadela. Avanza rápido. Tiene un don para hacerse querer. Casi demasiado. Eso me preocupa.”

“Él sabe lo que está en juego. Y su mente funciona de otro modo. Es conocimiento puro. Le importa más entender que sobrevivir.”

“El tipo de aliado que puede romper un imperio… o desaparecer entre sus ruinas,” murmuró Daemon.

Rhaenyra volvió a llenar su copa. No bebió. Solo observó el jugo oscilar.

“¿Crees que debemos enviar a alguien más?”

Daemon dudó. No por falta de decisión, sino porque sopesaba más posibilidades de las que quería nombrar.

“No podemos darnos el lujo de perder más. Si Nariah falla, la casa Hightower lo sabrá todo. Si Seron cae, la Fe tomará su rostro como ejemplo. Y si Lunar es descubierto… la Ciudadela sabrá que ya no son los únicos guardianes de los libros.”

Rhaenyra caminó hasta él. Le entregó la copa. Daemon la tomó, pero no bebió.

“Entonces no mandaremos a uno más,” dijo ella. “No aún. Pero tampoco nos quedaremos quietos.”

“¿Qué propones?”

“Esperaremos,” dijo. “Y mientras tanto, prepararemos lo único que los maestres y septones no pueden falsificar.”

“¿Qué?”

“Memoria,” murmuró él. “Y fuego.”

“Nosotros hablamos con fuego,” dijo Rhaenyra, con amargura. “Ellos enseñan con tinta y tiempo. Y la tinta… cala más profundo.”

Daemon asintió, lento.

“Tal vez la tinta sea más permanente . A largo plazo. ¿No es por eso que insistes en tener nuestros propios escribas?”

“Lo hago. Lo sé.” Ella suspiró. “Pero a veces me siento impaciente. Sé que el juego es largo, que requiere tiempo… pero a veces solo quisiera quemarlo todo.”

“Te lo he ofrecido.” Su voz era baja, firme. “Podríamos ir. Tú y yo. Con nuestros dragones… bastaría.”

“No quiero dejarle un legado de sangre y ceniza a Aegon,” dijo Rhaenyra, apenas audible. “No seremos los villanos de la historia…”

“Si nosotros la escribimos…”

“Cuando la Larga Noche llegue,” lo interrumpió, “el Reino debe estar unido. Preparado. Aegon el Conquistador lo supo. No había tiempo que perder. Si vamos a la guerra ahora… la gente no confiará en nosotros. Necesitamos más que solo dragones.”

Daemon la miró un largo momento. Sus ojos eran brasas que no parpadeaban.

“¿Y qué más necesitamos?” preguntó. “Ya tenemos soldados. Dragones. Tierra. Lealtad en silencio.”

“Fe,” respondió ella. “No hablo de dioses… hablo de que crean en nosotros. Que, cuando los bardos canten lo que hicimos, la gente no baje la mirada avergonzada.”

“¿Y qué si no hay tiempo para eso?” replicó él. “¿Qué si el invierno llega antes de que logres convencerlos de que no somos monstruos?”

Rhaenyra no respondió de inmediato. Se levantó, caminó hasta el borde de la terraza, donde el mar se abría como un espejo negro.

“Entonces tendré que convencer a sus hijos,” dijo. “Y si tampoco es suficiente… que los nietos hereden un mundo más preparado del que recibimos.”

Daemon se acercó por detrás, colocó las manos en su cintura.

“No eres como ellos,” murmuró. “Ninguno de ellos tiene visión para algo que no pueda tomar por la fuerza.”

“Yo sí,” dijo ella. “Porque no vine a tomar el Reino. Vine a reconstruirlo . Y aún no somos los suficientemente fuertes, tienes razón al decir que la Corona necesita su propio ejercito permanente. Necesitamos ser una fuerza invencible cuando regresemos, Daemon… no arriesgare a mis hijos, peleare…”

“Y yo a tu lado.”

“Pero mis hijos no.”

“No criare cobardes, Rhaenyra.”

“Y si alguno esta en la edad en la que sabe empuñar una espada y monta un dragón, no lo detendre… pero no tendre niños peleando, no por mi.” 

No de nuevo.

Hubo silencio.

A lo lejos, uno de los dragones menores rugió bajo. Quizá Tessarion. O quizá la tierra misma respirando.

Daemon apoyó la frente en su hombro, sus labios apenas rozando su cuello.

“Entonces dame las órdenes, Rhaenyra. Yo destruiré lo que deba caer… pero tú dime cuándo.”

Ella lo tomó de la mano.

“Lo haré… no será pronto, pero en cuanto decida cuando regresaremos, te lo dire. mientras tanto, hay que prepararnos tanto como podamos…”

“Y vivir, mi amor, no vamos a pausar nuestras vidas.”

“Lo se, lo se…” Rhaenyra acaricio su vientre abultado, la vida que crecía dentro, inundandolos de esperanza tanto como los ojos vivaces de Aegon. “No lo haremos.”

Ellos no ganaran… pero tampoco me robaran la vida al temerles u odiarles.

La noche seguía viva sobre Prūmia, pero el viento había cambiado. Traía olor a mango maduro, a incienso apagado y a madera húmeda. Daemon se recostó contra la baranda de piedra, brazos cruzados, mientras observaba a Rhaenyra trazar con el dedo una línea invisible sobre la copa que no bebía. Aegon dormía en la habitación contigua, y la charla ya había abandonado el tono militar.

Ahora hablaban del fuego.

Del verdadero.

“Cormon ha enviado una carta,” dijo Rhaenyra, sin alzar la vista. “Pocas palabras. Pero claras.”

Daemon giró levemente la cabeza. “¿Zarpa?”

Ella asintió.

“Dice que Lord Bartimos ha cumplido su palabra. Lo protege con hombres y silencio. Nadie lo nombra en público, pero todos saben que está allí. En los mercados, comienzan a dejarle fruta. En los puertos, le preguntan por los dioses del fuego.”

Daemon soltó un resoplido corto, mitad burla, mitad respeto.

“El Dominio... tan pronto te ahorcan por rezar diferente como se arrodillan por una promesa de calor.”

“Zarpa no es el Dominio,” murmuró Rhaenyra. “Es una isla. Las islas piensan diferente.”

Daemon asintió, recordando las tierras que conquistó por mar. Las cosas que se entienden mejor con brisa salada en la cara.

“El templo crece,” continuó ella. “Ya no es una choza. Han tallado un altar. Terion, el muchacho que le acompaña, consiguió piedra volcánica de un comerciante lyseno. La está apilando a mano.”

Daemon dejó escapar una sonrisa que no mostró dientes.

“¿Ese es el entusiasta? El que quería recorrer el mundo y aprendérselo todo.”

“El mismo,” dijo Rhaenyra. “Dice que Zarpa le parece un buen comienzo.”

Daemon observó el cielo, aún sin estrellas. “¿Y predican?”

“Cormon lo hace con cuidado. Sin símbolos, sin nombres antiguos. Solo habla de fuego. De verdad. De sangre honesta.”

“¿Y la gente escucha?”

Rhaenyra lo miró por fin. “Más de lo que pensábamos.”

Hubo un momento de silencio. Daemon jugó con la hebilla de su cinturón, pensativo.

“No sé qué me incomoda más… si la rapidez con la que crecen los templos enemigos, o la posibilidad de que el nuestro comience a parecerse.”

“¿Temes volverte como ellos?” preguntó Rhaenyra, sin tono de burla.

“Temo que olvidemos por qué empezamos esto,” respondió él.

Ella se levantó, caminó hasta él y le tomó la mano.

“No se trata de que crean en nosotros. Se trata de que recuerden de dónde venimos. Que cuando hablen del fuego, no lo confundan con castigo. Sino con promesa.”

Daemon la miró, y por un segundo pensó que no necesitaba templos ni altares. Solo esa mano sobre la suya. Ese fuego que sí entendía.

“Cormon no necesita que le demos órdenes,” murmuró. “Solo que lo protejamos mientras crece.”

“Lo estamos haciendo.”

“Y si la Fe reacciona…”

“Entonces reaccionaremos más fuerte.”

Daemon asintió, apretando la empuñadura invisible de lo que aún no llegaba.

Y mientras la brisa pasaba entre ellos como un presagio, supo que en Zarpa, bajo ese altar nuevo, había una chispa encendida.

Y si alguien intentaba apagarla… Daemon mismo soplaría para avivarla en incendio.

El sol aún no alcanzaba su punto más alto, pero la brisa marina ya olía a fruta cortada y a pan caliente. El desayuno había sido dispuesto en la galería sur, donde el mármol aún guardaba el frescor de la noche. Las bugambilias trepaban los arcos, y la luz del día se colaba entre ellas en haces rojizos.

Daemon partía un trozo de pan con los dedos mientras Aegon, sentado sobre su regazo, intentaba capturar un higo con sus manos torpes. El niño chilló cuando el fruto resbaló y cayó al suelo. Catelyn, atenta a unos pasos de distancia, reprimió una risa.

Rhaenyra, con el cabello suelto y aún húmedo, bebía leche tibia con dátiles, sin prisa, observando a su esposo y su hijo como si cada gesto de ambos fuera algo que deseara memorizar.

“Es rápido,” murmuró ella, viendo a Aegon tirarse hacia el siguiente plato.

“Es terco,” corrigió Daemon. “No suelta lo que quiere. Ni siquiera si lo pierde.”

“Como su padre,” dijo Rhaenyra, llevándose otro dátil a la boca.

Daemon le dedicó una mirada con filo, pero sin mordida.

Estaban en paz.

Por una mañana, al menos.

Hasta que el sonido de pasos apresurados sobre la piedra los interrumpió.

Un joven soldado, con su capa roja, se detuvo a tres pasos de la mesa. No jadeaba. Pero se notaba que venía de moverse rápido.

Rhaenyra lo miró de reojo, sin levantarse.

Daemon no cambió de expresión. Solo le entregó a Aegon a Catelyn y se puso de pie con un solo movimiento.

“Habla.”

El soldado se cuadró.

“Mi Príncipe. El vigía de la torre oeste informa que al amanecer se avistaron seis barcos con estandartes negros, sin símbolos visibles al centro... pero con el marco rojo. Están navegando en formación triangular. No parecen mercantes.”

Daemon lo miró, sin parpadear.

“¿A cuánta distancia?”

“El vigía estima que, si no cambian su curso ni velocidad, podrían llegar al atardecer.”

Rhaenyra se enderezó suavemente.

“¿Bandera negra con borde rojo?”

Daemon asintió para sí. “La nuestra.”

“¿Quién podría atreverse a izarla sin avisar?”

El soldado dudó.

“No sabemos aún si vienen en paz.”

Daemon alzó la mano, cortando el hilo.

“Prepara a los jinetes. Que Caraxes me espere en la cornisa. Y envía aviso a los vigilantes del Puerto. No quiero pánico… pero tampoco quiero que nadie duerma.”

“Sí, mi Príncipe.”

El soldado se marchó tan rápido como llegó.

Daemon se giró hacia su esposa.

Rhaenyra ya estaba de pie.

“¿Crees que es una provocación?”

“Si lo es… es una muy educada.”

“¿Y si no?”

Daemon caminó hacia su espada.

“Entonces es algo más peligroso: una amenaza.”

Se volvió, los ojos afilados.

“Nos lo dirán al atardecer.”

El cielo había comenzado a arder en tonos dorados cuando Daemon montó a Caraxes y ascendió sin más aviso. Las garras del dragón arañaron la piedra de la cornisa al despegar, y los vigías se apartaron con rapidez, acostumbrados ya al rugido del Príncipe.

Volaron alto, siguiendo la costa hasta que el perfil de los seis barcos emergió del horizonte.

Velas negras.

Bordes apenas rojos, como si hubieran absorbido sangre antigua.

Y al centro, en cada una, el emblema del dragón de tres cabezas.

Nada más.

Daemon entrecerró los ojos. No eran naves de guerra. Ni galeras del comercio común. Tampoco mostraban señales de apuro o evasión. Avanzaban con ritmo firme, como si supieran a dónde iban… y a quién buscaban.

El dragón descendió lo justo para permitirle observar más de cerca. Las cubiertas estaban llenas, pero no de hombres armados. No había catapultas, ni ballestas. Tampoco silencio. Se movían cajas, rollos cubiertos, cofres cerrados con cadenas.

Caraxes bufó, inquieto, al pasar sobre el mástil de la primera nave.

Daemon lo sintió también: algo antiguo. Algo denso.

No bajó.

No preguntó.

Volvió a Prūmia de inmediato, en silencio.

Para el momento en que las naves tocaron puerto, el cielo ya había comenzado a teñirse con los primeros tonos violáceos del crepúsculo. Las primeras órdenes ya habían sido dadas. El puerto estaba asegurado. Soldados flanqueaban la zona, sin armas desenvainadas pero atentos.

Daemon llegó caminando, con el cabello aún sacudido por el vuelo. Vio a los primeros estibadores acercarse, y a los soldados comenzar la inspección.

La primera caja fue bajada con sumo cuidado.

Un sargento rompió los sellos y alzó la tapa.

Daemon se acercó justo cuando los guardias retiraban la tela que cubría el interior.

Libros.

Docenas de ellos.

Manuscritos valyrios. Tratados encuadernados en piel. Algunos con letras metálicas fundidas en las cubiertas. Y no sólo eso: cofres con joyas oscuras, telas bordadas con hilos de plata, y cajas selladas con monedas de oro.

Daemon frunció el ceño.

No era botín.

Era ofrenda.

Un capitan se acerco y le entrego una pequeña caja de madera. Dentro, un pequeño cilindro de bronce con un mensaje enrollado.

Daemon lo tomó.

Rompió el sello sin ceremonia.

Lo leyó de pie, bajo la luz dorada del ocaso.

"Para mi Princesa y su consorte,
Desde Volantis, con respeto.
Los mercados se abren más fácilmente al fuego que al oro.
Considerad esto un primer paso.
Vuestro aliado,
Laenor Velaryon."

Daemon parpadeó una vez.

Y luego sonrió.

Con esa sonrisa suya: afilada, torcida, peligrosa.

Se volvió hacia el palacio sin decir palabra.

Solo dijo a un oficial: “Despierten a Monterys. Esto lo emocionara.”

Y con paso largo, cruzó la galería hacia los jardines.

Rhaenyra tenía que enterarse.

Daemon no se quitó el polvo del viaje. Ni se anunció.

Cruzó los corredores del palacio como una ráfaga controlada, dejando a su paso el eco de sus pasos y el temblor de los tapices. Subió la escalera de piedra de dos en dos, giró la esquina del solar, y empujó la puerta sin tocar.

Rhaenyra estaba sentada frente a una mesa de mármol, revisando un rollo junto a Ophelia y una de las sanadoras más jóvenes. Un cuenco de agua con pétalos flotaba cerca. Aegon dormía en su cuna, envuelto en seda azul.

Daemon se detuvo solo un segundo, el pecho aún agitado del vuelo… y de la emoción.

Rhaenyra lo miró al instante, alzando una ceja. No preguntó. Esperó.

“Barcos,” dijo él, aún de pie. “Seis. De Volantis.”

Ella dejó el rollo a un lado. “¿Problemas?”

“No. Regalos.” Daemon avanzó, y su sonrisa era la de un niño que encuentra un mapa del tesoro. “De Laenor. Y no sólo oro ni telas. Libros, Rhaenyra. Libros valyrios . Tratados perdidos. Cartas con sangre aún en los márgenes. Copias antiguas que no he visto ni en Rocadragón.”

Ella se enderezó lentamente, ahora sí interesada.

“¿Cuántos?”

“Cofres enteros,” dijo él, acercándose más. “Y no sólo eso. Joyas, instrumentos rituales, telas bordadas con runas del Feudo Franco. Y oro. Oro suficiente para financiar dos templos como el de Monterys.”

“¿Y por qué ahora?”

Daemon alzó un pergamino doblado. Lo dejó frente a ella.

“No hay amenaza. Ni disculpas. Solo esto: 'Considerad esto un primer paso'.

Rhaenyra leyó la nota en silencio. Luego alzó los ojos.

“Laenor, por fin, haciendo algo útil.”

Daemon soltó una risa breve.

“Más que útil. Esto... esto es lo que soñamos. Crear no sólo una corte. Sino una casa de fuego. Un legado.”

Se giró hacia el ventanal, los brazos abiertos.

“¿Te imaginas, Rhaenyra? Nuestros hijos aprendiendo de estos libros. Nuestros acólitos rezando con palabras auténticas. Nuestras vestiduras… como las que llevaban los sacerdotes de Valyria antes del desastre.”

Rhaenyra se puso de pie y caminó hacia él.

“¿Lo viste tú mismo?”

“Cada caja. Toqué el cuero. Leí las primeras líneas. No son imitaciones.”

Ella le tomó el brazo.

“Entonces tendremos que agradecerle. Como corresponde.”

Daemon asintió.

“Sí. Pero antes... quiero que lo veas tú. Con tus propios ojos.”

Rhaenyra sonrió, y en su mirada se encendió ese fuego compartido que no necesitaba idioma.

Las antorchas ya habían sido encendidas cuando las primeras cajas llegaron a la biblioteca.

Daemon estaba ahí para recibirlas.

Vestía sin capa ni espada, pero con el rostro iluminado por una energía difícil de esconder. Caminaba entre los estantes aún a medio llenar como un general recorriendo las torres de su fortaleza recién tomada.

“Esa, allí,” indicó, señalando una estantería vacía de madera oscura. “Nada encima. Que respire. Y si vuelves a poner un cofre sobre pergaminos, te lo haré comer con las manos atadas.”

El joven que cargaba la caja palideció y corrigió el rumbo de inmediato.

Rhaenyra observaba desde la galería interior, el cabello recogido con horquillas negras y doradas. Aegon estaba dormido arriba, pero ella había bajado. Porque sabía que esto… esto era importante para él.

A su lado, Monterys ya examinaba con guantes las primeras piezas: un tratado sobre las antiguas prácticas funerarias valyrias, un fragmento de un mapa grabado en obsidiana, y un códice completo de himnos al dios del Segundo Fuego.

Daemon se acercó a uno de los cofres recién abiertos. Lo miró como se mira a un huevo de dragón recién eclosionado. Rozó con los dedos el lomo de un volumen cubierto en cuero escarlata. Las letras grabadas eran valyrias, aunque la caligrafía era arcaica. Casi olvidada.

“¿Sabes qué es esto, Monterys?”

El sacerdote lo tomó con las manos como si sostuviera un recién nacido.

“La letanía de los Dioses,” murmuró. “No creí que aún existiera una copia entera.”

Rhaenyra se acercó, en silencio.

Daemon la miró.

“Esta estantería será para textos sagrados,” dijo. “Lo que quede de la fe original. Nada de mezclarlo con heráldica o tratados de guerra.”

“¿Estás clasificando ya?” preguntó ella, sonriendo con los ojos.

“Estoy construyendo un templo más duradero que cualquiera con piedra,” replicó él, sin ironía.

Uno de los capitanes de los barcos se acercó entonces, con la ropa aun arrugada por el viaje.

“Mi Príncipe. Mi Princesa.” Hizo una reverencia breve. “Todo lo que veis… fue recuperado de las mansiones, revisamos cada habitación, sala e incluso los sotanos. De los lores que se alzaron contra el fuego. Volantis no conserva nada. Todo lo que se encuentra… se envía aquí.”

Daemon se giró por completo.

“¿Esto vino del saqueo?”

“De la restitución,” corrigió el capitán con respeto. “Cada caja tiene el nombre del lord al que pertenecía. Y un sello de quién evaluo su casa.”

Rhaenyra lo miró con sorpresa sutil.

Daemon soltó una risa seca, de pecho.

“Laenor se está redimiendo.”

El capitán inclinó la cabeza. “Él dijo que no había castigo mejor que borrar sus nombres… y dejar que sus bienes sirvan a la sangre que debía heredarlos.”

Monterys murmuró algo en valyrio bastardo.

Daemon no lo escuchó.

Daemon se quedó quieto junto a la columna central de la biblioteca mientras los sirvientes descargaban más cajas, algunos con el ceño fruncido al cargar rollos más pesados que espadas. Pero él no los miraba.

Miraba a Rhaenyra.

Ella estaba de pie ante una estantería recién llena, pasando los dedos por los lomos como si acariciara recuerdos que aún no tenía. Tomó un tomo delgado, de encuadernación azul oscuro y grabado en rojo profundo. Lo abrió apenas, olió el interior, y sonrió.

Daemon no podía apartar la mirada.

Su reina, bajo las antorchas, rodeada de volúmenes que casi ningún reino recordaba. Vestida de negro y rojo, con los ojos encendidos como cuando volaba.

Así debía ser recordada, pensó. Entre llamas y palabras.

Entonces escuchó voces en el corredor.

Un grupo de cuatro hombres entró cargando un rollo enorme, envuelto en una tela de lino crudo. Lo depositaron con cuidado sobre la mesa del centro, entre Monterys y Rhaenyra.

Daemon se acercó justo cuando uno de ellos retiraba las amarras.

El lino cayó al suelo.

Y la biblioteca pareció contener el aliento.

Era un tapiz antiguo, de más de tres varas de ancho, tejido en hilos de oro pálido, negro, escarlata y tonos de púrpura desgastado. La escena representaba un círculo de figuras con túnicas ceremoniales. En el centro, una mujer alzaba los brazos hacia un cielo dividido: una mitad bañada en fuego, la otra en estrellas.

A su alrededor, criaturas aladas se enroscaban entre columnas, y en los bordes inferiores, los símbolos de las catorce llamas estaban tejidos con una precisión imposible para manos ignorantes.

Monterys se acercó de inmediato. Tocó el tapiz sin miedo, pero con reverencia.

Susurró algo en valyrio antiguo, con los ojos muy abiertos.

“Esto…” dijo con voz baja, “es una ceremonia del Equinoccio de Otoño.”

Daemon giró la cabeza, lentamente.

“El equinoccio,” repitió. “¿Está seguro?”

“Sí,” afirmó el sacerdote. “Del equinoccio de otoño. Valyria lo celebraba como la noche en que la llama y la sombra se reconcilian. La última luz cálida del año… la ofrenda del fuego antes del frío.”

Rhaenyra se acercó con un gesto casi devocional.

“¿Y cuándo es?” preguntó ella en voz baja.

Monterys respondió sin girarse. “No lo sabría, Princesa… cuando el viento empiece a enfriar, los días a acortarse..”

Daemon miró el rostro de su esposa. Había emoción en sus ojos. Emoción real. No por la política. No por la guerra. Por la historia. Por pertenecer.

Él dio un paso y se colocó a su lado.

“Cuando se acerce… lo celebraremos.”

Ella lo miró.

“¿Aquí? ¿En la isla?”

Daemon asintió. “Como lo hacían los antiguos. Con fuego, música y palabras. Y con todos los nuestros alrededor. Ya no sólo vamos a guardar estas reliquias. Vamos a vivirlas.”

“Pero no sabemos cuanto falta… y yo…”

“Entonces podemos celebrar un festival, aparecen en varios tomos, debemos ver que celebración se acerca y festejarlo…”

Rhaenyra sonrió, suave.

Y en ese instante, Daemon supo que lo que estaban construyendo no era solo un refugio ni un reino escondido.

Era una cultura renacida.

Una llama que el mundo creía extinguida.

Y por un momento, mientras la luna se alzaba sobre Prūmia y las riquezas de Valyria tocaban su costa de nuevo, Daemon Targaryen se sintió no como un príncipe exiliado… sino como el arquitecto de un imperio renacido.

Caja tras caja, observó cómo ingresaban a su hogar.

Los cofres eran arrastrados con cuidado, como si contuvieran fuego vivo. La biblioteca ya estaba colmada. El nuevo ala, aún sin nombrar, se abría como una extensión natural de su voluntad.

Daemon, con las manos cruzadas tras la espalda, caminaba por el pasillo mientras los soldados descargaban más reliquias. Cada crujido de madera, cada chasquido de hierro al abrir un cerrojo, era música.

Un sargento se acercó, aún con las botas manchadas de sal y sudor.

“Mi Príncipe… también hay joyas,” dijo con cautela. “Muchas. Algunas pequeñas. Pero las más finas y valiosas… fueron guardadas aparte. Según la orden que se nos dio en Volantis.”

Daemon asintió lentamente.

“¿Dónde están?”

“En la cámara baja, todavía selladas. Pero limpias, en cofres de seda.”

Daemon pensó un momento. Luego hizo un gesto.

“No las dejen allí. Llévenlas al salón de los tapices. Despejen los muebles del lado oeste y comiencen a exhibirlas. Bien separadas. Luz suficiente. Que se vean.”

El sargento dudó, pero asintió.

“¿Todas, mi Príncipe?”

“Todas. Las más notables, al centro.”

Se giró un poco, su tono más bajo:

“Quiero elegir algunas para mi esposa. Las otras… las evaluaremos con calma. Algunas servirán como símbolo. Otras como moneda. Y unas pocas… deben quedarse aquí. Permanecer.”

El soldado se inclinó y partió con rapidez.

Daemon se quedó unos instantes más, observando cómo el brillo del oro viejo y la obsidiana pulida comenzaban a llenar los pasillos. No como trofeo.

Como legado.

Como prueba de que no todo lo que se hereda viene de una corona.

Las joyas estaban extendidas sobre la mesa larga del salón contiguo a la biblioteca, sobre paños oscuros que resaltaban el brillo de cada piedra como si acabaran de nacer del fuego.

Daemon avanzaba entre las piezas con los brazos detrás de la espalda, como si inspeccionara una ofrenda sagrada.

Había collares de obsidiana con engastes de zafiro valyrio, brazaletes tallados con símbolos de las Catorce Llamas, anillos con esmalte carmesí y negro, cadenas delgadas trenzadas con hilo de oro oscuro, amuletos en forma de dragones, estrellas y lenguas de fuego.

Casi ninguna de esas joyas era solo adorno. Cada una tenía inscripciones, marcas de linajes extintos, o signos rituales bordados en su reverso.

Daemon no era un hombre de joyas.

Pero sabía mirar.

Se detuvo frente a un collar ancho, de placas negras unidas por filamentos de plata y un rubí al centro. El centro llevaba una lágrima de cristal rojo incrustada entre alas grabadas.

Lo tomó.

Lo sostuvo contra la luz.

Feroz. Ligero. Imposible de ignorar.

Como ella.

Rhaenyra.

Volvió a dejar el collar en su sitio, con más cuidado del que tendría con una espada. Luego se volvió hacia el capitán que esperaba junto a la puerta.

“Ese será para mi esposa.”

El capitán inclinó la cabeza. “¿Y el resto, mi Príncipe?”

Daemon caminó hacia el muro norte, donde el yeso aún olía a reciente.

“Allí no. Nadie lo toque más. Joyas, metales, ídolos. Incluso las que estén dañadas. Las evaluare otro día. Despues las guardaremos…”

“¿Dónde lo haremos?”

“Habrá una bóveda,” dijo Daemon. “Bajo el volcan. Ya he dado la orden a Roan, el arquitecto. Quiero piedra negra. Que no pueda arder. Que no ceda al salitre. Ni a ladrones.”

“¿Con qué nivel de seguridad?”

“Máximo. Tres cerraduras. Dos guardianes… y los dragones. Solo dos personas podrán entrar, mi esposa... y yo.”

El capitán asintió con un leve nudo de garganta. No hizo más preguntas.

Daemon cruzó los arcos de piedra, saliendo con rapidez de la camara y regresando a la biblioteca. 

Se agachó frente a ella sin decir más, ansioso por colocarle su ofrenda. Sacó con cuidado una pequeña caja forrada en terciopelo oscuro. La abrió sin ceremonia.

Dentro, un collar de plata con filamentos negros con una lágrima de rubí al centro, flanqueado por dos alas extendidas de obsidiana. Era una pieza valyria. Antigua. Perfecta. Una joya que no gritaba… sino que sostenía la mirada.

Rhaenyra se quedó quieta.

Daemon la tomó por la nuca, con suavidad, y le retiró el cabello hacia un lado.

Él le colocó el collar lentamente, sus dedos rozando su clavícula, su cuello, su piel tibia.

Cuando terminó de abrocharlo, apoyó la frente contra la suya.

Es precioso.

Ni la mitad que tú.

Me encanta…

La puerta se abrió con un crujido leve.

Catelyn Strong entró cargando a Aegon entre brazos, envuelto en una manta fina. El niño parpadeaba, adormilado pero curioso, con el cabello revuelto y las mejillas aún rosadas del sueño.

“Se despertó buscandolos,” explicó Catelyn en voz baja, con una sonrisa.

Daemon estiró los brazos sin decir nada y recibió a su hijo con naturalidad, como si el momento lo hubiera estado esperando.

Rhaenyra, sentada entre cojines, cerró el tomo que leía al verlo. Dejó el libro a un lado y abrió los brazos.

Aegon soltó un chillido bajo y se lanzó hacia ella, enredándose en su regazo con movimientos torpes.

Daemon se sentó a su lado, cruzando las piernas sobre la alfombra gruesa.

“¿Ya estás despierto, cría?” murmuró, despeinándole el cabello.

Rhaenyra lo acomodó entre ambos. Tomó el libro nuevamente, un volumen antiguo con grabados en rojo y plata. Lo abrió por la mitad y comenzó a leer en voz baja. La historia era sencilla: el relato de una llama que atravesaba los reinos buscando un lugar donde quedarse.

Aegon no entendía las palabras.

Pero escuchaba la voz de su madre.

Y eso bastaba.

Daemon no prestaba atención al texto. Miraba las manos de Rhaenyra. El modo en que sostenía las páginas. La forma en que sus ojos se iluminaban con las palabras, aunque las hubiese leído cien veces.

Aegon fue cediendo poco a poco. La cabeza se le ladeó contra su pecho. Su respiración se hizo más lenta. El libro cayó sobre su muslo como una hoja vencida por el viento.

“Está dormido otra vez,” dijo ella, acariciándole la espalda.

Daemon asintió.

“Y nosotros deberíamos hacer lo mismo.”

Rhaenyra apoyó la mejilla sobre la coronilla del niño.

“Podemos construir un reino… mañana.”

Daemon sonrió.

Se inclinó y besó su sien.

“Sí,” murmuró. “Mañana.”

Se levantaron en silencio, llevando a Aegon entre los brazos. Monterys, que aún revisaba un códice en la galería superior, no interrumpió. Solo se inclinó al verlos pasar, como si bendijera ese momento con el peso del conocimiento antiguo.

Y cuando cruzaron juntos la puerta de la biblioteca, el fuego siguió ardiendo tras ellos.

Pero por esa noche… la historia podía esperar.

….

El canto de los pájaros aún no se alzaba del todo cuando Daemon llegó al extremo norte de la isla, donde las rocas caían como cuchillas al mar y el viento era más salado que en ningún otro rincón de Prūmia.

La irritación de ser alejado de su esposa tan temprano y abruptamente, lo inundó.

Dos soldados lo esperaban junto a un saliente de piedra, con rostros tensos y armaduras aún cubiertas de polvo volcánico. Detrás de ellos, Ivor y Vance, los cuidadores asignados a los dragones jóvenes, mantenían la mirada baja.

Daemon desmontó de Caraxes con agilidad, su capa ondeando como una bandera viva. No había urgencia en sus movimientos, pero sí algo más peligroso: paciencia agotada.

“Hablen.”

Ivor fue el primero en alzar la voz. No se atrevió a mirar directo.

“Mi Príncipe… desde hace tres días, Syrax no duerme en la cueva.”

Daemon entrecerró los ojos.

“No está herida. No ha volado fuera. Entonces, ¿dónde está?”

Vance tragó saliva. “Está… cavando.”

“¿Cavando?” Daemon alzó una ceja.

“Sí, mi Príncipe,” dijo Ivor. “Ha comenzado a escarbar zonas nuevas. Entre grietas, entre riscos. No es constante. Pero cada vez que uno de nosotros se acerca, desaparece. Nunca responde a las llamadas.”

“¿Y la cueva que preparamos?”

“La ignora,” respondió Vance. “A veces entra. A veces la cubre con piedras. Como si no la aceptara.”

Daemon no respondió de inmediato.

La brisa sacudía su capa. Caraxes, a unos pasos, emitió un gruñido bajo, casi un aviso.

“¿La siguen?”

“Intentamos,” dijo Ivor. “Pero es como si se ocultara. Como si… no quisiera ser encontrada.”

Daemon inspiró lento.

Ese no era un simple capricho.

Era instinto.

Y el instinto de un dragón hembra valía más que la lógica de diez soldados.

“Basta,” dijo. “Ninguno la sigue ya. Ninguno la molesta. Me dirán la última ubicación con señales claras, y luego se marchan.”

Ambos asintieron con alivio apenas contenido.

Daemon subió a Caraxes, pero no lo montó para elevarse. Solo para avanzar hasta el acantilado, donde el suelo olía a roca nueva y ceniza movida.

Saltó al suelo cuando vio las marcas.

No eran pisadas.

Eran garras.

Y no una cueva.

Un túnel.

Oculto. Recién abierto. Tapado con piedras desde dentro.

Daemon se arrodilló.

Tocó la roca con la palma abierta.

“¿Qué estás haciendo, dulce dama?” murmuró.

Caraxes bufó detrás, inquieto. Su lengua se movía como si captara algo que no entendía.

Daemon se giró, y por primera vez en semanas, sintió lo mismo.

Syrax estaba allí.

No perdida.

No asustada.

No rebelde.

Preparando algo .

Y si los hombres no podían encontrarla, él mismo lo haría.

Solo él.

La entrada era más estrecha de lo que esperaba.

Syrax debía haberse encogido, arrastrado con paciencia milenaria para abrir ese paso entre la roca. No era una cueva… era una decisión.

Daemon descendió con cuidado, sin antorchas. El calor lo guiaba. La piedra aún estaba caliente al tacto, como si el fuego hubiese pasado por allí recientemente.

Caraxes quedó en lo alto, inquieto. Pero Daemon no lo necesitaba. Esta era una conversación que sólo podía tener con el silencio.

El pasadizo se abrió de pronto, como si el propio corazón de la tierra se hubiese desgarrado.

Una gruta amplia. El techo se alzaba en arcos irregulares, y en el centro, un pozo burbujeaba con vapor.

Daemon se acercó.

El agua hirviente borboteaba con un sonido sordo, profundo. No olía a azufre. No a muerte. Pero tampoco a vida.

Nada crecía allí.

Y Syrax… no estaba.

Tampoco había señales de que hubiese permanecido demasiado tiempo.

Daemon giró, evaluando las paredes. Había marcas de garras. Pero no de descanso. No de nido. Solo de tránsito.

“Pasaste por aquí,” murmuró. “Pero no te quedaste.”

Volvió a trepar por la grieta, cubierto de polvo y vapor.

Una segunda entrada le fue indicada por las marcas en la ladera. Otro túnel. Más amplio. Más irregular.

Descendió otra vez.

Y halló lo mismo.

Una gruta honda. Estalagmitas retorcidas. Otro pozo de agua ardiente al centro.

Y nada más.

Daemon volvió a salir.

Y entonces entendió.

No es donde va… es lo que evita.

Buscaba.

Cavaba.

Creaba.

Pero no se quedaba.

Porque todas las grutas tenían agua.

Y ella no quería agua.

La imagen se formó en su mente: Syrax, arrastrando piedras, escarbando, abandonando cada cueva tras encontrar humedad, vapor, líquido.

No buscaba calor.

Buscaba algo seco.

Algo hueco.

Tierra pura. Roca firme. Donde el calor venga de adentro, no del agua.

Daemon se incorporó y miró hacia el sur de la isla, donde las rocas eran más áridas. Donde las aves no anidaban y la lluvia nunca tocaba.

Y por primera vez en semanas… sonrió.

“La estás eligiendo tú misma,” murmuró. “Y eso, mi reina alada… significa que estás lista.”

El sol aún no había alcanzado su cenit cuando Daemon descendió a la terraza baja, donde el césped se extendía entre parterres de lirios rojos y fuentes quietas como espejos. Desde lejos, los vio: Rhaenyra sentada sobre un tapiz extendido bajo la sombra de una palmera, con Aegon recostado en su regazo, jugueteando con la cola de tela de un pequeño dragón bordado.

A pocos pasos de ellos, Tessarion dormitaba, su cuerpo verdeagua enroscado como un anillo de escamas. El dragón gris —aún sin nombre, aún como una promesa— estaba más cerca del niño, alerta, como si fuera su sombra viva.

Daemon se acercó sin contener la sonrisa.

Rhaenyra alzó la vista al instante. Bastó una mirada para que supiera que traía fuego en la voz.

“¿Dónde estabas?”

“En las entrañas de la isla,” dijo él, agachándose a besar la frente de su hijo. “Siguiendo a nuestra dragona perdida.”

Rhaenyra enarcó una ceja.

“¿Y?”

“No está perdida,” dijo Daemon con claridad. “Está… eligiendo.”

Se sentó junto a ella. El tapiz aún estaba cálido por el sol. El dragón gris alzó la cabeza al oír su voz, pero no se movió.

Daemon continuó, entusiasmado como pocas veces.

“Syrax ha cavado al menos tres túneles. Grutas amplias. Algunas con agua hirviendo. Todas húmedas. Y en todas, se ha ido.”

“¿No le gustaron?” preguntó Rhaenyra, frunciendo levemente el ceño.

“Exacto. No se quedó. Y no porque le falte calor, sino porque hay agua . Y ella no quiere eso. Quiere piedra seca . Roca firme. Está buscando tierra que no ceda. Que pueda contener lo que va a venir.”

Rhaenyra comprendió de inmediato.

“El huevo.”

Daemon asintió. “Va a anidar, sí. Pero va a elegir ella el lugar. No la cueva que preparamos. No lo que creímos mejor. Lo que sienta correcto.”

Rhaenyra miró hacia el horizonte, donde el sur de la isla se volvía más agreste, menos verde.

“La roca blanca.”

Daemon la miró. “Ahí.”

Aegon se revolvió, alzando los brazos. Rhaenyra lo sostuvo, sonriendo. El dragón gris acercó la cabeza y el niño lo empujó como si lo entendiera.

“Debe quedar registro de esto,” dijo Rhaenyra. “Para las futuras madres de dragones.”

Daemon asintió y chasqueó los dedos hacia un guardia apostado cerca.

“Llama a Vance. El que sabe escribir sin errores.”

El soldado asintió y desapareció entre los senderos.

Rhaenyra lo miró con una sonrisa tranquila. “¿Le vas a dictar tú?”

“Sí. Voy a dejar por escrito todo lo que Syrax hizo. Cómo eligió. Cuándo lo hizo. Qué rechazó. Todo. No para controlarla. Para aprender.”

Rhaenyra bajó la vista a su hijo, que ahora jugaba con una brizna de pasto. “Algún día, él lo leerá.”

Daemon no respondió de inmediato. Miraba a Aegon, rodeado de dragones.

Y pensó:

Sí. Y no solo leerá. Comprenderá. Y protegerá.

Porque esta vez, el conocimiento no se encerraría en una torre.

Se viviría.

Daemon hablaba con entusiasmo, señalando con el dedo una de las marcas en la piedra que bajaba del túnel: líneas grabadas por las garras de Syrax, profundas y torcidas, casi como si hubiese intentado excavar con furia.

Había llevado a Rhaenyra y Aegon a la última gruta, Monterys se les había unido y Vance tambien.

"Está buscando algo", murmuró. "No sólo refugio. La gruta principal le es suficiente si fuera sólo por comodidad. Pero ha hecho tres más, y cada una en dirección distinta."

Rhaenyra, sentada sobre una losa tibia, acunaba a Aegon en su regazo mientras el pequeño jugaba con un cordón de cuero. Tessarion dormía cerca, con las alas plegadas como pétalos y el pequeño dragón gris observaba el pozo de agua con interés.

"Tal vez busca un tipo de calor distinto", dijo Rhaenyra. "Los pozos hierven, pero no hay fuego verdadero... Quizá recuerda que eclosionó en un nido más seco, más profundo."

"Y más solitario", completó Daemon, pasando los dedos por una veta de azufre. "Quizá necesita distancia. Incluso de nosotros."

Rhaenyra asintió, aunque con tristeza. "Aun así... ha regresado. Podía haberse ido para siempre."

Daemon no dijo nada, pero sonrió con orgullo.

"Es tu dragona. Y tú eres su reina."

Daemon asintió. “Una memoria más antigua que el lenguaje.”

Tessarion, acostada cerca con el cuello extendido sobre la hierba tibia, resopló como si compartiera esa certeza.

Daemon entonces llamó con un gesto seco a uno de los cuidadores cercanos. “¡Vance!”

El hombre llegó con paso rápido, sin alzar la voz. Cargaba su tablón encerado y un pequeño estuche de tinta, siempre dispuesto.

“Escribe lo siguiente,” ordenó Daemon. “Fecha. Hora. Ubicación de los tres túneles. Presencia de agua hirviente en cada uno. Composición de la piedra: porosa, caliente, con sulfuros visibles. Comportamiento de Syrax: excava, prueba, abandona. Ninguna vocalización al entrar. Ningún intento de marcar territorio. Documenta todo. Trazado de cuevas, temperaturas, humedad, si hay rastro de vegetación o no, comportamiento de Syrax, de los otros dragones también. Todo."

Vance asentía sin interrumpir, escribiendo con precisión. La pluma raspaba la superficie con una cadencia casi ceremonial.

Monterys, que había permanecido observando desde una roca cercana, se acercó en silencio. No dijo nada, pero su presencia bastaba. Quería aprender. Quería memorizar.

“Esto es más que observación,” dijo Rhaenyra. “Es lo que siempre se temió perder. El conocimiento viviente. Los dragones comportándose como lo hacían antes… cuando aún éramos un pueblo completo.”

Daemon la miró, y por un instante todo lo que lo hacía hombre —el guerrero, el esposo, el estratega— se volcó en una sola certeza: estaban presenciando historia.

“Este será el primer registro de un proceso de anidación desde la caída,” murmuró. “Y lo escribiremos nosotros. Con verdad. Sin maestres.”

Aegon, como si lo sintiera, soltó un chillido alegre y se dejó caer sobre el dragón gris, que no se movió. Tessarion alzó la cabeza, vigilante.

Daemon caminó hacia Vance y apoyó una mano sobre su hombro.

“Documentaremos cada puesta, las compararemos… debemos descubrirlo todo.”

Vance asintió con respeto, ya tomando notas. Monterys, que hasta ese momento había guardado silencio, se aproximó con los ojos brillantes.

Rhaenyra hablo desde su lugar, mirando a Tessarion que se movia inquieta, como si reconociera que en el lugar había estado otro dragón… y no en un buen estado de animo.

"Esto es historia viva. Las antiguas crónicas mencionaban comportamientos así, pero nunca tuvimos testigos confiables. Jamás en condiciones tan puras."

"Entonces observa y aprende", dijo Daemon, asombrado.

Rhaenyra se inclinó para besar la frente de Aegon, quien balbuceó algo y señaló el vapor que salía de una grieta. El dragón gris se movió detrás de él como una sombra viva, imitando su atención. Tessarion alzó la cabeza, inquieta por la energía de todos.

"Quiero saber si las antiguas cavernas de Valyria tenían estos pozos también", comentó Rhaenyra. "Quizá no son sólo accidente natural... sino parte del ritual."

Daemon le dio la razón con una mirada. Ya pensaba en las crónicas. En los mapas que podrían dibujar. En los símbolos que Syrax parecía seguir, instintivamente, como si aún portara recuerdos de un tiempo antes del colapso.

Y mientras Vance escribía, y Monterys murmuraba oraciones antiguas a las Catorce Llamas, Daemon solo pensaba en una cosa:

Su linaje había regresado a su esencia.

Y Syrax les estaba marcando el camino.

El barco llegó al amanecer, sin estandartes.

No los necesitaba.

Daemon lo reconoció por la forma en que se aproximaba al puerto: recto, disciplinado, sin desvíos ni ostentación. Los capitanes de Volantis le habían prometido hombres, y cumplían. El Príncipe descendió desde la cornisa sobre Caraxes justo cuando la nave comenzaba a atracar. El rugido del dragón bastó para dispersar a los curiosos y dejar claro quién recibía esa carga.

Eran cuarenta y tres.

Algunos jóvenes, otros curtidos. Todos observaban en silencio mientras bajaban del barco. Llevaban pocas pertenencias, pero todos tenían lo mismo en la mirada: voluntad. No fe ciega, pero sí hambre de propósito.

Daemon caminó entre ellos, sin hablar.

No necesitaba discursos.

Lo que buscaba, lo reconocía en las posturas, en los hombros tensos, en los que no evitaban su mirada.

Vance, que había bajado con él, traía la lista de nombres enviados por los capitanes de Volantis. Todos habían sido elegidos por los hombres más leales a Rhaenyra, soldados que conocían la diferencia entre fuerza… y potencial.

Daemon alzó la voz sin elevarla.

“Esta isla no es un refugio. Es un crisol. Aquí, o se forjan… o se quiebran. Aquí no hay lugar para traidores, si vienen aquí es porque alguien ya confio en ustedes… ya los evaluo y los considero dignos.”

Nadie respondió, pero todos se pararon derechos.

Firmes.

Perfecto .

Horas después, en el campo de entrenamiento del lado este, Daemon observaba desde lo alto cómo los nuevos intentaban seguir a los instructores actuales. El sudor ya empapaba sus camisas, las espadas romas chocaban con torpeza, y el ritmo era desigual.

Daemon no frunció el ceño.

No esperaba perfección.

Pero tampoco pretendía ser el único maestro.

Descendió de la loma con pasos seguros.

Se detuvo frente a los cuatro que más se habían destacado de sus soldados curtidos, aquellos que llevaban con él desde que fue comandante de la Guardia de la Ciudad. Uno con movimientos precisos, otro con reflejos brillantes, un tercero con paciencia inusual, y el último con mirada de halcón.

“Vosotros cuatro.”

Los hombres se cuadraron instintivamente al verse llamados por su Príncipe.

Habían estado observando a los nuevos con interes, curiosidad… y burlandose de los errores.

Daemon los evaluó un instante más. Luego habló, señalando con el dedo conforme los nombraba:

“Tú, Wayne. Eres rápido, pero no suelto. Enseñales.”

“Tú, Lipps. Ves venir el golpe antes que los demás. Quiero que lo enseñes, no que lo guardes.”

“Nutt, tu sabes como recibir golpes sin dejarte dominar…”

“Y tú. Terrick. Evalua el potencial.”

Los cuatro asintieron sin palabras.

Daemon se giró hacia los demás.

“Desde hoy, estos serán vuestros Maestros de Lucha. No para que se les teman, sino para que los superen. Si uno de vosotros los derrota en combate limpio, me lo hará saber. Si alguno les falta al respeto… me lo hará saber también.”

Se giró hacia Vance.

“Haz que lo escriban. Los nombres, los cargos, los deberes. Que se les asignen rondas y alguien que les enseñe su lugar en la Isla.”

Vance asintió, ya sacando su tablilla.

Mientras los hombres regresaban al ejercicio, Daemon subió la colina otra vez, cruzando los brazos mientras los observaba.

No podía entrenarlos a todos.

No era su función.

La brisa del atardecer entraba por los ventanales del solar, agitando las cortinas con suavidad. La mesa baja entre ellos estaba cubierta de mapas marcados, listas de nombres escritas por Vance, y el último informe sobre los hombres recién llegados desde Volantis.

Daemon se frotaba la nuca con irritación contenida. Tenía la camisa desabrochada hasta el pecho y el ceño marcado como si estuviera en campaña.

“Ya no puedo hacerlo solo,” admitió por fin, sin mirar a Rhaenyra. “Cada luna llegan más. Quieren que los entrene, que los observe, que los evalúe… y si no estoy en el campo, están perdidos.”

Rhaenyra se sirvió una cucharada de mermelada negra en un pan con ajo, sin interrumpirlo. Dejó que las palabras flotaran, como siempre hacía cuando él hablaba con la verdad.

Daemon continuó:

“Los cuatro que nombré hoy servirán como instructores. Bien. Pero eso no basta. Si quiero un ejército que pueda sostener el peso del fuego, no puede depender de que yo me levante cada mañana con tiempo libre.”

Rhaenyra levantó la mirada. “Entonces estructura tu ejercito.”

Él la miró, ladeando la cabeza.

Ella sonrió.

“Dales jerarquía. Dales responsabilidad. Y a ti… alguien que te la quite. Escuderos, ayudantes, un copero que no derrame el vino mientras revisas pergaminos. ¿O piensas seguir llenando tus propios tinteros?”

Daemon alzó una ceja. “¿Un copero?”

“Un escudero, un copero, un asistente… lo que quieras. Pero necesitas manos. No porque seas débil. Porque el fuego, si no se distribuye, consume.”

Daemon se quedó en silencio. Lo sabía. Pero admitirlo le costaba.

Finalmente, exhaló con resignación.

“Vance.”

“¿Vance?”

“Ya escribe bien, no pregunta demasiado, y tiene buen juicio. Lo llamaré mi ayudante personal. No le daré otro nombre. Pero sabrá lo que significa.”

Rhaenyra se inclinó hacia él con la barbilla apoyada en la mano.

“¿Y escudero?”

Daemon resopló. “Buscaré uno. Que tenga reflejos. Que sepa cuándo callar. Y que no tenga miedo a los dragones.”

“¿Y los guardias?”

“Ya elegí a dos. Crisen y Vekhar. Uno tiene visión de lince. El otro guarda silencio incluso cuando sangra. Seran discretos, pero necesito más ojos sobre ti y Aegon… y sobre los dragones,”

Rhaenyra asintió, satisfecha.

“Estás fundando algo, lo sepas o no.”

Daemon se quedó mirando los mapas un instante.

“Estoy fundando orden. Y si va a haber guerra… quiero que cuando llegue, el enemigo no encuentre un ejército. Quiero que encuentre un ente....”

Ella se inclinó y le rozó los labios con un susurro. “Lo haras bien.”

Daemon sonrió de lado, cansado… pero vivo.

Mañana buscaría al escudero.

Hoy, había dado un paso más para construir el cuerpo de fuego que defendería su linaje.

Y esta vez, no lo haría solo.

El sol caía recto sobre el patio de entrenamiento, marcando líneas doradas sobre la piedra caliente. Daemon se mantenía de pie en el centro, rodeado por un grupo de soldados veteranos —hombres que habían llegado con él desde Volantis, o que se habían ganado su lugar a fuerza de lealtad y sangre derramada.

No había discursos.

Pero hoy sí había palabras.

“Muchos de ustedes tienen hijos,” dijo, con la voz firme, sin elevarla. “Han crecido en esta isla. Han visto dragones antes que libros. Saben que el fuego no es castigo… es deber.”

Los soldados lo escuchaban en silencio.

Daemon continuó.

“Voy a elegir un escudero. Pero no quiero uno nacido en una torre. Lo quiero nacido entre sudor y barro. Quiero uno que entienda lo que es servir… y que sepa lo que algún día significará mandar.”

Miró a cada uno con intención.

“Si creen que su hijo, hija, sobrino o pupilo tiene lo necesario… preséntenlo. Dentro de tres días. Aquí. Al amanecer.”

Se giró para marcharse, pero alzó la voz una última vez:

“Y que se presenten con las manos limpias… y el valor listo.”

Tres días después, el sol apenas despuntaba por el mar cuando una docena de muchachos se formaron en el campo de arena. Algunos no tenían más de diez años. Otros, ocho. La mayoría eran hijos de soldados, uno que otro protegido de herrero o pescaderos.

Daemon los observó desde la cornisa.

A su lado, Vance tomaba notas. Crisen y Vekhar vigilaban los bordes del campo. Caraxes esperaba detrás, la cola enroscada como una soga viviente, su respiración honda llenando el aire con humo y poder.

Daemon descendió sin prisa.

“Primera prueba,” dijo. “Sencilla.”

Sacó a Hermana Oscura de su espalda y la arrojó a un punto lejano, más allá del lomo del dragón.

Todos miraron.

“Voy a montar a Caraxes,” anunció. “Y mientras esté sobre su lomo, ustedes intentarán acercarse y devolverme mi espada.”

Hubo un silencio tenso.

Daemon sonrió.

“Si alguno lo logra… habrá pasado la primera prueba.”

Y sin más, montó a Caraxes.

El dragón se alzó, no en vuelo, pero sí en posición de amenaza. No rugía. No atacaba. Pero observaba a cada niño como si fuera un insecto que debía juzgar.

Daemon, sobre su cuello, cruzó los brazos.

Y esperó.

Uno a uno, los niños intentaron.

Uno fue disuadido solo por el calor de la mirada del dragón.

Otro llegó casi a tocar el mango… antes de caer de espaldas por el viento que exhaló Caraxes.

Un tercero caminó con lentitud, nunca quitando la vista del dragón. Se agachó, tomó la espada… y dio dos pasos antes de que Caraxes se interpusiera, gruñendo.

Daemon lo detuvo.

“¡Suficiente!”

Bajó de un salto.

Tomó su espada de manos del muchacho con un asentimiento breve.

“¿Tu nombre?”

“Eren, mi Príncipe.”

“Te veré en la próxima prueba.”

Y así, uno más se acercó.

Y luego otro.

Cuando el sol ya marcaba la mitad del cielo, Daemon tenía a tres nombres anotados por Vance.

Tres niños.

Y uno de ellos, en el tiempo correcto… sería su escudero.

La mañana era clara, pero no suave.

Daemon los había citado al claro sur del bosque de manglares, donde los árboles no daban sombra y el terreno era irregular. Los tres chicos esperaban en formación. Ninguno hablaba.

Eren, el que había logrado acercarse más a Caraxes, mantenía la espalda recta y las manos a los costados. A su lado, Joryn —de mirada astuta, rápido con los pies y aún más rápido con los ojos. El tercero, Kael, era el más callado. Grande para su edad, pero con una calma inquietante.

Daemon caminó frente a ellos sin prisa.

No llevaba capa. Ni espada.

Solo una vara de madera negra en la mano.

“Hoy no busco fuerza,” dijo sin mirarlos. “Hoy quiero ver obediencia. Silencio. Instinto.”

Los miró de reojo.

“Y después, los llevaré con mi esposa. Y con mi hijo. Y si uno de ustedes no sabe comportarse frente a una reina y un dragón… no servirá.”

Alzó la vara.

“Seguidme.”

El entrenamiento fue breve, pero específico.

Les dio órdenes contradictorias. Cambió el ritmo sin aviso. Les pidió que vigilaran sin hablar, que le entregaran objetos sin dejar rastro, que se ocultaran del campo visual de Vekhar, que se encontraba en lo alto observando. Sólo uno lo logró sin moverse con torpeza: Kael.

Joryn fue el primero en corregir errores. El único que pidió repetir un ejercicio “para hacerlo bien”.

Eren… era el que más se anticipaba. No el más discreto. Pero sí el más rápido en responder.

Daemon lo observaba todo con atención contenida. No halagaba. No corregía.

Solo evaluaba.

Y luego, sin previo aviso, dijo:

“Ahora, vamos a ver si saben dónde están parados realmente.”

La biblioteca estaba animada al mediodía cuando llegaron.

Rhaenyra leía con Aegon a su lado, tendida sobre una manta gruesa. El niño golpeaba distraídamente la cubierta de un libro viejo, mientras el dragón gris dormitaba a su lado, y Tessarion se estiraba perezosa junto a un ventanal.

Daemon se adelantó unos pasos, sin presentaciones elaboradas.

“Estos son los muchachos que pasaron la primera prueba.”

Rhaenyra alzó la vista, evaluándolos con calma. Aegon, al oír la voz de su padre, agitó los brazos y comenzó a moverse torpemente sobre la manta, avanzando con su estilo de medio-gateo, medio arrastre decidido, en dirección a ellos.

El primero en notar su avance fue Kael, que se arrodilló sin invadir espacio. El niño se detuvo frente a él, apoyó una mano en su pierna y lo miró con ojos grandes y curiosos.

 

Kael no se movió.

Solo sostuvo la mirada de Aegon como si fuera una criatura importante, no un niño.

Eren se inclinó levemente. Joryn saludó con la palma al pecho, aunque no pudo evitar mirar al dragón gris cuando este se acercó.

Rhaenyra observó sin decir palabra.

“¿Cómo te llamas?” preguntó Rhaenyra.

“Kael, mi Princesa.”

Daemon, cruzado de brazos, observaba sin intervenir.

Tessarion se levantó con lentitud y se acercó a los muchachos. El dragón gris los rodeó por el otro lado.

Joryn retrocedió medio paso.

Eren se tensó, pero se mantuvo firme.

Kael alzó la mano, sin tocar, pero mostrando la palma.

Tessarion resopló… y se fue.

Daemon habló por fin.

“Ya tengo mis tres.”

Rhaenyra asintió.

“Y pronto… tendrás a tu escudero. Son buenos,” dijo. “Veremos si lo son todos los días.”

Rhaenyra sonrió apenas. Daemon asintió. 

Ya sabía cuál de ellos iba a resistir el fuego.

Pero aún no lo diría.

Daemon no respondió.

Pero ya lo sabía.

Uno de esos tres se convertiría en su sombra.

Y como toda sombra del fuego… debía saber cuándo ser vista y cuándo desaparecer.

El salón del consejo militar no era una sala adornada con oro ni vidrieras. Era de piedra tallada, funcional, con mapas colgados de ganchos de hierro y un brasero siempre encendido al centro.

Daemon se sentó en la silla alta, con Hermana Oscura apoyada contra la pared. A su izquierda, Vance organizaba la lista de nombres. A su derecha, los tres muchachos.

Eren. Joryn. Kael.

Ninguno hablaba. Solo observaban.

Hoy no habría combate.

Hoy habría gente.

Los soldados entraron uno por uno. Veteranos de Volantis. Reclutas más recientes. Algunos heridos, otros preocupados. Traían peticiones: una mejora en los turnos, cambios de posición, ajustes en los raciones para sus hijos.

Daemon escuchaba sin interrumpir. Medía más las miradas que las palabras. Solo hablaba para resolver el problema o indicarles que ciertas peticiones debían ir a su esposa.

Cuando uno de los veteranos comenzó a hablar sobre tensiones entre los turnos de guardia nocturna —acusando a un joven de dormirse en vigilia—, notó algo:

Joryn se inclinaba hacia Vance.

Susurraba.

Vance lo ignoraba.

Pero Daemon no.

El niño repitió el gesto dos veces más.

Hasta que, al final del quinto soldado, Daemon alzó la mano.

Todos callaron.

“Salgan,” dijo.

Los soldados obedecieron, confundidos.

Cuando quedaron solos, Daemon giró lentamente la cabeza hacia Joryn.

“No te pedí opinión.”

Joryn tragó saliva. “Sólo quería advertirle, mi Príncipe… ese guardia... a veces también…”

“Yo escucho a los hombres cuando me lo dicen de frente,” interrumpió Daemon. Su voz no era dura. Era peor: contenida.

“Un escudero no susurra,” continuó. “No anticipa, no chismea… Y no envenena.”

Joryn abrió la boca para replicar, pero Daemon lo detuvo con un gesto.

“Eres listo. Pero el fuego no necesita lenguas rápidas. Necesita lealtad… y silencio cuando corresponde.”

Se volvió hacia Vance.

“Táchalo.”

Vance asintió, sin levantar la vista.

Joryn bajó la cabeza. No lloró. Pero se sabía descartado.

Daemon lo dejó marchar sin otra palabra.

Luego miró a los dos que quedaban.

Eren parecía más tenso que antes, pero firme. Kael solo mantenía la espalda recta y los ojos al frente.

Daemon sonrió.

El día había sido largo. Informes. Entrenamientos. Dos reuniones con Monterys y un repaso completo del nuevo sistema de rotación de los centinelas del puerto.

Daemon caminaba hacia el ala privada del palacio con Eren y Kael tras él, como sombras disciplinadas. No hablaban. No preguntaban. Solo observaban.

Eso ya era buena señal.

Pero no suficiente.

Rhaenyra lo esperaba en el solar interior, sentada sobre un diván, con el cabello suelto y una túnica ligera, los pies descalzos sobre la piedra tibia. Leía algo en voz baja mientras Aegon dormía en su cuna, con el dragón gris enrollado como una escama protectora a sus pies.

Daemon se detuvo a unos pasos, aún con los muchachos detrás.

Y decidió que era hora de saber más.

Caminó directo hacia Rhaenyra. Ella lo vio venir, y sin apartarse del libro, alzó una ceja divertida.

“¿Has terminado?”

“Por hoy.”

Se inclinó sobre ella, una mano en la curva de su cadera, la otra en su cuello. La besó con calma, sin urgencia… pero sin esconderlo.

Ella le respondió con gusto, sin moderación. El libro cayó a un lado.

Daemon le acarició el muslo desnudo bajo la túnica, lento, sin disimulo. Su cuerpo se inclinó hacia el suyo. La intimidad era abierta, viva, real.

Y entonces, sin romper el contacto, sin mirar, observó de reojo a los dos muchachos.

Eren había bajado la vista inmediatamente. Rígido. Incómodo. Como si supiera que estaba en un lugar sagrado donde no debía estar. Pero no temblaba. Solo se quedaba quieto. Respetuoso. Ignorando cuidadosamente aquello privado pero aún atento.

Kael, en cambio, mantenía la cabeza al frente. No con desafío… pero sí con atención. Como si analizara. Como si observara más de la cuenta. No había deseo en su rostro, ni malicia. Pero sí una falta de reverencia… había morbo.

Daemon terminó el beso y se incorporó lentamente.

Se volvió hacia ellos.

Los miró un segundo más de lo necesario.

“Eso era una prueba.”

Ambos se tensaron.

“Un escudero no es un espía. Ni un sirviente con ojos grandes. Un escudero sirve a su señor… y a su señora. Con lealtad. Y silencio. Y si no puede ver algo sin contaminarlo con juicio… no me sirve.”

Kael bajó la mirada, por primera vez.

Daemon no sonrió. Ni gritó.

Solo alzó la mano.

“Vance tomará tu nombre.”

Kael asintió, con el rostro neutro. Se marchó sin protestar.

Eren no se movió.

Daemon lo miró.

“¿Sabes por qué sigues aquí?”

“Porque aparté la mirada, mi Príncipe. No quería… yo… sentí que me avergonzaría… o a ustedes…”

“No,” corrigió Daemon. “Porque la apartaste por respeto.”

Rhaenyra sonrió en silencio desde su asiento.

Daemon giró sobre sus talones.

“Prepárate. A partir de mañana… llevarás mi espada.”

Al principio, Daemon lo olvidaba.

Eren era discreto. Más de lo que debería ser un escudero. Se deslizaba tras él como una sombra bien entrenada: no tropezaba, no hablaba, no respiraba más fuerte de lo necesario. Incluso Caraxes, en su habitual intolerancia a los cuerpos ajenos, lo había tolerado con un solo bufido mientras lo acompañaba a alimentarlo.

La mañana siguiente a su elección, Daemon lo llevó consigo a la armería, al campo de entrenamiento, a la galería de mapas. No le dio instrucciones específicas, solo dejó que lo siguiera. Lo observaba con el rabillo del ojo, esperando que se quebrara, que se distrajera, que mostrara el deseo de hablar.

Nada.

Eren no miraba con curiosidad, sino con respeto.

Pero lo notaba todo.

Fue al tercer día que Daemon, entrando en sus aposentos privados tras un vuelo breve, se despojó de su capa con un gruñido, arrojó su espada a un sillón, y comenzó a quitarse la túnica… cuando escuchó un leve roce detrás.

Se giró con el ceño fruncido.

Allí estaba Eren, de pie junto a la entrada, con la mirada clavada en el suelo y las manos cruzadas.

Daemon resopló. Se había olvidado otra vez.

“¿Desde cuándo estás ahí?”

“Desde la torre norte, mi Príncipe. No he hablado.”

Daemon lo observó.

Y luego soltó una risa áspera.

“Bien. Pero la próxima vez que vea tu sombra mientras me desnudo, te haré lavar la ropa con ceniza caliente.”

“Sí, mi Príncipe.”

No se movió.

Daemon volvió a girarse, murmurando algo sobre que un día lo mataría del susto.

Más tarde, lo condujo al ala privada de las damas de Rhaenyra.

No era solo una formalidad.

Era una advertencia silenciosa.

Las tres mujeres que acompañaban a su esposa —aquellas que conocían su respiración, sus silencios y el peso exacto de sus días— ya lo esperaban.

Anya Strong, de pie junto al biombo, con los brazos cruzados y los ojos evaluadores. Era la más severa, la que nunca sonreía de cortesía.

Catelyn, sentada con Aegon en brazos, le dio al muchacho una mirada más suave, pero no por ello menos atenta.

Y Brienne Velaryon, la torre rubia con ojos de juicio silencioso, lo midió de arriba abajo como si evaluara si podía levantar un escudo o sobrevivir a una caída, mientras acunaba a su propio hijo con celo.

“Este es mi escudero,” dijo Daemon, sin rodeos.

Eren se adelantó medio paso, hizo la señal con la palma al pecho y no dijo nada más.

“No le deben obediencia,” añadió el príncipe. “Pero si alguna de ustedes nota que olvida dónde está… me lo dicen a mí.”

Catelyn lo miró con cuidado mientras Aegon hacía un sonido de contento y se recostaba contra su pecho. El dragón gris dormía cerca, con una pata encima de la cuna, como siempre.

Anya, por su parte, se acercó y se agachó frente al muchacho.

“¿Sabes montar?”

“Sí, señora.”

“¿Sabes cuándo no hablar?”

“Lo intento.”

Anya asintió con lentitud. “Bien.”

Brienne soltó un leve bufido. “Veremos cuánto dura la sombra.”

Daemon se giró hacia Rhaenyra, que acababa de entrar con un pergamino doblado entre los dedos. Lo dejó sobre una mesa y miró al niño.

“Lo eligió el dragón,” dijo ella, refiriéndose a Daemon. “Ahora veamos si sobrevive a la llama.”

Daemon sonrió.

Y Eren, en silencio, respiró más lento.

Había pasado otra puerta.

Y no era la más fácil.

Luego vinieron las sirvientas y sanadoras.

Rhaenyra insistió en que también debía conocerlas. No por cortesía, sino porque eran parte de su círculo interno. Daemon no discutió.

El encuentro fue breve, pero significativo.

Ophelia lo midió de arriba abajo, evaluando más su potencial como guerrero que como niño.

Myrana, la sanadora de los soldados, le preguntó si sabía vendar una herida.

Shanara, sentada junto a un baúl con pergaminos, le preguntó si sabía leer. Eren dijo que sí. Que no era bueno, pero entendía lo suficiente.

Daemon se cruzó de brazos, escuchándolo responder con claridad, sin orgullo.

No lo había entrenado aún.

Y ya sabía cuándo hablar y cuándo callar.

Esa noche, mientras se quitaba las botas junto al fuego, Daemon notó que su capa estaba ya colgada, su espada limpia, y que su escudero había dejado junto al sillón una copa de agua tibia.

Sin preguntar.

Sin ruido.

Daemon lo miró de reojo.

Eren se mantenía a un lado, de pie, con las manos tras la espalda.

“¿Estás esperando que me duerma para irte?”

“No, mi Príncipe.”

“¿Entonces?”

“Solo espero hasta que me necesite.”

Daemon bufó.

“No debes esperar tanto, niño, una vez que entre a mi cuarto y me quites las botas, puedes irte, me desvisto solo y me visto solo… además, en cuanto mi esposa entre por esa puerta, la follare, y luego la follare en la bañera, y al despertar la follare de nuevo....”

Noto divertido como las orejas se le ponian rojas y Eren asíntio antes de salir timidamente, vigilando la puerta que unía a la guardería y donde Rhaenyra estaba acostando a Aegon.

El día era claro, con el sol alto bañando la terraza de mármol donde Daemon y Rhaenyra compartían un tazón de frutas y té helado. El aire olía a sal, a hojas frescas y a cuero calentado por el sol.

A unos pasos, Aegon gateaba sobre una manta bordada, jugando con un cubo de madera que hacía ruido al golpear el piso. El dragón gris dormía cerca, como una sombra viva. Eren, escudero ya habitual, permanecía de pie en la sombra del pilar más cercano, atento pero invisible.

Daemon hojeaba una lista corta en un pergamino, escrita con la caligrafía precisa de Vance. En ella, tres nombres estaban subrayados. Diez más esperaban prueba.

“Necesito elegirlos,” dijo en voz baja. “No sólo instructores. No solo vigilantes. Necesito estructura. Un cuerpo de mando real. Oficiales, jinetes, comandantes que hablen por mí cuando yo no esté.”

Rhaenyra cortó un trozo de higo con la punta de su cuchillo y lo llevó a la boca.

“¿Y piensas hacerlo todo en privado?”

Daemon la miró de soslayo.

“No. Por eso lo traigo ahora. Si vamos a celebrar el festival, podemos hacerlo doblemente útil.”

“¿Quieres anunciar los nombramientos en la ceremonia?” preguntó ella, alzando una ceja.

“Sí. Frente a todos. Que vean quién manda, quién lidera, y por qué. Que se sientan elegidos. Que no se limiten a servir… que se sepan parte de algo.”

Rhaenyra asintió, lenta.

“Reconocimiento es poder. A veces más que el rango.”

Daemon se quedó pensativo un instante. Miró a Aegon, que ahora se había volcado boca arriba y jugaba con sus propios pies mientras murmuraba sonidos sin forma.

“Quiero que crezca viendo orden. No improvisación.”

“Y tú, ¿te ves como un general?” preguntó ella, con media sonrisa.

Daemon sonrió de vuelta, encendiendo el filo de su mirada.

“Me veo como fuego. Y el fuego necesita dirección.”

Rhaenyra dejó el cuchillo a un lado.

“Entonces hazlo. Entrégales sus cargos durante el festival. Da sus nombres ante los Dioses. Pero asegúrate de que cada uno los merezca.”

Daemon asintió. “Ya lo estoy haciendo.”

Se giró hacia Eren.

“Ve con Vance. Dile que prepare una segunda lista. Los hombres que han sobrevivido a más de cinco duelos. Quiero sus nombres en dos días.”

Eren se inclinó y partió sin ruido.

Aegon chilló de alegría al ver que su cubo rodaba hacia el dragón gris, que ni se inmutó.

Daemon se inclinó hacia Rhaenyra.

“Va a ser una buen Festival.”

Ella lo miró, con esa mezcla de orgullo y fuego antiguo.

“Va a ser el comienzo de un ejército.”

Su día a día estaba lleno de pequeñas cosas: decisiones tácticas, tareas minúsculas que, una a una, tejían algo más grande. El reino que querían construir no nacía de una explosión de poder, sino del trabajo constante, casi silencioso, de cada decisión compartida.

Y entonces lo sintió.

El rugido de Syrax —grave, largo, profundo—se alzó en la distancia, y fue respondido por el bramido salvaje de Caraxes, tan distinto y tan familiar.

Daemon no necesitó preguntar.

Lo supo en los huesos. En la sangre.

El momento había llegado.

Un huevo… para el hijo que había puesto en Rhaenyra.
No uno cualquiera.
Uno elegido.
Uno esperado.

Tendría que ir a buscarlo.

Se giró para hablar con Rhaenyra, pero una risita lo interrumpió.

Aegon había despertado.

Estaba sentado entre sus cojines, con las manitas apoyadas sobre el dragón gris que no se movía. Tenía la boca abierta en una sonrisa babosa y los ojos puestos en él.

“¿Qué haces, pequeño tirano?” murmuró Daemon, acercándose.

Aegon levantó los brazos, pidiendo ser cargado.

Y entonces, con la voz aún torpe, como si juntara fuerza desde el vientre…
dijo:

Kepus .”

Rhaenyra soltó el aire como si le hubieran golpeado el pecho.

Daemon se quedó inmóvil. El corazón le retumbaba contra el esternón.

Aegon repitió, más claro esta vez, con los ojos brillando:

Kepus .”

Rhaenyra se llevó una mano a la boca, los ojos llenos de lágrimas.

Daemon lo alzó sin decir palabra. Lo abrazó contra el pecho, fuerte, como si el mundo fuera a robárselo.

“Sí,” murmuró, con la voz quebrada por el orgullo. “Tu Kepus está aquí.”

Rhaenyra los rodeó con los brazos.

Y allí, entre dragones y fuego, sin trono ni corona… fueron solo una familia.

Completa.

Y todo valio la pena, por regresar a esos brazos y escuchar esa voz.

Notes:

Si notan que alguna frase se repite, por favor, avisenme, lo he leido como tres veces y sigo encontrando repeticiones, que no se de donde salieron porque el archivo original no esta así, creo que es un error de como lo estoy pasando.
Pero tengo mala suerte en general, bien podría ser eso, jaja, mi jefe me pidio que me hiciera una limpia de tan estresado que esta por todo lo que me pasa en el trabajo.
Espero que este capitulo responda algunas de sus dudas.
Y no se si lo había mencionado o no, pero imagino que Rhaenyra y Daemon, cuando estan ellos solos, siempre hablan Valyrio, pero no tengo tanta paciencia para buscar las traducciones y subirlas y… es demasiado, prefiero enfocarme en la trama, así que pueden asumir que hablan Valyrio con Aegon. Lo siento, pero agregar eso me detendría y haría los capitulos increiblemente cortos… lo intente con uno y me arrepenti, y ni siquiera lo publique.
¿Que opinan de este capitulo?
Es un formato un poco diferente, pero quería mostrar muchas escenas y elementos diferentes, espero que funcione.
¿De los planes de nuestros dragones?
Me encanta leer como hacen planes, y ver como los ejecutan, pero lamentablemente he leido muchas historias en los que se brincan toda esta parte y quiero hacer algo diferente… así que no abra saltos de tiempo a cuando regresen, lo siento, tenganme paciencia, prometo hacerlo interesante!
Se que será largo, pero tengo muchas ideas y planes, quiero ver como forman ese gran ejercito con el que regresaran... no solo leer como regresan y de alguna manera tienen un gran ejercito.
Diganme que opinan ¡Amo sus comentarios! Muchas gracias a todos aquellos que comentan, incluso si es algo pequeño, me anima mucho.
Y me encanta saber que opinan, si tienen teorias o ideas... puede que no les confirme nada, pero es emocionante!

 

Notaron que ya superamos la cantidad de palabras de Broken Princess? Y no vamos ni a la mitad! Que emoción!

Chapter 17: Lo que espera debajo

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El aire tenía ese aroma dulce que solo la Isla Prūmia ofrecía después del atardecer. El mar murmuraba a lo lejos, y las últimas brasas de la jornada chisporroteaban en el hogar, donde el pequeño Aegon dormía en su cuna de madera valyria, con los puños apretados como si soñara con batallas que aún no entendía.

Daemon estaba recostado en el diván, descalzo, con la camisa abierta hasta el pecho y los cabellos aún húmedos por el baño nocturno. Rhaenyra se acomodaba entre sus piernas, la espalda apoyada en su torso, envuelta en un velo de lino fino y una expresión difícil de leer.

Él lo notó, por supuesto. La conocía mejor que a sí mismo.

"¿Sigues pensando en lo que dijo?", murmuró contra su oído, dejando un beso lento en la curva de su cuello.

Rhaenyra no respondió de inmediato. Sus ojos estaban fijos en la cuna, en los rizos platinados del niño, en el pecho que subía y bajaba con lentitud.

"Fue su primera palabra", dijo al fin, en voz baja. "Y no fue muña."

Daemon sonrió. Le rodeó el vientre con ambos brazos, acariciando con el pulgar la línea pálida que la tela dejaba al descubierto.

"¿Quieres saber un secreto?", susurró con un tono casi cómplice. "También fue tu primera palabra."

Ella giró apenas el rostro, sorprendida. "¿Kepus?"

"Sí", confirmó. "Yo estaba allí. Viserys decía que te referías a él, por supuesto... 'Kepus' puede significar tío o padre, según cómo lo uses. Pero me mirabas a mí cuando lo dijiste. Y juro por todos los dragones del mundo que sonreí como un idiota por tres días."

La expresión de Rhaenyra cambió. Aún dolida, pero enternecida.

"Entonces supongo que no tengo derecho a sentirme celosa."

"Claro que lo tienes", dijo Daemon con una sonrisa torcida. "Yo lo estaría. Pero también deberías sentirte orgullosa. No todos los niños dicen su primera palabra mirando fuego."

Con su mirada, dejo en claro que creia que era el verdadero fuego.

Ella sonrió, esta vez sin tristeza. Solo con amor.

"¿Y si la próxima es dracarys?"

"Entonces tendremos que ser muy rápidos cuando lo diga", respondió él con suavidad. "O le enseñamos a usarlo bien o sus niñeras saldran huyendo...."

Aegon suspiró en sueños, como si respondiera al llamado. Rhaenyra acarició su vientre con la palma de la mano, sintiendo su vientre redondeado con cariño, la promesa de otro hijo haciendola brillar.

"Lo amo tanto que me da miedo", susurró.

"Y yo te amo tanto que te dejo tener miedo", respondió Daemon. "Porque sé que no dejarás que te detenga."

A la mañana siguiente, el sol apenas había besado el horizonte cuando Daemon ya recorría los riscos orientales de la isla junto a Eren y uno de los cartógrafos más jóvenes, un muchacho espigado de nombre Cove. Las brumas de la madrugada aún serpenteaban entre los árboles, pero el calor húmedo de la estación estival ya se insinuaba entre las piedras.

"Si Syrax sigue el patrón de los últimos intentos de nido…", decía Eren mientras abría un pergamino marcado con líneas rojas y notas escritas por su propia mano, "debería haber buscado una cueva cálida cerca de las columnas volcánicas del este. Pero desde el último vuelo, no hemos encontrado señales claras. Solo rastros en el suelo… y huesos."

Daemon observó el croquis con atención. Su mirada era la de un cazador que conocía el aliento de su presa. O de su compañera. Más que señales físicas, lo guiaba el instinto.

"No hay sangre en los restos. Están limpios", murmuró. "Los regurgitó. Preparando el sitio para la puesta, tal vez."

Eren asintió, rascándose la mandíbula con gesto pensativo.

"¿Esta en un lugar alto?”

"Eso es lo que creo", dijo Daemon, y sus ojos se alzaron al cielo. "Y Caraxes ha desaparecido desde anoche. No lo sentí durante el sueño. No lo oí en la madrugada."

Cove lo miró con cautela. "¿Cree que…?"

"Está con ella", interrumpió Daemon sin dudar. "Lo sé."

Eren no lo cuestionó. Sabía bien que el vínculo de Daemon con Caraxes trascendía la lógica. A veces, incluso los sentidos.

Fue entonces cuando uno de los vigías del muelle apareció trotando por el sendero costero, con las botas aún mojadas de espuma y el rostro tenso.

"¡Mi príncipe!", exclamó al llegar. "El capitán Nerion ha regresado. Viene desde el extremo sur. Dice que debemos hablar con urgencia. Se niega a contarle a nadie más."

Daemon frunció el ceño. Nerion no era dado a exageraciones. Si venía en persona, dejando su navío apenas fondeado, era por algo serio.

"¿Dónde está?"

"En la playa sur, junto al puerto pequeño. Dice que no puede esperar ni una hora."

Daemon asintió con gravedad. Se volvió hacia Eren. "Marca las zonas con más vapor en la roca. Si Syrax ha descendido, dejará humedad y residuos ácidos. Quiero que esté vigilada, pero sin perturbarla. Que nadie se acerque a menos de quinientos pasos."

"Lo haré personalmente."

Daemon no esperó más. Dio media vuelta y comenzó a descender por la vereda costera, el viento marino azotando su capa abierta. En su mente, Aegon dormía aún junto a su madre. Y Caraxes, lejos, en alguna cueva profunda. 

Eso le daba paz para investigar cualquier terror que pareciera acechar a sus marineros.

El sendero que conducía al puerto pequeño descendía en espiral, serpenteando entre riscos escarpados y zonas de sombra donde la roca aún respiraba el calor ancestral de la isla. Bajo la montaña, se abría un túnel recién tallado, húmedo y silencioso.

Daemon avanzaba a paso firme, sus botas resonando contra la piedra pulida. La antorcha que llevaba en la mano apenas vencía la oscuridad, pero él no necesitaba luz para moverse por ese pasadizo. Conocía cada recodo. Cada hendidura.

Fue a mitad del túnel cuando lo escuchó. Un eco acelerado. Respiración entrecortada.

Y entonces, apareció Nerion.

El capitán venía subiendo a toda prisa, empapado de sudor, con el cabello pegado a la frente y la mirada perdida. Al verlo, Daemon se detuvo de inmediato.

"Nerion."

El hombre se irguió, pero no habló. Sus labios temblaban, y su pecho subía y bajaba con violencia.

"¿Qué demonios viste?", preguntó Daemon, con voz firme, pero sin dureza.

El capitán intentó responder. Lo intentó de verdad. Pero las palabras no salían. Solo negó con la cabeza y alzó las manos, como si eso pudiera explicar lo inexplicable.

Daemon dio un paso más. Lo tomó del brazo, con fuerza, obligándolo a sostenerle la mirada.

"Habla."

"Es... es real, mi príncipe", logró decir Nerion por fin, con la voz quebrada. "No es una historia. No es un mito. No... no es como los huesos que encontramos en la costa de Leng o los cuentos de pescadores."

"¿Qué?"

"Lo vimos. Bajo el agua. Emergiendo. Más grande que cualquier criatura que haya existido. El barco de Varnen iba justo delante... y... y en un instante, desapareció. No quedó nada. Ni mástil. Ni grito. Solo una burbuja... y la sombra... esa maldita sombra..."

Daemon frunció el ceño. Lo sostuvo con más fuerza, para anclarlo a la realidad.

"¿Una bestia marina?"

Nerion asintió con violencia. "No una bestia. Un monstruo. Una serpiente. Un leviatán. Como las de las crónicas de los años oscuros. Pero más grande. Y viva. Se mueve bajo las olas como si la corriente le obedeciera."

"¿Dónde?"

"Al sur. Más allá de las islas sin nombre. Casi al borde del mapa. Seguíamos los restos de una tormenta cuando la vimos. Juro por mi sangre, mi príncipe, que nunca he tenido tanto miedo."

Daemon no respondió de inmediato. Lo soltó con suavidad, observando cómo las manos del capitán temblaban.

Entonces habló, en voz baja.

"Prepárate. Salimos en cuanto el barco tenga provisiones suficientes.."

"¿Salimos...?"

"Sí. Yo iré contigo. Y quiero ver con mis propios ojos lo que hizo temblar los tuyos."

Nerion tragó saliva, aún pálido, pero asintió. Daemon pasó junto a él y continuó por el túnel, los pensamientos ya encendidos como el fuego de un dragón hambriento.

Había cosas que ni siquiera Valyria había domado. Tal vez acababan de encontrar una… y la emoción de la idea lo dominó.

Rhaenyra estaba en la sala alta, rodeada de pergaminos abiertos y dibujos de estructuras antiguas, cuando la puerta se abrió sin anuncio.

Daemon entró con la capa aún húmeda de bruma marina. No dijo nada al principio. Solo la miró. Y ella lo supo.

"¿Te vas?", preguntó, dejando el carbón sobre la mesa. 

¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?

Daemon asintió. Se acercó sin prisa, hasta quedar frente a ella. No había soldados. No había damas. Solo ellos.

"Uno de nuestros barcos ha encontrado algo más allá del sur. Mucho más allá", explicó. "El capitán Nerion vino directo. Está alterado. Dice que vio una criatura… una serpiente marina. Gigantesca. Capaz de tragarse un barco entero."

Rhaenyra frunció el ceño. "¿Una leyenda?"

"No para él. Y no para mí. Quiero ver con mis propios ojos. Entender si es real. Si representa una amenaza."

Ella dio un paso hacia él. "¿Cuánto tiempo estarás fuera?"

"No lo sé. Tres días. Tal vez cinco. Tal vez más, si los vientos son contrarios."

Rhaenyra bajó la mirada un instante. Luego lo abrazó sin pedir permiso. Su frente contra su pecho.

"No quiero que vayas", susurró. "Pero sé que debes hacerlo."

Daemon le rodeó la cintura. Besó su cabello, una vez. Luego otra. "Volveré antes de que Aegon diga su segunda palabra."

"Espero que sea 'muña'," murmuró ella contra su pecho, y eso hizo que él sonriera, aunque sus ojos no lo acompañaban. "Quiero que te cuides, Daemon. Que no te arriesgues más de lo necesario."

"Siempre me arriesgo más de lo necesario", dijo con suavidad. "Pero por ti, intentaré lo contrario. Solo serán unos días, mi corazón de fuego, una semana como mucho, no más que cuando fui a Volantis."

Se separaron apenas lo justo para verse. Rhaenyra alzó una mano y la posó en su mejilla.

"No tardes. Me duele… aquí", dijo, presionando su propio pecho.

Daemon asintió. Luego bajó la mirada, buscando algo más.

"Aegon… ¿duerme?"

"Sí. Quieres verlo antes de irte."

"Quiero verlos a los dos."

La llevó de la mano hasta la cámara que compartían. El niño dormía boca abajo, con los puños cerrados, los pies descubiertos y la cabeza girada hacia la lámpara de aceite.

Daemon se inclinó. Lo besó en la frente.

"Protege a tu madre", murmuró. "Y dile que no me reemplace antes del séptimo día o lo matare cuando regrese."

Matare a cualquiera que se te acerque, mi corazón de fuego...

Rhaenyra le dio un empujón suave en el hombro. Él la atrajo de nuevo y la besó con firmeza, con intensidad, como si el mundo entero pudiera cambiar antes de que regresara.

Tal vez así era.

Cuando se separaron, Daemon no dijo adiós. Rhaenyra tampoco

Las velas ya estaban izadas cuando Daemon salió del túnel hacia el embarcadero. El viento del sur era inestable, como si la isla supiera que algo se movía más allá del horizonte. Nerion supervisaba a su tripulación con mano firme, pero miraba hacia el cielo cada tanto, como si esperara algo más que el viento.

Daemon no se embarcó de inmediato. Caminó hasta el extremo del muelle, donde las rocas se elevaban en crestas negras. Desde allí, se internó en un sendero estrecho que bordeaba el acantilado, entre arbustos salinos y líquenes que temblaban con la brisa marina.

Una vez solo, alzó el rostro al cielo.

"Caraxes."

El nombre no fue un grito. Fue un llamado gutural, nacido desde el pecho. Su lengua madre, el valyrio, vibraba entre los dientes.

"Caraxes, jorrāelagon. Ñuha zaldrīzes. Jemi."

El eco se perdió en las piedras. El mar respondió con un rugido lejano.

Daemon esperó. No repitió el llamado. No necesitaba hacerlo.

Pasaron unos minutos. El viento cambió. El cielo pareció encogerse.

Y entonces, un chillido desgarrador rasgó el aire.

Caraxes emergió entre las nubes como un relámpago carmesí, sus alas extendidas con furia, los ojos encendidos. Bajó en picada, más veloz de lo habitual, y se posó sobre la cornisa rocosa con un golpe seco de sus garras. Sus alas aún batían con fuerza, alzando polvo y sal.

Daemon no se inmutó.

El dragón gruñó. No como un saludo. Sino como un reproche.

"Sí", dijo el príncipe, avanzando hacia él. "Sé dónde estabas."

Caraxes bufó, el vapor saliendo de su hocico como aliento de volcán.

"No te lo prohibí", continuó Daemon, mirándolo a los ojos. "Pero cuando te llamo, vienes. Aunque estés revolcándote con Syrax en una maldita caverna."

El dragón respondió con otro rugido, más grave, como un trueno que se retiene en el pecho.

Daemon se detuvo frente a él. Levantó una mano, y durante un segundo, ambos se quedaron inmóviles. Dos bestias hechas uno.

"Voy al sur. Tiene demasiado tiempo sin que matemos nada…"

Caraxes inclinó la cabeza. Su lengua bífida asomó, probando el aire.

Daemon sonrió, divertido.

"Eso pensé."

De un salto, montó su lomo, ajustándose con la agilidad de un jinete nacido para ello.

"Al puerto. No nos haremos esperar."

Y sin más, Caraxes alzó el vuelo. No con obediencia, pero si con aleteos firmes y fuertes.

Cuando sobrevolaron el puerto, el barco ya se estaba alejando, con el viento a su favor.

El viaje al sur comenzó con velas tensas y un silencio contenido. El viento era irregular, y aunque el barco de Nerion era uno de los más ligeros, no podía seguir el ritmo de un dragón.

Daemon no esperó.

Apenas avistaron la última cadena de islas conocidas, montó a Caraxes y ascendió al cielo con un rugido que partió las nubes. El capitán sabía qué rumbo seguir. Y él necesitaba ver con sus propios ojos aquello que había dejado al hombre temblando en los túneles.

Voló durante horas, bordeando islotes rocosos, sobrevolando corrientes que hervían sin razón aparente, alejándose más allá de los mapas, más allá del lenguaje de los pescadores. Por las noches, aterrizaba en las pequeñas islas que salpicaban el azul. Dormía a cielo abierto, con Caraxes enrollado como una espiral protectora a su alrededor.

Pero no vio nada.

Solo mar. Infinito. Silencioso. Como si algo lo hubiese vaciado.

Al tercer día, Caraxes bufó con frustración. Daemon también. Volvió hacia el norte, en espiral, hasta encontrar al barco nuevamente. Lo avistó desde las alturas: una diminuta silueta de madera flotando entre olas grises. Como si el mundo quisiera tragárselo.

Descendió con rapidez, aterrizando sobre una isla cercana para esperar su aproximación. Nerion lo alcanzó poco antes del anochecer, exhausto, pero decidido.

“¿Lo viste?”, preguntó Daemon al pie de la roca, antes de que el bote de avance tocara la orilla.

“No todavía, mi príncipe", respondió el capitán, subiendo entre algas mojadas. "Pero estamos cerca. El mar ha cambiado otra vez. Las aves ya no sobrevuelan esta región. Y los peces... se han ido.”

Daemon no respondió de inmediato. Solo montó de nuevo a Caraxes y alzó el vuelo, más alto esta vez. Mucho más. Hasta que las alas de su dragón cortaron el aire en silencio absoluto y el mundo se volvió una maqueta lejana.

Desde esa altura, el mar parecía una piel estirada, tensa, sin pliegues. Las islas diminutas sobre las que había dormido los últimos días eran poco más que escamas dispersas. No había formas. No había señales.

Pero Daemon sentía algo. No en la vista. Ni siquiera en el oído.

Era un vacío.

Un silencio que pesaba.

Como si bajo esas aguas, algo respirara… esperando.

Pasaron esa noche en un islote apenas más grande que la cubierta de un barco. Caraxes lo ocupó casi por completo, extendido en forma de herradura, con las alas plegadas como muros y la cola rodeando parte del perímetro, como si la isla le perteneciera por derecho.

Los hombres montaron un pequeño campamento sobre las rocas secas, cuidando de no hacer ruido ni acercarse demasiado al dragón. Caraxes dormía… pero no descansaba. Su ojo izquierdo se abría cada tanto, brillante y alerta.

Daemon no dormía tampoco. Se sentó junto al fuego, con la capa sobre los hombros y la espada envainada sobre las piernas, escuchando. No hablaba. Solo oía.

Los marineros no se daban cuenta de que estaban confesando. El vino marino —agua fermentada con corteza amarga— pasaba de mano en mano, aflojando las lenguas.

"No era solo su tamaño", decía uno. "Era el sonido. Un canto bajo el agua, como si las piedras se quebraran."

"Yo vi un ojo", murmuró otro. "No puedo explicarlo, pero sé que era un ojo. Más grande que esta isla. Y me estaba mirando."

"Dicen que las serpientes del sur nunca mueren", añadió uno más, con voz temblorosa. "Solo duermen por siglos. Y cuando el mundo olvida sus nombres… despiertan."

"¿Qué nombre tenía esta?", preguntó alguien con nerviosismo.

"¿Te parece que alguien logró preguntárselo?"

Rieron. Un poco. Pero la risa murió pronto.

Daemon observaba a cada uno en silencio. No por desprecio, sino por necesidad. Buscaba patrones. Consistencia. ¿Qué habían visto realmente? ¿Una criatura marina que devoraba barcos? ¿O un antiguo mito que se encarnaba bajo la presión del miedo?

"Nerion", dijo de pronto, cortando las conversaciones.

El capitán alzó la vista desde la piedra donde afilaba su daga.

"El barco que se perdió… ¿iba armado?"

"Sí. Llevaban ballestas. Cazaban escamas negras."

"¿Intentaron atacarla?"

Nerion dudó. Luego asintió. "Uno de los hombres lanzó un arpón antes de que yo pudiera detenerlo."

Daemon cerró los ojos un instante.

"Entonces no fue solo un hallazgo. Fue una provocación."

El silencio se espesó. Nadie osó contradecirlo. Nadie quiso hablar más esa noche.

El fuego crujió con timidez. Las olas rompían a la distancia con la misma cadencia de una respiración lenta. Y en lo alto, Caraxes movió apenas una de sus alas, como si soñara con Syrax… o con algo más profundo, algo que aún se agitaba bajo las aguas del sur.

Daemon se mantuvo en vela. Como los dragones, sentía cuándo un mundo estaba a punto de moverse.

Y este, sin duda, lo haría pronto.

El amanecer no trajo consuelo.

Un manto de bruma espesa cubría el mar, como si las olas mismas se negaran a reflejar la luz. La tripulación despertó en silencio, recogiendo sus cosas sin hablar, con los ojos cansados y las manos torpes. Nadie bromeó esa mañana.

Daemon ya estaba de pie en el borde del islote, con la capa al viento y una mano descansando sobre la empuñadura de su espada. Caraxes olfateaba el aire, inquieto, su cola golpeando lentamente contra la roca, como un metrónomo marcado por algo invisible.

Entonces lo vieron.

Primero fue un estremecimiento. Las olas se rompieron sin viento. Un remolino a lo lejos.

Y luego, sombras.

Leviatanes.

No uno. No dos.

Cuatro bestias enormes, de piel gris y lomos arqueados como colinas vivas, surgieron a la distancia. Se desplazaban en grupo, con un movimiento rápido, casi desesperado, surcando la superficie del agua con tal fuerza que dejaban una estela blanca detrás de ellos.

"¿Van hacia el norte?", preguntó Nerion, subiendo la voz.

Daemon asintió.

"¿Huyendo?", murmuró uno de los marineros.

Nadie respondió.

Desde el cielo, Caraxes lanzó un chillido agudo, una nota discordante que rompió la calma como una lanza.

Daemon montó sin decir palabra.

Ascendió. Buscando claridad.

Voló en espiral, más alto que la tarde anterior. El sol comenzaba a abrirse paso entre las nubes, y desde esa altura podía ver el mar desplegarse como una piel herida. Las islas parecían cicatrices. Las corrientes, venas abiertas.

Pero no había criatura. No había forma.

Solo el eco de la huida.

Los leviatanes desaparecieron en el horizonte, como si algo —algo más grande que ellos— los empujara desde las profundidades.

Daemon descendió con lentitud, el ceño fruncido, los ojos agudos.

"¿La viste?", preguntó Nerion cuando aterrizó.

"No", respondió con voz grave. "Pero ellos sí."

Y eso, quizás, era peor.

Daemon ordenó detener los barcos.

"No más movimientos", dijo con firmeza. "No más ruido. Si seguimos cruzando sus aguas como invasores, nos tragará sin saber que existimos."

Nerion asintió sin discutir. Y eso, en un capitán de mar, era más alarmante que cualquier grito.

Las anclas se soltaron. Las velas se plegaron. La tripulación aguantó la respiración colectiva mientras las olas me mecían con una suavidad engañosa. Daemon ya estaba en el aire, montado sobre Caraxes, dando vueltas lentas en el cielo.

Primero a baja altura.

Después más alto.

Y más alto.

Los círculos se hicieron más amplios. Más lejanos. Hasta que la isla, los barcos y el mar parecían parte de un mismo tapiz agrietado. El sol se filtraba entre las nubes, parpadeando entre telas de niebla blanca. Caraxes bufaba con incomodidad, pero obedecía.

Entonces, lo vio.

No fue un movimiento. No fue un destello. Fue una ausencia.

Un espacio enorme, quieto, donde el mar no respiraba. Donde la luz no penetraba. Como si algo estuviera allí desde siempre, tan inmenso que el ojo humano no pudiera concebirlo como criatura. Solo como parte del mundo.

Daemon entrecerró los ojos. El viento lo sacudía. Caraxes lanzó un chillido nervioso, pero Daemon lo obligó a mantenerse. Descendió apenas… y lo comprendió.

No se movía… porque no necesitaba moverse.

Era una boca abierta.

Una boca colosal, del tamaño del pozo de dragones. Semienterrada en las aguas profundas. Con fauces inmóviles, pero vivas, esperando.

Y las criaturas —peces, tortugas, incluso un pequeño leviatán— nadaban directo hacia ella. Sin saberlo. Como si fueran parte del ciclo. Como si el mar las ofreciera.

Y justo cuando se acercaban demasiado…

La mandíbula descendía.

Casi imperceptible. Como si el mundo se inclinara un poco.

Daemon sintió cómo se le helaba la sangre.

Los ojos de la criatura —sí, ojos— eran redondos, oscuros, con iris apenas visibles como lagos dorados. Uno de ellos, inmenso, emergía apenas sobre la superficie. Y Daemon comprendió que cada uno de esos ojos era del tamaño de Vhagar.

Lo había estado mirando desde el principio.

"Por los Dioses…" murmuró, sin darse cuenta de que hablaba.

Caraxes giró bruscamente, inquieto, y Daemon permitió el ascenso.

Tenían que alejarse. Tenían que pensar.

Porque aquello no era una bestia.

Era una presencia.

Una voluntad antigua que no dormía, sino que esperaba.

...

Caraxes giró de nuevo sobre sí mismo, lanzando un rugido bajo y sostenido, agitado por algo que ni el cielo ni el viento podían explicar. Daemon se aferró al arnés, sintiendo cómo el cuero vibraba con la tensión del cuerpo escamoso.

Desde esa altura, aún podía ver el contorno de la criatura, apenas visible si uno sabía lo que buscaba. No una forma definida, sino una ausencia total de vida en un tramo de mar demasiado vasto para ser una coincidencia. La boca abierta seguía allí. Inmóvil. En silencio. Sostenida por la certeza de que no necesitaba cazar.

El mundo vendría a ella.

Daemon tragó saliva. A su alrededor, todo parecía diminuto. Los barcos eran motas. Las islas, cicatrices de piedra. Y Caraxes, el Terror Rojo, su demonio de sangre y fuego… no era más que un insecto ante aquella criatura.

Por un instante, imaginó qué pasaría si la cosa se movía.

Solo un salto.

Un impulso, como un tiburón rompiendo la superficie.

Si abría más la boca.

Si lo veía como presa.

Daemon sintió el peso en el pecho. El instinto le gritó que ni él ni Caraxes podrían huir a tiempo. Que sus alas, por poderosas que fueran, no le ganarían al vacío que se abría bajo ellos.

Un paso en falso, un giro mal hecho… y serían tragados sin rastro. No por furia. No por odio. Sino por hambre ancestral.

Entonces, Daemon tomó una decisión.

Susurró una orden en valyrio antiguo, casi como una plegaria. Caraxes respondió sin rechistar, comprendiendo que no era momento de desafío.

Ascendieron.

No como guerreros. No como cazadores.

Como sobrevivientes.

El aire se hizo más frío, más delgado. El sol les golpeaba el rostro con furia blanca. Las nubes se cerraban por debajo, como si la isla misma los negara. Caraxes jadeaba. Sus alas comenzaban a crujir por el esfuerzo. Nunca había subido tan alto.

Daemon tampoco.

Pero lo necesitaba.

Necesitaba saber hasta dónde podía volar si llegaba el día en que debiera huir.

Desde allí, la bestia no se veía. El mundo era niebla y luz.

Y sin embargo, Daemon no se sentía a salvo. Porque lo que había visto no podía olvidarse. Y lo que había sentido aún le rozaba la espalda, como un aliento bajo el agua.

Sin mirar atrás, descendió con lentitud, ya no en círculos, sino en línea recta hacia el islote, donde los hombres lo esperaban.

Su rostro era de piedra.

Pero sus ojos ardían.

Caraxes descendió sin rugidos. Sus alas, tensas por el esfuerzo del ascenso, lo sostuvieron en un planeo largo y controlado hasta que sus garras tocaron la roca negra del islote con un crujido sordo. Daemon desmontó de inmediato.

Los hombres se acercaron en silencio. Sabían cuándo hablar… y cuándo no.

Daemon caminó hasta el centro del campamento, aún envuelto en la bruma matinal, con el rostro sombrío y la mirada fija en el horizonte.

"Escúchenme bien", dijo al fin, con voz firme. "Este islote… es el límite. A partir de ahora, nadie —ni barco, ni bote, ni ave mensajera— cruzará más allá de este punto sin una orden directa mía o de la Princesa Rhaenyra."

Los marineros se miraron entre sí, inquietos, pero ninguno protestó.

Nerion dio un paso adelante. "¿Qué viste, mi príncipe?"

Daemon lo miró. Y aunque no levantó la voz, su respuesta se clavó como una espada.

"La razón por la que el sur ha permanecido en silencio durante siglos."

Los hombres esperaron. Querían más. Temían más.

"Una criatura marina. Tan grande que el ojo humano no puede comprenderla de un vistazo. Sus ojos… tienen el tamaño de Vhagar. Su boca permanece abierta bajo el mar, como una trampa que no necesita moverse. Solo espera. Las presas nadan hacia ella sin saberlo. Leviatanes. Ballenas. Barcos."

Un murmullo se elevó entre la tripulación. Uno de los hombres se persignó, como si el nombre de los Siete pudiera servirle allí.

"Si se despierta. Si se siente atacada. Si cree que somos amenaza… destruirá flotas enteras antes de que su sombra toque la costa."

Daemon los dejó tragar ese pensamiento.

"Así que pondrán señales. Altas. Firmes. Pintadas de rojo y negro. Este islote será advertencia. Ningún pescador pasará. Ningún explorador cruzará."

"¿Y si alguien ignora las señales?", preguntó un joven marinero.

"Entonces morirá", dijo Daemon sin titubeos. "Y que los dioses lo perdonen."

La orden fue acatada con la urgencia del miedo. Los marineros comenzaron a trabajar en silencio, levantando mástiles improvisados con telas rotas, pintando advertencias con brea, grabando en roca símbolos valyrios de peligro antiguo.

Nerion se acercó a Daemon, en voz baja.

"¿Volveremos al norte?"

Daemon asintió. "Con viento firme. Y sin mirar atrás."

El capitán bajó la cabeza.

Esa noche, no encendieron fuego. Navegaron en silencio, con las velas bajas y los rostros cubiertos. Incluso Caraxes dormía con un ojo abierto en cada parada, como si el mar aún les susurrara desde las profundidades.

Y Daemon, el príncipe dragón, no durmió.

Solo pensaba en la boca que nunca cerraba… y en las pesadillas que vivian bajo el mar.

El cielo estaba despejado cuando divisó la silueta de Prūmia entre la bruma dorada del amanecer. Las montañas centrales surgían como colmillos dormidos, y las palmas del este ondeaban con esa lentitud que solo la isla conocía. El viento tenía un olor distinto: hogar, fuego, piel cálida y sal antigua.

Daemon descendió con Caraxes en espiral, más despacio de lo habitual. No por cansancio. Por reverencia.

Aterrizó en la explanada rocosa frente a la entrada principal. Aegon gateaba sobre una manta extendida, vigilado por Brienne, mientras Rhaenyra se encontraba sentada bajo el toldo, bebiendo té de jazmín con una mano y un pergamino entre las otras.

El rugido de Caraxes bastó.

Rhaenyra alzó la mirada antes que nadie.

Se puso de pie sin apuro, pero sus ojos ardían.

Daemon desmontó y caminó hacia ella sin decir palabra, con la capa manchada por la sal y los ojos oscurecidos por el sol y el peso del sur.

Cuando llegó a su lado, ella le tomó la cara entre las manos.

"Volviste", dijo simplemente.

"Volví", repitió él.

"¿Todo bien?"

Daemon bajó la mirada un instante. Luego la alzó.

"Fue solo observación. No hubo combate. Ningún hombre herido. Ningún barco perdido bajo mi mando."

"Entonces es un buen viaje", dijo ella, acariciando su mejilla.

Daemon asintió. Pero no sonrió.

"No sabes cuánto me alegra haber tenido solo eso… observación", murmuró. "Pero si vieras lo que vi…"

Ella frunció el ceño, pero no presionó. Lo conocía demasiado bien.

"Te contaré esta noche", prometió. "Cuando Aegon duerma. Cuando la isla esté en silencio."

"¿Estás bien?"

Daemon dudó por primera vez.

"Estoy vivo. Pero el mar... no es nuestro. No como creemos."

Se quedaron en silencio. Aegon, desde su manta, dio un pequeño grito y agitó los brazos como si saludara. Rhaenyra rió con suavidad y se apartó para recogerlo.

Daemon la miró. A ella. A su hijo.

Y por un instante, se permitió creer que el mundo podía sostenerse así. Pequeño. Intacto. A salvo.

Aunque allá abajo, algo ya hubiera abierto la boca.

La noche cayó con lentitud, como si la isla quisiera extender el regreso de su príncipe un poco más.

Daemon y Rhaenyra cenaron en silencio, en la terraza alta, mientras Aegon dormía en su cuna, abrazado a un pequeño dragón de trapo. La brisa era suave, y el mar rugía a lo lejos, manso pero eterno.

Fue Rhaenyra quien rompió el silencio.

"He tenido un sueño", dijo de pronto, sin mirarlo.

Daemon la observó con atención. Ella rara vez usaba esas palabras con ligereza. No desde niña. Y mucho menos desde que los sueños habían comenzado a arder con fuego antiguo.

"¿Qué viste?"

Ella tardó en responder. Sus dedos acariciaban el borde de su copa de cerámica, donde aún quedaban restos de agua de azahar.

"Al principio no era un lugar", dijo. "Era un sonido. Como un tambor lento. Como un corazón... de piedra. Cada golpe abría un hueco en la oscuridad, y por ese hueco vi llamas... pero no quemaban. Flotaban. Respiraban."

Daemon no dijo nada. Esperaba.

"Vi torres de obsidiana retorcida. Hombres sin rostro caminando en círculo. Y una figura con alas negras que me hablaba sin voz. No recuerdo las palabras. Solo sentí… urgencia. Y fuego. Pero no miedo."

Ella alzó los ojos hacia él.

"Cuando desperté, el aire olía a ceniza. Abrí la ventana, pensando que era una tormenta… pero todo estaba en calma."

Daemon la estudió por un momento, luego preguntó:

"¿Dónde era?"

"Valyria", dijo sin vacilar. "No lo vi. Pero lo supe."

Silencio.

"¿Qué crees que significa?", murmuró él, en voz baja.

"No lo sé. Pero siento que si esperamos… será tarde. No para ti. No para mí. Para algo más. Como si las cenizas aún ardieran, esperando que las toquemos antes de que el mundo las sople."

Daemon inclinó la cabeza. Reflexionó. Luego, con un suspiro:

"Quisiera decirte que no es momento para otro viaje."

"Pero sabes que lo es."

Él asintió. Despacio.

"Entonces iremos."

"Con Aegon", dijo ella al instante.

Daemon alzó una ceja. "Valyria no es segura."

"Ningún lugar lo es. Ni siquiera esta isla. No después de lo que viste. Y él… él debe ir. Lo siento en la sangre."

Daemon no discutió más.

Se acercó a ella. Le tomó la mano con firmeza, y entre sus dedos tembló una verdad que no necesitaba explicarse:

El pasado los llamaba.

Y ellos, como los antiguos, sabían obedecer al fuego, acudir al llamado de sus Dioses...

Notes:

Este capitulo es un poco más corto de lo que ya me habia acostumbrado, pero he pasado todo el dia viajando, como Daemon, solo que yo en carro en una carrera para recoger mis pertenencias, asi que no termine de editar, pero no quiero pasar un viernes sin publicar.
El siguiente cap sera mas largo, lo prometo, pero... pero... podrian considerar esto una introduccion a lo que se viene en el siguiente capitulo.

Responderé sus bellos comentarios en el transcurso del fin de semana, muchas gracias por sus palabras!

Y si recuerdan bien... prometi que en esta historia habria mas criaturas que solo dragones...

Ya veremos que les depara el viaje a Valyria.

¿Opiniones? ¿Teorias?

Chapter 18: El camino del Fuego

Notes:

Este es un capitulo que estaba muy ansiosa por publicar... y finalmente es el momento!
Disfrutenlo.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Algo no estaba bien. Lo supo desde el momento en que abrió los ojos aquella mañana, incluso antes de que la brisa marina golpeara las cortinas y el sol se alzara sobre los muros blancos de la Isla Prūmia.

Tenía las manos húmedas. No por sudor, sino por algo más profundo, más antiguo. Como si el calor brotara desde sus venas. Como si sus huesos recordarán un lugar al que su carne aún no había ido.

Aegon dormía junto a ella, enroscado como un animalito de fuego, su pequeño cuerpo tibio contra el suyo, sus dedos envueltos alrededor de un mechón de su cabello. No tenía más de nueve meses, pero la forma en que se aferraba a ella... era como si él también lo supiera. Como si los dragones lo hubieran susurrado en sueños.

"Valyria", murmuró sin darse cuenta, sus labios partiendo el silencio de la alcoba. El nombre no era un pensamiento: era un latido.

Daemon, acostado a su lado y aun medio dormido, murmuró  "Una serpiente"

Rhaenyra sintió como su esposo se movía, comenzando a despertar pero aún profundamente agotado de su viaje.

Rhaenyra no respondió, aun ligeramente aturdida por su propio sueño.

"Tenemos que irnos", susurró. "Ya. Hoy. Mañana será tarde."

Daemon frunció el ceño, sus ojos entrecerrados por el sueño. 

"¿Por qué? ¿Tuviste otro sueño?" se levantó con un gruñido, sentándose y apoyando la espalda contra la cabecera de la cama.

Con un movimiento cuidadoso, la ayudó a sentarse en su regazo, acomodando a Aegon a su lado, dejándolo dormir otro poco más.

Acarició su vientre hinchando con ternura, moviendo sus dedos de manera circular sobre su camisón, rozando el borde de sus senos con manos ansiosas que Rhaenyra tuvo que detener, pues la distraen.

Ella negó, pero no del todo.

"No fue un sueño. Es... un llamado. Como un latido debajo de la tierra. Como una voz que no habla. Como si algo nos estuviera esperando... o muriendo mientras espera. Siento como si me llamara con urgencia." Apoyo su cabeza contra el cuelo de su tío y respiro profundo, sintiendo al bebe dentro de ella moverse con inquietud.

Daemon no dijo nada por un largo instante. Pero Rhaenyra sintió el roce de su mente contra la suya, esa vibración tenue que solo ocurría cuando sus mentes se unían y sus pensamientos iban de una mente a otra libremente.

Aegon abrió un ojo y emitió un sonido bajo, entre gorjeo y queja.

"Entonces iremos", dijo Daemon al fin. "Partiremos cuanto antes."

Rhaenyra bajó la vista a su vientre, abultado y vivo, y una punzada la atravesó. No dolor. Algo más primitivo. Una alarma.

"No podemos esperar más, pero debemos hacer algunos preparativos."

Rhaenyra asintió, viendo la firmeza con la que Daemon la miró tanto a ella como a Aegon.

No dejaré que nada les pase. 

La inquietud no la abandonó en todo el día. Ni siquiera cuando Aegon se calmó en brazos de Catelyn, ni cuando Anya le ofreció leche tibia de almendras con dátiles. Rhaenyra no quiso té, ni zumo de cítricos, ni el dulce de limón que le preparaban cuando se sentía alterada. No podía comer. Solo moverse.

Y el bebe en su vientre parecía sentirse igual de inquieto, girando de un lado a otro dentro de ella, constantemente.

Convocó a los capitanes presentes en la isla al solar, el corazón de la villa blanca donde el sol descendía directo sobre las piedras lisas. Brienne estaba a su lado, de pie, con los labios apretados y las manos firmes sobre el pomo de su espada. Daemon aún no había regresado del muelle, ordenando que prepararan dos barcos para partir ese mismo día.

Rhaenyra los miró uno por uno, su túnica roja y negra danzando alrededor de sus piernas cuando se sentó en la silla tras su escritorio. Aegon estaba con ellas, sentado en una cuna donde el niño jugueteaba con una cuerda trenzada, absorto en las perlas que colgaban de ella, chupandolas con entusiasmo

"No los obligaré a ir", dijo sin levantar la voz. "Valyria no es un puerto común, es un lugar destruido y según muchos, maldito. Algunos no volverán si nos siguen. Pero necesito ir. Y necesito quienes lleven provisiones para mi viaje."

Los hombres intercambiaron miradas breves, pero ninguno habló.

"Mi hijo viene conmigo", continuó, bajando la vista a Aegon solo un instante. "Y también lo harán los dragones menores. Tessarion, y el gris de Aegon."

"¿El pequeño?" preguntó uno de los capitanes, Kryn Sand, de origen dorniense, con el cabello trenzado y los ojos duros. "Ni siquiera ha volado fuera de la isla."

"No tiene que pelear", respondió ella. "Solo estar cerca. Si vamos a despertar la sangre antigua, los dragones deben estar juntos. Todos los que puedan volar, todos los que estén ligados por lazos de fuego."

Brienne asintió, sin decir palabra. Fue la primera en alzar el brazo.

"Yo iré."

Y entonces, uno a uno, los demás siguieron. Kryn. Thenaro, el hijo del maestro de astilleros. Nira y Gellan, hermanos del escuadrón Rubí. Los nombres se sumaron hasta formar una pequeña docena, todos dispuestos a enfrentar lo desconocido por su Princesa.

Daemon apareció por fin al atardecer, cubierto de salitre y con el cabello aún húmedo. No preguntó nada al verlos reunidos. Solo dijo:

"El barco estara listo mañana al amanecer. Partiran antes que nosotros."

Rhaenyra asintió.

Monterys, quien había estado observando en silencio, se acercó y dejó una docena de pergaminos en la mesa.

“Como me solicitó, Princesa, aquí están las transcripciones y copias del tapiz, así como el mapa… y lo que esperamos sea la ruta adecuada.” desenrolló uno de los pergaminos y todos vieron que había señalado un punto en particular, pero en este dibujo Valyria estaba completa.

Daemon se acercó y tomó el control, solo confirmando con Rhaenyra el destino final. “Un barco se quedará a la mitad, hay una isla por esta zona” señaló un punto en el mapa. “es un islote, solo arena y unas palmeras, pero quiero que se queden ahí, llevarán la mayor parte de las provisiones. En caso de que el segundo no consiga llegar a Valyria.”

Saco un mapa más grande, donde Valyria estaba vagamente trazada, pues era después de su destrucción. 

“Estimamos ir a esta zona, queremos que el barco se acerque lo más posible. También mandare un mensajero a Volantis para que se preparen e intenten acercar provisiones. No creo que el barco sea capaz de acercarse a Valyria, pero con que lleguen al borde del mar humeante, un viaje de unos minutos para ir provisiones acortará el viaje a si intentamos viajar durante horas hasta Volantis.”

Los capitanes comenzaron a dar sugerencias y tras discutir sus opciones, finalmente se formo un plan con el que estaban satisfechos.

Los capitanes y sus marineros, aquellos que irían a Valyria, se retiraron a descansar, sabiendo que al amanecer debían partir.

La noche se había vuelto pesada. No por el calor, sino por la espera. El mar ya no rugía como antes, pero las estrellas parecían más apagadas. Rhaenyra caminaba en silencio entre los corredores abiertos de piedra pulida, con Aegon balbuceando en sus brazos, su respiración cálida contra su pecho.

Brienne la esperaba en la terraza lateral del solar, donde crecía un árbol de hojas negras traído de Lys. Sostenía a su hijo en brazos, el pequeño Joffrey, que dormitaba ligeramente.

"Gracias por venir", dijo Rhaenyra con suavidad, colocando a Aegon en la canastilla alta, hecha especificamente para él. Su bebe se lanzo sobre el peluche de color rojo y comenzo a masticarlo con entusiasmo.

Daemon había ordenado al menos una docena de canastillas, todas repartidas en diferentes habitaciones, para que Rhaenyra apoyara a Aegon y no se cansara, sobre todo ahora que su vientre se había comenzado a notar y complicaba que cargara a Aegon como antes.

"Siempre vendré, Princesa", respondió Brienne con una leve sonrisa. Su rostro se iluminó brevemente al mirar a su hijo. "No podía dejar pasar esta oportunidad. Si vamos a Valyria, quiero que él también la vea, se que tal vez no lo recuerde… pero creo que es importante que conozca de donde viene, he notado lo mucho que le afecta a usted no conocer su hogar.."

Rhaenyra asintió. Se acercó un poco más, hasta poder tocar la cabeza del niño con los dedos. Joffrey emitió un chillido leve, feliz.

"¿Estás segura de querer llevarlo contigo?", preguntó Rhaenyra. "No será fácil el viaje."

"Lo sé", murmuró Brienne. Luego guardó silencio un momento, como si sopesara sus propias palabras. Finalmente, las dejó escapar, casi en un suspiro. "Pero si llegamos a encontrar un huevo... quizá, con suerte, podría ser para él. Para Joffrey."

Rhaenyra bajó la vista, sin dejar de acariciar el cabello del niño. Había ternura en sus ojos, pero también gravedad.

"Brienne... eso no puede ser." 

La dama la miró, sin sorpresa, pero aún con esperanza.

"No es por crueldad. Es porque no funcionaría. Ni siquiera si pusiéramos el huevo en su cuna, ni aunque lo criáramos cerca del fuego. Los dragones responden a la sangre. No a los deseos. Solo los Targaryen pueden montarlos, y aún entre nosotros... no todos son elegidos. La rama Velaryon tuvo dragones gracias a la Princesa Rhaenys, una Targaryen… y aun así ninguno fue un dragón de cuna, tuvieron que conquistarlos."

Brienne bajó la vista a su hijo. No lloró. No frunció el ceño. Solo asintió, una vez, con la dignidad de quien ha aprendido a aceptar lo imposible.

"Entonces que conozca sus raices", dijo al fin. "Que camine sobre las ruinas y vea lo que ustedes fueron. Quiero que entienda lo que yo entendí: que la familia a la que juré servir no es solo una línea de sangre... es una llama. Y esa llama me salvó."

Rhaenyra sintió que algo se quebraba suavemente dentro de ella. Quizá era gratitud. Quizá culpa.

“Y si no conseguimos llegar a Valyria… tal vez estemos lo suficientemente cerca de Volantis para que Laenor lo conozca…” Brienne la miro con timidez, pero Rhaenyra le sonrio alentadoramente.

“Me asegurare que el mensajero que envie Daemon tenga esta información, yo tambien creo que Laenor debería conocer a su hijo.”

Brienne sonrió, y en su sonrisa había una historia entera que no necesitaba contarse. Luego ambas mujeres bajaron la vista a sus hijos, y en el silencio que siguió, hubo entendimiento.

A su salida, le pidio que llamara a Anya y Catelyn.

Anya y Catelyn Strong llegaron con prontitud. Vestían tonos discretos, con el cabello trenzado y recogido, como siempre que se preparaban para recibir instrucciones formales. Rhaenyra sintió una punzada al verlas. Habían crecido tanto desde que Harwin las dejó bajo su cuidado, tan solo unos meses y ya no eran niñas, se habían transformado rápidamente en mujeres, en damas listas para asumir sus deberes con entusiasmo.

"Quiero que ambas permanezcan en la isla", dijo sin rodeos, sentándose al extremo de la mesa de mármol oscuro. 

Anya asintió de inmediato, como si ya lo esperara. Catelyn abrió la boca para protestar, pero Rhaenyra levantó la mano antes de que hablara.

"No es una tarea menor. Esta isla es nuestra base más segura. No puede quedar desatendida, ni en manos de extraños."

"¿Y si los Hightower nos encuentran?", preguntó Catelyn, en voz baja.

"No lo harán. Este lugar no es conocido y casi imposible llegar, además de que tendrán hombres que las protejan." Hizo una pausa. "Daemon ha asignado cuatro escuadrones a la defensa del palacio. El comandante Farlett se queda con ustedes, junto con Kranis y dos vigías de confianza. Además, estarán en el interior de la Isla, cualquier llegada será al Puerto sur."

Anya asintió de nuevo. "¿Y los contratos?"

"Están aquí." Rhaenyra deslizó un estuche lacrado sobre la mesa. "Tienen copias de los acuerdos firmados por los puertos de Lys, Mereen y Pentos. Deben mantener actualizado el inventario de todo lo que llegue de Volantis. Si alguna flota comerciante llega, recibidlos con respeto. Pero si hacen preguntas sobre nuestra ubicación, enviadlos lejos."

"¿Debemos aceptar nuevos acuerdos?", preguntó Catelyn.

"Solo si son ventajosos y si el nuevo general los aprueba, Daemon tambien ha dejado a cargo a alguien para que las ayude."

En ese momento, se escucharon pasos firmes entrando en la sala. Reuben Wayne, alto, de rostro cuadrado y mirada impenetrable, hizo una breve inclinación de cabeza.

Daemon iba detrás de él. No dijo palabra. Solo se colocó junto a Rhaenyra y le ofreció una mirada fugaz, dándole paso.

"Desde este momento", dijo ella, alzando la voz con toda la solemnidad de una Reina, "Reuben Wayne tomará el mando militar de la Isla Prūmia. Será Gran General en ausencia de su Príncipe, con autoridad sobre todos los escuadrones de tierra y mar."

"Mi espada está al servicio de la sangre del dragón", dijo Reuben, colocándose una mano en el pecho. "Y de quienes queden atrás para mantener la llama encendida."

Rhaenyra miró a las hermanas Strong. "Confío en ustedes. Esta isla fue el refugio de mi hijo. No permitan que deje de serlo."

Anya bajó la cabeza con respeto. Catelyn lo hizo después, más lenta, claramente nerviosa.

Rhaenyra se acercó a ellas. Las tomó de las manos. "No les pido que se queden porque no confíe, lo hago porque confío en ustedes."

Ambas mujeres asintieron y tras una breve despedida, se retiraron.

Tras pasar el resto del día asegurandose de que las provisiones que llevarían en la alforja fueran preparados y ser revisada por Ophelia, Rhaenyra se retiro junto a Daemon y mantuvo a Aegon cerca de ambos, nerviosa por el viaje.

Pero esa noche no pudo dormir. 

La mañana siguiente, cuando los preparativos ya habían terminado y los barcos habían partido, Rhaenyra salió con Daemon sin decir palabra a los demás. Aegon dormía seguro con Anya, y el aire de la isla se había vuelto espeso, casi eléctrico. Los dragones sentían el cambio. Ellos también.

Caraxes los aguardaba al borde de los acantilados, inquieto, con el cuello largo girando hacia los volcanes del sur como si algo invisible lo llamara. Rhaenyra se ajustó la capa sobre los hombros y subió detrás de Daemon. Él no necesitó preguntarle nada. Ambos sabían a dónde iban.

Volaron bajo. El viento era denso y cargado de ceniza, como si la isla comenzara a respirar desde las entrañas. Cuando el primer volcán apareció, no necesitaron buscar más: una grieta se abría en la ladera oeste, y desde ella brotaba un resplandor anaranjado como un corazón encendido. Syrax estaba allí.

Aterrizaron en una cornisa negra, afilada por antiguas erupciones, pero cubierta con rastros de musgo que le daban suavidad. El calor era insoportable para cualquiera, pero ellos avanzaron como si caminaran entre nubes. La roca ardía, el aire vibraba, y la lava descendía como ríos vivos en torno a una cueva cavada a fuerza de garras, fuego y voluntad.

El calor les dio la bienvenida cuando a cualquier otro sería inhóspito.

Dentro, Syrax los miró. Sus ojos dorados, inmensos, los reconocieron de inmediato. No rugió. No se movió. Solo permaneció inmóvil, inmensa, protectora, rodeada de fuego.

Entre sus patas, sobre una plataforma de piedra ennegrecida y rodeada de huesos, ramas y ceniza, estaban los huevos.

Rhaenyra tuvo que detenerse un instante para respirar antes de acercarse, su corazón acelerado, lleno de emoción y orgullo.

El primero tenía escamas platinadas con vetas de morado profundo, como el crepúsculo antes de una tormenta. Palpitaba débilmente, brillando con vida.

El segundo era aún más hermoso, si es que la belleza podía ser medida. Su superficie era pálida, aperlada, con un brillo nacarado que recordaba la espuma del mar justo antes del amanecer. Tenía algo de aire y algo de agua. Como si hubiera sido puesto por una criatura nacida entre las olas.

"Su primera puesta", murmuró Rhaenyra, sintiendo un escalofrío, no de frío, sino de comprensión. 

Daemon observó en silencio. La lava crepitaba tras ellos, como un coro antiguo. Caraxes se mantenía cerca de la entrada, pero no se atrevía a entrar del todo. Syrax respiraba con lentitud, pero sin bajar la guardia.

"No deberíamos moverlos aún", dijo él. "No hasta que estén listos."

"Pero deben venir con nosotros. A Valyria. Es importante que los llevemos."

“Complicara el viaje.” Daemon intento disuadirla.

En su mirada tambien se veía la emoción, el orgullo.

“No importa.” Rhaenyra se mantuvo firme y Daemon cedió con un suspiro.

Syrax no protestó. Y en ese momento, Rhaenyra supo que la dragona también lo había sentido: el llamado.

Se pregunto si la puesta de Syrax… el tiempo, el momento, tendrían algo que ver.

Daemon tomo los huevos con cuidado, colocandolos en la bolsa de cuero rellena de algodón con tanta ternura como cuando cargaba a Aegon.

Sus ojos brillaban de emoción y la sonrisa en su rostro delataba su alegría.

Regresaron volando a lomos de Caraxes, mientras Syrax los seguia volando con aleteos lentos, como si aún siguiera cansada.

Su dragona se poso encima de una de las torres con pasos torpes.

El cielo apeas comenzaba a aclarar cuando Rhaenyra entró en el establo de piedra donde se preparaban las monturas de vuelo. El olor a cuero, ceniza y sangre de dragón impregnaba cada rincón. 

Daemon llevaba horas despierto, preparando todo con inquietud.

Caraxes reposaba afuera, su silueta inmensa apenas visible bajo la luz de las antorchas, mientras los dos dragones pequeños, Tessarion y el gris de Aegon, correteaban por el suelo como sombras nerviosas.

Daemon estaba allí, arrodillado junto a su silla de montar, midiendo con cuidado la distancia entre los ganchos laterales y una nueva pieza de metal forjado. Una especie de arco, curvado como las alas de un cuervo.

"Estás improvisando", dijo Rhaenyra al acercarse.

"No hay manual para esto", respondió él, sin apartar la vista de su trabajo. "Nunca se ha hecho algo así. Dos dragones jóvenes, apenas capaces de sostenerse en el aire... y un océano entero por cruzar."

Rhaenyra observó los rostros de los dragones pequeños. Tessarion la miró, ladeando la cabeza, sus ojos aún grandes y curiosos. El gris de Aegon bufó con suavidad, luego trató de trepar sobre un saco de provisiones. Ambos tenían escamas vivas, energía de sobra... pero no la fuerza de un dragón adulto.

Apenas eran crías, del tamaño de un pony, pero crías.

De alas que apenas se fortalecían lo suficiente para comenzar a volar por encima del Palacio.

"Solo son dos días de viaje…", preguntó en voz baja. “Pero me preocupa que sea demasiado para ellos.”

"Por eso deben venir conmigo", dijo Daemon. "Volarán hasta que se cansen. Cuando eso ocurra, podrán aferrarse a mi montura. Esta estructura los sujetará. Los entrené para que entiendan las órdenes básicas. No serán una carga, ya han ido conmigo a recibir barcos… aunque Tessarion siempre termina colgándose de Caraxes…"

Rhaenyra se agachó junto a él. Aegon dormía en el fular, su respiración pausada. Syrax aguardaba fuera, envuelta en la niebla cálida del amanecer.

"Los huevos viajarán conmigo", dijo. "Los llevaré en la alforja, justo bajo Aegon. No quiero separarlos de mí."

Daemon asintió, sin discutir. Sabía que no había alternativa.

"Volaremos juntos, pero no a la misma altura", murmuró él. "Yo iré más alto, para que los dragones jóvenes sigan mi estela. Tú irás baja, con Syrax. Así evitaremos cambios bruscos de viento para Aegon."

Rhaenyra lo miró. Había tierra en sus mejillas y hollín en su cuello. Era un guerrero, sí. Pero también era su compañero. Su sombra. Su fuego.

"Entonces vámonos en cuanto termines.” la urgencia en su tono hizo que Daemon le lanzara una mirada preocupada.

Ella termino de acomodar sus provisiones en su alforja, alegre de que con el tamaño de Syrax, ella pudiese cargar más peso sin dificultades, y pudiese agregar un par de cosas extras que Daemon no apoyaría.

Como la cajita llena de higos endulzados que ella y Aegon deborarían durante el vuelo.

Daemon terminó de ajustar los últimos amarres. Se levantó. Y por un momento, no hubo palabras. Solo el sonido del cuero tenso, de los dragones impacientes, y del mar que golpeaba la costa como un presagio antiguo.

Estaban listos.

Daemon se tomo un momento para besarla y ayudarla a acomodar a Aegon para que no pudiese soltarse por accidente durante el vuelo.

El cielo era claro cuando alzaron el vuelo.

Syrax se elevó con un rugido grave que estremeció los acantilados, sus alas doradas abriéndose como una promesa. Caraxes la siguió, más rápido, más salvaje, con los dragones jóvenes planeando torpemente detrás de él, uno a cada lado. Daemon volaba ligeramente por encima, vigilándolos de reojo. Había adaptado su silla con cuerdas trenzadas, correas y una estructura curva de metal donde los dragoncetes pudieran posarse si el cansancio los vencía. No era elegante, pero era ingenioso. Como él.

El mar bajo ellos era profundo y oscuro. Aegon dormitaba en su pecho, los huevos cuidadosamente envueltos en tela gruesa y colocados en la alforja bajo su silla. El calor de Syrax los mantenía tibios, vivos, latentes. El viento era suave, pero constante. Solo quedaba avanzar.

Horas después, vieron la silueta del primer barco.

Aún le faltaba un largo camino por recorrer para llegar al islote donde se quedaría estacionado hasta que su viaje terminara.

Los hombres a bordo salieron a cubierta al verlos, levantando brazos, gritando saludos. No descendieron. Daemon simplemente levantó una mano, Syrax rugió desde lo alto, y los dejaron atrás.

El barco quedaría como punto de retorno, una última señal de lo conocido. Más allá de esa línea de espuma, comenzaba la leyenda.

Valyria no estaba lejos, pero no llegarían ese día.

Cuando el sol comenzó a inclinarse, divisaron un islote perdido entre las olas. Era una masa de roca volcánica, cubierta apenas por musgo y tres árboles retorcidos. No tenía nombre. No lo necesitaba. Rhaenyra hizo que Syrax descendiera con suavidad, el aterrizaje amortiguado por la arena negra. Daemon llegó poco después, descendiendo con una precisión que parecía práctica, no instinto. Los dragones pequeños se posaron a duras penas, exhaustos, uno de ellos tumbándose de lado como un cachorro. Caraxes caminó alrededor del islote como si marcara un territorio que no le pertenecía.

"Pasaremos la noche aquí", dijo Daemon.

Rhaenyra se quitó el fular con cuidado, sacó a Aegon y lo acunó entre los brazos. El niño abrió los ojos, desorientado, y luego comenzó a patalear con pequeñas quejas, hambriento.

"Está bien, mi amor", susurró ella. "Solo un poco más."

La noche cayó con lentitud. No encendieron fuego. No lo necesitaban, no con dos dragones gigantescos manteniendolos calientes y dos pequeños que casi los cubrieron como mantas en su intento de quedarse cerca.

La noche en el islote era espesa y sin luna, pero los dragones ardían lo suficiente para mantener el mundo a raya. Caraxes dormía enrollado sobre sí mismo como una serpiente gigantesca, con un ojo entreabierto que seguía cada sombra. Tessarion y el gris de Aegon estaban acurrucados juntos, envueltos en sus propias alas, temblando levemente con cada soplo de aire salino.

Rhaenyra sostenía a Aegon sobre su pecho, cubriéndolo con una manta, mientras él succionaba leche tibia con ojos entrecerrados. Sus pequeñas manos se aferraban a su blusa con una fuerza que no parecía humana. Como si ya presintiera el fuego que lo esperaba.

Daemon se sentó a su lado, en una roca pulida por el viento. Tenía la mirada fija en la bruma que crecía en el horizonte.

"No era una serpiente como las de Poniente", dijo de pronto. "Ni siquiera como las que vimos en los libros de Volantis. Su cuerpo se alzaba sobre el agua como una muralla. Tenía aletas dorsales que parecían lanzas, y ojos... ojos que no parpadeaban."

Rhaenyra giró la cabeza hacia él. "¿Qué tan grande era?"

"Más que Caraxes. Mucho más. Y eso solo fue lo que salió del mar. No vimos la cola. Ni el final de su cuerpo."

"¿Crees que los Valyrios la conocían?"

Daemon guardó silencio.

"Si existía hace doscientos años, y aún vive... entonces quizá sí. Quizá fue una de las razones por las que nunca cruzaron más al sur."

"¿Sothoryos?", susurró Rhaenyra.

Daemon asintió.

"Se dice que sus costas están llenas de fiebre, selvas, insectos que matan con solo morder... pero eso no habría detenido a los Señores del Dragón. Ni a Balerion, ni a Meraxes. Algo más los contuvo."

"¿Y si era eso?", dijo Rhaenyra, su voz apenas audible mientras mecía a Aegon. "Un guardián marino. Una criatura que ni siquiera los dragones podían vencer."

"Quizá no era una criatura", murmuró Daemon, casi para sí. "Quizá era castigo. O un guardian..."

El silencio se alargó. Rhaenyra bajó la vista a su hijo, ya dormido, su aliento tibio contra su piel.

"Si ese monstruo aún vive... y nosotros lo hemos despertado... ¿no estaremos cometiendo el mismo error que los antiguos? ¿Y si fue la verdadera razón por la que cayó Valyria?"

Daemon no respondió. Se limitó a extender el brazo y rodearla por los hombros, atrayéndola contra su costado. Ella no se resistió. Se quedó allí, escuchando los latidos de su pecho. Aegon se acomodo entre ambos, suspirando felizmente.

Más allá del horizonte, comenzaba a levantarse una bruma espesa, que se movía como un ser vivo. 

El sueño no llegó como los demás.

No fue suave, ni envuelto en imágenes borrosas. Cayó sobre ella como una llamarada, cruda y repentina.

Los árboles ardían.

No uno, no un bosque, sino todos. Árboles de ramas retorcidas y troncos huecos, ardiendo desde dentro como si la savia misma fuera aceite. El cielo estaba rojo, más que rojo: sangriento. Las nubes parecían heridas abiertas, y de cada una llovían piedras ígneas, como lágrimas arrancadas del mundo.

Los volcanes rugían. No como montañas. Como bestias. Eran decenas. Algunos explotaban desde dentro, lanzando ríos de lava y humo que devoraban ruinas olvidadas. Otros se abrían por la mitad como bocas de fuego. Y desde ellos… los dragones caían.

Uno tras otro.

Criaturas aladas envueltas en llamas, en espasmos, en muerte. Caían con las alas rotas, con las gargantas desgarradas. El cielo se llenó de rugidos, pero no eran rugidos de furia. Eran gritos. Agonía pura.

Y entonces lo vio.

Una figura en lo alto, suspendida contra el sol. Un hombre. O algo que alguna vez lo fue. Tenía alas. No alas de dragón, sino alas que brillaban con fuego y sombra. Extendidas como si fueran a cubrir el mundo entero.

Pero no lo logró.

Un destello azul lo atravesó, tan brillante que partió el cielo. Un sonido le siguió: no trueno, no rugido. Un grito. Horrible. Antinatural. Un lamento que hizo temblar los huesos del sueño. El hombre con alas se retorció, cayó envuelto en luz y polvo, y el mundo gritó con él.

Rhaenyra despertó gritando.

"¡NO!"

Aegon comenzó a llorar al instante, un llanto agudo, puro, de terror. Daemon se incorporó de inmediato, con los ojos abiertos y alerta, su espada ya en la mano. Pero no había enemigos. Solo el mar. Solo la noche. Solo ella.

"¡Muña! ¡Muña!" gritaba Aegon, extendiendo los brazos hacia ella, sus mejillas húmedas y los ojos desbordados de miedo. “Mi, mi.”

Rhaenyra lo tomó con manos temblorosas, lo apretó contra su pecho y besó su cabeza una y otra vez. Aegon intento tocar su rostro, su puchero mientras señalaba sus lagrimas hizo que el corazón de Rhaenyra se apretara.

"Estoy aquí, mi amor. Estoy aquí..."

Daemon dejó la espada a un lado. Se arrodilló frente a ella, tomándola por los brazos, obligándola a mirarlo.

"¿Qué viste?"

"Todo ardía", susurró Rhaenyra. "Los dragones... caían. El cielo... era fuego. Y un hombre con alas... fue destruido por algo que no entiendo. Azul. Azul y cruel."

Daemon frunció el ceño.

"No fue un sueño normal, Daemon… se sintio diferente", dijo ella, lágrimas bordeando sus pestañas, con la voz partida. "Como si ya lo hubiese vivido..."

Aegon seguía llorando, pero con menos fuerza. Rhaenyra lo mecía sin dejar de mirar a su esposo.

"Ya no hay vuelta atrás", dijo Daemon, con voz baja. "Yo los protegere, mi corazón de fuego. A ambos."

Y mientras el mar humeante se extendía más allá del islote, cubriendo el horizonte con su velo de ceniza y misterio, Rhaenyra supo que el verdadero viaje apenas estaba comenzando.

El mar humeante no era una metáfora.

El vapor comenzaba suave, como una bruma perezosa que se arrastraba sobre las olas. Pero con cada milla que avanzaban, el calor subía. Las alas de Syrax se humedecían con gotas tibias, y el aire se volvió denso, difícil de respirar. Rhaenyra lo sentía en la piel, en los huesos, incluso en la lengua. Era como si el mar hervía bajo ellos… y en efecto, lo hacía.

Syrax descendió un poco, buscando corrientes más estables. Aegon se revolvía contra su pecho, incómodo. Su frente estaba perlada de sudor causado por la humedad, y los huevos en la alforja comenzaban a emitir un leve calor propio. Como si respondieran al llamado de aquella tierra invisible tras el velo.

Daemon descendió a su altura. Caraxes resoplaba fuego bajo, en advertencia. Tessarion y el gris de Aegon ya no volaban: descansaban sobre los soportes de la silla de Daemon, exhaustos, con las alas caídas y el cuerpo pegado al metal caliente. Los cuatro dragones adultos y jóvenes se veían tensos, como si sintieran que algo los miraba desde debajo del mar.

¿Dónde está el barco? preguntó Daemon, sin necesidad de gritar, solo en su mente.

No lo veo, respondió Rhaenyra, con un escalofrío en la voz. Debería haber llegado antes que nosotros.

¿Y si se perdió en la niebla?

¿O algo peor?

Volaron en círculos por casi una hora, escaneando la superficie de agua oscura y silente. No encontraron velas. No hallaron restos. Nada. Como si el barco nunca hubiera existido.

No seguiremos buscándolo ahora, decidió Daemon. Aterrizaremos en la primera isla que encontremos.

Rhaenyra no discutió. La humedad causada por el vapor era ya insoportable incluso para Syrax. Y Aegon comenzaba a gemir con una voz que ella conocía bien: estaba a punto de llorar.

Divisaron tierra al sur, apenas una lengua de roca emergida del mar. Era un fragmento de lo que alguna vez fue algo más grande, una porción de isla arrancada del cuerpo de Valyria, cubierta de ceniza gris que se arremolinaba con el viento. El suelo humeaba. Literalmente.

Aterrizaron con cuidado. Caraxes lo hizo primero, sacudiendo ceniza por todas partes. Syrax descendió segundos después, bufando al tocar tierra caliente. Rhaenyra descendió con Aegon en brazos, tratando de mantenerlo cerca, pero el niño ya se retorcía, queriendo bajar.

"No, amor, espera..." murmuró, pero él ya se impulsaba hacia el suelo.

Y gateó.

Gateó con torpeza y determinación sobre la tierra cubierta de ceniza, con las manos y rodillas hundiéndose en el polvo caliente. Su túnica, clara esa mañana, pronto se tiñó de gris. Y cuando se giró a mirar a su madre, su carita redonda estaba completamente cubierta de ceniza, como si se hubiera revolcado en la chimenea.

Rhaenyra se quedó congelada un segundo. Luego bufó, se arrodilló a su lado y comenzó a limpiarlo con un trozo de tela.

"Aegon, por los dioses... pareces un huevo frito quemado."

El niño soltó una carcajada repentina, aguda, brillante. Y tras ella, la risa de Daemon estalló como una bocanada de humo, fuerte y profunda. Se dobló ligeramente, con una mano sobre la cintura, carcajeándose mientras se acercaba.

"¡Míralo! El heredero cubierto de ceniza, arrastrándose como un conquistador borracho. Es perfecto." dijo con un tinte de burla en su voz, pero sobre todo diversión.

Rhaenyra no pudo evitar reír también, a pesar del cansancio, del sudor, del olor a azufre que lo impregnaba todo.

Por un instante, solo uno, Valyria dejó de parecer un monstruo dormido. Y se sintió como una tierra antigua que reía con ellos.

Daemon voló antes de que cayera la noche.

Sin silla, sin peso, solo con Caraxes, que surcaba los cielos como una sombra roja sobre la niebla. Dijo que daría una última vuelta para buscar el barco, pero Rhaenyra supo que no esperaba encontrarlo. Aun así, lo dejó ir. Necesitaba moverse. Necesitaba buscar.

Ella, en cambio, se quedó en el islote de ceniza, arropando a Aegon contra su pecho. El niño había vuelto a dormirse tras su improvisada conquista del polvo volcánico, aunque aún tenía pequeños copos grises entre las pestañas y enredados en el cabello platinado que lo hacían parecer aún mas sucio.

Tessaron y el gris dormían cerca de los huevos, los cuales Rhaenyra había colocado sobre una manta de cuero reforzada, protegidos del calor por una cúpula improvisada con madera de los sacos. Syrax no dormía: permanecía alerta, mirando el horizonte con los ojos como brasas, quieta pero tensa.

La noche pasó sin luna. Solo el resplandor lejano del mar humeante iluminaba la roca, pintando todo con reflejos cobrizos y sombras danzantes. Cuando Daemon regresó, en silencio, con el rostro serio y la mirada dura, no hizo falta que hablara.

"No hay barco", dijo ella antes de que él abriera la boca.

Daemon solo negó con la cabeza.

Rhaenyra no durmió del todo. Se recostó sobre Syrax, con Aegon envuelto a su lado, y escuchó cómo la bruma silbaba entre las grietas del suelo como si algo respirara bajo la tierra.

Al amanecer, el calor no había cedido. El suelo seguía tibio, como si la isla no perteneciera del todo al mundo natural, Rhaenyra no pudo evitar pensar que la tierra de Valyria tal vez de verdad estaba maldita.

Rhaenyra se apartó de los demás con Aegon aún en brazos, descendió con cuidado por un costado de la roca hasta donde rompían las olas y se arrodilló. El mar estaba tan quieto que parecía vidrio. Y humeaba.

Extendió un brazo, tomó un puñado de agua con ambas manos, y se enjuagó la cara con decisión, esperando que la ceniza se despejara de sus mejillas. Pero en cuanto el agua tocó su piel, soltó un leve quejido.

"Está... caliente", murmuró, sorprendida por la sensación de ardor.

Volvió a intentarlo, esta vez sumergiendo solo los dedos, lentamente, como una prueba. Los retiró de inmediato. Estaban enrojecidos.

El agua no solo estaba tibia.

Estaba hirviendo… pero no de manera normal. 

Rhaenyra se quedó muy quieta, observando cómo pequeñas burbujas subían desde las profundidades. El vapor no venía solo de la superficie: el mar entero hervía, como un caldo antiguo, como un caldero sellado por los dioses.

El barco de provisiones... no tenía forma de alcanzarlos. La madera no resistira el agua.

"Nos dejó pasar", susurró ella, apretando a Aegon contra su pecho. "El mar nos dejó pasar... pero no a ellos."

Noto como el mar parecía mas inquieto que el día anterior, conforme pasaban los minutos, el vapor se acrecentaba a cada instante.

Syrax rugió desde lo alto del islote. Daemon apareció en la cima, vigilando en dirección al sur, hacia donde el vapor era más denso y comenzaban a perfilarse formas en la bruma: torres rotas, columnas partidas, estructuras imposibles.

Valyria.

Rhaenyra volvió a mirar el mar. Y esta vez no vio agua.

Vio una frontera.

Rhaenyra se frotó los dedos con la tela húmeda, intentando aliviar la quemazón, pero el ardor persistía. No eran quemaduras graves, no había ampollas, pero la piel estaba roja, irritada, como si el agua la hubiera atacado.

No entendía.

Había estado entre ríos de lava. Había sentido el calor directo de Syrax, dormido junto a su vientre redondo bajo tierra. Había caminado sobre piedra fundida sin pestañear. Pero ahora… unas gotas del mar humeante le habían dejado la piel dolida y sensible.

Miró su palma. El enrojecimiento se extendía como una marca viva, como si el mar la hubiese reconocido… y rechazado.

"Esto no es calor común", murmuró, volviendo al centro del islote, donde Daemon aseguraba las provisiones en las correas de Caraxes.

Daemon se giró, notó su expresión, y en segundos estaba a su lado.

"¿Qué pasó?"

Rhaenyra le mostró la mano. "Apenas toqué el agua. Me quemó."

Él tomó su muñeca con suavidad, examinando los dedos uno a uno. Su mirada era seria, concentrada. Luego la soltó con lentitud, y se irguió, escaneando el mar como si pudiera descifrarlo con los ojos.

"Tú has nadado en lava", dijo. "Tu cuerpo tolera temperaturas que romperían a otros. Esto... no es calor natural."

"Entonces ¿qué es?"

Daemon guardó silencio por un largo momento.

"Podría ser sal mezclada con azufre... o algo más." Sus ojos se estrecharon. "La Fe dice que el fuego purifica. Pero el agua... el agua guarda memorias. Si esto viene de Valyria... podría haber más que vapor allí abajo."

Rhaenyra sintió un escalofrío. "¿Crees que el agua misma esté... maldita?"

"No sé si la palabra es esa", respondió él. "Pero sí creo que este mar fue sellado por algo. Protegido. Puede que no sea el calor lo que hierve aquí. Puede que sea magia."

Rhaenyra miró su mano otra vez. El enrojecimiento parecía haber tomado forma. No una quemadura, sino una marca difusa, como si algo hubiera probado su piel.

"No podemos tocar más el agua", dijo ella. "Ni siquiera por accidente."

Daemon asintió. Luego se giró hacia los dragones.

"Ni siquiera los dragones."

La costa de Valyria estaba ahí, al otro lado del mar humeante. Apenas visible entre la bruma, rota en fragmentos de columnas hundidas, cúpulas caídas y torres partidas por la mitad. El sol apenas tocaba ese suelo. Todo parecía suspendido, como si el tiempo mismo se hubiese negado a continuar.

"Podríamos cruzar en línea recta", dijo Daemon, observando el horizonte desde la cima del islote. "Podríamos estar allí en menos de media hora."

"Y podríamos no salir jamás", replicó Rhaenyra en voz baja, mientras aseguraba a Aegon en su pecho con un nuevo fular limpio.

Daemon no discutió. Atravesar por donde el mar humeaba con tal fuerza que parecían salir columnas de agua hirviendo al cielo de la nada, no parecía prudente.

Caraxes emitió un gruñido leve, como si también lo sintiera. Los dragones estaban inquietos. Tessarion se negaba a desplegar las alas por completo, y el gris de Aegon se aferraba aún a los arneses de la montura adaptada, con las garras firmes y las alas cerradas.

"Rodearemos el borde", decidió Rhaenyra. "Si este mar está maldito, no volaremos por su centro. Lo bordearemos hasta hallar una entrada segura, si es que tal cosa existe."

Daemon asintió con un gesto seco. No le gustaba la precaución, pero la entendía. Y la respetaba cuando venía de ella.

Despegaron poco después. El aire seguía caliente, denso, pero no tanto como sobre el centro del mar. Volaron a baja altura, rozando las líneas fracturadas de la costa valyria, donde la piedra negra se alzaba entre los vapores como dientes viejos y húmedos. A veces veían siluetas moverse bajo el agua, demasiado grandes para ser peces, demasiado veloces para ser bestias dormidas.

No hablaron.

Cada uno sabía que el otro también estaba viendo las sombras.

Pasaron restos de lo que alguna vez fue un puente colosal, ahora partido en seis secciones, cubierto de líquenes carmesí. Un edificio blanco como el hueso, inclinado hacia un lado, aún parecía como si estuviera ardiendo, pese a los siglos.

Valyria no era una ruina.

Era una herida abierta.

Al cabo de una hora, divisaron una península rota, conectada apenas por un paso de piedra y raíces petrificadas. La vegetación crecía torcida, como si incluso la vida tuviera que adaptarse al caos de ese lugar.

"Ahí", dijo Rhaenyra, señalando un claro en medio de la bruma. "Aterrizaremos allí. No demasiado lejos de las estructuras, pero lo bastante cerca para explorar a pie."

Daemon no respondió, pero descendió primero, como siempre. Rhaenyra lo siguió con Syrax, Aegon aún dormido contra su pecho, los huevos resguardados con ella como joyas vivas.

Cuando tocaron suelo valyrio por primera vez, el aire cambió. No solo por el calor, ni por el olor sulfuroso.

Sino porque la tierra vibraba.

Como si supiera que habían llegado.

El primer paso sobre la tierra valyria fue silencioso.

No hubo temblor. No hubo explosión. Pero Rhaenyra lo sintió en la sangre. Una vibración sutil, como una nota sostenida demasiado tiempo. Una resonancia que solo aquellos con fuego en las venas podían oír.

Se pregunto si era magia, magia crepitando en el aire, simplemente suspendida en el aire, en la tierra, en las rocas, incapaz de encontrar conducto para mostrarse.

Syrax se mantenía inquieta detrás de ella, resoplando con nerviosismo. Aegon, contra su pecho, se removió con un leve sonido, sus ojos morados observando todo con tanta atención que Rhaenyra se pregunto si comprendia.

Daemon inspeccionaba los alrededores con mirada atenta. Caraxes marcaba un semicírculo amplio, resguardando la zona con pasos pesados. La niebla aún rodeaba la península, pero no era ciega: se movía como si los evitara.

"¿Estás segura de que es aquí?" preguntó Daemon, sin mirarla.

"No del todo", respondió Rhaenyra, ajustando el fular de Aegon mientras bajaba del lomo de Syrax. "Pero el tapiz del templo de Shrykos indicaba que el de Tessarion estaba más al sur. Al borde del continente… Esto concuerda."

Daemon giró para mirarla, con el ceño fruncido. "El templo de Shrykos estaba al borde del colapso. Apenas conservaba sus símbolos, y estaba más lejos de la erupción, ¿crees que este, mas cercano, pueda seguir de pie?”

"No lo sé.” replicó ella con calma. "Pero el de Shrykos  estaba protegido por magia, seguramente el de Tessarion tambien fue protegido…"

Daemon pareció considerar aquello por un momento. Luego miró hacia el sur, donde la bruma parecía más espesa, más viva. Las formas allí no eran estructuras: eran sombras de estructuras, aún ocultas por la maldición, o protegidas por ella.

"El templo de Tessarion", murmuró. "¿Qué sabes de él?"

"Solo lo que mostró el tapiz. Era el más apartado del lado sureste. El más resguardado. Si los otros eran espacios de fe o estudio... ese parecía… para proteger. No era un templo para rezar. Era para ver, para cuidar."

"¿Ver qué?"

"No lo sé", dijo Rhaenyra. Luego bajó la vista a Aegon, dormido y sudoroso, el calor de la tierra filtrándose a través de sus ropas. "Pero si fue marcado aparte de los demás… entonces algo importante está ahí. Algo que no se mostró en Shrykos."

Daemon no respondió al instante. Solo observó cómo el viento movía la ceniza que cubría la ladera. Bajo sus pies, la tierra aún vibraba, leve, constante, como si respirara.

"Entonces caminaremos", dijo al fin. "Pero no al centro. Rodearemos por la cicatriz."

Y así lo hicieron.

La mañana siguiente no trajo claridad, sino más bruma.

El sol apenas lograba filtrarse entre los vapores que envolvían la península, haciendo que cada piedra negra, cada columna rota, pareciera surgir de un sueño quemado. La humedad era espesa, salada, con un dejo de azufre que lo impregnaba todo.

Rhaenyra despertó con Aegon sobre su pecho. El pequeño estaba ya despierto, balbuceando con energía, moviendo los brazos como si intentara alcanzar la niebla. Le rozó el cuello con una manita tibia y luego soltó un chillido de alegría al ver a Syrax en la distancia.

"Buenos días, mi amor", susurró Rhaenyra, y se permitió una sonrisa cansada mientras lo besaba en la frente.

La comida fue escasa: pan seco, algo de carne salada, y agua conservada en odres. Daemon comió en silencio, mirando el horizonte con el ceño fruncido. Tras un momento, habló.

"Si el barco no nos encuentra pronto, no tendremos más que para una semana. Diez días, si racionamos."

Rhaenyra asintió sin responder. Ya lo había calculado también.

"Lo encontraremos antes de eso", dijo con voz firme. "Tiene que estar aquí."

Daemon no replicó. En lugar de eso, fue él quien recogió a Aegon esta vez. Lo alzó con soltura y lo sentó en su cadera, asegurándolo con una tela cruzada como los padres de Volantis solían hacer. Aegon chilló de alegría, golpeando su pecho con una de sus manos regordetas, luego estiró el cuello para mirar todo a su alrededor.

El niño estaba activo, despierto, lleno de curiosidad. Señalaba ruinas, lanzaba sonidos guturales, y se agitaba cada vez que veía algo nuevo entre la neblina, queriendo bajar y perseguirlo.

"Le gusta este lugar", murmuró Daemon, sin ocultar su sorpresa.

"Es sangre del dragón", dijo Rhaenyra suavemente. "Siente lo que nosotros sentimos. Lo llama también."

Daemon le lanzó una mirada rápida. Luego, sin más, echó a andar.

La búsqueda no sería corta. El templo no se alzaba en ninguna cima ni se dibujaba contra el horizonte como una promesa. Estaba enterrado, oculto, roto por la Maldición y devorado por el tiempo. Tendrían que excavar con los ojos, con los recuerdos y con la intuición.

Pero estaban en la tierra de los dioses.

Y los dioses sabían que habían llegado.

Caminaron entre ceniza.

No era polvo liviano, sino una capa espesa, densa, que crujía bajo las botas como cristales rotos. A cada paso, levantaban pequeñas nubes grises que se pegaban a la piel, al cabello, a los pliegues de la ropa. Incluso Syrax y Caraxes parecían cubrirse de un velo apagado, como si los antiguos volcanes hubieran querido borrar todo color.

El paisaje era ruina pura.

Torres partidas, techos colapsados, pasillos abiertos al cielo como cicatrices. Rocas negras volcadas una sobre otra, fragmentos de estatuas y escaleras que no llevaban a ninguna parte. El viento era cálido, constante, pero no traía olor de vegetación ni canto de aves. Solo azufre. Solo silencio.

Rhaenyra miró alrededor con el ceño fruncido. Aegon, en brazos de Daemon, se agitaba menos que antes. Su curiosidad infantil se topaba ahora con un vacío insondable.

"No hay árboles...", murmuró Rhaenyra, deteniéndose a descansar contra una torre destruida.

Daemon alzó la mirada. "Ni plantas. Ni animales."

Caminaron más.

En un recodo de lo que alguna vez debió ser una plaza, encontraron huesos. No en tumbas ni en formación: huesos sueltos, desordenados, esparcidos entre la ceniza. Algunos aún tenían forma humana. Otros estaban calcinados, rotos, partidos por la mitad.

Rhaenyra se arrodilló con cuidado. Tomó una costilla ennegrecida entre los dedos y la sostuvo al sol.

"Estaban aquí cuando ocurrió. No huyeron."

"¿O no pudieron?" murmuró Daemon detrás de ella. “Tal vez los tomó por sorpresa… Además, no todos eran jinetes de dragones, la gente común… los esclavos.”

“Ni siquiera tuvieron una oportunidad.”

Más adelante hallaron lo que quedaba de un mercado. No quedaba madera. Solo las bases de piedra de algunos puestos, y trozos de vasijas partidas. Entre los escombros, una figura: un cráneo pequeño. De niño, quizá. Sostenía entre los dedos huesudos lo que parecía un juguete de cristal azul... aún intacto, aunque los huesos no lo estuvieran.

Rhaenyra se quedó allí por un instante. 

Todo era muerte.

No había insectos. No había madrigueras. Ni siquiera las moscas se atrevían a entrar en ese lugar. Era como si Valyria no hubiese sido arrasada… sino condenada. Sellada para siempre.

Aegon comenzó a balbucear de nuevo, pero sus sonidos eran bajos, extraños. Como si intuyera el dolor en el aire.

Daemon acarició su espalda con una mano. Luego dijo, con voz firme:

"El templo debe estar más adelante. Si aún queda algo de él."

Rhaenyra asintió.

Y siguieron caminando. Entre restos de imperios, entre sombras de fuego, entre ecos de un mundo que había ardido tanto que incluso la vida había decidido no volver.

Caminaron hasta que el suelo se acabó.

No en sentido figurado. Literalmente.

Las rocas se quebraban en una grieta gigantesca, un abismo donde alguna vez hubo continuidad. La isla estaba fracturada, como si la Maldición la hubiese desgarrado con furia. Más allá, se alzaban nuevas ruinas, columnas partidas y formas que parecían techos valyrios, difusos entre la bruma caliente. Pero entre un lado y otro, no había más que vacío: una hendidura oscura por donde el mar humeante susurraba desde las entrañas del mundo.

Daemon lanzó una piedra.

Nunca escucharon el impacto.

"No hay forma de cruzar caminando", dijo él, sin necesidad de confirmar nada más. "Debemos volar."

"Entonces volaremos al amanecer", respondió Rhaenyra. "Syrax y Caraxes también necesitan descanso. Y Aegon… no ha dormido bien."

Acamparon entre lo que alguna vez fue una avenida de estatuas. Algunas habían sido devoradas por la ceniza, otras yacían tumbadas, partidas por la mitad, con los rostros erosionados. Una aún conservaba algo de forma: una figura alada con brazos extendidos y los ojos cubiertos por una venda de piedra rota. Rhaenyra no quiso adivinar a quién representaba.

Aegon estaba inquieto, pero no asustado. Miraba todo con la solemnidad inexplicable que solo los bebés poseen. Se llevaba trozos de tela a la boca, reía con cosas invisibles y tocaba las piedras con la misma reverencia que Rhaenyra sentía al caminar entre ellas.

Cuando cayó la noche, Rhaenyra lo recostó sobre una manta gruesa, rodeada de dragones adormecidos y ruinas silenciosas. Se recostó a su lado, mientras Daemon, con el cuerpo en tensión tranquila, lo observaba desde el otro extremo.

"Di dracarys ", le dijo a su hijo, en voz baja.

Aegon soltó un sonido parecido a un bostezo.

" Dracarys ", repitió Daemon, con una sonrisa torcida. "Vamos."

"Solo tiene nueve meses", murmuró Rhaenyra, entre divertida y cansada.

"Ya gatea entre ceniza caliente. Puede aprender."

Aegon lo miró fijamente. Luego emitió un sonido largo y vibrante: "Daaa…"

Daemon se inclinó con una ceja alzada. "Eso fue bastante cercano."

Rhaenyra rió por primera vez en todo el día.

"¿Y luego qué?", preguntó. "¿Le enseñarás a decir 'dragón' o 'muerte'?"

"Voy a enseñarle a decir ‘sí’ y ‘no’. Y que elija con su voz. Aquí... eso puede salvarle la vida."

Rhaenyra se quedó mirando a su hijo. La ceniza le había teñido los cabellos de gris. Su pequeña mano se aferraba a una tira de cuero del abrigo de Daemon.

"Entonces enséñale a decir su nombre", dijo ella. "Que sepa que es un Targaryen, uno de verdad."

Daemon la miró con algo distinto en la expresión. No dijo nada.

Aegon se quedó dormido poco después, con los labios formando algo que quizás era palabra… o promesa.

Rhaenyra no recordaba haberse dormido.

Pero cuando abrió los ojos, no estaba bajo el cielo ceniciento de Valyria, sino en una plaza viva.

La misma donde habían encontrado los huesos.

Solo que ahora estaba llena de gente.

El aire era más cálido, pero sin azufre. Había sol. Las piedras no estaban rotas. Las estatuas se alzaban erguidas, enteras, imponentes. Voces llenaban el espacio: vendedores ofreciendo dátiles, niños corriendo entre puestos, ancianas discutiendo sobre tejidos. Todo era color, todo era movimiento.

Era maravilloso.

Dragones volaban en el cielo, aves entre los árboles, había caballos jalando carretas y perros correteando en los callejones.

Y en medio de ese mundo palpitante, Rhaenyra vio al niño.

El mismo que sostenía la piedra de cristal azul entre los dedos huesudos. Pero ahora tenía carne, piel blanca, cabello rubio y una túnica sencilla. Lloraba. De pie junto a una fuente de piedra, giraba sobre sí mismo llamando con desesperación:

"¡Muña! ¡Muña!"

Nadie lo escuchaba. Todos seguían en su mundo.

Rhaenyra quiso moverse, acercarse, levantarlo. Pero no podía. Estaba atrapada, obligada a mirar.

A su izquierda, una joven sonreía mientras sacaba pan humeante de un horno abierto, con los brazos cubiertos de harina. Había una flor azul en su cabello platinado. La acomodó con un gesto distraído y alzó la vista, como si sintiera algo extraño.

Y entonces todo tembló.

No como un temblor de tierra.

Sino como si el mundo se desgarrara desde dentro.

La plaza se partió. Literalmente. Una grieta inmensa cruzó la piedra como una cicatriz repentina. Varios puestos cayeron. La gente gritó, pero fue tarde. Desde el sur, un rugido sordo, inhumano, colosal, llenó el aire. El cielo se volvió rojo. Las aves dejaron de volar.

Rhaenyra vio cómo la joven del pan intentaba correr, abrir la boca para gritar... pero la onda de calor la alcanzó antes. Su cuerpo se convirtió en sombra, ceniza, fuego.

La explosión no fue una. Fue muchas.

La montaña misma pareció abrirse, escupiendo piedra, magma, y muerte. El niño con la piedra azul cayó de rodillas. A su alrededor, el mundo se deshacía.

"Muña..."

El eco de su voz fue lo último que Rhaenyra escuchó antes de despertar.

Se incorporó con un jadeo, el corazón desbocado. El sudor le cubría el rostro, y la tela de su ropa se le pegaba al cuerpo. Syrax resoplaba cerca, inquieta. Aegon dormía aún, aferrado a la manta, respirando con calma.

Daemon, a unos pasos, la observaba en silencio.

"¿Otro sueño?" preguntó, sin juicio.

"Sí", respondió ella, con voz quebrada. "Vi este lugar... antes de que cayera. Antes de que murieran."

"¿Y?"

"Todos estaban vivos. Era tan hermoso, Daemon... tan lleno de vida. Y luego... no quedó nada. Ni siquiera un grito completo. Solo fuego."

Daemon la observó unos segundos más. Luego se acercó y se sentó a su lado, en la piedra cálida.

"Valyria recuerda. Y tú la estás escuchando."

Rhaenyra se abrazó las piernas, con la mirada perdida en la oscuridad.

"Pero ¿y si no solo muestra? ¿Y si espera algo de mí?"

Daemon no respondió.

La bruma aún no se había disipado del todo cuando Rhaenyra volvió sobre sus pasos.

No dijo nada a Daemon. Simplemente se alejó del campamento, caminando con la determinación suave de quien lleva el alma colmada. Syrax la siguió a cierta distancia, sin ser llamada, con las alas cerradas y los pasos cautelosos sobre la ceniza.

El lugar estaba exactamente como lo recordaba del día anterior… y como lo había visto en su sueño.

Allí, entre piedras rotas y la base derruida de una fuente, los restos del niño seguían tendidos: huesos pequeños, una estructura frágil y carbonizada que aún conservaba la forma que el fuego no pudo del todo borrar.

Rhaenyra se arrodilló sin miedo, sin repulsión.

Con manos delicadas, recogió uno a uno los huesos, los limpió con la tela del dobladillo y los colocó sobre un pedazo de lino que había tomado de las provisiones. Luego, con sumo cuidado, retiró la piedra azul que yacía cerca de los dedos esqueléticos.

Solo entonces la observó con atención.

No era solo una gema pulida. No era una joya ni un amuleto.

Era un juguete.

Tallado en forma de criatura fantástica, mitad pez, mitad hombre, con un rostro sonriente y una base plana para que pudiera mantenerse en pie. Los detalles estaban grabados con ternura: los ojos grandes, los labios curvados, los rizos en la cabeza de piedra.

Rhaenyra lo sostuvo entre los dedos por un largo momento.

"Buscaba a su madre", murmuró. "Y su madre nunca lo encontró."

Miró a su hijo, que la esperaba en brazos de Daemon a unos pasos de distancia, con los ojos muy abiertos y atentos.

Entonces se levantó y caminó hasta él. Sin una palabra, puso el juguete en las manos de Aegon.

El bebé lo observó, curioso. Lo agitó, lo chupó, lo lanzó y lo recogió, ajeno a su historia, pero rodeado de su significado.

"Es tuyo ahora", susurró Rhaenyra. "Pero lo tendrás por él. Para que al menos su memoria camine contigo."

Volvió con Syrax, que esperaba firme y expectante, y dejó el pequeño fardo de huesos a sus pies.

"Quémalos como a uno de los nuestros", dijo en alto. "Hazlo con honra, Syrax. Que el fuego le devuelva lo que la tierra le negó. Dracarys ."

Syrax inclinó la cabeza.

Un instante después, una llamarada suave, no brutal, sino envolvente, emergió de sus fauces. El fuego lamió los huesos con respeto, sin violencia, hasta que no quedó nada salvo ceniza limpia.

Rhaenyra se quedó allí, en silencio, mientras el viento se llevaba los restos al cielo de Valyria.

Un niño sin nombre. Un juguete azul. Un acto de compasión en una tierra olvidada por los dioses.

Y con eso, siguió caminando.

Volaron en cuanto el sol estuvo lo bastante alto para iluminar el mar roto.

Syrax y Caraxes sobrevolaron la grieta con facilidad, deslizándose sobre las brumas como espectros alados. Los dragones pequeños, Tessarion y el gris de Aegon, los siguieron, aunque con dificultad. Sus vuelos eran torpes, nerviosos, y más de una vez tuvieron que detenerse sobre el arnes atado a la silla de Caraxes para descansar.

La nueva isla no era distinta a la anterior: ruinas, ceniza, columnas partidas y fragmentos de hogares que ya no albergaban nada.

Pero había algo distinto en el aire. No era olor… era sensación.

Los dragones pequeños lo notaron primero.

Tessarion se detuvo repentinamente y descendió con un chillido agudo, olfateando entre los escombros de lo que alguna vez fue una casa de varias plantas, ahora reducida a muros abiertos y techos caídos. El gris le siguió de inmediato, sus alas vibrando de entusiasmo.

Rhaenyra frunció el ceño. "¿Qué hacen?"

Daemon ya descendía detrás de ellos, con Aegon bien sujeto a su pecho. Rhaenyra los siguió, aterrizando en una terraza rota que crujió bajo su peso.

Los dragones pequeños bufaban y rascaban el suelo con ansiedad.

Y entonces lo vieron.

Dentro de la estructura caída, en lo que parecía haber sido una sala hundida, yacía un estanque aún lleno de agua clara. Era como un fragmento detenido en el tiempo: las paredes estaban ennegrecidas, sí, pero la piedra tallada seguía contenida. Y en su interior, nadaban peces. Vivos. Reales.

Naranja y negros, con cuerpos alargados y movimientos lentos, ajenos al desastre que había sepultado el mundo.

Los dragones no esperaron permiso.

Tessarion escupió una pequeña llama al agua, evaporando parte de la superficie con un siseo. Dos peces flotaron chamuscados, y el gris se abalanzó sobre ellos de inmediato, arrancándolos con avidez. Luego bajaron los dos, y comenzaron a cazar, lanzando pequeñas bocanadas de fuego con una precisión feroz.

"Están... comiendo", murmuró Rhaenyra, entre sorprendida y dudosa.

"No lo han hecho bien en días", dijo Daemon, observando el festín improvisado desde arriba. "Quizá es lo mejor."

"¿Y si no lo es?" replicó ella, con los ojos aún puestos en el estanque. "No sabemos qué hay en esa agua. Ni qué son esas criaturas. Esto… no debería existir aquí."

Daemon miró a los peces. A su forma. A los colores brillantes. Nada en Valyria había sido tan… vivo.

"Quizá están aquí por una razón", dijo. "O quizás resistieron lo que todo lo demás no pudo. Como nosotros."

Rhaenyra no respondió. Solo observó cómo Tessarion, aún pequeño, levantaba uno de los peces en las fauces y lo engullía con un crujido. El estanque hervía levemente en las orillas.

Aegon soltó una risa emocionada al verlos comer, dando pequeños golpecitos sobre el pecho de su padre.

Y por primera vez desde que entraron en Valyria, encontraron vida.

Daemon se agachó junto al borde del estanque, con Aegon aún sujeto a su pecho, el niño observando los peces con absoluta fascinación. El agua había dejado de hervir tras las llamaradas de los dragones pequeños, pero el calor era constante, como si el estanque tuviera su propio latido.

Con un gesto tranquilo, Daemon metió una vara de metal, una de las piezas de su silla de montar, y la hundió con lentitud.

La vara descendió.

Y siguió descendiendo.

“No es superficial,” murmuró, más para sí que para Rhaenyra. “Parece un espejo… pero hay profundidad.”

Rhaenyra se acercó, con el ceño fruncido. Desde donde estaba podía ver cómo la vara desaparecía por completo en el agua cristalina. En lo más profundo alcanzaba a ver movimiento, seguramente otros peces que se escondieron de los dragones.

“¿Cuánto crees que tenga?”

Daemon retiró la vara y la apoyó sobre una roca. Luego, con precaución, se quitó la capa y se sentó al borde del estanque. Inclinándose, metió el brazo entero, sintiendo el agua tibia treparle hasta el hombro. Cerró los ojos por un segundo, concentrado, mientras Aegon reía y pataleaba.

“Las paredes están cubiertas de algo… algas, musgo. Hay plantas abajo, y no parecen muertas. No ceniza, no piedra. Verdes. Vivas.”

“¿Plantas?” preguntó Rhaenyra con incredulidad. “Aquí.”

Daemon asintió lentamente.

“Si esto ha estado sellado… si este lugar fue una especie de refugio natural cuando todo lo demás ardió, podría haber conservado un pequeño ecosistema. Peces. Plantas. Humedad constante. Si los primeros peces sobrevivieron… habrán tenido crías. Y esas crías, más crías. Dos siglos de aislamiento.”

Rhaenyra se agachó junto a él, y por primera vez observó el estanque no como anomalía… sino como milagro.

“La Maldición arrasó con todo. Pero esto quedó intacto.”

“Lo que significa,” dijo Daemon, sin apartar la vista del fondo turbio, “que no toda Valyria fue destruida. No por completo. Hay grietas en la ruina. Refugios. Memoria viva.”

Aegon extendió una mano como si quisiera tocar el agua. Daemon se la sostuvo, suave, y lo alejó con un gesto tranquilo.

“¿Deberíamos beber de aquí?” preguntó Rhaenyra tras un silencio.

“No aún,” respondió Daemon. “Pero sí deberíamos volver, si el templo no está lejos. Esto… podría sostenernos.”

Rhaenyra asintió.

Y mientras los dragones pequeños seguían cazando peces con fuego y juego, ella pensó que quizá, solo quizá, Valyria no solo les mostraría muerte.

También, a su modo, les estaba enseñando cómo resistirla.

Habían avanzado poco más de una hora cuando la forma de una estructura mayor comenzó a perfilarse entre las ruinas. A diferencia de las torres partidas y plazas abiertas que habían cruzado hasta ahora, esto tenía proporciones distintas. Más cerrado. Más personal.

Una mansión.

Lo que quedaba de ella, al menos.

El muro principal estaba colapsado hacia adentro, y fragmentos de columnas de mármol se mezclaban con piedra volcánica en los pasillos torcidos, lava cubriendo grandes partes de las paredes y el piso. Techos desplomados cubrían partes del jardín central, donde aún podía distinguirse el contorno de antiguas fuentes, bancos y estatuas decapitadas por la furia del fuego.

Daemon alzó la mano, deteniéndolos. Tessarion, inquieta, bufaba bajo su aliento, y fue ella quien se coló primero entre las ruinas, guiada por su curiosidad. 

"Voy a ver", dijo Daemon, y sin esperar respuesta, descendió con agilidad, siguiendo a la joven dragona.

Rhaenyra no se movió. Aegon ya dormía otra vez sobre su pecho, su calor reconfortante contrastando con la piedra fría a su alrededor. Syrax se agazapó tras ella como una madre cuidadora, sus alas plegadas, su cuerpo tenso pero inmóvil.

Pasaron largos minutos.

Cuando Daemon regresó, tenía los ojos encendidos de emoción contenida.

"Ven", le dijo en voz baja. "Debes ver esto. Está… intacto. Bueno, casi."

Ella asintió y ajustó el fular de Aegon con una mano. Syrax no se movió al verlos partir; entendía que esto no era una exploración cualquiera y se quedó como vigía en el piso mientras Caraxes los cuidaba desde el cielo.

La entrada estaba oculta bajo los restos de una escalera caída. Tessarion emitía una vibración baja, expectante, junto a una abertura en la piedra. Daemon movió una piedra negra y reveló el inicio de un pasaje en descenso.

Bajaron con cuidado. La oscuridad no era absoluta, una bruma cálida entraba por alguna fisura superior, y al final del corredor, se abría una cámara.

Rhaenyra contuvo el aliento.

Era una habitación casi intacta. El techo aún sostenía su forma abovedada. Los muebles estaban quemados, sí, muchos rotos o retorcidos, pero aún se distinguía el diseño original: bancos acolchados, una cama baja, restos de estantes. Había ceniza, y huellas de fuego, pero no destrucción total.

Y lo más impresionante: un estanque en el centro de la sala.

Mucho más grande que el anterior. Circular, profundo, con bordes de mármol aún tallados con motivos en espiral. Agua clara. No cristalina, pero viva. Rhaenyra no vio peces, pero sí pequeñas burbujas subiendo desde el fondo, como si la tierra aún respirara a través de él.

"Esto era una cámara de descanso", murmuró Daemon. "De meditación, quizás. O para algún noble valyrio... antes del fin."

Rhaenyra miró alrededor. El calor era más tenue allí, y el aire olía menos a muerte.

"Podemos quedarnos esta noche", dijo. "Aquí… no se siente hostil."

Daemon asintió. Aegon comenzó a moverse en sus brazos, despertando.

Tessarion se acomodó cerca del estanque, sus alas pegadas al cuerpo, como si también percibiera que ese lugar, al menos por una noche, podía ofrecer tregua.

El dragón de Aegon, decidido a proteger a su jinete, terminó enredado en sus pies, protegiendolos en su sueño.

Rhaenyra cayó en el sueño sin resistirse.

Allí estaba el estanque, pero no como lo habían encontrado. Sus bordes estaban pulidos, relucientes, y el agua centelleaba con una luz suave que parecía venir de arriba, filtrada por cristales coloreados. Las paredes del cuarto estaban cubiertas de tapices con hilos dorados, y en los extremos de la sala, antorchas de fuego azul iluminaban el mármol claro.

Y estaba la familia.

Cuatro personas: dos adultos vestidos con túnicas fluidas de tonalidades púrpura y plata, y dos jóvenes, un niño y una niña, que se inclinaban sobre el estanque riendo. Observaban los peces, que nadaban en círculos: decenas de ellos, de color naranja y negro, con destellos rojizos, como pequeñas llamas vivientes.

“Traídos desde Leng,” decía el padre, con voz orgullosa. “El estanque entero costó más que una torre.”

“Y bien vale cada moneda,” respondía la madre, sosteniendo una copa tallada. “¿Has visto cómo brillan en el agua cálida? El Gran Sacerdote mismo nos preguntó por ellos, esta fascinado.”

Las risas llenaban el aire. El calor era placentero. Incluso los dragones estaban cerca, en el patio, tendidos al sol como leones satisfechos. Pequeños, jóvenes, con escamas brillantes.

Entonces, tembló.

El sonido vino de abajo, como un latido gigantesco. Las copas tintinearon. El agua del estanque comenzó a vibrar. Uno de los peces flotó muerto, sin explicación.

El niño dejó de reír.

La niña gritó.

La piedra comenzó a crujir.

“¡A los dragones!” gritó el hombre. “¡Ahora!”

Rhaenyra quiso moverse, advertirles, pero no tenía cuerpo. Solo podía mirar cómo la familia corría, tropezando con muebles, perdiendo sandalias, arrastrando los faldones de sus túnicas.

Afuera, el cielo ya no era azul.

Era rojo.

Los dragones chillaban, desesperados, intentando alzar vuelo, pero detenidos por las pesadas cadenas que los mantenian en la tierra. Pero el aire se volvió denso, como si los cielos hubieran sido sellados por algo invisible. Las alas se agitaban, pero no se alzaban. El suelo temblaba tanto que los muros comenzaron a partirse.

Y entonces, fuego.

No desde el cielo, sino desde el corazón de la tierra. Una columna de magma y roca salió disparada detrás de la casa, alcanzando a los dragones y a sus jinetes al mismo tiempo. No hubo gritos largos. Solo un destello, una sombra... y después, ceniza.

El estanque ardió. Los peces flotaron como brasas muertas.

Y Rhaenyra se despertó de golpe, con un escalofrío recorriéndole la espalda.

Aegon dormía a su lado, aferrado a la manta. Tessarion resoplaba suavemente en la esquina. Daemon, despierto, la miraba en silencio desde el otro extremo de la cámara.

"¿Viste algo?" preguntó él, sabiendo.

Rhaenyra se llevó una mano al corazón. "Vivían aquí. Eran jinetes. Presumían de ese estanque… y cuando intentaron huir, no pudieron ni alzar el vuelo."

Daemon no dijo nada, pero sus ojos se endurecieron.

"Murieron todos. Ellos y sus dragones… como si los dioses los castigaran por su vanidad."

Rhaenyra bajó la vista hacia el estanque, que ahora lucía tranquilo, como si nunca hubiera albergado fuego.

"Y sin embargo… los peces sobrevivieron."

Dijo al notar un pececillo nadando al borde del estanque, lentamente.

Al amanecer, la decisión fue clara.

Habían recorrido cada rincón del fragmento de isla. Las ruinas se repetían: hogares colapsados, caminos hundidos, columnas solas como fantasmas petrificados. No había más señales, ni restos de templos, ni símbolos olvidados.

"Volaremos", dijo Daemon, ajustando los correajes de Caraxes. "Lo que buscamos está más allá."

Rhaenyra asintió, revisando los huevos en su alforja y asegurando a Aegon contra su pecho. Syrax extendió sus alas con un rugido bajo, despertando la ceniza a su alrededor. Tessarion y el dragón gris revolotearon nerviosos, pero listos.

El cielo se abría ante ellos.

Pero no llegaron lejos.

No habían volado más de un cuarto de hora cuando Syrax soltó un chillido violento y se giró abruptamente hacia el suelo. Rhaenyra sujetó con fuerza las riendas, obligando a la dragona a retomar el curso. Caraxes descendió al instante, rugiendo con furia, y fue entonces que lo vieron:

Emergiendo de una grieta en la tierra, deslizándose entre vapores y roca, se alzaba una criatura monstruosa.

Parecía un dragón.

Pero no tenía alas.

Su cuerpo era alargado, cubierto de escamas negras con vetas rojas, como lava seca. Su cabeza tenía forma de cuña, con cuernos curvados hacia atrás y fauces demasiado anchas, repletas de colmillos irregulares. Tenía dos patas delanteras y un torso que serpenteaba con velocidad antinatural. Sus ojos brillaban con un color azul opaco, sin pupilas.

Y no rugía.

Silbaba.

Como una serpiente.

"¡Alto!" gritó Daemon. "¡No lo provoques!"

Pero era tarde. La criatura se lanzó con una velocidad imposible, embistiendo una de las ruinas cercanas que estalló en polvo y roca. Tessarion chilló y se elevó de inmediato, el dragón gris tras ella, ambos demasiado pequeños aún para combatir.

Rhaenyra se mantuvo en el aire, sobre Syrax, sin moverse.

Daemon no dudó.

Caraxes descendió como una flecha carmesí, directo a la criatura. Daemon giró la lanza que llevaba sujeta al costado de la silla, y al pasar junto al monstruo, la arrojó con fuerza brutal.

El arma se clavó justo detrás del ojo opaco.

La criatura chilló, esta vez con un tono que perforó los oídos. Se sacudió, escupió un líquido oscuro, y se retorció con violencia. Intentó volver a la grieta… pero Caraxes cayó sobre ella con furia de dragón.

Fuego y dientes. Uñas y hueso.

La tierra tembló.

Cuando terminó, solo quedaba humo.

Daemon desmontó, agarrando otra lanza del costado de la alforja y desenvainando su espada, la sangre negra de la criatura cubriéndole el antebrazo.

Aegon lloró, asustado por el estruendo, y Rhaenyra lo meció con suavidad, intentando calmarlo.

Pero nadie calmó el suelo.

Porque aún temblaba.

Como si algo debajo… siguiera vivo.

El cuerpo aún humeaba cuando Daemon se acercó con paso inestable.

La criatura yacía retorcida sobre la roca partida, el torso como una montaña serpenteante entre ruinas antiguas. La sangre negra chispeaba con restos de calor, y la lanza de Daemon seguía clavada justo donde debía estar un cerebro… si aquella cosa tenía uno.

Rhaenyra aterrizó a unos pasos, descendiendo con Aegon lloriqueando en sus brazos. Syrax se mantuvo en posición defensiva, sus ojos fijos en la grieta de la que había emergido el monstruo. Tessarion y el gris sobrevolaban lentamente en círculos, inquietos.

Daemon colocó una rodilla sobre la piedra y pasó la mano enguantada por las escamas de la criatura. Eran duras, como obsidiana viva, pero con una leve humedad caliente, como si algo aún palpitara por dentro.

"Esto no es un dragón", dijo en voz baja. "Tiene huesos parecidos… pero la forma, los ojos, el movimiento. No es uno de los nuestros."

"Entonces ¿qué es?" murmuró Rhaenyra, acercándose con cuidado.

Daemon arrancó su lanza de un tirón. La sangre cayó espesa, pegajosa, como brea.

"Una aberración."

Se quedaron allí un momento más. Observando. Sintiendo.

Y entonces, lo oyeron.

Un crujido.

Leve al principio, como si una roca cediera a la presión. Luego otro. Y otro.

La tierra comenzó a vibrar bajo sus pies de nuevo. Syrax lanzó un rugido de advertencia y retrocedió. Tessarion chilló desde el aire, girando bruscamente hacia el oeste.

Rhaenyra alzó la vista.

De entre una fisura cercana, emergió una segunda criatura. Más pequeña, pero más rápida. De cuatro patas, con una cola como látigo y placas óseas por todo el lomo. Parecía hecha de piedra volcánica y carne.

Y detrás de ella, otra.

Esta tenía alas, pero membranosas, rotas, inútiles. Sus patas eran largas, deforme, y la boca se abría en cuatro segmentos, con dientes circulares girando como una flor macabra.

"Daemon…" dijo Rhaenyra, retrocediendo con Aegon bien aferrado.

Una tercera criatura surgió al este. Esta tenía un cuello largo como el de una serpiente, pero tres cabezas. Cada una moviéndose con independencia. Cada una mirando en direcciones distintas.

Daemon no respondió.

Solo alzó su lanza.

"¡Al aire!" gritó. "¡Ahora!"

Syrax se adelantó de inmediato, y Rhaenyra trepó sobre su lomo con Aegon. Tessarion y el gris bajaron en picada para rodearlos. Caraxes rugió poniendose en posición de ataque.

Pero antes de despegar, Daemon lanzó una última mirada al cadáver de la criatura que había matado.

Y supo la verdad.

No la habían vencido.

La habían despertado.

O peor aún… habían sido vistos.

El cielo de Valyria se llenó de gritos.

No humanos, no de dragón. Algo más profundo. Más primitivo. Como si la tierra hubiera decidido vomitar sus monstruos para recordarles que allí, entre ceniza y ruina, los vivos eran intrusos.

Rhaenyra sujetó con fuerza a Aegon, envuelto contra su pecho, y gritó el comando.

"¡Syrax! ¡ Sōvēs !"

La dragona alzó vuelo de inmediato, batiendo sus alas con furia. El calor del aire no era problema; la amenaza venía desde abajo. Caraxes ascendía junto a ellas, con Daemon ya girando en el aire para proteger su retaguardia.

Tessarion fue la última en alzarse.

Aún joven, aún pequeña. Pero valiente.

Se elevó tras Syrax, su sombra azul cruzando sobre las ruinas, cuando lo escucharon:

Un chillido que no venía del suelo… sino del aire.

Una de las criaturas se había impulsado desde una torre colapsada. Era más delgada, más ágil, con un cuerpo alargado como serpiente alada. Y saltó.

Una garra rota rasgó el ala izquierda de Tessarion.

El chillido de la dragona fue desgarrador. Se sacudió, perdió el ritmo del vuelo y comenzó a caer en espiral, escupiendo fuego con desesperación.

"¡No!" gritó Rhaenyra.

Daemon ya giraba. Caraxes se lanzó en picada, como un rayo rojo. Syrax giró también, pero no era tan rápida y con la carga preciosa que traía, se negó a arriesgarse a bajar.

Tessarion golpeó una estructura al caer. Polvo. Piedra. Y entonces, silencio.

"¡La tengo!" rugió Daemon, y Caraxes descendió con precisión. La criatura que había atacado a Tessarion aún se arrastraba entre los escombros, pero no llegó lejos. Caraxes la despedazó en un solo movimiento.

Daemon desmontó sin pensarlo. La dragona yacía en el suelo, temblando, su ala rota abierta como una flor herida. Sangre azul oscuro manchaba la piedra.

"Tú no vas a morir aquí", murmuró él, con voz dura, mientras acariciaba su cuello.

Syrax aterrizó a unos metros, Rhaenyra abrazando a Aegon envuelto entre mantas. El bebé lloraba por el estruendo, por el calor, por el miedo de su madre.

"¡Daemon!" gritó Rhaenyra. "¡Debemos irnos!"

"No la dejaré", respondió él. "Tú vuela. Yo iré detrás."

"No. Subámosla."

"¿Cómo?"

Rhaenyra ya estaba revisando el equipo. "Con las correas de repuesto. Podemos asegurarla entre Syrax y Caraxes. No muy alto, no muy rápido… pero si la dejamos, morirá. Si intentamos volver por ella, no lo lograremos."

Daemon la miró.

La sangre de Tessarion hervía sobre la piedra. Pero seguía viva.

"Entonces hazlo rápido", dijo. "Antes de que salgan más."

Entre rugidos, tensión y fuego, amarraron a la joven dragona entre ambos jinetes. Syrax voló con menos gracia. Caraxes rugía con cada impulso. Tessarion, aún débil, se aferró con garras temblorosas, demasiado débil.

Y juntos alzaron vuelo una vez más.

Valyria rugía debajo de ellos. Pero no los detuvo.

Porque el cielo, aunque lleno de humo, aún les pertenecía.

Volaron hasta que el sol cambió de lugar en el cielo y el viento dejó de ser un rugido para volverse un suspiro seco.

Nadie habló.

Tessarion colgaba entre Syrax y Caraxes, sostenida por las correas que Rhaenyra había atado con manos temblorosas. Cada sacudida era un riesgo, cada giro, un esfuerzo. Aegon había dejado de llorar, calmado por las palabras suaves de su madre.

Encontraron un refugio al borde de una cordillera rota: una grieta natural bajo una formación de piedra ennegrecida, lo bastante profunda para ocultarles la vista desde el aire. Rhaenyra descendió primero, con Syrax aterrizando suavemente. Caraxes llegó detrás, exhalando con fuerza, y entre ambos bajaron a Tessarion con el mayor cuidado posible.

La joven dragona se desplomó al tocar suelo. No rugió. No se quejó. Solo respiraba con esfuerzo, su pecho subiendo y bajando con dificultad, el ala herida extendida sobre la roca como una bandera caída.

Rhaenyra dejó a Aegon sobre una manta en el rincón más templado de la grieta y corrió hacia Daemon, que ya estaba junto a la criatura, examinando la herida.

"La garra entró justo en la membrana", murmuró él. "No desgarró músculo… pero si se infecta, no podrá volar nunca más."

"¿Y si no se infecta?"

Daemon la miró, los ojos enrojecidos por el calor y la furia.

"Entonces tiene una oportunidad."

Rhaenyra asintió y comenzó a buscar entre las alforjas. Sacó uno de los frascos de aceite que llevaban para las sillas de montar, unas tiras de lino grueso, un pequeño cuchillo. No era suficiente. No era nada.

Pero lo intentaron igual.

Daemon limpió la herida con agua de sus reservas. Rhaenyra presionó con las telas, empapadas de aceite, para sellar la zona. Tessarion se retorció una vez, pero no rugió. Era como si entendiera.

"Lo está soportando", murmuró Rhaenyra, sus dedos aún manchados de sangre azul. "Es fuerte."

Daemon le sostuvo la mirada. "Como su jinete."

Ella no respondió. Solo siguió trabajando, con la precisión de una madre, de una reina, de una mujer que no aceptaba perder.

Cuando terminaron, cubrieron el ala lo mejor que pudieron. Daemon le colocó una manta cerca para que sostuviera el ala y Syrax se echó cerca, como un escudo viviente.

El sol comenzó a caer. El viento se llenó del murmullo de la ceniza.

La noche había llegado sin estrellas.

Aegon dormía, enroscado entre mantas, con la pequeña figura de su dragón descansando cerca, su respiración más estable pero aún pesada. Syrax se mantenía en la entrada de la grieta, alerta, como si pudiera ver entre la bruma y los rugidos dormidos del suelo, medio enroscada con Caraxes.

Daemon avivaba una pequeña llama contenida, alimentada por fragmentos secos que había encontrado entre los restos.

Rhaenyra permanecía sentada junto a la pared, abrazando sus piernas, en silencio.

Él la observó un momento. Y luego se acercó.

"¿Tienes frío?"

Ella negó con la cabeza, sin apartar la mirada de las brasas.

"No es el clima. Es… mi cuerpo."

Daemon se sentó junto a ella sin decir nada. El calor de su presencia era siempre constante, incluso en la oscuridad.

"Se mueve", murmuró ella. "No para desde que la criatura atacó… no ha dejado de moverse."

Llevó una mano a su vientre, cubierto por la tela manchada de su ropa de viaje.

"Como si sintiera todo. Como si estuviera inquieto. Asustado, tal vez."

Daemon la miró con atención, y colocó su mano sobre la de ella, firme, cálido.

"¿Es fuerte?"

"Mucho." Rhaenyra respiró hondo, cerrando los ojos un instante. "Aegon no era así. Dormía dentro de mí… era sereno. Este bebé… no quiere detenerse."

Guardaron silencio. Solo se escuchaba el crepitar del fuego, el murmullo del viento colándose entre las rocas.

"No estás sola, Rhaenyra," dijo Daemon, suave. "Ni aquí, ni con esto. Yo estoy contigo. Y él también."

Ella lo miró. No había lágrimas, pero sí un cansancio hondo, profundo, que se mezclaba con algo más: ternura.

"¿Y si fue un error traer a Aegon? ¿Volar embarazada? ¿Venir en este estado… a Valyria?"

Daemon no dudó.

"Si fue un error, es nuestro. Pero no creo que lo haya sido. Tu sangre te trajo aquí. Tu fuego. Y este niño que sientes moverse… él lo sabe también, hasta ahora tus sueños nos han guiado bien, hemos escuchado a los Dioses y estos nos han mantenido a salvo, tenemos que tener fe."

Rhaenyra bajó la mirada a su vientre.

"Se mueve como si buscara algo. Como si esta tierra lo inquietara… o lo llamara."

Daemon inclinó la frente y la apoyó sobre la suya.

"Quizá es ambas cosas."

Ella se recostó entonces, agotada, con la cabeza sobre su hombro, y la mano de Daemon sobre su vientre, firme, constante, como una promesa silenciosa.

El amanecer no trajo alivio. Solo más calor.

Una bruma ligera serpenteaba entre las grietas de la roca, cargada de azufre y ceniza. La herida de Tessarion seguía cerrada con vendas improvisadas, y aunque la joven dragona no se quejaba, su cuerpo temblaba levemente al respirar, no podía volar y apenas caminaba. 

Rhaenyra se inclinó para revisar la protección. Aegon seguía dormido, envuelto como un capullo entre las telas más limpias que le quedaban. Syrax no se movía del borde del refugio, como si pudiera ahuyentar con la mirada a todo lo que se atreviera a acercarse.

Daemon recogía lo poco que les quedaba.

"No duraremos mucho si Tessarion no puede volar", murmuró. "No quiero tocar aún nuestras últimas provisiones. No sé si podemos encontrar algo en esta isla."

"¿Y si no hay nada más que muerte?" preguntó Rhaenyra sin mirarlo.

Daemon alzó el rostro. El humo dibujaba figuras en el aire, y los sonidos bajo la tierra aún vibraban, como un tambor dormido.

"Esta isla aún guarda secretos. No los voy a ignorar."

Se colocó la espada a la espalda y acarició el cuello de Caraxes antes de subir sin silla, sin peso, solo con intención.

"Volveré antes del mediodía."

Rhaenyra asintió con el ceño fruncido, y Syrax lanzó un bufido suave, como si también dudara.

Daemon despegó.

No pasó ni una hora.

El rugido de Caraxes se oyó antes de que apareciera entre la bruma, descendiendo con urgencia. Rhaenyra se puso de pie de inmediato, con Aegon ya despierto entre sus brazos.

Daemon desmontó incluso antes de que Caraxes tocara completamente tierra.

"Encontré algo", dijo, sin esperar preguntas. "No es comida. No es agua… es..."

"¿Qué?"

Daemon tardó un momento en responder. Aún parecía agitado, y no por el vuelo.

"Un bosque", dijo finalmente. "O lo que queda de uno. Árboles retorcidos. Altos, negros. Algunos con formas casi humanas… otros como lanzas. Pero no están muertos."

Rhaenyra frunció el ceño.

"¿Un bosque en Valyria?"

Daemon asintió, sin apartar la vista del horizonte.

"Y arde."

Ella parpadeó.

"¿Arde?"

Daemon se volvió hacia ella.

"Está en llamas. Cada rama, cada raíz, cada hoja. Pero no se consume. No es fuego natural. Es como si algo… los mantuviera así. Como si el fuego mismo fuera parte de su existencia."

Rhaenyra sintió un escalofrío. No por el calor. Sino por lo imposible.

"¿Cómo es que sigue ardiendo?"

"Porque nunca dejó de hacerlo."

Daemon respiró hondo, y su voz bajó.

"Rhaenyra… ese bosque ha estado en llamas desde la Maldición."

Silencio.

Ni siquiera Aegon murmuró, solo miro a sus padres con sus ojos morados llenos de curiosidad.

"Vi cosas entre los árboles", añadió. "Sombras. No criaturas. Formas. No me acerqué demasiado. Pero lo juro… no estamos solos en esta isla."

Rhaenyra bajó la vista a su vientre.

El bebé se movía otra vez.

Como si supiera.

Rhaenyra habló, su voz baja, quebrada por la certeza.

"Lo soñé."

Él giró hacia ella, y Rhaenyra noto que tenia las pestañas llenas de cenizas.

"El bosque en llamas. Lo vi mientras dormíamos aquí, anoche. Pero pensé que era otra visión, una advertencia… no imaginé que fuera real. Mucho menos que aún ardiera."

Daemon la observó en silencio. No dudaba de ella. Nunca lo hacía.

"Entonces estamos cerca", dijo. "Lo que sea que vinimos a buscar… está ahí."

Rhaenyra miró a Tessarion, que se removía débilmente en el suelo, y luego a Syrax, ya despierta, los ojos clavados en el horizonte como si también presintiera lo que se aproximaba.

"Debemos ir", dijo. "Ahora."

Llegar no fue fácil.

El camino entre rocas calcinadas se estrechaba conforme descendían por un antiguo canal seco, flanqueado por raíces carbonizadas que parecían dedos saliendo del suelo. Pero el calor no aumentaba. 

Y entonces lo vieron.

El bosque.

Como un cementerio encendido.

El fuego que veían no quemaba como el de los volcanes ni el de los dragones. Era más… silencioso. Constante. Ritual.

Árboles de corteza negra, cuyas ramas chispeaban en tonos naranjas y azulados. El suelo crujía con hojas incandescentes que jamás se convertían en ceniza. El aire olía a sal, a humo dulce… y a algo más antiguo que el mar.

Aegon comenzó mirar todo con inquietud, su dragón miraba a su jinete con ojos atentos. Syrax se mantuvo al margen. Caraxes bufaba, nervioso. Pero Tessarion… se acercó.

Cojeaba. El ala herida aún envuelta, su cuerpo cubierto de hollín. Y sin embargo, dio un paso más. Y otro.

Y cuando una chispa del fuego eterno tocó la punta de su ala, esta brilló.

No se quemó.

Brilló.

Como si el fuego se hundiera bajo la escama, danzara entre las membranas, y con lentitud, reparara lo roto.

Rhaenyra jadeó.

"Daemon… ¿lo estás viendo?"

Él ya estaba avanzando, cauteloso, la mano sobre la empuñadura de su espada. Pero no por miedo al fuego.

Por las sombras.

Porque se movían.

No eran formas humanas. No eran monstruos. Eran… animales.

O lo parecían.

Cuerpos de ciervo, de felino, de ave. Siluetas que se deslizaban entre los troncos como si vivieran ahí desde antes de la Maldición. Como si fueran parte del fuego.

"¿Están… vivas?" murmuró Rhaenyra, sin dejar de observarlas.

"¿O recuerdos de lo que vivió aquí?" respondió Daemon, en voz baja.

Tessarion se tendió junto al tronco más cercano. Su ala seguía brillando, apenas, pero no de dolor.

De sanación.

Y en el aire… un murmullo.

No palabras.

Solo fuego, respirando.

Avanzaban con paso lento.

No había caminos en aquel bosque. Solo ramas incandescentes, troncos retorcidos y raíces que crujían bajo sus pies como huesos viejos. La bruma ardía en tonos dorados y rojos, flotando entre los árboles como si el aire respirara fuego.

Aegon comenzó a mirar todo con cierta emoción, pero por suerte no pidió bajarse, simplemente observaba con ojos maravillados las sombras de los animales.

Caraxes y Syrax no volaban. Demasiado espeso. Demasiado bajo.

Caminaban.

Pero no con gracia.

Cada paso era un derrumbe. Sus cuerpos inmensos chocaban con ramas encendidas que se quebraban, caían o saltaban por los aires en una lluvia de chispas. Caraxes derribó un árbol entero con la cola al girar. Syrax bufó molesta al enredarse entre dos raíces, partiendo una con la garra. El bosque no era para ellos.

Y sin embargo… no se detenían.

Tessarion, más pequeña y ligera, se movía mejor. Su ala herida seguía brillando apenas, como si el calor del fuego alimentara su recuperación.

El dragón de Aegon revoloteaba entre una rama y otra con lo que parecia nerviosismo.

Y entonces, lo vieron.

Primero, fue solo un destello.

Una línea naranja cruzando entre los árboles.

Luego, otra vez.

Un aleteo. Un remolino de brasa flotando con dirección contraria al viento.

Daemon alzó la mano. Rhaenyra se detuvo.

Delante, a unos veinte pasos, sobre una rama encorvada por el calor, descansaba un ave.

No era una ilusión.

Tenía forma de ave, sí. Alas extendidas, plumas largas que goteaban fuego como si fueran hilos de sol líquido. Sus ojos eran negros, pero brillaban por dentro, y su pico curvado parecía esculpido en ámbar rojo.

No cantaba.

No se movía.

Solo los miraba.

"¿Es real?" murmuró Rhaenyra, con la voz rota por la maravilla.

Daemon no respondió.

El ave agitó las alas una sola vez. No voló.

Retrocedió, flotando entre las llamas, y desapareció entre los árboles.

Pero no del todo.

"Ahí está otra vez" dijo Rhaenyra, señalando una silueta más adelante. El ave los miraba desde otro árbol.

"Nos está guiando" concluyó Daemon.

"O vigilando" añadió ella, en voz baja.

Caminaron más.

El ave nunca se alejaba demasiado, pero tampoco se acercaba. Cada vez que la alcanzaban, avanzaba unos pasos más, siempre hacia el corazón del bosque.

Syrax resopló con impaciencia, golpeando otro tronco. Caraxes derribó dos más con un solo movimiento de ala. Las llamas trepaban por las ramas caídas… pero no las consumían. Seguían ardiendo igual que todo lo demás.

"Daemon…" dijo Rhaenyra, mientras miraba los árboles doblarse bajo el peso de sus bestias. "Estamos cerca. Lo sé. No es solo el fuego. Es todo esto. El ave. El aire. El suelo. Es como si este lugar… me llamara. Es el mismo sentimiento que la última vez."

Daemon miró hacia el frente, donde la luz se hacía más intensa, y el bosque comenzaba a abrirse en una especie de claro.

El bosque se abrió ante ellos.

No de forma amable. No con flores ni pasto ni sombra. El claro era un remolino de calor, rodeado por árboles torcidos que ardían sin consumirse, como columnas vivas de fuego. El suelo crujía bajo sus pies, cubierto por ceniza antigua mezclada con brasas recientes.

En el centro, apenas visible entre las raíces que se retorcían como serpientes dormidas, había piedra.

No cualquier piedra.

Era negra, vetada de rojo. No natural, no volcánica. Cortada con intención.

Una estructura.

Una esquina.

Una pared fragmentada cubierta por siglos de ramas calcinadas, raíces abrazándola como si intentaran ocultarla del mundo. Parte de un muro se elevaba solo unos palmos sobre la tierra, apenas distinguible del entorno, pero allí estaba.

La piedra tenía líneas rectas. Un borde tallado. Y, en su centro, un símbolo apenas visible bajo el hollín y el fuego: un ojo estilizado, con una llama por pupila.

Rhaenyra sintió que su corazón se detenía.

"Es igual al tapiz del templo de Shrykos" murmuró. "Pero distinto. Más antiguo."

Daemon observaba en silencio, Caraxes respirando hondo detrás de él. Syrax, inquieta, se negaba a acercarse más.

Tessarion avanzó un poco, su ala brillando tenue con cada paso.

Rhaenyra caminó hacia la estructura con Aegon contra su pecho, el bebe dormitaba, como si el crepitar de las llamas fuese una canción de cuna. Pasó la mano sobre la piedra, limpiando parte de la superficie. El símbolo se reveló con claridad: un ojo, sí, pero más afilado, con detalles en espiral que no había visto antes.

"No es solo un templo" dijo, en voz baja. "Es un sello. Como el otro."

Daemon se acercó, aún alerta.

"¿Un portal?"

"Tal vez" respondió ella. "O algo parecido. En el templo de Shrykos, el fuego abrió algo… una entrada, un espacio… como si el mundo se abriera por dentro. Esto podría ser igual."

Comenzaron a inspeccionar juntos la zona. Las raíces ardían, pero no los quemaban. Parecía que el fuego los reconocía, los dejaba pasar. Rhaenyra apartó ramas, removió tierra con las manos, hasta encontrar lo que parecía ser una segunda línea de piedra, circular, parcialmente enterrada.

Un altar. O una puerta.

"Esto fue sellado" dijo Daemon, con la mirada fija. "No destruido. Cerrado."

Y en ese instante, una brisa distinta cruzó el claro.

No era viento.

Era un susurro. Caliente, profundo. Como una voz que venía desde el fondo de la tierra… y que acababa de notar que alguien llamaba desde fuera.

El símbolo ardía bajo la ceniza, ahora visible, tallado en la piedra como si hubiese sido hecho ayer. El ojo con la llama en su centro parecía mirar a través de ella, como si la llamara a acercarse.

Rhaenyra avanzó despacio, con Aegon aún envuelto contra su pecho. Tessarion la seguía, silenciosa, sus alas medio recogidas.

Colocó los dedos sobre la piedra. El calor no la quemó. Al contrario. Era casi tibio. Palpitante.

"¿Lo sientes?" murmuró Rhaenyra.

Daemon asintió a su espalda. No respondió.

Ella cerró los ojos, intentando conectar con lo que recordaba del templo de Shrykos: aquella sensación de estar siendo observada, de que algo más profundo se movía al fondo del fuego. No era una voz. No eran palabras.

Era… voluntad.

Sintió un latido.

Y luego… un dolor leve. Un corte.

Se apartó con un suspiro, mirando su dedo: una línea delgada cruzaba la yema. Sangraba, no mucho, pero suficiente para que una gota cayera sobre el símbolo en la piedra.

La estructura brilló.

Apenas un segundo. Como si hubiese respirado.

Daemon se acercó de inmediato, observando la superficie. Su expresión se endureció.

"No fue un accidente" dijo. "Esto lo pidió."

Sin dudarlo, desenvainó su daga y la pasó por la palma de su mano. La sangre cayó en la base del símbolo, uniéndose a la de Rhaenyra.

El fuego que envolvía los árboles pareció agitarse. Un rumor recorrió el claro, como si algo se hubiese despertado… o liberado.

El suelo tembló.

Las raíces comenzaron a retroceder, como si alguien las desatara una por una. Las brasas se apagaron, no en humo, sino en luz. La piedra crujió, desgarrándose desde el centro.

Una línea se abrió lentamente en la estructura circular. No un portal. No una puerta.

Una grieta.

Lo suficiente para permitir el paso de dos personas… y, con cuidado, de dragones jóvenes.

Tessarion dio un paso al frente, pero Daemon la detuvo con una sola orden.

"No aún."

Rhaenyra sintió el corazón latir como si algo ancestral le respondiera desde la otra orilla. El corte en su dedo aún sangraba, pero no dolía. Como si el lugar aceptara la ofrenda.

"Nos ha reconocido" dijo, en voz baja.

Daemon asintió, la mano aún abierta, el rostro serio.

"Y nos está esperando."

Pero ninguno de los dos se movió.

El umbral respiraba.

No era un movimiento físico, pero se sentía. Como si la grieta recién abierta exhalara una esencia antigua, un calor más denso, más íntimo, distinto del fuego eterno del bosque. Un calor que no quemaba la piel… sino el alma.

Aegon se removía entre los brazos de Rhaenyra.

Estaba despierto de nuevo.

Sus ojos, amplios y brillantes, seguían las lenguas de fuego que danzaban sobre los árboles. No lloraba. No tenía miedo. Observaba con atención.

Rhaenyra bajó la vista a su hijo y murmuró, apenas audible:

"Él no entiende lo que ve… ¿o sí?"

Daemon se acercó y extendió los brazos.

"Déjamelo a mí."

Rhaenyra dudó un segundo, pero le entregó al niño. Aegon se aferró con sus pequeñas manos al cuello de su padre y soltó un sonido suave, curioso. Su mirada no se apartaba de las brasas que chispeaban sobre sus cabezas.

Daemon lo sostuvo con firmeza, pero con una ternura visible en la forma en que ajustó el abrigo maltratado sobre su espalda.

La ropa de ambos estaba prácticamente hecha jirones. El cuero de los guantes se había endurecido por el calor, los bordes de las capas estaban quemados, y las botas llevaban días cubiertas de hollín y ceniza. Rhaenyra se apartó una hebra de cabello, apenas retenido en su trenza por un liston chamuscado, del rostro mientras se volvía hacia Syrax.

La dragona se mantenía justo al borde del claro, con el cuerpo tenso y la cola golpeando la tierra con inquietud. No entraría.

Caraxes tampoco.

No cabrían, y el lugar no los quería.

Rhaenyra se acercó a Syrax, acariciando su costado con una suavidad que contrastaba con la gravedad del momento. En la alforja en su silla, sobre el cuerpo de la dragona, protegidos por mantas y algodón, los dos huevos aún descansaban. Uno de tono platinado con reflejos morados. El otro, como espuma perlada.

La princesa los tomó con cuidado, envolviéndolos en tela gruesa, los metio en una bolsa de cuero hervido.

Daemon se acercó de nuevo, con Aegon bien sujeto. Sin decir palabra, sacó una correa de repuesto, y con manos seguras, ató los huevos en su propia espalda, cruzando el peso entre los omóplatos, asegurando la bolsa firmemente. 

"Yo los llevo" dijo, sin esperar réplica. "Y al niño también."

Rhaenyra lo miró con mezcla de preocupación y gratitud, pero asintió.

Tessarion y el pequeño dragón gris esperaban cerca del umbral, inquietos pero dispuestos. Aún cabrían por la grieta, si descendían con cuidado.

Rhaenyra pasó primero, bajando con una antorcha encendida que tomó de los restos del fuego del bosque. La piedra estaba caliente al tacto, viva. El aire que salía del interior tenía un ritmo… como un aliento.

Daemon la siguió, con Aegon en brazos y los huevos amarrados con firmeza a su espalda.

Los dragones jóvenes bajaron tras ellos, sus garras resonando suavemente contra la piedra.

Y así descendieron.

Un Targaryen con un niño en brazos.

Una reina con fuego en la sangre y memoria en las manos.

Dos dragones pequeños.

Y los últimos huevos puestos por Syrax.

La grieta los tragó.

El umbral se cerró lentamente a sus espaldas, como si jamás hubiese estado allí.

El aire cambió al cruzar el umbral.

No era más denso, ni más caliente. Era… vivo. 

Bajo el bosque que ardía sin consumirse, el mundo era un susurro contenido. Las paredes no eran de piedra, ni de roca volcánica. Eran de raíces. Troncos retorcidos que descendían desde arriba como columnas suspendidas. Algunas brillaban tenuemente, otras exhalaban un calor suave, similar al de una lámpara de aceite. La sensación era la de estar dentro de un cuerpo… dentro de una criatura que respiraba lento, profundo, ancestral.

Rhaenyra avanzaba despacio con la antorcha. El fuego no era necesario, pues había un ligero resplandor rojizo en el techo, pero ayudaba a distinguir los colores: el rojo de la savia, el negro profundo del musgo seco, las vetas doradas que serpenteaban por las raíces como venas abiertas.

El suelo era de tierra suave, mezclada con restos de ceniza. No había ecos, ni ruidos, ni viento. Solo pasos, y el leve sonido húmedo de raíces latiendo en las paredes.

"Es un laberinto" murmuró Daemon, deteniéndose junto a ella. "No hay marcas, ni dirección clara. Todo se parece."

"Como si no quisiera que salgamos" dijo Rhaenyra, su voz apenas un hilo.

Tessarion y el pequeño dragón gris se movían tras ellos, lentos, sin querer alejarse. El espacio era justo, los pasillos angostos para criaturas que alguna vez volaron libres. Aegon, en brazos de Daemon, empezó a inquietarse.

Se removía. Giraba la cabeza. Alargaba los brazos hacia su madre.

"Muñaaa" murmuró, apenas un sonido dormido, como una queja suave.

Daemon lo sostuvo mejor, acomodándolo sobre su pecho, sus manos grandes cubriéndole la espalda.

"Shhh, pequeño. Estamos bien. Mira eso…" dijo, señalando una raíz que brillaba con motas púrpuras. "Es fuego atrapado en madera, ¿lo ves? Como escamas de dragón."

Aegon no lo escuchaba. Buscaba a Rhaenyra con los brazos estirados, los ojos brillantes y húmedos. Ella se volvió, lo miró, y su rostro se suavizó.

"Quiere venir conmigo" murmuró, con la voz desgastada por el cansancio.

Daemon dio un paso hacia ella, pero ella alzó una mano.

"No. Está bien. Déjalo contigo. Mis piernas tiemblan. Mi espalda duele. No quiero… no puedo cargarlo ahora."

Daemon no dijo nada. Solo asintió y volvió a acunar al niño con más firmeza, su mentón rozando el cabello blanco del bebé, que se hundía contra su cuello, frustrado pero tranquilo. Aegon emitió un leve balbuceo, como si se quejara… y luego cerró los ojos.

"Te sigue amando igual" dijo Daemon, bajando la voz mientras el niño se acomodaba de nuevo en su pecho. "Solo está cansado. Como tú."

Rhaenyra asintió, aunque no respondió. Se llevó una mano a la espalda baja, masajeando con lentitud. Cada músculo le dolía. Los días de vuelo, el calor constante, el peso del embarazo que apenas comenzaba a revelarse en forma de dolores nuevos... Todo se acumulaba. Pero había algo más.

El lugar.

El silencio del lugar.

Porque el templo, o lo que fuera aquello, no era un espacio vacío.

Era un umbral.

No sabían cuánto llevaban caminando. La luz nunca cambiaba. La estructura seguía como un laberinto hecho de raíces vivas, algunas tan gruesas como columnas, otras tan delgadas como venas. Las paredes se entrelazaban unas con otras como si el bosque mismo hubiese sido arrastrado bajo tierra y allí se hubiese dormido… esperando.

Cada giro parecía igual al anterior. Cada bifurcación, idéntica.

"¿Recuerdas el templo de Shrykos?" preguntó Rhaenyra en voz baja, casi como si temiera que el lugar la escuchara.

"Recuerdo el fuego, la abertura, la sensación de ser… observado" murmuró Daemon.

"Esto es distinto. Es como si no nos mirara desde fuera. Es como si nos… envolviera."

"Como si fuéramos parte de él."

Rhaenyra asintió.

"No sé si eso me tranquiliza o me aterra."

Caminaron un poco más. Las raíces comenzaban a cambiar: algunas goteaban un líquido oscuro, otras se enroscaban formando figuras casi geométricas. Unas parecían haber sido talladas, aunque sabían que no era así. El lugar no había sido construido. Había nacido.

Aegon dormía. Los dragones jóvenes olfateaban el suelo, nerviosos, pero sin alejarse.

Después de lo que sintieron como horas, el pasadizo se ensanchó lo suficiente para formar una pequeña cámara natural. Las raíces no eran tan densas en ese tramo, y algunas parecían replegarse hacia las paredes, dejando un espacio central que parecía… ofrecido. Como si el templo supiera que necesitaban descansar.

Rhaenyra se dejó caer de rodillas con cuidado, alisando el suelo con la palma antes de sentarse del todo. Su espalda crujió. Sus piernas dolían. Sentía los pies como piedras.

Daemon también se agachó, dejando a Aegon a un lado sobre la manta extendida, la única que habían traido con ellos. El bebé se revolvió, y de inmediato buscó el pecho de su madre con manos pequeñas y hambrientas.

Ella se acomodó, abriendo su blusa y guiando a su hijo con suavidad, casi con un suspiro de alivio cuando comenzó a succionar. Tessarion se enroscó cerca, cerrando los ojos de inmediato. El pequeño dragón gris se tumbó también, encogiéndose junto a ella.

Daemon mordisqueaba un trozo de carne seca mientras observaba la escena. Sus ojos brillaban, no por el fuego… sino por el orgullo silente que siempre lo asaltaba al verlos juntos.

"Mira nada más" murmuró, con una media sonrisa. "Hasta aquí abajo, en la raíz de un templo que no sabemos si nos va a tragar vivos… y tú sigues alimentando al heredero del fuego."

Rhaenyra alzó la vista con cansancio, pero también con una chispa de humor.

"No puede elegir dónde tiene hambre."

Daemon rompió otro pedazo de carne, lo masticó con desgano y dijo:

"Y yo también tengo hambre…"

Ella enarcó una ceja.

"¿Quieres leche tú también?"

Daemon se llevó la mano al corazón.

"Mi reina, no te burles de las necesidades del hombre que carga huevos de dragón, un bebé dormido, y media historia valyria sobre los hombros."

Rhaenyra soltó una risa suave. Aegon, sin soltar el pecho, abrió los ojos un momento, como si se preguntara qué había de gracioso.

"Podrías al menos hacer el esfuerzo de parecer desdichado" murmuró ella, "pero lo disfrutas. Lo sé."

Daemon se echó hacia atrás, apoyando la espalda en una raíz gruesa. Cerró los ojos por un segundo.

"Claro que lo disfruto. Estoy contigo. Y con él. Y con… ellos." Dio un suave toque a los huevos envueltos, asegurados aún en su espalda. "Lo haría todo otra vez. Incluso este maldito túnel."

Rhaenyra lo observó en silencio, con el pecho aún descubierto y Aegon comenzando a quedarse dormido otra vez.

"Yo también" dijo, en voz baja.

Comieron poco más. Apenas lo necesario para no temblar. Racionaron el odre con precisión, compartiendo apenas unos tragos entre ambos. Daemon ofreció agua a los dragones pequeños, que bebieron con lengua temblorosa antes de acurrucarse aún más.

Las raíces se curvaban hacia abajo.

Al principio no fue evidente, pero tras caminar un tramo más, Daemon se detuvo en seco, con Aegon dormido en sus brazos y el rostro cansado. Rhaenyra se giró, confundida.

"¿Qué pasa?"

Daemon pasó una mano por la pared viva, siguiendo una línea de savia roja que bajaba en espiral por la raíz más gruesa. No dijo nada al principio, solo bajó la mirada al suelo, y luego al techo que se alejaba poco a poco, más alto, más distante.

"Estamos descendiendo" murmuró.

Rhaenyra frunció el ceño.

"¿Cuánto?"

"No lo sé. Pero el aire cambió. Es más espeso… y hay más humedad."

Ella aspiró lentamente. Tenía razón. El calor seguía presente, pero era diferente. No era el fuego seco del bosque, ni el aliento cálido de la grieta. Era húmedo, como el vapor de una cueva profunda.

"¿Crees que esto… fue construido?" preguntó ella, bajando la voz.

Daemon negó con la cabeza, tocando las raíces con una mano abierta.

"No. Esto fue… cultivado. O creció. No sabría decir si fue magia o naturaleza. O ambas. Pero no hay herramientas aquí. No hay huellas humanas. Solo voluntad."

El silencio se hizo más denso a su alrededor. El dragón gris se adelantó un poco, olfateando el suelo. Tessarion caminaba con cuidado, aún adolorida, pero más firme.

Rhaenyra se detuvo un momento a revisar la bolsa de provisiones.

Vacía.

Daemon hizo lo mismo con el odre de agua. Solo quedaban unas gotas.

Aegon se removía en sus brazos. No lloraba, pero estaba inquieto, su cuerpo tibio y húmedo por el calor del descenso. Rhaenyra se llevó una mano al rostro y luego la pasó por el vientre. El bebé dentro de ella se movía otra vez, como si sintiera la tensión.

"¿Cuánto tiempo más?" preguntó ella, sin esperar respuesta.

Daemon no contestó.

Habían venido buscando respuestas. Un templo. Magia antigua. Sabiduría perdida. Un símbolo de Tessarion. Algo que les dijera por qué los sueños de Rhaenyra los habían traído hasta allí.

Pero lo único que habían encontrado eran raíces… y hambre.

"Si no hallamos algo pronto…" comenzó Daemon.

"No digas eso."

Su voz fue firme. No lo miró. Mantuvo la vista en el túnel que se retorcía delante, como una garganta viva.

"Lo encontraremos" insistió Rhaenyra, más para ella misma que para él. "Tiene que estar aquí."

Daemon asintió en silencio.

Pero por primera vez desde que habían entrado, sus pasos comenzaron a sonar… más pesados.

El descenso continuaba.

No había vueltas ni interrupciones. Solo pasillos curvos y paredes hechas de raíces entrelazadas. A cada paso, el ambiente se sentía más húmedo, más cerrado. El aire pesaba en los pulmones, y aunque el calor era soportable, el sudor no se evaporaba. Quedaba pegado a la piel como una segunda capa invisible.

Aegon iba en brazos de Daemon. Despierto. Atento.

Balbuceaba de vez en cuando, señalando las raíces que se movían apenas, como si respiraran con él. Tocaba la tela desgastada de su padre, le jalaba los mechones sueltos, golpeaba suave su pecho con una manita pequeña.

Rhaenyra caminaba unos pasos atrás, la antorcha aún encendida. Avanzaba con lentitud. Le dolían las caderas, las plantas de los pies, la cabeza. El cansancio la atravesaba como un peso invisible. En su vientre, el bebé seguía moviéndose, como si algo dentro también buscara salida.

"Alto" dijo Daemon, de pronto, deteniéndose.

Rhaenyra levantó la vista.

"¿Qué pasa?"

Daemon bajó la mirada al suelo. Luego se agachó.

La tierra era húmeda. Un lodo oscuro que no debía existir ahí abajo. Y, sin embargo, era perfectamente lisa. No había huellas.

Ni las de los dragones pequeños.

Ni las de ellos.

"¿Has notado esto?" preguntó en voz baja. "No dejamos huellas. Ninguna. Ni un solo paso atrás. Como si…"

"Como si nunca hubiéramos estado aquí" completó Rhaenyra, con un susurro.

Se hizo el silencio.

Daemon se incorporó. Miró hacia atrás.

La galería se extendía en una espiral hacia arriba… o tal vez era otra raíz. Otro pasillo igual. No había marcas. No había señales. Solo las mismas curvas, el mismo resplandor suave desde las paredes vivas, y la misma sensación de estar encerrados en algo que no entendían.

Aegon balbuceó otra vez, pero esta vez con impaciencia. Se quejaba. Se frotaba los ojos.

Rhaenyra se acercó y tomó asiento por un momento. Daemon se arrodilló junto a ella y le pasó al niño.

Ella lo acomodó con suavidad en su regazo y abrió el corpiño desgastado. Aegon no tardó en prenderse, succionando con avidez.

"No tengo mucha leche" murmuró. "Lo siento, pequeño."

Daemon sacó la bolsa de provisiones. Estaba vacía. Volteó el odre. Ni una gota.

"No tenemos nada."

La confesión fue un susurro quebrado. Casi le dolía decirlo en voz alta. Rhaenyra cerró los ojos. Mantuvo el rostro sereno, pero sus labios temblaron.

"Estamos perdidos" dijo, y no fue una pregunta.

Daemon miró hacia los túneles, hacia los pasillos idénticos, las raíces interminables, el techo que parecía alejarse con cada paso.

"Sí."

Aegon terminó de succionar y miró a su madre con los ojos húmedos. Tocó su rostro con una manita caliente. Ella lo abrazó, bajando la cabeza sobre su pelo.

Daemon se sentó frente a ellos.

Por primera vez desde que descendieron, no había un siguiente paso.

Solo preguntas.

Y hambre.

Daemon no quería separarse.

Cada parte de su cuerpo lo rechazaba. Pero Rhaenyra apenas podía mantenerse en pie, y Aegon, aunque aún curioso, ya se quejaba de hambre, queriendo algo más sustancial que la leche de su madre, moviéndose con torpeza, buscando un consuelo que no podían darle.

"No iré lejos" dijo él, la voz baja, tensa. "Solo unos pasos. Quizá si veo algo… si hay un giro distinto."

Ella asintió en silencio, sentándose junto a una raíz que se curvaba como un banco natural. Sostuvo a Aegon con ambos brazos, envolviéndolo. El niño cerró los ojos, agotado.

Daemon avanzó unos metros. Cada pasillo era idéntico. Cada curva, un espejo. Tocó las paredes, miró el suelo, escuchó.

Nada.

No había rastro de aire moviéndose, ni de agua corriendo. Ni marcas. Ni símbolos. Solo silencio. Un silencio que no nacía de la calma… sino de la espera.

Regresó sin haber encontrado nada.

"No hay salida."

Rhaenyra no dijo nada. Solo alzó la mirada hacia él, y en ese gesto compartieron una verdad amarga: estaban atrapados. No sabían por cuánto tiempo, ni si habría un después.

Daemon se sentó con ella, en el mismo rincón. Los dragones pequeños se enroscaron cerca, buscando calor. Rhaenyra acomodó a Aegon contra su pecho, y Daemon rodeó a ambos con su brazo.

"Debemos dormir" dijo ella, sin convicción. "Descansemos un poco, necesitaremos fuerzas para continuar."

"Lo sé."

Y así lo hicieron.

Si era noche o día, no podían saberlo. Pero cerraron los ojos con la esperanza de que el tiempo, al menos, les ofreciera algo en sueños.

Cuando despertaron, si es que en verdad habían dormido, el aire se sentía distinto.

Un rumor leve, apenas un crujido vegetal, recorría el suelo. Daemon abrió los ojos primero. Luego Rhaenyra. Aegon aún dormía, con los labios entreabiertos, pegado a su madre.

Los dragones estaban de pie.

Tessarion se había incorporado. Sus ojos brillaban con intensidad. El otro dragón, más pequeño pero ágil, se colocó a su lado, con las alas medio abiertas.

Y entonces Tessarion comenzó a moverse.

No con miedo.

Con propósito.

“¿Qué hace?” susurró Rhaenyra, incorporándose.

Daemon ya se había puesto de pie, alerta.

“No lo sé. Pero no está huyendo. Está siguiendo algo.”

El dragón avanzaba con decisión, el hocico cerca del suelo, como si olfateara algo invisible. Las raíces parecían retroceder suavemente a su paso. El más pequeño lo siguió de inmediato.

Y ellos no tuvieron elección.

Daemon alzó a Aegon con un suspiro, asegurándolo contra su pecho. Rhaenyra tomó su pequeño bolso de provisiones, donde ahora solo guradaban la manta de Aegon, el odre vacio y algunos paños de lino, y se pusieron en marcha detrás de los dragones.

No dijeron nada.

Porque sabían que lo que sus ojos no habían podido encontrar…

…los dragones, tal vez, sí.

Avanzaban en silencio, siguiendo los pasos ligeros de los dragones pequeños. Tessarion caminaba con la cabeza baja, moviéndose entre raíces cada vez más húmedas. El aire, de pronto, cambió. Olía a piedra mojada, a tierra antigua, a algo que fluía.

Daemon fue el primero en oírlo.

Un murmullo.

Agudizó el oído.

"¿Oyes eso?" murmuró sin esperar respuesta.

Rhaenyra asintió, deteniéndose por un instante. El sonido era real. Corriente. Agua viva. No una ilusión.

Tessarion apuró el paso. El otro dragón comenzó a moverse con más energía, como si la sed lo empujara. Y entonces, al girar entre dos columnas de raíces negras, lo vieron.

Un río.

Un río subterráneo, fluyendo entre las paredes del templo. La luz provenía de la propia corriente, un brillo tenue, azulado, como si pequeños fragmentos de cristal flotaran en el agua. No era profunda. Ni rápida. Pero corría, con fuerza constante, abrazando la curva de las raíces.

Daemon no lo pensó dos veces.

Corrió hacia la orilla, se arrodilló y sumergió las manos. El agua estaba tibia, como una fuente termal. Llevó ambas manos al rostro y bebió con avidez.

Rhaenyra, jadeando, se dejó caer a su lado. También bebió, sin esperar a preguntarse si era seguro. El cuerpo necesitaba agua más que razón.

Aegon se retorcía con emoción en los brazos de su padre. Su risa brotó de golpe, aguda y alegre, al ver el agua.

"Ma! Ah!" gritó, con las manos extendidas, señalando el río.

"¿Quieres agua, pequeño?" dijo Daemon, alzándolo un poco. Aegon lo empujó con las piernas, con una sonrisa amplia en la cara.

Rhaenyra rió suavemente. Tenía barro en las mejillas, el cabello pegado a la frente, pero por un instante se vio como lo que era: una madre agotada que aún encontraba alegría en su hijo.

"Quiere meterse" dijo ella, sin poder ocultar la ternura.

Daemon se arrodilló de nuevo, quitándole los harapos húmedos a Aegon. Lo sostuvo por debajo de los brazos y dejó que sus pies tocaran el agua.

El niño chilló de felicidad.

Chapoteó con fuerza, salpicando a ambos. El agua chispeaba con cada movimiento. No parecía mágica, ni maldita. Solo… viva.

Tessarion se acercó a la orilla, bajando el hocico para beber. El dragón gris también lo hizo, bebiendo ansioso, con las alas pegadas al cuerpo.

Daemon mojó la nuca del niño, y Aegon se inclinó hacia el agua, tratando de morderla como si fuera algo sólido.

Rhaenyra se sentó junto a ellos y volvió a beber, con los ojos cerrados.

"Creí que moriríamos aquí abajo" susurró.

Daemon la miró, serio. Pero no respondió.

Aegon gritó de nuevo, salpicando más agua.

Fue Daemon quien lo dijo primero, mientras exprimía el agua de la tela del hombro de Aegon.

"Sigamos el río."

Rhaenyra no discutió. No había caminos, ni señales, pero el agua al menos tenía dirección. Y después de todo lo que habían visto, lo que parecía moverse con vida era lo más cercano a una guía.

Tessarion y el dragón gris avanzaron con soltura por la ribera, mojando sus patas sin miedo. La humedad crecía a cada paso. Las raíces se apartaban, como si el río las disuadiera de continuar cerrando el paso.

Al cabo de un tiempo, la galería se ensanchó.

Y apareció ante ellos una caverna.

Era enorme. Inesperadamente hermosa. La bóveda se alzaba tan alta que la luz azul del agua se reflejaba como si el techo respirara. El río se expandía hasta formar un lago subterráneo, de aguas completamente cristalinas. En su interior, peces diminutos se movían en cardúmenes. Pequeños destellos anaranjados, plateados, algunos con aletas negras como la obsidiana.

Los dragones los vieron al instante.

Tessarion se lanzó primero, clavando las patas delanteras con rapidez. El otro dragón se zambulló con torpeza y entusiasmo, ambos comenzaron a sacar peces del agua y lanzaron llamas sobre ellos antes de tragarlos con entusiasmo.

Rhaenyra se detuvo junto al borde y se sentó, apoyando las manos sobre la roca húmeda.

"Están comiendo" dijo, y su voz sonó tan sorprendida como aliviada.

"Y parece que no los ha matado nada" añadió Daemon, observando a los dragones con atención.

Las paredes de la caverna estaban cubiertas de musgo brillante, que emitía un resplandor suave, casi esmeralda. Algunas plantas acuáticas colgaban desde las raíces del techo, flotando como cintas sumergidas. Aegon, aún en brazos de su padre, aplaudió.

"¡Ah! ¡Ah!" exclamó, señalando los peces.

Rhaenyra se rió suavemente.

"También quiere cazar."

Daemon miró el agua, luego a Rhaenyra.

"Podríamos intentar atraparlos. Aunque sean pequeños, algo es algo."

Ella asintió, cansada pero decidida.

"Si los dragones pueden comerlos, nosotros también. Además, no tenemos muchas opciones."

El agua se sentía más tibia en la caverna. El aire más limpio. Por primera vez en días, no parecía que el templo intentara devorarlos.

Parecía… permitirles respirar.

Daemon se quitó las botas mojadas, su espada y la coleccion de dagas que traia y dejó a Aegon en el regazo de Rhaenyra.

"Voy a pescar."

Se adentró en el agua sin dudar. El río ya no era un peligro, sino una promesa. Los dragones lo seguían con movimientos cautelosos. Tessarion nadaba con torpeza, pero era veloz al cazar, atrapando peces pequeños con giros bruscos de cabeza. El dragón gris chapoteaba, entusiasmado.

Daemon sumergió las manos, agudo como un halcón, y cuando emergió, traía tres peces plateados que aún se retorcían clavados en una daga larga y delgada. Sonrió.

"Alguien ha mejorado su puntería."

Rhaenyra rió mientras los limpiaban, Daemon abrió los peces con una hoja de su cinturón, y con ayuda de los dragones, los cocinaron con precisión: un soplo de fuego, apenas controlado, lo suficiente para chamuscar la piel sin deshacer la carne.

Comieron sentados cerca del lago. Rhaenyra mordió el pescado sin pensar en elegancia. Aegon mordisqueaba una porción tibia que su madre le iba desmenuzando. El niño emitía sonidos felices entre bocado y bocado.

Y entonces, al inclinarse para mojar sus manos en el agua y limpiar los restos de grasa, Rhaenyra se detuvo.

Allí, bajo la superficie, del otro lado de la caverna.

No lo había visto antes.

Una forma.

Sumergida.

Estática.

Inmóvil.

Una estatua.

Sus ojos se entrecerraron. No era grande, pero tenía el torso erguido. El rostro… roto. Como si hubiera sido arrancado por un golpe o por el tiempo. Alrededor de ella, sombras redondeadas. Columnas.

Objetos.

Estructura.

"Daemon" dijo en voz baja.

Él la miró con un trozo de pescado entre los dedos.

"¿Qué pasa?"

"Hay algo en el agua."

Se inclinó más, con cuidado de no alterar la superficie. Ahora lo veía con claridad. No era una sola estatua. Había más. Columnas sumergidas. Fragmentos de piedra tallada. Bases circulares, rotas. Vasijas. Escaleras que no conducían a ningún lado. Un altar.

"Esto no es solo una caverna" murmuró.

Daemon se acercó, observó el reflejo, y luego se sumergió hasta las rodillas.

"Es una ruina" dijo, tocando una de las columnas medio sumergidas. "Una sala. Un templo, tal vez. Hundido."

Rhaenyra sintió que el corazón le latía con fuerza.

"¿Crees que... podría ser lo que buscamos?"

Daemon no respondió al instante.

Solo miró las profundidades.

El templo no estaba delante.

Estaba debajo.

Daemon no esperó.

Se quitó el cinturón y se sumergió con una piedra encendida atada a su muñeca, iluminando el agua con un brillo anaranjado. Desapareció bajo la superficie como una sombra, dejando apenas unas ondas suaves.

Rhaenyra lo observó en silencio, acunando a Aegon, que descansaba contra su pecho, somnoliento por el calor y la comida. De vez en cuando, una burbuja surgía. Luego, la cabeza de Daemon emergía con un jadeo, y lanzaba a un lado algún trozo de piedra, una vasija rota, un fragmento de columna tallada. A veces traía objetos más pequeños: brazaletes corroídos, pedazos de inscripciones, fragmentos de cerámica con dibujos apenas visibles.

Una y otra vez.

Durante horas.

Nunca decía nada.

Solo volvía a sumergirse.

Aegon despertó en algún momento de la tarde, alegre, inquieto. Se sentaba solo con más firmeza, sus manitas agarraban los bordes de la manta, y cuando Rhaenyra lo dejó en el suelo, intentó levantarse con torpeza, empujándose con los pies. Cayó de lado con un quejido suave.

Rhaenyra se inclinó para ayudarlo, pero Aegon volvió a intentarlo.

Una.

Dos veces.

Hasta que logró quedarse en pie unos segundos, tambaleante, con los brazos abiertos como alas pequeñas.

"Daemon" lo llamó ella, sin apartar la vista de su hijo.

Él emergió otra vez, con la respiración entrecortada.

"¿Qué ocurre?"

Rhaenyra sonrió.

"Está de pie."

Daemon nadó hasta la orilla con rapidez, saliendo con el agua escurriendo de su ropa. Se acercó sin secarse, y se arrodilló frente a Aegon, que ahora reía mientras daba un pasito tembloroso… y caía sentado.

Daemon se echó a reír.

"Fuerte como su madre" murmuró.

"Y testarudo como su padre" respondió Rhaenyra.

Aegon volvió a intentar ponerse de pie. Esta vez, Daemon lo sostuvo de las manos. El niño apretó con fuerza, sus ojos morados brillando con la misma chispa que llevaba en la sangre.

"Es fuerte" dijo Daemon, mirando a Rhaenyra.

Ella asintió, con el corazón apretado.

"Y está creciendo demasiado rápido."

Se recostaron junto al fuego. Los dragones dormían, las raíces vibraban con una calma extraña, y el templo, desde las profundidades del agua, seguía revelando apenas fragmentos de sí.

No habían llegado aún al corazón.

Pero por una noche… se sintieron vivos.

La oscuridad era profunda. Densa. No como la del templo bajo tierra, sino como la del mundo antes del tiempo.

Rhaenyra estaba sola en el centro de una sala enorme. El techo aún existía, sostenido por columnas doradas que brillaban con un fulgor propio. El aire olía a incienso, a fuego antiguo, a una fe que alguna vez reinó en Valyria. En el centro del templo, una llama azul ardía en un cuenco negro. No quemaba, no crepitaba… pero iluminaba con fuerza.

Ella caminaba.

Las paredes estaban cubiertas de símbolos. Ojos. Estrellas. Serpientes entrelazadas. Rostros sin nombre.

Entonces el suelo comenzó a temblar.

La llama tembló también, aunque no se apagó.

Rhaenyra dio un paso hacia atrás. Escuchó el rugido antes de verlo: una grieta abrió el techo. Roca fundida comenzó a caer desde lo alto, incinerando columnas, techos, figuras. La sala entera vibró, y se derrumbó como un castillo de ceniza.

El fuego azul resistió hasta el último segundo, hasta que la lava lo devoró.

Todo ardió.

Todo se cubrió de piedra.

Oscuridad.

Silencio.

Pero entonces… lluvia.

Tormentas.

Agua que caía sin fin, arrastrando tierra, rocas, ceniza. Durante años. Décadas. El templo ya no estaba sobre tierra. Ya no tenía entradas. Ya no tenía luz. Solo piedra, lava y agua encima. Enterrado en capas de destrucción, como si el mundo hubiera querido esconderlo para siempre.

Y allí, al fondo… seguía la llama.

Sola.

Pero viva.

Rhaenyra despertó de golpe.

Aegon dormía junto a ella. Daemon estaba de pie, girando una de las columnas que había sacado del río el día anterior. La luz azul del agua seguía ondeando en las paredes.

Ella se sentó, jadeando.

Daemon se giró hacia ella, con el ceño fruncido.

"¿Estás bien?"

"Ya sé dónde está" dijo Rhaenyra, aún sin aliento.

Daemon se acercó.

"¿Dónde?"

"Debajo. Más profundo. El templo está… enterrado. Fue destruido por la erupción. Lo que vemos aquí son solo fragmentos del techo, la estatua estaba en la cupula. Lo que buscamos sigue ahí, intacto, pero cubierto por lava petrificada y capas de agua. No hay una puerta visible. Hay que buscar por debajo. En el fondo de este lago… o más allá."

Daemon la miró en silencio.

Y luego asintió.

“Tu quedate aquí, cuida de Aegon, me encargare de abrirnos camino.”

Pasaron los días como el río que cruzaba la caverna: silenciosos, constantes, inevitables.

Daemon se sumergía al amanecer, si es que aquel lugar aún conocía el día, y no salía sino hasta que los dedos se le arrugaban por completo y la espalda le dolía como si llevara siglos bajo el agua. Cada vez descendía más, tanteando entre columnas caídas, escombros pesados, entradas colapsadas. Cada grieta, cada recoveco, era una posibilidad.

Al principio Rhaenyra lo observaba desde la orilla, con Aegon en brazos, acunándolo y cantándole viejas canciones valyrias. Luego, cuando el cansancio se hizo costumbre, comenzó a guardar los fragmentos que Daemon traía: inscripciones rotas, estatuillas, trozos de altar, examinándolos con curiosidad, notando los símbolos que los marcaban.

No sabían cuántos días habían pasado.

Pero lo sentían en sus cuerpos.

El fuego del bosque era ya un recuerdo lejano. El hambre había sido reemplazada por la monotonía de los peces diminutos, atrapados con las manos o con lanzas improvisadas de piedra afilada. El agua de la caverna, dulce y constante, les permitía resistir.

Aegon, con el paso de los días, ya no solo balbuceaba.

Ahora caminaba con torpeza entre las raíces secas y los charcos, agarrándose de las alas dormidas de Tessarion o del brazo de su madre. Sus ojos se maravillaban con cada burbuja, cada chispa de luz que emergía del agua.

Habían perdido la noción del tiempo.

Pero no el propósito.

"¿Cuánto más puedes resistir?" preguntó Rhaenyra una noche, mientras compartían el calor de la hoguera que nunca se apagaba.

Daemon, cubierto con una tela empapada y los labios partidos, le tendió una pequeña placa de piedra con el símbolo del ojo tallado con precisión.

"Lo bastante. Estoy cerca."

Rhaenyra tocó el grabado con la yema de los dedos.

"¿Lo sentiste?"

Daemon asintió, sin necesidad de palabras.

Al día siguiente, volvió al agua.

Y esta vez, no emergió de inmediato.

Tardó más que nunca.

Tanto, que Rhaenyra se puso en pie con el corazón latiendo en la garganta.

Pero entonces, la superficie se rompió con un chorro de agua, y Daemon emergió jadeando, los ojos abiertos de par en par.

"Esta del otro lado de la caverna, no esta enterrada… no por completo." dijo entre jadeos.

"¿Dónde?"

"El agua es muy profunda en el centro, pero del otro lado, en la orilla, hay columnas encimadas, destrozadas… la entrada está ahí, la mitad bajo el agua y la mitad tras una columna. Vi un símbolo tallado… entero. El ojo. Y bajo él, una abertura. Pero está sellada por rocas… y lava endurecida. Va a tomar tiempo."

Rhaenyra tragó saliva. Su vientre ya se sentía más pesado. Aegon jugaba con un fragmento de estatua rota, como si todo eso fuera lo normal.

"Entonces empieza" dijo ella. "Yo cuidaré de todo lo demás."

Daemon asintió. Y al volver a sumergirse… ya sabía a dónde ir, nado hasta llegar al otro lado, y Rhaenyra, sabiendo que buscar, noto la enorme distancia que tendrian que recorrer nadando. La caverna no se veía tan grande, por lo bajo del techo, pero resulto ser increiblemente ancha.

Daemon, utilizando su daga de acero Valyrio y su espada comenzo a raspar la lava donde el símbolo del ojo estaba tallado en la roca negra. La abertura bajo él parecía dormida, sellada por fragmentos de lava solidificada y escombros milenarios.

Y comenzó a golpear.

Una y otra vez.

Durante horas.

Los ecos sordos del esfuerzo retumbaban hasta la superficie. Rhaenyra los escuchaba mientras bañaba a Aegon en la orilla, mientras recogía los peces que atrapaban los dragones, mientras miraba su reflejo y no sabía si era más del templo que del mundo.

Daemon no se detenía.

La piedra se agrietaba con lentitud.

En uno de los golpes, una esquirla saltó y le abrió la palma. Sangró.

La sangre se deslizó por la grieta, tibia, viva, y tocó la abertura sellada.

Todo se detuvo.

La roca, que antes parecía inamovible, vibró. Un zumbido sutil, casi como un suspiro profundo, recorrió la piedra. Y entonces, sin un solo crujido, sin estallidos… la grieta se abrió.

No como si fuera quebrada.

Sino como si obedeciera.

Una rendija de oscuridad apareció entre las piedras. Se ensanchó apenas lo suficiente para permitir el paso de un cuerpo humano… y nada más.

Daemon retrocedió, jadeando.

Regreso a Rhaenyra y salio con la respiracion agitada y la mano sangrando.

Daemon levantó la mano herida, aún sangrando.

"Lo conseguí…"

Rhaenyra lo beso con alegría y Daemon la ayudo a llegar al otro lado, nadando con cuidado pues él llevaba a Aegon que pataleaba con alegría, con solo trozos de túnica cubriendo su cuerpecito, sus pantalones ya no le quedaban. Rhaenyra llevaba los huevos de dragón con ternura, y aunque tardaron el doble de lo que Daemon tardaba en atravesar, llegarón del otro lado.

Ella se acercó a la grieta. El aire que salía de dentro era más fresco, más denso. Un aroma a incienso apagado y metal antiguo la envolvió. El símbolo del ojo brillaba, ahora débil, casi como si les diera permiso.

"No entrarán los dragones" dijo ella, mirando hacia atrás, donde Tessarion y el pequeño dragón esperaban en silencio del otro lado de la caverna.

"No pueden" respondió Daemon, con calma. "Pero nosotros sí."

Ella tomó los huevos que aún protegía con recelo, y Daemon aseguró a Aegon en su espalda, envuelto con una tela firme.

Frente a ellos, el corazón del templo de Tessarion esperaba.

Y al fin, la puerta estaba abierta.

El pasaje era estrecho.

Tuvieron que atravesar agua para cruzarlo, caminando con cuidado entre rocas húmedas, raíces sumergidas y corrientes suaves que acariciaban los tobillos, las sombras bailaban sobre el techo bajo, la débil luz que tenían era de lo que parecía ser piedras que brillaban en las paredes. El eco de sus pasos resonaba como si fueran los primeros seres vivos que lo recorrían en siglos.

Al otro lado, una cámara se abrió de pronto.

Amplia.

Silenciosa.

Perfecta.

No había ceniza. Ni grietas. Ni rastros de la destrucción que lo había sepultado. Todo estaba en su sitio. Las columnas se alzaban rectas, aún pintadas con pigmentos azul oscuro y dorado. El suelo, de piedra blanca, brillaba como si acabara de ser pulido. Una llama tenue flotaba en el centro de la sala, suspendida sobre una fuente de piedra, sin consumir nada, sin emitir calor.

Rhaenyra se detuvo apenas poner un pie dentro.

Sus ojos recorrieron el lugar sin entender cómo era posible que estuviera… intacto.

Daemon también se detuvo, Aegon en sus brazos, pataleaba para que lo bajaran.

"No hay polvo" dijo en voz baja. "Ni telarañas."

"Es como si el templo… estuviese congelado.” respondió Rhaenyra, sin aliento.

Avanzó con cuidado. Pero al dar un paso más, sintió el peso en su vientre empujarla hacia atrás. Se llevó la mano al abdomen. La tela estaba tensa. Sus costillas, comprimidas.

Se quedó inmóvil.

Daemon se giró al oírla detenerse.

"¿Estás bien?"

"Se siente más grande" murmuró. "Fue solo una patada."

Él se acercó con rapidez, su mirada de inmediato dirigida a su figura, que bajo la tela húmeda y ajustada, parecía más pronunciada, más tensa, más… redonda.

"Tan grande como cuando Aegon estaba por nacer" dijo ella, con voz ronca.

Daemon no respondió de inmediato.

“No sabemos cuánto tiempo llevamos aquí, no se si han pasado días o semanas.” murmuró acariciando su vientre con ternura y preocupación.

El silencio del templo pareció hacerse más denso.

"Creo que aún tenemos tiempo, algunas semanas…" añadió Rhaenyra, cerrando los ojos, con una mano temblorosa sobre su costado.

Daemon extendió la suya, tocando la curva de su vientre con cuidado.

"No estás sola" dijo en voz baja. "Pero creo que tenemos que intentar apresurarnos."

Aegon emitió un sonido suave, removiéndose.

Avanzaron con pasos tentativos, aún alcanzaban a escuchar a los dragoncetes, que chapoteaban en el agua y cazaban peces con entusiasmo, como cada día.

Pero al llegar al centro…

El aire se volvió denso, cargado de algo que no era calor, ni frío. Una vibración sutil llenó la sala. No venía de los muros ni del suelo, sino del espacio mismo, como si el templo exhalara… y luego hablara.

Tardaron mucho en llegar… los he estado esperando.

Rhaenyra se congelo.

Daemon tomo su mano con fuerza y Aegon solto un chillido de sorpresa, como si él tambien escuchara la voz.

Daemon, instintivamente, tomó su mano con fuerza, y Aegon soltó un chillido agudo, como si él también hubiese escuchado la voz. No era una voz humana. No era un sonido que pudiera haber sido articulado por garganta alguna. Era antigua, vieja como el fuego, pero clara… dentro de ellos.

"¿Tessarion?" Rhaenyra preguntó, su voz temblorosa, apenas audible.

"Ella murió aquí."

La respuesta fue tan rotunda como un trueno contenido. No un reproche, sino un hecho.

Rhaenyra retrocedió medio paso. Su vientre se estremeció al mismo tiempo, y Aegon se aferró a los cabellos de Daemon, murmurando algo incomprensible.

Daemon no dijo nada. Pero se irguió.

"¿Quién eres?" preguntó él, con firmeza.

Silencio. Y luego…

¿Acaso ya me han olvidado? ¿A mi? ¿Que he guiado sus caminos con tanto cuidado…?

“Shrykos .” salió como un suspiro, una confirmación.

Ah, aún recuerdan quien los bendijo.

“Jamás olvidaría algo así. Nos has llamado, querida Diosa… dinnos como podemos servirte.” Daemon hizo una reverencia ligera, una muestra de respeto.

¿Saben…? No han sido los primeros que he llamado… pero si los primeros dispuestos a escuchar.

“¿Llamado?” Rhaenyra coloco una mano en su vientre, sintiendo al bebe agitarse.

Ella tenía vuestra sangre, vuestra valentía. Montaba a un dragón nombrado en honor a mi padre… Balerion. Pero no escucho mis advertencias, no supo interpretar mis señales.

“Aerea Targaryen.” Daemon sintió la comprensión inundarlo, la historia de Aerea de repente cobrando sentido ante ellos. 

Tan intrepida, tan valiente… tan tonta. Los dragones son criaturas hechas para la compañia… y ella vino sola.

Ni Daemon ni Rhaenyra supieron que responder ante tal declaración, pero no hizo falta, pues la Diosa siguio hablando, como si estuviera feliz de ser escuchada.

Ustedes… dos dragones adultos… dos crías… dos huevos. Dos, dos, dos. Falta uno… pero llegara pronto.

Ante la confusa declaración, Rhaenyra sintio al bebe en su vientre moverse aún más.

“¿Quien llegara?” Daemon no se resistio a preguntar, temeroso de que quien llegara… no fuese un amigo.

Falta un compañero… no pueden irse en numeros impares… los dragones se aparean de por vida… las llamas gemelas… tu y tu esposa, quien en su vientre lleva llamas gemelas… pero un niño viene en tus brazos… y su llama aún no ha llegado.

“¿Que?” 

Yo me separe de ella… de mi Tessarion… y la muerte se la llevo. La tragedia siempre llega a aquellos que intentan apagar una llama… así lo decreto Arrax cuando Onixa creo a un impar… un demonio… sin espejo y sin balance.

Sus palabras, confusas y llenas de significados ocultos.

Rhaenyra las memorizo, comprendiendo que tal vez no tenían sentido ahora. Pero podrían tenerlo más tarde.

“¿Balance? ¿Es lo que deseas de nosotros?”

Balance… he perdido el mío, el mundo ha perdido el suyo… si, pero aún no es el momento…

“¿Cuando lo sera?”

Cuando estén listos… cuando lo encuentren. 

Rhaenyra sintió su cabeza palpitar, la confusión inundándandola.

Me escuchan… incluso si no entienden… no se preocupen, algún día lo comprenderán… pero ese día no es hoy.

“¿Y qué es lo deseas de nosotros, hoy, mi Diosa?”

Conocimiento… se esta perdiendo… me debilita… Sin Meleys para protegerlo, pronto sera demasiado tarde. Pero aún es pronto.

“¿Conocimiento?”

Si… ella, mi Tessarion, a quien honran tan bellamente, quien mi balance ha roto… ella vio, su deber… ella vio su fin… ella soño… lo guardo, lo protegio, la tormenta se acerca, el agua calmara el fuego… el bosque se apagara… y ello… el, ella… se perdera… demasiado pronto.

Rhaenyra de repente comprendió, cada que habían hablado con Shrykos , habían dado algo en sacrificio… y ahora que no lo habían hecho, la Diosa sonaba lejana, como si se desvaneciera.

“Escucho, Shrykos, Mi Diosa… escuchó.” Rhaenyra tomó la daga de Daemon y con delicadeza se rasgó el antebrazo, lo suficiente para que la sangre goteara. “Te rezo, doy esta sangre en sacrificio…”

Ah… tu escuchas. Niña lista. Espero que estés preparada.

“Lo estoy.” 

Mi Tessarion… también era lista… ella soñó, yo no le preste suficiente atención… pero ahora lo hago, demasiado tarde… 

“Guíanos, Mi Diosa. Yo te rezo.” Daemon repite el proceso, guiado por el instinto.

Una compulsión.

Sus ojos se abrieron y fue como si un velo se levantara de sus mentes.

La claridad llego a ellos.

El tiempo se agota… mi Tessarion, ella siempre elegía tres… pero ellas siempre llegaban cuando el poder, la magia, estaban en apogeo… pues es cuando veían, cuando soñaban… con la caída, busquen en su hogar, ella vio… ella soño…

Mi Tessarion, ella les dejo algo, a aquellos dispuesto a ver… 

Cuando la magia es fuerte, los Dioses lo somos. 

Cuando la magia es débil… la oscuridad crece.

No lo permitan.

Mi Tessarion… ella reía… y soñaba. Este es su bosque, donde los sueños cobraban vida… pero su magia… lo que queda, se desvanece… Sin ella, los sueños no tienen guia, los presagios se pierden entre pesadillas y aquellos que ven… no pueden comprender.

Sálvenla… lo que queda de sus sueños.

Yo los guiare, pero deben escuchar.

Yo los llevare, pero deben ver.

Con esa última frase, las antorchas se encendieron a la vez.

Una a una, a lo largo de los muros, hasta iluminar el templo con una luz imposible: no fuego común, sino llamas de tonalidades azules, violetas y oro oscuro. Se alzaban sin consumir nada, sin quemar. Y bajo esa luz… los vieron.

Catorce.

Catorce rostros tallados en la piedra circular que coronaba la sala.

No estatuas enteras.

Solo rostros.

Antiguos.

Algunos serenos. Otros furiosos. Algunos con ojos cerrados, otros abiertos y vacíos. Todos con coronas, marcas, cicatrices, alas… símbolos que no eran decoraciones, sino fragmentos de dioses.

Daemon dio un paso atrás, abrumado por la intensidad de la luz. Aegon lloró de pronto, sin saber por qué, retorciéndose en su espalda como si algo invisible lo hubiese tocado.

Y entonces Rhaenyra gritó.

Un sonido crudo, desgarrado, que partió la calma en dos.

Su mano se aferró al borde de la fuente de piedra. Su cuerpo se dobló sobre sí mismo.

"¡Daemon…!"

El nombre salió en un jadeo, en un aliento roto. Sus piernas temblaban. El vientre ardía. Como si algo dentro de ella hubiera despertado con violencia.

"Está empezando" susurró, con los labios pálidos.

Daemon la sostuvo antes de que cayera, sosteniendo a Aegon con un solo brazo. El niño lloraba, confundido, asustado por el grito de su madre.

"Resiste" dijo él, bajando con ella al suelo, protegiéndola entre sus brazos. "Resiste, mi corazón de fuego."

El suelo bajo ellos vibró de nuevo, no por temblor… sino como un tambor profundo que respondía al momento.

Rhaenyra lloraba sin lágrimas.

"Daemon… no puede ser aún, no aquí…"

"Sí puede" respondió él, la voz temblorosa. "Y lo haremos juntos. Como lo hemos hecho todo. Yo te ayudaré, te cuidaré..."

En lo alto, los catorce rostros brillaban con fuerza.

Y desde las paredes, la voz de Shykros volvió a escucharse.

"Trae fuego a este mundo… y el fuego la salvará… porque en el fuego habito y la puedo proteger…"

 

Notes:

Aunque no lo crean, tuve que investigar mucho para este capitulo. ¿sabian que despues de una erupcion volcanica la tierra tarda años en enfriarse? La lava, si la erupción es leve, tarda aproximadamente 25 años en endurecerse. Ahora... si es un volcan activo, bueno, se puede mantener siglos en erupción, así que basicamente nunca se endurece del todo.

Vivir cerca de un volcán activo es dificil, y aterrador, lo dice alguien que tiene que limpiar ceniza del parabrisas del carro cada que quiere salir.

Y este capitulo esta basado en una experiencia real, hace unos años en un viaje a Chiapas, decidimos ir a visitar unas grutas, mi mamá, mi hermana, mis sobrinos y yo.... y resulto que las grutas estaban abandonadas, eran un destino turistico pero debido a que estaban muy lejos de todo, fueron abandonadas por el gobierno- abandonadas tipo pelicula de terror donde hay una feria fantasma... todo deteriorandose y triste.
Bueno, digamos que se lo que es pasar la noche en una cueva por perderme en unas grutas, encontrar agua de manera milagrosa y sobrevirir a la interperie sin provisiones con dos niños pequeños, separase siempre es la peor de las ideas, no lo hagan.
Y la caverna... bueno, amo los cenotes, nadar en ellos es tan emocionante como peligroso, incluso si no lo parece, especialmente aquellos en los que tienes que ir por rios subterraneos para llegar.

Comienzan a aparecer más animales! Lo de los peces tiene una explicación logica, lo juro, pero se vera más adelante. Aunque ya di bastantes pistas... veamos si alguien lo descubre.

¿opiniones?

Chapter 19: El Presagio de las Llamas Gemelas

Notes:

Advertencia de contenido: descripción detallada de parto y menciones de asesinato de niños.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

La fuerza se le fue del cuerpo. Rhaenyra se desplomó, y Daemon la atrapó antes de que golpeara el suelo. El mármol bajo sus pies ardía como si respirara, y sus brazos temblaban mientras la recostaba con cuidado, sin dejar de sostenerla, sus manos temblando.

"Shhh… estoy contigo, Rhaenyra. Aquí estoy mi amor."

Pero no había tiempo para ternuras. El templo comenzaba a temblar de nuevo, con un ritmo que no venía de la tierra, sino del aire, de los muros, del mundo mismo respondiendo al instante. 

El fuego en las antorchas se intensificó.

Un rugido estalló tan cerca que pareció abrir la piedra. Otro le siguió, más grave, más furioso. Caraxes. Syrax. Volando encima del templo, parecían sentir el dolor de Rhaenyra.

Y luego, un tercer sonido: el chillido agudo y lastimero de Aegon, llorando de miedo, asustado por el grito de dolor de su madre.

Daemon alzó la vista.

La entrada del templo, aquella puerta de piedra antigua que había sellado siglos de secretos, ahora se agrietaba. Las garras de los dragones golpeaban desde fuera. No con ira… sino con desesperación. 

Tessarion y el pequeño dragón gris intentaban llegar a ellos.

“¡Quieren entrar!” exclamó Daemon, sin saber si era miedo o esperanza lo que sentía.

Aegon lloraba como si sintiera todo. Como si cada grito suyo fuera un eco del rugido de Syrax que hacía eco en el techo. Como si el fuego en su sangre despertara.

Daemon lo estrechó contra su pecho, sintiendo sus manitas aferradas a su jubón, mientras la otra mano permanecía firmemente entrelazada a la de Rhaenyra, que jadeaba, pálida, el rostro perlado en sudor.

“El bebé…”, susurró ella. “Daemon… no viene bien… algo… algo no está bien…”

“¡No digas eso!”, le gritó sin querer, como si el miedo pudiera expulsarse con rabia. “Estás fuerte. Eres fuego. ¡Estarás bien!”

“¡Es demasiado pronto! Aún no es tiempo… aún no debería ser el momento.”

Otro rugido. Esta vez, mucho más cerca. Las puertas del templo cedieron un poco. El sonido de las piedras crujiendo hizo que Aegon gritara aún más fuerte, alzando la voz con una furia que no parecía humana.

Y entonces, lo vieron.

Desde lo alto, desde una grieta en la bóveda sagrada, descendió una ráfaga de humo blanco. Una bruma tibia, luminosa. No era natural. No era niebla. Era fuego que no quemaba. Una llama viva, flotando, danzando hacia ellos.

Y con ella, la voz.

Fuego…

Daemon no sabía si hablaba en voz alta o si la voz estaba dentro de él. Aegon, aún llorando, extendió su manita hacia la bruma. Y fue entonces cuando Syrax rugió de nuevo, no con violencia, sino con un llamado. Un canto, casi materno.

El fuego descendió y rodeó a Rhaenyra como un manto.

Y Daemon, por un instante, pensó que la perdería. Porque su rostro cambió. Porque el dolor la partía. Porque el miedo en sus ojos era distinto: no miedo a morir… sino miedo a fallar.

El mármol bajo ellos se tiñó de rojo. No por sangre, sino por la luz de las antorchas que respondían, una por una, a algo más grande.

“Daemon…” Rhaenyra suspiro, su dolor atenuandose.

“Estoy aquí.”

“No me dejes…”

“No te dejaré, tranquila, yo estoy aquí.”

Rhaenyra gritó entonces. Un grito largo. Un grito que no era solo suyo, sino de algo más. Un grito de vida abriéndose paso, incluso cuando el mundo parecía colapsar.

Shhh. Mi niña… tranquila… solo un momento, resiste… 

Y fue entonces cuando Daemon entendió que no había más tiempo. Que el destino no se aplazaba. Que el templo no los retenía: los protegía.

Afuera, los dragones rugieron al unísono.

Y dentro del templo, el parto había comenzado.

El primer rugido que resonó dentro del templo parecía anunciar una batalla. Pero no era una guerra. Era un nacimiento.

El campo de batalla de las mujeres es… el parto. Esta es mi batalla…

Rhaenyra ya no tenía fuerza para hablar en voz alta.

Las puertas se abrieron por completo, y las dos pequeños dragones cruzaron el umbral como si lo hubieran hecho mil veces antes. Tessarion caminó con firmeza, mientras el pequeño dragón de Aegon volo cerca del suelo, con la mirada fija en su jinete humano, como si solo hubiera venido por él.

Daemon apenas alcanzó a verlos cuando el cuerpo de Rhaenyra se estremeció por completo. Cayó hacia atrás, su espalda incapaz de sostenerla sentada. Él la atrapó entre sus brazos y la recostó por completo, con delicadeza y desesperación, acomodando su cabeza sobre su muslo, acariciándole el cabello húmedo.

“Resiste… resiste, Rhaenyra…”

Se sentía inutil, incapaz de ayudarla en una batalla que tenía que luchar sola.

Un nuevo espasmo la retorció y un grito profundo escapó de su garganta, uno que nada tenía de princesa ni reina. Era el grito de una madre en guerra con su propio cuerpo, el dolor invadiendo cada sentimentro de su cuerpo, atravesandola como un rayo.

Daemon apretó los dientes. Miró a su alrededor.

No había sanadoras. No había ayuda. No había nada.

Solo él… y se sentía inutil.

Tras otro grito particularmente desgarrador, Rhaenyra se recosto contra el piso respirando frenetica.

“¡Maldición!”, masculló, poniéndose de pie de golpe, con Aegon aún en brazos, mientras apretaba a su hijo contra su pecho para protegerlo del ruido y la tensión. “¡Tiene que haber algo… algo…!”

Agua… Daemon, necesitamos agua… mantas… ni siquiera nuestra ropa serviria…

Su Rhaenyra, su esposa, su vestido estaba destrozado, llevaba días sin usar sus botas… y él.

Su camisa no era más que jirones y sus pantalones estaban rotos…

Se volvió hacia los muros oscuros, los altares ruinosos, las estatuas de los dioses con ojos de obsidiana. Y corrió.

Dejó a Aegon al lado de Rhaenyra, aún envuelto y custodiado por su cría. La criatura resopló con fuerza, pero no se apartó de su pequeño jinete.

Volteo a ver a Rhaenyra y ella asintio, teniendo un momento para relajar su cuerpo.

Daemon se adentró en una galería lateral, cruzando un arco bajo de piedra. Los corredores eran antiguos, polvorientos, envueltos en penumbra. Todo estaba cubierto de ceniza.

Una sala se abría al fondo, casi como un solar interior, iluminado apenas por la luz que se filtraba por las grietas del techo. Allí, entre columnas cubiertas de musgo seco, Daemon encontró lo que parecía ser un antiguo asiento ceremonial. Sobre él, una manta de hilos dorados, envejecida pero intacta. Junto a ella, un cojín aplastado, cubierto de polvo gris.

No era mucho. Pero era todo lo que tenía.

“Será suficiente”, murmuró, apretando la tela contra su pecho, sacudiendo el cojín mientras regresaba a su esposa.

Al volver hacia la entrada, algo brilló en el rincón de la sala: una vasija de cristal. No era común. Tallada, decorada con dragones entrelazados en espirales, coronada por una tapa rojiza. La levantó con cuidado. Estaba vacía, pero era sólida. Podría usarla para traer agua.

Sin perder tiempo, salió hacia el borde de la cámara subterránea donde el templo se fundía con la caverna. El sonido del agua resonaba en la piedra. Se arrodilló y sumergió la vasija en el pozo natural, sacando un líquido cristalino y cálido, casi como si viniera de las entrañas del volcán.

Regresó corriendo.

Rhaenyra estaba jadeando en el suelo, doblada sobre sí misma, las manos aferradas al mármol como si quisiera arrancarlo.

Daemon arrojó la manta sobre el suelo con fuerza, alisándola. Colocó el cojín bajo su espalda baja, levantándole las caderas con todo el cuidado que su apuro le permitía. Luego mojó un trozo de su capa en la vasija y le limpió el rostro, con dedos temblorosos.

Ella abrió los ojos por un segundo.

“Me estoy… partiendo en dos…”

“No, no, amor. Lo estás trayendo al mundo.” Le besó la sien, con labios ardientes. “Lo estás trayendo a casa.”

Tessarion observaba desde un rincón, su lomo iluminado por las antorchas. Cada vez que Rhaenyra gritaba, ella exhalaba humo azul por las fosas nasales, como si compartiera el dolor.

Daemon le colocó la vasija al lado, por si la necesitaba de nuevo. Luego tomó la mano de su esposa, apretándola con fuerza.

“Ya viene. Yo te ayudaré…”

Pero Rhaenyra soltó una carcajada sin humor.

La batalla de las mujeres… solo somos vientres.

Y entonces, otro espasmo. Más largo. Más brutal.

“¡No!” Daemon se inclinó y la obligó a verlo a los ojos. “Tu lo eres todo, Rhaenyra, el mundo entero, no eres solo un vientre.”

Daemon no sabía si temblaba por miedo o por fe.

Pero no la soltaría. Jamás.

Las contracciones seguían desgarrando a Rhaenyra con precisión despiadada. Cada ola la sacudía desde el vientre hasta los huesos, obligándola a gritar, a retorcerse, a morder sus propios labios para no caer en el pánico.

Daemon estaba a su lado, con una mano firme en su espalda y otra limpiándole el rostro con la tela humedecida, intentando consolarla. Pero había momentos, esos breves segundos entre oleadas, en los que el dolor se retiraba como una marea. Y fue en uno de esos momentos que ella habló.

“Daemon…”

Él se inclinó de inmediato. “Estoy aquí. ¿Qué necesitas?”

“Agua… caliente. Para cuando nazca. Para él… y para mí.” Su voz era un susurro exhausto, pero su mirada seguía tan decidida como siempre. “Lim… para limpiarnos…”

Él dudó, los labios apretados. Miró hacia Aegon, quien ya no lloraba. El niño estaba envuelto en su manta, sucia y medio destrozada, sentado entre las alas del pequeño dragón que, juguetón, agitaba la cola suavemente, haciendo que su jinete la persiguiera con manos torpes pero risueñas.

Daemon tragó saliva. El niño estaba a salvo… por ahora.

“Volveré rápido,” prometió, besando la mano de su esposa antes de levantarse.

Se adentró en una segunda galería del templo, más estrecha, donde los muros ya no eran de mármol blanco sino de piedra volcánica negra, llena de grietas y vetas rojas. Pasos más adelante, el aire cambió: más seco, más tibio… más vivo.

Al fondo, en una esquina olvidada, una grieta estrecha se abría entre los muros. No era una ventana, pero por ella se colaban haces de luz dorada y un suave aliento de aire fresco. Daemon se aproximó, entrecerrando los ojos. Afuera, a través de la rendija, podía verse el cielo encendido. El atardecer. El sol bajaba hacia el horizonte, pintando las nubes de naranja, fuego y sangre.

Habían pasado horas.

El tiempo en el templo parecía detenido, pero el mundo no había dejado de girar.

Se obligó a apartar la mirada.

Cerca de la grieta, sobre lo que parecía una antigua mesa de piedra ceremonial, encontró lo que buscaba: una vasija de barro ancha, casi como una pequeña tina, y junto a ella, cuidadosamente doblados, varios paños bordados con símbolos valyrios. El hilo, aunque desgastado por los años, aún brillaba tenuemente bajo la luz del atardecer.

Los tomó sin dudar.

Cuando regresó corriendo al santuario principal, aún jadeando, Rhaenyra estaba apoyada de lado, con el cuerpo tenso y el rostro oculto entre sus brazos.

El pequeño dragón seguía junto a Aegon, envolviéndolo como una madre paciente. Tessarion se había acercado a Rhaenyra, tendida muy cerca, exhalando aliento cálido en su dirección, como si intentara sostenerla con su fuego interior.

Daemon se arrodilló de inmediato y colocó la vasija junto a la manta. Extendió los paños con reverencia, dejando uno sobre la piedra tibia para preparar el baño que vendría. Mojó uno de los bordados con agua fresca y volvió a humedecer la frente de su esposa.

Ella apenas abrió los ojos.

“Encontraste algo…”

“Sí,” respondió él, con la voz ronca. “Una tina, unos paños, y… luz. Es de día.”

Ella sonrió. Apenas. Pero lo hizo.

“No me dejes.”

“No lo haré.” Le acarició la mejilla.

Utilizo la pequeña vasija para traer agua y llenar la más grande, luego Tessarion lanzo fuego sobre ella hasta que empezo a burbujear.

El templo entero parecía contener el aliento. Las llamas se mantenían encendidas, fijas, como si también esperaran el momento sagrado.

Y entonces, otra contracción.

Más intensa. Más larga. Más cercana.

Rhaenyra gritó de nuevo. Daemon la sostuvo, tomando tanto de su dolor como podía.

“Ya casi…” murmuró. “Ya casi lo traes al mundo…”

Pero el tiempo pasaba y el bebe no venía.

Daemon se vio obligado a ser él quien viera a Rhaenyra, en ver su coño y notar como se abría poco a poco, como una flor. 

No… no me veas.

Sin importarle los ruegos de Rhaenyra, no había lugar para vanidades, y menos entre ellos.

“Te he visto antes así, y mi deseo por ti no disminuyo.” Le recordo acariciando su vientre, prueba viviente de su deseo por ella.

A su lado, Aegon balbuceaba, entretenido por su dragón quien lo mantenía quieto en su lugar, impidiendole que gateara o se intentara levantar.

Como si los dragones comprendieran lo que sucedia.

No eran una carga… nunca eran una carga.

Trozos de su alma.

Sangre de su sangre.

Horas en las que Rhaenyra gritó, jadeó, luchó. En las que Daemon perdió noción del tiempo y del mundo. El sol afuera descendía, pero en el interior del templo, la luz permanecía suspendida, como si los dioses se negaran a parpadear, las antorchas ardiendo con intensidad.

El mármol bajo ella estaba manchado de sangre, y sus muslos temblaban de agotamiento. Cada contracción era como un trueno interno. Cada gemido, una súplica a los antiguos.

Y al fin… vino el último.

Un grito desgarrador que… se convirtió en uno silencioso, un jadeo estremecedor.

El aliento de Rhaenyra se cortó. Su espalda se arqueó. Gritó, y su cuerpo empujó con una fuerza que no sabía que tenía.

Daemon se posicionó entre sus piernas, con las manos listas, el corazón en la garganta. El sudor le caía por la frente, mezclado con polvo y ceniza.

Nunca se había sentido tan nervioso… tan temeroso de cometer un error.

“Ya viene…” dijo, sin saber si lo decía para ella o para sí mismo. “Rhaenyra, ya viene…”

Y entonces lo sintió. Su hijo. Suave, cálido, resbaladizo. El milagro.

El recién nacido cayó en sus manos con un quejido agudo y desgarrador. Un llanto fuerte, vibrante. 

Daemon lo sostuvo como si el mundo entero pesara en ese cuerpo diminuto. Lo miró, con las manos temblorosas. Estaba cubierto de sangre, con restos del vientre aún pegados a su piel. Pero respiraba. Y vivía.

Sus labios temblaron.

“Es… es un niño.”

Sus ojos se humedecieron, sin vergüenza. El miedo aún no se iba, pero por un instante, fue desplazado por algo más poderoso: ternura. Asombro. Amor.

Con la daga que portaba en el cinto, una hoja valyria, limpia, ritual, cortó el cordón con manos cuidadosas, y lo ató con una tira rasgada de su propia túnica.

El niño seguía llorando. Era fuerte. Ruidoso. Real.

Pequeño, mucho más pequeño que Aegon, pero igual de fuerte.

Daemon se lo acercó al pecho, tocando su frente con la suya. “Tú… tú eres mío. Mío y de ella. Mi hijo… Rhaenyra… nuestro hijo.”

Se volvió hacia Rhaenyra, que aún jadeaba, pero cuyos ojos se abrieron en cuanto escuchó el llanto. Extendió los brazos, y Daemon colocó al niño sobre su pecho.

Ella lo recibió con un sollozo suave, y lo envolvió con el paño más limpio que él había dejado junto a la vasija.

“Mi amor… mi pequeño dragón…” murmuró, besándole la coronilla aún húmeda. “Lo logré… lo logramos…”

Daemon se echó a su lado, sin dejar de observarlos, sin atreverse a respirar con normalidad.

Su corazón se sentía acelerado, sus manos temblando.

Él había ayudado a traer a su hijo al mundo.

Tessarion se movió un poco más cerca. Aegon, desde su rincón, balbuceaba y trataba de imitar el llanto de su hermano de manera tierna, confundido por los gritos ajenos… desconocidos. Su dragón lo observaba curioso, empujándolo suavemente con el hocico.

Rhaenyra cerró los ojos, cansada pero aliviada.

“Ahora… solo falta la placenta…”

Daemon asintió, acariciándole la frente con dedos lentos. “Descansa. Ya está. Yo… dime como te ayudo..”

Ella asintió. Pero no relajó el cuerpo. Algo en su interior… seguía moviéndose. Presionando.

Daemon…

Minutos después, un nuevo dolor la atravesó. Más fuerte que los anteriores.

Rhaenyra se encogió, gimiendo.

Daemon se incorporó al instante. “¿Qué pasa?”

Ella tragó saliva, la frente ya empapada de nuevo. “No lo sé… aún no sale…”

Otro espasmo. Más profundo. El rostro de Rhaenyra se contrajo de dolor.

“No es la placenta…” susurró ella.

Daemon palideció.

“¿Rhaenyra…?”

Sus ojos se abrieron. Grandes. Incrédulos.

“Daemon… hay algo más…”

Y entonces lo comprendieron.

No era el final.

Era el segundo.

La revelación cayó sobre ellos como un rayo.

Otro. 

Otro bebe.

Daemon se quedó helado un instante, mirando el vientre de su esposa, que aún se retorcía con el sudor resbalándole por las sienes. Y aunque ya había parido, su cuerpo volvía a arquearse, más tenso, más salvaje, con espasmos que no traían alivio… solo dolor y presión.

“No puede ser…” murmuró en un quejido. Pero sabía que sí. Que todo en esa tierra olvidada desafiaba la lógica.

“Rhaenyra…” se arrodilló junto a ella. “Rhaenyra, ¿lo sientes? ¿Está… estás?”

“No lo sé… no sé, Daemon…” sollozó, sin soltar al bebe. Lo tenía apretado contra su pecho, con miedo a que el esfuerzo la hiciera soltarlo. “No quiero que le pase nada…”

Daemon trató de retirarlo, pero su esposa negó con la cabeza, aún en medio del espasmo.

“¡No! No me lo quites… ¡no ahora!”

Aegon, desde el otro lado del templo, empezó a llorar con fuerza. Se había incorporado, sentado, y extendía los brazos hacia su madre. Su dragón chilló suavemente junto a él, confundido por el caos.

“Muña… Muña” balbuceaba el niño, su voz ahogada por lágrimas. “¡Muña!”

Daemon apretó los dientes. No podía dividirse.

Tessarion soltó un rugido contenido, como un recordatorio de su presencia. Las antorchas parpadearon violentamente. El aire se volvió más denso, cargado de incienso, de humo de dragón y miedo.

El balance… 

Debe haber balance…

Daemon se puso de pie de golpe, corrió hacia Aegon, lo levantó con firmeza y lo acunó contra su pecho. El niño golpeó su pequeño puño contra su pecho, gritando por su madre.

“¡Muña! ¡Muña!”

“Lo sé, Aegon… lo sé…” murmuró Daemon, girando con él en brazos.

Volvió junto a Rhaenyra.

Ella gemía con el rostro vuelto hacia el suelo, aún abrazada a Viserys, las piernas encogidas, temblorosas.

“¡El bebé no baja!” gritó ella, con la voz quebrada. “Daemon… ¡no baja!”

Él dejó a Aegon junto a su dragón, ordenándole con la mirada que no se moviera. Luego se arrodilló de nuevo, levantando la tela ensangrentada con manos temblorosas. Observó. Tocó. Palpó. 

Se sentía antinatural, intentar meter su mano en el coño de Rhaenyra, pero no tenía opción, algo se sentía mal..

Y entonces… lo vio.

Un pie.

Solo un pie.

“No…” jadeó. “Está de nalgas…”

Rhaenyra chilló como si la desgarraran.

Daemon palideció.

Todo en él quería entrar en pánico. Pero no podía. No allí. No ahora.

“Escúchame, Rhaenyra. Es uno más. Solo uno más. Pero viene mal. Voy a ayudarte… voy a girarlo…”

“No…” murmuró ella, con la voz perdida. “No puedo más…”

“Sí puedes. ¡Eres la mujer más fuerte que he conocido! ¡Lo has hecho ya una vez! ¡Puedes hacerlo otra!”

Ella sollozaba, sacudiéndose con cada espasmo.

Él bebe lloraba ahora también, pequeño y débil en sus brazos. Aegon seguía gritando desde el rincón. El pequeño dragón intentaba empujar a su jinete hacia atrás, sin comprender por qué no podía alcanzarla.

Daemon sudaba, murmurando plegarias antiguas que no sabía que recordaba. Tenía que girarlo. Tenía que traerlo con vida.

Rezó.

Y como si los Dioses respondiera, las llamas brillaron intensas.

Shhh. Shhh. Fuerte, niña… los dragones son fuertes…

El templo, silencioso por un momento, pareció latir con un pulso profundo ante el susurro de la Diosa, las llamas creciendo a cada instante.

Ellos son fuego.. y el fuego es vida…

Daemon no sabía si era Shykros o su propia locura. Pero deslizó las manos con precisión feroz, buscando el cuerpo diminuto dentro del canal de parto.

“Lo tengo… Rhaenyra, respira, respira conmigo…”

Y al mismo tiempo, ella gritó.

No de miedo.

De guerra.

De amor.

De entrega.

Y con todo su cuerpo temblando, volvió a empujar.

Daemon no podía pensar.

El pie diminuto seguía allí, asomando desde la oscuridad, inmóvil. No había llanto. No había movimiento. Solo un cuerpo atrapado entre la vida y la muerte.

La respiración de Rhaenyra era un silbido entrecortado, como si cada segundo le costara un pedazo de alma. Aún sostenía al bebe contra su pecho, protegiéndolo incluso mientras el dolor la partía. Su sangre empapaba la manta, goteaba entre las piedras calientes. Tessarion emitía un murmullo grave, inquieto.

Daemon tragó saliva.

Y supo lo que tenía que hacer.

Sus manos buscaron la daga curva que colgaba de su cinto. La hoja valyria. La misma que había usado para cortar el cordón. La misma que podía cortar carte como si fuese mantequilla.

Salvarla. Aunque costara al niño.

Se arrodilló con determinación. El corazón le latía tan fuerte que apenas oía otra cosa.

“Rhaenyra…” murmuró, con voz baja, como si el templo no debiera oírlo. “Lo haré rápido. No sentirás más dolor. Pero… vivirás.”

Ella abrió los ojos. Exhausta. Pero no rendida.

Vio el brillo de la hoja. Y comprendió.

“¡NO!” gritó, con más fuerza de la que creía que le quedaba. El eco de su voz rebotó en los catorce rostros tallados.

Daemon se congeló.

“¡No lo toques! ¡No me cortes! ¡No me cortes!”

“¡Está atascado, Rhaenyra! No respira, no llora, ¡no se mueve! ¡Tengo que sacarlo de alguna manera!” toco el diminuto pie que comenzaba a ponerse morado y Rhaenyra grito de dolor, como si la hubiese sacudido a ella. “¡Lo sacare en trozos si tengo que hacerlo para salvarte!”

¡NO!

“¡NO!” 

Ella temblaba de furia y de miedo, las lágrimas mezclándose con el sudor.

“¡No quiero que me salves así! ¡Ayúdame de otra manera! ¡No puedes cortarlo! ¡No lo mates!”

Daemon gritó también, dejando caer la daga impotente.

“¡NO QUIERO PERDER A NINGUNO DE LOS DOS! ¡PERO SI TENGO QUE ELEGIR… SERAS TU!”

Rhaenyra jadeó. Volvió a gritar.

“¡Entonces escúchame! ¡Por los pies, Daemon! ¡Sácalo por los pies!”

No puedes romper el balance… 

Él asintió, con el rostro desencajado. Bajó de nuevo, con las manos aún temblorosas, usando una mano para sostener el diminuto pie… y con la otra, con tanta delicadeza como podía, buscó con sus dedos el otro pie, luego las piernas del bebé. Sintió la fragilidad de las caderas, el peso del riesgo.

La estaba partiendo por la mitad…

“Va a doler, Rhaenyra…”

“¡Ya duele! ¡Hazlo!”

Empujó con un dedo. Luego otro. Trató de girarlo con cuidado, de deslizarlo sin desgarrarla. Rhaenyra mordió el paño bordado que había junto a ella, para no gritar hasta romperse los dientes.

Y el niño… comenzó a ceder, a deslizarse.

Primero las piernas. Luego el torso. Las costillas. Los hombros.

Daemon tiraba con cuidado, con firmeza. Una mano en el vientre de ella, la otra jalando a su hijo hacia el mundo. Sudaba como si estuviera en una batalla, pero esta no era una que pudiera ganar con espada.

“Vamos, pequeño… vamos…”

El cuello. El mentón. La cabeza, aún atrapada.

“Rhaenyra… uno más. Solo uno más. ¡Empuja!”

Ella rugió. No gritó: rugió, como si Syrax la prestara su garganta. Su espalda se arqueó, y por fin…

El niño salió.

Todo su cuerpo cayó en las manos de Daemon como un puñado de carne tibia y sangre.

No se movía.

No lloraba.

Daemon lo alzó de inmediato, dándole la vuelta con suavidad, limpiando su rostro, frotando su espalda con un paño. Su pulso era débil. Sus labios morados. 

El cordón que lo unía a Rhaenyra chorreaba sangre.

“Respira…” suplicó, con la voz rota. “Respira, por favor…”

Y entonces, con un quejido apenas audible…

El bebé gimió.

Un sonido rasposo, breve.

Daemon lo acercó más a su pecho. Le dio una suave palmada. Y al fin…

El llanto llegó.

Agudo, tembloroso, pero vivo.

Rhaenyra, aún en el suelo, apenas podía girar el cuello, pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

“Está… vivo…”

Daemon asintió, con el rostro empapado.

“Sí… sí, Rhaenyra. Lo hiciste.”

El grito del recién nacido aún flotaba en el aire cuando Daemon lo estrechó contra su pecho, pegándolo a su piel desnuda. El cuerpo del bebé era pequeño, escurridizo, tibio como una chispa nacida del corazón de un volcán. Temblaba. Lloraba. Pero vivía.

Daemon lo miró… y luego miró a Rhaenyra.

Y sintió que el suelo se le abría bajo los pies.

Había demasiada sangre.

El mármol blanco bajo su esposa ya no era mármol. Era rojo. Un rojo profundo, oscuro, que manaba de entre sus piernas como si el templo la desangrara con ella. Su rostro estaba lívido. Los ojos entrecerrados. Los labios pálidos.

“Rhaenyra…” susurró, con la voz quebrada. “¿Rhaenyra?”

Ella giró la cabeza apenas, lo justo para verlo. Sonrió débilmente, aunque apenas tenía fuerzas para sostener al bebe aún contra su pecho.

“Dámelo…”

Daemon no dudó. Se arrodilló, le colocó al recién nacido sobre el costado libre, y ella, con manos temblorosas, recibió a su segundo hijo. Lo miró como si no creyera que existiera. Como si lo hubiera soñado.

“Son… tan pequeños…” murmuró, entrecortada. “Tan perfectos…”

Pero su aliento era superficial.

Daemon se incorporó de golpe. Miró a su alrededor con ojos vacíos, buscando algo, cualquier cosa, alguna ayuda, un milagro, una respuesta.

No podía perderla. No después de todo. No allí. No con sus hijos en brazos.

No.

No.

Con manos temblorosas, se arrancó la camisa, ya rota y empapada, y la extendió sobre la piedra. Luego tomó los paños bordados restantes, los que aún no estaban manchados, y los colocó con cuidado.

“Necesito dejar a los niños…” murmuró para sí, con los dientes apretados.

Volvió a Rhaenyra, le quitó con delicadeza al primer bebé, luego al recién nacido, los envolvió a ambos en su camisa y los depositó sobre el lecho improvisado, justo junto a Aegon, que había dejado de llorar y miraba todo en silencio, con ojos muy abiertos y húmedos, sus labios en un puchero que amenazaba con romper en llanto en cualquier instante.

Los tres.

Sus tres hijos.

Pequeños, dormidos, llorosos… vivos.

Tessarion y el pequeño dragón los rodearon instintivamente, protegiéndolos con sus cuerpos calientes, enroscados como guardianes de un tesoro sagrado.

Daemon volvió junto a su esposa.

Se arrodilló, desgarrando más tela, presionando entre sus piernas con cuidado, con fuerza. La sangre seguía saliendo. La vasija de agua estaba casi vacía, pero aún tibia. Mojó un paño, la limpió, presionó.

“Por favor… por favor…”

Rhaenyra apenas podía hablar.

“Daemon…” susurró. “¿Están bien…?”

“Sí. Todos. Están vivos. Están contigo. Pero tú… tú tienes que quedarte.”

Ella cerró los ojos, como si se dejara ir. Como si al fin pudiera descansar.

“No. No me cierres los ojos, Rhaenyra. No ahora. No aún. Mírame.”

Él presionaba con más fuerza, ignorando el temblor de sus brazos, su miedo, su desesperación.

“Mírame… por favor…”

Ella lo hizo. Lenta, casi vencida.

Y entonces, desde las profundidades del templo, una llama se encendió en un tono azul.

Un aliento de calor recorrió la sala, como si el templo mismo respondiera al ruego. Como si el fuego entendiera lo que aún no debía apagarse.

Los catorce rostros de piedra volvieron a brillar.

Y una última vez, una voz susurró:

Ella es fuego… yo soy fuego..

Dragones.

Sangre de mi sangre.

Daemon sollozó.

Y Rhaenyra, aunque débil, apretó su mano.

Estaba allí.

Seguía allí.

Rhaenyra dejó caer la cabeza hacia un lado.

Sus ojos se cerraron.

Y por un instante, Daemon pensó que se había ido.

“No…” susurró, con los dedos sobre su cuello, buscando el pulso.

Lo encontró. Débil. Irregular. Pero estaba allí.

Ella está bajo mi protección. 

Ella vivira…

Fuego.

Un sacrificio… necesito…

Bajó la frente hasta la de ella y exhaló con violencia, como si el aire hubiese regresado a sus pulmones solo al saberla viva. Su cuerpo temblaba de agotamiento, pero no tenía tiempo para él. No podía permitirse flaquear.

“Gracias… gracias… mi Diosa Shrykos…” Daemon murmuró con los labios pegados a los de su sobrina.

La sangre… había cesado. No por completo, pero ya no manaba en oleadas, como antes. El calor de Tessarion seguía llenando la sala como una manta invisible, densa y protectora.

Daemon la limpio con los paños limpios que quedaban. Le retiró los mechones empapados de la frente, le acomodó las piernas, le limpió el rostro con un trapo húmedo. Todo con la delicadeza de quien acaricia un altar.

Y luego miró a su hijo mayor.

Aegon había dejado de llorar.

El niño se arrastró, torpemente, con esfuerzo, hasta su madre. La tocó en el hombro, luego en el rostro. No entendía el cansancio ni la sangre ni el milagro. Solo sabía que ella lo necesitaba… y él la necesitaba a ella.

Se acurrucó a su lado, abrazando su brazo, hundiendo la cabeza en su pecho, igual que hacía cada noche. Buscando su calor. Su olor. Su mundo.

Daemon los observó por un segundo. El fuego crepitó. El templo susurraba con su respiración de piedra.

Luego miró a sus otros dos hijos.

Estaban sobre la manta rasgada que había extendido al inicio, aún desnudos, tibios, las pieles pegadas a sus pequeños cuerpos por el sudor y los restos del parto. Frágiles. Dorados. Increíblemente vivos.

Retiro el cojín polvoriento y coloco a ambos bebes ahí, envolviendolos juntos.

Regreso con Rhaenyra, con ternura comenzo a masajear su vientre, ahora suave, y con tanto cuidado como pudo, la ayudo a sacar la placenta.

La coloco frente a Tessarion y apoyo la frente en el piso.

“Te… te ofrezco la prueba de vida… y pido tu bendición… Dracarys.” Sus palabras salieron temblorosas, la masilla de sangre y carne que era la placenta, era de un tono negruzco que Daemon considero bastante apropiado.

Negro y rojo.

Los colores de su casa.

Los colores de la vida y la muerte.

Tessarion prendio fuego a la placeta y esta, en vez de convertirse en ceniza, chisporroteo y prendio en fuego de colores, hasta que desaparecio sin dejar rastro.

Las llamas de las antorchas parecieron aternuarse, pero no desaparecieron… sino simplemente se calmaron.

Se pregunto si lo que olía asi era magía.

El ruido de un bebe moviendose lo volvio a alertar de su situación y se giro.

El gemelo más pequeño se agitaba, haciendo un sonido casi inaudible.

Daemon lo recogió primero, luego al otro bebe. Caminó hacia la vasija que había llenado antes, y Tessarion, atenta, inclinó su hocico sobre el borde, exhalando con suavidad. El vapor subió como una danza leve.

“Gracias…” murmuró él, apenas consciente de sus propias palabras.

Mojó un paño y comenzó a enjugar los cuerpecitos de sus hijos. Con cuidado, con dedos firmes, pero reverentes. Les limpió la piel, el rostro, los brazos. Les acarició el pecho y los pies. Se aseguró de que respiraran bien, de que no hubiera moretones, de que la sangre desapareciera, como si al hacerlo expulsara la muerte misma.

Los envolvió en su propia camisa, ya convertida en jirones, y un trozo de la túnica ceremonial que aún quedaba seca sobre el altar lateral. Los sostuvo contra su pecho, uno a cada lado.

Y respiró.

Por primera vez en horas… respiró.

Los observó con una mezcla de asombro y miedo. No sabía cómo protegerlos a todos. No sabía si bastaba.

No sabía si Rhaenyra se despertaría.

Pero tenía que prepararse. Para ella. Para ellos. Para lo que vendría.

Confiaba en sus Dioses.

Tenía Fe .

Por primera vez en su vida, tenía esperanza y fe de que todo saldría bien a pesar de como se veía la realidad.

Dejó a los bebés envueltos junto a su hermano mayor y su madre dormida, asegurándose de que el dragón de Aegon y Tessarion aún los protegieran. Parecían saber. Parecían entender el milagro.

Y entonces se puso de pie.

Aún había ceniza en sus labios y sangre en sus manos. Su cuerpo dolía. Pero sus piernas lo llevaron hacia las sombras del templo una vez más.

Iba a buscar mantas. Un sitio más blando. Un lugar digno para que su reina descansara.

Porque ella no debía recuperarse en el suelo.

El silencio del templo era espeso. Solo se oía el murmullo lejano de las llamas que aún ardían sobre los catorce rostros, y el leve chillido de los dragones dormitando cerca de Rhaenyra.

Daemon se inclinó con cuidado.

Con manos firmes, tomó a los gemelos, uno en cada brazo. Estaban dormidos, pequeños como pájaros aún sin plumas, respirando de forma irregular, pero constante. Los envolvió mejor en su camisa desgarrada, asegurándose de que no tocaran la piedra fría con su piel tibia.

No podía dejarlos solos. No allí. No ahora.

Acarició la frente de Rhaenyra. Seguía inconsciente, pero su respiración era más profunda. Aegon dormía junto a ella, enroscado contra su costado, su pequeño dragón aún vigilante.

Su hijo había caido agotado al costado de su madre en algún momento.

“Volveré pronto,” susurró Daemon, más para sí mismo que para ella.

Y con los gemelos en brazos, se adentró en la oscuridad.

Al principio, reconoció los espacios por los que ya había pasado antes. Un solar cubierto de polvo, una biblioteca en ruinas con estantes que aún guardaban libros valyrios cubiertos de ceniza, y aquella sala vacía donde solo una silla de piedra permanecía al centro, como un trono olvidado.

Pero entonces notó algo más.

Una abertura en uno de los muros, parcialmente oculta por una columna derrumbada. Detrás, una escalera.

Angosta. Tallada directamente en la roca.

Bajó con cuidado. Uno. Dos. Tres escalones. El eco de sus pasos se perdía en la profundidad. El aire era más cálido, más denso, casi húmedo. El templo no terminaba allí. Seguía bajando.

Piso tras piso.

Una ciudad enterrada. Un refugio subterráneo. Había pequeñas habitaciones abiertas a los lados, con columnas torcidas, hornacinas vacías, altares olvidados. Algunas tenían bancos. Otras, lechos de piedra. Incluso una sala con una fuente seca al centro.

Pero en el tercer nivel, se detuvo.

La puerta era distinta. Aún cerrada, pero no sellada.

La empujó con el hombro.

Y lo que encontró dentro no tenía sentido.

La habitación era amplia. Las paredes estaban pintadas con relieves dorados y dragones entrelazados. Pero lo más sorprendente era lo simple: una cuna de madera clara, tallada con símbolos valyrios, con una sábana perfectamente doblada. Ropa de bebé. Mantas suaves. Una mesita baja con un jarrón intacto.

Una cama, un catre, colocado al lado de la cuna, con mantas de bordados delicados adornando todo.

Daemon parpadeó.

El corazón le latía en los oídos.

“¿Qué es este lugar…?”

Era como si alguien, o algo,  hubiera preparado esta habitación para ellos. Como si supiera que vendrían. Como si el templo hubiese estado esperando.

Pero no había tiempo para preguntas.

Se acercó. Colocó a los gemelos sobre una superficie acolchada, sacudió la sábana con una mano y los recostó juntos, asegurándose de que quedaran uno al lado del otro. Les cubrió con una manta con bordes de hilo carmesí, y los observó.

Dormían profundamente.

Aún sin nombres… pero tan suyos.

Tan amados.

Daemon retrocedió un paso. Luego dos. Y respiró hondo.

“Ahora… voy por su madre.”

Regresó por el mismo camino, más rápido esta vez, sus pasos firmes a pesar del dolor en las piernas y el ardor de su espalda. Subió los niveles con tranquilidad, conociendo el camino y al llegar a la sala principal, la vio exactamente como la había dejado: Rhaenyra dormida, Aegon contra su pecho, los dragones velando.

Los recogió a ambos con todo el cuidado del mundo.

Primero a Aegon, que solo abrió los ojos un instante antes de volver a acomodarse contra su cuello. Luego a Rhaenyra. Su cuerpo era un mapa de cicatrices, sudor y sangre, pero aún tibio. Aún con alma.

La sostuvo con fuerza, con reverencia. Como si fuera un tesoro robado a la muerte.

Y bajó.

Peldaño tras peldaño, descendió al corazón de la tierra, hasta la cámara que no existía para nadie… excepto para ellos.

Se alegro de su fuerza y tambien de lo ligera que era su sobrina, cargarla nunca había sido dificil, incluso embarazada… y su hijo, que se había prendado a él como un pulpo, ayudando sin darse cuenta.

Colocó a Rhaenyra sobre el lecho junto a la cuna. La arropó con las mantas suaves, y Aegon, aún dormido, rodó hacia ella instintivamente.

Los tres niños.

La madre.

Y él, de pie.

Un hombre que solo tenía una cosa en ese instante: su familia.

Y por primera vez en años… eso bastaba.

Sin sirvientes que lo ayudaran, sin soldados que siguieran sus ordenes.

Pesaba, pero no pudo más que alegrarse de haber podido estar ahí para ella.

Daemon no dormía.

Estaba sentado en un rincón de la cámara sagrada, con la espalda apoyada contra la pared cálida del templo y la mirada fija en ella. En Rhaenyra.

Dormía profundamente, aunque su cuerpo aún tenía el rastro del combate. La piel pálida, el cabello pegado al rostro, las manos cerradas en un gesto de defensa… o de entrega.

Pero respiraba.

Una respiración suave, constante. No había sangre nueva. No había espasmos. Solo el sueño. Un sueño ganado con dolor, con furia, con fuego.

Daemon la observó largo rato, hasta que algo en su interior comenzó a inquietarlo. El tiempo… no cuadraba.

Recordó la grieta.

Se puso de pie, con movimientos lentos. Los gemelos dormían en la cuna, y Aegon, aún dormía profundamente al lado de su madre, aferrado a ella aunque ella estuviese más inconsciente que dormida.

Daemon le dio una mirada rápida antes de salir de la cámara y subir los peldaños en silencio.

Cuando llegó al pasadizo oculto que daba a la rendija, se acercó con cautela. La luz que se filtraba era brillante, sólida, como una lanza de oro que partía la oscuridad.

Miró afuera.

El sol estaba en lo alto. Medio día.

Había pasado más de una noche. Posiblemente dos.

No dijo nada. Solo apretó los labios y bajó la mirada. Luego, giró sobre sus talones y bajó de nuevo, esta vez llevando consigo una nueva vasija llena de agua, que calentó haciendo que Tessarion soplara sobre las brasas que había encendido en una esquina de la sala superior.

Al volver a la cámara con la vasija tibia, Aegon lo recibió con los brazos extendidos y un grito molesto:

“¡Kepus! ¡Kepus!”

Daemon suspiró y lo alzó sin dudar. El niño se acomodó en su cuello con la familiaridad de quien no entiende el caos pero exige cariño. Aún así, el gesto de Daemon fue automático, casi doloroso por el agotamiento.

“Mi pequeño dragón…”

Pero no hubo espacio para ternura prolongada.

Los gemelos comenzaron a llorar.

Primero uno. Luego el otro. Un llanto delgado, tembloroso… y continuo.

Daemon los miró con los ojos entrecerrados. Intentó volver a colocarlos en la cuna, les habló, incluso les ofreció su dedo meñique, que ambos atraparon con sus diminutas manos, llevándoselo a la boca con desesperación.

Pero no bastaba. No era ella.

No era su madre.

La tela de su ropa estaba seca. Estaban abrigados. Él los tenía cerca. Y aún así lloraban.

El sonido se intensificó. Aegon empezó a agitarse en sus brazos. El dragón bebé se removía. Tessarion, más abajo, resoplaba con incomodidad.

Y Daemon…

Daemon sintió que la frustración lo atravesaba.

Su respiración se aceleró. El pecho le dolía. Todo en él gritaba por ayuda. Por guía. Por Rhaenyra.

Estaba a punto de perder el control. A punto de llorar también. De hundirse de rodillas con los tres niños en brazos y gritar como si aún estuviera en guerra.

Y entonces…

Un murmullo.

Bajo. Apenas un suspiro.

“Daemon…”

La voz más hermosa que había oído.

Se volvió de golpe.

Rhaenyra abrió los ojos.

Lentos. El lila más brillante, cansados, entrecerrados.

Ella lo buscaba. Lo veía. Lo reconocía.

“Estás viva…” susurró él, con la voz completamente rota. “Estas bien.”

Gracias.

Se acercó. Dejó a Aegon sobre la cama, luego a los gemelos, y se inclinó sobre ella. Su mano en su mejilla. Su frente contra la suya.

Y sin poder contenerlo, la besó.

No con pasión. Con gratitud. Con necesidad.

Con todo lo que tenía.

“Gracias…” murmuró, una y otra vez, contra sus labios. “Gracias por quedarte. Gracias por no dejarme solo…”

Ella sonrió, débilmente.

“Nunca te dejare…”

Los bebés lloraban aún, pero ya no tan fuerte. Ella los escuchó. Los buscó con la mirada.

Daemon la ayudó a incorporarse.

Y el milagro… comenzó a sentirse real. Su familia se sentía completa de nuevo.

Rhaenyra se incorporó lentamente, aún débil, con la espalda apoyada en los cojines que Daemon había dispuesto tras ella. Sus movimientos eran lentos, cautelosos, pero llenos de propósito. Tenía los labios secos, la piel aún pálida, pero sus ojos estaban más vivos que nunca.

Daemon se sentó a su lado, sin dejar de mirarla. Aegon se acurruco en el hueco de su brazo, con la cabeza apoyada en su costado, su pequeño dragón echado cerca, con la cola enroscada sobre los pies del niño.

“Dámelo,” susurró ella.

Daemon asintió. Tomó al bebé más inquieto y se lo entregó con la reverencia de un sacerdote. Rhaenyra lo sostuvo con los brazos temblorosos, pero firmes, lo colocó junto a su pecho, y el niño se prendió de inmediato, buscando con ansia lo que el cuerpo de su madre podía ofrecer.

Ella cerró los ojos, y por un instante solo respiró.

Luego, cuando los abrió, miró al pequeño con atención.

“Él fue el primero…” dijo en voz baja. “El que nació más fuerte. El que gritó con furia…”

Daemon no respondió, pero la observaba con atención, como si cada palabra suya trazara un nuevo mapa del mundo.

“Viserys…” confesó ella, con la mirada aún clavada en el rostro del niño.

Daemon hizo una mueca sutil. Apenas un gesto de desagrado, pero ella lo notó.

“Lo sé,” susurró, acariciando el cabello fino del bebé. “No es tu nombre favorito. Ni el tuyo, ni el de nadie.”

Daemon no discutió. Solo desvió la mirada hacia el fuego.

“Pero…” continuó ella, “es él. Lo vi en mi sueño, Daemon. Antes de que este templo nos hablara. Antes de que viniera el dolor. Vi sus ojos. Son los mismos. Violetas… pero con un tono más claro. Como los suyos, pero nuevos. Él es Viserys. Lo sé.”

Daemon no replicó. Solo asintió. Una sola vez. Y eso bastó.

Terminado el primero, Daemon le pasó al segundo gemelo con un gesto más suave, casi reverente. Este no lloraba, pero se agitaba con una impaciencia muda. En cuanto sintió el calor del pecho de su madre, se prendió como si no quisiera soltar jamás.

Rhaenyra lo observó con extrañeza.

“Jamás imaginé…” murmuró. “Tener gemelos. Jamás.”

Daemon sonrió, apenas.

“No es lo que imaginábamos… pero es lo que tenemos.”

Rhaenyra rió. Muy débil. Casi entre lágrimas.

“Dioses…”

Y entonces lo vio.

Los ojos del bebé.

No eran exactamente violetas. Eran azules. Muy azules. Tan pálidos que parecían hielo derretido, pero con un anillo interno de púrpura, como una flor que no se decide entre dos colores.

Ella se quedó inmóvil. El alma en vilo.

Daemon notó el cambio.

“¿Qué ocurre?”

Rhaenyra no respondió de inmediato.

Las lágrimas le brotaron solas. No de dolor. Ni siquiera de cansancio.

Sino de algo más profundo: reconocimiento.

“Mi madre…” susurró. “Tiene… los ojos de mi madre. No lo había pensado, no los había visto en años, pero… son iguales. El mismo azul. El mismo centro violeta. Lo juro.”

Daemon bajó la cabeza.

Rhaenyra besó la frente del niño, mojándola con sus lágrimas.

“Entonces… será Aemmon. Por ella. Por Aemma.”

El nombre quedó suspendido en el aire. Sonaba antiguo. Sonaba nuevo.

Sonaba justo.

Daemon asintió de nuevo. Más lento esta vez.

Y por primera vez en días, en lunas, tal vez en años… ella lloró sin miedo.

No por tristeza. No por pérdidas.

Sino por gratitud.

Porque los Dioses le habían dado un regalo: un pedacito de su madre.

Rhaenyra se recostó, respirando con mayor calma. Aunque débil, su mente comenzaba a despejarse. El calor de los bebés contra su pecho, el sonido rítmico de su succión, y el silencio sereno del templo enterrado ayudaban a recomponerla.

Sus ojos se deslizaron por la habitación.

Las paredes de piedra lisa. El dragón dormido cerca. El aire quieto.

Y entonces preguntó:

“Daemon… ¿dónde estamos exactamente?”

Él, sentado junto a ella con una vasija de agua tibia, levantó la mirada, enjuagando un trapo con torpeza.

“El templo,” dijo, como si eso lo explicara todo. Pero tras una pausa, amplió: “No la sala principal… más abajo. Encontré unas escaleras. Bajé contigo en brazos… y con Aegon. No podía quedarme arriba, no así…”

Se levantó y comenzó a señalar.

“La habitación estaba limpia. Mira esto…”

Se dirigió al rincón donde había colocado los pañales, la ropita bordada, las mantas suaves. Tomó una de las prendas diminutas entre los dedos y se la mostró.

“Todo esto ya estaba aquí. Los paños, la cuna… incluso esto.”

Le indicó con la cabeza un tapiz que colgaba en la pared opuesta. Rhaenyra giró apenas la cabeza para observarlo.

Una figura femenina, alta y sin rostro, con el cabello largo como el río, sostenía un huevo de dragón entre los brazos como si fuera un recién nacido. Alrededor de ella, llamas y espirales de piedra, como si estuviera dentro de un volcán. Sus ropas flotaban. Sus manos estaban rodeadas de fuego azul.

Rhaenyra se estremeció.

“Es una madre…”

Daemon asintió, su voz ronca. “O una diosa.”

El silencio se extendió unos instantes.

Y entonces, el recuerdo cayó sobre él como una cuchillada.

Los huevos.

“Los dejé arriba.” Se incorporó de inmediato. “Voy a buscarlos.”

Subió por los peldaños con pasos urgentes. La bruma cálida del templo le daba una sensación de estar cruzando un sueño. En la sala principal, la luz aún era tenue, anaranjada. Las antorchas encendidas. El fuego eterno de los catorce rostros seguía ardiendo.

Y allí, justo al pie de uno de los altares laterales, estaban los huevos.

No solos.

Tessarion estaba acurrucada contra ellos. Enroscada como si estuviera en vigilia. Su pecho subía y bajaba con lentitud, exhalando calor constante sobre las tres formas curvas, negras y grises con vetas escarlata.

Daemon se detuvo. No quiso avanzar más.

El instinto lo detuvo. No debían ser movidos aún.

Tessarion abrió un solo ojo. Lo miró. No gruñó. No rugió.

Solo lo reconoció. Y volvió a cerrar el ojo, como si dijera “ya los estoy cuidando” .

Daemon se quedó allí unos minutos, en silencio, notando que la sangre que Rhaenyra había derramado había desaparecido… como si la piedra se la hubiese bebido.

Y por primera vez entendió algo sin que nadie se lo explicara: ese lugar no era solo un templo. Era un nido. Un refugio.

Un lugar que los había esperado. Preparado. Protegido.

Donde la sangre, el fuego, la vida y los dioses… se unían.

Era un umbral.

 

Pasaron horas… o tal vez días.

En ese mundo subterráneo donde el tiempo parecía flotar, donde el fuego nunca se apagaba y las piedras susurraban en sueños, Daemon y Rhaenyra reconstruyeron la vida, paso a paso.

Rhaenyra recuperandose del parto, Daemon haciendo todo para que su sobrina sanara.

Los gemelos dormían mucho, pero también lloraban con fuerza cada vez que el hambre los sacudía. Rhaenyra, aún con el cuerpo dolorido, se aferraba a ellos con devoción casi sagrada. Los amamantaba en turnos, cantándoles canciones que su madre le había murmurado de niña, con una voz ronca pero cálida. Cada vez que uno de ellos la tomaba del pecho, ella lo miraba como si fuera el centro de su mundo.

Daemon, por su parte, se encargaba de todo lo demás.

Salía a explorar cada rincón del templo. Aprendía sus grietas, sus escalones, las corrientes de aire que soplaban desde lo profundo. Cazaba peces en la caverna y Tessarion los cocinaba para ellos.

Aegon sobrevivió de ambos, tanto de la leche que su madre aún le podía dar y carne blanda desecha por las manos cansadas de su padre.

“Pescado otra vez,” anunció con ironía, volviendo a la cámara con la vasija entre las manos.

Rhaenyra alzó la vista desde la cama. Llevaba a Aemmon en brazos, envuelto en una manta limpia, con Viserys dormido junto a ella. Tenía el cabello suelto, aún desordenado por el sudor y la batalla del parto. Sus ojos, sin embargo, estaban más vivos que nunca.

“Si vuelvo a comer pescado fuera de este templo… mátame,” murmuró, sonriendo con cansancio.

Daemon se rió, dejando la vasija en la piedra caliente donde podía cocerse al fuego.

“Eso es traición a la dieta valyria,” replicó con burla. “Aunque… confieso que, en cuanto salgamos de aquí, pienso exigir un banquete de pan fresco, vino caliente, cordero y ciruelas negras.”

“Y uvas,” añadió ella, llevándose un trozo del pescado tibio a la boca. “Con queso de Lys.”

“Y tú desnuda sobre una cama de seda,” dijo él, sin pensarlo dos veces.

Rhaenyra lo miró de reojo.

“¿Desnuda? Estoy prácticamente desnuda ahora.”

Daemon alzó las cejas, dejando a Aegon en su rincón habitual, cerca del pequeño dragón que nunca lo abandonaba.

“Y agradezco cada instante de ese privilegio.”

Ella se cubrió el pecho con una de las mantas, riendo entre dientes.

“Las ropas… todas destruidas. El viaje, el parto… No me queda ni una trenza bien sujeta.”

Daemon se acercó y, con total desvergüenza, apartó suavemente uno de los rizos enredados de su cuello.

“Eres la imagen más hermosa que este templo ha visto desde su fundación. Si los dioses no lo sabían… ahora lo saben.”

Ella lo besó, breve y sincera.

Después de comer, Daemon envolvió a Aegon con una manta ligera y lo cargó en brazos.

“¿Vas a salir otra vez?” preguntó Rhaenyra.

Él asintió.

“Quiero ver si hay una salida real. No podemos quedarnos aquí por siempre. En cuanto puedas levantarte y caminar adecuadamente, tenemos que irnos de aquí… o si encuentro una salida pronto, te llevaré cargando yo mismo.”

Subió hasta el nivel superior. Desde una de las grietas más anchas del techo del templo, logró ver una rendija de cielo. Y allí estaban.

Syrax y Caraxes. Sobre las rocas, imponentes, custodiando la montaña rota como dos estatuas vivientes.

Daemon apretó los dientes. El techo parecía inestable. Si forzaban la entrada, las piedras podrían derrumbarse sobre ellos.

“¿Cómo los sacamos sin enterrar a todos con nosotros…?” murmuró, más para sí mismo que para el niño que se acomodaba contra su pecho, somnoliento.

Aegon, sin entender nada, alzó un dedo y señaló hacia la grieta, balbuceando algo que sonó como “Ra-raks…”

Daemon suspiró.

“Sí, es Caraxes. Está esperando…”

Y abajo, en la sala cálida donde las llamas no se apagaban, Rhaenyra cuidaba a sus gemelos, recostada junto a ellos, peinando con suavidad el fino cabello que apenas comenzaba a crecer en sus cabecitas mientras él buscaba una salida que no los matara.

Daemon volvió a subir, con Aegon dormido en un brazo y una linterna improvisada en la otra. Las brasas de la sala principal seguían encendidas, cálidas como el corazón de un dragón.

La biblioteca lo esperaba en silencio. No había telarañas ni polvo acumulado, como si el lugar se mantuviera por sí mismo. Las estanterías estaban dispuestas en semicírculo, de piedra y madera envejecida, talladas con símbolos valyrios.

Daemon pasó los dedos por los lomos.

Tomo uno al azar y lo abrio por el medio.

Estaba escrito en Valyrio, por supuesto.

 

Soñé con el fin de la tregua. Una sala blanca, alta como torre, donde todos fingían paz mientras las manos estaban manchadas. En el centro, la dama de fuego ofrecía su corazón en palabras… pero no sabían que lo llevaba expuesto.

El hombre con la piel tintada en símbolos profanos alzó su lanza.
Atravesó el corazón de la dama.
Y las torres cayeron con ella.

Pero entonces vi otra imagen, más débil, apenas un reflejo:
una llama encendida antes del encuentro,
una voz que susurraba el peligro,
una palabra pronunciada a tiempo…
y la lanza jamás se alzó.

Desperté con sangre en la boca.
La dama aún puede morir.

Debo advertirles, deben saber… debo evitar su muerte…

 

No eran grimorios. No eran códices religiosos.

Eran diarios.

Todos.

Pequeños, medianos, grandes. Cuadernos encuadernados en cuero, algunos en pergamino, otros en materiales que no reconocía. Tomó uno al azar. Lo abrió.

“Soñé con el mar hecho de espejos, y una bestia sin alas que traía la voz de los muertos.”

Otro.

“Hoy sentí que mi vientre ardía, y al despertar había sangre. Balerion no respondió. Mi hija se fue con él. Los campos de Ellaya le dan la bienvenida al atardecer.”

Otro.

“Vi fuego llorando desde las torres. Y una reina que paría gemelos bajo los ojos ciegos de los dioses.”

Daemon se quedó quieto.

Tomó seis de los cuadernos. Luego ocho. Tantos como pudo sostener con un brazo mientras Aegon intentaba quitarlos.

Y volvió a bajar.

Rhaenyra lo miró con sorpresa cuando los colocó junto a su lecho.

“¿Qué es esto?”

Daemon se sentó a su lado y le pasó uno.

“Diarios. Todos. No sé cuántos hay… pero son de soñadores. Cada uno tiene una visión distinta.”

Ella frunció el ceño y lo abrió con delicadeza.

La tinta era aún legible. La caligrafía fluía como si el autor estuviera dictando desde otro mundo. Rhaenyra leyó en silencio por unos segundos… y luego soltó un leve suspiro.

“Daemon… aquí hay nombres. Fechas. Algunos de hace más de cien años… otros parecen aún más antiguos.”

Él asintió. “No es solo un templo. Es un archivo viviente… un registro.”

Ella pasó la página. “Aquí hay una mujer que habla de su hija nacida bajo tierra. De llamas que hablaban. De caballeros peleando en una torre en un barco…”

Daemon no respondió. Solo se puso de pie de nuevo.

“Seguiré buscando. Tiene que haber una salida más allá de esas grietas. Pero creo que esto es lo que venimos a buscar.” 

Horas más tarde, mientras Rhaenyra seguía leyendo bajo la luz constante del fuego eterno, con los gemelos dormidos a sus costados, Daemon exploraba más profundo. Había más niveles. Más cámaras enterradas que nadie había pisado en siglos.

Y entonces, la encontró.

Una sala rectangular, silenciosa, con columnas desmoronadas y piedras esparcidas. Al fondo, sobre lo que alguna vez fue un estante de mármol, quedaban aún unas túnicas dobladas.

Eran de lino pesado, tejido fino, con bordados dorados en los bordes. Blancas como la cal de los volcanes. Algunas eran más pequeñas, otras enormes. No tenían polvo. No tenían moho.

Simplemente estaban ahí, como si alguien las estuviese a punto de guardar… dos siglos atras, y jamás terminó.

Daemon se acercó. Pasó los dedos por el cuello de una. 

Tomo varias, encontrando más en lo que parecía un mueble roto y sonrió.

Volvió con las túnicas al brazo.

Rhaenyra alzó la vista desde las páginas, con los ojos cansados pero llenos de curiosidad.

“¿Qué es eso ahora?”

Daemon la miró con una leve sonrisa.

“Nos encontre ropa… es un crimen tapar tu cuerpo, mi amor, pero creo que lo necesitaremos cuando salgamos de aquí.”

Rhaenyra desdobló algunas y cuando encontró una de su agrado se la colocó con su ayuda, Aegon no parecía muy feliz de ser cubierto, pero sus quejidos duraron lo que su dragón tardó en distraerlo.

Cuando se colocó una él, Rhaenyra se sentó y tomó uno de los diarios.

Pasaba las páginas con lentitud, los dedos manchados de tinta, los ojos fijos en cada línea como si descifrara estrellas.

“Daemon…” murmuró finalmente.

Él giró hacia ella, alerta.

“Estamos en el templo correcto.”

“¿Qué quieres decir?”

Ella alzó la mirada. Tenía las mejillas sonrojadas por el calor y el corazón acelerado por lo que acababa de leer.

“El templo de Tessarion. La diosa de la previsión, de los sueños y la profecía.”

Daemon alzó las cejas, sorprendido. No era solo una intuición. Lo decía con certeza.

“Creí que era solo una interpretación…” murmuró él.

“No. Está aquí.” Señaló el diario que tenía en las manos. “Una de las escritoras… una sacerdotisa, lo nombra así. Dice que Tessarion es hija de Balerion y Onixa. Y que tiene una gemela: Shrykos.”

Daemon se enderezó.

“Shrykos… el templo que encontramos antes.” 

La Diosa que nos ha guiado…

Rhaenyra asintió.

“Ella es su hermana. Su esposa. Su reflejo.”

Cerró el diario sobre su regazo y lo acarició con una mano, como si fuera un texto sagrado.

“Shrykos es la Diosa de los portales, de los comienzos y las transiciones. Pero Tessarion es lo que se ve más allá del velo. El instinto, la visión. Los que ven lo que otros no ven...”

Daemon la observó en silencio. Sus palabras le atravesaban algo más profundo que la lógica.

“Por eso los diarios,” continuó ella. “Todos los libros en la biblioteca… son de soñadores. De personas que vieron cosas. Que sintieron venir el fin de algo. Y fueron traídos aquí, protegidos por los acólitos y aprendices del templo, porque este lugar...”

Volvió a mirar alrededor de la habitación.

“Por eso hay tantas habitaciones, tantos niveles. Este lugar era un refugio. No solo para fieles, sino para quienes soñaban.”

Daemon guardó silencio por un momento. Luego preguntó, con una voz más suave:

“¿Y tú crees… que esta cámara donde estamos…?”

Rhaenyra asintió, acariciando el borde de la cuna.

“Creo que perteneció a una de ellas. Una soñadora que escapó de la destrucción de Valyria. Que se refugió aquí con su hijo. Tal vez protegida por los acólitos. Tal vez sola. No lo sé.”

Pasó los dedos por los bordes del tapiz de la mujer sin rostro con el huevo de dragón.

“Pero algo en ella… me resulta familiar. Como si supiera que vendríamos.”

Daemon se acercó, lentamente, sentándose a su lado. La observó por un instante, y luego deslizó una mano por su cabello, peinándolo con lentitud.

“Tal vez no fue una sola visión.”

Ella lo miró.

“¿Qué quieres decir?”

Él le devolvió la mirada, intensa, seria.

“Encontre una pared donde hay varios rostros tallados… hay uno que se parece mucho a tí, pero podría ser algún antepasado…”

“De los diarios que me has traido… dos fueron de Targaryens.” Rhaenyra señalo uno, diminuto y de cubierta gris. “Hael, soño desde muy pequeño, las primeras entradas son dibujos… despues narra que los acolitos le enseñaron a interpretar sus sueños, escribirlos, fue traido desde joven, sus padres lo visitaban con frecuencia… soñaba con muertes atroces, creo que consiguio evitar varias.” 

Daemon tomo el diario y lo ojeo, notando los dibujos de tinta que mostraban hombres cayendo de dragones, uno muy explicito siendo aplastado por un animal extraño con un cuerno largo.

“El otro es de Vaella, es más antiguo, ella narra muchos sueños… pero creo que ella no veía el futuro, creo que soñaba con el pasado. Habla de tierras sin humanos, donde criaturas de sombras gobernaban.” 

Daemon la escucho fascinado mientras ella le contaba lo que había aprendido de los diarios.

Rhaenyra subió sola por los peldaños, con los gemelos envueltos a cada lado de su pecho, sujetados con las mismas mantas ceremoniales del templo. Daemon no se opuso, solo la ayudo a acomodarse a los gemelos y se aseguro de que Aegon estuviese entretenido, alegre de que se sintiera lo suficientemente fuerte para comenzar a caminar. Pero la miró desde la oscuridad con un dejo de preocupación y orgullo, mientras se adentraba en la biblioteca.

El aire allí era diferente.

Más seco, con una sensación que le dejaba la piel erizada.

Las antorchas seguían encendidas, gracias al fuego perpetuo del templo. Las sombras danzaban entre los estantes como si los autores de aquellos diarios aún caminaran entre las páginas.

Rhaenyra recorrió la sala con una lentitud casi reverencial. Notó por primera vez el orden. Los diarios estaban dispuestos por época. De izquierda a derecha. De lo más antiguo a lo más reciente. Y al acercarse al extremo izquierdo, lo sintió.

El poder.

Tomó uno de los primeros volúmenes. Estaba encuadernado en cuero grisáceo, con runas valyrias talladas con precisión. El valyrio era antiguo. Tan antiguo que le costaba leerlo, incluso a ella.

Aún así, descifró fragmentos.

“El sueño llegó con la sangre de la luna. Vi el mar retirarse y supe que vendría la ola. Avisé al Gran Puerto. Nadie murió.”

“La voz de Tessarion me guió entre las lanzas. No debía montar mi dragón aquella noche. El cielo ardió donde dormía el enemigo.”

“Soñé con los ojos blancos de mi madre, y supe que debía enterrarla en piedra antes de que regresara. Salvé mi linaje.”

Cada visión era clara. Cada interpretación, certera. Las acciones salvaban imperios. Evitaban muertes. Convertían a los soñadores en consejeros, en guías de imperios. 

Pasó al centro de la sala. Diarios más recientes, unos dos siglos antes de la Maldición. La caligrafía cambiaba. Seguía siendo fuerte… pero ya no tan pura.

“Vi una torre que ardía. No sé cuál. Tal vez era un puerto. Tal vez era una señal.”

“Hoy soñé con una serpiente que devoraba su cola. ¿Significa que debo matar a mi hermana? O… ¿convertirme en ella?”

“No sé si fue un sueño. Pero sentí fuego en la espalda. No lo dije. Tenía miedo.”

La duda comenzaba a filtrarse en las páginas. La interpretación se volvía torpe. La fe… frágil.

Y entonces, en el último estante, los diarios más recientes, cercanos al final. Los tocó, y el cuero se deshacía al tacto, como si la magia no los protegiese como a los más antiguos.

Los abrió con cuidado.

“Tessarion no habla, mi maestro dice que antes nos susurraba, nos guiaba… hemos sido abandonados.”

“Mi madre dice que el sueño es una enfermedad. El maestre me dio una medicina para dormir sin soñar. Me siento vacío.”

“No sé cómo hacer que el fuego llegue. Tal vez si llevo a mi hermana a los pies del altar, y le corto la palma… la diosa escuche.”

Rhaenyra se quedó quieta.

Ya no había visiones. Solo miedo. Solo intentos.

Ya no soñaban para comprender. Soñaban para controlar. Como si la magia se estuviera desvaneciendo y en su lugar solo quedaran sombras, rituales vacíos y el eco de lo que alguna vez fue divino.

Sus dedos temblaron sobre la última página.

“Si no vemos el futuro… lo forzaremos.”

Cerró el cuaderno.

Y supo, con una certeza tan clara como el fuego que ardía bajo sus pies, que Valyria había muerto mucho antes de arder, antes de la maldición.

Algo había sucedido, algo que había hecho a la magía debil.

Que provoco que los Dioses los abandonaran.

Eso intuian los soñadores… 

Eso sentía ella. 

Rhaenyra bajó de la biblioteca en silencio, con los gemelos dormidos en brazos y la mente ardiendo. Las palabras que había leído se aferraban a su pecho como brasas vivas. Cuando entró en la cámara, Daemon se levantó al instante.

“¿Qué encontraste?” preguntó, con tono bajo, acercándose a ella para ayudarle con los niños.

“Ven,” respondió ella. “Tienes que leer esto conmigo.”

Volvieron juntos, una hora más tarde, sentados frente a frente sobre un banco de piedra al fondo de la biblioteca, los diarios abiertos entre ambos. Aegon dormía cerca, su pequeño dragón curvado a su lado como un gato alado. Los gemelos estaban envueltos sobre mantas, junto a una vasija tibia.

Habían leído varios fragmentos, y luego lo encontraron.

Un diario diferente.

No de un soñador.

Sino de un acólito.

Un joven sirviente del templo que había acompañado a uno de los últimos grandes soñadores antes del declive. El texto estaba lleno de observaciones personales, notas al margen, frases tachadas y correcciones hechas a mano con una caligrafía nerviosa.

Rhaenyra leyó en voz baja:

“Mi señor ya no escribe sus sueños. Dice que no tiene por qué registrarlos: él ya sabe qué hacer con ellos. Ha comenzado a usarlos como guía para sus campañas… no para evitarlas, sino para garantizar la victoria.”

Daemon frunció el ceño.

Ella pasó a la siguiente página:

“Anoche soñó con una ciudad ardiendo. Ordenó marchar. Al llegar, la ciudad estaba en paz. La destruyó igual, diciendo que su visión no podía equivocarse, que el fuego vendría tarde o temprano, y que él solo lo había adelantado.”

“Dice que es un dios. Que Tessarion le entregó el don para que purificara la tierra. No escucha a los sacerdotes. No se presenta ante los altares. No pide permiso. Solo sueña, y actúa. Ya no da sacrificios a la Diosa, no le agradece…”

Rhaenyra bajó la vista. Su voz se volvió más baja.

“Hoy… mató a una sacerdotisa de Tessarion. Ella le imploró que dejara de usar su don como arma. Él respondió que el fuego no es para los débiles. Que una diosa que llora por enemigos no es digna de su sangre.”

Daemon apretó el diario con fuerza.

Ella siguió leyendo.

“Esa noche… fue la última vez que vi a mi señor soñar. Desde entonces, se revuelca dormido, suda sangre, pero ya no ve. Y nosotros, los demás soñadores… no comprendemos nada.”

“Los dioses no son sordos. Ni ciegos. Y menos aún… pacientes.”

El diario tembló entre los dedos de Rhaenyra.

Daemon se recostó hacia atrás, la mirada fija en el techo de piedra, como si tratara de comprender la magnitud de lo leído.

“Entonces…” murmuró, “la magia no murió por sí sola.”

Rhaenyra asintió.

“La traicionaron. La corrompieron. Tessarion… se retiró. O se enfureció. O ambas.”

Se miraron en silencio por unos segundos.

“¿Y si los dioses nos están observando?” preguntó Daemon. “¿Y si esta… es su segunda oportunidad? Con nosotros.”

Rhaenyra bajó la mirada hacia sus hijos.

“Entonces no podemos equivocarnos.”

Daemon cerró el diario con suavidad, como si sellara una confesión.

“No somos dioses,” dijo. “Y nunca debemos creernos como uno de ellos.”

Ella lo tomó de la mano.

Ambos sabían que esa lección, la más antigua de todas, acababa de ser escrita nuevamente… con sangre, fuego, y el llanto de recién nacidos.

Rhaenyra no estaría viva sin los Dioses.

No cometerían los errores de sus antepasados.

El fuego en la habitación centrall crepitaba con suavidad. Las brasas sagradas de los catorce rostros aún ardían, aunque ya no con la furia de los días anteriores. Ahora era un calor protector, tibio, acogedor.

Daemon y Rhaenyra estaban sentados sobre las mantas, espalda con espalda, en un silencio cómodo. Los gemelos dormían, uno sobre el pecho de su madre, el otro en el regazo de su padre. Aegon descansaba con el dragón a sus pies, los dos exhalando calor compartido.

“¿Cuánto tiempo ha pasado?” preguntó Rhaenyra en voz baja.

Daemon giró un poco la cabeza, la mirada perdida en el fuego.

“No lo sé. No hay cielo aquí. No hay luna. No hay estrellas.”

Ella bajó la mirada hacia los bebés.

“Han crecido un poco. Lo sé. Pero nacieron tan pequeños…”

“No tenemos cómo contar los días,” murmuró él. “Solo sabemos que seguimos vivos. Juntos.”

Rhaenyra apoyó la cabeza en su hombro. Su voz salió más suave, más humana.

“Te he extrañado.”

Daemon no respondió de inmediato. Su garganta se cerró por un instante. Luego, colocó al niño dormido a un lado, envolviéndolo con cuidado, y usando las mantas y túnicas que habían encontrado como cama.

“Yo también, Rhaenyra. Más de lo que puedo decir.”

Ella le tocó la mano. Luego el rostro.

Y él se inclinó.

Fue un beso lento, sin urgencia. No de deseo inmediato, sino de reconexión. De pertenencia. De regreso.

Esa noche, tras dormir a los niños, tras envolverlos con mantas, tras asegurarse de que Aegon y su pequeño dragón estuvieran a su lado…, Daemon y Rhaenyra volvieron a ser pareja.

Amantes.

Uno.

No había velas, ni copas, ni camas de seda.

Solo piedra, fuego, y el tacto de la piel que aún recordaba cómo temblar por amor.

Sentían desesperación, pero tambien nerviosismo.

El recuerdo del parto, aún demasiado fresco en sus mentes, haciendolos cuidadosos de una manera que nunca antes había importado.

“¿Estas segura?”

“Ya no me duele, ya no sangro… estoy segura.” 

Era su lenguaje, sus pasiones, sus cuerpos enredados.

Daemon se aseguro de tratarla con ternura, Rhaenyra se lo merecía.

Cada caricia, cada toque.

Hasta que se derramo dentro de ella y las llamas del templo parecieron responder a su pasión con calor abrasador.

Al día siguiente, despertaron con la respiración de los gemelos sobre sus costados y los primeros chillidos de los huevos vibrando en lo alto.

Pero no subieron de inmediato.

Había un último nivel que Daemon aún no había explorado. Un corredor sellado por piedra, con una puerta de metal negro que solo se abría desde dentro.

La encontraron al final de una escalera hundida.

Y al entrar…

El aire era diferente.

Más denso. Más sagrado.

Había una única cámara.

Redonda.

En el centro, sobre un pedestal de obsidiana tallada, reposaba un libro.

Más grande que cualquier diario. Con tapas de hueso y cierres de bronce forjado. Grabado en él, en valyrio antiguo:

“Codex de las Llamas Eternas: Historias de los Nacidos del Fuego.”

Rhaenyra se arrodilló ante él. No por devoción ciega, sino por respeto.

Daemon lo abrió con cuidado.

Y las páginas, perfectamente conservadas, narraban leyendas de los dioses.

Historias de Balerion y Onixa, de cómo engendraron a Tessarion y Shrykos. De batallas celestiales, de pactos rotos y fuegos que nunca se apagan. De las antiguas reinas-diosas. De los sueños que dieron forma a la historia antes de que existiera el tiempo.

Era la raíz.

El origen.

El primer fuego.

Rhaenyra cerró el libro con las manos temblorosas.

“Este… debe venir con nosotros.”

Daemon asintió. “Y todos los diarios que podamos cargar.”

Subieron al nivel principal llevando consigo el libro.

Y entonces lo oyeron.

Un crujido.

Un golpe sordo.

Un sonido de piedra caliente… y algo nuevo.

Los huevos.

Los dos.

Tessarion y el dragón de Aegon estaban al borde, atentos. Sus cuerpos rodeaban los  huevos como centinelas, pequeñas criaturas que temblaban de emoción.

Rhaenyra se detuvo en seco.

Daemon apreto su agarre sobre Aegon, quien miraba los huevos con fascinación.

Un nuevo sonido: la cáscara resquebrajándose.

El primer huevo se abrió con lentitud, como si el fuego dentro aún dudara del mundo exterior. Un chillido leve brotó de la grieta, y luego una garra húmeda, una cabeza delgada y brillante que se asomó, buscando a su madre, buscando a su jinete.

El segundo no tardó.

Un golpe más seco.

Una fractura luminosa.

Otra criatura emergió del cascarón, más pequeña, más inquieta. Soltó un rugido agudo, o lo que parecía uno, y estiró las alas membranosas que aún temblaban.

Rhaenyra cayó de rodillas, abrazando a los gemelos en sus brazos.

Daemon se mantuvo detrás de ella, una mano sobre su hombro.

Dos hijos. Dos dragones.

No había error.

No había azar.

Era destino.

Y en lo alto, entre los rostros esculpidos en la piedra, el de Tessarion resplandeció con un fulgor nuevo.

La chispa de vida…

Hace tanto que no había una en estas tierras.

El equilibrio esta completo.

Dos, dos, dos.

Balance… siempre deben buscar el balance.

Es tiempo…

El resplandor del fuego sagrado aún iluminaba la sala principal. Los dragones recién nacidos pisando trozos de cascaron con patitas torpes.

Daemon y Rhaenyra se mantenían juntos, en el centro del templo, de pie bajo los catorce rostros esculpidos, sus hijos en sus brazos.

Rhaenyra alzó la vista, buscando.

“¿Tiempo de qué?” preguntó con cuidado. “¿De partir?”

Sí. Equilibrio… puedo abrir el portal ahora…

Ella ya viene.

Daemon frunció el ceño. Dio un paso al frente.

“¿Qué significa eso?”

“¿Quién viene? ¿Quién es ella?”

Tu esperanza, tu deseo… 

Las llamas gemelas, forjadas a partir de la misma brasa…

Tu hijo finalmente estara completo…

Rhaenyra apretó los labios. “¿Completo?” 

Su mente corria llena de posibilidades antes las palabras de Shrykos.

La voz no respondió de inmediato.

Un toque calido en su vientre llego antes que su respuesta... como si acariciara, si bedijera...

Antes, después, no lo estuvo… destinado a ser el Rey después de una Reina…

Sus hijos… débiles… rotos… no se puede nacer completo si quien te forja está roto…

Las llamas gemelas… mi Tessarion… no volverán a este lugar…

Deben irse… deben volar…

Su fuego se desvanece… 

El último templo caerá.

Fue Daemon quien lo dijo “¿Por qué?” 

Y entonces la respuesta llegó, más clara, más pesada.

Porque sin los otros, mi poder se deshace. No puedo controlar llamas que no me pertenecen…

Un temblor sutil recorrió las piedras. Las antorchas vibraron, aunque el aire seguía quieto.

Los dioses, mis hermanos y hermanas… se han ido. O duermen. O arden aún en mundos donde ya no hay templos. Y yo… yo permanezco. Pero incompleta.

La voz se quebró, no de tristeza, sino de verdad.

Antes, solo podía tocar lo mío: los portales, los umbrales, los comienzos. Pero ahora… puedo tocar todo. Tiempo. Muerte. Sangre. Sueños. Pero no es mío. Y lo que no es mío… me destruye.

Daemon entrecerró los ojos. “¿Entonces lo que hiciste aquí…? Salvarla, detener el parto, guiar los fuegos…”

Fue posible… solo por un instante.

La luz del templo se volvió más tenue.

Los límites se han roto. La magia está en el aire, libre, sin un cuerpo. Por eso no la sienten. Por eso parece desvanecerse.

Rhaenyra murmuró: “¿Entonces no está muriendo?” 

No. Está sin canal. Sin templo. Sin guía. Es como un río sin cauce. Como fuego sin antorcha. Como un dragón… sin jinete.

Daemon bajó la mirada, tenso.

“¿Te volveremos a… ver?”

La voz se desvaneció como humo.

Pero una última frase resonó, como si quedara grabada en la piedra misma:

Nos volveremos a ver. Pero no como antes. Sino… cuando se unan a mí.

El templo quedó en silencio.

Rhaenyra no dijo nada. Solo apretó con fuerza la mano de Daemon, sintiendo el aire crepitar.

No un silencio vacío, sino cósmico. Como si el templo contuviera la respiración del mundo.

Y entonces, sin sonido alguno, la piedra comenzó a brillar.

No crujió. No tembló.

Simplemente… se abrió.

Ante ellos, un arco de luz tomó forma. Pura y cambiante. Un umbral de resplandor líquido, como fuego blanco atrapado en una curva. Los dragones pequeños se alzaron sobre sus patas traseras, alertas, pero sin miedo. Tessarion avanzó lentamente y se detuvo justo antes del portal, como si confirmara que era seguro.

Rhaenyra se giró hacia Daemon, los ojos muy abiertos.

“¿Lo hizo…?”

Daemon no respondió. Solo asintió.

Y juntos, con los hijos en brazos y los dragones a su lado, cruzaron.

Del otro lado, la brisa del mar golpeó sus rostros.

Era de día. El cielo estaba teñido de gris perla, con el sol escondido entre nubes suaves. Una playa se extendía ante ellos, húmeda y brillante por la marea baja.

Y allí, justo donde la espuma rompía, Syrax y Caraxes aguardaban.

Ambos dragones caminaban en círculos, inquietos, como si sintieran que algo crucial estaba por ocurrir. Syrax alzó la cabeza al verlos, soltando un grito gutural. Caraxes rugió en respuesta. Sus sombras se proyectaban enormes sobre la arena.

Y más allá, en el mar…

Un barco.

Atrancado entre rocas, tal como Daemon lo había dejado tiempo atrás, cargado con provisiones. Y junto a él…

Su gente.

Hombres y mujeres con ropas negras y capas rojas, soldados leales, sanadoras, capitanes. Todos alzaron la vista al ver la luz extraña, el portal que se deshacía como ceniza tras su paso.

Y allí estaban:

Rhaenyra Targaryen, cargando con firmeza a sus gemelos dormidos, dos dragones diminutos a sus pies, uno gris oscuro, otro de escamas nacaradas.

Daemon Targaryen, con Aegon en brazos, la mirada fija, su capa hecha jirones ondeando al viento, y detrás de él, Tessarion, con la cabeza baja, como si supiera que su lugar era cerrar la visión, sellar el paso.

El viento levantó la arena.

Los soldados cayeron de rodillas.

Algunos lloraron. Otros no se atrevieron a mirar directamente a la pareja sagrada.

Porque no solo habían vuelto.

Habían regresado con fuego nuevo.

Con magia.

Y se sentía en el aire.

En el crepitar del portal mientras avanzaban.

La sombra de una mujer alada protegiendo sus espaldas, proyectando su sombra directamente en el cielo.

 

Notes:

Debatí mucho en el orden de los capitulos, porque hay varios que podrían encajar en esta parte, -ya saben que no soy fan de los saltos de tiempo- pero finalmente decidi que como esto empezó desde el POV de Rhaenyra y Daemon, quiero mantener el foco en ellos.
Así que descubriremos lo que paso durante el tiempo que ellos estuvieron atrapados junto a ellos.
Tambien estaba dudosa de terminar el capitulo en este punto, pero no se sentía correcto agregar nada más, así que el resto se vera en el siguiente capitulo.
…Que no estoy segura de cuando se publicara, me temo que el siguiente viernes… bueno, no puedo prometer un capitulo, voy a tener que viajar para una mudanza -se ha vendido la casa familiar y tengo que ir a rescatar mis libros- antes de que mi padre los vaya a vender o su esposa tirar a la basura. Me temo que con mi mamá sin poder ayudar a empacar o viajar, va a ser dificil, porque tenemos que guardar sus cosas de ella.
Así que no estoy completamente segura de cuando podre publicar, espero tener tiempo antes, pero si no, les prometo que el 15 de agosto tendran otro capitulo.
Pero, regresando al capitulo… ¿que les parecio?
Busque más información de partos de lo que desearía saber... y vi más imagenes que ahora no podre borrar de mi mente... pero la parte del parto esta basado en información real... la recuperación no tanto.
Si notaron, espero haber podido trasmitir lo correcto, en el capitulo anterior Shrykos no hablaba con claridad, a diferencia del final de este cap… y es precisamente porque estaba tocando cosas que no le pertenecen a ella, es decir, el Reino de Tessarion, sus dominios, su magia. Solo cuando regreso a lo que le pertenece, fue que su discurso volvio a ser más claro.
¡Y finalmente tienen más información!

...¿Alguien ha descubierto a que se refiere el equilibrio? ¿Porque finalmente pudieron salir?

Chapter 20: El castigo del Dragón

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

 

El mundo al que habían regresado se sentía diferente.

La arena aún conservaba el calor del mediodía, aunque el sol ya descendía sobre el horizonte. Los soldados trabajaban en silencio, cargando los libros, el Codex, las mantas, los huevos vacíos, todo lo que había sido salvado del templo. 

Una vez cerrado el portal, para sorpresa de todos, el piso del templo pareció ir con ellos, quedando un gran círculo de piedra tallada en glifos Valyrios.

No fue piedra que se derrumbó, ni ruina que quedó atrás. No.

Quedó un círculo perfecto.

Tallado en la tierra misma, como si siglos de trabajo hubieran sido depositados ahí en un instante. Glifos valyrios brillaban apenas bajo la luz roja del atardecer, antiguos, complejos, llenos de curvas y espirales. Algunos soldados no podían dejar de mirarlos. Otros desviaban la vista, como si temieran ser vistos a cambio.

Era una marca.

Una prueba.

De que aquello no había sido un sueño.

De que algo sagrado se había movido.

Nadie decía una palabra más allá de lo necesario. 

Pero todos los miraban.

Con devoción. Con miedo. Con respeto absoluto.

Rhaenyra caminaba entre ellos envuelta en una túnica prestada, el cabello suelto, ceniza en el rostro. Los gemelos dormían en sus brazos, y a su lado, dos sirvientas intentaban sin éxito disimular las lágrimas mientras acomodaban mantas limpias para los gemelos.

Daemon dirigía el embarque. Ordenaba con voz firme pero distante, con Aegon colgado de su cuello y el rostro endurecido por la tensión de los últimos días. Caraxes volaba en círculos sobre la costa. Syrax aguardaba cerca del agua, agazapada como una sombra dorada.

Y entre todo el movimiento… Rhaenyra se detuvo.

“Daemon…” lo llamó, en voz baja.

Él giró de inmediato. La intensidad de su mirada se suavizó al verla acercarse.

Ella alzó la vista, los ojos brillando con algo más que luz solar.

“Antes de que el portal se cerrara… Shrykos me habló.”

Él se tensó.

“¿Qué dijo?”

Rhaenyra tragó saliva.

“Dijo que ella… que Visenya… finalmente viene en camino. Ella viene… eso fue lo que dijo. Y…”

Daemon parpadeó.

Por un instante, no dijo nada. El viento arrastró su capa hecha jirones. Aegon, en su brazo, se removió levemente.

Rhaenyra inspiró hondo, bajando la mirada hacia su vientre plano. “Confirmó que estoy embarazada.”

Daemon la miró… y no como se mira a una mujer embarazada.

La miró como si fuera un milagro viviente.

“Después de todo eso… después del parto, de los gemelos, del templo…” Su voz se quebró apenas. “¿Una más?”

Rhaenyra asintió.

“No solo una más. La que soñé. La que vi en llamas, vestida con blanco y negro. Visenya.”

Daemon soltó una risa incrédula, cargada de emoción.

“Entonces…”

Rhaenyra le tomó la mano.

“La diosa dijo que era el equilibrio lo que nos permitió partir. Dos hijos nacidos… dos dragones. Y ahora, una hija para cerrar el círculo.”

Daemon apretó su mano con fuerza.

“Hemos sido verdaderamente bendecidos, mi corazón de fuego.”

Y al mirar hacia el mástil del barco, vieron que la antorcha seguía encendida. La que ella había encendido con el fuego del templo y que había quedado encendida cuando se cerró el portal junto a ellos, había ordenado que se la llevaran y un soldado la había atado al mástil. El viento no la apagaba. El mar no la tocaba.

Una llama eterna.

Las tablas del barco crujieron bajo sus pies cuando subió a bordo. El vaivén del mar la recibió con un suspiro profundo, como si la abrazara después de un largo olvido.

Un par de sirvientas jóvenes, asignadas a la proa del barco, corrieron a su encuentro. Llevaban capas oscuras y el cabello recogido con torpeza. Una de ellas se llevó la mano a la boca, incrédula; la otra dejó caer una canasta de hierbas secas que había estado clasificando.

“¿Mi señora…?” murmuró la primera, con los ojos muy abiertos.

Rhaenyra asintió en silencio.

Los gemelos dormían en sus brazos, envueltos en mantas sagradas y aún tibios del resplandor del templo. Los dragones recién nacidos caminaban a su lado, como sombras diminutas y escamosas, con patas torpes y alas aún más torpes.

Las sirvientas se acercaron con timidez para ayudarla. Una tomó una de las mantas para acomodar mejor a los niños, la otra extendió un paño limpio para secar la humedad de la frente de la princesa.

“¿Cuánto tiempo ha pasado?” preguntó Rhaenyra, en voz baja, sin mirar a ninguna.

Las jóvenes se miraron entre sí, nerviosas.

“Salisteis en noviembre, mi señora. Ahora es marzo. Principios de marzo.”

Rhaenyra se detuvo en seco.

La brisa del mar le agitó el cabello. Aegon, en brazos de Daemon más atrás, balbuceaba algo mientras jugaba con el cuello de la capa de su padre.

Cuatro lunas.

Cuatro lunas de oscuridad, fuego y piedra.

Cuatro lunas sin cielo.

Una de las sirvientas, más osada o simplemente más emocionada, se atrevió a hablar.

“¿Cómo sobrevivió, mi señora? ¿Los bebés… nacieron allí dentro?” Su voz era un susurro entre el asombro y la devoción.

Rhaenyra no respondió.

No podía.

El humo del templo aún parecía enredado en su garganta. Las palabras se negaban a salir. ¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Cómo traducir en lenguaje humano el crujido de los dioses, el dolor del parto entre estatuas vivas, la voz de Shrykos? ¿Cómo decir que lo sagrado la había atravesado por dentro… y no la había soltado aún?

Solo respiró.

Y avanzó hacia el corazón del barco, mientras las jóvenes la seguían con pasos cautelosos, como si acompañaran a una reina… o a una Diosa.

La llama, aún encendida en la antorcha clavada en el mástil, no osciló con el viento.

La noche cayó sin ceremonia.

Las velas a bordo del barco eran pocas, y la única luz verdadera era la antorcha sagrada, anclada en el centro de la cubierta, cuya llama no se consumía ni oscilaba. Una llama firme, azul en su centro, dorada en su contorno, como si ardiera desde otro mundo.

El barco se mecía con suavidad. Los niños dormían juntos, envueltos en telas gruesas. Aegon también dormía, junto a su pequeño dragón, profundamente cansado por el regreso. Las sirvientas hablaban en murmullos reverenciales en la popa, y los soldados montaban guardia en silencio.

Daemon se sentó junto a Rhaenyra, ambos envueltos en mantos oscuros, mirando al mar como si aún esperaran que el templo los tragara de nuevo.

Rhaenyra fue la primera en hablar, con voz baja, apenas audible.

“Cuatro lunas…”

Daemon asintió, sin mirarla.

“Ni un vistazo de cielo. Ni una sola estrella. Perdimos el tiempo… como se pierde un anillo en el mar.”

Ella giró la cabeza hacia él. Sus ojos eran serios, pero no temblaban.

“No lo perdimos. Lo… vivimos de otra forma. Pero ahora… siento que el mundo siguió sin nosotros. Y nosotros…”

Daemon completó la frase.

“Volvimos siendo otra cosa.”

Me siento extraña… si, como si… el mundo fuera otro… o tal vez sea yo.

El silencio entre ambos fue profundo. Rhaenyra bajó la vista a sus manos, a los pequeños restos de cera en sus uñas, al rastro de hollín que no había podido lavarse.

“Nos miran distinto.”

Daemon la miró entonces, con una media sonrisa amarga.

“¿Lo notaste también?”

Rhaenyra asintió.

“Los soldados no se atreven a hacer contacto visual. Las sirvientas me tocan como si fuera una reliquia. Una me dijo que mi piel ardía como piedra al sol…”

Daemon soltó un leve bufido. “Uno de los vigías me hizo una reverencia. No como a un príncipe… sino…”

Un Dios.

Ambos guardaron silencio.

El viento sopló con fuerza, haciendo crujir las velas. La antorcha no se movió.

“Nos ven como fantasmas,” murmuró ella. “Como si hubiéramos muerto allá abajo.”

Daemon bajó la cabeza.

“Tal vez lo hicimos.”

La frase quedó suspendida.

Rhaenyra se apoyó en su hombro. El peso de su cuerpo era real, cálido, humano.

“Y lo que volvió…” dijo, cerrando los ojos, “ya no es lo que entró.”

Daemon envolvió sus dedos con los suyos.

“No somos Dioses,” murmuró. “Y sin embargo… algo cambió.”

No, no lo somos. Debemos tener cuidado, Daemon, no podemos…

Lo sé, pero esto podría funcionar a nuestro favor.

¡No!

Rhaenyra, que ellos lo crean es diferente a que nosotros lo creamos…

Rhaenyra no respondió. Solo se aferró a él. Y juntos, en la oscuridad de esa noche sin luna, se permitieron no entenderlo todo.

Porque aunque habían salido del templo, el templo aún ardía dentro de ellos, Rhaenyra sentía la magia crepitar… en sus venas, su conexión con Daemon zumbaba, más fuerte que nunca.

El barco atracó en Isla Prūmia al atardecer del día siguiente.

Las nubes se agolpaban sobre el cielo como testigos inmóviles, mientras los dragones sobrevolaban la isla con rugidos largos, anunciando el regreso de sus jinetes.

Pero no fue el rugido lo que alertó a la guarnición.

Fue la llama.

Visible desde la torre más alta del palacio, la antorcha sagrada no se apagaba. A cada paso que daban Rhaenyra y Daemon al descender del barco, el fuego parecía más brillante, como si el aire mismo lo venerara.

En el muelle estaban esperando.

Catelyn y Anya Strong, con los ojos enrojecidos. Varias sanadoras, soldados de confianza, incluso capitanes que habían permanecido todo este tiempo en la isla. Nadie hablaba. Nadie se atrevía a moverse.

Hasta que Rhaenyra puso el primer pie en tierra firme.

Y entonces Anya corrió hacia ella sin contener las lágrimas, cayendo de rodillas.

“¡Mi Princesa…!”

Rhaenyra apenas alcanzó a inclinarse para sujetarla con el brazo libre. Los gemelos dormían aún, ajenos a la emoción que estremecía a los presentes.

Catelyn la alcanzó también, abrazándola sin pedir permiso, abrumada por su emoción.

“Creímos que habían muerto…” murmuró. “Durante semanas, no había señales. Ni un vistazo de dragones. Nada. Pero… nunca dejamos de esperar.”

Daemon se detuvo a su lado, Aegon aferrado a su cuello. Uno de los soldados se adelantó, y con voz temblorosa, agregó:

“Todos cumplimos nuestras órdenes. Cuidamos la isla. Vigilamos los cielos cada amanecer.”

Rhaenyra tragó saliva. No confiaba aún en su voz.

“Gracias.” murmuró ligeramente, pero parecía que todos los presentes notaron la emoción en su voz. 

Noto a una joven dama que vestía de rojo, de cabellos platinados y que la miraba con inquietud.

Catelyn se inclinó y susurró en voz entusiasta. “Es Lady Lucella Celtigar, Princesa… llegó poco antes del fin de año.”

“Me la presentaran más tarde… Necesito descansar más que nada.” luego lo pensó mejor. “¿O hay algo urgente?”

Fue entonces cuando Anya se enderezó, con un pergamino entre las manos.

“Hay algo, su Alteza, una carta. De Brienne.”

Rhaenyra frunció el ceño. Tomó la carta con manos tensas. El sello estaba roto, pero el pergamino doblado con cuidado.

La leyó en silencio.

Y su rostro cambió.

Primero, incredulidad.

Luego, enojo.

Finalmente, preocupación.

Daemon se inclinó para leer por encima de su hombro.

La letra de Brienne era firme:

Anya, te envío este preguntando si los rumores… ¿es verdad? 

Se ha esparcido el rumor de la muerte de la Princesa, Volantis entró en caos de inmediato. Se discutió si su hijo aún tenía derecho a gobernar, pero cuando se especuló que también había muerto… y el Príncipe Daemon. Algunos capitanes abandonaron la causa. Los Volantenes más ambiciosos vieron debilidad… y atacaron. No sólo desde dentro. Llegaron barcos desde Lys, incluso rumores de corsarios de Myr. Laenor está en guerra. Total. Sin control. 

Por favor, si ha sucedido lo peor, necesito saber, deseo regresar a la Isla, pero no hay forma de atravesar el mar, todos nuestros barcos son atacados apenas salen del puerto.

Te suplico que compartas conmigo si hay alguna noticia…

Tuya, Brienne.

Rhaenyra bajó la carta lentamente.

Catelyn la miró, temblando.

“¿Qué ocurre…?”

Daemon cerró los ojos.

“Volantis está en guerra… de nuevo.”

Anya apretó los puños.

“Entonces… ¿irá a Volantis?”

Rhaenyra respiró profundo.

Miró la antorcha, aún ardiendo.

Luego, a sus hijos.

A Daemon.

“No, mi lugar está aquí, Brienne regresará a nosotros y retomaremos el control de Volantis, pero mi presencia no es necesaria.” 

Solo la de nuestros dragones.

“¿Pero entonces…?”

“No deben preocuparse, damas, todo a su debido tiempo. Trataremos con Volantis, pero no hoy.” 

Ante la firmeza en la voz de Daemon, ambas damas asintieron.

Rhaenyra no quería nada más que tomar un buen baño caliente y relajarse, pero el impulso que la motivaba no se lo permitía.

Ordenó que le entregaran la antorcha con la llama traída desde el templo y ordenó que se prepararan.

Debían tratar con ella primero, incluso antes de descargar el barco.

La gente caminó en procesión, soldados, sirvientes, damas, pescadores… todos por igual, todos siguiendo los pasos firmes de Rhaenyra y Daemon. 

El sendero era empinado, una línea de piedra que ascendía por la ladera oriental de una de las montañas más altas de Isla Prūmia.

El templo aún no estaba terminado.

No aparecía en los planos originales. Fue una decisión tomada después de establecerse en la isla, una adición íntima y personal, nacida de los sueños de Rhaenyra y sus conversaciones nocturnas con Daemon y Monterys. Una necesidad. Un símbolo.

Un templo para sus Dioses.

Y ahora ella regresaba, trayendo una llama desde Valyria para iluminarlo.

Vestida con una capa sencilla de lino oscuro, el cabello suelto, la antorcha en alto. Daemon caminaba a su lado, Aegon dormido en su pecho. Detrás de ellos, Catelyn y Anya cargaban a los gemelos, los diminutos dragones enroscados como bufandas vivas sobre sus brazos.

Los soldados formaban una fila silenciosa, y las sirvientas caminaban con cabezas inclinadas, algunas conteniendo el llanto.

Cuando llegaron al umbral del templo, aún sin puertas, con columnas sin tallar y muros abiertos al viento, Monterys los esperaba.

El sacerdote estaba de rodillas.

Y cuando la vio, cuando vio la antorcha aún encendida en sus manos, rompió en lágrimas.

“Bendita seas, Princesa Rhaenyra Targaryen… corazón ardiente de los antiguos,” dijo, con voz quebrada, inclinando el rostro al suelo. “Volviste.”

Rhaenyra no dijo nada al principio.

Solo caminó hacia el centro del espacio, donde habían dispuesto un brasero de piedra negra, aún vacío, esperando.

Con un gesto leve, pidió que se hiciera un círculo.

Todos obedecieron.

Se detuvo frente al brasero.

Y sin decir palabra, encendió el fuego.

La llama de la antorcha pasó suavemente al brasero… pero no ardió como un fuego común.

Era más alta. Más clara. Azul en su base. Dorada en su contorno. Viva.

Una ráfaga de viento subió por el cañón de piedra, y no la apagó.

Monterys cayó de rodillas otra vez.

Los soldados se inclinaron.

Las sirvientas se cubrieron el rostro.

Rhaenyra se volvió hacia ellos, la antorcha aún en su mano, ahora apagada.

“Ustedes han cuidado esta isla… nuestro hogar… incluso cuando el mundo les dijo que no volveríamos.”

Su voz era tranquila. Firme. Cálida como el fuego a sus espaldas.

“Han tenido fe, firmes en su deber y flexibles en su cumplimiento. Gracias.”

Daemon se colocó junto a ella, sus ojos grises fijos en los hombres y mujeres presentes.

“Y si alguna vez dudaron…” añadió, con voz grave, “miren bien ahora. Este fuego no miente.”

La llama ardía tras ellos, alta como una torre.

Y entonces todos se arrodillaron.

Ya no por deber o respeto a una Fé ajena.

Por devoción.

El fuego del templo aún ardía cuando Rhaenyra descendió la montaña, sostenida por Daemon.

El regreso había sido solemne, pero su cuerpo comenzaba a doblarse por el precio del viaje, del parto, de las lunas atrapados bajo tierra.

Cuando llegaron al palacio, Daemon no perdió un solo instante.

“¡Shanara! ¡Ophelia!” rugió con voz firme, mientras cargaba a su esposa en brazos y la llevaba directamente a sus aposentos. “¡Ahora mismo!”

Las sanadoras llegaron en minutos. Shanara entró primero, con sus cabellos recogidos y la frente ya perlada de sudor por la carrera desde la sala inferior. Ophelia llegó detrás, más calmada, pero con los ojos bien abiertos al ver el estado de Rhaenyra.

Daemon colocó a su esposa sobre el lecho. Rhaenyra no protestó.

Estaba exhausta.

Sus mejillas estaban hundidas, el color de su piel era pálido, casi translúcido. Pero sus ojos… seguían ardiendo como siempre.

“Sobrevivimos,” murmuró apenas, cuando Shanara comenzó a revisarla con manos rápidas y suaves. “Pero a duras penas. Vivimos a base de pescado y agua. Nada más. No sabíamos cuánto tiempo pasaba… ni cuántas lunas. Mis pequeños… nacieron hace semanas, pero no podría confirmar el día… ni la luna...”

Shanara apretó los labios con fuerza mientras palpaba su vientre, comprobaba su pulso, tocaba las costillas visibles bajo la piel.

“Ha perdido demasiado peso,” dijo con firmeza. “Necesita comer, Princesa. Grasas. Frutas. Grano. Caldos. Todo. Esta demasiado delgada, puedo sentir los huesos de sus costillas…”

Ophelia, mientras tanto, revisaba a los gemelos. Uno dormía profundamente, el otro chupaba el extremo de una manta con obstinación.

“Están pequeños para su edad… pero fuertes,” murmuró. “Tienen mirada alerta. Buen agarre. Respiración firme. No parecen enfermos.”

Rhaenyra cerró los ojos un instante. El alivio fue breve.

“Hay algo más.”

Shanara se giró de inmediato.

“¿Mi Princesa?”

Rhaenyra respiró hondo.

“Estoy embarazada de nuevo.”

La habitación se volvió piedra.

Shanara se quedó inmóvil, la mano sobre su boca.

Ophelia se volvió lentamente hacia Daemon, quien no dijo una palabra. Solo se colocó al lado de su esposa, como un muro, como un escudo.

“¿Cuánto tiempo…?” preguntó Shanara, con voz tensa.

“No lo sé con certeza,” respondió Rhaenyra. “La diosa me lo reveló. Visenya… viene en camino.”

Shanara se llevó una mano al pecho. Su rostro mostraba algo más que sorpresa: preocupación genuina.

“Mi Princesa, después de un parto de gemelos, con el cuerpo desnutrido y aún en recuperación… este embarazo es un milagro. Pero también un riesgo.”

Rhaenyra asintió.

“Lo sé.”

Shanara miró a Ophelia. Las dos sanadoras intercambiaron un gesto silencioso.

La habitación olía a vapor de hierbas recién hervidas. Shanara había colocado paños tibios sobre los pies de la Princesa, mientras Ophelia deslizaba con cuidado una infusión espesa en una taza de cerámica.

La atmósfera era densa.

La noticia seguía suspendida entre ellas como una espada invisible.

“¿Está segura, Alteza?” preguntó Ophelia al fin, rompiendo el silencio.

“Sí.” La respuesta fue inmediata. Inquebrantable. “Las Catorce Llamas me lo revelaron. Visenya está en camino.”

Shanara intercambió una mirada rápida con su compañera. Sus manos no dejaron de trabajar, deslizando dedos expertos sobre el abdomen de la Princesa, presionando con suavidad, revisando las marcas de un cuerpo que apenas sobrevivía.

“Con el debido respeto, Alteza…” dijo Ophelia, con voz medida, pero llena de inquietud, “tal vez… lo mejor para su salud sería no continuar con este embarazo.”

Daemon alzó la cabeza de inmediato. Pero no llegó a hablar.

Fue Rhaenyra quien reaccionó.

Se incorporó con dificultad, temblando de cansancio y furia contenida.

“Sal de esta habitación.”

Ophelia dio un paso atrás, sorprendida.

“Alteza, yo solo…”

“He perdido hermanos, mi madre murió trayendo hijos a este mundo, bendiciones de los Dioses… yo he traído a tres hijos al mundo y aún así, estoy aquí.” La voz de la Princesa era baja pero devastadora. “¿Crees que permitiría que alguien me robe lo que los dioses me han devuelto? Los regalos que…”

Ophelia no insistió. Bajó la cabeza y salió con pasos lentos, tragándose sus palabras.

Shanara no se movió.

Siguió trabajando en silencio, como si nada hubiera ocurrido, pero la tensión en su rostro delataba su nerviosismo.

“¿Cómo fue el parto, Princesa?” preguntó con suavidad, sin dejar de revisar el vientre, masajeando con movimientos suaves y firmes. “¿Hubo desgarros? ¿Sangrado excesivo después del segundo bebé?”

“Sí.” La voz de Rhaenyra se quebró un poco, más por agotamiento que por debilidad. “Pensé que moriría. Me desmayé… después. No sé por cuánto tiempo.”

Shanara bajó la vista.

“Aún no ha sanado del todo. El útero sigue inflamado. Hay puntos duros al tacto. Las marcas del esfuerzo están frescas. Los músculos del vientre están debilitados. La espalda está tensa y sus huesos, resentidos. El embarazo será posible… pero agotador. Peligroso.”

“Entonces haremos que no lo sea.” Fue Daemon quien habló esta vez, sin rodeos. “Que coma. Que descanse. Que no la dejen ni un segundo sola. Nadie toca ni uno de sus cabellos sin permiso. Nadie le exige nada que no sea necesario. Y nadie… vuelve a sugerir que se deshaga de un hijo mío.”

Shanara asintió en silencio.

Rhaenyra, temblando levemente, se dejó caer de nuevo en los almohadones. Cerró los ojos.

Y susurró, casi para sí misma:

“Es una niña. Ya lo sé. Ya la amo. No la volveré a perder.”

Shanara volvió al poco tiempo con una pequeña bandeja entre las manos. Colocó todo con cuidado sobre la mesa baja junto al lecho de la Princesa.

Había preparado una infusión caliente de jengibre, limón y un poco de miel, apenas endulzada. En un cuenco de barro humeaba un caldo suave con pan remojado, trozos de pescado cocido, y al lado, una pequeña porción de puré de papa. 

“Debe comer, Alteza,” dijo con voz respetuosa pero firme. “Pero poco a poco. Si forzamos su estómago después de tanto tiempo, podría provocar vómito. No la dejaremos sola. Cada cucharada será medida.”

La Princesa asintió levemente, sin protestar.

Shanara inclinó la cabeza, luego se volvió hacia el Príncipe Daemon, quien seguía junto a la cama, tan atento como un lobo en guardia.

“¿Podría hablar con usted un momento, mi señor?” preguntó en voz baja.

Daemon asintió. Caminó con ella hasta la habitación contigua, cruzando el umbral sin soltar del todo la puerta. La cerró tras ellos.

La sanadora lo miró con seriedad. Su rostro, joven pero endurecido por la responsabilidad, no vacilaba.

“Necesito saber, mi Príncipe… ¿Cómo fue el parto? Todo lo que recuerde. Ya he visto que la Princesa aún no ha cerrado del todo por dentro. El sangrado fue reciente. Necesito entender qué ocurrió.”

Daemon inspiró hondo. Su voz salió baja, rasposa.

“Fue… largo. Doloroso. Yo recibí al primero. Viserys. Nació con el cordón muy ajustado. Corté con la daga más limpia que tenía.”

Hizo una pausa.

“Pensamos que había terminado. Pero seguía quejándose. Los dolores no cedían. Minutos después… entendimos. Venía otro, pero venía de pies.”

Shanara asintió con gravedad, sin interrumpirlo.

“Y no nacía. El segundo estaba atascado. No lloraba, no se movía. Rhaenyra tenía al primero en brazos, no podía sostenerlo sin dolor. Y yo…”

Daemon tragó saliva, con los ojos encendidos de un recuerdo que aún ardía.

“Yo estuve a punto de despedazarlo. Pensé en sacarlo por partes. Solo quería salvarla. Solo quería que viviera.”

Shanara cerró los ojos un instante, conteniendo el estremecimiento.

“¿Y cómo lo logró?”

“Ella me detuvo. Me gritó que lo intentara por los pies. Gritaba de dolor. Lo hice. Tardó. Nació pequeño, frío… pero respiró.”

Shanara asintió, procesando en silencio.

“Eso explica las heridas internas, los músculos desgarrados. El dolor de espalda, la hinchazón. No ha cerrado del todo, pero el cuerpo es fuerte… y quiere seguir luchando. Aunque no debería tener que hacerlo tan pronto.”

Daemon alzó la mirada, duro.

“No la perderé. Ya estuvo al borde. No volverá ahí… no sabíamos cuánto tiempo había pasado, ella creyó que era suficiente… solo tuvimos sexo una vez desde…”

Shanara asintió una vez más, con respeto.

“Entonces será nuestra tarea, Príncipe… mantenerla lejos de ese borde.”

Shanara regresó al aposento y encontró a la Princesa intentando tomar la taza con la infusión de jengibre, limón y miel.

Cuando se acercó con el cuenco humeante de pescado cocido, la reacción fue inmediata.

Rhaenyra apartó el rostro.

“No.” Su voz fue baja, pero firme. “No puedo. No más pescado.”

Shanara comprendió al instante. Observó la rigidez en sus hombros, la sombra en sus ojos.

Habían sobrevivido lunas enteras alimentándose solo de eso. El sabor debía recordarle el encierro, el miedo, la sangre.

“Retírenlo,” dijo con voz tranquila, dirigiéndose a una de las jóvenes aprendices junto a la puerta. “Traigan caldo de gallina. Solo carne blanca, sin grasa. Hierbas suaves. Nada más, lo mismo para el Príncipe.”

La doncella asintió y desapareció con la bandeja.

Rhaenyra suspiró, aliviada, recostándose con los ojos cerrados. El vapor de la infusión aún le acariciaba la nariz, y sus dedos temblaban levemente.

Shanara se sentó a su lado y tocó su muñeca, revisando el pulso con cuidado.

Fue entonces que la Princesa habló, sin abrir los ojos:

“Revíselo también a él.”

Shanara parpadeó, sorprendida.

“¿Alteza?”

Rhaenyra alzó apenas la mano y rozó la de Daemon, que no se había movido de su sitio.

“Él… también lo vivió. Cargó a los tres. Voló. Luchó. No ha dormido. No ha comido. No se ha revisado. Y no me dejará tranquila hasta que esté segura de que él también está bien.”

Daemon frunció el ceño. “Estoy bien.”

Shanara no discutió. Se levantó y se colocó frente a él.

“Entonces no le molestará que lo confirme con mis propias manos, mi Principe.”

Daemon la miró un momento, casi divertido. Luego, como resignado, extendió los brazos.

“Adelante. Pero le advierto que me duele hasta el alma.”

Shanara revisó primero las articulaciones: hombros, brazos, manos.

Luego las palmas. Callos recientes, cortadas leves.

Se arrodilló para examinar sus piernas y notó una torcedura leve en el tobillo izquierdo. Un hematoma oculto en el costado, a la altura de las costillas.

“Moretones antiguos,” dijo con tono neutro. “Cicatrizan bien. Pero necesita descansar. Dos noches enteras, al menos. Y comer. Usted tampoco está en condiciones.”

“Dormiré cuando ella lo haga,” respondió Daemon, mirando a su esposa.

Rhaenyra entreabrió los ojos y murmuró, sin mirarlo:

“Entonces duerme conmigo esta noche. Sin moverte. Sin velas. Sin mapas. Solo nosotros… y los niños.”

Shanara sonrió con suavidad.

Shanara no se alejó esa noche.

Ni siquiera cuando la Princesa finalmente cerró los ojos y los niños dormían profundamente. Permaneció sentada en una silla cerca del fuego, atenta, vigilante.

Al amanecer, cuando Rhaenyra intentó incorporarse para alimentar a los gemelos, Shanara intervino con firmeza.

“Alteza, perdóneme… pero debe considerar aceptar una nodriza. Al menos por las noches. No puede seguir así.”

Rhaenyra la miró, exhausta, el cabello desordenado y el cuerpo cubierto por mantas suaves. El instinto la empujaba a tener a sus hijos cerca, a sostenerlos con sus propios brazos. Pero el temblor en sus dedos y la opresión en su vientre la traicionaban.

“No quiero,” murmuró. “No ahora. No tan pronto. Acaban de salir de mí…”

“Lo sé,” dijo Shanara suavemente. “Y es un gesto noble… pero no hacerlo podría poner en riesgo el nuevo embarazo.”

Daemon, que escuchaba a su lado, alzó la cabeza.

Rhaenyra bajó la mirada.

El silencio se prolongó unos segundos.

Finalmente, la Princesa asintió, con resignación.

“Entonces, solo por las noches. Una que sea joven, pero limpia. Que no haya tenido complicaciones… Quiero verla yo misma.”

“Como ordene, Alteza.”

Shanara dudó un instante más. Luego añadió:

“Y… una última cosa. Sobre su descanso. No deben… copular. No hasta que su cuerpo esté completamente sano.”

Rhaenyra arqueó una ceja, apenas divertida, pero no respondió.

Daemon, en cambio, desvió la mirada al suelo.

“Se que ya tuvieron intimidad una vez… pero aún no ha sanado del todo y… se que creyeron que ya había pasado suficiente tiempo, pero no lo creo.”

Rhaenyra se mantuvo en silencio. Daemon apretó los dientes.

“No fue intencional,” dijo él. “No… sabía cuánto daño había todavía. No quise lastimarla.”

Shanara suspiró.

“No la lastimó, mi Príncipe. Pero pudo haberlo hecho. A veces el deseo y el amor no son suficientes. Hay que saber esperar.”

“Lo sabemos,” dijo con voz ronca. “Perdimos la noción del tiempo allá abajo. Todo se sentía... diferente.”

“Y por ello insisto en que esperen más tiempo, unas cuantas semanas… solo por precaución.”

Daemon no respondió.

Solo se acercó más a Rhaenyra, tomando con cuidado la mano de su esposa.

Rhaenyra, con los ojos cerrados, entrelazó sus dedos con los suyos.

“Esperaremos,” dijo ella. “No quiero arriesgar a Visenya.”

Daemon cerró los ojos, exhalando con el ceño fruncido.

“Lo siento,” murmuró.

La Princesa apretó suavemente su mano.

“Daemon,” dijo, girando apenas el rostro hacia él. “Jamás me forzaste. Fue mi decisión también. En ese lugar… solo teníamos uno al otro. Y no me arrepiento.”

Él volvió a mirarla, con un nudo en la garganta que no se atrevía a romper.

Shanara dio un paso atrás. Salió sin añadir nada más.

El silencio en la habitación era distinto ahora. Más tranquilo. Como si se hubiesen reencontrado de nuevo, no con el deseo, sino con la certeza del cuidado mutuo.

Rhaenyra se acomodó con esfuerzo, el niño aún dormido sobre su pecho.

“Estamos vivos,” susurró.

Daemon la besó en la frente, con reverencia.

“Y juntos.”

La luz del mediodía entraba cálida por los ventanales altos del palacio, filtrada por cortinas claras que danzaban con la brisa marina. El aire olía a madera nueva, piedra tibia y a leche templada. Por primera vez en muchas lunas, todo estaba en calma.

Rhaenyra se encontraba recostada en un diván de cojines suaves, envuelta en una túnica de lino claro. Su cabello, recién cepillado por Anya, caía como plata líquida sobre sus hombros. En su regazo dormía Aemmon, diminuto, con sus puños apretados con fuerza. A su lado, en una cunita tallada por artesanos traídos desde Pentos para la construcción del palacio, descansaba Viserys, más robusto y sereno, con el ceño igual al de su padre.

A pocos pasos de ellos, en el suelo cubierto por pieles, dos dragones recién nacidos dormían enroscados, sus cuerpos aún frágiles, las alas temblorosas bajo el sopor. Uno tenía el dorso más claro, casi marfil; el otro, escamas oscuras con vetas doradas. Pequeños, pero vivos. Hermanos en nacimiento. Hijos del fuego.

Y frente a ellos, tambaleante pero decidido, Aegon dio un paso.

Sin ayuda.

Rhaenyra lo vio con el corazón latiéndole en la garganta. El niño avanzó con los brazos alzados, el cabello blanco enmarañado, los pies descalzos golpeando torpes sobre la alfombra. Dio otro paso. Luego otro. Y se detuvo justo frente a los dragones, que emitieron un bufido suave, reconociéndolo.

Aegon rió.

Una risa clara. Libre.

Rhaenyra dejó escapar el aire como si no supiera que lo había contenido. Sus ojos se llenaron de lágrimas sin amargura. Lágrimas suaves. Lágrimas de vida.

Daemon, de pie detrás de ella, con la espalda apoyada contra una columna, no dijo nada al principio. Solo la observó.

La forma en que su cuerpo, aún frágil, parecía irradiar fuerza.

La manera en que sus manos envolvían a su hijo con ternura feroz.

El brillo en sus ojos mientras veía al mayor de sus hijos caminar por sí solo, por primera vez  en su hogar.

Se acercó en silencio. Se sentó junto a ella, una rodilla en el suelo, y besó el dorso de su mano.

“¿Qué haría yo sin ti?” murmuró.

Rhaenyra sonrió, sin mirar hacia él. Su voz fue apenas un suspiro.

“Este mundo me ha intentado apagar tantas veces… y aún así sigo aquí.”

Daemon apoyó la frente en su vientre, donde una nueva vida comenzaba a crecer en silencio.

“No porque el mundo te haya perdonado,” susurró. “Sino porque tú lo dominas.”

Ella soltó una risa suave. Y por primera vez, en mucho tiempo, se permitió cerrar los ojos sin miedo.

Solo la risa de su hijo.

El calor de su esposo.

El aliento suave de los dragones durmiendo.

Y por fin… la sensación de que podía respirar.

Su segundo día de regreso y Aegon estaba decidido a mostrarles a todos lo que había aprendido en Valyria: a caminar solo aunque aún con pasos tambaleantes.

El sol del verano acariciaba las paredes del palacio con una tibieza amable. Las flores en los patios comenzaban a abrirse, como si la isla respondiera al regreso de su señora con un suspiro de alivio.

Shanara apareció en los aposentos sin anunciarse. Llevaba la túnica recogida y las manos limpias, con la compostura serena de quien ha tomado una decisión importante.

Tras ella, una mujer joven, de rostro claro y brazos fuertes, bajó la cabeza con respeto.

Rhaenyra, sentada en un sillón junto a la cuna doble, observó la escena con suspicacia. El cabello aún recogido en una trenza floja, la túnica de lino marcando su delgadez, pero el fuego en sus ojos tan presente como siempre.

“¿Quién es?” preguntó, sin dureza, pero con firmeza.

Shanara inclinó levemente la cabeza.

“Alteza… esta es Naeva. Esposa de uno de los soldados que sirven en la guardia de la torre sur. Dio a luz a su hija hace tres lunas. La he examinado personalmente. No tiene fiebre, ni infección. Está fuerte, y la niña que amamanta también lo está.”

Rhaenyra miró a la mujer. Tenía los ojos bajos, las manos unidas al frente, el cuerpo recto y la expresión tensa. No de miedo, sino de reverencia.

“¿Y por qué me la traes, Shanara?”

“Porque no ha llamado a ninguna nodriza, Princesa, regresó hace una semana. Y sus manos tiemblan cuando sostiene a los gemelos por más de una hora. Su espalda se tensa por la noche. Y su cuerpo aún no ha sanado del todo.” La sanadora dio un paso al frente. “No es una sugerencia, Alteza. Es una preocupación.”

Rhaenyra no respondió de inmediato. Bajó la mirada hacia los niños que dormían tranquilos, uno en cada brazo, como si hubieran nacido sabiendo que el otro existía.

Por fin, habló con voz queda:

“¿Ella acepta este deber?”

Naeva alzó la mirada, sorprendida.

“Sí, mi Princesa. Es un honor. Y una bendición.”

Rhaenyra asintió una sola vez. La garganta apretada. No era fácil entregar a sus hijos, ni siquiera por un instante. Pero sabía cuándo una batalla se gana no con resistencia… sino con confianza.

“Entonces… que se encargue de ellos por las noches. Sólo por las noches. Y si cualquiera de ellos llora… me llaman. No importa la hora.”

“Así será,” dijo Shanara, aliviada.

Naeva se inclinó con gratitud, sin palabras. Y Rhaenyra, al observarla acariciar la cabeza de uno de los gemelos con dedos suaves y sabios, permitió que su pecho se aflojara un poco.

Solo un poco.

Daemon, desde el umbral, lo vio todo sin intervenir.

Pero más tarde, cuando la habitación se quedó en silencio, le besó la frente a su esposa y susurró:

“Cuidar no es rendirse, Rhaenyra. Es saber cuándo descansar… para volver a pelear.”

El mensajero esperaba de pie, con la capa aún manchada de sal y polvo del viaje. El joven soldado no tendría más de veinte años, pero la carta sellada con cera negra que entregó a Daemon pesaba como plomo.

La letra era de Brienne.

Daemon leyó en silencio, su rostro inmóvil salvo por la tensión creciente en su mandíbula. Cuando terminó, dobló el pergamino con lentitud y alzó la vista hacia el muchacho.

“Dime lo que no está escrito.”

El soldado tragó saliva.

“Mi señor… Volantis está al borde del colapso. El puerto norte ha caído. Las casas menores discuten entre sí. El general de las Puertas del Este se niega a enviar refuerzos. Dicen que su lealtad… está en duda.”

Daemon cerró los ojos por un instante.

“¿Y Laenor?”

“Hace lo que puede. Tiene todo dentro del muro negro bajo su mando y parte del puerto viejo, pero sus fuerzas están divididas. Algunos capitanes no confían en él.”

“¿Y Brienne?”

“Ha permanecido cerca de su hijo. Escribe con miedo… pero aún no ha huido.”

Daemon asintió.

“Buen chico.” Le arrojó una pequeña bolsa con monedas. “Come, báñate. Luego regresa al puerto. Te llamaré si te necesito.”

El joven se inclinó, aliviado, y se retiró.

Daemon no tardó en entrar en los aposentos de la torre alta. Rhaenyra estaba sentada junto al fuego, vestida con una túnica de lana fina, sosteniendo una copa de leche caliente. Su expresión era más serena que en días pasados… pero su piel seguía pálida, y su cuerpo, delgado como un ala de sombra.

Él no lo dudó.

“Debo irme. Volantis no puede caer.”

Ella lo miró, sin sorpresa.

“¿Cuánto tiempo tardaras?”

“Si vuelo con Caraxes, cuatro días. Quizá tres, si las corrientes de aire son buenas. No puedo llevarte. No ahora.”

Rhaenyra bajó la vista, sus dedos temblando levemente alrededor de la copa.

“Lo sé. No podría siquiera montar a Syrax si lo intentara, siento que apenas comienzo a recuperar mi fuerza… no me había dado cuenta de cuanto me afecto todo.”

Daemon se acercó y se arrodilló frente a ella.

“No me gusta dejarte. No ahora. Pero si perdemos Volantis, perderemos toda la red del este. Y Laenor… no es lo bastante fuerte. Nunca lo fue, pero no ha terminado de ser útil para nosotros.”

“Ni lo será,” murmuró ella.

Daemon apoyó su frente contra la de ella.

“Dime cómo quieres hacerlo.”

Rhaenyra cerró los ojos un momento, procesando. Luego habló, con calma de estratega.

“Vuela solo. Si aún conserva aliados, úsalos. Refuerza la muralla de noche. Y…”

Se interrumpió, tragando su orgullo.

“Protege a Laenor. Es útil. Por ahora, pero es hora de que sea castigado por su debilidad. Esta es su última oportunidad, si Volantis es incontrolable para él, necesitaremos cambiar de estrategia.”

Daemon asintió.

“Volaré con Caraxes,” dijo él con voz grave. “No me quedaré en Volantis. Solo me mostraré.”

Ella lo miró con un brillo de alarma en los ojos.

“¿Mostrarte?”

Daemon asintió.

“Como lo que soy: un Targaryen. Un jinete. Un conquistador. Si alguien levanta su espada contra mí, arderá. No iré a negociar. No iré a suplicar. Iré a recordarles que no estoy muerto. Que seguimos aquí. No creo que haga falta mucho, fue el rumor de nuestra muerte lo que descontroló todo, una vez que se confirme que seguimos vivos…”

Rhaenyra desvió la mirada. La mano sobre su vientre se tensó.

“No quiero que vayas,” murmuró. “Que pierdan Volantis, si quieren. Ya no me importa.”

Daemon la miró con intensidad. Su voz bajó, pero ganó peso.

“Sí te importa. No por Laenor. Ni siquiera por Brienne. Sino por lo que significa.”

Ella no respondió.

Él continuó:

“Perder Volantis ahora sería como entregar el Trono de Hierro en bandeja de plata a los Hightower. Sería admitir que no podemos gobernar. Que no sabemos sostener un bastión. Y yo no permitiré que eso ocurra.”

Rhaenyra lo miró, furiosa… no con él, sino con el mundo que les exigía tanto.

Daemon tomó su mano con fuerza.

“Yo soy tu espada. Tu escudo. No nací para gobernar desde un trono, sino para asegurar que tú llegues al tuyo.”

Rhaenyra tragó saliva, sintiendo que su pecho ardía de frustración.

Daemon la besó en la frente.

Ella cerró los ojos un instante.

Y cuando volvió a abrirlos, era una reina otra vez.

“Dales miedo, entonces,” susurró. “Que sepan que la sangre de los dragones no se derrama en silencio. Hazles temblar. Y cuando regreses… volveremos a construir.”

Caraxes surcó los cielos como una sombra roja bajo la luna llena.

El viento parecía empujar con más fuerza de lo habitual, como si el aire mismo quisiera despejarle el camino. Volantis quedaba más cerca de lo que recordaba. Lo que solía tomar casi dos días de vuelo, esa vez lo llevó una sola noche.

Y Daemon, aferrado a la silla de montar, el rostro cubierto por la brisa helada del cielo abierto, comenzó a sospechar.

Había algo diferente.

El templo había cambiado algo en él. O el mundo mismo había comenzado a inclinarse a su favor.

No dijo palabra, pero dentro de sí sintió una certeza: la diosa lo había tocado de más formas de las que se daba cuenta.

Desde lo alto, Volantis ardía.

No en llamas visibles aún, pero en tensión acumulada. En caos contenido. Como una caldera a punto de romperse.

Caraxes volaba en círculos lentos sobre las murallas, y Daemon, montado firme, observaba todo con la mirada de un cazador. El rugido del dragón era la única advertencia que necesitaba.

La ciudad estaba siendo devorada desde tres frentes.

Al norte, en las tierras más allá del mercado de los elefantes, jinetes se agrupaban como manchas oscuras en la tierra. No llevaban estandartes, solo velocidad y furia. Dothraki. Probablemente una khalasar menor, pero lo suficientemente grande para saquear sin piedad. Estaban esperando. Observando. Probando las defensas.

Desde el oeste, frente al mar del Verano, las velas blancas y doradas eran inconfundibles: barcos de Lys. Mercenarios de rostro bien pagado y puñales perfumados. El puerto sur ya mostraba signos de daño. Un almacén derrumbado. Barcos volteados. Humo en el horizonte.

Desde el este, en el delta del Rhoyne, Daemon avistó embarcaciones de diseño estrecho y velas triangulares. Barcos bajos, veloces. De Meereen. Probablemente no una fuerza oficial, pero sí corsarios contratados o piratas bajo órdenes encubiertas.

Volantis parecía indefensa.

Una ciudad rica. Dividida. Con el rumor de su reina muerta y su Príncipe desaparecido. Una presa dorada que olía a desorden… y a oportunidad.

Daemon apretó la mandíbula.

Ahora lo entendía todo.

Ninguno de estos ataques era una guerra declarada. No todavía. Eran tiburones oliendo sangre en el agua. Todos lanzándose a morder antes de que otro lo hiciera primero.

“Cobardes…” murmuró entre dientes.

Caraxes exhaló vapor caliente por las fauces.

Y Daemon sonrió.

“Bien.”

Extendió la mano, acariciando la escama áspera de su cuello.

“Entonces que el mundo vea lo que ocurre cuando muerden donde aún hay fuego.”

Y con un tirón de las riendas, inició el descenso.

El rugido de Caraxes rasgó el amanecer.

Daemon sobrevolaba el campamento Dothraki sin remordimiento, la capa ondeando como sombra encendida sobre la silla de montar. Debajo, jinetes de trenza larga corrían, gritaban, apuntaban lanzas al cielo sin esperanza.

Ya habían saqueado. Se veían carros con telas, cofres abiertos, barriles robados. Muchos de ellos aún festejaban, confiados en que Volantis estaba rota, que nadie vendría desde el cielo.

Estaban equivocados.

“Que esto les enseñe a temer las sombras aladas…” murmuró Daemon.

Con un solo gesto, Caraxes abrió las fauces.

Fuego.

Fuego líquido, furioso, descendiendo en oleadas. Las tiendas se incendiaron como si estuvieran cubiertas en aceite. Los caballos chillaron. Los hombres huyeron en estampida. Algunos cayeron sin grito siquiera, consumidos en un segundo.

Daemon no perdonó.

Giró dos veces más, asegurándose de quemar los carros, los arsenales improvisados, cualquier cosa que pudiera servirles para reagruparse.

Dejó viva la parte más externa del campamento, una elección calculada: que aquellos que escaparan corrieran a contar lo ocurrido. Que dijeran su nombre.

“Diles que Daemon Targaryen ha vuelto,” masculló entre dientes. “Y que hay fuego en su aliento.”

Cuando regresó a Volantis, sobrevolando el puente del Rhoyne hacia las murallas negras, ya el humo del campamento seguía elevándose al norte.

Caraxes descendió sin resistencia.

Pero lo que encontró abajo no era orden.

Era caos.

Dentro del anillo interno de la ciudad, en las viejas mansiones cercanas al mercado del oro, su pequeño ejército estaba diezmado. Espadas quebradas en el suelo. Estandartes caídos. Escudos de Volantis partidos. Cadáveres cubiertos por sábanas apresuradas.

Los heridos llenaban los patios. Gemían bajo vendajes improvisados. Nadie daba órdenes. Algunos soldados leales corrían sin saber a quién seguir. Los altos muros los habían contenido… pero no protegido.

Cuando Caraxes descendió en la plaza central del puerto de Volantis, el caos fue inmediato.

Daemon desmontó sin esperar.

Los tambores de alarma no sonaron.

Nadie había tenido tiempo.

La ciudad creyó ver un espectro.

Hombres y mujeres corrieron. Algunos se arrodillaron. Otros cayeron de espaldas. Muchos se quedaron inmóviles, como si un muerto hubiera regresado a la vida.

Daemon desmontó con lentitud, la capa agitándose como una ala negra bajo las antorchas. El silencio cayó como una losa pesada.

Sin mirar a nadie, sin una sola palabra de presentación, se agachó.

Tocó el suelo de piedra oscura, agrietado por semanas de tensión, de sangre y traición.

Cerró la mano en un puño, levantó la tierra polvorienta y la dejó caer sobre su propia frente.

Una marca.

Una señal.

“Shrykos,” dijo en voz baja, pero con claridad suficiente para que todos los presentes lo oyeran, “te agradezco el viento que me trajo… y la sombra que me acompaña.”

Y entonces alzó la mirada, girando lentamente sobre sus talones.

“Hoy,” continuó con voz serena, “aquellos que levanten su espada contra mí… morirán.”

Se detuvo un momento. El fuego de las antorchas brillaba en sus ojos.

“Y sus cuerpos… serán tu sacrificio.”

Caraxes, tras él, rugió con un bramido que hizo vibrar las murallas. Las piedras parecieron responderle.

Y Volantis… contuvo el aliento.

Daemon no había venido a parlamentar.

Había venido a recordarle al mundo que los dragones no habían muerto.

El hedor a sangre era reciente.

Un capitán se arrodilló ante él con la cabeza baja, el rostro cubierto de sudor y hollín.

“Mi señor… atacaron al amanecer. Un grupo desde el puerto. No sabíamos si venían de Lys o Meereen. Entraron por la puerta sur cuando uno de los nuestros los dejó pasar…”

“¿Cómo?”

“El portador de llaves… se vendió. O lo torturaron. No lo sabemos aún.”

Daemon lo apartó con una mano, su mirada como filo desnudo.

Caminó entre los heridos.

Brienne no estaba a la vista. Ni Laenor.

El fuego en su sangre se encendía de nuevo, esta vez más frío.

No solo por la traición.

Sino por la ineptitud.

Volantis no ardía porque sus enemigos fueran fuertes.

Ardía porque sus guardianes habían olvidado cómo rugir.

Daemon subió las escaleras del ala este sin esperar escolta ni anunciarse.

Los sirvientes lo vieron pasar y se apartaron con temor, bajando la cabeza, sabiendo bien que ese paso rápido y seco no traía buenas intenciones.

Las puertas estaban entreabiertas.

El hedor a sudor, hierro seco y aceite medicinal salía como una nube amarga.

Daemon empujó con la mano abierta y entró.

Laenor estaba allí.

Sentado junto a un lecho amplio, el rostro cubierto de ojeras, la ropa aún sucia de sangre ,ajena y propia, con una venda en el brazo izquierdo y otra en la frente. Su mano derecha sostenía con fuerza el brazo de Ser Joffrey Lonmouth, acostado entre cojines desordenados, el torso vendado con torpeza. El caballero respiraba con dificultad, jadeos bajos como garras arrastrándose por piedra.

Laenor se giró al oír la puerta… y palideció al verlo.

“Daemon…” susurró, como si su mente se negara a creer lo que veían sus ojos. “Estás muerto.”

Daemon lo miró con una ceja apenas alzada. Luego cerró la puerta tras de sí, con lentitud.

“No. Pero si tú sigues jugando a la guerra como si fuera un torneo… pronto todos lo estarán.”

Laenor se levantó de golpe, tambaleándose. El miedo, la sorpresa y el dolor le revolvían el rostro.

“¿Cómo…? Nadie sabía… Rhaenyra… ¿está viva?”

Daemon no respondió. Caminó hacia él con pasos medidos, el manto aún manchado por la ceniza del campamento Dothraki.

“¿Esta es la habitación desde donde has dirigido la defensa de Volantis?” preguntó con voz seca.

Laenor apretó los labios. “Joffrey fue herido defendiendo la puerta sur. Casi muere. Yo…”

“¿Y tú qué hiciste? ¿Lloraste?”

“¡Luché!” gritó Laenor, con la voz quebrada. “Estaba con él. Peleamos juntos. Resistimos… hasta que nos superaron.”

Daemon se detuvo frente a él.

Laenor temblaba.

“Y mientras tú ‘resistías’ en los brazos de tu amante, mis soldados morían sin mando. Volantis ardía. Traidores abrían puertas. Y noble menor se preguntaba si debía jurar lealtad… o simplemente marchar sobre la ciudadela.”

“¿Crees que no lo sé?” murmuró Laenor, con los ojos vidriosos. “¡No pedí este peso, Daemon! No nací para ser general.”

“Y sin embargo lo eres.”

Daemon dio un paso más, obligándolo a retroceder.

“No porque te guste. No porque te convenga. Porque así lo decidió la Princesa. Porque aquí se representa su voluntad. Su corona. Y si tú la haces ver débil, yo mismo te sacaré de estas murallas y le pondré fuego a todo antes de permitir que su nombre se arrastre.”

El silencio que siguió fue brutal.

Joffrey gimió, apenas consciente.

Laenor bajó la cabeza. Por fin.

Y Daemon, sin más, se giró hacia la puerta.

“Ve a lavarte. Cura tus heridas. Y al amanecer, ponte la armadura. No para defenderte. Para defender su reino.”

Y sin mirar atrás, salió como una tormenta contenida.

Después de dejar atrás las murallas negras y silenciar el caos en el cuartel, Daemon descendió por los corredores internos del bastión oriental, donde se resguardaban los heridos y las mujeres del servicio.

No tardó en encontrar la sala de descanso reconvertida en dormitorio.

La puerta estaba entreabierta. Dentro, Brienne estaba sentada en el suelo, con el cabello recogido y el rostro marcado por el cansancio, sosteniendo al pequeño Joffrey en brazos, que dormía con el puño cerrado sobre un jirón de tela.

A su alrededor, cuatro sirvientas, todas conocidas del servicio de Rhaenyra, atendían a otros niños pequeños y preparaban vendas, infusiones y ropas limpias. El ambiente era de cuidado, no de miedo. Silencioso, contenido. Como un refugio improvisado en mitad de una tormenta.

Daemon golpeó el marco con los nudillos.

Brienne levantó la vista… y se congeló.

“Mi Principe.” murmuró, sin aliento.

Se puso de pie con lentitud, sin soltar al niño, sus ojos fijos en él como si no pudiera creerlo.

Daemon dio un paso al interior.

“Estás viva.”

“Y usted también.” Una lágrima silenciosa descendió por su mejilla. “Por los dioses…”

Daemon se detuvo frente a ella y bajó la vista hacia el pequeño, dormido con la cabeza apoyada en su madre.

“Cuéntamelo todo.”

Brienne inspiró hondo.

“Intentamos llegar al punto acordado, cerca del mar Humeante. El lugar donde debíamos esperarlos… con víveres, mapas, los textos. Pero cuando cruzamos el canal, el casco del barco comenzó a partirse. Hubo tormenta, viento, no pudimos mantener el rumbo. Desviamos al oeste… y desembarcamos en Volantis.”

Daemon frunció el ceño. “¿Por qué no intentaron volver?”

Brienne bajó la mirada al niño en sus brazos.

“Porque en el camino nos atacaron. Barcos de la Bahía de Esclavos. Corsarios. No sabemos si eran de Meereen o solo ladrones con banderas falsas. Nos persiguieron por horas. Laenor nos salvó. Nos trajo a tierra. Nos dio un cuartel. Joffrey tenía fiebre. Yo… no podía volver al mar.”

Daemon no dijo nada. Solo la escuchaba.

Brienne continuó:

“Al principio, se creyó que ustedes estaban aún en la isla. Que solo esperaban el clima o algo. Pero luego… cuando el año nuevo llegó… y no hubo señales…”

Su voz se quebró.

“…el rumor de que habían volado a Valyria. Y que no regresaron….”

Daemon cerró los ojos, sin hablar.

“El rumor se esparció como fuego en trigo seco,” susurró Brienne. “Y lo que alguna vez fue respeto, se convirtió en miedo. Y luego, en codicia. Volantis parecía sin cabeza. Y todos pensaron… que podían quedarse con lo que quisieran.”

Daemon la miró entonces, con una mezcla de respeto y dureza.

“Y tú… seguiste aquí.”

Brienne alzó la barbilla.

“No creí que hubiesen muerto, no perdí la esperanza…”

Daemon la miró un largo momento. Luego asintió, en silencio.

“Has hecho más de lo que muchos con títulos y espadas.”

Brienne tembló, conteniendo el llanto, y abrazó a su hijo con más fuerza.

“Y ahora que ha vuelto… volverán a temerlos.”

Daemon sonrió apenas. No una sonrisa alegre.

Una de esas que prometen fuego.

“Sí. Y quemaremos a los que pensaron que podían robar.”

Brienne acomodó a su hijo sobre una manta, con la delicadeza de una madre que ha aprendido a ser fuerte por necesidad, no por elección.

Daemon aún permanecía en la habitación, observándola con una mezcla de respeto y gravedad. Fue entonces cuando ella añadió, como si esa verdad le hubiese pesado demasiado tiempo en el pecho:

“El Príncipe Laenor intentó llevarme a Driftmark. Más de una vez.”

Daemon giró el rostro hacia ella.

“¿Cuándo?”

“Desde que llegamos. La primera semana, luego otra vez cuando comenzaron los rumores. Insistía en que estaría más segura allá. Que mi hijo no tenía por qué vivir en una ciudad al borde de la guerra.”

Daemon entrecerró los ojos.

“¿Y por qué no lo hiciste?”

Brienne sostuvo su mirada.

“Porque mi deber no está en Driftmark. Y mi lugar no está en la sombra de su madre.”

Daemon asintió lentamente, sin decir palabra. Y entonces, sin necesidad de otra despedida, dio media vuelta y salió del cuarto.

Esa misma tarde, convocó a los capitanes y generales en el salón de piedra del bastión interior.

El ambiente estaba cargado. Algunos aún se recuperaban de heridas recientes. Otros mostraban en los ojos el cansancio de semanas sin mando firme. Pero todos se pusieron de pie en cuanto Daemon entró, envuelto en capa negra y sin casco, como si no necesitara más protección que su propio nombre.

“Quiero un informe,” dijo, sin rodeos.

Uno de los comandantes, un hombre curtido de rostro duro y brazo en cabestrillo, se adelantó.

“Desde el primer día del nuevo año, mi señor… no hemos tenido descanso. Un asalto por semana, al menos. A veces dos. Flotas pequeñas. Ataques de escaramuza. Pero constantes. Nunca suficientes para aplastar… pero suficientes para desgastarnos.”

“¿Cuántos hombres hemos perdido?”

“No puedo dar un número exacto, no con este caos, pero al menos doscientos. Y un tercio de los barcos.”

Daemon asintió, sin emoción.

“¿Y el dragón de Laenor?”

El silencio en la sala se volvió espeso.

Otro oficial, más joven, habló tras una pausa:

“Está bien. Vivo. Pero apenas se le ve.”

Daemon se giró con lentitud.

“¿Cómo dices?”

“El Príncipe Laenor prefiere combatir por mar. O desde tierra. Toma su espada, se lanza al frente. Es valiente… pero poco práctico. Su dragón solo aparece cuando todo está a punto de perderse. Cuando no hay otra opción.”

Daemon se pasó una mano por el rostro.

“Así que solo llama al fuego… cuando ya está rodeado por cenizas.”

Nadie respondió.

Daemon se volvió hacia los mapas.

“Eso se acabó.”

Colocó ambas manos sobre el tablero.

“Vamos a redibujar estas murallas. Fortificaremos el puerto con defensas de aire. Yo volaré. Ustedes recuperarán las puertas y las torres. El dragón de Laenor será sacado de donde lo tenga encadenado por miedo o inutilidad. O todos verán que ni siquiera su bestia lo reconoce como líder.”

El silencio fue absoluto.

Daemon dejó que sus palabras calaran.

“Si espera a usar fuego solo cuando todo está perdido, entonces no es un jinete. Es un espectador. Y nosotros no peleamos con espectadores.”

Al amanecer, Volantis volvió a temblar.

Caraxes cruzó el cielo con un rugido que sacudió las aguas del Rhoyne. Daemon montaba erguido, la capa ondeando como sombra viva, los ojos clavados en el horizonte. No venía a parlamentar.

Venía a marcar territorio.

Uno por uno, los barcos sin estandarte Targaryen fueron consumidos.

Barcazas de Lys ancladas en el borde occidental del puerto: ardieron.

Naves estrechas con banderas falsas de comerciantes: ardieron.

Dos barcos de Meereen, aún cargando armamento en los muelles del este, apenas tuvieron tiempo de huir antes de ser engullidos por el fuego.

Daemon no dio advertencias.

Las únicas velas que quedaron intactas fueron aquellas marcadas con el emblema de la Casa Targaryen o de los fieles leales a Rhaenyra.

El mensaje era claro: Volantis no estaba huérfana. Y su guardián tenía alas y fuego.

Caraxes descendió como una tormenta escarlata sobre el bastión, su rugido haciendo temblar ventanas y corazones. Las aguas del puerto aún humeaban tras los incendios, y Volantis, por primera vez en semanas, volvía a guardar silencio.

Daemon desmontó con rapidez. No se quitó la capa, no saludó a nadie. Apenas aterrizó, buscó con la mirada al primer soldado disponible.

“Trae a Brienne Velaryon,” ordenó. “De inmediato.”

El hombre asintió y corrió hacia los corredores del ala sur.

Daemon esperó de pie, mirando la ciudad como si pudiera controlarla con la mirada. Minutos después, Brienne apareció en la entrada, aún con la armadura incompleta, el cabello recogido con apresuramiento, y el rostro cubierto por el cansancio.

Se detuvo al verlo.

Él habló sin rodeos.

“Te vas conmigo. Al amanecer. El barco zarpa hacia la isla.”

Brienne no lo dudó.

“Gracias, mi señor.”

Daemon ladeó la cabeza.

“No pienso dejarte aquí a pudrirte mientras otros se ocultan detrás de muros.”

Brienne alzó la barbilla.

“Y yo no quiero quedarme un solo día más. Mi lugar está con la Princesa.”

Daemon asintió una sola vez.

“Prepara lo necesario. Y organiza para que Joffrey Lonmouth también vaya en el barco, no se quedará aquí.”

“Lo haré.”

Sin más, Brienne giró sobre los talones, decidida.

Daemon volvió a mirar el cielo.

Al día siguiente, Volantis quedaría firme.

Y él regresaría a la isla… con quienes aún sabían a quién servían.

El puerto se preparaba para la partida.

La tripulación organizaba baúles, arcones, toneles con provisiones. Las sanadoras habían instalado una litera para Ser Joffrey en el interior del barco, protegida con telas húmedas para controlar la fiebre. Brienne supervisaba en silencio, el niño dormido envuelto en una manta junto a ella.

Daemon caminaba hacia el muelle cuando Laenor apareció, sudoroso, la capa torcida, la mirada descompuesta.

“¡No puedes llevártelos!” gritó, avanzando con pasos rápidos, furiosos.

Daemon no se detuvo.

“Daemon… ¡me estás quitando todo! ¡Mi hijo, Joffrey, ella! No tienes ese derecho…”

El acero silbó.

Daemon giró con un solo movimiento. Desenvainó, bloqueó, y colocó la punta de la hoja contra el cuello de Laenor en tres movimientos secos y perfectos.

Laenor ni siquiera había sacado su espada por completo.

Se quedó helado.

La hoja de Daemon apenas le tocaba la piel, pero su mirada era la que cortaba.

“Tu problema,” dijo Daemon con voz baja, “es que no sabes cuándo pelear… y cuándo proteger.”

Retiró la hoja con lentitud.

“Tu hijo se va conmigo. Ser Joffrey también. Y Brienne… se va porque prefiere servir a alguien que sabe lo que quiere.”

Laenor tragó saliva, humillado, sin palabras.

Daemon volvió a enfundar su espada.

“Si los quieres de vuelta, usa a tu dragón. Limpia esta ciudad. Reúne a los hombres. Quema los estandartes enemigos. Recupera Volantis.”

Dio un paso al frente, hasta quedar a un susurro de su oído.

“Y si no puedes… entonces no los verás jamás.”

Laenor no respondió. Estaba pálido. Las manos temblaban.

Daemon lo miró un instante más. Luego giró y siguió caminando hacia el barco, sin mirar atrás.

El mensaje estaba claro.

No quedaba más espacio para debilidad.

El barco ya se alejaba del puerto, sus velas extendidas bajo el cielo gris del amanecer. Brienne observaba desde cubierta, con el niño envuelto en mantas y Ser Joffrey tendido en una litera, inconsciente pero respirando. A lo lejos, la ciudad despertaba entre ceniza y humo.

El aire era más liviano sobre Volantis.

Las corrientes lo empujaban con decisión, como si incluso los vientos entendieran que Caraxes debía despejar el cielo.

Daemon no miraba hacia abajo. 

El fuego ya había hablado. Los barcos enemigos flotaban como antorchas perdidas. La ciudad sabía que él había regresado.

Y entonces, lo oyó.

El chillido de Seasmoke.

Volteó la cabeza apenas. No necesitaba girar del todo. Ya sabía quién venía.

Laenor.

El batir de alas del dragón blanco lo delataba: rápido, ansioso, joven. No había firmeza en su trayectoria, solo furia mal contenida.

Caraxes lo notó antes que él.

El dragón rojo giró el cuello como si sintiera una piedra pequeña a su espalda. Su gruñido fue bajo, casi molesto. No una amenaza. Una advertencia.

Daemon no ordenó atacar. Ni huir.

Solo giró su montura con un leve tirón.

Y esperó.

Laenor apareció entre las nubes, el rostro pálido, el cuerpo tenso. Sus manos sujetaban las riendas como si fueran su única defensa.

Daemon lo observó sin emoción.

Seasmoke parecía… pequeño. Más de lo que recordaba. No solo en cuerpo, sino en presencia. Una criatura diseñada para deslizarse por el cielo. Rápida, sí. Elegante. Pero sin el peso que marcaba a los verdaderos dragones de guerra.

Caraxes, en cambio, había crecido.

Lo notaba en el ancho del cuello, en la fuerza del batir de alas, en la forma en que el cielo mismo se abría ante él.

Y lo mejor de todo: ya no tenía que dar órdenes. Caraxes sabía.

Daemon no necesitó decir una palabra.

El dragón giró la cabeza hacia Seasmoke.

No rugió. No atacó. Solo lo miró.

Y el joven dragón retrocedió.

Solo un metro. Apenas un movimiento. Pero Daemon lo vio.

Y supo que Laenor también.

Laenor tragó saliva.

Daemon se acercó despacio, volando frente a él. No desenvainó su espada. No lo amenazó.

No era necesario.

Laenor bajó los ojos. El temblor en sus brazos era evidente incluso desde esa distancia.

Daemon lo entendió todo en ese instante.

Ya no hacía falta discutir.

No hacía falta pelear.

Laenor había perdido.

No por fuego.

Ni por sangre.

Si no porque era débil.

Daemon tiró de las riendas. Caraxes rugió, un sonido grave, ancestral, como una grieta en el cielo, y se elevó hacia el este, hacia el horizonte donde el barco lo esperaba.

Detrás, Seasmoke descendía solo.

Y con él, el orgullo roto de un hombre que al fin comprendía su lugar.

La brisa salada del mar golpeaba con suavidad los balcones de piedra blanca del palacio, donde las banderas con el emblema de Rhaenyra colgaban, limpias, firmes. Syrax rugió a la distancia al ver a Caraxes regresar, y los dragones pequeños, cerca de una fuente, alzaron la cabeza como si sintieran que el aire mismo se volvía más denso.

Daemon aterrizó sin ceremonia.

El viaje había sido breve, pero lo que cargaba en el pecho era pesado.

Subió directamente a los aposentos privados. Dos sirvientas se apartaron con reverencia al verlo pasar, y una de ellas corrió a anunciar su llegada.

Rhaenyra lo esperaba sentada, envuelta en una túnica de lino oscuro, los pies cubiertos con una manta. A su lado, uno de los gemelos dormía sobre una almohada, mientras Aegon jugaba en el suelo con figuras talladas en madera.

Ella lo miró… y supo.

No hubo necesidad de preguntas. Solo un susurro:

“¿Volantis?”

Daemon caminó hacia ella y se agachó frente al sillón. Sus ojos, normalmente afilados por la guerra, estaban tranquilos. Pero su voz era dura.

“No podemos confiar en Laenor.”

Rhaenyra frunció el ceño, aunque no parecía sorprendida.

“¿Tan mal?”

“Peor. Es impulsivo. Romántico. Inconstante. Lucha bien… pero no piensa. No dirige. Y lo poco que hace, lo hace por miedo o por rabia.”

Rhaenyra suspiró.

“¿Y Joffrey?”

“Enfermo. Inmóvil. Lo traje conmigo. Brienne también. No podíamos dejarla allá.”

Hubo un silencio breve.

Daemon alzó la mirada.

“Necesitas enviar a alguien más. Un soldado. Uno que cumpla órdenes, no que las discuta.”

“¿A quién propones?”

Daemon no dudó.

“Arlie Ryger. El mejor que tienes. No cuestiona. No vacila. Y no le importa la política, solo el deber.”

Rhaenyra asintió lentamente. Miró al bebé dormido, luego a Aegon, que golpeaba distraído el suelo con una figura de dragón.

“Hazlo.”

Daemon se inclinó y besó su mano con suavidad.

“Esta vez, no mandaremos fuego. Mandaremos acero.” Daemon la miro con sus ojos oscuros llenos de promesas. 

La carta fue enviada esa misma noche, con lo que esperaban fuera un buen sustituto para servir como espía en Driftmark y la orden de que uno de sus mejores soldados regresara a casa.

 

 

Notes:

¿Me extrañaron?

¡Yo sí extrañe publicar!

Se sintió un poco raro, pero estaba demasiado agotada para hacer poco más que tirarme en el piso cada noche y dormir, y ni siquiera me llevé mi computadora o la tablet, así que no tuve ni la opción de distraerme (que si lo hago mi mamá me da un sape).

Aún no terminamos, pero lo más importante ya fue enviado a una bodega en lo que hacemos el arreglo de la mudanza final, porque eso de ir de un estado a otro es muy complicado.

Así que no he tenido tiempo de escribir ni una palabra hasta hoy, que regresé a mi casa y me puse a editar el cap.

En cierto modo es un poco de relleno… lo siento… pero si tiene un par de cosillas importantes.

Aún no he tenido la oportunidad de responder sus hermosos comentarios, pero lo hare el domingo que mi cerebro los pueda procesar.

¿Opiniones del capítulo?

He estado viendo lo que se ha descubierto de la tercera temporada de HOD… y estoy muy triste, ¿Daemon con Daeron? ¿Rhaenyra con Helaena? ¿Sunfyre mágicamente vivo? ¿Qué está pasando? … ¿Alguien más tiene miedo de lo que van a hacer, como yo?

Chapter 21: Las cartas perdidas II

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Arlie Ryger

 

La ciudad estaba cubierta por un silencio diferente al de la niebla o la noche. Era el silencio de los que no saben cómo llorar sin romperse. Arlie lo vio en las canastas dejadas junto a los umbrales: hogazas tibias envueltas en paños limpios, jarros de vino cubiertos con tapones de cera, flores de mercado acomodadas con una pulcritud casi devota. 

Habían escrito el nombre de Nevan en tablillas de madera y tiza, y bajo cada nombre se repetía el mismo ruego: que los dioses miraran al hombre que había alimentado a los hambrientos y aliviado a los cansados.

No pudo evitar sorprenderse por el impacto de la muerte de lo que muchos dirían era un simple bardo.

Si había alguien que comprendía que en Nevan no había nada de simple, era él, pero lo impresionó el alcance que tuvo el hombre en la gente común.

Arlie cruzó la plaza con la capucha baja. No se detuvo a rezar. No porque no lo mereciera, sino porque cualquier gesto mal medido podía quebrar la máscara. Sabía que el muerto seguía vivo y que su tumba era, por ahora, una mentira necesaria. Sabía también que el Rey, enceguecido por el dolor, había ordenado la muerte del guardia culpable. Había escuchado el rumor repetido en pasillos y patios: Martyn Florent sería ejecutado por la muerte de Nevan. 

Arlie apretó la mandíbula hasta sentir el latido en las sienes. El Rey lloraba al hombre equivocado. El Reino señalaba al verdugo equivocado. Y todo ello protegía a los dos hombres que él había sacado, a oscuras, de la boca del lobo.

En el puerto, la bruma olía a cuerda mojada y a brea nueva. El bajel para Driftmark esperaba con la impaciencia de los cascos ligeros. Arlie puso un pie en la pasarela cuando la voz rasgó el aire como hierro sobre piedra.

"¡Registro real! ¡Todos quietos! ¡Por orden de Su Majestad se busca a un traidor llamado Florent!"

Los soldados subieron en abanico, golpeando con las vainas de las lanzas los costillares del barco. Uno de ellos se plantó frente a Arlie, midiendo su altura, el calzado de marino, las manos curtidas.

"Nombre. Oficio."

"Arlie Ryger", respondió sin parpadear, "marino contratado. Cubro plaza en cubierta."

"¿Has visto a Florent?"

"He visto hambre, mareas y vigilias largas", dijo Arlie, sin cambiar el tono, "pero no a Florent."

El guardia aspiró hondo, como si pudiera oler la mentira en las telas.

"Si aparece, su cabeza irá a una pica. Palabra del Rey."

"Entonces tendrá que aprender a nadar muy aprisa", replicó Arlie con una sombra de sonrisa que no llegaba a los ojos.

Revolvieron sacos de grano, cajas de salazón y fardos de vela. Un soldado abrió la bodega y su voz llegó hueca desde abajo.

"No hay rastro."

El oficial dudó un latido más y luego chasqueó la lengua.

"Zarpad, pero si ese perro pisa Driftmark antes que nosotros, no habrá rincón que lo salve."

Cuando la vela tragó viento y el muelle comenzó a retroceder como un recuerdo, Arlie apoyó las manos en la borda y dejó escapar el aire despacio. No miró atrás. Los muertos no vuelven la vista, y él debía aprender del papel que ahora jugaba.

El mar se encargó de comerse los días. Unos amaneceres venían con el lomo gris y dócil; otros, con la espuma sucia de corrientes en disputa. En cada escala, Arlie vio el rostro de la mentira repetirse en pregones clavados a la madera: se buscaba a Florent, se lloraba a Nevan. 

Las tabernas decían lo mismo con otras palabras. 

"Dicen que lo degollaron al alba". 

“Dicen que el rey no habló en todo el día". 

"Dicen que el pan dejó de llegar a la puerta de los viejos". 

Arlie escuchó sin corregir a nadie. Sobrevivir al oficio significaba dejar que el mundo tejiera sus propias verdades.

Cuando por fin la silueta de Driftmark se recortó dura y húmeda bajo las nubes, el caos ya había preparado su mesa. Los patios estaban llenos de gente que iba rápido a ninguna parte. En los muelles, los capitanes discutían con manos abiertas y ojos encendidos. En los corredores, las damas hablaban en susurros que se parecían a rezos.

La primera noticia lo encontró en el camino al patio de armas, traída por un muchacho de su tripulación, uno de esos que Arlie había colocado donde los hombres importantes nunca miran.

"Señor", dijo con el respeto torpe de los muy jóvenes, "hay desdicha en la casa. Llegó carta de Braavos. La Señora Laena perdió una criatura."

Arlie no preguntó quién lloraba ni de qué modo. Sabía cómo suenan las madres cuando la vida se les va de los brazos: no suena a nada del mundo. Agradeció con un gesto y siguió andando.

La segunda noticia llegó en un borbotón, antes de que tomara la primera esquina.

"Marilda de Hull", apretó el mismo muchacho, como si llevara fuego en la boca, "la atraparon anoche. Entró a los aposentos de Lord Corlys con un niño en brazos. Le llamó Addam. Dijo que era sangre de Velaryon. La Princesa Rhaenys la mandó a las celdas. A los dos."

Arlie no cambió el paso. Por dentro, sin embargo, apartó piezas y abrió caminos. El nombre de Marilda estaba escrito en las órdenes que la Princesa Rhaenyra le había entregado: encontrarla, encontrar a los hijos que de ella hubiesen nacido, sacarlos de allí si el viento empeoraba. Ahora el viento soplaba de frente y la vela crujía.

"¿En qué ala?", preguntó apenas.

"En las viejas celdas de la torre del oeste", respondió el chico, bajando la voz, "las que lindan con las escaleras de servicio. Las llaves las lleva un guardia llamado Orwyn. Dicen que bebe más de lo que duerme."

"Tráeme esas llaves", dijo Arlie, y el muchacho echó a correr.

La Princesa Rhaenys era inalcanzable en aquel estado. Arlie la vio a la distancia en un patio alto: firme como piedra cortada, pero con los ojos rojos y ojerosos. Dos damas le hablaban, una tercera sostenía un paño perfumado. La palabra perdida salía de los labios de todos como un pez escamoso y resbaladizo. 

El nombre de Lord Corlys viajaba pegado al del bastardo, como si dos astros hubieran decidido chocar encima de la fortaleza.

A partir de ahí, Arlie dejó de ser Arlie. Fue un marino cualquiera que ayudaba a descargar barriles, un hombro más en el tinglado, un oído paciente en los peldaños que suben a las cocinas. Aprendió el nombre de los que barren antes de que cante el primer gallo. 

Pagó una jarra de cerveza a un sargento y escuchó el relato completo de una discusión entre capitanes sobre la vergüenza y la herencia. Sostuvo una escalera para un farolero y, a cambio, supo la hora exacta en que Orwyn se ausentaba para jugar a los dados. Un mozo de escobas le contó, con la mente hecha de rumores, que la Princesa Rhaenys había dicho: "No mancharé mi casa por una lengua suelta". Otro juró haber escuchado: "No será este niño quien parta mi mesa en dos". Las frases cambiaban de boca en boca, pero el sentido era el mismo: la vergüenza había entrado, y aún no tenía puerta por donde salir.

"¿Has visto a la mujer?", preguntó Arlie a un guardia que tenía las manos encallecidas en un modo que hablaba de remos antes que de lanzas.

"He llevado pan a su celda", respondió el hombre, mirando alrededor por costumbre, "y he visto al pequeño. Tiene ojos atentos. No llora como los demás. Es… callado. No sé si eso es bueno."

"Los niños aprenden a callar antes que a hablar cuando el mundo les grita", dijo Arlie, más para sí que para el otro.

El guardia tragó saliva. 

"Dicen que la Princesa Rhaenys busca consejo. Unos piden que se la expulse en un barco sin bandera. Otros piden silencio más hondo aún."

"¿Y tú qué pides?", preguntó Arlie.

"Que no me toque a mí decidirlo", respondió el hombre, con honestidad llanera. “Los ánimos están caldeados, el sobrino del Señor exige ver al bastardo, asegura que sería mejor heredero que Lord Laenor.”

Arlie memorizó su rostro, el desdén en sus palabras le dejó en claro de qué lado estaba.

Gastó la tarde en dibujar la torre en su cabeza: la escalinata de piedra con peldaños hundidos en el centro, la lámpara de aceite que ahumaba el dintel, el resquicio donde la corriente movía el hollín en una sola dirección. 

Cuando por fin avanzó por el pasillo que olía a humedad vieja y sal, lo hizo sin levantar sospecha: llevaba una cesta con paños limpios que había tomado de las manos de una lavandera que prefería subir al sol y no a las sombras.

La primera celda estaba vacía. La segunda, llena de toneles. La tercera tenía una mantita doblada y un cubo. En la cuarta, Arlie se detuvo un instante más de lo prudente. Tras los barrotes, una mujer joven sostenía a un bebé en el regazo. Tenía el pelo pegado a la frente y la mirada fija en un punto que no existía. El niño dormía con la boca entreabierta, una mano aferrada al borde de la tela.

"¿Agua?", preguntó Arlie, con la neutralidad aprendida de quienes sirven sin preguntar.

La mujer levantó los ojos. No había súplica en ellos, tampoco orgullo. Había la certeza de quien no cree ya en nada que no tenga peso en los brazos.

"Si tienes."

Arlie acercó la jarra a través del hueco y ella bebió en dos tragos. Luego humedeció los labios del pequeño con la yema del dedo.

"Se llama Addam", dijo, no como un desafío, sino como quien afirma la única cosa que no le pueden quitar.

Arlie asintió una vez y siguió su camino sin añadir palabra. Giró la esquina y dejó la cesta en un banco. No volvió la vista. Volver la vista es un lujo que no se permite a los hombres que, al caer la noche, se moverán entre las sombras.

Al salir de la torre, el cielo había tomado un color entre violeta y hierro. El patio ardía en discusiones y los muelles en juramentos. La noticia de Braavos había roto a la casa por dentro, y el bastardo de los muelles la había astillado por fuera. Lord Corlys no se mostraba. El nombre de Lord Vaemond corría como aceite por las lenguas de los de arriba y los de abajo.

"Buscan culpables", murmuró el muchacho de su tripulación cuando regresó con la cara de Orwyn dibujada en palabras. "Dicen que alguien permitió el paso. Dicen que alguien no vigiló. Dicen tantas cosas que ya no sé qué dicen."

"Me basta con lo que has dicho tú", respondió Arlie. "Orwyn bebe al anochecer y juega a los dados cerca de la puerta del patio sur. Cuando lo haga, otro llevará sus llaves. Averigua quién. No hoy. No de golpe. Déjales creer que nadie los mira."

El chico tragó saliva.

"¿Y la Princesa Rhaenys?"

"La Princesa Rhaenys tiene más problemas por venir." dijo Arlie, con tono seco. "No iremos a ella. No hoy. No mañana. Nuestro lugar está donde no miran. Tenemos nuestras ordenes, solo nos queda seguirlas."

Bajó la mirada a sus propias manos, ennegrecidas de brea y cuerda. Pensó en la tablilla de madera sobre la que habían escrito el nombre de un hombre que no estaba muerto. Pensó en el Rey, en su dolor torcido en decreto. Pensó en la Princesa Rhaenyra, en la claridad con que le había dicho una sola cosa antes de enviarlo: los bastardos de Corlys Velaryon son una llave, y ella las quería todas.

"Lo haremos", dijo, sin alzar la voz. "Saldremos cuando el caos abra una rendija. No antes.  Solo cuando la isla esté tan ocupada llorando y discutiendo que nadie recuerde contar las llaves."

El muchacho asintió y desapareció entre sombras.

Arlie levantó la vista hacia la torre. La piedra devolvía un frío que no pertenecía a la estación, sino a las decisiones que se toman bajo techo. El mundo se había desordenado en pocos meses, y sin embargo el oficio seguía siendo el mismo: escuchar más de lo que se dice, ver más de lo que se mira, mover una pieza y no dejar huella. Pensó en Marilda, en el modo en que había pronunciado el nombre de su hijo. Pensó en la vela crujiente al despegar de Desembarco y en la pica vacía que los soldados del puerto prometieron llenar.

"Addam", dijo para sí, concentrado en su misión. "Addam, y su madre."

El viento cambió, trayendo del mar un olor a tormenta lejana. Arlie se metió en la corriente del patio como un hombre más y desapareció con ella, contando pasos, rostros y silencios, mientras Driftmark ardía en su propio caos y, en esa hoguera, se abría la pequeña puerta por la que, a su tiempo, saldrían dos vidas.

Arlie había aprendido a caminar en silencio por los pasillos de Driftmark, como si las losas húmedas fuesen parte del mar que lamía la fortaleza. Una tarde, oculto en las sombras del solar, escuchó la voz de la Princesa Rhaenys. Su tono era bajo, pero firme, cargado de una preocupación que no mostraba en público.

“Necesito un maestre confiable”, murmuraba, “alguien que pueda asistir a mi hija en Braavos. La pérdida la ha debilitado más de lo que admite. Si Laena enferma, o si la tristeza se la lleva, no me lo perdonaré jamás.”

El eco de sus palabras resonó en Arlie como un presagio. La Princesa buscaba ayuda para Laena, pero ¿acaso no comprendía que la desconfianza hacia los maestres era un veneno que corroía a todos los Targaryen? Guardó la información con cuidado: cada palabra de la Princesa podía torcer el destino de los Velaryon.

Más tarde, se presentó en los aposentos de Lord Corlys. El olor de hierbas cocidas y ungüentos llenaba el aire. El Señor de las Mareas, antaño imponente, yacía en una cama amplia. Sus piernas eran solo un recuerdo, amputadas por la gangrena, pero su respiración se había vuelto más profunda, más constante. La fiebre había cedido.

Corlys abrió los ojos y, sin reconocerlo, una chispa de antiguo orgullo cruzó su mirada. No necesitó palabras: bastaba verlo aferrarse a la vida para comprender lo que muchos pensaban en voz baja. Arlie se obligó a mantener el semblante sereno, aunque por dentro no pudo evitar el pensamiento mordaz que lo atravesó como un dardo: las malas hierbas nunca mueren .

El deber lo llevó después a un barrio humilde, donde encontró al padre de Marilda de Hull. El hombre, encorvado por los años y la dureza del mar, lo recibió con un brillo desesperado en los ojos.

“Sé a qué vienes, ser”, dijo casi sin fuerzas, “quieres noticias de mi hija… y de mi nieto. La Princesa la tiene encerrada. No sé qué será de ellos.”

“No vengo por chismes, sé lo que ha sucedido, pero es mi deseo ayudarla, ser la madre de un bastardo no debería condenarla a muerte.” 

Ante sus palabras, el semblante del viejo cambió, una chispa de esperanza lo inundó.

“Si de verdad deseas ayudarla… te lo suplico, hazlo. Te juro por mi alma que haré lo que sea, lo que me pidas, si logras salvarlos.”

Arlie asintió en silencio, observando la temblorosa figura del anciano. Tenía órdenes de la Princesa Rhaenyra, y ahora, frente a ese ruego desesperado, entendía que su misión no solo era política. Era un deber humano, casi sagrado.

“Entonces asegura un barco, uno que resista para llegar a Pentos, ahí encontrarán refugio, les daré instrucciones de adónde ir, y un amigo los ayudará, pero me temo que yo no podré ir con ustedes.”

El viejo asintió, no hizo falta más.

El viento del mar azotó su rostro al salir de la choza. Driftmark se desmoronaba en rumores, culpas y lamentos. El aborto de Laena, la vergüenza del bastardo y la lenta resurrección del Señor de las Mareas. En medio de aquel caos, Arlie comprendió que tenía lo que necesitaba: grietas en los muros, huecos en la atención de los poderosos. 

Todo lo que se requería para mover las piezas en silencio.

La luna estaba alta, encajada en un cielo cubierto de nubes que corrían con prisa. Driftmark dormía a medias: en los corredores, algunos guardias discutían entre susurros, conscientes de que la Princesa Rhaenys estaba a punto de dictar sentencia sobre Marilda y el niño. Arlie sabía que no habría más tiempo.

Con pasos medidos descendió hacia la torre oeste. El aire olía a humedad y salitre. Una antorcha se apagaba con cada corriente de viento, dejando sombras temblorosas que parecían moverse por voluntad propia. La celda de Marilda estaba custodiada por dos hombres: uno jugaba con los dados, el otro se recargaba contra la pared, cabeceando de sueño.

Arlie arrojó una pequeña piedra hacia el pasillo opuesto. El sonido metálico al chocar contra un candado bastó para que el guardia soñoliento levantara la cabeza y se alejara a investigar. El otro maldijo, levantándose con pereza.

“¿Otra vez ratas?” masculló, avanzando tras su compañero.

Arlie se deslizó desde las sombras como agua entre las piedras. Sus dedos encontraron la llave en el cinturón del guardia borracho que había visto en días anteriores. La introdujo en la cerradura. El chirrido del hierro le atravesó los nervios como un grito. Dentro, Marilda se levantó de golpe, abrazando al pequeño.

“¿Quién eres?”, susurró con voz ronca.

“Silencio”, advirtió Arlie, abriendo apenas lo suficiente para que pasaran, “vine a sacarte, por orden de la Princesa Rhaenyra.”

Los ojos de Marilda se llenaron de lágrimas que no pudo derramar. Tomó al niño con fuerza y se movió tras él, con pasos rápidos pero silenciosos.

Avanzaron por el pasillo hasta la escalera de servicio. Allí aguardaba el muchacho que Arlie había instruido días atrás, sosteniendo una lámpara apagada. Con un gesto, abrió una puerta lateral que daba al muelle inferior, donde el olor a brea y redes húmedas los envolvió.

Un bote esperaba atado a la madera carcomida. El crujir de los remos contra el agua fue el único sonido que rompió el silencio de la noche. Marilda temblaba, el bebé se agitaba en su regazo, pero ninguno lloró. El muchacho miraba hacia atrás con cada brazada, convencido de que en cualquier momento sonaría un cuerno de alarma.

Pero la alarma nunca llegó. Driftmark quedó atrás, iluminada por antorchas dispersas y un silencio que anunciaba la tormenta que vendría cuando descubrieran la fuga.

El caos se respiraba en cada esquina de Driftmark. Arlie, con el casco bajo el brazo y la lanza al hombro, se mezclaba entre los soldados que corrían de un lado a otro, gritando órdenes confusas. La fuga de la mujer y el bastardo había encendido la furia de la Princesa Rhaenys, y sus voces de mando resonaban aún en los muros como un trueno.

“¡Busquen en cada muelle! ¡En cada choza! ¡En cada rincón de esta isla maldita!”, había rugido poco antes, y los hombres obedecían con el miedo pintado en los ojos.

Arlie fingía formar parte de la búsqueda, aunque en su interior una sonrisa amarga se le dibujaba: el plan había funcionado, y Marilda ya no estaba allí.

Fue entonces cuando un rumor distinto comenzó a recorrer los pasillos. No hablaba de persecuciones ni de castigos, sino de algo inesperado: Lord Corlys había despertado.

Arlie no perdió tiempo. Abandonó la patrulla y se dirigió a los aposentos del Señor de las Mareas. Se abrió paso entre doncellas y criados hasta encontrar un rincón en la galería desde donde podía observar sin ser notado.

Allí estaba: Lord Corlys Velaryon, recostado en una amplia cama, pálido como la sal pero con los ojos abiertos, conscientes, fijos en la figura que se inclinaba junto a él. La Princesa Rhaenys se había sentado a su lado, sus manos sosteniendo las de su esposo.

“Mi señor…”, murmuró ella, y por primera vez en semanas su voz no era un látigo, sino un suspiro. “¿Cómo os sentís?”

“Cansado”, respondió él, la voz áspera como un caracol de mar. “Pero no estoy muerto, Rhaenys… no muerto.”

Arlie observó con atención. No hubo mención alguna a la mujer ni al niño que se habían escapado. Nada de recriminaciones ni ira en esa cámara. Solo la sorpresa y el alivio de una esposa que contemplaba a su marido arrancado de las fauces de la muerte.

En el pasillo, los soldados seguían corriendo como hormigas bajo el sol, buscando fantasmas en cada rincón de la isla. Arlie se apoyó contra la pared, procesando la escena. Driftmark había cambiado de tablero en un solo día: la furia de la Princesa, la fuga exitosa y ahora el regreso del Señor de las Mareas.

Era un recordatorio claro: en este juego, nada permanecía quieto por mucho tiempo.

La noticia del despertar de Lord Corlys se extendió como un viento fresco por Driftmark. Arlie lo sintió en las patrullas: los pasos eran menos pesados, los murmullos más livianos. Doncellas que antes lloraban en los pasillos ahora sonreían entre sí con discreción, y hasta los guardias parecían recobrar algo de orgullo al portar las armas.

El Señor de las Mareas había abierto los ojos, y aunque mutilado, vivía.

Arlie fue testigo, a la distancia, de cómo el solar recuperaba un aire distinto. La Princesa Rhaenys entraba y salía de los aposentos de su esposo con un brillo en los ojos que nadie había visto desde hacía meses. El ceño severo aún permanecía, pero ya no con la furia de la víspera, sino con un alivio profundo.

En los corredores, sin embargo, Arlie captó lo más importante. La orden de la Princesa corrió entre criados y soldados:

“Que nadie hable de la mujer ni del niño. Que su nombre no se mencione ante mi esposo.”

El mensaje era claro. No había castigos, no había nuevas búsquedas. El tema de Marilda de Hull y su hijo quedaba enterrado en silencio. Arlie entendió de inmediato: la Princesa prefería proteger la frágil calma de su esposo antes que remover vergüenzas. Para él, aquello era una bendición; su tarea estaba cumplida y el peligro inmediato se desvanecía.

Fue en ese respiro, cuando Driftmark comenzaba a enderezarse, que los rumores llegaron como una tormenta. Primero en voces de marineros que arribaban con las velas rasgadas por el viento. Luego en la boca de un mercader ansioso de vender pescado y noticias al mismo precio.

“Dicen que el Príncipe Daemon y la Princesa Rhaenyra volaron hacia las ruinas de Valyria.”

“Dicen que no regresaron.”

“Dicen que sus dragones cayeron en el mar.”

“Dicen que están muertos.”

Arlie los escuchó en las cocinas, en los patios, en los muelles. Cada voz agregaba un matiz, un detalle más oscuro. Algunos lloraban, otros celebraban, y otros simplemente temían lo que aquello significaba para el reino.

Se obligó a mantener el rostro neutro, como si la noticia no le importara. Pero por dentro, el veneno de la duda le calaba hondo. ¿Muertos? ¿Ellos? No… no puede ser.

Una tarde, mientras el sol teñía el horizonte de un rojo amenazante, Arlie se detuvo en los muros de Driftmark, mirando el mar. El viento le azotaba el rostro y los rumores lo seguían como moscas al cadáver.

No. No lo creería. No mientras no lo viera con sus propios ojos.

Apretó los dientes y tomó su decisión: debía partir hacia la capital. Solo en Desembarco del Rey podía confirmar la verdad entre tanto ruido. Si de verdad los herederos del Reino habían caído, el reino entero cambiaría. Y si no… necesitaban a alguien que supiera separar el humo de la llama.

Con el corazón ardiendo de negación, Arlie se preparó para abandonar Driftmark.

“No han muerto”, se dijo a sí mismo, con una convicción que le quemaba la garganta, “no mientras yo respire para negarlo.”

Y con esa certeza, puso rumbo hacia Desembarco del Rey, decidido a arrancar la verdad de entre los rumores que ahogaban el reino.

 


 

Lyonel Strong

El salón del trono olía a sudor y cera derretida. Los tapices que cubrían las paredes parecían más apagados que nunca, y la inmensa sala estaba llena de ecos: el arrastrar de sandalias de los maestres, el cuchicheo de cortesanos ansiosos, el repiqueteo nervioso de espadas contra el suelo de piedra.

Lord Lyonel Strong, actual Mano del Rey, observaba todo desde su lugar a la derecha del Trono de Hierro. Era un hombre de hombros anchos y mirada cansada, con más canas en la barba de las que recordaba tener el año anterior. La capital se le deshacía entre los dedos, como arena húmeda que por más que uno aprieta, siempre encuentra un resquicio para escapar.

En los últimos meses, la desgracia se había vuelto costumbre. El nacimiento del príncipe Daeron, deforme y débil, había sacudido la corte como un terremoto silenciado. El pueblo murmuraba de maldiciones, de la ira de los dioses, de señales nefastas. Los septones repetían sermones ambiguos, y cada palabra aumentaba la sospecha y la miseria. La Reina Alicent apenas se dejaba ver, aferrada a sus hijos como si al esconderlos pudiera ocultar la vergüenza que se cernía sobre ellos.

A eso se había sumado la muerte de Nevan. Lyonel cerró los ojos un instante, escuchando en su memoria la música que una vez había alegrado los banquetes reales. Nevan no era solo un bardo: era el favorito del Rey, la voz que conseguía arrancar una sonrisa a Viserys incluso en sus peores días. El monarca había llorado su muerte como un niño, y su rabia se había descargado en un acto irracional: la ejecución de un guardia. Lyonel sabía que aquello había sido un error, pero ¿cómo detener a un rey que apenas escucha razón?

La ciudad lo reflejaba todo. En las calles, el hambre se mezclaba con la violencia. Tabernas abarrotadas de hombres sin trabajo, mujeres mendigando con niños en brazos, ladrones en cada esquina. La Guardia de la Ciudad, antaño vigorosa, se encontraba quebrada: sobornos, negligencia y miedo los habían convertido en poco más que perros famélicos sin dueño.

Desde su asiento, Lyonel escuchaba las discusiones del Consejo Real con creciente irritación. Lyman Beesbury, siempre preocupado por las cuentas, recitaba cifras de impuestos caídos y deudas impagas con la voz temblorosa de un anciano que se sabe inútil. Tyland Lannister, al frente de los asuntos navales, hablaba de galeras desaparecidas en el Mar Angosto, como si el hambre del pueblo fuese menos importante que el oro que se perdía en cada barco hundido. El Gran Maestre Mellos farfullaba recetas y ungüentos para calmar la melancolía del Rey, sin mencionar que la ciudad necesitaba pan, no pócimas.

Lyonel apretó los dientes. Había jurado mantener al reino unido, pero cada día sentía que caminaba sobre un hilo demasiado delgado, con el vacío esperándolo debajo.

El Rey Viserys estaba allí también, en su trono de hierro, deslucido y encorvado. El oro de su corona brillaba más que la mirada en sus ojos. Escuchaba a medias, interrumpía con comentarios erráticos, a veces repitiendo frases de banquetes pasados como si aún viviera en ellos. Cuando alguien mencionaba a Nevan, su voz temblaba de tristeza; cuando alguien recordaba a Rhaenyra, su ceño se fruncía y sus manos temblaban.

La corte entera parecía un enjambre de moscas: unas atraídas por la sangre, otras por la podredumbre, todas zumbando sin descanso en torno al trono.

Lyonel se mantenía firme. Sabía que, si cedía, si mostraba la grieta de la desesperación, todo se vendría abajo. No podía permitirse debilidad. Caminaba entre consejeros, vigilaba al Rey, y daba órdenes con la voz grave de un hombre que aparentaba más certeza de la que sentía.

Por dentro, estaba agotado. Cada noche caía en su lecho con la sensación de que el amanecer no llegaría. Pero cada mañana se levantaba de nuevo, porque si la Mano caía, todo caería con ella.

El eco de los rumores sobre la muerte de la Princesa Rhaenyra y el Príncipe Daemon ya había alcanzado Desembarco del Rey, y Lyonel lo sabía: si se confirmaban, el reino entero se quebraría como un jarro de barro. El pueblo, hambriento y resentido, no soportaría más desgracias. Los nobles, oportunistas, alzarían banderas contra la heredera nombrada. Y la fe, siempre al acecho, usaría el caos como un cuchillo para abrir nuevas heridas.

En medio de esa tormenta, Lyonel inspiró hondo. Tenía que resistir. Tenía que sostener el reino sobre sus hombros, aunque el peso lo aplastara lentamente. Porque si él no lo hacía, nadie más lo haría.

El salón del consejo estaba sofocado por el calor de las velas. La larga mesa de roble, pulida por generaciones de manos ansiosas, parecía hoy más un campo de batalla que un lugar de gobierno. Para sorpresa de todos, el Rey Viserys ocupaba la cabecera. No era la sombra ausente de los últimos meses: estaba presente, aunque con los ojos hundidos y la corona ladeada sobre el cabello encanecido.

A la derecha, Lord Lyonel Strong mantenía la compostura. Su porte macizo y la serenidad con la que se sentaba eran un ancla en medio de las tensiones que flotaban en el aire. Sabía que, en realidad, era él quien sostenía aquel consejo; pero tener al Rey presente, aunque debilitado, cambiaba el equilibrio.

Ser Harwin Strong, su hijo mayor y comandante de la Guardia de la Ciudad, estaba de pie, desplegando sobre la mesa un mapa gastado del bosque real.

“Majestad, señores”, comenzó con la voz firme, “las emboscadas se han vuelto cada vez más frecuentes. No hablamos ya de ladrones de caminos, sino de grupos organizados, armados con ballestas y acero. Han atacado caravanas de comerciantes, y hasta un convoy del propio tesoro. La guardia necesita mejor equipamiento si ha de erradicarlos.”

Lyonel observó los rostros alrededor. Beesbury se mordía los labios, inquieto por cada mención de gastar oro. Tyland Lannister parecía distante, como si calculase cómo afectaría aquello a las rutas navales. El Gran Maestre Mellos acariciaba su barba blanca, impaciente.

El Rey levantó la mano con un gesto cansado.

“¿Cuánto pedís, Ser Harwin?”

“Dos mil quinientos dragones de oro, Majestad.”

El murmullo se alzó entre los consejeros. Lyonel lo sofocó de inmediato con un golpe seco de su mano sobre la mesa.

“El bosque real no puede convertirse en refugio de bandidos” dijo con gravedad. “Si los comerciantes no confían en estas tierras, Desembarco del Rey sufrirá aún más hambre. Recomiendo conceder la mitad, mil doscientos cincuenta dragones. El resto podrá solicitarse si la primera campaña tiene éxito.”

Viserys asintió lentamente, como un hombre demasiado cansado para discutir.

“Así será.”

Harwin inclinó la cabeza, satisfecho. Lyonel sintió un nudo de orgullo silencioso por su hijo, aunque no lo mostró.

El asunto siguiente cayó sobre la mesa con el peso de una losa.

“El príncipe Daeron”, dijo Mellos, con la voz untuosa de quien se cree sabio. “Ha pasado ya un mes desde su nacimiento. El pueblo murmura. El niño aún no ha sido presentado en corte, y cada día que pasa, los rumores crecen. Os aconsejo, Majestad, que se lo entregue a la Fe. Será criado con devoción, oculto a los ojos crueles, protegido por los Siete.”

Un silencio espeso se adueñó del salón.

Viserys bajó la mirada. Sus dedos tamborilearon contra el brazo de la silla.

 “No he tenido valor… ni siquiera he ido a verlo. No puedo.”

Las palabras eran un susurro desgarrado. Lyonel cerró los ojos un instante. Lo entendía, sí. Pero no podía permitir que el niño fuera condenado al olvido.

“Majestad”, dijo con voz firme, “con respeto, debéis tratar al príncipe como a cualquier hijo de vuestra sangre. Es vuestro hijo, aunque débil. El pueblo necesita verlo, necesita saber que la familia real no esconde sus vergüenzas. Yo mismo… tuve un hijo con deformidad.”

Sus ojos se desviaron hacia la mesa, recordando la niñez de Larys: su pie torcido, su caminar siempre observado con lástima o burla. 

“No fue fácil. Pero es carne de mi carne. Y en esa verdad hallé fuerza. Daeron merece lo mismo.”

Mellos se removió con desdén. “El niño sufrirá. Entre murmullos y escarnio. La Fe le daría propósito, paz…”

“¡Paz nada!”, interrumpió Lyonel, golpeando la mesa con tal fuerza que las copas vibraron. “La Fe no necesita más excusas para meter las manos en la corte. Daeron es un príncipe. Y debe ser presentado como tal.”

El Rey lo miró con los ojos húmedos, como si buscara en él la fortaleza que no hallaba en sí mismo.

Lyonel sostuvo su mirada, sin parpadear. Si el niño era ocultado, si se cedía a la Fe, sería otro clavo en el ataúd del reino. Y él no estaba dispuesto a clavar ese hierro.

El silencio volvió a asentarse sobre la mesa, pesado, incómodo. Afuera, en la ciudad, los rumores seguían creciendo, como si esperaran solo una grieta en esos muros para entrar y devorar lo poco que quedaba en pie.

Lyonel se acomodó en su asiento, con la espalda rígida y el ceño marcado. Mientras el eco de la discusión sobre el príncipe Daeron se apagaba en la sala, una nueva inquietud lo consumía. La Fe de los Siete se había vuelto cada vez más audaz, extendiendo sus manos como raíces de hiedra sobre la corte y los reinos.

“Majestad”, comenzó con cautela, “hay otro asunto que no puede ignorarse. Los septos han comenzado a cuestionar la validez de matrimonios que no fueron celebrados bajo sus techos. Entre ellos, los de muchos señores del Norte, que se casan según sus costumbres, o aquellos que unen a miembros de la misma sangre, siguiendo ritos antiguos.”

El murmullo entre los consejeros fue inmediato. Mellos arqueó las cejas con un gesto complacido, como si aquella intromisión fuese natural. Tyland Lannister apenas frunció los labios, calculando lo que significaba en oro y en poder.

El Rey alzó la mano, perezoso, pero su voz se alzó con un eco de autoridad.

“Solo yo puedo anular un matrimonio. O el propio Septon Supremo. Nadie más. Eso es ley del reino desde hace siglos.”

Lyonel lo miró con expectación, esperando una orden, un edicto, algo que frenara el creciente apetito de la Fe. Pero Viserys no añadió nada. Bajó la vista a su copa de vino, girándola entre los dedos como si el reflejo del líquido le ofreciera más respuestas que sus propios consejeros.

El silencio de su soberano era peor que cualquier palabra. Aquel vacío era lo que la Fe necesitaba: espacio para crecer.

Lyonel respiró hondo y contuvo la frustración. Sabía que no debía dejarla asomar, porque si él perdía el temple, nada quedaría en pie.

Fue Tyland Lannister quien rompió el hilo de pensamientos.

“Majestad”, dijo con su tono siempre medido, “el comercio comienza a resentirse. Los piratas han redoblado sus ataques en el Mar Angosto. Galeras mercantes han sido saqueadas, rutas interrumpidas. Volantis se beneficia de nuestro debilitamiento y los puertos de Braavos exigen mayores tributos para garantizar seguridad. Si no respondemos pronto, la corona perderá no solo oro, sino prestigio.”

Viserys lo miró como si las palabras le llegaran desde muy lejos. Sus labios se entreabrieron, y por un instante pareció dispuesto a pronunciar una orden. Pero lo único que salió fue un murmullo vago.

“Prestigio… prestigio no alimenta a un reino. Ya veremos.”

Tyland apretó la mandíbula, incapaz de ocultar su descontento. Mellos fingió no escuchar. Beesbury, como siempre, bajó la cabeza sobre sus cuentas, demasiado débil para discutir.

Lyonel se mantuvo inmóvil, aunque por dentro hervía. Cada decisión postergada, cada silencio del Rey, era un golpe más contra la estabilidad del reino. Y él lo sabía: un reino no se desmorona con guerras súbitas, sino con la podredumbre lenta que nadie se atreve a limpiar.

Se prometió a sí mismo que haría lo necesario para mantener unido aquel cuerpo enfermo, aunque significara arrancar con sus propias manos la gangrena que se extendía por la corte.

El aire en el salón del consejo se sentía pesado por la falta de desición del Rey. Fue el Gran Maestre Mellos quien, con la voz untuosa de siempre, arrojó el veneno en medio de todos.

“Majestad… hay voces, rumores que llegan desde los puertos del Mar Angosto. Se dice que vuestra hija, la Princesa Rhaenyra, fue vista hace meses sobrevolando el cielo en dirección a las ruinas de Valyria. Que iba con su esposo, el Príncipe Daemon. Y que desde entonces, nada más se ha sabido de ellos.”

El impacto fue inmediato. Las miradas se cruzaron como cuchillos sobre la mesa. Tyland Lannister frunció los labios, midiendo lo que aquello significaba para el equilibrio de poder. Beesbury dejó caer una de sus tablillas de cera y sus dedos temblorosos no pudieron levantarla de inmediato.

Lyonel clavó los codos sobre la mesa y respondió con la firmeza de un martillo.

 “Son rumores, nada más. La Princesa no sería tan insensata de poner un pie en ese lugar maldito. Y el Príncipe Daemon, con todos sus defectos, jamás expondría a su esposa ni a su hijo a semejante locura. No debemos alimentar cuentos de marineros.”

Pero el veneno ya había entrado.

El Rey Viserys se había quedado inmóvil, como si lo hubieran golpeado. Su rostro palideció hasta quedar cetrino, los labios temblorosos. La copa en su mano cayó al suelo y el vino se desparramó como sangre en la piedra.

“Basta”, murmuró, y luego alzó la voz con un grito quebrado. “¡Basta! No diréis más sobre mi hija. No la perderé, ¿me oís? No la perderé, de ninguna manera.”

El consejo enmudeció. El Rey se levantó de golpe, tambaleante, y salió de la sala arrastrando la capa tras de sí, sin dar más explicación. Los guardias lo siguieron con torpeza, dejando tras de sí un silencio tan espeso que ni los consejeros se atrevieron a romper.

Lyonel respiró hondo. Había visto muchas cosas en su vida, pero pocas tan peligrosas como un reino gobernado por el miedo de un padre.

Cuando se retiró a sus aposentos, pensaba encontrar descanso, aunque fuera por un breve instante. Pero Mellos lo esperaba, como una sombra que se desliza entre puertas.

“Lord Lyonel”, dijo con voz baja, entrando en el solar sin pedir permiso, “por el bien del reino, convendría empezar a aceptar lo inevitable. La ausencia de la Princesa Rhaenyra solo puede interpretarse de una manera. Y en ese caso… ¿no sería mejor que el príncipe Aegon fuese reconocido de una vez como heredero? El reino necesita certeza. El reino necesita paz.”

Lyonel se giró con lentitud, clavando en el maestre una mirada helada.

“El príncipe Aegon no tiene dragón”, respondió sin titubear. “Y mientras la Princesa Rhaenyra siga con vida, su derecho es inquebrantable. Lo que vos proponéis es usurpación, ni más ni menos. No lo olvidéis, Mellos: hay leyes antiguas que sostienen este trono, y no son vuestras manos las que pueden cambiarlas.”

Mellos se inclinó con una sonrisa que no alcanzó a sus ojos.

“Leyes, sí. Pero las leyes se doblan, como ramas verdes, cuando el reino amenaza con quebrarse.”

Lyonel dio un paso hacia él, la voz grave como un trueno contenido.

“Dobladlas vos, si os atrevéis. Yo no. Y mientras yo sea Mano del Rey, el linaje de la Princesa Rhaenyra seguirá protegido. Recordadlo bien.”

El silencio se extendió un instante, roto solo por el chisporroteo del fuego en la chimenea. Mellos bajó la cabeza y se retiró, pero Lyonel sabía que sus palabras no eran más que semillas. Semillas que pronto crecerían en las sombras, regadas por la ambición de otros.

Lyonel se quedó solo, mirando las llamas. Sentía el peso del reino sobre sus hombros más que nunca. Y sabía que los días venideros no traerían alivio, sino pruebas aún más duras.

Los días pasaron como hojas arrastradas por un río turbio. El Rey apenas aparecía en el salón del consejo, y cuando lo hacía, estaba demasiado distraído para dictar órdenes claras. En su ausencia, las discusiones se enconaban como heridas mal cerradas.

En una mañana sofocante, el consejo volvió a reunirse. Lyonel había llegado temprano, como siempre, decidido a imponer un orden que parecía escaparse de las manos de todos. El murmullo de los escribas resonaba mientras colocaban tablillas y cuentas de cera sobre la mesa.

Fue Lord Jasper Wylde, maestro de leyes, quien decidió poner el dedo en la llaga. Su voz seca y sin emoción llenó el salón.

“Lord Mano, seguís repitiendo que la Princesa Rhaenyra es la heredera legítima. Pero la ley sobre la que se sostiene su derecho es, en esencia, la de la viuda. Una mujer que sucede en la ausencia de hijos varones. Una ley aceptable para tierras, para títulos menores. ¿Pero es esa misma ley adecuada para sustentar la herencia de un reino entero?”

Las palabras resonaron como martillazos sobre hierro. Varios consejeros se removieron en sus asientos. Mellos observó en silencio, los labios fruncidos. Tyland Lannister anotaba en una tablilla, midiendo las consecuencias más que las palabras.

Lyonel se inclinó hacia adelante, apoyando las manos en la mesa. Su voz fue grave, como el rugido contenido de una montaña.

 “La ley de la viuda es una de las más antiguas de Poniente aunque apenas fue verdaderamente puesta en palabras gracias a la Reina Alyssane, Lord Wylde. Ha permitido que las casas sobrevivan a guerras, plagas y calamidades cuando los hombres caían. Y además, la Princesa Rhaenyra no se sostiene solo en esa ley. La ley de primogenitura la protege igualmente. Es la hija mayor del Rey, designada públicamente por su propio padre como su sucesora. Nadie puede disputar esa verdad sin negar la voluntad del monarca.”

Wylde entrecerró los ojos, como un cuervo que observa una presa.
“Y sin embargo, la primogenitura siempre ha favorecido a los varones. El reino nunca ha sido gobernado por una mujer, Lord Mano. Si forzamos la letra de las leyes para ajustarlas al capricho de un rey enfermo de amor por su hija, ¿qué impedirá que otras casas intenten lo mismo? ¿Qué ocurrirá cuando un señor menor, amparado en esas palabras, intente poner a su hija sobre un primo, un hermano o un tío? ¿No abriremos la puerta al caos?”

Lyonel lo miró sin parpadear, los ojos como brasas encendidas.

“El caos ya está aquí, Lord Wylde. Lo vemos en las calles, lo vemos en los puertos, lo vemos en las montañas donde bandidos desafían a la corona. No lo trajo la Princesa Rhaenyra. Lo trajo la cobardía de quienes prefieren discutir la validez de una mujer mientras los cimientos del reino se resquebrajan. La Princesa fue nombrada heredera ante todos los lores, y cada casa juró fidelidad a ese nombramiento. La ley de la viuda, la primogenitura y la palabra del Rey sostienen su derecho. Y yo, mientras respire, me aseguraré de que nadie lo olvide.”

El silencio cayó como una manta sobre la mesa. Mellos carraspeó, como si quisiera suavizar el filo de las palabras, pero se contuvo. Tyland levantó la mirada de su tablilla, con una sonrisa apenas perceptible; era el gesto de un hombre que disfrutaba viendo cómo otros se desgarraban entre sí mientras él calculaba los beneficios.

Wylde se recostó en su silla, las manos juntas sobre el vientre.

“Vuestros argumentos son firmes, Lord Mano. Pero la firmeza no siempre basta para detener la marea.”

Lyonel no respondió. Sabía que Wylde, como muchos otros, esperaba que la debilidad del Rey se transformara en excusa para moldear las leyes según conveniencia. Y sabía también que, si él no mantenía su postura, no quedaría nadie en esa sala que recordara lo sagrado de la palabra dada.

El tiempo pasaba, y cada día que lo hacía, el reino parecía inclinarse un poco más hacia el abismo.

Las cámaras del Rey estaban impregnadas con el aroma dulzón del incienso que Mellos había encendido para “purificar el aire”. Lyonel lo encontraba insoportable, pero se mantenía firme, de pie junto al fuego, mientras observaba a la Reina Alicent sentada frente a su esposo.

Ella había recuperado el color en las mejillas y la firmeza en la voz, aunque sus ojos conservaban un brillo acerado. Acariciaba distraídamente un pañuelo bordado mientras hablaba.

“Es vuestro hijo, majestad. Daeron merece lo que corresponde a su sangre. Si Aegon y Helaena tienen huevos, ¿por qué él habría de ser distinto? Un huevo de dragón junto a su cuna lo acercará a nuestra herencia. Sin eso, ¿qué mensaje dais al reino? ¿Qué vuestro hijo menor no es digno?”

Viserys desvió la mirada, la mano temblorosa sobre el brazo del sillón. No había tocado al niño desde su nacimiento. Ni siquiera se había atrevido a entrar en sus aposentos. Cada mención de Daeron era como una espina que se le clavaba en la carne.

“No”, dijo al fin, con voz cansada pero firme. “No tendrá huevo alguno, a menos que Rhaenyra lo elija. Ese derecho es suyo, y solo suyo. Ella es mi heredera, y sus manos decidirán qué dragón pertenecerá a quién.”

Alicent apretó los labios, su gesto endureciéndose hasta volverse una máscara de hielo. Lyonel, que observaba en silencio, intervino con tono mesurado.

“Es bueno veros más serena, Alteza. La recuperación os ha devuelto la claridad que faltaba hace unas lunas.”

Los ojos de la Reina chispearon con desdén, como si hubiera percibido la daga oculta en sus palabras. Lyonel no retrocedió. Recordaba bien sus delirios durante el encierro del posparto, sus arrebatos de odio contra el niño y contra quienes lo habían ayudado a nacer. Señalarlo con sutileza era un recordatorio de que la corte no olvidaba.

El Rey cerró los ojos un instante, como si todo aquello lo agotara. No tenía fuerzas para más discusiones, y Alicent, comprendiendo que no obtendría nada, se levantó con una reverencia breve y salió de la sala sin mirar atrás.

Cuando la puerta se cerró, el silencio se impuso, roto solo por el crujir de la leña en el hogar. Lyonel se volvió hacia el Rey, pero este parecía hundido en sí mismo, como un hombre al que los fantasmas pesan más que los vivos.

Fue al día siguiente que Harwin Strong, comandante de la Guardia de la Ciudad, presentó su informe. Había recorrido los barrios bajos, hablado con mercaderes, con marineros, con prostitutas. Los rumores crecían como un incendio sin dueño.

“Padre”, le dijo en privado, “se extiende la idea de que la Princesa Rhaenyra y el Príncipe Daemon volaron a Valyria y jamás regresaron. Hay quienes dicen que las ruinas los devoraron. Otros aseguran que fueron castigados por los dioses valyrios. El pueblo empieza a creerlo.”

Lyonel escuchó en silencio, las manos entrelazadas sobre la mesa de su solar. Cada palabra pesaba como plomo.

“Rumores”, murmuró. “Pero los rumores son armas más afiladas que las espadas. Y si no se contienen, abrirán las venas del reino.”

Miró a su hijo con gravedad, comprendiendo que lo que se avecinaba era peor que cualquier banda de bandidos en los bosques, peor que los piratas del Mar Angosto. Era la sombra de la duda, extendiéndose desde los muros de la Fortaleza Roja hasta las aldeas más lejanas.

Y él, como Mano del Rey, debía encontrar la forma de detenerla antes de que esa sombra se tragara todo.

El aire de Desembarco del Rey se había vuelto cortante, como si incluso las piedras del castillo presintieran un cierre de ciclo. Faltaban pocos días para el cambio de año, y la costumbre marcaba que la corte celebrara con festejos, torneos menores y banquetes que devolvieran al pueblo la ilusión de prosperidad.

Lyonel caminó hasta las cámaras privadas del Rey, convocado a una reunión restringida. 

Allí lo esperaban Viserys, encorvado sobre una mesa llena de pergaminos, Mellos con su eterno aire de falsa serenidad, y la Reina Alicent, vestida de un verde profundo que resaltaba su piel pálida.

“Las celebraciones no deben interrumpirse”, dijo Alicent con firmeza apenas se sentó. “El pueblo necesita ver fortaleza en su corona, no vacilación ni silencio. El cambio de año siempre ha traído júbilo, y este no puede ser diferente.”

Viserys asintió con desgano, como un hombre demasiado cansado para discutir. Lyonel, sin embargo, percibió la tensión en cada palabra.

Alicent continuó, con el tono medido de quien coloca piezas sobre un tablero.

“Podría ser también la ocasión perfecta para que Aemond y Daeron reciban su huevo. Es hora de que sienta el mismo vínculo que ellos con nuestra herencia. Y, claro está, el príncipe Aegon también podría empezar a tomar un papel más activo en la corte. Ha llegado la edad de aprender sobre los deberes que algún día podrían recaer sobre sus hombros.”

No lo dijo directamente, pero la intención era clara como el filo de una daga. Mellos asintió de inmediato, como si ya conociera la dirección de esas palabras.

“Sería prudente, majestad. El príncipe Aegon necesita disciplina y propósito. Prepararlo ahora no es un exceso, es previsión.”

Viserys apretó los ojos con dolor, como si esas palabras fueran martillazos contra su cráneo.

“Rhaenyra… ella decidirá sobre los huevos. Son sus derechos, no los míos. Y Aegon… Aegon es solo un niño. No se le deben cargar responsabilidades que no le corresponden todavía.”

Lyonel guardó silencio, observando a la Reina con atención. Sus labios curvados en una sonrisa tenue, casi imperceptible, pero suficiente para delatar su satisfacción. En ese instante lo comprendió con certeza: era ella quien alimentaba los rumores sobre la desaparición de la Princesa Rhaenyra. Cada palabra, cada insinuación, cada gesto estaba diseñado para debilitar la certeza del Rey y preparar el terreno para su propio hijo.

“Majestad”, intervino al fin, con voz grave y controlada, “los festejos darán al pueblo un respiro en tiempos difíciles. Pero os ruego que no olvidéis lo más importante: vuestras decisiones pasadas siguen firmes. La Princesa Rhaenyra fue nombrada heredera ante todos los lores de Poniente, y ningún rumor ni sombra de duda debe cambiar esa verdad.”

El silencio que siguió fue pesado. Alicent entrelazó los dedos sobre su regazo, bajando la mirada con fingida modestia. Mellos carraspeó, fingiendo neutralidad. Y Viserys, debilitado, simplemente levantó la copa de vino sin responder.

Lyonel comprendió entonces que la verdadera batalla no se libraba contra rumores en los callejones ni entre marineros en los puertos. La guerra se estaba gestando en las propias cámaras del rey, alimentada por la Reina y susurra­da por el maestre, creciendo día a día como una telaraña invisible.

Y él, como Mano, debía mantenerse firme, porque si flaqueaba, todo el reino acabaría atrapado en esa red.

La noche había caído sobre la Fortaleza Roja. Desde su solar, Lyonel escuchaba el murmullo de la ciudad como un mar lejano: risas ebrias en las tabernas, cánticos desordenados, el crujir de carretas en las calles. Había mandado traer vino para Harwin, aunque él mismo se limitaba a una jarra de agua caliente con hierbas. No podía darse el lujo de enturbiar su juicio.

Harwin llegó todavía con el olor de la calle en sus ropas, el sudor seco de las rondas y la ceniza de las antorchas pegada al cuero de su armadura. Se inclinó con respeto, pero no esperó invitación para sentarse. Su rostro mostraba la fatiga de un hombre que luchaba cada día no solo contra criminales, sino contra la podredumbre que los engendraba.

“Los rumores no se detienen, padre”, comenzó sin rodeos. “Hoy mismo, en las escaleras del puerto, escuché a marineros jurar que vieron a la Princesa Rhaenyra perderse en los cielos de Valyria junto al Príncipe Daemon. Otros dicen que nunca regresaron. Hay miedo, pero también esperanza en algunos: creen que si ellos han muerto, el trono caerá a manos del príncipe Aegon.”

Lyonel apretó los labios, su mirada fija en el fuego que crepitaba en la chimenea.
“El miedo se propaga más rápido que las llamas en un bosque seco. Y la esperanza mal dirigida puede ser aún más peligrosa.”

Harwin se inclinó hacia adelante, bajando la voz.

“No son solo rumores de calle. He visto a hombres de la Guardia repetirlos con demasiada facilidad. Y peor aún… algunos de esos hombres han sido promovidos recientemente por órdenes de la Reina. Nada oficial, nada escrito. Pero se mueven en mi guardia como si respondieran a ella más que a mí.”

El silencio cayó como un yunque. Lyonel lo miró con gravedad, cada arruga de su rostro marcada por el peso de la revelación.

“La Reina es astuta. Está tejiendo una red dentro de nuestra propia ciudad, Harwin. Y lo hace a la vista del Rey, sabiendo que él se niega a verla.”

Harwin golpeó la mesa con el puño, incapaz de contenerse.

“¡Si lo permite, pronto será demasiado tarde! ¿Qué será de la Princesa si vuelve y encuentra la ciudad infestada de serpientes verdes?”

Lyonel alzó una mano, calmando a su hijo.

“Debemos ser piedra, Harwin. No tormenta. La Reina busca provocar reacciones para acusarnos de traición o de excesiva fuerza. Nuestro deber es vigilar, reunir pruebas, y mantener la palabra dada por el Rey. Cuando llegue el momento, necesitaremos la verdad en nuestras manos, no simples sospechas.”

Por un instante, el fuego iluminó sus ojos, mostrando el acero que aún lo sostenía.

“Mientras yo viva, la ley seguirá siendo clara: Rhaenyra es la heredera. Pero debes estar atento. Observa a tus hombres, toma nota de cada rostro nuevo, de cada lengua demasiado suelta. Porque cuando llegue el momento, Harwin, esas lenguas decidirán a quién se quema y a quién se corona.”

Harwin asintió, la mandíbula tensa, la determinación encendida en su pecho. En aquel instante, más que padre e hijo, parecían dos guerreros solitarios que se preparaban para resistir a un ejército invisible, que avanzaba sin hacer ruido pero con la certeza de un maremoto.

El solar de la Mano estaba en penumbras, apenas iluminado por las velas altas que lanzaban sombras alargadas sobre los muros. Lyonel había despachado a sus escribas y maestres, pues lo que deseaba escuchar no podía quedar registrado en pluma ni pergamino.

Se frotó la barba con lentitud, rumiando en silencio. Había pasado apenas unas lunas desde el parto de la Reina y, sin embargo, su influencia se extendía nuevamente por toda la corte como raíces de hiedra en un muro abandonado. Era incomprensible. ¿Cómo había recuperado terreno tan rápido? ¿Cómo había logrado sofocar los murmullos sobre su inestabilidad y colocar a su alrededor un nuevo círculo de poder?

Llamó entonces a Elinda Massey. No por azar: sabía que aquella doncella, fiel a la Princesa Rhaenyra, mantenía un oído atento incluso en los rincones más vigilados del palacio. La joven llegó con paso cauteloso, haciendo una reverencia discreta.

“Señor Mano,” dijo con voz baja, “me habéis mandado llamar.”

Lyonel la observó unos instantes antes de hablar.

“Decidme, doncella. Vos que servís a la Princesa, ¿cómo es que la Reina ha recobrado tanta fuerza en tan poco tiempo? ¿Qué se murmura en los corredores donde mis oídos no alcanzan?”

Elinda bajó la mirada, pero respondió con firmeza.

“Se dice que la Reina visita al Rey cada noche. Que entra a sus aposentos con la excusa de cuidar de su salud… pero en verdad lo que busca es reparar lo que llama ‘su error’. Vuestra Merced sabe de qué hablo. Ella considera al pequeño Daeron una mancha sobre su vientre, y ahora busca quedar nuevamente embarazada para darle al Rey un hijo digno a sus ojos.”

Las palabras cayeron como piedras en el pecho de Lyonel. Entendía entonces cómo, poco a poco, Alicent había reconstruido su imagen ante Viserys: no como una esposa quebrada por el parto, sino como una mujer devota y penitente que deseaba redimirse.

Elinda titubeó un instante, pero continuó.

“Y no es solo ella. Su doncella, Aoife, se ha vuelto su sombra más peligrosa. Sale y entra de sus aposentos con órdenes constantes. Es ella quien reparte recados entre sirvientes, quien entrega mensajes disfrazados de instrucciones, quien susurra en los pasillos. Cada día gana más poder, pues la Reina le confía tareas que antes daban a manos mayores. Y el resto de las doncellas empiezan a verla como una nueva voz de mando.”

Lyonel entrelazó las manos sobre el escritorio, ocultando la tensión que lo invadía.

“Así que es por esas dos… la Reina y su doncella. Una maneja la cama del Rey, la otra maneja la casa. El reino entero podría tambalear por esos hilos invisibles.”

Elinda alzó la vista, temerosa.

“Mi señor… si la Princesa Rhaenyra supiera lo que ocurre, si estuviera aquí para ver cómo se fortalecen, nada de esto sería posible.”

Lyonel soltó un suspiro grave.

“Y ahí yace el mayor peligro, doncella. Porque mientras la heredera no está, la Reina siembra raíces. Y cada día que pasa, esas raíces son más difíciles de arrancar.”

El día siguiente amaneció gris, con un viento húmedo que arrastraba el hedor de la ciudad hasta las murallas del castillo. Lyonel aún no había terminado de romper su pan cuando un golpeteo urgente en la puerta lo obligó a levantarse. Era Harwin, el rostro pálido y endurecido, como si hubiera visto un espectro.

“Padre, debéis venir.”

Lyonel lo siguió sin una palabra. Bajaron juntos por los pasillos de piedra hasta el patio donde aguardaban hombres de la Guardia de la Ciudad, un par de septones con las túnicas levantadas hasta las rodillas y un cofre abierto en el suelo. El hedor era insoportable: un golpe ácido de podredumbre y sal que obligaba a cubrirse la boca.

Dentro del cofre yacía lo que alguna vez fue un hombre. El cuerpo estaba hinchado, corroído por el mar, la carne convertida en un amasijo irreconocible. Las ratas ya habían hecho festín de lo que flotó hasta la orilla. Lo único que lo distinguía de un pobre cadáver anónimo eran las ropas: finas, aunque desgarradas y ennegrecidas, y un anillo de oro que aún se aferraba al hueso del dedo.

Un anillo con la torre flameante de la Casa Hightower.

Lyonel sintió que el mundo se detenía un instante. En el mismo momento que el silencio cayó sobre los presentes, ya podía escuchar el rugido de lo que vendría después: el escándalo, las acusaciones, el caos.

Fue entonces cuando la Reina apareció, arrastrando su séquito como un vendaval verde. Alicent alzó el velo para cubrirse la nariz, pero no apartó la mirada del cadáver.

“¿Qué significa esto?”, exigió con un hilo de voz tenso, que pronto se alzó en furia. “¡Un miembro de mi casa, arrojado al mar como un perro! ¡Quiero respuestas, ahora!”

Harwin, con la calma de un hombre que debía informar aunque supiera que nadie quería escuchar, habló con dureza:

“El cuerpo fue hallado esta mañana en la playa, majestad. Dentro de este cofre, arrastrado por la marea. Los pescadores dicen que no estaba allí antes de la última tormenta. A juzgar por su estado… lleva meses muerto.”

“¿Meses?”, murmuró Lyonel, pensativo, como si la palabra fuera un clavo.

Harwin asintió.

 “Sí. No fue un crimen de anoche, sino de antaño. Alguien quiso ocultarlo, pero el mar siempre devuelve lo que no se debe enterrar.”

La Reina se volvió hacia él, con el rostro enrojecido por la ira y los ojos húmedos de lágrimas que no sabía si eran de dolor o rabia.

“¡Descubrid qué ha sucedido! ¡Descubrid quién hizo esto, comandante, o no tendré paz! No permitiré que la memoria de mi sangre sea tratada con tanta vileza.”

Harwin bajó la cabeza en señal de obediencia, aunque Lyonel pudo ver cómo sus puños se tensaban.

La corte entera temblaba al rumor que ya corría como fuego en paja seca: uno de los Hightower había sido asesinado y arrojado al mar. Y lo peor no era el crimen en sí, sino la pregunta que se clavaba en cada mente: ¿quién se atrevía a desafiar a una casa tan poderosa en los mismos cimientos de la capital?

Lyonel observó el cadáver en silencio. El aire parecía más pesado que nunca, y sabía que ese cuerpo podrido no solo iba a desatar luto, sino sospechas que podían dividir el reino como un hacha parte un tronco.

El salón del Consejo Pequeño estaba más cargado que nunca. El hedor del mar aún parecía colarse entre las piedras, o quizá era solo el recuerdo del cuerpo hallado esa mañana. Lyonel tomó asiento con calma estudiada, mientras a su alrededor los murmullos y el chocar de sillas reflejaban la tensión.

El Rey, para sorpresa de todos, había decidido presidir la reunión. Sus ojos enrojecidos y la piel grisácea lo hacían parecer un espectro, pero la corona descansaba sobre su frente y su voz resonó con firmeza quebradiza.

“Quiero respuestas. Quiero un nombre. Y lo quiero ahora.”

La Reina Alicent estaba erguida a su lado, tan rígida como el mármol de los muros. Su voz fue un filo que cortó el aire.

“Ese cadáver pertenecía a mi sangre. Mi Casa no será ultrajada de este modo sin que caiga justicia sobre los culpables.”

Lyonel entrelazó las manos sobre la mesa de roble, su mirada fija en la Reina.

“Majestad, permitidme preguntar… ¿cómo fue que llegasteis tan pronto al lugar donde se halló el cuerpo? La noticia apenas se había filtrado, y sin embargo vos estabais allí antes que muchos de mis propios hombres.”

Un silencio espeso cayó sobre el consejo. Fue el Gran Maestre Mellos quien lo rompió, acomodándose las cadenas con torpeza.

“La Reina fue advertida por su doncella. Esa joven… Aoife. Tiene oídos por todas partes, o eso parece. Apenas supo que podía tratarse de un Hightower, corrió a alertar a su señora.”

Un murmullo inquieto recorrió la mesa. Tyland Lannister alzó las cejas, Jasper Wylde apretó los labios. Harwin, de pie junto a la puerta, no apartaba la mirada de la Reina, como si evaluara cada uno de sus gestos.

El Rey golpeó la mesa con la palma abierta, un gesto torpe pero cargado de desesperación.

“No quiero rumores ni juegos de sirvientas. Quiero certezas. ¡Quiero saber quién era ese hombre! Que se envíen cuervos a Antigua de inmediato. Que traigan respuesta, y rápido. Si fue uno de los míos, lo sabré por mi propia sangre.”

Lyonel inclinó la cabeza.

“Majestad… se teme que pueda tratarse de Ser Gwayne Hightower. Había sido llamado a la corte hace meses para responder por el oro desaparecido de la guardia. Nunca se presentó.”

La mención del nombre heló el ambiente. Alicent palideció, su mano crispándose sobre el borde de la mesa.

“Gwayne es mi hermano. Si ese cuerpo es suyo…”, su voz se quebró un instante antes de alzarse con furia, “¡entonces este reino ha permitido que un miembro de mi casa fuese asesinado y arrojado como basura al mar!”

El Rey cerró los ojos, un temblor recorriéndole la mandíbula.

“Descubridlo. No descansaré hasta saber la verdad. Y que los culpables ardan si aún caminan entre nosotros.”

El consejo se disolvió entre tensiones. Mientras los lores discutían a media voz y los maestres preparaban cuervos para Antigua, Lyonel guardaba silencio. En su interior hervía la sospecha: aquel cadáver no solo traía consigo el hedor del mar, sino el de intrigas más hondas. Y aunque todos hablaban de un crimen contra los Hightower, él no podía evitar pensar que había algo más.

Lyonel no tardó en tomar decisiones. Al día siguiente, firmó con su sello las órdenes para que una docena de hombres de confianza viajaran a Antigua. No confiaba en simples cartas ni en la respuesta que los Hightower quisieran dar por cuervos. Quería ojos propios, testigos que pudieran regresar con la verdad sobre Ser Gwayne, vivo o muerto.

El eco de sus pasos en la Sala del Consejo aún resonaba en su mente cuando, al volver, encontró a la Reina desatada como un vendaval.

“¡Todo esto es culpa de ella!”, gritaba Alicent, de pie frente a los lores que habían acudido a la sesión. “De esa mujer que llaman Princesa. Rhaenyra no solo ha abandonado a su padre, sino que arrastra calamidad allá donde vuela. ¡Y ahora ni siquiera sabemos si vive o si yace entre cenizas en Valyria!”

Sus palabras encendieron la llama de los rumores ya existentes. Lyonel vio cómo los cortesanos repetían las frases con ansias venenosas, como si la sospecha fuera más dulce que la verdad. Se hablaba otra vez de dragones vistos sobre el mar, de fuego en las ruinas, de la muerte de Daemon y de su heredera consumidos por la locura de acercarse a un reino maldito.

Viserys, al escucharla, no resistió. Se levantó tambaleante, la corona a punto de caerle de la frente, y con voz rota declaró:

“Basta. No habrá celebraciones este año. No puedo soportar risas ni música mientras mi hija está perdida.”

El decreto cayó como una losa. Las hogueras de fin de año no se encendieron, las calles de la capital permanecieron frías y vacías. El cambio de año, que solía traer júbilo y esperanza, llegó con el silencio pesado de un reino enlutado.

Fue entonces cuando llegaron los informes de Essos. Lyonel los leyó con la respiración contenida, mientras los lores aguardaban sus palabras.

“Volantis está bajo ataque,” informó con gravedad. “Las galeras de la ciudad se han visto arrasadas, y las luchas han interrumpido el comercio con Essos. Ningún barco del Mar Angosto trae ahora provisiones. Ningún mercader osa zarpar.”

Un murmullo de alarma recorrió la sala. Para muchos, Volantis era solo un punto en el mapa; para Lyonel, era el lugar donde los rumores situaban a la Princesa Rhaenyra.

Se quedó en silencio, dejando que los demás discutieran la pérdida de tributos, el peligro de hambruna, el alza de precios. En su interior, sin embargo, ardía una certeza amarga: nada de aquello era simple azar. La caída de Volantis, el cuerpo en un cofre, los rumores de dragones en Valyria… todo formaba parte de un mismo torbellino que amenazaba con arrancar los cimientos del reino.

Y en medio de ese torbellino, la Fe y la Reina se fortalecían, mientras el Rey se desmoronaba poco a poco.

Con el cambio de año, habían llegado lluvias abundantes. El barro se acumulaba en las calles y los rumores corrían por encima de él como ratas huyendo de un incendio.

Semanas después del hallazgo del cuerpo, por fin llegaron las respuestas que Lyonel había esperado con ansias. Sus hombres regresaron desde Antigua, empapados y exhaustos por el viaje, pero con noticias que lo obligaron a encerrarse en sus aposentos para leer cada palabra en soledad.

Ser Gwayne Hightower estaba vivo. No solo vivo, sino protegido dentro de los muros de un septo, acogido bajo el manto de la Fe. El informe era claro: había buscado asilo y nadie se atrevía a sacarlo de allí. La explicación oficial hablaba de un retiro piadoso, pero Lyonel supo leer entre líneas. Gwayne se ocultaba. El hermano de la Reina había traicionado su deber, evadido la justicia del Rey y ahora se refugiaba detrás de los cantos y murallas de los septones.

Lyonel dejó escapar un bufido.

“Cobarde. Y aún así, respira.”

Pero lo que más le inquietó no fue esa confirmación, sino la otra carta que aguardaba bajo el sello quebrado de uno de sus espías. Decía que el cuerpo hallado en la playa no podía ser de Gwayne… sino del otro hermano de la Reina.

Se llamaba Garth, un hombre joven, sin gran notoriedad, que había viajado a la capital con pretextos de negocios meses atrás. Fue visto por última vez entrando en una taberna cerca del puerto, y después… nada. Nadie lo volvió a encontrar. Ningún barco lo reclamó. Ningún mercader lo mencionó. Solo silencio, hasta que apareció aquel cadáver podrido dentro de un cofre.

La noticia corrió como incendio en un campo seco. Los cortesanos cuchicheaban que quizá no había venido por negocios, sino por intrigas; otros afirmaban que fue víctima de asesinos contratados; unos pocos, más osados, susurraban que había descubierto algo que no debía y pagó el precio.

En la corte, los rumores se entrelazaban con la furia de la Reina. Alicent negaba la verdad con la misma pasión con que alimentaba sus propias sospechas. No importaba que los informes fueran claros: para ella, todo era un ataque contra su Casa, un complot tejido por enemigos invisibles para debilitarla.

Lyonel escuchaba en silencio. Sabía que esas murmuraciones eran más peligrosas que ejércitos, pues se metían en los oídos del Rey, debilitándolo, y se filtraban entre el pueblo, que ya hablaba de maldiciones sobre los Hightower.

Cuando se quedó solo en su solar, contempló la lluvia golpear el vidrio de la ventana y apretó el pergamino en la mano.

“Uno muerto, otro oculto, y una Reina cada día más envenenada por el miedo…”, murmuró. 

El salón privado del monarca olía a ungüentos y cera derretida. 

Las cortinas cerradas mantenían a raya la fría llovizna, pero también encerraban un aire pesado, casi irrespirable. El Rey estaba recostado en su asiento, con la corona torcida sobre la frente, el rostro demacrado por la enfermedad y la tristeza. 

Alicent, en cambio, estaba erguida, con las manos cruzadas al frente, los ojos verdes centelleando como cuchillas.

Lyonel se inclinó con la rigidez de un hombre que no podía permitirse la fatiga.

“Majestad… he recibido confirmación de Antigua. Ser Gwayne Hightower se encuentra vivo, bajo la protección de la Fe. No ha muerto.”

El Rey parpadeó, desconcertado. 

“Vivo… entonces… ¿a quién lloramos?”

“Mi informe dice que el único Hightower que venía a la capital era Garth, su Alteza, Garth Hightower…”

La Reina interrumpió con furia contenida.

 “¡Mi otro hermano! ¡Garth! Se nos ocultó deliberadamente su paradero, y ahora su cuerpo ha sido arrojado como despojo a la orilla del mar. ¿Y quién gobierna sobre mares y costas? ¿Quién tendría algo que ganar con esta afrenta? ¡Los Velaryon! O quizás… alguien más, alguien que no teme mancharse las manos de sangre.”

Lyonel comprendió a dónde quería llegar. La Reina jamás se atrevía a nombrarla directamente, pero la sombra de la Princesa Rhaenyra pendía sobre cada palabra.

Viserys hundió la cara entre las manos.

“Ya no entiendo nada… uno oculto, otro muerto… ¿qué Dios permite que los hermanos de mi Reina caigan así? ¿Qué pecado hemos cometido para atraer tal desgracia?”

Lyonel avanzó un paso, su voz firme y grave.

“Majestad, con vuestro permiso, propongo que Ser Gwayne sea traído por la fuerza al trono. Debe responder por el oro robado de la guardia y por la desobediencia a vuestro llamado. Ningún hombre, por más noble que sea, puede esconderse bajo el manto de la Fe para escapar de la justicia real.”

El Rey alzó la mirada, sus ojos vidriosos por las lágrimas y la fiebre.

“No. No quiero más enfrentamientos con la Fe. No mientras el reino ya se tambalea. Déjadlo donde está… que los dioses se ocupen de él, y sobre él otro… poco podemos hacer sin pistas de quien fue el asesino.”

La Reina dio un paso hacia adelante, su voz temblando de indignación.

 “¿Y esa es vuestra justicia, mi señor? ¿Permitir que los asesinos anden libres? ¿Así recompensáis la lealtad de los Hightower? ¡Lord Lyonel, le ordeno que encuentre al asesino de mi hermano!”

Lyonel la observó en silencio, su rostro de piedra. Finalmente, inclinó apenas la cabeza.
“Con todo el respeto, Alteza, yo sigo las órdenes de mi Rey. No las de su consorte.”

El silencio fue absoluto. El Rey se estremeció en su asiento, Alicent apretó los labios hasta volverlos una línea blanca. Lyonel sostuvo la tensión sin parpadear, como si se aferrara a un filo invisible.

Finalmente, Viserys murmuró, casi suplicando: “Dejad este asunto. Que no se hable más de cadáveres ni de juicios. El reino necesita calma… paz…”

Pero Lyonel sabía bien que la calma no llegaría. Afuera, los rumores se agitaban como olas en tempestad: unos hablaban de Velaryon, otros de Valyria, y cada vez más, el nombre de la Princesa Rhaenyra surgía en labios que no sabían si rezar por su vida o celebrar su muerte.

El fuego en la chimenea de su solar apenas lograba combatir la humedad que se filtraba por los muros. Lyonel Strong estaba repasando por tercera vez el mismo pergamino cuando los pasos firmes de su hijo lo sacaron de sus pensamientos.

Harwin entró con la capa aún empapada por la lluvia. Se inclinó brevemente, pero no perdió tiempo en cortesías. 

“Padre, las calles comienzan a pudrirse. El pueblo murmura que el Rey no protege a nadie. La falta de pan, las celebraciones canceladas, la peste en los callejones… todo se junta. Y lo peor, son los rumores.”

Lyonel levantó la vista, su mirada cansada pero firme.

“¿Qué dicen ahora?”

Harwin respiró hondo, como quien carga con un peso que no desea soltar.

“Dicen que la Princesa Rhaenyra está verdaderamente perdida. He recibido informes de la sobrina de Lord Celtigar. Navegó hacia el hogar de la Princesa, con intención de unirse a la corte de la Princesa, pero no encontró a nadie salvo a mis hermanas. Ellas mismas me escribieron de vuelta, con palabras que me hieren decir: que no han sabido nada de la Princesa en lunas enteras. Temen por ella. Preguntan si acaso ha regresado en secreto a Poniente y si es por eso que no está con ellas.”

El silencio se alargó como un cuchillo en el aire. Lyonel cerró los ojos un instante, imaginando el rostro de la joven heredera, el peso de la corona que su padre había puesto sobre su cabeza, y la sombra creciente de rumores que pretendían borrarla de la memoria de los hombres.

Harwin prosiguió, con un dejo de frustración.

“El pueblo escucha esas historias, padre. Si no se le pone freno, pronto comenzarán a creer que la Princesa está muerta. Y ya sabes lo que sigue: los que apoyaban a su causa empezarán a dudar, los lores buscarán proteger sus propios intereses, y la Reina… la Reina encontrará en esos rumores el arma que necesitaba.”

Lyonel apoyó ambas manos en el escritorio, inclinándose hacia adelante. Su voz fue grave, casi un susurro, pero cargada de convicción.

“Yo estuve allí, Harwin. Yo escuché a su padre proclamarla heredera en el salón del trono. Mientras yo respire, esa proclamación no será olvidada ni silenciada por rumores. La Fe puede manipular, la Reina puede envenenar, pero la ley permanece. Y la ley protege a Rhaenyra.”

Harwin lo observó en silencio, con esa mezcla de respeto y cansancio que solo un hijo fiel puede mostrar.

“Entonces, ¿qué haremos?”

Lyonel lo miró fijamente, consciente de que cualquier decisión podía quebrar lo poco que mantenía al reino unido.

“Lo que siempre hemos hecho. Resistir. Mantener la calma donde todos pierden la razón. Y asegurarnos de que, cuando la Princesa regrese, encuentre aún un reino que valga la pena gobernar.”

El crujido de la madera en la chimenea fue lo único que rompió el silencio. Afuera, la lluvia seguía cayendo, como si el cielo mismo llorara la ausencia de la Princesa Rhaenyra.

Los días se sucedían con la monotonía del día a día en Desembarco, grises y húmedos, pero el solar de la Mano se llenaba cada jornada con más y más cuervos. Pergaminos lacrados con sellos de casas nobles del reino se amontonaban en su escritorio como brasas que ardían sin consumirse.

Lyonel los abría uno a uno, leyendo con atención el tono de cada misiva. Unas eran veladas, otras directas, pero todas compartían la misma pregunta disfrazada de cortesía:

“¿Está la Princesa Rhaenyra con vida?”

Algunos lores del Dominio pedían garantías para sus pactos de comercio con Volantis. Otros, del Norte, recordaban que su palabra de lealtad había sido dada a la hija del Rey y no a un fantasma. Desde el Nido de Águilas, el cuervo de Lady Jeyne Arryn era el más punzante:

“Lord Lyonel, os pido confirmación cierta. En el Valle, la sangre de los Arryn reconoce a su pariente, la Princesa Rhaenyra, como la única heredera legítima. Si vive, nuestro apoyo permanece firme. Si no… que los dioses os protejan al elegir nuevo rumbo, pues no reconoceremos a ningún otro hasta que la verdad sea revelada.”

Lyonel apretó el pergamino con fuerza, como si pudiera deshacer con sus manos la amenaza apenas velada en esas líneas.

Dejó escapar un suspiro, pesado como plomo. No podía compartir lo que Harwin le había contado sobre la sobrina de Lord Celtigar ni sobre sus hermanas. No mientras no hubiese confirmación. Divulgar esa duda sería darle a la Reina justo lo que buscaba: un vacío que llenar con su hijo.

Pero tampoco podía ignorar el peso de las casas que exigían respuesta.

Se levantó, caminando hacia la ventana que dominaba el patio de la Fortaleza Roja. Abajo, soldados entrenaban bajo la lluvia fina, sus espadas resonando contra escudos. Lyonel se aferró a esa visión: el orden aún existía, aunque fuera frágil, aunque se sostuviera solo en la disciplina de unos pocos hombres.

Murmuró para sí, como si quisiera convencerse: 

“Mientras yo viva, la heredera proclamada por el Rey sigue siendo Rhaenyra Targaryen. Los rumores no hacen reyes ni reinas. Las leyes, sí.”

Sabía, sin embargo, que la presión aumentaría. Los lores no esperaban meses enteros sin respuesta. Y si Lady Jeyne estaba preguntando en voz alta, pronto otros se unirían al coro.

El reino estaba al borde de un silencio peligroso: si no se llenaba con certezas, sería llenado con gritos.

Las plumas se desgastaban demasiado rápido para su gusto. En las últimas semanas había escrito más cartas que en todo el año anterior, cada una medida con el filo de la diplomacia.

A Lady Jeyne, su respuesta fue clara pero prudente:
“El paradero de la Princesa Rhaenyra aún no ha sido confirmado, pero las últimas noticias verificadas son que goza de buena salud y mantiene su lugar como heredera legítima proclamada por el Rey. Todo lo demás no son sino rumores, indignos de la atención de una dama de su talla.”

Cartas semejantes partieron hacia el Norte, el Dominio, el Oeste. Todas con la misma fórmula: negar la muerte sin confirmar la presencia, reforzar la legitimidad sin mostrar debilidad. Lyonel sabía que estaba conteniendo la marea con las manos desnudas, pero era mejor que rendirse al oleaje.

La segunda luna del año trajo consigo el onomástico de la Princesa Helaena. Siete años. Una edad que debía significar festejos, canciones, una demostración pública de la vitalidad de la Casa Real. La Reina Alicent insistió en que la celebración debía seguirse con todo su esplendor, como prueba de que el reino aún caminaba en el sendero de los dioses.

Pero el salón se mantuvo deslucido, las mesas apenas provistas, los cortesanos incómodos y el pueblo ausente. El peso de la escasez y el miedo había ahogado hasta la voluntad de festejar.

Lyonel, en su lugar de consejero, observó la escena con el ceño fruncido. El Rey Viserys permanecía sentado, apenas tocando el vino que le ofrecían, con la mirada perdida en algún recuerdo que nadie podía compartir. Cuando la Reina habló con un brillo forzado sobre la edad de su hija, el monarca soltó una risa amarga.

“A esa edad, Rhaenyra ya había montado a Syrax. La jinete de dragones más joven de la historia conocida.” Hizo una pausa larga, levantando la vista hacia la niña tímida que apenas osaba sonreír. “Y Helaena… bueno, ella respira.”

El silencio cayó como un manto pesado. Alicent palideció, los invitados bajaron los ojos y la propia Helaena, perdida en su mundo de insectos y flores, no pareció comprender el dardo que le lanzaba su propio padre.

Lyonel se mantuvo inmóvil, aunque en su interior lo corroía una punzada de vergüenza ajena. El reino necesitaba esperanza, pero lo único que había en esa sala eran comparaciones crueles y un aire de derrota.

Una cosa sí quedó clara para él: cada palabra del Rey, cada gesto de la Reina, cada ausencia de la Princesa alimentaban el fuego de los rumores. Y cada rumor era un golpe más contra el frágil muro que mantenía unido al reino.

El salón del consejo estaba impregnado de un aire enrarecido, mezcla de cera derretida y tinta fresca. Lyonel ocupaba su asiento con el peso del deber marcando cada pliegue de su rostro. El Rey, por primera vez en varias jornadas, presidía la mesa, aunque su figura parecía más una sombra desganada que la de un monarca.

Lord Tyland, con su tono calculador y gestos medidos, desenrolló un pergamino.

“Majestad, el comercio ha caído en casi un tercio desde que comenzaron los ataques piratas en Essos. Las rutas que conectaban Volantis con nuestras costas ya no son seguras, y…”

Lord Lyman Beesbury, con su voz anciana pero firme, asintió.

“Y cada día que pasa, el reino pierde monedas que no se recuperarán. Si no actuamos, las arcas se verán más vacías que nunca.”

Viserys apenas levantó la vista de la copa que giraba entre sus dedos.

“Fue Daemon quien derrotó a los piratas la última vez.” Una sonrisa vaga, casi infantil, curvó sus labios. “Y lo volvería a hacer si aquí estuviera.”

El silencio se extendió como un veneno lento. Lyonel sintió la impotencia hervirle bajo la piel. El Rey no daba ni soluciones ni permisos, solo recuerdos convertidos en cadenas.

Tras unos segundos, Viserys suspiró y se reclinó contra el respaldo.

“La Reina aún espera respuesta sobre lo que sucedió a su hermano.”

El gran maestre Mellos se aclaró la garganta.

“He recibido también cartas de Antigua, majestad. La Casa Hightower exige explicaciones, busca claridad sobre la desaparición de su hijo. No son los únicos: otros lores empiezan a preguntar lo mismo.”

Lyonel entrelazó las manos, midiendo sus palabras, cuando fue Harwin quien dio un paso al frente, interrumpiendo con un golpe sutil de la mano sobre la mesa.
“Con el debido respeto, Majestad, conviene recordar que el viaje de Lord Garth fue extraño desde el inicio. No vino a la corte bajo ordenes de la Corona. Tomó caminos distintos, habló con hombres que no debía, y apareció donde nadie lo esperaba. ¿De verdad creemos que fue víctima de un accidente? Quizás convenga preguntarnos qué hacía realmente en ese viaje.”

El impacto fue inmediato. Jasper Wylde levantó una ceja, interesado, mientras Tyland se inclinaba hacia adelante, oliendo la oportunidad de un giro.

Lyonel observó a su hijo con atención. Harwin no era un hombre de sutilezas políticas, pero sus palabras tenían filo. Bastaba con sembrar la duda. Y la duda podía cambiar el rumbo de los rumores.

El murmullo de voces entre los consejeros llenó el salón, ya no hablando de la desaparición del hermano de la Reina como una tragedia, sino como una posible maniobra de la propia Casa Hightower.

Lyonel no lo celebró. Sabía que solo habían cambiado la dirección de la tormenta, no que hubiesen hallado calma.

Cuando el consejo terminó, Lyonel buscó a su hijo entre los corredores que llevaban a la armería. El murmullo de guardias y el olor metálico del aceite para limpiar espadas acompañaban la conversación. Harwin lo esperaba con gesto sombrío, cruzado de brazos como quien carga un peso demasiado grande.

“Padre,” comenzó con tono grave, “hay algo que no mencioné frente a los demás. No confío en lo que se dice. Ya son demasiadas lunas sin noticias de la Princesa Rhaenyra ni del Príncipe Daemon. Los rumores crecen porque no hay nada que los contradiga. Y hay algo más.”

Lyonel alzó la vista, instándolo a continuar.

“Arlie Ryger apareció en la capital. Lo vi yo mismo, moviéndose entre los muelles, preguntando con cautela. Sabes tan bien como yo que no es un hombre que se arriesgue sin un motivo. Si ha venido hasta aquí, es porque teme lo peor. Él conocía la manera de comunicarse con ellos… si ha tenido que abandonar eso y buscar respuestas en persona, entonces la situación es mucho más grave de lo que admitimos.”

Lyonel apretó la mandíbula. El nombre de Ryger lo incomodaba. Era leal, pero leal a Rhaenyra por encima de todo. Si se movía, significaba que la desesperación ya había alcanzado incluso a los más discretos.

El Gran Salón estaba vacío cuando Lyonel se dirigió a los aposentos del Rey. El paso de los meses había dejado su huella: los tapices parecían más gastados, las antorchas ardían más débiles, y hasta los guardias tenían una expresión de cansancio eterno. Encontró a Viserys junto a la ventana, la barba descuidada y la mirada fija en el jardín real, donde los árboles apenas despertaban del invierno.

El monarca levantó los ojos con lentitud.
“Lyonel… ya es la tercera luna del año,” murmuró, su voz quebrada. “El cumpleaños de mi hija se acerca. Y yo… yo no sé dónde está. No sé si vive, si respira, si piensa en mí.”

Las palabras lo golpearon con la dureza de una confesión rota. Lyonel sintió el dolor de un padre detrás de cada sílaba. Durante un instante, el rey ya no parecía un soberano, sino un hombre anciano que había perdido el rumbo.

“Majestad,” respondió Lyonel con toda la calma que pudo reunir, “si me permites una sugerencia… La Princesa siempre tuvo un corazón generoso. Después de su cumpleaños, acostumbraba repartir pan y vino a los pobres de la ciudad, junto a su difunta madre. Era un gesto que traía esperanza a quienes nada tenían. Quizás podamos honrarla repitiendo esa tradición en su nombre. Que el pueblo sienta que ella sigue presente en sus vidas.”

Viserys cerró los ojos, como si las palabras lo transportaran a otro tiempo. Cuando los abrió, había un brillo de lágrimas que no ocultaba su fragilidad.
“Sí… sí, eso haré. Que así sea. Que el pueblo sepa que no la olvido. Que mi hija… que mi hija aún vive en el recuerdo de todos.”

El Rey se derrumbó contra el respaldo de la silla, y Lyonel inclinó la cabeza, respetuoso. Había logrado arrancarle un propósito, aunque fuera efímero.

No tardó en llamar a Elinda Massey. La doncella escuchó la orden con ojos brillantes y una emoción que no trató de disimular.
“Será un honor, mi señor. Lo organizaré todo. Pan recién horneado, vino para los que duermen en las calles, y que cada boca que lo pruebe sepa que es en nombre de la Princesa.”

Lyonel la observó alejarse, con la energía juvenil que contrastaba con el aire enrarecido de la corte. Había una chispa de vida en esa muchacha, algo que ni la decadencia del palacio había logrado apagar.

Cuando se quedó solo, respiró hondo. La capital olía a miedo, a rumores y a descomposición, pero también a resistencia. Si el pueblo podía recordar a su Princesa con un pedazo de pan y un sorbo de vino, quizás aún quedaba esperanza de mantener la unidad. Y Lyonel, aunque cansado, sabía que ese era su deber: sostener el reino sobre sus hombros, incluso si el Rey ya no podía hacerlo.

Era un gesto pequeño, casi insignificante frente a la tormenta que se avecinaba. Pero a veces, pensó Lyonel, un reino entero podía sobrevivir gracias a un solo recuerdo.




 

Viserys Targaryen 

El alba llegaba lenta sobre Desembarco del Rey, tiñendo de gris las torres de la Fortaleza Roja. El aire olía a humedad y a brasas apagadas, como si incluso el amanecer se negara a traer esperanza. Desde hacía semanas, el rey Viserys apenas dormía; se alzaba de madrugada y vagaba por sus aposentos, buscando entre cartas, mapas y recuerdos algo que le dijera dónde estaba su hija.

El onomástico de Rhaenyra se acercaba, y con él un dolor que le atravesaba el pecho. Cada año, ese día lo había llenado de orgullo: su primogénita, su luz, la niña que un día montó a Syrax con apenas siete años y se convirtió en la jinete más joven de la historia. Pero ahora el silencio lo devoraba. No había cartas, no había cuervos, no había noticias. Solo rumores venenosos que hablaban de Valyria, de Daemon, de muerte y cenizas.

Viserys se aferraba a su fe como un náufrago a una tabla rota. No podía, no quería creer que ella hubiese desaparecido para siempre. Se obligaba a repetirlo en voz baja cada noche, como un rezo:
“Mi hija vive. Mi heredera vive.”

En la sala del consejo, había notado las miradas esquivas, las voces que se apagaban cuando él entraba. Mellos, siempre prudente, no ocultaba su sombra de duda. Jasper Wylde ya hablaba de leyes y sucesiones con demasiado entusiasmo. Y la Reina… la Reina, con susurros suaves y palabras envenenadas, insistía en que sus hijos debían ocupar el lugar de Rhaenyra.

Pero no. Eso jamás. Mientras Viserys respirara, nadie arrancaría la corona de su hija.

El Rey caminó hasta la mesa donde descansaba la corona de Aemma Arryn, guardada en un cofre de madera oscura. La abrió con manos temblorosas y pasó los dedos sobre el metal frío. Cada vez que lo hacía, recordaba a su primera esposa, a sus ojos claros, a la promesa que había roto al perderla. Rhaenyra era lo último que le quedaba de Aemma. Negarle el trono sería traicionar no solo a su hija, sino también a la mujer que había amado de verdad.

Los informes que le traía Lyonel no bastaban. Cartas enviadas al Valle, respuestas diplomáticas, promesas vacías. El pueblo murmuraba, las tabernas estaban llenas de historias que lo enloquecían: que Rhaenyra había muerto en un templo en ruinas, que Daemon la había arrastrado al infierno, que sus dragones se habían rebelado y los devoraron. Mentiras. Todo mentiras. Y sin embargo, cada palabra calaba como una daga en su carne, porque no tenía nada para negarlas.

Viserys se obligó a enderezarse, aunque la enfermedad lo encorvara cada día más.

“No cederé,” murmuró frente al espejo, viendo un reflejo que apenas reconocía. “No nombraré otro heredero. Ella es mi sangre, mi primogénita, la legítima. Rhaenyra reinará. Con o sin mí.”

El eco de su voz resonó en la habitación vacía, frágil y firme a la vez. En ese instante comprendió que su propia fe en ella era lo único que mantenía al reino unido. Si él dudaba, el reino caería en pedazos.

Por eso, aunque el dolor lo devoraba y la soledad lo hundía, Viserys se juró que jamás dejaría de repetirlo: Rhaenyra vive. Rhaenyra es mi heredera.

Las campanas resonaban sobre la ciudad, llamando a los pobres a las plazas donde se repartían pan y vino. Viserys lo observaba desde el balcón de la fortaleza, con las manos temblorosas apoyadas en la baranda de piedra. Debajo, los hombres de la guardia descargaban los barriles y las cestas de pan negro, y las multitudes se agolpaban con la voracidad del hambre.

Por un instante, cerró los ojos y pudo imaginarla. Rhaenyra, con sus cabellos de plata trenzados al viento, sonriendo mientras entregaba una hogaza a un niño harapiento. Recordó la forma en que Aemma siempre la acompañaba, la delicadeza con la que enseñaba a su hija a honrar al pueblo. Era su día, el onomástico de la princesa, pero ella no estaba. Nadie sabía si seguía viva. Y aunque las voces del pueblo agradecían el pan, lo que Viserys sentía era vacío. Una ceremonia hueca, un recuerdo sin carne ni calor.

“Para ella,” murmuró, aunque nadie lo escuchara. “Todo esto es para ella.”

El eco de pasos suaves lo arrancó de su ensimismamiento. Alicent se acercó, su vestido verde bordado con hilos de oro brillando bajo la luz tenue. Su expresión era fría, implacable.

“Curioso,” dijo con voz baja pero afilada. “Para el onomástico de Helaena, que cumplió siete años, no hubo banquetes, ni vino, ni siquiera un gesto. Pero para tu hija perdida… para la que quizá ya esté muerta… haces que se reparta pan a todo Desembarco.”

Viserys apretó la baranda hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

“Rhaenyra es mi heredera. La sangre de mi linaje. No compares.”

Alicent no retrocedió. Dio un paso más cerca, alzando el mentón.

“El onomástico de Aemond se acerca en dos lunas. No tiene dragón, pero es un príncipe. Es tu hijo. ¿No merece al menos la ilusión de ser celebrado? ¿De ser reconocido como parte de la familia real, no como una sombra olvidada?”

La furia de Viserys estalló entonces, contenida por demasiado tiempo. Se volvió hacia ella, su rostro enrojecido, los ojos ardiendo de lágrimas contenidas.

“¡No! No habrá celebración. No habrá festines ni música ni desfiles para ninguno de tus hijos mientras yo viva. No reemplazaré a mi hija, no haré de cuenta que está muerta. ¿Me has entendido?”

El silencio cayó entre ambos como un muro. Alicent lo sostuvo con la mirada, pero por primera vez no respondió. La tensión en sus labios, sin embargo, lo dijo todo: no se rendiría.

Viserys volvió a mirar la plaza, donde la gente aplaudía agradecida. No escuchaba sus voces. Solo oía la de Rhaenyra, de niña, llamándolo con ternura.

“Kepus.”

La palabra lo atravesó como una lanza. Y comprendió que, aunque todo el reino la diera por muerta, él no dejaría de buscarla, ni de llamarla su heredera.

La noche cayó pesada sobre la Fortaleza Roja. Viserys permanecía en sus aposentos, rodeado por el olor de ungüentos rancios y el susurro de las velas. Sus dedos, deformes por la enfermedad, acariciaban un anillo vacío en su mano, el mismo que una vez Aemma le besaba con dulzura.

Pensó en ella, en sus ojos suaves, en la voz que calmaba incluso las tormentas de su carácter. “¿Me castigas, Aemma?” susurró al vacío. “¿Es este mi pago por no haberte salvado? ¿Por obligarte a darme un hijo que te quitó la vida?” Cerró los ojos y la vio, intacta en su memoria, llevando de la mano a Rhaenyra por los pasillos del castillo, enseñándola a ser fuerte. Esa visión lo partía y lo sostenía al mismo tiempo.

El tiempo seguía avanzando, y con él las heridas abiertas. La luna giraba y se acercaba ya el onomástico de Aemond. Viserys lo sabía porque Alicent no dejaba de recordárselo, con una determinación fría que le helaba los huesos. Esta vez, ella no permitiría que pasara en silencio.

Decidió organizar un té para las damas de la corte, un gesto sencillo, una forma de mostrar a su hijo como digno de reconocimiento. Pero las sillas se quedaron vacías. Una tras otra, las damas alegaron enfermedad, viajes, compromisos. No había té, no había risas. Solo un salón desierto que olía a fracaso.

La Reina regresó furiosa, con los ojos inyectados en rojo, como si hubieran escupido en su honor. Se plantó frente a Viserys y lo acusó sin rodeos:
“Es culpa de ella. De tu hija. Nadie me respeta porque todos esperan a Rhaenyra, porque la prefieren incluso en su ausencia.”

Viserys, cansado y cada vez más quebrado, alzó la voz con una fuerza que no creía quedaba en él. 

“No, Alicent. Es culpa tuya. Las damas de la corte entienden lo que tú no: que eres desconsiderada, que desobedeces mis órdenes reales, que buscas reemplazar a mi hija cuando yo jamás lo haré. Ellas lo ven claro. Y tú no.”

El silencio quedó espeso entre ambos. Alicent, rígida, parecía una estatua a punto de quebrarse. Viserys, exhausto, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, preguntándose si alguna vez volvería a ver a Rhaenyra para poner orden en aquel caos.

El amanecer había traído un cielo límpido, como si los dioses se apiadaran de Desembarco del Rey por un instante. Viserys se encontraba medio dormido en su silla, cansado de los reproches, de los rumores y de los silencios. Entonces, un guardia irrumpió en sus aposentos con una reverencia torpe, apenas capaz de ocultar su agitación.

“Majestad… un barco ha llegado al puerto. Trae un mensaje… de la Princesa.”

Viserys se irguió de golpe, sintiendo que el corazón le golpeaba en el pecho con fuerza que creía perdida.

 “¿De Rhaenyra?”

El guardia asintió, y aquello bastó. El Rey ordenó que la corte se reuniera de inmediato en el salón del trono.

La noticia corrió como fuego en rastrojo. Para cuando Viserys avanzó, sostenido por dos criados, el salón bullía de murmullos. Nobles, damas, caballeros: todos se habían congregado, atraídos por la esperanza, por la curiosidad o por el morbo.

Los pasos del Rey resonaron en la sala como tambores de guerra. En su pecho, cada latido era una plegaria: “Está viva… está viva.”

El mensajero, un hombre curtido por el mar, aguardaba en el centro del salón. Sus ropas estaban gastadas, y en sus manos sostenía un cofre pequeño, cerrado con un sello inconfundible: el dragón de tres cabezas, grabado en cera roja.

Un murmullo emocionado recorrió la corte. Algunos se persignaron, otros inclinaron la cabeza. Incluso los que habían deseado su desaparición contenían el aliento, ansiosos por escuchar.

Viserys descendió con esfuerzo los últimos escalones del trono. El silencio cayó sobre el salón, tan profundo que se escuchaba el crujir de las antorchas.

“Habla,” ordenó con voz quebrada pero firme. “Dime qué trae mi hija.”

El mensajero se inclinó y alzó el cofre. 

“Majestad, la Princesa Rhaenyra me confió este mensaje, con juramento de sangre de que debía llegar a sus manos y solo a las suyas.”

Los nobles se agitaron, expectantes, como si todos quisieran arrebatarle las palabras antes de que fueran dichas.

Viserys alargó la mano temblorosa y posó los dedos sobre el sello de su hija. En ese instante, por primera vez en lunas, sintió que respiraba de verdad.

La abrió con manos temblorosas y subió los últimos pasos al trono de Hierro, dejándose caer en él mientras el aire escapaba de sus labios por la emoción.

Una pequeña sonrisa escapó de sus labios al notar que estaba escrita en Valyrio.

Por supuesto que sí…

Padre,

No sé si aún deseas recibir cartas mías, pero ruego que leas estas palabras que te envío con todo mi corazón. Incluso si decides no responder jamás, me imagino que te alegrarás por mis noticias y eso me ilusiona.

Deseo compartir contigo la noticia más feliz: estoy embarazada, y en mis entrañas siento con certeza que es una niña.

Mi Visenya…

Oh, padre, no hay mayor alegría que esta. Daemon está exultante; apenas puede contener su felicidad. Se desvive en regalos, en cuidados, en promesas de un futuro brillante para nuestra hija. Y mi hijo, tu nieto, aunque todavía es tan pequeño que no comprende del todo lo que significa ser un hermano mayor, sonríe cada vez que lo acerco a mí y le hablo de la llama gemela que lo acompañará.

Pero debo confesarte algo más. Mi sanadora insiste en que mi condición es delicada, distinta a la de mi primer embarazo. Me exige reposo absoluto. Daemon ha tomado cada carga sobre sus hombros para que yo solo conozca la tranquilidad, pero aún así no puedo dejar de temer. Apenas ha pasado una luna desde que supe de mi estado, y los riesgos son muchos. Aún así, mi esperanza es mayor.

Padre, hay algo más que deseo pedirte. Es mi ilusión que mi hija, mi Visenya, tenga en su cuna un huevo de dragón, como yo lo tuve una vez. Sé que en el Pozo de Dragones aún quedan huevos, y en Rocadragón también. No me atrevo a tomar uno sin tu permiso. Te ruego que me lo concedas.

Recibe estas palabras con amor, como si fueran caricias de tu hija, que te añora en cada amanecer y en cada sueño.

Es una de mis esperanzas que algún día tengas la oportunidad de conocer a mis hijos… 

Siempre tuya,
Rhaenyra

Viserys sostuvo la carta contra su pecho, como si con ese gesto pudiera acortar la distancia entre él y su hija. Las palabras de Rhaenyra lo atravesaban como un cuchillo envuelto en seda: alegría y miedo, esperanza y fragilidad. Una nieta. Una nueva vida que llevaba el nombre de Visenya, eco de los orígenes, una de las más grandes guerreras de la Casa Targaryen.

Sintió que las lágrimas le nublaban la vista. La corte murmuraba ansiosa a su alrededor, esperando que el Rey compartiera lo que había leído. Pero no lo hizo. Esas palabras eran suyas, íntimas, un puente entre padre e hija que no estaba dispuesto a exponer al hambre de rumores.

La corte, los Lores, ninguno de ellos merecía tal cortesía, no cuando solo hablaban de la muerte, de la desaparición de su hija, y le robaban la esperanza.

Levantó la vista hacia el mensajero. Su voz salió más áspera de lo que pretendía “Dime… ¿mi hija? ¿Cómo se encuentra mi Princesa?”

El guardia tragó saliva, nervioso ante tantos ojos clavados en él.

“Majestad, recibí esta carta de manos del mismísimo Príncipe Daemon en Volantis. Me ordenó traerla sin demora. La Princesa… ha enviado otras misivas, desde su residencia... El Príncipe me pidió insistir en que necesitaba su bendición… en especial para lo del huevo de dragón, pero más allá de eso, un simple mensajero como lo es su servidor, no tiene contacto alguno con la Princesa, Majestad… Lo que sí se es que lamenta no haber recibido respuesta alguna de Su Majestad. ”

Viserys sintió que el suelo se le abría bajo los pies. Su respiración se volvió entrecortada.

Recordó los meses pasados, el enojo desatado tras el despido de Otto, su furia, la tristeza que lo devoraba. Sí, había enviado decretos, respuestas generales, selladas con su nombre, pero ninguno llevaba la calidez de un padre hacia su hija. Ninguna carta había sido dirigida a Rhaenyra con sus propias manos.

Se llevó una mano temblorosa a la frente. “Dioses… qué he hecho.” El silencio de su hija no había sido un castigo, como él temía, sino una súplica ignorada por su propia ceguera. Ella había esperado, había escrito, y él, sumido en su orgullo y dolor, había respondido con el frío de un Rey, no con el amor de un padre.

El murmullo de la corte creció, impaciente. Querían saber qué decían aquellas páginas. 

El Rey apretó con fuerza la carta contra su pecho, sintiendo que aún latía con la calidez de las manos de su hija. El murmullo de la corte lo apremiaba, pero Viserys se incorporó con una determinación inusual.

“Mi hija, la Princesa Rhaenyra, me ha hecho llegar una petición,” declaró, su voz resonando clara en el salón. “Y yo, como Rey, como padre, decreto que su petición será cumplida. Uno de los huevos del Pozo del Dragón será destinado al bebé que lleva en su vientre.”

El silencio que siguió se rompió con exclamaciones de asombro. Algunos nobles se inclinaron, otros intercambiaron miradas turbias. No era poca cosa ordenar que un huevo de dragón fuera reclamado en nombre de un heredero aún no nacido.

Viserys alzó una mano para silenciar los murmullos. “Ese es mi decreto. Nada más.” Luego se volvió hacia el guardia, que seguía aguardando con respeto. “Debes esperar mi respuesta. No partirás sin ella.”

El hombre inclinó la cabeza con firmeza. “Esperaré el tiempo que sea necesario, Majestad. Así me lo ordenó el Príncipe Daemon, también tengo una nota del Príncipe para usted si desea leerla, Majestad.”

Viserys asintió, agotado por la tensión, y emprendió el regreso a sus aposentos. Cada paso era un peso, pero en su interior llevaba un respiro de esperanza. Su hija vivía. Su sangre florecía en un nuevo vientre.

En el pasillo lo aguardaba Alicent. Su mirada, fría y brillante como acero recién afilado, se posó en la carta que él sujetaba aún contra su costado.

“¿Qué te ha escrito, mi señor?” preguntó con un tono dulce que apenas enmascaraba la urgencia. “¿Qué misterio escondes en esas páginas?”

Viserys no respondió. Intentó pasar de largo, pero Alicent extendió una mano, rozando la carta con la punta de los dedos.

“Un huevo, dicen los murmullos,” continuó, la voz cargada de reproche. “¿Piensas otorgarle un huevo de dragón a la hija que nos ha abandonado, mientras nuestros propios hijos carecen de tal privilegio? Aemond aún espera, y yo he rogado que reciba el mismo honor. ¿Y ahora… se lo darás a un nieto que aún ni ha nacido?”

Viserys se detuvo. Su espalda se tensó como si soportara el peso de todo el reino. Giró apenas el rostro, y con un hilo de voz, pero firme, respondió:

“Rhaenyra es mi heredera. Y su petición será cumplida. No discutas este asunto conmigo, Alicent, porque no cambiaré de parecer.”

El rostro de la Reina se endureció, pero no replicó. Solo lo observó con ese silencio que para Viserys siempre pesaba más que las palabras.

Él prosiguió hacia sus aposentos, cerrando la puerta tras de sí con el corazón palpitando. En su interior sabía que aquel decreto encendería nuevas hogueras en la corte. Pero por primera vez en mucho tiempo, sintió que había actuado como debía: como padre.

Viserys había ordenado encender más velas en sus aposentos, aunque la luz temblorosa solo lograba remarcar las sombras en sus arrugas y la palidez de su piel. Sobre la mesa descansaba la carta de Rhaenyra, abierta, y a su lado una hoja en blanco. Había mojado la pluma en tinta dos veces, pero aún no lograba escribir una sola palabra. ¿Cómo empezar? ¿“Hija mía”? ¿“Princesa”? Cada título se le antojaba insuficiente para el peso de su culpa.

Quería escribir como padre, no como Rey. Quería decirle que la había extrañado, que la soñaba cada noche, que la amaba más allá de cualquier duda. Pero antes de que pudiera trazar una línea, las puertas se abrieron de golpe.

Alicent irrumpió con los ojos enrojecidos, el cabello suelto y la furia desbordada. Ya no había sonrisa cortés ni voz contenida. La Reina se mostraba desnuda en su rabia.

“¡No lo permitiré!” gritó, avanzando hacia la mesa. “¡No gastarás los huevos de dragón de esta casa para alimentar los caprichos de esa mujer! ¡No mientras mis hijos respiran!”

Viserys la miró con cansancio, la pluma aún en la mano.

“Es mi hija. Mi heredera. Y su petición es justa.”

“¡Tu heredera te ha abandonado!”, vociferó Alicent, con las manos crispadas. “¿Y aún así la premias, mientras Aemond mira desde la sombra, sin huevo, sin reconocimiento? ¿Mientras Aegon crece sin que se le permita aprender los deberes que algún día serán suyos? ¡Es una burla, Viserys, una burla a tu corona y a mí!”

Viserys se puso en pie con dificultad, golpeando la mesa con la palma temblorosa.

“¡Basta, mujer! ¡No compares a mis nietos con tus hijos! Rhaenyra es mi sangre, mi primogénita, la promesa que hice a este reino. No la nombraré menos por tus quejas.”

Las venas se marcaron en el cuello de Alicent. Ya no intentaba disimular nada. Su voz se quebraba entre gritos y sollozos de frustración.

“¡No entiendes, no quieres ver! ¡Ella te destruirá! ¡A todos nosotros!”

Antes de que Viserys pudiera responder, la puerta volvió a abrirse. Esta vez entró Lord Lyonel Strong, con el ceño fruncido, seguido por el mensajero de Rhaenyra. El viejo consejero no ocultaba su incomodidad: había escuchado los gritos desde el pasillo.

“Majestad,” dijo con voz grave, “no es prudente alzar la voz de este modo en la Fortaleza. La corte se alimenta de rumores, y cada palabra que escape de estas paredes se convertirá en veneno.”

Alicent lo miró con odio apenas contenido.

“¿Vos también, Lord Mano? ¿Vos también os arrodilláis ante esa niña descarriada?”

Lyonel inclinó la cabeza, sin perder la calma.

“Me arrodillo ante la ley, Alteza. Y la ley dicta que la Princesa Rhaenyra es la heredera. No hay discusión posible.”

El mensajero, aún con el cofre en brazos, dio un paso adelante, como si quisiera recordar su presencia.

“Majestad… ¿desea el mensaje del Príncipe?”

Viserys, agotado, volvió a sentarse. El rugido de Alicent aún resonaba en sus oídos, pero miró al mensajero y luego a Lyonel.

“Si… pero permiteme escribir mi carta a mi hija antes de leer las palabras… las palabras de mi maldito hermano.” murmuró. “Mi hija recibirá mis palabras y luego lidiare con Daemon.”

Alicent dio un grito ahogado, pero Lyonel la contuvo con la firmeza de su mirada. El Rey apoyó la frente sobre la carta en blanco y, por primera vez en lunas, sintió que podía escribir como padre, no como soberano.

El silencio que siguió a sus palabras se sintió como un filo. Viserys golpeó la mesa con la pluma y levantó la mirada, sus ojos cansados brillando con una chispa de autoridad que hacía tiempo no mostraba.

“¡Dejadme solo!” rugió. “Nadie más, ni siquiera vos, Lyonel. Quiero escribir a mi hija sin voces a mi alrededor.”

Alicent se crispó, como si esas palabras la hubieran abofeteado. Sus labios se torcieron en una mueca de furia, y con un movimiento brusco de su vestido verde, giró sobre sus talones y salió de la sala, su voz aún resonando en el pasillo.

“¡Todo lo que sufres es por ella! ¡Ella te arruinará, como arruinó ya a este reino!”

Lyonel inclinó la cabeza, aceptando la orden sin replicar, aunque sus ojos permanecieron fijos en el Rey, como un padre preocupado por un hijo perdido. Finalmente, dio un paso atrás y salió, quedándose en el corredor junto al mensajero, que aguardaba pacientemente con el cofre vacío entre las manos.

Viserys quedó solo. La carta de Rhaenyra descansaba abierta frente a él, y la hoja en blanco aguardaba, expectante. Tomó aire y sumergió la pluma en la tinta. Las primeras palabras fueron torpes, las letras manchadas, pero pronto el peso de lo no dicho fluyó con la fuerza de un río contenido demasiado tiempo.

 

Hija mía,

No sabes cuánto lamento el silencio que ha pasado entre nosotros. Durante lunas he debido lidiar con el desastre que dejó Otto Hightower al abandonar la corte. Él había envenenado mi casa con sus intrigas y, lo confieso, había ocultado incluso tus cartas, robándome lo único que me daba paz: tus palabras.

No es disculpa suficiente, pero sí mi verdad. Si callé, no fue porque no te pensara, sino porque estaba rodeado de traiciones y ciego de dolor.

He leído con el corazón abierto tus palabras sobre la vida que crece en tu vientre. Mi nieta. Mi Visenya. No hay mayor bendición para mí que saber que la sangre de mi linaje sigue ardiendo en tu casa.

Tu deseo será cumplido. Tendrá su huevo de dragón, como tú lo tuviste, y para asegurarlo enviaré guardias de mi confianza. Lo recibirás de sus propias manos, sin riesgo ni demora.

Mi único ruego es que, cuando llegue el momento, cuando tu hija vea la luz y el peligro se aparte, regreses a casa. Que vengas con tu hijo y tu niña, y que vuelvas a mí. Te extraño, Rhaenyra. No hay trono ni corona que me importe más que verte a salvo.

El lugar de mi heredera es al lado de su Rey. 

Siempre,
Tu padre.

Viserys dejó la pluma caer, exhausto. No mencionó a Daemon, no quiso. No podía traerlo a esas líneas sin sentir que oscurecía las palabras dedicadas a su hija. Esta carta era para ella, solo para ella.

Alzó la vista hacia las llamas de la chimenea, y por primera vez en mucho tiempo sintió un destello de alivio. Había escrito como padre, no como rey. Y aunque la corte rugiera con rumores y Alicent bramara de furia, en esas páginas había recuperado un lazo que se negaba a perder.

Con manos temblorosas, selló el pergamino con el dragón tricéfalo y llamó al guardia para que se lo entregara.

El guardia aún no se había marchado cuando, con cierta vacilación, alzó otro pergamino sellado con cera oscura.

Viserys arrebató el pergamino de sus manos con desconfianza. Rompió el sello y comenzó a leer. Bastaron unas líneas para que su rostro enrojeciera, sus dedos se crisparan sobre el papel y la sangre le rugiera en las sienes.

Las palabras de Daemon eran como siempre: venenosas, burlonas, escritas con una ironía hiriente.

“Hermano, imagino tu sorpresa al saber de Rhaenyra por mis manos. Al fin, todas tus maquinaciones, todos tus decretos, me han servido para recordarte lo que ya es mío. Sí, mío. Ella duerme en mis brazos, me sonríe, me da hijos. Y aunque nunca nos recibas en los Siete Reinos, aunque pretendas olvidarnos, yo ya he ganado, porque tengo a Rhaenyra, porque soy yo quien comparte su lecho y su vida. Si deseas responder, hazlo; si deseas callar, también. Ninguna palabra tuya borrará el hecho de que ella es mía.”

Viserys apretó tanto el pergamino que lo arrugó. Sintió que el corazón le iba a estallar en furia y humillación. No solo la desvergüenza del incesto, sino el tono insolente, la burla de un hermano que disfrutaba en restregarle lo que jamás podría controlar.

El Rey respiró hondo varias veces, tratando de sofocar la ira antes de ordenar quemar la carta allí mismo. Pero no lo hizo. En lugar de eso, pidió otro pergamino y, con manos temblorosas, comenzó a escribir.

Daemon,

Si en algo queda verdad en tu sangre, entonces escucha lo que te ordeno como Rey y te ruego como hermano.

No me importa la insolencia de tus palabras ni tus provocaciones. Lo único que me importa es que cuides de Rhaenyra. Que la protejas con tu vida, si es preciso, porque ella es mi hija, la única heredera del Trono de Hierro, y la sangre más preciada que corre por mis venas.

Traedla a su verdadero hogar tan pronto como sea posible. A mi lado. Al lugar que le pertenece.

Cumple esto, y todo lo demás será perdonado.

Viserys Targaryen
Rey de los Ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres.

Al sellar la carta, el Rey dejó escapar un suspiro largo, como si el aire que expulsaba fuera veneno contenido. Daemon podía burlarse, podía escribir con la arrogancia de un hombre que se creía vencedor, pero al final debía obedecer. Y si no lo hacía… entonces Viserys juró que encontraría la forma de traer a Rhaenyra de regreso, con o sin él.

La mañana llegó envuelta en rumores que corrían como fuego entre los pasillos de la Fortaleza Roja. Todos hablaban del huevo prometido a la nieta aún no nacida del Rey. Viserys había pasado la noche sin dormir, oyendo aquel murmullo extenderse desde las cocinas hasta las cámaras de los lores.

Cuando entró en el salón del desayuno, el Consejo ya lo esperaba. Mellos con la gravedad fingida de los que creen saberlo todo, Jasper Wylde con su fría expresión de cuervo, Beesbury inclinado sobre tablillas temblorosas, Tyland con mirada calculadora. Y Alicent… de pie, con su vestido verde resplandeciendo bajo la luz de la mañana, los ojos centelleando con furia contenida.

Fue ella la primera en hablar, sin rodeos ni disfraces.

“Majestad, si vais a entregar un huevo de dragón, que sea para Aemond. Es vuestro hijo, y aún no tiene lo que sus hermanos sí. Merece ese honor más que una niña que ni siquiera ha nacido.”

El silencio se apoderó de la mesa, pesado, expectante. Lyonel inclinó la cabeza hacia un lado, observando sin intervenir. Mellos apretó los labios como si aprobara aquella lógica, y Tyland fingió neutralidad mientras disfrutaba del espectáculo.

Viserys apoyó las manos en la mesa. La ira le recorrió los huesos como un incendio.
“No. Ese huevo será para el bebe de Rhaenyra. Y lo escogeré yo mismo.”

Las voces estallaron alrededor. Mellos habló de precedentes. Wylde farfulló sobre leyes y tradiciones. Beesbury trató de mencionar cuentas y tesoros, pero su voz se perdió en el estruendo. Alicent dio un paso adelante, el rostro enrojecido de rabia.

“¿Rechazas a tu propio hijo en favor de un niño que no conoces, de un embarazo que quizá ni llegue a término? ¿Así valoras a tu casa, Viserys? ¿Así valoras a mis hijos?”

El Rey se levantó de golpe. La corona se ladeó sobre su frente, pero su voz tronó con la fuerza de un martillo.

“¡Sí! Porque Rhaenyra es mi heredera, y su hija llevará el futuro de esta dinastía en la sangre. Ese huevo no será de Aemond, ni de ningún otro. Será de mi nieta, y será yo, no Daemon, quien lo escoja. Como él me robó ese derecho con Rhaenyra, yo lo tomaré ahora.”

El eco de sus palabras retumbó en las paredes. La Reina apretó los puños, los labios convertidos en una línea de veneno. Los consejeros bajaron la vista.

Viserys respiró hondo, tambaleándose apenas, pero su resolución era inquebrantable.

“Lord Lyonel,” dijo, señalando a su Mano, “vos me acompañaréis. El resto, fuera. Este asunto está resuelto. Hoy mismo aseguraré el huevo de mi nieta.”

Alicent fue la última en salir, arrastrando su furia con un silencio glacial.

Viserys se quedó mirando la mesa vacía. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que había recuperado algo de control. Una decisión tomada por él, en sus propios términos. Una decisión que no dejaría en manos de nadie más.

El sol apenas había trepado sobre las murallas cuando Viserys salió de la Fortaleza Roja, envuelto en su capa real, acompañado por Lyonel Strong.

El carruaje los llevo tranquilamente por las calles de la ciudad hasta el Pozo del Dragón.

Caminaban despacio, pues el Rey ya no tenía el vigor de antaño, pero cada paso llevaba la determinación de un hombre que había tomado una decisión inquebrantable.

Lyonel rompió el silencio en el camino hacia el Pozo de Dragones. Su voz, grave y cauta, resonó como si temiera romper algo frágil.

“Majestad, debo preguntarlo. ¿Está realmente viva la Princesa? Los rumores son cada vez más oscuros, y vos… vos habéis afirmado con tal firmeza que no puede quedar duda. Pero… ¿tenéis confirmación de dónde está?”

Viserys apretó los labios. Sus dedos temblorosos se cerraron sobre el bastón con el que se apoyaba.

“No lo sé, Lyonel. No mencionó dónde se encuentra. Solo me escribió con su propia mano. Esa es su letra, sin duda alguna. Y está en valyrio. No es algo que cualquiera pueda falsificar.”

Lyonel asintió, aunque sus ojos mostraban la inquietud de un hombre que deseaba certezas y solo recibía esperanzas.

Al llegar al Pozo de Dragones, el hedor de azufre y cenizas les envolvió. El eco de los pasos en la vasta cúpula retumbaba como si resonara dentro de una caverna viva. Los guardianes del pozo se adelantaron, inclinándose profundamente ante el Rey. Uno de ellos, de barba gris, tomó una antorcha y los guió hacia las cámaras donde se conservaban los huevos no reclamados.

El lugar era solemne, un santuario de fuego apagado. Cofres de piedra volcánica, abiertos uno a uno, mostraban huevos en reposo: negros con vetas rojas, verdes jaspeados, dorados con grietas que brillaban a la luz de la antorcha. Cada uno parecía latir en silencio, como si guardara un secreto antiguo.

Viserys los observó con los ojos entornados, sus dedos rozando con reverencia la superficie rugosa de uno, luego de otro. Pero ninguno se sentía adecuado. Ninguno lo llamaba. En cada huevo veía reflejada la sombra de Daemon, la burla de su hermano, la insolencia de su carta. Y sabía que aquel regalo no podía ser elegido al azar.

Se volvió hacia Lyonel con una mezcla de frustración y certeza.

“No. Ninguno de estos es digno de mi primera nieta. No será aquí donde lo encontremos.”

Lyonel arqueó una ceja, sorprendido.

“¿Entonces… dónde, Majestad?”

Viserys enderezó la espalda, su voz cargada de un orgullo que parecía prestado de un tiempo pasado.

“En Rocadragón. Allí debe estar. En la fortaleza de mi Casa, entre los restos de fuego y piedra donde nacen nuestros dragones. Solo allí hallaremos un huevo digno de la hija de Rhaenyra.”

El eco de sus palabras se perdió en la vastedad del Pozo, pero para él fue un juramento. No importaba el cansancio, no importaba la furia de la Reina ni las dudas del Consejo. Él mismo llevaría a Rocadragón el peso de escoger el huevo que reposaría en la cuna de su nieta.

Era su derecho como Rey. Y, más aún, su deber como padre.

El barco avanzaba lento, pero seguro, sobre las aguas verdes y serenas de la bahía. El cielo estaba despejado, y el viento empujaba las velas con firmeza. Para Viserys, que no solía confiar en los caprichos del mar, aquello era una señal clara. Los dioses me bendicen, me abren el camino para traer a mi hija de vuelta.

Apoyado contra la borda, con el aire fresco en el rostro, se permitió cerrar los ojos y dejar que los recuerdos lo embriagaran. Recordó la primera vez que había llevado a Rhaenyra a Rocadragón, apenas una niña, preguntando sin cesar, maravillada ante las alas de Syrax. Recordó su risa clara, su asombro al ver el mar golpear contra los acantilados. Ese día, había sentido que todo estaba bien, que el futuro de su Casa era luminoso.

Lord Lyonel lo interrumpió con suavidad, acercándose con respeto.

“Majestad, si me permitís hablar de un asunto delicado… ¿qué lugar tendrán vuestros hijos en la corte, ahora que los rumores son tantos y la Princesa sigue en el extranjero? El reino observa. El pueblo murmura.”

Viserys abrió los ojos y lo miró con severidad, aunque su voz se mantuvo tranquila.

“Rhaenyra es mi heredera. Ella ya tiene un hijo, y ahora tendrá una hija, como siempre soñé. Eso basta para asegurar la sucesión.”

Lyonel se detuvo, sorprendido.

“¿La Princesa… ya es madre?”

El Rey asintió, con un destello de orgullo en la mirada.

“Sí. Me lo escribió. Un niño fuerte, que pronto tendrá a su llama gemela en esta niña que nacerá. Mis nietos son la promesa de mi linaje.”

Lyonel inclinó la cabeza, respetuoso, pero no ocultó su desconcierto.

“¿Y cómo se llama vuestro nieto, Majestad?”

El corazón de Viserys dio un vuelco. Su mente buscó entre las líneas de la carta de Rhaenyra, pero el nombre no estaba allí. Había hablado de él, sí, de su sonrisa, de su inocencia, pero jamás lo había nombrado.

Viserys apretó la baranda con dedos temblorosos.

“No… no me lo dijo.”

El silencio cayó entre ambos, interrumpido solo por el crujir de la madera bajo sus pies y el suave golpeteo de las olas. El Rey cerró los ojos un instante, sintiendo una punzada de vergüenza. ¿Cómo es que no sé el nombre de mi propio nieto?

Se giró hacia Lyonel, con una resolución repentina.

“Debo escribir otra carta. Le preguntaré. No enviaré solo el huevo. Enviaré cartas, respuestas, palabras de un padre, y regalos… muchos regalos. Para mi nieto, para mi nieta. Que sepan que no están olvidados. Que su abuelo piensa en ellos.”

Por primera vez en mucho tiempo, Viserys sonrió con sinceridad. Mientras el barco seguía avanzando, su corazón se llenó de una alegría sencilla. El mar estaba en calma, y el viento lo llevaba a Rocadragón. Para él, era la prueba de que los dioses aún estaban de su lado.

El barco atracó en el puerto de Rocadragón bajo un cielo encapotado. Las olas golpeaban contra los acantilados como si recordaran al mundo que esta isla era más antigua que cualquier trono, y más firme que cualquier reino. El aire olía a sal, azufre y piedra quemada.

Viserys descendió lentamente por la pasarela, sostenido por Lyonel, y fue recibido de inmediato por el maestre Gerardys, un hombre de túnica gris y mirada vivaz, que se inclinó con entusiasmo sincero.

“Majestad, es un honor recibiros en la fortaleza de vuestros antepasados. La isla entera ha aguardado vuestra presencia.”

A su lado, el castellano, Ser Alfred Broome, un hombre robusto de barba blanca, inclinó la cabeza con gravedad. Su armadura estaba adornada con un dragón grabado en el pecho, y habló con orgullo.

“Mi señor, Rocadragón ha permanecido fiel. Sus muros, sus torres, sus pasillos, todo ha sido cuidado como si cada piedra ardiera aún con el fuego de vuestros dragones. Nada ha sido descuidado.”

Viserys asintió, agradecido, y mientras avanzaba por los corredores, sus ojos se posaron en los muros decorados con estandartes de dragones, relieves tallados en piedra negra y braseros con forma de alas abiertas. Cada rincón parecía recordar la gloria de su casa.

El Rey frunció el ceño, apoyándose un instante en su bastón.

“Es extraño… Aquí todo rebosa del símbolo de mi casa. Y sin embargo, en la Fortaleza Roja cada día hay menos dragones. Cada día parecen despojar sus muros de lo que pertenece a los míos. Decidme, maestre Gerardys, ¿habéis recibido estandartes, tapices o insignias retiradas de la capital?”

Gerardys lo miró sorprendido, y negó con la cabeza.

“No, Majestad. Ningún envío semejante ha llegado a Rocadragón.”

El silencio se hizo pesado. Lyonel, a su lado, apretó la mandíbula antes de hablar con calma.

“Entonces alguien ha decidido guardarlos en otra parte. Investigaré, Majestad. Aseguraré que todo lo que pertenezca a vuestra casa sea protegido, lejos de manos que no lo merecen.”

Viserys se detuvo en medio del pasillo, observando el relieve de un dragón en vuelo tallado en la pared. El eco de su voz resonó solemne.
“No. No solo protegido. Quiero que todo lo que pertenezca a los Targaryen, todo lo que no se use o no adorne ya la Fortaleza Roja, sea enviado aquí, a Rocadragón. Aquí está nuestro verdadero hogar, aquí debe guardarse lo nuestro.”

Lyonel arqueó las cejas, sorprendido por el peso de la orden. 

“¿Todo, Majestad? ¿Qué incluye ese ‘todo’?”

Viserys levantó la vista hacia las vigas oscuras que parecían formar las fauces de un dragón sobre sus cabezas. Su voz, grave y firme, no dejó lugar a dudas.

“Todo. Tapices, estandartes, armaduras, libros, crónicas, relicarios, joyas… cada insignia que lleve un dragón. Si no decora los salones de la corte, debe reposar aquí, en nuestro santuario. Lo que pertenece a mi linaje no se perderá en sótanos ni quedará escondido en arcas de polvo. Aquí estará a salvo. Aquí permanecerá.”

Gerardys y Broome se inclinaron, reverentes, como si hubieran escuchado un juramento sagrado. Lyonel, en cambio, lo observó en silencio, comprendiendo que aquello no era solo un decreto. Era un grito contra la sombra de los Hightower y la lenta usurpación que se cernía en Desembarco del Rey.

La primera noche en Rocadragón cayó fría y húmeda. El viento soplaba desde el mar con el rugido de un gigante, haciendo que las antorchas se agitaran en los corredores. Viserys apenas pudo mantenerse erguido después de la cena. Su respiración era corta, su piel pálida, y las manos temblaban al sostener la copa de vino aguado que Gerardys había ordenado para él.

“Majestad, debéis descansar,” dijo el maestre, con voz amable pero firme. “El viaje os ha dejado exhausto. Mañana será un nuevo día, y aquí en Rocadragón nadie os apresura.”

Viserys asintió con cansancio. Sabía que tenía razón. El peso de su enfermedad lo hundía, y aunque la voluntad lo empujaba a seguir adelante, su cuerpo ya no respondía como antes. Pasaron dos noches en la fortaleza, con él recluido en la cámara principal, escuchando el rumor constante del mar rompiendo contra los acantilados. Soñaba con Rhaenyra de niña, corriendo por los pasillos, riendo con un dragón bordado en la capa. Y cada vez que despertaba, sus ojos buscaban la carta en la mesa, como si de ella brotara la fuerza para levantarse.

Fue en la mañana de la tercera jornada cuando Ser Alfred Broome se presentó, impaciente por conocer la razón de la visita del Rey. Había servido como castellano durante años, y su lealtad se expresaba siempre en palabras de fuego.

“Majestad,” dijo con entusiasmo contenido, “¿ha llegado el momento de que vuestros hijos reclamen dragones? Si venís a Rocadragón por eso, yo mismo dispondré todo. Vuestro linaje debe fortalecerse, y nada demostraría mejor vuestra voluntad que un dragón al servicio de Aegon o Aemond.”

Viserys lo miró en silencio. El cansancio le endurecía las facciones, pero su voz fue clara.

 “No. No estoy aquí para mis hijos. Estoy aquí por mi nieta. La hija que espera Rhaenyra.”

Por un instante, el aire pareció espesarse en la cámara. Broome no replicó. Su boca se cerró en una línea rígida y su espalda se tensó, como si esas palabras fueran un insulto. Inclinó la cabeza con un gesto brusco y se retiró sin añadir nada, pero el descontento era evidente en su andar.

Lyonel lo observó con ojo atento. Cuando la puerta se cerró, murmuró: 

“No dirá nada en voz alta, pero su desagrado es claro.”

Viserys suspiró, recostándose en su silla.

“Que lo guarde en silencio entonces. No necesito su aprobación. Lo único que necesito es el huevo adecuado para mi nieta.”

Esa tarde, cuando el Rey hubo recuperado algo de fuerzas, Gerardys y los guardianes del castillo encendieron antorchas y los guiaron hacia las entrañas de Rocadragón. El suelo era negro y húmedo, las paredes calientes en algunos tramos, como si la piedra aún respirara el fuego que la había forjado.

Allí aguardaban las camaras calientes en las que custodiaban los huevos que jamás habían eclosionado, relicarios de un linaje que se negaba a extinguirse. La luz de las antorchas se reflejaba en escamas petrificadas, algunas opacas, otras brillantes como gemas.

Viserys, apoyado en su bastón, avanzó con el corazón latiendo con fuerza. 

“Mostradme,” dijo con voz firme, “quiero verlos todos. Hoy debo elegir el que reposará en la cuna de la primera hija de la heredera del Trono de Hierro.”

El aire en las profundidades de Rocadragón era pesado, cargado de azufre y humedad. Las antorchas crepitaban mientras los guardianes abrían uno a uno los cofres de basalto que custodiaban los huevos.

Viserys se inclinaba con esfuerzo sobre cada uno. Los había verdes jaspeados, negros con vetas carmesí, grises moteados como piedra volcánica. Tocaba las cáscaras frías con dedos temblorosos, acariciando cada relieve, como si buscara escuchar en silencio el eco de un futuro que aún no existía.

En la penumbra, Ser Alfred Broome se mantenía rígido, con los labios apretados. No dijo palabra, pero su incomodidad era evidente en cada movimiento: los brazos cruzados, la mirada desviada, el ceño fruncido. Lyonel lo observaba con ojo agudo, memorizando cada gesto, cada señal de desagrado.

Viserys, ajeno a todo ello, se detuvo de pronto ante un huevo. Era distinto a los demás: dorado, con vetas que brillaban suavemente bajo la luz de las antorchas, como si escamas rosadas hubiesen quedado atrapadas en la piedra. Sus ojos se abrieron, y por un instante, su respiración olvidó la debilidad.

“Este…” murmuró, posando ambas manos sobre la superficie rugosa. “Este es perfecto. Dorado con rosa. Como el fuego del amanecer. Como las escamas que brillan en Syrax y en Caraxes. Es digno de mi nieta, digno de la hija de Rhaenyra.”

Lo alzó con cuidado, como si sostuviera un tesoro de cristal, y sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, sonrió con el corazón.

En su mente, vio la imagen de lo que vendría: Rhaenyra de nuevo a su lado, con una niña en brazos, una pequeña de cabello de plata y ojos como fuego antiguo. La imaginó acariciando ese huevo en su cuna, creciendo con él, hasta el día en que eclosionara y juntas levantaran el vuelo.

Mi hija… mi nieta…

Se permitió un pensamiento que casi le arrancó lágrimas de emoción: Quizá antes de que termine este mismo año las veré. Quizá aún me quede tiempo para enseñar a la pequeña lo que significa volar, pues yo mismo vole una vez en el dragón más grande de todos....

Con el huevo en brazos, Viserys se enderezó lo mejor que pudo, ignorando el dolor de sus huesos. En ese instante no era un hombre enfermo, sino un Rey, un padre, un abuelo, depositando en esa elección todo lo que le quedaba de fuerza y esperanza.

El viaje de regreso a Desembarco fue tranquilo, como si los dioses hubieran decidido una vez más sonreírle. Cuando la Fortaleza Roja apareció en el horizonte, Viserys sintió que el peso del huevo en el cofre de dragonglass era también el peso de la esperanza, la prueba tangible de que Rhaenyra vivía y que el linaje seguiría ardiendo en las generaciones por venir.

Pasaron un par de días en la capital antes de que el Rey, tras noches de insomnio, terminara de escribir. Dos cartas nuevas, además de la primera, se sumaron al sello del dragón tricéfalo. En ellas, volcó lo que había callado demasiado tiempo: palabras de padre, recuerdos compartidos, preguntas sencillas. En cada línea trató de mostrar lo que el título de Rey siempre había devorado: el hombre que aún amaba a su hija.

Cuando todo estuvo listo, convocó al mensajero. En la cámara real aguardaba un cofre, no demasiado grande pero pesado con recuerdos y símbolos.

“Esto es para mi hija, y para mis nietos,” dijo Viserys con la voz más firme que pudo reunir. “Juguetes, ropas, y…” Se detuvo un instante, acariciando un aro de oro pulido que descansaba sobre terciopelo. “Mi propia corona de Príncipe. Quiero que mi nieto la lleve, que sea la primera vez que me vea en él.”

El mensajero se arrodilló, recibiendo el encargo como si pesara más que un reino.

Además de las cartas y los obsequios, el huevo dorado con vetas rosadas fue depositado en un arca forrada de hierro y piedra negra. Dos guardianes del dragón juraron vigilarlo día y noche durante el viaje, y una escolta de hombres armados fue dispuesta para proteger cada vela y cada remo.

Fue entonces cuando Lyonel Strong habló con calma, aunque su mirada mostraba determinación.

 “Majestad, permitid que uno de mis hijos os sirva en esto. Harwin es fuerte, leal, y no hay hombre en Desembarco de quien confíe más. Él mismo velará porque todo llegue intacto.”

Viserys lo miró con ojos cansados, pero su corazón se aligeró.

“Sí… sí, que vaya Harwin. Que sea él quien cuide este tesoro. Es bueno confiar en hombres de palabra.”

“Yo me encargare de esto a partir de aquí, Majestad.” 

El Rey se recostó en su asiento, mirando el cofre sellado, los guardianes de pie, el mensajero de rodillas y Harwin inclinado en juramento. Por un instante, todo pareció en orden, como si realmente pudiera sostener el hilo de esperanza que se le escurría entre las manos.

“Llevadlo todo con honor,” dijo finalmente, su voz cargada de solemnidad. “Y decidle a mi hija que su padre la espera… que su padre jamás dudó de ella y que espero con ansias conocer a mis nietos.”

Observo al mensajero partir y cuando la puerta se cerró tras él, se dejó caer en la silla, agotado. Las venas en su frente palpitaban, pero en su interior se aferraba a una única esperanza: que sus palabras fuesen lo bastante fuertes como para atravesar la distancia, la soberbia y la locura de su hermano, y devolverle a su hija.

Con esas palabras, el cofre fue cerrado, las órdenes selladas, y la misión emprendida. Viserys se permitió un último suspiro, cansado pero aliviado. Aunque el reino se resquebrajara en rumores y veneno, él había cumplido con lo único que lo mantenía vivo: proteger a Rhaenyra y lo que ella llevaba en su vientre.

Notes:

Hola!

Estoy super emocionada! no se si alguien juegue pokemón, pero si lo hacen saben que esta semana hay un gran evento y no puedo esperar a manaña!
Nunca había jugado tanto y se siente bonito tener amigos en ese tipo de comunidad, todos uniendose para jugar, en mi ciudad han estado haciendo quedadas y se junta la gente en el centro y ahi vamos todos como pollitos sin cabeza cazando pokemones de un lado a otro... Pero hey, al menos estoy haciendo ejercicio, nunca ha sido más facil llegar a los 10mil pasos diarios.

Perooo, regresando a lo importante...

¡Comencemos con lo que sucede en Poniente!
Van a ser varios capítulos desde Poniente seguidos y luego regresaremos con nuestra pareja.

Y antes de que se emocionen —debo aclarar— no, aún no van a regresar, no estoy dando pistas ni nada, son solo las esperanzas de Viserys, pero Rhaenyra aún tiene planes y cosas que hacer antes de regresar... porque una vez que regrese... no se volverá a ir.

Pero... no sé si recuerden, en la primera parte de esta historia hay un capítulo titulado justamente Las Cartas Perdidas I... y son tres partes, finalmente llegó la segunda! No pense que tardaría tanto en publicarla.
En ese capitulo Viserys se lamento mucho... pero como siempre: fue un inutil y no resolvio, no hizo nada! y por supuesto, nunca le envio una respuesta a su hija.

Fue un: lo pense y lo mande mentalmente pero no lo hice de verdad. -me pasa todo el tiempo-

Ahora, necesito un consejo, ¿quién podría ser nuestra perspectiva de la corte? Tengo un par de POVs, pero releyendo lo que escribí... no estoy contenta, así que cambiaré algunas cosas y es momento de poder cambiar de POV, porque Alicent no cuenta como una perspectiva fiable... y en el siguiente capítulo verán por qué, además, por supuesto, de su historial...

Y no crean que ese fue el final de Garth, no señor, las repercusiones de su muerte aún no se muestran del todo.

Según tengo entendido, y no se si ya confundí algo con tantos fanfics leídos, je, que el huevo de Aegon el Hightower nunca eclosiono, sino que se le dio una criatura nacida en Dragonstone y fue alrededor de cuando tenía ocho años y fue cuando se vínculo con su dragón... y corrijanme si me equivoqué, pero según yo es canon, si no lo es... Bueno, eso es con lo que iremos, pero bueno...por si las dudas, sepan que eso fue lo que utilice para mí historia jaja.

 

Por cierto, agregue información Broken and Black - World - https://archiveofourown.to/works/67500826/chapters/180705611
-Lo siento, me equivoque y este cap se publico como el 51 de Broken Princess, el error ya fue arreglado, el cap se elimino de esa historia, pero fue subido nuevamente en el lugar correcto.
¿Opiniones del capítulo? ¿Dudas? ¿Lo aman? ¿Lo odian?

Chapter 22: Bonus: Una hija de la nada I

Notes:

Hola!!!

 

Tenemos un bonus!!

Cuando pregunte en el capítulo anterior que POV les gustaría leer, no saben lo mucho que me emociono ver que pedían a Aoife... porque he estado planeando su personaje muchísimo.

Tiene el mismo nivel de desarrollo que Nevan o Arlie, tal vez incluso más, porque la he ido presentando de una manera más sutil y por el lugar donde esta... bueno, tiene una posición bastante clave.

Ha sido increíblemente complicado mantenerla oculta, pero ha sido deliberado el mantenerla fuera de varios POVs, y mostrar otra faceta de ellos desde el POV de alguien... que no parece importante.

Dicho esto... les dejo la primera parte de este bonus de Aoife, nos leemos más abajo!

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Aoife nació en un cuarto húmedo, entre sábanas que olían a vino barato y sudor ajeno. Su madre, a quien todos conocían como Sira, trabajaba en la Casa de las Aguas Rojas, un burdel de poca fama pero muchos clientes, en Lys. Nunca le habló de su padre. Nunca le dijo si era ese capitán lyseno que solía pagar doble por noches sin interrupción y dejaba ropa para ella, o aquel comerciante de especias que la besaba como si le importara y siempre tenía un dulce para Aoife. 

Aoife lo entendió pronto: no había un padre que esperara en ninguna parte.

Luego vinieron los otros.

Primero Miro, que lloraba como si quisiera arrancar el techo con su llanto. Después Lia, dulce y callada, con ojos que parecían saber demasiado. Lane llegó en invierno, con la piel tan pálida que Sira creyó que moriría antes de la primavera, pero sobrevivió. Silas fue un accidente de violación; Sira nunca lo dijo en voz alta, pero Aoife lo supo por la forma en que no lo miraba nunca demasiado tiempo, por la forma en la que intento deshacerse de él y como fue una mujer del burdel quien le dio nombre y no su madre.

Y luego… La última. La que mató a su madre.

Sira murió con la sangre aún tibia entre las piernas, sin llegar a pronunciar un nombre. El bebé temblaba en la colcha deshecha, mientras Aoife sostenía la mano helada de su madre sin entender cómo podía alguien apagarse así, tan rápido. Lloró en silencio, porque sus hermanos estaban allí, hambrientos y temerosos, y ella tenía que ser fuerte.

"No puede quedarse sin nombre", susurró entre dientes, con los ojos enrojecidos.

La vecina que vino a ayudar le preguntó si ya lo había pensado. Ella solo nego con la cabeza y agradece la ayuda de la mujer, quien tambien fue quien amamanto a la bebe en sus primeros meses de vida.

Fue esa noche que Aoife perdio cualquier rastro de esperanza, que la desesperación la inundo y la aterradora idea de convertirse en su madre se asentó en su mente.

Su madre, quien había intentado de todo para salir de ese lugar, que había luchado por ella y sus hermanos con su vida.

Su madre, quien murio desangrada y atrapada en la vida de una puta intentando desesperadamente proteger a sus hijas de esa misma vida.

Aoife, que pasaba sus días cuidando de sus hermanos, de repente se vio obligada a trabajar en el mismo lugar que su madre.

Porque la mancha que la cubria por ser hija de quien era, le impidio al panadero darle trabajo, a la costurera, al vendedor de pescado e incluso le cerro las puertas de trabajar de limpiadora.

Aoife, decidida a no ser igual que su madre, aunque trabajaba en el mismo lugar que ella, se dedicaba a servir mesas, limpiar pisos y reparar vestidos, todo en un intento desesperado por llevar pan a su hogar y negandose a vender su cuerpo, agradecida por su forma pequeña y simple, poco atractiva para la mayoría de los hombres.

Se negaba a vender su inocencia.

Pero sobre todo, se negaba a permitir que sus hermanas la perdieran.

Todas las pequeñas lecciones de su madre, susurros sobre como conseguir sus objetivos, de repente se volvieron oro para ella.

Madame Cythya, la mujer que le daba empleo a su madre y que se termino encariñando con ella, fue la que termino educandola en las formas de los hombres.

Sin embargo, jamás la obligo a nada ni dijo nada cuando Aoife termino entregando su virginidad a un marinero pobre solo por el placer de hacerlo.

Fue la fortaleza de su madre, su deseo de que sus hijas fueran libres, lo que finalmente llevo a Aoife a donde estaba. 

Pero fueron las oportunidades que se le dieron, las que ella eligio tomar, las que llevaron a sus hermanos a donde estaban.

Y por ello, Aoife no se arrepentía de nada… ni siquiera de las traiciones que cometió, las personas a las que mato ni por los que sufrieron por su mano.

Porque incluso una niña torpe, hija de una puta y un fantasma podía ser un arma letal.

Aoife jamás imagino que su vida iria de esa manera.

No se arrepentía de ninguna desición. 

Haría todo de nuevo.

Especialmente… robar el anillo que comenzó todo.

El anillo de la Princesa Rhaenyra Targaryen.

Aoife no tenía otra opción.

Su madre llevaba tres días con fiebre, el vientre hinchado, apenas capaz de moverse. El parto se acercaba. Tosía sangre por las noches. Y sus ojos, cuando los abría, ya no parecían ver del todo.

“Ve al burdel de la Calle Roja. Pide trabajo,” le había dicho una vecina. “Te aceptarán de inmediato.”

Aoife pensó en hacerlo. Caminó hasta la puerta, incluso. Pero su madre, aún en medio del dolor, se lo prohibió.

 “Eso no,” le dijo. “Lo que yo viví, tú no lo repetirás.”

Y entonces, ¿qué le quedaba?

Nadie contrataría a una niña con la cara sucia y las rodillas peladas. Los templos cerraban sus puertas a los pobres. El mercado solo ofrecía sobras si uno tenía suerte.

Así que robó.

No por codicia. Sino por miedo.

Aoife no sabía quiénes eran.

Los había visto primero desde el techo de una tienda, mientras espiaba a través de una rendija. Era un espectáculo de danza, uno de esos caros, donde las mujeres se cubrían con hilos de seda y se deslizaban como serpientes entre columnas de incienso. Ella no tenía entrada, por supuesto. Pero había aprendido a colarse. A moverse en silencio. A observar.

La mujer del cabello blanco y la espalda erguida no encajaba con los demás. Tenía ese tipo de presencia que hacía que la gente bajara la voz. El hombre a su lado vestía de negro, con un borde rojo oscuro en la capa, hablaba poco y Aoife creia que estaba relacionados, tal vez hermanos. Ambos estaban rodeados de silencio, como si el mundo no se atreviera a tocarlos.

No parecían reales.

Aoife pensó que eran nobles exiliados, o ricos de alguna casa extranjera. Había oído acentos raros, había oído hablar del oro de Valyria. Pero lo único que le importó fue otra cosa: la joya.

Un prendedor de amatistas, sencillo pero hermoso, sujetaba el peinado de la mujer. Aoife pensó que era lo más valioso que había visto en su vida.

Y pensó en su madre.

En su vientre hinchado.

En la fiebre que no bajaba.

En el bebé que venía y que tal vez no sobreviviría.

Solo una cosa. Solo una vez.

Pasó dos días siguiéndolos. Nunca muy cerca. Observando sus salidas, sus recorridos, los momentos en que se separaban de la multitud. Nunca estaban solos. Pero a veces, al cruzar el mercado o al entrar a una tienda, el gentío creaba oportunidades.

Aoife eligió el momento con cuidado.

No tenía experiencia. Solo hambre. El tipo de hambre que raspa por dentro.

Se acercó fingiendo tropezar. Con una venda en la mano derecha y barro en las uñas. Alcanzó la cabeza de la mujer, como si buscara apoyarse, y deslizó los dedos con precisión. El prendedor cedió.

Demasiado fácil , pensó.

No lo fue.

Una mano brutal la sujetó por el cuello del vestido y la alzó en vilo.

“¿Qué crees que estás haciendo?” rugió el hombre.

Aoife intentó zafarse, pero no tenía fuerza. El prendedor cayó al suelo.

La mujer se giró lentamente. Su expresión no era de miedo ni sorpresa. Era desaprobación serena.

“Es solo una niña,” dijo.

“Una ladrona,” replicó el hombre con un acento extraño. “¡Te toco!”

“Una niña,” insistió la dama. Se agachó, recogió el broche y lo examinó.

Aoife no dijo nada. Sabía que si hablaba, lloraría.

Sabía que si lloraba, moriría.

Si respiraba… moriría.

La dama se acercó y la miró a los ojos. Tenía una forma de observar que dolía. No parecía odiarla. Solo parecía decepcionada.

“¿Tienes hambre?” preguntó.

Aoife tragó saliva.

“No es asunto tuyo.”

El hombre bufó, divertido, pero con una mirada cruel que la hizo temblar. “Tiene garras. Se las cortare.”

Pero la dama negó con la cabeza.

“No.”

La miro con atención, moviendo sus manos de manera casi ansiosa… luego tomo un pequeño anillo de diseño simple. Lo extendió hacia Aoife. 

“Tómalo. Solo si prometes no volver a hacerlo.”

Aoife lo tomó.

“No prometo nada.”

La dama sonrió, apenas. “Entonces, vete, pero que no te vuelva a ver.”

Y ella corrió.

Corrió con el anillo cerrado en el puño, sin mirar atrás.

No lo vendió de inmediato. Lo escondió. Lo sostuvo por dos días mientras buscaba parteras que atendieran a su madre. Lo vendió solo cuando entendió que nadie las ayudaría sin pagar primero.

No sirvió de mucho. Consiguió algo de caldo, un pedazo de tela seca, unas cuantas hierbas y una vela.

El resto fue oscuridad, especialmente la noche que murio su madre y solo el llanto de los hijos de Sira se escucho por encima de los gritos de los borrachos.

Pero Aoife tenía intenciones de mantener las promesas que le hizo a su madre.

Cuida de tus hermanos.

Cuida de tí.

No te vendas…

A nadie.

Pero de nuevo, Aoife no se arrepentía de venderle su alma a quien lo hizo.

No cree que alguna vez lo haga.

La luna estaba baja, rota en reflejos turbios sobre las aguas del muelle. Las linternas se extinguían una a una, dejando a los callejones sumidos en un silencio cómplice.

Aoife caminaba en puntillas, con la capa vieja bien apretada sobre los hombros y la mirada alerta. Cada crujido bajo sus pies era una amenaza, cada silueta un posible cliente de los que le hacían apretar los dientes hasta sangrarse.

Miro la esperaba bajo el arco desmoronado de la Taberna del Gato Negro, con un cesto entre los brazos. Tenía apenas diez años, pero la expresión de su rostro era de alguien que había aprendido a desconfiar antes de aprender a caminar. Estaba manchado de hollín y pescado.

"¿Lo lograste?", preguntó en voz baja al verla.

Aoife asintió sin mirarlo. Sacó una manzana algo golpeada y un trozo de pan envuelto en tela. Él los tomó sin hablar, aunque el temblor de sus dedos la delató.

"¿Te golpearon otra vez?", preguntó Miro mientras echaban a andar.

"No esta vez. Me escondí cuando vi que empezaban a discutir." Ella hizo una mueca. "La puta nueva está embarazada. Nadie lo dice, pero todas lo saben. Van a venderla antes de que se le note. La matrona esta muy enojada, ha amenazado a todas de lo que les pasara si quedan embarazadas desde… bueno, desde que murio mama."

Miro no respondió. Caminaba rápido, con los hombros encorvados, como si siempre esperara que el cielo se viniera abajo.

Caminaron en silencio entre callejones estrechos, hasta que el empedrado se convirtió en tierra húmeda y resbalosa. El aire olía a salmuera, madera podrida y orina vieja. El canal del fondo del muelle bajaba lento, asfixiado por los desperdicios. Allí, entre dos botes volcados y una pila de redes olvidadas, se alzaba su refugio: una casucha con techo de tejas rotas, apenas sostenida por tablones mal clavados.

Era su hogar.

Miro apartó una cortina sucia de lona y entraron.

Lia dormía abrazada a Lane, compartiendo una manta que Aoife había robado semanas atrás de una lavandería. Silas roncaba en un rincón, y la bebé... la bebé estaba en una caja de madera, envuelta en trapos. Su piel era de un tono suave, casi blanco azulado, y su llanto había cesado por completo.

Aoife se acercó con rapidez.

"¿Está bien?" preguntó en voz baja, con el miedo asomando.

"No ha llorado desde hace rato", susurró Lia, incorporándose. Tenía apenas ocho años, pero ya cuidaba como una anciana, experta. "Una pescadora me vio con ella hoy en la mañana... me dio un poco de leche. Dijo que su hijo murió hace dos lunas, pero todavía le baja. Me pidió que no le dijera a nadie."

Aoife se quedó en silencio, mirando a la bebé dormida.

Y luego murmuró, con los labios apretados:

"Voy a pagarle. No importa cómo. Pero voy a pagarlo."

Lia no preguntó cómo. Sólo bajó la mirada y le entregó un pequeño trozo de tela mojada. "Lo usé como trapo... para limpiarle. Estaba muy sucia esta mañana."

Aoife lo tomó con manos temblorosas. Se sentó en el suelo, con la espalda contra la pared húmeda, y Miro se acurrucó a su lado. Comieron lo que quedaba del pan. Ella miró la caja improvisada donde dormía su hermana menor.

"¿Aún no tiene nombre?" preguntó Miro, apenas un susurro. 

Aoife negó lentamente.

"No. Mamá no alcanzó..."

Se le rompió la voz.

"¿La vamos a nombrar nosotras?" murmuró Lia desde la esquina.

Aoife apretó los labios. El silencio se hizo espeso. Miró a la criatura dormida, tan pequeña, tan callada. Y por primera vez pensó que tal vez su hermana nunca sabría siquiera lo cerca que estuvo de no ser nada. De no existir.

"No todavía", respondió finalmente. "Cuando sepa que vamos a poder cuidarla... cuando esté segura de que va a vivir, de verdad... entonces sí. Entonces le daremos su nombre."

El amanecer llegó sin gloria, pálido y húmedo, filtrándose a través de las grietas del techo como si también tuviera frío. Aoife no había dormido. Se quedó sentada junto a la caja de la bebé, meciéndola con un dedo, vigilando su respiración.

Cuando Miro despertó, ya no tenía pan. Solo la certeza de que algo tenía que ceder pronto.

Al mediodía, Aoife salió con la capucha bien baja y los ojos hundidos en sombras. Llevaba en la mano una pequeña bolsa de tela... 

Donde el anillo que una dama extranjera le había dado como caridad, una mujer rica y muy hermosa que tuvo compasión de ella.

Lo había vendido hacía días, cuando su madre aún vivía. Parte del dinero fue para pagar hierbas que no sirvieron para detener el sangrado. Otra parte para comprar leche y trapos limpios. El resto se había ido en pequeñas cosas, trozos de pan, un tarro de miel que compartieron como si fuera un banquete, algunas manzanas.

Ahora quedaba solo una moneda. Una única pieza de plata.

Se detuvo frente a una casa baja junto al canal, con el umbral cubierto de redes secas. Golpeó la puerta con dos nudillos.

La mujer tardó en salir. Era gruesa, con la piel curtida por el salitre y las manos fuertes. 

Tenía los pechos vendados bajo la túnica, pero Aoife ya sabía por Lia que aún amamantaba. Su expresión al verla fue de sospecha inmediata.

"¿Otra vez tú? Te he dicho que ya no.."

Aoife extendió la mano, mostrando la moneda.

"Te doy esto. No tengo más. Y mi hermana me dijo que la ayudo ayer."

La mujer la miró en silencio. No dijo nada. No la tocó.

"Es para que le des pecho a mi hermana... dos veces al día. Esta semana. Solo eso. Yo te la traeré, no tienes que moverte de aquí. Conseguire más monedas…" Aoife rogo, la idea de ver a la cosita fragil que era su hermana morir de hambre la aterraba más que nada.

Era el último trozo de su madre.

"¿Y si se muere?", preguntó la mujer con voz grave, una mirada atormentada en sus ojos.

"No se va a morir", respondió Aoife con una certeza que no sentía. “Y si se muere, no sera por usted, se que los rumores son falsos.”

La mujer tomó la moneda. La hizo girar entre los dedos, como quien pesa no solo el metal, sino la intención.

"Llévala antes del amanecer y luego antes de que se ponga el sol. Si no vienes, no te espero."

Aoife asintió, tragándose el nudo en la garganta.

"Gracias."

Pero la mujer ya le había cerrado la puerta y Aoife ignoro la mirada de las otras mujeres que la vieron alejarse del lugar.

El griterío del mercado era habitual a esas horas: comerciantes empujando pescado podrido, hombres borrachos apostando en voz alta, niños corriendo con cestas vacías. Aoife era una sombra entre ellos. Silenciosa, pequeña, flaca como un sauce y tan rápida que nadie la notaba… excepto esta vez.

Había visto al hombre con el broche de rubí en la capa. Noble, claramente. Idiota, también. Tropezó con él sin que lo notara y metió la mano bajo su túnica. Pero cuando intentó escabullirse, un grito la delató.

"¡Ladrona!"

La mano callosa de un guardia la atrapó por el brazo como una trampa de hierro. La levantó del suelo como si no pesara nada.

"¡Suélteme!" gritó ella, arañando, pataleando. La bolsa con las monedas cayó al suelo, rodando hasta unos pies femeninos envueltos en seda oscura.

El rostro que la miro era uno de belleza incomparable, rodeado por hilos de oro y Aoife se pregunto si cortar un mechón y venderlo le daría suficiente para unas semanas, el anillo había dado demasiado poco.

"El broche apenas vale una mirada", dijo la mujer con voz tranquila, mirando al noble ofendido que tomo su broche de un manotazo. 

Aoifo la reconocio por su belleza, tan única que incluso entre mujeres de cabellos platinados destacaba, pero tambien por ser aquella que la otra vez le tuvo compasión…

La mujer se giró hacia el guardia.

"Tráela conmigo."

"¿Mi Princesa?" El hombre frunció el ceño y Aoife sintio su corazón acelerase.

El miedo inundando su cuerpo.

"¿Estás sordo? ¡Tráela!"

Y Aoife fue arrastrada, temiendo que iba hacia su ejecución, porque dudaba que la mujer la volviera a dejar ir con un simple anillo de plata.

La mansión era una joya oculta entre casas de colores desvaídos. Nadie habría imaginado que una princesa vivía ahí. Estaba oculta entre bugambilias y celosías. Una fachada modesta… para una mujer que sabía que su poder no necesitaba anunciarse.

La llevaron a un salón pequeño, cálido, con alfombras gruesas y un candelabro de cristal. Aoife no sabía qué hacer con sus manos. No entendía por qué estaba viva.

La mujer se sentó frente a ella, sin joyas en el cuello, solo una túnica cómoda y el cabello recogido con una cinta oscura. Dio una orden en voz baja, y una mesa fue puesta entre ellas.

Quesos. Panes recién horneados. Frutas secas. Miel. Un cuenco con leche tibia.

Aoife no se movió.

"Come", dijo la mujer, y fue una orden.

Aoife obedeció con alegria. Comió como un animal: rápida, torpe, las lágrimas cayendo antes de poder detenerlas. Se atragantó con el pan. Y cuando tomó un segundo trozo, no lo comió: lo escondió bajo su capa, junto con un puñado de nueces.

La mujer no la detuvo. La observó. Solo cuando el hambre más urgente fue calmada, habló.

"¿Cómo te llamas?"

"Aoife", respondió sin levantar la vista.

"¿Cuántos años tienes?"

"Quince."

"¿Qué eres?"

La pregunta era diferente. No quién, sino que . Aoife tragó saliva. La habitación estaba en silencio. El cuenco de leche le temblaba entre las manos.

"Soy… la hija de nadie. Hermana de cinco. La mayor. Miro, Lia, Lane, Silas… y una bebé…"

"¿Sin nombre?"

Aoife negó.

"Mi madre murió al parirla. No alcanzó a decirlo. Nunca tuvo tiempo. Y yo…"  Su voz se quebró. "…no he tenido valor."

La mujer se acercó. No tocó a la niña, pero su mirada era firme, cálida.

"¿Y por qué robas? ¿Porque no trabajas?"

"Porque no quiero venderme… ni a mis hermanas. Porque la leche cuesta. Porque mi hermana lloró todo un día sin poder comer. Y porque preferiría morir… antes que verla morir a ella."

Un silencio espeso llenó el cuarto.

“Hablas como si vender tu cuerpo fuera la única opción.”

Aoife no respondio, no hacia falta… para ella era la única opción.

La mujer se puso de pie. Caminó hasta uno de los estantes, abrió una caja pequeña y regresó con y una bolsita de tela.

"La bebé necesita leche… ropa… Y esta bolsa es para ti, y tus hermanos."

Aoife tembló.

"No he hecho nada para merecer…"

"No", interrumpió la Princesa. "Pero lo harás."

Y, por primera vez en años, Aoife creyó que alguien la veía no solo como un problema… sino como una posibilidad. 

La Princesa, una desconocida, la miro con ojos amables y llenos de compasión.

La mayoria la miraban con lastima, desden e incluso asco.

Nadie nunca la había mirado con amabilidad.

No sabía quién era aquella mujer. Pero por primera vez en su vida, quiso saberlo. Quiso entender por qué le importaba. Y aunque aún no sabía su nombre, en su interior ya la reconocía.

No como una princesa.

Sino como la única persona en todo el mundo que la había visto .  

Dos veces la había ayudado y en ninguna pidio nada a cambio.

Ella solo ofrecia.

Una sirvienta apareció y Aoife fue guiada hacia las cocinas, donde le entregaron una canasta. Una mujer de cabellos negros como la noche colocó dentro algunas mantas limpias, un botellón de leche espesa, y varios trozos de pan aún tibios. No hubo palabras, solo un gesto breve con la cabeza.

Aoife salió en silencio, aferrada a la canasta como si fuera oro. Corrió por las calles de Lys con los pies desnudos y la esperanza encendida.

Esa noche, sus hermanos comieron hasta quedarse dormidos. Nadie preguntó de dónde lo había sacado. Miro apenas murmuró “¿robaste?” con un tono más de temor que de juicio.
“No. Me ayudaron,” respondió ella. “Una dama… una noble… me ayudó.”

La leche era espesa, casi dulce, y todos la compartieron por turnos.

El pan se deshizo entre sus dedos, y Aoife pensó que jamás había probado algo tan suave.

No era mucho, pero por una noche, sus hermanos durmieron sin llorar.

Ella no lo hizo.

Se quedó sentada con la espalda apoyada contra la pared, abrazando la canasta vacía, mirando a la pequeña bebe que dormía con la panza llena.

Y al llegar la mañana, salió sin hacer ruido.

Una sirvienta de cabello trenzado, más joven que su madre había sido al morir, la esperaba en la puerta. No le preguntó su nombre, no le ofreció asiento. Solo señaló una pila de ropa sucia junto al pozo del patio.

"Frota hasta que queden blancas", dijo. "Si tienen manchas amarillas, no lo estás haciendo bien."

Aoife bajó las escaleras de mármol con las manos sudando, el corazón latiendo tan rápido como la noche anterior, aunque por razones distintas.

Había regresado. Temprano. Sin preguntar.

Porque esa mujer de cabellos blancos, fuera quien fuera, había dicho “regresa”.

Y eso bastaba.

Aoife no protestó. Se arrodilló, echó los brazos al agua helada y frotó hasta que los dedos se le entumecieron. Mientras lo hacía, pensaba en Lia peinando con los dedos los rizos finos de la bebé. En Miro cubriendo a Silas con su chaqueta. En Lane con la voz ronca de hambre, contando estrellas que nadie podía ver desde la casucha.

Nadie la vigilaba de cerca. Nadie parecía prestarle atención.

Y sin embargo, cuando el sol comenzó a caer y su última camisa colgaba en la cuerda, limpia y chorreando, la misma sirvienta regresó.

"Sígueme."

La llevó a través de un pasillo angosto hasta la cocina. Sobre una mesa había una canasta de mimbre nueva, cubierta con una tela blanca, igual a la del día anterior.

"No preguntes. Llévala y vuelve mañana con la canasta, al amanecer."

Aoife asintió.

La sirvienta la miró un momento más, y antes de irse murmuró:

"La Princesa lo ordenó."

Aoife no supo si llorar o sonreír.

Esa noche, la casucha olía a pollo asada y pan caliente. Los ojos de Miro se abrieron como platos. Lia lloró al ver el frasquito con leche que Aoife le entregó para la bebé. Lane se limpió la boca con el brazo mientras devoraba queso duro. Silas cayó dormido con una pata de pollo aún en la mano.

Y la bebé… la que aún no tenía nombre… pero respiraba.

Apenas un movimiento en los labios rosados, su pecho elevandose con suavidad, pero con firmeza.

Pero Aoife lo vio. Lo vio.

Y esa noche, mientras los cinco dormían, Aoife se sentó junto a la caja de madera y, con la luz de la luna filtrándose por las tejas rotas, pensó:

"Quizá… mañana… me atreva a nombrarla."

Durante los siguientes días, su rutina era la de lavar, sabanas, camisas, camisones, medias y tunicas.

No importaba.

Cada tarde salia con comida suficiente para sus hermanos, quienes la esperaban con ansias para cenar.

Hasta que un mañana Aoife llegó con los pies llenos de polvo y la capa hecha jirones. El cielo apenas clareaba sobre los tejados de Lys, y la mansión de la Princesa, esa joya oculta entre bugambilias y celosías, ya no era la misma.

Las ventanas estaban cerradas.

Las cortinas, recogidas.

Dos sirvientes amarraban los últimos bultos a un carromato frente a la entrada.

Aoife dio un paso, y luego otro, como si el silencio le hablara. Una de las doncellas que había visto antes la reconoció. Se acercó con una sonrisa breve, sin dejar de atar las sogas del baúl.

"Llegaste a tiempo" dijo, sin esperar una respuesta. "La Princesa y el Príncipe partieron anoche. Se han ido a Volantis."

Aoife sintió un hueco helado abrirse en su pecho.

"¿Se… se fueron… para siempre?"

La doncella sacudio la cabeza y se encogio de hombros. 

"Solo adelantaron su partida. Pero el resto de nosotros salimos al medio día. El Príncipe Daemon está contratando nuevos sirvientes en Volantis. La Princesa preguntó por ti. Dijo que, si querías, podías ir con nosotros."

Aoife tragó saliva. Sus labios estaban secos.

"¿Y… y si quiero llevar a mis hermanos?"

La doncella la miró por un instante.

"Puedes, sí. Pero debes darte prisa. El barco parte desde el otro lado de la isla. El puerto de carga de Lys, el viejo. Si no llegas antes de que terminen de cargar, se irán sin ti."

El mundo se detuvo.

Aoife dio media vuelta y echó a correr. No pidió explicaciones. No suplicó. Corrió. Como si la vida misma dependiera de ello. Porque lo hacía.

Los tejados pasaban borrosos, las piedras del camino herían sus pies descalzos. Cruzó el mercado dormido, esquivó un carro de cebollas volcado y se lanzó por una pendiente de tierra húmeda que conocía como atajo. Sus pulmones ardían, pero no se detuvo hasta llegar a la casucha.

Miro abrió con ojos hinchados por el sueño.

"¡Despierten todos! ¡Vamos!" gritó Aoife sin respiro. "¡Nos vamos! ¡Ahora mismo! ¡Corran!"

"¿Qué…?" murmuró Lia, abrazando a la bebé.

"No hay tiempo. ¡Empaquen lo que puedan! ¡Rápido!"

En minutos, las mantas fueron enrolladas, los trozos de pan guardados en un trapo, las ropas más gruesas atadas con cuerdas. Aoife cargó a la bebé en el pecho, sujetándola con su vieja capa. Miro llevó un bulto de  mantas. Lane y Silas compartieron una bolsa con las últimas migas y el frasco de crema mientras agarraban las pocas pertenencias que tenían.

Echaron a andar. Luego corrieron.

El sol estaba en lo alto cuando vieron los mástiles.

El puerto viejo de Lys era más una grieta que una bahía. Nadie de la nobleza lo usaba, estaba practicamente abandonado tras una tormenta que dejo todo destrozado. Pero allí estaban los carromatos, las cajas marcadas con el sello de los dragones. Y frente a ellos, el barco.

Negro. Majestuoso.

Resaltaba entre los barcos sucios y diminutos de los pescadores.

La vela ondeaba con el símbolo que ahora sabía que significaba Targaryen, aunque aun no lo comprendia del todo.

Los marineros gritaban órdenes. Los sirvientes subían baúles. Uno de los capataces los vio venir y alzó la voz:

"¡RÁPIDO! ¡Ya estamos por zarpar!"

Aoife gritó algo que ni ella entendió. Sus hermanos tropezaban, jadeaban, lloraban. Pero no se detenían. Una mano amiga los jaló al subir al tablón de carga.

Cuando el barco soltó amarras, el sol estaba en su punto mas alto.

Y Aoife, con la bebé dormida en su pecho, se dejó caer de rodillas sobre la cubierta de madera, temblando de cansancio. Lia se acurrucó a su lado. Miro, sin decir nada, le tomó la mano.

Desde el castillo flotante del barco, un rostro familiar apareció: la sirvienta de antes, que le hizo una señal y desapareció tras las velas.

Aoife cerró los ojos.

Esta vez, no solo había sobrevivido.

Había salvado a todos.

El barco crujía como un animal dormido, mecido por las olas del amanecer. Los mástiles silbaban con el viento del mar, y las velas negras se hinchaban como pulmones listos para respirar una nueva vida.

Aoife se sentó en la cubierta trasera, acunando a la bebé mientras sus hermanos la rodeaban con los ojos abiertos como platos. Silas aún tenía un trozo de cuerda enredado en las manos, Lane mascaba un panecillo que parecía demasiado bueno para ser real, y Miro simplemente observaba el mar, como si temiera que todo fuera un sueño que se le escaparía si parpadeaba.

“¿A dónde vamos?” preguntó Lia al fin, su voz suave como una hoja al caer.

Aoife tragó saliva. Miró sus rostros, todos suyos, todos esperando una verdad.

“Con ella,” dijo. “Con la Princesa. Con la mujer que me dio el anillo… la que me dejó vivir cuando nadie más lo habría hecho, ella me ha dejado trabajar en su hogar los últimos días.”

Lane ladeó la cabeza. “¿Y por qué nos lleva?”

“Porque ahora trabajo para ella y me dijeron que podrían ir.”

“¿Lavando ropa?” preguntó Miro, con una media sonrisa. 

Aoife asintió. “Y lo que haga falta. Pero ya no vamos a vivir en una casucha bajo el muelle. Ni a comer pan duro tres días seguidos. Ni a correr para que no nos vendan.”

La bebé hizo un ruidito, apenas un suspiro, y Aoife la meció con cariño.

“No sé si será fácil, pero vamos a estar mejor.”

“¿No nos echaran del barco?” preguntó Silas, inquieto.

“Podrían”, respondió Aoife con honestidad. “Si no ayudamos. Nadie quiere cargas, ni siquiera ellos. Así que haremos lo que sea necesario para no serlo.”

Como si sus palabras hubieran invocado al destino, un marinero se acercó. Era un hombre curtido, con barba gris, manos como ramas torcidas y ojos que habían visto más de lo que nunca diría.

“¿Estos son tuyos?” preguntó, sin juicio en la voz.

Aoife asintió con firmeza, poniéndose de pie.

El marinero los miró uno a uno, y luego dijo:

“Nadie come gratis aquí. Los pequeños pueden ayudar a pelar cebollas, limpiar escaleras y enrollar cuerda. No tocarán los remos ni las velas. Y sobre todo, no estorbaran… ¿Entendido?”

Miro ya estaba asintiendo. Lane se puso de pie de un salto. Lia abrazó a la bebé por unos segundos antes de entregarla de nuevo a Aoife.

“No serán un estorbo,” prometió Aoife.

“No lo espero,” respondió el marinero. “Pero si ayudan… también compartirán nuestra mesa.”

Y con un gesto seco, se alejó.

Esa tarde, bajo un cielo limpio como nunca habían visto desde el muelle, los cinco hermanos se turnaban entre tareas simples: barrer cubierta, ordenar redes, llevar cubos de agua, y sí… pelar cebollas.

Lia y Lane compartieron su pan con un sirviente cojo que tenia un ojo cafe y uno verde. Miro ayudó a atar una carga a pesar de que su cuerpo temblaba del esfuerzo. Silas se cayó una vez, pero se levantó riendo, mientras ayudaba limpiando la cubierta.

Y Aoife, sentada con la bebé en brazos, los observó. No eran niños pobres. Eran parte de una tripulación. Parte de algo mayor.

Por primera vez, pensó en dar el siguiente paso.

Dar nombre a lo que más temía perder.

La última pieza de su madre.

El puerto de Volantis surgió entre la bruma como un gigante dormido: oscuro, amplio, lleno de torres negras, estandartes colgantes y muros tatuados de historia. El río Rhoyne serpenteaba bajo los puentes elevados y los dragones rojos ondeaban en lo alto, como lenguas de fuego marcando territorio.

El barco atracó sin ceremonia. Nadie gritó. Nadie aplaudió.

Pero Aoife sintió que sus pies tocaban tierra firme por primera vez en su vida.

Sus hermanos bajaron con ella. Cargaban bultos pequeños, las mantas, cuerdas. La bebé dormía en su pecho, ajena al mundo nuevo que la rodeaba. Y frente a ellos, al pie del muelle, esperándolos… estaba él.

Un hombre, alto como una torre, de cabellos platinados, casi blancos, y ojos de un tono oscuro que hicieron que Aoife se estremeciera de miedo.

La capa oscura, la espada colgando del cinturón, la mirada de quien había matado y no se arrepentía. Los marineros se hacían a un lado al pasar junto a él.

Y cuando los ojos violeta del hombre la encontraron, Aoife sintió que todo el mar se le metía en la garganta.

“¿Tú?” dijo él, con una ceja levantada. “La ladronzuela del mercadillo.”

Aoife se obligó a no retroceder. El recuerdo del hombre a punto de matarla aún le provocaba pesadillas.

“La Princesa me ofreció trabajo,” dijo, con voz firme, sujetando a la bebé con más fuerza de la que parecía tener.

El hombre dio un paso hacia ella. La diferencia de altura era monstruosa, apenas le llegaba a la cintura. Su voz era baja, peligrosa.

“Dirás la Princesa Rhaenyra , niña, o su Alteza Real. O aprenderás lo que significa no tener lengua para decir nada.”

Miro se adelantó, instintivamente, poniéndose frente a su hermana.

El gesto pareció divertir al hombre, aunque no sonrió.

Aoife bajó la mirada, tragó saliva.

“La Princesa Rhaenyra… me dio una oportunidad.”

La observó unos segundos más. Luego se giró, con un giro de capa que parecía cortar el aire.

“Le preguntaré. Mañana tendrás respuesta. Hasta entonces… mantén a tus ratas lejos de los dragones.”

Y se alejó.

La noche fue inquieta. Los alojaron en un barracón amplio junto a la cocina exterior. Un colchón para cada uno, una manta, y una promesa pendiente. Aoife no durmió, aunque Silas roncaba sobre Lane y Miro no soltaba el cuchillo que había robado del barco. Lia cantó para la bebé hasta que ambas se durmieron.

Al amanecer, una doncella entró con paso rápido.

“Se les espera en el patio. El Príncipe los convocó.”

Los cinco caminaron bajo la sombra de columnas gigantescas. El aire olía a leña y pan recién hecho. Aoife sostenía la cabeza alta, aunque su corazón latía como tambor de guerra.

El mismo hombre del puerto los esperaba, esta vez sin capa ni espada. Vestía como quien manda, no como quien necesita demostrarlo.

Así que así es como se ve un Príncipe. Penso estremeciendose.

Había algo aterrador en el hombre, como si al cometer el más minimo error… la fuese a destrozar con sus propias manos.

“La Princesa Rhaenyra ha confirmado tus palabras,” dijo, sin rodeos. “Y como ella honra su palabra, tú honrarás la tuya.”

Aoife asintió.

“Trabajarás en las cocinas. Empezarás desde el fondo. Lavarás platos, ollas, cuando no queden platos sucios, iras a la lavandería, ahí siempre ocupan manos.”

Ella asintió de nuevo.

“Y tus hermanos” añadió, mirando a Miro, Lia y Lane, “servirán también. En las cocinas y los establos. El pequeño aún no. Y esa cosa envuelta en trapos… que respire.”

La bebé suspiró, como si lo hubiese entendido.

“Vayan. Y no me hagan arrepentirme.”

Aoife bajó la cabeza en señal de respeto.

“Gracias, mi Príncipe.” 

El Príncipe ya se había girado.

Y así comenzó la nueva vida de Aoife y sus hermanos: entre humo de cocinas, estiércol de caballo, risas compartidas y noches en un colchón… pero sin miedo y sin hambre.

Y con algo nuevo en sus corazones.

Esperanza.

Sus días se llenaron de tareas, de frotar, tallar, limpiar y recoger.

No había descanso, siempre había un plato por lavar, una cacerola por fregar.

Aoife se deleitaba en las pequeñas tareas.

Alegre de que no hubiese nadie mirando por encima del hombro para regañarla si hacía algo mal.

No, desde el primer instante quedo claro que ahí las cosas se hacían diferente.

Especialmente en como trataban a los sirvientes.

Aoife y sus hermanos disfrutaban de un desayuno abundante y una cena aún más abundante.

Ninguno se había ido a la cama con el estomago vacio desde el día de su llegada.

Incluso la bebe, quien era alimentada por una sirvienta que tenía dos niños y que su trabajo consistia en vigilar a los hijos de los otros sirvientes.

Aoife estaba tranquila de que ya no pasaban hambre, ya no pasaban frío.

Por los Dioses, ya ni siquiera estaban sucios.

Todo parecía ir bien…

Hasta que dejo de estarlo.

La bebé no lloró esa noche.

Eso fue lo que más asustó a Aoife.

Tenía la frente caliente y los labios secos. Su respiración era irregular, como si peleara con algo dentre de ella. Lia no dejaba de mojar paños y Miro había salido corriendo a buscar ayuda, pero en su interior, Aoife ya sabía que esto era diferente.

No era hambre. No era frío. Era enfermedad.

La muerte ya había estado antes entre ellos. Aoife la conocía. Le había quitado a su madre. No iba a llevársela también a ella.

Myrana era una mujer de piel curtida, manos hábiles y ojos cansados. Recibía a heridos, cocineros quemados, soldados con heridas abiertas y a veces también niños con fiebre.

“Podrías quedarte a ayudarme”, le dijo a Aoife mientras le pasaba una infusión de salvia con leche tibia para la bebé, quien había dejado de llorar finalmente. “Tienes buena cabeza. No preguntas tonterías. No tiemblas al ver sangre.”

Aoife asintió, sosteniendo a su hermana contra el pecho. La bebé dormía, aún febril.

“¿Cual es su nombre?” preguntó Myrana mientras mezclaba ungüentos.

“No se” respondió Aoife bajito. “Aún no tiene uno.”

Myrana la miró de reojo.

“Sabes… la Princesa escucha peticiones una vez al mes. Solo las que valen la pena, claro. Gente que ha servido, o que necesita justicia. Se sienta al fondo del salón y oye a uno por uno. Hoy es ese día.”

“No tengo ninguna petición.”

“Eso pensé”, dijo Myrana, sonriendo. “Pero tal vez quieras darle las gracias. A veces, eso también se escucha.”

Esa tarde, Aoife se presentó con su mejor vestido y sus zapatos nuevos, el cabello recogido, y la bebé, más estable, en sus brazos. Miro vestía ropas sencillas de mozo de establo, y Lane y Lia sostenían sus manos con fuerza. Silas caminaba al frente con la cabeza bien alta. Nadie habló en el camino. 

La gratitud y el miedo se mezclaban mientras avanzaban con paso timido.

El salón era amplio y lleno de luz. Al fondo, sentada con la espalda recta y un vestido rojo oscuro, estaba ella.

La Princesa Rhaenyra.

Ya no vestía como en Lys. Su porte era de reina, aunque aún no lo fuera. A su lado, un escriba tomaba nota de cada petición. Dos soldados custodiaban las escaleras. Y uno a uno, los suplicantes pasaban… hasta que llegó el turno de Aoife.

Se arrodilló sin dudar.

“No vengo a pedir nada, mi Princesa,” dijo, clara, sin vacilar.

Los murmullos se detuvieron.

“Entonces, ¿qué buscas?” preguntó Rhaenyra, sin dureza, pero sin adornos.

“Solo vengo a agradecerle. Por la comida. Por el barco. Por mi trabajo. Por dejar que mis hermanos vivan como personas, no como ratas. Por salvar a mi hermana.”

Rhaenyra la miró más de cerca.

“¿La pequeña sigue contigo?”

Aoife alzó a la bebé, que dormía contra su pecho.

“Sí, mi Princesa.”

La sala quedó en silencio. Rhaenyra descendió un peldaño. Se acercó sin prisa, hasta quedar frente a la niña.

“¿Y cómo se llama?”

Aoife bajó la mirada.

“No lo sé. Aún no… aún no me he atrevido a darle un nombre.”

La Princesa acarició la mejilla caliente de la bebé con la yema de los dedos. Su expresión se suavizó.

“Nació en la oscuridad”, murmuró. “Pero no tiene por qué vivir en ella.”

Volteó hacia Aoife, y habló con voz firme:

“Se llamará Luna. Porque cuando nadie la veía, ella ya brillaba. Porque tú no dejaste que muriera. Yo así lo decreto.”

Aoife no pudo contener el llanto.

“No lo olvidaré, mi Princesa. Gracias.”

Miro, Lia, Lane y Silas también se arrodillaron, en silencio, con respeto genuino.

Rhaenyra asintió levemente. Luego, se giró sin más palabras, subiendo los escalones hasta su trono improvisado.

Fue ese momento, con un gesto simple, darle nombre a alguien tan importante para Aoife, que algo se acento en su corazón.

Una certeza, de que el corazón de la Princesa era amable, de que su gente le importaba…

Incluso la más pequeña de ellas.

Su hermana merecía un nombre, y fue la mujer que les devolvio la esperanza quien se lo dio. 

Aoife de repente se dio cuenta de que no tenía porque ir por la vida tropezando, desesperada por sobrevivir, por mantener a sus hermanos vivos.

Tenía una oportunidad.

Todos ellos la tenían.

Tenía pocos momentos libres, generalmente tras seis días, se les daba un tiempo libre, Aoife aprovecho esos momentos para ir a ver a Myrana, quien la acepto en su solar con una sonrisa.

Había algo en las hierbas, en las mezclas que hacia la sanadora, que le llamaba la atención.

“¿Qué es eso?” preguntó, inclinándose con cuidado sobre un manojo de hojas secas que Myrana trituraba con calma.

“Manzanilla. Para el dolor de estómago… y otras cosas si sabes usarla mal”, respondió la sanadora, sin apartar la vista del mortero.

Aoife sonrió, sentándose con las piernas cruzadas a su lado. “Me gusta esto. La forma en que algo tan pequeño puede salvar una vida… o tomarla. Es como tener una daga invisible. Una que nadie ve venir.”

Myrana la miró de reojo, con cierta cautela, pero no la reprendió. Solo asintió.

“Todo depende de la intención. Hay hierbas que pueden devolver el aliento… y otras que pueden robarlo en silencio. Las mismas manos pueden usarlas para sanar… o para castigar.”

Aoife estiró una mano hacia la mezcla, olfateando el aroma. “¿Y tú cómo decides qué mezcla usar?”

“Escucho”, dijo Myrana, como si fuera lo más obvio del mundo. “Al cuerpo. A los ojos. A los temblores de los dedos, a las marcas que deja el alma cuando está herida. La medicina no siempre es lo que das, Aoife. A veces es lo que callas.”

Ese día aprendió a reconocer la amapola, la corteza de sauce y el muérdago. No solo por sus propiedades, sino por lo que representaban.

Aoife descubrió que le gustaba más de lo que imaginaba esa sensación de control. La de poder aliviar un parto… o provocar uno. La de dar paz a un insomnio… o provocar un sueño del que no se despierta.

“Esto no es lo que mi madre hubiese querido que hiciera,” murmuró, mientras molía unas hojas con movimientos suaves. “Pero quizás es lo que yo siempre necesité.”

Myrana no respondió, pero le tendió otra hoja. Belladona. Aoife la observó con atención, sin miedo.

“Esa,” dijo Myrana, “es para las manos que ya saben la diferencia entre sanar… y matar.”

Aoife la colocó con cuidado entre las otras hierbas. Y sonrió.

Cuando terminó de limpiar los frascos y etiquetar las raíces secas, Aoife se quedó en silencio, observando cómo Myrana envolvía unas hierbas en paños húmedos para conservarlas mejor. La luz entraba por el tragaluz del techo, bañando la mesa de trabajo en tonos dorados.

“A veces me gustaría… saber más”, dijo Aoife al fin, con la voz baja, como si tuviera miedo de romper algo al hablar.

Myrana alzó la vista. “¿Más?”

“Más que solo nombres o usos básicos. No solo cómo hacer un té… sino cuándo. Cómo saber qué necesita alguien con solo verlo. Cómo encontrar lo que no te dicen con palabras.”
Bajó la mirada. “Quiero aprender, si tú me dejas.”

La sanadora se quedó un momento en silencio, como midiendo sus palabras, o quizás evaluando algo en los ojos de la muchacha.

“¿Por qué?”

Aoife levantó la vista. “Porque he visto a mujeres morir de fiebre tras parir. A niños toser hasta que no podían respirar. A hombres temblar por heridas mal cerradas. Y porque una vez... yo también tuve que tomar una decisión difícil. Y no se si lo hice bien.”

Myrana asintió lentamente. “Aquí no hay juicios, Aoife. Solo cuerpos que sangran, huesos que se quiebran y almas que a veces no saben cómo seguir. Si de verdad quieres aprender… lo harás. Pero necesitarás disciplina. Escuchar más de lo que hablas. Y limpiar más sangre de la que imaginas.”

Aoife no vaciló. “Lo haré.”

La sanadora sonrió de lado, apenas un gesto. “Entonces empieza a venir en tus ratos libres. No siempre habrá tiempo para hablar, pero si tienes ojos atentos… aprenderás más de lo que crees.”

Aoife sintió una calidez inesperada en el pecho. Como si una semilla pequeña hubiese sido enterrada ahí, bajo toda la tierra de su vida pasada.

“Gracias.”

“No me lo agradezcas aún”, dijo Myrana, colocando frente a ella un cuenco con hierbas mezcladas. “Primero dime qué ves. Y después… qué crees que puede hacer.”

Aoife se inclinó sobre el cuenco, aspirando el olor. Sonrió para sí. No por saber la respuesta… sino porque ahora, al fin, tenía a alguien que podía enseñarle a encontrarla.

La cocina era un hervidero de actividad. La fragancia del pan recién horneado mezclada con el bullicio de los sirvientes y el clamor de las ollas llenaban el aire, pero en ese caos Aoife encontraba un tipo diferente de paz. El agua fría fluía sobre los platos, y el sonido de los cristales al frotarse con la esponja le resultaba reconfortante. Había algo en la rutina, algo en la fricción de los utensilios contra las superficies, que calmaba su mente y la mantenía ocupada.

Era un trabajo que requería pocas preguntas y pocas respuestas, pero en un rincón apartado de la cocina, una voz familiar rompió la calma.

“Aoife.”

Era Myrana. Con las manos igualmente mojadas, se acercó con su andar calmado pero firme, como si hubiera recorrido miles de caminos similares. Su presencia en la cocina no era una sorpresa para Aoife; muchas veces la había visto entre las ollas o en los pasillos, siempre con su paso silencioso, observando y cuidando a todos por igual.

“Sí, ¿Myrana?” Aoife levantó la vista mientras seguía frotando un plato.

“Deja eso por un momento,” dijo la sanadora, sonriendo ligeramente. “La Princesa Rhaenyra me ha dado permiso para llevarte conmigo.”

Aoife dejó el plato en la pila y la miró con ojos curiosos. “¿A dónde?”

“A mis aposentos,” respondió Myrana. “Te he estado observando, Aoife. Tienes buen ojo para los detalles y no temes el trabajo pesado. La Princesa ha accedido, dice que ve algo en tí que le agrada.”

“Pero... ¿por qué me quiere a mí?”

“No me dijo sus razones, y no es mi lugar preguntar, solo que cree que eres lo suficientemente valiente,” dijo Myrana con una leve sonrisa. “Es una buena cualidad, esa que tienes: no temerle a lo desconocido. Y la Princesa sabe que si confía en ti, harás lo que sea necesario. No te lo ha dicho, pero lo ha demostrado, despues de todo… estas aquí."

Aoife se quedó en silencio, sintiendo una mezcla de incertidumbre y gratitud.

“¿Qué haré?” preguntó, sintiendo el peso de la pregunta sobre sus hombros. A pesar de la respuesta inmediata que había dado la Princesa, sentía que la incertidumbre era aún más grande ahora.

“Serás mi aprendiz, Aoife,” respondió Myrana, con una mirada franca. “Te enseñaré lo que sé sobre las hierbas, los ungüentos, las pociones… todo lo que hago para mantener a salvo a los de la Princesa. Estás dispuesta, ¿verdad?”

Aoife asintió sin dudarlo. “Sí, lo estoy. Haré lo que sea necesario.”

Myrana asintió, con una mirada satisfecha. “Entonces, ven. Deja los platos y sígueme.”

Al llegar a los aposentos de Myrana, la habitación era pequeña pero cálida. Estaba decorada con frascos de cristal, cajas de madera con hierbas secas y telas de colores suaves que descansaban en las estanterías. La luz se filtraba suavemente a través de una ventana elevada, donde se veía el mar lejano. Era un refugio humilde, pero lleno de vida.

Myrana se sentó junto a una mesa de madera en el centro de la habitación y le hizo un gesto a Aoife para que se sentara.

"Quiero que sepas algo, Aoife," comenzó Myrana mientras comenzaba a organizar algunos frascos. "He sido sanadora del Príncipe Daemon por años. Desde que era joven, cuando él aún luchaba en las tierras lejanas, yo estaba allí, asegurándome de que se recuperara de sus heridas. Fui quien lo atendió después de la última batalla contra los piratas de los Stepstones, cuando fue herido en el costado. Él nunca olvida eso."

Aoife observaba en silencio, viendo cómo Myrana destapaba un frasco con una mezcla de hierbas secas y las vertía sobre la mesa con la precisión de años de práctica.

“Y ahora estás aquí, en Volantis,” dijo Aoife, sin poder ocultar su curiosidad. “¿Cómo llegaste?”

Myrana suspiró y se sentó, mirando por un momento la ventana.

“Hace poco, el Príncipe me pidió que viniera a Volantis. El rey, su hermano, estaba preocupado por la salud de la Reina, por el nacimiento de su hijo, y por las posibles complicaciones. Quería alguien en quien confiar cerca. Alguien que pudiera atender a la gente de la corte y a sus sirvientes, en caso de que se presentara algún problema, estuve sirviendo ahí hasta que me llamo a Volantis.”

Aoife asintió, comprendiendo lentamente la magnitud de lo que Myrana había vivido.

“Dice que necesita a alguien en quien pueda confiar para atender a la Princesa” Myrana continuó, dejando caer las manos sobre la mesa. “Pronto se convertira en su esposa, y ella… la Princesa necesita mucho de gente en quien confiar, y el Príncipe confia en mi.”

Esa noche, Aoife pasó más tiempo con Myrana, aprendiendo los primeros pasos de la sanación y observando cómo la mujer preparaba una infusión para aliviar la fiebre de un sirviente agotado. La calma de la sanadora y la forma en que se movía con seguridad entre las hierbas y frascos hizo que Aoife sintiera que este sería un buen lugar para comenzar algo nuevo.

A lo lejos, el sonido de las olas rompía contra las costas de Volantis, un recordatorio de que la vida de Aoife había cambiado por completo. Pero esta vez, no tenía miedo.

Había un propósito en su corazón: ser la mejor aprendiz que Myrana pudiera pedir.

Para que la Princesa confiara en ella.

Aoife quería demostrarle que no se había equivocado con ella.

Que ella sería algún día su mejor sanadora.

Algunas días despues, fue cuando Aoife comprendio porque el Príncipe era tan protector de la Princesa.

La noche estaba tan silenciosa que Aoife creyó haber imaginado el llamado. Pero Myrana ya se había puesto de pie, sus movimientos seguros incluso en la penumbra. Aoife la siguió, sin preguntar nada, cruzando los pasillos silenciosos del ala este hasta llegar a las escaleras que llevaban al piso superior. La escolta las dejó pasar sin emitir palabra.

Al llegar frente a la gran puerta de los aposentos de la Princesa, Myrana no tocó. Empujó la hoja suavemente y Aoife la siguió con el corazón acelerado. La habitación olía a ceniza y flores.

El Príncipe estaba de pie, con el rostro contraído por la preocupación. Su cabello suelto y su pecho descubierto brillaban con gotas de sudor. Sostenía un paño húmedo en una mano, y con la otra acariciaba suavemente el rostro de la Princesa, que se retorcía entre las sábanas.

La Princesa Rhaenyra murmuraba en voz baja, palabras sin sentido, en un idioma que no era el común. Su camisón estaba rasgado desde la clavícula hasta el ombligo, y las marcas enrojecidas de sus propias uñas surcaban su piel. Una herida superficial en el pecho aún sangraba un poco.

“Ha tenido una pesadilla,” dijo el Príncipe con voz grave, sin mirarlas al principio. Luego giró apenas la cabeza hacia Myrana. “Se levantó dormida... y se lastimó. No lograba despertarla.”

Myrana asintió, sin mostrar sorpresa, solo comprensión. Se acercó de inmediato y tomó el pulso de la Princesa, murmurando para sí. “Está acelerado... pero empieza a estabilizarse.”

Aoife se quedó quieta, indecisa, hasta que Myrana le indicó con un gesto que trajera un cuenco con agua y vendas limpias. Obedeció al instante.

Mientras trabajaban, la Princesa Rhaenyra volvió a murmurar “...la sangre... no era mía... fuego en los huesos... y el grito... el grito era mío...”

Aoife tragó saliva. Sentía el pecho oprimido, no solo por el miedo, sino por algo más... una pena ajena que se colaba por los poros.

El Príncipe Daemon la cubrió con una manta ligera y se sentó en el borde del lecho. Acariciaba su frente con devoción, y cada tanto, murmuraba algo en valyrio, con voz muy baja. Parecía más asustado de lo que Aoife hubiera creído posible.

“¿Qué sueña...?” susurró sin querer.

El Principe Daemon la miró por fin. Sus ojos ardían con un brillo fiero.

“Lo que solo los de nuestra sangre pueden soñar,” respondió. “Sueños de dragón.”

La Princesa Rhaenyra gimió y el Príncipe volvió a centrarse en ella, como si el mundo se redujera a su respiración.

Aoife bajó la mirada. En silencio, limpió la sangre de las sábanas. Esa noche no volvió a su camastro. Myrana le pidió quedarse. Al amanecer, la Princesa dormía en paz, envuelta en el brazo protector del Príncipe.

Desde aquella noche en los aposentos de la Princesa, algo dentro de Aoife había cambiado.

No lo decía en voz alta, pero lo sentía en la piel. En la manera en que Myrana hablaba en susurros cuando mencionaba a la Princesa Rhaenyra. En la forma en que el Príncipe Daemon se doblegaba de rodillas al verla dormir, como si ante él no hubiera solo una mujer… sino una deidad.

Aoife comenzó a mirar más, a escuchar más. A entender más.

Y una mañana, al cruzar el jardín interno para entregar paños limpios, el mundo cambió para siempre.

Un rugido.

No de furia.

No de amenaza.

Un rugido que parecía arrancado del centro del mundo.

El suelo vibró.

Los pájaros huyeron.

Y el cielo… el cielo se abrió en luz y fuego.

Aoife se giró justo a tiempo para ver cómo un dragón descendía entre los árboles del jardín. Era inmenso, majestuoso, con escamas de un dorado opaco que parecían haber absorbido la luz del sol. Sus alas batían como si empujaran el viento mismo contra la tierra, y sus ojos… oh, sus ojos.

Eran ojos antiguos.

Ojos que sabían.

El dragón aterrizó con un crujido que estremeció las raíces. Su cuerpo llenaba medio jardín, y cada movimiento, su cola, su respiración, incluso su silencio, imponía más respeto que cualquier rey con corona.

Aoife cayó de rodillas, se quedó petrificada. El aire se escapó de sus pulmones. Las alas del dragón eran vastas como velas de barcos, sus escamas doradas opacas, como metal antiguo. Aterrizó con fuerza, levantando tierra, y su rugido retumbó en el pecho de Aoife como un tambor de guerra lejano.

Myrana, a su lado, ya estaba de rodillas.

Del otro lado del jardín apareció la figura de la Princesa Rhaenyra. Iba descalza. El cabello suelto, suelto y revuelto. Una túnica ligera cubría apenas su piel. No llevaba corona ni armas. Solo los ojos bien abiertos, los pasos seguros.

El dragón inclinó la cabeza.

Y la Princesa Rhaenyra lo miró como si fuera parte de ella.

Aoife tembló sin apartar los ojos de la criatura.

Susurró, sin darse cuenta de que lo decía en voz alta.

"Es más que humana..."

Myrana asintió apenas.

"Ahora lo sabes."

"¿Por eso la siguen?"

"Por eso la aman… y la temen."

Aoife tragó saliva. Sentía las lágrimas subir sin saber por qué. Nunca había estado tan cerca de un dragón. Siempre los veía en el cielo, como sombras de leyenda. Pero este... este había venido. A Volantis. A la Princesa.

Y en ese instante lo supo con una certeza que atravesó su cuerpo: la Princesa Rhaenyra no era una noble más. No era simplemente una heredera.

Era una criatura nacida del mismo material que aquel dragón dorado.

Esa noche, Aoife llegó al dormitorio con las manos aún oliendo a salvia y las rodillas doloridas de tanto arrodillarse en la hierba húmeda del jardín. Pero no dijo nada. No todavía.

La bebé dormía, envuelta en la manta que Myrana le había regalado semanas atrás. Lia la acariciaba con ternura. Lane comía con los dedos las últimas migas de pan. Silas dibujaba formas con un carbón en la pared. Y Miro... Miro la miró antes de que ella dijera una sola palabra.

"¿Tú también lo viste, verdad?"

Aoife lo miró con sorpresa. Miro se acomodó en el camastro, cruzando las piernas como si estuviera a punto de contar una historia importante.

"Hoy por la tarde. En el patio de entrenamiento. El rojo. El enorme. Caraxes. Voló bajo, tan bajo que todos los caballos se asustaron. El Príncipe estaba montado. Se reía."

Aoife se quedó sin habla por un instante.

"¿Reía?"

"A carcajadas, un chico de los establos dijo que la Princesa estaba con él, pero yo no la alcance a ver."

Lane intervino desde el suelo.

"Yo lo vi hace dos días. Bueno... no completo. Solo la sombra. Cruzó el cielo justo cuando colgaba las mantas. Me hizo caerme de la cuerda del susto."

"Yo vi uno negro desde la ventana," dijo Silas, alzando la voz sin mirarles. "Tenía ojos que brillaban como fuego azul. Lo juro."

"Eso es mentira," murmuró Lia, pero sin convicción.

"No es mentira," insistió Silas. "Lo vi. Me miró."

"Quizás sí lo vio..." dijo Aoife en voz baja. Todos se callaron.

"Hoy yo vi uno dorado. En el jardín interior. Aterrizó. Puso sus garras en la tierra, sus alas eran enormes. Y la Princesa... caminó hacia él como si no le temiera. Como si fueran uno solo."

Sus hermanos la miraban como si les hablara de un sueño.

"No es solo que los monten," susurró ella. "Es que los entienden. Se miran... y se entienden sin palabras."

Miro la miró con los ojos llenos de una emoción que no sabía cómo nombrar.

"¿Tú crees que... nosotros podríamos...? ¿Algún día... ver uno de verdad, así de cerca?"

Aoife no respondió de inmediato. Miró a la bebé, durmiendo sin saber que nació en un mundo donde los dragones caminan entre los hombres.

"Ya lo hemos hecho," respondió al fin. "Y estamos aquí. Sirviendo a su gente. Aprendiendo. Viviendo."

Lane levantó la vista.

"¿Entonces no somos nadie, como decía mamá?"

"No," dijo Aoife. "Somos pequeños. Pero no nadie."

"¿Y si uno de ellos... nos escoge algún día?" preguntó Silas, casi temeroso, pero en sus ojos había esperanza.

Aoife sonrió, apagando la lámpara con suavidad.

"Entonces sabremos que todo lo que pasamos fue por una razón."

Ninguno respondió. Pero todos se quedaron con los ojos abiertos un rato más, mirando al techo roto, soñando con alas y fuego.

Y al fondo, en la cuna improvisada, Luna suspiró en sueños.

La tarde caía sobre Volantis como una tela dorada. Las torres oscuras de la ciudad brillaban apenas con el reflejo del sol, y las sombras se alargaban entre los jardines del patio interior. Aoife molía hojas de cilantrillo bajo la supervisión de Myrana, intentando no pensar en el dragón que había soñado la noche anterior. En sus sueños, lo había montado.

Alzó la vista, aún con las manos verdes por el jugo de la planta.

"Myrana... ¿alguna vez has querido montar uno?"

La sanadora alzó una ceja, sin dejar de remover su mezcla.

"No. Nunca."

"¿Por qué no? Son..."

"No son para nosotras."

Aoife frunció el ceño.

"¿Y por qué no?"

Myrana se detuvo. Se limpió las manos con un paño y la miró directamente, con esa seriedad suave que usaba cuando hablaba de cosas importantes.

"Porque no tenemos su sangre. Solo los Targaryen pueden hacerlo. Es su herencia. Su carga. Su don. Su condena. Como quieras llamarlo."

"Pero hay bastantes... y algunos no tienen jinete, escuche a algunos soldados decir que hay una isla llena de ellos..."

"Y jamás te elegirán. Aunque los mires, aunque los ames, aunque los sueñes. No es cuestión de deseo. Es sangre. La suya es mágica. La tuya no."

La respuesta cayó como piedra.

Aoife bajó la mirada al cuenco. Sus dedos apretaron un poco más fuerte las hojas.

"Entonces... ¿nunca podré volar?"

"Estás volando ahora. Cada día que sirves a su Casa, cada día que cuidas a los tuyos, cada vez que haces algo más que sobrevivir... es lo más cerca que estaras de ellos, de volar de verdad, no lo desperdicies."

Aoife no respondió. Pero no sentía decepción, no realmente.

Lo que sentía era asombro.

Por que de toda la gente, era una de corazón bondadoso quien tenía el poder de los dragones bajo su mando, magia corriendo en su sangre.

El rumor llegó antes que la confirmación: habría boda. La Princesa Rhaenyra se casaría. Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo sabían. El Príncipe dedicaba sus días a organizar todo, volando de un lado a otro mientras conseguia lo necesario para la ceremonia.

Los sirvientes eran reubicados. El jardín fue decorado con telas rojas y negras, y en las cocinas se hablaba de pasteles con frutas de Poniente y vinos traídos de Pentos.

Aoife no esperaba ser incluida. Solo pretendía trabajar.

Pero una mañana, Myrana le entregó un paquete envuelto en lino blanco.

"Es para tí."

Aoife lo abrió con manos cuidadosas. Dentro había un vestido color amatista, sencillo pero hermoso, con bordados en hilo plateado.

"¿Qué es esto?"

"Vas a representar a la casa de la Princesa. No puedes hacerlo vestida de harapos."

Aoife abrió la boca para protestar, pero Myrana la detuvo con una sonrisa en los ojos.

"Sí, los otros también recibieron ropa nueva. Tus hermanos están en la sección de los establos probándose camisas limpias y botas nuevas. La pequeña Lia lloró cuando vio su vestido. Luna tiene una manta nueva preciosa y un vestido de algodón."

Aoife sintió un nudo en la garganta.

"¿Por qué hacen esto por nosotros?"

Myrana la miró con ternura, aunque su tono seguía siendo firme.

"Porque ya no eres solo una criada. Eres parte del linaje que sirve a la Casa del Dragón. Y a veces... el fuego también abriga, no solo quema… a diferencia de otros nobles, la Princesa y el Príncipe se aseguran de cumplir su deber de cuidar y proteger, Aoife, recuerda que tenemos suerte."

El festival comenzó desde que el sol tocó el centro del cielo.

Las calles de Volantis estaban cubiertas con cintas de colores, flores rojas y negras, telas colgantes que marcaban cada esquina con el símbolo del dragón de tres cabezas. Los comerciantes gritaban sus ofertas con alegría inusual, y los niños corrían entre los puestos con manzanas confitadas y pasteles humeantes. Era día de boda.

Pero no una boda cualquiera.

La boda de la Princesa Rhaenyra.

Los sirvientes no estaban invitados al banquete privado, ni al juramento que se celebraría en las afueras de la ciudad, en lo que se decía era una torre ceremonial abandonada. Pero eso no importaba. Afuera, el pueblo tenía su propio festejo. Y el Príncipe, con voz firme, había ordenado que todos los suyos celebraran.

Aoife pasó el día con sus hermanos. Todos llevaban ropas nuevas. Miro tenía una camisa de lino clara, un pañuelo anudado con torpeza y botas que aún no terminaba de acostumbrarse. Lia giraba sobre sí misma con una falda suelta que parecía hecha para volar. Lane y Silas jugaban con una cadena de madera con pequeñas cuentas talladas con formas de dragones que algún soldado les había regalado. La bebé Luna dormía en los brazos de Aoife, envuelta en una manta roja bordada con hilo dorado.

Había música. Una docena de laúdes, flautas, tambores. Canciones viejas, canciones nuevas, incluso una donde cantaban sobre la Princesa Dragón, la heredera que volaba sola entre las llamas.

“¿Crees que nos vea?” preguntó Silas mientras mordía una empanada de carne.

“No hoy,” respondió Miro, riendo. “Hoy todos quieren verla.”

“Tú la viste cuando te habló,” murmuró Lia a Aoife, con voz bajita.

“No fue hablar,” susurró ella. “Fue solo... escucharme.”

Pero en su interior, Aoife sabía que eso bastaba.

Los titiriteros llegaron antes del atardecer, con dragones de cartón articulado y princesas de tela, una historia contada sin palabras que los niños entendieron al instante. Luego vinieron los malabaristas, y un hombre que escupía fuego, provocando gritos y aplausos de los más pequeños.

Y justo cuando el cielo comenzó a teñirse de naranja y violeta… sucedió.

Primero vino un rugido. Largo. Vibrante. Casi gutural.

Luego otro. Más agudo. Más claro.

Aoife alzó la mirada justo a tiempo para ver a Syrax, luminosa bajo la luz del crepúsculo, su silueta dorada brillante como el sol atrapado en escamas.

Y tras él, Caraxes, la bestia roja y alargada, girando sobre las torres de Volantis como un presagio de guerra... de destrucción.

Ambos volaban en círculos, danzando el uno alrededor del otro. Se cruzaban en espiral, se separaban con gracia, luego se encontraban de nuevo. El pueblo entero guardó silencio. Nadie se atrevía a gritar. Todos observaban.

"¿Están... peleando?" susurró Silas, con los ojos bien abiertos.

"No," respondió Aoife. "Están bailando."

Y era verdad.

En lo alto, sobre la ciudad, sobre todos ellos, los dragones celebraban una unión sagrada. No se podía ver a los jinetes desde tan lejos, pero Aoife lo sabía. La Princesa Rhaenyra y el Príncipe Daemon estaban allí. Volando. Como dioses.

La danza terminó cuando ambos dragones se alejaron hacia el sur. Hacia una de las torres altas del río, que había sido despejada y adornada solo para ellos. Las luces se apagaron poco a poco. El cielo oscureció.

Pero para Aoife, y para sus hermanos, el fuego seguía brillando por dentro.

El pueblo entero guardó silencio.

Nadie habló.

Nadie gritó.

Solo miraron.

El fuego en el cielo era la música final. El cierre perfecto de un día que quedaría grabado en sus huesos.

Miro apretó la mano de Aoife.

Lia sonreía sin pestañear.

Lane, por una vez, no hacía preguntas.

Silas lloraba en silencio, sin saber por qué.

Y Luna… Luna dormía con la boca apenas abierta, ajena a todo, como si también soñara con dragones.

Aoife alzó la mirada. No podía ver a la Princesa.

Pero sabía que estaba allí.

Cabalgando el cielo.

Reinando sobre todos ellos.

Como debía ser.

Los días después de la boda fueron distintos. Más ruidosos. Más llenos.

Empezaron a llegar sirvientes nuevos casi a diario: cocineros, jardineros, mozos de cuadra, dos jóvenes costureras de Lys, una señora mayor que decía tener experiencia como niñera, y hasta un calderero que se instaló con todas sus herramientas junto al ala sur.

Aoife lo notó enseguida. Más gente significaba más competencia. Más ojos. Más posibles errores.

Una mañana, al regresar al dormitorio común, encontró a Miro limpiando sus botas por segunda vez, a Lia arreglándose el peinado frente a un espejo empañado, y a Silas intentando alinear su cama con una regla de madera.

“Tenemos que ser perfectos,” murmuró mientras ayudaba a Lane a doblar sus ropas. “No pueden tener motivos para despedirnos. No después de todo esto. No ahora.”

“¿Nos pueden despedir?” preguntó Lia, con un leve temblor en la voz.

“No lo sé,” respondió Aoife. “Pero si llega gente nueva... también pueden irse los que ya estaban.”

Miro no dijo nada. Pero esa noche todos trabajaron el doble, más silenciosos que nunca, con los ojos bien abiertos y los dientes apretados.

La verdad llegó días después, de boca de Myrana.

“¿Crees que te están evaluando?” le dijo mientras le enseñaba cómo cerrar una herida con hilo de lino y aceite de clavo. “Que te van a echar por un error tonto.”

Aoife no respondió, pero lo había pensado. Más de una vez.

Myrana sonrió con suavidad.

“La Princesa no está despidiendo a nadie. Está construyendo algo. Su hogar aquí está creciendo. Su gente también. No te preocupes, niña. Nadie va a sacarte de donde tú ya echaste raíz.”

Aoife sintió que algo se soltaba dentro de su pecho. Una cuerda invisible que había estado tirante desde hacía semanas.

“¿Entonces por qué tantos nuevos?”

“Porque esto ya no es solo un escondite,” respondió Myrana. “Es un reino en construcción.”

Y entonces llegaron los bardos.

Tres en total.

Uno tocaba el arpa y tenía dedos tan largos como huesos. Otra cantaba con una voz tan aguda que las ventanas vibraban. Y el tercero... era distinto.

Cabello dorado, un ojo azul y el otro gris, piel dorada como trigo maduro. Vestía ropas ajustadas, siempre hablaba como si el viento mismo lo escuchara y reía con la garganta abierta.

Se llamaba Nevan.

Aoife lo conoció cuando fue a dejar un cesto con hierbas en la sala común, y lo encontró ensayando una canción. Estaba solo, cantándole al techo con una expresión tan enamorada que, por un instante, pensó que recitaba para un fantasma.

“¿Escuchas mucho a escondidas?” le preguntó sin volverse.

Aoife se quedó congelada. Él giró con una sonrisa.

“O… ¿solo a veces?”

“Solo cuando el canto es bueno,” respondió ella, seria, sin saber si se burlaba.

Nevan rió. “Entonces te quedarás mucho tiempo cerca de mí.”

Ella rodó los ojos y se giró para marcharse, pero algo en su pecho palpitaba diferente.

Como si, por primera vez en mucho tiempo, las cosas pudieran también ser lindas, y no solo necesarias.

Nevan se volvió parte del aire. Siempre estaba cerca. En la sala común, en los pasillos, en los jardines. Tocaba canciones para los soldados, para los sirvientes, para la luna si nadie más lo escuchaba. Y a veces… también para Aoife.

No era directo. Nunca la llamaba por su nombre en voz alta. Pero la buscaba con la mirada cuando cantaba. Y sonreía más si ella lo escuchaba.

La primera vez que Aoife se rio por algo que él dijo, una rima absurda sobre dragones con sombreros, Miro se giró con una ceja alzada y dijo sin mirarla,

 “Estás haciendo esa cara rara.”

“¿Cuál cara?”

“Como si algo te gustara.. pero no y no sabes qué hacer con eso.”

Aoife le lanzó una manzana al pecho.

Pero la verdad era esa: Nevan la hacía sentir nerviosa, molesta, divertida… vista .

Hasta que llegaron las sanadoras.

Tres.

Shanara, la más joven, con dedos hábiles y ojos afilados. Sabía mezclar tinturas sin mirar el cuenco.

Tallulah, anciana de voz ronca, que hablaba poco pero siempre tenía razón.

Y Ophelia, la intermedia, la que reía fuerte y caminaba como si todo le perteneciera, traia siempre consigo a alguna de sus hijas, una mirada llena de picardía y le daba la sensación de que ella conocía de todo.

Todas hablaban con Myrana como si la conocieran de toda la vida. Todas comenzaron a usar las mismas mesas, los mismos cuchillos, las mismas hierbas.

Y una mañana, Ophelia le dijo a Nevan que deambulada con su laud “Cántame algo mientras trabajo. Las manos se me aflojan con tu voz.” mientras el bardo andaba paseando por el jardín.

Él lo hizo. Sonrió. Y Aoife sintió el estómago apretarse como si hubiera comido algo en mal estado.

Más tarde, cuando Shanara hizo una mezcla de hierbas para los soldados más rápida que ella, Myrana elogió su técnica con una frase corta… pero que bastó para dolerle.

Aoife apretó los dientes y guardó los frascos con más fuerza de la necesaria.

Esa noche, en el dormitorio de los sirvientes, Miro la miró de reojo mientras ella lavaba una gasa una y otra vez, como si quisiera borrarla del mundo.

“¿Estás bien?”

“Perfecta.”

“¿La cara rara otra vez?”

Silencio.

Lia, desde su rincón, susurró:

“¿Estás celosa de la sanadora bonita que tiene flores en el cabello?”

Aoife se giró con los ojos encendidos.

“No estoy celosa.”

Miro se cruzó de brazos, como si evaluara su alma.

“No estás celosa de que ella siempre ande rondando a la Princesa. Ni de que Myrana la prefiera. Ni de que Ophelia siempre este coqueteando con Nevan. Claro.”

“Vayan a dormir.”

Pero esa noche no pudo dormir.

Pensó en dragones. En fuego. En mujeres que no temen, que ocupan espacio. En ella. Que una vez no tuvo nada.

Y que ahora, aún temía que le quitaran lo poco que había logrado.

Todo estaba cambiando demasiado rapido, apenas se estaba acostumbrando a su nueva vida, su nuevo lugar en el mundo.

Un instante y todo comenzo a cambiar, de repente no sabía si aún tenía un lugar ahí, o sus hermanos.

La llegada de las sanadoras la llenaba de tensión.

Pero la presencia de Nevan…

Aoife comenzó a notarlo en los pequeños detalles.

Nevan pasaba cada vez más tiempo en los jardines, sobre todo al atardecer. Siempre solo. Con su laúd sobre las piernas, escribiendo cosas que no mostraba a nadie. A veces sonreía hacia la torre del ala norte, como si esperara ver una silueta asomarse al balcón.

Una tarde, al regresar de lavar frascos con Myrana, pasó cerca y lo escuchó murmurar una melodía que no conocía.

No hablaba de ella.

Hablaba de una mujer con ojos de fuego y sangre, que caminaba entre los sueños, que no pertenecía a este mundo.

Ese mismo día, vio a un soldado de confianza acercarse a Nevan.

"El Príncipe te manda llamar," le dijo. "Debes partir al anochecer. Harás una entrega en el mercado sur, y luego descansarás fuera hasta el alba. No regreses antes."

Nevan frunció el ceño, pero no dijo nada. Solo asintió. Se giró, recogió su laúd, y al ver que Aoife lo observaba, le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiera.

Ella dudó, pero lo hizo.

Caminó con él hasta el pasillo exterior, donde las sombras eran largas y no había orejas cerca.

"¿Una misión?" preguntó ella, intentando sonar indiferente.

Nevan rió sin gracia.

"No. Un destierro temporal."

"¿Por qué?"

La respuesta fue un susurro cargado de cansancio.

"Porque el Príncipe quiere estar solo con ella. Con la Princesa. Pasa todo el maldito tiempo. Cada vez que cree que me acerco demasiado, me manda lejos. Con un recado. Un encargo. No le gusta que me acerque demasiado, es celoso."

Aoife lo miró, sintiendo cómo su corazón se le apretaba, pero no por celos esta vez. Por una certeza incómoda.

"¿Estás enamorado de ella?"

Nevan no respondió de inmediato. Apretó los labios, la mirada perdida en algún punto del cielo encapotado.

"No sé si lo estoy… o si solo estoy condenado a soñar con algo que no me pertenece. Es difícil no enamorarse de una estrella cuando has vivido toda tu vida a oscuras."

Esa frase… fue como una cuchilla.

Aoife no dijo nada. No podía. Sus celos se disolvieron de golpe, pero no en alivio… sino en una tristeza seca.

Él no la veía a ella.

Y tampoco iba a ver a ninguna otra.

Solo a ella. A la Princesa Rhaenyra.

Eterna. Inalcanzable.

Como el fuego que no se toca.

El encargo de Myrana era claro: debía encontrar toronjil rojo , una hierba poco común que solo se vendía en dos o tres puestos específicos del mercado del sur. Aoife caminaba con determinación, la capucha bien ceñida y la bolsa de cuero colgando del hombro.

No buscaba a nadie. No esperaba ver a nadie.

Y sin embargo, allí estaba Nevan.

Saliendo del umbral de un burdel.

El cabello despeinado, la camisa sin abotonar hasta el pecho, y una sonrisa que le llegaba a los ojos. Iba riéndose con un amigo, medio tambaleándose, con el laúd colgado como si fuera una extensión de su alma desordenada.

"...y te juro por el fuego de Valyria que esa mujer tenía más talento con la lengua que medio coro de Lys," decía, agitando una mano en el aire.

Aoife se detuvo al otro lado de la calle, sin saber si quería esconderse o acercarse. No hizo ninguna de las dos cosas. Solo lo observó en silencio.

Nevan la vio.

Le sostuvo la mirada.

Y en lugar de disculparse o avergonzarse… le guiñó un ojo.

Después se alejó calle abajo, silbando, mientras su amigo se reía a carcajadas.

Aoife no supo si quería gritar o reír. En vez de eso, se obligó a seguir caminando. Consiguió la hierba. Pagó. Apretó la bolsa con fuerza.

No tenía derecho a sentirse herida.

Pero igual lo estaba.

Horas más tarde, cuando regresaba con los pies cansados y el sol descendiendo lento sobre las torres, escuchó música.

Y como si su cuerpo se moviera solo, giró hacia la plaza de las fuentes, donde un pequeño grupo de personas se reunía.

Nevan estaba allí.

Solo, con el laúd en brazos, tocando como si no existiera otra cosa en el mundo. Su voz era suave, profunda. No era la voz de quien acaba de salir de un burdel. Era la voz de alguien que siente .

La canción no hablaba de deseo ni de mujeres con talento en la lengua.

Hablaba de una mujer de fuego, de una heredera con la sangre antigua, de una Reina sin corona que volaba entre llamas, imposible de tocar.

Una melodía que no tenía nombre, pero que todos reconocían.

Cantaba para la Princesa Rhaenyra.

Y aunque ella no estaba allí para escucharlo, Aoife sí lo estaba.

No pudo moverse. No pudo mirar a otra parte.

La voz de Nevan acariciaba el aire como un susurro reverente.

Y Aoife supo, una vez más, que no lo tendría.

Desde aquel día en la plaza, Aoife había evitado a Nevan a toda costa.

No era difícil. Él pasaba la mayor parte del tiempo en los jardines, los salones y los balcones donde podía cantar o inventar versos. Ella, en cambio, vivía entre los vapores de hierbas, las heridas supuradas y las instrucciones de Myrana. En ocasiones, pasaba por las cocinas o los patios, pero jamás donde él estuviera.

No tenía energía para esa contradicción: desear a alguien que deseaba a otra.

Pero el destino, como siempre, tenía sus propios planes.

Aquella tarde, llevó una cataplasma para una yegua con fiebre. El mozo de los establos le pidió ayuda para aplicarla directamente sobre las patas traseras del animal, así que Aoife entró con el pequeño frasco envuelto en lino. Hacía calor, el olor a heno seco y sudor animal llenaba el aire. Estaba tan concentrada que no lo oyó llegar.

Hasta que escuchó su voz, detrás de ella, como una caricia burlona.

"¿Es un hechizo curativo o solo tu presencia lo sana todo?"

Aoife se giró con brusquedad. Allí estaba Nevan, apoyado contra el marco de la entrada, el laúd colgado a la espalda, el cabello más despeinado que de costumbre. Sonreía, pero no con burla. Había algo cansado en sus ojos. Algo humano.

"No tengo tiempo para tonterías," dijo ella, firme, sin moverse de su sitio.

"Entonces déjame perder el mío." Se acercó despacio, como si temiera asustarla, o como si supiera que no tenía que correr. "No te he visto. Te escondes muy bien."

"No me escondo. Trabajo. Algo que tú deberías probar algún día."

"Trabajo con canciones. ¿No es ese el trabajo más difícil de todos?"

Ya estaba a un paso de ella. Aoife apretó la bolsa de lino como si pudiera protegerla del calor que le subía por el cuello.

"No empieces con tus versos ridículos."

"No son versos," murmuró. "Eres tú."

Y entonces dio el último paso.

La empujó suavemente contra la pared de piedra del establo, una mano apoyada a cada lado de su cabeza. Su cuerpo no la tocaba, pero estaba tan cerca que podía sentir el calor de su aliento. El aroma a heno, piel y algo más —vino dulce, tal vez— la envolvía.

Aoife no se movió. No dijo nada.

Nevan ladeó el rostro, como si buscara algo en sus ojos. Luego susurró:

"¿Vas a decir que no?"

Ella no lo dijo.

Y entonces todo se rompió.

El beso fue como un rugido bajo la piel. Como fuego que no avisa. Ella lo agarró de la túnica, él la sujetó por la cintura, y en un segundo estaban perdidos entre la sombra del muro y el olor de los caballos.

Fue rápido.

Apresurado.

No había ternura, pero sí hambre.

La espalda de Aoife golpeó suavemente la pared, los dedos de Nevan temblaban al levantar su falda, su boca recorría su cuello con una urgencia que no tenía nada que ver con amor.

Y sin embargo, Aoife no lo detuvo.

Porque durante ese instante, no pensó en la Princesa.

Ni en sus celos.

Ni en lo que no podría tener.

Pensó en el calor de su cuerpo.

En su propia respiración.

En estar viva.

Cuando todo terminó, ninguno dijo una palabra. Nevan la miró con ojos abiertos, respirando como si acabara de correr.

Aoife se arregló la ropa en silencio. Tomó su bolsa. Y se alejó sin mirar atrás.

Porque sabía que si lo hacía… todo lo que sentía empezaría a doler otra vez.

Esa noche, el cielo sobre Volantis era de un gris violáceo, cargado de humedad y con el rumor distante de una tormenta que nunca terminaba de llegar. Aoife caminaba con sigilo por los pasillos del jardín interior, llevando en brazos un pequeño tazón con infusión para Myrana, quien había enviado por una mezcla para calmar los nervios. Había sido un día largo. Los bardos recién llegados no dejaban de cantar, los nuevos sirvientes estaban desorientados, y sus hermanos apenas se adaptaban al ritmo más exigente del nuevo hogar.

Estaba por tomar el atajo tras los setos de glicinas cuando escuchó un susurro. No de peligro, sino... de intimidad.

Se detuvo.

La Princesa Rhaenyra estaba ahí, entre las sombras del jardín, recostada en una manta extendida sobre la hierba, el cabello suelto cayéndole por la espalda como un río de fuego pálido. Y sobre ella, el Príncipe Daemon, besándola con desesperación, acariciándole el cuello, el rostro, el pecho con manos temblorosas y urgidas. Parecía un hombre deshecho por el deseo y la devoción.

La Princesa Rhaenyra murmuraba palabras en alto valyrio, o quizá era un idioma más antiguo, irreconocible para Aoife, que se quedó inmóvil tras una columna de mármol, con el tazón en la mano y el aliento congelado.

La escena no era vulgar.

Era cruda.

Vulnerable.

Sagrada.

Como si los dioses mismos hubieran bajado al mundo y se hubieran tocado en carne.

El Principe Daemon deslizó la frente por la clavícula de la Princesa Rhaenyra, y ella lo rodeó con las piernas, lo apretó contra sí con una expresión entre dolor y delirio. Sus ojos no estaban en él, sino en el cielo, como si hablara con estrellas invisibles. 

Aoife retrocedió como si hubiera cometido una blasfemia.

Su corazón latía con fuerza en su garganta. No era solo pudor lo que sentía. Era algo mucho más profundo. Miedo. Admiración. Envidia. Confusión.

Porque ahora entendía: no eran simples humanos.

Eran más.

Y verlos se sentía como un acto sagrado tanto como uno que la hacía ruborizarse.

Aoife no lo buscaba.

Solo necesitaba canela seca y ruda para una mezcla que Myrana le había pedido preparar antes del atardecer. El almacén junto a las cocinas era estrecho, polvoriento y solía estar vacío a esa hora. Pero cuando empujó la puerta de madera, lo supo al instante.

La risa ahogada de una joven.

Un murmullo suave, masculino.

Un cuerpo contra otro.

El aire se volvió denso.

Y allí estaba Nevan.

De espaldas a ella, con una de las muchachas de cocina —una rubia de mejillas sonrosadas y falda arrugada— apoyada contra la pared entre sacos de grano y cestas vacías. Ella se reía con timidez, con las manos aún manchadas de harina, mientras Nevan le murmuraba algo al oído. Su laúd colgaba descuidadamente del hombro, como si fuera una extensión de su encanto natural.
Aoife se quedó congelada.
No hizo ruido. No habló.
Pero él la sintió.
Nevan giró la cabeza, y sus ojos —ese contraste extraño entre el azul y el gris— la encontraron de inmediato. No pareció sorprendido. Solo… incómodo.
La joven rubia, al notarla, se apartó al instante, se arregló la falda sin decir palabra y salió apresurada, tropezando con la puerta. Aoife no la miró. Toda su atención estaba fija en él.
“¿Qué quieres que diga?” preguntó Nevan, con un tono que oscilaba entre la culpa y la burla.
Aoife apretó los puños.
“No digas nada. Solo… ¿así es como pasas tus días? ¿Saltando de una a otra?”
Él ladeó la cabeza, su expresión medio seria, medio cansada.
“No me prometiste nada, Aoife. Y yo tampoco te prometí nada a ti.”
“Pero me miras,” dijo ella. “Y me buscas. Y me hablas como si…”
“Como si fueras distinta. Porque lo eres.”
“Pero no suficiente.”
Nevan dio un paso hacia ella. Aoife no retrocedió.
“No se trata de suficiente. Se trata de no saber lo que quiero. De buscar algo que no puedo tener, y llenar el espacio con lo que me es fácil.”
“Y yo soy fácil de olvidar,” dijo Aoife, dolida, aunque su voz no tembló.
“No,” murmuró él, acercándose más. “Tú eres imposible de olvidar.”
Antes de que pudiera responder, la tomó del brazo y la arrastró suavemente hacia el interior del almacén, donde la luz era más tenue y el aire olía a canela, madera seca… y algo más. Su cuerpo se pegó al de ella con urgencia, con necesidad, con esa misma pasión sucia y cruda que la había hecho temblar la vez anterior.
La besó. Sin pedir permiso. Con hambre.
Y Aoife, otra vez, no lo detuvo.
Porque no quería hacerlo.
Porque el fuego dolía… pero también la hacía sentir viva.
Y mientras sus dedos se enterraban en su cabello, mientras sus labios recorrían su cuello y sus caderas tropezaban contra los sacos de grano, ella supo que los celos no se apagan con deseo.
Solo se profundizan.
Solo se agrandan.
Y al terminar, cuando él le acarició la mejilla y dijo su nombre con dulzura, Aoife no supo si quería besarlo de nuevo… o golpearlo.
Pero no dijo nada.
Solo salió del almacén sin volver la vista atrás, y con el pecho más revuelto que nunca.

El humo del romero flotaba en la pequeña habitación donde Myrana trituraba raíces de jengibre para una infusión contra la fiebre. Aoife limpiaba los frascos en silencio, metódica, con movimientos demasiado precisos.

No era como siempre.

No había preguntas, ni interrupciones, ni chispazos de curiosidad. Solo un silencio tenso, demasiado denso para pasar desapercibido.

Myrana no levantó la vista. Solo dijo:

“¿Qué no me estás diciendo?” tras esperar un momento en silencio, volvio a hablar. “Has estado actuando extraño, Aoife…”

Aoife se detuvo.

No respondió de inmediato. Sus dedos aún sostenían el paño húmedo, y su respiración era medida… demasiado medida.

Finalmente, habló.

“No me ha venido. Desde hace más de una luna.”

El silencio ahora sí fue completo. Myrana dejó el mortero sobre la mesa de piedra con un leve clac .

“¿Cuánto tiempo?”

“Cinco semanas, casi seis.”

Myrana la miró. Con esa calma vieja que nunca presionaba… pero tampoco soltaba.

“¿Hay posibilidad?”

Aoife no respondió.

Myrana se acercó, tomó el paño de sus manos, y se lo quitó suavemente.

“¿Lo deseas?”

La respuesta fue un susurro quebrado.

“No.”

Myrana asintió, con una expresión que no era ni juicio ni sorpresa. Solo entendimiento.

“¿Es de él?”

Aoife cerró los ojos. Solo asintió.

Myrana había notado las miradas, los coqueteos, porque así era ella, pero nunca la había juzgado, y fue finalmente su mriada amable lo que la rompio.

Y entonces, por fin, las lágrimas.

No muchas.

No escandalosas.

Pero suficientes para empañar los ojos de esa niña que no quería ser madre, ni esclava de su cuerpo, ni atada a una cadena que no eligió.

Myrana no la abrazó. No era de ese tipo. Pero le alcanzó un cuenco con infusión tibia y habló con voz baja.

“Podemos esperar unos días. O puedo prepararte algo esta misma noche.”

Aoife lo entendió.

El algo que muchas mujeres en Volantis conocían.

“¿Duele?”

“Lo hara, pero esta bien, estare aqui para ayudarte.”

Aoife asintió, pero no dijo más. 

No podía, no cuando ni siquiera se atreví a a decirlo en voz alta.

Aoife había considerado hablarlo con Miro.

Lo pensó esa mañana, mientras lo veía cargar un saco de avena sobre el hombro, jadeando de esfuerzo pero con el rostro tenso, concentrado. El maestro de establos lo había regañado dos veces esa semana por mojar la paja de los caballos. Miro no dijo nada, pero Aoife notó que comía menos, dormía mal, y se frotaba el hombro izquierdo en las noches cuando creía que nadie lo veía.

Ella lo miró desde lejos, con la boca llena de palabras que no dijo.

Porque no podía darle esa carga.

Porque ya tenía demasiadas.

Así que sonrió. Le deseó suerte. Y se tragó la confesión.

Horas después, buscaba una bolsa de paños limpios cerca del pozo trasero cuando escuchó el crujido de una puerta de madera mal cerrada. No quiso mirar, pero el sonido de una risa conocida le hizo detenerse.

Allí estaba Nevan.

Otra vez.

Con la rubia.

La misma.

Apoyada contra el muro de piedra, la falda alzada.

Él de espaldas, los pantalones a medio muslo.

Su cuerpo entre los muslos de ella.

Su risa baja.

Sus manos donde antes habían estado las de Aoife.

No la vieron.

No hizo ruido.

Pero su cuerpo tembló, no por la escena, sino por la certeza que ya no podía negar.

Nevan nunca sería suyo.

Y ella no podía cargar con algo de él.

Esa noche, buscó a Myrana en silencio.

Estaba en su sala de hierbas, moliendo semillas de ajonjoli negro.

Aoife no saludó.

Solo se quedó allí, parada. Esperando.

Myrana alzó la vista. Su mirada era un paño seco que ya lo sabía todo.

“Entonces lo decidiste.”

Aoife asintió con fuerza. Le ardían los ojos, pero no lloraba. No más.

“No quiero tener un bebé. No de él. No ahora. No en este lugar. No con esta vida.”

Myrana no dijo nada durante unos segundos. Luego habló con voz baja.

“Entonces tenemos que pedirle permiso a la Princesa.”

Aoife frunció el ceño.

“¿Por qué? ¿No puedes prepararlo tú?”

“Claro que puedo,” respondió Myrana. “Pero en esta casa, todo cuerpo bajo su techo le pertenece a su autoridad. No por control. Por cuidado. Ninguna mujer de su servicio recibe tratamientos así sin su conocimiento.”

Aoife apretó los labios. Era una mezcla de vergüenza y rabia. No por la Princesa Rhaenyra… sino por tener que compartir otra parte más de su cuerpo.

“¿Y si no me lo permite?”

Myrana la miró con honestidad.

“Te lo permitirá. No te entenderá, pero tampoco te negará.”

Aoife cerró los ojos.

El miedo seguía allí.

Pero al menos ahora tenía forma.

Y al día siguiente, debía cruzar una puerta y decírselo a la Princesa.

Aoife no sabía qué le dolía más: el miedo o la vergüenza. Caminó tras la doncella que la guiaba hacia los aposentos de la Princesa con el corazón golpeándole el pecho, como si quisiera salirse. Llevaba las manos cruzadas al frente, los labios apretados y el estómago retorcido.

La puerta se abrió.

La sala estaba en penumbra, con cortinas cerradas y solo una lámpara encendida sobre una mesa de marfil. La Princesa Rhaenyra estaba de pie junto a la ventana, descalza, el cabello suelto, vestida con una bata de lino oscuro que dejaba al descubierto una clavícula decorada por una antigua cicatriz.

Cuando Aoife se inclinó en silencio, la Princesa no le pidió que se levantara, pero le hizo una seña y fue suficiente para entender que debía continuar.

Lo había pensado tantas veces que las palabras ya no parecían suyas. Solo eran un 

“Su Alteza…” dijo con voz baja.

La Princesa no respondió de inmediato, alzó la mirada, atenta, pero había ojeras bajo sus ojos y ese sintio culpable. 

“Necesito pedirle permiso,” comenzó Aoife, sintiendo el ardor en las mejillas. “Para algo que no puedo hacer sin su autorización.”

No dijo nada, solo la miro con atención, no molesta, no severa, solo expectante. Asintió, indicándole que continuara.

“No quiero un hijo,” dijo al fin. “Si ocurre, si llegara a pasar… quisiera poder evitarlo. Con hierbas.”

La Princesa permaneció en silencio. Solo la observaba. No con juicio, pero sí con intensidad. Como si estuviera leyendo algo más allá de las palabras.

Fue ese silencio lo que empujó a Aoife a hablar de nuevo.

“¿Por qué debemos pedir permiso para eso? ¿Por qué no podemos… simplemente hacerlo?”

El gesto de Rhaenyra cambió. Su espalda se enderezó apenas, y apartó la vista hacia el jardín, donde las hojas se mecían con lentitud.

“Porque no todas las mujeres lo hacen por decisión propia,” murmuró.

Aoife no entendió de inmediato.

“Una vez,” continuó la Princesa Rhaenyra, “me ofrecieron una bebida. Era suave, dulce, tenía un aroma familiar… y fue cuando lo supe… al probarlo, su amargura lo delato…”

Volvió a mirarla. Ya no con intensidad, pero había algo triste en su mirada que hizo que Aoife se estremeciera.

“Pero no era una bebida cualquiera. Era uno para vaciarme por dentro. Para arrancar de mí la semilla de mi esposo.”

La garganta de Aoife se apretó.

“Por eso, en mi casa, nadie entrega esas hierbas sin mi permiso. No me arriesgare a que en mi propia casa me traicionen. Porque sé lo fácil que es disfrazar el daño de ayuda y tener las hierbas en mi propio hogar es tentar el destino.”

El silencio se instaló de nuevo entre ellas.

La Princesa Rhaenyra se inclinó levemente hacia adelante.

“¿Estás segura de tu decisión?”

Aoife asintió.

“Sí.”

“Entonces ve con Shanara. Le diré que prepare lo necesario, solo para ti. Solo lo justo.”

La Princesa se volvió a sentar. Tomó la pluma de nuevo, pero antes de volver a escribir, murmuró:

“Y si alguna vez cambias de idea… dímelo.”

Aoife hizo una reverencia. Profunda. No solo de respeto. Sino de algo más difícil de nombrar.

Gratitud, tal vez. O algo parecido.

La mañana siguiente llegó como un velo opaco, sin sol, con el cielo cubierto por una niebla baja que hacía que el mundo pareciera suspendido. Aoife caminó con la cabeza baja hasta el invernadero trasero, donde las hierbas más delicadas eran cultivadas lejos de los ojos indiscretos. Allí, entre los frascos de cristal y las mesas de piedra, Shanara ya la esperaba.

La joven sanadora tenía las mangas remangadas, la trenza deshecha y una calma tan firme que hacía parecer que nada podría temblarla. Aoife no dijo nada. No tenía que hacerlo. Shanara solo la miró, le hizo un gesto con la cabeza, y comenzó a reunir las hojas necesarias.

"No te preocupes, estaré contigo todo el tiempo," susurró, mientras separaba un puñado de raíz de cardorra. "No es la primera vez que preparo esta mezcla en particular."

Aoife asintió.

Shanara colocó un mortero de piedra frente a ella, junto con flores secas, raíces, y un tazón de metal oscuro.

"Machaca esto. Hasta que no sepas qué era."

Aoife obedeció, sus manos temblando ligeramente.

El sonido del mortero llenó el espacio. Por unos minutos, solo se oyeron golpes suaves. Luego Shanara habló de nuevo, con voz más baja, más íntima.

"La Princesa desea un hijo. Mucho. Desde la boda, ha estado esperándolo... soñándolo."

Aoife levantó la vista. Sus ojos eran dos grietas húmedas.

"¿No ha podido?"

Shanara negó con suavidad, mientras removía el contenido de un frasco con savia color ámbar.

"Está sana. Su cuerpo también. Pero aún no ocurre. Cada luna que llega... es un golpe que nadie ve. No lo muestra, pero lo sé. Lo sabemos las que la cuidamos."

Aoife bajó la vista al polvo que se formaba entre sus dedos.

"Y yo... estoy aquí, deseando lo contrario."

Shanara no la juzgó. Solo le pasó una cucharilla de madera.

"Lo que unas desean, otras temen. Eso no te hace culpable. Solo humana."

Pero Aoife no pudo evitarlo.

Sintió la culpa como una piedra mojada en el estómago. Recordó los ojos de la Princesa, su voz suave, la forma en que no la había hecho sentir menos por tener miedo… y ahora sabía que ella habría dado cualquier cosa por lo que Aoife quería rechazar.

"¿Debo sentir vergüenza?" 

Shanara dejó la mezcla reposar. Luego le puso la mano en el antebrazo, con firmeza.

"No. Pero sí debes recordar este momento. Para nunca juzgar a otra mujer por las decisiones que toma con su cuerpo."

El silencio volvió. Aoife asintió.

Se bebió el cuenco en silencio, sin saber todavía qué decidir.

Porque no era sólo el miedo a estar embarazada.

Era el miedo a volver a ser la niña que tuvo que cargar con todo... antes de estar lista.

Después quemaron juntas el paño, los restos del mortero y la cuchara usada. Las cenizas fueron esparcidas en la tierra húmeda del jardín más alejado.

Cuando terminó, Aoife se sintió más ligera.

No feliz.

Pero menos sola.

Shanara fue clara esa misma tarde, mientras Aoife se lavaba las manos con agua de rosas para quitarse el aroma de las hierbas.

"Tendrás libre la semana entera. Podría suceder esta noche, o mañana, no tarda demasiado, sangraras, lo haras dias enteros, pero es normal. Una vez que termine, lo sabras, ve a tu cuarto, quedate ahí, sentiras dolor, si es insoportable, buscame."

Aoife intentó decir que estaba bien, que podía ayudar aunque fuera en cosas menores, pero Shanara alzó una ceja y esa sola mirada bastó.

"No es solo para que tu cuerpo se recupere. Es para que tu espíritu también lo haga."

Y así fue.

El dolor vino y la hizo llorar, pero una vez que sucedio, solo sentía alivio.

La primera noche durmió más de medío dia, abrazando a Luna como si fuera la única ancla del mundo. No soñó. O si lo hizo, fue algo tan tranquilo que no quedó en la memoria.

Durante los días siguientes, volvió a compartir las comidas completas con sus hermanos. Miro le habló sobre un potro nuevo en los establos. Silas le mostró con orgullo cómo ahora podía treparse a la viga más alta del gallinero sin caerse. Lia le peinó el cabello con dedos suaves mientras Lane recitaba versos de un bardo que imitaba a Nevan con exageración cómica.

Aoife reía. Lloraba a escondidas algunas noches, pero reía.

Cocinó con ellos, recogió hojas secas en el jardín interior y tejió una mantita para Luna con trapos reciclados. No pensaba en Nevan. No en voz alta. Pero lo sentía como una brasa apagada en el pecho: presente, pero ya sin llamas.

Y con cada día que pasaba, pensaba más en ella.

En la Princesa.

En cómo nunca alzó la voz.

En cómo, en lugar de castigarla, le había dado permiso, consejo, protección.

Podía haberse negado. Podía haberla despedido. Podía haberla interrogado como un superior... pero no lo hizo.

No impuso.

Y esa fue la parte que más la marcó.

Sentada con sus hermanos una tarde, viendo cómo el sol anaranjado se filtraba entre los muros, Aoife pensó:

"Ella podría gobernarnos con miedo. Pero elige hacerlo con fuerza. Con algo más difícil."

Y en silencio, sin palabras grandes, la admiró.

No como una reina lejana.

Sino como una mujer real.

Y deseó, sin admitirlo del todo, parecerse a ella algún día.

Había algo en el aire que Aoife no pudo ignorar.

Estaba en el invernadero pequeño, revisando los frascos de raíz seca y las hierbas recién colgadas cuando un olor conocido la hizo detenerse. No era desagradable, al contrario: era dulce, cálido, casi agradable. Pero al identificarlo, se le heló el estómago.

Anís.

Una de las hierbas prohibidas dentro de la mansión.

No porque fuera peligrosa por sí sola, sino porque en ciertas cantidades podía usarse como base para mezclas abortivas y otros tónicos delicados. Su mera presencia, sin registro, era un riesgo para todos.

Aoife siguió el aroma en silencio, como quien persigue una sombra que no quiere ser vista. Lo encontró en una pequeña bolsa de lino blanco, mal cerrada, escondida detrás de una hilera de tarros etiquetados con falsos nombres.

Y detrás de la mesa, organizando frascos con torpeza, estaba Tina, una de las sirvientas más nuevas, asignada a la limpieza del ala sur.

Aoife la observó por un segundo. El temblor en los dedos de la joven. El sudor en la frente, a pesar del clima templado.

"No deberías tener eso," dijo Aoife sin levantar la voz.

Tina se giró con un respingo. Sus ojos se abrieron con un terror tan inmediato que confirmaba la culpa antes de cualquier palabra.

"Yo... no iba a usarla para nada malo, lo juro."

"¿Dónde la conseguiste?"

"Un comerciante. Afuera. Me dijo que servía para los cólicos. Solo eso..."

"¿Sabes que está prohibida aquí?"

Tina bajó la mirada. No respondió.

Aoife sintió una punzada de algo más que enojo. No era personal. No era venganza. Era deber.

Sin decir más, tomó la bolsa con anís y salió con paso firme rumbo a la sala de Myrana.

Myrana la escuchó en completo silencio, mientras Aoife relataba lo que había visto, el olor, la actitud de la muchacha, la confesión.

Cuando terminó, Myrana asintió.

"No hiciste mal. Hiciste lo que tenías que hacer."

"¿Se lo dirás a la Princesa?"

Myrana la miró con seriedad.

"Claro que sí. Aquí, nada de esto se oculta. Porque si se permite una hierba... mañana se permite un frasco. Y pasado mañana, una muerte."

Aoife tragó saliva.

"¿La echarán?"

"Depende de lo que diga cuando la llamen. Pero que no te quepa duda: la Princesa sabrá."

Esa noche, Aoife no habló del tema con sus hermanos. No buscó a Nevan. No quiso pensar en lo que podía haber pasado si nadie lo notaba.

Se quedó sola en su camastro, mirando el techo.

Y por primera vez, no se sintió una niña que vive bajo las reglas de otros.

Se sintió como una protectora.

Incluso ella, joven y pequeña, sin un papel importante, tambien podia proteger a su Princesa.

Se sintio capaz.

De alguna manera, se sintio valiente.

Aoife fue llamada al día siguiente.

Una doncella vestida con los colores oscuros del ala real la llevó en silencio hasta una sala lateral, discreta pero adornada con columnas talladas. El aire olía a incienso y flores. Allí estaban la Princesa Rhaenyra y, de pie tras ella, el Príncipe Daemon, con las manos entrelazadas a la espalda y el rostro tallado en piedra.

Aoife se inclinó, pero la Princesa Rhaenyra levantó una mano.

"Solo quiero oír lo que viste."

Su voz era serena. Firme. Sin juicio.

Aoife relató lo sucedido con calma. Cómo notó el olor, cómo encontró la bolsa, cómo confrontó a Tina y lo que ella respondió. No adornó nada. No pidió clemencia. Solo habló con verdad.

Cuando terminó, la Princesa asintió.

"Gracias."

El Príncipe no dijo palabra. Salió de la sala.

Aoife bajó la mirada. No preguntó. No necesitó.

Sabía lo que eso significaba.

Esa noche, el rumor corrió como fuego bajo la madera. Que la muchacha había sido ejecutada discretamente. Que fue rápida. Que no gritó.

Aoife no habló con nadie.

Se quedó sola en el jardín interior, sentada bajo el limonero que aún no daba fruto. El aire le dolía en la garganta. No había odio en ella. Solo un vacío seco.

La Princesa Rhaenyra apareció en silencio. Caminaba sin escolta, descalza, con una copa de agua en la mano. Se sentó junto a Aoife sin formalidades.

"No fue tu culpa."

Aoife no respondió. No podía.

"Todos aquí saben lo que puede y lo que no puede entrar a este lugar," dijo la Princesa. "Y cuando rompen esa regla, eligen las consecuencias."

Aoife tragó saliva.

"¿Y si no sabía lo que traía?"

"La ignorancia no la excusa. Y tú hiciste lo correcto."

"¿Por qué me duele?"

Rhaenyra la miró con ternura.

"Porque tienes compasión. No debilidad. Eso es lo que te diferencia."

Hubo una pausa. Luego la Princesa bebió un sorbo de agua y miró al cielo.

"Dime, Aoife... ¿he sido injusta alguna vez con alguno de mis sirvientes?"

La pregunta la desarmó.

Porque Aoife pensó en sí misma.

En aquella vez que robó la joya.

En cómo el Príncipe Daemon estuvo a punto de matarla.

Y en cómo la Princesa Rhaenyra la detuvo.

En cómo la dejó ir.

En cómo luego le dio una oportunidad.

En cómo incluso le permitió decidir sobre su cuerpo.

Aoife bajó la mirada y murmuró:

"No, mi Princesa. Nunca lo ha sido."

La Princesa Rhaenyra sonrió, leve.

"Entonces no dejes que el dolor te haga dudar de lo que es justo. Ni de ti. Como dije, no fue tu culpa… Gracias. Tal vez salvaste mi vida, o la de mi bebe… o la vida de alguien mas."

Y se levantó sin más.

Aoife se quedó ahí, sola.

Pero menos perdida.

Porque entendía, al fin, que ser leal no era cerrar los ojos. Era mirar… y elegir.

Incluso cuando dolía.

Aoife se dio cuenta una tarde cualquiera, mientras doblaba paños en el lavadero. Llevaba meses bajo el mismo techo que la Princesa Rhaenyra, bajo la protección de su casa, la sombra de su estandarte… y, sin embargo, sabía tan poco de ella como sabía del mar más allá de las murallas.

La admiraba. Sí.

La respetaba. Mucho.

Pero ¿quién era, en verdad?

¿De dónde venía esa fuerza?

¿Qué la había hecho la mujer que era ahora?

Y así, sin plan ni ceremonia, comenzó a preguntar.

Primero fue Mirra, una de las doncellas mayores.

"¿Siempre ha sido así... tan segura? ¿Tan... justa?"

Mirra sonrió mientras frotaba jabón sobre una túnica oscura.

"Justa, sí. Pero no siempre fue tan segura. La primera vez que voló a Syrax tenía solo siete años y casi se cayó del cielo por no atarse bien las cadenas. Lloró. Pero al día siguiente, volvió a montar. Sola. Como si no temiera nada."

Después preguntó a Sorena, que se encargaba del solar del Príncipe.

"La Princesa no duerme bien," dijo, mientras limpiaba los estantes. "No desde hace años. Se despierta con pesadillas. A veces grita en valyrio. A veces solo llora. El Príncipe la calma sin decir nada. Solo la sostiene."

Una tarde en la cocina, una cocinera vieja llamada Ali le contó cómo Rhaenyra había llegado a Volantis herida y deshecha, y cómo había reconstruido su casa desde la ceniza, sin quejarse jamás.

"Ella nunca ordena desde lejos," murmuró Ali. "Lo que come, lo prueba. Lo que viste, lo siente. Siempre es cuidadosa, determinada."

Incluso una de las costureras, entre puntada y puntada, le habló de cómo la Princesa Rhaenyra solía pedir que ajustaran sus vestidos no solo para lucir más bella, sino para poder moverse mejor… por si tenía que correr, luchar o volar.

Y sobre el Príncipe, todos decían lo mismo:

Que era peligroso.

Sí.

Pero nunca para ella .

"Él solo es cruel cuando la tocan," dijo un guardia en voz baja, junto al portón. "Solo por ella se detiene. Solo por ella es humano."

Cada historia era una hebra.

Y Aoife las fue tejiendo en silencio.

La Princesa Rhaenyra no era solo la heredera, la jinete de Syrax, la esposa del temido El Principe Daemon.

Era una mujer forjada entre dolor, dragones y decisiones imposibles.

Y el Príncipe… no era solo espada y sombra.

Era su reflejo.

Su guardián.

Su furia y su calma.

Esa noche, Aoife se sentó junto a sus hermanos. Los observó reír, contar chismes del día, discutir sobre qué dragón volaba más alto, y pensó:

"Ella no me salvó solo a mí. Los salvó a todos. Nos salvó a todos."

Y por primera vez en mucho tiempo, sintió que no solo servía.

Pertenecía .

Fue una tarde soleada cuando las cosas, que apenas comenzaban a asentarse, volvieron a cambiar, esta vez con un llamado.

Las sanadoras y aprendices fueron citadas en el salón de piedra junto al invernadero, donde habitualmente se reunían para coordinar remedios y cuidados mayores. Pero esta vez no había mesas cubiertas de frascos ni bandejas con vendas. Solo un pergamino enrollado en el centro, sellado con cera negra.

La Princesa Rhaenyra ya estaba allí cuando llegaron.

Vestía de gris oscuro, sin adornos. Su cabello estaba recogido y sus ojos tenían ese tono que no admitía réplica.

A su lado, silencioso y observador, estaba el Príncipe Daemon.

Myrana ocupó el lugar central. Aoife se sentó junto a Shanara, mientras Ophelia llegó acompañada de su hija, Vera, que entró con la seguridad de quien ya se siente más maestra que aprendiz.

Cuando todas estuvieron presentes, la Princesa habló.

“Hace unos días, recibimos un informe de los sacerdotes de las Catorce Llamas que. En él han estado buscando entre pergaminos, detalles de la fisiología Valyria. Se incluye una revisión sobre ciertas hierbas consideradas incompatibles con nuestras enseñanzas y prácticas.”

Vera desenrolló el pergamino y lo sostuvo entre las manos con una leve reverencia.

“La canela encabeza la lista,” dijo con voz clara. “Es considerada una sustancia abortiva y disruptiva del equilibrio espiritual. También la manzanilla, la savia de acanto, el regaliz negro y ciertas bayas. Todas han sido asociadas con perturbaciones del fuego interior… y deben ser retiradas.”

Un silencio denso cayó sobre el salón.

Aoife sintió que se le helaban los dedos. Miró a Myrana, que no dijo nada. Solo cruzó los brazos con gesto hermético.

Shanara murmuró en voz muy baja, apenas audible:

“Retirarlas… ¿significa destruirlas?”

La Princesa Rhaenyra alzó la mirada. Su tono era tan preciso como su postura.

“Significa que no deben existir dentro de esta casa. Ni como remedio, ni como superstición, ni como accidente, no las quiero en las cocinas y mucho menos en los almacenes.”

Ophelia preguntó, casi en un susurro:

“¿Y las flores en los jardines?”

“También,” dijo el Principe, con voz seca. “Si sus raíces hieren el equilibrio, entonces se arrancarán.”

Vera asintió con desición.

“Yo puedo supervisar la limpieza. Sé reconocerlas.”

La respuesta fue silencio. Luego, asentimientos.

Y una certeza compartida: debían prepararse mejor. Saber más. Ver más allá de las hierbas.

Al terminar la reunión, Myrana se giró hacia Vera y asintió con respeto.

“Hiciste bien.”

Vera no respondió con orgullo. Solo dijo:

“Quiero protegerla. Como ustedes. Solo uso otras puertas.”

Y ninguna la cuestionó.

Esa noche, Aoife ayudó a reorganizar los estantes de ungüentos. Separaron las hierbas en niveles: las inofensivas, las que requerían supervisión… y las que solo podían tocarse con permiso directo.

Mientras Shanara rotulaba un frasco, murmuró:

“Necesitamos aprender más. No basta con saber curar. Tenemos que anticipar.”

Aoife pensó en lo mucho que había cambiado.

Antes quería pertenecer. Ahora quería servir bien.

No por miedo.

Por amor.

Por lealtad real.

Se pregunto si su madre estaría orgullosa de ella.

De que Aoife tomara su destino en sus manos, que aprovechara las oportunidades… pero sobre todo, que su cuerpo fuera solo suyo.

El jardín olía a tierra húmeda y raíz cortada.

Aoife tenía las manos sucias, los guantes empapados, la canasta llena de manzanilla arrancada y flores marchitas de canela. Trabajaba sola, bajo la sombra de un naranjo joven, separando con cuidado cada hierba, asegurándose de no dejar raíces que pudieran crecer de nuevo.

Había algo doloroso en el acto de arrancar lo que una vez fue útil.

Alzó la vista al escuchar pasos suaves sobre la grava.

Era Nevan.

El laúd colgaba de su espalda, pero no lo tocaba. Su rostro estaba pálido, la mandíbula tensa, los ojos bajos. No llevaba la sonrisa de siempre, ni su voz tenía ese tono irónico que tanto le molestaba… y que a veces extrañaba.

Se detuvo frente a ella.

“¿Estás ayudando a borrar cosas?”

“No a borrarlas. A proteger.” Aoife se incorporó, limpiándose las manos en la túnica. “¿Qué haces aquí?”

Nevan miró el suelo. Respiró hondo.

“Necesitaba estar cerca de ella.”

Por un momento, Aoife pensó que hablaba de ella. Pero no. Era la otra. Siempre la otra.

Se referia a la Princesa.

“¿Estás bien?” preguntó, casi por reflejo.

“Sí.” Nevan tragó saliva. “Pero no es mía. Nunca lo será.”

Aoife no se burló. No se molestó. No dijo nada cruel.

Solo lo miró.

Y por primera vez, lo entendió por completo.

“¿La amas?”

Nevan la miró como si ya no tuviera fuerza para mentir.

“Sí. No sé cuándo empezó. Pero… no es por su belleza. Es por lo que es. Por cómo camina entre todos sin temerle a nadie. Por cómo escucha. Por cómo mira. Es como mirar al sol. Y yo…”

“…no puedes tocarla,” terminó Aoife por él.

Nevan asintió. Se sentó en el borde de la fuente, con la espalda encorvada.

“Soy un bufón con laúd y medias rotas. Ella es fuego y corona. Un dragón.”

Hubo un silencio largo.

Y luego Aoife murmuró:

“Así me siento contigo.”

Nevan alzó la mirada. Por un instante, pareció sorprendido. Pero no dijo nada. Solo la miró con ojos más suaves. Más humanos.

“No lo sabías,” dijo ella.

“No quería saberlo.”

Ambos rieron. Un poco. Solo un poco.

No fue una risa alegre.

Fue una risa resignada.

Una risa compartida entre dos que se querían… pero no como creían.

Aoife regresó a su tarea. Nevan se quedó sentado, sin cantar. Solo observó cómo sus dedos seguían arrancando raíces, una por una.

Y ese día, no hubo reproches.

Solo verdad.

Y una tristeza limpia.

El ritmo de la mansión había cambiado.

Shanara ya no le hablaba a Aoife como aprendiz. Myrana le confiaba tareas delicadas sin dar instrucciones. Incluso Ophelia, con su voz firme y sus ojos de madre vieja, la llamaba “niña de temple” cuando la veía organizar las mezclas de emergencia sin temblar.

Ya no era la niña que pedía permiso para existir.

Ahora tomaba decisiones.

La primera vez que una criada se desmayó por el calor del invernadero, Aoife fue quien dictó la mezcla. La segunda, cuando un mozo del establo llegó sangrando por una herida mal cerrada, fue ella quien lo cosió mientras Shanara sostenía la lámpara.

Y cuando la Princesa Rhaenyra pidió una crema para las piernas adoloridas tras pasar horas volando, fue su mezcla la que usaron.

Una tarde, al regresar con un cesto vacío desde la cocina, Aoife cruzó el patio trasero.

Nevan estaba ahí.

Apoyado contra la pared del pozo, sonriendo. Frente a él, una de las chicas de la lavandería, Tressa, la de las trenzas oscuras, reía con la cabeza baja mientras él tocaba una melodía con el dedo sobre el marco del laúd.

No se besaban.

Pero era claro.

Había algo.

Aoife se detuvo por un instante. No lo suficiente para que la vieran. Solo lo justo para observar.

Y sí, lo sintió.

Un nudo tibio en el estómago. Un celito breve. Familiar.

Pero no era rabia.

Era… nostalgia.

Y algo más profundo: una especie de compasión.

Porque ahora lo veía con claridad.

Nevan estaba intentando olvidar a la Princesa. 

Estaba buscando calor en otro cuerpo.

Risa en otra voz.

Paz en otro rostro.

Como ella también lo había hecho, un tiempo atrás.

Aoife siguió su camino sin mirar atrás.

Y cuando entró a la sala de mezclas, encontró a Myrana preparando un frasco nuevo de bálsamo.

“Te quedas esta noche con el control de los catálogos,” dijo. “Solo tú. Quiero ver cómo organizas todo desde cero.”

Aoife sonrió.

Ya no necesitaba llenar huecos.

No existia en las grietas.

Y aunque todavía quedaban fuegos por apagar, su pecho ya no ardía igual.

Solo quedaba lo que debía quedar.

Ella. Entera.

Aoife lo escuchó primero como un susurro, de boca de una lavandera nerviosa:

“Dicen que el Príncipe ordenó que la muchacha de la taberna... la que lo insultó... sea preñada por uno de sus hombres.”

No lo creyó. No al principio.

Pero la expresión que cruzó el rostro de Shanara cuando el tema surgió, ese destello de incomodidad, de conocimiento... la dejó sin aire. No era un rumor.

La mujer —una prostituta de Lys, altiva, pelirroja, con labios de miel y veneno— había intentado envenenar a la Princesa Rhaenyra con una bebida dulce. Una infusión abortiva, ofrecida con sonrisa seductora. No a una doncella cualquiera. A la heredera del Trono.

Aoife sintió cómo se le endurecía el pecho. Una parte de ella deseaba que la mujer hubiera sido ejecutada. Otra parte... más profunda, más antigua, más suya, deseaba verla sufrir.

Pero al enterarse del castigo, algo se quebró.

¿Ser forzada a cargar un hijo como castigo?

¿Eso no la convertía en lo que ella misma tanto temía?

Buscó a Myrana sin pensarlo dos veces.

“¿Es verdad?” preguntó, con la voz baja, apretada.

La sanadora asintió sin levantar la vista del cuenco que removía.

“¿Y la Princesa lo permite?”

“Fue idea de ella. Dijo que si la mujer deseaba tanto un hijo como para mentir... entonces que tenga uno. Que lo albergue. Que lo cargue. Que lo enfrente.”

Aoife no dijo nada más.

Pero pidió ver a la Princesa.

La Princesa Rhaenyra la recibió entre cortinas de lino blanco, sentada con serenidad, como si todo el mundo no estuviera ardiendo allá afuera. Tenía una copa de leche fría entre las manos y la mirada de alguien que siempre ha sabido escuchar.

“¿Vienes por la mujer?”

Aoife asintió, sin rodeos. Pero no para interceder. No para pedir clemencia.

“¿Por qué no la mataron?” murmuró, casi temiendo la respuesta.

La Princesa la observó con atención.

“¿Quieres que lo hubiéramos hecho?”

“No lo sé.” Aoife bajó la mirada. “Solo... hay algo en mí que... no se siente mal por lo que le va a pasar.”

Hubo silencio. Un silencio suave, cálido.

“No todo en ti es compasión, Aoife,” dijo Rhaenyra, con voz baja. “Eso no te hace menos leal. Ni menos buena.”

“¿Entonces está bien sentirlo?” preguntó, apenas audible. “¿Desear que alguien sufra?”

La Princesa Rhaenyra se levantó. Caminó hasta ella.

“¿Sabes qué me ofreció? Una simple copa de vino, tan suave. Si la hubiera tomado, ni tú, ni nadie aquí estaría. Tal vez ni siquiera seguirían vivos... y mucho menos mi hijo. No mi futuro.” 

Aoife no dijo nada al verla acariciar su vientre plano, la pregunta estaba en la punta de su lengua, pero se contuvo. No era su lugar.

“Podría haberla reducido a cenizas. En cambio, elegí algo que tal vez tú comprendas mejor que nadie: cargar con algo que no deseas, por algo más grande que tú.”

Ahí, la comprensión la golpeó.

No era solo venganza.

Era justicia.

Era una lección.

Y lo más perturbador… es que la entendía.

No porque fuera noble.

Sino porque una parte de ella quería ser como la Princesa. No solo servirla. Quería ser ella.

No todo en el fuego es limpio.

Pero tampoco todo lo oscuro es cruel.

Y fue ese día, más que ningún otro, que Aoife descubrió la raíz de su devoción. No era solo admiración.

Era que Aoife quería tener ese poder, quería ser la que dictara la sentencia. 

Se pregunto si algún día podría serlo.

Y mirando los ojos lilas de la Princesa, supo que sí. 

Esa mujer, tenía el poder, de darle poder.

Días después, llegó la orden: deben estudiar el cuerpo de la mujer. Su evolución durante el embarazo, los efectos de las hierbas que tomó, cómo responderá su cuerpo ahora que se le niega toda mezcla.

Muchas de las sanadoras murmuraron en privado, incómodas.

Pero Aoife fue la primera en presentarse.

Trajo sus notas. Pidió tomar registros. Midió el pulso. Dibujó la hinchazón de las venas. Preguntó por los hábitos antes de la concepción. Anotó la menor reacción a los tónicos.

Ella quería entender. Quería saberlo todo.

“Si alguien va a aprender de esto,” dijo a Shanara esa noche, “quiero ser yo. Quiero que, si alguien intenta algo contra ella de nuevo… estemos más preparadas.”

"Hablaré con la Princesa."

Las sanadoras no entendían del todo su fascinación por las hierbas como venenos, pero de repente su fascinación les fue útil.

La Princesa accedió a su petición.

Y la dejaron florecer.

Notes:

Un poco largo eh...

Bueno, llevo mucho tiempo escribiendo sobre Aoife, y cada que tenía que eliminarla de un POV, me aseguraba de escribir desde su perspectiva para mantenerme coherente con la historia.

Quería mostrar como ella, desde cierto punto de vista... no es importante, no realmente, al menos al comienzo.

Rhaenyra no la considera digna de mención, y cuando la considera, decide mantenerla oculta.

Nevan, bueno, nuestro bardo favorito es un egocéntrico que cree que es el centro del mundo... o Rhaenyra, pero vemos un lado nuevo de él, el mujeriego que le importa poco herir sentimientos sino son los suyos o los de la Princesa.

Para él, Aoife es tan poco importante que no la menciona, de ninguna manera, hasta que ella es verdaderamente útil para la Princesa, e incluso así, jamás considera sus sentimientos.

Lo mismo con las sanadoras, aunque aún no hemos llegado a sus POV, creo que se nota en los otros capítulos cuando aparecen, que Aoife a veces es una aprendiz, una niña, una sirvienta... o una simple sombra.

Nadie la considera más.

Y es por eso que Aoife tiene exito donde nadie más lo tiene.

Este personaje está muy inspirado en Arya Stark, Melisandre y Missadei.

Aoife se siente así misma como una don nadie, hasta que de repente comienza a querer más.

Dude un tiempo en agregar su POV, hasta que fuera absolutamente necesario, pero cuando publique el primer Bonus, decidí que era la manera perfecta de agregar a Aoife, y este es solo el primero de 3 capítulos, así que probablemente tendremos más bonus las siguientes semanas.

Están divididos en el antes (la niña), el punto de no retorno (la espía) y la mujer que surgió.

Todo esto, es la niña, la mujer que estaba definiéndose a sí misma, descubriéndose entre sus hermanos, la muerte de su madre y la oportunidad de ser algo más.

Y quería colocar su historia, antes de que iniciemos con sus POVs como un personaje más recurrente.

¿Que opinan de este personaje?

¿Esperaban esto?

Me encantaría leer lo que opinan sobre este OC, su evolución... y lo que creen que sucederá en los siguientes capítulos! (y bonus)

Chapter 23: El rumor sobre las olas

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lyman Beesbury

 

El Consejo se había disuelto y el murmullo de la corte corría como río desbordado: la Princesa estaba viva, encinta, y el Rey le había concedido un huevo de dragón. 

Lyman sonreía para sí mientras ordenaba algunos de los documentos que quedarían bajo su custodia durante la ausencia real. No acompañaría al Rey a Rocadragón, pero supervisaría en Desembarco lo que ese viaje implicaba: cuentas, escoltas, mensajeros.

Cuando lo vio salir, buscó a Lyonel Strong en uno de los corredores. El anciano avanzaba lento, con un legajo bajo el brazo, y aceptó detenerse ante su llamado.

“Es un buen día, ¿no cree? Al fin se acallan los rumores más oscuros. La Princesa está viva, encinta… y un huevo ha sido puesto en sus manos. Me alegra más de lo que puedo expresar.”

Lyonel lo miró con un destello que mezclaba orgullo y cansancio. “Sí, es un día bendecido. Aunque debo confesarle que extraño a mis hijas. Anya y Catelyn. Hace meses que no sé de ellas, y cada día me pesan más, pero mi corazón se ha tranquilizado al saber que estan protegidas.”

Lyman lo miró sorprendido. “¿Sus hijas? ¿Dónde están?”

“Sirviendo a la Princesa” respondió Lyonel con voz grave. “Las envié lejos de la capital porque aquí no están seguras. Esta corte es veneno, Beesbury. Un murmullo mal colocado puede hundir más que un ejército. No quise que mis hijas crecieran viendo ese ejemplo, ni que lo repitieran. Todos sabemos lo que ocurrió: una doncella, por pura suerte y oportunidad, fue elevada a Reina. No deseo que mis hijas aspiren a ese mismo destino. Ellas merecen servir con honra, no escalar sobre la desgracia de otros. Con la carta traida al Rey, mis queridas hijas me han escrito tambien, intentando calmarme…”

Lyman asintió despacio, meditando sus palabras. Comprendía perfectamente la preocupación de Lyonel: lo había visto de cerca, cómo los rumores y las intrigas podían torcer el destino de una familia.

“Las puso en buenas manos” dijo con respeto. “Y un día le agradecerán esa decisión.”

Lyonel suspiró, ajustándose el legajo bajo el brazo. “Eso espero. Y me calma saber que más lores del Reino estan siguiendo el ejemplo. Pero, si me disculpa, tengo una reunion urgente para hacer los arreglos para el viaje del Rey.”

Ambos se separaron después con la dignidad de hombres que saben que las pequeñas decisiones de hoy son las que forjan el mañana, aunque Lyman se quedo un poco confundido por el último comentario de la Mano del Rey.

La noche había caído sobre Desembarco, y el rumor del día aún ardía en cada rincón de la ciudad: la Princesa estaba viva, encinta, y el Rey le había concedido un huevo de dragón. En su casa, lejos de la intriga de palacio, Lyman encontraba alivio en la calma de su mesa, compartiendo pan y vino especiado con su esposa.

Ella fue la primera en hablar.

“Hoy escuché que Prunella Celtigar también se encuentra en la corte de la Princesa. No sé si sea cierto, pero ya se comenta como verdad en boca de las damas.”

Lyman arqueó las cejas, sorprendido. “¿Prunella? ¿También?… Me pregunto por qué tantas casas quieren enviar a sus hijas con la Princesa.”

Su esposa lo miró con paciencia, como quien explica lo evidente. “Porque es allí donde está creciendo el poder. La Reina Alicent no tiene corte, no sabe cómo formar una. Se limita a rezar y dejar que los septones la rodeen, pero no entiende lo que significa ser el centro de una casa real. La Princesa, en cambio, está levantando la suya con cuidado. Cada doncella que la sirve es un lazo, un voto de confianza, una familia más unida a su causa. Es inteligente, Lyman. Más de lo que muchos quieren admitir.”

Él se quedó pensativo un instante, dándole vueltas a sus palabras.

“¿Crees entonces que nosotros deberíamos enviar a alguien?”

Alana lo observó con seriedad. “Si tuviéramos a quién. Pero no tenemos hijas que puedan cumplir ese papel, ni sobrinas, lamentablemente. Si las tuviéramos, lo pensaría, porque eso asegura el futuro. No por ambición, sino por protección. No hay lugar más seguro para una muchacha noble que al lado de la heredera, y en este caso, una heredera con dragones.”

Lyman apretó los labios y asintió. “Entiendo. Aunque no tengamos a quién enviar, veo lo que dices. La Princesa está construyendo lo que la Reina nunca supo.”

Su esposa sonrió con dulzura. “Y por eso será Reina, Lyman, el Rey hizo bien en reafirmar su lugar como heredera.”

Él le tomó la mano sobre la mesa, dejando que sus palabras calaran. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que tenia esperanza, incluso en medio de tanto veneno.

La disolución del Consejo tras la noticia de que el Rey partiria a Dragonstone había dejado a Lyman con más trabajo del habitual. 

No solo debía revisar los cofres reales antes de que el Rey partiese a Rocadragón, sino también adelantar los pagos de la Guardia de la Ciudad, autorizar el mantenimiento de los muelles y firmar el despacho de aduanas para las galeras que descargarían especias en el puerto durante la ausencia del monarca. Ser Maestre de la Moneda no era un cargo de gloria, sino de vigilancia constante: cada dragón de oro debía saberse dónde entraba y dónde salía.

Con el libro de cuentas bajo el brazo, encontró a Lyonel Strong en el corredor. El anciano, como siempre, cargaba sus propios papeles, y al verlo Lyman lo llamó con tono cordial.

“Lyonel, sé que acompañará al Rey en su viaje a Rocadragón. Le ruego, si no es molestia, que lleve un mensaje de mi parte al castellano de la fortaleza. Adjunto una carta en la que pido un informe detallado sobre las cuentas de la Princesa. Me inquieta no saber cómo se manejan los fondos del hogar en su ausencia.”

Lyonel arqueó una ceja, curioso.

“Es mi deber asegurarme de que no falten provisiones, que los pagos a la servidumbre estén al día y que las cuentas de las aduanas en Rocadragón no se mezclen con las de la Corona. Un hogar real, incluso vacío, consume más de lo que cualquiera imagina. No querría descubrir, dentro de unos meses, que los cofres de la Princesa se han agotado o que alguien los maneja con ligereza.”

El anciano asintió con gravedad. “Lo entiendo. Y me parece prudente. Pásame la carta, y yo mismo la pondré en manos del castellano.”

Lyman sonrió, aliviado. “Agradezco su ayuda. No son pocos los que creen que mi deber se limita a contar monedas, pero usted mejor que nadie entiende que sin registros claros un reino se desmorona.”

Lyonel suspiró. “Es cierto. Las espadas llaman más la atención, pero son las cuentas las que sostienen los cimientos.”

“Justo así lo veo yo” respondió Lyman, ajustando los papeles contra su pecho. “La Princesa debe regresar a un hogar sólido, no a una casa en ruinas por descuido.”

Ambos se quedaron un momento en silencio, compartiendo la certeza de que la lealtad también se demostraba en cosas pequeñas: un sello en una carta, un cofre bien guardado, un hogar mantenido a salvo hasta que la heredera volviera a reclamarlo.

El resto día de Lyman transcurría como siempre, entre legajos y cifras. Revisaba los registros de la aduana del puerto, autorizaba el pago atrasado de un destacamento de la Guardia de la Ciudad y discutía con un escribano sobre el costo del grano que debía importarse desde el Valle para evitar una escasez. El tesoro real no descansaba, ni siquiera cuando el Rey viajaba fuera de la capital.

Fue entonces cuando uno de sus secretarios, un muchacho entusiasta y con más oído que prudencia, entró con paso rápido y un fajo de documentos.

“Mi señor, traigo los informes de los aranceles de la última luna, pero… también debe saber lo que se murmura en los pasillos. Hay un rumor preocupante volando entre los nobles.”

Lyman lo miró por encima de sus lentes de lectura, acostumbrado a que los jóvenes mezclaran rumores con deberes. “Habla, entonces, antes de que el sol se ponga.”

El muchacho se inclinó, conteniendo la sonrisa. “La corte está dividida, mi señor. Algunos creen en la carta de la Princesa, pero otros aseguran que es un engaño. Hay quienes dicen que ella murió en Valyria, y que el Príncipe Daemon es quien envió la carta para exigir un huevo, con la excusa de que es para su hijo bastardo.”

Lyman dejó la pluma sobre la mesa, apoyando las manos sobre el pergamino que estaba revisando. “Un hijo bastardo…” repitió, con el ceño fruncido.

El secretario asintió con entusiasmo, disfrutando de poder hablar de lo que había escuchado. “Sí, mi señor. Eso dicen algunos: que Daemon quiere un huevo para legitimar a un niño suyo, y que todo esto de la Princesa es una farsa.”

El anciano respiró hondo, controlando la indignación que le subía al rostro.

“Necios,” murmuró, apenas audible. “La Princesa está viva, y lo saben. El Rey no entregaría un huevo si dudara de su hija. ¿Y qué prueba hay de que esas lenguas no sean movidas por quienes temen su regreso?”

El secretario bajó la vista, comprendiendo que había ido demasiado lejos.

Lyman tomó la pluma de nuevo, pero sus manos temblaban levemente. Sabía que esas voces eran peligrosas, porque no necesitaban pruebas, solo repetirse hasta que muchos las creyeran. Y en una corte donde los rumores viajaban más rápido que las órdenes reales, esa era una amenaza tan seria como cualquier deuda con el Banco de Hierro.

El anciano se inclinó sobre el pergamino, pero en su mente ardía una certeza: si la Princesa y el Príncipe no regresaban pronto, las mentiras crecerían como hierba mala, ya lo estaban haciendo.

La reunión fue breve, casi improvisada, en una de las cámaras laterales de la Fortaleza Roja. Algunos lores que no habían sido convocados al Consejo exigían ser escuchados, y Lyman, como Maestre de la Moneda, accedió a atenderlos. Entre ellos estaba Lord Tyland Lannister, de mirada afilada y lengua demasiado libre, que hablaba en nombre de su hermano.

“¿De verdad enviaremos un huevo?” exclamó Tyland, alzando la voz más de lo que correspondía. “¿Así, sin más? Una simple carta llega de ultramar, y el Rey cede uno de los tesoros más grandes del reino. ¿Cómo sabemos que la carta es auténtica? Podría haber sido escrita por cualquiera, incluso por el propio Príncipe Daemon. ¿Y si no es para la heredera, sino para uno de sus bastardos?”

Hubo un murmullo entre los presentes. Algunos asentían en silencio, otros evitaban mirar a Lyman, como si esperaran que el anciano se encargara de poner orden.

Lyman no se alteró. Acomodó los pliegues de su túnica y habló con calma, dejando que cada palabra cayera como plomo.

“Lord Tyland, el huevo no lo entrega un escriba ni un consejero. Lo entrega el Rey. Fue su voz la que dio la orden en el Consejo, y será su sello el que autorice el envío. Nadie en esta sala tiene autoridad para contradecir eso.”

Tyland chasqueó la lengua, irritado. “No digo que contradigamos al Rey, digo que debemos asegurarnos de que no está siendo engañado. ¡Regalar un dragón no es poca cosa!”

Lyman entrelazó las manos sobre la mesa. “Un dragón no se regala con papel y tinta. El Rey no habría aceptado la petición si dudara de su autenticidad. ¿Lo cree tan ingenuo? Él conoce la mano de su hija, y confía en ella más que en todos nosotros juntos. Esa confianza basta. Y le recuerdo que, nos guste o no, lo que Su Majestad decide no es asunto de debate. Es ley.”

El silencio llenó la cámara. Algunos lores bajaron la mirada, otros fingieron examinar sus uñas. Tyland se recostó en su silla con un bufido, frustrado por no encontrar eco.

Lyman lo observó con serenidad. En sus largos años había visto demasiados jóvenes envalentonados que creían saber más que un Rey. Su deber, como siempre, era recordarles que la Corona no se sostenía con dudas ni con rumores, sino con obediencia y respeto.

Al salir de la sala, el anciano suspiró. Sabía que no había sofocado el fuego, solo lo había contenido por un rato. Pero en Desembarco, a veces, contener era lo más parecido a la victoria.

La mañana siguiente se había llenado de audiencias menores, de esas que ningún consejero ambicionaba pero que eran el corazón de su cargo. Entre legajos de aduanas y despachos de provisiones, Lyman recibió en su despacho a un herrero de la Fortaleza Roja. Era un hombre fornido, con la barba cubierta de ceniza y las manos ennegrecidas por el carbón.

“Mi señor Beesbury” dijo el hombre, inclinándose torpemente, más por obligación que por costumbre. “Vengo a cobrar la paga por las espadas entregadas a la Guardia de la Ciudad. Treinta piezas, recién templadas. El comandante dio su visto bueno.”

Lyman tomó el registro, repasó la firma del comandante y su sello. El trabajo estaba en orden. Señaló al escribano que abriera el cofre y entregara las monedas correspondientes.

“Treinta espadas, treinta pagos” confirmó, mientras el herrero contaba el oro con gesto satisfecho.

Cuando el hombre terminó de guardarlo, no se marchó de inmediato. Se quedó mirando al anciano con curiosidad, como si hubiera algo más que deseaba arrancar de él.

“Dicen cosas, mi señor” murmuró al fin, con tono conspirador. “Que la carta de la Princesa es falsa. Que en realidad está muerta y fue el mismísimo Príncipe Daemon quien la escribió. Algunos aseguran que el huevo es para un hijo suyo… ilegítimo. ¿Qué hay de cierto en todo esto?”

Lyman lo miró con paciencia, aunque por dentro hervía. Era la tercera vez que escuchaba la misma duda, repetida con ligeras variaciones, como si cada lengua la adornara con su propio veneno.

“La carta es auténtica” dijo con voz firme. “Fue reconocida por el Rey en persona, y no hay mano que él conozca mejor que la de su hija. No se equivoque: la Princesa está viva, y pronto el reino lo sabrá sin sombra de duda.”

El herrero asintió, aunque con la sonrisa del que disfruta oyendo rumores aunque no los crea del todo. Se inclinó torpemente y salió, dejando tras de sí el olor a hierro caliente y hollín.

Lyman se quedó en silencio un momento, observando el pergamino aún sobre su mesa.

“Apenas unos días…” murmuró para sí. “Y ya los rumores se multiplican como ratas en los muros.”

El anciano suspiró. Podía contar cada moneda que entraba y salía de los cofres reales, podía vigilar cada pago y cada deuda, pero no había tesorería que contuviera el precio del veneno de la lengua.

La casa de los Beesbury se llenaba de aromas sencillos aquella noche: estofado de cordero, pan recién horneado y vino especiado. Era un respiro después de un día agotador. Lyman comía despacio, disfrutando la tranquilidad del hogar, cuando su esposa rompió el silencio.

“Hoy volvió a correr el mismo rumor, Lyman. Las damas lo repiten con una seguridad que asusta. Dicen que la carta de la Princesa es falsa, que quien la envió fue el Príncipe Daemon, y que todo es para reclamar un huevo para un hijo bastardo.”

El anciano dejó la cuchara en la mesa con brusquedad. “¡Malditas lenguas!” exclamó, enrojecido. “Lo he oído tres veces en un mismo día. ¿De dónde nace semejante veneno? El Rey reconoció la carta. ¿Cómo es posible que duden de él?”

Su esposa lo observó con calma, aunque había preocupación en su voz. “Eso mismo me pregunto yo. No sé quién siembra la semilla, pero sí veo quién la riega. Hoy, durante el almuerzo, vi a Aoife y a Lady Redwyne hablando con entusiasmo con algunos guardias. Reían, cuchicheaban… y cuando me acerqué, callaron de golpe. Estoy segura de que repetían lo que no deberían.”

Lyman frunció el ceño, golpeando la mesa con la palma abierta. “¡Chismes de criadas y doncellas, y mirad cómo incendian la corte entera! No hay moneda que valga contra la mentira cuando esta se propaga con lengua ligera.”

Ella bajó la voz, casi en un susurro. “Y lo que más me inquieta… es la Reina. Después de su enojo por el huevo, ahora la he visto distinta. Extrañamente feliz. Como si supiera algo que los demás no sabemos.”

Lyman la miró en silencio, el corazón acelerado. Era leal a la Princesa, pero cada palabra de su esposa le confirmaba que la corte estaba jugando con fuego, y que incluso la Reina había encontrado la manera de sonreír en medio del caos.

El anciano apartó el plato, sin apetito ya. “Si los rumores crecen así en apenas unos días, no tardarán en convertirse en verdad para muchos. Y ese es el precio más alto que puede pagar la Corona: la verdad sustituida por veneno.”

Su esposa apoyó una mano sobre la suya, suave pero firme. “Entonces asegúrate de que la voz de la verdad no se apague, Lyman. Si el oro puede mover ejércitos, también puede mantener la fe en el fuego correcto.”

Él la miró con un destello de ternura. Sabía que tenía razón. Pero también sabía que la tarea sería más dura que cualquier cuenta en sus libros.

La vela sobre la mesa se había consumido casi por completo cuando Lyman y su esposa continuaban su noche en tranquilidad. 

Él repasaba las cuentas en un tablón de madera, ella bordaba en silencio, hasta que un golpeteo apresurado en la puerta los interrumpió. Era uno de los escribas de Lyonel, con el rostro pálido y los ojos muy abiertos.

“Mi señor Beesbury” dijo entre jadeos, “os ruego que me escuchéis. El Rey ha partido ya en busca del huevo, y Lord Lyonel lo acompaña. Pero ha surgido un asunto que no puede esperar.”

Lyman frunció el ceño. “¿De qué se trata?”

El joven tragó saliva. “Una nota anónima fue entregada esta tarde. Acusa a un sirviente de robar en los aposentos reales. No dice quién, ni qué ha sido robado. Solo que hay pruebas de ello. La Reina está desesperada y exige respuestas inmediatas.”

Su esposa se irguió en la silla, sorprendida. “¿Robar en los aposentos reales? Eso es un escándalo, Lyman.”

Él se levantó despacio, acomodando la túnica sobre sus hombros. “No es labor mía atender disputas de sirvientes… pero con el Rey en Rocadragón y la Mano fuera, alguien debe hacerlo. Y si la Reina pide respuestas, no podemos dejar que los rumores lo hagan por nosotros.”

El escriba asintió con urgencia. “He reunido a los capitanes de la guardia y algunos testigos. Todos aguardan en la cámara de audiencias menor.”

Lyman tomó la vara de su cargo, más como símbolo que como arma, y caminó hacia la puerta. “Muy bien. No sabremos aún qué fue robado ni quién lo hizo. Pero averiguaremos de dónde salió esta nota y a quién conviene. La Reina podrá estar desesperada, pero yo no permitiré que este rumor crezca como los otros.”

Su esposa lo siguió con la mirada, dejando la aguja sobre el bordado. Sabía que su marido odiaba la intriga, pero en esos días hasta un simple rumor de robo podía ser más venenoso que un puñal.

La cámara de audiencias menor estaba iluminada con antorchas, pero el aire era denso, cargado de murmullos. Lyman entró con paso firme, apoyándose levemente en su vara. A un lado aguardaba un sirviente tembloroso, flanqueado por dos guardias. Frente a él, un pequeño grupo de soldados y escribas reunidos de improviso.

“Bien” dijo Lyman con voz grave, “comencemos. ¿Qué se ha robado? ¿Quién lo vio? ¿Qué pruebas tenemos?”

El silencio cayó de inmediato. Los hombres se miraban unos a otros, como si cada uno esperara que otro respondiera primero. El sirviente bajó la cabeza, incapaz de hablar.

Finalmente, uno de los soldados carraspeó. “No… no lo sabemos, mi señor. Nadie vio nada. Lo único que tenemos es una nota.”

Lyman arqueó las cejas. “¿Una nota? ¿Y eso basta para acusar de robo en los aposentos reales?”

El soldado tragó saliva. “La nota fue encontrada en el pasillo que lleva a las cámaras de la Reina. Decía que la joya está a salvo ahora que fue retirada de manos indignas… y deseaba la mejor de las suertes a alguien firmado solo con una letra: ‘S’. Nada más.”

Lyman cerró los ojos un instante, respirando hondo para contener la exasperación. “¿Y quién vio esa nota primero?”

“Un guardia, mi señor. La entregó a la Reina. Y fue ella quien dijo que debía investigarse de inmediato.”

El anciano golpeó el suelo suavemente con la vara. “Entonces no sabemos qué joya, no sabemos quién la tomó, ni siquiera si hubo robo alguno. Solo tenemos un papel anónimo, hallado en un pasillo, y la palabra de la Reina.”

El murmullo creció en la sala. Lyman se inclinó hacia adelante, con la voz más áspera. “¿Y acaso ninguno de vosotros pensó en preguntarse cómo lo saben? ¿Cómo se acusa a un hombre sin pruebas, sin objeto desaparecido, sin testigos? ¿O hemos reducido la justicia de la Corona a un rumor escrito?”

El sirviente acusado comenzó a sollozar, negando una y otra vez entre lágrimas.

Uno de los guardias bajó la voz, casi un susurro. “La Reina está furiosa, mi señor. Dice que si algo falta en sus aposentos o en los del Rey, es porque alguien se lo robó. Y ordenó que se encuentre al culpable.”

Lyman se enderezó, con el rostro endurecido. Comprendió en ese instante que no se trataba de un robo. Se trataba de miedo, de política, de intrigas disfrazadas de justicia. Y nada era más peligroso que eso en Desembarco.

“Traedme esa nota” ordenó con firmeza. “Si vamos a investigar, comenzaremos por la única prueba que existe.”

Cuando el pergamino llegó a sus manos, lo examinó bajo la luz de la antorcha. La letra era elegante, pero anónima. 

“La joya está a salvo ahora que fue retirada de manos indignas. Que los dioses te den la mejor de las suertes, S.”

Ni firma, ni más pistas. Solo la chispa de un fuego que ya había incendiado a la Reina.

Lyman cerró el pergamino y murmuró para sí “En apenas unos días, los rumores crecen más rápido que las llamas.”

Lyman no esperó a que la guardia terminara de debatir. Con el pergamino en la mano y el ceño fruncido, pidió escolta inmediata hasta los aposentos de la Reina. No podía dejar que el rumor creciera una noche más sin intentar cortarlo de raíz.

La encontró paseando por la sala como un animal enjaulado, las mejillas encendidas, los ojos brillantes de furia. Apenas lo vio, se lanzó hacia él.

“¡Quiero la cabeza del ladrón, Lord Beesbury! ¡Alguien ha robado de mis aposentos y debe pagarlo con su vida!”

Lyman se inclinó, con la calma que solo los años le daban. “Su Majestad, para cumplir su voluntad necesito saber qué joya falta. Qué objeto fue tomado. Con esa información podré seguir un rastro, preguntar, asegurarme de que el culpable sea hallado.”

Alicent se giró con violencia, alzando las manos. “¡No me vengáis con cuentas y registros! ¡Un ladrón entró en mis aposentos! ¿No es eso prueba suficiente? ¿Acaso queréis poner en duda mis palabras?”

“No, Majestad” dijo Lyman con voz firme pero suave, “quiero servirle con justicia. Pero si no sabemos qué fue robado, no podremos nunca recuperarlo ni castigar al culpable. ¿Puede decirme, al menos, qué joya echa en falta?”

Antes de que la Reina respondiera, una mujer de cabello recogido y mirada nerviosa se adelantó: era su doncella de confianza. “Majestad, el bordado de su manto aún no ha llegado de la tintorería, quizás convendría… oh, y los guantes de encaje, alguien olvidó traerlos de la lavandería.”

Alicent giró hacia ella de inmediato, distrayéndose con detalles nimios. Lyman la observó con creciente incomodidad. Era como si la doncella buscara a propósito apartar la atención del tema central.

El anciano apretó la nota en su mano. “Majestad, ruego me escuche un instante más. Si me confía qué joya fue robada, podré…”

“¡Quiero la cabeza del ladrón!” gritó la Reina, fuera de sí. “¿Acaso no me ha escuchado? ¡Que lo ahorquen mañana mismo! ¡No permitiré que mis aposentos sean mancillados!”

La doncella volvió a interponerse con una voz suave. “Majestad, el agua para su baño ya está lista, no conviene que se enfríe…”

Lyman cerró los ojos un instante. Comprendió que nada más sacaría de aquella audiencia. La Reina no quería respuestas, solo sangre. Y la doncella… esa mujer sabía más de lo que admitía, estaba seguro

Con una reverencia lenta, se retiró. “Haré lo posible, Su Majestad.”

Al salir de la cámara, apretó la vara contra el suelo con fuerza. Si quería respuestas, no las hallaría en la Reina. La única opción era buscar a la doncella a solas, lejos de la histeria de su señora.

Al día siguiente, cuando Lyman preguntó por la Reina, le dijeron que había partido a visitar a su hijo mayor. El anciano vio allí su oportunidad. Ordenó que llevaran ante él a la doncella que tanto había intervenido en la conversación de la noche anterior.

Fue conducida a una pequeña cámara de servicio junto a la contaduría, un lugar modesto donde Lyman solía interrogar a criados cuando había disputas de pagos o cuentas. La mujer entró con el porte sereno, sin el nerviosismo de quien se sabe bajo sospecha.

“¿Tu nombre?” preguntó Lyman, ajustando sus lentes sobre la nariz.

“Aoife” respondió ella con naturalidad.

“¿Aoife…?” insistió él, esperando un apellido, un linaje, algo que lo ubicara.

La joven bajó un poco la mirada y respondió con calma: “Solo Aoife, mi señor. Una huerfana como yo tiene suerte de tener un nombre.”

Lyman anotó en un pergamino en blanco, aunque lo que escribía eran simples garabatos. Observaba más sus gestos que sus palabras. “¿De dónde eres?”

“Del Dominio” dijo sin vacilar, aunque pronto desvió la conversación con una sonrisa leve. “He servido en casas menores, y ahora la Reina tuvo a bien darme techo y trabajo. Es todo lo que importa.”

El anciano entrecerró los ojos. No era la primera vez que un criado intentaba ocultar sus orígenes, pero pocas lo hacían con tanta suavidad.

“Muy bien, Aoife. Hablemos entonces de lo ocurrido. La nota, la supuesta joya robada. ¿Qué puedes decirme?”

La joven alzó las manos, encogiéndose de hombros con gesto inocente. “Nada, mi señor. No sé qué joya fue robada, ni siquiera si algo falta realmente. La Reina no nos dice nada. Cuando preguntamos, se limita a repetir que alguien pagará con su vida. Pero a nosotras… no nos confía nada.”

Lyman la miró largo rato. No había temblor en su voz, ni miedo en sus ojos. Si mentía, lo hacía con una maestría que rara vez veía en criados de su posición.

Finalmente dejó la pluma a un lado y se reclinó en su silla. “Así que ni siquiera vosotras, que servís a diario en sus aposentos, sabéis de qué joya se trata.”

Aoife inclinó apenas la cabeza, con una sonrisa apagada. “Ni siquiera nosotras, mi señor, las joyas estan contabilizadas, si falta una, seguramente es de un regalo reciente…”

El silencio llenó la cámara. Lyman comprendió que no obtendría nada más de aquella mujer. O no sabía nada… o sabía demasiado y lo ocultaba bien.

Los días siguientes se le hicieron interminables. Lyman recorrió pasillos, interrogó a guardias, revisó inventarios de cofres y registros de ajuar. No halló nada. Nadie sabía qué joya faltaba, ni siquiera si algo faltaba en verdad. Solo esa nota anónima, repetida como un fantasma entre los muros de la Fortaleza Roja.

Cada intento de obtener respuestas de la doncella Aoife fue inútil. La mujer respondía con serenidad, siempre lo justo, siempre lo mismo: nada sabía, nada había visto. Y la Reina, más irritable que nunca, insistía en que alguien debía pagar con sangre.

Cuando al fin llegó el día del regreso del Rey, con la escolta de Lyonel y otros lores, Lyman sintió un nudo en el estómago. Sabía que debía informar, pero ¿qué decir? ¿Que había un ladrón invisible y una joya inexistente? No había nada firme que presentar, y la Reina había quedado como una sombra temblorosa entre rumores.

Decidió entonces buscar primero a Lyonel. Lo encontró en sus aposentos, cansado tras el viaje pero aún revisando cartas con la misma seriedad de siempre.

“Lord Lyonel” comenzó Lyman, inclinando la cabeza, “espero no interrumpir. Antes de presentarme ante el Rey, debo hablar con vos. Hay un asunto delicado ocurrido durante vuestra ausencia.”

El anciano Strong levantó la vista, ladeando la cabeza. “¿Delicado?”

Lyman dejó el pergamino sobre la mesa y relató todo lo sucedido: la nota hallada en el pasillo, el rumor de un robo en los aposentos de la Reina, la histeria con la que ella había exigido la cabeza de un sirviente, la ausencia total de pruebas. Describió también cómo había interrogado a Aoife y a otros criados sin obtener nada útil.

Cuando terminó, respiró hondo. “No sé qué presentar al Rey. No hay evidencia más allá de esa nota. Y temo que parezca que el Maestre de la Moneda se ocupa de fantasmas en lugar de cuentas.”

Lyonel guardó silencio un momento, acariciándose la barba con gesto grave.

“Es un asunto extraño, Lyman. Y la Reina… no es una mujer que tolere contradicciones. Has hecho bien en contenerlo, pero el Rey debe saberlo, aunque sea como rumor. Déjaselo a su juicio.”

Lyman asintió, aliviado de haber compartido la carga. “Así lo haré. Y antes de irme… decidme, ¿cómo les fue en Rocadragón? ¿El Rey halló lo que buscaba?”

Un destello de cansancio cruzó el rostro de Lyonel, seguido de un dejo de orgullo. “Lo halló. Un huevo digno para la hija de la Princesa. Fue un viaje breve, pero cargado de peso. El Rey habló poco en el regreso, pero su semblante decía lo suficiente y parece que regreso renovado… se que el maestre de ahí lo atendio durante su estancia, en una de las cenas hasta menciono que la herida en su rostro parece mejorar.”

Lyman inclinó la cabeza, satisfecho. “Entonces, en medio de tanta sombra, al menos tenemos algo que va viento en popa.”

Durante días, Lyman intentó obtener audiencia con el Rey. Cada mañana acudía al salón, cada tarde enviaba notas con el sello de su cargo, cada noche regresaba a casa con las manos vacías. Siempre recibía la misma respuesta: Su Majestad no atendería a nadie hasta concluir sus asuntos con la Princesa, su heredera.

La frustración crecía en el anciano como un hierro frío en el pecho. Era su deber informar lo ocurrido con la supuesta joya robada, aunque fuese un rumor vacío. Y sin embargo, el Rey se cerraba tras un muro de silencio.

En esa espera, buscó de nuevo a Lyonel. Lo halló en sus aposentos, con la espalda cargada de cansancio, pero con la mirada aún firme.

“He logrado convencer al Rey” dijo Lyonel sin rodeos, “de que Ser Harwin escolte personalmente el huevo. Irá como enviado, con guardias de confianza.”

Lyman asintió con aprobación, dejando escapar un suspiro de alivio. “Es una buena idea. Nadie pondrá en duda la palabra de Ser Harwin. Si la corte rumora que la Princesa ha muerto, bastará con que él declare lo contrario. Su honra callará más bocas que cien decretos.”

“Eso espero” respondió Lyonel, aunque su voz no tenía la solidez de otras veces.

En ese momento tomó un pliego de su mesa y lo extendió hacia Lyman. “El castellano de Rocadragón respondió a tu carta. Aquí tienes.”

Lyman rompió el sello con curiosidad y comenzó a leer. Su ceño se frunció a medida que avanzaba: frases secas, evasivas, respuestas que desestimaban sus preguntas con evidente desdén. “No son asuntos de la tesorería”, “no es de vuestra incumbencia”, “los cofres de la Princesa se administran según convenga”.

El anciano cerró el pergamino con gesto sombrío. “Esto no es un informe, es una burla. ¿Así trata la casa de la Princesa los asuntos de la Corona?”

Lyonel bajó la mirada un instante, y luego confesó en voz baja: “No confío en ese hombre. Es castellano desde hace años, pero nunca me ha inspirado seguridad. Sus palabras son suaves, pero siempre con un filo oculto. Y ahora, con la Princesa ausente, me preocupa que crea tener más poder del que realmente posee.”

Lyman dejó el pliego sobre la mesa con un golpe seco. “Entonces no es solo mi impresión. Hay veneno en esas líneas, Lyonel. Y si ese hombre maneja los cofres de Rocadragón con la misma ligereza con la que responde, la Princesa podría encontrar su hogar en ruinas cuando regrese.”

Los dos hombres guardaron silencio, la antorcha chisporroteando entre ellos. Era claro que, en ausencia del Rey y de la heredera, incluso una fortaleza como Rocadragón podía convertirse en terreno incierto, pero ninguno tenía el poder para intervenir.

La carta del castellano quedó sobre la mesa, como una mancha que ninguno de los dos deseaba volver a tocar. Para romper el silencio, Lyonel se inclinó hacia atrás en su silla y suspiró.

“Todos los días recibo cartas de lores y señores menores, Lyman. Desde el Dominio, desde el Norte, desde el propio Valle. Unos juran lealtad eterna a la Princesa, otros se deslizan con palabras ambiguas, esperando ver hacia dónde sopla el viento. Pero en todas hay una misma duda: ¿sigue viva? ¿O son engaños las noticias que nos llegan?”

Lyman asintió lentamente, cansado. “Lo mismo sucede en los pasillos de la Fortaleza. Y peor aún en las calles. No solo los lores dudan, también la gente común. Cada día escucho rumores en boca de mis escribas, de los guardias, incluso de los artesanos que vienen a cobrar su paga. El otro día un herrero, después de recibir las monedas por las espadas entregadas, tuvo el descaro de preguntarme si la Princesa estaba muerta, si la carta era invención del Príncipe Daemon para conseguir un huevo para un bastardo. Hasta los hombres que viven del sudor del hierro repiten esas tonterías como si fueran verdades.”

Lyonel apretó los labios, su expresión endurecida. “Eso es lo más peligroso. Cuando el veneno llega al pueblo, ya no es un rumor de pasillos. Es un fuego que puede extenderse sin que nadie lo detenga. Las dudas de un señor pueden calmarse con juramentos y sellos, pero la lengua de la gente común… esa no se controla con decretos.”

Lyman pasó la mano por la frente, agotado. “Y el Rey sigue sin recibirnos. No le culpo: querrá dar cada momento a su heredera. Pero mientras tanto, la capital se llena de voces que no callan. Voces que erosionan la fe en el fuego verdadero.”

El anciano Beesbury bajó la mirada hacia el pergamino del castellano, aún sobre la mesa. “Incluso dentro de Rocadragón hay sombras. ¿Qué puede esperar el reino si en la propia fortaleza de los dragones se permiten estas dudas?”

Lyonel lo miró con gravedad, sin responder de inmediato. Ambos hombres compartían la certeza de que el reino estaba en un punto frágil: sostenido por la esperanza de unos pocos, acosado por los rumores de muchos, y sin la voz clara del Rey para acallarlos.

Lyman tamborileó con los dedos sobre la mesa, pensativo. “Hay algo que me inquieta más que el castellano de Rocadragón o los herreros de la ciudad. La Reina. O mejor dicho, una de sus doncellas. Aoife. Nunca la había visto hasta hace poco, pero parece tener más influencia de la que corresponde a una simple sirvienta. Habla en su presencia, interrumpe en momentos clave, y guarda silencio justo cuando más respuestas se necesitan. Es como si supiera qué decir y qué callar.”

Lyonel lo miró con atención, ladeando la cabeza. “¿Insinúas que tiene algo que ver con los rumores?”

“No lo sé,” confesó Lyman con un suspiro. “Pero lo cierto es que desde que la Reina comenzó a apoyarse tanto en esa doncella, los rumores parecen multiplicarse. No puedo probar nada… solo sé que la mujer nunca responde con claridad. Cada pregunta sobre la joya robada la desvía con sonrisas o silencios. Y la Reina la escucha como si fuese una consejera.”

Lyonel entrelazó las manos sobre la mesa. “He vivido lo suficiente para saber que el veneno más peligroso no siempre viene de un lord o un septón. A veces se siembra en los pasillos, en boca de quien nadie sospecha. Si esa doncella alimenta la inseguridad de la Reina, y la Reina a su vez la transmite a la corte, los rumores encuentran tierra fértil.”

Lyman asintió, cansado. “Y mientras tanto, cada día que pasa sin respuesta, la duda crece. La gente común lo repite como si fuera un hecho. Los lores lo incluyen en sus cartas como si fuera verdad. Si no encontramos una forma de calmarlo, pronto parecerá más real que cualquier decreto.”

“Entonces habrá que actuar con cuidado,” respondió Lyonel. “No podemos acusar a una criada sin pruebas. Pero sí podemos asegurarnos de que la voz de la verdad sea más fuerte. El Rey volverá a hablar, y Ser Harwin verá con sus propios ojos a la Princesa. Cuando regrese, la sola palabra de un hombre tan honorable acallará muchos rumores.”

Lyman suspiró de alivio al escucharlo. “Que así sea. Hasta entonces, haremos lo posible por contener el fuego. Aunque confieso que temo que, para cuando llegue esa palabra, media corte ya esté convencida de la mentira.”

Lyonel lo observó en silencio, consciente de que ambos hombres habían pasado gran parte de sus vidas apagando fuegos ajenos. Esta vez, sin embargo, el incendio parecía arder en cada rincón, encendido por alguien que aún no podían ver.

El Consejo se reunió dos días después del envío del huevo. La atmósfera era distinta: más serena, menos crispada. El solo hecho de que Ser Harwin Strong fuese parte de la escolta había calmado a muchos. La palabra de un hombre de su honor parecía, al fin, suficiente para contener los rumores mientras esperaban su regreso.

“Si Harwin lo lleva en sus manos y dice que es para la Princesa, nadie podrá negarlo” comentó Lord Beesbury con alivio. “Será la voz más clara entre tanto ruido.”

Lyonel, sin embargo, inclinó la cabeza con gesto grave y habló en voz baja, lo bastante para que solo Lyman lo escuchara.

“Mi hijo me hizo una promesa antes de partir. Si la Princesa no es quien recibe el huevo con sus propias manos, lo traerá de vuelta a la capital. No importa quién lo reclame en su nombre. Él mismo lo dijo: mejor que el reino me culpe a mí de desconfianza, antes que entregar un dragón a quien no corresponde.”

Lyman lo miró sorprendido. “¿Entonces… él también duda?”

Lyonel apretó los labios. “Duda de la carta, no de ella. Pero incluso en su corazón, las dudas se han sembrado. Así de fuerte es el veneno de los rumores.”

Antes de que pudieran continuar, la voz del Rey los interrumpió. Viserys estaba en la cabecera de la mesa, con un semblante más tranquilo y feliz de lo que habían visto en semanas. Hablaba de su hija con ternura, de cómo imaginaba al niño aún no nacido, de la corona que algún día le ceñiría.

Lyman lo observó en silencio. Quiso conservar esa paz para él, no arrancarle la sonrisa con otro veneno más. Pero la responsabilidad pesaba. Lo que había ocurrido en los aposentos de la Reina, el rumor del robo, la nota misteriosa… todo ello era demasiado peligroso para callarlo.

Respiró hondo y se inclinó hacia adelante.

“Majestad,” dijo con voz firme, “hay un asunto menor, pero que debe conocer. Durante vuestra ausencia, aparecio en la corte una nota anónima, mencionando un robo en los aposentos reales. No sabemos qué joya fue sustraída, ni quién la tomó. Solo tenemos el pergamino, que asegura que la joya está a salvo lejos de manos indignas, y desea suerte a alguien firmado con la letra ‘S’.”

El murmullo recorrió la sala como un eco. El Rey frunció el ceño, aunque su semblante no perdió la serenidad.

“¿Y qué se ha hecho con el sirviente acusado?” preguntó.

Lyman respondió con franqueza. “Nada aún, Majestad. No había pruebas suficientes, ni objeto desaparecido. La Reina exigió la cabeza de un hombre, pero hasta ahora no existe evidencia más allá de esa nota, no sabemos nada de quien efectuo el robo o que fue robado.”

El Consejo guardó silencio.

Viserys asintió lentamente, apoyando las manos sobre la mesa. “Entonces será investigado. Pero no más sangre por rumores. No ahora.”

Lyman inclinó la cabeza con alivio, aunque en su interior la preocupación seguía ardiendo y la memoria del bardo asesinado brillo con fuerza. El Rey podía mantener la calma… pero él sabía que la corte no descansaría hasta arrancar algo más de ese enigma.

Y mientras tanto, el nombre oculto tras la letra “S” seguía quemando en su mente como un enigma que no lograba descifrar.

Esa noche, Lyman cenaba en compañía de su esposa. El cansancio se le notaba en los hombros y en la voz, pero aún así, compartió lo sucedido en el Consejo.

“Hablé al fin con el Rey” dijo, removiendo el estofado en su plato. “Le conté lo de la nota y del supuesto robo. No se alteró. Estaba tranquilo, demasiado quizá. Dijo que sería investigado, pero sin sangre ni castigos. Yo lamento no poder darle más información, no había nada sólido que mostrarle. Solo esa maldita carta.”

Su esposa lo miró con ternura, posando la mano sobre la suya. “Hiciste lo que debías, Lyman. No puedes inventar certezas donde no las hay.”

Bebió un sorbo de vino, pensativa, y entonces comentó con naturalidad: 

“Y hablando de desapariciones… ¿Sabes a quién no veo desde hace días? A Elinda, la doncella de la Princesa. Siempre estaba en los pasillos, y últimamente parece haber desaparecido.” Alana hizo una mueca que Lyman supo que era de preocupación. 

Lyman arqueó una ceja, sorprendido por la observación. “No me había fijado. Tal vez la Reina haya movido a su gente. En esta corte todo cambia de lugar a la menor sospecha.”

“Bueno, Lady Elinda, es una dama muy querida por la Princesa, aún recuerdo los terribles rumores que la siguieron cuando llego, pero la Princesa decidio ignorarlos todos. La Casa Massey esta muy agradecida por ello, si la Reina la despidio sin el consentimiento del Rey o de la Princesa… bueno, solo me pregunto que hara la Casa Massey ante semejante insulto.”

La conversación se disolvió pronto ya que Lyman no tenía idea de qué decir ante la situación, y ambos volvieron a hablar de los rumores que seguían multiplicándose en la ciudad. La conversación, sin embargo, fue interrumpida por un golpe seco en la puerta.

Un guardia de la Fortaleza Roja entró con el rostro encendido por la urgencia.

“Lord Beesbury, debéis venir de inmediato. Ha sido descubierto qué fue lo que realmente se robó.”

Lyman se levantó lentamente, el corazón encogiéndosele en el pecho. Tomó su vara de cargo, dejó a su esposa en la mesa y salió tras el soldado, mientras las sombras de la vela parpadeaban en silencio, como si supieran ya lo que él aún ignoraba.

El temor asentandose en su pecho.

 


 

Alicent Hightower

La Reina caminaba con pasos agitados por sus aposentos, los dedos crispados sobre la tela del vestido, el rostro encendido de ira.

“Un huevo” repetía entre dientes. “Un huevo para esa mujer y su criatura aún no nacida. Un dragón para su linaje, mientras los míos… mis hijos siguen sin nada. Sin huevo, sin bestia, sin esa maldita criatura que debería protegerlos.”

Su respiración era irregular, cargada de celos y resentimiento.

Aoife, sentada discretamente cerca, la observaba con atención. No habló hasta que la rabia de la Reina se desbordó en un golpe seco contra la mesa.

“Majestad” dijo con voz suave, casi dulce, “la corte entera os mira. Si mostráis calma, si dais la impresión de que esta carta os importa poco, los rumores se apagan antes de encenderse. No deis a vuestras enemigas el gusto de veros herida.”

Alicent se giró bruscamente, los ojos verdes chispeando de furia. “¿Y acaso debo fingir calma cuando mi esposo regala dragones a los hijos de otra? ¿Cuando niega a los míos lo que tanto merecen? ¡Son Príncipes dignos y no reciben ni migajas!”

Aoife sostuvo su mirada, sin perder la serenidad. “No os digo que seáis calma siempre. Solo ante la corte. Pero frente al Rey… frente a él no debéis mostrar cortesía. Él os debe explicaciones, no vos a él. Nadie puede llegar a donde vos llegáis, Majestad. Nadie puede hablarle como vos podéis hacerlo.”

La Reina apretó los labios, pero no respondió. Sabía que la doncella tenía razón. El disfraz de serenidad era para la corte; con el Rey podía y debía mostrar la furia que hervía en su pecho.

Se dejó caer en la silla, respirando hondo, y murmuró apenas audible: “Entonces hablaré con él. Y no será con calma.” 

Decidida, salio de sus aposentos con firmeza, lista para intentar hacer que el Rey entrara en razón.

Los pasos de Alicent resonaban en el pasillo mientras avanzaba con los ojos enrojecidos, el cabello suelto y la furia desbordada. Ya no quedaba rastro de la sonrisa cortés ni de la voz contenida que solía mostrar. Al cruzar la puerta, se sintió desnuda en su rabia.

“¡No lo permitiré!” gritó, avanzando hacia la mesa. “¡No gastarás los huevos de dragón de esta casa para alimentar los caprichos de esa mujer! ¡No mientras mis hijos respiran!”

El Rey la miraba con ese maldito cansancio que ella conocía demasiado bien, como si sus palabras fueran un peso más entre tantos. La pluma seguía en su mano, como si el papel importara más que ella.

“Es mi hija. Mi heredera. Y su petición es justa.”

La sangre de Alicent hirvió. La palabra “heredera” le quemaba.

“¡Tu heredera te ha abandonado!” vociferó, con las manos crispadas. “¿Y aún así la premias, mientras Aemond mira desde la sombra, sin huevo, sin reconocimiento? ¿Mientras Aegon crece sin que se le permita aprender los deberes que algún día serán suyos? ¡Es una burla, Viserys, una burla a tu corona y a mí!”

El Rey se levantó golpeando la mesa, su voz cansada convertida en un rugido tembloroso.

“¡Basta, mujer! ¡No compares a mis nietos con tus hijos! Rhaenyra es mi sangre, mi primogénita, la promesa que hice a este reino. No la nombraré menos por tus quejas.”

Las venas de Alicent se marcaron en el cuello, el aire se le volvió un cuchillo. No intentó ya contenerse. El grito brotó como un sollozo desgarrado.

“¡No entiendes, no quieres ver! ¡Ella te destruirá! ¡A todos nosotros!”

La puerta se abrió de golpe y el corazón de Alicent se encogió al ver entrar a Lyonel Strong, ceñudo, acompañado por el mensajero de Rhaenyra. El viejo había escuchado sus gritos. La humillación le caló como agua helada.

“Majestad” dijo Lyonel, grave, “no es prudente alzar la voz de este modo en la Fortaleza. La corte se alimenta de rumores, y cada palabra que escape de estas paredes se convertirá en veneno.”

Alicent lo miró con odio. El mundo entero parecía arrodillarse ante Rhaenyra, y ahora hasta la Mano osaba corregirla.

“¿Vos también, Lord Mano? ¿Vos también os arrodilláis ante esa niña descarriada?”

El anciano inclinó la cabeza con esa calma que la sacaba de quicio.

“Me arrodillo ante la ley, Alteza. Y la ley dicta que la Princesa Rhaenyra es la heredera. No hay discusión posible.”

El mensajero dio un paso al frente, recordando su presencia con el cofre en brazos.

“Majestad… ¿desea el mensaje del Príncipe?”

Viserys se dejó caer de nuevo en la silla, agotado, derrotado, pero con la obstinación de un hombre que aún se creía padre antes que Rey, y sin embargo, a sus verdaderos hijos legitimos, los dejaba de lado por una niña malcriada.

“Sí… pero permitidme escribir mi carta a mi hija antes de leer las palabras… las palabras de mi maldito hermano. Mi hija recibirá mis palabras y luego lidiaré con Daemon.”

El corazón de Alicent se retorció. Un grito ahogado escapó de su pecho, mezcla de rabia y dolor. Lyonel la contuvo con la mirada, como si fuera una niña histérica.

El Rey bajó la frente hacia el pergamino y golpeó la mesa con la pluma. Cuando alzó los ojos, brillaban con una chispa de autoridad que hacía mucho no mostraba.

“¡Dejadme solo! Nadie más, ni siquiera vos, Lyonel. Quiero escribir a mi hija sin voces a mi alrededor.”

Las palabras fueron una bofetada. Alicent sintió que le arrancaban la dignidad de cuajo. Con un movimiento brusco del vestido verde giró sobre sus talones, y la furia la acompañó hasta la puerta. Su voz resonó en el pasillo como un rugido final.

“¡Todo lo que sufres es por ella! ¡Ella te arruinará, como arruinó ya a este reino!”

Salió sin mirar atrás, temblando de ira. Detrás de ella, Lyonel se inclinó ante el Rey y obedeció la orden. Alicent no esperó a escuchar más. Cada palabra de esa sala la perseguiría mucho después de que dejara atrás sus muros.

Alicent había regresado a sus aposentos con el corazón encendido de furia. No podía quitarse de la cabeza la voz de Viserys, sus palabras como bofetadas: “Rhaenyra es mi sangre. Mi primogénita.” El eco la perseguía, mezclado con la mirada de Lyonel y el silencio del mensajero que la observaba como si fuese la histérica de la corte.

No tardó en notar la presencia de Aoife. La muchacha se había adelantado con presteza, cerrando las puertas y acercándose con la calma de quien siempre parecía tener las palabras correctas.

“Majestad” dijo con suavidad, “no debéis angustiaros tanto. Sois la Reina. Vuestra voz debería pesar más que todas las demás. El Rey debería recordar que a su lado tiene una esposa joven, hermosa, y que todo lo que deseéis os pertenece por derecho. No es a vos a quien deben negarle nada, sino a ella.”

Alicent la miró con los ojos ardiendo, y aunque no lo dijo, en su interior sintió cómo la rabia crecía aún más.

“Soy su esposa” murmuró, apretando las uñas contra la palma. “Y aun así guarda tesoros y recuerdos para ella, no para mí. Da todo a esa… criatura.”

Aoife inclinó apenas la cabeza, su voz dulce como miel. “Entonces debéis recordarle lo que significa teneros a vos. Una Reina no pide. Una Reina toma. El Rey debería complacer todos vuestros caprichos sin chistar. ¿Acaso no lo hace con ella? ¿Por qué no con vos?”

Las palabras fueron como brasas en el pecho de Alicent. Cada sílaba encendía más el fuego.

pensó, sintiendo que el aire mismo ardía en su garganta. ¿Por qué a mí me niega todo, mientras a ella le concede hasta un huevo de dragón?

Cuando oyó decir que los huevos del Pozo de Dragones eran indignos y que el Rey iría él mismo a Rocadragón a escoger uno, algo se quebró dentro de ella. Esperó en silencio, con la rabia hervida bajo la máscara de serenidad que Aoife le había aconsejado mostrar. Pero en su pecho, las palabras de la doncella seguían ardiendo: “Una Reina no pide. Una Reina toma. Todo se os debe dar en bandeja de plata.”

Así, aguardó paciente hasta que el Rey partió, acompañado de Lyonel y su comitiva. Apenas los vio marchar, el pulso de Alicent se aceleró. Avanzó por los pasillos como si todo el castillo le perteneciera, y al llegar a los aposentos de Viserys empujó la puerta sin titubeos, alegre de que no hubiese guardia vigilando.

El aire olía a tinta y cera derretida, los restos de pergaminos abiertos sobre la mesa. Buscó con ansiedad entre ellos: cartas de la Princesa, tal vez pruebas de un engaño, un detalle que mostrara que todo era invención de Daemon para arrebatar el trono a sus hijos, los verdaderos herederos. Pero no halló nada. Solo notas de cuentas y cartas diplomáticas sin importancia.

“Debe estar aquí” murmuró entre dientes, arrastrando los cajones, desordenando la mesa. “Algo que demuestre lo que es, algo que desenmascare sus mentiras.”

Nada.

El corazón le golpeaba el pecho con violencia cuando sus manos dieron con un objeto diferente, colocado en una de las mesas de noche. Un pequeño cofre, de madera oscura y cierre de bronce. Lo sostuvo con fuerza, y por un instante sintió que todo su cuerpo ardía.

Entonces escuchó pasos.

El alma se le heló. Apreto el cofre contra su pecho y se ocultó tras el biombo, conteniendo la respiración. Los pasos se acercaron, resonando sobre la piedra. Se detuvieron un instante y luego continuaron, alejándose por el pasillo.

Alicent esperó a que el silencio regresara, los labios apretados por la tensión. Luego salió de su escondite, los ojos encendidos.

No sabía qué contenía el cofre. No importaba. Lo que sí sabía era que, por primera vez, no iba a pedir ni a esperar. Lo tomaría.

Sin mirar atrás, abandonó la habitación con el cofre entre las manos, su vestido verde rozando el suelo como la sombra de una tempestad.

Alicent entró en sus aposentos con el cofre apretado contra el pecho. El corazón le latía con fuerza, pero no era miedo: era furia contenida. Apenas cruzó la puerta, se volvió hacia las criadas que la seguían, incluida Aoife.

“Fuera. Todas. ¡Dejadme sola!”

Nadie osó replicar. La puerta se cerró tras ellas, y el silencio llenó la sala. Solo quedó el eco de su respiración agitada y el pequeño cofre sobre la mesa.

Lo abrió con manos temblorosas, casi convulsas. Esperaba cartas, pruebas, un huevo quizá… algo que revelara el secreto que el Rey ocultaba con tanto celo. Pero lo que encontró la dejó sin aliento.

Allí, bajo la débil luz de las velas, reposaba la corona de la Reina Aemma. Tallada en oro, engarzada con gemas claras, aún intacta en su belleza. Un tesoro que él guardaba, como si su difunta esposa siguiera viva en ese objeto.

La furia de Alicent se desató en un rugido ahogado.

“¿Esto es lo que escondes? ¿Esto es lo que veneras?”

Sus dedos acariciaron la corona con violencia, y en un impulso irrefrenable la levantó. Se la colocó sobre la cabeza, mirándose en el espejo alto de su habitación. La imagen que devolvió el cristal era insoportable: ella, vestida de verde, luciendo la joya que había pertenecido a otra, a la que nunca dejaría de eclipsarla.

Por un instante, sintió el deseo ardiente de robarle todo a Aemma, de arrancarle incluso en la muerte lo que la había convertido en intocable.

Pero el recuerdo la golpeó. La voz de Viserys, susurrando aquel nombre en el lecho, confundiéndola con la muerta mientras la poseía. “Aemma…”

El espejo se nubló en sus ojos, que ardieron en lágrimas de rabia. Con un grito desgarrador, arrancó la corona de su cabeza y la lanzó contra la pared. El metal resonó con un estrépito brutal, rebotando sobre la piedra antes de caer al suelo.

Alicent jadeaba, los puños cerrados, temblando entera. El reflejo en el espejo ya no mostraba a una Reina. Mostraba a una mujer rota por la sombra de una muerta que seguía reinando desde la tumba.

Parecía que era imposible escapar de la sombra de la mujer que la atormentaba incluso hecha cenizas.

Alicent cayó de rodillas frente al espejo, los hombros temblando, el vestido arrugado bajo el peso de su propio cuerpo. El estrépito de la corona aún resonaba en la piedra, pero ya no le importaba. Era como si aquel objeto nunca hubiese existido.

Cuando la puerta se abrió de nuevo, no alzó la vista. Aoife se acercó en silencio, posando una mano suave en su hombro.

“Majestad…” su voz era un murmullo acariciante, “no dejéis que esto os quiebre. Sois bondadosa, sois hermosa. Le habéis dado al Rey hijos magníficos, los herederos que el reino necesita. Nadie puede negarlo.”

Alicent dejó escapar un sollozo, cubriéndose el rostro con las manos.

“Vuestra fe os sostiene” continuó Aoife con calma. “Esto no es más que una prueba de los dioses. Ellos os eligieron. Os pusieron en este lugar para purificar la casa real, para librarla de la podredumbre. Vuestros hijos son la prueba viviente de que el cielo os bendice.”

Las palabras se deslizaron dentro de ella como fuego líquido. Alicent levantó lentamente la cabeza, con el rostro manchado de lágrimas, y sus labios comenzaron a moverse casi por instinto.

“Los dioses…” murmuró, el temblor de su voz transformándose en fervor. “Ellos me pusieron aquí. No fue azar. No fue capricho de un viejo enfermo. Yo fui elegida para esto.”

Sus ojos se fijaron en el suelo, donde la corona de Aemma brillaba en la penumbra. Se inclinó hacia ella, no para tomarla, sino para contemplarla con una mezcla de desprecio y fervor.

“Yo soy la que ha dado herederos verdaderos a este reino” susurró con los ojos enrojecidos. “Yo limpiaré esta casa de la corrupción que ella trajo.”

El reflejo en el espejo devolvía una mujer de rostro desencajado, pero en sus ojos había una luz ardiente, inquebrantable. La convicción de que cada lágrima, cada humillación, era un sacrificio impuesto por los dioses.

Aoife permaneció a su lado, en silencio ahora, observando cómo la Reina se encendía en su propia llama.

La ausencia de Viserys era una herida abierta, pero Alicent decidió aprovecharla. Si el Rey no la escuchaba, al menos tendría el consuelo de sus hijos. Caminó por los pasillos con paso firme, seguida por un par de doncellas, hasta llegar a los aposentos donde pasaban el día.

Aegon estaba ausente, ocupado con sus lecciones, Aemond estaba tomando una siesta. Pero Helaena aguardaba allí, sentada junto a una ventana, con la luz del sol acariciando su cabello claro. La niña no se movía, parecía absorta en un pequeño objeto que giraba entre sus manos.

Alicent sonrió al verla tan callada, tan apacible. Se acercó y acarició suavemente su mejilla.

“Mi pequeña princesa… siempre tan tranquila. Así debe ser una hija de reyes: bella, obediente, silenciosa.”

Helaena levantó los ojos y la miro sin protestar, aunque su atención volvió casi de inmediato al insecto que sujetaba. Un escarabajo de caparazón oscuro se movía con torpeza entre sus dedos.

El gesto borró la ternura del rostro de Alicent.

“Eso no” dijo con firmeza, arrancándole el insecto de la mano. “No volverás a tocar estas criaturas. No son dignas de una princesa. No volveré a verte jugando con cosas así.”

Helaena bajó la cabeza, los labios apretados, y no pronunció palabra. Sus manos quedaron quietas sobre su regazo, como si se resignara al mandato de su madre.

Alicent la miró con orgullo satisfecho. En su silencio veía virtud, en su docilidad veía pureza. La niña era perfecta, casi un reflejo de lo que ella misma había aprendido a ser: la obediencia hecha carne.

Se inclinó y la besó en la frente. “Tú serás siempre mi joya más preciosa.”

Afuera, un rayo de sol atravesó la ventana e iluminó el escarabajo que había caído al suelo. Helaena lo siguió con los ojos, en silencio, mientras Alicent se volvía sin darle importancia.

Después de dejar a Helaena, Alicent se dirigió a las estancias de su hijo mayor. El ruido de risas y pasos veloces le llegó antes de cruzar el umbral. Aegon estaba en el suelo, rodeado de figuras de madera: caballeros pintados, dragones torpemente tallados, un castillo improvisado con bloques. El niño reía, moviendo las piezas como si libraran una batalla gloriosa.

Alicent se detuvo en la puerta, la sonrisa endureciéndose hasta convertirse en desaprobación.

“Aegon.”

El niño levantó la vista, sorprendido, y la risa se apagó de inmediato.

“¿Esto haces con tu tiempo?” preguntó ella, entrando con paso firme. “¿Perderlo en tonterías, cuando deberías aprender a ser un príncipe de verdad? ¿Porque no estas en tus lecciones?”

Aegon bajó la mirada hacia los juguetes, empujándolos a un lado con torpeza.

“Lo siento, madre…” murmuró.

Alicent se inclinó hacia él, posando una mano en su hombro con firmeza. “No basta con disculparse. A partir de mañana aumentaré tus lecciones. No quiero volverte a ver perdiendo el tiempo en juegos inútiles. Debes aprender lo que significa ser príncipe, porque un día serás rey. Y no habrá indulgencia para los débiles.”

Los labios de Aegon temblaron, pero asintió sin mirarla a los ojos.

Alicent lo observó con severidad, sin dejar que su expresión flaqueara. Para ella no era crueldad, sino deber. Si sus hijos iban a ceñirse la corona, debían ser más fuertes, más disciplinados, más perfectos que Rhaenyra.

Afuera, en el patio, un grupo de niños reía mientras jugaban con espadas de madera. El eco de esas voces llegó a los aposentos, pero Aegon no se atrevió a mirar por la ventana.

Alicent se enderezó, satisfecha con su decisión. “Recuerda mis palabras, hijo mío. Tu destino no admite distracciones.”

Después de dejar a Aegon, Alicent fue a visitar a su tercer hijo. Aemond la esperaba en sus aposentos, rodeado de sus niñeras. El pequeño tenía ya tres años, pero aún balbuceaba torpemente, las palabras sin formar claras, como si se negara a crecer al ritmo esperado, pero Alicent no podía culparlo por querer mantener la inocencia un poco más, si ella tuviera la oportunidad, la tomaría.

En cuanto la vio, corrió hacia ella con los brazos extendidos, y Alicent lo levantó con ternura. “Mi dulce Aemond” murmuró, besando su frente. “Siempre serás mi niño precioso.”

Las niñeras intercambiaron una mirada nerviosa. Una de ellas dio un paso al frente y habló con voz cautelosa. “Majestad, con vuestro permiso… debemos deciros que el príncipe ha sido difícil de controlar. Muerde cuando no consigue lo que quiere. Se enfurece, se revuelca, golpea. Incluso ha llegado a lastimarnos en los brazos.”

Alicent acarició el cabello del niño, ignorando las quejas. “Es un niño. ¿Qué esperabais? Su fuego es demasiado fuerte para quedarse quieto.”

“Pero, Majestad…” insistió otra, mostrando las marcas en su muñeca, “ya no es un infante. Debería hablar mejor, responder con palabras. En cambio, responde con mordiscos. Nos preocupa.”

Alicent los miró con frialdad, meciendo al niño en sus brazos. “¿Y acaso no lo entendéis? Su furia nace de la injusticia. Su hermano Aegon fue negado un dragón, y él también. Aemond debería tener un huevo de dragón, como todos los príncipes verdaderos. Esa es la razón de su rabia. No le faltan modales, le falta lo que le pertenece. Dadle un dragón, y toda esa energía encontrará su cauce.”

El niño, como si hubiera sentido la defensa de su madre, se aferró más fuerte a su cuello y soltó un balbuceo ininteligible, mezcla de sonidos y chillidos. Alicent sonrió, orgullosa, como si aquello fuese prueba de su fuerza interior.

“¿Lo veis?” dijo, besando su mejilla. “Incluso sin palabras sabe reclamar lo que es suyo. Y yo me aseguraré de que lo tenga.”

Las niñeras guardaron silencio. Sabían que discutir era inútil. En los brazos de su madre, el pequeño Aemond se agitaba como un cachorro hambriento, y Alicent lo miraba como si viera en él al futuro guerrero que algún día vengaría cada humillación.

Al regresar a sus aposentos, Alicent aún llevaba en la mente el rostro de Aemond y su balbuceo incompleto. Lo había dejado con un beso en la frente, convencida de que algún día el fuego de un dragón calmaría su espíritu.

Encontró a Aoife esperándola, atenta como siempre, con la calma de quien parece adivinar lo que su señora necesita escuchar.

“Majestad” dijo suavemente, inclinando la cabeza, “sois la Reina. No debéis limitaros a pasillos y a visitas privadas. La corte os observa, y tras vuestra enfermedad en el embarazo de Daeron… algunos os creen debilitada. Debéis recordarles quién sois. La Reina de los Siete Reinos, no una sombra detrás de otra mujer.”

Alicent se dejó caer en una silla, cansada, pero la idea comenzó a arderle dentro. Aoife avanzó despacio, bajando la voz como si revelara un secreto.

“Mostraos, Majestad. Haced que todos os vean. Que cada mirada se incline ante vos. No basta con ser Reina, hay que parecerlo. Si la Princesa brilla con rumores lejanos, vos debéis brillar aquí, donde todos pueden contemplaros. Y cuando el Rey regrese a su mesa, que no pueda ver más que a vos.”

Las palabras se hundieron como miel envenenada. Alicent respiró hondo, enderezándose. Quería eso: que nadie la olvidara, que cada uno en la corte reconociera quién llevaba la corona viva.

“Sí” murmuró, sus ojos encendidos. “Debo recordarles que yo soy la Reina.”

Aoife sonrió con dulzura, alentadora. “Entonces dejad que os prepare. Elegid un vestido que no deje lugar a dudas. Mostrad la gracia que los dioses os dieron y cubridla con joyas. Cuantas más, mejor. Que todos entiendan que sois bendecida, rica en fe, en belleza, en poder.”

Pronto, doncellas acudieron con cofres de seda y collares de oro. Alicent permitió que la ataviaran con un vestido esmeralda de telas ricas, el verde profundo que siempre había hecho temblar a la corte. El escote bordado brillaba bajo las luces de la estancia, y sobre su cuello caían perlas y diamantes, hasta que la seda parecía incapaz de sostener tanto peso.

Aoife la observaba desde un rincón, complacida. “Así es como debe veros el reino, Majestad. No como la joven enferma de hace un año, sino como la Reina, fuerte, radiante. Una reina a la que nada se le niega.”

Alicent se miró en el espejo, y por primera vez en días, sonrió.

“Que lo sepan todos” murmuró, acariciando las perlas en su cuello. “Soy la Reina. Y nada me será negado.”

El sol bañaba los jardines de la Fortaleza Roja con una luz dorada, y el aire estaba cargado con el aroma de rosas y madreselva. Alicent caminaba despacio entre los senderos, su vestido verde ondeando tras ella, las joyas brillando con cada paso. Sentía la mirada de todos los que se cruzaban en su camino: cortesanos, doncellas, pajes. Era exactamente lo que buscaba. La imagen de la Reina, regia y perfecta.

Al girar en un recodo, vio acercarse a Lady Mina Redwyne. La mujer se inclinó con excesivo fervor, como temiendo ser rechazada de nuevo. Pero esta vez Alicent la detuvo con un leve gesto de la mano.

“Levantad, Lady Redwyne. No temáis.”

La dama obedeció, sorprendida por la clemencia. Alicent la miró con un destello calculado en los ojos: dejarse ver piadosa era parte de la corona que ahora llevaba, aunque fuese invisible.

“Os noto nerviosa” dijo la Reina con voz suave, casi maternal. “Los jardines deberían traer paz, no inquietud. ¿Qué os preocupa?”

Lady Redwyne se sonrojó, incapaz de ocultar su turbación. “Majestad, solo temía importunaros. La corte habla tanto… y vos, como siempre, os mostráis más allá de las murmuraciones. Es un alivio veros tan… fuerte.”

Alicent inclinó la cabeza con modestia fingida, aunque en su pecho se hinchaba un orgullo ardiente. “El deber de una Reina no es esconderse, Lady Redwyne, sino mostrarse firme ante el reino. Que los demás hablen, si quieren; nosotras debemos ser ejemplo.”

La dama asintió fervorosamente, casi agradecida por el privilegio de ser escuchada. Al verla así, sumisa y encantada, Alicent sintió que las palabras de Aoife se confirmaban, todo lo que hiciera, todo lo que pidiera, debía serle dado.

Con un gesto magnánimo, tocó el brazo de su pariente. “Id con calma, mi señora. Y recordad que vuestra Reina siempre os protege.”

Lady Redwyne se inclinó de nuevo, visiblemente conmovida, antes de retirarse.

Alicent continuó su paseo entre los rosales, con la frente erguida. Cada mirada que recibía era un triunfo, cada murmullo un reconocimiento. Se sentía, al fin, como debía sentirse: bendecida por los dioses, destinada a brillar.

Al día siguiente, Alicent despertó con el orgullo aún fresco de su paseo por los jardines. Había sentido las miradas inclinadas, había oído los susurros de admiración. Se había mostrado como la Reina que era, y por una noche durmió convencida de que nada podía opacarla.

Pero la paz duró poco.

Aoife entró a sus aposentos temprano, con esa mezcla de discreción y urgencia que siempre despertaba sospechas. La doncella cerró la puerta tras de sí y se inclinó levemente.

“Majestad…” comenzó con voz baja, “he oído algo que debéis saber.”

Alicent la miró con desconfianza. “¿Qué es?”

Aoife vaciló un instante, como si pesara la importancia de sus palabras. “Dicen que un ladrón entró a la Fortaleza. Que se llevó una joya. No se sabe cuál, pero los rumores crecen cada hora.”

El corazón de Alicent se detuvo un instante, aunque su rostro se mantuvo altivo. “¿Y cómo puedes estar tan segura? ¿De dónde vienen esos rumores?”

La doncella la observó con cautela, sus ojos brillando con falsa inocencia. “Algunos soldados hallaron una nota, Majestad. Como si el ladrón se burlara de todos. Decía que la joya estaba a salvo, lejos de manos indignas. Y deseaba suerte a alguien, firmado solo con una letra.”

Alicent apretó los labios, el pulso acelerándose. “¿Una nota? ¿Y ya lo repiten por todas partes?”

Aoife asintió con suavidad. “En las cocinas lo cuentan como si fuera cierto. En la lavandería también. Cada doncella añade un detalle más, como si hubieran visto con sus propios ojos. Pronto toda la Fortaleza lo repetirá.”

La Reina se levantó de golpe, el corazón desbocado. Sintió cómo el aire de triunfo del día anterior se desvanecía, sustituido por un frío helado. La calma que había mostrado en los jardines, esa imagen perfecta de reina piadosa y fuerte, parecía ahora a punto de resquebrajarse bajo un rumor que corría más rápido que el viento.

Aoife habló con calma, como si cada palabra fuera una caricia. “Al menos podéis estar tranquila, Majestad. Vuestros aposentos están bien protegidos. Jamás nadie se atrevería a robar a la mismísima Reina. Eso sería impensable.”

Alicent asintió mecánicamente, pero las palabras se le clavaron como agujas. En su mente, de inmediato, apareció la imagen de la corona. La vio donde la había lanzado con furia, rodando sobre la piedra como un objeto despreciado. La corona de Aemma, que había llevado a su cabeza por un instante maldito, que había sentido como un insulto y que luego había arrojado como si fuese nada.

El estómago se le encogió.

“Retírate, Aoife” ordenó de pronto, la voz más tensa de lo que pretendía.

La doncella inclinó la cabeza y salió en silencio, aunque sus labios parecían contener una sonrisa invisible.

En cuanto quedó sola, Alicent corrió hacia el lugar donde recordaba haber dejado la corona. Revisó junto al espejo, los rincones de la alfombra, incluso debajo del arcón. El pánico crecía con cada instante.

Nada.

La corona no estaba.

Alicent sintió que la respiración se le cortaba. Su corazón latía con violencia, y el sudor frío le corría por la nuca. Si Viserys lo descubría… si alguien decía que había desaparecido de sus aposentos…

“Dioses…” murmuró, aferrándose a la mesa para no caer.

La corona que tanto había despreciado podía ser ahora la ruina de su imagen, el arma que cualquiera usaría para despojarla de dignidad. Y lo peor: era imposible explicar cómo había llegado a sus manos.

El recuerdo de los gritos de Viserys regresó a su mente: “¡Rhaenyra es mi heredera! ¡Mi primogénita!”

Alicent cerró los ojos, el pecho oprimido por un terror que no había sentido ni en sus partos. No podía permitir que él lo supiera. No podía permitir que nadie lo supiera.

No pudo contenerlo más. La angustia se transformó en furia, y en los salones de la Fortaleza Roja la Reina alzó la voz como pocas veces lo había hecho.

“¡Quiero lo que me han robado! ¡Exijo que me lo devuelvan!” gritó, con los ojos enrojecidos, la respiración entrecortada. Sirvientes, guardias y damas de compañía se miraban con desconcierto, inclinándose nerviosos ante la tormenta de su Reina.

“¡Que registren cada cuarto, cada cofre, cada pasillo! ¡Nada debe quedar sin revisar!”

Aoife, que siempre aparecía en el momento justo, se adelantó con la calma de una doncella obediente. “Majestad, por favor… nadie os ha robado nada. Nadie se atrevería a hacerlo. No es posible.”

Alicent la miró con los labios temblando, el miedo desbordándola por dentro. Quiso gritarle la verdad, confesarle lo que había hecho con la corona, pero la vergüenza fue más fuerte. Si su propia sirvienta la juzgaba por ello, ¿qué haría la corte entera si llegaba a saberse?

No podían tacharla de ladrona, no a ella.

Ella, que debía ser la viva imagen de la bondad, de la piedad…

Se llevó las manos al pecho, temblando. “¡No lo entiendes, Aoife! ¡Me lo han quitado, y lo quiero de vuelta!”

“Entonces decidme qué es, Majestad” susurró la doncella, inclinándose hacia ella con ansias de servirla. “Decídmelo y lo buscaremos.”

El corazón de Alicent latió como un tambor. Su boca se abrió, pero ninguna palabra salió. No podía pronunciarlo. No podía decir que la corona de Aemma, la joya que simbolizaba la pureza y el amor perdido del Rey, había terminado en sus manos y que ella misma la había arrojado con desprecio. No. Si lo confesaba, sería el fin.

“No…” murmuró, girando el rostro. “No puedo decirlo. No a ti. No a nadie.”

Aoife la observó un instante, sus ojos oscuros brillando con un fulgor extraño, y luego inclinó la cabeza, como aceptando la decisión. “Como deseéis, Majestad. Pero creedme: nadie os ha robado nada. Nadie os haría eso. El reino os respeta demasiado.”

Las palabras pretendían ser consuelo, pero a Alicent le supieron a burla. Porque en el fondo sabía que alguien sí lo había hecho. Y si no recuperaba la corona antes de que Viserys lo descubriera, la corte no volvería a mirarla con respeto jamás.

Incluso se había visto obligada a presentarse ante Lyman Beesbury. El viejo de la contaduría, con su voz lenta y sus ojos cansados, la escuchaba como si midiera monedas en lugar de palabras.

“Majestad” dijo, acomodando sus lentes, “para cumplir su voluntad necesito saber qué joya falta. Qué objeto fue tomado. Con esa información podré seguir un rastro, preguntar, asegurarme de que el culpable sea hallado…”

Alicent lo observaba, cada sílaba clavándose como un aguijón. En su mente no veía a un consejero fiel, sino a un hombre que la miraba con compasión velada, como se mira a un enfermo. 

Cree que estoy loca. Cree que todo lo invento. ¿No os basta mi palabra? pensó con furia. ¿Os burláis de mí porque no lo nombro? ¿Pensáis que deliro como una mujer vencida por la fiebre?

“¡No me vengáis con cuentas y registros! ¡Un ladrón entró en mis aposentos! ¿No es eso prueba suficiente? ¿Acaso queréis poner en duda mis palabras?”

El silencio de la sala la sofocaba. Podía sentir las miradas en su nuca: escribas, guardias, criados. Todos callaban, pero en su mente reían. Reían de la Reina incapaz de nombrar siquiera qué había perdido.

“No, Majestad” Lyman hablaba todavía, sereno, con ese aire de paciencia que la hacía hervir. “quiero servirle con justicia. Pero si no sabemos qué fue robado, no podremos nunca recuperarlo ni castigar al culpable. ¿Puede decirme, al menos, qué joya echa en falta?”

¡Una corona maldita! rugió en su interior, aunque por fuera solo apretó los labios, los dedos helados aferrando el brazo de su silla. Quería gritar, arrancar de la garganta del anciano la risa que juraba escuchar entre sus pausas.

En su mente se repitió una y otra vez: Se burla de mí. Todos lo hacen. Me ven débil. Me ven rota. Pero no lo estoy. Yo soy la Reina. Yo fui elegida.

Lyman alzó la mirada hacia ella, como esperando que hablara. Pero Alicent solo lo sostuvo con una furia silenciosa, los ojos húmedos, las uñas clavadas en la madera.

Por dentro, un pensamiento crecía como un veneno: Si no recupero la corona, si no callo las risas, todo se perderá. Y cuando el Rey lo descubra, no será Lyman quien se burle. Será Viserys. Será Rhaenyra.

Alicent regresó a sus aposentos con la garganta seca y la sangre aún ardiendo. Sentía que cada palabra de Lyman había sido una daga disfrazada de cortesía. La había mirado como si estuviera loca, como si inventara fantasmas para distraer a la corte.

Aoife entró tras ella con paso ligero, la expresión preocupada y reverente. Se arrodilló a su lado mientras la Reina se dejaba caer en el diván, con el pecho agitado.

“Majestad” murmuró con dulzura, “no debéis angustiaros tanto. El reino os respeta, nadie se atrevería a burlarse de vos. Vuestra voz pesa más que todas. Sois la Reina, y con vos basta.”

Alicent cerró los ojos, pero sus labios se tensaron. No podía creerlo. No después de ver la forma en que los lores evitaban su mirada, de escuchar el eco de risas sofocadas en los pasillos. Sí se burlan. Todos lo hacen. Piensan que he perdido el juicio.

“Majestad…” continuó Aoife, “vuestro deber es manteneros firme. Con vuestra fe y vuestra gracia podéis soportar cualquier prueba. No hay joya ni rumor que pueda eclipsar lo que sois. Sois la esposa del Rey, la madre de los herederos.”

Las palabras, destinadas a consolar, solo se clavaban como cuchillos en la mente de Alicent. Porque ella sabía la verdad: la joya desaparecida no era un rumor cualquiera, era la corona de Aemma. La corona que había osado ponerse en un arranque de furia y luego había arrojado como basura. La corona que ahora no estaba donde la había dejado.

El pensamiento la devoró como fuego en seco: si alguien lo descubre, si Viserys lo sabe, será mi fin.

Miró a Aoife, que la observaba con devoción sincera, y sintió un nudo en la garganta. Su doncella jamás la traicionaría… pero ni siquiera a ella podía confesarle lo ocurrido. Si se enteraba, si la veía como una ladrona despechada, ¿qué pensaría entonces la corte entera?

Alicent apretó los brazos contra su pecho, ahogándose en su propio silencio. Veía en la joven fidelidad absoluta, pero al mismo tiempo sentía el peso del reino entero riéndose a sus espaldas.

Y en el fondo de su mente, la corona perdida brillaba como un espectro: no un símbolo de poder, sino el presagio de su ruina.

El regreso del Rey fue anunciado con repiques y murmullos en los pasillos. Alicent, de pie en una galería alta, alcanzó a ver desde la distancia cómo abrían el cofre que traían consigo. Entre susurros y reverencias, sus ojos se posaron en el objeto que contenía: un huevo de dragón de oro con reflejos rosados, brillante como un sol encerrado en piedra.

El corazón de Alicent ardió de celos. Un tesoro para el vientre de Rhaenyra, mientras mis hijos…

Pero junto al fuego brotó un alivio extraño. Sus hijos, pensó, estaban libres de esas bestias malditas. Ninguno de ellos tendría que montar criaturas nacidas del infierno. Ninguno cargaría con ese vínculo monstruoso.

Por un instante, ese pensamiento le dio consuelo.

Hasta que recordó la voz de su padre, fría y severa: “Aegon tendrá un apoyo débil si no cuenta con un dragón. El reino siempre lo comparará con ella. Y perderá.”

Las palabras de Otto regresaron como cuchillas. Y con ellas, el peso del huevo resplandeciendo en las manos del mensajero.

Su alivio se convirtió en amargura.

Fue entonces cuando recibió la nota. Un mensajero discreto, un sello roto con rapidez, unas pocas líneas escritas con letra firme.

“Estoy en la ciudad. Para vos, siempre. – L.”

Alicent lo entendió de inmediato. Lord Larys había regresado. Y lo había hecho solo por ella.

Esa misma noche, en una sala apartada, lo encontró esperándola. El fuego proyectaba sombras largas sobre las paredes, y el hombre, con su andar torcido y su sonrisa torcida, se inclinó ante ella con una reverencia exagerada.

“Mi Reina” susurró, su voz como un suspiro aceitoso, “no debéis cargar sola con vuestros miedos. Decidme qué os atormenta, y yo os ayudaré. Decidme qué deseáis, y yo lo pondré a vuestros pies.”

Alicent dudó al principio, pero la necesidad de ser escuchada rompió la barrera. Le confesó lo que la carcomía: el miedo de que sus hijos fueran vistos como débiles sin dragones, el deseo de obtener un huevo para ellos, la rabia de que todo lo valioso fuese dado a Rhaenyra.

Larys la escuchó con una paciencia inquietante, sus ojos brillando con un fervor malsano. Y al final, habló con suavidad, como quien ofrece un pacto sellado con sangre.

“Yo puedo ayudaros a obtener lo que pedís. Puedo encontrar la manera de que vuestros hijos tengan lo que se les niega. Pero a cambio…”

Se detuvo, inclinando apenas la cabeza, como si el secreto lo avergonzara.

“…debo pediros algo. Una audiencia, Majestad... Nada más, nada menos, solo nosotros dos y una buena cena… y un deseo, algo que solo usted me puede dar...”

Alicent sintió que la sangre se le helaba, como si de repente estuviera desnuda frente a él. No respondió. Se levantó con brusquedad y lo dejó en la penumbra, su respiración agitada y el corazón dividido entre la repulsión y la tentación.

Pasaron dos días. Dos noches de insomnio, en las que la voz de su padre y la de Larys se confundían en su cabeza. Un rey sin dragón es un rey débil.

Finalmente, lo citó en un salón poco usado desde el incendio, sus muros aún ennegrecidos por el humo. El eco de sus pasos resonaba en la soledad del lugar. Y allí lo esperó, con el peso de una decisión que marcaría el destino de sus hijos… y el suyo propio.

Lord Larys puso sus términos… y ella vendió su alma a un demonio con la esperanza de que finalmente todo su sufrimiento fuese recompensado y sus hijos, finalmente, tuviesen lo que el destino les debía.

 




Arlie Ryger

 

La capital hervía de rumores, pero ninguno servía.

Arlie llevaba semanas deslizándose por sus callejones, tabernas y patios de sirvientes, reuniéndose en rincones oscuros con los pocos espías que la Princesa había dejado en la Fortaleza Roja. Al final del día siempre era lo mismo: humo, palabras vacías, historias inventadas para llenar el hambre de los curiosos. Nada concreto sobre sus Príncipes.

Se sentía como un perro husmeando tras un rastro que no existía.

Elinda Massey, discreta como siempre, apenas podía moverse bajo la mirada vigilante de las damas de la corte. Aoife, escondida en su papel de doncella, le entregaba mensajes disfrazados de confesiones inocentes, pero lo que traía eran rumores viejos, adornados con susurros. Hasta un par de soldados que se habían colocado entre los guardias de la Fortaleza, hombres a los que Arlie confiaba más que a nadie, regresaban con las manos vacías.

Era como si los Príncipes hubiesen desaparecido de la faz de la tierra, y ninguno de los Leales tuviese palabra verdadera de su destino.

Aquella tarde, mientras esperaba en un pasillo estrecho, Aoife apareció con el paso ligero de quien sabe escuchar sin ser vista. La muchachita le ofreció apenas una inclinación de cabeza antes de apoyarse contra la pared, como si hubiesen coincidido por casualidad.

“Sigues sin traer nada útil,” murmuró Arlie, con la voz baja pero cargada de reproche.

Aoife lo miró sin miedo, sus ojos brillando bajo la luz de las antorchas.

“Porque buscas en los lugares equivocados. Tú pretendes arrancar secretos con fuerza, pero las mujeres nos movemos distinto, Arlie. Nosotras sembramos rumores, escuchamos confesiones a medias, dejamos que otros hablen. Lo que yo obtengo no es menos valioso que lo que tú arrancas con una espada, pero mi lugar no es el de conocer los planes de nuestros superiores, sino ejecutarlos. Tienes tu misión y yo la mía, y la mía no involucra conocer nada de ellos hasta que el momento llegue.”

El tono seguro lo irritó, pero no pudo contradecirla. Tenía razón. Y sin embargo, la frustración le mordía el pecho. El tiempo pasaba y la Princesa seguía lejos, invisible, como un fantasma.

Se separaron sin más palabras. Aoife desapareció entre las sombras de los pasillos, y Arlie quedó con la sensación de que lo había reprendido como a un niño.

Días después, Desembarco del Rey hervía de rumores de nuevo, pero por primera vez en semanas no eran cuchicheos de desgracias ni mentiras de mercaderes ebrios. La noticia corría como fuego: la Princesa había escrito a su padre.

Arlie lo escuchó primero en las tabernas del puerto, luego en los mercados, después en los patios de la Fortaleza Roja. La gente hablaba de la carta y de lo que el propio Rey había dejado escapar: su hija había pedido un huevo para el hijo que llevaba en el vientre, y él lo había concedido sin vacilar.

Un huevo. Un dragón para su nieto.

La noticia le llenó el pecho de orgullo. Los hombres simples no entendían el peso de aquello, pero Arlie sí. No era un regalo cualquiera, era una declaración. El Rey, ante toda su corte, había elegido a la Princesa y a su linaje, por encima de cualquier otro.

Lo pensó con satisfacción amarga: Alicent había parido cuatro hijos y dos de ellos jamás recibieron huevo. Al menor incluso se le había negado con excusas de tradición. Pero bastó una petición de la Princesa Rhaenyra para que el Rey Viserys ordenara preparar el huevo de inmediato.

Ese era el amor de un padre. Ese era el lugar de una heredera.

Arlie avanzaba entre la multitud con la capucha baja, escuchando cómo las voces repetían la noticia con matices distintos. Algunos se maravillaban del honor que recibiría el niño aún no nacido, otros susurraban sobre la bendición de los dioses antiguos y nuevos, y había quienes se incomodaban con lo que significaba para los hijos de la Reina. Arlie sonreía al oírlos. Cada murmullo de envidia era prueba de que la Princesa seguía siendo la única luz del linaje real.

Encontró a Harwin en el patio de entrenamiento, rodeado de hombres sudorosos y espadas embotadas. Los soldados hablaban de lo mismo, y cuando Arlie se acercó, Harwin lo saludó con un asentimiento firme, el rostro iluminado de orgullo.

“Lo escuchaste ya”, dijo sin necesidad de explicarlo.

“Claro que lo escuché”, respondió Arlie. “Un huevo para su nieto, aún en el vientre. Es la confirmación de lo que siempre supimos: la sangre verdadera está con la Princesa.”

Harwin sonrió, esa sonrisa ancha y sincera que pocas veces mostraba.

“¿Sabes lo que significa? Ninguno de los hijos de la Reina recibió huevo. Pero el hijo de la Princesa Rhaenyra, sin haber nacido aún, ya tiene dragón destinado. Eso lo dice todo.”

Arlie asintió. “El Rey muestra dónde está su corazón. No en esos niños rubios que finge criar como príncipes, sino en su heredera y en lo que ella dará al reino.”

Ambos se quedaron en silencio un momento, compartiendo esa satisfacción. Para otros, podía ser una afrenta, una nueva grieta en la corte. Para ellos era justo lo contrario: la prueba de que el Rey nunca había dudado de la sangre que debía heredar.

Fue entonces cuando un hombre con capa oscura cruzó la plaza. Caminaba con propósito, y el sello de cera roja en su mano lo delató de inmediato. Se detuvo frente a Arlie, ignorando al resto, y habló sin rodeos:

“Arlie Ryger. ¿Qué haces en la capital? Se te buscó en Driftmark y perdimos tiempo en vano. La Princesa te convoca. Tu lugar no está aquí.”

Arlie sintió que el corazón le daba un vuelco. El mensajero puso el pergamino en su mano, y el sello de los dragones ardió bajo sus dedos como si fuese fuego real. 

Por fin.

Tras semanas de sombras y frustraciones, tenía rumbo. La Princesa lo reclamaba.

“Y un mensaje de sus hermanas para usted, Ser Harwin, les envían saludos.” El mensajero entregó un fajo de cartas al gran hombre, se dio la vuelta y salió sin mirar atrás.

Harwin se inclinó hacia él con una media sonrisa, esa que pocas veces dejaba escapar en público, alegre al escuchar el mensaje recién entregado.

“¿Quieres escuchar algo mejor, Ryger? Seré uno de los encargados de llevar el huevo.”

La voz de Harwin tenía un tinte distinto, un brillo que no pasaba desapercibido. No era solo deber lo que vibraba en sus palabras, sino algo más profundo, íntimo. Arlie lo notó al instante, porque en él no cabía el mismo temblor.

“Hablas con demasiado entusiasmo para ser solo un guardia,” dijo, arqueando una ceja. “Cuidado, Strong. El Príncipe no tolera soldados que suspiren por su esposa.”

El comentario lo tomó de lleno. Harwin se quedó en silencio un instante, antes de apartar la mirada. El calor le subió al rostro y, con un resoplido, intentó quitar peso a la acusación.

“Respeto a la Princesa. Eso es todo. Quien no lo haga no merece seguir respirando.”

Arlie no respondió. Se limitó a observarlo de reojo, grabando en la memoria aquel rubor traicionero. No lo delató, no lo empujó más allá, pero la sospecha quedó sembrada en su interior como una espina.

Ya había escuchado rumores del amor que Ser Harwin sentía por la Princesa, de su admiración, solo frenada por el hecho de que la Princesa era demasiado joven… y ahora por su matrimonio.

Pero el Príncipe Daemon no era uno que tolerara; de repente la desconfianza que sentía hacia Ser Harwin cobró sentido.

Partieron al alba, en un barco discreto que los esperaba en el puerto más apartado. La tripulación era leal, hombres que sabían mantener la boca cerrada, y el cofre con el huevo iba bajo custodia constante, escoltado con más celo que si fuese oro.

El viento hinchaba las velas y el murmullo de la ciudad se quedó atrás. En cubierta, Harwin se mantenía firme como un vigía, mientras Arlie contemplaba el horizonte con el rostro endurecido. Había aguardado demasiado tiempo por ese momento: al fin marchaban hacia ella.

Cuando la costa ya era solo una línea lejana, Arlie se acercó a su compañero, apoyándose en la borda. Su voz fue baja, apenas audible entre el crujir de la madera y el rugido de las olas.

“Antes de llegar, haremos una parada. La Princesa me encargó recoger algo en Pentos.”

Harwin lo miró con el ceño fruncido, desconfiado. “¿Qué clase de encargo?”

Arlie se limitó a sacudir la cabeza. “No es asunto tuyo. Solo debes saber que lo llevaremos con nosotros.”

El silencio cayó entre los dos, pesado como plomo. Harwin quiso preguntar más, pero la firmeza en los ojos de Arlie le cerró la boca. El viento empujaba la nave hacia el sur, y aunque la ruta parecía clara, Arlie sabía que la verdadera prueba aún estaba por comenzar.

El viaje hacia Pentos fue tenso, marcado por silencios largos y vigilias constantes. Harwin cumplía su papel de guardia con rectitud, y aunque la tripulación confiaba en él, se mantenían atentos al cofre, como si el huevo pudiese desaparecer con un solo descuido. Arlie, por su parte, aguardaba el momento de revelar la verdadera razón por la que se desviarían.

Al tercer día, los muros de Pentos aparecieron en el horizonte, con sus torres bajas y las casas pintadas que miraban al mar como si quisieran presumir de colores. El puerto hervía de gritos, pregones y barcos mercantes, pero Arlie dio instrucciones rápidas: no más de dos hombres bajarían con él. Harwin aceptó, aunque su ceño seguía marcado de preguntas que no se atrevía a formular.

Lejos del muelle los esperaba una mujer de cabello castaño, recogido con sencillez, un bebé en brazos y un anciano a su lado que se sostenía con un bastón. No necesitaban presentarse: Arlie los reconoció de inmediato.

“No se si me recuerda, soy Arlie Ryger,” dijo él, manteniendo la voz baja mientras los rodeaban los marineros curiosos. “Venimos de parte de la Princesa Rhaenyra.”

Marilda de Hull lo miró con desconfianza primero, con alivio después. El niño que llevaba, Addam, lloraba suavemente contra su pecho, la piel aún sonrosada, demasiado frágil para aquel bullicio. El anciano, su padre, tenía la dignidad de un hombre curtido por el mar, el rostro surcado de arrugas y la mirada tan firme como el hierro.

Marilda apretó al niño que se retorcia contra sí, como si esa sola palabra fuese un escudo. El anciano asintió con gravedad, sin hacer preguntas, como si todo lo hubiese comprendido desde el principio.

“Mi hija no merece ser arrastrada por los caprichos de poder,” murmuró, “pero si es la voluntad de la Princesa, iremos.”

Arlie percibió en él una mezcla de orgullo y resignación. El viejo sabía que aquel viaje no era una elección y el temor de porque una Princesa los convocaba no era uno facil de dejar de lado.

Los condujeron a bordo sin demora. Harwin cargó un pequeño fardo de pertenencias que apenas cabía en sus manos: unas mantas, pan duro, una red vieja y nada más. La familia de Marilda viajaba ligera, como quien abandona un hogar para nunca regresar.

Arlie los observó mientras subían a cubierta. La mujer, el niño y el anciano. Parte de un plan que solo la Princesa comprendía del todo, pero que él cumpliría aunque le costara la vida.

El puerto de Pentos los había recibido con el ruido habitual de pregoneros, velas al viento y mulas arrastrando carretas, pero nada en aquel bullicio preparó a Arlie para lo que encontró al volver. Había dejado el barco anclado con guardias de confianza mientras él y Harwin iban en busca de Marilda, su padre y el niño. Apenas unas horas habían pasado, y al doblar la esquina que daba al muelle, el rugido del combate los recibió como un trueno.

El barco ardía en caos. Hombres encapuchados habían saltado a cubierta, luchando con la tripulación. El acero brillaba bajo el sol, la madera crujía y el olor de la sangre se mezclaba con el salitre. Arlie apenas tuvo tiempo de gritar.

“¡Al barco, ahora!”

Marilda palideció, el bebé llorando en sus brazos, y su padre la jaló hacia la sombra de un almacén. Arlie se inclinó sobre ella un instante, con la voz dura:

“¡Quédate aquí y no te muevas! Cuida al niño. ¡Si caemos, huye!”

No esperó respuesta. Con Harwin a su lado, desenvainó y corrió hacia la cubierta.

El ataque era feroz, pero lo que lo heló por dentro fue ver hacia dónde se dirigían: dos hombres forcejeaban con el cofre que guardaba el huevo, arrastrándolo hacia la borda como si intentaran lanzarlo a un bote que esperaba más abajo. Y lo peor… entre ellos estaba uno de los guardianes de dragón, un hombre juramentado, que en lugar de defender el tesoro luchaba hombro con hombro junto a los encapuchados.

La traición le atravesó el pecho como una lanza.

“¡Bastardo traidor!” rugió Harwin, lanzándose sobre él con una embestida brutal.

El choque fue salvaje. Arlie saltó entre los atacantes, su espada hundiéndose en el costado de uno, mientras desviaba un golpe que le abrió la ceja en sangre. La cubierta se volvió un infierno de gritos y acero, con el huevo a punto de cambiar de manos en cada instante.

Uno de los encapuchados alzó el cofre, pero Arlie lo detuvo de un tajo que le destrozó el brazo, arrancando un chillido inhumano. Lo pateó contra la borda y recuperó el tesoro, sintiendo el peso sagrado en sus manos. El traidor intentó apuñalarlo por la espalda, pero Harwin lo derribó con la furia de un toro, hundiendo su rodilla en su pecho hasta dejarlo sin aire.

El combate se extendió apenas unos minutos más, pero pareció eterno. La tripulación cayó en parte, hombres leales muertos en la cubierta, el mar teñido de rojo bajo las tablas. Finalmente, los últimos encapuchados huyeron en la confusión, dejando atrás cuerpos y armas.

Arlie respiraba con dificultad, el rostro manchado de sangre ajena, cuando se giró hacia Harwin. Este mantenía al guardián traidor aplastado contra la madera, la hoja de su espada en la garganta del hombre.

“Que viva,” ordenó Arlie, la voz áspera. “Él hablará.”

El traidor lanzó una risa rota, con la boca llena de sangre, pero no respondió. Harwin lo ató de inmediato.

De entre los restos del combate, aún se arrastraba uno de los encapuchados, medio inconsciente. Arlie lo pateó en el estómago y lo arrastró hasta reunirlo con el guardián.

“Dos prisioneros,” murmuró, limpiándose la frente con el dorso de la mano. “Eso bastará para saber quién los envía.”

Se volvió entonces hacia la sombra del almacén. Marilda y su padre emergían, la mujer con los ojos desorbitados y el niño llorando aún contra su pecho. El viejo tenía la mandíbula tensa, pero no había huido.

“Está hecho,” dijo Arlie, guardando la espada. “Suban a bordo. Ya no habrá más retrasos.”

La cubierta olía a hierro y muerte. El huevo, aún seguro en su cofre, parecía arder con vida propia. Arlie lo contempló un instante, y en ese fuego mudo juró que no volvería a permitir que una mano enemiga lo tocara.

La sangre aún no se había secado en la cubierta cuando el barco partió de Pentos. Marilda y su padre permanecían juntos en la bodega, abrazando al pequeño Addam como si el niño fuese lo único que les mantenía de pie. El prisionero encapuchado y el guardián traidor viajaban encadenados bajo vigilancia constante, alimentados apenas lo suficiente para mantenerlos vivos. Harwin no confiaba en quitarles la vista de encima, y Arlie tampoco.

Al principio, la travesía fue lenta. El viento era caprichoso y los marineros parecían mirar al horizonte con un respeto reverencial, como si supieran que aquel no era un viaje común. Los días se convirtieron en semanas, y poco a poco la ruta los fue alejando de las aguas conocidas.

Cada cierto tiempo, en lugares que parecían escogidos de antemano, se encontraban con barcos oscuros que aguardaban en silencio. Sin palabras ni saludos, pasaban de un navío a otro, cambiando tripulación, provisiones y hasta velas. Era como si alguien hubiese trazado un camino secreto en el mar, invisible para cualquiera que no estuviera iniciado.

Arlie observaba con atención cada relevo. Hombres con el emblema de los dragones en las capas aparecían y desaparecían, siempre con la misma seriedad. Nunca preguntaban nombres, nunca daban explicaciones. Solo entregaban el siguiente tramo de la ruta y partían.

Los mares se volvían más salvajes cuanto más avanzaban. A veces la niebla era tan densa que apenas podían ver las velas propias; otras, el sol caía como plomo y el calor en cubierta era insoportable. En las noches, Arlie juraba escuchar rugidos lejanos sobre el viento, como si criaturas invisibles los vigilaran desde el cielo.

El tiempo comenzó a perder sentido. Días, semanas, lunas… hasta Marilda dejó de contarlos, y el anciano solo se limitaba a mirar el mar como si buscara fuerzas en él. El bebé, sin embargo, crecía, sus lloros convirtiéndose en risas ocasionales cuando Harwin le hacía caras en cubierta. Aquello, más que nada, recordaba a todos cuánto había pasado: el niño, que apenas podía levantarse, ahora caminaba con pasos temblorosos en medio del barco.

“Ese es el puerto.” anunció con voz grave. “El único acceso a la isla.”

Al fin, una tarde en que el sol caía rojo sobre las aguas, el capitán del último barco señaló hacia el horizonte. Entre la bruma, como un espejismo, se alzaba la silueta de una península estrecha, rodeada de arrecifes que rompían las olas en espuma blanca.

El mar los llevó a una isla desierta. Allí, sin explicación, fueron conducidos a través de un túnel estrecho que se abría en la roca. Pasaron horas caminando bajo tierra, guiados por antorchas clavadas en las paredes. Al salir al otro lado, otro barco esperaba en silencio. Era como si el mundo hubiese cambiado de rostro mientras ellos permanecían en la oscuridad.

Despues, cruzaron puentes colgantes sobre acantilados imposibles, con olas que rugían tan alto que hacían temblar los tablones bajo sus pies. Cada paso parecía una prueba, cada mirada hacia abajo, un recordatorio de lo que perderían si caían.

El último tramo los obligó a atravesar selva húmeda y sofocante. El aire estaba cargado de aromas dulces y peligrosos, y el sonido de animales invisibles los seguía entre las ramas. Caminaban por senderos estrechos, apenas marcados, hasta que de pronto el follaje se abría para revelar el siguiente tramo de mar. Allí aguardaba el último barco, más silencioso y solemne que todos los anteriores, con las velas negras marcadas con tres dragones entrelazados.

Arlie no sabía cuántos días habían pasado ya, pero tras tres meses de camino oculto en el oceano, de desvíos, túneles, islas y silencios, se sentía más que listo para poder llegar a su destino.

Todo para mantener en secreto la ubicación del destino final.

Arlie sintió la marca en su brazo arder, como si respondiera al llamado de aquel lugar. Habían llegado.

El barco se deslizaba con lentitud entre arrecifes traicioneros, siguiendo señales de antorchas ocultas en la roca. El estrecho se abrió al fin en una ensenada protegida, y allí apareció el puerto de la isla: muelles de madera reforzada, torres de vigilancia y, sobre todo, la montaña misma horadada con paciencia. Ventanas, escaleras y pasajes se alzaban en varios niveles, con hombres y mujeres trabajando sin descanso, tallando nuevos hogares en la piedra. La ciudad nacía de la roca como un animal vivo.

Había almacenes tallados en la base, talleres que echaban humo, y hasta una taberna improvisada en una gran caverna iluminada con antorchas, de donde salía música y risas apagadas. El lugar no era solo un refugio: era un asentamiento en constante crecimiento, vibrante y lleno de propósito.

Arlie descendió de la pasarela con el cofre asegurado y los prisioneros encadenados a la vista, cuando un hombre se adelantó para recibirlos. Llevaba capa negra bordada con tres dragones rojos, y aunque su porte era de general, su sonrisa fue la de un viejo camarada.

“¡Por los dioses, Ryger!” tronó Wayne, extendiéndole ambos brazos. “Pensé que no volvería a verte desde aquellos días en Desembarco.”

Arlie lo recibió con un apretón de hombros, sintiendo el peso de la camaradería pasada. “Y ahora mírate… general, segundo del mismísimo Príncipe. Parece que el destino sabe escoger a sus hombres.”

Harwin, que descendía tras él, rió bajo. “¿Y yo qué? ¿No me vas a saludar, Wayne?”

El general lo abrazó también, con la fuerza de un guerrero. “Harwin Strong, aún vivo y entero. Quién lo diría, con lo mucho que buscabas peleas en las calles.”

Las risas fueron breves, pero auténticas. Tres antiguos guardias de la ciudad, ahora reencontrados en un puerto escondido en el fin del mundo. El contraste era tan extraño que por un instante todo el cansancio del viaje se desvaneció.

“Bienvenidos a la Isla,” dijo Wayne con tono más formal después, aunque la chispa en su mirada permanecía. “Este lugar no se parece a nada que conocieran. Aquí todos trabajan, todos sirven. La montaña crece porque la Princesa lo ha querido, y un día será una ciudad que rivalizará con cualquier puerto del mundo.”

Mientras los conducía por los pasillos de piedra, Arlie observó a su alrededor: hombres martillando vigas, mujeres cargando cestos de piedra recién cortada, niños corriendo por corredores iluminados con antorchas. El eco de los cinceles retumbaba por todas partes, mezclado con el murmullo de canciones de trabajo.

“Es diferente a la Guardia,” murmuró Arlie.

Wayne asintió. “Aquí nadie sirve por paga. Sirven por fe. Eso lo cambia todo.”

Wayne no perdió tiempo en cortesías. Con una inclinación de cabeza ordenó que los cofres fueran asegurados y los prisioneros trasladados. Después, mientras caminaban por un pasillo ancho abierto en la roca, explicó con calma el funcionamiento de aquel lugar.

“Todo hombre que llega aquí debe trabajar. No hay nobles ni campesinos, solo servidores de la Princesa. Los que saben tallar, tallan. Los que saben remar, sirven en los barcos. Y los que saben luchar, entrenan en la arena. Así crece la ciudad.”

A cada paso, Arlie veía ejemplos de ello: mujeres cargando canastos de piedra recién cortada, niños jugando en los pasillos iluminados por antorchas, jóvenes entrenando con espadas de madera bajo la supervisión de veteranos. No era una fortaleza muerta, era un mundo en gestación.

“¿Y la taberna?” preguntó Harwin, arqueando una ceja al escuchar risas al fondo.

Wayne sonrió por primera vez. “Incluso en el corazón del dragón, los hombres necesitan vino. Esa caverna será también sala de reunión y celebración. Nadie sirve mejor a sus señores que aquel que tiene razones para reír.”

El recorrido los llevó a un nivel más alto, donde los corredores eran más amplios y las paredes habían sido alisadas con cuidado. Allí, Wayne los condujo hasta una serie de  habitaciones preparadas para ellos en un nivel superior. El interior era austero pero limpio: camas firmes, tinajas de agua fresca, mantas nuevas. 

“Descansen esta noche,” indicó el general. “La Princesa será informada de su llegada. Mañana tendrán su audiencia. Por ahora, sois invitados en esta casa.”

A lo lejos, más allá de las murallas invisibles, un rugido retumbó en el aire, grave y profundo. Otro respondió desde más arriba, y la roca misma pareció estremecerse.

Marilda se cubrió los oídos. Harwin se tensó, con la mano en la empuñadura de su espada, aunque no había amenaza alguna.

Arlie, en cambio, cerró los ojos. No veía a los dragones, pero sabía que estaban allí, en lo alto, velando. Sus sombras se sentían en cada vibración de la piedra, en cada nota profunda que hacía temblar las paredes.

Marilda y su padre fueron conducidos a un cuarto cercano. El niño Addam dormía ya contra el pecho de su madre, agotado por el largo viaje. Los prisioneros, en cambio, fueron arrastrados a las mazmorras que se hundían en la roca, donde el eco de los pasos se tragaba cualquier protesta.

Arlie dejó el cofre cerca de su cama y se permitió, por primera vez en tres meses, respirar con calma. La piedra vibraba bajo sus pies, como si el corazón de la montaña latiera en silencio. 

Se recostó en la manta áspera, con la marca ardiendo suavemente en su brazo. Habían llegado al fin. El puerto era solo la antesala. El verdadero corazón de la isla aún los esperaba.

Esa noche, después de instalarse en sus aposentos, Arlie decidió que necesitaba sentir tierra firme de verdad y no piedra fría de una celda. Harwin lo acompañó cuando bajó hacia la taberna excavada en la roca, siguiendo el murmullo de música y voces que llenaba los corredores como un río subterráneo.

En el descenso, justo al pasar por uno de los pasillos superiores, Arlie notó a un soldado apostado con lanza y armadura frente a la puerta donde Marilda y su familia descansaban. El detalle lo hizo fruncir el ceño, pero no comentó nada hasta que, al entrar en la taberna, encontró a Wayne sentado con una jarra en mano.

“Wayne,” lo saludó con una palmada en el hombro. “Dime, ¿por qué hay un guardia frente a la puerta de la mujer y el viejo? Hasta me pareció ver otro cerca.”

Wayne asintió sin inmutarse. “No te equivocaste. He asignado tres: uno para la mujer, otro para su padre y uno más para el niño.”

Arlie soltó una risa breve. “¿El niño también? Apenas tiene un año… no puede ser una amenaza tan grande para merecer un guardia.”

El general no sonrió. Sus ojos se endurecieron, y cuando respondió lo hizo con solemnidad.

“La Princesa lo ha decretado. Todos ellos están bajo su protección directa. No importa si es un anciano, una madre o un infante: su vida es valiosa para ella, y así lo tratamos.”

El tono de Wayne no dejaba espacio a dudas. Arlie levantó una ceja, pero no insistió. Era suficiente con saber que todo aquello provenía de la voluntad de la Princesa.

Se sentaron juntos en una mesa apartada, Harwin, Wayne y Arlie, compartiendo pan duro, queso curado y cerveza oscura. El calor de la hoguera iluminaba sus rostros, y el bullicio de la taberna quedaba amortiguado en ese rincón.

Harwin fue el primero en hablar, con una sonrisa amarga.

“En la capital se dice que los príncipes murieron en Valyria. Que sus cuerpos quedaron entre las ruinas y que lo único que volvió fueron sus sombras. Otros juran que fue un castigo de los dioses, que el fuego eterno los consumió por orgullo.”

Wayne soltó un bufido, clavando el cuchillo en el pan.

“Rumores de hombres que nunca han salido de sus murallas. Yo digo que no están tan lejos de la verdad… aunque no en el sentido en que creen. La Princesa y el Príncipe entraron en ese infierno y regresaron distintos. No como mortales que pisan otra tierra, sino como quienes han mirado a los dioses a los ojos y siguen en pie.”

Arlie lo miró con atención, intrigado. “¿Distintos en qué?”

Antes de que Wayne pudiera responder, un soldado joven, de rostro marcado por cicatrices frescas, se levantó de la mesa vecina y pidió permiso con un gesto respetuoso.

“Yo estuve allí,” dijo con voz cargada de reverencia. “Vi a la Princesa descender del barco con su hijo en brazos. El fuego aún parecía seguirlos, como si Valyria no los hubiera dejado marchar del todo. No eran simples mortales… llevaban consigo la marca de los dioses.”

El muchacho bajó la cabeza, como si sus propias palabras fuesen demasiado grandes.

“Cuando los dragones rugieron sobre nuestras cabezas aquel día, lo supe: servimos al linaje correcto. La Princesa es fuego verdadero… y el Príncipe, el acero que lo protege.”

Un murmullo de aprobación recorrió la mesa. Otro soldado, más veterano, levantó el jarro.

“¿Y acaso no lo habéis notado desde entonces? La luz en sus ojos no es la misma que cuando partió. Hay fuego en ella, un fuego que no se apaga. Yo vi cómo las antorchas se inclinaban con el viento cuando habló, como si hasta las llamas la obedecieran… y luego esta el fuego que trajo, la antorcha no se apago en todo el viaje, no flaqueo con el viento ni se apago con la brisa.”

“Dicen que trajo ese fuego de Valyria misma” añadió otro, con voz ronca. “Que no era el fuego de dragón, sino más antiguo. Un fuego que nos guía y nos purifica, el sacerdote Monterys asegura que es fuego de las Catorce Llamas.”

Wayne asintió, con la gravedad de un hombre que había visto demasiado.

“No importa si fue don de los dioses o maldición. Lo cierto es que regresó, y con ella, el linaje Targaryen volvió más fuerte. La Princesa no es solo heredera. Es la prueba de que la sangre de Valyria no ha muerto.”

Harwin no replicó, pero el brillo de orgullo en sus ojos habló por él.

El murmullo de la taberna pareció apagarse. Wayne asintió lentamente, confirmando lo dicho. “Así lo vieron todos. La corte puede murmurar lo que quiera, pero aquí sabemos la verdad. Ellos volvieron de donde nadie regresa.”

Arlie, sentado junto a Wayne y Harwin, bebía lo justo, con los oídos abiertos como dagas. Espiar era un oficio que nunca se abandonaba, y él sabía encontrar la verdad entre risas y vino.

Lo que escuchaba esa noche lo sorprendía. La reverencia era palpable. Nadie en aquel salón hablaba de la Princesa con liviandad: cada palabra sobre ella estaba teñida de respeto, casi de devoción. La recordaban regresando de Valyria como si fuese un relato sagrado, con el Príncipe a su lado y el fuego en los cielos.

Un grupo de canteros murmuraba sobre los gemelos nacidos en aquellas ruinas, con asombro y orgullo, como si el mero hecho de su existencia fortaleciera a toda la isla. Más allá, unos soldados compartían lo que habían visto en los entrenamientos, la disciplina de los hombres bajo la mano de hierro del Príncipe Daemon.

Pero fue la mesa cercana, ocupada por cuidadores y aprendices, la que llamó más su atención.

“Syrax no está tranquila,” decía uno de ellos, con voz ronca. “Los que la vigilan juran que busca cuevas, que escarba como antes de poner.”

“¿Otra nidada?” preguntó otro, inclinándose hacia adelante.

El primero asintió, bajando la voz. “Podría ser. Ya lo hizo una vez… y si los dioses quieren, lo hará otra. El Príncipe dice que hay que prepararse.”

Un murmullo recorrió la mesa. Los hombres bebieron, y en sus ojos había una mezcla de temor y esperanza.

Arlie, acostumbrado a separar mentira de verdad, sabía cuándo una taberna inflaba cuentos para impresionar. Pero esta vez era distinto: no había exageración en sus rostros, ni fanfarronería. Solo la certeza de quienes creían haber visto milagros con sus propios ojos.

En su mente, sin embargo, una pregunta lo acechaba como sombra.

¿Por qué, entonces, había pedido la Princesa un huevo a su padre?

Un rugido lejano estremeció la roca, haciendo vibrar las jarras sobre las mesas. Nadie se alarmó. Todos levantaron sus bebidas en silencio reverente, como si los dragones mismos brindaran con ellos.

Arlie los imitó, pero su mirada se mantuvo seria. Había escuchado bastante esa noche: sobre los gemelos, sobre Syrax, sobre la fe que respiraba la isla. Y aunque todos parecían rendirse al fuego con los ojos cerrados, él, como siempre, buscaba en las sombras la verdad detrás de cada chispa.

Se quedó con la duda clavada como espina. No la compartiría, no esa noche. Pero la guardó, porque todo detalle podía ser clave. Y porque, de una forma u otra, la Princesa siempre tenía razones que otros aún no podían comprender.

Entonces la piedra entera vibró. Un rugido lejano atravesó las entrañas de la montaña, y otro respondió con furia. Las jarras tintinearon sobre la mesa de nuevo, como si levantar sus copas fuese un ritual cuando los dragones rugian.

Arlie sonrió para sí. No necesitaba verlos. Sabía que los dragones estaban allí, velando sobre la Princesa y el Príncipe. 

El amanecer trajo consigo un silencio distinto al del mar. La piedra parecía respirar despacio, tibia bajo los primeros rayos de sol que entraban por las aberturas talladas en la roca. Arlie se desperezaba en su camastro cuando unos golpecitos suaves sonaron en la puerta.

Al abrir, se encontró con un niño de cabello oscuro y ojos despiertos que lo miraba con nervios y orgullo.

“Señor,” dijo con una reverencia torpe, “Lady Velaryon me dio permiso de venir esta mañana. Me dijo que me he portado bien, que he trabajado duro y… que podía servirle como paje.”

Arlie arqueó una ceja, divertido por la formalidad del pequeño. “¿Un premio, entonces?”

El niño asintió con entusiasmo. “Sí, señor. Siempre dice que un buen niño merece confianza. Y yo quiero aprender a servir, para ser caballero algún día.”

“Entra, entonces…”

Entró con paso decidido, como si ya hubiese ensayado cada movimiento. Primero puso en orden la ropa de Arlie, ayudándole a ajustarse la túnica y el cinturón. Luego se arrodilló con un trapo para pulir las botas hasta que el cuero recuperó su brillo. Mientras tanto, hablaba sin detenerse, las palabras brotando con la impaciencia de quien lleva mucho guardado.

“¿Tus padres estan felices de que quieras ser caballero?” pregunto viendo al niño moverse de un lado a otro.

El pequeño, sin embargo, nego con la cabeza e hizo una mueca.

“Mis padres estan muertos, murieron peleando en Volantis…” 

Arlie suspiro con fuerza al recordar esa noche.

“Lo siento niño.” murmuro, pero el niño lo interrumpio.

“Todos los huérfanos vivimos juntos. Nos trajeron despues de que la mansión fue atacada, el día que la Princesa fue rescatada. Mis padres murieron, pero ella dijo que nadie de nosotros quedaría en la calle. Nos dio cama, comida y maestros. Lady Velaryon nos cuida, y cada noche nos lee antes de dormir. Hasta los mayores se quedan escuchando, porque siempre tiene historias de dragones y de la Princesa.”

Arlie lo observaba de reojo, mientras mordía un pedazo de pan con queso y bebía un cuenco de leche fresca. El niño tomó su espada con solemnidad y empezó a afilarla con manos firmes, la lengua asomando apenas entre los labios por la concentración.

“Dicen que algunos de nosotros seremos escribas, otros cuidadores de dragones. Yo quiero ser caballero,” continuó, con una convicción que contrastaba con su corta edad. “Quiero servir al Príncipe y proteger a la Princesa. Como ustedes.”

Terminó de pasar la piedra de afilar y devolvió la espada con ambas manos, con tanto cuidado como si entregara un tesoro. “Está lista, señor.”

Arlie probó el filo con el pulgar y asintió en silencio. El brillo en los ojos del niño fue suficiente recompensa.

“Has hecho un buen trabajo,” dijo al fin, con tono seco pero sincero.

El pequeño sonrió de oreja a oreja, erguido como un soldado en formación.

Arlie se calzó las botas pulidas y lo dejó salir primero. Mientras lo observaba partir, pensó que ese niño era prueba viva de lo que la Princesa estaba levantando en aquella isla: no solo muros de piedra, sino un futuro.

El niño se fue corriendo por el pasillo, ligero como un gorrión, y Arlie quedó un momento sentado, probando el filo de su espada y masticando despacio lo que había escuchado. No eran palabras de fantasía infantil: aquel huérfano hablaba con gratitud sincera, con la fe de quien había sido rescatado de la nada y recibido un futuro. Y no lo decía como deuda amarga, sino como orgullo.

Mientras terminaba su desayuno, pensó en lo que significaba que la Princesa hubiese tomado bajo su ala a todos esos niños. Criar huérfanos, enseñarles oficios, darles un techo: era construir lealtad desde las raíces, moldear un pueblo desde el cimiento mismo. No había muro que pudiera resistir más que aquel.

Cuando salió al pasillo, se encontró con Wayne, que lo esperaba ya con la espada de general atada al cinturon.

“Me habló un niño esta mañana,” comentó Arlie sin rodeos. “Se ofreció como mi paje. Dice que quiere ser caballero y servir al Príncipe. Tiene más convicción que muchos hombres armados que conocí en la Guardia, pequeño y hablador, de cabello castaño claro.”

Wayne asintió, como si esperara aquellas palabras. “Creo que lo conozco. Se presentó a los entrenamientos. Fue de los primeros en ofrecerse, pero el Príncipe mismo lo descartó. Demasiado joven todavía. Aun así, Lady Velaryon pidió que se quedara en el orfanato. Tiene fuego en la mirada, como muchos de esos pequeños. Con tiempo… quizás se gane su espada.”

Antes de que Arlie respondiera, Harwin apareció con paso firme, ajustando los guanteletes en sus manos. Sonrió al verlos juntos, como si aquella reunión de antiguos camaradas en una isla secreta fuese un extraño regalo del destino. Tras él, Marilda avanzaba acompañada por su padre y con el niño en brazos, protegidos cada uno por un guardia designado.

Detrás venían también los dos prisioneros encadenados, arrastrando los pies sobre la piedra, cabizbajos, con la tensión de quien espera lo peor.

“Es hora,” anunció Wayne.

Los condujo hacia las entrañas de la montaña. Avanzaban por túneles largos que parecían no terminar nunca, escuchando el eco de sus pasos repetirse como un tambor lejano. El aire se volvió más denso, cargado de humedad, iluminado solo por antorchas encendidas en los muros. 

El pasaje desembocó al fin en un puente colgante. Bajo ellos se abría un abismo interminable: el mar se estrellaba contra cuchillas de roca, y la bruma subía como un aliento frío. Las cuerdas crujían con cada paso, y la madera cedía bajo el peso de tantos cuerpos.

Fue en ese instante cuando el rugido quebró el cielo.

Un estruendo profundo, como el bramido de la propia montaña, retumbó sobre sus cabezas. Sombra y fuego cruzaron el horizonte: alas enormes rasgaron el aire y una segunda voz, más aguda y feroz, respondió en la distancia.

Caraxes y Syrax volaban sobre ellos.

El puente tembló con el viento de su paso. Marilda soltó un grito ahogado, cubriendo al niño contra su pecho. El anciano cayó de rodillas, con la mirada fija en el cielo como si presenciara a los mismísimos dioses. Los prisioneros comenzaron a forcejear con sus cadenas, los ojos desorbitados de terror, como bestias acorraladas que hubiesen visto a la muerte encarnada.

Arlie, en cambio, se detuvo en medio del puente. El viento le azotaba el rostro, las alas de los dragones proyectaban sombras que parecían devorarlo todo, y el rugido le atravesaba los huesos. No sintió miedo. Solo asombro. El mismo que había sentido la primera vez que juró a la Princesa, cuando comprendió que el fuego de su linaje no se parecía a nada que el mundo hubiese visto.

Siguió caminando con calma, mientras el resto apretaba el paso con el corazón en la garganta.

El palacio los esperaba más allá, en el corazón de la isla.

El puente quedó atrás, y el sendero de piedra los condujo al fin hacia la apertura de la selva. La vegetación se abrió como un telón, y el aire cambió de golpe: ante ellos se extendía una laguna de aguas turquesas, rodeada de arenas blancas que brillaban como polvo de hueso bajo el sol. En el centro, levantándose con orgullo, estaba el palacio.

Era oscuro y brillante a la vez, hecho de piedra negra y blanca, cristal y mármol pulido. Sus torres se alzaban como lanzas, y los arcos reflejaban la luz del agua, dibujando destellos que parecían fuego líquido. No era castillo ni fortaleza, sino un templo vivo, un santuario levantado para albergar dragones y dioses.

Wayne se detuvo un instante, y aunque era general, bajó la cabeza con reverencia.

“Estamos en casa,” murmuró, como si no hablara para ellos, sino para la propia isla.

Harwin contemplaba la estructura con la boca apenas abierta, la admiración marcada en cada línea de su rostro. Nunca en su vida, ni en la Guardia de la Ciudad ni en la corte de Desembarco, había visto algo semejante.

Los prisioneros, en cambio, se arrastraban temblando. El traidor encadenado y el encapuchado apenas podían dar un paso, como si la visión del lugar les quemara la piel. Marilda apretaba a su hijo contra el pecho, con los ojos muy abiertos, y su padre la sostenía del brazo, murmurando plegarias a dioses que no tenían nombre.

Arlie no decía nada. Solo observaba, con los ojos abiertos como un hombre que, después de una vida de dudas y sombras, al fin contemplaba la verdad.

Los guardias los condujeron al interior. El aire cambió de nuevo: fresco, perfumado con incienso y humo de antorchas. Pasillos amplios, mosaicos con dragones en vuelo, columnas que parecían retorcerse como llamas. Todo llevaba hacia el corazón del palacio: el salón del Trono.

Y allí, al abrirse las grandes puertas de piedra, la visión los golpeó como fuego.

La Princesa estaba sentada en lo alto, con el vientre hinchado bajo sus vestiduras ligeras pero muy elegantes. En sus brazos acunaba a un bebe, y su rostro, aunque cansado, irradiaba una fuerza serena que atravesaba a cualquiera que la mirara.

Detrás de ella estaba el Príncipe, firme como un guardián de hierro, con otro bebé en brazos. Sus ojos de acero recorrieron la sala, dominándola como si cada piedra estuviera bajo su control.

En el suelo, entre ambos, se tambaleaba un principito, caminando torpemente con la inocencia de su edad. Pero no estaba solo: lo rodeaban cuatro dragones pequeños, cada uno distinto en color y forma, vigilando sus pasos como centinelas vivos.

El más grande de ellos, uno de escamas grises, parecía increiblemente atento al niño, siguiendo cada paso con una mirada rapaz.

El rugido de las criaturas resonaba suave, como un murmullo, pero bastaba para que los prisioneros cayeran de rodillas, gimiendo de terror. Marilda retrocedió un paso, aferrando al niño contra su pecho, y su padre bajó la cabeza, incapaz de sostener la mirada.

Wayne inclinó la frente, reverente, como si se encontrara en presencia de dioses. Harwin se quedó sin palabras, la admiración encendida en su rostro.

Arlie, en cambio, sintió algo distinto. Una certeza lo recorrió como fuego: estaba ante la verdadera corte, la única que importaba. Allí estaban la Princesa y el Príncipe, no como figuras políticas, sino como el centro mismo de un mundo nuevo. Y en ese instante supo que había hecho bien en seguir el fuego, porque no había trono ni reino que pudiera compararse con lo que tenía delante.

Los pasos resonaron en el mármol negro mientras avanzaban hasta el centro del salón. Wayne fue el primero en detenerse y, con una solemne inclinación, cayó de rodillas en una profunda reverencia. Arlie lo imitó de inmediato, y Harwin inclinó la cabeza con el mismo respeto. Marilda y su padre, aunque temblorosos, se dejaron arrastrar por el ejemplo. Incluso los prisioneros, encadenados, cayeron al suelo con las piernas flojas, como vencidos por la sola presencia de aquel lugar.

El silencio fue quebrado por un estruendo sobre el techo. La piedra vibró, y un rugido hizo eco en las paredes. Caraxes descendió con la gracia de un coloso alado y se posó sobre las vigas superiores. Su cabeza gigantesca asomó por uno de los balcones laterales, los ojos rojos brillando con inteligencia, los colmillos reluciendo a la luz de las antorchas.

Arlie lo comprendió en ese instante: el salón había sido diseñado para que los dragones pudieran entrar, como si fueran parte de la corte misma. No eran bestias allá afuera, sino miembros presentes en cada audiencia.

Las ventanas, además de generar impresión por la hermosa vista, tambien estaban diseñadas para que los dragones fueran visibles a cada instante, sus garras, sus alas, y sobre todo, su cabeza capaz de escupir fuego ante la orden de sus jinetes.

Desde el estrado, la Princesa habló. Su voz, cansada pero firme, atravesó la sala como fuego controlado.

“Ser Harwin Strong. Ser Arlie Ryger. Bienvenidos a la isla.”

El Príncipe dio un paso al frente, con el bebé en brazos, y extendió la otra mano. 

Los guardianes depositaron el cofre ante el estrado, y Daemon lo abrió sin esperar. El calor que emanaba del huevo llenó el salón, como brasas vivas que hubiesen sido liberadas. El Príncipe lo tomó en sus manos desnudas, y el aire se tornó sofocante. Aun así, su piel no se quemó. Era como si el huevo lo reconociera como suyo.

El silencio reverente fue quebrado por su voz, grave y cortante:

“¿Por qué uno de los guardianes enviados por el Rey llega encadenado a mi presencia?”

Todos los ojos se volvieron hacia Arlie. Este dio un paso adelante, firme, y habló con la voz clara, proyectando cada palabra.

“En Pentos fuimos emboscados por hombres encapuchados. Su intención era robar el huevo. Entre ellos se hallaba este hombre, uno de los guardianes enviados desde Desembarco. Lo vimos con nuestros propios ojos: ayudaba a los atacantes a arrastrar el cofre hacia los botes. Por ello lo traje encadenado, para que no hubiese duda de su traición. Y lo traje ante los únicos capaces de emitir un juicio, Altezas, no es mi lugar matar sin su orden.”

Un murmullo recorrió la sala, ahogado casi de inmediato por el rugido de Caraxes desde lo alto, como si exigiera justicia inmediata.

La Princesa, sentada en su trono con el niño en brazos, bajó la mirada hacia el prisionero. Su voz fue suave, casi un susurro, pero cada sílaba se escuchó con claridad en la piedra.

“La lealtad es fuego. Puede consumir, puede iluminar… o puede devorar a quien la confunde.”

Nadie respondió. Ni Wayne, ni Harwin, ni los guardias presentes parecían comprender del todo lo que quería decir. Todos permanecieron en silencio reverente.

Solo Daemon alzó la mirada hacia ella, como si hubiese entendido el trasfondo oculto de aquellas palabras.

Arlie lo notó, y un escalofrío recorrió su espalda. Había escuchado y visto mucho en su vida, pero nunca algo tan cargado de misterio y de fuego contenido.

Daemon descendió un peldaño, el huevo aún en su mano y el otro bebe dormido comodamente en su otro brazo, señaló al hombre encadenado con el filo de su barbilla.

“Explícate.”

El guardián, sudoroso y con la mirada clavada en el suelo, se negó a hablar. Movió la cabeza en silencio, como si aún quisiera aferrarse al último rastro de orgullo.

La Princesa no alzó la voz. Solo pronunció con calma:

“Tessarion.”

El suelo vibró con un rugido agudo. Desde una de los laterales, uno de los dragones, de los pequeños, apenas del tamaño de un perro, de escamas verdes que brillaban bajo la luz del fuego, saltó con la fuerza de un relámpago y cayó sobre el prisionero. Sus garras lo inmovilizaron contra el mármol, y el calor de su aliento le quemó la piel sin tocarlo aún con fuego.

El hombre gritó aterrado, su resistencia hecha pedazos.

“¡Hablaré! ¡Hablaré, por los dioses!”

Sus palabras salieron atropelladas, entre jadeos y sollozos.

“Es el hijo de la Reina… ¡el hijo de Alicent! El príncipe Aegon es sangre real. Él debería ser el heredero, ¡no los hijos de la Princesa! ¿Cómo puede llamarse legítimo un linaje nacido de un matrimonio impuro? ¡Aegon merece un dragón, merece el huevo, merece la corona!”

El salón entero quedó helado. Los guardias apretaron las mandíbulas, Harwin dio un paso al frente con los puños cerrados, Marilda gimió en silencio y su padre bajó la cabeza, temblando. Los prisioneros restantes se encogieron aún más, como si el mero nombre de aquel niño fuese veneno.

Tessarion rugió, y el eco resonó en las paredes como una sentencia divina.

Arlie no apartó la vista. Aquellas palabras eran traición abierta, no dudas susurradas en tabernas. Era la confesión de un hombre que había elegido otro linaje sobre la Princesa, y lo decía frente a ella misma.

El Príncipe Daemon lo miraba con el fuego contenido en los ojos. Y Arlie comprendió que la vida del traidor pendía de un hilo tan delgado como un suspiro de su señor.

Tessarion se retiró con un rugido, como si hubiese arrancado la verdad misma de las entrañas del hombre que aún lloraba bajo sus garras. El silencio pesaba en la sala como una losa.

Daemon levantó la vista y señaló al segundo prisionero, el encapuchado que había sido capturado en Pentos.

“Ahora tú.”

El hombre trató de callar, apretando la mandíbula, pero dos guardianes lo arrastraron hasta dejarlo de rodillas frente al estrado. La sombra de Caraxes se movió en lo alto, y el prisionero tembló como un animal enjaulado.

“Habla,” ordenó Daemon, con el huevo aún ardiendo entre sus manos.

El encapuchado respiró hondo, la voz quebrada por el miedo.

“Solo seguía ordenes… fui enviado. La Reina lo ordenó. Dijo que el huevo debía llegar a manos de su hijo, y que en esta isla nunca se lo entregarían voluntariamente.”

Un murmullo recorrió la sala. Marilda apretó más fuerte al niño contra su pecho, y su padre cerró los ojos como si el solo nombre fuese un presagio oscuro.

“¿Cómo llegó esa orden hasta ti?” preguntó Daemon, su voz como filo de acero.

El prisionero vaciló, pero al sentir el rugido de Caraxes desde lo alto, habló de golpe, atropellado.

“Un hombre… un hombre cojo. Siempre con bastón. Fue él quien me buscó, quien me pagó, quien me dijo que la Reina tenía voluntad de hierro y que el huevo debía ser regresado a la capital, a mi y una docena de otros hombres...”

En la sala, el aire se tensó de inmediato.

Arlie lo notó antes que nadie. El gesto de Harwin cambió: sus ojos se oscurecieron, su mandíbula se apretó con violencia, y por un instante pareció perder la compostura. La revelación lo había atravesado como lanza: todos lo vieron, y todos entendieron.

Un hombre cojo. El mismo bastón. La sombra que merodeaba en la corte hasta que fue exiliado.

Larys Strong.

El hermano de Harwin.

Arlie, con su instinto de espía, no apartó los ojos de él. No era necesario que dijera nada: su mirada de traición lo gritaba por sí sola.

El silencio que siguió fue aún más pesado que los rugidos de los dragones.

Daemon clavó la mirada en el prisionero, y su voz retumbó con la severidad de un juez.

“¿Cómo fue que Larys Strong se vio envuelto en esto? Él debería estar en Harrenhal.”

Todos voltearon hacia Harwin. El hijo mayor de Lyonel estaba rígido, la respiración contenida.

“No lo sé, mi Príncipe,” respondió al fin, con la voz grave. “Pero lo averiguaré. Juro que lo haré.”

El silencio cayó como un filo sobre el salón. Fue entonces cuando la Princesa, con el bebé aún en brazos, habló con calma helada:

“Entonces comenzarás por cumplir conmigo. Larys Strong debe pagar su traición, y tú, Harwin, lo ejecutarás con tus propias manos. Así probarás tu lealtad.”

Las palabras lo atravesaron más que cualquier espada. Harwin dio un paso al frente, los labios apretados, como si quisiera protestar, como si aún albergara una esperanza.

“Alteza… es mi hermano,” alcanzó a decir. “Permítame rogar clemencia, aunque sea un exilio, o…”

La Princesa no lo miró. Bajó la vista hacia su hijo dormido, acariciando su cabello, ignorando deliberadamente la súplica.

“Daemon,” dijo entonces, con voz firme, “las cabezas de estos traidores.”

El Príncipe no dudó. Depositó el huevo en uno de los calentadores de hierro, donde las brasas lo mantendrían vivo y ardiente. Con calma, entregó el bebé a una de las sirvientas que aguardaban a un lado del estrado. Luego, desenvainó a Dark Sister.

El filo negro cantó en el aire.

Los prisioneros apenas tuvieron tiempo de gritar. De un tajo preciso, Daemon cortó la primera cabeza. La segunda cayó un instante después, rodando sobre el mármol. La sangre corrió como río bajo los pies de los presentes, y el rugido de los dragones retumbó en respuesta, como si hubieran esperado la señal.

Caraxes descendió desde las vigas y, junto a Tessarion y los pequeños dragones, devoraron los cuerpos aún tibios con una voracidad brutal, lanzando llamas antes de tomar bocados ansiosos. Los huesos crujieron bajo sus fauces, el fuego de sus gargantas envolvió lo que quedaba, reduciendo la traición a cenizas.

Pero las cabezas fueron apartadas, rescatadas antes de que el hambre de los dragones las alcanzara. Permanecieron allí, sobre la piedra, como trofeos y advertencia.

Arlie lo contempló todo con el rostro imperturbable, aunque en su pecho ardía la certeza de haber presenciado un juicio de fuego. Wayne estaba de rodillas, la frente contra el suelo, Harwin miraba en silencio, dividido entre el deber y la sangre, y Marilda escondía el rostro de su hijo contra su pecho, temblando como si hubiese visto a los mismos dioses castigar con sus propias manos.

El salón olía a sangre, ceniza y carne quemada. Y Arlie, aunque acostumbrado a la intriga y a la muerte, comprendió que nada de lo que hubiese visto en la capital podía compararse con lo que significaba servir en aquel lugar.

El silencio tras la ejecución pesaba como plomo en el salón. La sangre aún manchaba el mármol cuando la Princesa levantó los ojos hacia Harwin. Su voz no fue dura, sino fría, cargada de un peso que quebraba más que un grito.

La Princesa habló por última vez antes de poner fin a la sesión.

“A tu hermano ya se le dio una oportunidad, Ser Harwin. Cuando fue enviado a Harrenhal, lo hizo con vida. Y él eligió traicionar esa clemencia. Nadie recibe dos.”

Harwin apretó la mandíbula, inclinado en reverencia, sin responder.

Rhaenyra suspiró, meciendo con suavidad al bebé en sus brazos. Su voz, serena pero firme, se alzó en la sala teñida de ceniza y sangre.

“Necesito un momento. Esta audiencia continuará después.”

Los guardianes se adelantaron para conducir a los presentes fuera del salón. Wayne encabezó al grupo, Harwin siguió con el rostro sombrío, Marilda y su padre se dejaron guiar con el miedo aún dibujado en sus ojos. Los prisioneros decapitados ya no eran más que manchas de fuego en la piedra.

Arlie, al volver la vista antes de cruzar el umbral, notó algo que lo hizo detenerse por un instante.

El Príncipe no iba con ellos. Se había quedado junto a la Princesa. Caminaba alrededor de ella, como un lobo que rodea a su pareja, los hombros tensos, el gesto endurecido. Cada paso era un presagio, cada mirada a su mujer un filo contenido. Parecía a punto de estallar, de lanzarse sobre ella no con ira, sino con una furia distinta, más íntima, más peligrosa.

La Princesa Rhaenyra no lo apartaba, no lo detenía. Se mantenía en silencio, con el bebé en brazos y los ojos fijos en el piso, como si sostuviera con su calma todo el peso del Príncipe.

Arlie bajó la vista y siguió a los demás.

El grupo fue conducido a través de los corredores hasta unas habitaciones lujosas, cubiertas de tapices y sedas, con camas amplias, mesas de marfil y ventanales que daban a la laguna turquesa. Un contraste absoluto con los túneles húmedos que habían cruzado.

Los sirvientes se apresuraban en preparar el lugar, pero Arlie, siempre atento, notó en ellos algo extraño. No era miedo a sus señores ni servilismo: era otra cosa, más íntima, más turbia. Bajaban la mirada al pasar, como si sintieran vergüenza de ser observados. No entendía la razón, pero el gesto se le clavó como espina.

Mientras se dejaba guiar a su aposento, con la mente repasando cada detalle, Arlie no pudo apartar la imagen de Daemon rondando a la Princesa como un depredador contenido, ni el eco de los sirvientes moviéndose como sombras incómodas dentro de la gran casa de fuego.

Arlie llevaba unas horas recostado cuando un guardia llamó a su puerta. No era Wayne esta vez, ni Harwin. Solo un soldado con capa negra y la marca de los dragones bordada en el pecho con orgullo.

“La Princesa y el Príncipe requieren de usted. Ahora.”

Lo condujeron a través de pasillos amplios hasta un solar privado, distinto al salón imponente del Trono. Era un espacio grande, abierto, con mosaicos en el suelo, tapices de seda clara y ventanas altas por las que entraba la brisa de la laguna. Allí no había bebés ni dragones: solo los dos soberanos esperándolo.

La Princesa estaba sentada en un diván, el vientre redondo visible bajo la túnica, la serenidad en su porte intacta. El Príncipe permanecía de pie detrás de ella, los brazos cruzados, los ojos fijos en Arlie como cuchillas.

El solar privado olía a incienso y brisa marina.

“Arlie Ryger,” dijo la Princesa Rhaenyra, su voz firme pero cercana, “has estado en Driftmark menos tiempo del que quisiéramos. Este es el momento de contarnos lo que viste.”

Daemon inclinó apenas la cabeza, como si la invitación de su esposa fuese una orden para él también.

Arlie respiró hondo. No era la primera vez que rendía cuentas, pero la presencia de ambos juntos, en silencio absoluto, tenía el peso de un juicio.

Se inclinó con respeto, y cuando la Princesa le indicó con un gesto, comenzó a hablar.

“Alteza, Príncipe, en Driftmark vi más de lo que la corte imagina. La Casa Velaryon está partida, aunque pretenda mostrarse unida. Lady Rhaenys y Lord Vaemond se sabotean en silencio: ella controla el puerto y sus hombres, mientras él gana voluntades entre los capitanes y vigila cada moneda. Los dos se desgastan en una lucha que ninguno  se molesta en ocultar, pero que todos intentan ignorar.  

Rhaenys arde de furia. No solo por la enfermedad de su esposo, sino por las amantes que nunca dejó atrás. La más notoria fue Marilda de Hull. En el puerto es un secreto a voces que Lord Corlys la visitaba con frecuencia, a ella y una variedad de mujeres, incluyendo a las sirvientas de su propia fortaleza. Sin embargo, de la unión con Marilda, nació un bastardo, Addam. Lo vi con mis propios ojos: un niño sano, apenas de un año, bajo el cuidado de su madre y del abuelo materno… justo como usted me indicó, Princesa, de cabellos blancos y ojos azules.

Marilda no busca oro ni influencia. Vivia apartada, cuidando al niño en silencio. Pero el puerto murmura, y Rhaenys lo sabe. Fue ella quien expulsó a Marilda de la seguridad de Driftmark. No por desprecio al niño, sino por celos y rabia hacia las traiciones de su esposo, especialmente cuando descubrio a la mujer intentando presentarle al niño a Lord Corlys.”

Arlie hizo una pausa, y notó cómo el Príncipe apretaba la mandíbula. Siguió con la voz firme.

“Lord Corlys despertó recientemente de su fiebre. Vive, aunque su cuerpo no tiene la fuerza de antes. El puerto lo respeta, pero su debilidad aviva el juego entre Rhaenys y Vaemond. Ella necesita su autoridad para sostenerse; él espera su muerte para proclamarse señor de los mares.

Y hay más. Lady Laena tuvo dos hijas en Braavos, pero perdió un hijo. Esa herida aún la persigue. Los rumores llegan hasta Driftmark, y los usan para envenenar su nombre. Algunos dicen que los dioses la castigaron, otros que los dragones no bendicen a los Velaryon como antes. Sea mentira o no, las palabras han hecho daño.”

Arlie alzó la vista, directo hacia los ojos de la Princesa.

“Eso es lo que vi. Driftmark no es roca firme. Es arena que se hunde bajo las olas. Y Addam, ese niño bastardo, puede convertirse en arma en manos de quien sepa reclamarlo. Rhaenys lo odia porque recuerda a las amantes de su esposo, pero Vaemond podría usarlo para ganar legitimidad en el futuro. No es un secreto seguro, Alteza. Es un riesgo.”

El silencio llenó el solar.

Daemon había permanecido inmóvil, pero ahora dio un paso al frente, las manos cruzadas tras la espalda, los ojos afilados como cuchillas. La Princesa, en cambio, se inclinó levemente, sus dedos acariciando su vientre redondo como si evaluara las piezas de un tablero invisible.

Arlie esperó, sabiendo que había descargado sobre ellos el peso de lo que había visto.

“¿Algo más?”

Ante su indicación, respiró hondo antes de continuar, como si quisiera asegurarse de que no quedaba nada sin decir.

“En la capital no es mejor, Alteza. Los rumores sobre usted nunca se apagan. La Reina siembra dudas sobre usted a cada paso, y la Mano intenta apagarlas con poco éxito. Los más débiles creen que vuestra causa es distante, pero quienes conocen la verdad saben que todo lo que se cuenta no es más que veneno. Aún así, confieso que pensé que mi misión duraría más. Que tendría que seguir en esas sombras, arrancando verdades. Por eso, con respeto, debo preguntar…”

Alzó la mirada hacia la Princesa y el Príncipe. Su voz fue firme, aunque cargada de confusión.

“¿Por qué fui convocado? ¿Por qué ahora?”

Daemon dio un paso al frente. Su sombra se proyectó sobre la piedra, y en sus ojos brillaba esa chispa que siempre parecía al borde de la tormenta.

“Laenor es débil,” dijo con crudeza. “Lo enviamos a Volantis porque convenía, porque un Velaryon en esa ciudad mantenía la fachada de poder, pero todos sabemos que no tiene temple ni voluntad. Volantis no es roca firme; es barro que puede moldearse en cualquier dirección. Está en nuestras manos, pero frágil. Sus soldados esperan una voz que los guíe.”

Se inclinó hacia él, con la intensidad de un hombre que jamás pedía, solo ordenaba.

“Te llamé porque esa voz debe ser la tuya, Arlie Ryger. Fuiste leal en Desembarco, serviste en la Guardia, arriesgaste tu vida en Driftmark y en Pentos. Conoces la traición cuando la ves. No buscas gloria, solo deber. Esas son las cualidades de un general.”

La Princesa, serena, añadió.

“Queremos más que un puerto. Queremos una potencia militar. Volantis será el corazón que alimentará nuestra guerra cuando llegue la hora, y su sangre será fuego que arda contra nuestros enemigos. Toma control de la ciudad, organiza sus hombres, conviértela en lo que necesitamos que sea.”

Arlie sintió que el aire se le volvía pesado en el pecho. General. Él, un espía acostumbrado a andar en las sombras, un soldado acostumbrado a solo seguir ordenes. No era un título que hubiese esperado tan pronto, pero tampoco uno que se pudiera rechazar.

Se inclinó profundamente, el puño sobre el pecho.

“Si esa es vuestra voluntad, la cumpliré. Volantis será vuestra fortaleza, vuestro ejército. Lo juro por el fuego que me marcó.”

Daemon lo miró sin apartar la vista, como si evaluara cada fibra de sus palabras. Luego asintió apenas, satisfecho.

Arlie supo entonces que su vida acababa de cambiar para siempre.



Arlie inclinó la cabeza una vez más, la sangre ardiéndole en las venas con un orgullo que jamás había sentido. Había jurado servir en las sombras, y ahora se le confiaba la luz de un ejército entero.

“Alteza, mi Príncipe,” dijo con voz firme, “no puedo sino agradecer la oportunidad. Lo juro: Volantis será vuestro estandarte, una ciudad de fuego y acero que servirá solo a vosotros.”

Por un instante, pensó en el niño que lo había despertado aquella mañana con torpeza orgullosa, ofreciéndose como paje. Su sonrisa tímida, el empeño en pulir sus botas, la ilusión de ser caballero algún día. El recuerdo lo empujó a hablar antes de que el momento pasara.

“Os ruego, con vuestro permiso, que me dejen llevar al niño que busco servirme conmigo. Ese huérfano que Lady Velaryon puso bajo su cuidado… Tiene voluntad, tiene fuego en los ojos. Me ayudó esta mañana, y supe que sería digno de aprender al lado de un soldado. Podría servir como mi paje.”

La Princesa Rhaenyra lo observó en silencio, midiendo sus palabras como quien pesa oro en una balanza. Daemon, en cambio, dejó escapar una media sonrisa, esa que nunca era blanda, sino feroz.

“Y por eso te elegimos,” dijo la Princesa al fin. “No solo por tu lealtad. Eso lo has demostrado ya. Sino por tu iniciativa. Por ver valor donde otros no lo ven, por pensar más allá de la orden que recibes. Así se forman no solo soldados, sino generales.”

El corazón de Arlie latió con fuerza. Se inclinó otra vez, más bajo que antes.

“Entonces lo haré, Alteza. El niño aprenderá a servir, como yo aprendí a servir al fuego.”

Daemon asintió. “Llévatelo. Enséñale lo que significa servir a la Casa del Dragón.”

Arlie sintió que la sala misma ardía en torno suyo. Había entrado como espía, y salía como general. Y en ese instante supo que su vida, como la del muchacho que sería su paje, acababa de ser cambiada para siempre.

Cuando lo liberaron de su deber inmediato, Arlie no volvió de inmediato a sus aposentos. La sangre y el peso de lo visto aún lo quemaban por dentro, y sentía la necesidad de soltarlo en otro sitio. Bajó con paso firme por las escaleras hasta la ciudad tallada en la roca, y preguntó a uno de los guardias si había un lugar para rezar.

El pequeño Nico, su nuevo paje, apareció a su lado con los ojos brillando de orgullo por tener ya un encargo.

“Sí, señor. Yo puedo guiarlo. La Princesa mandó levantar un templo a las Catorce Llamas. Todavía está en construcción, pero ya se reza allí.”

Lo condujo entre tuneles hasta llegar a la cima de una de las montañas más altas a los cimientos del templo, sin techumbre aún, donde columnas de piedra apenas comenzaban a alzarse hacia el cielo abierto. Los obreros habían dejado sus herramientas por la tarde, y en el centro ardían braseros con fuego vivo, símbolo de la fe traída desde Valyria, según los rumores.

Allí, arrodillada junto a una mesa de escritura improvisada, estaba Vera, hija de Ophelia. No la veía desde su partida, y el cambio lo golpeó. Estaba más hermosa que nunca, con el cabello recogido en trenzas sencillas y la mirada encendida por la llama que la consumía por dentro.

“Arlie,” dijo ella al reconocerlo, y sonrió con calidez.

Él bajó la cabeza en un gesto de respeto. “Vera. No esperaba encontrarte aquí… y menos así.”

Ella inclinó apenas la cabeza, con humildad. “En tu ausencia me entregué a las Llamas. La Princesa lo permitió, y mi madre me bendijo. Este templo será mi deber, hasta que me llamen a servir en otro lugar.”

Arlie no supo por qué, pero sintió el pecho ligero al escucharla. Le contó lo ocurrido en el solar, las palabras de la Princesa y el Príncipe, la misión que le había sido encomendada en Volantis.

“General,” murmuró Vera con orgullo. “Nunca dudé que el fuego tenía algo grande para ti.”

Luego, con los ojos brillantes, añadió.

“Pronto viajaré yo también a Volantis. Han encontrado textos antiguos que no pueden ser trasladados. El Príncipe quiere una copia fiel, y me han pedido que vaya a verificarlos. Si los dioses lo quieren, allí nos encontraremos.”

Arlie la miró fijamente. El templo aún estaba incompleto, el fuego chisporroteaba en los braseros, pero en sus palabras había promesa, esperanza de un futuro mejor.

Se inclinó apenas hacia ella. “Entonces, en Volantis. Allí estaré, y allí te esperaré.”

Vera sonrió, y por un instante todo el peso de las intrigas, de la sangre derramada y de los dragones rugiendo sobre la isla, pareció disiparse. Solo quedó la certeza de que en el fuego también podía nacer algo más que destrucción. Podía nacer un mañana.

 

Notes:

Hola!

¡Y hemos regresado a la Isla! Aunque aún no termino con los POV de los demás, lo juro, Kingslanding aún tiene su parte que decir.

Simplemente fue Arlie llevándome por su camino sin importarle mi opinión.

Tenemos a un Noble muy leal que se vio envuelto en una intriga sin sentido, una Reina delirante que ha llevado todo al extremo y un soldado que finalmente tiene una nueva misión.

Y les he colocado una imagen de la isla, totalmente diseñada por mí y en la que he pasado demasiado tiempo... más del que debería. En caso de que no la puedan ver: https://i.pinimg.com/736x/9e/09/a9/9e09a9db3aa65d803f9ea7cfc8e75738.jpg

Y sí, les hicieron entrar por la parte sur - la isla pequeña - y atravesar las montañas... y dar todo un rodeo extraño, en un esfuerzo por confundirlos, nadie debe saber cómo llegar fácilmente al Palacio.

Creo que tendré el siguiente bonus para el lunes, dado que no voy a trabajar por ser el día del trabajo, o máximo el martes, así que... esperen dos actualizaciones la siguiente semana!

Y debo decir, ¡gracias por sus hermosos comentarios! Sé que Aoife, su bonus, no era lo que esperaban, pero tuvo un recibimiento hermoso, y no duden que el siguiente será mucho más emocionante.

He estado intentando responder los comentarios, pero AO3 me está dando problemas, cada vez que los publico, recibo un error que dice que mi comentario no puede ser publicado, lamento el retraso, pero prometo que los responderé todos. Y alguien me pregunto por Discord... me temo que no tengo, pero la mejor alternativa para contactarme es por tumblr https://www.tumblr.com/blog/florinda23.

...¿Opiniones? ¿Teorias?

Chapter 24: El Viaje de los Leales

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La Doncella Leal

 

No puedo creer que robe.

El pensamiento la atormenta.

Soy una ladrona.

La idea misma era repulsiva.

Pero Elinda apretó el bulto envuelto en lino contra el pecho, incapaz de soltarlo. 

Las puntadas torpes que había hecho con hilo de costura se tensaban a cada latido, y el aro duro golpeaba su esternón cuando corría. No miró atrás. No podía. Si miraba, vería puertas, estandartes, guardias; vería la Fortaleza tragándosela de nuevo.

"Es de ella", se dijo, casi sin voz. "No la robo. La regreso."

Se dejó tragar por un pasillo de servicio y siguió el olor de la lejía y el jabón. Bajó por la escalera estrecha de la colada, cruzó el lavadero con la cabeza gacha y la falda pegada a las piernas húmedas. Una lavandera levantó la vista, la miró de arriba abajo y volvió a sus sábanas. Elinda sostuvo el bulto bajo el canasto de ropa, como si fuese otra pieza más, y salió por la puertecilla que daba al patio de ceniza detrás de las cocinas.

El aire libre la golpeó como una bofetada. Humo, grasa vieja, ceniza. Y el murmullo de la ciudad, ese zumbido de voces, ruedas y cascos que nunca callaba. Elinda rodeó los corrales, esquivó un mozo de cuadra que juró al verla aparecer de improviso, y se coló por la poterna junto al aljibe. La puerta se cerró a su espalda con un clic seco.

Se detuvo recién entonces. Apoyó la frente en la piedra fría, respiró hondo y contó hasta diez, hasta veinte. Las manos le temblaban. Tenía miedo y llevaba una corona.

"Perdóneme, mi Reina Aemma", susurró. "Se la llevo a su hija."

Elinda se encogió bajo la lona húmeda que cubría un montón de redes. El puerto olía a sal podrida y pescado rancio, pero lo que realmente le oprimía el pecho era otra cosa: Serise.

Sabía que su ausencia ya debía haberse notado. Serise era aguda, desconfiada, y si aún no había dado la alarma, lo haría pronto. Elinda se imaginó su rostro severo, las preguntas, los soldados peinando cada rincón de la Fortaleza Roja.

Apretó el bulto cosido bajo su capa. La corona. El corazón le latía tan fuerte que le dolían los oídos.

No podía volver atrás. No ahora.

Entonces pensó en Aoife. La muchacha de Lys, con su mirada de cuchillo escondido bajo la suavidad. Si alguien podía disimular un recado, era ella.

Elinda arrancó un trozo de tela de su falda, lo mordió para no llorar por el desperdicio, y con una astilla de carbón escribió a toda prisa:

La joya está a salvo ahora que fue retirada de manos indignas. Que los dioses te den la mejor de las suertes, S.

Doblando el retazo hasta que no se pudiera leer, lo guardó en su puño cerrado. Esperó a que la oscuridad cayera y, con el pulso acelerado, regresó a la Fortaleza. Conocía bien sus pasadizos, lo suficiente para no alzar sospechas.

En un corredor descuidado, donde la luz de las antorchas apenas alcanzaba, divisó a Aoife cargando una cesta de sábanas recién dobladas. Fingió tropezar para cruzarse con ella.

Las manos se rozaron apenas un instante.

"Para Serise", murmuró Elinda con un hilo de voz, sin mirarla a los ojos, depositando el retazo en su palma.

No esperó respuesta. Dio media vuelta y se perdió en la penumbra antes de que alguien pudiera notar el intercambio.

Aoife apretó el pequeño mensaje contra las sábanas, sin detenerse, como si nada hubiese ocurrido.

Elinda, en cambio, sintió que la respiración volvía a ella. Serise podía dar la alarma en cualquier momento, pero ya no importaba: la advertencia estaba hecha, y la corona seguía con ella.

Pasó los primeros dos días escondida entre redes y cestos de mimbre, en la franja de tierra pestilente que separaba las casuchas del Lecho de Pulgas de los muelles del Aguasnegras. El puerto era un bosque de mástiles y brazos, sogas húmedas que rezumaban sal, gritos de estibadores y chillidos de gaviotas. El agua, negra y aceitosa, arremolinaba restos de cáscaras y tripas de pescado contra los pilotes. A veces, cuando el viento cambiaba, la peste del río le arrancaba arcadas.

El bulto no la abandonaba. Dormía con él abrazado, envuelto además en un saco de arpillera que robó de un montón, y lo cubría con una capa mugrienta cuando salía a olisquear noticias. Aprendió pronto que en los muelles los oídos valían más que las monedas.

"Dicen que Su Majestad envía un huevo", oyó a un marinero con dientes como guijarros, mascando bacalao seco.

"Con sello real", respondió el otro, escupiendo hacia la borda. "Dos Guardianes del Dragón lo escoltan. No quieren más canciones del bardo, quieren dragones de verdad al lado de la Princesa."

"¿Y a dónde va el cargamento?"

"Se hace escala en Rocadragón. Pero poco más sé."

Elinda no preguntó. Nunca preguntaba. Solo memorizaba. Escala. Guardianes. Sellos.

Al tercer día, una patrulla de capas doradas barrió el muelle de la Salina, abriendo bocas de sacos con la culata de las lanzas. Elinda se pegó al muro, la capucha hasta la nariz, la mirada en el suelo. Cuando un guardia le puso el asta de la lanza en el pecho, ella tosió, encorvada como si arrastrara fiebre, y mostró las manos ennegrecidas de mugre y tinta corrida. El hombre hizo una mueca y la empujó a un lado con desdén. Siguió abriendo sacos.

"Que no te vean los ojos", se repitió cuando se escondió bajo un tendedero de redes mojadas. "Las damas miran arriba. Las ratas miran abajo."

Bebía agua de un barril de lluvia que goteaba desde la cornisa de un almacén; comía los trozos del pan rancio que había logrado sacar en su escape. 

El barco apareció al amanecer, una galera corta, vientre ancho, vela mayor enrollada y negra y el dragón tricéfalo pintado en rojo desvaído sobre la proa. No era una nave de guerra, pero llevaba escolta: dos dromones ligeros de la Guardia de la Ciudad, sus capitanes con capas que centelleaban como monedas al sol. En la plancha, un cofrecillo con sello de cera y la huella del anillo real pasó de mano en mano, mirado como si mordiera. Detrás, dos hombres con vestimenta clara y brazales de cuero oscuro, no capas doradas, caminaban a la par sin hablar.

"Guardianes del Dragón", pensó Elinda, y la boca se le secó.

Esperó.

No se puede abordar un barco mirando el barco. Se aborda mirando otra cosa.

Elinda lo había aprendido en la corte, cuando aún era una niña corriendo tras las carrozas: la gente mira adonde miras.

Así que miró a un cesto de arenques, a una cuerda enredada, al perro flaco que le seguía los pasos… y cuando el muelle estalló en gritos por un tonel que rodó y casi aplasta a un mozo, se movió.

Pasó por debajo de la plancha como si fuese sombra, rozó tobillos, olió alquitrán, subió por el costado apoyando los pies en los clavos sobresalientes y se dejó caer sobre una pila de cueros húmedos que apestaban a mar rancio y sal. El golpe le sacó el aire. Mantuvo el bulto bajo el cuerpo, el saco por encima, y contó otra vez hasta veinte, hasta treinta, escuchando cómo el puerto se transformaba en barco: chirridos de madera, órdenes secas, el latigazo de una gavia desplegándose, el golpe hueco de los cabos soltándose.

"Es de ella", se recordó, clavando los dientes en el forro de la capa para no llorar. "Voy a encontrarla. Voy a encontrarla."

Las campanas de la ciudad llamaron a la oración de la mañana, opacas, lejanas. La galera se desprendió del muelle con un estremecimiento. El río lamió la panza del casco. La ciudad, con sus techos bajos y sus torres del septo, empezó a alejarse, empequeñecida. Elinda, hecha ovillo entre cuero y sal, sintió el vaivén por primera vez y apretó más fuerte la corona contra las costillas.

"Espéreme, Princesa", murmuró, apenas. "Se la llevo."

La bodega olía a humedad y brea, un vientre oscuro que se cerraba sobre ella como una prisión sin barrotes. Elinda se mantenía encogida entre barriles y sacos de harina, tan quieta que a veces le dolían los huesos por no atreverse a moverse. El vaivén del mar la mecía con violencia, y nunca sabía si el dolor de estómago era por hambre, miedo o mareo.

No tenía idea de cuánto tiempo había pasado desde que el puerto quedó atrás. El día y la noche eran lo mismo bajo cubierta: tinieblas y crujidos. El único reloj era el golpeteo de los pasos de los marineros sobre su cabeza y el sonido de las olas contra el casco.

Había aprendido rápido la dificultad de ser un polizón en un barco. El silencio era su escudo, y el hambre su mayor enemigo. Robaba trozos de pan endurecido de las sobras que los marineros dejaban descuidadas en la cocina, con las manos temblorosas de miedo a ser descubierta. Una vez logró apoderarse de un pequeño botellín de vino, y lo racionaba con cuidado, sorbo a sorbo, como si fuera agua sagrada.

Cada ruido la sobresaltaba. Un barril rodando, un estornudo lejano, una voz demasiado cerca. El terror de ser descubierta la acompañaba como una sombra. Sabía lo que hacían con los polizones: los golpeaban, los arrojaban por la borda, o peor, los entregaban al capitán como esclavos.

Y, sin embargo, no dudaba. La corona seguía segura contra su pecho, envuelta y escondida, y cada vez que el miedo la hacía temblar, se aferraba a ella con fuerza.

No importaba cuánto frío pasara, ni cuánto hambre sintiera. No importaba el riesgo de ser descubierta. Lo único que importaba era llegar.

Llegar a la Princesa.

A cualquier costo.

Elinda había perdido la cuenta de los días. El mar se había vuelto su única compañía: el crujir de la madera, el lamento de las velas bajo el viento, el chocar constante de las olas contra el casco.

Una mañana, o quizá era tarde, pues bajo cubierta la oscuridad era eterna, escuchó voces distintas, acentos que no eran de marineros, ni de guardianes de dragón. Se alzó el rumor de pregones, pasos pesados de comerciantes, y el fuerte olor de especias se coló hasta la bodega.

¿Hemos llegado? se preguntó con el corazón encogido. 

Los hombres hablaban de recoger provisiones y un encargo para la Princesa. Pero entonces, el ruido cambió.

Primero fueron gritos dispersos, como discusiones entre marineros. Después, un estrépito de acero chocando contra acero. Pisadas aceleradas sobre las tablas, cuerpos cayendo, alaridos ahogados por rugidos que no eran humanos.

El piso entero del barco tembló bajo sus rodillas. La bodega se llenó de polvo que caía de las vigas, y el retumbar de pasos pesados le hizo pensar en gigantes. No necesitaba ver para saber que había comenzado una batalla.

El miedo la paralizó. Se hizo un ovillo entre dos barriles, cubriéndose la cabeza con los brazos. Cada grito atravesaba sus oídos como cuchillos; cada rugido la hacía pensar en dragones o monstruos marinos. El miedo le decía que abriera la escotilla, que escapara corriendo, que se lanzara al agua si era necesario.

Pero no se movió.

Ni cuando un cuerpo cayó sobre las tablas, tan cerca que escuchó la sangre gotear desde arriba. Ni cuando alguien gritó una orden en un idioma que no entendía, seguida del estruendo de maderas astillándose.

Se mordió la mano hasta hacerse sangrar, temblando en silencio. Solo una idea la mantenía firme: si salía, si alguien la veía, todo se perdería.

Elinda permaneció en su escondite mientras la batalla rugía sobre ella. No abrió los ojos, no levantó la cabeza. Rezó a los dioses valyrios, a los Antiguos, a los Siete, a cualquiera que la escuchara, con un único ruego:

Que la nave sobreviviera. Que la llevara hasta la Princesa.

Aunque el mar se tiñera de sangre, aunque las maderas del barco crujieran como si fueran a romperse, ella no se movería.

Porque lo que guardaba en su regazo valía más que su miedo.

 

El estrépito en la cubierta terminó con un silencio extraño, apenas interrumpido por los crujidos habituales del casco y algún gemido lejano. Elinda no sabía si habían pasado horas o solo minutos, cuando escuchó los pasos bajar por la escotilla de la bodega.

Contuvo la respiración. Desde su escondite entre los barriles, vio cómo la luz de las antorchas arrancaba destellos de hierro y cuero. Dos hombres fueron arrastrados escaleras abajo como fardos de trigo. Tenían los rostros hinchados por los golpes, y las muñecas y tobillos ceñidos con grilletes. Los soldados los arrojaron al suelo con un ruido seco.

"¡Aquí abajo estarán quietos!" gruñó uno, asegurando las cadenas a un poste.
"Que sangren lo que quieran. Mientras no hablen demasiado alto."

Las carcajadas ásperas de los marineros resonaron antes de que subieran de nuevo, llevándose la luz consigo. La oscuridad volvió a reinar.

Elinda permaneció inmóvil, con el corazón galopando. Ahora compartía la bodega con dos prisioneros que se retorcían y mascullaban maldiciones, y su corazón jamás había tanto miedo como ahora.

La primera noche sin embargo, descubrió un beneficio inesperado.

Al caer la tarde, dos soldados bajaron con platos de madera llenos de gachas aguadas y un trozo de pan duro para cada prisionero. Los hombres, esposados como estaban, comieron torpemente, derramando más de lo que lograban llevarse a la boca. Cuando los soldados se fueron, los platos quedaron olvidados en el suelo, con restos suficientes para alguien con hambre desesperada.

Elinda se arrastró en silencio desde su escondite, con el estómago rugiéndole. Las sombras le protegían mientras recogía con los dedos el pan aplastado y las sobras que los prisioneros habían dejado. Comió a escondidas, las manos temblando, consciente de que los hombres la oían. Pero estaban demasiado débiles y encadenados para alcanzarla.

En los días siguientes, repitió la rutina. Cada visita de los soldados para alimentar a los cautivos era una oportunidad. Los prisioneros, medio muertos de sed y dolor, apenas probaban lo que les daban. Ella recogía lo que caía al suelo, lo que quedaba en los bordes de los platos, incluso las migajas húmedas de pan.

El miedo a ser descubierta seguía allí, clavado en su pecho como una espina. Si alguno de los soldados giraba la cabeza en el momento equivocado, si una antorcha iluminaba demasiado, sería su final.

Pero la corona seguía contra su corazón.

Y ahora, gracias a la desgracia de otros, también tenía algo de alimento para sobrevivir.

En silencio, en la oscuridad, Elinda se prometió que aguantaría. Un día más, otro día más, hasta llegar a su Princesa.

Elinda no sabía cuánto tiempo había pasado desde Pentos. El vaivén del mar, los crujidos de la madera y el hambre habían borrado la cuenta de los días. Su cuerpo estaba entumecido, los labios secos, y la única certeza era el peso constante de la corona contra su pecho.

De pronto, los pasos cambiaron. Eran más firmes, acompasados, diferentes a los de los marineros. Voces profundas daban órdenes, el rechinar de la escotilla resonó sobre su cabeza, y un hilo de luz entró en la bodega.

El corazón de Elinda dio un brinco.

"Ya hemos llegado", pensó, con un suspiro de alivio. "Es aquí. Es ella."

Se apretó contra el barril, sosteniendo el saco con ambas manos. Estaba convencida de que en cualquier momento la Princesa aparecería, reclamando lo que era suyo.

Pero lo que descendió por la escotilla no fueron damas ni dragones. Fueron soldados.

"Revisad cada rincón", ordenó uno, la voz áspera, acostumbrada a mandar. "Marquen las cajas que se pasarán al siguiente barco, las que no se quedan aquí."

Elinda sintió que el estómago se le hundía. No era el destino. Era solo una parada, un control antes de continuar.

Los pasos retumbaron sobre la bodega, botas golpeando madera, antorchas iluminando la penumbra. Revisaban barriles, movían sacos, incluso pateaban los platos de los prisioneros encadenados.

Ella se hizo pequeña, tan pequeña como pudo, acurrucada tras los sacos de harina. Contuvo la respiración. Quizá, con suerte, no la verían. Quizá pasarían de largo.

Una mano fuerte la arrancó de su escondite.

"¡Aquí hay alguien!"

Elinda chilló, un sonido breve, ahogado, más instinto que voluntad. El soldado la sostuvo del brazo con facilidad, sacándola a la luz como si fuera un conejo atrapado en una trampa.

La antorcha iluminó su rostro pálido, los cabellos enmarañados, la capa mugrienta. El saco cosido se apretaba contra su pecho, protegido por sus brazos.

Los otros hombres se miraron entre sí, sorprendidos.

"¿Una niña?" uno de ellos escupió, incrédulo. "¿Qué hace aquí?"

Elinda no respondió. Su respiración era un jadeo tembloroso, los ojos muy abiertos. Sabía que el momento había llegado: la habían encontrado.

El soldado que la sujetaba le dio un tirón, arrebatándole el saco. Ella forcejeó, desesperada, aferrándose con uñas y dientes.

"No..." murmuró, la voz quebrada. "Es de ella... es de la Princesa."

Las palabras flotaron en la penumbra como un secreto revelado demasiado pronto.

El soldado le arrebató la capucha, dejando ver su rostro empapado de sudor y miedo. Otro bajó la antorcha para mirar mejor.

"¿Quién eres tú?", preguntó con suspicacia. "¿Qué haces aquí escondida?"

Elinda tragó saliva, incapaz de responder. Se apretó el saco contra el pecho con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

"Enséñanos qué guardas ahí."

Ella negó con la cabeza, los labios apretados.

"Vamos, mocosa", gruñó otro, alargando la mano. "Si no es nada, no te pasará nada."

Elinda retrocedió lo poco que las manos de hierro en sus brazos se lo permitían. La voz le salió apenas como un susurro, pero firme:

"Solo la Princesa tiene derecho a verlo."

Los soldados se miraron entre sí. Hubo un silencio breve, roto por una carcajada seca.

"¿La Princesa? ¿Y qué tiene que ver una rata polizón con ella?"

Intentaron arrancarle el saco, pero Elinda se aferró con uñas y dientes, apretando el cuerpo sobre el bulto cosido. Forcejearon con ella, pero no cedió. Ni con empujones, ni con insultos, ni con la amenaza de un guantelete alzado. Sus lágrimas corrían, pero no soltaba nada.

Al final, el que parecía ser el capitán levantó una mano para detenerlos.

"Ya basta. Si no lo suelta, lo sabremos cuando se lo mostremos a los superiores. No perdamos más tiempo aquí."

Elinda, jadeante, temblaba de pies a cabeza, pero la tela seguía bajo su abrazo.

La sacaron a empujones de la bodega, subiendo la escotilla. La luz del día la cegó un instante. Sintió el aire fresco en la cara después de tantos días de encierro, pero no fue alivio: la rodeaban lanzas y espadas.

El muelle estaba lleno de movimiento. Cajas, gritos, caballos. La empujaron hacia un grupo de hombres con armaduras más cuidadas. Uno de ellos la tomó del brazo y la condujo hacia un edificio de piedra de dos pisos, de ventanas estrechas y puerta reforzada: parecía un cuartel improvisado.

El olor a cuero, sudor y aceite de armas se filtraba desde dentro.

"Ahí la veremos con calma", dijo uno de los soldados, empujándola hacia la entrada.

Elinda caminaba con las piernas temblorosas, cada paso más pesado que el anterior. No sabía si la iban a juzgar como ladrona, como espía, o algo peor.

Lo único que sabía era que debía resistir. A cualquier costo.

Porque la corona seguía con ella.

El cuartel olía a hierro y sudor. La sentaron en un banco de madera, las manos atadas por delante. Una antorcha parpadeaba en la pared, proyectando sombras largas de los soldados que la rodeaban.

"¿Quién eres?" preguntó uno, con tono seco.

"Una sirvienta", murmuró Elinda, sin levantar la vista.

"¿De quién?"

Guardó silencio.

El hombre le dio un manotazo en la mesa. "¡Responde!"

"De la Fortaleza", dijo al fin, apenas audible.

Los soldados intercambiaron miradas. Uno de ellos se inclinó, señalando el bulto que ella seguía protegiendo con los brazos.

"¿Y qué llevas ahí? Dilo ya, muchacha, o te lo quitamos a golpes."

Elinda temblaba, pero su voz salió firme: "Solo la Princesa puede verlo."

El silencio se volvió espeso. El soldado frunció el ceño, irritado, y alzó la mano, dispuesto a abofetearla.

Entonces ella lo miró de frente, con los ojos húmedos pero encendidos.

"La Princesa se enojará si me tocan."

Las palabras, simples, resonaron en el aire como una advertencia. Los hombres vacilaron.

El brazo del soldado se quedó a medio camino. Otro carraspeó, incómodo. "Si realmente sirve a la Princesa…"

"¿Y si es una espía?" refunfuñó el primero, bajando lentamente la mano.

El capitán, que había observado en silencio, finalmente habló: "No arriesgaremos nada. Manténganla encerrada. Cuando llegue el mensajero, veremos si la Princesa quiere recibirla o no. Si es una espía, sera comida de dragón… pero si no lo es y la matamos…"

Un murmullo de acuerdo recorrió la sala.

Elinda fue llevada a una celda estrecha, de piedra húmeda, con solo un jergón en el suelo. La puerta de hierro se cerró con un golpe seco tras ella.

Se dejó caer en la penumbra, temblando, abrazada al bulto cosido contra su pecho. Había ganado un respiro, nada más.

Pero para ella era suficiente. Había cumplido con lo único que sabía hacer: resistir.

La corona seguía a salvo.

Elinda se acostumbró al ritmo de los días. El pan duro, el cuenco de agua, el silencio de la celda. Pero lo que esperaba con más ansias era la sombra de Tomas apareciendo en el umbral, con su andar nervioso y la bandeja en las manos.

Al principio, él apenas decía una palabra. Pero Elinda no se cansaba de preguntar.

"¿Dónde estamos?"

"En un puerto."

"¿De quién?"

"De los Targaryen."

Las respuestas eran secas, pero eran más que nada.

Con los días, Tomas se fue soltando. Se sentaba a veces en el escalón frente a los barrotes mientras ella comía, mirando hacia otro lado para que si entraba un superior pareciera indiferente.

"Es un puerto pequeño", le confesó en una de esas ocasiones, bajando la voz. "No aparece en los mapas de los comerciantes. Solo lo usan los barcos que sirven a la Princesa y a su Príncipe. Nadie más sabe de él."

Elinda lo escuchaba con los ojos muy abiertos, aferrada a cada palabra como si fueran monedas de oro.

"¿Y cuántos hombres hay aquí?"

"Una guarnición. No más de cincuenta."

"¿Todos leales a la Princesa?"

"Eso dicen… aunque algunos temen más a sus dragones que a su voluntad."

Elinda le hacía preguntas constantes, hilando cada respuesta con la siguiente. A veces Tomas dudaba antes de responder, pero siempre acababa cediendo ante la insistencia de esa mirada suya, fija, ardiente, que parecía suplicar y desafiar al mismo tiempo.

Al tercer día de conversaciones, él le contó más: que los barcos no permanecían allí mucho tiempo, que algunos iban hacia Essos, otros hacia islas perdidas, y que todo movimiento se registraba con cuidado para evitar espías.

"Dicen que hasta aquí llegan mensajes del propio Príncipe Daemon", añadió, casi en un susurro, como si revelar el nombre fuese un sacrilegio.

Elinda apretó los labios. Saber que estaba tan cerca de los suyos la hacía vibrar de impaciencia. Pero no mostró más que calma.

"¿Y tú?", le preguntó en una ocasión. "¿No temes estar aquí?"

Tomas bajó la mirada, jugando con el cinturón de cuero. "Temo a todos los lugares donde hay hombres armados y no hay comida. Pero esto pertenece a los dragones, quizá es más seguro que servir en la ciudad, al menos no he pasado hambre desde que llegue aqui."

Elinda guardó silencio un momento, y luego asintió. Cada respuesta le iba dibujando el mundo más allá de su celda, como si cosiera un mapa invisible en su memoria.

Poco a poco, sin que él lo notara, Tomas se convirtió en la voz que la mantenía cuerda. Y Elinda, en la oyente incansable que lo hacía hablar más de lo que un guardia debería decirle a una prisionera.

Los días pasaron y el patrón de sus visitas comenzó a cambiar. Tomas ya no dejaba solo pan duro y agua turbia. Empezó a deslizar, con torpeza evidente, un trozo de queso, una manzana golpeada o un poco más de agua fresca.

Elinda lo recibía con las manos temblorosas y los ojos húmedos. Nunca pedía, pero siempre agradecía.

"Gracias, Tomas", decía en voz baja, con una gratitud tan genuina que el muchacho bajaba la mirada, como si se avergonzara de sonrojarse.

Una tarde, mientras mordía despacio una manzana, Elinda se atrevió a hablar más de sí misma.

"Yo era sirvienta de la Princesa", confesó, con un hilo de voz. "Le preparaba vestidos, le llevaba agua… nada importante. Solo… servía cerca de ella."

Tomas la observó con atención. No era mentira, y a sus oídos, sonaba convincente. La imaginó entre telas y cofres, corriendo por los pasillos de la Fortaleza. Algo en esa imagen lo hizo asentir, como si de pronto entendiera que aquella niña no era una espía ni una ladrona cualquiera.

"Si es cierto", murmuró, "entonces quizás estás aquí por error."

Con los días, la confianza creció. Tomas hablaba cada vez más, como si las palabras se le escaparan al sentirse escuchado.

"Este puerto no es como los demás", reveló finalmente, mirando hacia los barrotes para asegurarse de que nadie escuchaba. "No está en los mapas. Es un punto de control. Cada barco que viene o va de donde vive la Princesa pasa por aquí primero. Nadie llega a ella sin ser registrado. Nadie."

Elinda sintió que el corazón le daba un salto. Lo había sospechado, pero oírlo de su boca confirmaba todo. Estaba en el camino correcto.

"Entonces estoy más cerca de lo que creía", pensó, apretando su saco cosido contra el pecho.

Tomas la miraba con algo más que curiosidad ya: había un destello de admiración en sus ojos, como si la simple resistencia de aquella muchacha hubiera despertado algo dentro de él.

La celda seguía siendo la misma piedra húmeda, pero cada día se sentía menos sola. Tomas había empezado a traerle más que pan y agua: un día apareció con una manta áspera, otro con un trozo de queso envuelto en tela, y finalmente, una capa vieja de lana raída.

“Para que no pases frío”, dijo, dejándola junto al jergón.

Elinda la tomó con ambas manos, como si fuese un tesoro. La acercó a su cara, aspirando el olor a sal y humo que traía impregnado, y por un instante imaginó que era parte de la ropa de la Fortaleza, de los pasillos donde solía servir.

Reuniendo valor, preguntó en voz baja “¿Se ha enviado palabra de mí… a la Princesa?”

Tomas dudó. Miró a la puerta, luego a ella, como si no estuviera seguro de si debía responder. Finalmente, habló con cautela.  “Sí… se envió palabra. Pero el viaje dura meses.”

Elinda sintió un alivio breve, que se quebró de inmediato con sus siguientes palabras.

“No fue a la Princesa. Fue al Príncipe Daemon.”

El aire se volvió más pesado en la celda. Elinda apretó los labios, los dedos clavándose en la capa.

“¿Al Príncipe…?” murmuró, con un hilo de voz.

Tomas asintió. “Es él quien recibe los reportes de todo lo que entra o sale del puerto. Nada llega a la Princesa sin pasar por sus ojos primero.”

Elinda bajó la cabeza. El corazón le latía tan fuerte que le dolían los oídos. Si el Príncipe Daemon pensaba que ella era una espía, o una ladrona, quizá la rechazaría. Peor aún: quizá nunca la dejaría acercarse a la Princesa.

Se encogió sobre sí misma, temblando. “¿Y si él no me cree? ¿Y si me niega verla?”

Tomas no respondió de inmediato. La observó un momento, como si buscara algo en su rostro. Finalmente, dijo en voz baja, casi como un consuelo:

“Si eres tan leal como dices, la Princesa lo sabrá. Y si no… el Príncipe lo decidirá.”

Elinda cerró los ojos, abrazando la capa contra su pecho, junto con el saco cosido que nunca soltaba. No tenía más remedio que esperar. Pero en el fondo del corazón, un temor oscuro crecía: ¿y si la corona nunca llegaba a las manos correctas?

Elinda aprendió pronto que las paredes del cuartel hablaban. No con claridad, pero sí con murmullos: pasos descuidados, voces que se filtraban por los pasillos, soldados que olvidaban que una prisionera podía oírlos.

Una noche, mientras Tomas dejaba su ración y se quedaba sentado en el escalón frente a la celda, dos guardias cruzaron por el corredor, conversando sin reparar en ellos.

“Dicen que aún no han vuelto de Valyria…” murmuró uno, con un tono preocupado. “Y que allá los dioses antiguos aún caminan entre las ruinas.”

“Bah, tonterías de viejas. Lo cierto es que el Príncipe Daemon se adentró con su mujer y sus hijos, y no se les ha visto en meses, porque es un lugar destruido, no maldito.”

Elinda se estremeció. Bajó la vista para que no notaran su expresión, pero su respiración se volvió agitada.

Otro día, escuchó a un marinero contárselo a un soldado mientras bebían en la entrada.

“Dicen que hasta los dragones desaparecieron por semanas. Que los rugidos venían del interior de las ruinas, y que los hombres no se atreven a pisar más allá.”

Elinda se encogió contra la pared, los dedos apretando el saco cosido bajo la capa. Si la Princesa Rhaenyra estaba atrapada en Valyria, ¿qué garantía tenía de que recibiría noticias pronto? ¿De que el Príncipe Daemon siquiera sabría que ella existía antes de decidir descartarla?

Una tarde, con voz temblorosa, se lo dijo a Tomas.

“Si la Princesa está en Valyria… si no regresa… ¿qué será de mí?”

Él la miró en silencio, incómodo. Se notaba que tampoco tenía respuesta. Finalmente, suspiró.

“Lo único que sé es que aquí todo depende del Príncipe. Si él vuelve, tú tendrás tu oportunidad. Si no…”

Elinda cerró los ojos. El silencio llenó la celda como un peso insoportable.

Apretó la capa vieja y el bulto cosido contra su pecho. No podía permitirse perder la fe, pero cada rumor que escuchaba era una nueva sombra sobre su esperanza.

Solo tenía claro una cosa: debía resistir. Aunque los meses se convirtieran en años, aunque todos dudaran de ella, aunque el Príncipe Daemon la rechazara. Debía resistir hasta que la Princesa supiera que la corona estaba a salvo.

Elinda sabía que su encierro podía ser mucho peor. No había sido golpeada, ni azotada, ni humillada. Estaba en un lugar bajo control de los Targaryen, y aunque fuese prisionera, la trataban con la medida justa de dureza y desconfianza. Eso la mantenía firme: no estaba entre enemigos, solo entre hombres que aún no sabían qué hacer con ella.

Pero había cosas que se volvían insoportables con el paso de las semanas. Su ropa estaba sucia, la piel pegajosa, el cabello apelmazado por el polvo y la humedad de la celda.

Convencer a los guardias de dejarla bañarse resultó una tarea en sí misma.

Al principio se reían cuando lo pedía. “¿Una prisionera quiere agua caliente?”, murmuraban con sorna. “Con que no mueras de sed ya tienes suerte.”

Elinda no se rindió. Cada vez que Tomas venía, le insistía con voz suave pero constante. 

“Diles que necesito lavarme. Que no soy un animal. Que la Princesa no querría encontrarme en este estado.”

Al tercer día de súplicas, tras lunas enteras sin poder ni limpiarse adecuadamente, Tomas volvió con una sonrisa nerviosa.

“Convencí al capitán. Te dejarán usar un barreño de agua, bajo guardia, nada más.”

Elinda sintió un alivio tan profundo que casi lloró.

La llevaron a una sala lateral del cuartel, un cuarto desnudo con un cubo grande de madera y agua templada. Dos soldados se quedaron en la puerta, con las armas en mano, pero apartaron la mirada con desdén.

Ella se despojó de la capa y de la ropa con movimientos torpes, siempre abrazando el saco cosido contra su pecho, como si fuese parte de su piel. Se metió en el agua con cuidado, y un escalofrío recorrió su cuerpo. La suciedad comenzó a desprenderse en hilos grises, y la sensación fue tan poderosa que cerró los ojos, hundiéndose hasta la barbilla.

Por un instante, no fue una prisionera en un puerto oculto. Fue una doncella otra vez, en la Fortaleza, lavándose antes de servir a su Princesa.

Cuando salió, con el cabello mojado y la piel enrojecida, se envolvió en la capa vieja que Tomas le había dado. Caminó de vuelta a su celda erguida, con la frente en alto.

Estaba prisionera, sí. Pero no derrotada.

Y con cada pequeño triunfo, incluso un simple baño, reforzaba la promesa que se repetía en silencio: llegaría a su Princesa, y lo haría digna de ella.

El sol estaba cayendo cuando un rugido desgarró el cielo. No era trueno ni tormenta: era un dragón. Las piedras del cuartel vibraron, las antorchas temblaron en sus soportes, y hasta los soldados endurecidos palidecieron al escucharlo.

Elinda se levantó de un salto del jergón, el corazón golpeándole contra las costillas. Sus dedos se aferraron al saco cosido con tanta fuerza que le dolieron los nudillos.

“Es ella… tiene que ser ella”, se dijo en un susurro frenético.

Corrió hacia la pequeña ventanilla de la celda, trepando apenas con la punta de los pies. No veía más que un fragmento de cielo iluminado por brasas y sombras que se movían con prisa en el patio del puerto. Pero lo sentía: la vibración del aire, la fuerza ancestral que solo podía pertenecer a los dragones de su Princesa.

Se alisó el cabello con las manos temblorosas, se sacudió la capa vieja, trató de arreglar la suciedad de su falda lo mejor que pudo. El corazón le latía con una mezcla de terror y esperanza. Quería que cuando la Princesa la viera, no encontrara una rata de calabozo, sino una doncella que aún conservaba un poco de dignidad.

La puerta de hierro se abrió con estrépito. Dos guardias entraron, serios, y la hicieron ponerse de pie.

“Vas a ser llevada a audiencia.”

Elinda tragó saliva. Cada paso de la marcha hacia el patio era un golpe de tambor en sus oídos. Atravesó corredores llenos de soldados agitados, hasta que la luz del exterior la cegó un instante. El rugido volvió a resonar, más cerca, y las llamas iluminaron los muros de piedra.

Pero cuando sus ojos se adaptaron, no vio a la Princesa.

Vio al Príncipe Daemon.

Caraxes reposaba tras él, imponente, con los ojos rojos brillando como brasas. El príncipe llevaba la armadura ennegrecida, los cabellos platinados recogidos hacia atrás en elaboradas trenzas, la mirada dura.

Elinda sintió que la decepción la atravesaba como un cuchillo. No era la Princesa. No era la mujer a quien había jurado devolver la corona.

Pero el Príncipe Daemon la miraba directamente, con ojos de acero que parecían capaces de arrancar la verdad de cualquier alma. Y entonces comprendió que no importaba. Si él la recibía, si él concedía la audiencia, aún había esperanza.

Apretó el saco contra su pecho, alzó el mentón con una valentía que no sabía que tenía, y murmuró para sí misma.

“No importa. Ella sabrá… él debe llevarme con ella… debe darme permiso de verla.”

Y por primera vez desde que había robado la corona, Elinda sintió que la distancia entre ella y su Princesa se acortaba de verdad.

El patio del puerto se había vaciado de voces. Solo quedaba el crujido de las antorchas y el rugido bajo de Caraxes, que observaba con ojos encendidos desde la penumbra.

Elinda fue empujada al centro, todavía abrazada a su saco cosido. Frente a ella, el Príncipe Daemon la miraba con severidad. Su sombra se alargaba con la luz del fuego, más imponente que la propia armadura que vestía.

“Dicen que sirves a la Princesa”, comenzó, con un tono helado. “Pero no recuerdo tu rostro. Y lo que mi esposa me contó de sus doncellas fue siempre vago.”

Elinda inclinó la cabeza, temblando, pero no cedió.

“Soy Elinda Massey, Alteza. Serví a la Princesa en la Fortaleza Roja. No me recordará, pero yo siempre la serví.”

Daemon la estudió en silencio, como un cazador que mide a su presa. Sus ojos bajaron hasta el saco que ella protegía con tanto celo.

“Y dices que tienes algo para ella. Muéstramelo.”

Elinda apretó los brazos contra su pecho. “No, mi señor. Eso es solo para la Princesa.”

Un murmullo recorrió a los hombres reunidos. Nadie osaba desafiar a los Señores Dragón. El Príncipe Daemon frunció el ceño, un destello peligroso en la mirada.

“No me tientes, niña. Podría tomarlo ahora mismo. De tus manos… o de tu cadáver.”

Elinda sintió el frío recorrerle la espalda. Quiso llorar, quiso gritar, pero su voz se alzó clara, quebrada de miedo, y sin embargo firme.

“Puede que tenga miedo, pero soy valiente. Y sobre mi cadáver tomará la bolsa.”

El silencio fue absoluto. Caraxes bufó, como si celebrara la osadía.

Elinda respiró hondo, el corazón golpeándole en el pecho. Y con un coraje que ni ella sabía que poseía, añadió. “Si me mata, Alteza, entonces le tocará a usted decirle a la Princesa que me quitó la vida. Y que lo que llevo, llegó a sus manos manchado de mi sangre, le hice una promesa y la única forma en la que le fallare, es si muero.”

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas como hierro. Daemon la observó con una intensidad brutal, como si quisiera atravesarla con la mirada.

Al final, no sonrió ni se enfureció. Solo se acercó un paso más, su voz grave como el retumbar de la tierra.

“Eres terca como ella.”

Elinda bajó los ojos, temblando aún, pero sin soltar su tesoro. Por primera vez, creyó que tal vez había pasado la prueba.

El Príncipe Daemon la observó unos segundos más, como si sopesara cada palabra que ella había pronunciado. Finalmente, giró la cabeza hacia sus hombres.

“Llévenla a una habitación adecuada”, ordenó con la voz firme que no admitía réplica. “Que alguien la ayude a limpiarse. Quiero que cuando la vea de nuevo no parezca una rata de la calle, sino una doncella. Y que nadie toque lo que lleva.”

Elinda sintió las rodillas aflojarse. No estaba segura si había ganado un respiro o si solo le daban más tiempo antes de condenarla, pero asintió con la cabeza, abrazando aún su saco.

La trasladaron a un cuarto estrecho del cuartel, con una cama sencilla, un barreño de agua caliente y un cofre con ropa limpia. Fue la esposa de uno de los soldados, una mujer de manos ásperas y mirada bondadosa, quien la ayudó. La desvistió con paciencia, lavó su cabello en silencio y le tendió un vestido modesto pero limpio.

Cuando Elinda hundió el cuerpo entero en el agua, no pudo contener un sollozo. El calor le recorrió la piel como un milagro. Lloró en silencio, entre las manos de la mujer que la bañaba, incapaz de creer que después de semanas en la penumbra de la celda, alguien la trataba con un mínimo de ternura.

Al salir, le sirvieron un plato humeante con un trozo de carne y pan fresco. Elinda lo comió despacio, con reverencia, como si fuera un banquete real. Cada bocado la llenaba de lágrimas contenidas: no era la comida, era el símbolo. No era una prisionera más. Era alguien que, de algún modo, aún importaba.

Esa noche durmió en una cama de verdad, abrazada al saco cosido, con el corazón latiendo entre esperanza y miedo.

Al amanecer, el rugido de un dragón la despertó. Se levantó de un salto y corrió hacia la ventana estrecha, con el cabello aún húmedo. Vio a Caraxes elevarse en el cielo, su silueta roja y alargada recortándose contra las nubes, las alas extendidas como velas al viento.

Elinda bajó corriendo por los pasillos, buscando a los soldados. “¿Dónde está el Príncipe? ¿A dónde ha ido?” preguntaba a cada uno con ansiedad.

Pero todos respondían igual, encogiéndose de hombros o apartando la mirada:

“No lo dijo.”

“No sabemos.”

“Regresará cuando decida regresar.”

Elinda se quedó de pie en el patio, apretando el saco contra el pecho, viendo cómo el dragón desaparecía en el horizonte.

Había recibido una oportunidad. Pero el Príncipe se había ido, y nadie podía decirle cuándo ,o si, regresaría.

Los días se alargaron como años. Elinda permanecía en la habitación que le habían asignado, más celda que aposento, aunque con cama y comida suficiente. Cada amanecer corría a la ventana al escuchar un ruido fuerte en el puerto, esperando ver el regreso del dragón rojo. Cada anochecer, se dormía abrazada al saco cosido, temiendo que el Príncipe la hubiera olvidado.

Los guardias evitaban sus preguntas, y Tomas apenas podía ofrecerle palabras de aliento, “Volverá.” Pero la incertidumbre la desgastaba.

Cuando por fin, al tercer día, el rugido de Caraxes sacudió la fortaleza, Elinda corrió hacia el patio con el corazón golpeándole en el pecho. El dragón descendió entre nubes de polvo y brasas, y del lomo bajó el Príncipe Daemon, imponente, con la armadura aún cubierta de hollín. Tras él venía un hombre de túnica gris, la cadena de maestre brillando en su pecho.

Elinda no lo conocía, pero había escuchado su nombre en los murmullos de los soldados: Gerardys, maestre de Rocadragón.

El silencio se hizo en el patio. Los hombres se inclinaron con respeto. Daemon, sin reparar en los demás, dirigió la mirada hacia ella.

“Prepárate”, ordenó con voz firme. “Salimos al amanecer.”

Elinda asintió de inmediato, incapaz de articular palabra. No tenía pertenencias que recoger, salvo el saco cosido que mantenía siempre entre sus brazos. Ese tesoro era su única identidad, su única defensa, su única esperanza.

Se inclinó en señal de obediencia. “Estaré lista, Alteza.”

Daemon no respondió. Se giró hacia el maestre y comenzaron a hablar en voz baja, como si ella no existiera. Pero Elinda ya no sentía el vacío de la espera: tenía un rumbo, un destino.

Al día siguiente partiría. Y con ella, la corona.

Elinda no durmió esa noche. Se levantó antes del amanecer, la capa vieja sobre los hombros y el saco cosido contra el pecho. Cada latido era un tambor que repetía lo mismo: veré a la Princesa… veré a la Princesa.

Cuando el primer rayo de sol tiñó de rojo las almenas del puerto, salió al patio. Esperaba ver un barco preparado, con velas izadas y marineros listos para levar anclas. En cambio, el rugido de Caraxes la sacudió hasta el alma.

El dragón rojo se agitaba al otro lado del muelle, desplegando sus alas enormes como si abarcara el horizonte entero. Sus ojos, brasas encendidas, se clavaron en ella.

Elinda se quedó helada.

“¿Y el barco?”

El Príncipe Daemon la miró con impaciencia.

“No iremos por mar”, dijo con voz grave. “Volaremos. Mi esposa me espera, y ya he estado demasiado tiempo lejos de ella.”

Elinda sintió que la sangre le abandonaba el rostro. “¿V-volar…? Alteza, yo… yo nunca…”

“Entonces será la primera vez”, interrumpió, cortante. “No hay tiempo que perder.”

 

El dragón alzó la cabeza, los ojos como brasas fijas en ella. El rugido que dejó escapar fue bajo, vibrante, como un trueno contenido. El suelo mismo tembló bajo sus garras.

Elinda retrocedió un paso, el saco cosido apretado contra su pecho.

Daemon se giró hacia ella con una calma helada. 

“Antes de volar, debes presentarte a él.”

“¿A… a él?” apenas alcanzó a murmurar.

El Príncipe dio un paso hacia Caraxes, acariciando el costado de la bestia con una mano.

“Nadie toca su lomo sin su permiso. Y si no te acepta, no habrá vuelo.”

Elinda sintió que la garganta se le cerraba. Miró al dragón, cuyas fauces podían engullirla de un solo bocado, y luego al Príncipe, cuya mirada no ofrecía alternativa.

Nunca había estado tan cerca de un dragón.

Incluso como sirvienta de la Princesa, las pocas veces que la acompañó al Pozo del dragón, Elinda siempre había permanecido a una buena distancia, muchas veces en el carruaje.

Con las piernas temblorosas, dio un paso adelante. Luego otro. El calor que emanaba Caraxes era sofocante, como si se acercara a una hoguera viva.

El dragón inclinó la cabeza hacia ella, las narinas expulsando una bocanada de aire caliente que la envolvió. Elinda se quedó quieta, apretando los labios para no llorar. El Príncipe se colocó a su lado, acariciando la enorme cabeza del dragón y poco a poco, Elinda se fue acercando hasta quedar frente al dragón.

Este la comenzó a oler, y el Príncipe la hizo colocar su mano al lado de la suya, murmurando en Valyrio por unos minutos.

“Mi nombre es Elinda Massey”, susurró, la voz quebrada. “Sirvienta de la Princesa.”

Por un instante, creyó que moriría. Pero Caraxes se limitó a olfatear el aire, bufó con fuerza, y luego apartó la mirada con desdén, como quien acepta la presencia de un insecto insignificante.

El Príncipe Daemon asintió, satisfecho.

“Te acepta lo suficiente para que montes. No lo hagas esperar más.”

Elinda respiró aliviada, casi desplomándose de puro agotamiento.

El Príncipe Daemon giró hacia ella, extendiéndole la mano.

Elinda temblaba de pies a cabeza. Cada fibra de su ser le gritaba que corriera, que se escondiera, que nadie humano podía sobrevivir sobre esa bestia. Pero la corona pesaba en su pecho como un recordatorio: todo lo que había hecho, todo lo que había sufrido, era por llegar a la Princesa.

Apretó los dientes, tragó su miedo y tomó la mano del Príncipe.

El Príncipe Daemon la izó con una facilidad insultante, colocándola entre él y el maestre. El calor que emanaba el dragón era sofocante, y el olor a hierro y fuego le llenaba los pulmones.

Elinda cerró los ojos, abrazando su saco con ambas manos.

El Maestre Gerardys subió con movimientos lentos y seguros, acomodándose detrás de la silla de montar que descansaba sobre el lomo del dragón, con una mirada mucho más tranquila que ella.

Al final, el Príncipe subió con una facilidad nacida de la práctica que la hizo estremecerse de miedo, pues parecía un animal peligroso a punto de atacar, los ayudó a colocarse las cadenas y les explicó brevemente cómo sostenerse sin lastimarse con las cadenas. 

El rugido estalló como un trueno cuando Caraxes extendió las alas. El suelo desapareció bajo ellos en un salto brutal. Elinda gritó, un chillido arrancado de sus entrañas, mientras la fortaleza quedaba atrás y el viento helado le cortaba el rostro.

Temblaba, lloraba, pero no soltaba la corona.

Y en medio del pánico, una sola idea brillaba como un faro.

Cada batida de estas alas me acerca más a ella.

El viento era un látigo en el rostro. Elinda no tardó en descubrir que volar no era como los cuentos de bardos ni las canciones que se murmuraban en la Fortaleza. El aire era helado y mordía la piel, cada sacudida del dragón la hacía sentir que caería al vacío, y el rugido del viento tapaba cualquier pensamiento claro.

Al principio, gritó. Después, se quedó muda, con la garganta seca y los dedos clavados en el saco cosido, temblando sin control. No le gustaba volar. No le gustaba nada. Cada batida de aquellas alas gigantes la arrancaba un poco más de sí misma, como si la arrastrara hacia un lugar donde el cielo no tenía fondo.

El Príncipe Daemon no dijo una palabra durante el trayecto. Con una mano firme en las riendas y la otra en la silla, parecía tan acostumbrado al vuelo como un marinero a las olas. el Maestre Gerardys, detrás de ella, apenas murmuraba oraciones entre dientes, como si las cadenas de su cuello fueran amuletos que pudieran protegerlos.

Al cabo de horas interminables, hicieron una primera parada en una isla remota, con un puerto diminuto apenas formado por un muelle de madera que se adentraba en aguas claras. No había casas, salvo una choza de pescadores. Elinda bajó del dragón con las piernas entumecidas, se dejó caer de rodillas y besó la arena húmeda, agradeciendo sentir tierra firme bajo sus pies.

Pasaron la noche allí, con el rugido distante de Caraxes como única música. Elinda no pudo dormir: cada vez que cerraba los ojos, sentía que el aire volvía a arrancarla hacia arriba.

Al amanecer partieron de nuevo. El segundo día fue más duro: el cuerpo le dolía, el frío era más penetrante, y los ojos le lloraban por el viento constante. Se acurrucó contra sí misma, sabiendo que el miedo no desaparecería. Volar era un tormento, y no era para ella.

Y entonces, cuando el sol comenzó a caer hacia el horizonte teñido de rojo y oro, lo vio.

Desde el cielo, en medio del mar inmenso, apareció una isla que parecía salida de un sueño. Montañas verdes se alzaban en el interior, ríos plateados serpenteaban hacia la costa, y en el centro, rodeado por un círculo natural de colinas, se alzaba un palacio blanco y negro, brillante bajo la luz del atardecer. Los dragones revoloteaban cerca, sus sombras alargándose sobre la laguna central como cometas vivientes.

Elinda se quedó sin aliento. El miedo al vuelo no desapareció, pero en ese instante no importaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas que ya no eran de terror, sino de maravilla.

Ese era el hogar de su Princesa.

Todo el hambre, el encierro, la espera y el miedo habían valido la pena.

Elinda no podía apartar los ojos del horizonte. La isla brillaba como una joya engastada en medio del mar, bañada por la luz rojiza del atardecer. El palacio en su centro parecía hecho de mármol y fuego: columnas claras, muros negros como obsidiana, reflejos dorados que chisporroteaban como si las piedras hubieran sido pulidas por dragones.

Por un instante, olvidó el frío, el cansancio y el terror del vuelo.

Valió la pena, pensó, con un nudo en la garganta. Solo por ver esto, valió la pena volar. Pero, por los Siete, no quiero volver a hacerlo nunca.

Caraxes descendió con un rugido que estremeció las colinas. Las alas inmensas se plegaron mientras el dragón se dirigía no al puerto, ni a la explanada, sino directo hacia el corazón del palacio. Elinda apretó los ojos un instante, convencida de que se estrellarían.

Pero el dragón maniobró con precisión imposible y aterrizó sobre un amplio balcón de piedra blanca, adornado con estandartes que flameaban al viento. El impacto sacudió el suelo bajo ellos; el rugido resonó contra las paredes como un trueno contenido.

Daemon no esperó. Apenas Caraxes apoyó las garras, el Príncipe saltó de la silla con impaciencia, la capa ondeando detrás de él. 

su impaciencia evidente, y apenas ayudó a Gerardys y a Elinda a bajar antes de soltar las cadenas y liberar la silla de montar.

El dragón se sacudió con furia, lanzando polvo y brasas al aire, y levantó vuelo de inmediato. Un rugido dorado respondió: Syrax emergió desde lo alto de la fortaleza, y en cuestión de latidos, ambos dragones se enredaron en una danza aérea, un saludo de fuego y alas que hizo que el corazón de Elinda latiera desbocado.

Los llevaron hacia el interior del palacio. Pasaron por un corredor luminoso hasta un salón majestuoso que parecía un reino en sí mismo. El suelo era blanco con vetas negras que brillaban como obsidiana pulida, las ventanas gigantescas inundaban la sala de luz, y la heráldica Targaryen refulgía en oro. Todo estaba adornado en rojo intenso, como si el fuego mismo habitara en cada rincón.

Al fondo, en un estrado elevado, había un trono elaborado, decorado con dragones entrelazados, joyas preciosas y cojines rojos. Y allí, sentada en medio de ellos, estaba la Princesa.

Rhaenyra Targaryen.

Elinda quedó sin aliento. La belleza de la Princesa era casi irreal, su rostro perfecto y simétrico, sus rasgos delicados y a la vez imponentes. Su vientre redondeado, evidente bajo la seda, no le restaba majestuosidad; al contrario, la hacía parecer aún más poderosa, como un símbolo de vida y futuro.

A sus pies, dos doncellas servían fresas y copas de cristal, mientras más de cincuenta guardias rodeaban la sala, diez de ellos apostados directamente tras el trono. Gerardys parpadeó, sorprendido por semejante despliegue de poder en un lugar tan apartado. Elinda, en cambio, vibraba de pura emoción: había soñado con este momento, y ahora estaba allí, a unos pasos de su Princesa.

El Príncipe no esperó formalidades. Se adelantó, cayó de rodillas frente a ella, y por la altura de ambos, sus rostros quedaron al mismo nivel. Se besaron como si no existiera nadie más en la sala. La Princesa lo aferró del cuello, él acarició su vientre con reverencia.

“Te extrañé tanto, corazón de fuego”, murmuró Daemon al separarse, acomodándose a su lado en el trono, que claramente había sido hecho para ambos.

La sala entera quedó eclipsada por ellos dos, por la intimidad de ese reencuentro. Pero entonces los ojos violetas de la Princesa se posaron en Elinda.

Elinda y Gerardys hicieron una reverencia profunda, más reverente aún que la que podrían hacer ante el Rey.

“Estoy muy feliz de verlos”, dijo Rhaenyra con voz cálida, antes de alargar los brazos hacia ella. “Mi querida Elinda.”

Elinda soltó un sollozo ahogado, abrumada por ser reconocida de inmediato. Corrió los últimos pasos y se lanzó a los brazos de su Princesa, olvidando el peso de la corona, el miedo del viaje y el hambre de semanas.

“Oh, mi Princesa, estoy tan feliz de volver a verla, tan agradecida de que esté bien”, lloró, mientras Rhaenyra la estrechaba con ternura.

“Yo también estoy feliz de verte, Elinda”, respondió la Princesa Rhaenyra, sonriendo con emoción sincera. “Extrañaba tener una amiga.”

Las dos permanecieron así unos instantes, con la Princesa susurrando palabras de cariño entre lágrimas y risas breves, hasta que Elinda se apartó, todavía con los ojos húmedos, y se quedó junto al trono, con el orgullo de quien ha cumplido una misión imposible.

Una de las doncellas ofreció una copa al Príncipe antes de presentarlas a ellos. El cristal fino, pesado en las manos de Elinda, brillaba con una delicadeza que nunca había tocado en su vida.

Por primera vez desde que huyó de la Fortaleza Roja, se sintió en casa.

Elinda no recordaba la última vez que había sentido tanto calor humano. El abrazo de la Princesa la envolvía aún cuando ya se había apartado, aún cuando se quedó de pie junto al trono con lágrimas brillándole en los ojos. La emoción la desbordaba, y su cuerpo, desgastado por semanas de encierro y dos días de vuelo, empezaba a flaquear.

Las voces en el salón se volvieron ecos. Vio a los guardias moverse, a las doncellas ofrecer copas, al Príncipe y la Princesa intercambiar sonrisas cargadas de ternura… pero todo se sentía borroso, lejano, como si caminara en un sueño.

Solo podía ver a Rhaenyra, radiante en su trono, viva, poderosa, más hermosa de lo que jamás había imaginado.

Cuando la audiencia terminó, alguien la condujo suavemente hacia los pasillos del palacio. Caminó tambaleante, casi sin sentir los pasos, como una hoja llevada por la corriente.

La puerta que se abrió ante ella reveló unas habitaciones que la dejaron sin aliento. Un aposento amplio, con tapices bordados en rojo y negro, cojines mullidos sobre un lecho enorme, un tocador de madera oscura con incrustaciones de nácar, y una jarra de vino junto a un plato de frutas frescas. Todo parecía deslumbrar a la luz de los candelabros de oro.

No era una celda. No era un rincón prestado. Era un espacio digno de una dama de la más alta nobleza.

Las doncellas que la acompañaban le sonrieron con amabilidad y empezaron a acomodar su capa vieja, a dejarle vestidos suaves como seda sobre el lecho, a ofrecerle agua limpia para refrescarse. La trataron no como a una prisionera, ni como a una simple sirvienta, sino como a una invitada de honor.

Elinda se dejó caer sobre el borde de la cama, la respiración entrecortada, los ojos húmedos de nuevo. Apenas podía creerlo.

Había soñado durante semanas con ver a la Princesa, y ahora estaba bajo su techo, recibida con el respeto más alto que jamás habría imaginado.

Y en su agotamiento, sin pensarlo, sin planearlo, olvidó por completo la corona que aún guardaba celosamente cosida en su saco.

El resto de la tarde transcurrió como un sueño. Elinda se dejó caer sobre el lecho mullido y, por primera vez en semanas, se permitió soltar el saco cosido sin miedo a que alguien se lo arrebatara. El calor de las mantas, el murmullo lejano de los dragones y el perfume a flores frescas que impregnaba las cortinas la envolvieron hasta sumirla en un sopor profundo.

Durmió como no recordaba haber dormido nunca: sin sobresaltos, sin frío, sin hambre. Solo descanso.

Cuando un roce suave en el hombro la despertó, creyó que aún soñaba. Una doncella la miraba con una sonrisa delicada, sosteniendo un vestido limpio entre los brazos.

“La Princesa la invita a desayunar junto a ella, si se siente con fuerzas”, dijo en voz baja, como si temiera interrumpir un milagro.

Elinda parpadeó, aún medio perdida en el sueño, pero la emoción la atravesó como un rayo. El cansancio, las ojeras, la debilidad de su cuerpo no importaban. El corazón le latía fuerte, con esa misma vibración de cuando corrió al abrazo de la Princesa Rhaenyra.

“Sí… sí, por favor”, murmuró, incorporándose con torpeza.

La doncella la ayudó a vestirse, a peinarse, a arreglarse lo mejor posible. Elinda se miró en el espejo por un instante y apenas reconoció a la niña desaliñada que se había escondido en la bodega de un barco.

Tomó el saco cosido entre sus manos, lo acarició con reverencia. Sabía que había llegado el momento.

Estaba agotada todavía, con los músculos pesados por el vuelo y los días de encierro, pero no lo sentía. Lo único que sentía era la emoción de volver a ver a su Princesa, de sentarse a su mesa, de cumplir al fin la promesa que la había sostenido todo ese tiempo.

Con la corona aún en su poder, Elinda salió de la habitación con el corazón rebosante.

Estaba lista.

 


 

El viaje de un maestre leal 

Gerardys se consideraba a sí mismo como un hombre poco común. 

Para empezar, tenía la fuerte sospecha de que era una semilla de dragón, o tal vez no algo tan maravilloso, pero sí el hijo de una semilla de dragón. 

Sabía que su madre era una mujer mitad Celtigar, una hija de una Celtigar y un campesino común, pero su madre descendía de los Valyrios y eso en sí mismo ya era algo invaluable. 

Su padre por otro lado, lo poco que llego a saber es que era uno de los campesinos que vivían en Dragonstone, de cabellos plateados y piel pálida, que desconocía a su propio padre y su madre era una sirvienta del castillo 

Había posibilidades corriendo por su sangre. 

Fue gracias a su madre que fue enviado a la Ciudadela, con la esperanza de una vida mejor, pero Gerardys tenía hambre de conocimiento de su herencia Valyria. 

No tenía su belleza, era de apariencia bastante común en realidad, su cabello era castaño claro, como el de su madre, sus ojos eran oscuros, pero tenían un toque violeta solo visible en la luz del sol, de rostro simple y ligeramente ratonil, su cuerpo era delgado y promedio. 

Pero su mente era brillante, astuto e inteligente. 

Sus manos eran ligeras y rápidas, hábiles. 

En la ciudadela se abrió camino como sanador mientras casi secretamente estudiaba magia y ocultismo. 

Fue esto último lo que le valió como castigo ser enviado a Dragonstone, un castillo prácticamente abandonado que, a los ojos de los maestres, era el peor de los castigos. 

Sin saber que, para él, prácticamente un premio y el lugar en el que soñaba servir. 

Pocos maestres querían arriesgarse a ir ahí, con dragones salvajes y señores dragón casi tan salvajes como sus monstruos, donde su principal deber era atender quemaduras y heridas, sin influencia en la Corte de ningún tipo, no, para los ambiciosos Maestres, Dragonstone era un castigo.

Él pronto se ganó la confianza del Príncipe Daemon al atenderlo, ser discreto y sobre todo, por portar con orgullo sus tres eslabones de acero Valyrio. 

Un hombre al que admiraba por encima de todo. 

Sus sueños infantiles de montar un dragón, hablar Valyrio y hacer magia como ellos eran algo que lo motivó en la infancia y lo impulsó en la adultez. 

De sus tres sueños había cumplido el segundo, se había vuelto un experto en el idioma y eso era lo que lo hacía sospechar que había sangre Targaryen corriendo por sus venas, nadie hablaba el Valyrio con tanta facilidad como ellos, ni siquiera los Celtigar o Velaryon a pesar de su sangre Valyria. 

Lo hacía pensar en Volantis, en su gente que hablaba Valyrio como idioma materno y sin embargo era un idioma bastardo porque no importaba cuánto lo intentaran, nunca podrían dominar el Alto Valyrio. 

En Dragonstone podía dedicarse a sus estudios de la magia en paz, podía pasar horas enteras leyendo los tomos a los que solo los Targaryen tenían acceso y escuchar los rugidos de los dragones a lo lejos.

Si era un día afortunado, podían incluso ver sus siluetas a lo lejos, volando por encima de las montañas y rozando las nubes.

Hoy era uno de esos días, donde había cierta inquietud en la Isla y los rugidos de los dragones hacían eco en las paredes de la fortaleza y…

Gerardys se inclinaba sobre un pergamino a medio terminar cuando el rugido sacudió los muros de la torre. La lámpara tembló sobre la mesa y una línea de tinta se deslizó torpemente por la página.

El maestre alzó la cabeza, inmóvil. El sonido había sido profundo, metálico, como el retumbar de la tierra misma. No podía confundirlo: era el rugido de un dragón.

Pero eso era imposible. Ninguno debía estar tan cerca de la fortaleza.

El rugido volvió, más cercano. Esta vez lo sintió en el estómago, un estremecimiento visceral que no dejaba lugar a dudas. Gerardys salió al pasillo con el corazón desbocado.

Y allí lo vio: un dragón enorme, rojo como la sangre bajo el sol, plegando las alas contra las torres; y al pie de la bestia, el Príncipe Daemon, erguido, con la capa agitándose como una llamarada.

El maestre se quedó helado, incapaz de mover un músculo.

El Príncipe Daemon lo miró de reojo, la impaciencia pintada en su rostro. 

“Prepara lo que necesites. Te vienes conmigo.”

“¿Ahora, Alteza? ¿Con… con usted?” La voz de Gerardys era un susurro quebrado. “¿A dónde? ¿Por qué?”

“¿A dónde?” El Príncipe Daemon soltó una risa breve, sin alegría. “A donde ella mande y porque, porque la Princesa lo ordena.”

Sin más, giró sobre sus talones y caminó hacia Caraxes. El dragón gruñó con un estruendo bajo que hizo vibrar las piedras del patio. Gerardys intentó seguirlo, pero apenas dio un par de pasos antes de que el Príncipe Daemon trepara con agilidad hasta la silla.

“Alteza, no entiendo…”

El Principe Daemon no lo dejó terminar. “No hay nada que entender. Prepárate.”

El dragón batió las alas y el aire se volvió un vendaval que lo tiró hacia atrás. Gerardys levantó un brazo para protegerse del polvo, y cuando pudo abrir los ojos otra vez, la criatura ya se elevaba sobre las torres, arrastrando un rugido que partía el cielo en dos.

El silencio que siguió fue tan brutal como el rugido mismo.

Gerardys se quedó de pie, jadeando, preguntándose si lo había soñado.

Fue entonces cuando aparecieron los pasos apresurados. Sirvientes cruzaron el patio con rostros pálidos, y detrás de ellos venía Ser Alfred, el castellano de la Fortaleza. 

“¡Por los dioses! ¿Viste eso?” dijo uno de los sirvientes, temblando.

“Era un dragón, ¿no? Un dragón…” murmuró otro, incrédulo. “¡Ellos nunca vienen a la fortaleza!”

El tercero negó con la cabeza, persignándose con torpeza. “Los dragones de Dragonstone son salvajes. No puede ser.”

Ser Alfred clavó los ojos en Gerardys. “Tú estabas aquí. ¿Lo viste bien?”

Gerardys tragó saliva, la voz apenas un murmullo. “Vi al Príncipe… y al dragón.”

Alfred entrecerró los ojos. “¿Al Príncipe? Hace años que nadie lo ve en estas costas.”

Los sirvientes cuchicheaban, cada vez más asustados. “¿Era Caraxes? ¿De verdad volvió?” 

“O fue un fantasma…” 

“O una visión.”

Gerardys sintió la confusión atraparlo como una red. ¿Había sido real? ¿Un espejismo nacido de su sangre, de su hambre por servir a dragones?

Miró el cielo vacío, todavía estremecido por el rugido que seguía resonando en sus huesos.

“No sé lo que vi”, admitió, con los labios resecos. “Pero estaba aquí. Y me ordenó que me preparara.”

Los murmullos crecieron. Ser Alfred lo sostuvo con la mirada un instante más, antes de escupir al suelo y apartarse.

Gerardys se quedó solo en medio del patio, con la duda quemándole en la mente: ¿lo había imaginado, o el Príncipe de verdad lo había reclamado para arrastrarlo hacia lo desconocido?

Gerardys volvió a su torre con pasos desordenados, todavía con el rugido incrustado en los huesos. No sabía si había visto al Príncipe o a una ilusión. Pero las órdenes resonaban claras en su cabeza: prepárate.

La Princesa Rhaenyra le había solicitado que se uniera a su servicio. 

Si había alguien más dragón que el Príncipe Daemon era la propia Princesa, que había nacido junto con su dragón, que hablaba Valyrio como lengua materna y que aparentemente tenía sueños de dragón. 

Encontró a su acólito, un muchacho de rostro lampiño y ojeras de desvelo, que lo recibió con una mirada alarmada.

“Maestre, ¿qué ocurre? Dicen que… que un dragón…”

“Silencio.” Gerardys alzó una mano, aún temblorosa. “No sé qué fue, ni si todos lo vieron como yo. Pero se me ha ordenado partir. Quizá mañana, quizá dentro de una luna. Debo estar listo.”

El acólito frunció el ceño, confundido. “¿Partir? ¿A dónde?”

Gerardys no respondió. Abrió su baúl y comenzó a meter túnicas dobladas, frascos de hierbas, algunos instrumentos de metal. Dudó frente a los estantes repletos de tomos, como si el peso de cada lomo lo anclara a la torre. Terminó tomando solo cinco, los más valiosos: un códice de venenos, un tratado de astronomía valyria, y tres pergaminos con sus propias anotaciones.

El acólito lo miraba sin comprender. “¿Y si no vuelve? ¿Y si lo soñó?”

Gerardys apretó los labios. “Si lo soñé, peor para mí. Pero si no lo soñé, no quiero que me encuentre sin estar listo.”

Se giró de golpe, sujetando al muchacho por los hombros. “Escúchame bien. Haz copias de todo. Cada nota, cada cálculo, cada registro de este lugar. No uses nombres, solo símbolos. Cuando termines, guárdalos en los aposentos de la Reina Visenya. Nadie entra allí sin permiso de la realeza. Nadie. Es el único sitio seguro en esta fortaleza maldita.”

El acólito parpadeó, abrumado. “¿La Reina Visenya…? Pero, maestre…”

“Hazlo.” La voz de Gerardys salió más dura de lo que pretendía. “Es una orden.”

El muchacho asintió, nervioso, y se puso a trabajar con tiza y pergaminos.

Gerardys se dejó caer en su silla, mirando la torre de libros que no podía llevarse. La idea de dejarlos le dolía más que el miedo al dragón. El eco del rugido le volvía una y otra vez, como si el aire mismo lo repitiera.

Esperó. Una noche. Otra. Dos días en los que la confusión se mezclaba con la certeza de que algo lo había reclamado. Cada vez que escuchaba el viento golpear las almenas, alzaba la cabeza esperando ver el brillo de alas rojas sobre las nubes.

No sabía si había perdido la cordura, pero una cosa era segura: cuando el Príncipe regresara, él estaría listo.

Las horas se volvieron densas como plomo. Gerardys mantenía el baúl cerrado junto a su lecho, preparado para una partida que no sabía si llegaría. El acólito copiaba pergaminos día y noche, bostezando sobre las velas consumidas, mientras en los pasillos los murmullos crecían como hiedra.

El primer rumor llegó de los mozos de establo:
“Dicen que un dragón rojo sobrevoló la isla. Pero nadie lo vio de cerca. Quizá fue un espejismo del mar.”

Al día siguiente, los cocineros hablaban entre ollas:
“Yo escuché que el Príncipe Daemon volvió. Que bajó en el patio y habló con el maestre.”
“Imposible. El Príncipe no se ha dejado ver en años.”
“Pues alguien lo vio, y dicen que ordenó preparativos.”

Gerardys, que pasaba junto a ellos con una jarra de agua, sintió el calor subirle al rostro. Apretó el paso.

En la guardia, los hombres cuchicheaban con desconfianza. Ser Alfred, rígido como siempre, fue claro:
“No diré que fue un dragón. Yo vi un resplandor y escuché un rugido, sí. Pero no me trago cuentos de fantasmas. Sea lo que sea, nos conviene callar.”

El silencio impuesto solo avivó la curiosidad. Pronto, los aprendices y sirvientes susurraban en los pasillos:

“Era Caraxes, el Wyrm de Sangre.”

“No, era un eco de los dragones muertos en las criptas.”

“Fue un aviso. El Príncipe viene a reclamar lo suyo.”

Gerardys se obligaba a no intervenir. La duda lo carcomía: ¿había sido real o un delirio compartido? Pero el recuerdo del Príncipe Daemon mirándolo a los ojos y ordenándole prepárate no se disipaba.

Por la noche, mientras repasaba sus pocas pertenencias, escuchó a su acólito hablar casi en un susurro:

“Maestre… ¿qué pasa si no vuelve pronto? ¿Qué hago con todo lo que quede aquí?”

Gerardys se giró hacia él, con la mirada firme.

“No confíes en nadie. Ninguno. Cada carta que llegue, cada visita, cada palabra que escuches en la fortaleza… todo lo anotarás. Haz copias de cada registro y guárdalas en un lugar seguro. Los aposentos de la Reina Visenya servirán: nadie entra allí sin permiso de la realeza. Ahí estarán a salvo.”

El muchacho tragó saliva, nervioso. “¿Y si algún día los Príncipes lo piden?”

“Entonces les entregarás los registros completos, sin añadir ni omitir nada. Que lean la verdad tal como ocurrió. Ese será tu deber mientras yo no esté aquí, recuerda que nuestro deber principal es el de registrar, Caron, la historia se contara desde nuestros registros y le debemos fidelidad.”

El acólito asintió despacio, comprendiendo el peso de lo que se le pedía. Gerardys lo observó en silencio, consciente de que quizás estaba cargando a un muchacho con una responsabilidad demasiado grande… pero también sabiendo que alguien debía custodiar la memoria de Rocadragón en su ausencia.

Los rugidos de los rumores seguían corriendo por los pasillos. Y mientras esperaba, confundido, Gerardys se aferraba a una sola certeza: si el Príncipe regresaba, él ya estaría listo para partir.

Y así pasó el segundo día: con rumores espesándose como niebla, miedo disfrazado de curiosidad y él mismo atrapado en un hilo frágil entre realidad y fantasía, esperando el rugido que confirmara si todo aquello había sido cierto.

El tercer amanecer llegó envuelto en bruma. Gerardys aún repasaba mentalmente las instrucciones que había dejado a su acólito cuando el rugido quebró el silencio de la fortaleza. Esta vez no hubo duda ni confusión: el dragón estaba allí de nuevo.

Caraxes descendió sobre el patio con la violencia de una tormenta. El aire se llenó de polvo y piedras sueltas, y las antorchas parpadearon. El Príncipe Daemon desmontó de un salto. Su capa ondeaba, pero no había en él la impaciencia arrogante de siempre: su rostro estaba duro, la mirada oscura, como si cargara una noticia amarga.

“Trae tus cosas”, ordenó con brusquedad apenas vio al maestre. Su tono no admitía réplica.

Gerardys arrastró el baúl hasta el patio, las correas rechinando contra la piedra.

El Príncipe Daemon lo miró con irritación. “¿Eso piensas llevar? ¿Un cofre entero?”

“Solo lo esencial, Alteza”, respondió Gerardys, intentando mantener la voz firme.

El Príncipe bufó, molesto, pero terminó arrebatándole el baúl de las manos. Con movimientos rápidos y casi violentos lo aseguró bajo el pecho de Caraxes con cadenas, como si atara una carga indeseada.

“Más te vale que lo que lleves valga el peso que le pones a mi dragón”, gruñó, tirando fuerte de las correas.

Gerardys no respondió. Mantuvo la vista baja, aunque por dentro sentía un nudo de confusión y miedo. Todo sucedía demasiado deprisa, como si el Príncipe temiera que el tiempo mismo le arrebatara la oportunidad de marcharse.

Caraxes gruñó, irritado por el peso añadido, hasta que el Príncipe Daemon le susurró en alto valyrio y la bestia se aquietó.

Luego giró hacia Gerardys.

“Acércate.”

El maestre se quedó rígido. “¿A… a mí, yo…?”

El Prìncipe Daemon dio un paso hacia él, la mirada dura. “Nadie sube a Caraxes sin que lo conozca. Preséntate o te devorará antes de que pongas un pie en la silla.”

El corazón de Gerardys se aceleró. Dio un paso inseguro, luego otro. El dragón inclinó la cabeza hacia él, los ojos como brasas encendidas, las narinas expulsando un aire caliente que lo envolvió como un horno.

Daemon le hizo un gesto. “Extiende la mano. Déjalo decidir.”

Con dedos temblorosos, Gerardys levantó la mano. El calor de Caraxes lo envolvió, el olor a hierro quemado llenándole los pulmones. El dragón bufó, enseñando colmillos como dagas. El maestre contuvo la respiración, convencido de que en cualquier momento lo partiría en dos.

“Está bien, chico, son amigos, protegerán a Rhaenyra y nuestras crías, los necesitamos.” El Príncipe hablo en Valyrio con gracia y fluidez. 

Gerardys, sintiéndose valiente, se dirigió al dragón. “Quiero ayudar, gran dragón, protegeré a los tuyos, lo juro.” 

Pero Caraxes solo olfateó y apartó la mirada con desdén, como si lo considerara demasiado insignificante para molestarse.

El Prìncipe Daemon asintió, satisfecho, luego se volvió hacia él y señaló la silla de montar. “Arriba. No tenemos más tiempo que perder.”

Gerardys obedeció, torpe, aferrándose al cuero de la silla. Las correas lo apresaron en su lugar. El Prìncipe Daemon subió delante, con gesto seco, y alzó la mano.

El rugido de Caraxes retumbó como un trueno y el dragón se lanzó al aire. El patio, los muros, los soldados asustados quedaron atrás en un parpadeo.

Gerardys cerró los ojos, el estómago revuelto. Pero en medio del terror había una certeza: Caraxes lo había tolerado. Y ahora ya no había vuelta atrás.

Caraxes bufó, exhalando un calor que lo envolvió entero.

El Príncipe Daemon subió delante, con un gesto seco, y apenas terminó de acomodarse, el dragón desplegó las alas. El suelo se estremeció, los guardias retrocedieron y en un latido ya no había tierra firme: solo viento, rugidos y un amanecer que se abría ante ellos como un camino de fuego.

Gerardys apretó los ojos, el corazón golpeando como un tambor. El Príncipe no había sonreído ni una sola vez. Algo marchaba mal, y él temía que esa fuera la razón por la que había sido convocado tan abruptamente.

El rugido de Caraxes aún retumbaba en su pecho cuando sintió el salto. El dragón se elevó con violencia, como si la tierra hubiese estallado bajo ellos. Gerardys gritó sin querer, el viento le arrancó la voz de la garganta y las cadenas mordieron sus manos.

No era como lo había soñado de niño. No había majestuosidad serena ni libertad en el aire. Había vértigo, dolor en las costillas, un frío que quemaba la piel y el aullido del viento mezclado con el rugido del dragón.

El Príncpe Daemon, en cambio, parecía parte de la bestia. Su capa ondeaba como un estandarte, y la firmeza con la que guiaba las riendas no dejaba lugar a dudas: hombre y dragón eran un mismo impulso.

Caraxes no volaba recto. Subía en espirales, se dejaba caer de golpe, se escabullía entre nubes, se desviaba hacia tierra firme para luego volver al mar. Gerardys intentó seguir el rumbo, contar el tiempo, orientarse con las estrellas que asomaban pese al amanecer. Fue inútil. La criatura no seguía mapas, solo los caprichos de su jinete.

El maestre se obligó a observar: la musculatura del dragón se contraía como la de una serpiente colosal, el cuello largo se retorcía cada vez que lanzaba un rugido, las alas latían con fuerza desigual, como si se adaptaran al viento en cada instante. Era más ciencia viva que fantasía, y pese al miedo, parte de él no podía dejar de maravillarse.

Volaron sin descanso hasta que el sol alcanzó el cénit. Solo entonces el Príncipe Daemon tiró de las riendas, y Caraxes descendió hacia una isla minúscula en medio del mar. Apenas un peñasco con un muelle precario y lo que parecían comienzos de una Fortaleza.

Aterrizaron con un golpe seco. Gerardys bajó tambaleante, con las piernas como agua, los músculos ardiendo. Vomitó a un costado, avergonzado, mientras Caraxes bufaba con desdén.

El Príncipe Daemon no se burló. Ni siquiera lo miró. Estaba demasiado serio.

“Descansa. No tardaremos.”

Solo entonces Gerardys comprendió que aquel viaje no era solo suyo. Iban a recoger a alguien más.

Y su confusión no hizo más que crecer.

El amanecer trajo consigo la orden seca del Príncipe: “Partimos.”
No hubo más palabras.

Gerardys sintió cómo se le encogía el estómago al acercarse de nuevo al dragón. El calor que emanaba la bestia lo envolvió como un muro invisible. Caraxes lo observaba de reojo, como si lo recordara, como si su tolerancia hubiese sido un error que aún podía corregirse.

Subir a la silla fue peor que la primera vez. Cada cuero, cada cadena parecía burlarse de sus temblores. Elinda, delante de él, se aferraba a su pequeño saco con tanta fuerza que apenas respiraba. Daemon, delante de ambos, ajustaba las riendas con la calma de quien monta un caballo dócil.

“Aférrense”, gruñó el Príncipe.

Caraxes saltó. El suelo desapareció bajo sus garras y el aire helado los golpeó con violencia. Gerardys cerró los ojos, el rugido atravesándole el pecho como un trueno. No era un sonido: era un recordatorio de que volaban sobre una criatura que podía matarlos con un solo gesto.

El viaje se convirtió en un suplicio interminable. Desde su posición, Gerardys observaba el ondular del dragón: no volaba como un ave, no planeaba con serenidad, sino que se retorcía en el aire como una serpiente colosal. Subía demasiado rápido, se dejaba caer de golpe, viraba en ángulos imposibles que hacían crujir sus huesos.

La túnica se le pegaba al cuerpo por el sudor frío, y cada músculo le ardía por la tensión de aferrarse a las cadenas.

Intentó distraerse observando el mundo bajo ellos. Vio costas lejanas, aldeas diminutas como motas de polvo, montañas que parecían rasgar el cielo. En el mar distinguió barcos que huían como insectos al escuchar el rugido del dragón. Y cada vez que bajaban más cerca del agua, las olas estallaban como si un monstruo marino tratara de alcanzarlos.

Elinda apenas se movía. Solo se notaba en ella un leve temblor constante, como si cada vibración del dragón le atravesara los huesos. Gerardys no podía verla bien desde atrás, pero percibía su miedo tanto como el suyo propio.

El Príncipe Daemon no dijo nada en todo el trayecto. No miró atrás, no buscó calmarlos. Volaba con el gesto severo, preocupado, como si cada minuto en el aire fuera demasiado lento para la urgencia que lo quemaba por dentro.

Las horas se alargaron hasta perder sentido. Gerardys dejó de sentir los dedos de las manos, pero no soltó las cadenas. Lo único que mantenía claro en su mente era una verdad: sí, había cumplido su sueño de volar en un dragón. Y ahora sabía que era un sueño hecho de fuego y dolor, no de gloria.

Vuelan toda la noche, no es un camino recto, como esperaba, si no que el Príncipe se desvía y gira, a veces volando por encima de los mares y otras por tierra, atravesando montañas y selvas, castillos y campos, girando y cambiando de dirección.  

No hay manera de que sepa a donde se dirigen. 

Hacen dos paradas, una en un campo exuberante lejos de cualquier humano, hay una pequeña cabaña casi olvidada donde pasan la noche y el Príncipe los alimenta con carne seca, pan duro y un vino acido que hace que Elinda haga muecas. 

La siguiente es en una isla en medio de la nada, no puede ver otra isla en el océano que los rodea, unas cuantas palmeras son la única flora y no hay ni un solo animal. 

Y después de casi de tres horas de vuelo sobre un océano interminable, una isla rocosa se eleva. 

Cuando el sol comenzó a descender, el horizonte se transformó. Entre la bruma y el mar apareció una isla distinta a todas las demás. Montañas verdes, playas blancas, agua turquesa. Y en el centro, un palacio blanco y negro, reluciente bajo el atardecer. Dragones surcaban el cielo alrededor, como centinelas.

Gerardys, a pesar del miedo, no pudo evitar que se le escapara un suspiro de asombro.

El refugio de los dragones. El reino secreto del Príncipe y la Princesa.

Y ahora él, contra todo pronóstico, formaba parte de ello.

En el corazón de la isla los espera la vista más impresionante de todas. 

Un palacio se alza sobre una roca rodeada de aguas turquesas, arena blanca y la vegetación abundante, un dragón dorado los saluda, elevando su cabeza por encima de una de las torretas redondas que claramente es un espacio apto para que los dragones retocen, libre de muebles, como un gran balcón, porque está unido a otra torreta con una gran entrada, lo suficientemente grande para que la dragona meta la mitad de su cuerpo y aún queda espacio para que aterrice Caraxes a su lado. 

El castillo esta hecho de piedra blanca y negra y le da un aspecto impresionante. 

Aterrizan y el Príncipe casi brinca de los lomos de su dragón en su impaciencia. 

Apenas los ayuda a bajar antes de liberar las cadenas del dragón y liberar por completo la silla, que Caraxes se sacude con estruendo y levanta vuelo seguido de la dragona dorada, enlazándose en una danza y un saludo. 

Entran a lo que parece un salón del trono; un espacio grande y amplio, hay una zona elevada del lado contrario y claramente un trono, una silla elaborada, decorada con dragones, joyas preciosas y con cojines rojos. 

Sentada en medio de los cojines, la Princesa Rhaenyra se sienta con elegancia. 

Gerardys parpadea rápidamente; la belleza sobrehumana de la Princesa es abrumadora. Su rostro es perfecto y simétrico, sus rasgos son bellísimos. 

Su vientre redondeado le da un aire tierno; está claramente embarazada. 

Hay dos doncellas a los pies del trono, una con una bandeja con copas y otra con fresas en un plato grande. 

Y guardias. Gerardys nota a los guardias de inmediato, sorprendido por el despliegue de poder en un lugar tan aislado. 

Atrás del trono hay diez guardias y rodeando la sala, cuenta más de cincuenta. 

El Príncipe se les adelanta y prácticamente se deja caer a los pies de la Princesa, con lo alto que es, sus rostros quedan a la misma altura. 

Se besan e ignoran a todos, perdidos en su saludo, la Princesa aferrándose al cuello de su esposo mientras el Príncipe acaricia su vientre con reverencia. 

“Te extrañé tanto, corazón de fuego.” le dice el Príncipe separándose de ella. 

Le impide levantarse, mientras se acomoda a su lado, el trono es lo suficientemente grande para los dos. Claramente fue hecho para ambos. 

La sala es casi completamente blanca, vetas negras adornan el piso, las ventanas son gigantescas, permitiendo que todo este iluminado, la heráldica Targaryen brilla en oro, toda la decoración es roja. 

No puede evitar pensar que es mas impresionante que el trono de hierro. 

El Príncipe le ha construido su pequeño reino a su Princesa. 

Elinda prácticamente vibra a su lado, emocionada de ver a la Princesa. 

Ambos hacen una reverencia profunda, más profunda que cualquier reverencia hecha al Rey. 

“Estoy muy feliz de verlos.” la Princesa los saluda. Y luego le sonríe a la dama y abre los brazos. “Mi querida Elinda.” 

La niña corre emocionada y la Princesa la abraza.  

“Oh, mi Princesa, estoy tan feliz de volver a verla, tan agradecida de que este bien.” la niña llora mientras se separa del abrazo de la Princesa y un sollozo escapa de su boca. 

“Yo también estoy feliz de verte, Elinda. Extrañaba tener una amiga.” la Princesa parece genuinamente feliz y casi tan emocionada como Elinda. 

Ambas murmuran felices por un momento más y luego Elinda baja y se pone a su lado. 

La sirvienta le ofrece una copa al Príncipe antes de ofrecerles una a ellos, toma una, notando el fino trabajo de cristal y lo pesada que es la copa. 

Elinda casi la deja caer, sorprendida por el peso. El Príncipe toma un trago y suspira satisfecho. 

La Princesa los insta a tomar y Gerardys da un trago tentativo y abre los ojos sorprendido, la bebida es burbujeante, ligera y dulce, con un sabor a vino y fresas, refrescante. 

Agradece el trago al ser cada vez más consciente del calor sofocante, el aire húmedo y la falta de brisa. 

“Agradezco que estén dispuestos a abandonar su hogar por venir a servirme, prometo que no les faltara nada, la isla es autosuficiente y Daemon tiene galeras que constantemente traen lo que podamos desear desde el continente.”  

“Tendrán unos días para aclimatarse, hay una costurera que vive aquí de forma permanente, les dará ropa adecuada para el clima, se les asignaron habitaciones en la torre sur. De momento sus funciones son simplemente acostumbrarse a vivir en la isla, conocerla, se darán cuenta de que es un ajuste. En una semana Rhaenyra y yo les explicaremos lo que esperamos de ustedes.” el Príncipe tiene un aire impaciente. 

La Princesa sonríe. “Vayan a descansar, serán llevados a sus habitaciones asignadas, cada uno tendrá un sirviente para guiarlos.” 

“Gracias Princesa, Príncipe, por el honor, me retiro, agradezco la experiencia de un vuelo de dragón con todo mi corazón, pero mis huesos duelen terriblemente .” se inclina y una joven sirvienta se acerca a él, lista para guiarlo. 

Comienza a caminar, sus piernas tiemblan de dolor por el vuelo y escucha a Elinda comenzar a hablar con otra sirvienta a su lado, la niña está siendo casi sostenida por la joven, pues sus piernas también están temblando. 

El salón no tiene puertas, salen directamente a un pasillo largo hasta que llegan a un puente abierto. 

“¡Daemon!” el gemido resuena por el salón y hasta el pasillo, seguido de risas y gemidos de placer y Gerardys siente sus mejillas ponerse rojas. 

Mira a la sirvienta y nota que ella ignora los sonidos con cuidado, pero al notar su mirada, le da una sonrisa pícara. “Aprenderás a ignorarlos, son muy ruidosos. Siempre están juntos, puedes encontrarlos follando en cualquier lado en cualquier momento.” 

Siente sus mejillas ponerse más rojas y las sirvientas ríen. 

Elinda esta tan roja como él. 

“Sus majestades son bastante liberales. Pero son increíblemente generosos y descubrirán que la vida aquí es un paraíso. Solo debemos ignorar y evitarlos cuando se ponen así... que es la mayor parte del tiempo.” dice la otra sirvienta. 

“Comprendo... el Príncipe siempre ha sido... bastante liberal, estoy acostumbrado, pero me sorprendió de la Princesa. Pero, discúlpenme, me presento, soy el Maestre Gerardys.”  

“Elinda Massey.” la joven doncella murmura su nombre rápidamente, aún muy roja. 

“Soy June y ella es Tidy, ambas servimos a la Princesa desde que el Príncipe nos liberó en Volantis, tenemos cuatro años con ellos.” la sirvienta llamada June tiene el cabello rizado y oscuro y su piel es dorada, la otra es mas pequeña y su cabello es rubio y tiene la cara llena de pecas. 

Ambas visten ligeras, un vestido de tela blanca, un mandil y sandalias rojo quemado, sus cabellos recogidos en trenzas.  

Está claro que el clima no permite que la ropa sea como en Poniente, porque el vestido tiene solo tirantes finos y son de telas ligeras y vaporosas. 

Brazos desnudos, pies solo protegidos del piso. 

Ambas se ven cómodas, frescas con sus atuendos aireados. 

Lo llevan a una habitación con una cama de un lado, un librero con algunos tomos, un escritorio y un armario, el colchón es suave y la almohada llama su atención, pero quiere limpiarse más que dormir, porque se siente sudoroso y lleno de arena. 

“Hay una zona de baños, es increíble, antes de vivir aquí, nunca había visto algo similar.” le dice Tidy con entusiasmo. 

Los llevan a través de pasillos y torres hasta que salen del palacio, caminan por la playa y luego por un largo túnel que atraviesa una de las montañas hasta llegar al otro lado, donde la playa es más pequeña y hay un puerto en construcción, le indican un edificio tallado en la roca antes de llevarse a Elinda. 

Esta claramente dividido en hombres y mujeres. 

La habitación es una zona de baños con tres grandes piscinas, todas son redondas, las piscinas son elevadas, con un asiento interior y el centro profundo.  

Una de las piscinas tiene una especie de letrero que indica solo utilizar si hay sangre y Gerardys sonríe internamente ante ello, la influencia del Príncipe esta por todos lados. 

Hay barras de jabón y estopas de fibra en una mesa y telas de algodón en otra. 

Se limpia con rapidez, ignorando al par de soldados que se relajan y charlan, sintiendo sus músculos agradecer el agua fresca y ansioso por dormir ahora que está limpio. 

Un niño entra y le entrega un paquete mientras se está secando, es una túnica ligera de un tono beige, una versión de su ropa adaptada al clima, sandalias de cuero acompañan el atuendo y lo agradece, notando que su propia túnica hecha para el frio de Dragonstone es muy inadecuada para este clima cálido. 

Se viste y sigue al niño de regreso a sus aposentos. 

Cuando llega, hay una bandeja con fruta fresca, una jarra de agua y su baúl esperándolo en la cama. 

Después de comer algunas de las frutas y tomar casi la mitad de la jarra, duerme el resto del día y hasta el amanecer siguiente, agotado más allá de lo posible. 

Al amanecer, Tidy toca en su puerta y después de un saludo, lo guía a donde desayunan los sirvientes. Gerardys camina lento, adolorido por las horas a lomos de dragón y se asegura de tomar un té para el dolor. 

Se sorprende al encontrar un salón amplio, limpio y con ventanas, hay tres mesas largas donde hay fruta disponible en grandes tazones en el centro, dos grandes ollas con avena están siendo repartidas por dos cocineras y los soldados y sirvientes toman un tazón mientras van encontrando lugar en las mesas, hay risas y platicas y se siente abrumado. La soledad es constante en Dragonstone, usualmente desayuna solo con su acolito. 

“Hay muchos árboles frutales por aquí, el Príncipe insistió en más y hemos aumentado las zonas de árboles, hay mucha variedad, así que la fruta nunca falta por aquí, tenemos dos comidas al día, en la mañana hay gachas, podemos tomar fruta en cualquier momento y en la cena nos dan arroz, verduras y huevos duros. También hay días en los que nos sirven sopa o caldo, comemos carne dos veces a la semana y cada séptimo día la Princesa insiste en que tengamos postre, a veces es arroz dulce, galletas y una vez cada luna celebramos los onomásticos de todos comiendo pastel. Muchos no saben que día nacieron, así que una vez al año la Princesa y el Príncipe celebran el día del nacimiento, todos recibimos un dragón de plata y ese día comemos pastel, carne y hay una especie de festival, traen mimos y viene un barco con un mercadillo.” 

La sirvienta le cuenta todo esto emocionada, casi brillando. 

Está claro que su vida anterior no contaba con tales lujos y adora a la Princesa y el Príncipe por todo lo que le dan. 

Los sirvientes en general parecen bastante felices, ninguno pasa hambre, hay un aire animado mientras desayunan antes de partir a sus puestos y labores. 

Cuando la mayoría está terminando, se da cuenta de que claramente es la primera ronda, las cocineras sacan otras dos ollas de gachas y sirven fruta fresca y otra oleada de soldados entra a comer con entusiasmo. 

Al ver su vacilación, Tidy le sonríe. 

“Son tres rondas de desayuno, la tercera es la de los niños, hay casi treinta niños, hijos de soldados o sirvientes, se espera que cuando cumplan doce años empiecen a servir, pero mientras tanto son bastante libres, hay una sirvienta que les enseña letras y un soldado entrena a los niños.” le dice mientras lo guía hacia la salida. 

Hay otro salón más pequeño donde varias mujeres están comiendo y una tiene un libro.  

“Son las sanadoras y parteras de la Princesa. Las conocerás más tarde, ellas y las doncellas principales de la Princesa comen ahí, sus horarios son diferentes, tal vez tu también puedas comer ahí, no lo se. Elinda fue invitada a desayunar con la princesa más tarde.” le explica. 

Le muestra el palacio con entusiasmo. 

“¿Te asigno como mi cuidadora?” le pregunta entre explicaciones. 

“Le pedí permiso a la Princesa para servirte, dice que eres un hombre sabio, se mis letras y números y si aprendo bien, me dejara ser aprendiz de la sanadora Shanara.” la niña tiene mucho entusiasmo. “June también pidió permiso, así que nos turnaremos, ella quiere ser una de las escribas de la Princesa, pero aún no sabe todas sus letras.” 

Gerardys comprende porque la niña parece pegada a su costado y se sorprende por ello. 

La niña parece tener apenas trece años y conoce muy bien cada rincón del palacio, mientras lo guía y señala los lugares. 

Luego lo lleva a la biblioteca. 

Gerardys siente su corazón acelerarse ante la vista. 

La biblioteca lo dejó sin aliento. 

La biblioteca es una torreta entera, un enorme salón con techos altos, todas las paredes tienen libreros y la mitad de ellos tiene libros hasta el tope, tomos tanto antiguos como nuevos.  

Hay dos mesas diminutas en una esquina, un escritorio enorme en un lado con dos cómodas sillas está cerca de los grandes ventanales, escritorios con una silla del lado derecho, cada uno con un candelabro pequeño. 

Está muy bien iluminada, nota con sorpresa que, para proteger los libros, algunos estantes tienen cristales y otros, puertas de madera que se enroscan, especialmente aquellos más cercanos a las ventanas. 

Las paredes, libreros y techos son blancos, el piso es blanco con vetas negras y la heráldica Targaryen es el adorno que brilla en rojo y oro. La biblioteca aun parece un trabajo en proceso, porque hay dos escultores trabajando en una columna y Gerardys nota que está tallando dragones en ella. 

Hay un pintor en una plataforma elevada que cuelga del techo que toma medidas y tiene el rostro lleno de carboncillo. 

Gerardys sabe que los Targaryen son ricos, muchos en el Reino hablan de la riqueza de los Lannister quienes casi viven en oro, o la de los Velaryon, quienes la han acumulado gracias a Lord Corlys, pero pocos hablan de la riqueza Targaryen, una familia que llego con cofres llenos de oro desde la Vieja Valyria. No habían hecho mucho para multiplicar su riqueza, no como los Velaryon, pero los Targaryen tienen riquezas de sobra, sin embargo son discretos con ellas de una manera que ni los Lannister ni los Velaryon lo son, y eso a pesar de los regalos que el Príncipe es famoso por dar a su sobrina. 

Gerardys conoce las quejas del Príncipe, sobre cómo fue dejado sin nada en el mundo y su matrimonio con Lady Rhea, pero el Príncipe tiene su propia fortuna, dejada por sus padres como un legado familiar con la que hizo mucho, el Príncipe Daemon es inteligente, un guerrero y tiene motivación. Ha sido testigo de lo mucho que el Príncipe ha gastado en regalos para la Princesa, y simplemente esa fortuna sería suficiente para que mil soldados vivieran cómodamente toda su vida. 

Y viendo este lugar, es claro que el Príncipe ha hecho mucho más de lo que cualquiera en Poniente nota. 

Lo primero que le sorprendió fue la abundancia. No había escasez de fruta fresca ni de agua clara. Los soldados se alimentaban tres veces al día con disciplina, los sirvientes parecían satisfechos, y hasta los niños correteaban con el aire despreocupado de quienes no conocen el hambre. Era evidente que Daemon había diseñado un sistema sólido de provisiones: galeras entrando y saliendo en secreto, rutas bien guardadas, almacenes siempre llenos.

Tidy lo deja que se familiarice con la biblioteca, examina los tomos, como están organizados y nota que muchos están siendo copiados para ser preservados. 

Termina pasando toda la tarde ahí y solo cuando June lo recoge para ir a cenar, se da cuenta de que ha oscurecido. 

Se da cuenta de que Elinda está cenando con las sanadoras de la Princesa, quienes comen lo mismo que ellos pero en un salón privado. 

Tras cenar, se niega a ir con Tidy y pide ir a su habitación, agotado y adolorido. 

El día siguiente es similar, pero está vez es June quien lo guía, entusiasmada. 

Pero en vez de guiarlo a la biblioteca, lo saca del palacio, guiándolo por los alrededores. 

“El Príncipe diseño el castillo para que los dragones tuvieran acceso en varias zonas, por eso los grandes balcones y puertas y ventanas gigantescas.” Le dice mientras rodean una torre y terminan en una pequeña zona elevada desde donde se ve casi todo el castillo. 

Lo guía por los alrededores del palacio, nota la piscina casi escondida con un hermoso jardín rodeándolo. 

“A la princesa le gusta nadar, pero a veces hay animales por aquí, en su mayoría son peces o incluso tortugas, pero en una ocasión se encontró con una serpiente marina, algunos de los pescadores dijeron que era una cosa llamada anguila, muy venenosa y entonces se negó a dejar que su bebe nadara ahí, no hasta que supiera identificar los peligros, el Príncipe le construyo tres piscinas, hay una adentro, en las habitaciones principales, otra del lado sur, que da al mar, y esta, que es poco profunda para los niños y que aprendan a nadar.” le explica. 

Es cuando nota que, en una mesa escondida detrás de unas palmeras, hay un niño cuidado por dos doncellas y hay tres guardias rondando, el niño apenas parece tener apenas dos años, o menos. 

Está comiendo fruta con entusiasmo y trae una túnica ligera. 

“Al Principito Aegon le gusta el sol.”  

La Princesa aparece un momento después, apareciendo desde el otro lado del camino, tambaleándose ligeramente, la siguen otras dos doncellas, cada una con un bebe en brazos. 

“Los príncipes Aemmon y Viserys.” le revela la joven con entusiasmo. 

Observan a la Princesa sentarse a desayunar con sus hijos, los gemelos comen papilla mientras balbucean. 

“Tres hijos.” murmura sorprendido. 

Y esta aún más sorprendido por que espera uno más, su vientre revela que tiene unas siete lunas, tal vez ocho, por el tamaño de los gemelos, estos apenas tienen unas nueve o diez lunas. 

La madre de la princesa no tuvo tanta suerte como su hija. 

Se alegra por la princesa. 

Pasan el resto del día recorriendo el interior de la isla. 

Cada rincón que exploraba le confirmaba lo mismo: allí no había improvisación. La isla estaba pensada, diseñada como un centro de poder autónomo, un lugar donde los dragones y sus jinetes podían reinar sin depender de nadie.

Y sin embargo, cada noche, cuando volvía a sus aposentos y escuchaba los rugidos lejanos de los dragones, el miedo regresaba. Había volado sobre Caraxes. Había sentido en carne propia la distancia entre un hombre común y los verdaderos hijos de Valyria.

Se preguntaba, a la luz de las velas, si en verdad llevaba en sus venas algo de aquella sangre, o si todo lo que había creído de sí mismo no era más que un espejismo.

Al día siguiente, a Gerardys le presentan “el pueblito”, donde viven los soldados y sus familias. 

Esta en la parte exterior de la isla, donde también hay una pequeña caleta de agua clara y arenas blancas, las casas están construidas todas iguales, hay un puerto del lado este y del oeste un puente que se conecta a un islote donde se está construyendo una almena. 

Del otro lado del puerto hay lo que será un mercadillo, una construcción larga y con puestos en los que ya hay un pescador y uno que vende frutas. 

“Hay aproximadamente ochenta sirvientes, unos doscientos soldados, tenemos pescadores, hay recolectores de frutas y cazadores, hay constructores y el Príncipe tiene unas cinco galeras comerciantes que hacen puerto aquí y siempre dejan mercancía, hace unas lunas trajeron unos mimos para el onomástico del Príncipe Aegon y había varios mercantes que pusieron pequeños puestos aquí durante la semana. Fue muy divertido.” 

“Una casa bastante grande considerando que solo sirven a cinco personas.” Gerardys piensa que Dragonstone tiene aproximadamente la mitad de esta cantidad sirvientes, aunque actualmente no reside nadie ahí. 

“Bueno, pronto serán seis.” dice la joven tímidamente. 

Los siguientes días lo llevan a recorrer el resto de la isla, la parte exterior es básicamente roca afilada con un pequeño borde de playa y sin vegetación, hay otras cuatro islas pequeñas en las que hay vegetación y dos islotes más que solo son rocas elevadas, pero que tiene signos de construcción en la parte superior. 

Cuando cumple su primera semana en la Isla, es convocado al solar de la princesa. 

Al entrar, nota que no es como ningún solar en el que haya estado antes. 

Es un espacio increíblemente amplio, luminoso, al fondo y frente a un gran ventanal, hay un escritorio de roble pulido con dos sillas, una al lado de la otra.

Hay sillas alargadas y llenas de cojines y una extraña silla hecha de mimbre y baja, llena de mantas y que parece bastante cómoda. Una mesa baja en el centro y la mesa de vino, es un hermoso gabinete lleno de copas y una gran variedad de botellas. 

“Maestre, espero que haya tenido la oportunidad de conocer nuestro hogar.” lo saluda la Princesa al entrar. 

Hay una sirvienta cerca de ella. 

El Príncipe le sirve vino a todos y se sienta cómodamente en una de las sillas individuales que rodean la mesa baja, la princesa se sienta en la de mimbre y la doncella de inmediato la acomoda. 

“Por favor, se bienvenido.” lo invita a sentarse. 

Gerardys se sienta con cuidado, nervioso por el aspecto extraño de las sillas largas. 

“Lo hice, si, es un hogar muy hermoso el que le ha construido el Príncipe, si se me permite decirlo.”  

“Gracias. Lo es, y aún está en construcción en su mayor parte, cuando comenzamos, solo consideramos cuatro habitaciones para hijos, me temo que ya nos estamos quedando cortos, pronto comenzara a construirse una nueva ala.” la Princesa acaricia su vientre abultado con cariño. 

“Felicitaciones para ambos, tanto por su matrimonio como por su hermosa familia, me alegro mucho de que sus hijos estén tan sanos, princesa.”  

Por un momento, hay un silencio tenso, el Príncipe y la Princesa se miran entre si, antes de que ella asienta y comience a hablar. 

“He solicitado tu presencia porque requiero de un maestre...” titubea y parece que el Príncipe le da fuerzas al tomarla de la mano. “Alguien de confianza, alguien que también será un buen espía.” 

Gerardys sintió que se atragantaba con su propia saliva por la sorpresa. 

“¿Qué?” trago dolorosamente mientras tosía un poco. 

El Príncipe sonrió enseñando todos los dientes. 

“No... no soy... yo no...” tartamudeo, comprendiendo las implicaciones poco a poco. 

¿Pensaban que él era un espía? ¿O querían que se convirtiera en uno? 

“Tranquilidad. Maestre. Lo que necesitamos es un maestre que sirva únicamente a los Targaryen. Creemos que los maestres en la Fortaleza no son lo suficientemente leales a los dragones. Y como actualmente no hay ningún dragón residiendo ahí, las víboras están comenzando a salir con más libertad.” La Princesa le entrego un pergamino. 

El Rey ha enfermado gravemente, la Reina está embarazada nuevamente. Busca compromisos para sus hijos, insiste en que Aegon y Helaena se casen entre ellos y demanda huevos y dragones para sus hijos. 

“Mi padre ha enfermado de manera repentina una y otra vez desde mi partida, su salud esta en constante riesgo y sin embargo los Maestres aseguran que hacen todo lo posible. Además, le envio cartas que nunca llegan a sus manos y me preocupa donde estan esas cartas…”

Gerardys se quedó en silencio, considerando la situación. 

Se colocaría en una posición muy vulnerable, podría ser asesinado... 

“He sido leal a la Casa Targaryen toda mi vida, lo seguiré siendo hasta mi muerte.” fue su simple respuesta. 

La Princesa asintió. 

“No te enviaremos a ciegas. Primero, aprenderás lo más posible sobre venenos y trabajaras junto con la sanadora de mi esposa, Shanara, ella tiene una asistente, ya la conociste, June. ¿dominas el Valyrio?” pregunto el Príncipe. 

“Lo hago, tanto escrito como hablado.” 

“Bien, toda nuestra comunicación será en Valyrio, tengo capas doradas leales en la capital. Ahora, te moverás en las sombras en lo que te ganas la confianza del Rey, no te presentes a ninguno de tus compañeros. En la fortaleza hay túneles secretos, te enseñare a usarlos para que te puedas mover.”  

Y comenzó su aventura más arriesgada. 

Notes:

Esta ha sido una semana horrible.
Todos mis planes fueron cruelmente deshechos por la vida.
Pasé la mitad de la semana en el hospital, acompañando a mi mamá a sus citas y luego la otra mitad sufriendo por las inundaciones, la falta de luz e internet.
Mis intenciones de publicar el capítulo bonus, destrozadas.
Incluso este capítulo, deseaba agregar el POV de Daemon, pero no he tenido tiempo de nada, así que decidí publicar lo que tenía ya listo y editado, y si la vida me lo permite, agregaré el bonus y tendré listo el POV de Daemon para el siguiente viernes.

Pero bueno, al menos pude publicar este capítulo que tiene un viaje muy importante.

Y hemos introducido a otro personaje importante! Gerardys!

El único maestre que me agrada y tolero. De él tampoco había mucha información, pero me puse a pensar... ¿acaso no cuando deseamos algo, buscamos y soñamos maneras de hacerlo posible? No digo que de verdad sea Valyrio, sino que es una manera de justificar sus deseos y lo que le llama, además de querer que sea verdad, pero bueno, él tiene su versión de su verdad y hay algunas cosas que nunca sabremos...
¿Cómo...? ¿Por qué hay imágenes de la tercera temporada de Alicent caminando libremente por la Fortaleza Roja y Rhaenyra ahí viéndola?

Uf.

¿Opiniones? Y por cierto, ya pude responder todos sus hermosos comentarios! Gracias, cada comentario me hace el día!

Chapter 25: El viaje del Dragón I

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El salón olía a sangre, ceniza y carne quemada. Daemon lo respiraba con cada fibra de su cuerpo, con cada latido en sus sienes. El mármol aún estaba manchado, tibio, como si la piedra no pudiera olvidar los cuerpos decapitados que había sostenido minutos antes.

Debería bastarle. Habían recibido lo que habían pedido. Justicia, castigo, fuego.

Pero no era suficiente. No lo era nunca.

Él quería más.

Quería quemarlo todo.

Reducir Volantis, Poniente, esa sala, a los hombres que respiraban aún, a un montón de cenizas.

Sus pasos resonaban alrededor de Rhaenyra como los de un lobo. Ella lo sabía; no lo apartaba. Lo sentía en su piel, y él lo sentía en la suya. Su calma no era calma: era un muro levantado contra la tormenta que él representaba. Y en esa conexión, en ese hilo invisible que los unía, Daemon escuchaba el peso de su cansancio, el suspiro contenido, el pensamiento que apenas se formaba en su mente:

Basta por hoy.

Daemon apretó la mandíbula. No bastaba. Nunca bastaba.

Ya no puedo más.

El recuerdo lo asaltó como un filo encendido: ese maldito huevo.

El brillo dorado con tintes rosas había iluminado los ojos de Rhaenyra y su corazón había dado un salto que él sintió en carne propia. Fue terror, no júbilo. En sus sueños la había visto, quemada, destrozada, atrapada bajo un dragón que no podían dominar. La pesadilla había sido suya también, porque en esa unión de mente y sangre, los miedos de ella se filtraban en él como brasas ardiendo en la carne.

Por eso había querido destrozarlo.

Por eso había estado a punto de alzar Dark Sister y atravesar el huevo contra el suelo de piedra.

Aplastarlo, borrar el presagio.

El murmullo de su esposa lo devolvió al presente, “Necesito un momento. Esta audiencia continuará después.”

Su voz era suave, pero cada palabra contenía un filo. Lo suficiente para que todos obedecieran. Harwin inclinó la cabeza, Wayne hizo señas; los guardias comenzaron a conducir a los presentes fuera del salón. El murmullo de pasos y armas se fue apagando.

Daemon no se movió. Permaneció donde estaba, orbitando a su mujer, incapaz de apartar los ojos de ella. Rhaenyra no alzó la vista. Mantenía al bebé en brazos, el pequeño cuerpo meciéndose contra su pecho, mientras su mente seguía brillando en la de Daemon como un mar agitado: cansancio, dolor, miedo, pero también firmeza.

El último en salir fue Arlie Ryger. Lo notó detenerse un instante en el umbral, con esa mirada de perro fiel que lo había hecho soportar hasta ahora. Daemon le devolvió una sola mirada, suficiente para enviarlo a las sombras.

La puerta se cerró. El silencio volvió.

Y Daemon supo que, si no encontraba un modo de liberar esa furia, acabaría consumiéndolos a todos.

Daemon no dejaba de rodearla, los músculos tensos, cada paso un rugido contenido. Rhaenyra no lo miraba, se aferraba al bebé como si el calor de su piel bastara para sostenerla.

Él lo sentía en su mente, ese temblor, esa grieta diminuta en su calma.

No me sueltes. No ahora.

Daemon detuvo el paso. No podía con esa súplica muda. No cuando las brasas de su furia lo abrasaban por dentro.

Una sirvienta, nerviosa, se acercó. La vio con el rabillo del ojo: manos temblorosas, reverencia rápida. Tomó al bebé con una urgencia que delató lo que había comprendido: aquel salón estaba a punto de arder de nuevo, y no era lugar para un niño.

Rhaenyra lo permitió con un leve asentimiento, aunque su mente gritaba lo contrario.

Devuélvemelo. Es mío.

Daemon gruñó bajo, un eco de lo que ella no decía.

Cuando la última sirvienta salió, llevando a Aegon con ella balbuceando lindamente mientras caminaba feliz, ignorando la furia que inundaba a sus padres o la tensión que los demás podían sentir, apenas cerró la puerta tras de sí, Daemon casi saltó sobre Rhaenyra.

No hubo palabras. Solo el choque de su cuerpo contra el de ella, el abrazo feroz que no admitía distancia. Sus labios buscaron su cuello, su cabello, con una mezcla brutal de consuelo, posesión y furia.

“Podría quemar al mundo entero si vuelves a tener tanto miedo en tu mirada.” murmuró contra su piel, con la voz rota, las manos aferradas a sus caderas como garras.

Ella tembló, no de miedo, sino porque lo sentía en su mente, la hoguera que él era, su deseo de destrozar todo lo que pudiera arrebatarla de este mundo, de sus brazos.

No soy débil. Su pensamiento llegó claro a él, como un golpe. No toleraré… es solo que los sueños… 

Daemon la apretó con más fuerza, como si pudiera fundirla a su cuerpo y borrar cualquier destino que no fuera estar juntos. Sus labios buscaron los suyos, no con ternura, sino con esa rabia que mezclaba amor y venganza.

Lo único que sabía era que necesitaba recordarle, recordarse, que aún estaban vivos, que nada, ni dioses ni dragones, podían separarlos.

Daemon no esperó más. La levantó con una furia que no era contra ella, sino contra todo lo que había osado atormentarla en sus sueños. La espalda de Rhaenyra golpeó el piso aún manchado de sangre, y el mármol frío contrastó con el calor de sus cuerpos.

No la trató con delicadeza. No podía. La besó como si buscara arrancarle el aire, la respiración, la calma que ella fingía. Sus manos la recorrieron con desesperación, desgarrando la tela, queriendo comprobar que estaba intacta, que no había fuego ni dragón que pudiera arrebatársela.

Ella respondió igual, con uñas en su piel, con mordidas que le hicieron gruñir. No soy tu presa, resonó en su mente. Soy tú igual.

Daemon sonrió contra su boca, sangrando un poco por el labio donde ella lo había mordido. Esa era su Rhaenyra. Esa furia, esa llama que no temblaba aunque el mundo ardiera.

La embistió con fuerza, sus cuerpos chocando en una violencia que era placer y también castigo contra sí mismos. Cada movimiento era un juramento silencioso: mía, mía, mía.

El bebé en su vientre, prueba fehaciente de ello, le daba consuelo al mismo tiempo que lo volvía loco.

Rhaenyra era de él.

Su cuerpo.

Su alma.

Su mente.

Pero en la mente de Daemon no había paz. El caos rugía: la visión de ella ardiendo bajo el fuego de un dragón destrozado, los gritos de sus enemigos, el eco de la risa del Usurpador. Quiso gritar, pero lo que salió fue un gemido desgarrado contra su cuello.

No lo permitirás, susurró Rhaenyra en su mente, su voz como una llama que lo obligaba a creer. No me perderás. Los matarás a todos… ¿no es así? ¿No es lo que prometiste?

Lo jure.

La tomó más fuerte, hasta doler, hasta que el mármol tembló bajo la fuerza de su unión. No era sexo, no del todo: era guerra, era súplica, era la forma que tenían de no derrumbarse frente al destino.

Cuando sus respiraciones se mezclaron en jadeos rotos al llegar a su placer, Daemon apoyó su frente contra la de ella, aún dentro, aún aferrado como si soltarla fuera morir.

“No me mires así,” gruñó, besándola con torpeza. “No vuelvas a temer.”

Ella lo acarició, con dedos ensangrentados de la tela rota, y sus pensamientos llegaron claros, como un golpe seco: Entonces no me dejes sola nunca más.

El silencio que siguió fue distinto al de antes: ya no pesaba como plomo, sino que vibraba con la respiración entrecortada de ambos.

Daemon permaneció sobre ella, la frente apoyada en su cuello, sintiendo cómo los latidos de Rhaenyra golpeaban al mismo ritmo que los suyos. Habían peleado contra sombras, contra dragones invisibles, contra el miedo que se colaba en los sueños… y habían sobrevivido una y otra vez, juntos.

Deslizó una mano hacia su vientre. Estaba tenso, redondeado, cálido. Lo acarició con torpeza al principio debido al temblor de sus manos, como si temiera quebrar algo precioso. Luego se dejó llevar, recorriendo la curva que escondía a su hija.

“Fuego mío,” murmuró contra su piel, su voz apenas un susurro.

Rhaenyra lo miró entonces, los ojos lilas brillando bajo la ceniza que aún manchaba su rostro. Y Daemon sintió que el mundo, por un instante, era solo ella: su vientre bajo su mano, su cuerpo bajo el suyo, su mente unida a la suya como un reflejo.

Es tuya. La certeza atravesó la conexión como un latido. Nuestra. Y nada nos la arrebatará.

Daemon besó el centro de su vientre con una devoción feroz, como si grabara un juramento sobre la piel. Suya. Ella era suya. Para proteger, para poseer, para quemar el mundo si alguien osaba mirarla con deseo o con amenaza.

Al levantar la vista, la vio sonreír cansada, con los labios entreabiertos y el cabello desordenado pegado a la frente. Y se maravilló de nuevo, con un golpe de orgullo que lo dejó sin aire: su Princesa. Su Reina. Su mujer.

La rodeó con un brazo, atrayéndola contra su pecho mientras mantenía la otra mano firme sobre su vientre. No había dragón, ni huevo, ni profecía que pudiera contra ese instante.

“Eres mía,” susurró con la ferocidad de una plegaria.

Y Rhaenyra, con la calma que solo ella podía imponerle, respondió en su mente con ternura abrasadora.

Y tú, mío.

Ambos seguían acostados en el piso, la sangre manchando sus pieles.

El temblor de su vientre bajo su mano lo anclaba a la realidad, pero Rhaenyra no apartaba la mirada del huevo que descansaba en el cofre abierto mientras apoyaba su cabeza en su pecho, su brillo dorado con reflejos rosados iluminando la penumbra del salón como una burla.

“¿Lo ves?” murmuró, con voz quebrada. “La ironía… mi padre… enviarme precisamente el huevo de aquel dragón que, en mis sueños, me destroza. Como si el mismo destino me recordara que todo termina bajo sus llamas.”

Daemon sintió el filo de esas palabras clavarse en su mente, como si fueran suyas. El eco del miedo la envolvía aún, y él lo respiraba con cada exhalación.

La tomó del mentón con firmeza, obligándola a mirarlo. “No,” gruñó, bajo y feroz. “No morirás bajo esa llama. No mientras yo respire.”

La conexión mental se agitó: ¿Y si no puedes detenerlo? ¿Y si es más grande que nosotros?

Daemon se inclinó más, su frente contra la de ella, su mano apretando su vientre con devoción y rabia. “No hay destino escrito que pueda quebrarnos. No cuando las Catorce Llamas arden a nuestro alrededor. Ellas nos han elegido. Ellas te han marcado como suya.”

Rhaenyra dejó escapar un suspiro, y él sintió cómo su miedo se mezclaba con el calor de su fe.

Forjamos nuestro propio destino, pensó él con tanta fuerza que ella lo escuchó como si fuera voz. Con sangre, con fuego… contigo. Esto es bueno Rhaenyra, este huevo no regresara a Poniente, su dragón no caera bajo el control de los Hightower, no perderemos algo tan precioso por la estupidez de tu padre. 

Los ojos lilas de Rhaenyra se humedecieron, pero en su interior ya no había resignación: había ira, y con ella, esperanza. La ira era vida. La ira era fuego.

Daemon bajó la mirada a su vientre, besando la curva que ocultaba a su hija. “Visenya no nacerá para ver tu muerte. Nacerá para ver tu reinado. Para volar sobre el mundo que quememos para ella.”

La risa suave de Rhaenyra vibró contra sus labios. “Hablas como un dios, Daemon.”

“No,” respondió él, alzando la mirada con una sonrisa oscura. “Pero el mundo aprenderá a temer lo que somos, no somos Dioses, Rhaenyra, pero fuimos elegidos por unos, marcados por ellos… bendecidos.”

Ella asintió, su mirada regresando al huevo.

Daemon la ayudó a levantarse, acariciando su vientre con ternura mientras daba un paso al cofre.

El resplandor del huevo bañaba sus rostros. Dorado con reflejos rosados, parecía un corazón latiendo en piedra, una promesa y una amenaza al mismo tiempo.

Rhaenyra deslizó los dedos sobre la superficie, pero su gesto no fue de ternura, sino de rechazo. Lo retiró con suavidad, como si temiera contaminarse con su calor.

“No puede ser para ella,” dijo al fin, su voz tan serena que dolía. “No… no se siente correcto. Este huevo trae consigo demasiado miedo, demasiadas sombras. No quiero que nuestra hija comience su vida marcada por ese presagio.”

Daemon la observó, en silencio primero, mientras el eco de su certeza se filtraba en su mente como fuego líquido. Y comprendió que tenía razón. Lo que había visto en sus sueños no podía ser el don de bienvenida para Visenya.

“Estoy de acuerdo contigo, mi amor.,” murmuró, llevándose el huevo y cerrando el cofre con un chasquido seco. “No será suyo. No cuando tus visiones lo tiñen de muerte.”

El alivio que ella sintió atravesó la conexión mental como una exhalación, suave y cálida.

Daemon la atrajo de nuevo contra sí, su mano firme en su vientre. “Pero entonces…” sus ojos se clavaron en los de ella, oscuros, brillando con un fulgor posesivo. “¿Qué huevo pondremos en la cuna de nuestra princesa? ¿Qué fuego merece el honor de despertar junto a ella?”

La pregunta quedó suspendida entre ambos. Rhaenyra cerró los ojos, y Daemon escuchó el murmullo de sus pensamientos rozar los suyos: uno que no la condene, uno que la eleve…

El silencio del salón, aún impregnado de ceniza y sangre, parecía esperar también una respuesta.

Daemon deslizó un dedo sobre la piel cálida de su vientre y sonrió con esa mezcla de ternura y ferocidad que solo ella conocía. “Habrá un huevo digno de Visenya. Y lo encontraremos, aunque tenga que arrancárselo a Valyria.”

El resplandor del huevo bañaba sus rostros. Dorado con reflejos rosados, parecía un corazón latiendo en piedra, una promesa y una amenaza al mismo tiempo.

Rhaenyra deslizó los dedos sobre la superficie, pero su gesto no fue de ternura, sino de rechazo. Lo retiró con suavidad, como si temiera contaminarse con su calor.

Daemon la observó, en silencio primero, mientras el eco de su certeza se filtraba en su mente como fuego líquido. Y comprendió que tenía razón. Lo que había visto en sus sueños no podía ser el don de bienvenida para Visenya.

Daemon dejó el cofre a un lado, como si con ese gesto pudiera apartar también el mal presagio que traía.

“No ha sido hallado aún,” dijo con convicción. “Ese huevo no pertenece a nuestra hija. Su llama todavía espera. Syrax lo sabe.”

Rhaenyra lo miró con una mezcla de duda y esperanza, y él se permitió acariciar su mejilla antes de continuar.

“La he observado… más inquieta, más pesada. Su vuelo es más corto, más perezoso. Ha pasado largas horas en la cueva que preparamos para ella, removiendo la piedra con su fuego. Syrax pondrá otra nidada pronto. Estoy seguro. Y uno de esos huevos será para Visenya.”

El eco de alivio en la mente de Rhaenyra fue tan real como el calor de su cuerpo contra el suyo.

Daemon se inclinó y le besó la frente, antes de levantarla entre sus brazos. “Basta por hoy. No quiero que la sangre de traidores manche más tu piel.”

Salieron del salón en silencio. Sus ropas estaban desgarradas, apenas colgando de sus cuerpos. Los sirvientes que aguardaban en los pasillos bajaron la vista de inmediato, fingiendo ocuparse de jarras, paños y cubetas. Ninguno osó hablar, aunque el rubor en sus mejillas delataba lo que habían comprendido.

Daemon lo disfrutó. Que vieran. Que supieran a quién pertenecía la Princesa, quién la poseía y la protegía.

Atravesaron el corredor hasta sus aposentos. Rhaenyra mantenía la cabeza erguida, la dignidad intacta, aunque iba descalza y cubierta de marcas. Él, en cambio, avanzaba con una sonrisa torcida, la mano firme en la curva de su vientre, como un estandarte.

Las puertas se cerraron tras ellos, dejando afuera a los susurros.

Dentro, el agua humeante ya esperaba en la gran bañera de mármol negro. Daemon dejó a Rhaenyra sobre un diván cercano y comenzó a despojarse del resto de las telas manchadas. Sus músculos ardían aún con la tensión, pero sus ojos no se apartaban de ella.

La Princesa, su mujer, su llama. Y dentro de ella, su hija.

Daemon ayudó a Rhaenyra a despojarse de la tela que aún colgaba de su cuerpo.

La tomó en brazos y la llevó a la bañera de mármol negro, donde el agua humeaba, perfumada con hierbas. La sumergió despacio, como si depositara a una diosa en su altar.

Se arrodilló junto a ella, empapando un paño y comenzando a limpiar cada trazo de sangre seca, cada mancha oscura. Sus dedos recorrían su cuello, sus brazos, su espalda. No había lujuria en ese momento, sino devoción. La miraba como un hombre que contempla lo sagrado, como si la piel de Rhaenyra fuese el templo de todas las Catorce Llamas.

Y sin embargo, el brillo del agua reveló lo que había intentado ignorar: las sombras en sus clavículas, demasiado marcadas, como cuchillas bajo la piel. La línea de sus hombros, más fina de lo que recordaba.

“Te falta carne en los huesos…” murmuró, con el ceño fruncido, pasando la yema de sus dedos por la curva afilada. El gesto de preocupación lo endureció más que cualquier batalla.

Rhaenyra rió suave, con cansancio, inclinándose hacia él. “Lo mismo podría decir de ti.”

Daemon bajó la vista a su propio cuerpo: músculos tensos, pero la piel pegada al hueso más de lo que debería. El recuerdo lo golpeó como un puño: meses sobreviviendo en Valyria, con poco más que pescado y agua, su hijo en brazos, su mujer embarazada, y la certeza de que en cualquier momento la tierra maldita podía tragárselos.

El eco de aquel hambre, de aquella espera interminable en ruinas ardientes, lo hizo apretar la mandíbula.

Rhaenyra lo tomó de la mano, llevándola a su vientre. Estamos vivos, pensó con claridad, y Daemon lo sintió como un abrazo mental. Salimos de allí. Y ahora nuestra hija crecerá fuerte. No permitas que la sombra de la escasez nos robe este momento.

Daemon la miró, y el peso de la furia y el miedo se disolvió un poco. La besó en el hombro húmedo, dejando que el agua arrastrara la ceniza, y asintió.

“Estamos vivos,” repitió, agradecido.

Daemon pasó el paño una vez más por la piel de Rhaenyra, esta vez con suavidad, como si la caricia fuera más un juego que un deber. Ella lo miró de reojo, con esa media sonrisa que tanto le incendiaba el pecho.

“Pareces una septa devota con tanta reverencia,” murmuró, divertida.

Él resopló y le mordió suavemente el hombro, lo suficiente para arrancarle una risa breve que retumbó en la bañera. “Una septa jamás tocaría así a su diosa.”

Por un instante, el peso de los sueños y los presagios se desvaneció. Eran solo él y ella, riendo como amantes cansados, mojados hasta los huesos, vivos.

La puerta se abrió con cautela y dos sirvientes entraron en silencio, llevando toallas limpias y jarros de agua fresca. Mina, la doncella más cercana a la Princesa, traía sobre los brazos un vestido de seda color marfil bordado en hilos dorados.

“Alteza,” dijo con una reverencia, sin atreverse a alzar la mirada. “He pensado que este sería digno para usted.”

Rhaenyra arqueó una ceja, divertida por la timidez de la joven, y Daemon escuchó en su mente el destello de su pensamiento: al menos alguien me trata como reina y no como reliquia maldita.

Daemon rió bajo, captando el hilo de su burla, y extendió una mano para que la ayudaran a salir. Los sirvientes la envolvieron en mantas tibias y Mina presentó el vestido como si ofreciera un tesoro robado a los dioses.

Mientras tanto, el paje de Daemon entró corriendo, torpe, con un par de botas recién pulidas. Se arrodilló frente a él con manos temblorosas.

Daemon lo observó un segundo, serio, hasta que el muchacho levantó la vista con pánico. Entonces, sin previo aviso, Daemon extendió la pierna y lo empujó suavemente con la punta del pie mojado. El paje perdió el equilibrio y cayó de espaldas, lo que arrancó otra risa clara de Rhaenyra.

“Ponte de pie, muchacho,” gruñó Daemon, aunque sus labios se curvaban en una sonrisa torcida. “Si vas a ponerme las botas, hazlo sin parecer un cervatillo recién nacido.”

El paje se levantó apresurado, rojo como un rubí, y esta vez lo ayudó con mayor firmeza.

Rhaenyra, ya vestida con la seda marfil, se dejó peinar por Mina mientras Daemon ajustaba el cinturón y recogía Dark Sister. Por un instante, en medio del vapor, la risa y la torpeza de los sirvientes, parecían una pareja cualquiera, preparándose para una velada y no para otro día de guerra.

Daemon la miró de nuevo, espléndida en su vestido, y pensó con un orgullo feroz: sí, que me la miren todos. Pero que recuerden que es mía.

Daemon se dejó caer en el diván, aún con el cabello húmedo pegado a la frente. Señaló con un gesto brusco a Eren, que aguardaba inquieto cerca de la puerta.

“Tráeme una bandeja. Pan, carne, fruta. Y rápido.”

El niño salió corriendo, y en pocos minutos regresó con dos sirvientes más, depositando sobre la mesa una fuente rebosante de uvas, granadas abiertas, pan recién horneado y tiras de carne asada que aún humeaban.

Daemon lo despidió con un movimiento seco de la mano, y tomó a Rhaenyra por la cintura, haciéndola sentar sobre su regazo. Ella dejó escapar una risa breve, medio protesta, medio rendición, mientras él la rodeaba con un brazo.

“Comerás antes de volver a jugar a la reina de mármol,” murmuró contra su oído, la voz baja, posesiva.

Rhaenyra giró apenas el rostro para mirarlo, con esa chispa de burla que siempre lo desarmaba. “¿Y si no tengo hambre?”

Daemon tomó una uva entre sus dedos y la acercó a sus labios. “Entonces la tendrás.” La deslizó con suavidad en su boca, observando cómo sus labios se cerraban sobre su piel.

La Princesa lo miró desde la fruta, mordiéndola despacio, y la conexión mental se encendió con un destello de picardía. Sabes bien lo que haces.

Él sonrió, oscuro, y llevó otra pieza a su boca, pero esta vez la ofreció a medio camino, de modo que ella tuvo que inclinarse y morder de sus labios.

“Así,” susurró, acariciando su vientre con la otra mano mientras la alimentaba como a una llama que debía arder siempre fuerte. “Nada ni nadie te faltará mientras yo exista.”

Por un momento el salón desapareció. Solo estaban ellos, su risa, la fruta dulce en sus bocas, y el calor de su hija creciendo entre ambos.

Pero al fondo, Daemon no olvidaba lo que lo esperaba: Harwin, Arlie, los hombres que necesitaban órdenes. La sangre de traidores ya se había secado en el mármol, y la guerra aún exigía su presencia.

Pronto tendría que levantarse.

Pero no antes de darle a su mujer una última uva, con la certeza de que en sus brazos estaba todo lo que valía la pena proteger.

Daemon limpió con el pulgar un rastro de jugo de granada de los labios de Rhaenyra y lo llevó a su propia boca con una sonrisa torcida. Ella se recostó un instante más en su pecho, pero él ya sentía cómo el peso del deber regresaba a sus hombros.

Se inclinó hacia ella, besando su frente. “Basta por ahora. Mis hombres esperan.”

Rhaenyra asintió, acariciándole la mano sobre su vientre. No dijo nada más, pero en su mente resonó un murmullo de advertencia: no te demores demasiado.

Daemon se levantó, ajustando la espada al cinto, y se volvió hacia la puerta. “Eren.”

El muchacho apareció de inmediato, todavía ruborizado por haber presenciado más de lo que debía mientras servía la bandeja.

“Dile a Ivor que lleve el huevo a las cuevas de lava,” ordenó Daemon, su voz firme y sin lugar a dudas. “Quiero que lo coloque en una cavidad apartada, lejos de las otras, donde nadie lo vea ni por accidente.”

Eren tragó saliva y asintió con seriedad, inclinando la cabeza.

“Y dile que si alguien pregunta por él…” Daemon lo miró con los ojos encendidos, asegurándose de que el niño comprendiera, “…no existe. ¿Entendido?”

“Sí, mi señor.”

El pequeño salió corriendo con la urgencia de quien carga un secreto demasiado grande para su estatura.

Daemon observó la puerta cerrarse, y un pensamiento oscuro vibró en su mente. Que duerma ahí, lejos de mis ojos. Si alguna vez despierta, será bajo mi voluntad, no bajo la sombra de un presagio.

Con un último vistazo a Rhaenyra, que lo seguía con la mirada desde el diván, con una mezcla de orgullo y desconfianza, Daemon salió al pasillo rumbo al salón donde lo aguardaban Harwin, Arlie y los demás.

El brasero ardía en la sala lateral, proyectando sombras largas sobre la piedra desnuda. El humo mezclado con hierro y ceniza impregnaba el aire. 

Daemon esperaba de pie, las manos tras la espalda, con Dark Sister apoyada sobre la mesa como un recordatorio de quién dictaba el ritmo allí.

El calor abrumador de la sala era terriblemente incómodo para todos menos los Targaryen y Daemon amaba el poder adicional que el control sobre algo tan aparentemente insignificante, le daba.

Harwin entró con paso firme, inclinó la cabeza en un saludo breve y esperó. No había sillas; Daemon no se las ofrecía a aquellos que no consideraba amigos.

“Habla.” ordenó el príncipe, sin rodeos. “¿Qué noticias me traes de la capital? ¿Cómo recibió mi hermano las cartas?”

Harwin inspiró hondo. “El rey… el rey recibió la noticia con alegría, mi señor. Lloró de alivio al saber a la Princesa viva. Proclamó ante todos que cualquier rumor de su muerte era una mentira vil. Mandó pregonar en Desembarco que su heredera vive, fuerte y protegida. Reprendió a Mellos y a la Reina en la Corte por atreverse a repetir lo contrario.”

Daemon ladeó la cabeza, incrédulo. “¿Viserys llorando? Habría apostado a que no quedaban lágrimas en ese hombre.”

Harwin se mantuvo firme, aunque bajó la voz con cautela. “Lloró, sí, mi señor. Conmovido de verdad. La corte lo vio.”

El silencio que siguió fue pesado. El chisporroteo del brasero llenó el espacio mientras Daemon medía esas palabras. Sentía en el fondo de su mente la vibración de Rhaenyra, un murmullo que no era voz pero lo envolvía como fuego suave: Mi padre aún me ama.

Daemon apretó la mandíbula, desechando esa ternura. Amor o no, sabía lo fácil que era torcer la voluntad de su hermano.

El amor no le impide lastimarte. 

“¿Y qué dicen en los Reinos?” preguntó al fin, su tono bajo y cortante.

Harwin se aclaró la garganta, incómodo. “Persisten los rumores. Dicen que vos y la Princesa volasteis a Valyria y moristeis en sus ruinas. Que fueron los dragones quienes regresaron solos. Otros hablan de la guerra que se ha desatado en Volantis; que el comercio es precario, que los puertos apenas funcionan y que las galeras mercantes se arriesgan a zarpar. Y esa inestabilidad se siente también en los Stepstones. La ruta es insegura, los capitanes dudan. Vuestros enemigos aprovechan cada historia para sembrar dudas.”

Daemon caminó despacio alrededor de Harwin, como un lobo rodeando a su presa. “Rumores…” masculló. “Siempre hay un cobarde dispuesto a torcer la verdad para darle forma a su miedo.”

“Lo cierto, mi señor,” añadió Harwin con cuidado, “es que esos rumores se esparcen rápido. Los Hightower y sus aliados no pierden ocasión de repetirlos. No dudan en susurrar que los dragones traen muerte, no salvación.”

Daemon se detuvo frente a él, tan cerca que Harwin pudo sentir el calor del brasero reflejado en la mirada del príncipe. “Déjalos susurrar. Mientras tiemblen al pronunciar su nombre, mi esposa será más fuerte que todos ellos juntos.”

Harwin asintió, aunque sus manos se crisparon contra los muslos. Hubo un silencio largo, roto apenas por el rugido distante de Caraxes.

Daemon alzó la voz otra vez, con tono helado: “Has hecho bien en traerme esta información. Pero recuerda, Harwin, que la lealtad se mide también en la distancia que guardas. No me gusta verte demasiado cerca de mi esposa.”

El golpe de las palabras fue tan nítido como una espada desenvainada. Harwin no respondió de inmediato; bajó la vista, apretó la mandíbula y se inclinó en reverencia.

“Como ordenéis, mi señor.” 

Daemon lo observó un instante más, hasta que se aseguró de que el mensaje había calado. Entonces volvió a la mesa, tomó a Dark Sister y acarició la empuñadura con una sonrisa oscura.

“Diles que murmuren lo que quieran,” dijo sin girarse. “Nosotros escribiremos la verdad con fuego.”

Harwin no se movió tras la última advertencia. Permaneció rígido, la sombra de un hombre que cargaba algo más en el pecho. Finalmente, levantó la mirada, con un dejo de osadía.

“Mi señor… quisiera ver a mis hermanas. Han pasado meses desde la última vez. Solo un instante. Sé que están al servicio de la Princesa, y que su deber es primero, pero…”

Daemon lo interrumpió con un gesto, afilado como un tajo. Lo observó en silencio, los ojos entornados, la mente ya encendida en cálculos.

No debo permitir que piense que tiene derecho a pedirlo. Ni él, ni nadie. La imagen debe sostenerse: el poder final es de ella, no mío. Yo soy su espada, su escudo y su mensajero. Y quien quiera una respuesta, debe inclinarse ante la Reina de Fuego.

“Sabes tan bien como yo,” dijo Daemon al fin, su voz grave, “que no me corresponde a mí darte esa respuesta. Solo la Princesa puede autorizarlo. No hay palabra mía que pueda abrirte paso hasta ellas sin su consentimiento.”

Harwin tragó saliva, asintiendo despacio. El brillo de frustración en sus ojos fue imposible de disimular.

Daemon lo percibió y sonrió con frialdad. “Tu lealtad es hacia ella, Harwin. No lo olvides. Si deseas ver a tus hermanas, inclínate ante su voluntad. No ante la mía.”

El silencio volvió a caer, espeso, hasta que Harwin bajó la vista en reverencia. “Como ordenéis, mi Príncipe.”

Daemon se permitió un paso atrás, dándole aire, pero su mente seguía encendida, midiendo cada ángulo de aquella escena. Que quede claro: yo impongo miedo, yo mantengo el filo, pero la autoridad, la llama eterna, es suya. Que nadie lo dude. Ni siquiera él. No podemos permitirnos errores.

El rugido de Caraxes volvió a resonar en la distancia, como un eco de aquel pensamiento.

Daemon dejó atrás la sala de Harwin con la certeza de haber puesto al perro en su sitio. Ahora le tocaba escuchar a quienes custodiaban su isla, porque nada lo irritaba más que la sospecha de ojos ajenos rondando lo que era suyo.

Wayne lo aguardaba en su solar, junto al capitán que había comandado el último tramo de la travesía hacia Prūmia. Ambos se pusieron de pie al verlo entrar; la presencia del príncipe llenó el espacio como un filo desenvainado.

“Quiero informes.” dijo sin preámbulo. “¿Alguien osó acercarse a nuestras rutas? ¿Hubo intentos de espionaje? ¿Algún ataque?”

Wayne, siempre sólido, respondió primero. “Hasta donde hemos visto, no, mi señor. Pero sí hemos recogido rumores en los puertos cercanos. Dicen que vuestros barcos fueron atacados en Pentos, un abordaje fallido que costó caro a los asaltantes. La noticia ha corrido por los muelles.”

Daemon ladeó la cabeza hacia el capitán, que permanecía con el ceño fruncido, nervioso. “Habla. No te pagamos por callar.”

El hombre tragó saliva antes de hablar. “Es cierto, mi señor. El ataque fue rápido, mal planeado… pero hubo algo más. Encontramos un polizón.”

Las palabras dejaron un silencio pesado.

“¿Un polizón?” Daemon repitió, avanzando un paso, la sombra de su figura cayendo sobre el capitán.

“Sí, mi señor. Una sirvienta. Se había escondido entre los fardos de grano. Como estaba ordenado, no pasó del primer control. Fue detenida en el primer punto de inspección. Ahora está retenida allí, bajo guardia, me llegó el informe por los capitanes que hicieron puerto en las Islas del Verano, donde recogí a los viajeros.”

Daemon lo observó sin pestañear, midiendo cada palabra. Su mente se endureció como hierro al rojo vivo.

La primera vez. Alguien lo intentó. No un mercader imprudente, no un espía disfrazado de marinero, sino una mujer humilde, una sirvienta. ¿Quién la mandó? ¿Qué sabía?

El brasero chisporroteó, pero nadie se movió.

Finalmente, Daemon dejó escapar una risa seca, oscura. “Así que al fin, alguien se atrevió.”

Sus ojos lilas brillaron con peligro al fijarse en Wayne y el capitán. “Quiero verla. Ningún rumor, ninguna excusa. Tráedla ante mí. Y que nadie más sepa de esto, ¿entendido?”

Ambos hombres asintieron con firmeza, sabiendo que la furia de un dragón estaba a punto de desatarse en carne y hueso.

La noche había caído sobre la isla, y el salón principal estaba casi vacío. Las antorchas crepitaban contra las columnas negras mientras Daemon extendía un mapa sobre la mesa, los pliegues marcados por el uso constante. Rhaenyra, aún en su vestido marfil, se inclinaba junto a él, los ojos fijos en los símbolos de escuadrones y fortalezas.

“Arlie Ryger debe tener autoridad absoluta en Volantis,” dijo Daemon, con tono cortante. “Si Laenor intenta disputarle decisiones, la cadena de mando se quiebra. Y si se quiebra, todo lo que hemos construido se vendrá abajo.”

Rhaenyra pasó un dedo sobre el mapa, siguiendo la línea que representaba las galeras. “Laenor es inconstante, pero no es tonto. Si sabe que su posición depende de mi voluntad, obedecerá. Lo que debemos asegurar es que nadie más en la ciudad cuestione las órdenes de Arlie.”

Daemon la observó de reojo, la devoción mezclada con la sospecha de todo lo que tocaba su mundo. 

“Entonces será cuestión de números,” respondió, empujando unas fichas de madera en el tablero. “En Volantis tenemos setecientos hombres, entre lanceros y arqueros. Aquí en Prūmia contamos con los escuadrones de Obsidiana y Rubí: doscientos cincuenta en total, disciplinados, marcados. Y con el escuadrón Diamante bajo el mando de Aegon, aunque aún es solo un niño, son cincuenta más que podemos disponer, me temo que los escuadrones de los gemelos no están completos todavía.”

Rhaenyra asintió, calculando en silencio. “Eso nos da alrededor de mil. Suficiente para mantener el control en Volantis y defender la isla si fuese necesario. Pero debemos considerar la flota de Ferrego. Es leal, pero no eterna. Los triacas cambian de lealtad como cambian de capa.”

Daemon apoyó ambas manos sobre la mesa, inclinado hacia ella. “Con mil hombres marcados por fuego y dragón, no importa qué triaca reine en Braavos o en Pentos. No nos desafiarán. No si temen que un solo error signifique ser devorados y ahí tenemos alianzas que nos ayudarán a reclutar, a diferencia de la zona de la Triarquía.”

En la mente de Daemon, la voz de Rhaenyra llegó clara, como si el pensamiento fuera suyo: Y aún así, no basta. Para asegurar nuestro futuro, necesitamos más. Siempre más.

Él sonrió con esa sombra de ferocidad que solo ella reconocía. “Entonces más tendremos. Pero primero, haremos que Laenor obedezca. Arlie dará las órdenes, y Laenor las seguirá. Que quede claro para todos: no hay discusión cuando la Princesa ya ha hablado.”

Daemon movió otra ficha sobre el mapa, un disco de obsidiana que representaba a los arqueros. “Mil hombres no bastan para sostener dos frentes si el mar se enciende. Necesitamos al menos quinientos más en Volantis, y otros quinientos aquí, listos para embarcarse cuando lo ordenemos, eso, sin hablar de la compañia, he sido informado que ya se ha logrado reclutar trescientos hombres, pero estan siendo entrenados, no seran útiles en por lo menos un año.”

Rhaenyra se inclinó, los dedos rozando las fichas, su mirada tan fija como el filo de una espada. “¿De dónde los sacaremos? No podemos confiar en mercenarios sueltos, y la lealtad comprada se vende al mejor postor.”

Daemon la observó con un destello de orgullo feroz. 

“De los nuestros,” dijo al fin. “Los hombres que volvieron marcados del templo. Los hijos de las islas que ya nos sirven y ven en ti algo más que carne y hueso. Si la mitad de los puertos de Volantis escuchan tu nombre como promesa y no como amenaza, acudirán solos a ofrecerse. Y si no…” Sonrió con un filo oscuro. “…los forzaremos, la guerra ha tocado a sus puertas, la desesperación gobierna ese lugar, necesitamos aprovechar el momento tanto como para finalmente conquistar el lugar y tenerlo bajo nuestro mando, como para empezar a desarrollarlo como una potencia para la guerra.”

Rhaenyra no respondió de inmediato. El silencio se llenó con el crepitar de las antorchas, hasta que sus pensamientos rozaron los de Daemon como un murmullo ardiente: Más hombres, más dragones, más fuego. No aceptaremos menos.

Daemon se inclinó sobre el mapa, pero esta vez no movió ninguna ficha. La miró, el rostro serio, y habló con la voz más baja de la noche.

“Hoy recibí un informe. Hubo un intento de espionaje.”

Rhaenyra giró el rostro de inmediato, los ojos lilas clavándose en él. “¿Qué dices?”

“Un polizón,” explicó, cada palabra medida. “Una sirvienta escondida entre los fardos de grano, en el barco que nos trajo el primer tramo. Fue detectada en el primer punto de control, como está ordenado, y retenida allí. Nadie más lo sabe.”

El silencio que siguió pesó como plomo. La conexión mental se encendió con el filo de la cólera de Rhaenyra: La primera vez.

Daemon asintió apenas, percibiendo su furia como propia. “Sí. La primera vez. No sé si fue enviada por los Hightower, por la Fe, o por algún perro con ansias de oro. Pero lo intentaron. Y eso significa que alguien ya piensa que merece la pena morir por descubrirnos, tardaron más de lo que esperé, no habíamos tenido ningún intento desde que dejamos Volantis.”

Rhaenyra apoyó ambas manos sobre la mesa, inclinándose hacia él. Su voz fue un susurro, pero el fuego vibró en su mente: “Entonces que aprendan lo que significa fallar, esta claro que la confirmación de que estoy viva pero lejos de Volantis ha de tener a Otto preocupado, desesperado por información, hay que mantenerlo así, a oscuras, no quiero que nada salga de este lugar, Daemon, haz una nueva ronda de interrogatorios a los marineros, que a nadie si quiera se le pase por la cabeza traicionarnos.”

“Como lo ordenes, esposa.” Daemon ya estaba planeando sus siguientes días, Dark Sister tenía sed y Daemon estaba más que feliz de darle sangre.

El salón de banquetes no tenía la pompa de los de Desembarco, pero la piedra negra y las antorchas le daban una solemnidad cálida, casi familiar. La mesa estaba servida con pescado fresco, pan horneado esa tarde y vino especiado para las damas, té y jugos para  Rhaenyra, como siempre.

Daemon se sentó al lado de Rhaenyra, que tenía a Aemmon en brazos. Él cargaba al Viserys con naturalidad, como si fuera un tesoro demasiado valioso para delegar en manos ajenas. Sus dragones podían devorar ejércitos, pero esos pequeños cabellos de plata lo hacían sentir más dueño del mundo que cualquier victoria.

A un extremo, Aegon comía de la mano de Mina, la niñera, que lo vigilaba con paciencia. El niño balbuceaba entre bocados de pan mojado en caldo, soltando sonidos incoherentes que arrancaban sonrisas alrededor de la mesa.

Lady Brienne, alta e imponente, trataba de mantener la compostura, pero no podía evitar la ternura al mirar a los bebés. Las hermanas Strong cuchicheaban entre ellas, aunque alzaron la vista cuando Rhaenyra habló.

“Ser Harwin ha llegado a la isla,” anunció con tono sereno, acariciando la cabeza de la criatura que dormía en su regazo. “Podéis ver a vuestro hermano con libertad. No hay cadenas para los leales, ni muros para la sangre.”

Anya y Catelyn intercambiaron una mirada emocionada; era evidente que la noticia las atravesaba más de lo que podían decir en voz alta. Lady Prunella, siempre discreta, inclinó la cabeza en aprobación, su sonrisa leve y diplomática.

Daemon se reclinó un poco en su asiento, el niño contra su pecho, y dejó que las palabras de su mujer se expandieran en el salón. 

Aegon golpeó la mesa con la mano regordeta, balbuceando algo que sonó como “mu mu no”. Mina rió suavemente, y Rhaenyra giró el rostro hacia él con ternura, sus ojos suavizados por un instante que ni dragones ni conspiraciones podían robarle.

Daemon sintió que la tensión del día se disolvía, aunque fuera solo por ese momento. El rugido de Caraxes en la lejanía, la mirada atenta de Brienne, las risas contenidas de las Strongs, el murmullo diplomático de Prunella… y en el centro de todo, Rhaenyra, con un bebé en brazos, radiante como el fuego mismo.

El salón estaba animado, lleno del aroma de pescado y pan recién horneado. Las llamas de las antorchas daban un calor amable mientras Aegon, en su silla alta, golpeaba la mesa con la mano regordeta, arrancando risas a Mina, que intentaba mantenerlo concentrado en su comida.

Brienne tenía a su hijo pequeño, Joffrey Velaryon, sentado cerca. El niño reía entre bocados, y su madre lo ayudaba con paciencia, limpiándole la barbilla cada vez que se ensuciaba con el caldo.

“Ha mejorado mucho,” comentó Brienne, acariciando la cabeza del niño con ternura. “Ya casi no enferma como antes. Tiene el apetito de su padre… y la obstinación de los Poole.” La mesa estalló en risas suaves.

Fue Lady Prunella quien desvió el tema hacia el otro Joffrey. “¿Y qué hay de Ser Joffrey Lonmouth? He oído que su herida cicatriza bien.”

Brienne asintió, aunque su gesto se tensó apenas. “Sí, está mejor. Incluso ha comenzado a hablar de volver a Volantis. Dice que no soporta estar quieto, y que la ciudad lo necesita.”

Daemon dejó la copa sobre la mesa con un golpe seco, estudiando la reacción de todos. Lonmouth recuperando fuerzas, deseando volver… ¿es impaciencia, o simple excusa para volver a Laenor?

La chispa de Rhaenyra lo alcanzó en la mente, suave pero firme:

Si quiere regresar, podemos usarlo. Un caballero de su fama podría reclutar hombres para nuestras filas. Y como rehén, nunca dejará de obedecernos.

Daemon bajó la vista al niño en sus brazos, que se removía con un balbuceo, y luego volvió la mirada a su mujer. Sus ojos lilas brillaban con esa mezcla de ternura y cálculo que tanto lo fascinaba.

Sí, le respondió en silencio. Un capitán ideal para ampliar nuestro ejército. Y su lealtad nunca será absoluta… por eso mismo nos sirve, pondremos marineros leales, Laenor y él no deben encontrarse en sus misiones más que con nuestro permiso...

Aegon golpeó de nuevo la mesa y soltó un balbuceo tan claro que todos rieron, rompiendo la tensión invisible que corría bajo la superficie de la cena. Brienne aprovechó para distraerse con su hijo, Lady Prunella se inclinó hacia las Strongs para un comentario trivial, y la conversación retomó su tono ligero.

Pero Daemon sabía que, entre risas y frutas compartidas, él y Rhaenyra ya habían decidido el destino de Ser Joffrey Lonmouth.

La conversación siguió ligera durante unos instantes más, entre risas y los balbuceos de Aegon, que Mina lograba distraer con trozos de fruta. Brienne, entretenida con su pequeño Joffrey, apenas notó cuando la Princesa la llamó por su nombre.

“Lady Brienne.”

Brienne alzó la vista de inmediato, seria como siempre ante la voz de su señora.

“Mañana,” dijo Rhaenyra con suavidad, meciendo al bebé en sus brazos, “traedme a Ser Joffrey. Quiero hablar con él.”

No hubo explicación, ni matices, solo la orden vestida con un tono cordial. Brienne asintió con respeto. “Como deseéis, mi Princesa.”

Daemon observó en silencio, pero sintió en la mente el eco del pensamiento de su mujer, claro como una chispa: Será mañana. Él no debe intuir aún lo que buscamos de él, será más fácil de controlar si no se da cuenta de sus cadenas.

La cena fue cerrando poco a poco. Los sirvientes retiraron los restos de pan y cerdo, dejando la mesa limpia mientras las damas se despedían con reverencias. Aegon comenzó a frotarse los ojos, cada vez más torpe en sus movimientos, y Mina lo levantó en brazos. El niño apoyó la cabeza en su hombro, aún mascullando balbuceos somnolientos.

Rhaenyra entregó al bebé que había tenido en brazos a una de las doncellas, vigilando que fuese envuelto con cuidado antes de llevárselo a la cámara infantil. Daemon hizo lo mismo con el pequeño que había sostenido él, y no apartó la vista hasta asegurarse de que ambos eran acostados en cunas adornadas con telas suaves y vigiladas por guardias en la entrada.

La intimidad de la rutina llenó el aire: sirvientas acomodando mantas, susurros apagados, las risas suaves de las Strongs mientras comentaban entre ellas.

Finalmente, Daemon y Rhaenyra caminaron juntos hacia sus aposentos. El murmullo del mar llegaba amortiguado desde la costa, mezclado con el rumor de los dragones en la distancia. El príncipe rodeó con un brazo la cintura de su esposa, y por un instante, todo se sintió cómodo, seguro, hogareño.

El fuego aguardaba en la chimenea de su cámara, y con él, el descanso.

El amanecer apenas teñía de rosa las cortinas cuando un llanto insistente rompió la calma. No era el llanto desesperado de un infante, sino el reclamo furioso y caprichoso de Aegon, que exigía atención inmediata.

Daemon abrió un ojo, gruñendo bajo. “Ya empieza…” murmuró, aunque la sonrisa en su boca lo delataba.

Rhaenyra se incorporó primero, el cabello despeinado cayéndole sobre los hombros, y lo recibió en brazos apenas Mina entró con el niño. Aegon se agitaba, pataleando, hasta que se encontró acunado contra el pecho de su madre. Entonces, como por arte de magia, los sollozos se convirtieron en balbuceos, sonidos dulces y desordenados que la Princesa escuchó con ternura.

“No quiere soltarme,” dijo, sonriendo mientras acariciaba la cabeza plateada del pequeño. “Está inquieto… como si hubiera soñado algo.”

Daemon se giró sobre el lecho, apoyando un brazo bajo la cabeza, y los observó un instante: Rhaenyra con el niño en brazos, iluminada por la luz suave del amanecer, parecía una pintura viva. Pero la mesa del rincón ya estaba cubierta de pergaminos sellados: informes llegados desde la capital la noche anterior, esperando a ser leídos.

Con un suspiro, se incorporó. “Ven aquí, pequeño dragón.” Extendió los brazos hacia su hijo, que al principio se aferró con fuerza a la tela del vestido de su madre.

“Daño no te hará,” murmuró Rhaenyra, intentando soltarse con delicadeza.

Aegon protestó con un quejido, hasta que Daemon lo tomó contra su pecho. Lo alzó con facilidad, lo meció con un movimiento firme y seguro. “Mira,” le dijo en voz baja, casi como si le hablara a un soldado testarudo. “Tu madre tiene trabajo de reyes. Tú y yo veremos los dragones.”

El niño parpadeó, indeciso, y al fin dejó escapar un balbuceo curioso, apoyando la cabecita contra el hombro de su padre.

Daemon lanzó una mirada triunfal a Rhaenyra. “Ve. Lee tus informes. Yo me encargo de este.”

Ella sonrió, inclinándose para besar suavemente la frente de su hijo antes de entregarlo. “Solo un rato, o volverá a pedirme.”

“Entonces que lo pida,” respondió Daemon, caminando hacia la ventana con el niño en brazos, señalándole con el dedo el cielo donde se escuchaba a lo lejos el rugido de Caraxes. “Que aprenda temprano lo que significa ser hijo de dragones.”

Rhaenyra suspiró, tomó el primer pergamino y lo abrió, mientras la habitación se llenaba con el murmullo suave de Aegon, ya calmado, en brazos de su padre.

La bandeja del desayuno llegó poco después: pan tibio con miel, queso fresco, pescado ahumado y una jarra de leche caliente. Los sirvientes lo depositaron en la mesa baja, y Daemon los despidió con un gesto seco. No quería ojos ajenos en ese instante.

Rhaenyra se acomodó contra los cojines, aún con el cabello suelto y los párpados pesados. No probó bocado al principio; se limitó a mirar cómo Aegon, sentado entre ambos, estiraba las manos hacia la bandeja con curiosidad.

Daemon le dio un trozo de pan y el niño lo mordió con un balbuceo victorioso. La Princesa sonrió, pero luego apoyó la frente en la mano, con un gesto de cansancio.

“No me siento bien hoy,” admitió en voz baja. “No es nada grave… solo necesito un poco de calma.”

Daemon la observó con detenimiento, la mandíbula tensa. Pasó un brazo por detrás de su espalda y la atrajo contra su costado, besándole la sien. “Entonces tendrás calma. Yo me ocuparé de nuestro pequeño dragón. Tú descansa.”

Aegon, ajeno a la conversación, golpeaba la mesa con el trozo de pan como si fuera una espada. Rhaenyra rió suavemente, pese a su fatiga.

Daemon lo levantó con facilidad, haciéndolo girar en el aire hasta arrancarle una risita. “Vendrás conmigo, muchacho. Hay reuniones que necesitan un rugido más fuerte que el de tus tíos soldados.”

Rhaenyra lo miró con ternura, pero también con alivio. “Ten cuidado con él. Es travieso cuando se entusiasma.”

Daemon arqueó una ceja, esbozando una sonrisa torcida. “¿Y yo no lo soy?”

Se inclinó para besarla en los labios, breve y firme, antes de enderezarse con el niño en brazos. Aegon lo señalaba todo con dedos regordetes, emitiendo sonidos que parecían órdenes incomprensibles.

“Lo mantendré entretenido,” prometió Daemon. “Tú quédate aquí. Lee, duerme, sueña… lo que quieras. Yo me ocuparé de que nadie interrumpa tu paz.”

Rhaenyra lo observó salir con su hijo, y por un instante, entre el cansancio y la quietud, el mundo se redujo a lo esencial: la seguridad de su familia, la rutina de un hogar, el fuego guardado en la intimidad de la isla.

La sala de reuniones estaba fresca, las ventanas abiertas al aire salino del mar. Wayne y dos capitanes aguardaban ya, de pie, con los pergaminos de registro apilados sobre la mesa. El ambiente era solemne hasta que Daemon entró, Aegon sentado en su brazo izquierdo como si fuese parte de su armadura.

El niño, lejos de asustarse, agitaba los brazos como si diera órdenes a la sala entera.

“Vamos al grano,” dijo Daemon, tomando asiento sin apartar al pequeño de su regazo. “Quiero que interroguen otra vez a todos los marineros. Uno por uno. Sabéis que es rutina cada vez que un barco toca nuestra isla… y no habrá excepción ahora.”

Wayne inclinó la cabeza, sin sorpresa. “Sí, mi señor. Ya he preparado a los hombres. Nadie saldrá de los muelles hasta que la revisión esté completa.”

Daemon asintió, complacido. Aegon eligió ese momento para soltar una risita, tirando de la capa de su padre como si quisiera participar en la orden.

Eren, el paje, estaba cerca, inquieto, observando todo con los ojos muy abiertos. Cuando Aegon lo miró, curioso, el muchacho le hizo una mueca exagerada, cruzando los ojos y sacando la lengua. El niño estalló en carcajadas, golpeando con la manita el pecho de Daemon.

El príncipe lanzó una breve mirada a Eren, severa pero no cruel. “Bien. Si lo haces reír mientras trabajo, eres más útil de lo que pensaba.”

El paje enrojeció, pero volvió a doblar el gesto, arrancando otra risa aguda de Aegon que se contagió en la sala. Incluso Wayne permitió que se le escapara una media sonrisa antes de recomponerse.

Daemon retomó el tono firme, acariciando distraídamente la espalda de su hijo. “Si uno de esos marineros oculta algo, lo sabremos. No me importa si creen que es rutina o un juego… aquí nadie pone pie en la isla sin que lo sepamos todo de él.”

El eco de la risa de Aegon flotaba aún en el aire, ligero, en contraste con la dureza de las órdenes de su padre. Era un extraño equilibrio, pero Daemon no lo hubiera cambiado por nada: dirigir a sus hombres con fuego en la voz, mientras el heredero Targaryen se divertía en sus brazos.

Esa noche no hubo gran banquete ni compañía de damas. La mesa baja de sus aposentos estaba dispuesta con platos sencillos: papillas de verduras, pan suave y pescado ligero. Rhaenyra, recostada entre cojines, tenía un aire cansado; aun así, sostenía a uno de los gemelos en brazos, llevándole una cucharadita a la boca. El pequeño la aceptó con torpeza, manchándose la barbilla y arrancándole una sonrisa débil pero tierna.

“Ya casi no piden leche,” dijo ella, observando cómo el bebé tragaba con seriedad. “Las papillas parecen bastarles.”

Daemon, sentado frente a ella con el otro gemelo en su regazo, arqueó una ceja, divertido. “Entonces al fin tus pechos volverán a ser solo míos.”

Rhaenyra rió suavemente, negando con la cabeza, aunque el rubor leve en sus mejillas lo complació más que cualquier respuesta.

El silencio se llenó del murmullo de los niños, de los balbuceos de Aegon que Mina trataba de mantener ocupado con un cuenco de frutas blandas. La rutina hogareña envolvía la habitación, como un escudo contra las tormentas del mundo.

Rhaenyra dejó a su hijo en la cuna cercana y tomó un rollo de pergamino del escritorio, mostrándoselo a Daemon. “He recibido varias cartas de Aoife.”

Daemon alzó la vista, interesado, mientras arrullaba al gemelo contra su pecho.

“Todavía son un poco complicadas de entender,” continuó Rhaenyra, con una sonrisa indulgente. “Apenas está aprendiendo a leer y escribir, y se nota. Pero me cuenta lo suficiente. Al parecer, los avances en la educación de los hijos de Alicent son… lentos. Muy lentos.”

Daemon soltó una carcajada seca. “¿Lentos? ¿Qué significa lentos?”

“Que hasta ahora ni el mayor sabe leer ni escribir,” respondió ella con calma, aunque en su mente dejó escapar un destello que Daemon captó de inmediato: Si podemos retrasar aún más su formación, la diferencia entre nuestros hijos y los suyos será insalvable.

Daemon sonrió de medio lado, orgulloso y cruel. “Entonces que sigan jugando con muñecas y espadas de madera. Nuestros hijos tendrán libros, fuego y dragones. Los de Alicent apenas sabrán cómo firmar su nombre.”

Rhaenyra dejó la carta a un lado, recostándose contra él, agotada. El calor de los pequeños llenaba la habitación, las cunas mecidas suavemente por las doncellas, y la serenidad momentánea le recordó todo lo que estaban construyendo: un hogar, un linaje, un reino.

Daemon besó su sien, con los labios aún curvados en sonrisa oscura. “Aegon y Visenya reinarán sobre niños que jamás serán sus iguales. Y todo gracias a que una doncella nuestra aprendió a escribir lo suficiente para poner nerviosa a una reina.”

Rhaenyra rió suavemente, cerrando los ojos.

El día estaba nublado cuando Rhaenyra hizo llamar a Daemon a su solar. Sobre la mesa había varios pergaminos abiertos, pero uno, en particular, destacaba por el trazo torpe y apresurado de su escritura.

Daemon entró con paso firme, limpiándose las manos del polvo de entrenamiento, y encontró a su esposa de pie junto a la ventana, la carta temblando en sus dedos.

“Es de Aoife,” dijo, sin preámbulos. “La última que llegó.”

Daemon se acercó, tomó el pergamino y lo leyó en silencio. La escritura era irregular, con letras incompletas y frases rotas. Se entendían apenas retazos: Elinda… se ha ido… no pude detener… El resto se hundía en manchas de tinta, palabras a medio trazar.

Daemon frunció el ceño. “Incomprensible.”

Rhaenyra lo miró, sus ojos lilas cargados de preocupación. “No. No es incomprensible. Dice que Elinda se ha ido. Mi doncella más querida, mi leal Elinda… ¿cómo puede haberse ido? ¿Qué significa esto? ¿Dónde está?”

La tensión en su voz llenó el solar como un trueno contenido.

Daemon dejó el pergamino sobre la mesa y la tomó suavemente por los hombros. “Escucha. Sea lo que sea, Aoife lo escribió deprisa. Tal vez huyeron, tal vez fueron apartadas… no sabemos nada aún. No saques conclusiones antes de tiempo.”

Pero en su mente, la furia ardía. Elinda, perdida en la capital. Si alguien la ha tocado, si alguien la ha usado contra nosotros…

Rhaenyra apretó los labios, el rostro endurecido. “No puedo perderla. No a ella. No a quien más confío.”

Daemon asintió con gravedad, su voz baja y firme. “Hablaré con los hombres que llegaron de la capital en los últimos días. Si alguien ha escuchado siquiera un rumor, lo sabremos. Y si descubro que alguien estuvo implicado…” Sus ojos brillaron como acero al rojo. “…arderá hasta que no quede más que ceniza.”

Rhaenyra bajó la vista al pergamino otra vez, sus dedos acariciando la tinta corrida como si buscara leer más de lo que había.

Daemon la atrajo hacia sí, sosteniéndola contra su pecho. “Lo encontraremos,” prometió. “A Elinda, a Aoife, a cualquiera que se atreva a jugar con ellas. Ninguna pieza de este tablero se perderá sin que yo decida cuándo.”

El rugido lejano de Caraxes atravesó el aire, como si secundara el juramento.

Daemon los reunió al caer la tarde, en una sala baja sin más luz que la del brasero. No quería cortesías ni testigos, solo respuestas.

Arlie se cuadró en cuanto entró, con su seriedad habitual. Harwin lo siguió con paso firme, aunque con el ceño fruncido, como si ya previera lo que iba a preguntárseles. Los dos marineros veteranos, curtidos por el sol y el salitre, se mantuvieron al fondo, tensos.

Daemon no se sentó. Caminó de un lado a otro, con las manos detrás de la espalda, antes de clavar la mirada en ellos.
“Quiero noticias de Elinda Massey. Hablad.”

El silencio se extendió unos segundos. Fue Harwin quien habló primero.
“No puedo deciros mucho, mi señor. Solo que, desde que la Princesa partió, Elinda mantuvo un perfil bajo. No causaba ruido… a veces ayudaba a mi padre en asuntos menores, como ordenar cuentas o mensajes. Siempre discreta, siempre callada.”

Daemon frunció el ceño. “¿Y más allá de eso?”

Harwin negó con la cabeza. “Nada más. No era de las que buscaban ser vistas.”

Arlie se inclinó levemente hacia adelante. “Lo último que supe de ella, mi señor, es que seguía sirviendo en la Fortaleza Roja. Nada fuera de lo común. Alguien como ella pasaba fácilmente inadvertida.”

Daemon apretó la mandíbula. Demasiado inadvertida, y ahora desaparecida.

Sus ojos se volvieron hacia los marineros. “¿Y vosotros?”

Los dos hombres se miraron entre sí, incómodos. Finalmente, uno habló con voz ronca. “Mi señor, ni siquiera sé de quién habláis. Nunca oí ese nombre en los muelles ni en la capital.”

El otro asintió, nervioso. “Lo mismo digo. Massey… no me suena en absoluto. Menos aún una doncella.”

Daemon los observó en silencio, el aire tenso como el filo de una espada. Finalmente, apoyó las manos sobre la mesa, inclinándose hacia ellos.

“Está bien. Si no sabéis, no sabéis. Pero recordad mis palabras: nadie desaparece de la órbita de la Princesa sin que lo pague alguien.”

Los cuatro asintieron en silencio. El brasero crujió, y Daemon sintió el fuego crecerle en el pecho. Elinda… perfil bajo, invisible, y aun así se la han llevado. Demasiada coincidencia.

Daemon entró en el solar de Rhaenyra al anochecer. Ella estaba junto a la ventana, con una vela encendida y el pergamino de Aoife aún sobre la mesa. La tensión en su rostro era evidente.

“¿Qué has averiguado?” preguntó, apenas él cruzó la puerta.

Daemon negó con la cabeza, dejando escapar un gruñido bajo. “Nada útil. Harwin dice que Elinda mantenía un perfil bajo, ayudando de vez en cuando a su padre, pero nada más. Arlie asegura que la última vez que supo de ella seguía en la Fortaleza Roja. Los marineros ni siquiera sabían quién era. Demasiado silencio alrededor de una doncella tan importante para ti.”

Rhaenyra cerró los ojos un instante, conteniendo la frustración. “Eso solo confirma mis temores.”

Daemon se acercó, posando una mano sobre su hombro. “La buscaremos. En el próximo barco que parta hacia la capital, enviaré a alguien de mi confianza para rastrear cada rincón hasta dar con ella. No quedará en sombras.”

Rhaenyra asintió lentamente, aunque sus dedos seguían aferrados al pergamino como si fuese un hilo del que no quería soltar.

Daemon se inclinó hacia la mesa y cambió el tema con la precisión de un espadazo. “Hay algo más. Todo está casi listo para la partida de Arlie. Barcos, provisiones, hombres. Solo falta una decisión tuya: si quieres que la ceremonia se haga ahora, aquí, como corresponde.”

Rhaenyra alzó la vista, sorprendida por el giro. “¿La ceremonia?”

Daemon asintió, y sus labios se curvaron en una media sonrisa. “Arlie se lo ha ganado. No solo la espada, sino el título que lo hará temido y respetado: Comandante y Representante de la Princesa Rhaenyra Targaryen en Volantis. Es hora de que se le dé lo que merece.”

Hubo un silencio en el que solo ardió la llama de la vela. Rhaenyra respiró hondo, con un dejo de cansancio. “Entonces hagámoslo.Antes de que parta. Pero prométeme que no será solo pompa. Quiero que cada hombre en esta isla recuerde qué significa portar tu espada y hablar en mi nombre.”

Daemon inclinó la cabeza, satisfecho. “Así será. Lo verán todos. Y ninguno olvidará a quién pertenece su lealtad.”

Los ojos de ambos se encontraron, y por un instante, la preocupación por Elinda quedó atrás. La ceremonia ya no era solo un nombramiento: era una declaración de poder.

La Sala del Trono había sido transformada para la ocasión. Columnas altas sostenían el techo abovedado, decoradas con estandartes de seda negra y roja bordados con hilo dorado. Las antorchas ardían en intervalos precisos, y el suelo de piedra pulida reflejaba la luz como obsidiana bruñida. Desde los balcones, se escuchaba el rumor distante del mar y, más allá, el rugido apagado de dragones que reposaban en sus cavernas.

Los tres escuadrones —Obsidiana, Rubí y Diamante— estaban alineados a ambos lados del salón. Lanzas firmes, armaduras bruñidas, rostros tensos de disciplina. Nadie se movía, salvo por el flameo de las capas y el resplandor del fuego. Las damas de la corte también estaban presentes: Brienne con su hijo Joffrey en brazos, las hermanas Strong en compañía de Lady Prunella, y detrás de ellas las doncellas y sanadoras que servían en la isla. Todos aguardaban expectantes.

Al fondo, sobre el trono de piedra negra tallado con dragones entrelazados, estaba Rhaenyra. Su vestido de seda carmesí caía como una llamarada hasta los escalones, sus ojos lilas brillaban bajo la luz de las antorchas, y su porte no dejaba lugar a dudas: era la heredera de los dragones, reina en todo menos en nombre. A un lado de ella estaba Daemon, erguido, con Dark Sister al cinto y en brazos una espada envuelta en terciopelo oscuro.

Un toque de cuerno resonó, y las puertas de la sala se abrieron.

Arlie Ryger entró con paso firme, vestido con jubón negro ribeteado en plata y una capa gris, los colores de su casa. Su rostro estaba serio, pero en sus ojos brillaba una mezcla de orgullo y nerviosismo. Cruzó el salón bajo la mirada de soldados y damas, cada paso acompañado por el eco solemne de sus botas contra la piedra. Al llegar frente al trono, se arrodilló sobre una rodilla, bajando la cabeza.

Daemon fue el primero en hablar. Su voz retumbó como un filo al desenvainarse.

“Arlie Ryger. Has servido a esta casa con disciplina, lealtad y valor. Has defendido a la Princesa y a su linaje como si fueran tu propia sangre, y has probado ser digno de confianza incluso en la hora más oscura. Hoy, ante todos los presentes, se te otorga un nuevo honor.”

Con un gesto, retiró el terciopelo y mostró la espada: una hoja larga y brillante, equilibrada, el mango de oro pulido y en la empuñadura un rubí que ardía como fuego líquido. La alzó, y el resplandor rojo bañó el rostro de los presentes.

“Recibe este acero, símbolo de tu nueva dignidad. En nombre de Rhaenyra Targaryen, te nombro Comandante de sus ejércitos en Volantis.”

Descendió un escalón y colocó la espada en manos de Arlie. El joven la sostuvo con reverencia, inclinando la cabeza hasta que su frente rozó la empuñadura.

El murmullo recorrió la sala, apagado, solemne.

Entonces Rhaenyra se levantó. El silencio fue absoluto. Sus pasos resonaron suaves mientras tomaba entre sus manos una pequeña caja de madera oscura, adornada con incrustaciones de plata. La abrió lentamente: en su interior descansaban un sello y un anillo.

El sello mostraba el escudo de la casa Ryger —un sauce enraizado de sinople sobre campo de plata—, rodeado por la silueta de un dragón en vuelo. Junto a él, un anillo de oro sobrio y firme, pensado no para adorno, sino para autoridad.

“Arlie Ryger,” dijo con voz clara, firme, que llenó la sala como un canto. “Ser comandante en el campo de batalla es un deber honorable, pero representar a la Princesa en tierras extranjeras exige algo más. Tu voz será la mía, tu firma llevará el peso de mi nombre. Con este sello y este anillo, te nombro Representante de la Princesa Heredera, Rhaenyra Targaryen, en Volantis.”

Se inclinó ligeramente y le entregó la caja.

Arlie la tomó con manos temblorosas, y durante un instante pareció incapaz de pronunciar palabra. Pero luego alzó la vista, los ojos brillando de emoción, y habló con voz clara.

“Princesa Rhaenyra Targaryen,” dijo, su tono firme, aunque quebrado por la intensidad del momento. “Hoy juro, ante vos y ante todos los presentes, que mi vida, mi espada y mi voz os pertenecen. Juro ser vuestro Comandante en Volantis, vuestro Representante entre los hombres, y juro que jamás os fallaré mientras tenga aliento en el cuerpo.”

El juramento resonó como un trueno contenido.

Los soldados golpearon las lanzas contra el suelo en un rugido metálico, marcando el sello de las palabras. Las damas inclinaron la cabeza, y hasta los marineros presentes hicieron lo propio.

Daemon se adelantó, puso una mano firme en el hombro de Arlie y lo obligó a ponerse de pie. “Levántate, Comandante Ryger. Hoy dejas de ser un hombre más. Desde este día, serás el portador de nuestra voluntad en Volantis. Que tu espada nunca se doble, que tu voz nunca tiemble.”

Arlie asintió con fuerza, con la espada ceñida y la caja contra el pecho.

Rhaenyra regresó al trono y se sentó con la majestad de quien no necesitaba corona para ser obedecida. Daemon permaneció a su lado, con la mirada fija en el hombre que acababan de elevar.

En aquel instante, bajo la luz del fuego y el eco de las lanzas, todos comprendieron que Arlie Ryger ya no era solo un caballero fiel. Era la extensión misma de la voluntad de los dragones.

Cuando los vítores comenzaron a bajar de intensidad y las lanzas golpearon el suelo por última vez, Arlie Ryger, aún de pie frente al trono, pidió hablar.

“Mi Princesa, mi Príncipe,” dijo, su voz proyectándose con fuerza en la Sala del Trono, “no marcharé solo a Volantis. Ningún Comandante sostiene la carga sin hombres que lo respalden. He elegido a tres capitanes, leales a nuestra causa y firmes en el servicio, para que guíen a los escuadrones bajo mi mando.”

Se volvió hacia los soldados alineados y levantó la mano. Tres hombres dieron un paso al frente: veteranos endurecidos por el mar y el acero. Uno, un marinero de barba oscura curtida por las tormentas; otro, un lancero joven que había demostrado disciplina implacable; y el tercero, un arquero de mirada afilada, con fama de no fallar un tiro.

Daemon ordenó traer un cofre que aguardaba junto al estrado. Al abrirlo, el brillo del fuego se reflejó en tres espadas: hojas de acero pulido, mangos de plata grabados con filigranas sencillas, y en cada empuñadura un pequeño rubí que destellaba como una chispa encendida.

“Capitanes bajo la autoridad de Arlie Ryger,” proclamó Daemon, alzando la primera espada, “recibid estas armas, no como adorno, sino como símbolo de vuestro deber. Vuestra lealtad os ha llevado aquí, y vuestra lealtad os mantendrá en pie.”

Uno a uno, los hombres recibieron sus espadas de las manos del propio Comandante, que las entregaba con solemnidad.

Cuando el último capitán tomó la suya, Arlie alzó la voz:

“Jurad ahora, frente a la Princesa, frente a los dragones, que no volveréis a envainar estas armas sino para defender su causa.”

Los tres capitanes se arrodillaron a la vez, golpeando el suelo con las puntas de sus nuevas espadas. “Lo juramos,” respondieron al unísono, y el eco retumbó en los muros como un rugido de hierro.

Los soldados respondieron con vítores, el estruendo de lanzas golpeando la piedra y el clamor de voces que celebraban no solo al Comandante, sino al inicio de una cadena de mando clara y poderosa.

Rhaenyra, desde su trono, observó la escena con el rostro sereno. En su mente, Daemon percibió el destello de un pensamiento firme: Con cada espada entregada, nuestro poder se multiplica.

Él asintió apenas, satisfecho. Era así. Con cada juramento, su ejército dejaba de ser una sombra y se convertía en un destino.

El solemne silencio de la Sala del Trono quedó atrás. Esa noche, el gran salón se llenó de música, vino y comida en honor a Arlie Ryger y a los soldados que partirían bajo su mando para asegurar Volantis.

Las mesas estaban repletas de carne asada, frutas rebosantes, pan tibio y jarras espumosas. Los escuadrones levantaban las copas, vitoreando el nombre del nuevo Comandante. Arlie se encontraba en el centro de la atención: cada soldado quería beber con él, cada capitán estrecharle la mano, cada voz corear su título. La espada con mango de oro y rubí aún colgaba de su costado, brillando bajo las antorchas como recordatorio del honor que acababa de recibir.

Daemon observaba desde su lugar, una copa en mano, con Rhaenyra a su lado. No eran ellos quienes recibían las felicitaciones, sino Arlie y los hombres que lo acompañarían. Y así debía ser: esa noche celebraban al Comandante y al ejército que pronto marcharía con su estandarte.

Entre la multitud, Daemon captó un gesto que contrastaba con la alegría general. Ser Joffrey Lonmouth bebía en silencio, la mirada fija en Arlie. No era de satisfacción, sino de celos. Daemon reconoció la tensión en su mandíbula, la amargura en sus ojos.

¿Celos por Arlie? pensó, estudiando el rictus del caballero. ¿O porque Laenor, con más responsabilidades, nunca recibió un honor así? Ni ceremonia, ni espada, ni juramento público. Y su amante lo siente como una herida.

Daemon sostuvo su mirada unos instantes más. Lonmouth bebió de su copa con gesto agrio, como si tragara veneno. El príncipe sonrió para sí mismo: Que mastique su descontento. Habrá tiempo de tratar con él… otro día.

La música subió de tono, ligera, y los soldados comenzaron a bailar con doncellas y damas de la corte. Rhaenyra, con una media sonrisa, le ofreció la mano a Daemon. Él no dudó.

Giraron en el centro del salón, al compás del laúd y las palmas. El fuego de las antorchas los envolvía mientras los hombres reían y brindaban alrededor. Entre tanto, Aegon había escapado de Mina y correteaba entre los soldados, que lo recibían con risas y fingidas reverencias. Uno de los capitanes lo alzó en brazos, arrancándole carcajadas claras y contagiosas.

Daemon, girando con Rhaenyra entre sus brazos, observó a su hijo correr libre entre los hombres que pronto partirían, todos riendo y celebrando. Y en ese instante comprendió que la fuerza de esa noche no estaba en títulos ni ceremonias, sino en lo que estaban construyendo: un ejército que lucharía por ellos, un linaje por el que valía la pena luchar, un futuro forjado en fuego.

La espada de Arlie brillaba entre los vítores. La amargura de Lonmouth ardía en las sombras. Pero esa noche, solo importaba la música, la risa de su hijo y el calor del fuego en los ojos de Rhaenyra.

El sol comenzaba a caer sobre Prūmia cuando Myrana pidió audiencia en la sala lateral donde Daemon revisaba informes de los capitanes. Entró con el porte sereno de quien trae noticias importantes y se inclinó apenas.

“Mi señor, vengo a informaros que Ser Joffrey Lonmouth se ha recuperado por completo. Sus heridas han cerrado, y la fuerza ha vuelto a sus brazos. Está listo para volver a portar armadura y espada.”

Daemon dejó a un lado el pergamino que tenía en las manos. Asintió con un leve gruñido. “Así que el Caballero de los Besos vuelve a levantarse. Bien.”

Un momento después, el propio Ser Joffrey entró, vestido con jubón oscuro, todavía algo pálido pero erguido, con la barbilla en alto. Se inclinó brevemente, sin quitar del todo el orgullo de su gesto.

“Príncipe Daemon,” dijo con formalidad, “he venido a solicitar permiso para regresar a Volantis. Mis hombres me necesitan, y mi deber está allí. No deseo ser carga más tiempo.”

Daemon lo miró en silencio, sopesando no solo sus palabras, sino el fuego inquieto en sus ojos. Quiere volver con Laenor. Lo dice el deber, pero lo grita el corazón.

Se puso en pie, caminando despacio alrededor del caballero. “Volantis, dices…” Hizo una pausa, dejando que el eco pesara en el aire. “La Princesa tiene otros planes para ti, Ser Joffrey.”

Lonmouth tensó la mandíbula. “¿Otros planes?”

Daemon se detuvo frente a él, las manos tras la espalda. “Has probado tu valor y tu lealtad en el campo. Laenor aún te necesita, sí, pero no en la forma que imaginas. La Princesa ha decidido nombrarte capitán. No de un escuadrón, sino de una nave. Tu misión será clara: navegar, reclutar hombres para nuestra causa en Volantis, asegurarte de que nuestra fuerza siga creciendo.”

Hubo un destello de desagrado en el rostro de Lonmouth, rápido, pero imposible de ocultar. “¿Capitán… reclutador?”

Daemon inclinó la cabeza, sus ojos brillando como acero. “Una tarea de confianza, Ser Joffrey. Una nave bajo tu mando. Hombres que responderán a tu voz, y al final, a la de Laenor. ¿O acaso no deseas servirlo de la mejor manera posible?”

El silencio se tensó. Joffrey bajó la mirada solo un instante, el orgullo ardiendo contra la realidad de su posición. No podía negarse. No allí, no a Daemon, no cuando sabía que la Princesa misma había dictado ese destino.

“Haré lo que se me ordene,” dijo al fin, con un tono controlado, aunque amargo.

Daemon esbozó una media sonrisa, sin alegría. “Bien. Entonces prepárate. La nave será tuya, y con ella, la responsabilidad de no fallarnos.”

Se giró hacia Myrana, que aguardaba en silencio. “Asegúrate de que esté en condiciones para embarcarse en dos días.”

Lonmouth inclinó la cabeza, rígido. Al salir, sus pasos sonaron más duros de lo necesario, como si con cada golpe de bota descargara la rabia contenida.

Daemon lo observó marchar con calma. Deja que mastique su disgusto. Al final, servirá donde lo necesitamos… aunque no le guste.

La mañana estaba cubierta de nubes bajas cuando Ser Joffrey Lonmouth se presentó en el puerto de Prūmia. El mar estaba en calma, pero el aire cargado de sal parecía presagiar un viaje largo y áspero.

En el muelle esperaba el barco que se le había asignado: un navío grande, de casco oscuro, preparado para cargar hasta quinientos hombres. Sus velas eran negras, y aunque a simple vista no tenían más que la insignia de un mercante, una de ellas llevaba bordado, también en negro, el emblema de los Targaryen: un dragón de tres cabezas apenas visible, discreto, hecho para pasar desapercibido en costas donde los dragones eran más temidos que admirados.

No había estandartes flameando, ni soldados alineados, ni corte reunida como había ocurrido días antes con Arlie Ryger. La ausencia de la Princesa era evidente, y todos lo notaban: su falta marcaba lo poco que ella valoraba a Ser Joffrey en comparación con el Comandante que había sido enviado a Volantis.

Daemon estaba allí, sin embargo. De pie en el muelle, con Dark Sister al cinto y una pequeña espada envuelta en cuero en sus manos. Su mirada era severa, pero no sin un matiz de cálculo.

Joffrey se detuvo frente a él, el jubón ajustado, la expresión seria, aunque sus ojos no podían ocultar del todo la incomodidad por la sobriedad de la partida.

Daemon desenvolvió la espada y la sostuvo entre ambos. No era un arma ornamentada como la de Arlie: su empuñadura era de bronce liso, sin piedras, sin adornos, pero en la base llevaba grabado a fuego el emblema Targaryen, como un sello que marcaba su propósito.

“Ser Joffrey Lonmouth,” dijo Daemon, su voz firme, proyectándose sobre el rumor de las olas. “No llevas un título en tu partida, ni cortejos que canten tu nombre. Llevas una misión. Esta espada te acompañará, y con ella, el símbolo de a quién sirves. A la Princesa Rhaenyra Targaryen, y solo a ella.”

Joffrey tomó el arma con ambas manos, inclinando la cabeza. Su mandíbula se tensó, como si tragara la humillación de un acto breve donde otros habían recibido honores más altos.

Daemon sostuvo su mirada un instante más. “El barco es tuyo. En él, reclutarás hombres. En él, forjarás una parte de nuestro ejército en Volantis. Cumple con tu deber y tendrás más que esta espada. Falla, y no habrá rincón en el mundo donde puedas esconderte.”

El caballero de los Besos apretó la empuñadura, y con voz firme aunque seca, respondió.

 “Cumpliré con lo que se me ordena, mi señor.”

Un gesto de Daemon bastó para que el capitán del navío diese la señal. Las maromas comenzaron a soltarse, y los marineros treparon por las cuerdas, desplegando las velas negras que se hincharon con el viento.

Joffrey subió la pasarela sin volver la vista atrás. El barco se apartó lentamente del muelle, su sombra proyectándose sobre el agua mientras se abría camino hacia alta mar.

Daemon permaneció en silencio, observando cómo la nave se alejaba hasta volverse apenas un punto en el horizonte. Sabía que todos los presentes habían entendido el contraste: Arlie Ryger había partido con ceremonias, títulos y gloria; Ser Joffrey Lonmouth lo hacía con una misión necesaria, sí, pero sin honores, con un peso mucho más frío sobre los hombros.

Y así debe ser, pensó Daemon, girando sobre sus talones. Que todos sepan cuál es la diferencia entre quienes son piezas… y quienes son leales servidores.

El día había sido sofocante, y en el solar de Rhaenyra la atmósfera era aún más densa.

Su esposa lo había llamado para contarle noticias preocupantes que había recibido ese mismo día cuando fueron interrumpidos por un sirviente que anunciaba a Lady Brienne con una solicitud urgente.

Lady Brienne entró de prisa, el rostro pálido y los ojos encendidos por el miedo. Llevaba a su hijo en brazos: el pequeño Joffrey Velaryon temblaba bajo una manta, con la piel moteada de manchas rojas.

Las sanadoras venían tras ella, Tallulah, la más anciana, había puesto paños húmedos en su frente. Ophelia revisaba las marcas con expresión grave y tímida, sabiendo que aún no estaba en las buenas gracias de la familia Real, mientras Shanara, joven y ágil, hojeaba un pequeño cuaderno de notas que parecía inútil ante la evidencia.

“Princesa… mi pequeño ha enfermado…” la voz de Brienne se quebró. “He hecho cuanto me dijeron, pero empeora. Tiene manchas por todo el cuerpo. Fiebre… no puedo perderlo. No después de tanto.”

Rhaenyra, con Visenya en brazos, observó de cerca al niño enfermo. El miedo de Brienne la atravesó como si fuese suyo. Las sanadoras hablaron casi al unísono:

“No sabemos qué es,” murmuró Ophelia, con gesto apretado.

“Jamás lo vimos en estas islas o en Volantis,” añadió Shanara, apartando la manta con cautela.

Tallulah negó con la cabeza. “No son fiebres de aquí… parece algo que pertenece a otro lugar.”

Brienne se arrodilló frente al trono improvisado de su Princesa, con lágrimas en los ojos. “Os lo ruego, Alteza. En Poniente esta enfermedad existe… y solo los maestres saben tratarla. Dejadme mandar buscar uno. Es la única esperanza de mi hijo.”

Un silencio pesado siguió a su súplica. Rhaenyra bajó la vista, pensativa, sus dedos acariciando el cabello de su hija dormida. El recuerdo de la Ciudadela y sus hombres grises le crispaba los nervios, pero la súplica de Brienne era imposible de ignorar.

Daemon, a su lado, la observó en silencio. Sintió, a través del vínculo que compartían, el torbellino en su mente. Reticencia, temor, pero también… una chispa distinta. Una idea.

“Muy bien,” dijo Rhaenyra al fin, su voz suave pero firme. “Se mandará a buscar un maestre. Solo uno. Y que venga bajo vigilancia estricta.”

Brienne dejó escapar un sollozo de alivio, inclinando la cabeza hasta casi tocar el suelo. “Gracias, mi Princesa… os juro que nunca olvidaré esto.”

Rhaenyra la miró con una calma solemne, pero en su mente el fuego vibraba hacia Daemon: Un maestre… bajo nuestro control. ¿Y si en lugar de salvar solo a un niño, lo usamos para algo más?

Daemon apretó la mandíbula, reprimiendo una sonrisa oscura. No era solo la súplica de Brienne lo que había nacido en ese solar: era el germen de un plan mayor.

..

El solar aún olía a hierbas medicinales y a sudor de miedo. Brienne había salido hace apenas unos instantes, con su hijo febril en brazos, y las sanadoras la seguían en silencio. El eco de sus pasos se apagó en los corredores, dejando tras de sí un aire tenso que se mezclaba con el crepitar de las antorchas.

Rhaenyra se había quedado inmóvil, la mano sobre su vientre redondeado por siete lunas de embarazo. Daemon la observaba desde la mesa, donde Dark Sister reposaba desenvainada. Sabía que su esposa estaba pensando, calculando, dándole forma a un plan.

Finalmente, ella habló, su voz baja pero firme:

“Quiero que vayas a Dragonstone.”

Daemon levantó la vista, sorprendido. “¿Ahora?”

“Necesito a Gerardys. Nunca me traicionó en mis sueños. Si alguien puede salvar al hijo de Brienne, es él. Y más que eso… lo necesitamos aquí. Un maestre bajo nuestra mirada, bajo nuestro control.”

Daemon se puso de pie de golpe, la silla arrastrándose con un chirrido contra la piedra. “¿Quieres que te deje sola en este estado? ¿A ti, embarazada de siete lunas, rodeada de hombres que no confío del todo? ¿Con Harwin Strong paseándose por los pasillos?”

Rhaenyra frunció el ceño, su espalda recta, altiva. “Harwin ha estado con sus hermanas. Nada más.”

Daemon dio un paso hacia ella, la voz convertida en un gruñido. “Lo recibiste a solas. Una vez, al menos. Y ahora quieres que vuele lejos, mientras él ronda tus cámaras. ¿Quieres que me fie ciegamente?”

“Daemon,” replicó ella, firme como hielo, “no dejes que los celos te cieguen. Harwin es leal. No hay nada más que eso.”

El silencio se volvió insoportable. Afuera, Caraxes rugió, como si sintiera el filo de la tensión entre sus dos jinetes.

Rhaenyra tomó el pergamino de la mesa y lo alzó. Era una de las cartas que habían llegado con el último barco, dos lunas atrás, pero la tinta corrida seguía teniendo el peso del hierro. “Esto es de lo que te quería hablar, Daemon, las noticias que recibí esta mañana. Tardaron tres meses en alcanzarnos. Pero lo que dicen no cambia su importancia: mi padre ha enfermado, otra vez. Y la reina… está encinta, de nuevo.”

Daemon apretó los puños. “¿Cuántos hijos más traerá esa mujer al mundo antes de que entiendas que debemos actuar ya? ¡Manda a Harwin! Que cumpla con la orden que le diste. Que mate a su hermano y termine con esta amenaza antes de que sea demasiado tarde, y haz que lleve a Aoife una carta para que mate a esa puta de una buena vez...”

“No,” respondió Rhaenyra, con la calma de quien sabe que cada palabra será un filo. “Le prometí a sus hermanas que se quedaría hasta el cumpleaños de Anya. Faltan unas pocas semanas. No romperé mi palabra.”

El golpe del puño de Daemon contra la mesa hizo saltar las copas. “¿Promesas a dos muchachas valen más que tu herencia? ¿Más que el trono que es tuyo por derecho?”

“Sí,” contestó ella, con los ojos brillando de ira y convicción. “Porque si mi palabra no vale nada, tampoco lo vale mi corona.”

La discusión siguió, con cada frase elevando el fuego entre ellos, hasta que Rhaenyra se levantó de golpe, su silueta imponente incluso con el peso de su vientre.

“Se acabó, Daemon,” dijo con voz que retumbó en las paredes. “No hay más debate. Es una orden. Irás a Dragonstone. Traerás a Gerardys. Y lo harás ya.”

Daemon la miró, el pecho subiendo y bajando con furia contenida. Por un instante, pareció que iba a negarse de nuevo. Pero al final, inclinó apenas la cabeza, rígido, como si las palabras se le clavaran en la garganta.

“Como deseéis… mi Princesa.”

El primer resplandor del amanecer apenas teñía las cortinas cuando Daemon se levantó en silencio. Había decidido partir sin hacer ruido, sin despedidas. Mejor así: Rhaenyra descansando, los niños seguros, y él cumpliendo con lo que ella misma le había ordenado.

Se vistió lentamente, cada pieza de su armadura colocada con cuidado para no perturbar el sueño en la cámara. Se inclinó para ajustar la bota cuando escuchó la voz de ella, suave pero temblorosa, atravesando la penumbra.

“¿Siempre vas a abandonarme bajo el cobijo de la oscuridad?”

Daemon se congeló. Giró el rostro y encontró sus ojos abiertos, brillando en la penumbra, húmedos.

A través del vínculo, la pregunta resonó con un dolor aún más hondo: ¿Siempre te irás cuando el mundo duerme, dejándome sola con mis miedos?

Su pecho se apretó, pero se obligó a mantener el gesto frío. “No te abandono, Rhaenyra. Cumplo tus órdenes. Tú lo pediste. Tú me envías.”

Ella lo miró en silencio, el aire quebrándose en la habitación. Asintió despacio, aceptando lo inevitable, pero las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas.

Daemon sintió el golpe de esas lágrimas como si fuesen fuego contra su piel. El vínculo ardió con imágenes que no eran suyas:

Él alejándose de su lecho tras un aborto, dejándola entre sábanas manchadas de sangre.

Él montando a Caraxes en medio de la noche, mientras ella despertaba con la noticia de que había partido sin decir palabra.

Su padre, Viserys, anunciando otro exilio, y ella viéndolo marchar con el corazón desgarrado.

Todos esos recuerdos, todos esos abandonos, le atravesaron como cuchillos, porque en su mente eran verdad: así lo había vivido ella, una y otra vez. Algunos eran de sus sueños… pero los más dolorosos eran aquellos que había vivido en carne propia.

Daemon cerró los ojos, apretando los puños. Se obligó a moverse, a caminar hacia ella. Se inclinó sobre el lecho y tomó su rostro entre sus manos, limpiándole las lágrimas con los pulgares.

“No es lo mismo,” murmuró, su voz áspera pero rota. “No es lo mismo esta vez. No me voy por placer, ni por orgullo, ni por destierro. Me voy porque tú lo ordenaste. Porque tú lo necesitas.”

Rhaenyra hundió el rostro contra su pecho, y sus sollozos apagados retumbaron en el silencio de la cámara.

Daemon la abrazó con fuerza, con una desesperación que no quiso admitir ni siquiera en su propia mente. “No volverás a despertar sola. No otra vez. Regresaré, y cuando lo haga, Gerardys estará contigo. No más sombras, no más excusas. Esta vez no será un abandono.”

Las lágrimas de ella empaparon su jubón, y Daemon supo que nada de lo que dijera borraría los fantasmas de sus recuerdos. 

Daemon había tenido la intención de marcharse al amanecer, pero al ver a Rhaenyra llorar contra su pecho, entendió que no podía. No así. No con sus ojos inundados de recuerdos dolorosos y su corazón quebrado.

En vez de apartarse, la abrazó con más fuerza, y cuando ella lo buscó con labios temblorosos, la tristeza se transformó en fuego. El dolor se mezcló con pasión, y lo que comenzó como lágrimas se tornó en un encuentro ardiente, un recordatorio de que no había distancia ni destino capaz de quebrarlos.

Cuando el sol ya estaba alto, se vistieron en silencio, aún con las huellas del desvelo en la piel. Rhaenyra tomó su mano, y juntos caminaron hacia el jardín, donde los sirvientes habían dispuesto una mesa sencilla. El mar lamía la piedra blanca a unos pasos, y la brisa fresca llevaba consigo el canto de las aves.

Los niños estaban ya allí: Aegon sentado en una silla baja, golpeando con una cuchara su cuenco de frutas blandas; los gemelos en brazos de sus nodrizas, moviendo manitas ansiosas hacia las cucharadas de papilla. La risa de Aegon, al tirar la mitad de su desayuno al suelo, arrancó a Rhaenyra una sonrisa que le devolvió parte de la calma.

Daemon, sentado a su lado, tomó un trozo de pan y se lo dio a su hijo mayor, que lo mordió con entusiasmo. La escena, bañada por la luz dorada y el sonido del mar, parecía un respiro concedido por los dioses antes de la tormenta.

Tras un rato en silencio, Rhaenyra habló, su voz serena pero firme:
“Cuando llegues a Dragonstone, revisa también las cuevas. Quiero que busques un huevo adecuado para Visenya. Nuestra hija debe tener el suyo cuando nazca.”

Daemon giró hacia ella, y por primera vez en días sus labios se curvaron en una sonrisa más auténtica. “Eso sí lo haré con gusto. Y lo haré yo mismo, no dejaré esa tarea a nadie más. El huevo de nuestra hija será encontrado por su padre.”

Rhaenyra bajó la vista al cuenco de papillas, ocultando la emoción que la embargaba.

Daemon bebió un sorbo de leche y, con tono más bajo, añadió: “Haré también una parada rápida para lo del espía. Ese barco que enviamos con la sirvienta aún no ha dado noticias. Quiero verlo con mis propios ojos antes de regresar.”

Rhaenyra lo miró con gravedad, pero asintió. “Hazlo, pero no tardes. Tardar más de lo necesario sería imperdonable.”

Daemon le tomó la mano sobre la mesa, sus dedos entrelazados con los de ella. “No tardaré. Te lo prometo. Y cuando regrese, no habrá más lágrimas en tu rostro.”

El viento del mar acarició las copas, y Aegon, con la boca manchada de jugo de fruta, soltó un balbuceo alegre, como si celebrara el juramento de su padre.

Pero también supo que debía marcharse, y que cada latido de distancia sería una deuda que tendría que pagar con fuego y sangre al volver.

El desayuno con Rhaenyra y los niños había sido más un ritual de calma que una verdadera comida. Aegon había terminado con la cara y las manos cubiertas de fruta, riendo con los balbuceos de un lenguaje que aún no dominaba. 

Rhaenyra lo esperaba en pie, con el vientre de siete lunas marcando su silueta, y en sus brazos uno de los gemelos aún somnoliento. Mina tenía al otro, y Aegon se aferraba a la pierna de su padre, balbuceando entre sollozos.

“¡Kepus!” gritó con la voz rota, intentando subir con sus bracitos.

Daemon lo levantó con fuerza, abrazándolo contra su pecho. El niño lloraba, enterrando el rostro en su cuello. Rhaenyra lo observaba en silencio, con los labios apretados, sabiendo que esa despedida era más dura que cualquier ceremonia.

“Volveré pronto,” murmuró Daemon, apretando a su hijo como si quisiera grabar su calor en la memoria. “Lo prometo, pequeño dragón.”

Cuando por fin se lo devolvió a Rhaenyra, Aegon se retorció con fuerza, gritando, intentando alcanzarlo de nuevo. El sonido le atravesó el pecho como una lanza. Se obligó a apartar la mirada y girarse hacia Rhaenyra. Ella no dijo nada: solo le tomó la mano un instante, con un apretón breve pero feroz, como si se juraran mutuamente que el tiempo no los quebraría.

Rhaenyra lo había sostenido en su regazo por un momento, y luego lo entregó a Mina para que lo llevara a lavar. Los gemelos, con sus manitas torpes, habían chapoteado en la papilla bajo la mirada paciente de las niñeras.

Daemon observó todo como si quisiera grabar cada detalle en su memoria. El cabello despeinado de Rhaenyra iluminado por el sol, el sonido de las risas de Aegon, incluso el murmullo tranquilo del mar que golpeaba contra la piedra. No quería irse. Pero debía hacerlo.

Se inclinó sobre Rhaenyra y le acarició la mejilla, deteniéndose un instante más de lo necesario. Ella le apretó la mano, sus ojos lilas brillando con la mezcla de orgullo y tristeza que lo atravesaba como acero caliente.

“Tardaré lo menos posible,” le prometió.

Ella asintió, aunque su voz no logró salir.

Cuando salió al patio, Caraxes ya lo esperaba. El dragón bufó con impaciencia, como si sintiera en la sangre de su jinete la furia que bullía. Aegon, sostenido en brazos de Mina, se echó a llorar al ver a su padre montando. Extendía los brazos, gritando un “¡Kepus!” desesperado, como si creyera que si lo llamaba lo suficiente, no partiría.

Daemon cerró los ojos un segundo, golpeado por ese llanto. Luego espoleó a Caraxes, que batió las alas con violencia y se alzó en el cielo. El rugido del dragón ahogó los sollozos, pero no borró la culpa que le pesaba en el pecho.

Con cada minuto que lo alejaba de su esposa y de sus hijos, su furia crecía. No contra ella. No contra los niños. Sino contra su hermano. Viserys, débil, inútil, incapaz de sostener un reino sin que otros lo salvaran una y otra vez. Daemon pensaba en él, en los Hightower, en la reina pariendo otro hijo, en Otto tramando con sus tentáculos extendidos, y lo único que deseaba era verlos arder.

Voló rápido, demasiado rápido, dejando que el viento le desgarrara la cara y que Caraxes rugiera contra el cielo. Pensaba en arrancar la lengua a Otto, en ver los muros de Antigua convertidos en cenizas, en callar con fuego cada murmullo contra Rhaenyra. La furia era un tambor constante en su mente, y el rugido de Caraxes lo acompañaba como un eco de su rabia.

Cuando al fin descendieron sobre la isla donde había sido retenida la sirvienta, Daemon ya no era un príncipe sereno: era un filo dispuesto a cortar.

Los guardias lo esperaban en el patio del puerto, rígidos, sabiendo que la menor torpeza podía costarles la vida. Caraxes se posó tras él, bufando, los ojos encendidos como brasas.

“Ella asegura ser una sirvienta de la Fortaleza Roja, Alteza. También ha jurado que sirve a la Princesa…” uno de los soldados le informó con prontitud cuando exigió ver a la polizón.

Le llevaron a la prisionera. Una joven de ropas gastadas, el cuerpo tenso, abrazada a un saco como si fuese lo único que tenía en el mundo.

Daemon la miró de arriba abajo, con frialdad. Su sombra se proyectaba sobre ella, alargada y monstruosa por las antorchas.

“Dicen que sirves a la Princesa,” dijo, su voz tan helada como el acero. “Pero no recuerdo tu rostro. Y lo que mi esposa me contó de sus doncellas fue siempre vago.”

La muchacha inclinó la cabeza, temblando, pero no cedió.

“Soy Elinda Massey, Alteza. Serví a la Princesa en la Fortaleza Roja. No me recordará, pero yo siempre la serví.”

Daemon la miró en silencio. El nombre le sonaba, claro que sí: Rhaenyra lo había mencionado más de una vez, con una ternura particular que rara vez mostraba por alguien fuera de su familia. Pero la joven que tenía delante… no le evocaba nada. Ni un recuerdo, ni una imagen clara.

¿Y si no es más que una farsante? pensó, su furia agitada por el rugido de Caraxes y la distancia que lo separaba de su esposa. ¿Qué casualidad que la doncella perdida de Rhaenyra aparezca justo aquí, en un puerto aislado, retenida por hombres que casi no saben qué hacer con ella?

Se fijó en el saco que abrazaba con desesperación, en la terquedad de su voz pese al temblor evidente. Había algo extraño en todo eso. Una sirvienta común se habría desmoronado al primer rugido de Caraxes. Esta no. Esta desafiaba, aunque fuese temblando.

El ceño de Daemon se endureció. No podía fiarse. No debía fiarse. Pero en la mente, como una punzada dolorosa, se coló el recuerdo de Rhaenyra hablándole de Elinda: la doncella más querida, la más leal, aquella a la que no dejaría atrás.

“Y dices que tienes algo para ella. Muéstramelo.”

Ella lo apretó más fuerte contra el pecho. “No, mi señor. Eso es solo para la Princesa.”

Un murmullo recorrió a los hombres reunidos. Nadie osaba desafiar así a un Targaryen. Daemon frunció el ceño, un destello peligroso en la mirada.

“No me tientes, niña. Podría tomarlo ahora mismo. De tus manos… o de tu cadáver.”

Elinda se estremeció, pero su voz se alzó clara, quebrada de miedo y sin embargo firme.

“Puede que tenga miedo, pero soy valiente. Y sobre mi cadáver tomará la bolsa.”

El silencio se volvió absoluto. Caraxes bufó, satisfecho, como si celebrara la osadía.

“Si me mata, Alteza,” añadió ella, “entonces le tocará a usted decirle a la Princesa que me quitó la vida. Y que lo que llevo llegó a sus manos manchado de mi sangre. Le hice una promesa, y la única forma en la que le fallaré es si muero.”

Daemon la observó con una intensidad brutal. No reconocía su rostro, pero sí esa obstinación. Esa terquedad. Era un reflejo de Rhaenyra misma.

Finalmente, se acercó un paso más, y su voz resonó como un trueno contenido.

Ella la valora.

Daemon resopló, el aire cargado de fuego. Si es verdad, entonces su vida importa más de lo que parece. Y si miente… entonces será mi esposa quien lo decida, no yo.

“Eres terca como ella,” murmuró al fin, sin suavizar el filo de su voz.

No le dijo si le creía o no. No le dio ninguna promesa. Solo ordenó a los hombres que la llevaran a limpiarse, que la vistieran como doncella, y que nadie tocara el saco que protegía con tanto celo.

Mientras se la llevaban, Daemon se quedó mirando las llamas de las antorchas, los ojos encendidos como brasas. No reconocía su rostro, y la sospecha aún lo carcomía. ¿Era casualidad, o trampa? ¿Una doncella leal, o un peón enviado a sembrar discordia?

Sea como sea, Rhaenyra decidirá. Si es ella, lo sabrá. Y si no… será fuego lo que la espere.

Con esa certeza, el príncipe decidió que Elinda viajaría con él.

Daemon no se permitió más que unas horas de descanso en la isla. Elinda Massey había sido trasladada a un cuarto con ropa limpia y un lecho sencillo, pero él no quiso verla de nuevo. Su decisión ya estaba tomada: la recogería al regreso y la pondría frente a Rhaenyra, para que fuera ella quien dictara si esa doncella era auténtica o un engaño.

Esa misma noche, aún con el aire cargado de sal y humo de antorchas, Daemon salió al patio del puerto. Caraxes lo aguardaba encorvado sobre las piedras, el cuello extendido hacia adelante, bufando con impaciencia.

Daemon montó sin pronunciar palabra. No había público, ni hombres vitoreando su partida, solo un dragón y un jinete unidos por la furia. Con un rugido que hizo temblar las murallas, Caraxes se alzó en vuelo.

El viento nocturno le azotaba el rostro. Con cada batir de alas, Daemon sentía cómo la distancia con Rhaenyra crecía y, con ella, la furia en su pecho. Demasiado lejos. Otra vez dejándola, otra vez arrancándome de lo único que me importa.

No era contra ella esa rabia, sino contra quienes la rodeaban, contra quienes habían forzado esa decisión. Su hermano, débil y enfermo, incapaz de sostener el reino sin pedir que otros lo salvaran. La reina, pariendo hijos como quien pone piedras en el camino de su heredera. Otto Hightower, que tejía intrigas como telarañas envenenadas.

En medio de esa tormenta de pensamientos, el vínculo se tensó. La sintió: un destello suave, un murmullo ardiente en lo profundo de su mente.
Yo también te extraño.

Daemon cerró los ojos un instante, el pecho apretado. La brisa salada se mezcló con el calor de esa voz interior, y la furia se templó apenas, como hierro que vuelve a su fragua.

No respondió en palabras, pero apretó las riendas con más fuerza y Caraxes rugió, inclinándose hacia el este.

Horas después, la silueta oscura de Rocadragón apareció contra el horizonte, las torres recortadas sobre la roca negra. El rugido de Caraxes sacudió la fortaleza al descender, haciendo vibrar las piedras y arrancando gritos de alarma a los sirvientes.

Daemon desmontó sin ceremonia, la capa ondeando con la brisa. No había tiempo para cortesías. Avanzó entre el desconcierto general hasta que lo vio: el maestre Gerardys, pálido, con la pluma aún en la mano, como si hubiese sido arrancado de su escritorio.

Daemon lo miró con la impaciencia marcada en cada línea del rostro.

“Prepara lo que necesites. Te vienes conmigo.”

El maestre parpadeó, la voz quebrada. “¿Ahora, Alteza? ¿Con… con usted? ¿A dónde? ¿Por qué?”

Daemon soltó una risa seca, sin rastro de alegría. “¿A dónde? A donde ella mande. ¿Por qué? Porque la Princesa lo ordena.”

Giró de inmediato, caminando hacia Caraxes, que plegaba las alas con un gruñido que resonó bajo como un trueno contenido.

“Alteza, no entiendo…” intentó decir Gerardys, dando un par de pasos tras él.

Daemon no lo dejó terminar. “No hay nada que entender. Prepárate.”

El dragón batió las alas, levantando un vendaval de polvo y gritos ahogados. Los sirvientes huyeron en todas direcciones; Gerardys levantó un brazo para cubrirse el rostro, tambaleándose bajo la ráfaga.

Para cuando se atrevió a abrir los ojos de nuevo, Caraxes ya se alzaba sobre las torres, arrastrando un rugido que partía el cielo en dos.

Daemon no miró atrás. Su destino era claro: Dragonmont, la montaña de fuego y piedra donde los dragones de la isla reclamaban sus cavernas. Allí buscaría lo que Rhaenyra le había pedido: un huevo digno de su hija.

Y cuando lo encontrara, volvería a ella.

El aire en Dragonmont olía a azufre y a piedra ardida. Incluso fuera de las cuevas, el calor que se filtraba desde las entrañas de la tierra hacía sudar bajo la capa. Caraxes permanecía en la entrada, inquieto, con el cuello extendido y las alas plegadas con rigidez. El vínculo con su dragón le transmitía advertencia: lo que aguardaba dentro no debía tomarse a la ligera.

Daemon descendió con la antorcha en una mano, Dark Sister en la otra. Cada paso resonaba contra la piedra húmeda, acompañado por el goteo constante de agua mezclada con el rugido lejano de corrientes de aire.

Sabía que no era territorio vacío. Silverwing solía anidar en esas cavernas, y la vieja dragona tenía un temperamento tan inestable como el fuego que la alimentaba. Su pareja, Vermithor, era aún más peligroso: territorial, feroz, incapaz de tolerar intrusos. Daemon no ignoraba que si uno de los dos estaba cerca, un paso en falso podía costarle la vida.

Avanzó con cautela, los ojos recorriendo las paredes ennegrecidas, buscando rastros de vida. El suelo estaba sembrado de fragmentos: restos de huesos de cabra, plumas chamuscadas… y más adelante, los primeros pedazos de cascarón. Se inclinó, recogiendo uno. La superficie estaba astillada, quebrada con violencia. No eran las huellas de un nacimiento pacífico: eran restos destrozados.

Daemon apretó la mandíbula. Reconocía ese patrón. Había escuchado suficientes historias para saberlo.

Cannibal.

El dragón salvaje, el terror de Dragonmont, devorador de crías y de huevos. Nadie lo montaba, nadie lo controlaba. Una bestia tan antigua como los muros mismos de Rocadragón, cuya sola presencia volvía inútiles las cadenas de los guardianes de dragones.

El eco de un crujido reverberó en la caverna. Daemon apagó su respiración un instante, tensando los músculos. El aire olía distinto, como carne quemada reciente. Levantó la antorcha y vio más cascarones destrozados en la roca, brillando bajo el hollín.

El corazón le golpeaba en el pecho, pero no retrocedió. Había venido a buscar un huevo para su hija, y no se marcharía con las manos vacías.

A cada paso, la tensión crecía. Sabía que Cannibal podía estar en cualquier recodo, que un rugido bastaría para reducirlo a cenizas antes de que siquiera alzara Dark Sister.

El silencio pesaba como plomo, roto apenas por el goteo de la piedra. Caraxes rugió a lo lejos, como recordándole que no estaba solo… pero tampoco seguro.

Daemon avanzó un poco más, cada sombra una amenaza, cada grieta un escondite. Los cascarones seguían apareciendo, destrozados, como si la bestia se hubiera cebado en cada nuevo nacimiento. Y lo único que el príncipe podía pensar era en la hija que aún no había nacido, y en el huevo que debía hallar para ella.

Daemon no se adentró más esa noche. Los cascarones destrozados, el olor a azufre fresco y el silencio interrumpido por rugidos le dejaron claro que avanzar sería un suicidio. Caraxes lo esperaba fuera, inquieto, sus ojos ardientes clavados en la boca de la caverna como si esperara que en cualquier momento surgiera de allí la sombra devoradora de Cannibal.

El príncipe salió al aire abierto y acarició las escamas calientes del cuello de su dragón. Caraxes bufó y bajó el cuerpo para que montara, pero Daemon negó con un gesto.

“Esta noche aquí, viejo amigo.”

El dragón pareció dudar, hasta que se giró hacia una cornisa alta en la roca. Trepó con la facilidad de un gato colosal, y allí, protegido del viento, tenía su propio nido: piedras ennegrecidas, huesos de presas recientes, el calor residual de su cuerpo impregnando la roca.

Daemon se recostó contra el costado del dragón, sintiendo las vibraciones de cada respiración profunda. El calor era sofocante, pero mejor eso que el frío húmedo de las cavernas. Cerró los ojos un instante, aunque el sueño nunca fue profundo. En su mente giraban imágenes de Rhaenyra, de su vientre redondeado, de la hija que esperaba. Necesito un huevo para ella.

Los dragones escondían sus huevos en grietas imposibles, en recodos de montaña donde el ojo humano no alcanzaba. No bastaba con entrar en las cuevas principales: había que rastrear, explorar, pensar como una bestia que protege su futuro.

Cuando llegó el amanecer, descendió con Caraxes y reanudó la búsqueda.

El día entero se lo tragó la montaña. Daemon recorrió túneles estrechos, grietas que se abrían en el basalto, y cada una le ofrecía lo mismo: ruina.

Encontró los huesos diminutos de lo que había sido un dragón bebé. Un trozo de ala quemada, las membranas aún arrugadas como cuero viejo. Se inclinó sobre él, el corazón ardiendo. Cannibal. O quizás Sheepstealer. No importa cuál: todos los salvajes son iguales. Devoran lo que no controlan.

Los rugidos lo acompañaron todo el día. A veces eran lejanos, retumbando como truenos bajo la tierra; otras, tan cercanos que sintió vibrar las paredes de la roca. No los buscó. No era insensato. Se limitó a moverse entre sombras, evitando dejar rastro de su presencia.

Al caer la tarde, llegó a la parte más alejada de la isla. Allí, en un terreno de cenizas blancas y negras, encontró lo que buscaba y temía: rastros inconfundibles de Sheepstealer. Huellas profundas en la ceniza, restos de cabras devoradas, huesos chamuscados regados como cuentas de un collar roto.

Más allá, en un claro donde la lava vieja se había enfriado hacía siglos, encontró otro signo: plumas y huesos reducidos a polvo, el rastro esquivo de Grey Ghost. El dragón fantasma, silencioso, que evitaba a los hombres y rara vez se dejaba ver, parecía haber pasado por allí.

Daemon se acercó a un nido carbonizado. El suelo estaba sembrado de huesos reducidos a ceniza. Lo tocó con los guantes, y la ceniza se deshizo entre sus dedos como arena. Ningún huevo. Ninguna promesa de vida. Solo ruinas.

Alzó la vista. El horizonte ardía con la luz del sol descendente, y el viento llevaba aún los ecos de rugidos. El príncipe cerró los ojos un instante, la frustración latiendo en sus sienes. Un día entero perdido, y nada para llevar a mi hija.

Caraxes rugió detrás de él, como si compartiera la rabia.

Daemon se giró, su capa ondeando con el viento de ceniza, y volvió al lomo de su dragón. No era derrota, no aún. Solo sabía que, si quería un huevo, tendría que arriesgarse más adentro… incluso si eso significaba enfrentar a los monstruos que gobernaban Dragonmont.

El tercer día comenzó sin gloria. Carne seca entre las manos, el sabor metálico y duro en la lengua, Daemon se obligó a masticar mientras Caraxes cazaba por su cuenta en un risco cercano. No había hallado nada el día anterior salvo huesos, ceniza y frustración. Pero no podía volver con las manos vacías. No a ella.

El sol ya estaba alto cuando emprendió la subida por una de las laderas más abruptas de Dragonmont. El suelo era oscuro, irregular, cubierto de vetas de piedra brillante por la lava antigua. Avanzaba con la antorcha apagada en la mano y Dark Sister colgada a la espalda, confiando en la luz del día y en sus propios sentidos.

Fue entonces cuando lo sintió.

El suelo bajo sus pies vibró, apenas perceptible, como un corazón latiendo en lo profundo de la tierra. Dio un paso más, y la vibración se repitió. Otro, y esta vez el sonido fue acompañado por un crujido bajo, profundo, que no venía de la roca.

Daemon se detuvo en seco. Miró alrededor. La ladera se extendía a lo largo de decenas de metros, oscura y rugosa como escamas gigantescas. El aire olía a azufre fresco, no a la lava dormida, sino a algo vivo.

Entonces lo comprendió.

No era una montaña.

Estaba caminando sobre el cuerpo de un dragón.

El corazón le golpeó contra las costillas. No podía ser Grey Ghost, demasiado pequeño. Tampoco Sheepstealer. Solo había una criatura en todo Dragonmont capaz de alcanzar ese tamaño.

Cannibal.

El terror y la fascinación se entrelazaron en su pecho. Había escuchado historias, rumores transmitidos en susurros por la familia: que era más viejo que cualquier dragón vivo, quizás incluso más que Balerion. Una bestia primigenia, que ya había devorado huevos y crías cuando los Targaryen llegaron a Rocadragón.

Daemon alzó la vista, y el aire le abandonó los pulmones.

Los ojos del dragón se abrieron, dos orbes colosales que brillaban como esmeraldas encendidas. Verdes, brillantes, antinaturales en medio de las escamas negras como la noche. Cada parpadeo era como el cierre de una puerta gigantesca, y cada resplandor, un faro de poder antiguo.

Daemon se quedó inmóvil, con la piel erizada, como un niño sorprendido robando en un templo.

El gigante exhaló. El aire salió de sus fauces como un vendaval de azufre y calor que casi lo tiró al suelo. Daemon retrocedió un paso, luego otro, intentando descender de aquella mole sin llamar más la atención. No me mires, no me sientas…

Pero lo inevitable sucedió. En un movimiento lento, casi perezoso, Cannibal levantó el cuello, y de pronto Daemon estaba frente a su cabeza descomunal. Las fauces eran un abismo negro capaz de engullirlo entero, los colmillos tan largos como lanzas, y los ojos verdes lo taladraban con una intensidad imposible de soportar.

El dragón lo olfateó. El aire que salió de su nariz lo golpeó en el rostro, caliente, cargado de ceniza y muerte. Daemon sintió que su corazón se detenía un instante, pero en ese mismo segundo algo extraño lo recorrió: una punzada en la mente, como un roce, un eco que no era suyo.

No era vínculo. No como con Caraxes. Pero era… algo. Una conexión, una sombra de reconocimiento. Como si esa bestia colosal, devoradora de todo lo que los Targaryen habían intentado criar, se hubiese detenido un instante a mirar más allá de la carne.

Daemon tragó saliva, los músculos tensos como acero. No levantó la mano, no intentó tocarlo. Sabía que un gesto en falso podía acabar en fuego y cenizas. Pero tampoco retrocedió.

Los ojos verdes de Cannibal lo atravesaron como cuchillas, y durante un instante eterno, Daemon tuvo la sensación de que el monstruo lo había medido… y lo había dejado vivir.

El dragón bufó, sacudiendo la cabeza, y con un movimiento que levantó piedras y polvo, se giró hacia lo profundo de la caverna.

Daemon permaneció inmóvil, jadeando, el sudor corriéndole por la frente. No sabía si había estado a punto de morir o de descubrir algo más antiguo y oscuro que el propio fuego.

Solo sabía que había visto a Cannibal. Y que jamás volvería a mirar a otro dragón del mismo modo.

Daemon descendió de la mole negra con pasos lentos, cada músculo aún tenso como una cuerda a punto de romperse. El aliento caliente de Cannibal todavía quemaba en su piel, y el eco de esos ojos verdes como esmeraldas seguía persiguiéndolo incluso con la bestia fuera de vista.

El aire en Dragonmont era espeso, cargado de ceniza, pero a Daemon le pareció más ligero que el silencio que lo envolvía. Había estado demasiado cerca de la muerte y, sin embargo, no la había encontrado. O tal vez, pensó con amargura, había sido la muerte misma la que lo midió y decidió dejarlo vivir.

Se detuvo en un saliente y se pasó una mano por la frente, empapada de sudor. No quería volver con las manos vacías. No podía. Había venido buscando un huevo para la hija que Rhaenyra llevaba en su vientre. Y sin embargo… en lo más hondo de su ser, sintió que lo que había encontrado ya era más poderoso que cualquier huevo.

Cannibal.
El dragón negro, colosal, tan antiguo que incluso en las canciones de su casa era más rumor que certeza. Y él lo había visto. Lo había sentido.
Quizá este era el verdadero hallazgo.

Pero ¿cómo volver a Rhaenyra con solo palabras? ¿Cómo mirarla a los ojos y decirle que no había hallado un huevo digno, sino algo peor y más grande: la certeza de que había una bestia que ni siquiera los dragones domados de su linaje podían igualar?

Con la mandíbula apretada, siguió caminando hacia la salida. Caraxes lo esperaba, nervioso, con el cuello curvado y las alas plegadas, como si hubiera sentido la proximidad del monstruo desde lejos. Daemon le acarició el costado, el contacto áspero de las escamas devolviéndole algo de calma.

“Lo sé,” murmuró, apoyando la frente contra el cuello de su dragón. “Lo sé. Estaba ahí.”

Montó con un salto y alzó el vuelo, alejándose de las laderas ennegrecidas de Dragonmont. No se dirigió de inmediato hacia el mar. En lugar de eso, giró hacia el recinto donde los guardianes de dragones custodiaban los huevos que habían conseguido rescatar.

Aterrizó entre el revuelo de hombres que se apresuraban a inclinarse y retroceder, temerosos del dragón rojo que agitaba la cola como un látigo. Daemon descendió sin ceremonia, avanzó directo hacia el cofre de piedra donde guardaban los huevos.

Uno a uno, los revisó. Los sostuvo en sus manos, sintiendo el peso, buscando el calor latente que debía estar allí. Pero no había nada. El cascarón estaba frío, muerto, sin vida latiendo en su interior. Otro, lo mismo. Y otro más.

Frunció el ceño, la frustración marcándose en cada línea de su rostro. Huevos sin fuego. Cáscaras inútiles. Nada para ofrecerle a mi hija.

Dejó el último huevo en su lugar con un golpe seco que resonó en el recinto. No había nada más que buscar.

Se giró hacia Caraxes, y el dragón lo observaba con ojos encendidos, como esperando la decisión.

Daemon subió al lomo de su montura, con el ceño endurecido. “Basta. Hemos perdido suficiente tiempo.”

El dragón rugió y batió las alas, levantando un torbellino de polvo.

Era hora de irse. Pasaría por Gerardys, recogería a Elinda y regresaría a su mujer. A Rhaenyra, que lo esperaba con un vientre cargado de vida y una mirada que no admitía vacíos.

Y aunque volviera sin huevo, volvía con la certeza de algo más: había visto al verdadero monstruo de Dragonmont. Y solo él lo había enfrentado y regresado vivo.

El viento golpeaba con furia el rostro de Daemon mientras Caraxes cortaba el cielo. El rugido del dragón se confundía con el latido feroz en su pecho. Había dejado atrás Dragonmont, al maestre y a la doncella, y ahora lo único que lo sostenía era la urgencia de regresar.

El vínculo se tendió como un hilo ardiente entre su mente y la de Rhaenyra. No necesitó palabras al inicio; bastó con la sensación de su presencia, cálida, cercana, palpitando en el fondo de su ser.

Ya vuelvo, pensó él, y supo que ella lo escuchó.

La respuesta fue un susurro, tembloroso pero firme: Te espero.

Daemon cerró los ojos un instante, dejando que el fuego del vínculo lo consumiera. La imaginó tal y como la vería: en su trono, altiva y serena, la seda de sus vestidos cayendo como llamas alrededor de su cuerpo. Su vientre redondeado, su mirada lila atravesándolo con orgullo y deseo.

El deseo se mezcló con las imágenes de su mente. Se vio a sí mismo entrando en la sala, sus pasos firmes resonando contra la piedra, y a ella esperándolo, los labios curvados en esa sonrisa que era un reto y una invitación. Se vio inclinándose sobre ella, tomándola en su trono, haciéndola suya bajo el símbolo de su poder.

El vínculo ardió. Sintió que Rhaenyra lo percibía todo, que veía las imágenes, que compartía el pulso acelerado que lo recorría. Su respiración mental se volvió más profunda, como si también ella lo deseara con una urgencia imposible de ocultar.

Daemon sonrió en el aire, una sonrisa feroz y ansiosa. Cuando ponga mis manos sobre ti, no habrá tregua. Ni entre tus muros, ni en tu trono. Eres mía, y lo recordarás en cada rincón de tu cuerpo.

El rugido de Caraxes rasgó las nubes, como si también él celebrara esa promesa.

El príncipe abrió los ojos. El horizonte ya le mostraba la línea del mar que lo llevaría a casa. Su hogar no eran las islas, ni los muros de piedra, ni los ejércitos. Su hogar era ella, esperando con fuego en la mirada.

Y cada aleteo lo acercaba a lo único que importaba: volver a reclamar lo suyo

 


 

Rhaenyra

La noche cayó sobre Prūmia con el murmullo constante del mar. En sus aposentos, Rhaenyra no encontraba calma. Había ordenado a todos retirarse temprano: las damas, las nodrizas, hasta las sanadoras que siempre querían quedarse vigilando. Esta vez no. Esa noche era solo para ellos.

Daemon estaba allí, sentado en el borde de la cama, limpiando con un paño el polvo que aún se aferraba a sus botas. Rhaenyra lo observaba en silencio, con el corazón encogido. Cada movimiento suyo era real, tangible: no un sueño, no una visión alimentada por el vínculo, sino él.

Se inclinó hacia él y, sin pensarlo, apoyó la cabeza en su hombro. El calor de su piel la envolvió. Y entonces las lágrimas que había contenido desde la partida comenzaron a escapar, silenciosas primero, luego en un torrente incontenible.

Daemon dejó el paño a un lado y la rodeó con los brazos, apretándola contra sí.
“Shhh,” murmuró contra su cabello. “Ya pasó. Estoy aquí.”

Pero las lágrimas no se detenían. Rhaenyra se aferró a él con la fuerza de quien teme que el otro vuelva a desvanecerse. Había recordado demasiado: los abandonos pasados, las noches vacías, las cartas tardías, los rumores de muertes en Valyria. Todo volvía ahora, mezclado con el alivio de sentirlo de nuevo.

Un balbuceo suave interrumpió el silencio. Desde la cuna cercana, uno de los gemelos comenzó a moverse. La pequeña manita salió entre las mantas, buscando algo. Rhaenyra se levantó con un esfuerzo, y Daemon fue tras ella. Juntos se inclinaron sobre los bebés.

Rhaenyra los acarició con dedos temblorosos. “No entienden nada… y sin embargo, los he visto mirarme como si supieran todo.”

Daemon posó una mano en su hombro, firme. “Saben lo esencial: que su madre es fuego y que yo estoy aquí para protegerlos.”

Aegon apareció tambaleante desde su camita, medio dormido, arrastrando su manta. Murmuró un “Muña…” entre dientes y levantó los brazos hacia ella. Rhaenyra lo tomó y lo alzó, sentándolo entre ambos en la cama. El niño apoyó la cabeza en su pecho y, en cuestión de minutos, se quedó dormido.

Daemon pasó un brazo alrededor de los dos, acunando a su esposa y a su hijo a la vez. La vela chisporroteaba, lanzando sombras doradas en la habitación.

“Ya no estoy lejos,” dijo, su voz baja, íntima. “No más despedidas bajo la oscuridad. No más soledad. No me gusta alejarme de ti…”

Rhaenyra cerró los ojos, con Aegon respirando tranquilo entre ellos, y sintió que al fin podía creerle. No había corona, ni ejército, ni enemigo capaz de darle más fuerza que ese instante: su esposo junto a ella, sus hijos dormidos, y la certeza de que el fuego de su casa seguía ardiendo.

Cuando los gemelos quedaron rendidos en sus cunas y Aegon respiraba con la serenidad del sueño entre las mantas, Rhaenyra se volvió hacia Daemon. Sus ojos estaban aún enrojecidos por el llanto, pero en ellos brillaba un fuego tierno que pocas veces mostraba.

Él la tomó de la mano y la guió de nuevo hacia la cama. No hubo prisa, ni esa urgencia feroz que solía dominar sus encuentros. Esta vez, cada gesto fue lento, como si quisiera memorizarla de nuevo.

Rhaenyra dejó que se sentara a su lado, y cuando él le acarició el rostro con la yema de los dedos, las lágrimas volvieron a asomar. Daemon se inclinó y besó sus párpados, como si con cada contacto pudiera borrar el dolor.

“No quiero volver a llorar por ti,” susurró ella, la voz quebrada.

Daemon apoyó la frente contra la suya. “Entonces no llores. No me iré a menos que tú lo ordenes. No hay exilio, ni guerra, ni hermano que pueda arrancarme de tu lado si no lo decides tú.”

Ella rió suavemente, un sonido húmedo que se mezcló con un sollozo. “Siempre tan terco… siempre tan mío.”

Él la recostó con cuidado, sus manos deslizándose hasta su vientre. Lo acarició con reverencia, maravillado por la vida que crecía allí. “De ti y de mí,” murmuró. “Todo lo demás puede arder, pero esto… esto es lo que me mantiene cuerdo.”

Rhaenyra lo observó, y por un instante vio en él no al guerrero, ni al Príncipe, ni al hombre de furia inagotable, sino al esposo que la abrazaba como si fuese su último refugio.

Se acomodó contra su pecho, buscando su calor. “Prométeme que volverás siempre a casa. Siempre a mí.”

Daemon le besó el cabello, aspirando su aroma como si quisiera grabarlo en su memoria. “Siempre, mi princesa. Aunque los dioses me maldigan, aunque los dragones me devoren. Siempre volveré a ti.”

El silencio los envolvió, roto solo por el susurro del mar contra la piedra y el rugido distante de Caraxes, que dormía vigilante en su caverna.

En esa noche, con los niños a salvo y el peso de la guerra aún lejos, Rhaenyra y Daemon se permitieron algo que pocas veces tenían: paz.

El amanecer en Prūmia había sido suave, con el murmullo del mar colándose por los ventanales. Rhaenyra despertó con la sensación de calma que solo el regreso de Daemon podía darle. Él se movió junto a ella, intentando acercarse con labios y manos ansiosas, buscando robarle unos momentos de intimidad antes de que comenzara el día.

Pero ella, con los ojos encendidos por la emoción, apartó su mano y sonrió.
“Hoy no, Daemon. Elinda está aquí. Debo verla.”

Daemon resopló con teatral fastidio, aunque el brillo travieso en su mirada lo delataba. “Mi princesa rechaza mi afecto por una doncella… debería sentirme insultado.”

“Deja de hablar y manda preparar un desayuno digno,” replicó ella, riendo entre lágrimas de entusiasmo. “En el Jardín de Cristal. Quiero que todo sea perfecto.”

Poco después, caminaron juntos por los corredores bañados en la luz temprana. Aegon corría adelante con Mina, golpeando la cuchara contra el suelo como si fuera una espada, mientras las nodrizas cargaban a los gemelos, bien envueltos en mantas claras. Daemon lo recogió al vuelo cuando tropezó, alzándolo sobre su hombro con una sonrisa cómplice.

El Jardín de Cristal brillaba con la luz matinal. Las paredes de vidrio filtraban destellos verdes y dorados, reflejando el mar tranquilo al fondo. Sobre la mesa ya los sirvientes habían dispuesto frutas frescas, panes tibios, quesos y carnes frías, todo dispuesto con un cuidado que hablaba de la importancia del momento.

Rhaenyra tomó asiento, con Aegon en su regazo, mientras Daemon se acomodaba a su lado. Los gemelos fueron depositados en cunas cercanas, balbuceando y agitando manitas en el aire. La escena tenía un aire familiar, íntimo, casi hogareño… pero el corazón de Rhaenyra latía con la urgencia de quien espera algo más.

Las puertas se abrieron.

El aire del salón cambió en un instante.

Elinda Massey entró, más delgada, con el rostro marcado por ojeras profundas, pero con la cabeza erguida. El cabello recogido en una trenza aún húmeda dejaba ver su juventud intacta bajo la fatiga.

“Alteza,” dijo con voz suave, inclinándose.

Rhaenyra se levantó de inmediato, ignorando el peso de su vientre. Caminó hacia ella con pasos rápidos y la abrazó sin dudar. La joven se tensó apenas, sorprendida, pero enseguida la rodeó con fuerza, como si ambas hubiesen estado esperando ese instante durante una eternidad.

Daemon observaba desde la mesa, con una media sonrisa irónica y los ojos fijos en su esposa. No pronunció palabra, pero a través del lazo mental, Rhaenyra sintió su alivio mezclado con la cautela.

El jardín se llenó del sonido fresco de una risa quebrada. Aegon, contagiado por el entusiasmo de su madre, comenzó a aplaudir con manitas torpes. Los gemelos balbucearon desde sus cunas, como si celebraran también la llegada.

Elinda estaba allí. Completa. Viva. Y ese solo hecho bastaba para devolverle la calma.

Una pieza que le pertenecía había regresado a su lugar.

Recuperar a Elinda se sentia como si el último rastro de incertidumbre sobre sus planes se desvaneciera.

Elinda se sentó en la mesa con torpeza, aún cansada del viaje, pero con los ojos brillando de un fuego vibrante. Sus manos temblaban sobre el regazo, sosteniendo un saco de tela, hasta que finalmente se decidió.

Con cuidado, colocó sobre la mesa el saco cosido que había guardado como un tesoro. Lo abrió con lentitud, desplegando la tela gastada, y de su interior emergió un destello familiar.

Rhaenyra contuvo la respiración.

Rhaenyra tomó la corona con ambas manos, como si levantara algo sagrado, y la apretó contra su pecho. Las lágrimas corrieron libres, mojando la seda de su vestido. “No sabes lo que has hecho, Elinda. Has devuelto a mi madre a mí.”

La corona reposaba en las manos de Rhaenyra, fría al tacto y, sin embargo, más cálida que el sol que bañaba el Jardín de Cristal. Apenas sus dedos rozaron el metal, las lágrimas comenzaron a brotar, silenciosas al principio, luego incontenibles. El llanto se mezcló con el temblor de su vientre de siete lunas, con la respiración entrecortada de quien ha esperado demasiado y al fin recibe lo imposible.

“Madre…” murmuró, aferrándola contra su pecho.

Elinda, de pie a su lado, se inclinó con gesto alarmado. “Princesa… por favor, siéntese, no haga esfuerzo.”

Pero Rhaenyra no pudo obedecer. Se dejó caer de rodillas junto a la mesa, sosteniendo la corona como si fuera un hijo perdido y encontrado. Su cabello rubio-plateado cayó sobre su rostro húmedo de lágrimas, y su vientre redondeado tembló con cada sollozo.

“Princesa,” insistió Elinda, con voz suave, casi suplicante. “Está embarazada… no llore así. La necesito fuerte.”

Daemon se levantó de su asiento, acercándose con pasos lentos. No la interrumpió, no intentó arrebatarle la corona ni levantarla; simplemente se quedó detrás de ella, una mano en su hombro, firme, recordándole que no estaba sola.

Un sonido alegre rompió la solemnidad. Aegon, desde el regazo de su niñera, había notado el brillo de la corona. Soltó un chillido encantado y, con manitas ansiosas, estiró los dedos hacia las gemas que relucían bajo la luz del jardín.

Rhaenyra sonrió entre lágrimas y lo acercó a él. El niño tocó uno de los rubíes con fascinación, murmurando balbuceos que parecían intentos de palabras. Pasó luego a un diamante, golpeándolo con la palma abierta, como si fuera un juguete mágico.

“Fuego y brillo,” dijo Rhaenyra entre suspiros, acariciando el cabello de su hijo. “Hasta él sabe que esto es algo sagrado.”

Cuando el niño perdió interés y volvió a aplaudir contra la mesa, Rhaenyra levantó la mirada hacia Elinda. “Dime. ¿Cómo llegó esto a tus manos? ¿Cómo fue posible?”

Elinda apretó las manos contra su regazo. Sus labios temblaron antes de hablar. “No fui yo quien la halló, Princesa. Fue Aoife.”

El corazón de Rhaenyra dio un vuelco.

“Ella la encontró tirada en los aposentos de la reina, entre harapos y objetos olvidados. No sabía si era lo que yo buscaba. Me la entregó sin sospechar lo que significaba.” Elinda levantó la vista, sus ojos humedecidos. “Yo lo supe en cuanto la toqué. Supe que era la de la Reina Aemma. Y entonces… huí. La escondí conmigo y no miré atrás.”

Rhaenyra acarició la corona con ternura, como si en ese gesto abrazara también a su madre y a la joven doncella que había arriesgado todo. “Aoife…” susurró. “Incluso allá, incluso en medio de la corte, sigue siendo mi espada oculta.”

Elinda asintió. “Ambas lo somos, Princesa. Ella allá. Yo aquí, si aún me acepta.”

Rhaenyra tomó su mano, con la corona todavía apretada contra su pecho. “No hay nada que aceptar, Elinda. Siempre fuiste mía. Siempre lo serás.”

Daemon observaba en silencio, y aunque no pronunció palabra, el vínculo entre ellos le transmitió a Rhaenyra lo que pensaba: aquel hallazgo no era solo un símbolo. Era la prueba de que los dioses, o las llamas, o la memoria de los muertos, aún estaban de su lado.

Elinda la miraba con los ojos húmedos, pero sonriendo con orgullo. “La encontré, Princesa. Tenía que traerla de vuelta a sus manos. Era suya. Y debía serlo otra vez.”

Aegon, sin comprender nada, golpeó la mesa con su cuchara, riendo fuerte como si celebrara la solemnidad con su inocencia. Los gemelos comenzaron a balbucear en sus cunas, exigiendo atención.

Rhaenyra rió entre lágrimas, y tomó la mano de Elinda con la suya libre. “Mira, estos son mis hijos. Mi fuego. Y tú también formas parte de esto ahora. Siempre lo has sido.”

Elinda se inclinó sobre las cunas, dejando que los pequeños le agarraran un dedo con sus manitas. Aegon, curioso, tiró de su trenza con una carcajada.

La corona descansaba aún sobre el pecho de Rhaenyra, pesada y cálida, como si en ese instante Aemma Arryn la abrazara desde más allá del tiempo.

Elinda no podía apartar la vista de las cunas cercanas. Los gemelos balbuceaban, cada uno con un puño en la boca, moviendo las piernas bajo las mantas. Su respiración entrecortada, el leve olor a leche y flores de aceite, todo parecía embriagarla.

Finalmente, se atrevió a alzar la voz.

“Princesa… ¿me permitiría cargar a uno de ellos?”

Rhaenyra sonrió, con las lágrimas aún frescas en el rostro. “Claro que sí.”

Con cuidado, tomó en brazos al niño más tranquilo esa mañana y la depositó entre los brazos de Elinda. La doncella se quedó inmóvil al principio, temerosa de quebrar esa fragilidad, pero pronto el bebé se acomodó contra su pecho, soltando un suspiro satisfecho.

“Este pequeño, es mi Aemmon.” Rhaenyra sintio que el nombre encajaba más que nunca.

Los ojos de Elinda brillaron. “Son tan pequeños… tan suaves… nunca había visto algo así de cerca.”

Rhaenyra la observaba con orgullo, el corazón hinchado al ver cómo sus hijos despertaban ternura en quienes la rodeaban. Daemon, en silencio, se recostó en la silla, cruzando los brazos, y aunque no lo dijo, el vínculo le transmitió a Rhaenyra que aprobaba aquel gesto.

Elinda acarició el cabello plateado de la niña y, con una mezcla de fascinación y temor, preguntó en voz baja. “¿Y… ya tienen dragón?”

Rhaenyra asintió con suavidad, acomodando a Aegon en su regazo. “Sí. Cada uno de ellos. Aunque son pequeños aún, apenas del tamaño de gatos grandes. A veces los llevamos con Syrax y Caraxes cuando desayunan. Así aprenden a usar su fuego, a desgarrar carne de cabra o de cerdo.”

Elinda abrió los ojos de par en par, abrazando instintivamente con más fuerza al bebé que tenía en brazos. “¿Con… con sus dragones? ¿Ya tan pronto?”

Una sonrisa curvó los labios de Rhaenyra. “Los dragones aprenden con ellos desde el inicio. No hay otro modo. Crecen juntos, se reconocen. Así como Aegon ya balbucea palabras para llamar a Caraxes, o como esta pequeña estira las manos cada vez que Syrax alza el vuelo sobre el jardín.”

La doncella bajó la mirada hacia el bebé dormido contra su pecho. La idea de criaturas aladas, capaces de reducir hombres a cenizas, creciendo junto a esos infantes tan delicados la llenaba de asombro y miedo a la vez.

“Es… maravilloso,” murmuró, con voz temblorosa. “Y aterrador.”

Rhaenyra extendió la mano y acarició la mejilla de su hija. “Así es el fuego. Así es nuestra sangre.”

Elinda levantó la vista, y en su rostro se mezclaban el respeto, la devoción y el temor reverente que siempre despertaban los dragones.

Elinda seguía acunando a la pequeña con el rostro iluminado de asombro, cuando una risa baja resonó desde el otro lado de la mesa.

“Temor y maravilla,” dijo Daemon, alzando una ceja. “Así debe ser. No quiero que nadie olvide nunca que mis hijos son dragones tanto como yo.”

Se levantó sin más y se dirigió hacia la cuna de los gemelos. Tomó en brazos al varón, al pequeño Viserys, que apenas sentir el calor del pecho de su padre soltó un chillido alegre y comenzó a mover brazos y piernas con energía.

Daemon sonrió con orgullo, alzando al niño en el aire como si lo presentara ante el mundo.

“Míralo, ya exige que lo vean. Este no se conformará con ser sombra de nadie.”

Rhaenyra lo observaba con el corazón encendido. Había en la sonrisa de su esposo un orgullo feroz, casi desafiante, como si con cada balbuceo de Viserys quisiera desafiar a todo Poniente.

El bebé, Viserys, respondió a los juegos de su padre con risas húmedas y sonidos guturales, un balbuceo insistente que llenó la sala como un canto. Caraxes rugió a lo lejos, como si hubiera escuchado a través del vínculo, y Daemon apretó más fuerte al niño contra su pecho, satisfecho.

Mientras tanto, Aegon seguía sentado sobre la falda de su madre, completamente hipnotizado por el fulgor de la corona. Pasaba sus manitas sobre los rubíes y diamantes, soltando exclamaciones de asombro cada vez que la luz arrancaba destellos.

Rhaenyra acarició el cabello suave de su primogénito y murmuró, casi para sí: “Incluso ellos lo saben… lo que esta corona significa.”

Elinda la miró con devoción, acunando a la niña dormida. Entre el bebé en sus brazos, los balbuceos felices de Viserys y el brillo de Aegon frente a las joyas, la escena parecía sacada de un sueño imposible: la herencia valyria viva, palpitante, rodeándolos.

Daemon inclinó la cabeza hacia su esposa, con el fuego del orgullo brillando en sus ojos. “Ningún rey en Poniente tiene hijos como estos. Ni dragones como los nuestros. Y nadie lo tendrá jamás.”

Rhaenyra lo sostuvo con la mirada, y en silencio supo que tenía razón.

El desayuno terminó entre risas y balbuceos. Elinda aún acunaba a Aemmon, mientras Rhaenyra guardaba la corona de su madre en un cofre de cristal. Aegon, con las manos pegajosas de fruta, no se despegaba de su padre, tirándole de la capa como si lo reclamara para sí.

Daemon lo tomó en brazos con una sonrisa de triunfo. “Hoy viene conmigo. Que empiece a aprender lo que es ser un Targaryen en el patio de armas.”

Rhaenyra lo miró con los labios entreabiertos, a punto de replicar, cuando las puertas del Jardín de Cristal se abrieron de golpe. Un soldado entró, jadeando, con el rostro pálido.

“Alteza… Príncipe…” Se inclinó con premura, pero su voz temblaba. “Un barco acaba de atracar en el puerto. Sus velas están chamuscadas… como si hubiese pasado demasiado cerca de fuego. Y… y traen noticias.”

Daemon entrecerró los ojos, la sonrisa desapareciendo de inmediato. “Habla.”

“Los marineros dicen que un dragón gigantesco ha sido visto cerca de las Islas del Verano, arrasando las aguas. Que su sombra cubre las naves enteras. Están aterrados.”

El silencio cayó como plomo.

Rhaenyra sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su primera reacción fue buscar con la mirada a sus hijos, como si la sola mención de la criatura pudiera amenazarlos. Apretó la mano sobre la corona en el cofre, el recuerdo de su madre y de su linaje mezclándose con un miedo visceral.

“¿Un dragón?” murmuró, con la voz cargada de incredulidad y temor. “¿Tan cerca…?”

El soldado asintió, sudando.

Rhaenyra cerró los ojos un instante. Dos nombres se alzaron en su mente como espadas: Vhagar. Meleys.

Si era alguna de ellas, significaba que los Verdes o los Velaryon habían movido sus piezas… y que la guerra podía estar tocando a su puerta antes de lo previsto.

Daemon sostuvo a Aegon más fuerte contra su pecho, y su mirada se volvió un filo. “Sea quien sea… si se acerca a Prūmia, lo recibiremos con fuego.”

Rhaenyra no respondió. Sus ojos lilas permanecían fijos en el horizonte más allá de los ventanales, donde el mar resplandecía inocente, como si ocultara bajo su calma la sombra de un monstruo que se aproximaba.

El fuego del desayuno familiar aún ardía en la sala. Pero ya no bastaba para disipar el frío que se había colado en el corazón de la Princesa.

El silencio apenas duró un instante.

Daemon enderezó los hombros, sus ojos encendidos con la furia de la sospecha. El peso de Aegon en sus brazos no lo debilitaba: lo hacía aún más fiero.

“¡Da la orden de alarma!” rugió, y el soldado dio un respingo. “¡Que toquen los cuernos en cada torre y que todos estén listos para la señal! Nadie debe ser tomado por sorpresa.”

El hombre salió corriendo sin atreverse a replicar.

Rhaenyra se levantó de la mesa, el corazón latiéndole en las sienes. Su vientre pesado no la detuvo; su voz, clara y firme, llenó el Jardín de Cristal. “Que se aseguren las puertas. Ningún extraño entra a Prūmia sin mi permiso.”

Daemon ya estaba dando más órdenes, su tono cortante como un látigo. “Quiero los navíos veloces preparados al instante. Que los capitanes más diestros los tripulen. No es para batalla, sino para buscar. Debemos identificarlo, saber qué dragón se atreve a rondar tan cerca de nuestras aguas. Si es Vhagar… si es Meleys… no podemos esperar a que nos sorprenda.”

Un murmullo recorrió a los sirvientes, mezclando temor y obediencia.

Elinda, aún con Aemmon en brazos, apretó al niño contra su pecho, como si pudiera protegerlo del rumor de un monstruo alado. Los balbuceos felices de Viserys, en brazos de su padre, se tornaron inquietantes en medio de aquel clima de alarma.

Rhaenyra posó una mano sobre el cofre donde descansaba la corona de su madre, buscando fuerzas en el símbolo que Elinda le había devuelto. Su mirada se encontró con la de Daemon, y en su vínculo sintió lo mismo que él pensaba: el enemigo podía estar ya al alcance de sus alas.

Los cuernos comenzaron a sonar desde las torres, un bramido grave que se extendió por toda la isla.

Prūmia despertaba para la guerra.

Notes:

Holiii!
Si ven muchos errores en este capitulo... perdonenme, escribi esto durante una semana en la que solo he dormido 15 horas en total... y lo peor es que esa cantidad la obtuve de mi smartwatch que unicamente uso para monitorear mi sueño. sientanse libres de señalar cualquier error-
Las inundaciones han sido horribles por donde vivo, pero al menos esta semana solo hemos ido al hospital dos veces, sigo esperanzada de que la siguiente fecha de operación de mi mamá ahora si sea de verdad y no otra mentira de los doctores, (ya van tres ocasiones, ni siquiera les importa que ya hay una orden de arresto contra el cirujano de trauma por su negligencia y dar citas para cirugias falsas).

Pero bueno, subir el capitulo el viernes es lo que me motiva y me alegra, así que aqui lo tienen!
Y sus comentarios, son tan hermosos, no saben lo mucho que me alegran. Fue mi motivación para terminar de editar este capitulo y no deprimirme en las salas de espera.

Tambien hice un poco de arte, ya que no tenía acceso a internet y a mis archivos, pero si a la tableta de dibujo y les hice un poco de edición con IA, estoy aprendiendo a trabajar con ella por mi trabajo, realmente no soy fan, pero el arte es una de las pocas formas que me permite interactuar con la IA sin querer lanzar mi computadora y ya fui advertida que tendre una certificación con ella para poder seguir en mi puesto actual.

Pueden encontrar el arte en mi Tumblr https://www.tumblr.com/blog/florinda23 o en la siguiente parte de esta historia en los capitulos 3 y 4.

ThornedNarrator me comento sobre un nuevo sitio web, Fanfictionero.com, tenía razón, me encanto, así que comenzare a subir mis historias ahí tambien! Estoy con el mismo usuario que aquí y fanfiction.com

Este capitulo es un poco de transición, no quería repetir todo exactamente desde el Pov de Daemon... pero era importante por algunas cosillas...
Y sobre ese bonus de Aoife, esta casi completo, solo que no tengo energía suficiente para dos ediciones esta semana y me di cuenta de que tenía una escena en particular que no tenía sentido y tarde como dos días en entender por que, y es que me di cuenta de que mezcle la parte tres con la dos, así que basicamente me estaba adelantando como veinte capitulos a medio capitulo, jaja.

Si ven a Rhaenyra un poco emocional y contradictoria... esta embarazada, y es su primera hija, a quien ya adora, sus emociones estan por todas partes.

¿...Opiniones del capitulo?

Chapter 26: Bonus: Una hija de la nada II

Notes:

Hola!

EN ESTE CAPÍTULO HAY VIOLENCIA, PARA MÁS INFORMACIÓN VEAN LAS NOTAS FINALES.
LEE LAS NOTAS FINALES SI TIENES ALGÚN TRIGGER Y QUIERES MÁS INFORMACIÓN PARA DECIDIR SOBRE SI QUIERES CONTINUAR CON LA LECTURA.

Lo pongo en mayusculas porque he recibido comentarios sobre que no estoy poniendo advertencias ni etiquetas, lo he hecho, y me parecio increiblemente grosero que me atacaran por un capitulo en particular en el que puse casi una lista completa de etiquetas como una forma de asegurarme de que nadie leyera algo que no quisiera.

Entiendo que hay gente que no lee las etiquetas, pero por favor, al menos asegúrense de leer las notas si tienen algún detonante.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

 

El mar olía a sal podrida cuando el barco por fin tocó puerto. La madera crujía bajo los pies de los marineros, y los gritos de los estibadores se mezclaban con el graznido de las gaviotas. Aoife descendió con una mano en el vientre, por las náuseas causadas por el balanceo del navío y el hambre. No había comido bien en días. Sus provisiones, pensadas para quince jornadas, se habían agotado al día diecisiete. Y aún le faltaron tres más.

Veinte días en el mar. Vientos traicioneros, tormentas que azotaban las velas, noches sin luna en las que el capitán murmuraba que quizás los dioses estaban enojados.

Poniente era más gris de lo que imaginaba. El aire tenía ese frío sutil que se cuela por la ropa sin permiso. Pero la Fortaleza Roja estaba cerca. Tan cerca... y tan lejana aún.

La lluvia no había cesado desde antes del amanecer, y cada charco en las calles de la capital tenía el color turbio de la mugre que descendía de la Fortaleza Roja. Aoife se cubría con la capa, una prenda áspera, ya empapada, que apestaba a humedad y a sal seca. Sus pasos eran firmes, pero el estómago le dolía como si no hubiese comido en días. Tal vez por los nervios. Tal vez por la certeza de que no había vuelta atrás.

Aoife dejo el barco sin mirar atrás, con la capucha baja y las manos ocultas en los pliegues de su ropa sencilla. Tenía pocos objetos consigo. La bolsa con hierbas secas cosida al forro, un trozo de pan envuelto en tela y unas monedas contadas. Lo justo para sobrevivir un par de días.

Alzó la vista hacia las murallas de la Fortaleza. Más allá de esos muros de piedra vivía la mujer a la que debía acercarse. Elinda Massey. Dama de confianza de la Princesa. Su único punto de contacto en todo ese reino.

No conocía la ciudad, pero no la necesitaba. Sus instrucciones eran claras: buscar a Elinda Massey. No acercarse demasiado. No preguntar nombres. Observar. Esperar. Todo lo demás vendría con el tiempo.

“Si no puedes llegar a ella el primer día, no desesperes”, le había dicho la Princesa. “Tienes recursos. Úsalos.”

El muelle bullía de gente y ruidos. Carretas llenas de grano, marineros descargando cajas, mujeres gritando nombres entre la multitud. Aoife se movió como una sombra, con la cabeza baja y la mirada siempre fija en el siguiente paso. Tenía que llegar a la Fortaleza Roja. Pero no hoy. Hoy era para mirar. Medir. Escuchar.

“Los rumores no se cazan a gritos. Se recogen como migas de pan.”

La voz de Rhaenyra aún resonaba en su memoria. Había aprendido más escuchándola que en todos sus años de hambre y trabajo forzado. La Princesa no le hablaba como a una niña. No le hablaba como a una criada. Le hablaba como a alguien que podía comprender.

“El poder no está solo en el trono, Aoife. Está en quién decide lo que otros creen. Todo depende de la percepción…”

Caminó sin rumbo aparente, como le habían enseñado, hasta encontrar una posada de aspecto decente, no muy lejos del mercado. Pidió una habitación modesta y la pagó con una de las monedas que la Princesa le había dado “en caso de emergencia”. Dormiría una noche. Al día siguiente intentaría acercarse a la Fortaleza.

Mientras comía sola en la mesa del rincón, recordó.

“¿Estás lista para dejar a tus hermanos?”

“No tengo otra opción. Los extrañaré, pero creo que estarán a salvo aquí.”

Tallulah no respondió. Solo le colocó una de las bolsas de viaje en la espalda y ajustó la cuerda con firmeza.

“Recuerda por qué lo haces. No por ti.”

“Por ellos.”

“Y por ella.”

Aoife asintió. Myrana se acercó después, con un paquete de hierbas secas y una advertencia.

“No podrás llevar todo. Algunas cosas deberás encontrarlas allá. Aprende dónde conseguirlas. Observa las puertas de los boticarios. Elige bien a quién pides ayuda.”

Después fue Shanara quien le entregó un pequeño cuaderno de tela, lleno de símbolos y nombres que aún no sabía leer.

“Memoriza la forma. El color. El olor. No dependas de las letras.”

Y Rhaenyra… la Princesa no la despidió con lágrimas. Solo con una orden.

“Sirve a los dragones y los dragones te recompensarán. No lo olvides.”

En la posada, Aoife terminó su cena en silencio. Nadie le prestó demasiada atención. Era una muchacha más, menuda, sencilla, silenciosa.

Al subir las escaleras de madera, revisó que la ventana de su habitación no diera hacia la calle principal. Durmió poco. Soñó con fuego, pero no del que abrasa. Del que ilumina pasillos en ruinas.

Al amanecer, estaría más cerca de la Fortaleza Roja. Más cerca de su objetivo. Más cerca de ella.

La Fortaleza Roja no era como la había imaginado. No era brillante ni pulida, no olía a incienso ni a flores. Al menos no desde afuera. Desde donde ella estaba, al pie del muro, olía a piedra vieja, a hierro húmedo y sudor.

Las primeras horas del día apenas tocaban las almenas más altas cuando Aoife se sentó en un pilar de piedra rota, con un trapo en las manos que fingía estar remendando. Observaba las puertas traseras, por donde entraban los proveedores, las criadas, los ayudantes. Era por ahí. Lo sabía.

Un carromato con sacos de grano pasó junto a ella. No lo miró directamente. Fingió enredarse con el hilo. Fingió ser parte del paisaje.

“La Reina no es tonta.”

“No, Princesa.”

“Pero cree que los dioses le han dado su lugar. No ve el poder como una elección. Lo ve como una bendición.”

Aoife no dijo nada. Rhaenyra prosiguió.

“Los bendecidos creen que todo se les debe. Y cuando algo se les quita, lo viven como una traición.”

“¿Cómo se le quita algo a una Reina?”

La Princesa había sonreído, apenas. No con dulzura. Con algo parecido al dolor.

“La corona es pesada. El amor no es garantía. Y el pueblo recuerda más la crueldad que la belleza o la amabilidad. Quitarle algo a una Reina es más sencillo de lo que parece, entre más alto estés, más larga y dolorosa es la caída. Y recuerda, Aoife, esta Reina no tiene alas, no como las reinas que la precedieron.”

Una criada con una cesta de frutas se detuvo a hablar con el portero. Aoife memorizó su rostro, su andar, la manera en que bajaba la cabeza al hablar. Fingía humildad. Le salía bien. Al menos desde fuera.

Al cabo de un rato, el portón lateral se abrió para dejar entrar una carreta con barriles. Aoife no se movió. Todavía no. Solo necesitaba encontrar una rendija, pero no podía arriesgarse a que la descubrieran.

El rumor sobre Elinda Massey había sido vago. Sabía que estaba en la Fortaleza, que servía entre las doncellas, y que era leal a la Princesa. Nada más.

“Debes ser muy discreta cuando llegues, la posición de Elinda tambien es frágil, ella te ayudara, porque yo lo pido, pero nadie más lo hará, así que no intentes acercarte a otros sirvientes, no me quedan leales en esos pasillos.”

“Lo entiendo.”

“Si fallas, no tendrás otra oportunidad. Mantente útil. Observa. No te precipites.”

Rhaenyra le había colocado una mano en el hombro.

“Tienes una ventaja que nadie ve.”

“¿Cuál?”

“Que nadie te conoce, aún.”

El sol comenzaba a alzarse con más fuerza. Aoife se puso de pie, recogió su trapo, sacudió la falda. 

Necesitaba escuchas los susurros de todos, soldados y lavanderas, cocineras y sirvientes. Cualquiera de ellos podría ser el que la guiaría a Elinda. 

Aoife respiró hondo, una vez, y cruzó la plaza hacia el mercado. Antes de entrar a la Fortaleza, debía parecer que no tenía interés en hacerlo.

La plaza comenzaba a llenarse. Vendedores de pescado abrían sus puestos, el humo de los hornos de pan flotaba entre los callejones, y las voces de las mujeres se alzaban en un murmullo constante, entre órdenes, quejas y saludos.

Aoife no se acercó de inmediato. Dio vueltas alrededor del mercado como si buscara algo que no quería encontrar. Se detuvo frente a un puesto de nabos, observó sin comprar. Caminó junto a un grupo de lavanderas que arrastraban cestos con ropa mojada, escuchando sus quejas sobre el lodo y el trabajo sin fin. Las siguió con la mirada mientras se perdían entre las callejuelas que daban hacia la colina.

No había entradas abiertas. No sin justificación. Los soldados en cada portón trasero revisaban los carromatos, interrogaban a los mozos, tomaban nota de quién entraba y quién salía. Nadie pasaba sin nombre ni motivo.

Aoife fingió atarse el zapato junto a un montón de leña y observó en silencio. Había tres puertas en ese lado de la muralla. Una para los proveedores, otra para el servicio, y una más custodiada por dos hombres armados que solo se abría para los carros de la Guardia. No era como lo había imaginado. No bastaba con caminar hasta allí y ofrecerse como lavandera. Tenía que saber a quién hablar, con qué palabras, y en qué momento exacto si no lograba encontrar a Elinda.

Se acercó a una fuente donde varias mujeres se detenían a cargar agua. Algunas hablaban entre ellas con confianza. Otras solo intercambiaban miradas. Una vieja con los brazos fuertes y el cabello recogido la miró de reojo.

“¿Te conozco?” preguntó sin dejar de llenar su cántaro.

Aoife sonrió apenas. “Solo estoy de paso.”

“Hm.” La mujer se alejó con su cántaro tras lanzarle una mirada desconfiada. 

Aoife se giró hacia el pozo, se lavó las manos como si fuera lo único que le importaba. En realidad, estaba observando.

Las que llevaban uniformes limpios caminaban con la espalda recta. Las de mandiles llenos de harina hablaban entre dientes y siempre lanzaban miradas burlonas a las demás. Las que tenían ropas mojadas eran ignoradas por todas. Jerarquías invisibles que ya empezaban a dibujarse en su mente.

Había hecho esto antes.

Caminar entre callejones, buscando patrones… buscando comida.

Cuando su madre murió, ella y Milo habían salido a buscar comida como si fuera un juego. Observaban los portones de las cocinas, contaban los pasos de los guardias, memorizaban los horarios de los comerciantes. A veces ella distraía. A veces él tomaba lo que podían cargar. No era mucho, pero era suficiente para los cinco.

No pedían. No robaban a la vista. Solo tomaban lo que otros olvidaban cuidar.

Entonces buscaban pan. Hoy buscaba una forma de entrar a la Fortaleza de un Rey bajo las ordenes de su heredera.

Cruzó hacia una calle secundaria, donde las lavanderas colgaban ropa mojada entre muros de piedra. Unas cuantas tenían la piel roja de tanto tallar. Una cantaba para sí mientras escurría una sábana.

“Dicen que una de las criadas se desmayó ayer en las escaleras del ala este.”

“¿Otra vez? Ya van tres esta semana. Si tuvieramos más dinero…”

“Pues que coman más. Si se mueren de hambre, no es culpa de la Reina, ya hace mucho al darnos este trabajo honrado.”

Aoife fingió limpiar su capa contra un muro y memorizó la voz de cada una. Escuchar sin ser notada era parte del arte. No buscaba un hueco en el muro. Buscaba uno en las palabras.

“¿Y qué pasó con la de las manos quemadas?”

“La mandaron a los establos. Dice que la cocina es de locos. Que la nueva jefa es una arpía.”

“Pues será arpía, pero los soldados la escuchan. Ella manda más que el mayordomo.”

Eso era importante. Alguien con poder que no usaba uniforme. Una cocinera, tal vez. Alguien a quien acercarse sin levantar sospechas.

Aoife se quedó un rato más. Fingió interés en la ropa tendida. Luego se alejó por el mismo camino por el que había llegado, cruzando de nuevo la plaza como si nada le importara.

Pero ya tenía tres cosas: un nombre de poder, una entrada posible, y un rostro al que buscar mañana.

No era suficiente para entrar. Pero era un comienzo

Los días se parecían entre sí.

Aoife recorría los mismos callejones, se detenía en los mismos pozos, escuchaba las mismas voces. Las lavanderas hablaban de manchas imposibles y del clima. Las cocineras se quejaban de la leña húmeda y de los cortes en los dedos. Las criadas no hablaban mucho, y cuando lo hacían, no usaban nombres.

“Ella dijo que no.”

“Ya le avisaron a la de arriba.”

“Si la jefa se entera…”

Todo eran pronombres, títulos, apodos. Aoife no sabía quién era “ella”, “la jefa”, “la de arriba”. Y nadie decía “Elinda”.

Cargaba agua solo para tener excusa de caminar junto a las demás. Se ofrecía a limpiar jarras a cambio de un pedazo de pan duro. Escuchaba. Memorizaba. Pero nada. Ningún indicio. Ninguna certeza.

Las monedas que le quedaban eran pocas. Cada noche en la posada era una apuesta. Cada comida, una inversión que se deshacía con rapidez. Pronto no podría pagar otra habitación.

La primera vez que no hubo comida en casa, Milo le dijo que se quedara quieta. Que él volvería con algo. Regresó con una manzana mordida, dos panes pequeños y una sonrisa tan sucia como su cara. Esa noche todos comieron. Y la madre lloró en silencio mientras sostenía su vientre hinchado.

Aoife nunca le preguntó a Milo cómo lo había conseguido. Solo aprendió que los silencios también se pueden llenar.

La tarde del cuarto día, mientras se acomodaba el cabello con los dedos en un rincón sombrío del mercado, lo vio.

Nevan.

Caminaba con la seguridad de quien ya había pasado por esas puertas. Con el paso relajado y la chaqueta suelta, su laúd colgando de uno de sus hombros, como si el mundo le perteneciera. Aoife lo reconoció de inmediato. 

Había sido así desde el primer día. Irreverente, directo, curioso.

Esperó a que se alejara del grupo con el que venía. Lo siguió entre la multitud que comenzaba a dispersarse al caer la tarde. Lo vio girar hacia una calle estrecha y reconoció el burdel por las luces cálidas en las ventanas. No se sorprendió. Nevan no era discreto.

Lo esperó.

Sentada en la fuente frente al burdel, envuelta en su capa raída, Aoife apretó los labios. No había comido en todo el día. Pero no se movería.

Una hora. Dos. Tres.

El sol cayó del todo. Las farolas de aceite se encendieron una a una, y los sonidos del placer comenzaron a filtrarse desde las paredes del burdel: risas femeninas, pasos en los escalones, puertas que se abrían y cerraban.

Cuando él por fin salió, la cabeza ladeada, los ojos entornados y el paso perezoso, ella ya lo estaba esperando.

“Nevan.”

Él parpadeó, y esta vez no hubo confusión. Solo una sonrisa lenta que nació en la comisura de sus labios.

“Mira nada más. No pensé que nuestros caminos se cruzaran al otro lado del mar.”

“Pensé que tú me ayudarías sin que tuviera que buscarte.”

Nevan se rascó la nuca, divertido. “Ayudarte, sí. ¿Pero así, sin previo aviso? Estoy fuera del servicio ahora. Literalmente.”

“Necesito entrar. No he podido encontrar a Elinda...”

Él la miró de arriba abajo, no con burla, sino con cierto gusto. Después suspiró, como si aceptara una carga que no podía evitar.

“Lo haré. Al amanecer. En el portón de la cocina. Aún tengo un lugar al que ir antes de regresar.”

“Gracias, te vere ahí.”

Nevan se inclinó un poco hacia ella.

“No pareces haberme extrañado.”

Aoife no sonrió.

“No vine por eso.”

“Lo sé.”

Le dio un guiño y se marchó sin más, calle abajo, tarareando una melodía vulgar.

Aoife se quedó un momento más bajo la llovizna, con el estómago vacío y los dedos entumecidos. Pero esa noche, por primera vez en días, durmió más tranquila.

Mientras camina con paso decidido a encontrarse con Nevan, no pudo evitar sentir una punzada de furia hacía él.

Sobre como la había dejado, de nuevo.

Lo supo por la sirvienta de las cocinas. Una que hablaba más de la cuenta cuando estaba cansada.

“El bardo se fue anoche. El que cantaba las canciones sucias. Dicen que lo mandaron a Poniente. A uno de esos castillos viejos.”

Aoife no preguntó. No reaccionó. Solo siguió lavando las jarras con agua caliente y vinagre, como si las palabras no le hubieran arañado por dentro.

No hubo despedida. Ninguna nota. Ningún gesto.

Habían compartido más de una noche. Nevan era ruidoso, desvergonzado, y no ocultaba su interés. Pero con ella… había sido distinto. A ratos dulce, a ratos fastidioso, como si no supiera decidir qué lugar ocupar en su vida. Y al final, ni siquiera se despidió.

Esa noche, Aoife no durmió. No lloró. Solo sintió ese vacío impreciso que no venía del estómago. No estaba enojada. Pero algo se le había roto. Como una hebra más que se soltaba, otra parte que debía dejar atrás.

Sin embargo también había tranquilidad, en saber que en su vientre no crecía su semilla y que esa semilla no había sido abandonada como ella.

A la mañana siguiente, Rhaenyra la encontró sola, revisando hierbas en el patio lateral. No preguntó por qué tenía los ojos rojos.

“Nevan puede ayudarte, si lo necesitas,” dijo sin rodeos. “Tiene instrucciones. Sabe que estarás aquí. El bardo tiene la lengua suelta, pero no olvida sus encargos.”

Aoife no respondió. Solo asintió, guardando las palabras como se guarda una herida: sin mostrarla, pero sin ignorarla.

No importaba. No lo necesitaba. Podía entrar sola.

Ahora, semanas después, se odio un poquito por haber tenido que haber pedido su ayuda… justo cuando se preparaba para avanzar hacia el portón de las cocinas, alguien tiró de su capa y la arrastró hacia la sombra de un callejón.

Antes de que pudiera reaccionar, sintió unos labios sobre los suyos, cálidos y descarados, una risa que le vibró en el pecho.

“¿Así saludas a todos, o solo a los que te extrañaron?”

Aoife lo empujó, no con violencia, sino con firmeza. Nevan alzó las manos, divertido.

“Me alegra verte también.”

“No necesitabas hacer eso.”

“Lo sé. Pero tenía ganas.”

Ella lo miró sin decir nada. Nevan inclinó un poco la cabeza, sin perder la sonrisa.

“Llegaste más tarde de lo que esperaba. Pensé que vendrías antes.”

“Pensé que te despedirías.”

“¿Y arruinar mi reputación de bastardo egoísta? Jamás.”

Aoife suspiró, cansada.

“¿Me vas a ayudar o no?”

Nevan ofreció su brazo como si fuera un caballero de cuentos viejos.

“Con gusto. La dama que buscas está entre lechugas y romero.”

Caminaron por una senda lateral que bordeaba los patios exteriores. Nevan conocía los rincones, los huecos entre los muros, los pasadizos que solo usaban los sirvientes. Al poco tiempo, ya estaban dentro. Nadie los detuvo.

El jardín era más modesto de lo que ella imaginaba. Macetas de barro, tablones con raíces colgantes, y un par de bancas a la sombra. Entre las plantas, una joven de cabello castaño recogía ramas y hablaba consigo misma mientras ataba hierbas con hilo de cáñamo.

Nevan se detuvo.

“Ahí tienes a tu Elinda Massey. La dama de confianza de tu reina.”

Aoife lo miró con seriedad.

“¿Y tú?”

“Yo me largo antes de que alguien me pida cargar un cubo.”

Nevan se alejó silbando, sin mirar atrás.

Aoife respiró hondo.

Y caminó hacia Elinda.

Elinda no la notó al principio.

Estaba de rodillas junto al bancal, recogiendo ramas de tomillo con dedos ágiles y cuidadosos. Tenía el cabello recogido en un moño apretado, y su vestido sencillo llevaba marcas de tierra y savia. No parecía una dama. Pero Aoife sabía que lo era.

Se acercó con pasos suaves, manteniéndose a una distancia prudente. Se aclaró la garganta, apenas.

“¿Perdón…? ¿Tú eres Elinda Massey?”

Elinda se giró lentamente. Sus ojos recorrieron a Aoife de arriba abajo. No con desdén, sino con precaución.

“¿Quién pregunta?”

Aoife dudó por un instante. Miró alrededor, asegurándose de que nadie las escuchaba. Luego dio un paso más, y bajó la voz.

“Me llamo Aoife. La Princesa me envió. Tengo algo para ti… pero necesitaba estar segura de que eras tú.”

Elinda frunció el ceño, pero su expresión ya no era hostil. Se puso de pie con lentitud, limpiándose las manos en la falda.

“Muéstramelo.”

Aoife sacó de su ropa interior una pequeña hoja doblada, protegida del sudor y la lluvia. La extendió con cuidado.

Elinda la tomó con recelo. La abrió. Leyó.

Tardó más de lo esperado. Sus ojos se movían con lentitud, como si cada palabra pesara. Cuando terminó, sus dedos temblaban apenas, pero su rostro no mostraba emoción. Cerró la carta con suavidad.

“Así que eres tú.”

Aoife asintió, en silencio.

“No será fácil. Los ojos de los Hightower están en todas partes. Sirvientas, mozos, jardineros. Hasta los perros parecen espiarnos.”

Aoife mantuvo la mirada baja. Luego sacó de su costado una bolsa de tela cosida al forro. La desató y colocó tres pequeños rollos de papel en las manos de Elinda.

“Me pidió que te los entregara.”

Elinda los examinó uno a uno, con el ceño fruncido.

“¿Sabes para quién son?”

“No.”

“¿Sabes qué dicen?”

Aoife negó suavemente con la cabeza.

“No sé leer.”

Elinda la observó por unos segundos. Luego asintió, con una sonrisa apenas perceptible.

“Lo sé. La Princesa lo mencionó en su carta. Yo te enseñaré.”

Guardó dos de las cartas en su bolso, pero se detuvo al abrir la tercera. La leyó con rapidez, los labios apenas moviéndose, y al terminar, volvió a mirar a Aoife.

“Esta no es para mí. Es para Nevan.”

Aoife parpadeó, sin sorpresa.

“¿Me estás diciendo que la Princesa confía en él tanto como en mí?”

“Confía en lo que puede hacer. No en lo que es.”

“Entonces dásela tú.”

“No. Eso también estaba en la carta. Las instrucciones son claras. Tú se la entregarás. Y él sabrá qué hacer.”

Aoife asintió. No con agrado, pero con obediencia.

Elinda volvió al tomillo, como si nada hubiera pasado.

“Ven mañana antes del amanecer. Fingiremos que llegaste con una caravana de textiles. Te colocaré en la lavandería por ahora. Allí escuchan más de lo que creen.”

Aoife no preguntó más. No agradeció. Solo se inclinó levemente, en señal de comprensión.

El primer paso estaba dado. Y aunque los muros de la Fortaleza seguían siendo altos, ahora al menos sabía dónde estaban las rendijas.

La puerta trasera se abrió con un quejido metálico y se cerró de inmediato detrás de ella. Nadie la saludó.

Dos mujeres mayores la miraron de reojo mientras colgaban ropa aún húmeda sobre cuerdas gruesas. Una más joven escurría sábanas dobladas en una tina de agua turbia. Nadie habló. El sonido del agua cayendo al suelo, de las telas moviéndose, de las cubetas arrastrándose por el piso, era lo único que llenaba el aire.

Aoife bajó la cabeza. Caminó hacia el rincón donde Elinda le había indicado. Un cesto vacío. Un balde. Un cepillo de cerdas duras. Sin instrucciones. Sin palabras.

Se agachó y comenzó a trabajar.

El agua estaba helada. El jabón apenas hacía espuma. El cepillo le quemaba los nudillos con cada pasada.

Nadie preguntó su nombre. Nadie le ofreció ayuda.

Observó a su alrededor sin levantar la vista. Todas trabajaban con la cabeza baja. Las que hablaban lo hacían en susurros. Las que reían, lo hacían entre dientes. No había bromas. No había descanso.

No era así con la Princesa.

Allí las sanadoras preguntaban tu nombre. Myrana corregía con firmeza, pero sin gritar. Shanara enseñaba a través del error. Incluso Tallulah, con sus dedos torpes y su voz vieja, compartía fruta seca si notaba que no habías comido.

Aquí no había fruta seca. Ni miradas de compasión.

Una mujer de rostro flaco pasó junto a ella y empujó su cesto con el pie.

“Más rápido. Si no terminas antes del segundo toque, te quedas limpiando el suelo.”

No se detuvo para ver si la había entendido.

Aoife no respondió. Solo frotó con más fuerza.

Las ventanas estaban demasiado altas. El aire apenas se movía. El vapor y el sudor se pegaban a las paredes, a la piel, a los párpados. Una sensación extraña se le fue metiendo bajo la piel. No era solo cansancio.

Era control.

Había alguien que sabía exactamente cuántas manos lavaban, cuántas piezas colgaban, cuántas cubetas se llenaban. Y si algo faltaba… alguien pagaría por ello.

Con la Princesa, incluso las tareas más duras tenían un propósito. Se limpiaba sangre. Se preparaban vendas. Se hervían hierbas. Había dolor, sí, pero también dirección.

Aquí no había dirección. Solo órdenes.

Alguien al fondo levantó la voz. Una criada que no era tan vieja ni tan joven, con ojos cansados y voz afilada.

“Dos más faltan. ¿Quién no colgó sus piezas?”

Silencio.

Un segundo.

Otro.

Un grito ahogado.

“¡Fuiste tú!”

Un jalón de cabello. Una rodilla que golpea el suelo.

Aoife no se movió.

Nadie se movió.

La mujer golpeada no gritó. Solo apretó los dientes. Se levantó. Volvió a frotar.

Aoife respiró hondo. El olor a jabón barato, sudor y tela vieja se le metió en la garganta.

No tenía que destacar. Solo tenía que aguantar. Escuchar. Memorizar.

La Princesa se lo había dicho:

“El poder no siempre es obvio. A veces se oculta, es silencioso, solo se revela una vez que es el momento adecuado… y es justo así como se mueve la Reina, en las sombras, bajo un manto de piedad, queriendo dar la imagen de la madre del reino y la martir al mismo tiempo, es una fachada, una mentira, ansia el poder más que nadie y odia a cualquiera que intente señalarlo o arrebatarselo. Tu querida, debes volverte indispensable… casi invisible, pero siempre en el lugar correcto, en el momento adecuado…”

Aoife bajó más la cabeza. El cepillo volvió a sonar contra la tela, una y otra vez. Sus nudillos sangraban ya, pero no se detuvo.

Era su primer día.

Y aún no había visto nada.

El agua seguía corriendo por el suelo, oscura y tibia. Los cestos vacíos se apilaban junto a la pared, y la mayoría de las criadas comenzaban a retirarse, una por una, con los hombros vencidos por el cansancio.

Aoife seguía en su rincón, enjuagando los últimos paños sin apuro. Aguardaba. Tal como había sido instruida.

Elinda apareció con discreción, como si fuera una más. Tenía las mangas remangadas y el cabello recogido con fuerza. Se agachó junto a ella y comenzó a escurrir con eficiencia, sin mirarla directamente.

“Trabaja en silencio. Hazte notar lo menos posible.”

Aoife mantuvo la vista en la tela que lavaba.

“Oficialmente, no pertenezco a ninguna casa. Cuando la Reina ordenó disolver el servicio de la Princesa, nos borraron de los registros. Solo sigo aquí porque Lord Beesbury y el mayordomo hablaron por mí.”

Escurría sin pausas, como si lo que decía no tuviera importancia.

“No tengo asignación fija. Estoy en las listas como sirvienta de pasillo. Nadie hace preguntas porque no valgo lo suficiente para sospechar.”

Aoife asintió en silencio.

“Hablé con el ama de llaves del turno de la mañana. Es del Valle. Me conoce. Dijo que podía colocar a una ayudante más en lavandería. Estás en la hoja de pago.”

Se incorporó con suavidad, sin llamar la atención.

“Deberás ir con ella una vez al mes a cobrar tu salario. No faltes. No pidas nada extra. No hables más de lo necesario.”

Aoife parpadeó.

“¿Dónde duermo?”

“En la habitación de las nuevas. Compartes espacio con una cocinera joven. Recién llegada. Su cama era de una doncella que… ya no está.”

“¿Ya no está?”

“Fiebre. Eso dijeron. No preguntes. Aquí no se pregunta.”

Ambas recogieron los últimos trapos y comenzaron a caminar hacia el fondo del cuarto, donde se acumulaban los baldes usados.

Elinda bajó aún más la voz, sus labios apenas se movían.

“No te acerques a las sirvientas de la Reina. Ni para hablar ni para escuchar. Si puedes evitarlas, hazlo. Si te ordenan algo, cumple. Pero no te ofrezcas. Nunca.”

“¿Por qué?”

Elinda se detuvo apenas un segundo. La miró de lado, con ese tono seco que no pedía confianza, solo obediencia.

“Porque aquí, incluso las tareas más simples pueden costarte algo. A veces el favor de una dama es más peligroso que su desprecio.”

Luego siguió su camino, con la espalda recta y el rostro impasible.

Aoife recogió su balde vacío. Nadie la miró.

Pero por dentro, todo estaba ya en movimiento.

Los días comenzaron a volverse rutina.

Aoife se levantaba antes del primer toque de campana, se lavaba el rostro en agua fría y recogía su cabello con rapidez. Lavandería por las mañanas, tareas menores por las tardes. De vez en cuando, la mandaban a llevar paños limpios, recoger cubetas, entregar bandejas con ropa de cama.

Aprendía rápido.

Y aunque no hablaba mucho, escuchaba todo.

Las sirvientas de la Reina no trabajaban en la lavandería, pero se movían por los mismos pasillos. Algunas supervisaban cocinas. Otras llevaban encargos a los aposentos reales. Iban en grupos pequeños. Nunca solas. Siempre rectas, siempre altivas. Como si respiraran otro aire.

Elinda había dicho que evitara cualquier contacto.

Pero Aoife tenía otra misión.

Debía acercarse.

La oportunidad llegó cuando doblaba un mantel recién lavado en una esquina del corredor largo que conectaba la sala de costura con el ala este. Estaba absorta en su tarea cuando sintió el choque.

Nevan.

La golpeó de lado, saliendo de uno de los salones con una flor de tela en la boca y una sonrisa idiota pintada en la cara.

“Siempre quise encontrarme contigo así. Aunque en mi versión, tenías menos ropa y más ganas de—”

“No empieces.”

Aoife le clavó los ojos, seca, con el mantel aún en la mano.

Nevan se detuvo, ladeando la cabeza, como fingiendo una disculpa que no sentía.

“Solo pasaba…”

“Esto es para ti.”

Sacó la carta de entre los pliegues de su falda y se la extendió, sin ceremonia.

Nevan la tomó con una ceja en alto.

“¿No me vas a decir qué dice?”

“No sé leer.”

Y sin esperar respuesta, se dio media vuelta.

No lo vio sonreír mientras la guardaba.

Más adelante, cuando regresaba a los lavaderos, pasó junto a un grupo de tres sirvientas. Una de ellas se quejaba en voz baja mientras exprimía un paño.

“El bardo otra vez… hoy entró a los salones cantando esa canción vulgar de las serpientes y los siete hijos. La Reina lo escuchó desde el pasillo.”

“¿Y no lo echaron?”

“¿A quién crees que sirve realmente? Es uno de los favoritos del Rey.”

“Siempre cantando, siempre tocando. Y luego dice que es artista. Lo que es, es un flojo.”

Aoife dudó por un momento.

Luego suspiró, con fingida exasperación.

“Ese bardo…”

Tres pares de ojos se volvieron hacia ella.

“Me tocó cargar una caja entera de ropas mientras él bailaba en medio del pasillo como si el mundo le debiera atención.”

La más joven del grupo bufó.

“¿Ves? No soy la única. Siempre estorbando, siempre hablando.”

Aoife bajó la voz, con un tono de complicidad.

“Y luego se quejan de nosotras, cuando ellos hacen lo que quieren.”

Hubo una pausa.

Luego, por primera vez desde su llegada, una de ellas rió.

No fue una carcajada. Solo un pequeño sonido de aprobación. Pero suficiente.

Ese día, cuando se sirvieron los restos de la comida en las cocinas del ala sur, Aoife se sentó en la misma mesa que las tres. Nadie la echó.

Y al día siguiente, una de ellas la saludó con un leve gesto de cabeza.

Solo eso.

Pero para Aoife, era el principio.

El cesto de paños ya iba por la mitad cuando Aoife escuchó el murmullo.

Una de las criadas que servía en la cocina del ala oeste, de cabello oscuro y piel pálida, se sostenía el costado con el ceño fruncido. No hablaba, pero el movimiento tenso de sus brazos delataba el malestar. Al inclinarse a recoger una jarra, se quejó apenas.

Aoife observó.

Nadie más lo notó. O prefirieron no hacerlo.

Esperó hasta el siguiente cambio de tareas. Luego desapareció por unos minutos.

Cuando regresó, traía una taza de barro en las manos, humeante.

“Es suave. No amarga. Ayuda con el dolor del costado.”

La joven la miró con recelo.

“¿Qué le pusiste?”

“Flores secas. Corteza de saúco. Unas gotas de vinagre de manzana. Nada raro.”

La criada olfateó el vapor. No encontró nada sospechoso. Bebió a sorbos pequeños.

Al cabo de unos minutos, el rostro se le suavizó apenas. No agradeció, pero tampoco rechazó el gesto.

Aoife no esperaba otra cosa.

Durante los días siguientes, repitió la estrategia.

Un vendaje entregado a tiempo. Un cubo cambiado antes de que rebalsara. Una sugerencia murmurada sobre cómo calentar mejor las mantas sin desperdiciar leña.

Nunca se ofrecía primero. Siempre observaba.

Y siempre era útil con las damas de la Reina.

Las ayudaba a encontrar cosas perdidas. Tomaba su turno cuando alguna tenía dolor de cabeza. Recogía los restos de comida con rapidez y en silencio.

No lo hacía para destacar.

Lo hacía para volverse imprescindible.

A los pocos días, una de ellas murmuró a otra:

“Esa niña es lista. No se entromete, pero siempre está.”

Y la otra respondió:

“Ya me fijé. Tiene manos suaves para los caldos. No huele a grasa ni a trapo mojado.”

Pequeños comentarios. Pequeños gestos.

Hasta que una mañana, al entregar las toallas en el cuarto de descanso, escuchó su nombre.

“Aoife.”

Se giró de inmediato.

Una de las damas de la Reina le hizo una seña con la cabeza.

“Lady Mina quiere verla.”

No preguntó por qué.

Solo bajó la cabeza.

Y la siguió.

La antesala estaba en silencio, apenas interrumpida por el roce de telas y el golpeteo leve de cucharas contra loza. Aoife había sido llevada allí sin explicación. No se atrevió a preguntar.

Lady Mina Redwyne la observaba desde el otro lado de la mesa, sin moverse. Llevaba un vestido de mangas estrechas, su cabello recogido sin adornos, y las llaves colgando de su cintura repicaban con cada pequeño giro que hacía al cambiar el peso de sus piernas.

Finalmente habló.

“Me han dicho que sabes preparar tés. Remedios simples. Para mujeres.”

Aoife asintió, sin levantar la vista.

“No soy sanadora. Solo aprendí algunas cosas.”

Lady Mina no parecía interesada en modestias.

“La muchacha que ayuda a vestirme está enferma desde hace tres días. Tiene náuseas, el cuerpo cortado y un dolor en la frente que no le deja dormir. Los maestres dicen que es una fatiga menor, y que no la atenderán si no hay fiebre.”

Se acercó un poco más, sin suavizar la voz.

“No me sirve una muchacha doblada por el dolor. Quiero que la vea alguien. No puedo ausentarme del ala de la Reina y no voy a suplicar a los hombres de la Ciudadela por un poco de jengibre.”

Aoife levantó la mirada solo un instante.

“Puedo preparar algo que ayude. No cura todo, pero baja el malestar.”

Lady Mina asintió. Ya esperaba esa respuesta.

“Hazlo. Y que sea pronto.”

En la cocina tomó lo necesario. Flores secas de lavanda, raíz de jengibre que aún no había sido molida, un poco de canela, y unas hojas de melisa que había guardado en su delantal. Preparó la infusión con cuidado, sin apuro. La sirvió en una jarra sencilla, sin adornos. Luego, la llevó al cuarto señalado.

La joven que yacía allí no era mayor que ella. Tenía los ojos enrojecidos y una expresión constante de malestar. No habló cuando Aoife entró. Solo la miró, con cansancio.

Aoife le ofreció la taza sin decir palabra. La observó beber, lentamente. Cuando la joven se recostó de nuevo, con los ojos algo más relajados, Aoife salió.

No dijo nada al regresar.

Solo hizo una pequeña reverencia.

Lady Mina la observó un momento.

“Bien.”

Nada más.

Pero al día siguiente, dos criadas del ala norte le preguntaron si podía preparar algo para calambres. Y más tarde, una dama mayor le pidió consejo para su digestión.

Al principio eran murmullos. Luego, una tras otra, mujeres jóvenes y no tan jóvenes comenzaron a buscarla cuando los maestres las ignoraban o las humillaban con indiferencia. Ninguna se atrevía a hacerlo abiertamente. Solo al pasar. Solo si estaban solas. Solo si nadie más escuchaba.

Y así, sin proponérselo, Aoife se volvió parte del engranaje oculto que mantenía en pie a las mujeres invisibles de la corte.

El reproche no llegó con palabras. Llegó con una mirada.

Elinda la sostuvo en el pasillo estrecho entre la despensa y el pasadizo de lino, cuando Aoife volvía de dejar una infusión a una dama del ala de la Reina.

No hubo necesidad de decir más.

Esa mañana, Aoife, al pasar al lado de Elinda, apenas movió los labios lo suficiente para susurrar. “Hablemos.”

Horas después, Elinda le susurró sin mirarla:

“El jardín del arciano. Después de la última campana.”

La noche había caído sin viento, sin luna. El jardín donde crecía el árbol olvidado era frío, con ramas pálidas que crujían como huesos secos. Nadie lo visitaba. Decían que la Reina se alejaba siempre de ese sitio. Que había ordenado podarlo, pero las ramas crecían torcidas de nuevo.

Aoife ya la esperaba bajo las sombras, con las manos cruzadas al frente y los ojos clavados en la corteza blanca.

Elinda llegó en silencio. No usaba capas, ni traía luz. Solo su figura delgada, cubierta hasta el cuello.

“¿Qué estás haciendo?” preguntó, sin enojo, pero con confusión.

Aoife respiró hondo.

“La Princesa me dio una instrucción. Acercarme. Estar cerca. Entrar. Lo más que pueda. Debo estar al lado de la Reina…”

“Eso no tiene sentido… la Princesa… ella escribió que necesitaba que entraras a servir a su casa….”

“Sirvo a su casa, únicamente, pero sus órdenes son acercarme a la Reina, ella… la Reina debe recibir justicia, y la Princesa cree que puedo ayudarla a impartirla…”

Elinda no respondió.

“La Reina… no me ve. No aún. Pero sus damas comienzan a hacerlo. Me buscan. Me escuchan.”

“Esto no es un juego.”

“No lo es.”

Elinda cruzó los brazos. Miró hacia el árbol.

“¿La Princesa te pidió que tomes riesgos así?”

Aoife no dudó.

“Me pidió que sirviera a los dragones. Que hiciera lo que fuera necesario.”

La noche estaba quieta. El árbol parecía respirar con ellas.

“¿Y tú crees que puedes hacerlo sola?”

“No. Por eso estoy aquí.”

Aoife sacó de entre su falda una pequeña bolsa de tela. Dentro, hojas marcadas con tinta. Las cartas que aún no sabía leer.

“No sé lo que dicen. No sé a quién van dirigidas. Pero la Princesa dijo que tú me enseñarías.”

Elinda bajó la mirada.

“¿Y por qué yo?”

“Porque ella confía en ti. Y yo también.”

Pasaron unos segundos antes de que Elinda hablara.

“Vendrás aquí. Cada seis noches. A esta hora. Traerás algo para escribir. Nada con marcas. Nada con sellos.”

Aoife asintió.

“No preguntes en voz alta. No menciones nombres. No confíes en ninguna de las otras, aunque te sonrían. Y si alguna vez sospechas que algo va mal…”

“¿Sí?”

“El arciano. Siempre estará aquí.”

Ambas miraron el árbol.

Alto. Curvado. Vivo, a pesar del abandono.

“¿Por que lo odia?”

Elinda no respondió de inmediato. Sus ojos estaban clavados en una de las raíces, nudosa, partida en dos como si una llama la hubiera abierto desde dentro.

“Porque es uno de los lugares favoritos de la Princesa. Ella pasaba horas aquí, con el Príncipe… leyéndole en valyrio, jugando, cantando…”

El tono era bajo, apenas audible.

“La Princesa amaba este lugar. Y cuando ocurrió el incendio… fue aquí donde el Príncipe la trajo tras salvarla.”

Aoife la miró, sin entender del todo.

“¿El incendio?”

“Shhh.”

Elinda revisó el entorno con la mirada, aunque sabían que estaban solas.

“No se habla de ello. Si el Rey escucha susurros, se enoja…”

“¿Qué pasó?”

“Hubo un incendio. Uno terrible. La Princesa quedó atrapada. El hombre que la violó… dicen que quería matarla para salvarse a sí mismo. Pero otros dicen que fue por orden de la Reina.”

Aoife se quedó inmóvil.

“No lo menciones,” advirtió Elinda. “Se han eliminado a muchas personas para silenciar lo que ocurrió ese día.”

El viento se coló entre las ramas secas. Aoife sintió un escalofrío. No por el frío. Sino por la certeza de que acababa de escuchar algo que no debía saber.

Elinda dio un paso atrás.

“Trae carbón y trapos. La próxima vez empezaremos con las letras.”

Aoife asintió, aún con la mente en ese incendio.

Y en la Reina.

Aoife no se movió de inmediato cuando Elinda se marchó. Permaneció frente al árbol, observando cómo la corteza blanca parecía absorber la noche. La historia del incendio rondaba su mente, y la imagen de la Princesa, arrastrada por el Príncipe a través de las cenizas, la dejó inmóvil.

“Me encerraba para enseñarme a comportarme.”

La voz de la Princesa regresó sin aviso, como si Aoife aún estuviera en Volantis, en la penumbra del salón donde escuchaba sin atreverse a interrumpir.

“Decía que una mujer debía ser dócil. Que no debía alzar la voz. Que una dama no discute, no decide, no sueña demasiado alto.”

Rhaenyra no lo había dicho con rabia. Lo había dicho con un tono plano, casi como quien narra algo que ya no duele porque ha dolido demasiado.

“Me mandaba a la torre más alta cuando respondía. Cuando leía lo que no debía. Cuando decía que quería montar a Syrax… o que extrañaba a mi madre.”

Aoife pensó en aquella torre. En el frío, en el silencio. En la niña que no entendía por qué la castigaban por querer aprender.

“Una vez me dejaron ahí tres días. Sin ver a nadie. Me alimentaban por una rendija. Decía que si quería ser invisible, debía practicarlo. Había barrotes de oro en la ventana… y una cadena en mi cama.”

Entonces entendió.

La torre existió. El encierro también. Y el fuego… tal vez no fue un accidente. Tal vez fue la forma de intentar eliminarla.

El árbol crujió con el viento. La raíz partida parecía una herida abierta.

La Reina no quería prepararla para reinar. Quería enseñarle su lugar. Reducirla. Apagarla.

Y casi lo había logrado.

Aoife bajó la vista. Por primera vez, sintió una punzada de pena por esa niña. No la mujer poderosa que montaba dragones ni la figura fuerte que daba órdenes en voz baja. Sino la niña que gritó desde lo alto de una torre… y a quien nadie respondió.

Tal vez ella también había sentido hambre. También había tenido miedo. Tal vez… había sufrido incluso más que Aoife.

Y sin embargo, seguía en pie.

Aoife cerró los ojos un instante. Luego giró sobre sus pasos, lista para regresar a los pasillos fríos de la Fortaleza.

El arciano quedó atrás, pero el peso de sus ramas se quedó con ella.

Aoife despertó antes que el resto. Siempre.

Era la primera en llenar los cubos, la primera en barrer el pasillo que conducía al ala de la Reina, la primera en presentarse cuando alguna de las damas se quejaba por una hebilla rota o un dobladillo torcido. No era su tarea. Pero siempre estaba cerca. Siempre dispuesta.

No hablaba más de lo necesario. No sonreía demasiado. No hacía preguntas.

Simplemente… estaba.

La clave no era ser vista. Era volverse útil.

Comenzó a memorizar los horarios de las sirvientas de alto rango. Sabía qué días bajaban por ungüentos, qué horas pasaban en la cocina buscando “algo más ligero para la Reina”, qué momentos aprovechaban para quejarse en voz baja cuando nadie más escuchaba.

Una vez, mientras ayudaba a cargar una cesta con telas, vio a Lady Mina cruzar el pasillo. No la miró directamente. Solo se apartó con elegancia, sin hacer ruido, pero con el gesto justo para que su presencia fuera evidente.

La segunda vez, dejó una taza caliente sobre el pilar junto al salón donde Lady Mina solía reunirse con las encargadas del aseo.

No dijo que era para ella.

Pero usó las flores que sabía aliviaban el dolor de cabeza.

La tercera vez, al ver que una de las jóvenes del ala real había manchado su uniforme con vino, fue Aoife quien salió al patio y lavó la prenda con rapidez. La colgó en un rincón discreto. Nadie preguntó cómo volvió a aparecer tan limpia. Nadie lo comentó.

Pero Lady Mina la observó al día siguiente.

Solo un segundo.

Lo suficiente.

Las sirvientas comenzaron a aceptarla como parte del entorno. Una que no molestaba. Una que era útil.

Y Aoife, sin decirlo, sabía que cada paso la acercaba un poco más.

No era aún parte del ala de la Reina.

Pero estaba dentro de sus muros.

Equilibrar la doble vida requería más que cuidado. Requería distancia, discreción.

Aoife era prudente. Nunca miraba a Elinda por más de un segundo en público. Nunca se acercaban a la misma hora, ni caminaban por los mismos pasillos. En el jardín del arciano, donde nadie iba, practicaban las letras bajo la tenue luz de una vela escondida entre las raíces. Elinda hablaba poco. Aoife repetía en voz baja, memorizando cada trazo.

Durante el día, cumplía sus deberes con precisión. No cometía errores. No se apresuraba, pero tampoco se quedaba atrás. No daba razones para que la notaran… salvo por su eficacia.

Y luego, ocurrió.

Una tarde, en el corredor lateral que daba al jardín de las doncellas, se escuchó una voz cantar. No cualquier voz.

La de Nevan.

Clara, melodiosa, insolente.

“…y entre las llamas bailó la Princesa, de cabellos como oro y ojos de tormenta. Ningún trono pudo contener su fuego…”

Los acordes del laúd rebotaban por las paredes de piedra. Las sirvientas se detuvieron. Algunas reían, otras miraban nerviosas. Aoife sintió el pulso en el cuello.

La Reina no lo toleraría.

Y no tardó.

Una criada corrió con la orden: “¡Que alguien lo calle! ¡Ahora!”

Hubo un momento de confusión. Nadie se movía.

Aoife ya lo hacía.

Lo encontró al final del corredor, tocando como si no supiera del caos que dejaba tras de sí.

“Nevan.”

Él giró, con esa sonrisa suya, ladina.

“¿Tan pronto me extrañaste?”

“Cállate.”

“¿Y si no quiero?”

“Si no lo haces, la Reina te escuchará. Y sabes que no te tolera.”

Nevan se encogió de hombros. Pero guardó el laúd.

“¿Vienes a castigarme?”

“No. Pero si no te mueves ahora, lo hará alguien menos amable.”

“Entonces dame algo que me hará callar. Pero donde no haya tantas orejas.”

La siguió sin pedir permiso. Aoife no lo detuvo.

El rincón entre los establos y la sala de planchado era oscuro, sin tránsito. Nevan la empujó contra la pared con una risa baja.

“No has cambiado nada.”

“No tengo tiempo para tus juegos.”

“No es un juego si tú también lo quieres.”

No hubo palabras después. Solo manos, respiración entrecortada, un roce rápido de cuerpos que buscaban algo conocido, algo que no era ternura, pero sí cierta hambre compartida.

Cuando se separaron, Aoife se acomodó la falda con calma.

“No vuelvas a cantar eso cerca del ala de la Reina.”

Nevan se rió.

“Si tú lo dices…”

“Lo digo en serio.”

Él se inclinó, como si fuera un chiste.

“Tus ojos dicen otra cosa.”

Pero Aoife ya se alejaba, sin volver a mirarlo.

Esa noche, en el lavadero, una de las doncellas refunfuñó sobre el escándalo del bardo.

“¿Nadie puede callarlo? Es insoportable.”

Aoife suspiró con cansancio.

“Hoy me tocó a mí. Tardó una eternidad en entenderlo. Tuve que arrastrarlo casi.”

Otra se sumó, divertida.

“¿Y lo lograste?”

“Lo distraje. Apenas.”

Rodaron algunas risas. Una palmada en el hombro. Y por primera vez, Aoife fue incluida en una conversación que no era solo susurros o encargos.

Nevan había vuelto a irrumpir en su vida.

Y sin saberlo, había abierto una puerta más.

Pero también le dio una idea.

No necesitaba veneno. No necesitaba mentiras.

Solo agua. Un trapo sucio. Un descuido bien planeado.

Aoife comenzó por la más arrogante. Una doncella del ala de la Reina que se creía intocable por su proximidad. Siempre estaba apresurada, con el gesto tenso y el tono altivo. Fácil de anticipar.

Ese día, Aoife se ofreció para ayudar a doblar las túnicas en la despensa, justo cuando la bandeja con la cena de la Reina ya estaba lista para subir. La doncella pasó a su lado con prisa, y Aoife giró el codo apenas un poco.

La cubeta de agua se ladeó. El trapo, empapado, cayó sobre la falda clara.

El manchón fue inmediato. Oscuro. Visible.

La doncella soltó un grito ahogado.

“¡Mi falda! ¿Estás ciega?”

Aoife bajó la cabeza de inmediato.

“Lo siento, lo siento, fue mi culpa… por favor, déjame ayudarte. Ven, tengo una toalla limpia, y puedes cambiarte rápido. Yo llevaré la bandeja.”

La otra dudó un instante, mirando con desesperación la mancha que no podía ocultar.

“La Reina me mata si entro así…”

“Entonces déjalo en mis manos.”

La confianza ya estaba sembrada. Aoife había pasado semanas ayudando, cediendo, sirviendo. Nunca había pedido nada a cambio. Nadie sospechaba de su torpeza. Era solo eso: una torpeza más.

La doncella asintió.

“Rápido, por favor. No la hagas esperar.”

Aoife tomó la bandeja con la comida. Ajustó su postura, revisó que el mantel estuviera bien colocado. Caminó con paso seguro hasta los aposentos del ala real. No entró. No aún. Pero la puerta ya estaba cerca. El umbral, cada vez más habitual.

Cuando regresó, la doncella ya tenía otra falda puesta. Más oscura, menos elegante.

“Gracias,” murmuró, aún irritada. “Me salvaste.”

Aoife sonrió con sinceridad fingida.

“No fue nada. Para eso estoy.”

Las otras sirvientas comenzaron a notarlo.

Aoife era la primera en ofrecer ayuda cuando alguien se tropezaba, cuando una costura se rompía, cuando una bandeja estaba mal equilibrada. Siempre lista. Siempre servicial.

Y poco a poco, su figura se volvió familiar.

Nadie pensaba que fuera una amenaza.

Solo una muchacha útil, con manos rápidas y corazón amable.

Justo como debía ser.

El cambio no fue anunciado con solemnidad. Solo una frase, dicha al pasar.

“Desde mañana, ayudarás en las cocinas del ala real. La Reina necesita discreción y manos limpias.”

Lady Mina lo dijo sin mirarla, mientras revisaba una lista de manteles bordados. Pero Aoife entendió el peso de esas palabras.

Una nueva llave. Una nueva puerta.

No parecía extraño que estuviera ahí. Al menos, no para Lady Mina.

Alguien —quizá el mayordomo, quizá una de las encargadas— había autorizado su presencia. O eso pensaban. Lo cierto era que nadie se atrevía a preguntar cómo había obtenido el uniforme oscuro con bordes blancos, exclusivo de las sirvientas del ala real.

Nadie la había visto recibirlo. Nadie firmó por él. Pero lo usaba con la misma naturalidad que las otras. Y quien osaba cuestionarlo se detenía a medio suspiro, temiendo haber pasado por alto una orden importante.

“Debe haber sido un error de asignación.”
“Quizá alguna rotación interna.”
“No es asunto nuestro.”

La verdad era simple.

Elinda se lo había entregado en silencio. En una bolsa doblada. Una noche sin luna, al pie de la escalera de servicio.

“Ya está planchado. Póntelo cuando estés lista. Nadie te lo reclamará.”

No dijo más. No hizo falta.

Las cocinas del ala de la Reina eran silenciosas. No como las cocinas generales, donde el humo y los gritos llenaban el aire. Allí todo era más contenido. Más tenso. Las órdenes se daban en susurros. Y las equivocaciones no se perdonaban.

Aoife no tardó en encontrar su lugar.

No competía. No hablaba más de lo necesario. Simplemente trabajaba. Cortaba con precisión. Lavaba sin dejar marcas. Sabía cuándo hablar y cuándo retirarse.

Y sobre todo, sabía escuchar.

Una de las cocineras, de manos ásperas y voz ronca, comenzó a confiarle tareas pequeñas.

“Prepara una infusión. Algo para los retortijones. Nada fuerte, solo que no la doble en medio del pasillo.”

Aoife asintió.

Abrió su bolsa cosida al forro y sacó una mezcla que había guardado desde su llegada.

“Esta sirve. Calma sin adormecer.”

La cocinera la olió, la probó, y no preguntó más.

Días después, otra pidió algo para el insomnio. Luego para la hinchazón. Después, para una joven doncella que sufría cada vez que sangraba.

Aoife preparó cada infusión con cuidado. Sin exagerar. Sin llamar la atención.

Solo funcionaban.

Eso bastaba.

Fue una de ellas quien mencionó el pequeño rincón abandonado, cerca de los lavaderos traseros.

“Hay un trozo de tierra ahí. Pero nadie va. El sol quema todo.”

Aoife fue esa misma tarde.

Era cierto. Las piedras se calentaban al punto de quemar los pies. Pero en las esquinas crecían malas hierbas, salvajes y resistentes. Nadie pasaba más de un minuto allí.

Perfecto.

Comenzó a limpiar el terreno poco a poco. No pedía ayuda. Llevaba el agua ella misma, en jarras pequeñas, fingiendo que era para las macetas de la ventana.

Plantó primero lo básico: hinojo, menta, anís, ruda. Luego algunas más difíciles de encontrar: valeriana, corteza seca, flores amargas.

No puso señal alguna. Solo una tela vieja, mal puesta, para que pareciera un intento fallido de las jardineras.

Pasaron los días.

Y el jardín creció.

Un rincón ajeno a todos.

Excepto a ella.

Los rumores llegaron antes que la confirmación.

No hubo anuncios. No hubo campanas.

Solo un murmullo creciente, como la bruma que asciende desde el río antes del amanecer.

“La Reina está pálida…”

“No come como antes…”

“Hoy vomitó en medio del salón…”

Aoife no preguntó de inmediato. Solo escuchó. En los pasillos, en las cocinas, entre las doncellas que buscaban agua tibia con lavanda.

Una tarde, mientras limpiaba un frasco de barro, lo dijo como quien habla sin querer.

“¿Es cierto lo de la Reina?”

Una de las cocineras, mayor, le respondió sin levantar la voz.

“Dicen que sí. Aún no es oficial. Pero las señales están…”

“¿Y si es niño?”

“Entonces las cosas cambiarán. O no. Siempre cambian.”

Otra se sumó a la conversación.

“Dicen que el Rey está feliz. Que ya mandó preparar juguetes.”

Aoife se mostró impresionada.

“¿Creen que será niña o niño?”

“¿A quién le importa?” murmuró una doncella. “Con que sobreviva.”

“¿Por qué no habría de hacerlo?” preguntó Aoife, con tono ingenuo.

La cocinera mayor suspiró.

“Porque los dioses no siempre son buenos con las mujeres. Y porque los nacimientos en palacio nunca son solo nacimientos.”

Aoife bajó la mirada, como si meditara las palabras.

Al día siguiente, en los lavaderos, comentó algo similar.

“Espero que la Reina esté bien. Se ve cansada…”

Una lavandera respondió con una sonrisa maternal.

“Siempre te preocupas por todos, muchacha. Eso es bueno. Pero las Reinas no necesitan de nuestras preocupaciones.”

“¿Y si nadie más lo hace?”

“No digas tonterías. La Reina tiene todo.”

Aoife asintió. Pero en su interior, cada palabra tomaba forma. Cada respuesta era una pieza más en su construcción.

No preguntaba por morbo.

Preguntaba como quien admira, como quien teme, como quien solo quiere comprender.

Y nadie se detenía a dudar de ella.

Nadie pensaba que esas preguntas eran parte de algo más grande.

Porque ¿qué podía saber una muchacha que servía té y recogía telas?

Solo una ayudante de cocina.

Solo una muchacha buena con intenciones.

Solo Aoife.

Aoife quien ayudaba a todos los que podía. Aoife que pasaba horas en un jardín que todas detestaban asegurándose de tener hierbas para ayudar.

Aoife que se aseguraba de que al terminar sus turnos, todas se fueran con un té calmante a la cama… y que a nadie había perjudicado.

La infusión no era peligrosa.

Un poco de raíz seca de amapola, unas gotas de savia de hiedra domesticada. Nada que matara. Solo mareo. Torpeza. Una ligera pérdida del equilibrio. Suficiente para un error.

Denyse llevaba semanas en el ala real. Nadie más tenía permiso para asistir a la Reina después del anochecer. No era una favorita, pero era discreta. Eficiente. Invisibilizarla requería un tropiezo. Aoife solo ofreció una taza de té cuando la vio exhausta, apoyada contra el marco de la puerta.

“Es para los nervios,” dijo. “De los que pesan en el cuerpo.”

Denyse bebió sin dudar.

Esa noche, pelando raíz negra —como cada noche—, la hoja del cuchillo se desvió. Un corte profundo en la mano izquierda. Gritó. No fue un alarido, pero bastó para que una doncella corriera a avisar.

La Reina no toleraba interrupciones. Mucho menos errores.

La orden fue inmediata.

“Que se retire. No la quiero cerca si no puede sostener una taza sin sangrar.”

Por la mañana, Lady Mina reunió a dos nuevas candidatas. Nadie preguntó por qué. Nadie mencionó que el uniforme de Aoife parecía más nuevo, mejor planchado.

Mina no parecía convencida con ninguna de las dos, pero el protocolo debía cumplirse.

“Su Gracia necesita una doncella por las noches. No para hablar. No para opinar. Solo para estar ahí, en silencio, hacer lo que se le pide y desaparecer.”

Ambas jóvenes asintieron.

Mina las observó.

Una era más alta. Más hermosa. Aoife era más delgada, más serena. Más invisible.

“¿Tu nombre?”

“Aoife, mi Lady.”

“¿Sabes preparar tisanas?”

“Sí.”

“¿Y callar?”

“También.”

Lady Mina se giró a la otra.

“¿Y tú?”

La otra dudó. Balbuceó algo sobre ayudar en las cocinas, que no había atendido nunca a una dama directamente.

Mina suspiró. No hizo falta más.

“La Reina desea hablar con ambas personalmente, ella cree que… bueno, considera que es a única capaz de elegir a un reemplazo adecuado. Las presentaré, si la Reina les habla, solo responden lo necesario.”

Aoife bajó la cabeza con respeto.

“Sí, mi Lady.”

La habitación era demasiado grande para una simple entrevista. Las paredes, frías. El aire, denso. Cada paso que daban resonaba con una autoridad que Aoife reconocía: el tipo de silencio que no se rompía sin consecuencias.

Lady Mina indicó que se acercaran. “Que se presenten.”

Aoife dejó que la otra hablara primero. Una muchacha rubia, de mejillas tensas y voz temblorosa. Dijo que había servido en casa Tyrell. Sus dedos jugueteaban con el borde de su falda. Mal gesto. Demasiada ansiedad visible.

“¿Sabes preparar una infusión de raíz negra con menta y miel?” preguntó la Reina.

“Sí, Su Gracia… aunque yo suelo añadir un poco de manzanilla.”

Error.

“¿Crees que me interesa lo que tú sueles hacer?”

El filo estaba en la voz. No en el volumen. No hacía falta gritar. La Reina sabía cortar sin levantar la mano.

La joven palideció. Y Lady Mina, sin decir nada, hizo una leve inclinación en dirección a Aoife.

Ahora.

De un paso medido, Aoife avanzó. La mirada baja, la espalda recta. Ni demasiado erguida para parecer orgullosa, ni encorvada como para parecer débil. Solo lo justo.

“¿Y tú?”

“Sé preparar el té como lo indica el maestre Mellos,” respondió. Cada palabra elegida con precisión. “Con exactitud. Lo hice para la Lady Baratheon en el ala este cuando sufrió de insomnio en su embarazo.”

No era mentira.

“¿Tienes manos firmes?”

Alzó la mano derecha. Solo un poco. Sin temblor. Uñas cortas. Sin adornos. Sin orgullo.

“¿Qué opinas de los rumores en la Fortaleza? Sobre mí. Sobre el Rey. Sobre la Princesa.”

Pausa.

Era una trampa. Y al mismo tiempo, una prueba real.

“No me pagan por hablar, Su Gracia.”

Lady Mina se tensó. Aoife la vio de reojo. La esperaba. Sabía que se preocuparía. Pero era necesario.

La Reina sonrió. Leve. Breve. No fue una sonrisa de aprobación. Fue una decisión.

“Perfecto.”

Se levantó.

Aoife no retrocedió cuando la Reina se le acercó. No levantó la mirada más allá de lo permitido. Pero tampoco bajó la cabeza en sumisión vacía.

“Desde hoy estarás a mi servicio personal. Si haces bien tu trabajo, podrás quedarte. Si no, te irás sin una palabra.”

“Sí, Su Gracia.”

“Ve ahora a la cocina. Quiero mi té preparado por ti antes del anochecer. Si derramas una gota en la bandeja, te marchas.”

Aoife hizo una reverencia exacta. Ni un segundo más de lo necesario. No habló. No se giró al salir.

No era necesaria ninguna palabra. Ya había ganado lo que necesitaba.

Mientras salía, escuchó:

“La otra, mándala con las costureras.”

“Como ordenéis.”

No había vuelto a ver el rostro de la Reina, pero sabía que la observaba hasta el último paso.

El pasillo estaba en silencio.

No había velas encendidas más allá de las necesarias. El ala de la Reina parecía más vacía de lo habitual por las noches, pero no por descuido. Era una elección. El eco de los pasos de Aoife sonaba demasiado fuerte, incluso con las suelas de lana.

Se detuvo frente a la puerta lateral. No era la entrada principal. Solo las doncellas la usaban.

Lady Mina le hizo una seña con la cabeza, desde la sombra.

“Recuerda. No hables si no te lo piden. No preguntes. No corrijas.”

Aoife asintió. Luego, bajó la mirada.

La puerta se abrió sin un sonido.

El cuarto exterior era más amplio de lo que esperaba. Sillas tapizadas. Una pequeña mesa con jarras. Un biombo. Silencio. Y el aire espeso. Casi sagrado. Como si respirar fuera un acto indebido.

La Reina no estaba a la vista.

La escuchó antes de verla.

Un suspiro. Una queja apagada.

Al cabo de unos segundos, Lady Mina regresó y habló por lo bajo.

“La Reina ha tenido una noche difícil. No quiere ser molestada. Pero requiere una infusión en una hora. Dejarás el té en la mesa. Si no lo toca, no insistas. Si lo toma, no hables. ¿Entiendes?”

Aoife asintió otra vez.

Lady Mina se retiró sin mirar atrás.

La puerta se cerró.

Y Aoife se quedó sola.

En la habitación vecina, el silencio era irregular. No era el sueño profundo de alguien en paz. Eran movimientos breves. A veces pasos. Otras veces, el ruido apagado de un recipiente al chocar contra una mesa.

Las paredes no eran delgadas, pero el aire transmitía los cambios de humor.

Aoife se movió con precisión.

Preparó el agua. Midió las hierbas. No demasiadas. Las que relajaban, sin dormir del todo. Las que evitaban las náuseas, pero no las adormecían. Solo las suficientes para calmar.

Dejó la taza en la mesa con las manos quietas. Los ojos bajos.

Esperó sentada, sin moverse.

Una hora. Dos.

No hubo palabra alguna.

Pero en algún momento, el líquido en la taza desapareció.

Y eso bastaba.

Cuando Lady Mina regresó, no hizo preguntas.

Solo recogió la taza vacía y dijo:

“Mañana, igual.”

No era lo que esperaba.

Aoife había oído hablar de la Reina. Las sirvientas la describían como piadosa. Como digna. Como una mujer de rectitud intachable. Pero lo que encontró frente a ella fue distinto. No menos fuerte. Solo más… contenido.

Alicent Hightower no necesitaba alzar la voz; sin embargo, la mujer gritaba.

Gritaba como si su posición en vez de hacer que todo el mundo la escuchara… la callara.

Era extraño.

A veces cada gesto era exacto. Cada palabra, medida. No desperdiciaba nada. Y, sin embargo, Aoife sintió el peso de cada frase como si llevara plomo en los pulmones. No gritaba, pero su juicio era absoluto. No miraba con ternura, sino con evaluación. No buscaba obediencia. Esperaba sumisión.

Pero en ocasiones… perdía los estribos y gritaba, desesperada por que la Fortaleza entera la escuchara, como si al gritar sus fuesen a ser cumplidas con más rapidez.

Y eso… eso era otra cosa.

Se quedó pensando en la Princesa.

Rhaenyra… no gritaba para imponer respeto. Hablaba con el volumen justo, no demasiado bajo, no demasiado alto… hablaba con poder y esperaba que sus ordenes fueran seguidas, pero no había ningun aire de falsa humildad en ella, no, la Princesa actuaba con seguridad, segura de su poder, de su lugar en el mundo…

La Princesa caminaba como si el mundo pudiera arder tras sus pasos, y si lo hacía, que así fuera. La Reina, en cambio, caminaba como si el mundo ya se hubiese incendiado y ella hubiera sido la única en salir sin cenizas en la ropa y el mundo debiese alabarla por ello. Actuaba como si fuese un regalo de los Dioses… pero tambien como una martir. 

Una nació para el poder. La otra lo soporta como un castigo… sin embargo, actúa como si se le debiera, como si… como si fuera una bendición de los Dioses estar en su presencia, servirla.

La comparación no era justa. Lo sabía. Pero no podía evitarla.

En Volantis, bajo la mirada de Rhaenyra, nadie tenía que suplicar por su lugar. Ni siquiera ella. Y ahora, en este castillo, cada paso debía darse sin hacer ruido, cada palabra debía pesarse como si pudiera romper la estructura entera.

Alicent no le dirigió una palabra más desde que la aceptó en su servicio. Ni una mirada. Y, sin embargo, todo en esa sala giraba en torno a ella. Aoife lo sintió. La tensión en las costureras. La forma en que Lady Mina contenía el aliento.

Esto no era devoción. Era miedo con perfume de incienso.

Y era justo lo que la Princesa quería que ella viera.

Aoife no olvidó esa sensación. No esa noche. Ni las siguientes.

La luz de la vela era tenue. Apenas la suficiente para leer sin fatigar los ojos.

Aoife se sentó en el borde del catre, con el cuaderno de tela abierto sobre las piernas. Las páginas, al principio crípticas, comenzaban a ordenarse en su mente como piezas de un rompecabezas que, poco a poco, aprendía a nombrar.

Había marcas que reconocía sin necesidad de leer. Un pétalo seco aún adherido al borde. Una mancha tenue de aceite. El trazo curvo de la letra de Ophelia. Las anotaciones estaban en Valyrio, en la lengua común, y a veces solo en símbolos. Pero ahora que sabía leer un poco, gracias a Elinda, las palabras empezaban a tener forma.

“Mezclar con cuidado. Solo una pizca. El cuerpo no lo rechaza, pero sí lo sufre.”

Era letra de Shanara.

Aoife la releyó dos veces.

No pensaba matar. No aún. La Princesa había sido clara. El primer hijo debía nacer. Debía vivir. Y luego… todo debía cambiar.

Había esperado este momento con paciencia. Y ahora, frente a las páginas, sentía algo más que responsabilidad. Sentía curiosidad.

Se preguntaba cómo reaccionaría el cuerpo. Si era igual en todas las mujeres. Lo había visto antes, en Volantis. Una de las prostitutas que barría cerca del burdel quedó embarazada. Nadie la ayudó. Solo se quejaba por las mañanas, con los tobillos hinchados y la boca amarga.

Aoife la había seguido con la mirada, estudiándola sin decir una palabra. Recordaba cómo algunas comidas la hacían vomitar, cómo otras la calmaban. Cómo se acostaba sobre el costado izquierdo para dormir, y cómo el simple olor del pescado la hacía llorar de rabia.

¿La Reina sería igual?

La diferencia era que esta vez, ella podía intervenir.

Pasó una página.

Leyó en voz baja: “Raíz amarga: segura en pequeñas dosis. Produce mareo leve. Incrementar si no hay reacción.”

La subrayó con el dedo. Luego buscó otra.

“Pétalos de flor azul. Inofensivos por separado. Reaccionan con el jugo de lima negra. Evitarlos durante sangrados.”

Recordó las palabras de Ophelia: “Nunca combines sin observar primero. El veneno perfecto es aquel que imita al cuerpo.”

Aoife cerró el libro despacio. Ya era hora de empezar a recolectar. No podía dejar todo al azar. No si quería cumplir lo que la Princesa le había pedido.

Un embarazo eterno. Doloroso. Que arrastrara a la Reina con cada luna como si fuera su primer castigo.

Aoife no sentía odio. Solo propósito. Y un deseo genuino de comprender.

¿Sería siempre así? ¿Tantas diferencias entre cuerpo y cuerpo?

¿Cuánto puede sufrir una mujer sin morir?

¿Cuánto se puede hacer sin que nadie sospeche?

Lady Mina no hablaba con cualquiera.

Pero hablaba cuando se sentía cansada. O contrariada. O cuando el humor de la Reina descendía como una nube espesa sobre el ala este de la Fortaleza.

Aoife no hizo preguntas. Solo escuchó. Siempre en los momentos precisos.

Primero fue un simple comentario.

“Ha pedido cambiar los manteles tres veces esta semana. Por los bordes, dice. Que están mal bordados. ¿Quién mira los bordes de un mantel?”

Aoife no respondió. Asintió con un gesto leve, mientras doblaba una tela limpia.

Después vino otro.

“El bardo otra vez. Cantando tonterías fuera de lugar. ¿Dónde están sus modales? No se le puede castigar, claro. El Rey lo aprecia… ¿pero qué hay de las reglas? ¿Para qué estamos las demás?”

Y otro más, mientras compartían la sombra de una columna cerca de las cocinas.

“La Reina duerme mal. Siempre mal. Y cuando no duerme, todo el mundo sufre. Hasta el maestre finge no tener tiempo para verla.”

Aoife solo murmuró una vez, con la voz baja.

“Tal vez ayudaría que alguien la escuchara.”

Lady Mina se detuvo. La miró de reojo.

“¿La Reina?”

“No. Vos.”

Un silencio largo. No incómodo. Solo… evaluativo.

Desde entonces, Lady Mina empezó a hablar más.

Pequeñas cosas. Que la Reina no confiaba en nadie. Que ni siquiera sus damas sabían si estaba bien o no. Que algunas noches la oían llorar, pero ninguna se atrevía a entrar. Que a veces, la Reina rechazaba incluso el té preparado con esmero. Que las flores no podían ser blancas. Que los inciensos debían ser de mirra, no de lavanda. Que ningún vestido debía tener bordado el color rojo, por alguna razón que nadie entendía.

Aoife aprendía. No solo de las quejas. Aprendía los huecos.

Quién no estaba presente. Quién había sido castigada. Quién se mantenía en la periferia por miedo o desconfianza. Quién podía caer pronto.

Y, más importante aún: Aoife ya no era vista como una intrusa. Era la que callaba cuando las demás hablaban. La que traía té cuando nadie lo pedía. La que aliviaba dolores de vientre y de cabeza. La que estaba allí… sin estar realmente.

Lady Mina, sin darse cuenta, le abría el camino.

Y Aoife sabía que para aislar a una Reina, primero había que debilitar el círculo que la sostenía.

Era uno de esos días raros en que el cielo no parecía cubierto de nubes grises.

El sol entraba por los ventanales del corredor alto, y el mármol brillaba como si alguien lo hubiese pulido con dedicación. Los vestidos eran más claros, los rostros menos tensos. Incluso las cocineras parecían más dispuestas a bromear entre ellas.

Lady Mina también lo notó.

Esa mañana se arregló con más detalle. El cabello bien trenzado. El broche antiguo, uno que rara vez usaba. Un vestido de lino claro que Aoife no había visto en semanas. La vio ajustar los pliegues con esmero antes de entrar al salón.

No preguntó nada. No lo necesitaba.

Sabía por qué. El caballero de Tumbleton —Ser Gareld, joven, amable, de sonrisa rápida— estaría hoy entre los enviados del Dominio.

Lady Mina no lo dijo en voz alta, claro. Pero Aoife lo sabía. La manera en que apretaba los labios al pasar junto a él, la forma en que desviaba la mirada justo antes de sonreír.

Mientras la Reina se sentaba para ser peinada, Aoife preparaba los frascos de esencia y las peinetas.

“Un día hermoso,” comentó con suavidad.

Alicent no respondió. Observaba su reflejo.

Aoife añadió, con la voz casual de quien no busca nada: “Lady Mina luce radiante hoy. Casi… regia.”

Alicent giró un poco el rostro.

“¿Regia?”

“Supongo que es natural… cuando se sabe que el Rey estará en audiencia. Cualquiera querría mostrar su mejor versión.”

Una pausa. Una respiración apenas audible. Luego, nada.

Pero los ojos de la Reina cambiaron. Leves. Se endurecieron en los bordes. No dijo nada el resto de la preparación.

Más tarde, mientras se retiraban del cuarto, Lady Mina murmuró con humor: “Creo que hoy sí me notará, ¿no crees?”

Aoife la miró un instante.

“Seguramente. El Rey nota a quienes lo merecen.”

No era una mentira. Pero tampoco era lo que Mina creía haber oído.

Horas después, en el pasillo del ala este, una de las doncellas comentaba que la Reina estaba de un humor terrible. Que había ordenado que Lady Mina no volviera a hablar directamente al Rey sin ser llamada.

Aoife fingió sorpresa.

Pero por dentro, solo pensaba en lo que la Princesa le había contado. Que Alicent no era más que la hija de un ambicioso. Que se metió en la cama del Rey sin vergüenza, que tomó el lugar de la Reina muerta con la misma ropa aún colgada en el armario.

Y ahora fingía indignación cuando otras mujeres mostraban un poco de alegría.

Hipocresía vestida de virtud.

Aoife no sentía lástima por Lady Mina. Solo había dado el primer paso. Poco a poco, una a una, las manos que rodeaban a la Reina se soltarían.

La Reina no hablaba con facilidad.

Pero al enfermar, comenzó a hablar más.

No con sus damas. No con sus doncellas. Con ella.

Aoife preparaba las infusiones en silencio. De noche, a veces en la penumbra del cuarto, otras junto al brasero encendido cuando el dolor de cabeza no la dejaba dormir.

“La raíz amarga no es suficiente,” murmuró una noche la Reina, con la mirada fija en el techo. “El maestre dice que son… malestares comunes. Pero esto no es común. Esto me está destruyendo.”

Aoife removía con calma.

“No está sola, Su Gracia.”

“Sí lo estoy.” Una pausa. “Lady Mina no ha venido a verme en dos días. ¿Por qué?”

Aoife no respondió. Dejó el cuenco sobre la mesita y se inclinó un poco.

“Tal vez teme decir algo que no deba.”

La Reina frunció el ceño.

“¿Qué quieres decir?”

“Una vez la oí… cerca del pasillo. Mencionaba que el embarazo la tenía irritable. Que algunas no deberían tener más hijos después del primero.”

Silencio. Pesado.

No lo negaba. Tampoco lo afirmaba. Solo dejaba caer las palabras.

Días después, Lady Mina buscó a Aoife con el ceño fruncido.

“La Reina está distante conmigo. Me ha retirado de ciertas tareas… ¿has notado algo?”

Aoife ladeó la cabeza, como si dudara en hablar.

“A veces… menciona que le cuesta confiar. Que algunos comentarios llegan a oídos del Rey.”

Lady Mina palideció apenas.

“No he dicho nada… no al menos frente a…”

“Lo sé,” dijo Aoife rápido. “Pero las palabras viajan. Tal vez alguien más...”

No dijo nombres. Nunca lo hacía.

Solo sembraba. Y dejaba que la tierra hiciera lo suyo.

Cada día que pasaba, la Reina estaba más enferma. Los vómitos eran más intensos, las jaquecas más crueles, las noches más largas. Ninguna de sus damas se quedaba más de un par de minutos. Las órdenes eran confusas. A veces mandaba cambiar las cortinas tres veces en una tarde. A veces pedía silencio absoluto y luego exigía música. Nadie sabía qué esperar.

Excepto Aoife.

Solo a ella le permitía quedarse más tiempo. Solo a ella aceptaba el té. Solo a ella miraba con esa mezcla de necesidad y sospecha.

¿Y si era ella la única que podía ayudarla? ¿Y si también era la única que podía dañarla?

La Reina comenzó a vigilarlo todo. A desconfiar de los susurros. De las risas fuera de lugar. De los vestidos demasiado claros. De los perfumes distintos.

Algunos comenzaron a llamarla paranoica. Aoife no decía nada.

Solo bajaba la cabeza. Preparaba la siguiente infusión.

Y escuchaba.

Siempre escuchaba.

Todo iba de acuerdo al plan.

Incluso los guardias, que vigilaban constantemente, no sospechaban de ella.

Nadie lo hacía.

Todo iba bien.

Hasta que de pronto, todo dejo de estar bien.

No se movía. Nadie se movía.

La Reina, fuera de sí, giró hacia ella con los ojos inyectados de furia.

“¡Aoife! ¡Tráeme la espada! ¡Lo haré yo misma!”

Su corazón se detuvo.

No por la amenaza. No por el escándalo. Por Nevan. Por la posibilidad real de que, esta vez, no hubiera salida.

“Majestad…” murmuró Martyn, la voz temblando. “No… no puede…”

Aoife dio un paso al frente. No podía suplicar, no podía llorar, no podía mostrar nada. 

Tonto, eres un tonto… fuiste demasiado lejos…

“Su Majestad... si ejecuta a un favorito del Rey delante de testigos… no solo lo perderá todo. Se burlarán de usted. Dirán que es débil. Que no sabe gobernar ni siquiera su carácter.”

Decirlo le supo a veneno. Pero si funcionaba… si lograba que la Reina se detuviera…

“¡Está destruyendo lo poco que le queda de dignidad!” gritó Lyman.

Gracias, viejo zorro.

Ser Erryk y Ser Arryk irrumpieron en ese momento, salvando lo que quedaba de la escena. Blancos, imponentes. Firmeza sin discusión.

“Majestad, el Rey ha dado órdenes muy claras sobre vuestra posición,” dijo Erryk.

“Volved a vuestros aposentos,” añadió Arryk.

Alicent temblaba. Su labio superior vibraba como ala rota. Pero se giró finalmente, y sin mirar a nadie, se aferró al brazo de Aoife como si fuera la única cuerda que la sostenía.

“¡Encerrad al bardo! ¡Y a todos los que lo hayan escuchado! ¡Esto no ha terminado!”

Y se fue. Furiosa. Humillada.

Aoife no la miró. Solo miró a Nevan. Sus ojos se cruzaron por un instante.

Quiso correr hacia él. Decirle algo. Advertirle. Tocarlo. Pero no lo hizo.

Solo bajó la cabeza y caminó tras la Reina.

Desesperada por intentar ignorar el caos atrás de ella.

“Por favor…”

No lo dijo en voz alta. Solo en su mente. Pero cada gesto, cada palabra, cada té que ofrecía con manos firmes, era una súplica disfrazada de deber.

“Su Majestad, las canciones se olvidan si usted no les da importancia,” susurró mientras la ayudaba a cambiarse. “Hacerse notar con castigos es lo que buscan. Es lo que disfrutan. Hable con el Rey. O déjelo pasar. El bardo no vale su enojo.”

Mentira. Cada sílaba una mentira, y aún así… cada palabra cargada de verdad.

La Reina parecía ceder. Más calmada, respiraba con fuerza pero sin temblor. Había dejado de ordenar castigos. Aoife notó el cambio y casi creyó que funcionaría.

Estaba a punto de salvarlo.

Hasta que la puerta se abrió sin tocar. Uno de los guardias. No uno habitual. Uno nuevo, con ojos inquietos y manos manchadas.

“La orden fue cumplida, Su Gracia.”

Alicent ni se inmutó.

Aoife, en cambio, sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies.

“El bardo,” continuó el soldado, “ya no hablará más.”

El silencio fue más brutal que un grito.

La Reina solo asintió. Satisfecha.

Aoife inclinó la cabeza, fingiendo obediencia. Su estómago se retorcía. Su visión se nublaba.

“Déjeme prepararle un té, Su Majestad. Para calmar los nervios.”

Alicent no respondió. Solo se sentó, agotada.

En la cocina, Aoife no tembló. Mezcló las hierbas con cuidado. Dosis suficiente para calmarla. Casi suficiente para detenerla.

La Reina bebió. Rápido. Demasiado rápido.

Y al poco tiempo, cayó en un sueño profundo.

Aoife salió.

No corrió. No podía. Solo caminó con determinación hasta los pasillos donde Elinda solía estar en el turno nocturno.

“¿Está sola?” susurró, al encontrarla cerca de las escaleras.

Elinda la miró. Algo en su expresión ya lo decía todo.

Aoife no esperó.

“Dime que no es cierto.”

Elinda bajó la mirada.

“No fue por orden oficial. Fue uno de los nuevos. Dice que cumplía el mandato de la Reina. Nadie lo detuvo. Nadie quiere hablar de ello.”

El mundo se detuvo.

Nevan. Su sonrisa descarada. Su voz ronca. Sus bromas. Sus promesas.

Elinda la tocó en el brazo.

“Lo siento.”

Aoife apartó la mano. No lloró. No ahí. No aún.

“¿Dónde?”

“No sabemos. Lo sacaron por la puerta vieja de los establos. Nadie lo ha vuelto a ver. Estan diciendo… que tiraron su cuerpo al mar…”

Muerto. Solo. Como si nunca hubiera existido.

“Gracias,” murmuró.

Y se fue.

El calor era insoportable incluso a esa hora. El rincón olvidado del jardín, donde las sombras nunca alcanzaban a cubrir la tierra reseca, no ofrecía consuelo. Solo soledad.

“Nevan…”

Sus labios se abrieron, pero el nombre salió sin voz. Le tembló la mano. Se aferró a una raíz como si pudiera anclarla al suelo. La tierra estaba caliente. La ira también.

“¿Por qué?”

Sabía la respuesta. La Reina no necesitaba razones. No las pensaba. Solo las sentía como un animal herido que muerde antes de entender.

Había fingido tanto tiempo que casi olvidó cómo dolía de verdad.

Apretó los ojos. Pero las lágrimas salieron igual. No muchas. Las justas. Como todo en ella: medidas. Controladas.

Lloró por el bardo que nunca se despidió. Por el hombre que la besaba entre risas y desaparecía como si el mundo no pudiera retenerlo. Por el idiota que jamás le prometió nada… pero que había estado ahí. Y eso, a veces, bastaba.

Se limpió la cara con el dorso del brazo y dejó que el silencio regresara. El calor seguía ahí, implacable. El mismo sol que la obligaba a trabajar rápido, que secaba las hojas antes de que pudieran marchitarse.

“La Reina…” susurró, pero la palabra se atragantó. No era una Reina. No lo merecía. Ni su vestido verde ni sus sirvientas ni sus joyas.

Era solo una mujer hueca. Llena de miedo. De rencores mal digeridos. De un veneno que no necesitaba hierbas para envenenar.

Por primera vez, comprendió la mirada de la Princesa cuando hablaba de ella. No era solo desprecio. Era dolor. Era un odio cultivado con los años. Un odio que ahora también Aoife sentía.

Elinda había intentado detenerla. Había hablado de precaución. De esperar.

Pero Aoife ya no quería esperar.

Ella mató a Nevan. Y nadie va a pagar por eso. Nadie… excepto ella.

Esa noche no volvió a los pasillos. No llevó la bandeja del té. No se acercó a la Reina.

Se quedó en el jardín, sola, como si la tierra pudiera explicarle por qué.

Se abrazó las piernas, apoyó la frente en las rodillas y dejó que las lágrimas salieran en silencio. No gimió. No suplicó. Solo lloró. Por primera vez en años, sin detenerse.

No por debilidad.

Sino porque al fin lo aceptaba: Nevan ya no estaba.

Y no volvería.

“Si hubieras nacido con otra cara, estarías casada con un noble, Aoife.”

“Y tú, si no abrieras tanto la boca, tu nariz no estaría torcida.”

Él había reído. Como siempre.

“Ah, me encantas cuando amenazas.”

Ella sonrió, bajo la sombra del recuerdo. Era una amenaza real, aquella vez. Había tenido el cuchillo en la mano. Nevan había robado una de sus hierbas raras para endulzar un vino y presumirlo con los soldados. Se lo hizo tragar por la fuerza, como castigo, mientras él reía con lágrimas en los ojos.

Después se besaron. En el suelo. Junto a una pila de mantas que nadie extrañaría.

Aoife levantó la vista al cielo. La noche estaba despejada. El tipo de noche que a él le habría inspirado una canción.

Y entonces llegó el recuerdo que más le dolió.

La sangre en sus muslos. El dolor. La sábana empapada.

Shanara no dijo nada. Solo limpió. Myrana fue quien le dio fuerza.

“¿Estás segura?”

“Sí.”

“¿Segura de que no quieres conservarlo?”

“¿Y qué haría con él? ¿Esconderlo en un cesto? ¿Criarlo entre lavaderos?”

Había tomado la decisión sin llorar. Sin pestañear.

Y ahora… ahora se arrepentía.

Porque si lo hubiera tenido, aunque fuera una hija con la risa torcida de Nevan o un niño con su maldita voz arrogante, tendría algo de él. Un pedacito. Una chispa.

Pero no.

Ahora no tenía nada.

Solo tierra seca.

Y mandrágoras.

Aoife se limpió la cara. Sus manos temblaban, pero no por tristeza.

Por decisión.

No para dormir.

No para calmar.

Sino para quebrar.

La Reina no lo sabría. Nadie lo sabría. Pero cada día, cada gota, sería parte de lo que la destruiría desde dentro.

No por una misión.

No por la orden de otra.

Esta vez… lo haría por ella.

Aoife volvió a sentarse, esta vez en el suelo de su pequeño rincón, entre las plantas que nadie cuidaba salvo ella. El sol aún no salía. El aire estaba quieto.

Sus manos seguían manchadas de tierra, pero no le importó. Apoyó la espalda contra la piedra caliente y cerró los ojos.

No lloró más.

No lo necesitaba.

Las lágrimas habían hecho lo que debían: abrirle los ojos.

Nevan estaba muerto. La Reina lo había ordenado. Tal vez sin pensarlo. Tal vez sin comprenderlo. Pero eso no importaba.

La había mirado a los ojos esa noche. Le había pedido el té. Confiaba en ella. Se aferraba a ella. Y al mismo tiempo, había destruido lo único que Aoife no estaba dispuesta a perder.

No fue un accidente.

Ahora lo sabía con certeza. Tal vez no con palabras. Pero sí con esa verdad que arde bajo la piel, donde la razón ya no importa.

Desde ese momento, la misión ya no era obedecer.

Era decidir.

No por la Princesa. No por los niños. No por el futuro.

Por Nevan.

Por lo que le arrebataron.

Por la certeza de que esa mujer, sentada en su trono de vanidad y delirio, no merecía nada.

Ni respeto.

Ni amor.

Ni redención.

Aoife respiró hondo.

Y, con una calma que asustaría a cualquiera que la conociera, arrancó tres hojas de mandrágora y comenzó a triturarlas con precisión.

No había marcha atrás.

Y tampoco la quería.





El primer día que Aoife se atrevió a negar una visita sin consultar, lo hizo casi sin pensarlo.

La Reina dormía mal, como de costumbre, y uno de los guardias del ala este trajo un recado. Lord Jasper Strong deseaba saludarla brevemente antes de partir al Septo.

Aoife miró la puerta entreabierta. Alicent respiraba con dificultad, la frente sudorosa, los labios secos. No se había despertado del todo desde el amanecer.

“No desea recibir visitas hoy.”

El soldado dudó.

“¿Está segura?”

“Lo estoy.”

No era cierto. Pero tampoco importaba.

El hombre se inclinó con respeto. Nadie quería asumir la culpa de molestar a la Reina sin motivo. Menos ahora, que todos sabían que su carácter se había vuelto impredecible. Bastaba una palabra mal dicha, una mirada inoportuna, y la furia se desataba.

Aoife cerró la puerta con suavidad. No volvió a pensar en ello… hasta que esa noche la Reina, entre susurros, murmuró:

“No quiero ver a nadie… solo a ti.”

Fue entonces cuando lo comprendió.

Ya no necesitaba pedir permiso. Podía decidir por ella.

Al principio, era solo una bandeja que Aoife decía no aceptar porque la Reina estaba indispuesta. Luego fue negar una visita breve. Después, alterar las horas en que debía ser despertada. Nadie lo notaba. Todos asumían que así lo deseaba la Reina. Porque ella, Aoife, ya era parte del cuerpo invisible de sus decisiones.

Y con ese poder silencioso vino algo más peligroso: la experimentación.

La Reina no dejaba de quejarse. Dolor de cabeza. Náuseas. Mareos. Sueños confusos.

Aoife empezó a cambiar las infusiones, apenas. Un poco más de raíz amarga. Una pizca menos de menta. Probó con hojas secas de costra blanca. Luego con pétalos de espuela.

Esperaba. Observaba.

No siempre funcionaba. Pero cuando lo hacía, tomaba nota. Mental, precisa, sin emoción.

Hasta que probó con una pizca de mandrágora.

Y lo que ocurrió esa noche la dejó inmóvil durante un largo rato.

La Reina no solo durmió más profundo. No solo dejó de quejarse. Despertó confundida. Vulnerable. Mansa.

Al día siguiente, no discutió ninguna orden. No preguntó por nadie. No quiso ver a sus hijos.

Docilidad. Paranoia. Obediencia.

Eran los efectos que necesitaba.

Esa tarde, Aoife fue a su jardín. Bajo el sol abrasador, entre el romero y la valeriana, eligió un rincón seco y lo limpió con cuidado.

Mandrágora.

Sería su cultivo más valioso y necesitaba más, mucho más.

La Reina hablaba menos.

Ya no preguntaba por sus damas. Ya no preguntaba por el Rey. A veces pasaban días enteros sin mencionar un solo nombre.

Aoife notaba el cambio.

Las manos de la Reina temblaban más al anochecer. La visión le fallaba en ciertos momentos. Se quejaba del peso del aire, del eco en las paredes, del olor de las flores aunque no hubiera ningún ramo cerca.

Una parte de Aoife lo anotaba todo con rigor, casi como si llevara un diario invisible. Otra parte solo se preguntaba si aquello era suficiente.

¿Estará complacida la Princesa?

¿Eso fue todo lo que me pidió?

¿Un cuerpo enfermo? ¿Una mente frágil? ¿O espera más?

No lo sabía.

Pero sí sabía esto: la Reina confiaba en ella.

No había dudas.

No había sospechas.

Así que, poco a poco, comenzó a probar más.

El doble de raíz amarga.

Mandrágora dos noches seguidas.

Una pequeña dosis de belladona, apenas una pizca, suficiente para provocar visiones si el cuerpo estaba debilitado.

Y lo estaba.

La Reina comenzó a murmurar cosas que nadie más entendía. Hablaba de la Princesa como si aún fuera una niña. Se olvidaba de qué día era. Confundía los nombres de sus propios hijos.

La Reina no paría.

Pasaron dos días después de la fecha prevista. Luego tres. Las cocineras empezaron a susurrar entre ellas. Las lavanderas, a persignarse. Los caballeros murmuraban que era mal presagio.

Lady Mina no dormía. Las doncellas caminaban en puntas de pie.

Pero Aoife servía las infusiones con la misma precisión. No temblaba. No preguntaba.

¿Para qué?

Ella sabía que el cuerpo no respondía igual cuando estaba debilitado. Cuando la mente se rompía en trozos cada vez más pequeños. Cuando la voluntad se doblegaba entre susurros y plantas.

Alicent vomitaba más. Sudaba frío. Olía a miedo.

Aoife la atendía con la misma calma de siempre. Cada taza, una elección. Cada noche, una dosis.

El noveno día, los dolores llegaron como una ola gruesa. Incontenible.

Gritos. Prisa. Sangre.

La Fortaleza entera enmudeció.

Las puertas del salón de parto se cerraron. Nadie entraba. Nadie salía.

Y luego… el llanto.

Aoife lo escuchó desde el corredor.

No era distinto. No era monstruoso. Era un llanto. Pero la reacción fue otra.

Algo no estaba bien.

Los murmullos llegaron antes que el rumor oficial.

“El niño… sus manos…”

“No puede abrirlas.”

“Están pegadas…”

“Pobrecito…”

“Dioses…”

“¿Es una maldición?”

“¿Es castigo?”

Aoife se abrió paso con cuidado. No preguntó. No hizo ruido.

Desde una rendija, lo vio.

Un bebé. Pequeño. Vivo. Respiraba con esfuerzo, pero no tenía heridas ni manchas. Solo sus manos... pegadas.

Los dedos unidos por la piel, sin espacio entre ellos. Como si se hubiese derretido y unido… parecían casi quemadas.

El maestre susurraba que tal vez podrían intentar separarlas con el tiempo. Que no era grave. Que podía crecer bien.

Pero las caras lo decían todo.

Horror.

Duda.

Vergüenza.

Como si en vez de un niño, hubiese nacido un monstruo.

La Reina no podía mirarlo. Apenas murmuraba.

Lady Mina no paraba de moverse entre paños y jarras, pero no decía una palabra.

Y Aoife… solo observaba.

No era orgullo lo que sentía.

Era satisfacción.

Una mínima alteración había provocado un desastre en la percepción.

No hacía falta un monstruo.

Bastaba con una imperfección.

Y entonces lo comprendió del todo: no necesitaba matar. No necesitaba sangre.

Solo necesitaba… torcer un poco las cosas.

Desde ese día, nadie volvió a mencionar el parto como una bendición.

Las canciones cesaron.

El Rey pidió privacidad.

Los rumores crecieron.

Y Aoife, sin que nadie la mirara, siguió regando sus plantas. Preparando sus tés.

Alimentando a la Reina, que ya no preguntaba ni por sus otros hijos.

Mientras se recuperaba, Aoife planificó lo siguiente.

Los niños.

Interrupciones pequeñas. Rutinas alteradas. Libros arruinados. Ejercicios no entregados. Enfermedades sutiles.

El caos podía empezar con un dedo… o con una pluma que no escribe.

Y ella… ya tenía la tinta lista.

Aoife no necesitaba forzar nada.

Solo escuchar.

Solo observar.

La Reina ya estaba cansada. Sus ojos siempre enrojecidos. Su voz cada vez más cortante. Su paciencia, reducida a migajas.

Aegon lloraba más de lo que hablaba. Daeron no dormía si no lo mecía ella misma. Aemond se negaba a comer ciertas cosas y tiraba los platos si lo obligaban. Helaena murmuraba sobre criaturas imaginarias y se escondía bajo las mesas del comedor.

Y en todo eso… Aoife siempre estaba.

Justo cuando debían estudiar con el maestre, Helaena decía que le dolía la cabeza, y Aoife le preparaba una infusión.

Cuando el joven Aemond debía inciar sus clases, Aoife lo distraía con cuentos de dragones escondidos en las sombras.

Si el maestre se quejaba de su falta de progreso, Aoife simplemente asentía. Nunca discutía.

Y al día siguiente… más dulces. Más pretextos. Más caos.

La Reina empezó a quejarse.

“Aegon no memoriza ni un solo nombre de los Reyes Antiguos. ¡Ni uno!”

“Aemond es tan desobediente como su hermana.”

“Helaena… esa niña. ¿Por qué no puede ser normal?”

Y Aoife solo escuchaba. A veces tomaba su mano, como si le ofreciera consuelo.

“Estáis cansada, Alteza. Es natural.”

“¿Natural?” repetía Alicent, furiosa. “Son monstruos, Aoife. No hay disciplina. No hay respeto. ¡Ni siquiera me miran como madre!”

Porque no lo eres, pensaba ella.

Eres carcelera. Eres castigo. Eres la razón por la que tiemblan cuando escuchan tus pasos.

Aoife nunca dijo nada de eso.

Solo asentía. Solo ofrecía una taza de leche con miel. Solo se aseguraba de estar cerca.

Y al mismo tiempo, les daba a los niños lo que nadie más les daba: atención sin exigencias. Una caricia sin un “compórtate”. Una palabra sin amenazas.

Helaena la buscaba para mostrarle insectos. Aemond para contarle secretos. Aegon… simplemente porque ella lo dejaba llorar sin burlarse.

Aoife no se mentía a sí misma.

No los amaba.

No le importaban.

Pero eran útiles.

Eran el cuchillo.

Y la Reina… solo tenía que seguirlo afilando con sus propias manos.

No hacía falta levantar la voz.

No hacía falta levantar sospechas.

Aoife no interrumpía.

Ella “ayudaba”.

Cuando el joven Aegon pataleaba por no querer ir con el maestre, cuando se negaba a repetir las letras o memorizarlas, Aoife aparecía en el momento exacto. Una sonrisa discreta. Un pañuelo con dos dulces pequeños. A veces, una copa diminuta de vino diluido con agua y miel.

“Solo un sorbo, joven príncipe. Para calmar los nervios.”

Lady Mina no lo notaba. Las otras sirvientas lo agradecían. Y el maestre se marchaba frustrado, sin lograr que el niño prestara atención más allá de un par de frases.

Aoife no decía nada. Solo lo llevaba a una esquina del salón, donde el niño dormía acunado por el vino aguado y los dedos de Aoife acariciando su cabello.

“Solo hasta que se le pase, Su Gracia”, murmuraba, cuando la Reina preguntaba.

Con Daeron era distinto. Apenas un bebé aún, su cuerpo frágil y su olor persistente a leche avinagrada alejaban a muchas sirvientas.

Aoife no hizo gesto alguno de desagrado la primera vez que le fue entregado. Lo cargó con seguridad. Lo arropó. No se quejó cuando el niño regurgitó sobre su hombro.

“El pequeño está creciendo fuerte”, dijo sin emoción, y nadie volvió a dudar en dárselo.

Con Aemond no fue fácil al principio. El niño mordía. Se escondía bajo las mesas. Escupía. Una doncella acabó con sangre en el brazo.

Pero Aoife no se acercó como cuidadora. Se sentó a su lado, en el suelo. Le dio una piedra. Luego otra.

“El dragón más fuerte necesita escamas duras”, le dijo.

Y Aemond dejó de morderla.

A los pocos días, ya se acercaba cuando la veía. Le entregaba hojas. A veces huesos de pájaro.

Aoife los guardaba todos.

Pero con quien formó un lazo más delicado fue con la niña.

Helaena no hablaba mucho. Repetía palabras sueltas, versos sueltos. Nadie entendía lo que decía. Y muchos no lo intentaban.

Solo Aoife.

Un día, mientras limpiaba los tapetes del ala este, escuchó la voz leve detrás de una cortina.

“Está dormido. Le gusta la sangre.”

Aoife no se inmutó. Solo deslizó la cortina.

La niña la miraba, con los ojos grandes y las manos cerradas.

“No lo mates.”

“No lo haré”, respondió Aoife.

Helaena abrió la palma. Un escarabajo de color verde oscuro se arrastraba sobre su piel.

Desde ese día, Aoife fue la única a quien dejó ver sus insectos.

Incluso le pedía que buscara más.

“Los bonitos. Los que vuelan.”

Aoife obedecía. Traía mariposas pequeñas, libélulas muertas, escarabajos de jardín. La niña la esperaba cada día. Sonreía al verla.

Nadie notaba que esos momentos coincidían siempre con la hora de las lecciones.

Nadie notaba que Aoife se ofrecía con gusto a entretenerlos cuando la septa no llegaba, cuando el maestre se ausentaba o cuando simplemente los niños se negaban.

Las lecciones perdidas se acumulaban.

Los libros quedaban olvidados.

Y la Reina, agotada, nunca preguntaba.

Aoife era útil. Aoife era silenciosa. Aoife era… amable.

Y esa era la forma más efectiva de arruinar una educación.

Uno por uno, los estaba moldeando.

A su tiempo. A su ritmo.

Como le fue ordenado.

La Reina ya no dudaba.

Con el tiempo, Aoife había dejado de ser “la muchacha de los remedios” o “la que sabe calmar a Aemond”. Ahora era su Aoife. Su doncella más leal. La única que no torcía los labios al ver a sus hijos. La única que no criticaba su fatiga. La única que parecía comprender el peso que Alicent cargaba.

Una tarde en que la Reina se derrumbó en el sillón, con los pies hinchados y la paciencia rota, Aoife le acercó una infusión de raíz negra, endulzada con miel.

“Gracias, Aoife.”

La voz era apagada, sin la altivez habitual.

“Siempre estoy para servirla, Su Gracia.”

Alicent la miró con ojos cargados de insomnio y dolor de cabeza.

“No sé qué haría sin ti.”

Aoife no respondió. Solo bajó la mirada con humildad.

“¿Es normal que mis propios hijos me causen tanto rechazo?” La pregunta no fue más que un susurro.

El silencio se hizo pesado.

La Reina volvió a hablar.

“Aegon… ese niño no tiene disciplina. Solo grita, muerde, rompe cosas. Y la niña… Helaena vive en su mundo, apenas si me escucha. Aemond sigue a su hermano como un cachorro rabioso. Y el pequeño… llora por todo. No duermo. No como. No hay un momento de paz.”

Aoife pareció meditarlo.

“Es la sangre del dragón, Su Gracia.”

Alicent la miró, confundida.

“¿Qué?”

“Es su herencia. No pueden ser como otros niños. La sangre de los Targaryen… quema desde dentro. La indocilidad no es su culpa. Tampoco es suya.”

La Reina bajó la vista a su regazo.

“No parecen míos. Ninguno. Siento que no me pertenecen.”

Aoife inclinó la cabeza.

“Porque no le pertenecen. Le fueron impuestos.”

Alicent no respondió. No discutió. Solo cerró los ojos.

Desde ese día, los gestos de la Reina hacia sus hijos cambiaron.

Eran más secos. Más lejanos. Más… forzados.

A veces Aoife la encontraba sola en sus aposentos, con la mirada perdida y el rostro pálido.

“¿Necesita que prepare algo, Su Gracia?”

“No. Solo quédate.”

Y Aoife obedecía.

No decía nada. No pedía nada.

Simplemente estaba.

La Reina se acostumbró a su presencia como a un bálsamo. La escuchaba con atención, le confiaba pensamientos que no compartía ni con Lady Mina, y permitía que Aoife administrara los remedios sin supervisión.

Los niños comenzaban a responder más a ella que a su madre.

Y eso no parecía molestarle.

Al contrario.

“Son tuyos ahora”, murmuró un día Alicent, entre los vapores de una infusión que ya no preguntaba qué contenía.

Aoife no respondió.

Porque no era necesario.

La vida continuaba, y Aoife estaba cada vez más segura en su posición.

 

El clima había cambiado.

Los días eran más cálidos, más húmedos. Las sombras se alargaban diferente en los patios de la Fortaleza Roja. Había pasado ya la primera mitad del año 115, y aunque la Reina recuperaba la compostura ante los demás, Aoife sabía que aún no dormía bien. Las náuseas habían cesado, pero el temblor en sus manos seguía. La mirada vacía también.

Nadie hablaba del bebé.

Solo una vez escuchó a una dama referirse a él como “el otro”.

El Rey no lo había presentado en público. No se celebró ningún festín. No hubo cantos.

El niño existía, pero como un secreto incómodo.

Aoife lo observaba todo mientras servía el té.

Escuchaba más de lo que nadie imaginaba.

Y fue así como lo supo.

Las cartas.

La Reina escribía en secreto a su padre, usando a una de las septas que aún le eran leales. El contenido no estaba claro, pero una conversación a media voz entre la septa y Lady Mina le bastó.

“…pide que presione al Rey. Que no ceda con los dragones…”

Aoife no necesitó más.

Pocas noches después, fingió confusión.

“¿Su Gracia? La carta que llegó de Volantis… la que hablaba del huevo para la hija de la Princesa…”

Alicent no respondió al principio.

Pero su mano se apretó alrededor de la taza.

“No entiendo por qué ella debe tener tanto. Por qué todo le es dado. Mi Aemond aún no tiene huevo. Aegon… nada.”

Aoife no dijo nada.

Solo esperó.

“La Reina de los dragones… eso es lo que quieren que sea.”

“¿Y si el Rey tuviera otro hijo?” preguntó Aoife, en voz baja, como si solo pensara en voz alta.

La Reina la miró, sin entender del todo.

“Uno perfecto. Sin marcas. Sin dudas. Un hijo nuevo. Un niño que no pueda ser ignorado.”

Alicent frunció el ceño.

“El Rey ya no…”

“¿Y si cambiara de parecer?”

Alicent se irguió, ofendida. Pero también… vulnerable.

“No soy una de esas mujeres que suplican.”

“No. Su Gracia no suplica.”

Solo lo sugería con flores nuevas en el tocador. Con vestidos que no usaba desde el primer año de matrimonio. Con visitas repentinas al Salón del Trono.

Visitas que el Rey evitaba.

Aoife fue paciente.

Esperó otra noche. Luego otra más.

Hasta que Alicent habló por fin.

“No quiere tocarme.”

“Quizás su cuerpo recuerda el cansancio, pero no ha olvidado el deseo. Hay hierbas que… suavizan la mente. Que ayudan al cuerpo a recordar.”

Alicent no dijo nada.

Solo la miró. Cansada. Sola. Herida en su orgullo.

“¿Podrías prepararlas?”

“Sí, Su Gracia.”

“¿Y dárselas tú?”

“No. Debe ponerlas usted en su vino. Unas gotas. Nada más.”

Un largo silencio siguió.

Finalmente, la Reina asintió.

“Hazlo.”

Aoife inclinó la cabeza, sin levantar la mirada.

Esa noche, volvió a su pequeño jardín. Tomó con cuidado las hojas necesarias, las secó al fuego mínimo, las trituró en su mortero. No tardó mucho.

Cuando terminó, vertió el polvo en un frasquito de vidrio, con un corcho sellado con cera.

Al día siguiente, se lo entregó a la Reina.

“Solo una pizca, Su Gracia. Y solo en su copa.”

Alicent asintió, y no volvió a preguntar.

Aoife se retiró en silencio.

Y al llegar a su habitación, sonrió apenas.

La Reina no dormía.

El Rey no la deseaba.

Y ahora… estaban en sus manos.

La corona descansaba sobre el tocador, dorada, sencilla, antigua.

Aoife no la había visto antes.

No recordaba que la Reina la usara en ningún evento.

Y, sin embargo… ahí estaba.

Alicent la miraba con una mezcla extraña de ansiedad y deseo.

Sus manos temblaban mientras se la colocaba.

Aoife, oculta tras la puerta entreabierta, no emitió sonido alguno.

Observó.

La Reina se quedó quieta frente al espejo.

El silencio se extendió como una telaraña.

Después, el rostro se torció.

Las lágrimas aparecieron con rabia, no con pena.

Y el grito fue tan inesperado como violento.

La corona voló por el aire, chocando contra la piedra con un estruendo hueco.

Rebotó y quedó inerte, brillante aún en la penumbra.

Alicent jadeaba, de pie frente al espejo, luego cayó de rodillas, derrotada por algo invisible.

Aoife no comprendía del todo lo que había visto.

Pero entendía el sentimiento.

Ella odia ese objeto. Odia lo que le muestra el espejo.

Y eso le bastaba.

Esa era la grieta.

El lugar donde debía sembrar.

Entró sin hacer ruido.

Se acercó, le dijo lo justo.

Le habló de los dioses, de su misión, de su propósito.

La Reina se aferró a cada palabra como si fueran salvavidas en un océano de inseguridad.

Y cuando finalmente cayó en un sueño profundo, Aoife se quedó sola.

Sola con la corona.

La recogió con cuidado.

Era más liviana de lo que esperaba.

El interior estaba forrado en terciopelo raído, y la base tenía unas marcas finas, grabadas con elegancia, piedras preciosas brillaban sobre el oro de filigrana que formaba la corona.

No la reconocía.

No sabía de quién había sido.

Pero había algo en ese objeto que la Reina no podía soportar.

Y eso lo volvía valioso.

No lo escondió.

Solo lo envolvió con un paño y lo llevó consigo.

Esa noche, al reunirse con Elinda en el rincón del jardín del arciano, Aoife sacó el objeto.

“¿Reconoces esto?”

Elinda palideció al verlo.

“¿Dónde lo encontraste?”

“La Reina… ella la tenía, pero la lanzo, estaba actuando extraño….”

Elinda se arrodilló para examinarlo mejor.

“Es la corona de la Reina Aemma.”

Aoife alzó una ceja.

“El Rey mandó buscarla durante semanas después del incendio. Pensaron que se había fundido, y finalmente el rey dejo de preguntar por ella… Pero... ella la tenía.”

Ella.

La Reina.

La Reina que se había puesto la corona de la esposa muerta del Rey.

Y luego la había arrojado como si quemara.

Aoife no dijo nada más. 

Solo sintió cómo la pieza encajaba.

Otro secreto. Otro pecado. Otra grieta.

Elinda alzó la vista, los ojos encendidos por algo que parecía más antiguo que ellas mismas.

“Debes dármela.”

Aoife parpadeó, sorprendida.

“¿Ahora?”

“El Rey… la buscó durante semanas. La Princesa la lloró. No sabes lo que significa. Es lo único que se perdió en el incendio y que jamás debió acabar en manos de esa mujer.”

El tono de Elinda era distinto. Más firme. Más viejo.

Más... decidido.

“No puedes quedártela, Aoife. Ella—la Princesa—lleva años esperando esto. Es suya.”

Y sin esperar más, Elinda envolvió la corona con el paño que Aoife le había dado y la ocultó en su bolsa, bajo las hierbas secas y los papeles arrugados de las lecciones.

“No digas una palabra. Yo sabré qué hacer.”

Y desapareció entre las sombras antes de que Aoife pudiera siquiera procesarlo.

A la mañana siguiente, Aoife caminaba por el pasillo del ala norte cuando Elinda apareció de forma repentina, con el cabello cubierto y la mirada inquieta.

Sin decir palabra, le extendió un pequeño pergamino, enrollado y sellado con cera opaca.

Aoife alzó la mano, aún confundida por la noche anterior.

“¿Qué es esto?” susurró.

“Solo léelo. Es de ella.”

Pero antes de que sus dedos cerraran el contacto, un golpe de aire, un descuido torpe, o quizá el destino, hizo que el pergamino se soltara y cayera al suelo.

Y justo entonces, una bota se detuvo sobre él.

Aoife alzó la vista. Un guardia.

Uno de los nuevos. Miraba el pergamino como si contuviera veneno.

“¿Qué es esto?” preguntó con voz seca.

Aoife ni parpadeó.

“Lo encontré tirado. Estaba aquí, en el suelo.”

El soldado la observó durante un segundo largo. Luego tomó el pergamino, lo giró en la mano y se alejó sin decir nada más.

Aoife no se giró hasta que sus pasos desaparecieron.

Cuando lo hizo, Elinda ya no estaba.

Solo quedaba el eco.

Por un momento, sintió el corazón acelerarse. No por miedo. Por falta de control.

El pergamino seguía en su mente. No sabía qué decía. No había alcanzado a leerlo. Había caído al suelo, y cuando intentó recogerlo, un soldado ya lo tenía en las manos. Apenas murmuró que lo había encontrado tirado. Aoife solo asintió, sin permitir que su rostro traicionara su angustia.

No podía preguntar. No podía buscar. No podía delatarse.

Pero necesitaba saber qué sabían los demás.

Esa noche no volvió a los aposentos de la Reina. Caminó entre los corredores bajos, hacia la zona de lavandería. Ahí siempre se hablaba más de lo que se lavaba. Una capa demasiado manchada. Una carta mal cerrada. Una joya fuera de lugar.

Las lavanderas lo sabían todo antes que los maestres.

Se deslizó entre los pasillos como una sombra más.

“...dicen que el ladrón dejó una nota.”

“¿Una nota?”

“Con una letra solo. Que la joya estaba a salvo… que no volvería a manos impuras…”

“¿Y qué joya era?”

“¿Entonces sí fue verdad?”

Aoife siguió caminando. Un poco más lenta. Absorbiendo cada palabra.

Una de las cocineras murmuró mientras removía una olla:

“Yo oí que alguien vio a un guardia con un pergamino. Y que tenía el sello real.”

El pergamino. Maldita sea.

No había forma de saber si lo habían leído. Si alguien lo entendió. Si sospechaban de ella.

Pero una cosa era segura.

La historia ya circulaba.

No podía detenerla.

Solo podía dirigirla.

Tenía que ser ella quien llevara las noticias a la Reina, tenía que desviar la atención de si misma.

Aoife se ajustó el delantal con lentitud antes de tocar a la puerta de la Reina.

Un par de guardias se movieron apenas, acostumbrados ya a verla ir y venir como sombra fiel. No hizo falta que anunciaran su llegada. Nadie lo hacía ya. Abrieron la puerta sin más, y Aoife entró con la espalda recta, la expresión limpia, como si solo viniera con otro té caliente.

Alicent estaba sentada junto a la ventana, bordando algo que no terminaría nunca.

“Majestad…” dijo Aoife con una reverencia cuidadosa. “Disculpad que os interrumpa tan temprano, pero he oído algo que… quizá debéis saber.”

La Reina no levantó la vista de su labor, pero su ceño se frunció. “¿Qué cosa?”

Aoife se permitió una pequeña pausa, como si no supiera si hablar o no.

“Dicen que un ladrón entró a la Fortaleza. Que se llevó una joya. No se sabe cuál. Pero los rumores crecen.”

Alicent alzó los ojos lentamente.

Aoife mantuvo la mirada baja, como debía hacer. “Una nota fue encontrada por los soldados. No firmada, solo… una letra. Decía que la joya estaba a salvo, lejos de manos indignas. Y deseaba suerte a alguien.”

Que sencillo era plantar la semilla exacta cuando se sabía dónde el suelo ya estaba podrido.

“¿Una nota?” Alicent repitió, su voz apenas contenida. “¿Dónde escuchaste eso?”

“En las cocinas. Las lavanderas. Una de las doncellas lo dijo con tanta seguridad que parecía haberlo visto. Y otra lo confirmó. Ahora cada quien repite algo distinto, pero todos están seguros de que hubo un robo.”

La Reina dejó caer el bastidor. El hilo temblaba entre sus dedos.

Aoife mantuvo su tono neutro, suave. “Podéis estar tranquila, Majestad. Nadie se atrevería a robaros. Jamás.”

Silencio.

El silencio donde florece la duda. El silencio que Aoife necesitaba.

Alicent no respondió. Sólo la miró. Por un instante, los ojos de la Reina buscaron algo en su doncella. Aoife se mantuvo intacta.

“Retírate.” La voz de la Reina sonó tensa, quebrada bajo la superficie.

Aoife hizo una reverencia impecable, tan medida como una plegaria. Y salió, sin apresurarse.

No necesitaba quedarse para ver lo que vendría.

Desde el pasillo, Aoife esperó. Contó lentamente hasta veinte. Solo entonces, a través de la puerta entreabierta, escuchó los pasos rápidos, el arrastre de la tela, los cajones movidos con furia.

Y el jadeo.

“No está. No está. No está.”

La corona de Aemma había desaparecido.

Y con ella, la última máscara de la Reina.

Aoife bajó la mirada, como si no hubiera escuchado nada. Siguió caminando como una sirvienta cualquiera, con una cesta de mantas vacías. Su rostro estaba en calma.

Pero por dentro, sentía una chispa.

Una llama serena.

Esta era su oportunidad.

No hizo nada brusco. No habló de más.

Solo se detuvo frente a dos lavanderas en el patio interior y preguntó con aire inocente:

“¿Sabéis por qué la Reina pidió cerrar el ala sur?”

Las mujeres negaron, ansiosas por saber más.

Aoife fingió sorpresa.

“Oh… pensé que era por lo de la joya. Una importante. Dicen que era un recuerdo… de la Reina Aemma.”

Y se alejó sin explicar nada más.

Horas después, en la cocina, una de las cocineras murmuraba mientras picaba cebolla:

“Era de la Princesa, ¿no? Una reliquia que se guardaba en los aposentos antiguos. ¿Cómo pudo desaparecer algo así?”

Aoife se encogió de hombros.

“Algunas cosas no desaparecen. Se devuelven a su dueña.”

Más tarde, en el corredor de los escuderos:

“¿Habéis oído lo de la corona?”

“¿Qué corona?”

“Dicen que la Reina se la puso. Se miró al espejo y gritó. Como si viera un fantasma. Luego la lanzó contra la pared y al día siguiente… ya no estaba.”

Aoife fingía no escuchar.

Pero en cada rincón, su sombra empujaba las palabras.

No eran mentiras completas.

Solo piezas sueltas.

Suficientes para que cada quien imaginara lo peor.

Al anochecer, cuando una de las damas susurró en el pasillo “¿La Reina… está bien?”, Aoife bajó la voz y respondió con fingido pesar:

“Está cansada. Ha pasado muchas noches en vela. Pero su fe la sostiene. Aunque a veces… incluso la fe puede quebrarse.”

Las palabras volaron más rápido que el viento.

Al día siguiente, una septa murmuraba frente a un maestre que la Reina había sido víctima de una posesión.

Otro aseguraba que había visto sangre en sus ojos.

Una doncella repitió que había oído a la Reina hablar sola en su habitación.

Y en medio del caos, Aoife sonreía con suavidad.

Solo lo justo.

Nada que la hiciera brillar.

Nada que la delatara.

Pero suficiente para saber que la corona ya no era solo una joya perdida.

Era la grieta que Aoife necesitaba.

Una grieta en la imagen de santidad.

Una grieta en el control.

Una grieta que no volvería a cerrarse.

La Reina no había hablado de la corona desde el incidente. Ni una palabra. Pero Aoife notaba la forma en que la buscaba con la mirada, como si esperara que apareciera sola, entre las cortinas o en el arcón del baño. Sabía que la desesperación crecía bajo la superficie, y por eso, Aoife hizo lo que mejor sabía hacer: distraerla.

Preparó tés más dulces, peinados más elaborados, se mantuvo siempre cerca, hablándole de los niños, de la corte, de las damas. Todo lo que fuera necesario para mantenerla ocupada. Pero Alicent estaba… distinta. Había algo en sus ojos, algo que no tenía que ver con la corona.

Una noche, al cambiar las sábanas de su cama, Aoife notó el sobresalto. La Reina escondía algo entre los pliegues de su vestido. Fue rápida. Demasiado rápida.

Aoife se retiró con una reverencia, pero no se alejó. Esperó en el pasillo, escuchando.

Poco después, escuchó el crujido del baúl. La Reina murmuraba sola. No eran oraciones. No era rabia.

Cuando al fin se durmió —gracias al sedante justo que Aoife había mezclado con la infusión de amapola—, Aoife regresó.

Buscó con cuidado. Bajo el almohadón, encontró la nota. Solo una línea.

“Estoy en la ciudad. Para vos, siempre. – L.”

Por un instante, pensó en Otto. Pero su intuición decía otra cosa. Otto no usaba iniciales. No escribía así. Y la Reina… la Reina había sonreído al leerlo. Una sonrisa distinta, íntima, casi vulnerable.

Aoife volvió a dejar la nota en su lugar. No dijo nada. No movió nada más.

Esa noche, esperó despierta.

Desde una ventana lateral en el pasillo norte, vio a la Reina cubrirse con una capa sencilla. Salió sola. Nadie la acompañó.

Aoife esperó el tiempo justo. Luego, bajó las escaleras de servicio y la siguió, manteniéndose en la sombra, tal como le enseñaron. No llevaba armas, solo silencio y ojos bien abiertos.

Alicent se desvió hacia el antiguo pabellón de los guardias, uno que ya no se usaba más. La puerta estaba entornada.

Aoife no se atrevió a acercarse más. Pero desde su escondite entre los arbustos, alcanzó a ver la silueta de la Reina entrar... y otra figura, más alta, esperándola dentro.

No era su padre.

Aoife no pudo ver el rostro del hombre, pero lo supo: no era un encuentro político. Era otra cosa.

No se quedó en la puerta.

Aoife esperó unos minutos tras ver entrar a la Reina, y luego, en silencio, rodeó el pabellón abandonado. Las ventanas estaban clausuradas con madera vieja, pero el costado norte tenía una rendija apenas visible, oculta por una hiedra descuidada.

No vio mucho. Solo sombras. Pero sí escuchó.

Voces bajas. Una carcajada contenida. Un murmullo de confianza.

No era política. Era cercanía.

Aoife retrocedió, dio la vuelta completa, y esperó. Oculta, casi invisible, hasta que la Reina salió por donde había entrado. Su capa cubría su rostro, pero Aoife alcanzó a ver la sonrisa tensa en sus labios antes de que desapareciera en dirección a la torre.

Y luego… el hombre salió.

Caminaba con paso firme, aunque su cuerpo cojeaba ligeramente. Alto, delgado, con rostro inescrutable y ojos que parecían ver más de lo que decían. Llevaba una capa sin escudo, pero el corte de su ropa era demasiado fino para un simple sirviente.

Aoife dejó que la viera. Fingió un paso torpe, como si apenas llegara a tiempo para dar la vuelta a la esquina. El hombre se detuvo al verla, ladeó la cabeza.

“¿Quién eres?” preguntó él, sin alzar la voz.

“¿Quién es usted?” replicó Aoife, firme. “Estáis reuniéndoos en secreto con la Reina. ¿Debo suponer que sois una amenaza?”

El hombre entrecerró los ojos, y por un instante, Aoife pensó que él podría ver a través de su fachada. Pero no. Sonrió.

“No todas las amenazas llevan espada. Pero no, niña. No soy enemigo de Su Majestad.”

“Entonces decidme quién sois,” insistió, con voz baja, pero cargada de autoridad.

“Larys Strong,” respondió él. “Hijo de Lyonel Strong. Hermano de Ser Harwin. Señor de Harrenhal… algún día, si la fortuna no me abandona.”

Aoife fingió procesar el nombre. Dio un paso más cerca.

“La Reina no confía en muchos. Si os ha recibido… debo confiar, pero no puedo ignorarlo. Su bienestar es mi deber. Su salud, su paz.”

“Una sirvienta devota,” dijo Larys con una leve inclinación. “Eso es más raro de lo que parece. ¿Cuál es tu nombre?”

“Aoife.”

“Ah. Un hombre extraño… seguro tiene una historia detrás de él.”

“Yo no soy una historia,” dijo ella con frialdad. “Soy leal.”

Larys sonrió. No dijo más. Se volvió hacia la salida del pabellón y caminó, tranquilo, como si todo estuviera en su lugar.

Aoife no lo siguió. No aún. Pero lo anotó en su mente. Larys Strong. Cojea. Sonríe demasiado. Y miente como si respirara.

No sabría aún qué era lo que ese hombre planeaba, pero sí sabía algo: si tenía acceso a la Reina, debía estar en su lista.

Y Aoife no dejaba cabos sueltos.

La Reina era muchas cosas: altiva, calculadora, melancólica. Pero también era una mujer que había probado el sabor del poder compartido, y aunque lo negara… necesitaba sentirse deseada. Necesitaba saberse necesaria.

Cuando la carta llegó, Aoife no la leyó. No esta vez. Pero el rostro de la Reina al recibirla fue suficiente.

Esa noche, la vio salir de nuevo. Con la misma capa oscura, el mismo paso contenido. Esta vez no la siguió por los jardines. No fue al pabellón.

Fue a una entrada lateral de una torre olvidada, casi en ruinas.

Aoife se adelantó. Entró por una abertura trasera horas antes, revisando cada rincón hasta encontrar el sitio perfecto: una escotilla en lo alto de la galería, desde donde las arañas tejían sin ser molestadas.

Esperó. Callada. Inmóvil.

Cuando los pasos llegaron, no fue la Reina quien habló primero, sino Larys.

“Os ves hermosa, incluso con el rostro cubierto.”

Alicent rió. No como una Reina, sino como una joven que aún se sonrojaba con facilidad.

Comieron algo. Pan, fruta, un poco de queso. Nada que valiera la pena, nada que indicara grandeza.

Pero entonces… llegó lo verdaderamente grotesco.

Sin una palabra, la Reina se descalzó. Retiró los zapatos como si aquello fuera parte de un ritual secreto. Larys no se movió al principio, solo la observó.

Luego, lento, como un animal al acecho, se arrodilló frente a ella.

Aoife parpadeó. Por un instante, creyó no estar viendo bien.

Pero no. Era real.

El hombre se inclinó y besó los dedos de los pies de la Reina, uno por uno, y luego colocó sus propias manos sobre sus pantalones, jadeando con rapidez contenida. Alicent no parecía incómoda. No se reía. Solo lo observaba, inmóvil, como una figura de alabastro. Como si eso… fuera normal.

Como si eso… la complaciera.

Aoife se obligó a no moverse, no respirar.

Cada segundo se arrastraba con una lentitud insoportable.

Cuando todo terminó, la Reina volvió a calzarse. No dijo nada. Larys se limpió con un pañuelo y lo guardó como si fuera una reliquia. Y luego, como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo común, intercambiaron unas palabras sobre política, nombramientos y favores del Consejo.

Cuando se fueron, Aoife permaneció allí, en silencio. Solo cuando estuvo completamente sola bajó con lentitud y salió por la misma abertura por la que había entrado.

Caminó de regreso con calma. No había urgencia.

Porque ya no había respeto.

La Reina que hablaba de virtud, de pureza, de fe… no era más que una hipócrita más. Una mujer dispuesta a todo, incluso a eso, con tal de obtener información, influencia, poder.

Aoife no temía a las mentiras. Las usaba con maestría.

Pero las mentiras que se disfrazaban de virtud… esas le daban asco.

Ahora, más que nunca, comprendía por qué la Princesa odiaba tanto a esa mujer.

Y si había alguna duda en su interior, esa noche… murió para siempre.

La Reina no sospechó nada.

Ninguna señal, ningún gesto. Había aprendido a confiar en Aoife. A depender de ella.

La infusión tenía el aroma correcto. La temperatura correcta. Todo lo necesario para que no dudara.

Aoife no la miró más de lo necesario. La dejó beber en silencio mientras le arreglaba el cabello y le ayudaba con los guantes. Todo era rutina. Todo era natural.

Cuando la Reina se levantó para marcharse con su capa oscura y su andar contenido, Aoife ya estaba en camino. Sabía a dónde iría. Sabía lo que haría.

Pero esta vez, no se limitaría a mirar.

Llegó antes que ella. Se ocultó en el mismo rincón alto, en el mismo espacio de la torre olvidada donde las sombras hacían su trabajo mejor que cualquier cómplice. Larys ya estaba allí, impaciente, revisando la pequeña mesa, los cojines, el vino. Se peinaba el cabello con los dedos como si eso hiciera alguna diferencia.

Los pasos de la Reina se escucharon al fin. Pausados. Lentificados.

Entró y apenas le dirigió una palabra a Larys. Se sentó.

No pasaron ni dos frases.

La Reina parpadeó una vez. Dos. Y luego su cuerpo se venció hacia un lado. El cojín amortiguó el golpe.

Larys se inclinó, alarmado. Aoife descendió en ese momento. Paso firme. Preciso.

"...No se despertará", dijo con voz neutra.

Larys giró con brusquedad, y por un instante pensó en ponerse de pie. Pero la expresión de Aoife lo detuvo. La calma en sus ojos. El control absoluto.

"¿Qué has hecho?"

"Lo necesario", respondió ella. "Dormirá hasta el amanecer. Nadie lo sabrá. Nadie se atreverá a preguntar. Y vos… haréis exactamente lo que os diga."

El silencio que siguió fue largo. Tenso. Larys bajó la vista hacia la Reina, que respiraba suavemente, ajena al mundo.

"¿Quién eres?"

Aoife lo ignoró. Caminó hasta la mesa y se sirvió un poco del vino. No lo bebió. Solo lo sostuvo, como una señal.

"Yo soy quien os puede permitir seguir viniendo. O no."

Larys entrecerró los ojos.

"¿Queréis oro? ¿Favores? ¿Información?"

"Quiero lo que ella os da", respondió Aoife sin titubeos. "Pero no para mí. Quiero saber qué os da. Qué le dais a cambio. Qué habláis. Qué prometéis."

Larys bajó la mirada, luego la alzó con una sonrisa torcida. Entendió.

"Queréis ser parte del juego."

Aoife negó suavemente con la cabeza.

"Ya soy parte del juego. Solo que ahora, también estoy mirando desde este lado del tablero..."

Se giró hacia la Reina. La miró sin emoción, como se observa una muñeca rota. Luego volvió su vista a Larys.

"Tenéis hasta el amanecer. Y no me importa lo que hagáis mientras no deje marcas visibles."

Larys parpadeó. No supo si aquello era una advertencia o un permiso. Aoife no explicó.

Simplemente se volvió a perder entre las sombras, dejando tras de sí el eco de una amenaza disfrazada de cortesía.

No tuvo que esperar mucho, Lord Larys era un hombre común y ante la tentación, los hombres comunes cedían con rapidez.

Aoife lo vio desnudar a la Reina con ojos hambrientos y vio como la violaba una y otra vez sin remordimiento.

Al amanecer, Larys estaba recostado desnudo con la Reina tumbada torpemente sobre él, su boca abierta y llena de semilla rodeando su pequeña polla.

Estaba destrozada, las memorias de la puta que el Príncipe Daemon regalo a sus soldados regresaron a ella, pero esta vez, la Reina era una mujer con suerte.

La puta pelirroja, aquella que intentó envenenar a la Princesa y terminó en manos de los soldados, había gritado. Había sangrado.

Pero esta mujer… esta Reina…

No tenía moretones.

No tenía mordidas.

No tenía cicatrices.

Aoife entro con paso tranquilo y cuando Larys la vio, le sonrio con los ojos llenos de maldad.

“Habla.” 

“¿Podré repetir?” Larys acaricio la mejillas llena de semilla de la Reina, embarrando su semilla hasta su cabello.

“Tantas veces como quieras.” confirmo Aoife colocando sus manos en su espalda.

El silencio se instaló entre ellos. Pesado. Denso. Aoife se mantuvo de pie, sin acercarse más de lo necesario. Observó a la Reina dormida, aún con los pies descubiertos. Como una estatua torcida. Como una mujer sin dignidad.

“Os excita verla así.” Aoife miro como Larys se retorcia, su polla blanca comenzando a endurecerse.

“No finjáis sorpresa. Todas las reinas pagan un precio.” murmuro usando su capa para taparse de la vista de Aoife.

“¿Y vos? ¿Qué recibís por el vuestro?”

Larys sonrió, sin responder.

Aoife dejó caer una pequeña bolsa sobre la mesa. Dentro, nada más que una flor seca y un hilo de cuero. Insignificante para cualquiera.

Pero no para un hombre que sabía leer los símbolos.

“Vos habéis elegido a vuestra reina.”

Su tono no era acusatorio. Era constatar un hecho.

Larys la observó más atento ahora.

“¿Y vos?”

“Yo no necesito una reina. Solo necesito que esta no viva lo suficiente como para destruirlo todo.”

Larys sonrió más ampliamente. No le parecía una amenaza. Le parecía una invitación.

“¿Y qué queréis de mí?”

“Lo que sabéis. Lo que veis. Lo que oís. Todo. Desde ahora, no hablaréis con ella sin que yo lo sepa. No entraréis sin que yo lo permita.”

“¿Y si me niego?”

“Podéis probar.”

No hubo necesidad de más palabras.

Aoife se giró hacia la Reina dormida.

Retiro la capa que Larys había usado para cubrirla al terminar su ultima corrida.

Abrio la boca de la Reina y dejo caer unas gotas de laudano.

“Te dare un par de horas más para que lo pienses. No dejéis rastro.”

“¿Y si quiero tomar algo más…?” la voz nasal del hombre casi consiguio que Aoife se estremeciera, pero se contuvo.

“Tiene tres agujeros disponibles, yo no juzgo.”

Y salió de la sala sin mirar atrás, de nuevo.

Se oculto en las sombras y vio a Larys encenderse de nuevo ante sus palabras.

Se mantuvo ahí, de nuevo, conteniendo el asco al ver a Larys usar su pie torcido para follar el coño seco de la Reina, al encontrar ciertas dificultades, el hombre le derramo encima una copa de vino para ayudar a que entrara.

Verlo follar su culo fue igual de horrible, pero se mantuvo en silencio.

No era el acto en si lo que la disgustaba, era ver al hombre siendo cuidadoso de no dejar márcas con las esperanza de que es no fuera la unica vez.

Aoife quería ver a la Reina destrozada, rota.

Igual que el cuerpo de Nevan que ahora se pudria en el mar.

Había visto cosas peores.

Había hecho cosas peores.

No, lo que le revolvía el estómago era la forma en que él se inclinaba, como si acariciara algo precioso.

Evitando dejar marcas.

Evitando dejar rastro.

Con la esperanza de que no fuera la única vez, mientras cuidaba de su muñeca rota.

Eso era lo que le repugnaba.

Ese cuidado. Esa dulzura fingida.

Ese juego donde la Reina no sufría nada.

Aoife quería verla rota.

Quería verla ardiendo, llorando, quebrada.

Quería verla como había imaginado el cuerpo de Nevan tras la ejecución.

¿Le dieron tiempo de suplicar?

¿Lo golpearon?

¿Le vendaron los ojos?

La Reina dormía.

Larys se ajustaba la túnica, acomodando sus botas con la parsimonia de quien no tiene culpa.

Aoife no dijo nada hasta que él se giró hacia ella.

“¿Estáis satisfecha?” preguntó Larys con una mueca.

Aoife alzó la barbilla apenas.

“¿Y vos?”

“No me quejo. Siempre hay maneras de acceder al poder. Algunas más… íntimas que otras.”

Caminó hacia la mesa. Tomó la copa que la Reina no terminó y la vació sin mirar. Aoife no lo detuvo.

“Ella os necesita” dijo él, con un tono casi burlón. “Eso la vuelve débil. Lo sabéis.”

“Y vos, ¿qué le dais a cambio?”

Larys sonrió, sin fingir modestia.

“Información. Perspectiva. Le estoy ayudando a conseguir huevos de dragón para sus hijos. La hace sentir útil. Madre. Reina.”

Aoife lo miró, sin parpadear.

“El rey no le ha dado huevos.”

“No.” Larys tomó una almendra del plato. La partió. “Pero eso no ha impedido que Su Gracia… tome medidas.”

“¿Qué medidas?”

“Envié gente. El huevo que el rey mandó para su nieto… puede que jamás llegue. Y con un poco de suerte, mi hermano tampoco llegará…”

Y entonces se detuvo.

Fue un segundo.

Un gesto mínimo.

“¿Qué dijiste?” preguntó Aoife con suavidad.

Larys la miró. Tardó un segundo en reaccionar.

“Nada. Solo… que con suerte, su Majestad no tendrá que lamentar que su nieto…  reciba algo que no le pertenece.”

El silencio fue denso.

Larys palideció.

Comprendió que había hablado de más.

Pero Aoife solo bajó la mirada.

“No me interesa.”

Larys tragó saliva.

“¿De verdad?”

“Lo que le hagan a los dragones no me importa. Lo que hagan con el trono tampoco. Yo solo estoy aquí por ella.”

Se acercó a la Reina.

Le tocó la mejilla.

La mujer no se movió.

“En dos días, la tendré lista para vos de nuevo.”

Larys vaciló.

“¿Y por qué debería confiar en vos?”

Aoife lo miró a los ojos.

“Porque ella ya confía en mí.”

Y se marchó.

Sin una palabra más.

Sin mirar atrás.

Porque sabía que él sí lo haría.

La Reina regresó tarde.

Más tarde de lo habitual.

El cabello desordenado, la expresión vacía.

Caminaba como si le pesaran los pies.

Como si le costara mantenerse erguida.

Como si algo dentro de ella se hubiese roto un poco más.

Aoife ya la esperaba.

La ayudó a quitarse el manto sin preguntar.

La Reina no protestó.

No habló.

No la miró.

Solo se dejó hacer.

Aoife notó el temblor sutil en sus manos.

El rastro del sudor seco en su cuello.

Y cuando le quitó los zapatos, vio cómo se encogía apenas al apoyar los talones sobre el suelo.

La tocó con cuidado.

“Majestad…” susurró, como quien intenta consolar a una niña. “¿Os lastimasteis?”

La Reina negó con la cabeza. No con convicción. Solo por reflejo.

“No ha sido nada.”

Aoife no insistió.
Solo asintió y la ayudó a entrar en la bañera.

El agua estaba tibia.

Preparada desde hacía rato.

Aoife vertió las hierbas con precisión.

No relajantes, no aún. Solo calmantes. Para evitar inflamaciones. Para limpiar.

Cuando la Reina se sentó, dejó escapar un leve jadeo.

Aoife fingió no oírlo.

Siguió su labor en silencio.

Lavó su cabello con lentitud.

La enjuagó con esmero.

Y cuando notó las rojeces en la parte interna de sus muslos, actuó sin alarmarse.

Tomó un paño suave, lo humedeció con infusión templada y aplicó una mezcla de bálsamo y aloe con movimientos pequeños, medidos.

Nadie vio nada.

Ninguna doncella entró.

Ningún rumor se esparció.

“¿Queréis que mande preparar una infusión para dormir?” preguntó con voz neutra.

La Reina no respondió.

Solo se hundió un poco más en la bañera, como si el agua pudiera esconderla del mundo.

Aoife se acercó, le sostuvo la cabeza entre las manos y murmuró:

“Todo estará bien. Majestad… estoy segura que el Rey será más amable con usted la proxima vez....”

Le limpió el rostro con una toalla.

Le trenzó el cabello con manos pacientes.

La ayudó a ponerse una camisa de dormir limpia.

Y la acompañó hasta la cama, sin dejarla sola ni un instante.

Cuando la Reina cerró los ojos, Aoife se quedó a su lado hasta que su respiración se volvió profunda.

Entonces apagó la vela.

Y salió.

Sin dejar rastro.

Como siempre.

Si el Rey se negaba a seguir derramando su semilla en la impura de su esposa, al menos Aoife había encontrado una solución a su problema…

Notes:

ADVERTENCIA:

VIOLACIÓN / SEXO NO CONSENSUADO -La persona violada NO es AOIFE, ocurre en la utima parte del capitulo.
DROGAS / LA PERSONA VIOLADA FUE DROGADA

Ahora si! HOLAAAA

Tenemos un bonus! finalmente pude subirlo.
Si lo siente un poquito "cortado", es que me di cuenta de que tenía muchisimo contenido de Aoife y fui eliminando escenas para no tener practicamente todo el fic duplicado desde su POV.
jeje, lo siento.

Como comente un poco en la primera nota, he estado recibiendo comentarios muy agresivos sobre las etiquetas, y la mayoría fueron de una persona anonima y luego los elimino, aquellos que fueron dejados los deje, porque no me voy a ocultar, he comentado que esta es una historia fuerte, tiene escenas de violencia, muerte, violación, ataques, exhibicionismo y más, actualizare las etiquetas de nuevo, pero estoy bastante segura de que he hecho todo lo posible por advertir, y realmente, no estoy obligando a nadie a leer este fic, si no quieres leer, cierra la pagina.

 

Pero para aquellas hermosas personas que siguen mis locuras y toleran un poco de lectura oscura, muchas gracias por sus hermosos comentarios...y para aquellos, que como yo, odian al TEAM VERDE....

¿Les gusto este pequeño capitulo?
ja, se que de pequeño no tiene nada, lo siento, no quise dividirlo, pero comenten si quieren que lo divida para que sea más fácil de leer.
De verdad, tengo muchisimo material de Aoife, y no se que hacer con tanto, intente agregar con sentido la mayor parte, pero espero que al quitar algo no haber terminado revolviendo todo, si notan un error, con mucho gusto lo corregire si me avisan.

Y si, la Reina esta embarazada.
Aoife ha estado haciendo muchas cosas cuestionables...
y nuestra pobre niña cree que su Nevan esta muerto.

El siguiente capituloooo, aún no esta listo, jajaja, lo siento, decidi hacer un cambio de POV de último minuto y ahora tengo que terminar de editar, perooo, ya no me falta mucho, así que lo más probable es que lo tendran mañana por la noche. Y si quieren saber quien sigue... un personaje muy amado -por mi al menos- Ser Harrold! Y ser Harwin.

Muchas gracias a todos los que estan siguiendo esta historia, me emocione bastante cuando tras leer esos comentarios groseros y que despues fueron eliminados, empece a releer los comentarios y 99% de ellos son bellos y hermosos y me animaron a continuar subiendo, porque si me desanime mucho y lo senti casi gaslighting cuando fueron eliminados, hasta me senti un poquito loca, pero al menos se que tengo los correos y eso me hace sentir segura al saber que no estoy imaginando cosas.

Es por sus bellos comentarios y saber que si hay algunas personillas en el mundo que siguen esta historia que decido continuar y prometo que terminaré esta historia... especialmente porque ya tengo el final escrito y la verdad me emociona compartirlo... algún día, jaja.

Respondere los ultimos comentarios hoy por la noche y mañana me dedicare a terminar de editar y subirles pronto el otro capitulo!

Chapter 27: El cuento del Guardia

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Ser Harwin

El sirviente lo condujo en silencio a través de los corredores frescos de piedra clara. Harwin apenas prestaba atención a los tapices ni a las esculturas que decoraban la fortaleza: el peso en su pecho se aligeraba con cada paso, con la esperanza de lo que estaba a punto de ocurrir.

Al llegar al jardín interior, la brisa perfumada con flores blancas lo envolvió. Allí, bajo la sombra de un árbol de hojas amplias, lo esperaban sus hermanas.

Anya fue la primera en verlo. Dio un grito ahogado y corrió hacia él sin contenerse, con los ojos brillando. Harwin la atrapó en sus brazos, levantándola del suelo como cuando era niña. Sintió el temblor de su risa y el calor de sus lágrimas contra el cuello.

“¡Hermano!”

Catelyn se acercó con pasos más serenos, pero cuando llegó a su lado lo abrazó con la misma fuerza, cerrando el círculo entre los tres. Harwin apretó los brazos a su alrededor, cerrando los ojos. Por un instante, la guerra, las traiciones y los rumores de muerte quedaron lejos.

“Os he echado de menos cada día,” murmuró, con la voz ronca de emoción contenida.

“Nosotras también,” respondió Anya, apartándose apenas para mirarlo, con la sonrisa húmeda de lágrimas.

Catelyn asintió, acariciando el brazo de su hermano como si necesitara asegurarse de que era real. “Estás aquí… de verdad. No sabes cuánto he rezado porque este momento llegara.”

Harwin las miró en silencio, grabando sus rostros en la memoria. Habían cambiado: más firmes, más seguras, con una luz nueva en los ojos. No eran las niñas que dejó atrás en Harrenhal. Aquí, bajo la protección de la Princesa, habían florecido.

Se permitió sonreír. “Estáis más bellas de lo que recordaba.”

Anya rió, limpiándose las lágrimas con la manga. “Y tú más barbudo y cansado que nunca.”

Harwin soltó una carcajada grave, que resonó en el jardín como un alivio compartido. Por un momento, volvió a sentirse simplemente un hermano, no un soldado, no un Strong marcado por la desgracia.

Se recargó en el banco de mármol, permitiéndose por primera vez desde que llegó soltar un suspiro que llevaba años contenido. Verlas allí, vivas y tan distintas de como las recordaba, le arrancaba un peso del pecho que no sabía que llevaba.

Anya lo observaba con expectación, los codos apoyados en las rodillas y los ojos fijos en él, incapaz de contener su curiosidad.

“Cuéntanos, hermano. ¿Cómo fue el viaje? No nos guardes nada, hemos esperado demasiado para oírte.”

Harwin se rascó la barba, dejando escapar una sonrisa cansada. “Largo. Más de lo que me hubiera gustado. El mar nunca tiene piedad. Hubo tormentas que parecían querer tragarse los barcos, y más de una vez creímos que no resistirían las velas. En Pentos vimos a lo lejos naves que podían haber sido piratas, aunque no se atrevieron a enfrentarnos. Tal vez les bastó con ver los estandartes. El último tramo fue más tranquilo, pero igual de agotador. Cuando por fin divisé esta isla, pensé que era un espejismo.”

Anya rió con suavidad, aunque se inclinó para tomarle la mano, como si temiera que volviera a perderse en el mar. “Pero lo lograste. Y ahora estás aquí.”

Harwin apretó su mano y asintió. “Sí. Y os encontré mejor de lo que imaginaba. Padre estaría… aliviado al veros. Habla de vosotras siempre que puede. Quiere noticias. Teme que la corte os haya devorado como a tantas otras doncellas. Yo le aseguré que estáis seguras, bajo el resguardo de la Princesa.”

Catelyn parpadeó, conmovida. Sus labios temblaron antes de que lograra hablar. “Entonces… piensa en nosotras. Aún se preocupa.”

“Cada día,” respondió Harwin, sin dudar. Bajó la voz, recordando la mirada de su padre. “Pero también lo vi preocupado. El peso de su cargo lo ha desgastado. Se mantiene firme, pero… está más cansado de lo que recordaba.”

Sus hermanas guardaron silencio, y Harwin bajó la vista. El alivio de hablar de Lyonel se mezclaba con la amargura de lo que venía después.

“No puedo decir lo mismo de Larys,” añadió con amargura, rompiendo el silencio. “Padre estaría decepcionado de él.”

Anya levantó la cabeza de golpe, el ceño fruncido. “¿Qué quieres decir?”

Harwin dudó. Podía callarlo, podía protegerlas de esa verdad, pero al ver sus rostros comprendió que no había lugar para mentiras entre ellos. Respiró hondo.

“Porque traicionó a la Princesa.”

El silencio cayó de golpe.

“¿Cómo…?” Catelyn apenas susurró, como si temiera la respuesta.

“Le dieron clemencia una vez,” explicó Harwin, con la voz grave y dura. “Lo enviaron con vida, con la esperanza de que volviera a la senda de la lealtad. Y él devolvió esa misericordia con traición. No habrá segunda oportunidad. No después de lo que hizo.”

El agua de la fuente parecía más fuerte, como si quisiera llenar el vacío que dejaron sus palabras. Harwin bajó la vista, temiendo ver lágrimas en los ojos de sus hermanas, reproches, o incluso dudas hacia la Princesa Rhaenyra.

Pero lo que encontró fue furia.

Anya apretó los puños, el rostro encendido. “Siempre fue así. Siempre celoso de ti. Nunca soportó que fueras más fuerte, que tu nombre sonara más alto. Siempre quiso arrancarte lo que amabas.”

Catelyn levantó la cabeza con los ojos brillando de amargura. “Recuerdo cómo nos miraba de niñas. Como si estuviéramos de sobra. Como si no tuviéramos derecho a estar allí. Y a ti… como si tu fuerza fuera un insulto personal. Nunca fue un hermano para nosotros.”

Harwin parpadeó, sorprendido. “¿No sentís pesar? Al fin y al cabo… es sangre nuestra.”

“No,” respondió Catelyn, con dureza. “Un hermano en nombre, no en actos, tiene mucho tiempo que no pienso en Larys como mi hermano.”

“Ni yo,” replicó Anya, con fuego en la voz. “La Princesa nos ha dado lo que él jamás nos dio: protección, cuidado, un lugar. Si Larys debe caer, que caiga. No lloraré por él.”

Harwin guardó silencio, mirándolas con asombro. Él había cargado con dudas, con la culpa de ver a su hermano hundirse en la oscuridad. Pero sus hermanas hablaban con una claridad que lo desarmaba. En sus voces no había nostalgia ni titubeo, solo la certeza de quienes sabían a quién debían su lealtad.

El peso en su pecho se aligeró. Por primera vez en mucho tiempo, Harwin comprendió que no estaba solo en esa carga y el eco en el sentimiento de sus hermanas aligero su culpa.

Anya se había quedado en silencio un instante, con el ceño fruncido, hasta que alzó la vista hacia él.

“¿Cuánto tiempo estarás con nosotras, hermano? No quiero que este reencuentro se desvanezca tan pronto.”

Harwin las miró con pesar. Ojalá pudiera prometerles meses, años, toda una vida. Pero la realidad era otra.

“No lo sé. La Princesa me necesita para algo más… y lo sabéis. Mi deber es detener a nuestro hermano antes de que cause más daño.”

Catelyn apretó los labios, bajando la mirada al suelo. Anya, en cambio, no contuvo lo que sentía: se aferró a su brazo con fuerza, con ojos húmedos de súplica.

“Quédate hasta mi cumpleaños. Solo hasta entonces. Déjame celebrarlo contigo. Después… después podrás marchar.”

Harwin se quedó callado, sintiendo cómo las palabras de su hermana lo atravesaban como un puñal. Ella había esperado demasiado para volver a verlo, y pedirle unos días más era apenas un ruego desesperado.

“Lo consultaré con la Princesa,” dijo finalmente, con voz ronca. “No puedo prometer nada… pero lo intentaré.”

Anya asintió con lágrimas contenidas, aunque una pequeña sonrisa se abrió paso en su rostro.

El silencio que siguió fue distinto, no pesado sino íntimo, como si los tres comprendieran que ese momento era un regalo. Harwin los abrazó una vez más, jurándose a sí mismo que pelearía por ese deseo sencillo de su hermana.

El sol caía oblicuo sobre las arenas de entrenamiento cuando Harwin, jadeante, dejó caer la espada de práctica y apoyó las manos en las rodillas. El sudor le resbalaba por la frente y le empapaba la camisa. No había sentido el cuerpo tan castigado desde hacía años. La vida en Desembarco, con sus pasillos oscuros y sus misiones ocultas, le había robado el hábito de entrenar como solía hacerlo en su juventud. Aquí, en la isla, lo comprendía con cada golpe recibido.

Los hombres de Prūmia eran fieros, disciplinados. No había arrogancia en ellos, solo determinación. Entrenaban como si cada día pudiera ser el último, y Harwin lo sentía en los músculos adoloridos, en los pulmones que parecían arder.

Al final de la jornada, tumbado de espaldas en la arena, miró el cielo azul atravesado por la sombra de un dragón que sobrevolaba el palacio. El rugido llegó unos segundos después, vibrándole en el pecho. Harwin cerró los ojos, dejando que el estrépito lo envolviera. Esta isla no se parecía a ningún otro lugar. Aquí hasta respirar era distinto: el aire olía a sal, a fuego, a magia.

Cuando volvió a ver a sus hermanas esa tarde, lo llevaron casi a rastras hacia los corredores donde se encontraban las costureras. Anya le enseñaba con entusiasmo las telas que había mandado elegir para un vestido nuevo de la Princesa. Sus ojos brillaban al hablar de los detalles de los bordados, de cómo nada debía estar fuera de lugar cuando la heredera al trono aparecía en la corte.

Catelyn, más discreta, lo condujo hacia los aposentos de los niños. Los gemelos dormían plácidos, envueltos en túnicas de lino que ella misma había supervisado. Había un orgullo sereno en su voz cuando dijo.  “Todo lo que llevan pasa por mis manos. La Princesa lo exige así. Quiere que sus hijos estén siempre protegidos, cuidados… hasta en lo más pequeño.”

Harwin asintió, contemplando el cuadro: dos cunas, dos pequeños respirando con suavidad, y el eco de un dragón rugiendo en la lejanía como guardián invisible. Nunca había visto una escena semejante. Nunca había sentido tanta certeza de que estaba en un lugar donde la sangre valyria reinaba con un poder imposible de imitar.

Y entonces, la vio.

La Princesa entró en la estancia con el paso sereno de quien sabe que el mundo se inclina a su alrededor. Llevaba a su primogénito en brazos, y el niño reía con la inocencia de quien nunca ha conocido el miedo. Harwin no pudo apartar la mirada. No por el niño, sino por ella. Por la forma en que lo acunaba, por la ternura que desbordaba en cada gesto.

Era extraño. En el salón del trono, la había visto dictar justicia con voz firme, incluso helada. Había visto cómo hasta el Príncipe, con toda su fiereza, aceptaba su palabra. Y aquí estaba ahora, en la intimidad, la misma mujer que doblaba el acero con su voluntad, acunando a un niño como si el mundo fuera tan frágil como una flor entre sus manos.

Harwin sintió que el aire se le quedaba atrapado en la garganta. Nunca se lo permitiría, nunca lo confesaría, pero la admiraba con una fuerza que lo quemaba por dentro. Y en esa admiración había algo más, algo que no debía existir: deseo.

La Princesa se inclinó sobre una de las cunas, dejando que el niño tocara a su hermano con una manita torpe. El Príncipe apareció entonces, apoyado en el umbral, observando con una sonrisa satisfecha. No tuvo reparos en rodear a su esposa por la cintura, besarla en el cuello y murmurarle algo al oído que arrancó una risa clara de ella.

Harwin apartó la vista con un nudo en el estómago. Estaba acostumbrado a la liberalidad de los valyrios, a las pasiones que mostraban sin vergüenza, pero presenciarlas siempre despertaba en él un filo de celos imposible de sofocar. No porque deseara ser el Príncipe, sino porque deseaba lo que él tenía: la cercanía de la Princesa, su calor, su risa.

A veces, en los patios, era testigo de las pasiones de los Príncipes. Un roce descarado, un beso ardiente, incluso risas compartidas que hablaban de un amor que no conocía restricciones. 

“¿Hermano?” La voz de Anya lo sacó de sus pensamientos. Ella lo miraba con los ojos entornados, como si hubiera notado algo en su expresión.

Harwin disimuló con una sonrisa forzada. “Nada. Solo pensaba en lo distinto que es este lugar. Todo parece… más vivo aquí.”

Sus hermanas asintieron con entusiasmo, sin sospechar lo que se agitaba en su interior.

Pero Harwin lo sabía. Por mucho que intentara enterrarlo bajo la lealtad, por mucho que se jurara que su deber era ser espada y escudo, no podía arrancarse del pecho la verdad: amaba a la Princesa.

Y esa verdad lo consumiría en silencio.

Porque… ¿cómo esperaban que cumpliera su deber? ¿Qué se casara con alguna muchacha simple e insulsa… cuando todo su ser estaba dedicado a la Princesa?

A veces sentía celos hasta del bardo, Nevan, que pasaba sus horas amenizando el ambiente que rodeaba a la Princesa, cantándole a sus hijos y siendo capaz de admirarla sin esconderse.

La rutina de la isla tenía una vitalidad que en Poniente no existía, y eso se notaba hasta en sus festividades.

El calor de la jornada todavía le ardía en la piel cuando Wayne lo llamó.

“Venid con nosotros, Ser Harwin. Hoy no entrenaremos más. Hay algo que debéis ver.”

Harwin dudó un instante, pero la seriedad en el tono del soldado lo convenció.

Tras limpiarse, lo siguió junto a otros hombres, subiendo por un sendero pedregoso que ascendía hacia el corazón de la montaña. El aire se volvía más frío conforme subían, y el rugido del mar quedaba lejos, reemplazado por un silencio solemne, apenas roto por las pisadas sobre la roca.

En la cima, Harwin comprendió adónde lo llevaban.

Allí, erguido contra el cielo, se alzaba el esqueleto de un templo en construcción. Columnas de piedra negra, todavía incompletas, formaban un círculo abierto. En el centro, un brasero enorme ardía. A su alrededor, hombres, mujeres y niños se habían reunido, formando un semicírculo reverente.

Wayne se colocó a su lado y murmuró, con respeto en la voz:

“Es el templo de las Catorce Llamas. Aún no está terminado, pero ya sirve a su propósito. Hoy se bendice a un recién nacido.”

Harwin entrecerró los ojos, curioso.

El sacerdote se adelantó, un hombre de túnica oscura y cabello recogido, sosteniendo un cuenco en las manos. A su lado, un joven soldado cargaba con orgullo a un bebé envuelto en lino blanco. A su alrededor, las gentes murmuraban con alegría contenida.

“Es el hijo de uno de los nuestros,” explicó Wayne. “Y de una pescadora de la aldea del puerto. El niño cumple hoy su catorceavo día de vida, y se le trae aquí, para que las llamas le den salud y fuerza.”

Harwin observó, intrigado. El sacerdote alzó las manos hacia el fuego, murmurando en valyrio palabras que Harwin no comprendió, aunque reconoció la cadencia solemne de una plegaria. Entonces, una mujer de cabellos dorados, la madre, pálida pero sonriente, entregó un pequeño paquete envuelto en lino. Wayne se inclinó hacia él y le susurró:

“La placenta. Se quema como ofrenda. Así lo enseñó la Princesa. Dice que es una costumbre antigua de su pueblo.”

El sacerdote depositó el paquete en el brasero. El fuego lo devoró de inmediato, elevando una columna de humo que se mezcló con el cielo anaranjado del atardecer. El olor era fuerte, metálico, pero nadie se inmutó. Al contrario: muchos cerraron los ojos, como si respiraran las bendiciones junto con el humo.

El bebé lloró al principio, sobresaltado por el calor y el murmullo de la multitud, pero cuando el sacerdote lo sostuvo frente a las llamas, solo lo suficiente para que sintiera el calor pero no para que fuese rozado por ellas, el llanto cesó de golpe. El niño abrió los ojos, y un murmullo de asombro recorrió a los presentes.

“Lo aceptan las Llamas,” dijo Wayne en voz baja. “Significa que vivirá fuerte.”

Harwin no respondió. No sabía qué pensar. Había visto caballeros jurar sobre los Siete, campesinos arrodillarse ante altares de madera, pero nunca algo como esto. Era crudo, primitivo… y sin embargo, tenía una fuerza que no podía negar. El pueblo entero lo aceptaba como algo suyo, y en sus rostros había orgullo.

Wayne le dio una palmada en el hombro. “Esto no existía antes. Fue idea de la Princesa. Ella dijo que Valyria no debía morir con la caída de su patria. Y ya veis… el pueblo lo ha hecho suyo. Cada día nacen más niños bajo las Llamas.”

Harwin asintió lentamente, comprendiendo. La Princesa no solo gobernaba con palabras o con dragones. Gobernaba también en lo íntimo, en la sangre y en las creencias de su gente.

Y él, que había visto al Rey en su trono de hierro oxidado por las intrigas, pensó que aquí, en la cima de una montaña olvidada del mar, el poder de la heredera brillaba más vivo que en toda la corte de Poniente.

La procesión descendió por el sendero de la montaña, con el eco del fuego aún impregnado en el aire. Al llegar al pueblo, Harwin se sorprendió al ver cómo la ceremonia se transformaba en fiesta.

Las casas de piedra volcánica y techos de palma parecían vibrar de vida. En la pequeña plaza central, los vecinos se habían reunido con sonrisas abiertas, algunos con cestas en las manos, otros con odres de vino de palma y pan fresco.

La madre del recién nacido fue recibida como si fuese una reina por un día. Mujeres le entregaban mantas bordadas con motivos sencillos, otras dejaban en sus brazos pañales de lino, y hasta los niños del pueblo se acercaron con pequeños juguetes de madera: caballitos, trompos y figuras de dragones tallados torpemente, pero cargados de amor.

El soldado, padre del niño, estaba radiante, aunque con los ojos húmedos. Harwin lo observaba de pie, cruzado de brazos, sintiendo cómo esa gente, tan humilde, celebraba con la misma dignidad con la que en Poniente se honraba a un noble. Había algo en ello que le conmovía: en la isla, cada vida parecía tener un valor distinto, más real.

Y entonces, el murmullo cambió.

Los presentes se apartaron, abriendo un pasillo. Avanzaba Lady Brienne Velaryon. Su altura y porte la hacían destacar entre todos, aunque su vestido era sencillo, elegante sin ostentación. Custodiada por un guardia de la isla y acompañada por una sirvienta que cargaba una canasta, Brienne se detuvo frente a la familia.

La madre inclinó la cabeza con respeto. El soldado dio un paso adelante, rígido como si estuviera en formación.

“En nombre de la Princesa,” dijo Brienne, con voz clara y solemne, “recibid este presente: ropa para vuestro hijo y una pequeña ayuda para los días venideros.”

La sirvienta le entregó una canasta llena de túnicas diminutas, gorros de lana ligera y mantillas de hilo fino. Luego, Brienne depositó en manos de la madre una bolsa de terciopelo. El tintineo de las monedas arrancó un murmullo emocionado entre los vecinos.

El guardia que la acompañaba avanzó entonces hacia el padre y, con gesto solemne, le tendió una daga. “Y en nombre del Príncipe, recibid esto: para que recordéis que sois espada de vuestra familia y de esta tierra.”

El soldado la tomó con reverencia, inclinando la cabeza hasta casi rozar la empuñadura.

Harwin sintió un escalofrío. En ese gesto sencillo, la autoridad de la pareja Valyria se hacía carne. No había trono de hierro aquí, ni corte repleta de oropeles, pero bastaba con esa canasta, con esas monedas y con esa daga para que el pueblo comprendiera quién los protegía y a quién pertenecía su lealtad.

El jolgorio estalló poco después: música de flautas, palmas que marcaban el ritmo, danzas improvisadas. Harwin se dejó arrastrar por los soldados con los que entrenaba. Le pusieron en la mano un cuenco de leche de coco fermentada, y aunque no bebió más que un sorbo, no pudo evitar sonreír al ver la alegría que envolvía al pueblo.

En medio de risas y música, sus ojos buscaron una vez más a Lady Brienne. La vio retirarse con dignidad, sin alardes, tan distinta a lo que había conocido en Poniente. Era evidente que hablaba y actuaba con la voz de la Princesa.

Y Harwin, mientras observaba al pueblo celebrar, pensó que aquel era un poder más fuerte que cualquier espada: un poder tejido en gratitud, en pan compartido y en promesas cumplidas.

El sol de la mañana teñía de oro las aguas cuando Harwin se encontró de nuevo con sus hermanas. Habían pasado la velada anterior juntos, entre risas y recuerdos, pero esa mañana lo notó distinto: ellas parecían ansiosas por hablar, por compartir más.

“Entonces, ¿os gustó la ceremonia?” preguntó Anya, mientras caminaban hacia uno de los jardines interiores. “Escuché que ahí estuviste durante la cena…”

Harwin asintió, pensativo. “Más de lo que esperaba. No había visto nunca algo igual… parecía unirse lo sagrado con lo cotidiano. Y todos lo aceptaban, con orgullo. ¿Así es siempre?”

Catelyn sonrió. “Cada vez más. Antes eran solo unos pocos, pero ahora las parejas prefieren casarse bajo las estrellas, con el fuego de las Catorce Llamas brillando sobre ellos, que en un septo frío y vacío. Dicen que así la unión es más fuerte, más antigua.”

Harwin arqueó una ceja, sorprendido. “¿Entonces no hay septo aquí? Pensaba que el Príncipe y la Princesa jamás permitirían uno.”

Las dos hermanas compartieron una mirada cómplice, hasta que Anya rió suavemente. “Sí que hay. Ven, te lo mostraremos.”

Caminaron juntos por senderos de piedra que serpenteaban hasta una hendidura en la montaña. Allí, escondido tras una entrada sencilla, Harwin encontró lo inesperado: un pequeño espacio excavado en la roca, más un altar que un septo propiamente dicho. En el centro colgaba un tapiz gastado con la imagen de los Siete bordada en hilos apagados. No había estatuas, ni oro, ni incienso. Solo el murmullo del aire y unas cuantas velas encendidas.

Un soldado que custodiaba el lugar inclinó la cabeza con respeto al verlos entrar. Era un hombre curtido, de rostro serio y ojos tranquilos.

“Se le permite a cualquiera rezar aquí,” explicó Anya señalando al joven soldado.

“Algunos se casan, otros vienen a dar gracias o a llorar. La Princesa lo tolera, aunque no siga estas creencias. Lo único que prohíbe es la conversión forzada. Aquí cada quien decide. Nadie será empujado a rezar a dioses que no sienta suyos.”

Harwin asintió, impresionado. El tono del hombre no era el de un fanático, sino el de alguien agradecido. “Y vos, ¿rezáis aquí?”

“Sí,” respondió el soldado con calma al ver que se dirigía a él. “Lo hago en paz, como algunos de los otros que vienen de Poniente… porque sé que mi fe es respetada. Y eso, Ser Harwin, vale más que cualquier sermón.”

Lo dejó allí, con esa reflexión en el aire. Harwin recorrió el pequeño altar con la mirada y pensó que la tolerancia también era una forma de poder, quizás más duradera que el miedo.

Al salir, Catelyn le tomó del brazo con entusiasmo. “Y no es lo único. ¿Sabías que también hay un arciano en la isla?”

Harwin arqueó las cejas. “¿Un arciano aquí?”

“No exactamente,” explicó Anya, con una sonrisa traviesa. “Es uno tallado en piedra y pintado con cuidado. Pero… hay algo más. Hace unos meses consiguieron un retoño, traído de tierras lejanas. Está plantado en un jardín oculto. Todos esperamos que un día eche raíces de verdad.”

Harwin se quedó sin palabras un momento. Un arciano, aunque joven, en esta isla Valyria. Era casi un símbolo imposible: los Antiguos Dioses y las Catorce Llamas compartiendo tierra, bajo el amparo de la Princesa.

Miró a sus hermanas, orgullosas y serenas, y no pudo evitar sonreír. “Sois vosotras quienes me habéis sorprendido más que cualquier dragón. Habéis encontrado un hogar donde la fe de cada quien vive en paz. Eso… no se ve en Poniente.”

Anya apretó su mano con dulzura. “Eso es porque aquí no manda el miedo, hermano. Aquí manda ella y lo hace con cariño.”

Harwin no respondió. No podía, porque en su pecho ardía la verdad que jamás diría en voz alta: que la admiración que sentía por la Princesa no era la de un vasallo… sino la de un hombre atrapado en el fulgor de un sol imposible de tocar.

Tras pasar la mañana con sus hermanas, Harwin regresó al patio con los soldados durante la tarde.

Había un viento húmedo que traía olor a sal cuando Harwin se unió a los hombres en la explanada de entrenamiento. El sudor todavía le ardía en la piel, pero no quiso perderse el descanso con ellos. Se sentaron en círculo, sobre la grava, compartiendo cuencos de agua fresca y un poco de pan duro.

Uno de los veteranos, con cicatriz en la mejilla, levantó la voz.

“¿Visteis la ceremonia de Ser Arlie? Nunca había sentido tanto orgullo por un hombre como ese día.”

“Yo estuve allí,” dijo otro, más joven, con la voz vibrante. “Vi cuando el Príncipe le entregó la espada. Y la Princesa… los dioses, parecía que con solo mirarlo le estaba dando un reino.”

Hubo risas, comentarios bajos de aprobación. Harwin escuchaba en silencio, sintiendo en el pecho un deseo punzante. Él había visto la ceremonia también, y la imagen se repetía en su mente como un recuerdo imposible de arrancar: la Princesa entregando el sello, el Príncipe colocando la espada en manos de Arlie, el juramento solemne. Sí, era el sueño de cualquiera de ellos.

“Eso es lo que todos queremos,” intervino el de la cicatriz. “Un día ser llamados y puestos frente a la corte. Un día tener el honor de servir con nombre propio, no solo como un hombre más.”

Otro soldado se inclinó hacia adelante, bajando la voz, como si compartiera un secreto.

“Y tal vez tengamos esa oportunidad. Se dice que el Príncipe está formando una compañía de mercenarios bajo su mando directo, Wayne dice que los capitanes saldrán de esta isla...”

Harwin frunció el ceño. “¿Mercenarios? ¿Para qué? Ya tienen hombres suficientes.”

El joven sonrió con complicidad. “No lo entiendes. Es para solventar los gastos. Los regalos, las fiestas, los mantos, las joyas que llegan a la Princesa. Todo eso cuesta oro, y mucho. Con una compañía que gane en tierras extranjeras, el Príncipe consigue lo que necesita sin pedir nada al pueblo.”

Harwin guardó silencio, procesando lo que oía.

El veterano agregó, con un tono respetuoso: “Es un acto de amor, ¿sabéis? No conozco otro hombre que hiciera tanto por su esposa. Lo que otros príncipes gastan en sí mismos, él lo gana para ella. Para que su luz brille más que ninguna otra.”

El grupo murmuró de acuerdo, algunos con orgullo, otros con envidia. Harwin no dijo nada. Pero en su pecho ardía una mezcla de sentimientos imposibles: admiración por la devoción del Príncipe… y un filo de celos, al pensar que la mujer que él veneraba tenía a su lado a un hombre dispuesto a conquistar el mundo entero solo para verla sonreír.

Comprendía la devoción del Príncipe, si a él se le diera la oportunidad, sin duda haría eso y más por complacer a la Princesa.

Cada día que tenía la oportunidad de vislumbrarla era una bendición en sí misma, sin embargo, temía que su tiempo se estuviese acabando.

El rumor del puerto no tardó en alcanzarlo: un barco se preparaba para partir hacia Poniente. Harwin, al oírlo, sintió un vuelco en el pecho. Esa podía ser la oportunidad que había estado aguardando, o la señal de que debía cumplir al fin la misión que pesaba sobre sus hombros.

No perdió tiempo. Solicitó audiencia con la Princesa, y para su sorpresa, la respuesta llegó pronto: se le concedía. Fue conducido por los pasillos de mármol hasta el solar, aquel lugar donde la heredera solía retirarse a leer, escribir y recibir a sus más cercanos.

Cuando las puertas se abrieron, la visión lo desarmó.

El salón estaba inundado de luz, con ventanales abiertos hacia el mar. Lady Brienne se encontraba allí, sentada en una silla baja, hilando con paciencia mientras su hijo, Joffrey, jugaba en el suelo. Frente a él, el pequeño Aegon, primogénito de la Princesa, reía con carcajadas infantiles al golpear un tambor de madera.

Pero lo que de verdad hizo a Harwin detenerse un instante fue la cuna cercana.

En ella dormían los gemelos de la Princesa, dos pequeñas criaturas de mejillas sonrosadas, envueltos en mantas bordadas en hilo plateado. Y junto a ellos, encogidos como gatos, reposaban dos dragones aún jóvenes. Uno tenía escamas de un negro azulado que parecían brillar con la luz; el otro, de tonos rojizos con vetas oscuras. Ambos se movían inquietos, emitiendo un ronroneo bajo, como guardianes soñolientos.

Harwin tragó saliva. Los dragones podían devorar a un hombre hecho y derecho… y allí estaban, durmiendo como centinelas junto a los hijos de la Princesa.

Ella estaba de pie, cerca de la ventana, acariciando con suavidad la frente de Aegon cada vez que se acercaba a ella en su juego. Se giró al oír los pasos de Harwin y lo recibió con esa calma majestuosa que siempre la acompañaba.

“Ser Harwin,” dijo la Princesa, con voz serena, aunque sus ojos lo estudiaban con atención. “Me han dicho que pedíais verme con urgencia.”

Harwin se inclinó de inmediato, reverente. Su voz, cuando habló, le salió más áspera de lo que esperaba.

 “Alteza… un barco se prepara para partir a Poniente. Si vais a enviarme lejos, si es mi deber cumplir con la misión que me habéis confiado… os ruego me permitáis quedarme hasta después del cumpleaños de mi hermana. No os pido más. Solo eso.”

Hubo un instante de silencio. Lady Brienne levantó la vista de su labor, atenta, mientras los niños seguían jugando en el suelo sin comprender la gravedad del momento.

Los dragones en la cuna movieron las alas, como si sintieran la tensión en el aire.

La Princesa lo contempló en silencio, la mano aún sobre el cabello rubio de su hijo mayor. En sus ojos no había frialdad, pero sí un peso antiguo, el de quien mide cada decisión con la balanza del poder.

El silencio se alargó unos segundos más, hasta que la Princesa apartó la mirada del fuego de los dragones y la fijó en él.

“No hace falta que me lo pidas, Ser Harwin,” dijo con suavidad. “Anya ya lo hizo en tu nombre. Y le dije que sí. Podrás quedarte hasta después de su cumpleaños.”

El alivio golpeó a Harwin como un soplo de aire fresco. Apenas pudo ocultar la tensión que se le escapó de los hombros, inclinando la cabeza con gratitud.

La Princesa continuó, con la calma de quien mide cada palabra. “El barco que parte hacia Poniente es mercantil. Traerá sal, especias y madera, regresará con grano y vino. La isla aún no es autosuficiente, y necesitamos mantener ese flujo constante.”

Asintió en silencio, comprendiendo lo que implicaban esas palabras. Hasta los más poderosos dependían del comercio; el poder de los dragones no alimentaba bocas.

Entonces la voz de la Princesa cambió, bajando de tono, más cercana.

“Dime, Harwin. ¿Cómo ha sido tu estancia aquí? ¿Te has sentido cómodo? ¿Hay algo que desees pedir?”

Harwin tragó saliva, sorprendido. Pocas veces un soberano preguntaba a un vasallo cómo se sentía. Tomó un instante antes de responder, para que su voz no temblara.

“Alteza… mi gratitud es inmensa. Habéis cuidado de mis hermanas como nadie más lo habría hecho. Ellas hablan maravillas de vos. Cada palabra que pronuncian está llena de orgullo y de devoción hacia vuestra causa.”

La Princesa sonrió, apenas un gesto, pero suficiente para iluminar la estancia.

“Ellas son maravillosas. Han sabido hacerse un lugar aquí no por mi favor, sino por su propio esfuerzo. Son de las mejores damas que podrían rodearme.”

Harwin bajó la vista, conmovido. El eco de esas palabras resonaba dentro de él, más fuerte que cualquier juramento de hierro. Sus hermanas no solo estaban seguras: eran valoradas. Y él debía mucho más de lo que jamás podría pagar.

En la cuna, uno de los dragones se removió, sacudiendo las alas, y el gemelo más cercano se agitó en sueños, buscando con la manita el calor de la criatura. Harwin lo observó con asombro y temor.

La Princesa hizo un gesto, y enseguida una doncella colocó sobre la mesa baja un juego de té. El aroma a especias llenó el solar mientras ella servía con calma, como si no llevara sobre los hombros el peso de un reino entero. Harwin aceptó la taza que le tendieron con ambas manos, sin atreverse a alzarla de inmediato.

Fue ella quien rompió el silencio.

“Y vos, Ser Harwin… ¿qué hay de vuestra vida? Decidme, ¿cortejáis a alguna dama en esta isla, o tal vez dejasteis algún compromiso en Poniente?”

Harwin casi se atragantó con el aire. La pregunta era sencilla, casi ligera, pero viniendo de la heredera del Trono, lo desarmó por completo.

“No, Alteza,” respondió al fin, con la voz grave. “No hay dama que me espere. Y en la isla… apenas he tenido tiempo de pensar en eso.”

Lady Brienne levantó la mirada de su labor, con una media sonrisa. “Lo dice como si aquí no hubiera mujeres que lo miren con interés. Creedme, Ser Harwin, los ojos de muchas lo siguen en el patio de entrenamiento.”

Harwin se ruborizó, rascándose la nuca. “Las habladurías no valen nada, mi señora. No busco eso.”

La Princesa lo observaba con atención, los dedos sosteniendo con elegancia la taza. Su voz sonó curiosa, pero con un trasfondo más serio:

“Entonces, ¿qué buscáis, Harwin? Un hombre como vos siempre tiene ambiciones. ¿Qué os mantiene en pie?”

Harwin dudó un instante. Podría haber respondido con medias verdades, pero bajo esa mirada no tenía escapatoria.

“Servir, Alteza. No busco tierras ni títulos. Solo cumplir con lo que se espera de mí. Ser la espada que proteja a los míos y… a vos.”

Lady Brienne asintió con aprobación. “Bien dicho. Y bien demostrado, hasta ahora.”

La Princesa no respondió de inmediato. Probó un sorbo de té, como si meditara sus palabras, y luego cambió el rumbo de la charla con suavidad.

“Decidme, entonces. ¿Traéis noticias de Poniente que aún no nos hayáis contado? Algo que os pareciera insignificante, pero que pueda ser de utilidad.”

Harwin entrelazó los dedos, pensativo. “El Rey sigue dependiendo de nuestro padre, la Mano. Su Majestad no gobierna solo. En la corte abundan las intrigas, y los Hightower siguen extendiendo sus redes… pero más allá de eso, nada que no os hayan dicho ya en cartas.”

La Princesa asintió, sin mostrar sorpresa. “Siempre es útil escuchar las mismas cosas con distintas voces. Lo aprecio, Harwin.”

Harwin finalmente bebió un sorbo del té. El calor le recorrió la garganta y, por un instante, se sintió bendecido: estaba allí, en la estancia privada de la heredera del Trono, conversando como si fuese un igual, compartiendo el mismo pan y la misma bebida. Era un recuerdo que guardaría por siempre, incluso cuando el deber lo llevara de nuevo lejos de ella.

Dejó la taza de té sobre la mesa, todavía pensativo por lo que habían compartido, y al ver al pequeño Aegon jugando en el suelo con Joffrey Velaryon, no pudo evitar sonreír. El niño reía con carcajadas claras, golpeando con entusiasmo un tambor de madera como si fuera el mayor de los tesoros.

“Alteza,” dijo, mirando al muchacho, “decidme… ¿el principito también tiene un protector alado? Como sus hermanos menores.”

La Princesa siguió su mirada hacia su hijo, y sus labios se curvaron con un gesto de orgullo suave.

“Sí, Ser Harwin. También lo tiene. Pero es distinto de los gemelos. El dragón de Aegon tiene más energía que los tres juntos. Aunque aún duerme con él, su dragón ya pasa parte de los días afuera, entrenando con el Príncipe y con los demás.”

Harwin asintió despacio, imaginando la escena: el pequeño de la heredera, aún balbuceando palabras, con un dragón que crecía bajo el mismo sol que sus padres. Un vínculo imposible de negar, el poder de la sangre valyria latiendo desde la cuna.

“No hay niño más protegido en todo el mundo,” comentó Lady Brienne con una sonrisa maternal, sin apartar la vista de su propio hijo, que seguía el juego de Aegon con fascinación.

La Princesa inclinó la cabeza en acuerdo. “Así debe ser. Son príncipes, pero sobre todo… son míos. No hay fuego ni acero que me los arrebate.”

Harwin sintió un estremecimiento recorrerle la espalda. No eran solo palabras de madre, eran un juramento. Y en ese instante comprendió que la fuerza de la Princesa no solo estaba en sus dragones ni en su linaje, sino en esa devoción implacable que la hacía temible para cualquiera que osara amenazar a los suyos.

La conversación se vio interrumpida cuando Aegon, con una sonrisa traviesa, abandonó el tambor y gateó directo hacia la mesa baja. Estiró las manos regordetas, intentando alcanzar una de las tazas de té.

Su balbuceo era en un idioma que Harwin no comprendía, pero no pudo evitar sentir que era tierno.

“Ah, no, pequeño dragón,” dijo la Princesa, inclinándose con rapidez. Lo levantó con suavidad antes de que la vajilla terminara en el suelo. Aegon protestó con un chillido que pronto se transformó en risa, abrazándose al cuello de su madre como si fuera un trofeo.

Harwin no pudo evitar sonreír ante la escena. La Princesa parecía aún más imponente con un niño en brazos, porque ni siquiera la ternura restaba fuerza a su porte; al contrario, la engrandecía.

Un llanto suave interrumpió el momento. En la cuna, uno de los gemelos se agitaba, moviendo las manitas en el aire. La Princesa depositó a Aegon en el regazo de Lady Brienne y se acercó para alzar al pequeño. El llanto cesó casi de inmediato, reemplazado por un murmullo de calma.

Entonces, algo hizo contener el aliento a Harwin: el dragón acurrucado junto al bebé también despertó. Movió las alas, bajó de la cuna con pasos felinos y se acercó a la Princesa, olfateando el aire como si quisiera asegurarse de que el niño estuviera a salvo.

El pequeño Joffrey, sentado a un par de pasos, abrió mucho los ojos y retrocedió un poco, apretando el juguete de madera entre las manos.

Lady Brienne lo notó y rió con suavidad, sacudiendo la cabeza.

“No le temáis tanto, Joffrey. Ya sabéis lo que son.”

El niño no respondió, aún con los labios apretados.

Fue ella quien aclaró, con tono alegre, casi juguetón. “Ya sufrió la furia de uno de ellos, Ser Harwin. El dragón del principito lo rasguñó una vez. No fue nada grave, apenas un arañazo, pero todo porque mi hijo se acercó demasiado rápido a Aegon. Desde entonces les guarda respeto.”

Harwin miró al niño, luego al dragón, que ya volvía a enroscarse tranquilo a los pies de la Princesa, y no pudo evitar pensar que en esa sala se revelaba la verdad de todo lo que había oído: los dragones eran el alma de esa familia. Quien compartiera su fuego estaba protegido; quien lo desafiara, aunque fuera sin querer, debía pagar el precio.

Y lo más asombroso era que Lady Brienne lo contaba sin rencor, como si hasta esa advertencia hubiese sido un honor.

El dragón volvió a acomodarse junto a la cuna, la Princesa acunaba al gemelo contra su pecho, y Aegon, satisfecho de haber interrumpido la conversación, se reía en el regazo de Lady Brienne. Era un cuadro extraño y, a la vez, majestuoso: la heredera al Trono de Hierro convertida en madre, rodeada de niños y dragones que parecían latir al mismo compás.

Harwin apenas tuvo tiempo de ordenar sus pensamientos cuando la puerta se abrió con suavidad. Una doncella se inclinó profundamente.

“Mi señora,” dijo mirando a Brienne, “os requieren en el orfanato. Ha llegado un envío de mantas y esperan vuestra supervisión para distribuirlas.”

Lady Brienne dejó a Aegon en brazos de la Princesa y se levantó, inclinando la cabeza. “Iré de inmediato. Alteza.”

Harwin se puso de pie casi al mismo tiempo. Sentía un calor incómodo recorriéndole la nuca. Permanecer en el solar a solas con la Princesa le parecía inapropiado, aunque ella no diera muestra de incomodidad alguna. Se inclinó con reverencia.

“Alteza… os agradezco la audiencia, vuestras palabras y vuestra generosidad.”

Ella lo miró con serenidad, ajustando al pequeño contra su hombro. “Servid bien, Ser Harwin, y tendréis siempre mi gratitud.”

Harwin inclinó la cabeza una última vez y se retiró.

Al atravesar el pasillo, todavía con el murmullo de los dragones resonando en sus oídos, no pudo apartar de su mente la imagen que había visto: la Princesa, tan imponente como en la sala del trono, pero al mismo tiempo madre, calma y devota de sus hijos.

Maravillado, pensó que quizás esa dualidad era lo que la hacía invencible. Y en su pecho ardió un juramento silencioso: mientras viviera, jamás dejaría de protegerla.

Dos días después de la audiencia, Harwin notó que algo había cambiado. Al principio pensó que era una impresión suya, pero cuanto más caminaba por los pasillos del palacio, más claro le parecía.

Los guardias estaban más atentos, más rígidos. No eran las patrullas habituales: había hombres en cada esquina, vigilando con mano en la empuñadura. En el patio de entrenamiento, donde antes solía encontrar un grupo reducido, había ahora casi el doble de soldados, practicando con intensidad.

Incluso sus hermanas parecían distintas. Cuando Anya lo recibió esa mañana en los corredores, llevaba el gesto serio y la mirada siempre moviéndose de un lado a otro. Catelyn, que solía ser ligera en sus palabras, estaba más callada de lo normal, como si midiera cada frase antes de pronunciarla.

Harwin entrecerró los ojos, desconfiado.
“¿Qué sucede aquí? He visto más lanzas en el camino al solar que en todo el patio de armas.”

Sus hermanas compartieron una mirada, dudando. Fue Anya quien respondió, en un susurro contenido:
“El Príncipe ha partido.”

Harwin frunció el ceño. “¿Partido? ¿A dónde?”

“Cumple una orden de la Princesa,” añadió Catelyn, con voz baja. “Y hasta que regrese, hay más vigilancia. Nadie debe acercarse a la familia real sin que se sepa quién es y de dónde viene.”

Harwin se quedó pensativo, observando a los hombres que cruzaban el pasillo con paso firme. No preguntó más, comprendiendo que sus hermanas no dirían más de lo necesario. Pero dentro de él, el peso de aquella revelación lo hizo apretar los puños.

Si el Príncipe había partido en una misión tan urgente como para redoblar la seguridad en toda la isla, significaba que algo importante, quizá peligroso, se avecinaba.

Y él, atrapado entre su deber y sus propios sentimientos, solo podía preguntarse cuánto tardaría en volver… y si la Princesa estaría a salvo hasta entonces.

Harwin avanzó por el patio con los puños aún apretados, buscando una respuesta que calmara el hormigueo de su nuca. Vio a Wayne de inmediato: el hombre estaba junto a la muralla, revisando la colocación de una unidad de guardias, el ceño fruncido como si midiera cada paso del riesgo. Harwin se acercó y lo llamó con respeto.

“Wayne,” dijo en voz baja, “he notado más hombres en las torres… ¿qué ocurre exactamente?”

Wayne dejó la correa de la bolsa que ajustaba y lo miró con la calma de quien lleva noches sin dormir pero no se quiebra. “No es que haya ocurrido algo extraordinario aún, Ser Harwin. Es protocolo. El Príncipe nos dejó órdenes claras antes de partir: máxima discreción, vigilancia duplicada y control estricto de los accesos.”

Harwin tragó saliva. “¿Solo precaución?”

“Precaución, sí” respondió Wayne, apoyando una mano en el pomo de su espada. “Pero tomada muy en serio. Aquí no se juega con la seguridad de la familia Real. Hasta que el Príncipe regrese, ningún barco atracará sin autorización expresa. Si alguna nave intenta entrar, será retenida. Toda tripulación será puesta a disposición para interrogatorio. Nadie entra, nadie sale, salvo lo autorizado.”

El alivio le llegó en oleadas a Harwin. La severidad del plan le gustó: prefería mil veces la disciplina al rumor. “¿Y los hombres? ¿No es excesivo?”

Wayne sonrió con dureza, sin ironía. “Puede que parezca eso a ojos de un forastero, pero aquí cada minuto cuenta. Si hay una orden del Príncipe, hay una razón. Y nosotros cumplimos. Además, la gente comprende; no desean más problemas. Por ahora, la isla debe parecer inofensiva al mundo exterior.”

Harwin asintió, sintiendo la tensión aflojar apenas. “Bien. Me quedaré cerca. Mis hermanas… y la Princesa. Si necesitáis algo de mí, dad la orden.”

Wayne le dio una palmada en el hombro, breve pero camarada. “Haz lo que siempre haces, Ser Harwin. Mantén el pulso firme, y mira por las tuyas. Con hombres como vos, esta isla está en mejores manos.”

Mientras se alejaba, Harwin observó las filas de guardias, la mirada alerta, las barcas atadas y sin movimiento en el muelle. La explicación de Wayne calmó la inquietud inmediata, pero no borró la sensación de que aquello era solo el preludio de algo más grande. Aún así, con la orden clara y las defensas reforzadas, pudo permitirse volver al entrenamiento con un poco menos de peso en el pecho.

Durante los siguientes días, noto que las formaciones eran más estrictas, los entrenamientos más cortos pero más intensos y en la ciudad dentro de la montaña, había una sensación de caos organizado.

Especialmente cuando un cuerno sono en alerta en el puerto, y Harwin, que estaba con algunos soldados vigilando una de las formación en uno de los puentes colgantes, se dirigio de inmediato a ver la razón de la alerta.

El viento traía olor a hierro cuando Harwin acompañó a Wayne hasta el puerto. Un barco mercantil, con velas rojas chamuscadas, se había desviado de su curso. Los vigías lo habían visto acercarse y, en cuanto lo notaron, las señales fueron claras: no atracaría en la isla principal.

Harwin lo observó con creciente inquietud.

“¿Qué harán con ellos?”

Wayne no apartó la vista de la embarcación.

“Ese barco no pisará la arena de la Princesa. Lo llevaremos a una de las islas menores. Allí tenemos un fuerte, discreto y seguro. Es donde retenemos a visitantes sorpresa… o prisioneros.”

El corazón de Harwin dio un vuelco. La firmeza de Wayne lo hacía sonar tan simple, tan cotidiano, que casi olvidaba lo siniestro de las palabras.

Cuando los remeros obedecieron la orden y dirigieron la nave hacia la isla más pequeña, Harwin alcanzó a ver la silueta de murallas oscuras, levantadas contra la roca. Un lugar apartado, hecho para mantener lo indeseado lejos de la mirada de la corte.

“¿Y si se trata de traición?” preguntó Harwin, con cautela.

Wayne se volvió hacia él. La sombra de una sonrisa se le marcó bajo la barba.

“El Príncipe no tolera ni la idea de traición. Hay más celdas, ¿sabes? En las entrañas de las montañas. Cuevas que se abren junto a la lava. Los dragones duermen a las puertas. Nadie entra ni sale sin que lo sepan.”

Harwin sintió la piel erizársele. Se imaginó aquellas cavernas ardientes, los barrotes de roca fundida, y al otro lado, el rugido de las bestias. Un calabozo imposible de franquear, custodiado no por hombres, sino por dragones.

De pronto comprendió lo que significaba vivir bajo el mando de los Targaryen en la isla: la ley no estaba escrita solo en pergaminos, sino en fuego y en sangre.

Y mientras los hombres del puerto miraban cómo el barco mercantil desaparecía en dirección al fuerte, Harwin entendió también que no había lugar más seguro para la Princesa… ni más terrible para sus enemigos.

El fuerte se alzaba como una garra de roca sobre la isla menor. Sus muros eran oscuros, casi volcánicos, y aunque no era tan grande como una fortaleza de Poniente, su sola ubicación lo hacía imponente: construido en lo alto, rodeado de acantilados que se precipitaban al mar.

Harwin siguió a Wayne a través de la puerta principal, cruzando el patio donde soldados de la isla mantenían filas impecables. Allí aguardaban ya los mercantes, un grupo de hombres curtidos por el mar, con ropas manchadas de sal y ojos expectantes.

Para sorpresa de Harwin, no fueron recibidos con gritos ni con cadenas. Wayne, erguido y solemne, levantó la mano y los saludó con un gesto medido.

“Habéis seguido las señales y obedecido las órdenes de desviaros. Eso habla bien de vuestra prudencia. Por ello se os tratará con cortesía mientras esperáis.”

Los mercantes intercambiaron miradas tensas. Entonces, un soldado les indicó que entregaran sus armas y sus cargas. Se hizo con calma, sin violencia, y pronto fueron conducidos hacia un corredor que descendía hacia el interior del fuerte. Harwin los acompañó, observando las paredes húmedas, el olor a piedra y a mar mezclado en el aire.

Las habitaciones donde los alojaron eran sencillas: camastros firmes, mesas de madera sin adornos, cántaros de agua fresca y mantas limpias. Todo funcional, nada lujoso. Wayne lo explicó con claridad.

“Permaneceréis aquí hasta que la Princesa decida recibiros. Se os dará comida y agua, y podréis descansar. La seguridad de esta isla depende de obedecer estas reglas.”

Uno de los mercantes, un hombre de barba rala y voz ronca, levantó la mano con cautela.

 “¿Y el Príncipe? ¿No está él para recibirnos? Usualmente no necesitamos el permiso de la Princesa para verlo…”

Wayne giró la cabeza hacia él, su expresión tan fría como el filo de una espada.

“El Príncipe puede decidir muchas cosas, pero al final, es la Princesa quien autoriza vuestra entrada o vuestra partida. Si llegáis a hablar con él, será porque ella lo ha permitido. Nunca antes.”

El silencio que siguió fue pesado. Los mercantes se limitaron a asentir, comprendiendo el peso de esas palabras.

Harwin observó con detenimiento, sintiendo un nudo en el estómago. Nunca mencionaban la ausencia del Príncipe. Ni un soldado lo dijo, ni Wayne lo dejó entrever. Para todos los extranjeros, el poder en la isla estaba presente y vigilante, y sobre todo, era claro quién lo encarnaba: la Princesa Rhaenyra.

Mientras salían de las habitaciones y el portón del fuerte se cerraba tras ellos, Harwin pensó en lo calculado de todo aquello. Era un teatro de disciplina y de fe. Y aunque sabía bien la fuerza de la espada, en ese momento comprendió que lo que los mantenía firmes no era solo acero, sino el nombre de una mujer que lo había conquistado todo: hasta la voluntad de aquellos hombres curtidos por el mar.

El fuerte parecía más grande desde dentro. Pasillos estrechos se entrelazaban en ángulos imposibles, con salas de piedra volcánica que olían a sal y a hierro. Harwin acompañó a Wayne mientras este inspeccionaba las dependencias, hasta llegar a la torre principal, donde el capitán del lugar aguardaba.

Era un hombre recio, con la piel curtida por el sol y la barba entrecana. Saludó a Wayne con respeto.

“Todo en orden con los mercantes. Están tranquilos, no parece que haya problemas.”

Wayne asintió, pero no tardó en bajar la voz. “¿Qué hay del puesto de vigilancia al sur? ¿Han enviado reporte?”

El capitán soltó un bufido, incómodo. “Sí. Siguen con el mismo asunto. Dicen que la criatura volvió a rondar cerca de la línea.”

Harwin frunció el ceño. “¿Criatura?”

El capitán lo miró como si dudara en responder, pero Wayne lo hizo por él, con la calma de quien está acostumbrado a lo imposible.

“Hay más cosas en este mundo que dragones, Ser Harwin. Al sur, en aguas más profundas, se ha visto una bestia marina. Una serpiente gigantesca, capaz de tragar un bote entero. Por orden del Príncipe, se la vigila día y noche. Nadie debe acercarse más de lo necesario.”

Harwin no pudo evitar sonreír, incrédulo. “¿Una serpiente marina? Eso suena a historias de marineros borrachos.”

Wayne lo sostuvo con la mirada, sin rastro de humor.

“Historias de taberna no ponen nerviosos a vigías curtidos. Lo que han visto es real. Y os aconsejo que no os lo toméis a la ligera. Aquí no solo el fuego guarda secretos. El mar también.”

El silencio se hizo pesado. Harwin se dio cuenta de que el capitán y Wayne no hablaban de fantasmas ni de rumores, sino de algo tangible que los hombres habían aprendido a respetar a fuerza de miedo.

Cuando finalmente regresaron a la isla principal, el cielo estaba teñido de púrpura por el atardecer. Harwin caminaba en silencio, con la mente llena de imágenes imposibles: dragones en el aire, serpientes en el mar… y la Princesa en el centro de todo, gobernando aquello que parecía inconcebible.

Wayne rompió el silencio al despedirse.

“Ser Harwin, os diré algo más. Habéis demostrado fuerza con la espada, pero eso no basta aquí. Esta isla está protegida por la fe además del acero. Vuestra falta de devoción es… decepcionante.”

Harwin lo miró con el ceño fruncido. “¿Fe?”

“Sí. El templo de las Catorce Llamas. Si queréis comprender de verdad por qué esta isla resiste, debéis ir allí. No podéis vivir bajo el amparo de la Princesa y del Príncipe sin comprender lo que los hace fuertes.”

Harwin no respondió. Parte de él quería rechazar esa idea de inmediato, aferrarse a lo que conocía: acero, juramentos y lealtad. Pero otra parte, la que había visto al pueblo arrodillarse ante el fuego y la placenta consumirse como ofrenda, sabía que había algo en esas llamas que unía a todos.

Y tal vez, solo tal vez, ya era hora de entenderlo.

La mesa era sencilla, dispuesta en uno de los comedores menores del palacio. Pan todavía tibio, pescado asado con hierbas y un cuenco de frutas frescas componían la cena. Harwin se sentó frente a sus hermanas, agradeciendo en silencio ese momento de calma tras un día que le había dejado la mente cargada.

Anya hablaba animadamente de los vestidos que había supervisado esa tarde, mientras Catelyn se ocupaba de servir agua a cada uno. Fue en medio de esa conversación ligera cuando Harwin, todavía con las palabras de Wayne rondándole, dejó escapar su pregunta.

“Decidme… ¿sois devotas de verdad del templo de las Catorce Llamas?”

El cambio en el aire fue inmediato. Sus hermanas se miraron entre sí, y la sonrisa de Anya se suavizó. Fue Catelyn quien respondió primero, con solemnidad.

“Sí. Somos devotas. Los dioses Valyrios han mostrado su fuerza, hermano. Aquí, donde los dragones rugen, ¿cómo no creer en ellos?”

Harwin dejó el trozo de pan sobre la mesa, incrédulo.

“Pero vosotras crecisteis con los Antiguos Dioses. Recuerdo cómo nuestra madre rezaba en silencio a los árboles.”

Anya asintió, pero su voz fue firme.

“Lo recordamos. Y no renegamos de ello. Pero aquí hemos visto más, Harwin. Hemos visto fuego que responde, sueños que anuncian lo que vendrá, y sobre todo… la Princesa. Ella es la prueba de que las Catorce Llamas no son solo símbolos. Su vida, sus hijos, hasta su aliento… todo es testimonio.”

El silencio se espesó en la mesa. Harwin los observó a ambas, con el ceño fruncido, sintiendo un eco de pérdida en su interior.

“¿Tan fácil es dejar lo que siempre nos guió? ¿Abandonar los dioses que nos dieron identidad?”

Catelyn negó despacio.

“No es abandono, Harwin. Es… evolución. Aquí hemos visto lo imposible volverse cotidiano. Dragones que responden al fuego, bebés que duermen protegidos por bestias aladas, una Princesa que gobierna con el mismo fuego en la sangre. ¿Cómo no creer que los dioses valyrios caminan con ella?”

Harwin apoyó los codos en la mesa, frotándose la frente. Parte de él quería rebelarse contra esa idea. Otra parte, más callada y profunda, comprendía lo que decían. Lo había visto con sus propios ojos: la devoción del pueblo, la solemnidad del templo, el respeto con que todos hablaban de las Catorce Llamas.

“Entonces…” murmuró, más para sí mismo que para ellas. “El cambio de fe no solo toca al pueblo. También a mi sangre.”

Anya extendió una mano sobre la suya, apretándola con calidez.

“No es un cambio, hermano. Es una certeza. La comprenderás, tarde o temprano.”

Harwin guardó silencio, dejando que el rumor del fuego en las antorchas acompañara sus pensamientos.

“Dejanos enseñarte…”

La noche había caído cuando Anya y Catelyn lo guiaron hacia el templo en construcción, en lo alto de la montaña. No había multitud esta vez, ni cantos ni ofrendas. Solo el murmullo del viento y el crujido de las antorchas que marcaban el sendero.

El ascenso fue silencioso. Anya y Catelyn caminaban unos pasos delante de Harwin, sus siluetas recortadas por la luz temblorosa de las antorchas que guiaban el sendero hasta la cima. El aire de la montaña estaba impregnado de sal y ceniza, y el rumor del mar golpeando contra los acantilados quedaba lejano, como si el templo habitara en un mundo aparte.

Al entrar, Harwin notó la diferencia. Sin la multitud, el lugar parecía más vasto, más profundo. 

Cuando cruzaron el arco inacabado de piedra negra, Harwin sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El interior era vasto, abierto al cielo estrellado. Columnas semicirculares delineaban el espacio, cada una grabada con runas valyrias que parecían vibrar bajo la tenue luz. No había bancos, ni adornos de oro, ni imágenes de santos o profetas. Solo roca desnuda y, en el centro, un círculo de piedra tallada con símbolos antiguos.

Y allí, reposando sobre un caldero bajo y ancho de bronce bruñido, ardía la llama.

Allí ardía la llama.

Harwin se detuvo en seco. Nunca había visto nada semejante. El fuego no era rojo o anaranjado, sino un torbellino de colores imposibles: verdes como esmeraldas, azules profundos como el mar, destellos blancos que recordaban a relámpagos y brasas púrpuras que parecían sangrar sobre las demás. Cada chispa cambiaba de tono a medida que ascendía, como si dentro de una sola lengua de fuego vivieran todos los colores del mundo.

El silencio era absoluto, roto solo por el crepitar suave del fuego. Pero no había madera, ni carbón, ni aceite que lo alimentara. La llama ardía suspendida, imposible, eterna.

Se acercó un sacerdote de túnica oscura, con el rostro marcado por cicatrices antiguas. Su voz era baja, reverente.

“Esta llama fue traída por la Princesa desde un bosque que arde eternamente en Valyria. Ningún carbón, ninguna madera la alimenta. Su fuego es eterno. Es la prueba de que los dioses no nos han abandonado. Porque no hay nada que la mantenga viva salvo la voluntad de los dioses.”

Harwin apenas lo oyó. Su respiración se había vuelto lenta, cautelosa, como si no quisiera perturbar el aire. Se inclinó un poco hacia adelante, tratando de comprender lo que veía. El fuego lo atrapaba, lo hipnotizaba.

Al mirarlo fijamente, descubrió algo que lo hizo dar un paso atrás: cada chispa parecía contener todos los colores a la vez. Como si mirara no solo fuego, sino el corazón mismo del arcoíris ardiendo ante él.

“¿Lo sientes?” Catelyn apretó suavemente su brazo, murmurando con devoción. “¿Lo ves, hermano? Así es como supimos. No hay engaño en esa llama.”

Harwin tragó saliva, sin apartar la vista. Parte de él quería negarlo, gritar que debía haber un truco. Pero otra parte, más honesta, se rendía a lo imposible. Ese fuego no era de este mundo.

Por un instante, sintió que el calor de la llama ardía en su propia sangre.

Harwin alzó la vista mientras la llama seguía reflejándose en sus ojos. Fue entonces cuando notó lo evidente: sobre su cabeza no había techo alguno, solo el cielo abierto, estrellado y vasto. El viento de la montaña entraba libre, levantando sus cabellos y avivando el fuego en el caldero, pero en vez de apagarse, la llama solo parecía arder con más fuerza, más viva, como si desafiara a los elementos.

Frunció el ceño, incrédulo.

“¿Y cuando llueve? ¿Cómo se protege?”

El sacerdote, que lo observaba con calma, apenas inclinó la cabeza.

 “No hay necesidad. Ni el viento ni la lluvia pueden apagarla. Hemos visto tormentas azotar estas columnas con furia, y la llama arder igual, intacta. Vive porque no depende de lo que los hombres ponen en ella. Vive porque es eterna.”

Harwin sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Parte de él quería reír ante lo imposible, pero los ojos no le mentían: no había techo, no había aceites, no había carbón. Y sin embargo, la llama seguía ahí, desafiando toda lógica.

El sacerdote lo invitó a seguirlo hacia un pasadizo abierto en la roca, que descendía a las entrañas de la montaña. La luz de antorchas guió sus pasos hasta una gran sala excavada, donde docenas de hombres y mujeres trabajaban en silencio.

Harwin se detuvo, sorprendido. Las paredes estaban cubiertas de marcos de madera donde se extendían tapices en proceso. Las manos de los artesanos se movían con destreza, pasando aguja e hilo, creando figuras que brillaban bajo la luz del fuego. Dragones de múltiples colores, símbolos de Valyria, escenas de batallas antiguas y, en un telar más apartado, el perfil de la Princesa con su corona.

“Son fieles que han elegido dedicar su vida al templo,” explicó el sacerdote. “No todos saben leer o escribir, pero todos saben crear. Cada tapiz es una ofrenda, cada puntada un rezo. La fe se plasma en hilo, y el hilo se vuelve eterno.”

Harwin recorrió la sala con la mirada, sin saber qué decir. Había visto septos con mármol y estatuas, y árboles de arciano venerados en silencio… pero nunca esta devoción laboriosa, viva, que convertía la fe en obra tangible.

Una mujer levantó los ojos del telar al sentir su presencia. Sonrió suavemente y volvió al trabajo, como si no necesitara palabras para decir lo que creía.

Harwin apretó los labios. Se sentía forastero, pero también fascinado. Y lo más inquietante era que, por primera vez, empezaba a comprender por qué sus hermanas hablaban con tanto fervor de este lugar.

Harwin se dejó guiar por la mirada hasta un telar apartado. En él se extendía un tapiz de hilos encendidos, como si el fuego se hubiese quedado atrapado en la lana. Representaba un bosque ardiendo, los árboles alzándose en lenguas de llamas. Sobre las copas, un pájaro volaba, las plumas envueltas en fuego vivo, y su sombra caía sobre el suelo como una guía oscura que avanzaba delante de él.

Hipnotizado, Harwin se inclinó para verlo mejor.

“¿Qué significa?” preguntó en voz baja, dirigiéndose al hombre que trabajaba el telar.

El tejedor no levantó la vista. Sus dedos se movían seguros, ágiles, pasando la aguja con precisión. Fue entonces cuando Harwin se dio cuenta: los ojos del hombre estaban nublados, opacos. Ciegos.

Retrocedió un paso, incrédulo. “Pero… ¿cómo es posible? No veis el telar.”

El hombre sonrió, sin interrumpir el ritmo de sus manos.

“No necesito ver. Los dioses susurran lo que debo tejer. Guían mis manos incluso cuando mis ojos ya no sirven. La visión de la llama es más clara que cualquier luz del día.”

Harwin sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No había titubeo en la voz del tejedor, solo certeza.

Se apartó en silencio, sin saber qué responder, y buscó a sus hermanas. Las encontró más adelante, conversando con una mujer que sostenía un bordado reciente. Era un delicado patrón de fuego entrelazado con alas de dragón, trabajado con hilos dorados y carmesí.

“Lo he hecho para la Princesa,” explicaba la mujer con orgullo. “Para que lo lleve cerca del corazón.”

Anya se inclinó sobre el bordado con ojos brillantes, analizando cada puntada.

“Podría integrarse en el corpiño de un vestido ceremonial. Si se coloca en el pecho, el fuego parecerá salir del propio corazón de Su Alteza.”

Catelyn asintió, murmurando ideas sobre telas y cortes. Harwin las observaba en silencio, sorprendido de cómo hablaban con soltura, como si este templo fuese una extensión natural de sus deberes junto a la Princesa.

Finalmente, no pudo evitar preguntar.  “Decidme… ¿por qué trabajáis de noche? ¿No os dan descanso?”

La mujer rió suavemente, negando con la cabeza.

 “El día es para la familia y para el sustento, el día es para descansar. El trabajo de la casa, los hijos, la pesca, el mercado. La noche es para la devoción. Es bajo las estrellas que nuestras manos rezan. Ellas son nuestras guías, no el sol.”

Harwin guardó silencio. El murmullo constante de las agujas, el crujir de los telares y el resplandor de la llama coloreando las paredes le parecieron de pronto un rezo vivo, un canto sin palabras que se extendía más allá de lo humano.

Y mientras observaba a sus hermanas integradas en aquella calma extraña, comprendió que la fe de esta isla no era un capricho ni una moda pasajera. Era un ritmo de vida que se entretejía en cada gesto, en cada puntada, en cada mirada hacia el fuego.

El aire frío de la montaña lo golpeó en cuanto cruzaron el umbral del templo. El cielo estaba despejado, tachonado de estrellas, y la luna bañaba los senderos de piedra con un resplandor plateado. Harwin respiró hondo, intentando despejar el olor a fuego que aún parecía pegarse a su piel.

Anya se acomodó el manto sobre los hombros y miró al cielo con una sonrisa serena.

“La mayoría de las ceremonias se hacen al atardecer, cuando el sol se hunde en el mar y las estrellas toman su lugar. Dicen que es cuando las Catorce Llamas escuchan con mayor claridad.”

Catelyn añadió, caminando a su lado:

“Hemos asistido a muchas. Bendiciones de nacimientos, uniones, incluso funerales. Pero ninguna fue tan impactante como la de los gemelos.”

Harwin giró la cabeza hacia ellas, intrigado. “¿Qué ocurrió con los hijos de la Princesa?”

Sus hermanas intercambiaron una mirada cómplice, como si compartieran un secreto que les quemaba en el corazón. Fue Catelyn quien habló primero, con voz reverente.

“Cuando llegaron a la isla, fueron bañados en fuego de dragón. Los gemelos, la Princesa y el Príncipe. Todo como parte de la bendición de las Catorce Llamas.”

Harwin se detuvo en seco, mirándola con incredulidad.

“¿Bañados… en fuego? ¿Y sobrevivieron?”

Anya sonrió con orgullo. “No solo sobrevivieron. El fuego ardió hasta el amanecer. Mientras tanto, el pueblo entero celebró alrededor: música, danzas, comida y plegarias. Fue un festival que todavía se recuerda como el más hermoso de la isla. Algunos dicen que esa noche los dioses mismos caminaron entre nosotros.”

Harwin sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La idea de ver a los dragones desatar sus llamas sobre niños y padres por igual le parecía una locura… y, sin embargo, en sus hermanas no había duda, ni temor, solo devoción y orgullo.

“Y no hubo daño alguno…” murmuró.

Catelyn negó suavemente. “Ni un cabello chamuscado. Las Llamas los protegieron.”

El silencio se impuso mientras seguían bajando el sendero. Harwin clavó los ojos en el horizonte, donde el mar brillaba oscuro bajo la luz de las estrellas. No podía comprenderlo del todo, pero lo que había escuchado esa noche, y lo que había visto en el templo, lo perseguiría mucho después de que sus pasos abandonaran aquella montaña.

El día siguiente a su visita al templo transcurrió lento para Harwin. Caminó por los patios, entrenó con los hombres sin el ímpetu de otras veces y almorzó en silencio con sus hermanas. En su mente, la imagen de la llama multicolor seguía encendida, tanto como las palabras del sacerdote y la devoción en los rostros de Anya y Catelyn.

Aun así, el escepticismo no lo abandonaba. Pensaba en los Antiguos Dioses, en los árboles de arciano, en la quietud que siempre lo había acompañado. La fe en fuego que no consumía le parecía ajena, como un idioma que todavía no dominaba.

Pero al caer el sol, algo cambió.

Un rugido estremeció el aire. Harwin levantó la vista justo a tiempo para ver cómo el dragón rojo del Príncipe atravesaba el cielo, descendiendo en espirales sobre la isla. El viento de sus alas agitó las palmas y arrancó gritos de júbilo en los muelles. La gente se detuvo en seco, como si un peso invisible hubiera sido levantado de sus hombros. Respiraron aliviados, más tranquilos, al ver la figura del jinete recortada contra el resplandor del atardecer.

Harwin se sorprendió de cuánta seguridad inspiraba la sola presencia del Príncipe. Y sin embargo, también notó otra cosa: no había visto a la Princesa en todo el día. Ni un saludo en los balcones, ni una aparición en los patios. Comprendió entonces que su ausencia había sido intencional. Ocultarse era también una forma de protegerse, y de recordarle a todos que su seguridad no estaba jamás en duda.

La calma, sin embargo, duró poco.

Al amanecer siguiente, los cuernos rompieron el aire como cuchillos. Graves, insistentes, repetidos una y otra vez. Harwin se irguió en la explanada, con el corazón golpeándole en el pecho.

Lo que presenció lo dejó sin aliento.

Los soldados de la isla se movilizaron con precisión impecable. Como si hubieran esperado ese sonido toda su vida, corrieron a sus puestos, armados y preparados. Las lanzas se alinearon, los arqueros ocuparon las torres y los capitanes gritaban órdenes que se obedecían de inmediato.

Pero no fueron solo los hombres. Las mujeres de la isla también se movieron con disciplina: cerraban puertas, organizaban a los niños, trasladaban víveres a los refugios interiores y reforzaban barricadas en las entradas de la ciudad. Era como si cada persona supiera de memoria su papel en caso de ataque.

Harwin, en medio de la vorágine, no comprendía. Su instinto lo llevaba a ponerse en guardia, pero la magnitud de la organización lo dejó atónito. La isla entera despertaba, como un gigante que había estado dormido bajo la arena y el mar, y él se sentía de pronto un extraño en su propio deber.

“¿Qué sucede?” alcanzó a gritar, buscando a alguien que le respondiera.

Pero en el estruendo de cuernos y órdenes, solo comprendía una verdad: el poder de la isla no era un rumor. Era real, y estaba despertando ante sus ojos.

Harwin corrió por las escalinatas que subían desde la explanada hasta el palacio interior. El estruendo de los cuernos aún resonaba en sus oídos, junto con el murmullo lejano de los soldados movilizándose en el puerto. Pero conforme se adentraba en los pasillos de mármol, algo extraño ocurrió: el ruido comenzó a desvanecerse.

En el primer patio, ya no se escuchaban voces ni pasos apresurados. En la galería cubierta, los muros parecían amortiguar todo sonido del exterior, como si lo hubieran sellado con un encantamiento. Cuando cruzó el último arco hacia el corazón del palacio, los cuernos eran apenas un recuerdo. Solo quedaba silencio.

Harwin se detuvo, jadeante, confundido. Miró a su alrededor: los sirvientes caminaban con calma, llevando bandejas y cántaros como si nada sucediera más allá de esas paredes. El contraste lo desarmó.

Fue entonces cuando vio a una guardia en su puesto, con la lanza firme y los ojos vigilando el perímetro. Se acercó de inmediato.

“Decidme, ¿qué sucede? Afuera parece prepararse una guerra, y aquí…” Señaló con un gesto el silencio de los corredores. “Aquí todo es calma.”

La guardia lo miró con serenidad, sin apartar la vista de su ronda.

“En el interior no se da la alarma a menos que el primer frente caiga. Es orden directa de la Princesa. No quiere que sus hijos ni las damas de la corte se vean enfrentados al caos, salvo que sea inevitable. Aquí la calma debe reinar mientras los hombres sostienen las murallas.”

Harwin apretó los labios, comprendiendo al fin. Era un acto de disciplina, pero también de amor. Blindar la paz interior, aunque afuera rugiera el mar.

Aceleró el paso hasta llegar a uno de los salones más resguardados. Allí encontró a sus hermanas.

Anya y Catelyn estaban inclinadas sobre los gemelos, que descansaban en sus cunas, meciéndolos con canciones en voz baja. Lady Brienne, con el rostro preocupado, tenía a su pequeño Joffrey en brazos: el niño lloriqueaba, las mejillas encendidas con manchas rojas que lo hacían ver más frágil que nunca. Cerca de ella, el pequeño Aegon jugaba con un cubo de madera, indiferente a todo salvo a la sonrisa orgullosa de Mina, su niñera.

En el suelo, los dragones jóvenes dormitaban, sus escamas brillando como joyas vivientes. Uno de ellos levantó la cabeza al sentir la entrada de Harwin, soltando un ronquido bajo antes de acomodarse de nuevo.

El salón estaba decorado en tonos claros: cortinas blancas que dejaban entrar la luz, cojines bordados en hilos dorados, alfombras suaves que silenciaban los pasos. Era un oasis de serenidad, un mundo separado, ajeno a la tensión que rugía en el puerto.

Harwin permaneció unos instantes junto al umbral, incapaz de apartar la mirada de aquel cuadro: los niños riendo, Lady Brienne meciendo a su hijo enfermo con paciencia, los dragones juveniles descansando enroscados como gatos junto a las cunas. La serenidad del lugar lo desarmaba.

No sabía cómo más ayudar. La espada pesaba inútil a su costado; el instinto le decía que debía estar afuera, hombro con hombro con los soldados, donde el peligro era tangible. Pero al ver a sus hermanas, a los pequeños, comprendió que tal vez su deber en ese momento no era blandir el acero, sino permanecer allí, asegurando que aquella calma se mantuviera intacta.

Decidió quedarse.

Se acomodó cerca de las cunas, de pie, vigilante. Cada risa de Aegon, cada balbuceo de los gemelos, le recordaba por qué la guerra debía quedar lejos de estas paredes. Y entonces, un pensamiento lo golpeó con la fuerza de una revelación: todo aquello no era un accidente. Era un diseño.

Era voluntad del Príncipe.

Harwin había crecido escuchando historias del Príncipe Daemon: el Rebelde, el Caótico, el hombre sanguinario que prefería la espada al diálogo. Y, sin embargo, aquí estaba el contraste. El mismo hombre que había llenado de terror los puertos de Poniente era también quien había ordenado que los muros del palacio interior guardaran silencio durante la alarma. Que sus hijos, su esposa, sus damas… no conocieran ni siquiera el eco de la guerra.

Harwin bajó la mirada, con un peso nuevo en el pecho.

¿Cómo es posible que alguien como él, pensó, quiera tanto preservar la paz para los suyos? ¿Qué significa eso de un hombre que el mundo llama demonio?

No tuvo respuesta. Solo el murmullo de los niños y el crujido de las antorchas.

Permaneció allí, un gigante silencioso, con la espada al cinto y la mente agitada. Protegiendo, aunque en el fondo cuestionándose si aquello era una ilusión frágil o un verdadero refugio contra el caos que inevitablemente se acercaba.

Al atardecer, una sirvienta les informó que la cena sería llevada a cabo en el salón, las damas se retiraron para cambiarse y Harwin aceptó la ayuda de un sirviente para darse un baño y colocarse ropa más formal.

Harwin notó la diferencia incluso antes de entrar al salón. Los pasillos estaban más iluminados de lo normal, con antorchas encendidas cada pocos pasos, y los guardias mantenían una formación doble a ambos lados de las puertas. Era claro que no se trataba de una cena común.

Cuando el paje le indicó que podía pasar, lo recibió un aire solemne que contrastaba con la costumbre relajada de la isla. Allí no había bancos dispuestos alrededor de mesas cortas, ni platos repartidos en distintos puntos del jardín, con damas entrando y saliendo a voluntad. Esta vez, todo estaba concentrado en una única mesa larga, cubierta con un mantel bordado con hilos dorados que parecían reflejar la luz de los candelabros de plata.

La mesa ocupaba el centro de la sala, y a su alrededor se sentaban todos aquellos cuyo rostro Harwin había aprendido a reconocer en su estancia en la isla.

Las damas de la Princesa ya estaban presentes: Elinda Massey, con el rostro aún marcado por el cansancio pero los ojos brillantes de ilusión; Anya y Catelyn, que apenas lograban ocultar la emoción de compartir mesa tan solemne; Lady Brienne, robusta y seria, con su hijo Joffrey sentado a su lado, jugueteando con un pedazo de pan; y Lady Prunella, siempre serena, que observaba con atención cada detalle como si lo midiera en silencio.

Entre los hombres, Harwin distinguió a Ser Wayne, de semblante imperturbable, con las manos cruzadas sobre la mesa; Nerion, capitán de barcos, curtido por el sol y la sal, cuya piel parecía arrugada por el mar mismo; Ser Addam Torrence, comandante del ala occidental, de complexión maciza y gesto severo; y Ser Martin Stone, jefe de exploradores, que no lograba quedarse quieto, moviendo un pie bajo la mesa como si deseara regresar al campo de inmediato.

También había rostros que Harwin no esperaba encontrar en una cena: la sanadora Shanara, la más joven de las mujeres que servían a la Princesa, con su pequeño hijo Sage sentado en el regazo. El niño, de unos cuatro años, jugaba absorto con una tira de tela que doblaba y retorcía como si fuera un juguete valioso.

Y, por supuesto, estaban los niños Targaryen.

El pequeño Príncipe Aegon, de apenas un año y medio, se encontraba en su silla alta, golpeando con entusiasmo una cuchara de madera contra la mesa, sin percatarse del aire solemne que envolvía a los adultos. Sus risas inocentes rompían la tensión, y Mina, su niñera, lo vigilaba con paciencia mientras trataba de contener las manos inquietas que querían alcanzar todo. Los gemelos, Viserys y Aemmon, de apenas nueve meses, descansaban en brazos de sus cuidadoras, que los mecían con movimientos suaves, procurando que el ambiente pesado no perturbara su calma.

Al final de la mesa, en la cabecera, estaban ellos.

El Príncipe Daemon, imponente incluso en reposo, con los hombros tensos y la mirada fija, como si cada movimiento en la sala pasara por el filo de su atención. Su capa roja se deslizaba sobre el respaldo de la silla como una sombra ardiente. A su lado, la Princesa Rhaenyra, con un vestido claro que ceñía su vientre ya redondeado, irradiaba una mezcla de serenidad y fuerza que imponía tanto respeto como ternura. Sus manos descansaban sobre la mesa, y aunque su voz aún no había roto el silencio, su sola presencia mantenía a todos contenidos, esperando.

Harwin tomó asiento entre Wayne y Nerion, inclinando la cabeza en señal de respeto. Solo entonces se permitió observar el cuadro completo. Jamás en su vida había compartido una mesa como esa: una mezcla de familia, guerreros, sanadores y damas, todos reunidos no por un festín, sino por la necesidad de hablar.

El silencio inicial se rompió con pequeños sonidos cotidianos: el repiqueteo de la cuchara de Aegon, el balbuceo de uno de los gemelos, el crujido del pan al partirse. Detalles que solo hacían más evidente el trasfondo solemne.

Harwin lo comprendió de inmediato: aquello no era una cena. Era un consejo disfrazado de banquete.

Cuando todos estuvieron acomodados y las fuentes comenzaron a circular por la mesa, fue la Princesa quien tomó la palabra. Su voz no necesitó elevarse para dominar el salón; bastó la serenidad con que habló para que todos callaran.

“Os agradezco vuestra presencia esta noche,” dijo la Princesa Rhaenyra, con una sonrisa tranquila que parecía suavizar el aire solemne. Sus manos descansaban sobre el mantel, una sobre la otra, en un gesto elegante que no ocultaba la autoridad que transmitía. “Sé que esta cena es distinta a lo que acostumbramos, pero lo es por necesidad. Y por eso, me alegra veros aquí, juntos, compartiendo mesa.”

Un murmullo de asentimiento recorrió la mesa. Harwin inclinó apenas la cabeza, sorprendido de lo natural que resultaba la mezcla de cortesía y mando en su voz.

Entonces, la Princesa giró hacia su esposo y le cedió la palabra con un leve movimiento de la mano.

Daemon se inclinó hacia adelante, los codos apoyados en la mesa. Su mirada recorrió uno por uno a los presentes antes de hablar.
“Al amanecer se reportaron avistamientos de un dragón,” comenzó, su voz grave y cortante como el acero. “Se envió a un explorador a las islas del Verano, y confirmó lo que temíamos: no era un rumor vacío. Sin embargo, cuando volé a buscarlo, no hallé más que rastros. Nada claro, nada definitivo. De momento, la isla se mantiene en alerta.”

El silencio fue inmediato. Harwin notó cómo incluso las niñeras dejaron de mecer a los gemelos, atentas a cada palabra.

Daemon continuó, con los ojos fijos en la mesa, como si la repasara con la misma intensidad que a un campo de batalla.
“No sabemos qué dragón es. Eso es lo que lo vuelve más peligroso. Ya he mandado a hombres de confianza para verificar la posición de los que conocemos. Quiero confirmar que Vhagar sigue en Braavos y que Meleys continúa en Driftmark. Y también quiero que sepáis esto: hasta tener certeza, todos debéis estar alertas. Si en algún momento veis un dragón desconocido en el horizonte, no lo dudéis: corred a las cuevas. Ese es el único lugar seguro.”

Los ojos de Harwin se clavaron en Daemon. El tono no admitía réplica, y en su pecho se mezclaron la inquietud y una chispa de orgullo al ver cómo el Príncipe dominaba la sala con apenas unas frases.

Fue entonces cuando Ser Martyn Stone, sentado unos lugares más allá, se inclinó hacia adelante.
“Su Alteza, si me permitís,” dijo, con voz firme. “Mañana mismo acompañaré a Ser Harwin y a Lady Prunella. Les mostraré la entrada y los túneles, para que sepan exactamente a dónde dirigirse si las cosas se tuercen. Todos los demás ya conocen el camino, pero si en el caos llegaran a separarse, es vital que cada uno sepa llegar por sí mismo.”

Daemon asintió sin titubear. “Bien pensado.”

Harwin sintió un leve peso en los hombros, consciente de lo que implicaba aquel encargo. No era solo un gesto de confianza, era un recordatorio de que, llegado el momento, hasta él podría ser puesto a prueba en cómo proteger a los más vulnerables.

En la cabecera, la Princesa asintió con calma, y sus ojos recorrieron la mesa con una ternura serena, como si quisiera envolver a todos con la seguridad de su voz.

“Que esta isla permanezca unida. Eso es lo que nos mantendrá fuertes.”

Harwin bebió un sorbo de agua, dejando que la conversación se asentara. Sus ojos recorrieron la mesa, analizando a cada uno de los presentes. Lady Brienne inclinada hacia su hijo, protegiéndolo con un brazo firme mientras con el otro cortaba un pedazo de pan; Prunella, con el ceño fruncido, tomando notas mentales de cada palabra dicha; Elinda, más atenta de lo que aparentaba, sus manos entrelazadas con fuerza sobre su regazo.

Entre los hombres, Wayne permanecía erguido, imperturbable, pero Harwin lo conocía lo suficiente como para notar la rigidez adicional en sus hombros. Nerion tenía los ojos bajos, pero sus dedos tamborileaban contra la mesa, inquietos. Addam Torrence asentía en silencio, como si todo fuese parte de un plan que ya tenía en mente.

Los soldados que custodiaban el salón, no menos de tres docenas, por lo que calculó Harwin, se mantenían en posiciones firmes, atentos, listos para reaccionar a la mínima señal. El aire era pesado, cargado de tensión, pero también de disciplina.

Y entonces, una ausencia lo golpeó.

Alzó la vista hacia la cabecera de la mesa, hacia la Princesa.

“Alteza,” dijo con respeto, inclinando apenas la cabeza, “veo a muchos hombres y mujeres de confianza en esta sala. Pero… ¿ya habéis elegido a vuestro Guardia Real?”

El silencio fue inmediato. La Princesa lo miró con sorpresa genuina, como si la pregunta fuese incomprensible. Varios en la mesa intercambiaron miradas confusas.

Solo Elinda bajó los ojos, como si supiera más de lo que deseaba admitir.

Harwin carraspeó, aclarando su voz.

“En la capital hubo un juicio, poco antes de que partiese hacia aquí. La Reina nombró un guardia sin permiso del Rey. Fue ejecutado en la plaza. Después de aquello, Su Majestad decretó que vos, Princesa, teníais derecho a elegir a vuestro propio guardia. Ser Lorent Marbrand fue enviado con la orden sellada para entregárosla en persona.”

La sorpresa se dibujó en los rostros alrededor de la mesa.

“Pero ese hombre nunca llegó,” murmuró Prunella, con evidente inquietud.

Daemon, que hasta entonces había permanecido en silencio, clavó sus ojos en Harwin.

“En nuestros puntos de control no se detuvo barco real alguno,” dijo con dureza. “Ni noticia de su paso. Si fue enviado, se perdió antes de llegar a nuestras aguas.”

El murmullo recorrió la mesa como un viento helado. El nombre de Ser Lorent resonaba en cada mente. ¿Había desertado? ¿Había caído en manos enemigas? ¿O nunca había sido enviado?

La Princesa entrelazó las manos sobre la mesa, su gesto sereno, pero sus ojos brillaban con una sombra de inquietud.

“Entonces debemos considerar que algo le sucedió en el camino,” dijo con calma.

El murmullo inquieto seguía recorriendo la mesa cuando la Princesa entrelazó las manos sobre el mantel y fijó la mirada en Harwin.

“Decidme más, Ser Harwin,” pidió, su tono sereno pero firme. “¿Qué implicaría exactamente este decreto del Rey?”

Harwin se enderezó, consciente de que todas las miradas recaían sobre él.

“Es bastante simple, Alteza. Vos elegís a vuestro Guardia Real. La decisión es solo vuestra. Ser Lorent Marbrand fue enviado para traer el decreto y recibir vuestra elección… pero como nunca llegó, el asunto quedó en el aire. Prometo que, cuando regrese a Poniente, llevaré vuestra decisión al Rey en persona. Así quedará sellada ante la corte.”

Por un instante, el silencio se hizo más profundo. Harwin aguardó, expectante, hasta que la Princesa asintió con calma.

“Lo pensaré unos días,” dijo, su voz clara. “Me aseguraré de tener mi decisión lista para cuando vuestro momento de partir llegue.” Sus ojos se posaron brevemente en los gemelos que dormían en brazos de sus niñeras antes de volver a Harwin. “Pero además, Ser Harwin, informaréis al Rey del destino desconocido de Ser Lorent. Que se sepa que fue enviado, y que nunca llegó.”

Luego giró hacia su esposo, su gesto sin perder la serenidad, aunque la tensión brillaba en sus ojos.

“Y vos, mi Príncipe, informaréis a vuestros hombres. Quiero una búsqueda activa. Que se haga saber en cada puerto que se pregunte por Ser Lorent. Si está vivo, lo encontraremos. Y si no…” Sus labios se apretaron, conteniendo la dureza de lo que no dijo. “Al menos sabremos qué ocurrió.”

Daemon inclinó la cabeza con gravedad, los dedos tamborileando sobre la mesa como si ya estuviera planificando cómo desplegar a sus hombres.

Harwin bajó los ojos a su plato, comprendiendo que la conversación, aunque sobria y tranquila, había cambiado el rumbo de la cena. Y que su comentario, pensado al inicio como mera observación, había abierto una nueva misión en la mente de todos los presentes.

Los días siguientes se vivieron bajo la sombra de la incertidumbre. Desde la mañana hasta bien entrada la tarde, el rugido del dragón del Príncipe cruzaba el cielo de la isla. Harwin aprendió a distinguirlo incluso a la distancia: un rugido largo y grave cuando se elevaba para ganar altura, un bramido corto y seco cuando descendía. Cada vez que lo escuchaba, las gentes de la isla levantaban la vista con respeto, con una mezcla de alivio y temor.

Al día siguiente de la cena solemne, Ser Martin Stone lo condujo hacia el corazón de la isla. Lady Prunella Celtigar lo acompañaba, caminando a su lado con pasos cortos, los dedos entrelazados sobre el regazo como si no supiera dónde posar las manos. Harwin no pudo evitar notar lo tímida que parecía, apenas hablaba salvo para asentir o agradecer en voz baja cuando él le abría paso.

El acceso estaba oculto detrás de una roca semicubierta de líquenes. Dos soldados apartaron la losa, revelando un pasaje descendente iluminado con antorchas clavadas en la pared. El aire que salió de allí era húmedo y pesado, cargado de un calor sofocante.

“Estos son los túneles que llevan a las cavernas,” explicó Martin con tono didáctico. “Si algún día un dragón enemigo llegara a esta isla, aquí es donde debéis llevar a las damas y a los niños. Ningún fuego podría alcanzarlos en lo profundo.”

Avanzaron en silencio. El eco de sus pasos resonaba en la roca, mezclado con el goteo constante del agua filtrándose por las grietas. Tras un largo descenso, el pasillo se abrió en una vasta caverna. Una piscina subterránea brillaba a la luz de las antorchas, el agua oscura reflejando sus figuras deformadas.

Más adelante, otro pasaje los condujo a una cámara sofocante. El aire estaba cargado de azufre, y la luz danzante revelaba corrientes de lava que serpenteaban entre las rocas. El calor era tal que Harwin tuvo que secarse la frente.

“Algunas de estas cámaras son mortales,” advirtió Martyn. “No están pensadas para refugiarse, pero sirven para recordar a cualquiera que lo intente que esta isla está hecha de fuego.”

Lady Prunella, con los ojos muy abiertos, apretó los pliegues de su vestido y murmuró:

“Jamás había visto algo semejante.”

Harwin se sorprendió por lo sincera que sonaba su voz. Asintió con gravedad.

“Ni yo. En Harrenhal nunca soñé que existiría un lugar así.”

El recorrido terminó en un sistema de cavernas profundas, de paredes lisas y amplias, donde el eco de su respiración parecía infinito. Martin extendió un brazo, señalando el espacio oscuro.

“Este es el verdadero refugio. Si llegara el día, aquí se reunirían todos: damas, niños, sanadoras y quienes no puedan luchar. El Príncipe mismo ordenó que se mantuviera listo, y la Princesa insiste en que nadie lo olvide.”

Harwin recorrió con la mirada el lugar. Podía imaginar a decenas de personas reunidas allí, resguardadas bajo toneladas de piedra mientras arriba el cielo ardía con llamas. La idea lo estremeció.

Lady Prunella bajó la cabeza, como si le costara siquiera imaginarse en aquel lugar. Harwin la miró de reojo. Era evidente que la joven Celtigar no estaba hecha para la guerra… pero había aceptado la carga de vivir en una corte marcada por dragones.

Salieron del túnel tras lo que pareció una eternidad. La luz del día los cegó por un instante, y Harwin respiró el aire fresco con alivio.

“Ahora lo sabéis,” dijo Martin, con voz grave. “Y si llega el momento, vuestra obligación será recordar el camino.”

Harwin asintió. Lo había grabado en su memoria.

Pero, a pesar de la tensión, la vida debía continuar. Y así, cuando llegó el cumpleaños de Anya, la Princesa permitió que se celebrara como su doncella había pedido: en la playa.

El cambio de aire fue inmediato. Harwin lo sintió apenas bajaron las escalinatas que llevaban a la arena. Las mujeres habían dejado atrás las ropas de corte severo para vestirse con vestidos de lino ligeros y vaporosos, que se mecían con la brisa marina como si fueran alas. Los hombres lucían túnicas amplias y pantalones de lino fresco, todos descalzos, sus huellas quedando marcadas en la arena húmeda.

Había guirnaldas de flores trenzadas colgadas entre postes de madera, y sobre grandes mantas se servían frutas frescas, panecillos aún tibios y jarras con agua saborizada con cítricos. Los niños correteaban en la orilla, riendo mientras la espuma del mar les rozaba los pies.

El aire se sentía distinto: más liviano, más libre. Una felicidad genuina, como si por unas horas todos se hubiesen permitido olvidar la tensión de los últimos días.

Anya, en el centro de la celebración, reía con la vitalidad de una niña y la elegancia de una dama. Recibía los regalos con los ojos brillantes: un collar de conchas finamente pulidas, una cinta bordada en tonos marinos, un cuaderno de hojas en blanco para sus diseños. Cada ofrenda la hacía sonreír, y su alegría se contagiaba entre los presentes.

Harwin la observaba con una mezcla de orgullo y nostalgia. Hacía años que no la veía celebrar de ese modo, tan libre, tan suya. Se dijo a sí mismo que valía la pena haber pedido quedarse un poco más.

El rugido del mar acompañaba las risas, y el viento, cálido y salado, parecía llevarse consigo las preocupaciones.

Por una tarde, la isla entera fue fiesta.

El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados que se reflejaban en el mar tranquilo. La arena se había convertido en un festival improvisado: había mantas extendidas sobre las que descansaban canastas con frutas, pan, quesos suaves y jarras de jugos; los niños corrían de un lado a otro, dejando huellas que la espuma del mar borraba enseguida; las damas reían entre sí, sus vestidos ligeros flameando como alas al viento.

Alrededor de una fogata recién encendida, algunos jóvenes del puerto tocaban flautas de caña y tambores de cuero. La música se mezclaba con las risas, creando un ambiente cálido que parecía imposible en medio de tanta tensión.

Harwin, con los pies descalzos hundidos en la arena, observaba el cuadro con una mezcla de incredulidad y nostalgia. Nunca había visto nada igual. En Harrenhal, los festejos eran sombríos, llenos de vino y orgullo, pero aquí todo era natural, vivo, como si la isla misma respirara alegría por una noche.

Sus ojos se desviaron, inevitablemente, hacia la Princesa.

La Princesa Rhaenyra estaba recostada en una silla larga de madera, cubierta con cojines claros, como si el mar le hubiera tendido un trono improvisado. El vestido que llevaba, suave, de lino marfil, no ocultaba el vientre redondeado que Harwin calculaba casi a término. Se veía magnífica, poderosa y delicada al mismo tiempo. Su cabello platinado caía como un río de luz, capturando cada resplandor del ocaso.

El pequeño Aegon, con apenas un año y medio, corría descalzo hasta la orilla, recogía conchas y regresaba tambaleante hasta su madre para entregárselas con una sonrisa orgullosa. La Princesa Rhaenyra las recibía con paciencia infinita, acariciándole la cabeza y guardando cada pieza como si fuera un tesoro real.

Harwin notó cómo el Príncipe rondaba a su alrededor, incapaz de separarse demasiado. Daemon caminaba por la arena como un lobo en guardia, los ojos atentos a todo, aunque llevaba en brazos a uno de los gemelos que jugaba con los pliegues de su túnica. A cada paso, los pequeños dragones se movían entre sus pies, siguiéndolo con un celo instintivo, lanzando pequeños chirridos y bufidos juguetones al viento.

La imagen se grabó en la mente de Harwin: la Princesa radiante, su vientre prominente, el hijo mayor llevándole ofrendas de conchas, el Príncipe vigilante con otro de los niños en brazos y las bestias jóvenes en torno a él como guardianes naturales. Era una estampa de poder y ternura entrelazados, una familia que parecía al mismo tiempo frágil e intocable.

Harwin se descubrió conteniendo el aliento. A su alrededor todos reían, bailaban, celebraban a su hermana Anya, pero él solo podía pensar en cómo esa escena quedaría grabada en su memoria, como un secreto demasiado grande para confesar.

La música de flautas y tambores suavizó su ritmo cuando la Princesa, aún recostada en su silla larga, hizo un gesto con la mano. El pequeño Aegon seguía a sus pies, jugando con las conchas que había recogido, y los dragones jóvenes se acurrucaban sobre la arena tibia, ronroneando como gatos gigantes.

La Princesa Rhaenyra alzó la voz, clara y cálida, y todos guardaron silencio.

“Hoy celebramos a Anya, cuya lealtad y dulzura han dado tanto a mi casa. Merece más de lo que podamos darle, pero confío en que este obsequio le recordará siempre lo valiosa que es para mí.”

Un murmullo emocionado recorrió el grupo mientras dos sirvientes colocaban un pequeño cofre frente a Anya. La doncella lo abrió con manos temblorosas y contuvo un grito de alegría. Dentro había telas preciosas: sedas suaves como el agua, linos bordados en hilos plateados, terciopelos de colores profundos.

“Todas para ti,” dijo la Princesa con una sonrisa maternal. “Quiero que elijas lo que más te guste y que brilles con ello.”

Anya inclinó la cabeza, los ojos húmedos, y todos los presentes comenzaron a aplaudir.

La alegría se contagió y pronto otros se acercaron para entregarle obsequios. Una pulsera de cuentas rojas, un par de aretes dorados, un collar sencillo pero elegante. Cada regalo, por pequeño que fuese, era recibido con una sonrisa genuina y palabras de agradecimiento.

Harwin esperó su momento. Caminó entre los invitados, con la arena hundiéndose bajo sus pies, hasta llegar a su hermana. Sacó un estuche pequeño de cuero que llevaba guardado en su cinturón.

“Para ti, Anya,” dijo, ofreciéndoselo con una sonrisa cargada de orgullo.

Ella lo abrió y sus ojos se iluminaron. Era un broche de plata fina, delicadamente trabajado, con un zafiro azul incrustado en el centro. La luz del ocaso lo hacía brillar como si escondiera un pedazo del mar.

“Es hermoso, Harwin,” murmuró ella, abrazándolo con fuerza.

Él rió bajo y, antes de que las lágrimas de su hermana pudieran brotar, sacó un segundo estuche.

“Y este es para ti, Catelyn. Me lo debía, por no haber estado en tu cumpleaños a principios de año.”

Catelyn abrió el cofre y encontró otro broche, semejante al de su hermana, pero con un diamante claro en el centro que reflejaba cada chispa de la hoguera cercana. Ella lo tomó entre los dedos con reverencia, como si no pudiera creer que le pertenecía.

“Harwin…” susurró, conmovida.

“Solo es justo,” respondió él, con una sonrisa torpe. “Dos hermanas, dos joyas. No podía ser de otro modo.”

Las dos se abrazaron a la vez a su hermano, mientras alrededor la música subía de nuevo y las risas regresaban. Harwin, por un instante, sintió que la tensión de los días anteriores se desvanecía. Al menos esa noche, todo era alegría.

La fiesta se prolongó hasta entrada la noche. El fuego crepitaba en la playa, las flautas seguían marcando melodías ligeras, y los niños correteaban descalzos con carcajadas que se mezclaban con el rumor del mar. Incluso los dragones jóvenes parecían partícipes de la celebración: correteaban por la arena, jugando entre sí, sus colas dejando surcos que el agua borraba con la marea.

Harwin, rodeado de risas y música, guardó cada detalle en su memoria. El rostro radiante de Anya, aún con los ojos húmedos por la emoción; Catelyn mostrándole orgullosa el broche de diamante que había recibido; Lady Brienne riendo mientras intentaba mantener a Joffrey lejos de los dragones que lo fascinaban; y la Princesa, recostada en su silla larga, serena y majestuosa, acariciando el vientre prominente mientras aceptaba cada concha que Aegon le traía como si fuera una joya de la corona.

Era una escena de paz en un mundo que sabía estar marcado por el fuego.

Dos días después, esa paz quedó atrás.

El amanecer llegó con un cielo encapotado y un aire más frío de lo normal. Los cuernos no habían sonado esa mañana, pero Harwin podía sentir en cada gesto de los guardias, en cada orden seca de los capitanes, que la tensión era más fuerte que nunca. Los avistamientos del dragón desconocido aumentaban. Los exploradores hablaban de sombras en el horizonte, de rugidos perdidos en la distancia, pero nadie sabía aún de qué criatura se trataba, ni dónde se escondía.

En medio de esa incertidumbre, Harwin sabía lo que debía hacer. Su deber lo reclamaba. La Princesa le había dado una orden, y él había hecho una promesa: debía ir a cumplir justicia contra su hermano.

Mientras ajustaba la correa de su espada y aseguraba la capa a sus hombros, el peso de aquella misión se sentía más grande que nunca. No era solo el viaje ni la guerra que esperaba encontrar en Poniente: era partir de la isla en un momento en que la amenaza podía llegar en cualquier instante.

Se detuvo un momento en los muelles, viendo cómo los hombres cargaban los barcos y revisaban velas y sogas. Respiró hondo, intentando ahogar la inquietud.

El puerto estaba en silencio, un silencio extraño, roto solo por el crujir de las cuerdas y el chapoteo del agua contra los cascos de los barcos. El cielo encapotado parecía pesar sobre todos los presentes. Harwin ajustó la correa de su espada una última vez y avanzó hacia el muelle, con la determinación endurecida en sus pasos.

La Princesa lo esperaba allí. Estaba de pie, con su esposo a un lado, el brazo de Daemon sosteniéndola con firmeza para ayudarla a mantener el equilibrio sobre las tablas húmedas. La Princesa Rhaenyra irradiaba majestad incluso con el vientre redondeado, el lino claro de su vestido ceñido al cuerpo como si quisiera proclamar la vida que llevaba dentro.

Harwin se arrodilló brevemente en señal de respeto. Ella inclinó la cabeza con un gesto solemne y extendió un pequeño cofre de madera oscura, adornado con herrajes de plata.

“En este cofre está mi decisión respecto a mi Guardia Real,” dijo con voz clara, que resonó sobre las aguas quietas. “Debéis entregarlo sellado a mi padre, el Rey. Él debe ser el primero en saber a quién he elegido. Si aprueba mi deseo, ese caballero será recogido por uno de nuestros barcos en medio año.”

Harwin tomó el cofre con ambas manos, inclinando la cabeza con reverencia.
“Así será, mi Princesa. Lo juro por mi espada y mi honor.”

Daemon lo observaba desde un paso detrás, sus ojos encendidos con la misma intensidad que siempre, como si midiera cada fibra del hombre que se llevaría aquel encargo. Harwin sostuvo su mirada un instante, sabiendo que no debía flaquear.

Entonces llegó el momento más difícil.

Sus hermanas lo rodearon. Anya lo abrazó primero, con fuerza inesperada, los ojos húmedos.
“Prométeme que volverás, Harwin. Que este no será el último cumpleaños que compartamos.”

“Lo prometo,” respondió él, apretándola contra su pecho.

Catelyn lo abrazó después, temblorosa, pero con una sonrisa firme.
“Te estaremos esperando, hermano. Aquí estamos seguras. Tú haz lo que debes.”

Harwin tragó saliva, con un nudo en la garganta. “No hay nada más difícil que partir de vosotras.”

Finalmente, cuando estuvo a punto de subir la pasarela del barco, la voz de la Princesa lo detuvo.

“Ser Harwin.”

Se giró de inmediato. La Princesa Rhaenyra lo miraba con una intensidad que helaba y quemaba al mismo tiempo.

“Vigilad también a Alys. Y recordad esto cuando le habléis en mi nombre: el fuego no es amigo de los bastardos. Que esa advertencia no se le olvide jamás.”

Harwin inclinó la cabeza, confundido por el significado de sus palabras y que la Princesa supiera el nombre de su media hermana. Luego subió al barco, con el cofre bien asegurado y el corazón dividido entre el deber, el amor por sus hermanas y la sombra del dragón desconocido que rondaba cada horizonte.

 


 

Ser Harrold 

Ser Harrold Westerling había vivido demasiado cerca de las coronas y los dragones como para fingir que eran símbolos intocables. Forjado en la Guardia Real desde los días del rey Jaehaerys I, aprendió a ser la sombra de un trono que jamás descansa, la espada que se desenvaina sin preguntas y el escudo que no vacila.

Cuando el joven Viserys heredó la corona, Ser Harrold fue designado como escudo personal de la Princesa Rhaenyra. De todos los deberes que había cargado en su vida, aquel fue el que más lo marcó.

Para él, la estirpe nunca tuvo importancia: lo que contaba eran los votos, la espada, y la fidelidad que un caballero debía a su Rey. Fue él quien ayudó a formar al príncipe Daemon en el arte de la espada, y aunque el recuerdo de aquel aprendiz le despertaba cariño, también le dejaba una punzada de exasperación. Daemon Targaryen siempre fue caos con alas, y Harrold lo sabía mejor que nadie. Sin embargo, a pesar de la turbulencia, había afecto, un reconocimiento tácito.

Su vínculo más profundo, sin embargo, era con la Princesa Rhaenyra. Él había sido su escudo, la sombra que caminaba a su lado, y en su mirada encontró la misma nobleza que en Aemma, la difunta reina. Por eso, cuando Ser Criston Cole traicionó sus votos, atacando a la heredera y quebrando el juramento que todos compartían, Harrold sintió tambalear su fe en la hermandad blanca. No en los votos: esos los reforzó aún más, jurándose que jamás sería él quien diera la espalda.

Ahora, enfermo y debilitado por la edad, vestía la capa blanca no solo como una prenda de deber, sino como la última piel que lo mantenía vivo. Lord Comandante de la Guardia Real, testigo de la decadencia del Rey, de los juegos de la Reina, y de la fragilidad de la sucesión.

Recordar a la Princesa le pesaba más que el frío de sus huesos. La Princesa Rhaenyra había dejado la corte hacía ya varios años, bajo la protección del príncipe Daemon, y desde entonces el corazón de la Fortaleza Roja parecía haberse torcido. En su ausencia, los pasillos se habían llenado de susurros, y la Reina había aprendido a caminar como si cada piedra le perteneciera.

Ser Harrold lo veía con claridad: mientras la heredera legítima permanecía lejos, apartada por orden de su propio padre para mantener la paz, Alicent tejía una red cada vez más tupida dentro de la corte. Sus hijos crecían rodeados de cortesanos que los trataban como príncipes nacidos para reinar, y la Reina alentaba aquella ilusión con silenciosa obstinación.

Para los ojos de muchos, la distancia de la Princesa era un vacío. Un vacío que Alicent llenaba con sonrisas medidas, plegarias a los Siete y la presencia constante de sus pequeños. Era un juego peligroso, y Ser Harrold lo sabía. La gente olvidaba rápido. Incluso la voluntad de un Rey podía volverse frágil cuando la sucesora se encontraba lejos y los niños de la Reina corrían libres por los salones.

La ausencia de la Princesa Rhaenyra alimentaba la creencia errónea de que la corona podía pasar a otros. No importaban los decretos públicos, ni el juramento sellado ante el reino. Cada vez que un noble veía a la Reina rodeada de cortesanos, cada vez que sus hijos eran presentados como el futuro, aquella mentira se reforzaba.

Harrold lo entendía mejor que nadie. Lo había visto antes, en la larga vida de Jaehaerys, cuando disputas silenciosas entre hijos y nietos habían hecho tambalear la sucesión. La historia se repetía, y él era el guardián impotente que debía observar cómo el mismo veneno comenzaba a correr de nuevo.

Su lealtad era con el Rey, pero su corazón no podía evitar mirar más allá: hacia la Princesa que había jurado proteger cuando esta era solo una pequeña bebe que cabia en una sola de sus manos.

Había noches en que Ser Harrold contemplaba al Rey con silenciosa reverencia. La enfermedad lo debilitaba, el cansancio lo arrastraba cada vez más, y aun así, en lo esencial, Viserys permanecía inquebrantable. No había retrocedido en su resolución: Rhaenyra era la heredera. Su hija seguiría siendo el futuro de la corona, aunque su lecho estuviera vacío de su presencia, aunque los susurros intentaran enterrarla bajo dudas.

Esa firmeza era digna de respeto. Harrold lo admiraba por ello, porque sabía bien cuánto costaba mantener la palabra cuando toda una corte presionaba en sentido contrario. El Rey había cometido errores, sin duda, pero en esa decisión había mostrado la fortaleza de un verdadero monarca.

Lo que no podía adivinar era hasta dónde estaría dispuesta a llegar la Reina. Ni ella, ni su padre, ni sus hermanos. Los Hightower eran pacientes y calculadores; movían sus piezas con la precisión de quienes no buscan una victoria inmediata, sino la lenta ocupación de cada espacio vacío. Y el mayor vacío de todos era la ausencia de la Princesa.

Su deber era proteger.

Ser invisible.

La espada y el escudo del Rey.

Ser Harrold no era nadie para juzgar.

Pero el deber no lo cegaba. Sus años al servicio le habían enseñado a mirar más allá de los gestos y de las sonrisas. La Reina caminaba por los pasillos como si le pertenecieran, como si su sombra pesara más que la del propio Rey. Y los hombres la obedecían. Demasiado.

El Comandante había pasado meses debilitado por la enfermedad, y aun así, nada de lo que había visto en esos días lo tranquilizaba. Al contrario: la ausencia del Rey en las salas, el murmullo constante en las cocinas, el perfume de la Reina paseando entre los guardias como quien prueba su fuerza.

Cuando el rumor del nuevo embarazo se extendió, Ser Harrold sintió un frío en la espalda más duro que la fiebre que lo había consumido. Él conocía la verdad: el Rey no había compartido lecho con su esposa en muchas lunas.

Ser Harrold comprendió que no era un simple rumor de alcoba, sino un movimiento más en la partida. El embarazo, verdadero o no, era un arma. Una forma de reforzar en la mente de la corte la idea de que los hijos de la Reina eran el futuro.

El juramento le apretó el pecho. No era su lugar hablar. Pero sí era su deber proteger. Y lo que veía era peligro, no solo para el Rey, sino para la Princesa, para la sucesión misma.

El rumor había recorrido la Fortaleza Roja con la rapidez de un incendio en campo seco. Nadie se atrevía a pronunciarlo en voz alta frente al Rey, pero en cada pasillo, en cada esquina, en cada mesa de servicio, el embarazo de la Reina era ya un hecho aceptado.

Ser Erryk lo mencionó con cautela, al quedarse a solas con su comandante.

“Lord Comandante… ¿habéis oído lo que dicen de la Reina?”

Harrold no apartó la mirada de la ventana. Los jardines se extendían bajo la luz gris, pero no había belleza que lo distrajera. Su voz fue seca.

“Mi deber no es repetir rumores, Ser Erryk.”

El joven guardia vaciló un instante, luego bajó la voz.

“Solo… me preocupa lo que pueda significar para la Princesa. Y me preocupa vos, mi señor. Vuestra salud.”

Harrold lo miró entonces, con un gesto que no era regaño, pero tampoco ternura.

“La salud de un hombre viejo no es asunto de un guardia de capa blanca, muchacho.”

Erryk se removió, incómodo, pero Harrold continuó, como si la fuerza de la verdad se le escapara sin querer.

“Los maestres dicen que no encuentran la causa de mi mal. Que son los años, o el cansancio, o la humedad en los huesos. Pero he vivido demasiados inviernos para saber que el dolor que llevo dentro no es simple vejez. Hay días en que apenas puedo sostener mi espada. Y eso…”

Se interrumpió. Sus labios se cerraron como una puerta que nadie podía forzar.

Erryk quiso preguntar más, pero el silencio de su comandante lo disuadió. Harrold no necesitaba decirlo: lo que pensaba de los maestres no debía pronunciarse en voz alta.

En su interior, el Lord Comandante sabía que la enfermedad era otro muro que lo apartaba de su deber. Y cada vez que el rumor del embarazo resonaba en su cabeza, el dolor en su cuerpo se volvía más insoportable.

Cada mañana, Ser Harrold revisaba las tablillas con las rotaciones de los capas blancas. El deber era claro: un guardia debía estar siempre junto al Rey, otro junto a la Reina, y al menos uno vigilando a los príncipes. Lo que en los libros parecía sencillo, en la práctica era un rompecabezas cada vez más difícil de sostener.

La Guardia Real tenía vacíos que dolían como heridas abiertas. Dos espacios sin cubrir, dos juramentos ausentes que no habían sido reemplazados. Ser Rickard había caído por traición, y el lugar de Ser Lorent permanecía en una bruma de incertidumbre.

El propio Rey lo había enviado, meses atrás, a llevar un decreto a la Princesa. Desde entonces no había regresado. Nadie lo había visto, nadie lo había reclamado. Harrold no podía evitar preguntarse si la Princesa lo había elegido como su guardia personal y, de ser así, si volvería algún día a ocupar su lugar en la hermandad blanca.

La idea lo inquietaba. No porque dudara de la lealtad de Lorent, sino porque cada ausencia en la Guardia debilitaba el muro que debía rodear al Rey. Y en esos tiempos, cuando los pasillos hervían de rumores y la Reina parecía crecer en poder, un muro debilitado era un riesgo demasiado grande.

Harrold suspiró, apoyando una mano temblorosa sobre la madera. El dolor en sus huesos le recordó que su propia fuerza ya no era la de antaño. Aun así, debía seguir cumpliendo con el deber de organizar, vigilar y sostener la hermandad. Aunque las piezas del tablero se desmoronaran, aunque el Rey estuviese rodeado de enemigos disfrazados de aliados, la capa blanca no podía permitirse flaquear.

Aquella noche, Ser Harrold la vio. La Reina caminaba sola por los corredores, el cabello desordenado, los ojos enrojecidos como si hubiese llorado en exceso o despertado de una pesadilla. No llevaba escolta. No buscaba ser vista. Y, sin embargo, él la vio. Guardó silencio, como siempre hacía, pero la imagen se le quedó grabada en la mente.

Al día siguiente, mientras compartían un plato de pan y carne en la mesa de guardia, Harrold habló sin rodeos, con la misma voz grave con la que solía dictar las rotaciones.

“Dime, Ser Arryk, ¿has notado algo extraño en la Reina durante tus guardias?”

Arryk levantó la mirada con cierta cautela, sorprendido por la pregunta. Dudó unos instantes, luego asintió.

“Sí, mi señor. Dos veces ya. Desaparece por horas en la noche. La primera no pude seguirla, estaba asignado a los príncipes. La segunda intenté mandar a un guardia, pero no pudo hallarla.”

Harrold entrecerró los ojos, ladeando apenas la cabeza.

“¿Y viste a alguien más con ella? ¿Algún rostro extraño, algún movimiento fuera de lugar?”

Arryk negó lentamente.

“No, mi señor. Solo los sirvientes habituales en los pasillos. Ninguno se apartó de su tarea. Ninguno pareció seguirla.”

El Lord Comandante sostuvo la mirada del joven un momento más, en silencio, antes de asentir con gravedad.

“Entonces presta más atención. Observa lo que otros no ven. Y si vuelve a ocurrir… vuelve a enviar un guardia tras ella. Alguien en quien confíes.”

Arryk asintió, esta vez con firmeza.

“Lo haré, mi señor.”

Harrold tomó otro bocado de pan, como si con ese gesto diera por concluida la conversación. Pero en su mente la imagen de la Reina sola en la penumbra seguía pesando más que cualquier palabra.

En su siguiente momento libre, Ser Harrold buscó a Lady Mina, la dama principal de la Reina. La encontró en los pasillos que daban a la sala de bordado, donde unas jóvenes acomodaban telas y cofres con hilos de seda. Harrold esperó con paciencia, apoyado en el pomo de su espada hasta que ella quedó sola, y entonces se inclinó levemente en señal de respeto.

“Mylady, ruego me disculpéis si os detengo en vuestras ocupaciones. Hay algo que me inquieta, y me atrevo a confiaros mi preocupación.”

Lady Mina, siempre compuesta, lo miró con curiosidad, quizás con un matiz de cautela.

“Decid, mi señor. Si está en mi mano, ayudaré.”

Harrold bajó la voz, cuidando que sonara más paternal que inquisitiva.

“He notado que Su Majestad la Reina gusta de caminar en horas tardías. No es mi intención importunarla, pero nada me preocupa más que su seguridad. Sabéis bien que los pasillos de noche pueden ser traicioneros. ¿Es costumbre suya, acaso, buscar reposo en la soledad?”

Mina se sobresaltó apenas, lo suficiente para que Harrold lo notara. Su respuesta llegó rápida, aunque vestida con la cortesía debida.

“No, mi señor. Al menos, no que yo sepa. La Reina no me ha confiado nada al respecto. Sus pasos, en esas horas, me son tan ajenos como a vos.”

Harrold inclinó la cabeza, sin dejar de observarla.

“Os agradezco la sinceridad. Pero decidme, ¿hay alguien más cercano a ella en esas horas? Alguna doncella que permanezca siempre a su lado.”

Mina pensó un instante, como si calibrara lo que podía decir. Finalmente, respondió con naturalidad aparente.

“Su sirvienta, Aoife. Esa muchacha siempre está cerca, incluso en los momentos más íntimos. Si alguien conoce sus costumbres nocturnas, ha de ser ella.”

Harrold la escuchó en silencio, con las manos entrelazadas sobre el pomo de la espada. La reverencia con que agradeció su respuesta fue tan medida como sus palabras.

“Habéis sido de gran ayuda, Lady Mina. Vuestra preocupación por la Reina se nota en cada gesto, y yo la compartiré en lo que me corresponde. Que nada perturbe su descanso: esa es mi tarea.”

Ella inclinó la cabeza con elegancia, y la conversación terminó allí, en apariencia sin importancia.

Pero mientras se alejaba por los pasillos, Harrold meditaba en lo que había escuchado. Resultaba extraño, profundamente extraño, que la dama principal de la Reina desconociera por completo sus hábitos nocturnos. En todos sus años de servicio había visto la cercanía natural entre reinas y damas, la complicidad que convertía a aquellas mujeres en confidentes inseparables.

Con Alicent, en cambio, la distancia era evidente. Había silencios donde debía haber confidencias, reservas donde debía existir confianza. Antes lo había atribuido a la falta de preparación de la Reina para el papel que le había tocado, a la torpeza propia de quien fue arrojada demasiado pronto al centro de la corte. Pero aquella respuesta lo hizo reconsiderar.

Quizás no era torpeza.

Quizás era algo deliberado.

Por primera vez, Ser Harrold empezó a notar que la casa de la Reina no se manejaba como debía. Había un orden extraño, intencional, como si ciertos espacios estuvieran siendo levantados a propósito para apartar miradas incómodas, incluidas las de la propia Guardia Real.

Durante los días siguientes, Ser Harrold mantuvo la mirada atenta, aunque discreta, sobre la joven sirvienta de la Reina. Aoife. Siempre cerca, siempre silenciosa, siempre obediente. Nada en ella le pareció fuera de lugar. No era más que una doncella aplicada, entregada a su señora y a los hijos de esta.

Harrold no pudo evitar admirar la manera en que trataba a los pequeños. Había en sus gestos una delicadeza que no se fingía: acariciaba el cabello de la princesa Helaena con paciencia cuando la niña se enredaba en su bordado; se inclinaba hasta el suelo para recoger los juguetes abandonados por el príncipe Aemond, evitando que la Reina tuviera que ver desorden; y, sobre todo, sostenía al pequeño Daeron con un cuidado especial. Ese niño al que la mayoría parecía preferir no ver, al que incluso los cortesanos fingían que no existía, ella lo acunaba como si fuera el centro del mundo.

La visión despertó en Harrold una punzada de respeto. Esa muchacha servía con más devoción que muchos caballeros con títulos.

Al retirarse, Harrold comprendió que Aoife no sabía nada. La joven hablaba con sinceridad: si la Reina salía de noche para ver a sus hijos, eso explicaba por qué la doncella no la acompañaba. Pero Harrold sabía lo que había visto con sus propios ojos, y ese pasillo no quedaba cerca ni del ala de los príncipes ni de las cámaras de la Reina. Aoife era inocente en ese sentido. No había nada que reprocharle.

La certeza de que algo no encajaba lo empujó a buscar otra voz de confianza. Decidió hablar con Ser Darklyn, que solía hacer la primera guardia del Rey y conocía bien los movimientos en las horas previas al amanecer.

Lo encontró en el patio de armas, ajustándose el guante de cuero antes de volver al puesto. Harrold se acercó despacio, con el paso pesado de sus años, y habló en voz baja.

“Dime, Ser Darklyn, ¿has visto alguna vez a la Reina fuera de sus aposentos en horas extrañas?”

El caballero dudó apenas, pero la seriedad en el rostro del Lord Comandante lo convenció de responder.

“Una vez, mi señor. Fue al amanecer, justo después del cambio de guardia. La vi caminar por el corredor con el vestido casi abierto, como si hubiese salido a toda prisa. Me acerqué para preguntarle si necesitaba ayuda, pero me gritó que me metiera en mis asuntos.”

Harrold apretó la mandíbula, guardando silencio. Esa no era la respuesta de una reina sorprendida en un paseo inocente.

Cuando volvió a quedar a solas, lo tuvo claro. La inquietud que lo había seguido desde aquella primera noche se había convertido en una certeza: necesitaba hablar con el resto de la Guardia. Si lo que estaba ocurriendo seguía en la penumbra, las sospechas podían dividirlos o, peor aún, hacerlos ciegos ante una amenaza.

Era hora de que todos los hombres de la capa blanca compartieran lo que habían visto.

La sala de guardia estaba en penumbra, iluminada apenas por un par de lámparas de aceite. Los hombres de la capa blanca se reunieron alrededor de la mesa larga, donde Harrold había ordenado el encuentro. El silencio inicial pesaba, como siempre que el Lord Comandante decidía hablar.

Harrold se mantuvo de pie, apoyado en el pomo de su espada.

“Hemos jurado ser los ojos y los oídos del Rey. Si algo ocurre dentro de la corte y pasa desapercibido para nosotros, no somos dignos de la capa que llevamos. Decid lo que habéis visto.”

Por un instante nadie habló. El crujido de la madera y el murmullo del aceite en la lámpara llenaron el espacio. Fue entonces cuando, para sorpresa de Harrold, Ser Erryk rompió el silencio.

“Mi señor… he notado que la Reina ha estado actuando extraño desde que anunció su nuevo embarazo.” Se detuvo, miró a los demás y prosiguió con cautela. “Recordad que sucedió lo mismo cuando estaba encinta del príncipe Daeron. Había noches en que desaparecía, y cuando regresaba parecía distinta, como si el embarazo alterara su ánimo… o su mente.”

Un murmullo recorrió la mesa, pero lo que dijo después heló el ambiente.

“Lo más inquietante es que he observado cómo los guardias de la casa de la Reina, sus caballeros asignados, tienen órdenes de no vigilar durante las noches cerca de sus aposentos. Solo cubren el exterior.”

Harrold entrecerró los ojos. Aquella instrucción no podía ser casual.

“¿Estáis seguro de eso, Ser Erryk?”

El joven asintió con firmeza.

“Lo estoy. Lo confirmé más de una vez. Ninguno de ellos se atreve a cruzar el umbral después del ocaso. Sus órdenes son claras.”

El silencio que siguió fue distinto: más denso, cargado de presagio. Harrold los observó a todos, uno por uno, y sintió en sus entrañas que la capa blanca ya no bastaba para cubrir el hedor de lo que estaba ocurriendo en la corte.

Esa misma noche, Harrold pidió audiencia con el Rey. Lo encontró en sus aposentos, rodeado de herramientas, piezas de madera y fragmentos diminutos de la gran maqueta de Valyria. El monarca, con el rostro cansado y los dedos manchados de polvo, parecía más un artesano abatido que el soberano de los Siete Reinos.

Harrold permaneció de pie, rígido, hasta que el Rey levantó la vista.

“Mi señor”, comenzó con voz grave, “hay un asunto que no puedo pasar por alto. Se trata de la seguridad de la Reina y de cómo está siendo manejada por su guardia.”

Viserys dejó caer un pequeño martillo sobre la mesa. La fatiga en sus ojos era tan evidente como el temblor en sus manos.

“Hablad.”

Harrold respiró hondo antes de continuar.

“Durante mi enfermedad se asignó un capitán para vigilar de cerca a Su Majestad la Reina, un hombre dedicado exclusivamente a controlar sus movimientos y su comportamiento errático. No puedo ignorar que sus órdenes a los guardias de su casa son, cuanto menos, inusuales. He confirmado que durante la noche no hay vigilancia cerca de sus aposentos, más allá del umbral exterior. Esto es… irregular, y puede comprometer su seguridad.”

Viserys escuchó en silencio, con la mirada fija en la maqueta. Sus dedos tamborilearon sobre la madera, como si midieran más el peso de sus pensamientos que el de las piezas.

“Mientras la Reina no esté lastimando a nadie”, respondió finalmente, con un tono cansado, “no tengo interés en sus movimientos. Ya no quiero disputas sobre cada paso que da. Su guardia es asunto suyo. Yo… yo tengo otras cosas en qué pensar.”

Sus ojos, apagados, se volvieron hacia la ciudad en miniatura, con torres aún incompletas y canales a medio tallar. El brillo de la lámpara resaltaba la tristeza de un hombre que parecía haber cedido más al tiempo que a la enfermedad.

Harrold bajó la cabeza en señal de respeto, aunque en su interior la frustración le quemaba como hierro al rojo.

“Como digáis, Majestad.”

El silencio volvió a la sala, roto solo por el roce de la lima sobre la madera mientras el Rey regresaba a su maqueta. Harrold permaneció un instante más, luego se retiró sin añadir palabra.

Por primera vez en mucho tiempo, comprendió que el trono estaba más vacío de lo que parecía.

Al retirarse de los aposentos reales, Harrold caminó lentamente por los pasillos de la Fortaleza Roja, dejando que la penumbra lo envolviera. El eco de las palabras del Rey resonaba en su mente: “Mientras la Reina no esté lastimando a nadie, no tengo interés en sus movimientos.”

Pero algo no encajaba.

Se preguntó si el extraño comportamiento de la Reina tendría relación con aquella joya misteriosa que se había perdido unas semanas atrás, durante la ausencia del Rey. Harrold lo recordaba con claridad: había acompañado a al Rey a Rocadragón, cuando el monarca, entusiasmado como un niño, eligió un huevo de dragón para su nieta. Fue un día extraño, casi alegre, uno de los pocos en los que el Rey pareció rejuvenecer.

Sin embargo, tras enviar el huevo a su hija, la enfermedad del Rey se acentuó de manera repentina. Su cuerpo pareció apagarse con la misma rapidez con la que había brillado su entusiasmo.

En medio de esa ausencia, cuando los asuntos de palacio quedaron en manos de la Reina y sus hombres, se informó de la desaparición de una joya en los aposentos reales. Nadie supo decir cuál era. Ni la procedencia, ni el dueño exacto. Solo se habló de que algo valioso había desaparecido. Y como el Rey, al volver, no pudo precisar de qué joya se trataba, el tema fue dejado de lado, como tantas otras cosas que se desvanecían en el polvo de la corte.

Harrold frunció el ceño. ¿Era coincidencia que el ánimo de la Reina hubiese cambiado precisamente en esas semanas? ¿Que sus salidas nocturnas hubieran comenzado poco después?

Se detuvo frente a una ventana, apoyando la mano en la piedra fría. El viento de la noche se coló entre las rendijas, tan helado como la certeza que comenzaba a formarse en su interior.

No creía en casualidades.

Si la joya desaparecida y el comportamiento errático de la Reina estaban unidos, entonces había algo más en juego. Algo que el propio Rey, absorto en su maqueta y en sus dolores, parecía incapaz, o quizá poco dispuesto, a ver.

Y a Ser Harrold le correspondía abrir los ojos.

Esa noche, el Rey había pedido que encendieran más lámparas en sus aposentos. El resplandor amarillento iluminaba su rostro pálido y los dedos hinchados que apenas podía cerrar. Se quejaba de dolores constantes en las manos, como si cada articulación estuviera siendo aplastada por un yunque invisible.

Ser Harrold, que solía retirarse a la antesala para dar privacidad durante las atenciones, decidió permanecer dentro. No dijo nada; simplemente se mantuvo a un lado, en silencio, como la sombra que había jurado ser.

El maestre dispuso su mesa con calma excesiva: paños limpios, cuencos de agua, frascos de vidrio y un tarro oscuro donde se agitaban las sanguijuelas. Harrold los miró con recelo. Bestias húmedas, pegajosas, que se retorcían buscando carne.

El maestre murmuró con voz baja mientras aplicaba la primera sobre el dorso de la mano del Rey.

“Con paciencia, Majestad, el alivio llegará.”

Viserys apretó los dientes, aunque no se resistió. La segunda criatura se adhirió a su piel, y pronto la sangre comenzó a gotear en hilos finos.

Harrold observó cada movimiento. El maestre trabajaba con una serenidad estudiada, colocando una tras otra, hasta que las manos del Rey parecían cubiertas de pequeñas bocas negras. El rostro de Viserys, en lugar de aliviarse, se volvió más ceniciento.

En su interior, Harrold apretó los puños. Aquello no lo fortalecía; lo estaba drenando. Lo debilitaba un poco más cada vez. Y, sin embargo, nadie lo cuestionaba. Nadie ponía en duda que esa práctica fuese lo correcto.

El Rey cerró los ojos con un suspiro, agotado, y Harrold clavó la mirada en las criaturas que bebían su fuerza. ¿Cuántas veces más pretenden sangrarlo hasta que no quede nada?

No dijo palabra, pero la sospecha se asentó más hondo en su pecho. Ya desconfiaba de los maestres por no hallar causa a su propia enfermedad. Ahora veía con claridad que no eran la cura del Rey, sino parte de su agonía.

Cuando el maestre se retiró y las sanguijuelas fueron recogidas en su tarro oscuro, la estancia quedó en un silencio pesado. Solo se escuchaba el chisporroteo de las lámparas de aceite y el lento gotear del agua en un cuenco de barro. El aire olía a hierro y a humedad, a sangre fresca mezclada con cera derretida.

El Rey estaba recostado en el lecho, con la piel cenicienta y los paños húmedos envolviendo sus manos. Su respiración era irregular, más un suspiro constante que un aliento firme. La maqueta de Valyria descansaba en una mesa cercana, cubierta de polvo: torres diminutas y puentes sin terminar, como si esperaran un impulso de vida que ya no llegaba.

Ser Harrold se acercó despacio. Sus pasos resonaron contra las losas de piedra, pesados como el deber que lo acompañaba desde que había jurado la capa blanca. Observó un momento al Rey antes de hablar.

“Majestad” dijo al fin, con voz grave y contenida. “Con vuestro permiso… he servido a dos reyes. A vuestro abuelo, Jaehaerys, y a vos. He visto tratamientos de toda clase, y os ruego considerar que tal vez sea hora de buscar otras manos que puedan aliviaros. Hay curanderos en la ciudad, hombres y mujeres que conocen hierbas antiguas, técnicas distintas, remedios que no os desgasten tanto.”

Viserys abrió los ojos lentamente, como si cada párpado pesara más que una armadura. Su mirada se posó en Harrold con un brillo apagado. Por un instante pareció dudar, y Harrold creyó haber alcanzado la grieta en su voluntad. Pero el Rey suspiró y negó con un leve movimiento de la cabeza.

“La Ciudadela ha enviado a los mejores” murmuró, con voz quebrada. “Son guardianes del saber, depositarios de la ciencia que ha servido a los Targaryen por generaciones. Buscar fuera de sus muros sería un insulto, un agravio a quienes han entregado su vida al conocimiento. No quiero disputas sobre mi salud, Ser Harrold. No ahora.”

El Lord Comandante permaneció inmóvil, apretando las manos contra el pomo de su espada. El instinto le pedía insistir, pero la autoridad de la corona era un muro infranqueable.

“Majestad…” comenzó, pero el Rey levantó una mano temblorosa para silenciarlo.

“No más. No volveremos a hablar de esto. Es asunto cerrado.”

El silencio volvió a ocupar la habitación. Harrold bajó la cabeza en señal de obediencia.

 “Como ordenéis, Majestad.”

Se mantuvo de pie un largo rato, sin moverse, observando cómo Viserys cerraba los ojos con la expresión de un hombre rendido, más cansado que enfermo. Las sombras de las lámparas dibujaban grietas en las paredes, como si la piedra misma se resquebrajara.

Harrold sabía lo que había visto. El Rey no mejoraba con cada sesión, solo se volvía más débil, más dependiente de los hombres de la Ciudadela. Ya desconfiaba de ellos por no hallar respuesta a su propia enfermedad, y ahora veía con claridad que tampoco habían salvado al Rey.

Se mantuvo de pie un largo rato, sin moverse, observando cómo el Rey cerraba los ojos con la expresión de un hombre rendido, más cansado que enfermo. Las sombras de las lámparas dibujaban grietas en las paredes, como si la piedra misma se resquebrajara.

Cuando al fin se retiró, con la capa blanca arrastrando sobre la piedra, Harrold llevaba en el pecho una sensación que no podía sacudirse. No era simple desconfianza, ni siquiera frustración. Era algo más profundo.

La certeza de que había un hilo invisible moviéndose en la oscuridad, y que él, a pesar de sus años de servicio, no lograba ver a dónde conducía.

Una inquietud que lo acompañaría incluso en sueños.

Notes:

Hola! Otra vez!
Me encanta cuando puedo publicar más seguido.

Y hoy tuvimos a Ser Harwin y Ser Harrold!

Ya saben, me encanta que cada personaje tenga su propio... tono. Pero hoy tenemos dos protectores y creo que aunque ambos son leales, tienen vidas increiblemente diferentes y por ello, diferentes perspectivas.

Con Harwin, que no puede olvidar a su amor imposible, y quería mostrar un poco más de la vida de la isla, y un poco de lo que sucede con el dragón misterioso, porque como un "extraño" en la isla, él tendría casi la misma información que la mayoría de la gente común, y creo que verlo desde el lado de Daemon es muy diferente a verlo desde afuera... Ahora, tras su pequeño respiro, a Harwin le toca... acabar con su hermano... su camino esta a punto de cruzarse con el de Aoife y estoy super emocionada por ello!

Y desde el otro lado, Ser Harrold, con él me pregunte... ¿que tan frustrante sera para un guardia no saber lo que sucede? porque Aoife esta manejando y moviendo hilos, pero solo ella lo sabe, y para responder la pregunta de como se verían sus manipulaciones desde el otro lado, me di cuenta de que Ser Harrold era una perspectiva interesante.

El pobre hombre tiene que vigilar, proteger... pero casi nunca ve lo que esta sucediendo dentro! Creo que es una posición unica, especialmente porque apenas se esta recuperando de su enfermedad.

Ahora, en caso de que confundiera a alguien con mi mala escritura... jeje, si, Viserys regreso de Dragonstone y el consejo de Aoife para Alicent fue tener otro hijo, tras intentos "normales" con Viserys rechazandola, Alicent empezo a drogar al Rey con ayuda de Aoife... lo que Aoife no sabe es que los maestres estan haciendo su propio envenenamiento y bueno... nuestro rey esta siendo atacado por dos frentes y de ahi el comportamiento extraño, y no es que el rey no este preocupado por la corona, pero no es algo que vaya a ver y vigilar diario y distraido y enfermo como esta, no se ha dado cuenta.... pero cuando lo haga... uf...

Tambien creo que Ser Harrold no sería alguien que se enfoque mucho en los rumores o chismes, lo veo más como un hombre serio y que solo cree en lo que ve, y en este caso, como no esta viendo mucho, de ahi la incertidumbre y sensación de que algo esta pasando pero no se que es con su POV... ¿logre transmitir algo de esto? o falle por completo?

Por eso me parecía muy importante publicar primero el bonus de Aoife antes que el pov de ser Harrold.
En el siguiente cap.... tendremos a Ser Lorent y.... nuestra pareja favorita!

Saben, tantos povs me tienen un poco mareada, pero realmente no se como contar esta historia desde un solo POV sin que se pierda mucha información o emoción...y bueno, no me quiero limitar, me esta encantando esta experiencia de jugar con diferentes personajes y diferentes tipos de narración y escritura.

Muchas gracias a todos los que estan siguiendo esta locura, y gracias por sus hermosos comentarios! Nos leemos el siguiente viernes!

Chapter 28: El soldado perdido y la Princesa encontrada

Notes:

¿Snacks listos?
¿palomitas? ¿refresco?
...Disfruten!

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Ser Lorent

El mar olía a libertad.

Ser Lorent Marbrand se sostuvo con firmeza en la borda mientras las velas se inflaban con el viento del poniente. El estandarte del Rey ondeaba orgulloso en el mástil, y bajo el sol del amanecer su capa blanca resplandecía como si hubiera sido tejida con hilos de plata. Era joven aún, pero llevaba encima un sueño cumplido: había jurado como Guardia Real, y ahora no solo servía al rey, sino que portaba un decreto para su hija, la Princesa Rhaenyra Targaryen.

Su pecho se ensanchó con orgullo. Desde niño había soñado con los dragones. Recordaba haber visto desde las calles de Kingslanding el destello dorado de Syrax, como un cometa vivo que atravesaba el cielo. Aquella visión lo había marcado para siempre. La Princesa, la niña que había conquistado los cielos con tan solo siete años, no era solo heredera del trono: era una leyenda viviente. 

Poder servirla era para él el mayor honor que un hombre podía alcanzar.

El viaje apenas comenzaba y Lorent lo ya lo veía como un triunfo.

El crujir de la madera, las voces de los marineros, el golpeteo del agua contra el casco: todo le parecía música de victoria. Caminó por la cubierta saludando a los hombres que lo acompañaban. Soldados del rey, caballeros sin título, jóvenes escuderos que habían pedido un puesto en la travesía. A todos los miraba con respeto. No vestían blanco, pero eran compañeros en la misión más grande de su vida.

Apoyó la mano en el pomo de su espada y respiró hondo, como si pudiera absorber la fuerza del mar. El horizonte se extendía claro, prometiendo tierras extrañas, ciudades doradas y, al final de la ruta, el rostro de su Princesa.

Servir a un dragón es servir a los dioses mismos pensó, y sonrió con la certeza de que su destino lo había colocado en el lugar correcto.

Los primeros días transcurrieron con la calma propia de una travesía segura. El mar angosto parecía una planicie interminable de espejos azules que brillaban bajo el sol, y cada amanecer teñía las aguas de fuego y oro. Para Ser Lorent, aquello era más que un viaje: era la confirmación de que el mundo podía ser tan vasto y glorioso como sus sueños de infancia.

Los soldados que lo acompañaban se habían acostumbrado pronto a su entusiasmo. Por las noches, cuando compartían pan duro y vino aguado en cubierta, Lorent no hablaba de mujeres ni de botines como otros jóvenes de su edad, sino de dragones. Describía con fervor cada detalle que había aprendido en los libros y lo poco que había podido ver con sus propios ojos.

“Dicen que Caraxes es tan largo como una galera entera”, decía con los ojos brillantes, “y Vhagar… que cuando abre las alas puede oscurecer el sol. Pero nada se compara a Syrax, la joya dorada de la Princesa. Si alguna vez tuviera el honor de verla de cerca, no pediría más en la vida.”

Los hombres reían, algunos con burla y otros con simpatía. Para ellos los dragones eran armas temibles, bestias que olían a azufre y fuego. Para Lorent, en cambio, eran maravillas divinas, la prueba de que la sangre de Valyria no se había extinguido, que aquello que los maestres enseñaban en sus libros era verdad.

Cuando no hablaba de dragones, se perdía en la contemplación del mar. Se apoyaba en la borda y dejaba que el viento agitara su capa blanca, orgulloso de portar aquel símbolo que tantas generaciones habían venerado. Recordaba su juramento ante el trono: proteger, servir, no tomar esposa, no heredar tierras, no desear más que cumplir su deber. Y lejos de pesarle, aquellas palabras lo hacían sentir ligero. ¿Qué mayor herencia podía haber que proteger a los hijos de los dragones?

Una tarde, mientras el sol caía en un resplandor rojo sobre el horizonte, uno de los caballeros le preguntó en tono jocoso si no temía que el mar lo devorara antes de llegar a su destino.

Lorent sonrió, sereno. “Si el mar me reclama, que sea llevando el mensaje del Rey a su hija. Ninguna tumba sería más honrosa.”

Las risas y los brindis lo acompañaron. Aquella noche, bajo un cielo tachonado de estrellas, el joven caballero durmió convencido de que el destino lo había elegido para algo grande.

El doceavo día de viaje, Ser Lorent se acercó al capitán mientras éste repasaba las cartas de navegación. El mar seguía sereno, y una brisa cálida empujaba al navío con suavidad.

“¿Dónde haremos puerto para reponer suministros?” preguntó Lorent, con genuina curiosidad.

El capitán, un hombre curtido de barba salada, le mostró el pergamino extendido sobre el timón. “El camino más corto sería rozar Tyrosh. Podríamos comerciar allí, vender algunas pieles y comprar víveres frescos. Pero Tyrosh es un avispero, Ser. Más nos vale rodear y apuntar a Lys. Los mercaderes son más confiables y el riesgo de encontrarnos con corsarios es menor.”

Lorent observó el mapa. Reconocía los nombres, aunque nunca había navegado tan lejos: Tyrosh, Lys, Myr… las ciudades libres se extendían como perlas sobre el Mar Angosto. Al sur, las islas de los Peldaños de Piedra parecían pequeños fragmentos desprendidos de Essos, cada una marcada con letras que evocaban historias de guerras pasadas.

“Lys,” repitió Lorent, como probando el sonido. Nunca había visto aquella ciudad, pero había escuchado que era un lugar de templos blancos, perfumes embriagadores y cortesanas de belleza legendaria. Poco le importaban esas maravillas: lo que le fascinaba era la idea de cruzar mares y tierras para servir a su Princesa.

El capitán enrolló el mapa con gesto decidido. “Atravesaremos los Peldaños, con viento a favor deberíamos llegar a Lys en menos de una semana. Allí repondremos todo lo necesario antes de continuar hacia Volantis.”

Lorent asintió, convencido de que el plan era seguro. Volvió a la borda, dejando que sus ojos recorrieran el horizonte. Cada ola lo acercaba a su destino, a la ciudad donde, según todos los rumores, se hallaba la Princesa Rhaenyra.

El sol se hundía en un resplandor de cobre cuando los Peldaños de Piedra aparecieron en la distancia. Islas negras, agrestes, con riscos que parecían cuchillas asomando sobre el agua. Los marineros se persignaron al verlas, murmurando plegarias, pero Lorent no compartía su temor. Para él, eran solo una puerta más que cruzar antes de cumplir su deber.

La noche era serena. El mar respiraba en oleajes suaves, apenas un murmullo contra la madera del casco. La luna llena trazaba un sendero de plata sobre el agua, y el aire cálido del verano arrullaba a la tripulación. Bajo cubierta, los hombres dormían sin inquietud: algunos boca arriba, con la boca abierta y ronquidos pesados; otros abrazados a sus mantas, soñando con mujeres o con las monedas que gastarían en Lys.

En cubierta reinaba una calma casi sagrada. Dos marineros velaban las velas, bostezando de cuando en cuando, intercambiando frases cortas más por costumbre que por ganas. El capitán dormitaba sentado cerca del timón, confiado en que nada alteraría la ruta aquella noche.

Ser Lorent, incapaz de dormir, recorría la cubierta. Le gustaba la soledad del mar de noche. El horizonte era un círculo oscuro, roto solo por la línea de espuma que dejaba el navío al avanzar. El caballero se detuvo junto a la borda, mirando la estela luminosa de peces fosforescentes que seguían el barco, las diminutas criaturas brillaban en tono azulado debido a la luna. Su capa blanca ondeaba con cada ráfaga de brisa, y por un instante se sintió el héroe de una vieja canción.

Entonces lo oyó.

Un crujido extraño, como madera rozando madera. No era el sonido natural del barco. Frunció el ceño y se inclinó hacia afuera. En la negrura distinguió sombras bajas, deslizándose sobre el agua. Botes.

“¿Qué demonios…?” alcanzó a murmurar.

La respuesta llegó en forma de garfio. Un gancho de hierro se clavó en la borda a escasos pasos de él, arrastrando tras de sí una soga que chirrió al tensarse. Antes de que pudiera reaccionar, otra garra de acero se incrustó más allá, y otra más. El sonido metálico se multiplicó, como si un enjambre de insectos hubiera invadido la madera.

El vigía abrió la boca para gritar, pero la hoja curva de un cuchillo le cortó la voz. Cayó de rodillas con los ojos desorbitados y un hilo negro en la garganta. El segundo marinero apenas alcanzó a empuñar un remo cuando una red lo envolvió y lo arrastró contra la barandilla, donde manos oscuras lo acuchillaron hasta el silencio.

Ser Lorent desenvainó con un solo movimiento. “¡A las armas! ¡Alarma!” bramó, la voz temblando más de furia que de miedo. Su grito despertó a algunos hombres bajo cubierta, pero el estruendo de los garfios y los pasos ya se alzaba como un trueno.

Los corsarios irrumpieron como sombras. Eran hombres enjutos, de piel curtida y ojos brillantes bajo capuchas salpicadas de sal. Llevaban cuchillos curvos, mazas cortas, lanzas con puntas dentadas. Treparon las sogas como arañas, derramándose sobre la cubierta en silencio primero, luego con gritos guturales que desgarraron la noche.

El capitán se levantó tambaleante, buscando su espada, pero un golpe de maza le partió el cráneo con un sonido hueco. La sangre se extendió en un charco que corría entre las tablas, oscurecida por la luz de las teas que los piratas encendieron para incendiar las velas.

Lorent se lanzó contra ellos con un rugido. Su acero atravesó el vientre del primero que alcanzó, y la sangre caliente le salpicó la cara. Cortó la soga de un garfio, empujó a un hombre al agua con un tajo en la pierna, bloqueó una lanza que se dirigía a su costado. La capa blanca giraba con cada embestida, manchándose poco a poco de rojo.

Pero eran demasiados. Los corsarios se multiplicaban, apareciendo por cada costado del navío. Algunos soldados salieron de la bodega medio dormidos, apenas con camisas y dagas, y fueron abatidos sin misericordia. Otros lucharon un instante antes de caer bajo el peso de las redes.

Un joven escudero alcanzó a alzar una espada corta, pero un pirata lo sujetó del cabello y le abrió la garganta de lado a lado. Otro de los hombres de Lorent intentó huir hacia los botes de emergencia, pero una saeta lo atravesó por la espalda antes de llegar.

El caballero luchaba como un poseso. Cada tajo era un rugido, cada estocada una negación al destino. Un corsario cayó con el pecho abierto, otro perdió la mano, un tercero se desplomó con el rostro hundido por un golpe de pomo. Pero por cada enemigo que abatía, tres más aparecían a su alrededor.

Un mazazo lo golpeó en el hombro con la fuerza de un martillo, haciéndole soltar la espada por un instante. El dolor le recorrió el brazo como fuego. Otro hombre lo embistió por la espalda, derribándolo contra la borda. Intentó levantarse, pero la capa blanca se enganchó en una astilla y lo arrastró al suelo.

Redes cayeron sobre él. Manos ásperas lo golpearon, rodillas se clavaron contra su pecho. Intentó morder, patear, gritar, pero un puño lo alcanzó en el rostro y la sangre inundó su boca. Vio estrellas, luego oscuridad, luego los reflejos rojos de las antorchas incendiando las velas.

La última imagen que alcanzó a ver antes de que la bota de un corsario lo hundiera en la inconsciencia fue la de su capa blanca, tirada en la cubierta, manchada de barro, sangre y ceniza.

El despertar fue un tormento lento.

Primero vino el dolor en la cabeza, un tambor sordo que le golpeaba el cráneo con cada latido. Luego, el sabor metálico de la sangre en la boca. Al final, el balanceo inconfundible bajo su cuerpo: madera crujiente, agua golpeando el casco, la respiración profunda de un barco avanzando en mar abierto.

Abrió los ojos a medias y apenas distinguió sombras. El aire olía a sal y a sudor viejo, mezclado con brea y cuerda húmeda. Intentó mover los brazos, pero las muñecas le respondieron con un ardor agudo: cadenas. Estaba encadenado, las manos atadas delante del cuerpo con grilletes que mordían su piel.

A su alrededor, otros hombres gemían en la penumbra. Reconoció algunos rostros entre la suciedad y la sangre: soldados del rey, escuderos que habían partido con él. Todos eran jóvenes, apenas llegados a la edad de portar armas. No vio al capitán, ni a los marineros de más edad, ni a los veteranos que habían compartido mesa en las primeras noches. Los viejos no estaban. Solo quedaban ellos, los más jóvenes, los que aún tenían la fuerza de un cuerpo que podía servir en remo o espada.

El vacío en su estómago se llenó de un frío extraño. Aquello no era casualidad.

“¿Dónde… dónde estamos?” preguntó con la voz rota, pero ninguno de los suyos le respondió; algunos dormían, otros lo miraban sin palabras, demasiado agotados para hablar.

Reuniendo fuerzas, levantó la voz hacia la entrada de la bodega.

“¡Eh! ¡Vosotros! ¡Bastardos! ¿Qué queréis de nosotros?”

Unas carcajadas ásperas fueron su única respuesta. Sombras se movieron al otro lado de la puerta, pero nadie se dignó a contestar. Una mano arrojó un cubo de agua que salpicó el suelo y rodó hasta detenerse contra los pies encadenados de Lorent. El golpe metálico del hierro contra la madera fue más humillante que cualquier palabra.

El caballero cerró los ojos con furia. No sabía hacia dónde lo llevaban ni qué destino aguardaba, pero comprendió con claridad que ya no tenía control de nada. Estaba en un barco enemigo, encadenado, reducido a mercancía.

El vaivén lo envolvía, recordándole a cada instante que estaba lejos de casa, lejos del rey, lejos de la Princesa a la que debía servir.

Apretó los puños hasta sentir la sangre en las palmas. No se permitiría caer en la desesperación. Aunque lo arrastrasen a los confines del mundo, seguiría siendo Ser Lorent Marbrand, Guardia Real de la Princesa Rhaenyra.

El sol lo cegó cuando lo arrastraron fuera de la bodega.

Después de días en la oscuridad, la luz ardía como cuchillos en sus ojos. El aire era distinto, denso, cargado de especias, sudor y humo de incienso. A su alrededor, el murmullo de miles de voces lo envolvía, primero confuso, luego atronador, como el rugido de un enjambre humano.

Avanzó tambaleante entre empujones, los pies descalzos golpeando contra piedras calientes y tierra polvorienta. El sonido de las cadenas se mezclaba con los sollozos de sus compañeros.

Al llegar a un espacio abierto lo entendió. Toldos de tela púrpura y roja se alzaban sobre hileras interminables de hombres, mujeres y niños encadenados. Algunos tenían la mirada apagada, otros suplicaban en lenguas que no comprendía. Frente a ellos, mercaderes de túnicas coloridas mascaban hojas verdes que les teñían los dientes de amarillo. Guardias con lanzas observaban con una crueldad aburrida, como quien vigila ganado.

El estómago de Lorent se encogió. No necesitaba que nadie se lo explicara: estaba en un mercado de esclavos.

Uno a uno fueron llevados a un pequeño estrado de madera. Los compradores examinaban a cada prisionero como si fuera una joya o un animal. A algunos los obligaban a abrir la boca para contarles los dientes. A otros les apretaban los brazos y las piernas, palpando músculos. Revisaban las manos, las uñas, los ojos, incluso las cicatrices.

Cuando llegó su turno, lo despojaron de la capa sucia y de lo que quedaba de su jubón. La humillación fue absoluta. Un hombre con barba trenzada le sujetó la mandíbula y le abrió la boca con brusquedad, exhibiendo sus dientes como si fueran monedas. Otro deslizó sus manos por sus brazos, tanteando los músculos curtidos por años de espada. Lo obligaron a dar una vuelta, a extender las manos, a mostrarse desnudo bajo el sol ardiente.

Lorent apretó los labios. Nunca había sentido tanto odio hacia su propia impotencia. Era un caballero juramentado, Guardia Real de la Princesa heredera, y ahora lo trataban como a un animal de feria.

Sus compañeros sufrían lo mismo. Un escudero lloraba en silencio mientras lo obligaban a mostrar las palmas. Otro, apenas un muchacho, era sacudido por el pelo para comprobar que no estaba enfermo. Cada examen era seguido por discusiones rápidas entre mercaderes que regateaban el precio como si se tratara de caballos.

El comprador que se interesó por ellos no parecía un pirata. Vestía con riqueza: túnica de seda azul, sortijas de oro en cada dedo, un olor dulzón que enmascaraba el sudor. No miraba a los prisioneros como hombres, sino como mercancía. Con un gesto seco, ofreció una bolsa de monedas. Los piratas asintieron de inmediato.

Lorent entendió entonces que habían pasado de unas manos a otras. No eran prisioneros de guerra. Eran propiedad.

Lorent no pudo contenerse más. La rabia le quemaba la garganta, y la humillación de ser tratado como bestia lo hizo olvidar la prudencia.

Alzó la voz con toda la fuerza que le quedaba.

“¡Soy Ser Lorent Marbrand, Guardia Real de la Princesa Rhaenyra Targaryen! ¡Sirvo al rey y a su heredera! ¡Debéis liberarme, tengo una misión que cumplir en nombre de la corona!”

El mercado se detuvo por un instante. Algunos mercaderes rieron como si escucharan el delirio de un loco. Otros se miraron con interés renovado, murmurando entre sí. El mercader que lo había comprado arqueó una ceja, sorprendido por la osadía, y luego lo golpeó con el dorso de la mano para hacerlo callar.

Pero entre la multitud, alguien sí lo escuchó.

Un hombre se abrió paso entre los curiosos. No vestía como un pirata ni como un mercader vulgar. Su túnica era sobria, de un gris oscuro que realzaba aún más el brillo de su cabello: una melena blanca, casi platinada, que recordaba de inmediato a la sangre de Valyria. Sus ojos, claros y penetrantes, se fijaron en Lorent con una intensidad que le heló la sangre.

“Has nombrado a los Targaryen”, dijo el extraño con voz suave, aunque en ella vibraba una dureza contenida, su acento era extraño. “¿Qué vínculo guardas con ellos, muchacho?”

Lorent sostuvo la mirada, pero un escalofrío le recorrió la espalda. No había compasión en aquellos ojos, sino un brillo inquisitivo, frío, calculador. El mismo fulgor que había visto en halcones al acechar a su presa.

“Soy su juramentado”, respondió con firmeza, aunque el grillete pesara en sus muñecas y la desnudez lo hiciera sentir ridículo. “Porto un decreto del rey para su hija, la Princesa Rhaenyra. Y no descansaré hasta cumplir mi misión.”

El murmullo del mercado creció. El mercader de esclavos intentó zanjar el asunto, riéndose con desprecio de las palabras del caballero. Pero el hombre de cabello blanco no apartaba los ojos de Lorent. Sonrió, y en esa sonrisa había algo que no pertenecía a un aliado ni a un salvador, sino a alguien que ya calculaba qué hacer con aquella revelación.

Lorent tragó saliva. No sabía quién era ese hombre, ni qué pretendía, pero en lo más profundo de su ser comprendió que acababa de llamar la atención de alguien mucho más peligroso que los piratas que lo habían encadenado.

El silencio duró apenas un instante. Luego el extraño levantó la mano, y el bullicio del mercado se apagó.

No preguntó más, no regateó ni discutió. Sacó de su túnica una pequeña bolsa de cuero y la dejó caer sobre la mesa del mercader con un tintineo de plata y oro. El esclavista abrió los ojos, sorprendido, y con una sonrisa avariciosa asintió sin decir palabra. El trato estaba cerrado.

“Ese joven es mío”, dijo el hombre de cabellos blancos, y su voz no admitía réplica. “Y también los que lo acompañaron en el barco.”

El mercader asintió con entusiasmo. Ni siquiera contó las monedas; el brillo en su mirada decía suficiente. Uno a uno, los soldados fueron apartados de la fila y encadenados juntos, bajo la mirada fija de aquel comprador que no se presentó ni explicó sus motivos.

Lorent intentó preguntar quién era, pero fue empujado con violencia. Su respuesta fue el frío hierro de los grilletes y la vergüenza de ser conducido como ganado hacia una carreta enrejada. Lo hicieron subir a empellones junto con sus compañeros, el suelo de la jaula era de madera astillada que les mordía los pies descalzos. La puerta se cerró de golpe y el candado resonó como una sentencia.

El viaje fue corto, apenas el traqueteo de ruedas sobre calles empedradas, con el rumor de una ciudad viva alrededor: pregones en lenguas extranjeras, música lejana, olor a vino derramado y a flores dulces. Lorent apenas pudo alzar la vista entre las rejas para ver torres blancas y columnas de mármol reluciendo bajo el sol. No sabía dónde estaba, pero intuía que no era un simple puerto: era un lugar de riqueza y poder.

La carreta se detuvo frente a una mansión amurallada. Las puertas de hierro se abrieron y entraron en un patio amplio, donde un grupo de hombres aguardaba. Uno de ellos, un capataz de torso desnudo y brazos como troncos, llevaba un látigo enrollado en la mano.

Cuando abrieron la jaula, el capataz dio un chasquido en el aire que hizo retroceder a varios prisioneros.

“Vezof jin azantys Rogare,” tronó en valyrio, con la voz ronca y profunda. “Rȳbas nēdenkirī, rȳbas lentor, rȳbas ñuha ābra. Kesrio syt aōla nūmāzma, ñuhys hūbris gaomagon hen ñuha hūbror.”

El eco de sus palabras, incomprensibles para la mayoría, quedó flotando un instante en el patio. Entonces el hombre repitió en la lengua común, con un acento áspero pero claro.

“Desde hoy pertenecéis a la casa Rogare. Olvidad vuestros nombres, vuestras tierras y vuestros juramentos. Aquí no sois caballeros ni soldados, sois propiedad. Tenéis el honor de servir a la familia más poderosa de Lys, y quien no lo entienda lo aprenderá bajo el hierro de mi látigo.”

El chasquido volvió a sonar, más cerca esta vez. Algunos hombres bajaron la cabeza de inmediato. Otros, como Lorent, apretaron los dientes, incapaces de doblegarse.

La humillación del mercado había sido solo el comienzo. Ahora comprendía el verdadero peso de la palabra esclavo.

El látigo chasqueó una última vez, pero no cayó sobre Lorent ni sobre sus compañeros. En lugar de eso, un grupo de hombres armados lo apartó de la fila, empujándolo con rudeza hacia un costado del patio.

Los otros prisioneros fueron conducidos a los barracones, arrastrados como bestias de carga hacia las estancias que les habían sido asignadas. Él, en cambio, fue encadenado a un pilar de piedra bajo la atenta mirada de dos guardias.

El capataz se inclinó sobre él, sonriendo con una mueca en la que no había nada de cordialidad.

“No eres como los demás” dijo en la lengua común, midiendo cada palabra. “Tus gritos en el mercado te delataron. Dijiste servir a los Targaryen. Eso te hace valioso. Y los Rogare saben reconocer lo valioso.”

Se enderezó y se alejó, dejando a Lorent con el hierro mordiendo sus muñecas.

El joven caballero bajó la cabeza. No sabía si era peor el destino de esclavo o el de prisionero. Al menos los esclavos conocían su condena: trabajo, castigo, obediencia. Él, en cambio, estaba en un limbo extraño, bajo un silencio que pesaba más que cualquier cadena.

No sabía si lo mantendrían con vida por la información que guardaba, si lo venderían como una pieza rara a otro amo, o si lo usarían como moneda de cambio. Solo sabía que ya no era dueño de su destino.

La incertidumbre lo carcomía más que la sed y el hambre.

Los días en la celda fueron eternos. La piedra fría, el olor agrio de la humedad y el sonido lejano de cadenas le recordaban cada hora que había dejado de ser un caballero libre para convertirse en una pieza de un juego que no comprendía. Solo le llevaban pan duro y agua turbia, y la única compañía eran los ecos de sus propios pensamientos.

Aun así, había aprendido a escuchar. Entre los pasos de guardias y los murmullos de sirvientes alcanzaba retazos de información. Todos hablaban del regreso de uno de los grandes señores de la casa Rogare, un hombre que volvía de un viaje de negocios con éxito y riquezas. Nadie se atrevía a nombrarlo en voz alta, pero el respeto y el temor en susurros bastaban para saber que era poderoso.

Una mañana lo sacaron de su celda. Dos guardias lo encadenaron de nuevo y lo condujeron por pasillos que olían a incienso y perfumes, un contraste insultante después de la mugre en que había estado. Las paredes estaban cubiertas de mármol pulido, y los mosaicos del suelo mostraban dragones, grifos y figuras que parecían valyrias.

Lo empujaron hasta una sala amplia donde la luz entraba por ventanales altos. En el centro lo esperaba un hombre de cabello plateado, tan blanco que relucía bajo el sol, y ojos claros que parecían estudiar cada movimiento, sin embargo sus ojos no eran morados, era un tono azul apagado. Vestía túnica bordada con hilos de plata, anillos en las manos y un aire de autoridad que no necesitaba proclamarse.

Al ver a Lorent, se levantó con una sonrisa entusiasta.

“¿Es cierto?” preguntó en la lengua común, su voz vibrante de expectación. “¿De verdad sirves a los Targaryen?”

El corazón de Lorent dio un vuelco. Dudó por un instante, pero no podía negar lo que era. Alzó la barbilla con dignidad.

“Sí. Soy Ser Lorent Marbrand, Guardia Real de la Princesa Rhaenyra Targaryen. Juré servirla con mi vida.”

El hombre palmeó las manos, exultante. Sus ojos brillaron con una intensidad casi febril.

“¡Magnífico! ¡Magnífico! No imagináis cuánto he esperado escuchar esas palabras. El destino nos sonríe.”

Lorent tragó saliva. No entendía por qué aquel hombre celebraba su lealtad, pero la emoción en su rostro no le trajo alivio, sino un peso aún más hondo de incertidumbre.

El hombre de cabellos plateados dio un par de pasos alrededor de Lorent, como un coleccionista que evalúa una gema recién adquirida. Su sonrisa era amplia, pero en sus ojos había un fulgor inquisitivo que no engañaba a nadie.

“Un Guardia Real, aquí mismo en mi casa” exclamó, casi con júbilo. “Qué fortuna inesperada. Dime, Ser Lorent, ¿qué hace un caballero de la capa blanca tan lejos de Desembarco del Rey? ¿Fue acaso enviado con una misión secreta?”

Lorent sostuvo la mirada, aunque las cadenas pesaban en sus muñecas. “No hay secreto en mi tarea. Fui enviado por orden de Su Gracia el Rey Viserys. Llevo un decreto para la Princesa Rhaenyra, su heredera legítima.”

El hombre asintió, con gesto pensativo. “Un decreto… claro, claro. El padre pensando en su hija. Qué reino tan afortunado. Y dime, ¿qué contiene ese decreto? Seguro palabras de afecto, o tal vez disposiciones de matrimonio, alianzas…”

Lorent apretó los labios. El juramento a su capa pesaba más que cualquier amenaza. “El contenido del decreto corresponde solo a la Princesa. Mi deber es entregarlo, no comentarlo.”

El extraño lo miró en silencio unos instantes, luego soltó una carcajada ligera, como si la negativa lo divirtiera. “Oh, qué lealtad tan admirable. Los dragones se rodean de hombres dignos, lo sabía. Entonces dime al menos, ¿cómo se encuentra vuestra Princesa? ¿Es cierto que ha crecido en poder, que tiene a los dragones a su lado más que nunca?”

Lorent respiró hondo. Solo podía decir lo que ya era sabido en todo el reino. “La Princesa Rhaenyra es la heredera nombrada por su padre, el rey. Es jinete de dragón desde niña y todos los hombres de honor lo reconocen.”

El hombre inclinó la cabeza, satisfecho, aunque en sus ojos seguía ardiendo una curiosidad peligrosa.

“Fascinante. Una princesa que vuela sobre dragones, y que ahora recibe a un Guardia Real elegido especialmente para ella. Así que es cierto, ¿no? Se le ha otorgado el derecho de escoger a su propio protector.”

Lorent asintió con serenidad. “Es un honor que me ha sido concedido llevar a cabo. La Princesa decidirá a quién recibirá bajo su guardia. Solo ella tiene ese poder.”

El hombre juntó las manos, exultante. “Magnífico, magnífico. ¡Qué tiempos tan gloriosos se acercan! Imaginar que yo, en mi propia casa, tengo ante mí a uno de los instrumentos del futuro.”

Sus palabras eran alegres, casi entusiastas, pero a Lorent le heló la sangre la manera en que lo decía. No era un aliado lo que veía en aquel rostro, sino un jugador que acababa de descubrir una pieza inesperada para mover en su tablero.

Cuando terminó el interrogatorio, el hombre chasqueó los dedos y los guardias lo condujeron fuera de la sala. Para su sorpresa, no lo devolvieron a la celda húmeda del sótano, sino a una estancia más amplia. Allí había un lecho cubierto con sábanas limpias, una jarra de agua fresca y un plato de frutas. Las ventanas estaban enrejadas y la puerta cerrada con llave, pero el aire olía a flores en lugar de moho, y el mármol del suelo brillaba bajo la luz.

El hombre lo acompañó hasta el umbral, sonriendo con amabilidad.

“Eres huésped de esta casa, Ser Lorent. No pienses en ti como un prisionero, y mucho menos como un esclavo. La palabra que prefiero es… invitado. Un invitado al que cuidamos con esmero.”

Lorent lo miró con seriedad. “Si soy vuestro invitado, entonces permitidme marchar. Debo cumplir mi deber y entregar el decreto del Rey a la Princesa. Ninguna hospitalidad justifica apartarme de mi juramento.”

El hombre rió suavemente, como si hubiera escuchado la petición de un niño inocente. “Oh, no, no. Partirás, sí. Cumplirás tu misión, estoy seguro de ello. Pero no hoy. No ahora. El destino es sabio, y a veces pone un paso más en nuestro camino antes de llegar a la meta.”

Lorent frunció el ceño. “¿Qué queréis decir con eso?”

El hombre se inclinó hacia él, los ojos brillando con expectación. “Quiero decir que no te detendré. Al contrario, pienso ayudarte. Sería un honor para mí poder presentarme ante la Princesa Rhaenyra. Cuando llegue el momento, partirás con mi escolta. Y entonces… entonces yo también me presentaré ante ella, como un amigo que trae consigo a su leal caballero. Lysandro Rogare, el hombre que ayudo al mismiso Rey a llegar a su heredera…”

Las cadenas invisibles pesaron más que nunca sobre los hombros de Lorent. No estaba en un calabozo ni en una mina, pero tampoco era libre. Aquel lecho limpio y aquella fruta fresca eran barrotes disfrazados de seda.

Comprendió con amargura que parecía haber caido en alguna especia de trampa.

Al caer la noche, un sirviente acudió a la habitación de Lorent. Era un muchacho joven, de mirada baja y túnica modesta. Con voz suave, le anunció que su señor lo invitaba a la mesa. No dijo más, pero Lorent comprendió lo suficiente: no era una petición, sino una orden.

Lo ayudo a limpiarse y le permitieron vestirse, aunque la túnica era apenas un trozo de tela que lo cubría.

Fue conducido por corredores iluminados con antorchas perfumadas hasta un salón amplio. El banquete estaba ya dispuesto. Columnas de mármol sostenían el techo pintado con dragones y grifos, y las mesas rebosaban de carnes asadas, frutas exóticas, dulces bañados en miel y copas de vino rojo que nunca se vaciaban.

El hombre de cabellos plateados lo recibió con una sonrisa cálida. “Acércate, Ser Lorent. No eres huésped si no compartes el pan.”

El salón estaba cargado de aromas dulces, música de laúdes y risas embriagadas. Ser Lorent se sentó con rigidez, sintiéndose extraño entre tanto exceso. Frente a él, platos de carne humeante y copas de vino rojo se servían sin cesar, mientras esclavas danzaban con movimientos calculados para complacer a los invitados.

Lysandro Rogare, a quien los sirvientes llamaban el Magnífico, presidía la mesa. Alzó su copa, y con voz clara, orgullosa, comenzó a presentar a los que lo acompañaban.

“Este es mi primogénito, Lysaro, heredero de mi nombre y de mis negocios. Todo lo que soy será suyo un día.”

El joven inclinó la cabeza con una sonrisa confiada, con una facilidad que revelaba costumbre en ser el centro de atención. Bebía como si no hubiera fondo en su copa, pero en sus ojos había la misma chispa calculadora de su padre.

Ser Lorent lo observó con atención. El joven lucía un cabello platinado que caía con esmero sobre los hombros, brillante como plata recién pulida, claramente cuidado como si fuese una corona. Sus ojos azules recordaban a los de su padre, fríos e intensos, y en sus facciones se notaba un rastro de la herencia valyria. Sin embargo, había algo que desentonaba: no poseía esa belleza divina, esa gracia sobrenatural que solía emanar de los Targaryen. No. Lysaro tenía un rostro común, de líneas simples, que sin su cabello llamativo pasaría desapercibido en cualquier mercado de Lys.

Aun así, se mantenía erguido con un aire de altivez, con la mirada entrenada para transmitir seguridad y poder. Cada gesto suyo parecía calculado para imponerse, como si supiera que debía compensar con actitud lo que la naturaleza no le había otorgado.

“Y aquí está Fredo, sangre de mi sangre. Un muchacho más reservado, pero no menos capaz. Hay quien dice que escucha demasiado y habla poco, pero yo lo llamo sabiduría.”

Fredo se limitó a inclinar la cabeza en un leve gesto, sin sonreír. Su cabello platinado caía de manera más descuidada que el de su hermano, sin el mismo brillo pulido que tanto exhibía Lysaro. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos: castaños, cálidos en apariencia, aunque en su mirada no había ni ternura ni calma. Se quedaron fijos en Lorent, inquisitivos, penetrantes, como si quisieran desarmarlo capa por capa sin necesidad de pronunciar palabra.

A diferencia de Lysaro, que parecía ansioso por ser visto, Fredo transmitía una incomodidad distinta: la certeza de que observaba demasiado, de que guardaba cada detalle para después.

Entonces Lysandro hizo un ademán hacia una joven sentada entre músicos y cortesanas. Su cabello, de un blanco cenizo… casi como si estuviera cubierto de polvo, caía en ondas suaves, y sus ojos oscuros brillaban con una intensidad distinta a la de los otros.

“Y ella es Jaela, mi hija. No lleva el apellido de mi esposa, pero no por eso deja de ser sangre Rogare. La sangre valyria no reconoce fronteras ni pudores. El mundo los llama bastardos, pero nosotros los llamamos herederos del fuego.”

Beso a la mujer ahí mismo, frente a él, metiendo su lengua en la boca de su propia hija antes de soltarla de golpe y que esta tropezara un poco.

Lorent sintió que el vino se le atragantaba. El orgullo con que Lysandro pronunciaba aquellas palabras era tan insolente que apenas pudo ocultar el ceño fruncido.

El Magnífico estalló en carcajadas. “Oh, Ser Lorent, no me mires así. Reconozco esa expresión. El ponienti horrorizado ante lo que desconoce. El incesto os espanta, ¿no es cierto? Pero decidme, ¿acaso no hacen lo mismo los Targaryen? ¿Acaso no mantienen su sangre pura con uniones que vosotros llamaríais pecado? Somos hijos de Valyria, igual que ellos. El fuego corre por nuestras venas, y no será apagado por la moral de septones que jamás vieron dragones.”

Lysaro rió con él, levantando la copa. Fredo, en cambio, se mantuvo callado, estudiando a Lorent como si quisiera leerle la mente. Jaela tampoco dijo nada, pero su mirada fija, penetrante, lo obligó a apartar los ojos hacia su plato.

No parecía alterada por el beso de su padre.

Levantó su copa y bebió largamente, con la mirada fija en el caballero.

En aquel banquete de lujo y decadencia, Ser Lorent comprendió que había caído en un mundo que se enorgullecía de todo lo que él consideraba abominable.

Lorent apretó los puños bajo la mesa. En ese salón de riquezas y excesos, rodeado de risas y música, se sintió más prisionero que nunca. La capa blanca que había sido su orgullo parecía un recuerdo distante, ajeno a la sordidez de aquel banquete.

El banquete continuó con música más alta, vino más abundante y risas cada vez más desbordadas. Ser Lorent se mantenía rígido en su asiento, observando en silencio cómo la velada se hundía en un espectáculo que lo revolvía por dentro.

Lysandro, exultante, no disimulaba nada. Observaba con deleite cómo Jaela, su hija bastarda, compartía sus copas y sus sonrisas con Lysaro y Fredo. No hubo reproches ni gestos de vergüenza. Al contrario, cuando notó el ceño fruncido de Lorent, el Magnífico estalló en carcajadas.

“Ah, mirad al ponienti” dijo, señalando sin pudor. “¡Cómo se escandaliza! Como si los dragones de antaño hubieran nacido de matrimonios castos y votos sagrados. No, Ser Lorent, la sangre valyria se fortalece en el fuego de lo prohibido. Nosotros no nos avergonzamos. Nosotros celebramos.”

Lysaro sonrió con suficiencia, acariciando el hombro de Jaela, mientras Fredo la rodeaba con un brazo y la hacía beber de su copa. Ella no apartó la vista de Lorent en ningún momento, disfrutando del rubor de incomodidad que teñía el rostro del caballero.

El horror de la escena se acentuó cuando una de las cortesanas, joven y de curvas insinuantes, se acercó a Lorent con una copa en la mano. Se inclinó demasiado, dejando que el perfume y el roce de su piel hablaran por ella.

Él se apartó con brusquedad, la mirada dura. “No.”

Ella rió, creyendo que era un juego, pero Lorent no se movió de su lugar. “He hecho votos. No tomaré esposa ni mujer. Ni ahora ni nunca.”

El silencio fue breve, roto por las carcajadas de Lysandro, que aplaudió como si el rechazo fuera otra forma de espectáculo. “¡Ah, la pureza de los blancos mantos! Qué divertidos sois. Rechazáis los placeres de la carne, pero juráis vuestra vida por los que montan dragones. Admirable y absurdo a la vez.”

Mientras reía, una mujer entró en la sala, con un vestido sencillo que dejaba ver el abultado vientre de un embarazo avanzado. Caminaba con paso lento, digna a pesar del bullicio que la rodeaba.

Lysandro la señaló con un ademán despreocupado. “Mi esposa.”

No se levantó para recibirla, ni siquiera le ofreció asiento a su lado. Ella se acomodó en silencio, sin que nadie interrumpiera el banquete. Los músicos siguieron tocando, las cortesanas siguieron sirviendo, y Lysandro, con la copa aún en la mano, extendió la otra para tomar por la cintura a una de ellas y atraerla sobre su regazo, palpando su cuerpo con descaro mientras su mujer lo observaba en silencio.

“Ved, Ser Lorent” dijo entre risas. “Incluso mi esposa comprende que la sangre valyria no se limita a una sola cama.”

La mujer embarazada bajó la vista, resignada, mientras los hijos y bastardos de Lysandro brindaban, reían y se tocaban entre sí bajo la atenta mirada del Magnífico.

Lorent apartó los ojos hacia su plato, con el corazón ardiendo de repulsión. No había batalla en la que se hubiera sentido tan derrotado como en esa mesa, prisionero entre el lujo y el pecado de una familia que se regodeaba en lo que él consideraba corrupción absoluta.

Las cadenas en los pies de las mujeres que servían le impedían concentrarse en nada más, esclavos, estaba rodeado de esclavos y esclavistas.

Al cabo de un tiempo, Lysandro agitó la mano con un gesto magnánimo, como si despidiera a un invitado al que ya había mostrado lo suficiente. Los guardias se acercaron a Lorent, indicándole que podía retirarse.

El caballero se puso de pie de inmediato, inclinando apenas la cabeza. No pronunció palabra; sabía que estaba vigilado, que cada uno de sus movimientos era observado. Dos hombres lo escoltaron de regreso por los pasillos iluminados, hasta la habitación que le habían asignado. Un cuarto con lecho mullido, agua fresca y fruta en una bandeja. Una celda cómoda. Nada más.

Antes de que cerraran la puerta tras él, las risas del banquete todavía retumbaban en sus oídos. Cuando se recostó en el lecho, comprendió que no se habían detenido: la fiesta seguía, y por los ecos que alcanzaban sus paredes, se volvía más escandalosa, más obscena. Risas estridentes, música rota por gemidos, voces enardecidas que parecían celebrar pecados como si fueran virtudes.

Lorent apretó los puños contra las sábanas limpias. Había enfrentado espadas y mazas en cubierta, había sentido la derrota en carne viva cuando las cadenas lo cerraron, pero nunca había experimentado un enemigo tan corrosivo como la corrupción de aquella casa.

Cerró los ojos, intentando buscar el alivio del sueño. No lo encontró. Cada carcajada le recordaba su impotencia. Cada grito lejano le devolvía la imagen de Jaela entre sus hermanos, del Magnífico manoseando a una cortesana mientras su esposa embarazada callaba.

La capa blanca, el juramento, la misión confiada por el Rey… todo se le antojaba un peso insoportable dentro de aquellas paredes. Debía escapar, debía encontrar la manera. No sabía cómo ni cuándo, pero en su corazón ardía la certeza de que si permanecía bajo el techo de los Rogare, no tardaría en perder no solo su libertad, sino también su honor.

Y así, en vela, marcado por la decadencia y el horror de lo que había presenciado, Ser Lorent juró en silencio que hallaría un camino para cumplir su deber, aunque el mundo entero lo mantuviera encadenado.

La mañana llegó con un sol abrasador que hacía brillar las cúpulas y torres de Lys como espejos de oro. Ser Lorent fue conducido por los mismos guardias al comedor principal, donde lo esperaba la familia Rogare. El banquete de la noche anterior había dejado tras de sí un aire denso de vino y perfumes, pero ahora la mesa mostraba otra faceta: la decadencia disfrazada de refinamiento.

Frutas exóticas cortadas en formas cuidadas, pan blanco recién horneado, pescados bañados en especias y leche servida en copas de cristal. No era una orgía de excesos como la de la noche, pero el lujo seguía siendo insultante cuando los que servian tenían collares de esclavos y cadenas en sus pies. 

Los hijos de Lysandro se sentaban erguidos, con la calma de quienes saben que nada les falta, mientras esclavos se movían en silencio, sirviendo y retirando platos sin descanso.

Lysandro presidía la mesa, impecable en una túnica de seda verde bordada con hilos dorados. Cuando Lorent tomó asiento, el Magnífico sonrió con esa familiar mezcla de amabilidad y superioridad que lo caracterizaba.

“Dime, Ser Lorent” comenzó en la lengua común, con tono cordial. “¿Hacia dónde te dirigías con el decreto del rey? Todos aquí sabemos que tu destino era la Princesa, pero dime, ¿en qué puerto debía encontrarse para recibirlo?”

Lorent apretó los labios. Su instinto le gritaba que cualquier palabra fuera medida con cuidado. Levantó la mirada y recorrió la sala: más de una decena de hombres armados custodiaban discretamente las entradas, y al mirar hacia las ventanas vio otras sombras, centinelas que vigilaban incluso desde fuera. El poder de Lysandro no era un rumor, era un hecho tangible.

Mientras partía un pedazo de pan entre los dedos, el caballero pensaba en lo imposible que resultaría huir. Aunque lograra romper sus cadenas o engañar a los guardias, ¿cómo escapar de una ciudad entera bajo el dominio de los Rogare? Y aunque lo consiguiera, ¿cómo cumplir su misión sin que lo siguieran los ojos y las manos de aquel hombre?

No respondió de inmediato. El silencio se prolongó hasta que Lysandro dejó la copa sobre la mesa y lo observó fijamente, sus labios curvándose en una sonrisa tranquila.

“No tienes por qué contestar ahora” dijo con voz suave, como quien ofrece una caricia envenenada. “Comprendo tu deber y tu prudencia. Por eso he decidido que comenzaremos a preparar algunos barcos. Quiero que los tengas a tu disposición, para que tu viaje hacia la Princesa sea seguro.”

Lorent lo miró con recelo. Aquello no sonaba a generosidad, sino a cadenas aún más pesadas.

“Mientras tanto, quédate en mi casa. Come, bebe, observa. Analiza mi ayuda voluntaria, como gustes llamarla. No me apresura nada, Ser Lorent. El destino sabrá cuándo será el momento de presentarme ante tu Princesa. Los Dioses han dejado en claro que tendre el honor un día, si tu presencia aquí es una señal…”

El caballero bajó la vista al plato. Era obvio lo que Lysandro quería decir: no era libre, y su misión estaba ahora atada a la voluntad de aquel hombre. El banquete podía ser más contenido que la noche anterior, pero la amenaza estaba servida con la misma naturalidad que la fruta fresca y el pan caliente.

Lorent apretó el pan entre los dedos hasta desmigajarlo. Cada día que pasara en aquella mansión lo alejaba un poco más de su deber, y sin embargo, no veía salida.

El desayuno se prolongó entre comentarios ligeros sobre navíos, cargamentos y el precio del azafrán. Entonces Lysandro, con la copa en la mano y una sonrisa satisfecha, giró hacia Ser Lorent.

“Una misión tan importante como la tuya no puede confiarse al azar” dijo en tono solemne. “Por eso mis hijos te acompañarán. Lysaro tiene el ingenio para tratar con príncipes y cortes, y Fredo la prudencia necesaria para observar lo que otros no dicen. No solo te escoltarán, Ser Lorent… compartirán contigo el honor de presentarnos ante la Princesa heredera, hablaran en mi nombre y le haran el honor de ofrecer en mi nombre..”

Los jóvenes levantaron la mirada. Lysaro sonrió, encantado por la oportunidad. Fredo, en cambio, se limitó a asentir con un gesto breve, aunque sus ojos se clavaron en Lorent con la misma insistencia del día anterior.

Lorent no respondió. Su silencio fue suficiente para que Lysandro soltara una carcajada y levantara la copa. “No agradezcas todavía. Tendrás tiempo de pensar. Por ahora, disfruta de nuestra hospitalidad.”

Y así fue devuelto a su cuarto. El mismo lecho mullido, las mismas paredes pulidas, el mismo candado en la puerta. Una celda cómoda, pero celda al fin.

Se sentó en el borde del lecho, la cabeza entre las manos. Su mente se agitaba como un mar encrespado. No podía permitir que los Rogare llegaran a la Princesa; todo en ellos hablaba de ambición, de poder, de fuego mal encauzado. La tomarían como una pieza más de su juego, y la devorarían si era necesario.

Pero tampoco podía negarse. Si no jugaba su juego, los Rogare seguirían buscando. Con su oro, sus barcos y su ejército de hombres, era cuestión de tiempo que tropezaran con la Princesa Rhaenyra. Si eso ocurría sin que él estuviera presente, ella quedaría indefensa ante la sorpresa.

Golpeó el lecho con el puño. La única opción era la más amarga: fingir cooperación. Dejar que lo llevaran, aunque fuera encadenado por la cortesía y las sonrisas de Lysandro. No antes que ellos, pero sí junto a ellos. Y entonces, cuando llegara el momento, advertir a su Princesa, cumplir con su misión, incluso si le costaba la vida.

El peso de la capa blanca, aunque ausente de sus hombros, lo envolvió en ese instante. Ser Lorent comprendió que su juramento exigía algo más que valentía con la espada. Exigía paciencia, disimulo y sacrificio.

Alzó la vista hacia la ventana enrejada. La luz del sol entraba en haces dorados, recordándole que el tiempo corría. La Princesa Rhaenyra debía saberlo. Y solo él podía asegurarse de que lo supiera.

En los días siguientes, Lysandro le dio a Ser Lorent la sensación de estar incluido. Lo invitaba a sentarse en su mesa, a escuchar conversaciones sobre comercio y política, e incluso a caminar por los jardines interiores de la mansión, siempre bajo la atenta mirada de guardias y siervos.

Pero Lorent comprendía lo que sucedía: lo dejaban ver lo que deseaban mostrar, nunca más. El lujo era una máscara; detrás, había pasillos cerrados, puertas vigiladas y decisiones de las que él estaba excluido. Era un invitado de palabra, pero prisionero de hecho. Y esa dualidad lo corroía.

El interrogatorio velado terminó cuando Lysandro, entre copas de vino y un gesto de fingida cortesía, le preguntó de nuevo por su destino. La insistencia fue tanta que, al fin, Lorent habló.

“Volantis” dijo, seco. “Es allí donde debía entregar el decreto de Su Gracia a la Princesa heredera.”

El silencio en la sala fue breve, roto enseguida por la sonrisa satisfecha de Lysandro. No volvió a presionarlo. En cambio, fue su hijo mayor, Lysaro, quien tomó el control de la situación. Desde ese momento, fue él quien se dirigía a Lorent, quien dictaba sus movimientos, quien lo trataba no como invitado ni prisionero, sino como una pieza que debía custodiar personalmente.

Los preparativos fueron rápidos. En apenas unos días, tres navíos aguardaban en el puerto privado de los Rogare, listos para zarpar hacia Volantis. Velas nuevas, bodegas llenas, decenas de hombres armados abordando bajo los estandartes de la familia.

Lorent aprovechó el momento para pedir clemencia. “Los soldados que fueron capturados conmigo deben ser liberados. Ellos no son parte de vuestra ambición. Solo cumplieron con seguirme.”

La respuesta fue un silencio indiferente. Lysaro ni siquiera lo miró; continuó dando órdenes a los capitanes. Fredo, a su lado, anotaba nombres y cifras en un pergamino. Los guardias empujaban a los hombres hacia las bodegas como si fueran bestias de carga.

Lorent apretó los puños. Comprendió que no habría negociación, no mientras estuviera bajo su control. Pero en su corazón se aferró a un pensamiento: la Princesa heredera no permitiría que su Guardia Real ni sus hombres siguieran esclavizados. Si lograba llegar a ella, si cumplía su misión, tal vez aún habría esperanza de liberarlos a todos.

Mientras la brisa del puerto agitaba las banderas rojas y doradas de los Rogare, Ser Lorent se juró en silencio que jugaría el juego hasta el final. Aunque lo arrastraran encadenado hasta la Princesa, sería entonces cuando revelaría la verdad y pediría justicia en su nombre.

El viaje comenzó sin demora. El puerto de Lys quedó atrás entre el crujido de velas y el rumor de los remeros, mientras los navíos Rogare se internaban en el mar con la precisión de una flota bien entrenada.

A Ser Lorent no le concedieron la libertad de la cubierta. Fue instalado en una celda amplia bajo cubierta, con un catre, una jarra de agua y una lámpara que ardía día y noche. No era un calabozo húmedo como los de los piratas, pero tampoco un camarote. Era una prisión disfrazada de cortesía.

El tiempo se volvía interminable entre esas paredes de madera. La única voz que escuchaba con regularidad era la de un joven sirviente que le llevaba la comida. Al principio, el muchacho hablaba poco, apenas inclinaba la cabeza y se marchaba. Pero la desesperación de Lorent fue más fuerte que la paciencia, y pronto comenzó a hablarle.

“¿Quiénes son realmente tus amos?” preguntó un día, cuando el muchacho dejó un cuenco de pescado y pan sobre la mesa. “¿Qué buscan llevando conmigo a sus hijos?”

El sirviente dudó, mirando hacia la puerta. Sus manos temblaban un poco, pero al final, bajando la voz, respondió.

“Son los Rogare, mi señor. Nadie en Lys posee tanto poder como ellos. Son dueños del Banco Rogare, el más rico de todos, salvo el Banco de Hierro de Braavos. Aquí controlan casi todo el comercio. Oro, especias, vino, seda, incluso los barcos que surcan el mar responden a su palabra.”

Lorent lo miró en silencio, sintiendo que las cadenas en sus muñecas pesaban aún más. No eran simples mercaderes. No eran una familia poderosa más. Eran banqueros capaces de comprar ejércitos, ciudades, tal vez reinos enteros.

El sirviente bajó la voz hasta casi un susurro. “En Lys, nada se mueve sin su permiso. Quien comercia paga tributo. Quien desafía, desaparece. Todos temen a Lysandro el Magnífico. Y ahora… parece que él os quiere a vos.”

Lorent apretó el borde del catre con fuerza. Aquella revelación lo desesperó aún más. Si los Rogare eran tan poderosos en su tierra, ¿qué impediría que extendieran sus tentáculos hasta Poniente? ¿Qué sucedería si llegaban a la Princesa heredera con oro y flotas para comprar voluntades?

Cuando el sirviente salió, cerrando la puerta tras de sí, Lorent se dejó caer sobre el catre. Ahora comprendía que escapar sería casi imposible. Y, sin embargo, también comprendía que no podía dejar que la Princesa Rhaenyra enfrentara sola a esa familia que mezclaba decadencia con una riqueza casi ilimitada.

Su misión se había vuelto aún más peligrosa.

Lorent comprendió que aquel muchacho era su mejor fuente de noticias. No podía presionarlo demasiado, pues corría el riesgo de cerrarlo para siempre, así que cada día le ofrecía alguna palabra amable, un gesto de gratitud o una pregunta que parecía inocente. Poco a poco, el silencio del sirviente fue cediendo.

Había aprendido a no dejar escapar ninguna oportunidad. Cada vez que el sirviente llegaba con la comida, buscaba una forma distinta de arrancarle palabras: una pregunta casual, un comentario, incluso un silencio prolongado que forzaba al joven a hablar.

Aquella noche, el muchacho entró con un cuenco de guiso y pan fresco. Sus pasos eran apresurados, pero Lorent ya lo esperaba.

“¿Tú has vivido siempre en Lys?” preguntó en voz baja, mientras el sirviente dejaba la bandeja.

El joven lo miró con recelo, luego asintió.

“Entonces, dime. ¿Qué saben aquí de la Princesa heredera y de su familia? He oído sus nombres en los pasillos.”

El sirviente se tensó. Dudó un instante, mordiéndose el labio. “No debería…” comenzó como quien no quiere, pero al encontrarse con la mirada de Lorent, continuó en un susurro. “Dicen que los Targaryen estuvieron un tiempo en Lys. Nadie sabe cuánto ni dónde, pero mis amos… mis amos se lamentan de no haber podido acercarse a ellos. Fue una oportunidad perdida.”

Lorent inclinó la cabeza, como si aquello fuera apenas una curiosidad, pero por dentro su pecho se apretaba. “¿Y crees que es verdad? ¿O solo un rumor para engrandecerse en las tabernas?”

El muchacho bajó la voz aún más. “Hubo… hubo una noche. Todos en la ciudad lo recuerdan. Un dragón atacó. No sobre un puerto ni sobre una fortaleza, sino sobre un burdel. Lo redujo a cenizas. Nadie sabe por qué.”

Lorent se irguió, sorprendido. “¿Un burdel? ¿Un dragón allí? ¿Qué buscaban?”

El sirviente alzó los hombros. “Algunos creen que era un castigo. Otros dicen que buscaban a alguien. Mis amos… nunca han dejado de hablar de eso. Hubo una mujer, una de las que servían allí. Desapareció entre las llamas. Nadie la ha vuelto a ver.”

Lorent lo miró fijamente, midiendo sus palabras. “¿Y qué tenía de especial esa mujer para que tus amos aún la recuerden?”

El joven vaciló, mirando a la puerta. “No lo sé. Solo que… la buscan. Están desesperados por saber qué fue de ella. Algunos dicen que tenía trato con gente poderosa. Otros que era distinta de las demás. Yo no estaba allí, pero lo escucho en sus discusiones. Lo darían todo por encontrarla.”

El silencio se prolongó entre ambos. El sirviente apartó la mirada, nervioso, y se apresuró a recoger la bandeja vacía. Antes de salir, murmuró apenas audible:

“Si los Rogare quieren algo, lo consiguen. Siempre lo hacen.”

No sabía quién era esa mujer, ni por qué un dragón había reducido un burdel a cenizas por su causa.

Cuando la puerta se cerró, Lorent permaneció inmóvil, con el corazón latiéndole con fuerza. Aquella revelación era más que un rumor: era una advertencia. Los Rogare no solo lo llevaban consigo como prisionero; lo usaban como llave para abrir el camino hacia la Princesa heredera. Y si eran capaces de obsesionarse con una prostituta perdida en un burdel incendiado, ¿qué no harían para atrapar a la verdadera hija de Valyria?

El viaje avanzó con rapidez. Las corrientes los llevaban hacia el norte, y los marineros rogare trabajaban en silencio bajo la supervisión constante de soldados armados. A Ser Lorent, como siempre, se le permitía respirar aire fresco a intervalos, acompañado de guardias, nunca solo.

Aquella mañana lo llevaron a la proa. El horizonte mostraba ya el perfil lejano de torres y murallas: Volantis. El corazón de Lorent se agitó, aunque no por esperanza, sino por la sombra que lo acompañaba.

A su lado estaba Lysaro, erguido con la arrogancia de quien se sabe heredero de una fortuna y de un nombre temido. Vestía seda clara, y una cadena de oro relucía sobre su pecho. El viento agitaba su cabello casi blanco, tan parecido al de los Targaryen que a Lorent le pareció una burla.

El caballero aprovechó la ocasión. Había aprendido a disfrazar la firmeza con la cortesía de la misma manera que su padre.

“Decidme, señor Lysaro” dijo, la voz firme pero respetuosa. “Habéis hablado de acompañarme hasta la Princesa heredera. Pero nunca habéis dicho por qué. ¿Qué es lo que realmente buscáis en ella?”

Lysaro sonrió, como si hubiera estado esperando la pregunta. Apoyó una mano en la barandilla y habló con la seguridad de quien cree que sus palabras son incuestionables.

“Lo que buscamos es sencillo, Ser Lorent. Una alianza. Nada más, nada menos. Mi casa y la suya comparten algo que ningún otro puede reclamar: la sangre de la antigua Valyria. ¿No lo veis? Es natural que permanezcamos unidos. Así lo exige la herencia que corre por nuestras venas.”

Lorent sostuvo la mirada sin pestañear. “Una alianza puede tomar muchas formas. ¿Qué clase de unión deseáis con la Princesa?”

Lysaro soltó una carcajada suave, como si la respuesta fuera obvia. “La que fortalezca a todos. Riqueza, comercio, poder. Y, por supuesto, no hay alianza más fuerte que aquella que se forja con el matrimonio… y nosotros… nosotros tenemos los recursos para multiplicar su grandeza. Juntos seríamos invencibles.”

El viento marino rugió entre las velas, llenando el silencio que siguió.

Ser Lorent comprendió entonces lo que siempre había temido: los Rogare no buscaban amistad ni devoción. No eran diferentes a los demás hombres que habían mirado a los dragones con codicia en el corazón. Lo único que deseaban era el fuego y el poder que solo la sangre Targaryen podía desatar.

Mientras Volantis se alzaba en el horizonte, Lorent juró en silencio que debía advertir a la Princesa. Los Rogare hablarían de alianzas y unidad, pero lo único que traían consigo era ambición disfrazada de nobleza.

Las murallas negras de Volantis se alzaban como gigantes sobre el horizonte, oscuras y solemnes, cubiertas de musgo y salitre. A medida que los barcos Rogare se acercaban, el aire se llenó del bullicio de una ciudad en constante guerra consigo misma: pregones que se confundían con gritos de mercado, el rumor de herreros trabajando sin descanso, y el sonido de campanas que llamaban a las milicias de las facciones que todavía disputaban cada calle.

Era una ciudad gobernada por el caos, y, sin embargo, siempre abierta al oro. Dentro de la muralla negra, todo podía comprarse, y los Rogare confiaban en que su riqueza les aseguraría un recibimiento digno de reyes.

Lysaro, erguido en la cubierta, sonreía con anticipación. “Veréis, Ser Lorent, aquí comprenderéis lo que significa el poder de nuestra casa. Volantis sabrá rendirnos el honor que merecemos.”

Pero al atracar en el puerto, no los aguardaba ninguna comitiva, ni músicas, ni estandartes. Solo mercaderes distraídos, esclavos que cargaban mercancías y soldados que vigilaban sin interés. Los barcos Rogare, imponentes, se deslizaban entre la indiferencia general.

El gesto de orgullo en Lysaro se tornó en incomodidad. Fredo lo observó sin decir palabra, mientras los guardias reforzaban el cerco en torno a su comitiva.

Fue entonces cuando un rugido quebró el cielo.

Todos alzaron la mirada. Sobre las nubes, una sombra colosal se movía con gracia feroz. Sus alas plateadas y grises reflejaban destellos de luz, y su rugido profundo hizo temblar las aguas del puerto.

Un dragón.

Ser Lorent contuvo la respiración. Conocía cada descripción, cada detalle aprendido desde su niñez. Las escamas plateadas, el brillo casi perlado en las alas, la forma ágil con la que se deslizaba entre las corrientes del aire. No había duda.

Seasmoke.

El dragón de Ser Laenor Velaryon.

El corazón de Lorent latió con fuerza. Rumores corrían en Poniente: que Laenor había encontrado en el Príncipe Daemon un nuevo señor, que su lealtad era más firme con él que con cualquier otro. Si aquello era cierto, tal vez había esperanza. Tal vez podía advertir a Ser Laenor y, a través de él, al mismísimo Príncipe Daemon. Y si el Príncipe Daemon sabía, la Princesa heredera también sabría.

No dijo nada. Se limitó a bajar la mirada, ocultando la chispa de alivio que ardía en sus ojos. Entre cadenas y vigilias, aún podía cumplir su deber.

Los Rogare, sin embargo, miraban al cielo con fascinación y ambición en los ojos. Para ellos, no era una advertencia. Era una promesa del poder que codiciaban.

Los barcos quedaron amarrados en el puerto, rodeados por estibadores que ni siquiera se dignaban a mirar los estandartes Rogare. Desde allí, la comitiva se organizó para avanzar hacia el corazón de la ciudad.

Ser Lorent marchaba encadenado, custodiado a cada lado, observando el desorden que se extendía a medida que se acercaban a la muralla negra. Aquella construcción, colosal e imponente, se alzaba más allá de los muelles, guardando en su interior la ciudad más antigua de Essos. Lo que alguna vez había sido orgullo de Volantis, ahora estaba deslucido: portones abiertos de par en par, sin ceremonia ni vigilancia formal, como si cualquier hombre pudiera entrar o salir a voluntad.

El desconcierto se reflejaba en el rostro de Lysaro. Había esperado un recibimiento triunfal, el saludo de magistrados, mercaderes o sacerdotes de las casas de fuego. En lugar de eso, encontró un silencio pesado, roto solo por los cascos de sus caballos y el murmullo distante de un pueblo abandonado al caos.

Dentro de la muralla, la desolación era más evidente. Mansiones de mármol con columnas resquebrajadas, puertas arrancadas, jardines cubiertos de maleza. En las calles, soldados con capas rojas caminaban en grupos desordenados, bebiendo vino y acosando a mercaderes, sin disciplina ni propósito. Gobernaban por presencia, no por control.

“Esto…” murmuró Fredo, su ceño fruncido y la mirada fija en los soldados, todos con sus capas rojas. “Esto no es Volantis. Es un cadáver vestido con una capa roja.”

Lysaro no respondió. Su orgullo lo mantenía erguido, pero sus ojos lo traicionaban: estaba tan perdido como cualquiera.

Decidieron dirigirse hacia la plaza central, buscando al oficial de mayor rango. Tal vez allí encontrarían respuestas.

Los soldados que custodiaban la explanada ni siquiera hicieron el ademán de saludar. Ni inclinaron la cabeza, ni reaccionaron ante el lujo de la escolta Rogare. Permanecieron apoyados en sus lanzas, bostezando o riendo entre ellos, como si la llegada de una de las familias más ricas de Lys careciera de importancia.

Lysaro se adelantó, con la voz firme que usaba en los salones de su padre.

“Soy Lysaro Rogare, hijo del Magnífico. He venido a Volantis con mis hombres y exijo hablar con vuestro comandante.”

Los soldados se miraron entre sí y uno de ellos soltó una carcajada ronca. Nadie se movió. Nadie corrió a buscar al supuesto comandante. La indiferencia era total, como si la riqueza de los Rogare, su oro y sus barcos, fueran polvo en aquel lugar gobernado por el caos.

Ser Lorent, encadenado, observó en silencio. Por primera vez, vio en Lysaro una grieta en la armadura de confianza que había exhibido desde que partieron de Lys.

Lysaro no estaba dispuesto a aceptar la indiferencia. Dio un paso hacia los soldados, con el mentón erguido y la voz proyectada con toda la autoridad que creía poseer.

“Soy Lysaro Rogare, hijo del Magnífico, y exijo que me llevéis ante el Triarca. Si no es posible, entonces llamad a vuestro comandante, aquel que derrotó a los magistrados de Volantis y tomó esta ciudad. Debo hablar con él en nombre de mi casa.”

Los soldados de capa roja lo miraron sin mover un músculo. Uno de ellos, un hombre con barba rala y ojos cansados, soltó una carcajada seca.

“El Triarca ya no gobierna aquí, muchacho. Y en cuanto a nuestro comandante…” Se inclinó hacia él con sorna. “A menos que tengas alas, no podrás alcanzarlo. Está en el cielo, montado en su dragón.”

Las carcajadas de los demás resonaron en la plaza. Lysaro se tensó, el color encendido en su rostro entre rabia y humillación.

Fue entonces cuando Ser Lorent dio un paso al frente, encadenado, pero con la voz firme de un caballero de capa blanca.

“Quiero hablar con Ser Laenor Velaryon” dijo sin titubear. “Traigo un mensaje en nombre de Su Gracia el Rey Viserys, y no será ignorado.”

El efecto fue inmediato. El bullicio de burlas se cortó de golpe. Varios soldados se miraron entre sí, más serios de lo que habían estado en todo el día. El nombre del rey de Poniente y el del jinete de Seasmoke no eran asuntos menores.

Uno de ellos, más joven que el resto, se enderezó y dio un paso adelante. “Si decís la verdad, seguidme. Pero advertidos quedáis: este no es lugar para juegos. Un paso en falso y acabaréis colgados de las murallas como los que os precedieron.”

Con un gesto brusco, indicó que lo siguieran. La comitiva Rogare se puso en marcha, escoltada por hombres de capa roja.

Atravesaron calles cubiertas de ruinas. Los mosaicos de mármol estaban rotos, las fuentes secas y ennegrecidas, las mansiones saqueadas y ocupadas por perros y soldados. El caos gobernaba, pero en medio de esa devastación se alzaba todavía la grandeza desfigurada de la ciudad más antigua de Essos.

Finalmente, llegaron ante una de las mansiones más grandes, de muros altos y columnas aún intactas, aunque con las puertas resquebrajadas por el fuego. Allí, el soldado que los guiaba se detuvo y señaló el interior.

“Entrad. Si sois quienes decís ser, se os escuchará.”

Ser Lorent sintió el peso de las cadenas en sus muñecas, pero también una chispa de esperanza. Si Ser Laenor estaba allí, tal vez su mensaje llegaría antes a la Princesa heredera.

Al llegar a la mansión, un soldado de capa roja salió a recibirlos. No hizo reverencias ni gestos de respeto. Su mirada se posó en Lorent y se endureció al notar las cadenas en sus muñecas.

“¿Traéis prisioneros a la ciudad de Fuego?” preguntó con desdén, sus ojos fijos en Lysaro.

“Este hombre no es un prisionero común” respondió Lysaro con firmeza. “Es un caballero de capa blanca, al servicio de la Princesa heredera. Mi familia lo protege.”

El soldado frunció el ceño, desconfiado. “Protección encadenada… curioso.” Luego hizo un gesto seco con la mano. “Esperad aquí. Avisaré a Ser Laenor de vuestra presencia. Si él desea recibiros, lo sabréis.”

Sin añadir nada más, los dejó bajo la custodia de otros hombres armados. Al poco, unos sirvientes entraron en la sala: muchachos de rostro pálido, nerviosos, que evitaban el contacto visual. Con apresurado respeto, los condujeron hacia un salón amplio, aún elegante pese a las huellas de saqueo en sus muros. Alfombras deshilachadas, lámparas torcidas, mesas de roble con marcas de fuego. El lujo caído en ruina.

La comitiva Rogare se acomodó entre cojines y bancos. La espera comenzó a alargarse. Una hora. Luego otra. El sol descendía y las sombras se alargaban.

Fredo fue el primero en perder la calma. “Esto es una falta de respeto intolerable. Somos los Rogare, dueños de la mitad de Lys. Que se nos haga esperar como mendigos es insultante.”

Lysaro se levantó de un golpe, su capa agitándose. “Exijo que nos lleven con Ser Laenor de inmediato. Él debe comprender quién se ha dignado a presentarse en Volantis.”

Los sirvientes, encogidos de hombros, intercambiaron miradas nerviosas. Finalmente, uno de ellos se atrevió a hablar, con voz temblorosa.

“Mi señor… Ser Laenor está sobre su dragón. Hasta que descienda, nadie puede verle. Y a menos que tengáis alas, no hay forma de alcanzarlo.”

Las palabras resonaron en el salón.

Lysaro abrió la boca para replicar, pero el eco del rugido de un dragón, lejano y poderoso, llenó el aire, como confirmación de la verdad.

Durante un instante, el orgullo de los Rogare se quebró. El enojo se mezcló con incomodidad, y aunque Lysaro volvió a sentarse, su rostro ardía de rabia contenida. Fredo apretó la copa en la mano con tanta fuerza que casi la rompió.

Ser Lorent, en silencio, observaba. Aquella ofensa que los Rogare no podían digerir era, para él, un rayo de esperanza. Laenor no se apresuraba por nadie. Y menos aún por mercaderes que se creían reyes.

La espera se prolongó hasta entrada la tarde, cuando por fin las puertas del salón se abrieron. El sonido de pasos resonó en las losas, y Ser Laenor Velaryon apareció, aún con el aire fatigado de quien acaba de descender de los cielos. Su cabello perlado y la capa oscura que llevaba sobre los hombros bastaron para imponer silencio.

Los Rogare se levantaron de inmediato. Lysaro dio un paso al frente, su voz cargada de esa mezcla de arrogancia y servilismo que usaba al tratar con alguien a quien deseaba impresionar.

“Ser Laenor. Es un honor. Venimos de parte de mi padre, Lysandro Rogare, y traemos con nosotros a un mensajero del Rey Viserys, que porta un decreto para la Princesa heredera.”

Laenor apenas los miró. Sus ojos recorrieron al grupo con desdén, deteniéndose apenas un segundo en Ser Lorent, aún encadenado.

“No tengo tiempo para mensajes” dijo con frialdad. “Ni para banqueros. Mis días y mis noches pertenecen al dragón y a mi deber. Volved a vuestro oro y a vuestras cuentas. Aquí no tenéis lugar.”

Se dio media vuelta sin esperar respuesta, desapareciendo tras las puertas con la misma rapidez con la que había entrado.

El silencio en la sala fue sofocante. Lysaro estaba pálido de rabia, Fredo temblaba de indignación. Nunca en su vida habían sido rechazados con tan poco tacto, tratados como comerciantes de poca monta en vez de señores de una de las familias más ricas de Lys.

No hubo discusión posible. La guardia de capa roja los escoltó de vuelta al puerto, y esa noche los Rogare regresaron a sus barcos sin haber conseguido nada.

Durante los días siguientes, intentaron una y otra vez concertar una nueva audiencia con Ser Laenor. Enviaron cartas, ofrecieron regalos, pidieron hablar con capitanes y con sacerdotes. Todos los intentos fueron ignorados. Ni una sola respuesta.

Lysaro golpeaba las mesas de su camarote con puños furiosos. Fredo maldecía a los soldados de capa roja en cada callejón. Los Rogare estaban acostumbrados a comprar puertas abiertas; jamás habían conocido muros que ni el oro podía derribar.

Cada negativa era una afrenta, cada silencio, un insulto. Y con cada intento fallido, la cólera de los hijos del Magnífico crecía, hasta volverse un fuego que ardía en sus miradas y en cada palabra que intercambiaban en cubierta.

Ser Lorent, desde las sombras de su celda, observaba. Cuanto más se enfurecían los Rogare, más comprendía que su único verdadero camino estaba claro: debía llegar a la Princesa antes de que la ambición de aquella familia los empujara a un acto desesperado.

La humillación no fue fácil de digerir. De regreso en sus barcos, Lysaro golpeaba las mesas hasta hacer saltar las copas, y Fredo recorría la cubierta como una fiera enjaulada.

“No seremos negados por un simple caballero, aunque monte un dragón” escupió Lysaro, la voz cargada de ira. “Somos los Rogare. Ningún muro, ninguna espada ni ninguna capa roja puede ignorarnos para siempre.”

Así comenzaron a moverse por la ciudad, esta vez no con desfiles ni escoltas, sino enviando espías, sirvientes y comerciantes con monedas en los bolsillos. Escucharon a soldados ebrios en tabernas, a mercaderes que temían por sus negocios, a sirvientes ansiosos de vender rumores por unas pocas monedas.

Poco a poco, la imagen se aclaró.

Primero, una revelación desconcertante: ya no había esclavos en Volantis. Bajo la orden de la Princesa Rhaenyra, todos habían sido liberados. Aquello no era solo un cambio en la ciudad: era una revolución. Para los Rogare, dueños de cadenas y mercados en Lys, la noticia fue como una bofetada.

Segundo, supieron que había sido el Príncipe Daemon quien había conquistado la ciudad. Con dragón y acero, había derrumbado el viejo orden y puesto fin a la autoridad de los triacas. Pero aquí surgía la confusión: los rumores decían que ni el Príncipe ni la Princesa estaban ya en Volantis. Algunos aseguraban que habían partido a islas lejanas, otros que habían regresado a Poniente. Nadie sabía la verdad.

Y tercero, entre susurros de alcobas y corredores, hallaron lo que buscaban: la debilidad de Ser Laenor. No respondía a cartas ni a peticiones, pero sí se dejaba tentar por placeres, por mesas rebosantes de vino y carne, por fiestas donde la decadencia reemplazaba a la diplomacia.

Lysaro sonrió al escuchar esto, una sonrisa afilada como un cuchillo.

“Entonces ya tenemos nuestra puerta. Si no acude a nosotros por honor, lo hará por deseo. Le ofreceremos una cena digna de los dioses valyrios: vino sin límite, mujeres y muchachos de belleza incomparable, música y oro. Y cuando cruce esa puerta, no podrá negarnos más.”

Fredo asintió, con el brillo de la ambición en los ojos. “En ese banquete sellaremos nuestra entrada. Que Laenor se crea dueño de la mesa… mientras nosotros movemos las piezas a nuestro favor.”

Ser Lorent escuchó todo en silencio, su corazón encogiéndose. Cada paso de los Rogare estaba marcado por arrogancia y ambición. No deseaban alianzas sinceras: buscaban doblegar, seducir, comprar. Y aunque lograran sentar a Ser Laenor en su mesa, Lorent sabía que lo que realmente codiciaban no eran copas ni cuerpos, sino el fuego de los dragones que obedecían a la sangre de la Princesa.

Tras varias negativas, cartas ignoradas y sirvientes devueltos sin respuesta, finalmente una invitación fue aceptada. No por los manjares prometidos, ni por el oro o las cortesanas, sino por una promesa susurrada entre copas: que un joven soldado de los Rogare, gallardo y de belleza fina, estaría presente en la cena.

Así, Ser Laenor Velaryon cruzó al fin las puertas de la mansión que Lysaro había preparado para la ocasión, aquella que había sido tomada sin esfuerzo a un soldado que la cedío por unas cuantas monedas.

 Los muros resplandecían con tapices recién colgados, los suelos cubiertos con alfombras de seda, y las mesas repletas de copas rebosantes de vino, frutas exóticas, carnes bañadas en especias, y dulces traídos de Sothoryos. El salón brillaba de lujo, pero no era un lujo solemne: era un despliegue de exceso calculado, una trampa tendida bajo el disfraz del placer.

Ser Lorent, sentado a un extremo de la mesa, observaba con el ceño endurecido. Era prisionero, sí, pero los Rogare insistían en mostrarlo como parte de su cortejo, un testigo más de su grandeza. Para él, la escena era un suplicio.

Laenor llegó con paso seguro, la sonrisa fácil en el rostro. Aceptó la copa que le ofrecieron y saludó sin ceremonia, como quien llega a divertirse, no a negociar. Su mirada, sin embargo, no se detuvo en los manjares ni en la música. Fue directa hacia Lysaro, que se había vestido con túnica ajustada de seda clara, el cabello recogido para resaltar la perfección de sus rasgos. El heredero Rogare inclinó apenas la cabeza, dejando que la luz de las lámparas resaltara sus ojos claros.

El cambio fue inmediato, casi palpable. Laenor reía con cada palabra de Lysaro, bebía cuando él bebía, y se inclinaba hacia él cada vez que hablaba en voz baja. Fredo, a un lado, sonreía satisfecho, viendo cómo la red se cerraba con naturalidad.

Ser Lorent apretó los puños bajo la mesa. Lo que veía no era un caballero digno de su linaje ni un aliado firme de la Princesa heredera. Era un hombre dominado por sus placeres, cegado por la belleza de jóvenes que parecían creados para tentarlo. Laenor respondía a cada gesto de Lysaro como si todo lo demás, la ciudad, la guerra, la misión de su casa, no existiera.

El horror de Lorent crecía con cada copa que Laenor aceptaba, con cada carcajada compartida, con cada roce de mano disfrazado de accidente. Lo que para él era una debilidad vergonzosa, para los Rogare era una oportunidad perfecta. Lysaro jugaba el papel con maestría: tímido cuando debía parecerlo, atrevido cuando la atención de Laenor se encendía.

La mesa entera parecía un teatro montado para ese único propósito. Y mientras las copas se vaciaban y las risas aumentaban, Ser Lorent comprendía que los Rogare habían encontrado el modo de entrar. No con espadas ni con oro, sino con la belleza y la carne.

Ser Lorent contemplaba la mesa con creciente repulsión. La música, las risas, el vino que corría sin medida: todo era un espectáculo cuidadosamente preparado para ahogar el honor en copas de exceso. Pero lo que más lo horrorizaba no era la ostentación, sino la facilidad con que Ser Laenor se entregaba a ella.

El caballero de Seasmoke no parecía tener límites en lo que a los placeres de la carne se refería. Cada gesto suyo lo acercaba más a Lysaro, cada palabra era celebrada con carcajadas y miradas demasiado prolongadas. Lo que empezó como una cortesía se transformó en algo más, y ante los ojos impotentes de Lorent, Lysaro se convirtió en su confidente, su compañía más buscada, y finalmente, en su amante.

Los Rogare no necesitaban forzar nada más. Con esa puerta abierta, el camino estaba despejado. La resistencia inicial de Laenor se había esfumado, sustituida por un deseo que los ataba más firmemente que cualquier contrato escrito.

Fue así como, tras noches de banquetes y complacencias, los Rogare pasaron de ser rechazados en la entrada de Volantis a ser recibidos como huéspedes en la mansión que Ser Laenor había tomado para sí tras la caída de los triacas. Aquella casa saqueada, ahora gobernada por el rugido lejano de Seasmoke, se convirtió en su nuevo refugio.

Para los Rogare, era una victoria. Para Ser Lorent, una pesadilla. Veía cómo la decadencia se disfrazaba de alianza y cómo el honor de los dragones quedaba manchado por el abrazo de mercaderes de Lys.

Y en silencio, comprendía que su deber se volvía más urgente que nunca: debía advertir a la Princesa, aunque tuviera que atravesar todo aquel pantano de corrupción para hacerlo.

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Lo que al principio fue una estancia incómoda en la mansión saqueada, pronto se transformó en un nuevo escenario de intrigas.

Los Rogare comprendieron que no bastaba con un banquete o con halagos. Si querían llegar a la Princesa heredera, debían jugar un juego más largo. Y lo hicieron con paciencia calculada.

Su oro comenzó a moverse por las calles de Volantis. Compraron almacenes abandonados, reabrieron tabernas bajo nuevos nombres, financiaron a mercaderes desesperados y hasta pagaron a soldados de capa roja que antes los habían despreciado. En cada transacción, la red de los Rogare se extendía más, envolviendo poco a poco a la ciudad en hilos invisibles de deuda y obligación.

Mientras tanto, Lysaro consolidaba su victoria personal. De amante ocasional, pasó a ser confidente constante de Ser Laenor. Seasmoke rugía en los cielos, pero en los salones de la mansión, era Lysaro quien ocupaba el lugar más cercano al caballero. Conversaban largamente, bebían juntos y compartían secretos que Lorent no podía escuchar. 

Laenor parecía cada vez más dispuesto a confiar en el joven heredero, como si la presencia de los Rogare ya no fuera la de intrusos, sino la de aliados indispensables.

Ser Lorent, sin embargo, sufría en silencio. Durante semanas pidió ver a Ser Laenor, suplicando a guardias, a sirvientes, incluso a Fredo. Siempre recibió la misma respuesta: evasivas, excusas, promesas que nunca se cumplían. Los Rogare lo mantenían apartado, consciente de que no podían dejarlo a solas con el jinete de Seasmoke.

Una tarde, mientras observaba desde una ventana enrejada el bullicio de la ciudad, Lorent comprendió la magnitud de la situación. Habían pasado meses. Meses en que su misión estaba estancada, meses en que la Princesa no recibía el decreto del Rey, meses en que los Rogare fortalecían su influencia bajo la sombra de un dragón.

Era como si cada día la balanza se inclinara más a su favor, mientras él permanecía encadenado al margen. Y aunque la paciencia era parte de su juramento, el peso de la impotencia comenzaba a desgarrar su espíritu.

Sabía que tarde o temprano tendría que arriesgarlo todo. Porque cada día perdido en Volantis era una oportunidad que los Rogare robaban a la Princesa.

La mesa estaba dispuesta con el lujo acostumbrado: copas de vino perfumado, carnes especiadas, frutas cortadas en formas delicadas. Pero aquella noche, el ánimo era distinto. Ser Laenor bebía más de lo habitual, y sus ojos tenían un brillo apagado que ni las bromas de Lysaro podían disipar del todo.

Lysaro lo observaba con una sonrisa calculada. No lo presionaba con preguntas directas, sabía que el silencio y la escucha eran las armas más finas. Se limitaba a asentir, a ofrecerle otra copa, a rozar su mano con la excusa de un brindis.

Finalmente, fue Laenor quien habló, su voz quebrada por la amargura.

“No busquéis a la Princesa ni al Príncipe en Volantis. No están aquí, ni lo han estado desde hace mucho. El Príncipe no confía en mí. Me robó a mi hijo… a mi esposa… y hasta a mi amante. Nada de lo que alguna vez fue mío permanece.”

Lysaro inclinó la cabeza, su gesto compasivo. Pero detrás de sus ojos ardía un fuego distinto, el fuego de quien ve abrirse una grieta.

“¿Y por qué lo soportáis, mi señor?” preguntó con voz suave, casi un susurro. “Vos sois un jinete de dragón. Nadie debería arrebataros nada. Un hombre que comanda fuego no debería doblegarse ante nadie.”

Laenor apretó la copa con fuerza, los nudillos blancos. Rió sin alegría. “El dragón no lo es todo. El Príncipe me dejó nada más que cenizas. Ni mi sangre ni mi nombre importaron cuando él decidió que yo no era digno.”

Lysaro se inclinó más cerca, como quien comparte una confidencia. “Entonces no es él quien manda, sino el miedo que os ha impuesto. Pero un hombre como vos no debería temer. Vuestra voluntad debería arder tan alto como las llamas de Seasmoke.”

Laenor lo miró fijamente, atrapado entre el halago y la provocación. Lysaro sostuvo la mirada, implacable.

Fue entonces cuando Laenor, incapaz de contener la rabia que Lysaro había avivado, dejó escapar lo que había callado.

“Lo único que hago es enviar barcos. Riquezas, botines, tesoros… todo lo que fue tomado de Volantis navega hacia el sur, hacia las Islas del Verano. Allí es donde el Príncipe manda ahora. Allí es donde se pierden mis derechos, mis esperanzas. Donde las riquezas que me deberían pertenecer, yo llevadas… Él gobierna desde la sombra y yo, yo no soy más que su carcelero.”

Lysaro sonrió al fin, satisfecho. No solo había obtenido la información que buscaba, también había probado algo más: que incluso un hombre con un dragón podía ser manipulado, reducido, doblegado por su propia debilidad.

Cuando Laenor cayó dormido, rendido por el vino y por su propia desesperación, Lysaro compartió la revelación a la que había llegado con Fredo.

“Ya lo sabemos” murmuró en voz baja. “Los Príncipes no están aquí. Están al sur, en las Islas del Verano. Y si un jinete de dragón puede quebrarse así… entonces cualquiera puede hacerlo. Incluso la Princesa heredera.”

Ser Lorent, en las sombras, escuchó esas palabras con el corazón encogido. Los Rogare ya tenían rumbo. Y la ambición en los ojos de Lysaro era tan peligrosa como las llamas de un dragón.

El ambiente en la mansión robada se había tornado áspero. Ser Laenor ya no reía con la misma facilidad, ni recibía a los Rogare con el entusiasmo de los primeros días. Cada copa que aceptaba parecía amarga, cada palabra más corta. Al fin, una noche, cuando Lysaro habló de la partida, el caballero de Seasmoke no ocultó su rabia.

“¿Ya os marcháis?” dijo, su voz cargada de desdén. “Me habéis exprimido como a un odre de vino, tomasteis de mí lo que queríais, y ahora me dejáis con las cenizas de esta ciudad.”

Lysaro no perdió la calma. Sonrió, acomodándose en el respaldo del sillón, como si la furia de Laenor fuera apenas un viento pasajero.

“Debo obedecer a mi padre” respondió con voz suave. “La palabra del Magnífico pesa más que cualquier otra. Pero no penséis que os abandono. Vos me habéis dado vuestra confianza, y yo os ofrezco algo a cambio.”

Se inclinó, sus ojos brillando con astucia. “Os ayudaré a recuperar a vuestro amante. Haré lo que esté en mis manos, y más aún. Juntos lo traeremos de vuelta.”

El gesto de Laenor cambió. La ira se disipó apenas un instante, reemplazada por un destello de vulnerabilidad.

“¿Mi Joffrey?” repitió con un susurro cargado de anhelo. “¿De verdad lo haríais?”

“Por vos, sí” respondió Lysaro con firmeza, acariciando su mano. “Os lo prometo, aunque me rompe el corazón que alguien más tome mi lugar en tu cama.”

Cuando Laenor salió de la sala, tambaleándose entre dudas y esperanzas, Fredo se acercó a su hermano.

“¿Por qué esa promesa? ¿Qué sentido tiene arriesgarse por un amante, cuando incluso su propio hijo le importa menos?”

Lysaro se encogió de hombros, con una sonrisa fría. “No lo entiendo tampoco. Pero no importa. Lo esencial es que ya nos ha dado lo que queríamos: las respuestas. Sabemos hacia dónde partir. El oro de Volantis fluye de nuevo por nuestras manos. Y ahora, el sur nos espera.”

Al amanecer, las velas Rogare se desplegaron en el puerto. Tres navíos partieron de Volantis rumbo al mar abierto, cargados de riquezas y ambiciones.

En la cubierta, Ser Lorent sentía el vaivén de las olas y el peso de sus cadenas. Mientras los Rogare celebraban su triunfo, él solo pensaba en una cosa: las islas del sur. Allí, demasiado cerca de la Princesa heredera, el fuego de los dragones y la codicia de Lysaro estaban destinados a encontrarse.

El viaje hacia el sur fue rápido, favorecido por corrientes cálidas y vientos constantes. En cubierta, Lysaro y Fredo hablaban con entusiasmo de lo que encontrarían: ciudades brillantes bajo el sol, puertos rebosantes de comercio, y, sobre todo, el rastro de la Princesa heredera y del Príncipe Daemon.

Pero lo que hallaron al llegar a las Islas del Verano fue muy distinto.

Los puertos no los recibieron con mercados bulliciosos ni con cánticos de bienvenida. Allí reinaba un silencio nervioso. Los barcos atracaban de prisa y zarpaban aún más deprisa, sus tripulaciones murmurando oraciones en lenguas extranjeras. Los mercaderes hablaban en susurros, y hasta los esclavos liberados parecían andar con la cabeza gacha, temiendo a cada sombra en el cielo.

La primera noticia no tardó en llegar: un dragón rondaba la región. Salvaje, indomado, surcando los cielos sin jinete conocido. Algunos lo describían como un demonio de fuego, otros como un presagio de desgracias. Nadie podía explicar de dónde había venido ni qué buscaba, solo que cada vez que sus alas oscurecían el sol, el terror corría por las calles.

“Un dragón…” murmuró Fredo, incapaz de ocultar la mezcla de temor y fascinación en su voz.

“Un dragón sin jinete” corrigió Lysaro, con los ojos brillando de ambición. “Un poder esperando ser reclamado.”

Sin embargo, por mucho que preguntaron, por muchos cofres de oro que distribuyeron entre capitanes y comerciantes, siempre recibieron la misma respuesta: barcos con estandartes Targaryen habían cruzado esos mares, pero ni la Princesa ni el Príncipe estaban en las islas. Pasaban de largo, rumbo desconocido.

La frustración se apoderó de Lysaro. Cada día que pasaba en los puertos del sur era un recordatorio de que habían llegado tarde, que los dragones y sus jinetes seguían estando fuera de su alcance.

“Nos rozan como fantasmas” gruñó una noche, golpeando la mesa del camarote. “Barcos Targaryen, dragones salvajes, rumores sin fin… pero nunca ellos. Siempre ausentes. Siempre un paso adelante.”

Ser Lorent, encadenado en la bodega, escuchaba fragmentos de esa ira a través de los tablones de madera. Y aunque su situación era desesperada, una chispa de esperanza lo mantenía en pie: los Rogare aún no habían encontrado a la Princesa Rhaenyra.

El dragón salvaje que azotaba las islas era un enemigo para todos… y quizás, pensaba Lorent, también un protector involuntario.

El día había comenzado con normalidad. El sol caía a plomo sobre el puerto, encendiendo los colores de las telas y las especias. Barcos de todo tamaño entraban y salían, cargados de mercancías, mientras niños corrían entre los muelles y los pregoneros voceaban sus precios. Todo parecía rutinario, hasta que la luz empezó a menguar.

Al principio fue sutil, una penumbra que parecía el paso de una nube densa. Pero cuando la sombra se extendió sobre toda la bahía, el murmullo del mercado se quebró. Los hombres alzaron la vista y las mujeres abrazaron a sus hijos. El aire se volvió pesado, cargado de expectación y terror.

Entonces lo vieron.

En lo alto, surcando las nubes con una lentitud implacable, un dragón de proporciones colosales desplegaba sus alas. Cada batida hacía temblar el aire como si el cielo mismo fuese arrastrado a su paso. La luz del sol quedó sepultada bajo su sombra; la ciudad entera se oscureció como si hubiera caído la noche en pleno día.

Su cuerpo era negro, inmenso, tan vasto que las torres más altas parecían juguetes bajo él. No descendió ni rugió, pero no hacía falta. El simple hecho de existir allí, de pasar sobre ellos, bastaba para desatar el pánico.

El puerto estalló en gritos. Los mercaderes abandonaron sus puestos, las vasijas se quebraron en el suelo, los marineros huyeron a cubierta o se arrojaron al agua como si ese gesto pudiera salvarlos. Los pregoneros callaron, y las campanas de alarma comenzaron a repicar sin ritmo, solo por el miedo de las manos que las golpeaban.

Ser Lorent, en cubierta, sintió que el corazón le retumbaba en el pecho. Sus ojos seguían cada curva, cada batir de alas. Había leído crónicas, había estudiado a los dragones como quien estudia a dioses. Solo Vhagar era de ese tamaño, pero Vhagar no era negra. Lo que veía era algo más, algo desconocido. Un monstruo que no podía nombrar.

Los Rogare también lo contemplaban, con rostros desencajados. Lysaro tenía los labios entreabiertos, la mirada fija, entre el espanto y la fascinación. Fredo se persignó instintivamente, murmurando una plegaria que murió en sus labios.

“Es… imposible” murmuró Lysaro, con un temblor en la voz que no lograba disimular. “Nadie controla a esa bestia. Nadie. Las posibilidades, Fredo… tal vez, si podemos acercarnos…”

Pero mientras lo decía, la chispa de la ambición encendía sus ojos. Como si la enormidad del dragón no fuera un aviso de destrucción, sino un desafío que su orgullo rogaba aceptar.

El monstruo siguió su camino. No descendió, no atacó. Pasó sobre el puerto, cubrió las aguas con su sombra, y se perdió en el horizonte. El silencio que dejó a su paso fue aún más aterrador que su presencia.

Cuando la luz del sol volvió a caer sobre la bahía, el puerto seguía paralizado. La gente lloraba, rezaba, se escondía en callejones y templos improvisados. Nadie hablaba en voz alta; temían invocar su regreso con solo nombrarlo.

Lysaro respiraba agitadamente, aún con la vista fija en el cielo vacío. Sus manos temblaban, pero su voz se endureció al volver a hablar.

“Ese dragón no tiene jinete” dijo con una mezcla de miedo y deseo. “Y si no lo tiene, es porque espera a alguien. ¿Por qué no a nosotros?”

Ser Lorent cerró los ojos, con el peso de la certeza oprimiéndole el pecho. Los Rogare no solo temían al dragón. Lo codiciaban. Y esa ambición, tan irracional como peligrosa, los llevaría directo hacia la Princesa Rhaenyra.

En la mansión improvisada que habían tomado como refugio, Lysaro y Fredo discutían con los capitanes de sus barcos. El aire estaba cargado de sudor y tensión, pues las velas aún temblaban por el recuerdo de la sombra que días atrás había oscurecido el puerto.

“¿Lo seguimos?” preguntó Fredo, con los ojos encendidos. “Si zarpamos ahora mismo, podemos seguir su rastro hasta su guarida. Ese dragón puede ser nuestro.”

Lysaro lo fulminó con la mirada, aunque su voz se mantenía firme. “¿Y con qué fin? ¿Para que nos reduzca a cenizas en mitad del mar? No. Escucha a los locales: dicen que la bestia ha rondado semanas enteras, que nunca ataca, pero que su presencia ha congelado el comercio. Si esperamos, volverá. Y cuando lo haga, estaremos listos.”

Los capitanes, endurecidos por años de mar, se miraban con recelo. Ni todo el oro Rogare bastaba para apagar el temor en sus rostros.

Durante días, la sombra del dragón había mantenido a la isla bajo un clima de terror. Los mercados cerraban antes de tiempo, los barcos retrasaban sus zarpes y las campanas de alarma repicaban al menor rumor de alas en el cielo. El comercio estaba paralizado, y la gente vivía entre susurros y plegarias.

Entonces, una mañana despejada, el horizonte trajo una visión inesperada.

Un barco se acercaba con velas blancas y rojas, marcadas con tres cabezas de dragón. El murmullo recorrió el puerto: algunos se santiguaron, otros se escondieron, y muchos se quedaron observando, sin saber si aquello significaba salvación o más desgracia.

La nave atracó con firmeza, y de ella descendieron soldados con armaduras oscuras y el estandarte Targaryen desplegado. Su sola presencia hizo retroceder el miedo, imponiendo orden en medio del caos.

Uno de ellos avanzó hasta el centro del muelle, la voz clara y resonante.

“Venimos en nombre de la Princesa heredera y del Príncipe Daemon. Nuestra misión es asegurar esta isla y acabar con el terror del dragón salvaje que la azota. Bajo su protección, el comercio y la paz serán restaurados.”

El anuncio fue como un bálsamo. Los mercaderes respiraron con alivio, los niños dejaron de llorar, y la tensión que había dominado la isla durante semanas se disipó de golpe.

Para los Rogare, en cambio, fue una campana de oportunidad.

“Es ahora” murmuró Lysaro, con brillo de ambición en los ojos. “No dejaremos escapar este momento.”

Se dividieron. Fredo tomaría un barco ligero, discreto, para seguir al navío Targaryen y descubrir adónde llevaba la riqueza y el poder que ahora fluían hacia el sur en las sombras, decidido a no perder ninguna oportunidad. Su esperanza era que el rastro lo guiara hasta el refugio de la Princesa.

Lysaro, mientras tanto, eligió la vía de la diplomacia. Se presentó ante los soldados con túnica bordada y palabras medidas, ofreciendo oro como tributo y gestos de alianza.

Y jugó su carta más fuerte: Ser Lorent.

Se adelantó, vestido con una túnica bordada, y habló con voz clara y diplomática. “Vuestra llegada es una bendición. Los Rogare hemos sufrido los mismos peligros en estas aguas y deseamos ofrecer nuestra ayuda. Y más aún… tenemos con nosotros a alguien que os interesa.”

Con un gesto, indicó a los guardias que empujaran hacia adelante a Ser Lorent. Las cadenas tintinearon, y los ojos de los soldados Targaryen se abrieron al verlo.

“Este caballero, un Guardia Real, partió de Poniente con un decreto de Su Gracia el Rey Viserys, destinado a la Princesa heredera” explicó Lysaro, con una sonrisa medida. “Fue rescatado de los piratas por mi familia. Y os aseguro que se encuentra a salvo… porque he jurado que será entregado únicamente a la Princesa, y a nadie más.”

El murmullo de alivio se convirtió en un silencio cargado de tensión. Los soldados intercambiaron miradas, y de inmediato varios se adelantaron con las manos en las empuñaduras de sus armas.

“¿Lo retenéis?” preguntó uno con voz dura. “¿Un caballero de capa blanca, prisionero en vuestras manos?”

Lysaro alzó ambas manos, conciliador. “Prisionero no, protegido. Si los piratas lo hubieran mantenido, estaría muerto. En cambio, está aquí, vivo, bajo nuestra custodia. Lo presentaré ante la Princesa misma, cuando el momento lo permita. Ese será nuestro obsequio para sellar la confianza entre nuestras casas.”

Las palabras no lograron calmar del todo a los soldados. El ambiente en el muelle se volvió tenso, como si bastara una chispa para desatar el acero. Ser Lorent, con el corazón en vilo, comprendió que Lysaro había jugado su carta más peligrosa: no entregarlo, sino usarlo como moneda, insinuando que solo él decidiría cuándo y cómo llevarlo ante la Princesa.

El caballero apretó los labios. Sabía que esa maniobra lo convertía en el centro de una lucha de voluntades, y que cada palabra que dijera a partir de ese momento podría decidir si servía a su juramento… o quedaba como un rehén más en el juego de los Rogare.

El silencio era espeso como la bruma. Los soldados de los Targaryen se miraban entre sí, con las manos aún cerca de sus armas. Al fin, el que parecía al mando dio un paso al frente, con el rostro endurecido.

“Haremos saber a la Princesa la… situación” dijo, marcando cada palabra con desconfianza. Su mirada pasó de Lysaro a Ser Lorent, y se detuvo en él. “Decid vuestro nombre. ¿Quién sois?”

Lorent, con las cadenas aún en las muñecas, levantó la cabeza con toda la dignidad que podía reunir. “Soy Ser Lorent Marbrand, caballero de la Guardia Real, nombrado por Su Gracia el Rey Viserys para servir a la Princesa heredera.”

Los soldados se miraron de nuevo, pero sus ojos permanecieron fríos. Ninguno reaccionó al nombre. No lo reconocían. No había alivio ni respeto, solo más tensión.

Lysaro aprovechó el silencio, avanzando un paso con una sonrisa tranquila. “No dudéis de sus palabras. Si aún os parecen insuficientes, traed a la Princesa misma. Yo puedo esperar con paciencia. Si lo prefiere, que venga a mí. En mi mansión en la isla será recibida con todas las cortesías que merece su posicicón. Nadie honrará más su linaje que mi casa.”

Las palabras cayeron como agua en aceite hirviendo. Los soldados se endurecieron aún más, y Ser Lorent sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No habían reconocido su nombre, y ahora Lysaro estaba invitando a la mismísima Princesa a entrar en su guarida.

Era una jugada peligrosa, una provocación disfrazada de cortesía. Y aunque los soldados no desenvainaron sus espadas, la tensión en el aire era tan densa que cada aliento parecía anunciar la posibilidad de guerra.

Los soldados permanecieron en silencio un largo instante. El muelle entero estaba tenso, los mercaderes observaban desde lejos con miradas furtivas, y Ser Lorent podía sentir cómo las cadenas mordían más fuerte sus muñecas.

Al fin, el que parecía al mando habló con un tono duro, distante.

“Haremos saber a la Princesa lo que hemos visto y oído. Será ella quien decida.”

No añadieron más. Sin aceptar ni rechazar la invitación, dieron media vuelta y regresaron a su barco, sus capas ondeando con la brisa marina. Los hombres de la isla, que habían contemplado la escena en un silencio reverente, se apartaron para dejarles paso.

Ser Lorent exhaló despacio, el corazón aún golpeándole en el pecho. Había esperado un gesto de reconocimiento, una señal de que su nombre bastaba para abrir el camino hacia la Princesa. Pero no había habido nada. Solo desconfianza.

Lysaro, en cambio, sonrió.

“No importa” dijo en voz baja. “Ya saben de nosotros. Ya saben que tenemos algo que les interesa. Y no importa si vienen o no… porque si no vienen, tarde o temprano, tendremos que ir a ellos.”

El joven Rogare se recostó en el respaldo de la carreta que lo conducía de regreso a su mansión. Parecía satisfecho, casi exultante. No le preocupaba la frialdad de los soldados ni la incertidumbre de su respuesta.

Sabía que Fredo, en su barco ligero, seguía discretamente el navío Targaryen mar adentro.

Confiado, Lysaro sonrió de nuevo. “Estamos cada vez más cerca.”

Ser Lorent, en silencio, bajó la mirada. Para los Rogare, la partida era un juego que avanzaba a su favor. Para él, cada movimiento era una trampa que cerraba el cerco en torno a la Princesa heredera.

El regreso hacia la mansión Rogare fue lento. Los isleños observaban desde las sombras, aún inquietos por la aparición del dragón días atrás y por la llegada de los soldados Targaryen. Entre la multitud, un mercader local, curtido por el sol y la sal, se atrevió a acercarse cuando Lysaro pasó junto a su puesto.

“Señor” murmuró con respeto forzado, “os daré un consejo sin precio. A los dragones no se les amenaza, ni se les chantajea. Si intentáis jugar con ellos como con reyes o mercaderes, solo hallaréis cenizas.”

Lysaro rió, sin molestarse en disimular su desdén. “Vuestros dragones son hombres como cualquiera. Todo hombre se compra, y todo hombre se vende. Solo es cuestión de encontrar el precio.”

Siguió caminando, exultante de su propia arrogancia, rodeado por sus guardias.

Ser Lorent iba encadenado detrás, la mirada fija en el suelo para no revelar su propósito. Aprovechó la cercanía del mercader, inclinándose apenas, sus palabras convertidas en un murmullo ahogado por el ruido de la calle.

“Decidme, buen hombre…” preguntó, con voz tan baja que ni los guardias pudieron oírlo. “¿Los dragones recompensan a quien les advierte de sombras que acechan en sus propios barcos?”

El mercader se detuvo un instante. Sus ojos se alzaron hacia Lorent, y en ellos se encendió un brillo de comprensión. Asintió en silencio, apenas un movimiento de cabeza, y luego volvió a su puesto como si nada hubiera ocurrido.

Lorent enderezó la espalda, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que había sembrado una chispa. Tal vez el mercader llevaría el susurro a los oídos correctos. Tal vez la advertencia llegaría antes de que Fredo Rogare cumpliera su cometido.

A espaldas de Lysaro, mientras el heredero Rogare caminaba riendo hacia la mansión, Ser Lorent cerró los ojos. No podía luchar con espada, ni romper sus cadenas. Pero aún podía cumplir su juramento. Aunque fuera con palabras susurradas al viento, confiaba en que los dragones lo escucharían.

Esa noche, Ser Lorent fue encerrado de nuevo en la celda que los Rogare llamaban su “habitación”. El lecho mullido y la jarra de vino sobre la mesa no engañaban: eran cadenas disfrazadas de comodidades.

Se sentó en silencio, con la espalda recta y los ojos fijos en la sombra que proyectaban los barrotes. El murmullo lejano de la ciudad le recordaba que estaba lejos de casa, lejos de la Fortaleza Roja, lejos de los pasillos donde había jurado su lealtad.

Cerró los ojos y recordó el momento en que había ceñido la capa blanca por primera vez. El Rey Viserys observando desde el trono. El peso de las palabras que había pronunciado: protegerla, servirla, ser su escudo aún a costa de su vida.

Apretó los puños. No importaba cuán gruesas fueran las cadenas de Lysaro ni qué ambiciones tuviera su familia. Su voluntad seguía siendo libre.

“Soy Guardia Real” susurró en la penumbra. “Y la Princesa no caerá en sus manos mientras yo respire.”

El eco de esas palabras lo envolvió como un manto invisible, más fuerte que el acero que lo retenía. Y aunque sabía que estaba solo, aunque el futuro parecía sombrío, encontró paz en repetir su juramento.

Porque Ser Lorent Marbrand podía estar prisionero en cuerpo, pero no en espíritu. Y mientras su fe permaneciera intacta, la Princesa Rhaenyra no estaba del todo desprotegida.

 

 

 

 


 

 

 

Daemon

 

En la Isla Prūmia, el tiempo parecía detenerse. El aire olía a sal y a fuego, y las olas rompían contra los acantilados como un murmullo constante. Pero dentro del palacio, lo único que Daemon podía escuchar era el pulso de la vida que crecía en el vientre de su esposa.

La Princesa estaba radiante. Su piel resplandecía bajo la luz del mediodía, y el vientre, redondeado y firme, anunciaba que la nueva vida llegaría en cualquier momento. Las parteras aseguraban que sería antes de que terminara el año; apenas quedaban semanas, tal vez días. Era un milagro, un segundo parto en el mismo año, y aun así ella parecía desbordar fuerza en lugar de agotamiento.

Daemon la observaba desde la sombra de la galería, sin intentar ocultar la devoción en su mirada. La había visto cabalgar dragones, desafiar a su padre, imponer su voluntad sobre hombres que temblaban al pronunciar su nombre. Pero jamás la había visto tan deslumbrante como ahora, resplandeciente con el fuego tranquilo de la maternidad.

La Princesa hablaba con las damas, acariciaba su vientre con una sonrisa serena y, en su mirada, había un brillo que Daemon reconocía: esperanza. Esperaba con ansias el día en que su hija viera la luz, y hablaba de ella como si ya estuviera presente entre ellos, parte viva de la familia que estaban forjando.

Daemon, sin embargo, no podía entregarse por completo a esa paz. La amaba con una intensidad que lo consumía, y precisamente por eso temía. Cada sombra en el cielo, cada rumor traído por los marineros, era una amenaza potencial. Y ahora, con la llegada de un nuevo dragón salvaje que nadie podía identificar, sabía que el peligro se acercaba, más real que nunca.

Aun así, en ese momento, solo se permitió mirarla, absorber la visión de su Princesa deslumbrante y recordar que, por encima de la guerra, la ambición y la muerte, su vida tenía un centro: ella y los hijos que le había dado.

Daemon se aseguró de que la Princesa estuviera rodeada de sus damas: Brienne, Prunella, Anya y Catelyn no se apartaban de su lado, atentas a cada gesto, a cada señal del inminente parto. Las parteras habían prometido vigilar cada instante. Era lo único que le permitía apartarse de ella, aunque con un nudo en la garganta.

No le gustaba. No le gustaba dejarla sola, menos aún ahora. Pero no podía permitir que un dragón desconocido rondara sus cielos. Si tenía jinete, debía saber quién lo comandaba. Y si no lo tenía, era un peligro aún mayor: una bestia salvaje podía arrasar su mundo en cuestión de horas.

Caraxes lo recibió con un rugido grave, como si compartiera su inquietud. Daemon subió a su lomo y, en cuanto se elevaron, el rugido de las olas se apagó bajo el batir de alas. El viento azotaba su rostro, pero su mente estaba en otra parte.

No pensaba en mapas ni en estrategia. Pensaba en ella. En la Princesa heredera, su sobrina y esposa, que lo esperaba en la isla con el vientre redondeado y el rostro resplandeciente de emoción. Pensaba en su hijo, pequeño aún, que dormía con los puños cerrados como si pudiera retener el mundo entero en sus manos. Pensaba en la hija que estaba a punto de nacer, en si llegaría a verla abrir los ojos, en si estaría allí para sostenerla al primer llanto.

Amor y temor se entrelazaban en su pecho con una fuerza insoportable. El amor lo empujaba a volver, a no separarse ni un instante de ella. El temor lo obligaba a seguir, a sobrevolar los cielos hasta encontrar la amenaza, para que nada inesperado cayera sobre su familia.

Desde lo alto, la isla se extendía como un refugio brillante bajo el sol. Y, más allá, las aguas abiertas guardaban la sombra de un dragón desconocido.

Daemon inclinó a Caraxes hacia el horizonte. Su corazón, dividido, ardía con la certeza de que cada instante lejos de ella era un riesgo… pero también un sacrificio necesario.

Porque si algo debía arder en esos cielos, sería él. Nunca su Princesa. Nunca sus hijos.

Daemon había sobrevolado los alrededores durante horas, hasta que la espalda de Caraxes se volvió una extensión de su propio cuerpo. El dragón rugía con impaciencia al no encontrar presa, y él mismo sentía cómo la frustración se acumulaba.

La Isla Prūmia estaba protegida por su posición, pero también era vulnerable. Cientos de islotes la rodeaban como perlas en el mar. En otro tiempo, esa maraña de tierra y agua era una ventaja: ocultaba sus rutas, desviaba a intrusos, ofrecía escondites naturales para sus naves. Ahora, era un laberinto que el dragón misterioso podía usar a su antojo. Cada sombra, cada islote, podía ocultar la amenaza que aún no lograba atrapar.

Tras semanas de vuelos inútiles, día tras día, regresó una vez más con el peso del fracaso. El sol descendía en el horizonte cuando Caraxes se posó en el promontorio frente al palacio. El rugido del dragón resonó en las rocas, como si él también exigiera respuestas.

Daemon descendió, agotado, cuando su paje, Eren, corrió a su encuentro. El muchacho, siempre diligente, inclinó la cabeza con respeto antes de hablar.

“Mi señor, uno de los barcos exploradores ha regresado. Traen noticias.”

El corazón de Daemon dio un vuelco. Se encaminó de inmediato hacia el solar donde aguardaban los capitanes. Allí, en la penumbra de la sala iluminada por antorchas, un marinero curtido por el viento y la sal lo esperaba de pie.

El hombre inclinó la cabeza y habló con voz grave.

“En una de las islas más al norte encontramos algo extraño, mi señor. Media docena de trozos de ballenas, arrastrados a la costa. Colas, aletas, incluso huesos enormes… muchos de ellos quemados.”

Daemon entrecerró los ojos. Ballenas. El alimento de los monstruos del mar, pero también de dragones lo bastante grandes como para cazar en aguas profundas. Y quemadas…

Caraxes resopló desde el exterior, como si también comprendiera el alcance de lo dicho.

La sospecha que ya había germinado en su mente tomó forma: lo que rondaba sus aguas no era una sombra cualquiera. Era un dragón tan colosal que podía reducir a pedazos a una ballena entera y dejar sus restos chamuscados en la orilla.

Y estaba demasiado cerca de su hogar. Demasiado cerca de su esposa y sus crías.

El informe del capitán seguía pesándole en el pecho mientras regresaba al palacio. El viento nocturno traía consigo el olor del mar y de la tormenta próxima, y aunque el mundo parecía dormido, Daemon no encontraba descanso. Si de verdad era Vhagar, ¿por qué volaba sola? ¿Y si Laena aún vivía? ¿Buscaba refugio… o venganza? Ninguna respuesta le resultaba comprensible.

Al cruzar los pasillos de piedra, el murmullo de las olas se mezcló con otro sonido: la risa contenida de Rhaenyra. Daemon apresuró el paso y la halló recostada sobre cojines, rodeada de sus damas. Prunella tejía, Anya y Catelyn la miraban con sonrisas nerviosas.

“Está moviéndose” dijo Rhaenyra apenas lo vio. Su rostro resplandecía, y el vientre redondeado se alzaba bajo la tela ligera de su vestido. “Daemon, ven. Siente a tu hija.”

Las damas se retiraron discretamente cuando él se tendió a su lado. Apoyó la palma sobre el vientre, y de inmediato lo sintió: un pequeño empuje, firme y constante, como un llamado desde dentro.

Daemon cerró los ojos un instante, atrapado por la emoción. “Es fuerte” murmuró. “Tan fuerte como su madre.”

Rhaenyra rió suavemente, acariciándole el rostro. Él, sin apartar la mano de su vientre, le confesó lo que lo atormentaba cuando ella le pregunto con una mirada insistente… pero pronto notó la sombra en sus ojos. “Habla” lo instó con ternura.“¿Qué viste?”

Daemon exhaló, apoyando la frente en la suya. “Los exploradores hallaron restos al norte. Ballenas desgarradas y quemadas. No puede ser otro que un dragón. Y no un dragón cualquiera… todo apunta a Vhagar.”

Rhaenyra no apartó la mirada. Esperó en silencio.

“No entiendo qué hace aquí” continuó él, la voz baja y tensa. “Laena vive en Braavos, lo sé. ¿Qué significaría verla rondar nuestras aguas? ¿Que ha escapado? ¿Que la arrastran fuerzas que desconocemos?”

Un silencio se extendió entre ambos. Luego, Rhaenyra tomó su rostro entre las manos, firme y segura.

“Sea Laena o no, sea Vhagar o cualquier otra bestia, da igual. Nada ni nadie pondrá un pie en nuestro hogar sin que lo decidamos nosotros. Si viene buscando refugio, no lo tendrá. Si viene por mandato de otros, será rechazada. No hay espacio para amenazas en nuestra casa.”

Daemon la besó con fuerza, una caricia cargada de ternura y violencia contenida. El movimiento en el vientre lo interrumpió, y ambos bajaron la mirada. Su hija seguía dando patadas, como si exigiera ser parte de ese juramento.

Él entrelazó sus dedos con los de ella sobre la curva del vientre. “Entonces así será. Ningún dragón, ninguna sombra nos arrebatará lo que es nuestro. No mientras yo viva.”

El palacio se sumió en calma. Afuera, el mar rugía y los dragones dormían en sus cuevas. Pero en esa habitación solo había amor, esperanza y una certeza compartida: defenderían su mundo juntos, contra cualquier criatura o enemigo que osara acercarse.

Daemon no retiró la mano del vientre, pero la sombra de sus pensamientos volvió.

“Tal vez deberíamos verificar con el Señor del Mar” dijo en voz baja. “No hemos tenido noticias de Braavos en demasiado tiempo. Si Laena sigue allí, él lo sabrá. Y si Vhagar se ha movido, también.”

Rhaenyra lo miró con atención, sin perder la calma. “Podemos enviar a alguien. Alguno de nuestros capitanes.”

Daemon negó de inmediato, la voz grave y resuelta. “Podemos, sí. Pero yo no. No me separaré de ti.” La miró con una intensidad feroz. “Ni aunque me lo ordenaras. Pase lo que pase, me quedaré a tu lado.”

El silencio se llenó con la firmeza de esa promesa, hasta que un golpecito en la puerta interrumpió la intimidad. Mirra asomó la cabeza con expresión nerviosa.

“Alteza, el pequeño…”

Aegon entró corriendo antes de que terminara la frase. El niño estaba inquieto, con los rizos plateados revueltos y los ojos enormes buscando a su madre.

“Muña” dijo con voz suplicante, levantando los brazos.

Rhaenyra abrió los suyos de inmediato. “Ven aquí, mi amor.”

El niño trepó hasta ella, pero en vez de acurrucarse contra su pecho, inclinó la cabeza hacia su vientre. Apoyó la mejilla sobre la curva redondeada y la acarició con sus manitas.

Aegon apoyó la cabeza sobre el vientre de su madre con la solemnidad de un niño que creía estar cumpliendo una misión importante. Sus pequeños dedos acariciaban la tela que cubría la curva del vientre, como si pudiera tocar directamente a la hermana que aún no conocía.

“El bebé…” murmuró, las palabras todavía torpes, con esa voz suave que arrancaba sonrisas incluso a los guardias más serios.

“Sí, mi amor” dijo Rhaenyra, acariciándole el cabello claro. “Aquí está tu hermana. Se llama Visenya.”

Daemon, acomodando a su hijo con firmeza pero con ternura, se inclinó para que el niño lo mirara. “Repítelo, Aegon. Vi-se-nya.”

El niño arrugó el ceño, concentrado, y murmuró despacio: “Vi…se…” Se detuvo, chasqueando la lengua como si el sonido le pareciera difícil. Luego, con un esfuerzo orgulloso: “…nya.”

Rhaenyra rió suavemente, emocionada. Daemon, en cambio, se quedó en silencio unos segundos, observándolo como si hubiera escuchado la música más hermosa del mundo.

“No es común que los niños tan pequeños pronuncien bien” dijo, casi en un susurro, con una sonrisa satisfecha. Luego besó la frente de su hijo. “Mi hijo, mi pequeño dragón, hablando valyrio antes que la lengua común.”

Aegon, ajeno al peso de ese orgullo, repitió más alto, señalando el vientre con un dedo regordete. “Vi…senya.”

“Muy bien, ñuha tresys” murmuró Daemon en valyrio, la voz cargada de emoción. “Mi hijo.”

El niño lo miró con los ojos grandes, como comprendiendo que había hecho algo importante, y volvió a pegar la oreja contra el vientre de su madre. “Muña… ¿bebé habla?”

Rhaenyra lo rodeó con sus brazos y lo acercó. “Aún no, mi amor. Pero te escucha. Y cuando nazca, te conocerá.”

Daemon posó la mano sobre los dos, su esposa y su hijo unidos en torno al vientre. En ese instante, los dragones, las amenazas, incluso el rumor de Vhagar, se desvanecieron. Solo existía su familia, unida por un idioma más antiguo que los reinos, por un fuego que corría en su sangre.

Aegon bostezó, rendido, y Daemon lo acomodó contra el regazo de Rhaenyra. El niño susurró una vez más, medio dormido: “Vi…senya…”

Daemon sonrió con un orgullo feroz. Su hijo no solo heredaría su sangre, sino también la lengua de Valyria. Y con ella, el destino de su casa.

En esa intimidad, la guerra y las sospechas parecían lejanas. Pero en el corazón de Daemon, el amor y la protección se confundían con la violencia. Su mundo era ella. Y por ella, se volvería un monstruo si hacía falta.

Rhaenyra entrelazó sus dedos con los suyos sobre el vientre mientras los ojitos morados de Aegon se cerraban con sueño. La habitación quedó en silencio, salvo por el latido compartido de ambos y los pequeños golpes que recordaban que la vida nueva estaba a punto de llegar.

Daemon recogió a Aegon con cuidado, alzándolo en brazos mientras el niño murmuraba entre sueños.

“Yo lo llevaré” dijo con firmeza, mirando a Rhaenyra. “Tú descansa, ñuha jorrāelagon. La niña necesitará de ti.”

Ella lo miró con una sonrisa cansada pero feliz. Le besó en los labios, y luego posó un beso suave en la mejilla de Aegon antes de dejarlo ir. “Duerme bien, mi amor” susurró al niño, que apenas alcanzó a asentir medio dormido.

Daemon salió de la estancia, y el peso de su hijo en brazos le pareció más ligero que el de cualquier espada que hubiera sostenido en su vida. Cruzó los pasillos hasta la habitación del pequeño, donde Mirra aguardaba de pie, atenta como siempre.

Frente a la chimenea, enrollado como un pero guardián, descansaba el dragón gris de Aegon, apenas del tamaño de un poni. Sus escamas brillaban a la luz del fuego, y un ronroneo grave escapaba de su garganta mientras dormía. Era un guardián silencioso, tan fiel como temible pese a su juventud.

Daemon acomodó a su hijo en la cama, lo tapó con esmero y permaneció un momento observando cómo se acurrucaba, con la cabecita apoyada en la almohada y los labios entreabiertos. El niño murmuró algo indistinto, quizás “Visenya”, antes de caer rendido en sueños.

Después, Daemon caminó hacia la habitación de los gemelos, a solo unos pasos de la de Aegon. La cuna era amplia, tallada en madera oscura, y dentro dormían plácidamente los dos pequeños, sus pechos subiendo y bajando al mismo compás. Junto a ellos, enroscados como gatos gordos, reposaban sus dragones del mismo tamaño, emitiendo un calor suave que envolvía a los niños como un manto vivo.

Dos niñeras vigilaban en silencio, y una nodriza estaba sentada cerca, hilando mientras esperaba cualquier señal de llanto.

Daemon se acercó despacio, sus ojos suavizándose al contemplar la escena. Su corazón se apretó con un recuerdo: las discusiones con Rhaenyra, tercas y encendidas, sobre la nodriza. Ella había insistido en alimentarlos por sí misma, aunque estaba desnutrida, débil y con un nuevo embarazo avanzando. Él y Shanara habían luchado por convencerla, rogándole que se cuidara. Al final, Rhaenyra había aceptado a regañadientes, con una sola condición: que fuera ella quien los amamantase en las mañanas.

Ahora, con casi diez meses, los gemelos solo tomaban leche de la nodriza durante la noche. Era necesario, pero cada vez que el tema surgía, Rhaenyra se entristecía. Por eso, Daemon jamás lo mencionaba delante de ella. Respetaba esa herida silenciosa, comprendiendo que la Princesa quería darles todo de sí, aunque su cuerpo necesitara reposo.

Se inclinó sobre la cuna y acarició suavemente la frente de cada uno, cuidando de no despertarlos.

“Vuestro muña es la más devota de las madres” murmuró en un susurro apenas audible. “Y yo no permitiré que nada la quiebre. Ni a vosotros.”

El resuello grave de los pequeños dragones enroscados junto a la cuna parecía sellar esa promesa. Daemon permaneció allí unos instantes más, con el fuego reflejándose en sus ojos, antes de volver a perderse en la penumbra de los pasillos, velando sobre todo lo que le pertenecía.

Cuando dejó atrás la habitación de los gemelos, Daemon caminó en silencio por los pasillos oscuros del palacio. El murmullo del mar se filtraba a través de las ventanas abiertas, mezclándose con el crujido de las antorchas. Todo estaba en calma. Todo parecía protegido bajo su guardia.

Empujó suavemente la puerta de la alcoba principal y la encontró esperándolo. Rhaenyra estaba recostada en el lecho, desnuda y con los pezones en picos. Su piel resplandecía a la luz de las velas, y su vientre, redondeado y firme, era como un estandarte de vida. Al verlo entrar, alzó la barbilla con un gesto altivo y, al mismo tiempo, vulnerable.

“Cuida de mí” le ordenó en voz baja, aunque en su mirada brillaba algo más que exigencia: la necesidad de sentirse suya, de saberse amada más allá de los títulos y los juramentos.

Daemon cerró la puerta tras de sí y se acercó sin prisa, como si temiera romper el hechizo que flotaba en la estancia. Se sentó en el borde del lecho, y durante un instante se limitó a mirarla. Cada curva, cada sombra, cada destello de su cabello claro sobre la almohada lo atrapaba. Había visto a la Princesa desafiar al mundo, imponerse sobre dragones y caballeros, pero desnuda ante él, esperando, era más poderosa que nunca.

Se inclinó hacia ella y recorrió su mejilla con la yema de los dedos, como si acariciara un tesoro frágil. “Eres fuego hecho carne” murmuró, con un tono de devoción que rara vez permitía escapar.

Rhaenyra sonrió, sus ojos brillando con ternura. Acomodó su mano sobre la suya, guiándola hacia su vientre. “No soy solo yo” dijo suavemente. “Somos nosotros.”

Daemon apoyó la frente contra la suya, respirando su calor, sintiendo el movimiento leve de su hija bajo la palma. Se dejó atrapar por ese instante, donde la sensualidad era tan intensa como la calma que le ofrecía estar a su lado.

La besó despacio, con una dulzura que contrastaba con la fiereza de todo lo que era. En ese lecho no había Príncipe ni Princesa, no había reinos ni dragones, solo un hombre y una mujer unidos por amor y fuego, sosteniéndose uno al otro en medio de la tormenta.

Y en esa quietud, Daemon supo que podía enfrentarse a Vhagar, a Laena, o al propio mundo si era necesario, siempre que pudiera regresar a esa cama, a ese resplandor que lo anclaba.

El amanecer llegó con un aire denso. Rhaenyra despertó más cansada que otros días, el rostro bañado en un leve sudor y la mano instintivamente sobre su vientre. Daemon, que había velado parte de la noche a su lado, notó la tensión en su gesto.

“Llévame al mar después del desayuno” le pidió, la voz suave pero firme. “El agua calma mis dolores. Quiero sentirla.”

Daemon acarició su cabello con un ademán protector. “El mar es abierto, impredecible. Veamos las piscinas. Allí será igual de tranquilo y mucho más seguro.”

Ella lo miró, midiendo sus palabras, pero acabó suspirando. “Bien. Pero que preparen a los niños. Quiero un día con ellos en el agua. Y con los dragones pequeños también.”

Así se hizo. Al poco, la Princesa estaba reclinada en una piscina de roca natural en uno de sus jardines favoritos, rodeada por la risa de sus hijos y el chapoteo de dragones diminutos que perseguían peces plateados bajo la superficie. El sol iluminaba la escena con una serenidad que parecía negar la sombra de los peligros que rondaban.

Daemon permaneció un tiempo allí, viéndolos jugar, memorizando cada sonrisa. Luego montó a Caraxes y partió hacia el norte, siguiendo el rastro de los informes de los exploradores.

Las primeras islas parecían vacías, salvo por los restos dispersos de ballenas chamuscadas. Caraxes descendió en uno de los islotes, y Daemon comprobó con sus propios ojos la magnitud de la devastación: huesos ennegrecidos, grasa derretida impregnando la arena, colas y aletas desgarradas. No cabía duda: solo un dragón podía haber causado aquello.

Con el ceño endurecido, siguió hacia el norte. Los islotes formaban una cadena rota en el mar, y a cada paso hallaba más rastros de destrucción.

Hasta que, al llegar a unos arrecifes, vio algo que lo heló.

Flotando entre las rocas, atrapado como un cadáver encallado, yacía un leviatán muerto. Sus escamas grises y su tamaño descomunal lo hacían inconfundible, incluso en la distancia. Era una criatura de mares lejanos, de aguas heladas donde los hombres no se aventuraban. El Mar de los Escalofríos era su hogar natural, no esas aguas cálidas y brillantes al sur del mundo.

Daemon descendió lentamente, el rugido inquieto de Caraxes resonando entre las olas. El hedor del leviatán muerto impregnaba el aire. No tenía sentido. Aquello era imposible.

¿Qué hacía una bestia de los páramos de hielo, del Desierto Blanco y de los mares que bañaban Skagos, aquí, en las aguas del sur?

Daemon lo supo al instante: no era casualidad. Algo, o alguien, había traído ese horror a sus costas.

Y donde había leviatanes muertos, un dragón colosal rondaba.

Caraxes volaba en círculos sobre los arrecifes, el hedor del leviatán muerto aún impregnando el aire. Daemon contemplaba la mole gris atrapada entre las rocas, y su mente trabajaba a toda velocidad.

Braavos quedaba al norte, no tan lejos de esas aguas. Si Vhagar había llegado hasta allí, no era imposible que Laena, o quienes la retenían, hubieran venido desde esa dirección. Todo apuntaba a ello.

La sospecha lo mordía como un hierro candente. Si era Vhagar, pronto no habría isla segura. Pero mientras más se adentraba en el rastro, más se alejaba de su esposa.

Daemon apretó los labios. El dilema lo desgarraba: seguir cazando al monstruo, o regresar al único lugar que importaba. El recuerdo de la Princesa, recostada con el vientre redondeado y la sonrisa cansada, inclinó la balanza.

“No” murmuró entre dientes. “Ella me necesita más que cualquier rastro.”

Es más facil protegerla cuando estoy cerca que cuando estoy lejos…

Tiró de las riendas, y Caraxes giró en el aire con un rugido que reverberó entre las olas. El leviatán muerto quedó atrás, y con él, las preguntas sin respuesta.

Cuando aterrizó en Prūmia, el sol ya descendía hacia el horizonte. Daemon caminó con paso firme hasta la piscina de roca, donde Rhaenyra permanecía en el agua, recostada con el vientre flotando bajo la superficie. Sus hijos jugaban a poca distancia, perseguidos por los dragoncillos que chapoteaban con entusiasmo.

Ella lo miró al acercarse, la piel húmeda brillando bajo la luz dorada de la tarde. “¿Y bien?” preguntó con calma, aunque sus ojos buscaron en los suyos cualquier sombra de preocupación.

Daemon se inclinó junto al borde, sus dedos rozando el agua mientras le tomaba la mano. “Lo que encontraron los exploradores era cierto. Hay restos de ballenas chamuscadas en varios islotes. Y más al norte… un leviatán muerto.”

Los ojos de Rhaenyra se entrecerraron. “¿Un leviatán? Eso no tiene sentido.”

Daemon asintió, su voz baja y grave. “Lo sé. Pero Braavos está al norte, y si Vhagar se ha movido desde allí, todo encaja. Demasiado bien. Todo me dice que podría ser ella.”

El agua onduló suavemente alrededor del vientre de la Princesa, como si su hija aún no nacida escuchara cada palabra. Rhaenyra apretó la mano de su esposo con firmeza.

“Sea Vhagar o cualquier otra bestia, Daemon… no nos quebrará. Aquí estoy, y aquí estarás tú. Juntos. Que venga lo que deba venir.”

Daemon la contempló, y por un instante, todo miedo se apagó en la certeza de que, mientras ella respirara, no habría dragón ni leviatán capaz de vencerlos.

Daemon se acomodó junto a la piscina, con un plato de frutas frescas y pan que un sirviente había dejado poco antes. Comió un poco, sin apartar los ojos de ella. Rhaenyra estaba recostada con la cabeza apoyada en el borde de piedra, el cabello húmedo pegado a sus mejillas, el vientre flotando apenas bajo el agua como si el mar mismo lo sostuviera.

“¿Has estado aquí todo el día?” preguntó él de pronto, arqueando una ceja.

Rhaenyra sonrió con timidez, bajando un poco la mirada. “Sí. Solo salí un rato para comer. Los niños durmieron la siesta en la hamaca. El agua me alivia el peso… y aquí me siento ligera otra vez.”

Daemon la observó en silencio. Había algo de vulnerable en esa confesión, y también una belleza imposible de negar. Se inclinó para rozarle la frente con los labios, saboreando la calidez de su piel.

“Entonces mañana te llevaré a las cavernas de lava” dijo con voz grave. “Podrás darte un baño cálido, como tanto te gusta.”

Los ojos de Rhaenyra se iluminaron, y un rubor le coloreó las mejillas. “¿Lo harás?”

“Lo prometo” respondió Daemon sin dudar. “Nos tomaremos ese tiempo. Tú y yo.”

Ella apoyó la mano sobre la suya bajo el agua, entrelazando sus dedos. “Hace semanas que no estamos solos. No como antes.”

Daemon la miró, cautivado, y apretó su mano con suavidad. Era cierto: los dragones, los barcos, los rumores de enemigos y la espera del parto habían robado cada instante de intimidad. Pero esa promesa era también un juramento: encontrarían un espacio solo para ellos, aunque el mundo ardiera afuera.

Rhaenyra cerró los ojos un momento, dejando que el agua la envolviera, tranquila porque sabía que él cumplía cada palabra cuando se la daba. Y Daemon, mientras la contemplaba, sintió que ese pequeño deseo era tan importante como cualquier victoria en el aire: darle a su Princesa lo que necesitaba, aunque fuera solo un día de calor y calma.

La mañana llegó fresca, con el murmullo de las olas contra los acantilados. Antes de partir, Daemon buscó a Lady Brienne. La halló en el solar, revisando con calma que los pequeños estuvieran atendidos.

“Hoy llevaré a la Princesa a las cavernas” le informó Daemon. “Estaremos fuera gran parte del día.”

Brienne lo miró con esa serenidad que siempre transmitía, como si cada palabra suya fuera un voto inquebrantable. “No os preocupéis, mi señor. Yo me quedaré con los niños. Pueden ir tranquilos.”

Daemon asintió en silencio, pero mientras la observaba recoger en brazos a uno de los gemelos, no pudo evitar reflexionar sobre cuánto habían llegado a depender de ella. Era más que una dama: era un pilar en el que descansaba la calma de su hogar.

Un rato después, caminaba junto a Rhaenyra hacia las cavernas de lava. El aire se volvía más denso a medida que se adentraban, y las rocas oscuras brillaban con vetas anaranjadas donde el calor del mundo latía.

La Princesa parecía transformarse. Al ver la poza de aguas cálidas, su rostro se iluminó con un brillo casi infantil. Soltó su túnica con ligereza y avanzó descalza sobre la piedra.

“¡Es tan cálido, Daemon!” exclamó entre risas, con un deje juguetón que pocas veces dejaba escapar.

Él apenas había comenzado a despojarse de su capa cuando ya la vio medio sumergida, con el cabello suelto flotando en la superficie y el rostro encendido por el calor.

Daemon rió bajo, negando con la cabeza. “Eres como una niña en su primer vuelo.”

Se desnudó con calma, cada prenda depositada en la piedra, mientras ella se sumergía un poco más, chapoteando con un deleite que lo conmovía.

Cuando al fin entró en la poza, el calor lo envolvió, y todo peso desapareció. Rhaenyra nadaba despacio hacia él, sus ojos brillando como fuego líquido.

Daemon dejó atrás cualquier preocupación: dragones, leviatanes, enemigos invisibles. Allí, en ese rincón ardiente de la tierra, no había nada salvo ella. Su sobrina, su esposa, su Princesa.

La tomó de la mano bajo el agua y, con una sonrisa rara en él, se permitió ser solo un hombre feliz junto a la mujer que amaba.

El vapor ascendía en columnas finas que se perdían entre las grietas de la roca. El agua cálida envolvía sus cuerpos, relajando cada músculo, borrando de la piel el cansancio de los días pasados.

Rhaenyra se apoyó contra el pecho de Daemon, dejando que él la rodeara con los brazos. Cerró los ojos y suspiró, disfrutando de la ligereza que el agua le devolvía.

“¿La sientes?” preguntó, guiando la mano de su esposo sobre su vientre. Un golpe firme se hizo notar bajo el agua.

Daemon sonrió, el gesto suave, casi irreconocible en su rostro habitualmente endurecido. “Nuestra hija ya quiere hacerse oír.”

Rhaenyra abrió los ojos, mirándolo con ternura. “He pensado mucho en ella. Quiero que sea libre. Que nadie la encierre en un matrimonio que no desee, que nadie le arrebate la vida que ella misma quiera escoger.”

Él bajó la mirada hacia ella, sus dedos dibujando círculos sobre la curva de su vientre. “Tendrá un dragón. Y con él, ningún hombre podrá someterla.”

“Un dragón no siempre basta” replicó ella, aunque con una sonrisa leve. “Yo lo sé mejor que nadie.”

Daemon inclinó la cabeza, besándola en la sien. “Entonces tendrá algo más: tendrá a sus padres. A mí, dispuesto a quemar el mundo por ella, y a ti, la mujer más fuerte que he conocido.”

El agua brillaba a su alrededor, iluminada por la luz anaranjada que brotaba de las rocas incandescentes. Rhaenyra lo miró en silencio, con lágrimas contenidas en los ojos.

“Quiero que sepa lo que es el amor” susurró. “El amor verdadero. El que nos sostiene incluso cuando todo lo demás se derrumba. Quiero que sepa que nació de eso.”

Daemon apoyó la frente en la suya, respirando su mismo aire. “Lo sabrá. Desde el primer instante en que abra los ojos, lo sabrá. Porque estará en todo lo que hagamos por ella.”

Durante un largo momento, no hubo palabras. Solo el latido de dos corazones y el movimiento suave del agua en torno a ellos. Allí, en el corazón ardiente de la isla, soñaban con la hija que pronto llegaría, y con el mundo que estaban decididos a construir para ella.

El calor de la poza los envolvía como un abrazo profundo. Rhaenyra reposaba contra el pecho de Daemon, y él no apartaba la mano de su vientre, como si pudiera sostener a su hija incluso antes de que naciera.

Tras un largo silencio, él habló con voz baja, casi distraída. “He estado pensando en Aegon. Pronto cumplirá dos años. Quizás podría empezar a entrenar sus reflejos. No con armas aún, pero sí a moverse, a tener equilibrio. Es hijo mío, después de todo.”

Rhaenyra abrió un ojo y lo miró con una sonrisa divertida. “Un par de años más, Daemon. Déjalo ser niño un poco más.”

Él arqueó una ceja, con esa chispa de picardía que lo caracterizaba. “Entonces empezaré con Visenya primero. Seguro tendrá más genio.”

Ella rió suavemente, aunque su mirada se tornó curiosa. “¿Te gustaría que nuestra hija aprendiera a pelear?”

Daemon no dudó. “Más que eso. La convertiré en una guerrera. Que ningún hombre se atreva a mirarla sin respeto.”

Rhaenyra giró un poco, mirándolo de frente, y le rozó el rostro con los dedos húmedos. “Solo si ella quiere, Daemon. No impongas tu voluntad en su vida como otros lo hicieron en la mía.”

Él sostuvo su mirada unos segundos, y luego asintió despacio. “Tienes razón. Pero al menos deberá saber defenderse. Si el mundo la desafía, quiero que tenga el poder de responder.”

“Eso sí” concedió Rhaenyra con una sonrisa serena. “Que pueda elegir, pero nunca ser vulnerable.”

Daemon la besó despacio, un beso cargado de promesas. Allí, en medio del vapor y las rocas incandescentes, sellaron un acuerdo silencioso: su hija tendría la fuerza de un dragón, pero también la libertad de elegir su camino.

El calor de la caverna había relajado cada músculo de Rhaenyra. Cuando finalmente se apoyó en el borde de la poza, exhaló con cansancio, los párpados pesados. Daemon se acercó y, sin darle opción, la levantó en brazos.

Ella se sonrojó, ocultando el rostro contra su hombro. “Péso demasiado, Daemon. Déjame caminar.”

Él rió bajo, apretándola con fuerza. “No digas tonterías. Para mí no pesas nada. Soy fuerte, y tú…” bajó la voz, sorprendido por lo que sentía en verdad, “sigues demasiado ligera. Estás a punto de dar a luz y aún así… aún estás delgada.”

Rhaenyra suspiró, acariciándole la nuca. “He comido bien, lo sabes. Solo es el embarazo, me agota.”

“Entonces comerás más” respondió él con tono firme, casi como si dictara una orden de guerra.

La llevó fuera de la caverna, el aire fresco de la tarde golpeando sus rostros. El sol se inclinaba hacia el horizonte, dorando el mar. Rhaenyra, aunque incómoda al principio, acabó riendo bajito al ver lo resuelto que él estaba en cargarla como si no existiera peso alguno.

Cuando llegaron al palacio, Daemon dio instrucciones rápidas a los sirvientes. No aceptó demoras: quería una mesa preparada con carnes asadas, panes, frutas y dulces. Y cuando todo estuvo dispuesto, la sentó en su lugar y tomó asiento a su lado.

“Ahora, mi corazón de fuego, comerás hasta que yo diga basta” dijo con una sonrisa torcida, alzando una copa de jugo para brindarle.

Rhaenyra se rio, negando con la cabeza. “¿Vas a alimentarme tú como si fuera un niño?”

“Sí” replicó Daemon sin pestañear, tomando un trozo de pan y acercándoselo a los labios. “Abre la boca, ñuha jorrāelagon.”

Ella lo mordió con picardía, y ambos estallaron en risas. Así, entre bromas y miradas cómplices, Daemon fue dándole cada bocado, encantado de ver cómo recuperaba el color en las mejillas.

Para el mundo, eran dragones preparados para la guerra. Pero esa noche, en torno a la mesa, eran solo un hombre obstinado y la mujer que lo hacía olvidar todas las sombras.

El día siguiente había comenzado apacible. La Princesa, más descansada tras la jornada en la caverna, disfrutaba del almuerzo con sus hijos en la galería abierta al mar. Aegon intentaba atrapar trozos de fruta con sus dedos regordetes, mientras los gemelos comian papilla de fruta bajo la mirada paciente de sus niñeras.

Daemon observaba todo con una sonrisa apenas perceptible, permitiéndose por un instante la ilusión de una vida sin amenazas.

La calma se quebró cuando un soldado irrumpió en la galería, sudoroso, inclinándose con respeto. “Mi señor, ruego vuestra audiencia. Es urgente.”

Daemon se puso de pie al instante, la silla arrastrando contra la piedra. “A mi solar. Ahora.”

Lo siguió a paso rápido, con el eco de sus botas resonando en los corredores. Al llegar, ya lo esperaban dos capitanes con rostros tensos. El aire estaba cargado, como si la noticia se hubiera adelantado a las palabras.

Uno de ellos habló con voz grave. “El barco que enviamos a las islas del Verano ha regresado, mi señor. Trae noticias… preocupantes.”

Daemon entrecerró los ojos. “¿Qué clase de noticias?”

El capitán tragó saliva. “Encontraron más rastros del dragón negro. Pero no solo eso. En el camino nos encontramos un navío. Se mantenía a distancia, siguiendo de cerca nuestra embarcación. Fue apresado en el fuerte.”

El silencio que siguió fue sofocante, como si el aire se hubiese vuelto de plomo.

De repente, Daemon golpeó la mesa con tal fuerza que las copas y los mapas saltaron al suelo. “¡Por los dioses valyrios!” rugió, los ojos encendidos como carbones al rojo. “¡En mis aguas! ¿Se atreven a acecharme en mi propio mar?”

Retrocedió un paso, solo para arrastrar de nuevo la mesa con un empellón, haciendo retumbar la sala. Los soldados se tensaron, y algunos dieron un paso atrás, como si temieran que la furia de su señor se extendiera hacia ellos.

Daemon señaló con un dedo tembloroso de ira. “Quiero a su capitán frente a mí. ¡Hoy! ¡Ahora! Y que me cuenten, palabra por palabra, qué insolente bastardo creyó que podía seguir a mis hombres sin que yo lo devorara vivo.”

El fuego en su voz era tal que incluso Caraxes, fuera en los establos de dragones, rugió como si respondiera al clamor de su jinete.

Los capitanes asintieron de inmediato, pálidos, la mezcla de miedo y expectación marcada en sus rostros.

Daemon respiraba con violencia, el pecho subiendo y bajando, el rostro transformado por la cólera. Ya no era una amenaza lejana lo que se cernía sobre ellos. Era real, estaba allí, tocando a su puerta, y él estaba listo para arrancarle la cabeza con sus propias manos.

“Mi señor… el navío que siguió a los nuestros pertenece a la familia Rogare de Lys. Venía con rumbo deliberado, y lo detuvimos en el fuerte antes de que se acercara más.”

El nombre hizo que los labios de Daemon se fruncieran en una línea fría. “¿Los Rogare?”

El capitán asintió con gravedad. “Su heredero, Lysaro, se presentó en las islas del Verano reclamando audiencia con la Princesa. Traía consigo a un caballero encadenado… Ser Lorent Marbrand, quien dice portar un decreto del Rey Viserys en nombre de la Princesa heredera.”

Daemon apoyó ambas manos en la mesa de roble, el silencio pesado como hierro.

“El caballero asegura ser Guardia Real. Los Rogare lo usaron como moneda para exigir que fuese recibido por la Princesa misma, y solo por ella. No cedieron a entregarlo a los nuestros.” termino de exponer con la voz un poco temblorosa.

Un murmullo de indignación recorrió a los oficiales presentes, pero Daemon no se movió. Sus ojos parecían dos brasas encendidas.

“¿Exigieron?” repitió, con una calma que helaba la sangre.

“Sí, mi señor. Dijeron que esperarían a la Princesa en su mansión en la isla, preparados para recibirla con todas las cortesías de su rango.” El capitán apretó los puños. “Y añadieron que, de no acudir ella en persona, no liberarían al caballero.”

Daemon enderezó la espalda y sus dedos tamborilearon con lentitud sobre la madera. Sus pensamientos ardían como cuchillas: los Rogare, traficantes de carne y oro, atreviéndose a usar el nombre de su esposa como llave.

Había escucha de ellos, estaba seguro, el nombre le traía recuerdos, pero no podía decir exactamente donde lo había escuchado antes.

Cuando habló, su voz fue un susurro cargado de fuego.

“Los Rogare han firmado su sentencia.”

Daemon entró en la galería con el paso rápido y el rostro sombrío. Su esposa estaba junto a la mesa, observando distraída a Aegon que jugaba con piezas de madera bajo la atenta mirada de una de sus damas. Cuando lo vio, supo que traía consigo algo grave.

“¿Que sucedio?” ordenó, erguida, con esa calma que solo precedía a la tormenta.

Daemon se inclinó a su lado, la voz baja pero cortante. “Nuestros exploradores confirmaron lo que temíamos: el dragón negro ronda las islas. Pero eso no es todo. En el fuerte apresaron un navío de Lys. Pertenecía a los Rogare. Su heredero, Lysaro, viaja con un caballero encadenado… Ser Lorent Marbrand.”

El nombre golpeó a Rhaenyra como un cuchillo. Dio un paso atrás, sus manos cerrándose en puños. “¿Lorent? ¿Mi Lorent? ¿Atreverse a encadenar a un caballero de la Guardia Real? ¡A un hombre que me juró lealtad a mí, que porta la capa blanca en mi nombre!”

Su voz se elevó como un rugido. Los niños en la sala se sobresaltaron, y Aegon dejó caer sus piezas con un golpe hueco.

Daemon se irguió, intentando tomarle la mano. “Rhaenyra…”

“¡Los Rogare!” estalló ella, apartándose, los ojos encendidos como llamas. “Ya los he visto en mis sueños. Sé lo que son, mercaderes disfrazados de señores, buitres con piel de dragón. Su ambición es un pozo sin fondo. Se atreven a usar mi nombre, a retener a mis hombres, a exigirme como si yo fuese una mercancía de sus mercados. ¡Son iguales a los Hightower, iguales a los Velaryon: ladrones de herencias, usurpadores!”

La respiración de la Princesa se agitaba, el pecho subía y bajaba con violencia. Su vientre, redondeado, parecía tensarse con cada palabra.

Daemon la sujetó de los brazos con firmeza, acercándola a él. “¡Basta, ñuha jorrāelagon! Tu ira es fuego, pero recuerda que no estás sola. La niña te escucha, siente tu furia. No la consumas antes de nacer.”

Ella lo miró, los ojos brillando de lágrimas de rabia. “¿Y quieres que me calme, cuando sé lo que buscan? ¿Quieres que me quede quieta mientras intentan robarme a mis hijos? Mercaderes que juegan a ser reyes…”

Daemon acarició su rostro con la palma áspera, intentando apaciguarla. “No. Nunca. No robarán nada, ni a ti ni a nuestros hijos. Pero si dejas que la ira te devore, les estarás dando poder. Respira, Rhaenyra. Respira conmigo.”

Ella lo miró con lágrimas de rabia contenida. “¿Sabes lo que vi? Vi cómo se alzaban sobre mis cenizas, casando a una de sus hijas con mi hijo Viserys. ¡Eso sueñan, Daemon! ¡Eso ansían!”

Daemon llevó la mano áspera a su mejilla, acariciándola con ternura. “Nunca. No mientras yo viva. Ni los Hightower, ni los Velaryon, ni los Rogare. Nadie te robará lo que es tuyo.”

Por un instante, el silencio se hizo espeso. Rhaenyra cerró los ojos, aferrándose al contacto de su esposo, su respiración aún entrecortada. Daemon permaneció inmóvil, sosteniéndola como si todo el peso del mundo descansara en sus brazos.

Finalmente, ella apoyó la frente en su hombro, y un susurro escapó de sus labios: “Que se atrevan… y arderán.”

Daemon sonrió apenas, con la ferocidad contenida en su pecho. La abrazó con fuerza, protegiéndola, protegiendo a la hija que latía en su vientre, y juró en silencio que los Rogare pronto aprenderían lo que significaba despertar la ira de los dragones. Su expresión oscurecida por la certeza de que la ambición de los Rogare había cruzado una línea que no podrían borrar.

Rhaenyra aún temblaba de furia cuando se volvió hacia él, los ojos encendidos como fuego.

“Ese barco apresado en el fuerte… dime qué traía, Daemon. Quiero saber si son ellos de verdad. Y si lo son, quiero verlos con mis propios ojos. No me basta lo que digan tus capitanes. Quiero saber quién osa usar mi nombre.”

Daemon la sujetó por los hombros, inclinándose hacia ella. Su voz era grave, pero en ella había un dejo de súplica que rara vez mostraba.

“No. Escúchame. Déjame ir yo solo. Te prometo que te traeré cada palabra, cada detalle. Mantendré abierto nuestro vínculo. Lo sabrás todo como si hubieras estado allí.”

Rhaenyra lo miró con el ceño fruncido, el pecho aún agitado. “¿Me pides que confíe a ciegas, cuando han osado encadenar a un caballero mío? ¿Que confíe cuando me desafían con descaro?”

Daemon bajó el rostro hasta que sus frentes se tocaron. Su voz se suavizó, pero cada palabra era un hierro candente.

“No es por falta de confianza, Rhaenyra. Es porque no merecen verte. Porque si les das tu presencia, les das placer. Eso es lo que ansían: tu atención, tu fuego, tu reconocimiento. No se lo concedas… Además, corazón de fuego, me tienes a mi, yo soy tus ojos, tu escudo y tu espada… ¿o no confías en mi?”

Ella apretó la mandíbula, los ojos brillando de ira y orgullo. 

Daemon acarició su mejilla con la palma áspera, mirándola como si temiera perderla. “Por favor. Déjame ser yo quien se enfrente a ellos. Tú eres la heredera del reino, la madre de mis hijos. Que su ambición se estrelle contra mí, no contra ti. No merecen tu mirada.”

Rhaenyra permaneció en silencio un instante, respirando hondo, su fuego contenido a duras penas. Finalmente cerró los ojos y apoyó la frente en su hombro.

“Ve tú entonces” murmuró, con un hilo de voz. “Pero juro que si me mientes, si ocultas una sola palabra… sabrás lo que significa despertar la ira de una dragona.”

Daemon sonrió con amargura, besándole la frente. Los Rogare pagarían por algo más: despertar la desconfianza de su sobrina sobre él. “Lo sabrás todo, corazón de fuego. Te lo juro.”

El fuerte estaba impregnado del olor a sal y hierro. Daemon llegó con paso firme, la capa agitándose tras él como un estandarte de fuego. Lo esperaban en el patio los capitanes y algunos soldados, todos tensos bajo su mirada.

“Hablad” ordenó, sin rodeos. “Quiero cada detalle desde que zarpasteis de las islas del Verano.”

El capitán, un hombre curtido por años de mar, se adelantó y bajó la cabeza. “Mi señor, desde que dejamos el puerto sentimos que nos seguían. No podíamos confirmarlo: el barco mantenía buena distancia, lo suficiente para desaparecer tras el horizonte o entre las nubes de mar. Nunca se acercaba lo bastante como para que pudiéramos verlo con claridad.”

Otro soldado añadió, con los puños apretados: “Eran astutos, mi señor. Sabían cómo esconderse. Aparecían solo cuando creían que no los veíamos, y siempre justo en el límite de la vista. Un cazador paciente.”

Daemon entornó los ojos, sus labios tensándose en una línea dura.

El capitán continuó: “Pero una vez que entramos al archipiélago, ya no hubo escondite posible. Las islas son estrechas, las corrientes traicioneras. Si querían seguirnos, tenían que mostrar la cara. Y entonces confirmamos lo que sospechábamos: nos habían estado siguiendo todo el tiempo.”

El soldado más joven intervino, con un brillo de orgullo en los ojos. “No tuvieron tiempo de reaccionar. Apenas los vimos, dimos la orden, cerramos el paso y los capturamos con rapidez. No ofrecieron gran resistencia.”

Daemon asintió lentamente, su mirada recorriendo a cada uno de ellos. “Bien. Habéis hecho lo correcto.”

Guardó silencio unos segundos, dejando que el peso de sus palabras se asentara. Luego preguntó, con un filo en la voz:

“¿Y quién está en ese barco? ¿Qué habéis encontrado?”

El capitán tragó saliva antes de responder. “Un joven. Se presentó como Fredo Rogare.”

El nombre hizo que los soldados se removieran inquietos. Daemon no parpadeó, pero la chispa en sus ojos se encendió como brasa al rojo vivo.

“Los Rogare han extendido sus manos demasiado lejos.”  murmuró,  de repente recordo donde había escuchado el nombre.

Daemon no ordenó que los marineros fueran llevados a una sala ni a una celda. En su lugar, pidió que lo siguieran hasta los acantilados que se alzaban sobre el mar, al norte del fuerte. El viento allí rugía con violencia, y las olas se estrellaban contra las rocas con un estrépito ensordecedor.

Caraxes esperaba. El dragón rojo sangre se hallaba enroscado en la cornisa, la cola batiendo de un lado a otro como un látigo impaciente. Su cuello se alargaba hacia el cielo, y de sus fauces escapaban resoplidos de humo y fuego.

Los marineros, encadenados, fueron empujados hasta quedar frente al borde del precipicio. Miraban al vacío, al mar embravecido abajo… y al dragón detrás.

Daemon se adelantó, las manos tras la espalda, con la calma de un verdugo que disfruta de su oficio. “Hablad” dijo, la voz firme y clara. “¿Por qué seguíais a mis barcos? ¿Quién os dio la orden?”

Los hombres guardaron silencio, temblando. Caraxes rugió, y el sonido reverberó en la roca, arrancando gritos de pánico. Uno cayó de rodillas, suplicando.

“¡Era Fredo Rogare!” chilló, con la voz quebrada. “Nos ordenó seguir el navío, nada más. Dijo que debíamos mantener distancia, que no debíamos ser vistos.”

Daemon ladeó la cabeza, estudiándolos con una sonrisa torcida. “¿Nada más? ¿Creéis que me creo que un hijo Rogare os mandó jugar al escondite por el mar sin un propósito mayor?”

El dragón abrió la boca, dejando escapar una llamarada breve hacia el cielo. El calor los golpeó como un muro, y los marineros cayeron de bruces, llorando, suplicando, confesando entre sollozos.

“¡Querían saber adónde llevaban los barcos la riqueza de Volantis!” gritó otro. “Dijeron que la Princesa heredera estaba oculta en alguna isla, y que si seguíamos a vuestros hombres la encontraríamos.”

Daemon avanzó un paso, las botas a centímetros del borde, y se inclinó apenas, mirándolos como quien observa a insectos. “¿Y pensáis que la encontraríais, vosotros? ¿Que la sangre de Valyria se esconde como si fuera un tesoro en un cofre? Estúpidos.”

Caraxes rugió de nuevo, el eco retumbando entre los acantilados. Los marineros lloraban, encadenados, sin saber si serían arrojados al mar o devorados en ese mismo instante.

Daemon inspiró hondo, disfrutando del olor del miedo. Su sonrisa se ensanchó apenas. Aquello lo alimentaba.

“Volved a repetirlo” ordenó, con voz fría. “Decidme todo lo que os dijeron los Rogare. Y recordad…” se giró, señalando al dragón, “si vuestra lengua miente, no quedará nada de vosotros que las olas puedan devolver.”

Los marineros se encogían unos contra otros, temblando bajo la sombra del dragón. Caraxes estiró el cuello, su cabeza acercándose lentamente hasta que el vapor caliente de sus fauces bañó a los prisioneros. Uno de ellos gritó, desplomándose de rodillas.

“¡No nos matéis! ¡Os diré lo que queráis saber!” sollozó, la voz quebrada por el terror. “Nos ordenaron separarnos. Un barco con Fredo… otro con Lysaro… y uno que debía marcar la dirección. Si nos descubrían o capturaban, Lysaro podría seguir el rastro sin riesgo.”

Daemon se quedó inmóvil, los ojos entrecerrados, como si las palabras fueran un veneno que procesaba lentamente. El viento azotó su capa, y Caraxes rugió, con una vibración que hizo retumbar la roca bajo sus pies.

“¿Otro barco?” murmuró Daemon, más para sí mismo que para los prisioneros. “Y probablemente… otro más.”

Los marineros asintieron desesperados, encadenados, llorando. Uno añadió, con voz temblorosa: “Dijeron que la Princesa debía ser hallada, costara lo que costara. Y que a cada hijo Rogare le correspondía una parte en el juego. Por eso nos dividieron. Para que nadie volviera con las manos vacías.”

Daemon dio un paso atrás, con las manos enlazadas detrás de la espalda. Su expresión era de acero puro, aunque dentro sentía un nudo apretarse en el estómago.

Tres barcos. Uno con Lysaro, que ya había mostrado su descaro en las islas. Otro con Fredo, capturado en el fuerte. Y al menos un tercero, invisible aún, aguardando su momento.

Sus labios se curvaron en una sonrisa peligrosa, amarga.

“Así que creen jugar al gato y al ratón con dragones.”

Caraxes abrió las alas con un chasquido que levantó un vendaval de arena y sal. Los prisioneros gritaron, cayendo de bruces, convencidos de que la muerte era inminente.

El dragón rugió de nuevo, como un eco de esa sentencia.

Sin embargo, la confirmación de que había otros dos barcos rondando sus aguas lo puso alerta.

Daemon abandonó el acantilado con pasos rápidos, la capa aún agitada por el rugido de Caraxes. Los marineros quedaban atrás, encogidos y medio rotos de miedo, pero él ya no los necesitaba. Tenía lo que quería: la certeza de que los Rogare habían tendido una red más amplia de lo que parecía.

Mientras avanzaba hacia el fuerte, apretó los dientes y cerró los ojos un instante, buscando a Rhaenyra en lo más profundo de sí. El vínculo se abrió como un latido compartido, la calidez de su mente encendiéndose al contacto.

Rhaenyra. Su pensamiento fue nítido, firme, como una orden y una súplica a la vez. Escúchame. Hay más barcos de los Rogare. Al menos uno, quizás más. No están lejos. Quieren hallarte. Quieren hallarnos.

Sintió el sobresalto en ella, como un golpe de fuego, seguido de la furia contenida que siempre la envolvía cuando amenazaban a su familia.

¿Qué has descubierto?

Daemon no dejó de caminar, el paso cada vez más rápido hacia la celda del prisionero. Se dividieron. Lysaro en un barco, Fredo en otro, y otros aún podrían andar cerca, ocultos. Usan a Ser Lorent como cebo. Escúchame bien: no esperes más. Da la alerta en la isla. Refugiaos en las cavernas con los niños. No los expongas, ni un instante.

El silencio que siguió fue corto pero intenso, como si ella luchara contra su instinto de no ceder. Finalmente, su respuesta llegó, dura como el acero.

Iremos a las cavernas. Pero vuelve pronto, Daemon. No me dejes sola en este momento.

El nudo en su pecho se aflojó apenas. Nunca te dejo sola, mi corazón de fuego. Vuelvo contigo y con los pequeños. Pero primero… debo arrancar de Fredo Rogare todo lo que oculta.

Reabrió los ojos, el calor de la conexión aún vibrando en su pecho. Ante él, las puertas de piedra del calabozo se alzaban, custodiadas por guardias que lo esperaban con tensión contenida.

Daemon pasó de largo con una sola mirada, y las llaves resonaron en el hierro de la cerradura. 

El carcelero abrió la última puerta con un crujido oxidado. El aire allí olía a sal, moho y hierro, y el sonido de las olas se elevaba desde abajo como un rugido constante. La celda era distinta a las demás: tres paredes de piedra húmeda y un lado abierto al vacío, donde el mar se estrellaba a cientos de pies de profundidad. Inspirado en las Celdas de la Luna, Rhaenyra había permitido su construcción bajo el entusiasmo de Daemon por la única cosa que admiraba del Valle, la Fortaleza del Nido de Aguilas.

Fredo Rogare estaba allí, encadenado de una pierna y un brazo, obligado a permanecer de rodillas contra el muro para no arriesgarse a resbalar. Sus muñecas mostraban la carne enrojecida por la fricción del hierro, pero su porte seguía altivo, la barbilla erguida.

Daemon se detuvo en el umbral, estudiándolo en silencio. El muchacho tenía la piel pálida y el cabello blanco, casi platino, que brillaba con la tenue luz de las antorchas. Por un instante, Daemon vio en él un reflejo inquietante de su propia estirpe. Pero luego se cruzó con sus ojos: oscuros, castaños, cálidos. No eran los ojos de la sangre pura de Valyria.

Eso le arrancó una sonrisa satisfecha. Un recordatorio de que, por mucho que los Rogare intentaran imitar a los dragones, jamás dejarían de ser mercaderes disfrazados.

Hombres que buscaban robar la magia en su sangre.

Avanzó hasta quedar de pie frente al borde abierto. El viento azotó su capa, y entonces un rugido profundo sacudió la celda. Caraxes asomó la cabeza por el vacío, sus colmillos brillando con saliva y fuego. Bastó que apoyara el cuello sobre el techo del acantilado para que el dragón quedara a la altura del prisionero, los ojos rojos clavados en él.

Fredo palideció, aunque intentó mantener la compostura. Las cadenas tintinearon cuando tensó los músculos para no retroceder.

Daemon habló con calma, sus palabras tan filosas como una hoja valyria. “Eres un Rogare. Eso ya es ofensa suficiente. Pero más grave aún… seguiste mis barcos, encadenaste a un caballero de capa blanca y osaste pronunciar el título de mi esposa como si te perteneciera.”

El joven apretó los dientes, el orgullo temblando en su mirada oscura. “Soy hijo de Lysandro Rogare. Mi sangre es valyria.”

Daemon se inclinó, estudiando sus ojos con deleite cruel. “¿Valyria? No. Esos ojos delatan lo que eres: mezcla, impureza. Mercaderes que juegan a ser dragones.”

Caraxes resopló, dejando escapar una ráfaga de humo ardiente que hizo flamear las antorchas. Fredo se estremeció al sentir el calor, la cadena de su pierna vibrando contra la piedra.

Daemon sonrió, despacio. “Así que, dime, hijo de mercader… ¿qué precio tiene tu lengua? Porque hoy aprenderás que no hay oro ni banco que pueda salvarte de una caída al mar… o de las fauces de un dragón.”

El viento silbaba en la celda abierta, y Caraxes gruñía bajo, el eco reverberando en la piedra. Fredo, encadenado, se obligó a levantar la barbilla, buscando una dignidad que las cadenas desmentían.

“Nosotros, los Rogare, no somos enemigos” dijo, la voz apenas temblorosa. “Mi familia controla el oro, el comercio, los barcos que sostienen medio mundo. Una alianza con nosotros os daría riquezas más allá de lo que un dragón puede conquistar con fuego. Podéis gobernar con la espada… o con la balanza. Nosotros ofrecemos ambas.”

Daemon lo observaba en silencio, los brazos cruzados, el rostro impenetrable.

Fredo continuó, sus ojos oscuros brillando con una chispa de ambición que no podía ocultar. “La Princesa heredera se beneficiaría de un aliado como yo. No solo de oro, sino de devoción. Soy joven, fuerte, de sangre valyria. Podría ser una opción digna para su mano. Juntos uniríamos nuestras casas, y…”

El sonido del metal chirrió cuando Daemon se movió. En un parpadeo estaba frente a él, sujetándole la cadena del brazo y tirando con violencia, obligando al joven a chocar contra la piedra.

“¿Para su mano?” repitió, con la voz tan baja que era casi un gruñido.

El deseo de arrancarle la lengua, sacarle los ojos y sacarle el corazón lo inundaron. Porque este hombre se atrevía a codiciar algo que solo le pertenecía a él: Rhaenyra.

Caraxes se inclinó más, su aliento ardiente envolviendo la celda. Las fauces abiertas iluminaban la piedra con un resplandor infernal.

Los ojos de Daemon ardían con la misma intensidad. “Jamás. Escúchame bien, bastardo de mercader. Ella es mía. Mi esposa. Mi sobrina. Mi Princesa. Mía. Y no hay oro ni banco en el mundo que pueda robarme lo que ya me pertenece.”

Fredo trató de sostener la mirada, pero la rabia pura en los ojos del príncipe lo quebró. La cadena tintineó cuando sus músculos temblaron, el orgullo vacilando por primera vez.

Daemon lo soltó con brusquedad, dejándolo caer contra el muro. “Ya he visto tu codicia. Brilla en tus ojos más que cualquier oro de tu maldito banco. Quieres el poder de los dragones, como todos los hombres. Pero aprende esto: el fuego no se compra. El fuego devora.”

Caraxes rugió con fuerza, una llamarada corta iluminando el vacío. Fredo cerró los ojos con un grito ahogado, el rostro cubierto de sudor.

Daemon se enderezó, la calma regresando a su voz, aunque sus palabras eran veneno puro. “Habla, Rogare. Dime dónde está tu hermano. Dime cuántos barcos más acechan nuestras aguas. Porque si me repites una sola vez que vienes por la mano de mi esposa, Caraxes sabrá cómo es la carne de un mercader valyrio.”

Fredo respiraba con dificultad, el sudor corriéndole por la frente. Caraxes resoplaba tras él, llenando la celda de calor insoportable. Una y otra vez el dragón escupía pequeñas llamaradas que hacían vibrar el aire como si todo estuviera a punto de arder.

“Lysaro partió hacia el sur” comenzó Fredo, con la voz áspera. “Busca a la Princesa. Tenía rumores… de que estaba en alguna isla cercana a las del Verano.”

Daemon no dijo nada al principio. Solo lo observaba, los brazos cruzados, como un cazador que mide cada gesto de su presa. Dio un paso más, y Fredo se encogió contra el muro.

El príncipe lo estudió con frialdad, y entonces habló, bajo, peligroso: “Estás reteniendo información.”

Fredo alzó la barbilla con un gesto torpe de orgullo, pero sus ojos lo delataban. Había codicia en ellos, y un cálculo desesperado: cuánto decir, cuánto callar para salir con vida.

Daemon lo vio con claridad, y sonrió con desprecio. “Quieres jugar conmigo. Dosificar tus verdades, como si el fuego se pudiera racionar.”

La cadena crujió cuando lo levantó de un tirón, obligándolo a ponerse en pie. Fredo, más joven y mucho más pequeño, temblaba bajo la fuerza de su captor.

“No me engañas, mercadercito. Tus ojos hablan más que tu lengua. Quieres ofrecer migajas, guardando lo importante para después. Pero yo no negocio con basura que pretende comprar dragones.”

Caraxes lanzó una llamarada corta que lamió la piedra junto al prisionero. El calor subió de inmediato; la piel de Fredo se enrojeció, pequeñas ampollas asomaron en su cuello y brazos. Gritó, retorciéndose en vano contra el hierro que lo sujetaba.

“¡Está bien!” chilló entre sollozos. “Había tres barcos. Uno conmigo, otro con Lysaro, y otro más… oculto, para volver a mi padre si fallábamos. Él sabe más, él mueve todo. ¡Lysandro planea siempre todo!”

Daemon lo dejó caer, desplomándose contra la piedra. Se inclinó sobre él, los ojos ardiendo con la satisfacción del cazador que ha quebrado a su presa.

“Así que eran tres” murmuró. “Y un padre que tira de cada cuerda. Eso es lo que intentabas guardarte.”

Caraxes rugió tras él, la vibración recorriendo la celda y el vacío más allá. Fredo, empapado en sudor y lágrimas, asintió frenéticamente, la altivez rota.

Daemon se enderezó, la sombra de su cuerpo imponiéndose sobre el muchacho. “Hablarás de todo, Rogare. Cada plan, cada palabra, cada secreto de tu padre y tu hermano. Hasta que no quede nada más en ti.”

Caraxes bajó el cuello, el calor de su aliento envolviendo al prisionero como una advertencia de lo que sucedería si callaba una sola cosa más.

Fredo jadeaba, la piel enrojecida por el calor de Caraxes. El dragón no dejaba de resoplar, llenando el aire de un vapor sofocante. Daemon lo observaba en silencio, hasta que el muchacho, derrotado, empezó a hablar.

“Mi padre… busca una alianza matrimonial con la Princesa” confesó entre suspiros. “Dependiendo de a quién elija, tiene hijos que puede ofrecer. Mis hermanos, yo mismo… o alguna de mis hermanas. No importa cuál, lo que importa es atar a los dragones a nuestra sangre. Es todo lo que desea.”

Daemon se inclinó, los ojos ardiendo. “¿A mi esposa?”

Fredo vaciló, pero asintió. “Él dice que la sangre de Valyria debe unirse a la nuestra. Que así fue escrito… No sabíamos que la Princesa ya esta casada, lo juro…”

El príncipe gruñó, un sonido bajo y amenazante. “No hay unión con mercaderes. No hay sangre valyria en ti.”

Pero no se detuvo allí. Se enderezó y comenzó a interrogar con rapidez. 

“¿Cuántos hermanos tienes? ¿Cuántas hermanas? ¿Dónde están? Respóndeme.”

Fredo dudó. Trató de enumerarlos, los nombres tropezando en su lengua. Finalmente lo miró, con una chispa de desafío en medio del sudor y el miedo.

“Vos deberíais saberlo mejor que yo.”

Daemon lo fulminó con la mirada, el rostro endureciéndose. “¿Qué significa eso?”

Fredo tragó saliva, pero sus palabras salieron atropelladas, como si ya no pudiera detenerlas. “Sabemos que estuvisteis en Lys. Que destruisteis un burdel. Que una de las nuestras desapareció aquella noche.”

El silencio cayó como un hierro incandescente. Caraxes bajó la cabeza, resoplando tan cerca que las llamas iluminaron los rostros de ambos.

Daemon lo sujetó del cuello con una sola mano, apretando apenas lo suficiente para cortar el aliento. “¿Qué burdel?”

Fredo intentó hablar, jadeando. “Mi prima… estaba allí… ¿qué le hicisteis?”

Daemon lo soltó de golpe, retrocediendo un paso. En su mente, como una cuchillada, apareció el recuerdo de aquella noche: la prostituta pelirroja que había intentado darle a Rhaenyra un té de luna, que había buscado envenenarla y robarle su lugar. La mujer a la que había torturado hasta quebrarla, antes de dejarla al filo de la muerte.

Su mandíbula se tensó. Los dedos le ardían de rabia contenida.

Así que no era cualquier mujer. Era una Rogare.

Y ahora comprendía por qué lo habían reconocido, por qué Fredo lo acusaba.

Daemon dejó escapar una risa breve, seca, peligrosa. “Tu prima jugó con fuego. Y ya sabes lo que el fuego hace a los necios.”

Fredo lo miró con horror, comprendiendo demasiado tarde que había revelado más de lo que debía.

Daemon se inclinó de nuevo, los ojos rojos de Caraxes brillando tras él. “Hablarás de tu padre. De Lysaro. De cada hermano y hermana que respire. Me dirás qué saben, qué sospechan… y qué más sueñan con robarme. Porque ahora que lo mencionas, muchacho…” su voz bajó a un susurro gélido, “me alegra saber que ya he empezado a cobrármelos.”

Caraxes rugió, y el eco llenó la celda como si el mundo mismo se partiera en dos.

El bramido del cuerno partió el aire en dos. Retumbó en las murallas, en los patios, en cada piedra de la fortaleza. Al poco, otro respondió desde la torre del puerto, y luego un tercero, cada uno más cercano, más urgente. El eco llenó la isla con un clamor de alarma que helaba la sangre.

Caraxes levantó la cabeza de golpe, los ojos encendidos, como si entendiera mejor que nadie lo que se avecinaba. Su rugido recorrió los acantilados, una advertencia que no necesitaba palabras.

Entonces llegó el golpe más brutal: no en el oído, sino en lo más profundo de Daemon. Una punzada lo atravesó el pecho, y la voz de Rhaenyra estalló en su mente.

Daemon… un dragón… lo veo, está en el cielo… enorme, negro…

El aire en la celda se volvió sofocante. Daemon apretó los dientes, cerrando un instante los ojos, sintiendo cómo ese vínculo que lo unía a ella ardía con fuerza.

Un soldado irrumpió en la puerta, jadeando. “Mi señor, un barco ha sido avistado. Cruza desde el sur, rumbo al segundo puerto. El puerto de los sirvientes. No está defendido.”

Daemon giró hacia él, el rostro endurecido. El rugido del mar, el clamor de los cuernos, el bramido de Caraxes. Todo era un caos que lo rodeaba.

Un dragón en el horizonte. Un barco enemigo al sur. Dos amenazas al mismo tiempo.

Entonces, la voz de Rhaenyra volvió, más fuerte, desgarrada por el dolor. Daemon… los dolores… han comenzado. 

Es ahora. 

¡Es ahora!

Su respiración se quebró. El vínculo lo inundaba con el pánico de ella, con la presión en su vientre, con la certeza de que la vida estaba a punto de abrirse paso en medio de la tormenta.

Los dolores. Ahora. Los dioses… no hay tiempo.

Otro rugido de Caraxes sacudió la celda, como si reflejara el latido desbocado de su jinete. El calor del dragón llenaba el aire, mezclado con el olor a hierro y sal.

¿Primero el barco? Si toman el puerto, los sirvientes leales serán masacrados. Pero si no corro a Rhaenyra… ella dará a luz sola, con un dragón enemigo sobre su cabeza.

Un sudor frío le recorrió la espalda. Sus manos se cerraron en puños. El eco de Rhaenyra lo sacudió otra vez, más desesperado que nunca.

Daemon, duele… duele tanto. ¡Ven a mí! No me dejes, por favor…

El príncipe levantó la cabeza, los ojos brillando con furia y decisión. El rugido de Caraxes pareció responder a su propio pensamiento.

Voy a ti, corazón de fuego. No hay barco, ni enemigo, ni sombra en el cielo que pueda apartarme de ti.

El dragón rojo sangre se inclinó hacia él, como esperando la orden. Daemon ya la había tomado.

Daemon no perdió un instante. Se giró hacia los soldados que lo habían seguido hasta la celda y su voz retumbó con la fuerza de un rugido.

“Al sur, al segundo puerto. Reunid a todos los hombres que tengáis y defendedlo. ¡No dejéis que nadie ponga un pie en tierra! Y alerta en el norte también, puede haber un tercer barco al acecho. Ninguno debe entrar en nuestra isla.”

Los hombres asintieron y corrieron a cumplir la orden, sus pasos resonando por los corredores de piedra.

Daemon no esperó más. Salió al borde de la celda, donde el abismo se abría sobre el mar embravecido. Caraxes ya estaba allí, apoyado en las rocas, el cuello arqueado y los ojos ardiendo como carbones vivos. Sin dudar, Daemon saltó, cayendo con precisión sobre el lomo del dragón. El cuero caliente de la silla bajo sus manos, las correas tensas, el rugido ensordecedor.

Soves, Caraxes” murmuró, apenas un soplo, y el dragón obedeció.

El salto al cielo fue brutal. El viento lo golpeó, arrancando su capa hacia atrás, el rugido de Caraxes desgarrando las nubes. Daemon se aferró con fuerza, los músculos tensos, el corazón golpeando como martillo.

Entonces lo vio.

En el horizonte, contra el sol poniente, una sombra descomunal cruzaba los cielos. Un dragón negro. No de las proporciones de Seasmoke, ni de Syrax, ni siquiera de Caraxes. Más grande, más vasto, un titán de alas extendidas que parecían oscurecer el mar entero.

Por un instante, el miedo se asentó en el pecho de Daemon como hielo.

¿Más grande que Vhagar? ¿Qué monstruo es este?

Caraxes lanzó un rugido furioso, como si quisiera desafiar al coloso desde la distancia. El aire se volvió más pesado, la piel de Daemon erizada bajo la magnitud de lo que se acercaba.

Y entonces, en su mente, un grito lo desgarró más que la visión del monstruo.

Daemon… por favor… duele… me está desgarrando… ¡Daemon!

La voz de Rhaenyra era un clamor de dolor y miedo, una súplica ardiente que lo atravesó hasta la médula.

Daemon cerró los ojos un instante, luchando contra el pánico.

Aguanta, ñuha jorrāelagon. Estoy contigo. No importa el dragón. No importa el barco. Solo tú. Solo tú.

Caraxes batió las alas con fuerza, acelerando hacia la isla, rugiendo a los cielos mientras el dragón negro se acercaba con la velocidad de una tormenta desatada.

El viento en los puentes colgantes era feroz, y cada tablón crujía bajo el peso de quienes corrían hacia las cavernas. Rhaenyra estaba allí, doblada por el dolor, su vientre endurecido bajo las manos de Shanara, el sudor perlándole la frente. Lady Brienne sostenía a su propio hijo contra el pecho, mientras Mirra tenía a Aegon aferrado a su cuello, y las hermanas Strong cargaban a los gemelos aún que miraban alrededor confundidos.

Los cuernos resonaban una y otra vez, rebotando contra los acantilados. El rugido de los dragones llenaba el cielo: Syrax sobrevolaba el puente con el cuello extendido, bramando en desafío, mientras Caraxes aterrizaba de golpe, sacudiendo la estructura con su peso antes de elevarse otra vez con un batir de alas cuando Daemon desmontó con brusquedad, casi cayendo en la estrechez del puente. El aire estaba cargado de sal, miedo y fuego. Corrió hacia su esposa, que jadeaba entre sollozos, los labios temblando mientras intentaba no gritar.

“¡Daemon!” alcanzó a gemir, su mano buscando la suya con desesperación.

Él la tomó con fuerza, su otro brazo envolviendo su espalda para ayudarla a sostenerse, su mirada fija en ella aunque el rugido lejano del dragón negro retumbaba en su pecho como un presagio.

“Brienne” ordenó con voz dura, apenas alzándola sobre el estruendo. “Ve con los niños. Llévalos a las cuevas y no salgas hasta que yo lo ordene.”

Brienne asintió, sin una palabra, y echó a andar con paso firme, los niños protegidos entre ella, Mirra y las Strong. Las nodrizas y sirvientas se unieron en tropel, formando un río de cuerpos que desaparecía hacia la oscuridad de las cavernas mientras una docena de soldados las seguia.

Daemon se inclinó hacia Rhaenyra, envolviéndola con un brazo para sostenerla. “No aquí. No en este puente. Volvemos al palacio. Allí tendrás a nuestra hija, donde las paredes son piedra y no madera que se rompe bajo los pies.”

Ella tembló, apoyándose en su pecho, con un grito ahogado que le arrancó el alma. 

Shanara levantó la mirada, pálida pero firme. “No tenemos mucho tiempo. Los dolores son fuertes.”

Los cuernos seguían sonando, el eco grave e interminable. Y sobre ellos, el rugido de un dragón cada vez más cercano, profundo, colosal. Una sombra se dibujaba ya en el horizonte, creciendo, oscureciendo la luz.

Daemon apretó a Rhaenyra contra sí, los ojos fijos en la negrura que se acercaba. El terror era un cuchillo frío en su estómago, pero lo sofocó con una sola certeza.

Primero ella. Primero la niña. El mundo puede arder, pero ellas no.

Con un gesto a Syrax y Caraxes, los dragones se alzaron en vuelo, rugiendo a la vez, como si quisieran cubrir con su furia el clamor de los cuernos. El puente vibraba bajo los pasos apresurados, los gritos de los niños y el estruendo de las alas.

Daemon sostuvo a Rhaenyra con fuerza. El enemigo podía estar sobre ellos en cualquier momento, pero él ya había elegido: regresaría al palacio con ella, y enfrentaría a la tormenta desde allí.

El puente temblaba bajo el rugido de los dragones cuando Daemon levantó a Rhaenyra en brazos. Ella gimió, aferrándose a su cuello, su rostro encendido por el dolor. Shanara y Tidy corrían tras ellos, sus faldas empapadas por el rocío salino, cargando cuencos, bolsas y ungüentos como podían.

El viento golpeaba con fuerza cuando descendieron por los escalones tallados en la roca, y al llegar a la playa, las olas parecían más altas, agitadas por la sombra que se extendía en el cielo. Allí, corriendo hacia ellos, apareció el Maestre Gerardys, con los brazos cargados de mantas y un maletín de cuero repleto de instrumentos.

“¡Mi señor!” jadeó, con el rostro enrojecido. “¡La Princesa… es ahora!”

Daemon apenas lo escuchó. El sonido del mar fue interrumpido por el clamor de otro cuerno. Un soldado apareció entre la bruma de la orilla, con la concha aún en las manos, y al verlos corrió hacia ellos.

“¡Mi señor! ¡Un navío pequeño ha atravesado la línea de corales! Está entrando al canal, directo a la playa del palacio.”

Los ojos de Daemon se entrecerraron. “¿El mismo que buscaba el puerto secreto?”

El hombre negó, sin aliento. “No, mi señor. Es otro. Debe ser… el tercero.”

La sangre le retumbó en los oídos.

Tres barcos. Tenían razón. Los tres están aquí.

En el cielo, Caraxes rugió con furia, acompañado por Syrax, que giraba en círculos protectores. Ambos intentaban llamar la atención del monstruo que se acercaba: un dragón descomunal, cuya sombra cubría ya media playa. Pero el coloso no se desvió. Venía directo hacia la isla.

El viento se volvió un aullido. El sol desaparecío ante la silueta de un ala gigante. 

Rhaenyra gritó en sus brazos, arqueándose con un espasmo. “¡Daemon, bájame! ¡No aguanto más! ¡Ni siquiera llegaremos al jardín!”

Su voz era un alarido desgarrado, mezcla de dolor y miedo. Se aferró con fuerza a su cuello, las uñas clavándose en su piel.

Daemon sintió el peso de su cuerpo temblar en brazos, cada espasmo como una espada que le atravesaba el pecho.

El tercer barco. El dragón negro. Y ella… mi esposa, mi Princesa, a punto de dar vida en la arena misma.

El rugido de Caraxes retumbó otra vez, como si compartiera el dilema de su jinete. El aire se llenó del olor a sal y a humo.

Daemon apretó a Rhaenyra contra sí, el corazón latiendo con violencia. Todo estaba a punto de romperse al mismo tiempo.

Daemon apretó la mandíbula, decidido a no detenerse. Con Rhaenyra en brazos, corrió por la arena en dirección al palacio, sus botas hundiéndose en la humedad. Pero apenas dio unos pasos, el grito de su esposa lo hizo detenerse en seco. Era un sonido desgarrador, de agonía pura, que lo atravesó como una lanza.

“¡Daemon! ¡No más! ¡No puedo!”

El Maestre Gerardys lo alcanzó, jadeando, y sin titubear dejó caer las mantas en la arena. Con manos temblorosas las abrió, creando un espacio improvisado. “Aquí. Debe ser ahora. No hay tiempo.”

“¡No!” rugió Daemon, aferrando a su esposa con fuerza. “No en la arena, no así…”

Pero Rhaenyra se arqueó en sus brazos, otro grito ahogado escapando de su garganta. Sus uñas se clavaron en su cuello, su rostro perlado de sudor. La conexión entre ambos vibraba con intensidad insoportable: su dolor se filtraba en él, en oleadas tan reales que lo hacían tambalearse. Y no importaba cuánto intentara absorberlo, compartirlo, atenuarlo. El dolor seguía llegando, implacable, como si los dioses quisieran recordarle que ni siquiera él podía protegerla de eso.

Shanara cayó de rodillas junto a la manta, sus manos rápidas revisando apenas un instante bajo la falda suelta de Rhaenyra. Sus ojos se alzaron hacia Daemon, firmes, seguros. “La bebé está lista. No podemos moverla, ya puedo ver la cabeza. ¡Debe nacer ahora!”

Daemon apretó los dientes, luchando contra el instinto de negarse. Pero el grito desgarrado de Rhaenyra lo quebró. La bajó con cuidado, colocándola sobre las mantas, mientras Shanara y Gerardys tomaban posiciones.

El rugido de Syrax resonó sobre ellos, vibrante, furioso, como si sintiera el dolor de su jinete. Caraxes se elevó a su lado, ambos dragones girando en círculos sobre la playa.

Daemon alzó la vista. El cielo estaba oscuro, como si la tarde hubiera sido devorada por la noche. El sol había desaparecido tras la sombra colosal que se descendia: un dragón negro, tan vasto que su silueta cubría el horizonte. Sus alas se extendían como montañas flotantes, y cada batir hacía temblar la arena.

En el mar, el pequeño navío finalmente cruzaba entre los arrecifes, su proa cortando el canal. Desde cubierta descendían botes, cada uno cargado con hombres armados que remaban hacia la playa con decisión.

Los soldados leales rodeaban a la Princesa, escudos en alto, lanzas listas, aunque el miedo en sus ojos era palpable. Frente al mar y el cielo, sabían que sus armas eran poco más que palillos contra titanes. Aun así, ninguno retrocedió.

Daemon se arrodilló junto a Rhaenyra, sujetándole la mano mientras su rostro se contraía en otra oleada de dolor. Su propia respiración se volvió errática al sentirlo en su pecho, como si lo estuviera desgarrando a él también.

Algo no va bien. No debería doler así. No debería ser tanto.

El rugido del dragón negro retumbó, tan cercano que las olas se levantaron en espuma blanca. La arena tembló bajo ellos.

Daemon apretó la mano de su esposa y clavó los ojos en el cielo.

Que vengan todos. El mar, el fuego, la sombra. Pero no me arrebatarán a ella. Ni a nuestra hija.

El dolor la había vuelto casi irracional, un torbellino de gritos y sollozos que rompían el corazón de Daemon. Ella se retorcía sobre las mantas, los labios resecos, los ojos vidriosos.

Fue entonces cuando Tidy, jadeando, habló con voz urgente, su acento de las islas del Verano más marcado por la prisa. “En mi tierra… las mujeres dan a luz en el agua. Les calma el dolor, les da fuerza. El mar sostiene el peso del niño hasta que llega el momento. Puede ayudarla, mi señor.”

Rhaenyra, como si hubiese escuchado a través de su tormento, se incorporó con un grito entrecortado. “¡Agua! ¡Daemon, al mar!”

Él dudó un instante. El instinto gritaba que no, que el agua era un riesgo, que el enemigo estaba demasiado cerca. Pero al ver su rostro desencajado por el dolor, comprendió que no podía negarle nada. Decidido a no estorbarla, la tomó en brazos otra vez y la llevó hacia la orilla.

Shanara y Gerardys intercambiaron una mirada incrédula, pero corrieron tras ellos, cargando lo que podían. “Es una locura…” murmuró Gerardys, pero no se detuvo.

Cuando el agua les rozó la cintura, Rhaenyra soltó un gemido distinto. No de dolor, sino de alivio. El mar la envolvió, y el peso de su vientre se aligeró. Se aferró a Daemon, con lágrimas rodando por sus mejillas. “Daemon… sí… aquí…”

Él se quedó a su lado, medio arrodillado en la arena mojada, sujetándola mientras Shanara entraba hasta las rodillas para sostenerla desde el otro lado. Gerardys, nervioso, se mantuvo cerca con mantas secas, aunque el agua ya le empapaba la túnica.

La playa se llenó de acero y respiraciones agitadas. Los soldados habían formado un círculo alrededor de ellos, escudos erguidos, lanzas firmes. Uno tras otro iban llegando más hombres, abandonando los muros y las torres para venir a defender a su Princesa en la arena. El miedo se leía en sus rostros, pero ninguno vaciló.

Y entonces comenzó. El cuerpo de Rhaenyra se arqueó, medio recostada sobre Daemon, quien la sostenía por la espalda, sus gritos llenando el aire mientras Shanara la guiaba con voz firme. “Empuja, Princesa. La niña ya está aquí. Empuja.”

Daemon la sostuvo con fuerza, su frente contra la de ella, su voz baja, ardiente, intentando prestarle todo lo que tenía. Estoy contigo. Estoy en ti. Ningún dolor te llevará mientras yo respire.

Pero en ese mismo instante, el suelo vibró bajo sus pies. Un estruendo recorrió la isla entera, y el mar se agitó en olas que golpearon la playa con violencia, empujandolos mientras Rhaenyra volvia a gritar de dolor.

El dragón negro había descendido en las montañas, su aterrizaje sacudiendo la tierra como un terremoto. El rugido que le siguió fue tan profundo que arrancó gritos a los soldados y heló la sangre de todos los presentes.

Rhaenyra gritó al mismo tiempo, un grito de vida contra un rugido de muerte. Y en la espuma del mar, entre lágrimas y esfuerzo, el cuerpo de la bebé comenzó a asomar al mundo.

Los botes enemigos habían comenzado a rozar la arena cuando todo se quebró. El coloso negro descendió sobre las montañas, levantando un vendaval de polvo y rocas. Su aterrizaje hizo vibrar la tierra como si un dios hubiera caído del cielo.

Los invasores se congelaron en sus remos y en la orilla, aterrados, incapaces de comprender lo que tenían frente a los ojos. Las lanzas que traían en alto cayeron al suelo, las bocas abiertas en un grito ahogado que nunca terminó de salir.

Entonces Caraxes descendió con un rugido estridente, interponiéndose entre la Princesa y el mar, su cuello serpenteante arqueado en amenaza. Syrax lo imitó desde atrás, posándose en la playa con las alas desplegadas, envolviendo a su jinete en un muro de fuego vivo. Ambos dragones rodeaban a Daemon y Rhaenyra como centinelas ancestrales, sus cuerpos vibrando con la furia de la sangre valyria.

Los soldados leales, enardecidos por la visión, gritaron a una sola voz y cargaron contra los botes enemigos, las lanzas listas, las espadas brillando con sed de sangre. El miedo y la euforia los transformaron en una ola imparable que se estrelló contra los invasores.

Y entonces, el rugido.

El dragón negro abrió la garganta y dejó escapar un bramido tan profundo que la isla entera se estremeció. Las montañas retumbaron, el océano rugió en respuesta, las olas se alzaron como muros de espuma. Fue un rugido que no venía solo del cielo, sino del mismísimo corazón del mundo.

En ese mismo instante, Rhaenyra gritó, arqueándose en brazos de Daemon. Y el aire, cargado de fuego y muerte, se llenó de un sonido más pequeño, pero no menos poderoso.

El primer llanto de la niña.

Un eco débil frente al rugido del coloso, pero tan nítido que cortó el miedo como una hoja valyria. Era un llanto lleno de fuerza, puro, vibrante.

Daemon miró a su esposa, tembloroso, mientras Shanara levantaba en brazos a la recién nacida, aún bañada en agua salada y sangre. Rhaenyra lloraba, agotada, pero sus labios se curvaron en una sonrisa radiante.

“Visenya” susurró, con la voz rota.

Y así, bajo la sombra del dragón más oscuro que jamás hubieran visto, en medio de la furia de los mares y los gritos de guerra, nació una nueva hija de dragón.

El primer llanto de la niña cortó el aire como un rayo. Rhaenyra, bañada en sudor y lágrimas, extendió los brazos con desesperación.

“¡Dádmela! ¡Quiero a mi hija!”

Shanara apenas tuvo tiempo de cortar el cordón antes de ponerla contra el pecho de su madre. Rhaenyra rompió en sollozos, abrazando a la pequeña, besando su frente húmeda. “Visenya” murmuró, con la voz temblorosa. “Mi Visenya.”

Daemon, que sostenía a Rhaenyra para que no se desplomara, la miró en silencio. Sus ojos, que habían visto la muerte y la guerra, se llenaron de asombro ante la criatura que respiraba por primera vez. Su hija. Hermosa, perfecta. Un dragón en forma de niña.

A su alrededor, el mundo ardía. Los soldados luchaban en la arena, el choque de acero contra acero se mezclaba con los gritos. Caraxes rugió con furia y lanzó una llamarada que iluminó la playa, pintando la noche con fuego rojo y un calor abrasador que hizo retroceder a los invasores. Syrax lo imitó, cubriendo a su jinete con un muro de llamas.

Y entonces, el coloso negro volvió a rugir. El sonido fue tan profundo que la isla entera pareció temblar con él. Pero lo que vino después no fue destrucción.

El dragón bajó la cabeza.

Se inclinó hacia la playa con una delicadeza imposible para su tamaño, hasta que la descomunal mandíbula casi tocó la arena. Sus ojos verde esmeralda brillaban como dos brasas vivas, y su piel estaba cubierta de escamas negras como la obsidiana.

Rhaenyra lo entendió de inmediato. Lo supo en su carne, en su fuego, en la vida que acababa de traer al mundo.

Su comprensión inundo a Daemon mientras la sostenía contra él.

“No hay huevo” susurró, con una claridad que la atravesó. “Porque su dragón ya nació.”

Daemon, con el corazón retumbando como un tambor, alzó la mirada hacia la cabeza monstruosa, hacia los ojos que lo observaban con paciencia y hambre. Y entonces lo comprendió.

“Cannibal…” respiró, la palabra escapando como un reconocimiento antiguo.

El dragón más temido, el que devoraba a su propia especie, el monstruo que ni siquiera los suyos habían osado reclamar, estaba allí, inclinado, observando a su hija recién nacida.

Rhaenyra levantó a la niña, mostrándosela con lágrimas en los ojos. “Ella es Visenya. Tu jinete.”

El coloso aspiró, un rugido bajo que vibró en los huesos de todos. Pero no atacó. No hubo fuego, ni furia. Solo la mirada penetrante de un ser que aceptaba lo imposible.

Daemon, apretando a Rhaenyra contra sí, supo que su esposa tenía razón. Cannibal no había venido a destruirlos. Había venido a reclamar lo que era suyo.

Visenya de la Casa Targaryen.




 

Notes:

Entonces… tengo una teoría súper loca, sobre Cannibal, La quise poner aquí... pero es demasiado larga para una nota, entones les pondré un pequeño resumen, y si alguien quiere analizar un poco más, vayan a la siguiente parte de este trabajo, https://archiveofourown.to/works/67500826/chapters/174447301 y encontraran todo en el último capitulo.

Cannibal no era un simple monstruo devorador de dragones, sino una salvaguarda mágica del linaje Targaryen. Su instinto lo llevaba a destruir crías destinadas a bastardos o a familias ajenas, preservando que solo los Targaryen legítimos pudieran acceder a la magia de los dragones. La clave no estaba en la sangre solamente, sino en el reconocimiento: un Targaryen que acepta a un hijo como suyo lo vuelve legítimo ante la magia. Bajo esa misma lógica, Drogon no mató a Jon Snow, pues la antigua protección impedía que se destruyera a uno de los últimos herederos Targaryen.

Y ahora si, sobre este capitulo... Los Rogare, he dado un par de pistas sobre ellos, pero ahora si fueron introducidos... y es que, fueron bastante importantes, creo yo, si lograron que una de ellos se convirtiese en Reina: Larra Rogare.

Y por supuesto, Ser Lorent, un guardia leal por el que Rhaenyra lloro cuando supo de su muerte.

Peroooo, ¡ya nacio Visenya!
Opiniones de este pequeño capitulo?

Contestare sus hermosos comentarios durante el fin de semana, mis ojitos estan agotados por hoy y me encanta volver a leer los comentarios y contestar con el cerebro funcionando adecuadamente.

Muchas gracias a todos los que leen y especialmente a todos los que dejan comentarios! Me encanta leer lo que opinan sobre la historia y lo que esta sucediendo!

Chapter 29: La calma despues de la tormenta

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El olor a sangre, sal y fuego lo impregnaba todo. La arena estaba manchada de escarlata, y el rugido de los dragones mezclado con el clamor del combate parecía romper el cielo en mil pedazos.

El mundo podía arder, podía desmoronarse en ese mismo segundo, y aun así Rhaenyra no vería nada más que a la criatura que sostenía en sus brazos.

Visenya.

Su piel tibia contra la suya, su llanto vibrando en el pecho de su madre, el olor húmedo y metálico de su nacimiento aún aferrado a la piel. Rhaenyra sintió cómo el corazón se le desgarraba de amor, tan absoluto, tan devastador, que apenas podía respirar. Ese amor la doblaba, la dejaba sin fuerzas… y, sin embargo, era el mismo que la mantenía viva.

Había deseado tantas veces una hija, había soñado con su rostro en noches febriles, había suplicado a los dioses en silencio. Y ahora, allí estaba, con los ojos aún cerrados, con la fragilidad de lo recién nacido, y aun así con la fuerza de una tormenta que podía cambiar el mundo.

Las lágrimas se mezclaron con el sudor en sus mejillas. Rhaenyra la besó una y otra vez, como si temiera que el universo pudiera reclamarla. Cada beso era un juramento, cada lágrima, una promesa.

“Mi hija” susurró, con la voz hecha añicos. “Mi sueño. Mi vida.”

Sintió que todo lo perdido, todo el dolor y la sangre que había cargado hasta ese instante, se transformaban en algo nuevo, más grande, más poderoso. La debilidad de su cuerpo desgarrado por el parto era real, y sin embargo, mientras miraba a la niña, la certeza le daba fuerzas que no sabía que poseía.

Daemon la sujetaba por detrás, el único sostén de su cuerpo exhausto. Ella lo sabía, sentía la tensión de sus brazos, la vibración contenida de su respiración. Pero en ese momento ni siquiera él importaba. Solo existía ella y esa niña. Todo lo demás era ruido distante, incluso la guerra que rugía a su alrededor.

Y frente a ellas, Caníbal, inclinado con ojos como brasas verdes, observaba. No había furia, no había fuego, solo aquel silencio imposible.

Rhaenyra no tembló. Ni siquiera lloró ya de miedo, sino de certeza. Había dado a luz bajo la mirada del dragón más temido, y lo había hecho con un amor tan abrasador que ninguna bestia, ni siquiera Caníbal, podía desafiarlo.

Abrazó a su hija más fuerte. Sintió que podía morir allí mismo y que no importaría, porque ya la había traído al mundo. Porque la había visto, la había tocado, la había amado en un instante tan profundo que nada ni nadie podría arrebatársela.

Ese amor la quebraba y la erguía. La hacía pequeña y la convertía en gigante.

Su sueño ya respiraba. Y no había fuerza en la tierra que pudiera apagarlo.

Y se sintio como si una maldición se rompiese.

Como si el mundo respirara.

Pudiese comenzar a avanzar.

Visenya…

La niña muerta de sus sueños, de sus pesadillas.

El sueño de su vida, arrebatado entre una mirada de suficiencia de Rhaenys y el eco de las risas borrachas del usurpador y su madre ambiciosa.

Se sentía como un insulto pensar siquiera en algo tan terrible en un momento tan hermoso, pero Rhaenyra no lo pudo evitar, porque se sentía más que como una victoria.
Se sentía como si… hubiese ganado la guerra.

Apretó a la pequeña contra su pecho, y en esa piel húmeda y temblorosa encontró un poder más fuerte que las espadas, más feroz que los dragones. Era la prueba viva de que los dioses no habían olvidado a su linaje. Que ni el veneno de los Hightower, ni las intrigas de la corte, ni las sombras de Valyria podían arrancarle aquello que más deseaba.

Las lágrimas siguieron cayendo, pero ya no eran de dolor, ni siquiera de alivio. Eran de triunfo. Eran de vida.

Daemon se inclinó, y ella sintió el roce de su frente contra la suya, el calor de su respiración. No dijo nada; no necesitaba hacerlo. Él también lo entendía. Ambos sabían que esa niña no era solo hija suya. Era un estandarte. Era un fuego que no se apagaría jamás.

“Visenya” repitió Rhaenyra, ahora con la voz firme, como si el simple acto de pronunciar ese nombre fuese un desafío al mundo.

El llanto de la bebé se alzó de nuevo, claro y poderoso, y hasta el aire pareció inclinarse ante él. Y en ese eco, Rhaenyra supo con certeza que nada volvería a ser igual.

El grito de los soldados finalmente se abrió paso, rompiendo la burbuja en la que solo existían ella, la niña y la sombra del dragón. El acero chocaba contra el acero, las voces se alzaban con desesperación, y el olor a sangre volvió a apoderarse de la playa.

Un hombre avanzó demasiado, y antes de que pudiera alzar su espada, Syrax se lanzó hacia adelante con un rugido desgarrador. La llamarada que brotó de sus fauces envolvió al soldado en un fuego abrasador, reduciéndolo a cenizas en un abrir y cerrar de ojos. La bestia dorada se colocó frente a su jinete, con las alas extendidas, creando un muro vivo de furia y fuego.

Los propios hombres de Rhaenyra trataban de contener la embestida, formando un círculo quebrado en torno a ella. Eran leales, pero estaban en inferioridad, y los mercenarios de los Rogare empujaban con una violencia desesperada.

Fue entonces cuando lo sintió. No por los gritos ni por la confusión, sino porque el vínculo con Daemon vibró como un relámpago en su mente. Una certeza súbita, compartida sin palabras.

Había un hombre entre la multitud. No buscaba oro ni sangre. Buscaba algo peor.

El intruso se dirigía hacia Caníbal.

Lo rodeaban media docena de soldados, protegiéndolo como si fuese un sacerdote en medio de una procesión blasfema. Y sus ojos… sus ojos estaban fijos en el dragón negro, brillando con la demencia de quien creía que podía montarlo.

Rhaenyra se quedó sin aliento. Una oleada de ira y repulsión la atravesó al comprenderlo: ese hombre pretendía arrebatar lo imposible, reclamar lo que no era suyo, lo que jamás le pertenecería.

Sintió cómo la rabia de Daemon estallaba a través de su vínculo, tan fuerte que la hizo estremecerse. Él no necesitó hablar, pero lo escuchó claro en su interior: Caraxes.

El dragón rojo giró la cabeza de inmediato, con una obediencia feroz. Rugió con un bramido que sacudió las aguas de la costa y se lanzó contra los hombres que protegían al impostor, su cola barriendo la arena como un látigo que destrozaba huesos y escudos por igual.

Daemon, jadeando junto a su oído, apenas murmuró lo necesario para convertir en carne la orden que ya había nacido en su mente.

“Quiero a ese hombre vivo.”

Rhaenyra lo apretó con fuerza, con la niña entre ambos, mientras Syrax cubría la retaguardia y Caraxes sembraba la playa de muerte. Y aun bajo la sombra monstruosa de Caníbal, que no se había movido, comprendió que algo más grande estaba en juego.

Ese hombre no era un simple mercenario. Era un sacrilegio hecho carne.

Con Daemon finalmente prestando atención a su alrededor, el cambio en la batalla fue inmediato. Su voz, áspera y cortante, atravesó el caos como una lanza. Caraxes se abalanzó sobre los mercenarios que intentaban abrirse paso hasta Caníbal, desgarrando hombres y acero como si fueran paja. Syrax, respondiendo a la orden de su jinete, extendió su furia más allá del círculo íntimo: cubrió con fuego las líneas enemigas, arrojándose sobre quienes acosaban a los soldados leales. No protegía solo a Rhaenyra, protegía a todos los que la defendían.

El rugido de los dragones unió el aire en un mismo clamor. El terror cambió de bando. Lo que había sido un asalto descontrolado se convirtió en retirada a gritos, en hombres empujándose entre sí por escapar del infierno que habían desatado.

Rhaenyra quiso gritar de triunfo, pero un nuevo dolor la quebró por dentro. El parto no había terminado. La placenta aún estaba en su vientre, y la contracción la encogió con violencia.

Daemon la sintió temblar contra su pecho y no dudó. La levantó en brazos con un gesto brusco, como si temiera que la arena misma pudiera reclamarla.

“No” protestó Rhaenyra, aferrándose a Visenya, negándose a soltarla aunque la niña lloraba bajo el peso de sus brazos ensangrentados.

Fue entonces cuando Tidy, temblando pero firme, se abrió paso. El joven extendió las manos, y con un respeto que rozaba la devoción, tomó a la pequeña.

“No” la voz de Rhaenyra se quebró en un sollozo, desgarrada entre el instinto y el deber. “Es mía, no me la quites.”

“Alteza” respondió Tidy con una seriedad inusitada en su rostro siempre sereno, “la cuidaré. Lo juro.”

Shanara y Gerardys se arrodillaron de inmediato junto a ella, las manos hábiles y manchadas de sangre. La sanadora habló con firmeza, sin titubeos:

“Debemos liberar la placenta ahora, o la perderemos. Respire, Princesa. Confíe en mí.”

El mundo se redujo a ese instante: el fuego de los dragones, el caos aún rugiendo en la playa, el dolor recorriendo las entrañas de Rhaenyra mientras Shanara trabajaba con precisión y Gerardys la sostenía, murmurando palabras de aliento.

Con un último espasmo, el cuerpo cedió, y el dolor se transformó en un cansancio aplastante. La placenta fue liberada, y Shanara la recogió con una solemnidad que contrastaba con la brutalidad del campo de batalla.

“La llevaré al templo” prometió, alzando la mirada hacia Daemon y Rhaenyra. “Será ofrendada a las Catorce Llamas en cuanto tengamos oportunidad.”

Rhaenyra, empapada en lágrimas, asintió con un hilo de voz. Sentía que su fuerza la abandonaba, pero no soltó la mano de Daemon. Y aun entre la sangre, el dolor y el caos, una certeza se grabó en su pecho: había traído a su hija al mundo, y nada, ni hombres, ni dioses, ni dragones, podrían arrebatársela.

Daemon alzó la voz, con un tono que no admitía réplica.
“Capturen a todos. Que ninguno escape. Sentirán la furia del dragón, pero no hoy.”

Los soldados obedecieron de inmediato, como si las palabras mismas fueran cadenas. El eco de su orden retumbó en la arena aún manchada de sangre, y el fragor del combate comenzó a extinguirse.

Pero Daemon ya no veía la batalla. Solo veía a Rhaenyra, agotada, cubierta de sudor y sangre, temblando entre sus brazos. La sostuvo con la firmeza de quien carga el peso más precioso del mundo y, sin soltarla, giró hacia Tidy.

“Mi hija” murmuró Rhaenyra con un hilo de voz, extendiendo los brazos. Sus ojos estaban nublados por el dolor, pero en ellos ardía una llama que no podía apagarse.

El joven, con manos cuidadosas, le devolvió a la niña, ahora envuelta en una manta bordada que apenas había tenido tiempo de improvisar. Visenya se removió suavemente, buscando el calor de su madre, y Rhaenyra la estrechó contra su pecho con un suspiro desgarrado.

Daemon apretó la mandíbula. Nada ni nadie volvería a poner en peligro ese pequeño círculo que ahora formaban. Con un movimiento firme, ajustó su agarre y comenzó a caminar, cargando a su esposa y guiándola fuera de la playa como si no existiera otro destino más que llevarlas a salvo.

Un par de guardias se colocaron detrás de ellos, atentos, con las armas en alto. Sus pasos eran rápidos pero vigilantes, abriendo camino entre cuerpos y restos ennegrecidos por el fuego.

Shanara y Gerardys seguían de cerca, dando órdenes precisas entre el caos.

“Preparen agua caliente. Rápido, el baño debe estar listo cuando lleguemos. La Princesa y la niña deben ser lavadas.”

Sirvientes y sanadoras corrían delante, apartando escombros, asegurando que el palacio recibiera a su señora con la urgencia que merecía.

Rhaenyra, agotada, apoyó la frente en el cuello de Daemon. Podía sentir cada latido de él como un tambor, sosteniéndola, llevándola. Y, aunque apenas podía mantener los ojos abiertos, se aferró a su hija con una fuerza que ninguna fatiga podía quebrar.

Visenya dormía ya contra su pecho, el rostro diminuto oculto entre los pliegues de la manta.

Daemon lo sintió también. La guerra podía esperar. Ese día pertenecía a ellas.

Las puertas del palacio se cerraron tras ellos, dejando atrás el estruendo de la playa. El silencio era relativo: pasos apresurados, voces murmurando órdenes, el crepitar de antorchas encendidas para recibirlos. Pero para Rhaenyra, todo se volvió distante. Solo existían los brazos que la sostenían y el peso tibio de su hija contra el pecho.

Sentía que flotaba, que su cuerpo no le pertenecía ya. El dolor era un rumor constante, y aun así, había algo más fuerte: el amor que la mantenía despierta. Ese amor que no la dejaba cerrar los ojos aunque cada parte de ella clamaba por descanso.

Daemon la depositó con cuidado en un lecho bajo, cerca de la sala de baños. El mármol frío bajo su espalda la hizo estremecerse, pero no soltó a su hija. Nunca la soltaría.

Shanara apareció de inmediato, las manos firmes, los ojos encendidos por la urgencia.

“Alteza, debemos lavarla a usted y a la niña. El agua está lista.”

Rhaenyra asintió apenas, aunque la idea de entregar a su hija a otras manos la desgarraba. Gerardys se inclinó sobre ella, hablándole con suavidad, y por primera vez notó el temblor en su propia voz.

“Confié en nosotros. Nada les ocurrirá. Yo mismo vigilaré.”

Daemon permanecía de pie, una sombra roja bajo la luz de las antorchas, los ojos fijos en ambas. No hablaba, pero su sola presencia bastaba.

Con manos cuidadosas, Shanara la ayudó a desprenderse de la tela ensangrentada que aún la envolvía. El agua caliente la recibió con un calor casi insoportable al principio, pero pronto el contacto la alivió. El cuerpo, adolorido y agotado, se rindió al cuidado de las manos que la sostenían.

A un lado, Tidy, con gesto solemne, entregó a la pequeña envuelta en su mantita bordada. Rhaenyra la recibió como si el mundo entero le fuera devuelto. El contacto de esa piel diminuta contra la suya fue más poderoso que cualquier alivio.

Acarició la frente de la niña, ahora limpia y tibia, y la besó una y otra vez. La emoción la desbordó de nuevo, las lágrimas corrieron sin que pudiera detenerlas.

“Eres mía” susurró, con la voz hecha pedazos. “Mía, y de nadie más.”

El agua siguió corriendo, los sirvientes trabajaban en silencio, y Shanara hablaba de cuidados y ungüentos, pero Rhaenyra apenas escuchaba. Solo tenía oídos para el suspiro de su hija, para ese sonido leve que le llenaba el pecho de vida.

Daemon se acercó entonces, arrodillándose junto a ellas. No dijo nada; sus manos mojadas se posaron sobre las de Rhaenyra, rodeándolas mientras ella sostenía a la niña. El fuego en sus ojos no era de guerra. Era de algo más profundo, más íntimo, más absoluto.

Y Rhaenyra comprendió que ese era el verdadero triunfo: no la sangre derramada, no la batalla ganada, sino el instante en que podía mirar a su hija y saber que nada volvería a separarlas.

El vapor del agua llenaba la estancia, envolviéndolos en una bruma cálida que casi ocultaba el mármol. Rhaenyra dejó que Shanara y Gerardys se apartaran un momento; quería a Daemon. Él mismo tomó una tela suave, la empapó en la tina y, con movimientos lentos, comenzó a limpiar los rastros de sangre de su piel.

Rhaenyra lo observaba a través de la niebla, con los ojos pesados y el corazón todavía desbocado. Había visto a Daemon matar sin pestañear, había visto la violencia en sus manos más veces de las que podía contar. Pero ahora esas mismas manos eran delicadas, seguras, casi reverentes.

El agua tibia corría sobre sus brazos, sobre su vientre aún dolorido, y Daemon cuidaba cada movimiento para no herirla. Luego, con la misma paciencia, secó el cabello enredado y húmedo que le caía sobre el rostro. Y cuando sus ojos se desviaron hacia Visenya, que dormía envuelta en su mantita a un lado, Rhaenyra sintió una punzada en el pecho.

Era un amor que la doblaba y la levantaba a la vez. Y, entre ese remolino de emociones, la memoria se abrió paso. En la bruma del cansancio vio los rostros de Aegon, de los gemelos, de cada uno de sus pequeños que no estaban allí. Sus hijos. Sus otros fuegos.

Se enderezó con un esfuerzo que le arrancó un gemido.

“Tráiganmelos” exigió, con voz rota pero firme. “Quiero a mis hijos aquí, conmigo.”

Daemon detuvo el movimiento de la tela. La miró, el agua resbalando por sus dedos, y en ese silencio había ternura, pero también decisión.

“No todavía” respondió, bajo y firme. “Wayne debe confirmar primero que no quedan enemigos en la isla. Tus hijos están a salvo en las cavernas. La lava es su escudo, y sus dragones, sus armas feroces.”

Rhaenyra quiso protestar, pero las palabras murieron en su garganta. Cerró los ojos y vio en su mente la imagen de los túneles profundos, de las corrientes de fuego vivo custodiando a los pequeños, y los rugidos jóvenes de sus dragones resonando en la oscuridad. Era cierto: allí estaban protegidos. Allí estaban esperando.

Apretó la tela que aún tenía entre los dedos, temblando entre la necesidad y la razón.
“Los quiero conmigo” susurró de nuevo, apenas un soplo.

Daemon inclinó la frente hacia la suya y le rozó la mejilla húmeda.
“Y los tendrás. Cuando sea seguro.”

El vapor siguió envolviéndolos, y Rhaenyra, a pesar del dolor, se permitió respirar con algo de calma. Visenya dormía tranquila. Sus hijos estaban resguardados. Y ella… ella seguía de pie.

Daemon la cargó en silencio hasta sus habitaciones, y Rhaenyra se dejó llevar, sintiendo cómo el calor de su pecho era lo único que la mantenía despierta. El pasillo se desdibujaba en una neblina, antorchas, pasos apresurados, rostros borrosos. Solo cuando la puerta se cerró tras ellos sintió que el mundo volvía a detenerse.

Tidy los siguió con pasos medidos, y entre sus brazos, Visenya. La niña estaba envuelta en una manta limpia, y su rostro, ahora seco, brillaba con una suavidad imposible. El joven se inclinó con reverencia, presentándosela como si ofreciera un tesoro sagrado.

Daemon ayudó a Rhaenyra a cambiarse, con paciencia que casi la hizo llorar. Sus manos firmes, acostumbradas a la espada, acomodaron las telas suaves contra su piel. No había juicio en sus gestos, solo cuidado. Cuando la colocó en el lecho, ella sintió que por fin podía descansar… hasta que Tidy puso a Visenya en sus brazos.

El corazón de Rhaenyra se detuvo un instante. La pequeña, vestida con un ropaje blanco y delicado, perfecto para una princesa recién llegada, abrió apenas los ojos. Era un parpadeo leve, pero suficiente para arrancarle un sollozo. La acercó a su pecho, y cuando la niña comenzó a succionar con instinto, una oleada de amor la atravesó, tan fuerte que la dejó sin aire.

Por primera vez, la alimentaba. Por primera vez, la sostenía así, tan pequeña, tan suya.

“Descansa” la voz de Daemon le llegó grave, cerca, acariciando más que ordenando. “Iré a ver qué sucede afuera. Si puedo, traeré a los niños yo mismo.”

Rhaenyra alzó la mirada hacia él, con las lágrimas aún resbalando por sus mejillas. La idea de estar separada de sus hijos la hería, pero sabía que era cierto: nadie más que Daemon podría traerlos de vuelta con seguridad.

“Prométemelo” murmuró, meciendo suavemente a Visenya, que seguía aferrada a su pecho. “Prométeme que volverán todos conmigo.”

Daemon se inclinó, tocó su frente con la suya y sostuvo su mirada con un brillo feroz en los ojos.

“Lo juro. Ahora duerme.”

La puerta se cerró tras él, y el silencio quedó lleno con los sonidos suaves de la niña, que mamaba con calma, como si la guerra y el caos de afuera no existieran. Rhaenyra suspiró, y mientras sus párpados pesaban, pensó que jamás había sentido tanto amor ni tanta paz.

Se había quedado dormida con Visenya acurrucada contra su pecho, el calor de la pequeña fundiéndose con el suyo. El cansancio era tan profundo que se había rendido sin darse cuenta, flotando en un sueño pesado.

El murmullo de voces la despertó. Sus ojos se abrieron con lentitud, confusos, buscando entre la penumbra iluminada por un par de velas encendidas.

Lo primero que vio fue a Daemon. Su silueta, fuerte y segura, inclinada sobre la cama. Sostenía con cuidado a Aegon, que parecía adormilado, y lo acomodaba junto a ella con la delicadeza de quien mueve un cristal.

“No hagas movimientos bruscos” murmuró en voz baja, sus ojos encontrando los suyos con una sonrisa cansada. “Ni un ruido, no queremos despertarla.”

Rhaenyra bajó la mirada y vio que Visenya seguía dormida en su pecho, respirando con un ritmo pausado, los labios aún húmedos del alimento. Un suspiro se escapó de ella, mitad alivio, mitad incredulidad.

Giró la cabeza y encontró a Tidy sentado en una silla junto al lecho. Sus ojos atentos no se apartaban de ellos, como si vigilara un tesoro que le había sido confiado. Había serenidad en su postura, pero también la tensión de quien no bajaba la guardia.

Más allá, del otro lado de la cama, distinguió dos figuras pequeñas acurrucadas bajo una manta. Aemmon y Viserys, profundamente dormidos, con los rostros suaves en la penumbra. Sus pequeños dragones no estaban allí, pero Rhaenyra los imaginó cerca, guardando las sombras.

Las lágrimas volvieron, suaves, sin desgarro esta vez. Lágrimas de plenitud.

Daemon apagó la última vela y se deslizó junto a ella, rodeándola con sus brazos. Rhaenyra sintió cómo la envolvía, cómo su cuerpo se acomodaba al suyo, fuerte y protector. El calor de él, el calor de la niña contra su pecho, el roce de Aegon a su lado, y el murmullo pausado de la respiración de sus gemelos.

Por fin, todo estaba completo.

Rhaenyra cerró los ojos, dejando que el sueño la arrastrara de nuevo. Pero esta vez no había miedo. Solo paz. Paz hecha de fuego, de dragones, de hijos y de amor.

Y en esa quietud, por primera vez en mucho tiempo, pudo descansar de verdad.

El amanecer entraba en la habitación con un resplandor pálido, dorado, que se filtraba entre las cortinas. Rhaenyra abrió los ojos lentamente, el cuerpo pesado, el alma aún cansada como si el sueño no hubiese sido suficiente. La confusión de la vigilia la envolvió un instante, como si despertara en un lugar que no reconocía.

Lo primero que sintió fue el calor de Visenya contra su pecho, y luego el murmullo de Daemon a su lado, respirando tranquilo. Aegon estaba acurrucado muy cerca, y los gemelos seguían dormidos bajo una manta al lado de Aegon, Tidy vigilando desde ese lado que no se fuese a caer, aunque con el tamaño de la cama, era poco probable. Todo estaba en calma. Demasiado en calma.

“¿Qué sucedió con Caníbal?” fue lo primero que salió de sus labios, áspero y débil, pero cargado de urgencia.

Daemon entreabrió los ojos, girándose hacia ella con un gesto sereno.

“¿Con Caníbal?” repitió, la voz grave, como si le sorprendiera la pregunta.

Rhaenyra se incorporó un poco, con cuidado de no despertar a Aegon, y sujetó a la niña con firmeza. “Sí. ¿Qué ocurrió? ¿Dónde está?”

Daemon la observó en silencio unos segundos. Luego, con un suspiro que parecía arrastrar la fatiga de toda la noche, negó apenas con la cabeza.

“No sucedió nada.”

Confundida, Rhaenyra arqueó las cejas. “¿Cómo que nada?” Su voz temblaba entre la incredulidad y la ansiedad, mientras acomodaba a Visenya para amamantarla. La niña se prendió con fuerza al pecho, y Rhaenyra la observó con el corazón lleno de ternura.

Daemon la dejó mirarla unos segundos antes de continuar.

“El dragón sigue ahí. No se ha movido en toda la noche, salvo para acomodarse. Lo puedes ver desde la ventana.”

Rhaenyra alzó la mirada hacia él, buscando certeza.

Daemon se enderezó un poco, acariciando el cabello húmedo que se pegaba aún a la frente de su esposa.

“Está recostado en la montaña que da hacia la playa, mirando hacia el palacio. Nadie se ha atrevido a acercarse. Y no ha hecho nada, solo vigilar.”

El silencio pesó entre ellos un instante, roto únicamente por el sonido de Visenya mamando con avidez.

Rhaenyra tragó saliva, su confusión mezclándose con una extraña sensación de protección.

“Entonces… está ahí, esperando.”

Daemon asintió, la mirada firme.

“Esperando. Y observando.” Comenzó a levantarse, apoyándose en Daemon para sentarse adecuadamente.

Daemon intentó que se recostara de nuevo. Su voz era firme, pero teñida de preocupación.

“Descansa, Rhaenyra. Tu cuerpo aún necesita recuperarse.”

Ella negó suavemente, apretando a Visenya contra su pecho. “No. Necesito verlo. Necesito saber que no fue un sueño.”

El silencio apenas duró un instante, roto por el crujido de la puerta. Mirra entró con paso cuidadoso, llevando una bandeja humeante con caldo y un pequeño cuenco de frutas.

“Para los niños, Alteza” murmuró, inclinándose apenas antes de dejar la bandeja sobre la mesa baja junto al lecho. “¿Desea que le pida algo en específico para usted, Alteza? ¿O para usted, mi Príncipe? En un momento más traerán té y salchichas asadas, también he asegurado que traigan moras con crema dulce…”

Ambos la ignoraron mientras ella acomodaba la fruta cortada en cuadritos en la mesa frente al balcón.

Daemon se volvió hacia su esposa, con esa mezcla de obstinación y ternura que le era propia. Se inclinó un poco, extendiendo los brazos hacia ella.

“Déjame cargarla” pidió con voz baja, casi como si temiera romper el aire que las envolvía. “Aún no he tenido la oportunidad.”

Rhaenyra lo miró sorprendida, con los ojos enrojecidos aún por el cansancio. Durante un segundo dudó, como si entregar a Visenya fuera algo imposible. Pero el gesto de Daemon, la tensión contenida en su mandíbula y la sinceridad en su mirada, la convencieron.

Con lentitud, le tendió a la niña. Sus dedos se demoraron un instante en la manta, pero finalmente la soltó.

Daemon recibió a Visenya como si el universo entero le hubiese sido confiado. El dragón que había blandido la espada contra reyes y usurpadores, que había comandado ejércitos y enfrentado monstruos, se transformó en ese momento. Sus ojos, siempre fieros, se ablandaron. Su respiración se volvió lenta, profunda, como si temiera despertar a la pequeña que acababa de volver a dormirse. La acarició con un dedo, apenas rozando su mejilla suave, y se quedó absorto.

Rhaenyra lo observó en silencio, maravillada. Nunca lo había visto así. Era como si, en brazos de su hija, Daemon se despojara de toda coraza, quedando desnudo en lo más humano y verdadero.

Con ayuda de Mirra, Rhaenyra se incorporó. El dolor le mordía el vientre y las piernas, pero el impulso de su corazón la sostuvo. Mirra le ofreció el brazo y, despacio, la condujo hasta el balcón.

El aire fresco de la mañana le golpeó el rostro y la hizo temblar. Pero entonces lo vio.

La gigantesca cabeza de Caníbal sobresalía entre las palmeras al borde de la playa. Sus ojos verdes, encendidos como brasas, parecían fijos en el palacio. El cuerpo colosal se confundía con la montaña misma, de tan vasto y oscuro que era, como si la roca hubiese cobrado vida. Y sin embargo, las escamas negras reflejaban la luz del amanecer con un brillo casi metálico, imposible de ignorar.

Rhaenyra se llevó la mano al pecho, conmovida. No era un sueño. No era una ilusión. Caníbal estaba allí, vigilando, inmenso e imposible.

Y mientras volvía la vista atrás, contemplando a Daemon con su hija en brazos, comprendió que esa imagen, su esposo transformado, su hija dormida, y el dragón eterno custodiándolos, sería una marca indeleble en su memoria.

Mirra se mantuvo a su lado mientras ella contemplaba al dragón desde el balcón. La joven bajó la voz, como si temiera que incluso las paredes pudieran escucharla.

“Alteza… toda la isla está en un alboroto. Los sirvientes se niegan a cruzar el puente que lleva al puerto. Dicen que Caníbal los devorará si se atreven a pasar.”

Rhaenyra cerró los ojos un instante. Sentía el peso de esas palabras, pero el calor del sol en su piel y la visión de Daemon con Visenya en brazos la mantenían serena.

“Que lo teman está bien” pensó, aunque no lo dijo en voz alta. “El dragón no vino por ellos, pero indicales que no se deben preocupar, no serán atacados, no mientras no intenten atacar al dragón de mi hija.”

Mirra la ayudó a volver al interior asintiendo. Con manos rápidas y delicadas, la vistió con un ropaje ligero y limpio, suave contra su piel aún sensible. La tela fresca se deslizó sobre sus hombros, y Rhaenyra suspiró con alivio. Era como si, poco a poco, se desprendiera de la noche que acababa de sobrevivir.

El movimiento en la cama la sacó de sus pensamientos. Aegon se incorporaba, parpadeando con gesto confuso, el cabello revuelto, los ojos aún pesados de sueño. Miró alrededor sin entender del todo, hasta que sus ojos se posaron en Daemon.

“Kepus” murmuró, y una sonrisa apareció en sus labios.

Con un impulso torpe, comenzó a gatear hacia él, arrastrándose sobre las sábanas.

Rhaenyra reaccionó de inmediato, acercándose, el corazón apretado por la ternura de esa imagen. Se inclinó junto a su hijo, acariciando su cabello, y con una voz suave lo guió hacia Daemon.

“Ven, Aegon. Ven a conocer a tu hermana.”

Daemon, que aún tenía a Visenya acunada contra su pecho, alzó la mirada hacia el niño. Sus ojos brillaron con algo distinto: orgullo, ternura, un afecto feroz que rara vez mostraba. Se inclinó para que el pequeño pudiera acercarse.

Aegon estiró la mano, primero con timidez, luego con fascinación, hasta rozar el rostro de la recién nacida. Rhaenyra contuvo la respiración, temiendo la brusquedad de un niño pequeño, pero el gesto de su hijo fue sorprendentemente suave.

“Visenya” susurró ella, susurrándolo como si fuese una bendición. “Tu hermana.”

Aegon parpadeó, como si tratara de comprender la magnitud de lo que le acababan de presentar. Luego, con un arrullo torpe, se recostó contra el costado de su madre, apoyando la cabeza en su regazo mientras sus ojos permanecían fijos en la criatura.

Rhaenyra los rodeó a ambos con sus brazos, sintiendo que la sala entera se llenaba de calor. Miró a Daemon, que aún sostenía a la bebé, y en ese instante supo que ese era el verdadero amanecer: no el sol tras las montañas, sino la vida que crecía a su alrededor.

El murmullo suave de la mañana se vio interrumpido por el movimiento en la otra parte de la cama. Tidy, siempre atento, se adelantó y cargó a Viserys en brazos cuando lo vio incorporarse. El pequeño se desperezó con entusiasmo, con los ojos muy abiertos y una sonrisa despierta que iluminaba su rostro.

A su lado, Aemmon también había despertado, pero se quedó recostado mirando el techo con expresión soñolienta, el pulgar rozando sus labios mientras pestañeaba lentamente, como si aún estuviera atrapado entre el sueño y la vigilia.

Al ver a su madre, Viserys no contuvo la emoción.

“¡Muña!” gritó con fuerza, estirando los brazos hacia ella, su voz tan clara que resonó en toda la habitación.

El grito hizo que Visenya, dormida hasta ese momento en los brazos de Daemon, se sobresaltara y comenzara a llorar con un llanto agudo y desesperado.

Daemon bufó con una media sonrisa, meciendo a la pequeña con movimientos seguros mientras la acercaba contra su pecho.

“Ya está, pequeña, ya está…” murmuró en un tono insólitamente suave, su voz profunda calmándola poco a poco. Levantó la vista hacia Rhaenyra, con un destello divertido en los ojos. “Nos han superado por completo, no tengo brazos suficientes para todos.”

Rhaenyra sonrió a medias, agotada pero enternecida, mientras recibía a Viserys de Tidy. Lo sentó sobre sus piernas, acariciándole el cabello revuelto para calmarlo. Sin embargo, notó al instante la tensión en su pequeño cuerpo: el niño no dejaba de mirar a la recién nacida con un ceño fruncido, como si aquella intrusa diminuta le hubiese robado algo suyo.

“Ella es tu hermana, Viserys” susurró Rhaenyra, acercándolo un poco más a ella para que no sintiera la distancia. “Nadie te va a quitar tu lugar.”

Viserys, sin embargo, no sonrió. Hundió el rostro contra su madre, abrazándola con fuerza, buscando reclamarla solo para él.

Mientras tanto, Aemmon se animaba por fin. Con un pequeño quejido, comenzó a gatear hacia su padre, intrigado por el bulto envuelto en telas que tenía en brazos. Daemon levantó una ceja al verlo acercarse, inclinándose un poco para que el niño pudiera ver.

“¿Curioso, eh?” dijo, mientras la pequeña Visenya, ahora más calmada, abría los ojos grandes y oscuros, enfrentando con inocencia la mirada de su hermano mayor.

Rhaenyra, mientras acariciaba la espalda de Viserys para tranquilizarlo, los miraba a todos juntos con un corazón desbordado. Era un caos cálido, un torbellino de voces y llantos, pero era suyo. Su familia, entera, enredada entre brazos que nunca se soltarían.

Daemon ajustó el peso de Aemmon en su brazo, aún con Visenya bien protegida en el otro. 

El pequeño seguía insistente, queriendo alcanzar la manta, hasta que su padre, con un suspiro resignado, inclinó a la recién nacida apenas lo suficiente para que su hermano la viera.

“Mírala, Aemmon. Esta es tu hermana.”

El niño se quedó quieto, la curiosidad reemplazando a la ansiedad. Estiró un dedo, y Daemon lo guió con firmeza para que solo rozara la manta. El contacto fue suficiente, Aemmon soltó un sonido bajo, mezcla de sorpresa y agrado, y luego se acurrucó contra el pecho de su padre, satisfecho por el descubrimiento.

En el regazo de Rhaenyra, Viserys seguía pegado a ella, celoso y molesto. Ella lo acariciaba con paciencia, murmurando suavemente para calmarlo.

Al otro lado, Viserys seguía pegado a Rhaenyra, celoso y enfadado. Hasta que ella, con la voz dulce, preguntó:

“¿Y dónde está tu dragón, mi niño? ¿No vendrán a verte esta mañana?”

Fue entonces cuando, al escuchar la palabra “dragón”, el niño alzó la cabeza y balbuceó con insistencia:

“Dago… dago…”

Asintió varias veces, como si con ese sonido reclamara lo suyo.

Rhaenyra sonrió cansada, besándole la frente. “Sí, mi amor, tu dragón.”

Mirra, que había permanecido cerca, se inclinó con una leve reverencia.  “Están en la guardería, Alteza. Ahora mismo los traigo.”

“Al menos a los más pequeños” pidió Rhaenyra. “Quiero verlos aquí.”

El comentario atrajo de inmediato la atención de Aegon, que hasta ese momento observaba divertido desde su lugar junto a ella.

“¡Mío! ¡Mi dagón tamién!” exclamó con entusiasmo, golpeando suavemente el colchón con la mano.

Daemon bufó, pero había un destello de diversión en su mirada.

“Que lo traigan también.”

Mientras los sirvientes obedecían, comenzaron a organizar la sala para el desayuno. Tidy, con la ayuda de otra doncella, tomó a los gemelos con cuidado, mientras Mirra se ocupaba de Aegon. La bandeja que antes había dejado sobre la mesa fue ampliada con más platos: pan, fruta, queso, y el caldo humeante que llenaba el aire de un aroma reconfortante.

Rhaenyra quiso moverse hacia la mesa, pero Daemon la detuvo con una mano en el hombro.

“Deberías comer en el lecho, aún no estás lista.”

“No” replicó ella, con la barbilla en alto. “Soy la Princesa, y quiero sentarme a la mesa con mis hijos.”

Daemon suspiró, resignado. Con una mano la sostuvo firme y con la otra acunó a Visenya, hasta que Rhaenyra se acomodó en la silla que habían preparado.

Ella dejó escapar un suspiro, sintiendo la victoria en ese gesto sencillo. Y cuando alzó la mirada, vio a Daemon inclinarse y besar la frente de la niña dormida en sus brazos.

Rhaenyra sonrió, agotada pero serena. El caos era suyo, los dragones eran suyos, y en esa mesa estaría su familia.

El salón olía a pan recién cortado, al caldo que Mirra había dispuesto en grandes cuencos, y a fruta madura. Los niños se movían inquietos en torno a la mesa, reclamando atención y comida, mientras las doncellas trataban de mantener cierto orden en medio del caos.

Daemon permanecía de pie, con Visenya dormida en sus brazos. Se inclinó ligeramente hacia una de las jóvenes que aguardaban cerca.

“Tómala un momento” dijo en voz baja, con el tono práctico de quien resuelve una necesidad. “Su madre necesita comer.”

“¡No!”

Rhaenyra lo detuvo con una fuerza que nadie esperaba, incorporándose en su silla. Sus ojos brillaban con un fuego feroz, y extendió los brazos hacia Daemon. “Dámela. Ahora.”

Daemon giró hacia ella, sorprendido por la intensidad de su voz. “Rhaenyra, no pasa nada. Solo será un instante. La doncella puede sostenerla mientras tú…”

“No” lo interrumpió, la voz temblorosa, pero con una determinación que llenó la estancia. “Ni por un instante. O está en mis brazos, o en los tuyos. En los de nadie más.”

Su mirada no se apartaba de la niña, y bajo esa insistencia, Daemon percibió lo que había detrás: no solo instinto, sino miedo. El recuerdo aún vivo en los bordes de su mente, de aquel sueño terrible en el que cargaba un cuerpo roto, demasiado pequeño, con escamas… muerto.

La tensión en el aire se hizo palpable. Los balbuceos de los gemelos y la risa de Aegon, jugando con un trozo de pan, fueron el único ruido que rompió el silencio. Las doncellas se retiraron discretamente, inclinando la cabeza.

Daemon bajó la vista a Visenya, tan diminuta en sus brazos, y luego la sostuvo frente a Rhaenyra. Con un suspiro resignado, la depositó en su regazo, envolviendo sus manos sobre el cuerpo de la niña.

“Si es lo que deseas” murmuró, con un destello entre irritación y ternura en sus ojos.

Rhaenyra la recibió de inmediato, como si la respiración de la pequeña fuera lo único que la mantenía entera. La abrazó contra sí, besando su frente con un nudo en la garganta.

Daemon se sentó junto a ella, colocando una copa de agua y un trozo de fruta partida en su plato.

“No dejaré que te consumas por fantasmas” dijo en voz baja, lo suficientemente cerca para que solo ella lo escuchara. “Esta niña está viva. Lo está, y no la perderás.”

Rhaenyra lo escuchó, y aunque no pudo responder, las lágrimas ardieron en sus ojos. Apretó más a Visenya contra su pecho. No había fuerza en el mundo capaz de hacerla soltarla.

Daemon tomó un trozo de pan, lo partió con cuidado y lo acercó a sus labios.

“Come, Rhaenyra” murmuró, suave pero con esa firmeza que no admitía réplica.

Ella aceptó el bocado con desgana. Sus manos estaban ocupadas aferrando a Visenya, y aunque el sabor del pan y la fruta era dulce, no podía concentrarse. Cada latido de su corazón se mezclaba con el eco de aquel sueño, la visión de un cuerpo diminuto y roto, cubierto de escamas muertas.

Daemon lo percibió. No necesitaba verla llorar para saberlo. Lo sintió en su vínculo, en la tensión de sus pensamientos. Intentó calmarla, envolviendo su mente con la suya, un murmullo silencioso que quería transmitir paz.

Está viva. Respira. Está contigo.

Pero Rhaenyra no podía. El miedo seguía reptando por su pecho, frío y ardiente al mismo tiempo. No cuando tenía a Visenya en sus brazos y la idea de soltarla la desgarraba más que cualquier herida.

Daemon tomó otro bocado y se lo ofreció de nuevo, con paciencia. Después mordió él mismo un trozo de fruta, y al hacerlo se inclinó hacia ellas, rozando la frente de la niña con sus labios, y luego la de ella. Un beso breve, un abrazo cálido que le arrancó un sollozo contenido.

La puerta se abrió entonces, y el silencio expectante de los niños se transformó en gritos de emoción. Los dragones entraron a la sala: pequeños todavía, pero con alas que ya agitaban el aire y ojos encendidos de vida. Tras ellos, un guardia de dragón cargaba un cuenco hondo repleto de carne cruda, cuyo olor metálico llenó la estancia.

Los niños dejaron todo lo que tenían entre manos para correr hacia ellos. Aegon saltó de su asiento con un chillido de entusiasmo, mientras Viserys palmeaba las manos contra la mesa, balbuceando “dago, dago” con insistencia. Aemmon, arrastrándose, no apartaba la mirada de las colas agitadas y las fauces abiertas de las criaturas.

Daemon sonrió apenas, aún con la tensión en los ojos, y en medio de repartir la comida y cuidar de los niños, volvió a besar la frente de Rhaenyra y abrazarla con un brazo, mientras con el otro sostenía el pan para alimentarla.

Ella lo miró, con lágrimas contenidas. A pesar del caos, de los rugidos pequeños y los chillidos de sus hijos, lo sintió: Daemon la mantenía unida a la tierra. No con palabras, sino con esa mezcla de disciplina y ternura que solo él sabía darle.

Visenya dormía en su regazo, intacta, tibia, respirando con calma. Y Rhaenyra, por un instante, se permitió creer que la pesadilla no volvería.

El silencio de la estancia era distinto ahora. Los niños habían sido llevados por sus doncellas, sus risas y balbuceos aún resonaban a lo lejos mientras sus dragones eran guiados hacia la sala de juegos. Rhaenyra, agotada, se dejó guiar por Daemon hasta el lecho. Él la ayudó a recostarse con cuidado, y Visenya, satisfecha y tranquila, se acomodó dormida contra su pecho.

Solo cuando la niña comenzó a removerse, necesitada de ser cambiada, Rhaenyra cedió a regañadientes. Permitió que una de las doncellas la tomara y la llevara unos pasos más allá para limpiarla y vestirla. Se sintió desnuda al soltarla, como si parte de ella se hubiera desprendido, pero la calma del momento y la certeza de que la pequeña estaba bien la sostuvieron.

Daemon aprovechó ese instante. Sin decir nada, se inclinó sobre una pequeña caja que había mantenido oculta hasta entonces. La colocó sobre las sábanas a su lado y, con un gesto lento, la abrió.

Dentro, sobre un paño de terciopelo oscuro, descansaba un collar majestuoso. Tres hileras de diamantes blancos formaban un arco resplandeciente, cada piedra engastada con precisión perfecta, reflejando la luz como un fuego helado. En el centro, un óvalo de amatista de un púrpura intenso dominaba la pieza, rodeado de un halo de diamantes que lo hacía brillar aún más. Dos lágrimas violetas colgaban a cada lado, como gotas de noche cristalizada, y una tercera, más grande, descendía en el centro, atrapando la mirada con su resplandor profundo.

El contraste era hipnótico: el blanco frío de los diamantes con la intensidad regia del púrpura. Era una joya digna de una reina Valyria.

Daemon la tomó con ambas manos y la levantó, dejando que la luz del sol la atravesara. Luego la inclinó hacia ella, sus ojos fijos en los de Rhaenyra.

“Es para ti” dijo en voz baja, con una seriedad que no necesitaba adornos.

Rhaenyra lo miró, conmovida. El brillo de las piedras era hermoso, pero lo que la hacía temblar no era el valor de la joya, sino el gesto: Daemon no le entregaba un collar, le entregaba un símbolo. Una promesa.

Rhaenyra no pudo contener el temblor de sus manos cuando Daemon levantó el collar. La luz del amanecer arrancaba destellos de los diamantes, y las amatistas parecían encenderse con un brillo vivo, como si guardaran fuego en su interior. Sintió que la garganta se le cerraba, no por la joya en sí, sino por la expresión de su esposo.

Daemon se inclinó hacia ella, sus ojos ardiendo con una ternura que casi le dolía.

“Gracias” murmuró, y la palabra sonó más íntima que cualquier promesa. “Gracias por darme hijos tan perfectos, tan preciosos…”

Rhaenyra parpadeó, sorprendida por la quiebra en su voz, y sintió cómo las lágrimas comenzaban a nublarle la vista.

Daemon se detuvo, bajó la mirada hacia el collar y luego regresó a sus ojos.

“Pero sobre todo, gracias por darme a mi hija. A nuestra Visenya. La más hermosa de todas tus victorias.”

Con delicadeza, rodeó su cuello con el collar y lo ajustó detrás de su nuca. El frío de las gemas contra su piel la hizo estremecerse. Cuando el peso se acomodó sobre ella, se sintió coronada de un modo distinto: no como princesa heredera, no como mujer de dragones, sino como madre.

“Cuatro amatistas” explicó él, con una sonrisa breve, casi tímida. “Una por cada uno de nuestros hijos. Pero la más grande…” Sus dedos rozaron la piedra central, púrpura e intensa. “Es por la hija que me diste. Mi hija. Nuestra niña.”

Rhaenyra no pudo contener el sollozo. Llevó la mano al centro del collar, acariciando la amatista mayor como si acariciara el rostro de la pequeña. El peso de las piedras era sólido, cálido. No era solo una joya: era la representación de su familia, de lo que había construido con él.

Daemon se inclinó y rozó sus labios con los suyos, breve, suave.

“Eres más que mi reina, Rhaenyra. Eres la madre de mis hijos. Y eso… eso vale más que todos los tronos y todas las guerras.”

Ella lo miró con lágrimas en los ojos, incapaz de responder. Solo pudo rodear con sus manos el rostro de Daemon y atraerlo hacia sí, con un beso lleno de gratitud y amor absoluto, mientras sentía que el collar ardía contra su piel, recordándole todo lo que había ganado en medio del fuego y la sangre.

El peso del collar seguía sobre su piel como un recordatorio de todo lo que había ganado. Visenya dormía sobre su pecho, tibia y pequeña, y Rhaenyra se dejó envolver en esa burbuja de paz, con Daemon sentado a su lado, la mano sobre la manta que cubría a ambas.

Era un instante robado al caos, y se aferraba a él con todas sus fuerzas.

El golpeteo de un puño contra la puerta rompió la calma. No fue brusco, sino contenido, pero bastó para que Rhaenyra frunciera el ceño. Una doncella abrió de inmediato, y un soldado asomó la cabeza.

“Mi príncipe…”

Daemon giró hacia él con un gesto que no admitía demora. El hombre se inclinó y murmuró algo que Rhaenyra no alcanzó a escuchar del todo. Sin embargo, notó el cambio en el rostro de su esposo: una chispa de fastidio, un destello de aquella dureza de guerra que tan bien conocía.

Daemon se levantó. Se inclinó hacia ella antes de salir, su mano rozando su mejilla. “No tardaré.”

Rhaenyra quiso detenerlo, pero asintió en silencio. No lo perdería de vista: el solar adjunto a sus aposentos tenía ventanas abiertas, y aunque no alcanzaba a ver, sí podía escuchar.

Daemon salió con el soldado, y las voces llegaron amortiguadas a sus oídos.

“Los prisioneros, mi señor. ¿Qué haremos con ellos?”

Hubo un silencio breve, y después la voz de Daemon, grave y clara.

“Mantenedlos incómodos. Que no descansen, que no coman demasiado, que no duerman tranquilos. Pero no hagáis nada más. Lidiaremos con ellos después.”

El soldado dudó. “¿Después?”

“Sí” replicó Daemon, con una seguridad férrea. “Ahora no es el momento. El mundo debe aprender que se mueve al ritmo de los dragones… no al suyo.”

Rhaenyra cerró los ojos, sintiendo la fuerza de esas palabras. Parte de ella ardía por ocuparse de inmediato, por tomar decisiones, por demostrar control. Pero comprendía lo que Daemon quería demostrar: que ya no eran peones reaccionando a los movimientos de otros. Ahora eran el centro, y el mundo se adaptaría a ellos.

El soldado se retiró, y poco después Daemon volvió a entrar, sus pasos firmes, sus ojos encendidos de la misma decisión que ella había escuchado. Cuando se inclinó hacia ella y volvió a tomar asiento, Rhaenyra comprendió que esa calma aparente no era debilidad, sino poder.

Ella lo observó en silencio un momento, hasta que las palabras brotaron de sus labios.

“Te escuché.”

Daemon arqueó una ceja, divertido. “Siempre me escuchas.”

“Les dijiste que esperaran, que los mantuvieran incómodos… que el mundo se adaptará a nosotros. Y yo…” Rhaenyra bajó la mirada hacia la pequeña que respiraba con calma en sus brazos. “Yo no lo había visto así. Siempre pensé que debía actuar en cuanto pudiera, que debía golpear antes de que me golpearan.”

Daemon apoyó una mano en su pierna, firme, reclamando su atención.

“Así piensa tu padre. Así piensa Viserys. Se dobla a la voluntad de todos, de la Ciudadela, de los maestres, de la Fe, de Otto. Siempre reaccionando, nunca marcando el paso. Y mira lo que ha ganado: un reino que lo respeta poco y lo devora mucho.”

Sus ojos se suavizaron al mirarla.

“Tú no serás como él. Ni ahora ni cuando reine. No necesitamos correr detrás del mundo. Que el mundo aprenda a seguirnos a nosotros.”

Rhaenyra asintió, aunque con un nudo en la garganta. Comprendía la lección, la fuerza que había detrás de esas palabras… pero al mismo tiempo, la duda se filtró en su pecho.

“¿Y los Rogare?” susurró. “He pensado tanto en los Velaryon, en los Hightower… en vengar cada humillación, en arrebatarles cada suspiro de poder. Y mientras lo hacía, nunca planeé qué hacer con los Rogare. Nunca los vi como un peligro cercano. Y ahora… aquí están.”

Daemon la miró con calma, sin reproche.

“Ese es el beneficio del tiempo. Nos lo están dando ellos mismos al fracasar en su ataque. Tenemos días, semanas, quizá meses antes de decidir qué hacer. No necesitamos respuestas inmediatas.”

Ella lo observó con los labios entreabiertos, sorprendida por su serenidad. La idea de tener enemigos cerca y no actuar le parecía insoportable… y sin embargo, con Daemon a su lado, comprendió que esa calma no era debilidad, sino control.

“Entonces…” murmuró, acariciando el cabello suave de Visenya, “cuando llegue el momento, ya sabremos qué hacer.”

Daemon sonrió apenas, un destello de orgullo en su mirada.

“Exactamente. Mientras tanto, que sufran, que recuerden que fallaron, que sientan en sus huesos que su destino depende de nosotros.”

Rhaenyra se dejó caer contra su hombro, cerrando los ojos. 

Rhaenyra abrió la boca, dispuesta a insistir, pero Daemon le puso un dedo en los labios. Sus ojos, oscuros y firmes, la sostuvieron en silencio.

“Habrá tiempo para los Rogare” dijo al fin, con una calma que le pareció irrompible. “Ahora descansa. Ahora, disfruta de ella, de los demás. El mundo puede esperar.”

Rhaenyra quiso protestar, pero cuando miró el rostro dormido de Visenya, comprendió que tenía razón. Una semana, un mes, lo que fuera… no cambiaría lo esencial. Los Rogare seguirían siendo prisioneros, seguirían siendo un problema pendiente. Pero su hija jamás volvería a tener esos primeros días, y ella no los desperdiciaría.

Sí, pensó, aprendería a ver el mundo como él lo veía. A ser dragón, no presa.

El tiempo en la isla se volvió un ritmo distinto, marcado por los llantos y suspiros de la recién nacida. Cada amanecer comenzaba con Rhaenyra despierta antes que nadie, meciendo a su hija en brazos mientras los demás aún dormían. La miraba durante horas, embelesada, contando cada pestañeo, cada gesto, como si el mundo entero se redujera a la delicadeza de su rostro.

Daemon se mantenía siempre cerca. La tomaba en sus brazos con un cuidado que parecía imposible en un hombre hecho de guerra y acero. Y aunque nunca lo decía en voz alta, Rhaenyra lo veía: cómo se detenía a observarla, cómo sonreía apenas cuando la niña se calmaba al escuchar su voz.

Aegon se acostumbró pronto a la presencia de su hermana. A veces la miraba con curiosidad, otras con la indiferencia de un niño que no entiende aún lo que significa compartir. Pero Rhaenyra lo sorprendió varias veces llevándole trozos de tela, o apoyando su mejilla contra su manta con un gesto de ternura torpe.

Los gemelos, en cambio, reaccionaron distinto. Aemmon, siempre curioso, quería arrastrarse hasta ella, tocarla, descubrir ese nuevo ser que reclamaba la atención de todos. Viserys, más pequeño y frágil, se refugiaba en el regazo de su madre, exigiendo caricias y arrullos como si temiera perder su lugar. Rhaenyra lo calmaba con paciencia infinita, recordándole que su amor no se dividía, sino que crecía con cada uno de ellos.

Las sanadoras venían a menudo, revisando a la niña y a la madre. Shanara, con su sabiduría de hierbas, preparaba ungüentos y baños calientes para aliviar el cuerpo aún adolorido de Rhaenyra. Gerardys, siempre meticuloso, supervisaba cada detalle, asegurándose de que nada se descuidara mientras aprendía sobre lo distinto que era todo en la isla.

Y más allá de los muros del palacio, Caníbal seguía allí. Inmóvil, recostado en la montaña como si fuera parte de ella. Sus ojos verdes brillaban en las noches, recordando a todos que la niña había nacido bajo su mirada. Los sirvientes aún caminaban con miedo cerca de la playa, pero ninguno dudaba: ese dragón estaba vigilando.

Para Rhaenyra, esa primera semana se convirtió en un sueño suspendido. Entre el calor de su hija contra su pecho, los brazos protectores de Daemon y el bullicio de sus otros niños, el mundo exterior parecía haberse detenido.

Sabía que pronto debería decidir qué hacer con los Rogare, con los enemigos, con el destino mismo de su linaje. Pero no ahora. Ahora solo existía su hija. Su Visenya.

Los días pasaron con una calma extraña, casi irreal. Rhaenyra y Daemon se acostumbraban poco a poco al nuevo pulso de la vida con Visenya. El palacio parecía respirar distinto: cada rincón se llenaba con sus llantos, suspiros y el murmullo de las nanas improvisadas por las doncellas.

Una tarde, mientras la pequeña dormía en su pecho, Rhaenyra levantó la mirada hacia Daemon.

“¿Y Caníbal? ¿Qué come? ¿Ha cazado algo?”

Daemon negó con la cabeza, sus ojos oscuros clavados en ella.

“Según los informes, nada. No ha aceptado ninguna de las ofrendas que los guardianes del dragón han llevado. No ha volado, no ha cazado. Apenas se mueve, solo para acomodarse en la playa o la montaña. Y aun así, está allí, siempre mirando hacia aquí.”

El silencio se extendió entre ellos, pesado, cargado de significado. Rhaenyra acarició la frente de su hija y pensó que aquel dragón, el más temido de todos, parecía alimentarse solo de su presencia.

Y así llegó el día catorce.

Siguiendo las instrucciones de Rhaenyra, Brienne había tomado el mando, lista para asegurarse de que las ordenes de su Princesa fuesen cumplidas.

La noche del día catorce llegó con el rumor del mar y el resplandor del fuego. En la playa, frente a la colosal silueta de Caníbal recostado contra la montaña, se había erigido una plataforma de madera ardiente. Sobre ella, una estatua de dragón hecha con ramas entrelazadas se alzaba como guardián del ritual, sus fauces abiertas hacia el cielo.

El aire estaba cargado de sal y humo. Los soldados y sirvientes permanecían a distancia, en un semicírculo reverente. Nadie osaba acercarse más de lo permitido. Solo Monterys avanzó, portando en sus manos una antorcha encendida con el fuego ceremonial traído desde el templo de las Catorce Llamas. Su andar era solemne, y cuando se inclinó para entregar la antorcha a Daemon, el resplandor rojo y dorado iluminó los rostros de ambos como si los dioses mismos los observaran.

Daemon sostuvo la antorcha y, con un movimiento lento, prendió la estatua. El fuego crepitó de inmediato, trepando por las ramas hasta envolverla en una llama viva que rugió con fuerza.

Rhaenyra avanzó junto a él, con Visenya en brazos. Vestía de blanco, suelto y ligero, la tela ondeando como humo en el viento de la playa. Sus ojos brillaban con lágrimas, pero su voz se alzó clara, firme, cuando levantó a su hija hacia el fuego.

“Visenya de la Casa Targaryen. Nacida del fuego. Sangre de dragón. Que las Catorce Llamas la reconozcan, que la protejan, que la guíen.”

Daemon se colocó a su lado, posó una mano sobre su hombro y completó el juramento con voz grave, un eco que se confundía con el rugido distante de las olas.

“Que todos sepan que es nuestra hija. Sangre de dragón. De Rhaenyra y Daemon, y de los dioses.”

Entonces, juntos, dieron el paso.

Entraron en la hoguera.

Las llamas los envolvieron de inmediato, levantándose como un muro vivo. El calor era brutal, pero ninguno retrocedió. El fuego lamía la tela blanca de Rhaenyra y la armadura negra de Daemon, y sin embargo, ni ella ni la niña sufrían daño alguno. Era como si el fuego las acariciara, como si reconociera a Visenya en el instante de su presentación.

El calor los cubrió como un manto, pero no los dañó. El vestido blanco de Rhaenyra se volvió cenizas al instante, y la tela oscura de la ropa de Daemon se comenzó a arder, consumida. Quedaron desnudos bajo el fuego, piel y carne acariciadas por la llama que los reconocía como suyos.

Los presentes no podían apartar la vista. Había silencio absoluto en la playa, roto solo por el crepitar del fuego y la respiración contenida de decenas de testigos.

Y entonces ocurrió.

Caníbal, inmenso en la penumbra, movió la cabeza por primera vez en días. Su cuello se arqueó, y un rugido profundo estremeció la playa. El sonido vibró en la arena, en los huesos, en el corazón de todos. Luego, abrió sus fauces.

La llamarada que brotó de ellas no fue descontrolada ni feroz, sino medida, contenida, como si el monstruo negro supiera exactamente qué hacía. El fuego del dragón se unió al de la hoguera, bañando a Daemon, Rhaenyra y la recién nacida en una corona de luz ardiente.

Rhaenyra alzó a Visenya con ambas manos, lágrimas surcando su rostro.

“Visenya Targaryen. Sangre y fuego.”

El rugido del dragón respondió, grave, solemne. Y el fuego continuó envolviéndolos hasta que la hoguera comenzó a consumirse, hasta que solo quedaron brasas encendidas bajo sus pies descalzos.

Salieron juntos al amanecer, con el cielo teñido de rojo y dorado. Rhaenyra llevaba a su hija dormida contra el pecho; Daemon caminaba a su lado, la piel marcada por el resplandor de las llamas, pero indemne. Los sirvientes y soldados, que habían esperado conteniendo el aliento, rompieron el silencio con gritos y vítores.

Se encendieron tambores improvisados, manos golpeando madera, palmas resonando. El miedo se transformó en celebración, en una pequeña fiesta espontánea en la arena. Había risas, llanto, cantos rotos de alivio y devoción.

Rhaenyra, agotada y desnuda, cubierta solo por el manto que una doncella apresurada colocó sobre sus hombros, no apartó la mirada del dragón en la distancia. Caníbal permanecía inmóvil de nuevo, pero sus ojos verdes brillaban como brasas, fijos en ella y en la criatura que acunaba.

Daemon la tomó de la mano. El fuego había consumido sus ropas, pero no lo que eran. Y bajo el primer sol del día, comprendieron que no solo habían presentado a su hija a los dioses. La habían presentado al mundo.

Los vítores aún resonaban en la playa cuando Caníbal, con un rugido profundo, desplegó sus alas negras. El aire se estremeció bajo su envergadura descomunal, levantando arena y espuma mientras su sombra oscurecía la costa. Con un solo impulso, el dragón ascendió hacia el cielo teñido de amanecer y, tras un giro lento, se lanzó hacia el océano abierto. Su silueta se perdió en la distancia, un coloso que parecía confundirse con el horizonte.

Rhaenyra lo siguió con la mirada, acunando a Visenya contra su pecho. El corazón le pesaba con la certeza de que ese dragón, tan inmenso, tan insondable, formaba parte del destino de su hija.

Daemon pasó un brazo alrededor de sus hombros, una capa roja entregada por su paje era lo único que lo cubría.

“Ven. Ya ha sido suficiente fuego por una noche.”

La condujo hacia las cuevas termales al pie de la montaña. El vapor se arremolinaba en el aire, y el murmullo del agua burbujeante llenaba el silencio con un ritmo sereno. Allí, lejos de la multitud y de la mirada de Caníbal, la pareja se permitió un instante de intimidad.

Le quitaron la pequeña manta con cuidado a Visenya y la sumergieron en la poza ardiente, sus pequeñas piernas agitándose con un movimiento sorprendentemente alegre. La niña soltó un balbuceo suave, como un arrullo, salpicando gotas que chisporroteaban al contacto con la roca caliente.

Rhaenyra sonrió, besándole la frente húmeda. “Le gusta.”

Daemon, de pie junto a ella, la observaba con una calma que contrastaba con su naturaleza habitual. “Claro que le gusta. Es fuego líquido. Lo reconoce.”

Rhaenyra apoyó la barbilla sobre la cabeza de su hija, con la mirada perdida en el agua que temblaba bajo la luz de las antorchas. “¿Crees que Caníbal haya ido a cazar? No ha probado nada en días…”

Daemon exhaló lentamente, cruzando los brazos sobre el pecho. “Tal vez. O tal vez solo necesitaba volar. No es como los otros. No responde a nadie, ni siquiera a la carne que le llevamos. Se mueve cuando quiere, no antes.”

El silencio volvió, interrumpido solo por el chapoteo feliz de Visenya, que agitaba sus manos diminutas contra el agua hirviente como si no la sintiera. Rhaenyra la miró, enternecida, pero el peso de su duda se impuso.

“¿Y si no podemos lidiar con él?” susurró, apenas un soplo. “Es demasiado grande, Daemon. Colosal. Ningún dragón es como él.”

Daemon se inclinó entonces, tomando la mano de Rhaenyra y entrelazando sus dedos con los suyos.

“No es nuestro enemigo. Está aquí por ella. Por nuestra hija. Y mientras lo tengamos cerca, el mundo entero se preguntará lo mismo que tú: cómo lidiar con un dragón así.”

Rhaenyra bajó la mirada a Visenya, que reía entre las aguas ardientes, como si el fuego y la lava fueran su cuna natural. La apretó contra su pecho y comprendió que su hija no solo era su sueño cumplido, sino la clave de un poder que ni ella terminaba de comprender.

El murmullo de la isla había cambiado desde la noche del fuego. Los rumores se propagaban como olas: que la hija de la Princesa había sido bañada por las llamas de Caníbal y que había salido intacta, que el dragón negro velaba su cuna, que la sangre de los dioses ardía en sus venas. Nadie se atrevía a pronunciar el nombre de Visenya sin inclinar la cabeza, incluso entre los más incrédulos.

Rhaenyra, que al principio había querido aferrarse solo a su hija, comprendió pronto que el mundo no se detendría para ellos. Días después de la ceremonia, retomó su lugar en el solar del palacio, recibiendo a sirvientes, soldados y pequeños lores de la isla. La vida diaria reclamaba su atención: pedidos de grano, quejas sobre el puerto, informes de patrullas. Cada voz llegaba con reverencia, pero también con la urgencia de quienes habían esperado demasiado.

Daemon se mantuvo a su lado, en silencio al principio, hasta que la discusión giró hacia los prisioneros Rogare. Fue entonces cuando su decisión fue clara.

“Iré yo mismo a interrogarlos. Quiero saber qué buscaban en verdad y quién los envió.”

El eco de sus palabras no admitía réplica. Rhaenyra lo observó mientras se marchaba, con la certeza de que aquello era apenas el inicio de una confrontación mayor.

No pasó mucho tiempo antes de que un guardia se anunciara en la sala.

“Alteza, un visitante especial solicita audiencia. Ser Lorent. Ha estado solicitando audiencia desde que llego.”

El nombre la sorprendió. Había creído que había caído en la batalla, atrapado entre la furia de Caraxes y la marea de mercenarios. Pero el guardia continuó, con un dejo de alivio en la voz.

“Fue liberado por nuestros hombres en medio del fragor. Lo hallaron maltrecho, y Myrana ha cuidado de él durante estos días. Ha sobrevivido.”

El corazón de Rhaenyra latió con fuerza. Ordenó que lo dejaran pasar.

La puerta se abrió, y allí estaba: Ser Lorent, más delgado, con la piel marcada por golpes recientes, el andar vacilante aún. Pero sus ojos… sus ojos brillaban con la misma lealtad de siempre, y cuando se inclinó ante ella, lo hizo con un temblor en las piernas, pero con una reverencia absoluta.

“Mi Princesa” dijo, la voz ronca, gastada por el cautiverio. “He vuelto.”

Rhaenyra, con Visenya en brazos, lo contempló en silencio. Y en ese instante, entendió que el tiempo de los sueños y las llamas había terminado. Ahora debía enfrentar lo que venía: la política, los Rogare, y el juego de poder que no podía posponer más.

Ser Lorent entró en la sala con un andar inseguro, vestido con ropas ligeras, adecuadas para la isla, pero sin armadura, sin capa, sin espada. Era un caballero despojado de todo símbolo salvo el de su propia voluntad. Rhaenyra lo observó en silencio, con Visenya dormida contra su pecho, mientras él avanzaba hasta arrodillarse con un esfuerzo visible.

“Mi Princesa” murmuró, la voz áspera de cansancio. “Portaba un decreto para usted, enviado desde el reino. Lo protegí como pude… pero en mi cautiverio lo perdí.”

Rhaenyra inclinó la cabeza, con ternura y gravedad a la vez. “No era necesario que lo dijeras. Ser Harwin ya compartió conmigo la información que contenía, y por eso te agradezco más tu valentía que el papel en sí. No fue en vano tu esfuerzo.”

Los hombros del caballero temblaron al escuchar sus palabras. Bajó aún más la cabeza, incapaz de ocultar la emoción.

“Nos preocupamos al no tener noticias tuyas” continuó ella, con un tono más cálido. “Hemos estado buscándote desde que supimos de tu partida. Tus hombres no te olvidaron, ni yo tampoco.”

Ser Lorent levantó apenas la mirada, los ojos vidriosos por la emoción. Rhaenyra sonrió con suavidad, acariciando el cabello de su hija mientras hablaba con una firmeza solemne.

“Ya he hecho mi elección, Ser Lorent. He escrito a mi padre y le he informado. Y ahora que has sido hallado, si aceptas… serás parte de mi Guardia Real.”

El caballero se quedó inmóvil, con los labios entreabiertos, como si el aire le faltara. Y entonces asintió, primero con torpeza y luego con una determinación creciente.

“Sí… sí, mi Princesa. Lo acepto con mi vida. Con mi alma.” La voz se quebró, y sus ojos se llenaron de lágrimas. “He soñado con ese honor, pero nunca creí… nunca pensé que me sería concedido.”

Rhaenyra lo miró con orgullo. “No es un sueño, Ser Lorent. Es un juramento que harás frente al fuego, y conmigo como testigo. Desde hoy, serás mi escudo. Mi espada. Y mi hijo, mi hija, y todos los que me sigan, conocerán tu lealtad.”

Ser Lorent inclinó la frente hasta el suelo, y el sol de la isla brilló sobre sus lágrimas. Estaba casi llorando, pero no de dolor, sino de un júbilo que lo desbordaba.

Rhaenyra, con Visenya dormida en brazos, lo contempló con calma. Era un nuevo inicio, no solo para él, sino para su guardia, para su causa. Y en ese instante, supo que la lealtad de Ser Lorent se había sellado para siempre.

Rhaenyra lo contempló un instante más, antes de inclinar apenas la cabeza. Su voz sonó serena, pero no le faltaba firmeza.

“Se te entregará lo que corresponde a tu puesto. Una armadura forjada para ti, una espada adecuada, y por supuesto, la capa blanca que te distinga como uno de mis guardianes. Pero no ahora. No hasta que tu cuerpo esté listo. Tómate unos días más para recuperarte de tus heridas. No quiero un caballero roto, sino uno entero que pueda servirme como debe.”

Ser Lorent tragó saliva, los ojos aún brillantes. “Gracias, mi Princesa… gracias.”

Hubo un silencio breve. Él parecía debatirse consigo mismo, hasta que finalmente alzó la mirada con cautela.

“Si me permite… hay algo que debo compartir. Y también, una súplica.”

Rhaenyra lo miró con interés. “Habla.”

“Entre los que fuimos capturados por los Rogare, no todos tuvimos la suerte de escapar. Mis hermanos de armas siguen allí, convertidos en esclavos bajo su mando. Los he visto encadenados, humillados… vendidos como si no fueran hombres, sino bestias. Yo…” su voz se quebró, y la contuvo con esfuerzo, “no puedo dejar de pensar en ellos. No puedo jurar por completo mi vida a su servicio mientras sé que siguen cautivos.”

Rhaenyra sintió un nudo en el pecho. Acarició con suavidad la cabeza de Visenya, que dormía tranquila en sus brazos, y levantó la mirada con la fuerza de quien porta fuego en la sangre.

“Te lo prometo, Ser Lorent. No quedarán esclavos. Serán liberados. Y los Rogare pagarán caro cada cadena que han puesto.”

El caballero bajó la cabeza, conmovido hasta las lágrimas. “Gracias, mi Princesa. No olvidaré esas palabras mientras viva.”

Rhaenyra inclinó ligeramente la frente, sellando la promesa en la intimidad del solar. Sus enemigos podían esperar, sí, pero no escaparían. Ni los Rogare, ni nadie que se atreviera a poner sus manos sobre lo que era suyo.

Rhaenyra observó a Ser Lorent en silencio. Notó que sus manos se tensaban sobre sus rodillas, como si aquello que estaba por decirle pesara más que su cuerpo herido.

“Mi Princesa,” comenzó él, con cautela, “hay algo más que debe saber sobre los Rogare.”

Rhaenyra alzó la mirada, la voz calmada, pero expectante. “Habla.”

Ser Lorent tragó saliva antes de continuar. “Durante mi cautiverio, escuché conversaciones entre los capitanes y los emisarios de la familia Rogare. Hablaban con descaro, como si su poder fuera inamovible. Decían que buscaban algo más que oro o influencia. Buscaban una alianza.”

“¿Una alianza?” repitió Rhaenyra, frunciendo el ceño.

“Sí. Con usted, Alteza. O más bien, con su nombre, con su linaje.” Ser Lorent bajó la mirada. “Quieren acercarse a través del matrimonio, de los acuerdos comerciales, de la sangre. Y están dispuestos a llegar tan lejos como sea necesario para conseguirlo.”

Rhaenyra se enderezó, su respiración se volvió más profunda, contenida. “¿Qué tan lejos?”

“Hablan de comprar voluntades en Volantis, de financiar campañas en Poniente, de colocar a sus propios hombres en puertos y casas de comercio. Y hay algo más…” Dudó un instante, temeroso de decir lo que sabía que debía. “Ser Laenor Velaryon parece haber decidido ayudarlos.”

El nombre cayó como un golpe.

El aire en la sala cambió. Rhaenyra no se movió al principio, pero el brillo en sus ojos se tornó gélido, su voz baja y temblorosa, cargada de rabia.

 “¿Laenor?”

Ser Lorent asintió. “Algunos lo llaman su aliado. Dicen que mantiene tratos con ellos en Volantis, que comercia bajo su protección. Tal vez no lo sepa su padre, pero…”

No alcanzó a terminar. Rhaenyra se levantó de golpe, el movimiento tan repentino que Visenya se agitó en brazos de una doncella cercana. El fuego de las antorchas pareció avivarse con el pulso de su furia.

“No me sorprende” dijo, con una voz fría que contrastaba con la intensidad en su mirada. “Nunca me ha sorprendido. Pero escuchar su nombre junto al de los Rogare me repugna.”

Caminó unos pasos, la mirada fija en el suelo, como si cada palabra le pesara. “Les advertí. A él, a todos. No necesitaba enemigos en Volantis. Y aun así, lo han hecho.”

Ser Lorent permaneció arrodillado, la cabeza inclinada. No se atrevía a interrumpirla.

Rhaenyra respiró hondo, luchando por contener la rabia que hervía en su pecho. “Los Rogare no quieren una alianza. Quieren un trono. Y si Laenor les ha abierto la puerta, se la cerraremos con fuego.”

Visenya comenzó a llorar suavemente, como si el sonido de la voz de su madre la reconociera incluso en la furia. Rhaenyra se detuvo y volvió hacia ella, tomando aire con esfuerzo, hasta que su voz recuperó la calma.

“Gracias, Ser Lorent. Has hecho bien en decírmelo.”

El caballero asintió, inclinando la cabeza.

“Lo haría mil veces más, mi Princesa.”

Rhaenyra lo miró fijamente. La determinación en sus ojos ya no era simple enojo: era resolución. Los Rogare, Laenor, todos los que se atrevían a mover sus piezas sin su permiso, aprenderían lo que significaba desafiar a una Targaryen.

Tras la partida de Ser Lorent, Rhaenyra permaneció en el solar, rodeada de escribas, sirvientes y capitanes que entraban y salían con una regularidad casi mecánica. El aire olía a sal y cera derretida; las voces se mezclaban con el crujido de los pergaminos y el murmullo de las olas que llegaba desde el puerto.

Llevaba horas escuchando peticiones. Granos, permisos, disputas triviales por límites o precios. Pero el siguiente hombre que entró no se parecía a los demás. Era un pescador, de piel curtida y barba entrecana, con las manos agrietadas y la espalda encorvada por años de mar. Caminaba con el sombrero entre las manos, los ojos bajos, y al llegar al centro de la sala se arrodilló con torpeza.

“Mi Princesa,” comenzó, la voz tensa, “vengo con una petición...especial…”

Rhaenyra lo observó con atención. “Habla.”

El hombre dudó, las manos apretadas contra el suelo. “Exijo que se castigue a uno de los mercaderes del puerto.”

Un murmullo recorrió la sala. Los escribas se miraron entre sí; uno de los capitanes frunció el ceño. Rhaenyra alzó la mano, pidiendo silencio.

“¿Y por qué habría de castigarse a un mercader, buen hombre? ¿Qué ha hecho?”

El pescador vaciló. Su mandíbula tembló, los ojos buscando cualquier punto donde no tuviera que encontrarse con los de ella.

“Es… difícil de decir, mi Princesa.”

Rhaenyra suavizó el tono. “Prometí escuchar a mi gente. Dilo sin miedo. Nadie aquí te juzgará.”

El hombre respiró hondo. Cuando habló, la voz le salió rota.

“Ese mercader atacó a mi hija.”

El silencio que siguió fue absoluto. Solo el rumor del mar, lejano, llenaba la pausa.

Al principio nadie habló, pero luego vinieron los susurros. Uno de los guardias se removió incómodo. Una mujer del servicio murmuró algo sobre lo tarde que regresaba la muchacha al puerto. Otro, un escriba joven, bajó la vista y murmuró apenas audible: “Seguro lo provocó…”

Rhaenyra los observó a todos. Uno a uno. La expresión en su rostro no cambió, pero el aire pareció volverse más denso.

“¿Su nombre?” preguntó, la voz baja, perfectamente controlada.

El pescador levantó la vista, sorprendido por la calma de su tono. “Se llama Elara, mi Princesa. Tiene quince años.”

“Y el del mercader, si es que lo sabe.”

“Varys Dho. Un forastero llegado hace unos meses con los barcos que traían telas y especias.”

Rhaenyra asintió lentamente, las manos entrelazadas sobre la mesa. Su silencio pesaba más que un grito. Los murmullos cesaron.

“Que la muchacha sea traída. Y el mercader también. Nadie acusará ni defenderá a otro hasta que yo escuche lo ocurrido.”

El pescador se inclinó, con lágrimas contenidas. “Gracias, mi Princesa.”

Rhaenyra lo observó salir, su mirada fija y profunda. En su pecho ardía un tipo distinto de fuego: no el de las batallas, ni el de la venganza política, sino el de la justicia.

Había conocido demasiado bien la crueldad disfrazada de costumbre, y no la permitiría en su isla.

Rhaenyra se quedó quieta después de escuchar al pescador, con la rabia contenida bajo la calma de su porte. Pero en su interior sabía que no quería enfrentar sola lo que estaba por venir. Cerró los ojos y, a través de ese lazo invisible que la unía a Daemon, lo llamó. Ven. Te necesito.

Mientras traían a la joven y al mercader acusado, Brienne se acercó con un cuenco de fruta y pan fresco. Rhaenyra aceptó un poco, probando apenas un par de bocados mientras su amiga permanecía en silencio, firme como un muro a su lado. Los susurros seguían recorriendo la sala, cargados de prejuicios y juicios prematuros, pero la Princesa no apartó su atención de la mesa, esperando.

El murmullo de pasos firmes anunció su llegada antes de que la puerta se abriera. Daemon apareció, el gesto tenso, los ojos buscándola de inmediato. Avanzó hasta su lado con el ceño fruncido, y sin importar quién los observaba, posó su mano sobre la suya, como si quisiera anclarla a la tierra.

“Rhaenyra,” dijo en voz baja, inclinándose apenas hacia ella. “¿Qué ocurre?”

Ella lo miró, y en su rostro se mezclaba la calma forzada con la tormenta interior.

“Un hombre ha venido a denunciar a un mercader. Dice que atacó a su hija.”

Daemon apretó la mandíbula, la mirada volviéndose tan afilada como una espada.

“Entonces habrá justicia.”

Y con esas palabras, el ambiente en la sala cambió: la expectación creció, como si todos supieran que nada volvería a resolverse como antes, no con la Princesa y el Dragón presentes.

Las puertas se abrieron, y el silencio en la sala fue inmediato.

Primero entró la muchacha. Apenas podía caminar: cojeaba, con un moretón oscuro en la mejilla y marcas visibles en los brazos. Sus ojos estaban rojos, no por falta de sueño, sino por el llanto contenido. A su lado caminaba Ophelia, la sanadora que desde hacía meses se dedicaba al pueblo llano. Con paso firme, la acompañó hasta el centro del solar y la sostuvo cuando las piernas de la joven parecían fallar.

Rhaenyra la miró, y en su pecho ardió una mezcla de compasión y furia. No hizo falta que nadie explicara: las marcas en la piel hablaban más alto que cualquier palabra.

Detrás llegó el mercader. Su andar era seguro, arrogante. Gordo, con la piel sudorosa y la sonrisa torcida, se inclinó apenas, lo suficiente para no parecer insolente, pero sin el respeto que se debía. Sus ojos resbalaron por la sala como si todo le perteneciera.

Un sirviente lo acompañaba cargando un cofre. El mercader lo abrió frente a todos: dentro, brillaban encajes y telas finas de Myr, de un color blanco perlado y con bordados delicados que atrapaban la luz como si fueran plata líquida.

El hombre sonrió, enseñando sus dientes amarillentos

“Una muestra de mi aprecio hacia su Alteza. Y un obsequio para honrar su reciente bendición.”

Rhaenyra no se movió, no cambió la expresión de su rostro. Pero en su interior comprendió de inmediato: no era un regalo, era un soborno. Una arrogancia tan desmedida que el hombre creía poder comprar su silencio con telas y encajes, como si fuera cualquier dama cortesana hambrienta de adornos.

Sus dedos se apretaron sobre la mesa. No habló de inmediato. Dejó que el silencio se hiciera pesado, incómodo, que cada hombre y mujer en la sala comprendiera que ese cofre, en lugar de salvar al mercader, ya lo había condenado.

Daemon, de pie a su lado, observaba en silencio, con la mandíbula apretada.

Rhaenyra desvió la mirada hacia la joven, que respiraba con dificultad, aún sostenida por Ophelia. Y en ese instante, supo que todo lo que dijera sería escuchado no solo por esa sala, sino por toda la isla.

Rhaenyra sostuvo la mirada de la joven, temblorosa.

“Habla, niña. Aquí nadie te dañará.”

La muchacha tragó saliva, con la voz rota.

“Mi señora… él me detuvo en el puerto. Me ofreció ayudarme con las redes, pero cuando dije que no… me golpeó. Me llevó a la fuerza contra la pared y…”

Las lágrimas la ahogaron antes de terminar. Ophelia la sostuvo, acariciándole el hombro, mientras la sala entera contenía el aire.

El mercader soltó una carcajada gruesa que rebotó en las paredes.

“¡Patrañas! Esa mocosa vino a mí con sonrisas y miradas. Con esos harapos que apenas la cubren, se ofrecía como todas. Y ahora quiere hacerme ver como un monstruo porque no consiguió lo que deseaba.”

Los murmullos comenzaron de inmediato: algunos desviaban la vista, otros asentían incómodos, como si dieran crédito a sus palabras.

Rhaenyra se inclinó hacia adelante, con la voz baja, tensa como acero.

“¿Te atreves a interrumpir a tu Princesa?”

El mercader la miró con burla.

“¿Por qué no habría de hacerlo? No soy un esclavo ni un súbdito suyo. ¿Acaso no tiene ojos, Alteza? Estas muchachas siempre buscan lo mismo: un hombre con dinero.”

La indignación recorrió la sala como una ola. La joven rompió en llanto, mientras el pescador, su padre, se arrodillaba golpeando el suelo con la frente, suplicando justicia.

Rhaenyra se levantó de golpe, su voz retumbó como un trueno.

“¡Cállate! ¡No hablarás sin mi permiso!”

El mercader dio un paso al frente, inflando el pecho.

“¿Y qué hará? ¿Quemarme? ¿Cree que puede dar lecciones de virtud cuando todos sabemos…”

No pudo terminar.

Daemon ya estaba de pie, la espada desenvainada en un destello. Su rostro era una máscara de furia.

“¡Basta!”

El filo descendió con un movimiento certero. El grito del mercader se quebró en un alarido atroz cuando su lengua cayó al suelo, ensangrentada.

La sala quedó en silencio absoluto. El hombre se derrumbó sobre sus rodillas, chillando como un animal herido, ahogándose en su propia sangre.

Daemon, con la espada aún levantada, miró a los presentes con la furia de un dragón desatado.

“Así se castiga la insolencia hacia vuestra Princesa.”

Nadie osó replicar. El fuego de las antorchas parecía arder más fuerte, reflejando el brillo del acero aún húmedo en la mano del Príncipe.

Rhaenyra, de pie frente a todos, sintió la rabia correrle por las venas. No había justicia más clara que esa. No la pedida en susurros, sino la impuesta con fuego y sangre.

Su mirada se posó en la joven, que seguía sostenida por Ophelia. Dio un paso hacia ella, su voz sonó firme, pero no dura, más como un manto que como una orden.

“Elara,” dijo, pronunciando su nombre con cuidado. “Mírame.”

La muchacha alzó el rostro, temblorosa.

“Necesito escucharlo de ti. No por duda, sino porque debe quedar escrito. Porque todo aquel que oiga este juicio sabrá por qué cae el castigo que dictaré.” Rhaenyra hizo una pausa, sosteniendo la mirada de la niña con una calma que invitaba a la verdad. “¿Fue contra tu voluntad?”

Elara tragó saliva, su voz apenas un hilo.

“Sí, mi Princesa. Me golpeó. Me obligó.”

“Necesito que lo digas, dulce niña, ¿a qué te obligo…?”

El silencio se volvió insoportable. Nadie respiraba. Rhaenyra asintió despacio, y el leve movimiento bastó para sellar el destino del hombre en el suelo.

“Él… él…” los sollozos apenas le permitian murmurar. “Me… él me violó.” 

Y fue como si algo dentro de la joven se rompiera, había alivio en su rostro, pero también enojo.

El mercader gimoteaba, la sangre manchando su boca y barba, mientras la sala entera permanecía en un silencio tenso. Los ojos de todos estaban fijos en Rhaenyra, esperando el veredicto.

El mercader gimoteaba en el suelo, la sangre manchando su boca y barba, mientras la sala entera permanecía en un silencio tenso. Los ojos de todos estaban fijos en Rhaenyra, esperando el veredicto.

Ella se puso de pie, con la frente en alto y la voz firme, incluso con Visenya entre sus brazos, su imagen era imponente.

“Este hombre ha mancillado a una niña bajo mi protección. Ha intentado cubrir su crimen con mentiras, con soberbia… e incluso con sobornos. Y ha osado desafiar la autoridad de su Princesa.”

El murmullo de aprobación fue inmediato, aunque contenido. Rhaenyra levantó la mano, imponiendo silencio otra vez.

“Pero vivirá.”

Las palabras sorprendieron a muchos. Incluso Daemon, aún con la espada en la mano, giró hacia ella.

¿Por que? 

“Será castrado, para que nunca más pueda alzar la mano contra ninguna mujer.” La dureza de su voz no dejó espacio a dudas. “Todas las riquezas que trajo a esta isla, sus telas, sus cofres, su oro, serán entregadas a la joven y a su familia. Lo que él robó con violencia será devuelto con justicia.”

El pescador cayó de rodillas, golpeando la frente contra el suelo en gratitud, mientras la joven lloraba en brazos de Ophelia.

Rhaenyra dio un paso adelante, su mirada fija en el mercader que se retorcía en el suelo.

“Será enviado de regreso a Essos, marcado por su crimen, y con la prohibición de volver a poner un pie en cualquier tierra que pertenezca a los dragones. Si osa regresar, su vida será consumida por el fuego.”

El murmullo se transformó en un clamor, algunos horrorizados, otros satisfechos. Pero nadie dudó: se había pronunciado la justicia de la Princesa.

Daemon guardó su espada lentamente, y aunque sus ojos aún ardían de furia, no dijo nada. Había sangre en el suelo, sí, pero también había un precedente claro: en la isla de Rhaenyra, el poder no era excusa para la impunidad.

Rhaenyra regresó a su asiento, con la calma de quien sabe que su voz acababa de sellar algo más grande que un juicio: un principio.

Daemon se giró hacia ella, la mirada aún encendida por la furia.

“¿Y qué hay de la marca?” preguntó, con una emoción apenas contenida. Había algo casi sádico en su tono, un deleite oscuro, el brillo de un dragón que ansiaba fuego.

Rhaenyra lo miró sin vacilar.

“Por supuesto que será marcado.” Su voz fue tranquila, pero cada palabra pesaba como hierro fundido. “Un sello caliente en la frente, como en la antigua Valyria. Que el mundo entero vea su crimen. Que todos sepan quién es y de qué fue capaz. El símbolo de los violadores arderá en su carne, para que nadie lo olvide.”

Daemon sonrió apenas, una sonrisa torcida, peligrosa.

“Será un espectáculo digno de los dioses.”

“Será justicia,” corrigió Rhaenyra.

El mercader, aún en el suelo, soltó un gemido ahogado. Nadie se movió para ayudarlo. Los guardias lo arrastraron fuera, dejando un rastro de sangre sobre las losas.

Rhaenyra se volvió entonces hacia el resto de la sala.

“El resto de las peticiones se atenderán mañana. Por hoy, basta.”

Los murmullos comenzaron, las reverencias se sucedieron, y poco a poco la multitud fue saliendo del solar. Pero Rhaenyra alzó la voz una vez más.

“La joven, su padre y la sanadora Ophelia se quedarán.”

Todos los demás se detuvieron un instante, sorprendidos, antes de inclinar la cabeza y retirarse. Solo quedaron los tres, junto a Daemon y el escriba, que seguía en un rincón, su pluma temblando al registrar cada palabra de la justicia de la Princesa.

El silencio volvió a llenar la sala. El sonido lejano del mar se mezclaba con los sollozos suaves de Elara, aún en brazos de su padre. Rhaenyra los observó sin decir nada durante un largo momento. Su mirada, que antes había sido fuego, ahora era pura humanidad.

Daemon permanecía junto a ella, con la espada aún manchada, la respiración lenta. Pero bajo esa calma contenida, brillaba un orgullo salvaje. Había sangre en el suelo, sí, pero también respeto en el aire.

La justicia de los dragones había sido pronunciada.

El silencio tras la partida del resto pesaba como una marea inmóvil. Solo quedaban las antorchas encendidas, el escriba en su rincón, Ophelia con su mirada serena y la joven Elara, temblando entre sollozos.

Rhaenyra se levantó lentamente y descendió los escalones que separaban su trono del suelo. Cada paso resonó en la piedra con un eco suave. Cuando llegó frente a ellas, se inclinó un poco, lo suficiente para que sus ojos quedaran a la altura de los de la muchacha.

“Ya no tienes por qué temer, Elara.” Su voz, antes dura como el acero, se volvió cálida, casi maternal. “El hombre que te hizo daño no volverá a tocarte, ni a ti ni a ninguna otra. Y si alguien intenta avergonzarte por lo ocurrido, me lo dirás. Nadie bajo mi techo se atreverá a culpar a la víctima.”

Elara asintió con torpeza, el llanto haciéndole difícil respirar. Rhaenyra la observó un momento antes de volverse hacia Ophelia.

“Quiero que te asegures de que se recupere completamente. Su cuerpo y su mente.”

Ophelia inclinó la cabeza. “Lo haré, mi Princesa.”

Rhaenyra respiró hondo. La decisión siguiente era más pesada, pero sabía que debía decirla. Volvió su mirada a la joven, con ternura, pero sin ocultarle la verdad.

“Y si… de ese ultraje llegara a surgir un niño, tú decidirás qué hacer. Nadie más.”

Elara levantó la vista, sorprendida.

“Si deseas deshacerte de él, serás llevada a las Islas del Verano, donde el proceso podrá cumplirse con seguridad. Nadie te juzgará, y podrás regresar aquí cuando estés lista.”

La joven se cubrió la boca con las manos, el temblor recorriéndola entera. Rhaenyra dio un paso más, posando su mano sobre la de ella.

“Pero si decides conservarlo, tendrás mi bendición. El hijo no cargará con la culpa del padre. Crecerá protegido, bajo mi mirada.”

Elara comenzó a llorar, esta vez no solo de miedo, sino de desahogo. Su respiración se quebraba, como si de pronto entendiera la magnitud de lo que le había ocurrido, y de lo que aún podía venir.

Rhaenyra se inclinó un poco más y la abrazó con suavidad, sosteniéndola mientras la muchacha temblaba en sus brazos.

“No estás sola, Elara. No lo estarás, sin importar lo que decidas.”

Las palabras quedaron suspendidas entre ambas, cálidas, firmes, selladas por la promesa de una reina que no solo mandaba sobre dragones, sino sobre los corazones de su gente.

Daemon, que observaba desde las sombras, no dijo nada. Pero en sus ojos, el fuego se había calmado. Esa era la razón por la que él la seguía: no solo porque era su esposa, ni porque tenía el fuego de los dioses, sino porque era capaz de mirar el dolor humano sin apartar la vista.

Cuando la sala quedó vacía, Rhaenyra respiró profundamente, cansada, con la voz ronca por el peso de lo dictado. Daemon se acercó sin hacer ruido, su presencia llenando el espacio como una sombra protectora.

“Ya basta por hoy,” dijo en voz baja.

Rhaenyra asintió. “Sí. Hoy basta.”

Él extendió una mano y la ayudó a ponerse de pie. Sin necesidad de hablar, caminaron juntos por los pasillos del palacio, hasta sus aposentos. El sonido del mar los seguía a lo lejos, como un eco constante que parecía latir con ellos. Daemon tomo en sus brazos a Visenya. La pequeña movía las manitas con energía, y al verlo, soltó un balbuceo que arrancó a Daemon una sonrisa sincera, la primera desde hacía días.

“Ah, mi pequeña dragona,” murmuró, tomándola con cuidado. “Tu madre impone justicia, y tú ni lo sabes.”

Rhaenyra lo observó mientras se dejaba caer sobre un sillón, agotada.

“¿Terminaste con los Rogare?”

Daemon asintió, balanceando a la niña con naturalidad.

“Por ahora. Los hombres hablan más cuando se les quita el oro y se les deja solo con miedo.”

“¿Qué has descubierto?”

Daemon se acercó y se sentó frente a ella, su tono volviéndose más serio.

“Mucho más de lo que esperaba. Los Rogare no son simples comerciantes. Han extendido su influencia por todo Essos. Controlan rutas, templos, y más de un puerto. No solo venden, Rhaenyra. Compran voluntades. Son un banco, casi tan grande como el Banco de Hierro de Braavos, desean desesperadamente superarlos.”

Ella lo miró con atención. “¿Y qué buscan de nosotros?”

Daemon sonrió con frialdad.

“Lo mismo que todos: poder. Quieren que la sangre de los dragones respalde su dominio. Les aterra nuestra independencia… y la idea de que la Fe resurja en Poniente sin su control… pero sobre todo, les aterra nuestra alianza con Braavos, cada gota de poder que le damos a Braavos es una que le quitamos a los Rogare.”

Rhaenyra frunció el ceño, pensativa. “¿Y cómo piensan conseguirlo?”

Daemon bajó la vista hacia Visenya, que en ese momento estiraba los dedos y tomaba un mechón de su cabello plateado.

“Con oro, promesas… y aliados. Dijeron nombres, algunos de Volantis, otros de Pentos. Pero uno se repite.”

Rhaenyra lo miró fijamente. “¿Quién?”

Daemon la observó un instante antes de responder.

“Laenor Velaryon.”

El nombre quedó suspendido en el aire. Rhaenyra sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Daemon besó la frente de su hija y agregó, con una voz tan suave que dolía oírla.

“Tu antiguo prometido parece haber olvidado quién le salvó la vida… y con quién compartió su sangre.”

Rhaenyra apretó los labios, el fuego en su pecho volviendo a encenderse. Pero esta vez no habló.

Solo miró a su hija, dormida en brazos de su padre, y supo que la calma de ese momento sería breve. Muy pronto, volvería la guerra.

Rhaenyra permaneció en silencio, observando a Daemon mientras acunaba a Visenya con una calma engañosa. Sabía que tras esa serenidad había fuego. El tipo de fuego que no se apagaba con palabras.

Daemon jugueteó con los dedos de su hija, sonriendo apenas.
“¿Sabes qué fue lo más interesante de mi conversación con los Rogare?”

Rhaenyra alzó una ceja. “Sorpréndeme.”

“Descubrí que tienen sangre más podrida de lo que aparentan.” Se recostó un poco en la silla, aún sosteniendo a la niña. “Entre los nombres que mencionaron, uno me resultó… familiar. Una mujer, una prima por parte de su madre. Una bastarda, según ellos, aunque no la trataban como tal. La describieron con orgullo, decían que tenía belleza y ambición en igual medida.”

Rhaenyra lo observó, comprendiendo lentamente a dónde iba.

“La mujer de Lys,” murmuró.

Daemon asintió, con una sonrisa que era casi un filo.

“La misma que intentó envenenarte. La misma que creyó que podría seducirme.”

Hubo un destello de placer cruel en su mirada.

“Sus queridos primos me preguntaron por ella. Querían saber si seguía viva, si había logrado escapar. Les conté la verdad, con todos los detalles.”

Rhaenyra lo miró sin pestañear. “¿Y qué dijiste?”

Daemon bajó la vista hacia su hija, la voz grave, pero teñida de satisfacción.

“Les conté cómo cada soldado de nuestra isla tuvo un turno con ella. Cómo dejó de gritar al amanecer. Y cómo murió, días después, pariendo un monstruo sin rostro ni alma.”

Rhaenyra no apartó la mirada. No lo interrumpió. Sabía que aquello no era simple crueldad; era una advertencia.

Daemon levantó la cabeza y la miró directo a los ojos.

“Les hablé de eso con una sonrisa, Rhaenyra. Porque quería que entendieran lo que ocurre cuando alguien toca lo que es nuestro.”

La Princesa se inclinó levemente hacia adelante.

“Y lo entendieron, ¿verdad?”

Daemon sonrió, esa sonrisa suya, fría y peligrosa.

“Sí. Los vi palidecer. Uno de ellos vomitó. Creo que comprendieron perfectamente.”

Rhaenyra lo observó un momento más, sin decir palabra. Luego, lentamente, se levantó del asiento y se acercó a él. Acarició la cabeza de Visenya, que dormía tranquila entre ambos, y luego levantó la mirada hacia su esposo.

“Entonces has hecho bien,” dijo con calma. “Que sepan que los dragones no olvidan. Ni perdonan.”

Daemon la observó en silencio, y durante un instante, el brillo salvaje de su mirada se suavizó.

“Por eso te amo,” murmuró.

Rhaenyra se inclinó y besó la frente de su hija, su voz apenas un suspiro.

“Y por eso el mundo nos teme.”

El rugido retumbó en toda la isla antes de que el amanecer terminara de romper el horizonte.

Desde los balcones del palacio, Rhaenyra y Daemon lo vieron cruzar el cielo: un coloso negro que cubría el sol con sus alas. Caníbal regresaba. Su vuelo era pesado, majestuoso, y cuando descendió, la tierra misma pareció vibrar. No se dirigió al palacio ni a la playa. Voló hacia el norte, hacia las montañas más altas y áridas de la isla. Allí, tras dar varias vueltas, se posó y comenzó a remover piedra, tierra y restos de lava seca.

Daemon entrecerró los ojos, observando la escena con una mezcla de respeto y cautela.
“Está haciendo un nido.”

Rhaenyra asintió, la mirada fija en la distancia. “Entonces ha decidido quedarse.”

El silencio que siguió fue solemne. Era una promesa y una advertencia a la vez. Un dragón como Caníbal no se quedaba en ningún lugar sin razón.

Daemon fue el primero en romperlo. “Deberíamos matar a los Rogare.” La frase fue seca, directa, sin disimulo. “A todos. Antes de que intenten jugar otra carta. Ya les he escuchado lo suficiente.”

Rhaenyra giró lentamente hacia él. Su expresión no era de sorpresa, sino de firmeza.

“No.”

Daemon la observó en silencio. El fuego que lo caracterizaba brilló en sus ojos.

“No puedes protegerlos, Rhaenyra. Son una plaga. Compran voluntades, venden mentiras, y en cuanto recuperen su oro, intentarán destruirnos.”

Rhaenyra cruzó los brazos. “No los protejo. Los uso.”

Daemon arqueó una ceja. “¿Usarlos?”

“Sí.” Caminó hacia la mesa, donde los mapas de las islas estaban extendidos. “Ser Lorent me contó algo que tú ya sabías, pero no lo mencionaste. Los Rogare tienen esclavos. Y entre ellos hay hombres de mi padre. Soldados de la Guardia Real, de la Fortaleza Roja. Hombres leales que fueron capturados y vendidos.”

Daemon la miró fijamente. “Y qué pretendes hacer con esa información.”

“Un intercambio,” respondió ella con calma. “Sus hijos, por nuestros hombres.”

La expresión de Daemon cambió, la furia dando paso a una curiosidad peligrosa. “¿Hablas de los hijos de Lysandro Rogare?”

Rhaenyra asintió. “Sí. Son su orgullo y su debilidad. Si los conservamos, lo haremos bajo el fuego de un acuerdo. Y cuando nuestros hombres regresen, entonces decidiremos el destino de los Rogare. Estoy bastante segura de que su oro nos ayudara mucho para nuestros planes sobre tu compañia de mercenarios…”

Daemon apoyó ambas manos sobre la mesa, observándola con esa mezcla de deseo y respeto que solo ella podía provocarle.

“Si fuera otro quien me propusiera esto, diría que es una locura. Pero tú…” Sonrió apenas. “Tú haces que la locura suene razonable. ”

Rhaenyra lo miró de reojo. “No es locura. Es control.”

Daemon asintió, la sonrisa tornándose más seria.

“Entonces comenzaré a planearlo. La reunión será en el fuerte del norte, donde tenemos a sus hombres prisioneros. E intentare ver si consigo más información… los mantendre en el fuerte, la torre sur… allí nadie los escuchará gritar si intentan algo.”

Rhaenyra lo miró, la voz baja, segura.

“Hazlo.”

Daemon tomó su mano y la besó con un aire de reverencia oscura. “Entonces que los dioses valyrios sean testigos. Será una reunión… inolvidable.”

Rhaenyra observó el horizonte una vez más, donde Caníbal descansaba entre las montañas, inmenso, vigilante.

“Sí,” murmuró. “Lo será.”

El sol comenzaba a descender, bañando la isla en tonos dorados y rojizos cuando Rhaenyra recibió a Gerardys en la galería alta del palacio. El médico se inclinó con respeto, sosteniendo una carpeta de pergaminos y pequeños frascos etiquetados con precisión.

Rhaenyra lo miró con detenimiento. “¿Todo está en orden?”

“Sí, mi Princesa,” respondió Gerardys, con una sonrisa leve. “Nadie en la isla presenta signos de enfermedad. Ni siquiera los niños que estuvieron en contacto con el pequeño Joffrey. El mal que lo aquejaba se ha disipado por completo. Está fuerte otra vez.”

Rhaenyra asintió, una sombra de alivio cruzando su rostro. “Eso me alegra.”

Gerardys continuó con el tono calmo de quien se ha preparado bien.

“He completado mis estudios con Shanara y con Myrana. Ambas me enseñaron más de lo que podría aprender en diez años en la Ciudadela. He clasificado los venenos conocidos y sus antídotos. De Lys, de Volantis, de Qarth, de Pentos… y hasta algunos de los que solo existen en los relatos de los alquimistas de Valyria.”

Rhaenyra lo escuchó con atención, caminando junto a él hasta la terraza, donde la brisa marina agitaba sus cabellos.

“Entonces es hora,” dijo ella finalmente.

Gerardys asintió. “Lo entiendo. Mi partida será esta noche. Mi barco zarpará en silencio y no llevará estandartes ni sellos. Mi nombre no se mencionará, ni mi destino.”

Rhaenyra giró hacia él, mirándolo con una gravedad que lo obligó a sostenerle la mirada.

“Nadie debe saberlo. No hasta que llegues a Desembarco y te hayas ganado un lugar al lado de mi padre. Solo cuando su confianza esté firmemente puesta en ti, solo cuando los maestres te acepten como uno de los suyos, podrás revelar de quién recibiste tus órdenes.”

Gerardys inclinó la cabeza. “Y entonces sabrán que he servido a la heredera legítima del Trono.”

Rhaenyra sonrió con una mezcla de orgullo y tristeza.

 “Sí. Y si todo sale bien, cuando llegue el verano…”

La brisa sopló fuerte, llevando el olor del mar y de las flores nocturnas. Gerardys se inclinó profundamente.

“Por usted, mi Princesa. Y por los dragones.”

Rhaenyra asintió en silencio. Lo observó alejarse por el corredor, con la túnica gris ondeando tras él, hasta desaparecer por las escaleras que llevaban al puerto oculto.

Bajo la luz del crepúsculo, la Princesa se quedó sola unos instantes, mirando hacia el norte, donde el perfil inmenso de Caníbal se recortaba contra el cielo. El dragón dormía sobre su montaña, como una promesa viva.

Rhaenyra apoyó una mano sobre el pretil y susurró, casi para sí misma:

“Que el fuego lo guíe. Y que el mundo recuerde que seguimos ardiendo.”

El cielo se había teñido de carmesí y oro cuando Rhaenyra decidió cenar en la playa. Las antorchas ardían clavadas en la arena, el olor del mar se mezclaba con el de la carne asada y el pan recién horneado. Una brisa cálida mecía su cabello mientras observaba a sus hijos correr descalzos entre las olas.

Aegon jugaba con un pequeño bastón, imitando la forma en que su padre daba órdenes. Cada tanto, Daemon le gritaba algo desde la distancia, dándole instrucciones para que “domara el viento” o “mantuviera la posición de ataque”, mientras el niño reía con el rostro encendido por la emoción.

Más cerca del fuego, Viserys y Aemmon se perseguían entre la espuma, rodando sobre la arena húmeda, bajo la atenta mirada de Tidy y Mirra.

Rhaenyra, recostada sobre una manta, tenía a Visenya dormida contra su pecho. La niña mamaba tranquila, ajena a todo. Su respiración pausada, su calor, la sensación de esa pequeña vida sosteniéndose de la suya, le devolvían una paz que ni la corona ni la guerra habían podido darle.

Daemon se sentó junto a ella, medio abrazándola, el rostro iluminado por la luz del fuego. Su brazo descansaba detrás de ella, protector, pero sus ojos seguían el movimiento de Aegon con orgullo.

“Ya tiene el porte de un comandante,” murmuró con una sonrisa.

 “Y el carácter,” respondió Rhaenyra, sin apartar la vista de su hija. “Solo espero que no herede tu temperamento.”

Daemon rió por lo bajo. “Sería su mejor herencia.”

Detrás de ellos, Brienne y las hermanas Strong conversaban en voz baja, vigilando a los pequeños. Ser Lorent permanecía de pie a unos pasos, siempre a la sombra, sin apartar la vista de su Princesa. Desde aquel día en el solar, parecía incapaz de separarse de ella, como si el juramento que aún no había pronunciado lo atara de forma invisible.

Rhaenyra levantó la mirada hacia el norte. A lo lejos, la montaña donde Caníbal había hecho su nido se recortaba en la penumbra. El dragón había regresado, y con él, algo antiguo y poderoso había despertado.

Daemon siguió su mirada, y el fuego de las antorchas se reflejó en sus ojos.  “Dicen que los Rogare están inquietos. Que no duermen, he asegurado que tengan las celdas… mas incómodas y que los soldados que los vigilan sean los más… habladores.”

Rhaenyra sonrió, apenas, una mueca tranquila, cargada de certeza.

“Despertaron al dragón,” dijo en voz baja. “Ahora aprenderán lo que eso significa.”

Daemon la observó en silencio. En el crepúsculo, con el mar a sus pies, el fuego detrás y la hija de ambos en brazos, Rhaenyra Targaryen parecía una visión: madre, reina y llama viva de un linaje que no conocía rendición.

La brisa arrastró su última palabra hasta perderla en el rugido lejano de Caníbal, que resonó sobre las montañas como un presagio.

“Que sufran,” murmuró Rhaenyra. “El fuego ya ha despertado... No es mi problema si los quema a todos...”

Notes:

Inspiración del collar de Rhaenyra: https://i.pinimg.com/736x/03/c6/63/03c663302bff20fd19065c39ad74ce74.jpg

Hola!

Este capitulo es un poco más corto, pero quería enfocarme en Rhaenrya, de quien no hemos tenido muchos Povs ultimamente, y porque la siguiente parte es desde el POV de los Rogare.

Rhaenyra, que finalmente tiene a su propia hija, su sueño cumplido, y que desea mantener a su lado, temerosa de que desaparezca.

En este momento nuestra princesa esta dandose cuenta de que hay mas amenazas a las que casi no les ha prestado atención... y el razonamiento del porque aun no han regresado a Poniente comienza a revelarse en mas detalle.

Ahora... no se si han notado, intento mantenerme fiel al tiempo de los viajes, con todos menos con Daemon, y eso tiene una razón, pero en general intento ser coherente con ello, y por eso es que tambien esta historia esta durando tanto, si, Daemon viaja de un lado a otro, a veces Rhaenyra, pero son la excepcion y no la regla, he usado este sitio web: https://gameofthronesalterrp.foroactivo.com/t172-distancias-y-tiempos-de-viajes
para mantener coherente el tiempo de viaje y espero que eso les de sentido de porque suceden ciertas cosas en ciertos momentos.

Las islas del Verano estan super cerca de la isla Prumia, como... medio día de viaje en barco, apenas un par de horas en dragón, pero Daemon ha creado toda una ruta en la que desvian a los barcos y da la sensación de que son días de viaje, Los Rogare, sin embargo, descubrieron esto y de ahí que lograran llegar tan rapido.

Pero a lo que voy con esta explicación: Harwin ya esta camino a Kinglsanding... pero Gerardys tambien, y aunque salieron en tiempos diferentes, llegaran casi igual, y todo depende enteramente de la ruta por la que van.

Y quiero adelantarles esto porque, notaran en los siguientes capitulos ese detalle y no quiero que piense que Gerardys puede volar o... ya veran a lo que me refiero.

De la isla Prumia a Kingslanding es un mes en barco, si todo va bien, y mes y medio si no, pero por los desvios que Daemon los hace tomar... pueden ser 3 meses en barco. A lomos de dragón... son solo 5 días.

Pero bueno, eso es todo en explicaciónes necesarias por que la autora de repente no sabe incluirlo en la historia de manera natural, jeje.

La verdad esta semana tuve poco tiempo para escribir, pero decidí ser totalmente indulgente conmigo misma y de ahí que la primera parte sea casi pura dulzura... pero quería enseñar tambien como maneja Rhaenyra su isla, como es ella como gobernante.

¿Opiniones del capítulo?

Chapter 30: El Deseo de un hombre pequeño I

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lysaro Rogare

El mar se extendía en todas direcciones, turquesa bajo la luz del sol, de aguas tan cristalinas que Lysaro podía ver los peces de colores que nadaban entre los corales. 

Las velas blancas de la flota Rogare hinchadas por el viento parecían anunciar su grandeza al oceano.

Apoyado en la baranda del castillo de popa, Lysaro se pasó una mano por el cabello platinado, acomodando con cuidado un mechón rebelde de su cabello platinado. Sonrió, satisfecho del reflejo que le devolvía el agua, y dejó que sus ojos recorrieran la cubierta como un rey inspeccionando su corte.

“No estamos lejos ya” dijo, sin mirar a nadie en particular, aunque alzando la voz lo justo para que todos lo escucharan. “La Princesa Targaryen no podrá ignorarnos ahora.”

Los marineros fingieron seguir con sus labores, pero más de uno lo observó de reojo. Lysaro se regodeó en ese silencio. Cada gesto suyo, cada palabra cuidadosamente medida, estaban a bordo de una empresa grandiosa, y que él era el elegido para conducirla, era importante que su gente no dudara de su liderazgo.

Servían a los Rogare, quienes tenían sangre de la Vieja Valyria corriendo por sus venas y no había mayor honor.

Un guardia se acercó con cautela. “Mi señor, el viento sopla firme hacia el archipiélago. Llegaremos antes del mediodía a este ritmo, las corrientes también ayudan, son increíblemente fuertes en esta zona.”

Lysaro asintió con un leve gesto, como si el informe fuese apenas un detalle. “Entonces preparen las mejores ropas. Que no digan que los Rogare viajamos como mendigos.” Se inclinó sobre la baranda, los ojos azules brillando al horizonte. “Cuando la Princesa me vea, comprenderá que somos iguales, descendientes de la Antigua Valyria. Y cuando su dragón me mire, sabrá que también hay fuego en mi sangre.”

El hombre se inclinó y se dirigió a los esclavos que rápidamente corrieron a su camarote, tenía que prepararse, su primer encuentro debía ser magnífico, una historia digna de contar a sus hijos.

Hijos que montarían dragones.

El mar estaba en calma, una superficie pulida que reflejaba el cielo como un espejo para cuando termino de arreglarse, Lysaro observaba desde la proa, de pie sobre la madera reluciente de su navío principal, mientras el viento movía apenas los pliegues de su túnica color marfil. Delante, las velas del barco de guía eran apenas un punto sobre el horizonte.

“Demasiado lento” murmuró, con fastidio. “Fredo siempre fue el más prudente. Y la prudencia no conquista dragones.”

No se molestó en ocultar su desprecio. Ser Lorent estaba en cubierta, encadenado y en silencio, sentado junto a los marineros.

Lysaro ni siquiera le dedicó una mirada. Ya no lo necesitaba. El caballero había cumplido su propósito: servir de carnada para atraer la atención de la Princesa. Lo demás era suyo por derecho.

El timonel se acercó con cautela. “Mi señor, el barco que seguíamos ha cambiado de rumbo. Parece dirigirse al sur, hacia la línea de arrecifes, deseo expresar mi preocupación por el rumbo, es demasiado bajo para navegar con seguridad....”

“Síguelo. Mantén la distancia, pero mantendremos el rumbo.”

El hombre asintió y se alejó. Lysaro se volvió hacia el horizonte, el sol brillando sobre su cabello platinado. A veces imaginaba que el mar se abría solo para dejarlo pasar.

Y entonces la luz cambió.

Una sombra se deslizó sobre las olas, vasta, oscura, silenciosa. Los gritos de los marineros lo sacaron del ensueño, y cuando alzó la vista, el corazón se le detuvo un instante.

Un dragón.

Negro como la noche, cruzaba el cielo con alas tan amplias que eclipsaban al sol. La distancia lo hacía parecer un espejismo, pero no lo era. El batir del aire, el rugido lejano, el temblor del mar, todo lo confirmaba.

“Por los Dioses…” susurró uno de los marineros.

Lysaro, sin apartar la mirada, sonrió. “Por los dioses, no. Por mí.”

El dragón avanzaba hacia el oeste, y el barco, pequeño e insignificante, parecía seguir un rumbo similar. Lysaro se apoyó en la baranda, los dedos tensos. Podía sentir el llamado en la sangre, un fuego antiguo agitándose en sus venas.

“Síguelo.”

“¿Mi señor?”

“Al dragón. Seguid su sombra.”

Los hombres se miraron, indecisos. Uno intentó murmurar algo sobre prudencia, sobre los vientos, pero Lysaro levantó una mano, y el gesto bastó para silenciarlo.

“Ese dragón es mío” dijo con voz tranquila, como quien anuncia un hecho inevitable. “Y el mundo recordará el día en que la sangre Rogare finalmente obtuvo lo que le pertenece.”

El barco giró lentamente, siguiendo la estela del dragón que cruzaba el cielo.

Por un instante, la sombra de la bestia pasó sobre las velas y el mar pareció volverse de plata.

El viento era suave, cálido, y el agua tan clara que podían verse los cardúmenes moviéndose bajo la superficie.

Las islas se alzaban a la distancia, rodeadas de espuma blanca, y por un momento el paisaje parecía una pintura: playas de arena pálida, palmeras dobladas por la brisa, montañas que relucían como vidrio bajo el sol.

Lysaro se inclinó sobre la baranda, fascinado por lo que veía.

Nunca había visto un mar tan hermoso.

El agua era turquesa, casi transparente, y el aire olía a sal y a flores.

Hasta el murmullo del viento parecía tener ritmo.

Pero a medida que se acercaban, el color cambió.

El turquesa se volvió más profundo, más denso, y la corriente empezó a moverse con una fuerza extraña.

Las olas, antes suaves, golpeaban el casco con una cadencia irregular.

El barco comenzó a mecerse con brusquedad, y el aire se volvió más pesado, cargado de humedad.

El timonel gritó una orden, y los marineros corrieron a asegurar las velas.

El sonido de la madera crujiendo se mezcló con el rugido del agua chocando contra las rocas.

Delante, las islas rocosas se alzaban como murallas oscuras.

Los arrecifes asomaban entre la espuma, invisibles hasta que era demasiado tarde.

La arena blanca que había admirado desde lejos ahora brillaba con un resplandor casi antinatural, y el mar que la rodeaba se movía con una fuerza que no parecía venir del viento, sino de la propia tierra.

El paisaje era hermoso, sí, pero no había calma en su belleza.

Era la belleza de algo vivo, indomable, y Lysaro lo sintió incluso sin querer admitirlo.

El mar se tornó más salvaje conforme se acercaron a la isla.

Las olas chocaban contra el casco con una fuerza que hacía crujir la madera, y el aire estaba cargado de sal, espuma y gritos. Los arrecifes asomaban como cuchillas bajo la superficie, invisibles hasta el último segundo.

“¡Izad las velas de babor! ¡Enderezad el rumbo!” gritó Lysaro desde la proa, empapado hasta los huesos cuando una ola chocó con tanta fuerza que se elevó sobre el mástil. Su voz se perdía entre el ruido de las olas y el rugido del viento.

Los marineros no lo obedecían. Corrían de un lado a otro, siguiendo las órdenes del timonel que intentaba, con desesperación, mantener el barco a flote gritando órdenes sin sentido. “¡Por estribor, maldita sea! ¡Rezad que no toquemos fondo!”

“¡Dije babor!” rugió Lysaro, golpeando la baranda con el puño. “¿Acaso no escuchan a su señor?”

Pero nadie lo escuchaba. El timonel giraba el timón en sentido contrario al que él había indicado, los marineros cortaban las cuerdas de una vela rota para evitar que arrastrara el mástil, y el barco se inclinaba peligrosamente hacia un costado.

Lysaro no veía solo desobediencia. Veía incompetencia.

“¡Imbéciles!” gritó, caminando de un extremo al otro, el cabello platinado pegado a la frente. “¡Ni siquiera sabéis servir a un Rogare! ¡Si naufragamos, os haré azotar hasta que aprendáis a remar con los dientes!”

Una ola gigantesca se levantó a babor y cayó sobre la cubierta, arrancando una cuerda y lanzando al suelo a dos hombres. El barco se estremeció, y por un instante pareció que el mar los engulliría.

El timonel, jadeando, gritó a los hombres en la jarcia. “¡Aseguren el mástil! ¡Desviad el rumbo, rápido!”

“¡Enderezadlo!” rugió Lysaro furioso por la incompetencia de sus hombres.

Y, sin embargo, el barco siguió adelante. Los marineros maniobraban por instinto, ignorando sus gritos, guiados por la experiencia y el miedo.

Lysaro respiraba con fuerza, el pecho agitado, convencido de haber domado la furia del mar. Se enderezó, echó hacia atrás el cabello mojado y levantó el mentón con una sonrisa satisfecha.

“¿Lo veis?” dijo, extendiendo los brazos. “Nada puede detenernos. Ni el mar, ni los dioses, ni el destino.”

A sus espaldas, el timonel exhaló un suspiro de alivio mientras los arrecifes quedaban atrás.

Pero Lysaro no vio las manos ensangrentadas de los hombres, ni las sogas rotas, ni el mástil inclinado.

Solo vio su triunfo reflejado en las aguas turbulentas.

El mar se calmó poco a poco al cruzar los arrecifes, pero Lysaro apenas lo notó. Su mirada estaba fija en el horizonte, donde las montañas se alzaban como dientes oscuros y, sobre ellas, el dragón.

La bestia cruzaba el cielo con un vuelo majestuoso, tan vasto que por momentos cubría el sol. Cada batir de sus alas hacía vibrar el aire, y el sonido, más que un rugido, era un llamado. Lysaro lo sintió en la sangre, como un pulso antiguo que respondía desde lo más profundo de su ser.

“Ahí estás…” murmuró con una sonrisa que era casi una reverencia. “Mi destino.”

El barco avanzaba lentamente por el canal entre las montañas, el mar estrechándose a ambos lados. Las sombras caían sobre la cubierta, bañándolo en oscuridad intermitente. Los hombres miraban hacia arriba con miedo, pero Lysaro no apartó la vista. Donde ellos veían muerte, él veía gloria.

En su mente, la escena se desplegó con claridad, tanta que casi podía saborearla…

Él, descendiendo del barco envuelto en sedas marfil, el cabello brillando al sol. El dragón aguardando en la orilla, inclinando su cabeza ante él como ante un igual. La multitud de isleños cayendo de rodillas al presenciar la unión de sangre antigua con fuego eterno.

Y después, ella.

La Princesa Rhaenyra.

La imaginó esperándolo al pie del dragón, el cabello de plata suelto sobre los hombros, los ojos violeta fijos en él. Lo recibiría con un gesto de asombro, comprendiendo al instante quién era, reconociendo en su porte y su mirada la grandeza valyria.

Ella extendería una mano.

Y él, aún montado sobre el dragón, se inclinaría para tomarla.

Juntos volverían a la gran ciudad. Su padre los esperaría en la sala del consejo, incrédulo. Y Lysandro Rogare caería de rodillas ante su hijo, el nuevo jinete de dragón, el nuevo príncipe de la sangre antigua.

“Mi hijo…” diría, con lágrimas de orgullo. “El heredero que superó a su padre. Mi orgullo…”

Lysaro se permitió una carcajada suave, saboreando la dulzura de la fantasía.

El viento agitó las velas, y las montañas se cerraron en torno a la embarcación. La sombra del dragón volvió a cubrirlos, tan cerca esta vez que el aire olía a ceniza. Los hombres se agacharon instintivamente, pero él permaneció inmóvil, con el rostro alzado y los ojos entornados, maravillado.

“Pronto” murmuró, casi en éxtasis. “Pronto volaré sobre ti, y me reconocerás.”

El dragón rugió entonces, un sonido tan poderoso que las montañas mismas parecieron responderle. El barco se estremeció, los hombres gritaron y el timonel juró que las aguas hervían.

Lysaro no sintió miedo.

El canal se abría hacia una amplia ensenada, donde el mar se tornaba turquesa bajo el sol. Las montañas los roderon, y el barco, maltrecho pero entero, comenzó a internarse en aguas más tranquilas.

Lysaro, de pie sobre la cubierta, entrecerró los ojos contra el brillo del mediodía. A lo lejos, una franja de arena blanca relucía como un espejo, y sobre ella, siluetas diminutas se movían con prisa.

“Gente” murmuró uno de los marineros.

Lysaro levantó un catalejo, impaciente, y lo apoyó en el borde de la baranda. Las figuras se hicieron más nítidas entre la neblina del calor. Había movimiento en la playa, gente corriendo, veía soldados con capas rojas… y en medio de ellos, un destello lo dejó inmóvil.

Cabello platinado.

El reflejo del sol sobre una melena tan blanca con destellos de oro y plata, que casi dolía mirarla.

Por un momento, olvidó respirar.

“Ah…” dejó escapar, fascinado. “Así que es cierto.”

Había escuchado las canciones. Los rumores hablaban de la belleza imposible de la heredera del Trono de Hierro: de su piel como la luna, de su fuego indómito, de su poder. Decían que había conquistado cielos y voluntades por igual, que los hombres se arrodillaban ante su mirada y los dragones respondían a su voz.

Había escuchado canciones enteras dedicadas únicamente a su cabello, al destello de plata y oro, como si los metales hubiesen decidido fundirse para adornar y coronar la cabeza de la Princesa desde el día que nació. Nadie tenía un cabello igual… y ahora lo presenciaba.

Lysaro había escuchado esas historias riendo, seguro de que eran exageraciones de poetas desesperados. Pero ahora, viendo aquel brillo en la playa, comprendió, o creyó comprender, que ninguna palabra bastaba para describirla. Finalmente sabría si todos esos rumores y canciones eran ciertos.

“¿La veis?” preguntó en voz baja, sin apartar el catalejo. “Cabello de plata. Piel clara. La sangre de dragones.”

El marinero más cercano asintió con cautela, aunque sus ojos estaban fijos en el cielo, temiendo que el dragón atacara .

Lysaro sonrió, deleitándose con la idea.

“El mar, el fuego y el cielo. Todos ellos se inclinan ante ella… pero aún no me ha visto.”

Bajó el catalejo lentamente, con una expresión entre curiosidad y deseo.

“Dicen que es hermosa” murmuró. “Aunque la belleza se marchita. Lo que no se apaga es el poder. Y ese…” sus labios se curvaron en una sonrisa segura, “ese puede compartirse.”

Los hombres lo miraron sin entender, pero Lysaro ya no estaba con ellos. Su mente estaba en la orilla, entre la arena y el brillo de un cabello que parecía llamarlo.

El barco siguió avanzando, arrastrado por las corrientes, mientras el dragón negro giraba alto en el cielo, invisible tras las nubes.

El barco avanzaba lento entre las aguas claras que rodeaban la isla. A cada metro, el paisaje se hacía más nítido: las rocas negras, la arena blanca, las figuras que corrían en la playa frente a un gran palacio. Lysaro volvió a alzar el catalejo, impaciente, con el corazón palpitando en su pecho.

Allí estaban.

Dos figuras de cabello platinado.

Por un instante, creyó que la visión era un espejismo. Pero no: el hombre sostenía a la mujer en brazos, avanzando por la arena con paso urgente. El sol arrancaba destellos plateados de su cabello. El contraste era hermoso, casi simbólico: fuego y luna, poder y fragilidad.

“La Princesa.”

Su voz fue un susurro reverente.

Y entonces, como si una revelación divina le atravesara la mente, Lysaro lo entendió al ver a la mujer hacer una mueca de dolor, un grito escapando de sus labios que hizo eco en las montañas.

“El Príncipe Rojo.”

El corazón de Lysaro dio un vuelco.

Bajó el catalejo, mirando hacia el cielo donde aún se adivinaba la sombra del dragón negro, girando perezosamente sobre las montañas. Todo encajaba.

Durante semanas había escuchado rumores contradictorios: algunos decían que la Princesa Rhaenyra se había ocultado en las Ciudades Libres; otros, que había sido secuestrada por su tío, el Príncipe Rojo, un hombre depravado que buscaba usurparle el trono y engendrar herederos para sí.

Fredo siempre había reído de aquellas historias. “Tonterías de marineros,” decía con su voz cansada. “Nadie puede mantener cautiva a una Targaryen. No con un dragón de su lado.”

Pero Lysaro sabía que su hermano estaba equivocado.

Las mujeres eran criaturas débiles, dóciles, incluso con un dragón, la princesa era una dama delicada como la flor más pura y no tendría forma de luchar contra su tío, un hombre endurecido por la guerra, cruel y loco.

En su mente, los fragmentos dispersos de los rumores se unieron en una verdad perfecta: Rhaenyra Targaryen era prisionera, retenida en una isla por su tío. Y él, Lysaro Rogare, había sido elegido para liberarla.

Sonrió con la serenidad de un hombre tocado por los dioses.

“Por fin,” murmuró. “Por fin, la historia me llama.”

El marino más cercano lo miró sin comprender, pero Lysaro no le prestó atención.

“¡A las armas!” gritó, girando hacia la tripulación. “¡Preparaos para desembarcar! ¡El Príncipe Rojo está ahí, en la playa! ¡Tiene cautiva a la Princesa Rhaenyra, la heredera del fuego! ¡Y hoy, los Rogare romperán sus cadenas!”

Los hombres se miraron, confusos, entre el miedo y la incredulidad.

“¡No os quedéis quietos!” insistió Lysaro, extendiendo un brazo hacia el cielo, donde la sombra del dragón negro se deslizaba entre las nubes. “¡El dragón mismo nos guía! ¡Ese fuego no viene a destruirnos, sino a unirse a nosotros!”

El barco viró hacia la orilla, obedeciendo más al impulso del viento que a las órdenes erráticas del joven.

Lysaro apenas respiraba. En su mente, ya se veía pisando la arena, enfrentando al infame Príncipe Rojo, tomando el mando del dragón negro para liberar a la mujer más poderosa del mundo.

Su padre lo llamaría un héroe.

Los poetas escribirían su nombre junto al de los Targaryen.

Y la Princesa, agradecida y maravillada, le ofrecería su mano.

Fredo había dudado de él.

Pero Fredo no tenía fuego en la sangre.

El viento agitó su cabello plateado mientras extendía el brazo hacia el cielo, donde una sombra gigantesca se movía entre las nubes, descendiendo lentamente.

“El dragón negro… ¿lo veis? ¡Incluso los dioses me favorecen! Ese será mi estandarte. ¡Yo reclamaré su fuego y lo usaré para acabar con el Príncipe Rojo!”

El timonel abrió la boca para protestar, pero Lysaro no lo dejó hablar.

“¡Virad a babor! ¡Llevadme a la playa! ¡Ningún hombre que tema al infierno merece seguir a un Rogare!”

Los marineros obedecieron a medias, confundidos y aterrados, mientras el barco viraba entre las olas. Algunos apretaban los dientes, otros murmuraban plegarias.

Lysaro, ajeno al miedo de los suyos, ya vivía en su propia gloria. Se imaginó desembarcando entre el rugir de los dragones, con su espada desenvainada, mientras el dragón negro descendía del cielo para reconocerlo. Vería al Príncipe Rojo caer ante sus pies, derrotado.

Y entonces, él mismo, Lysaro Rogare, pondría de rodillas al mundo.

La Princesa lo miraría con lágrimas de gratitud. Le daría su mano, su nombre, su trono.

Y los dragones… los dragones finalmente pertenecerían a los Rogare.

El casco del barco chocó contra la arena con un sonido seco. El golpe lo hizo tambalear, pero Lysaro se sostuvo con firmeza, la mirada fija en la playa que se abría ante él como un campo de gloria.

“¡Desembarquen!” ordenó, con una voz que temblaba entre el fervor y la euforia.

Los primeros hombres saltaron al agua, las ollas llegando hasta la cintura, arrastrando las cuerdas y las rampas, bajo un cielo teñido por la sombra del dragón que giraba sobre ellos. Los gritos resonaban por todas partes; algunos soldados en la playa corrían hacia la costa, otros se replegaban, y entre ellos Lysaro creyó distinguir el brillo del cabello platinado de la mujer.

“¡A por él!” bramó, señalando hacia el hombre que cargaba a la Princesa. “¡Protegedla! ¡Matad al traidor!”

Las flechas comenzaron a silbar. Los hombres de Lysaro respondieron con disparos erráticos, confundidos, sin saber a quién enfrentaban. El aire olía a sal, sangre y humo, y el estruendo del mar se mezclaba con el rugido del dragón.

El dragón.

El corazón de Lysaro martillaba en su pecho. Allí estaba, posándose entre las montañas con un estrépito que sacudió la arena. Sus alas se extendieron como un eclipse, el calor que emanaba de su cuerpo era tan abrasador que las olas cercanas hervían.

“Es mío,” susurró Lysaro, casi sin voz.

No escuchó a sus hombres gritar, ni al timonel suplicar que retrocedieran. No vio cómo los soldados del Príncipe Rojo comenzaban a descender por los acantilados. Solo caminó hacia adelante, con la mirada fija en el coloso que respiraba fuego.

El suelo temblaba bajo sus pasos.

Cada vez que el dragón exhalaba, el aire se volvía más espeso, más caliente. Lysaro alzó el brazo para cubrirse el rostro, pero siguió avanzando.

El dragón giró la cabeza hacia él.

Ojos verdes, inmensos, se clavaron en su figura diminuta. Lysaro sonrió, como un devoto ante su dios.

“Soy Lysaro Rogare,” dijo en voz alta, con el pecho erguido. “Descendiente de Valyria. ¡He venido a reclamar lo que me pertenece!”

El dragón no respondió. Solo exhaló, y el viento ardiente lo golpeó como una ola. La arena le cortó la piel, el calor le arrancó el aire de los pulmones. Pero siguió caminando.

“¡Obedéceme!” gritó, extendiendo una mano temblorosa hacia las escamas negras. “¡Soy de tu sangre!”

Su piel rozó la criatura.

El dolor fue inmediato, insoportable.

Un sonido ahogado escapó de su garganta cuando su mano se cubrió de ampollas al instante, la carne chisporroteando. El olor a piel quemada se mezcló con el del azufre, y cayó de rodillas, gritando.

El dragón lo miró apenas un segundo más… y luego lo ignoró.

Giró su cabeza con indiferencia y rugió hacia el cielo, sacudiendo la tierra y el alma de todos los presentes.

Lysaro cayó hacia atrás, jadeante, con el rostro empapado de sudor y lágrimas. A través del ruido, escuchó gritos.

“¡Allí! ¡El intruso!”

Soldados de capa roja corrían hacia él. Intentó levantarse, pero el cuerpo no le respondía. Sintió las manos que lo sujetaban, los grilletes cerrándose sobre sus muñecas.

“No… no…” jadeó, mientras su visión se nublaba. “La Princesa… debo… salvarla…”

Uno de los hombres lo golpeó con la empuñadura de su espada, y el mundo se volvió oscuro.

Lo último que vio antes de caer fue el dragón negro, inmenso, majestuoso, levantando el vuelo entre las montañas.

Y en la distancia, el cabello platinado de una mujer brillando como fuego al sol.

Despertó con un sabor metálico en la boca.

El aire olía a hierro, sudor y piedra húmeda. Intentó moverse, pero un tirón en las muñecas lo detuvo: cadenas. La piel le ardía bajo los grilletes, y un zumbido constante martillaba dentro de su cabeza.

Abrió los ojos con esfuerzo. La luz era tenue, filtrada por una rendija alta, casi invisible. El suelo era de piedra negra, lisa por el uso, y el sonido de las gotas cayendo desde el techo marcaba un ritmo monótono, como el pulso de algo vivo.

Su mano.

Giró el rostro y la vio: hinchada, ampollada, casi irreconocible. La piel se había vuelto roja, quebrada, con manchas oscuras que parecían moverse al compás de su respiración. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. No apartó la vista.

El contacto había ocurrido.

El fuego lo había marcado.

Era una prueba.

“Fuego valyrio…” susurró, la voz ronca, quebrada. “Solo los elegidos sobreviven.”

Se obligó a sonreír, aunque los labios se le agrietaron. Si el dragón lo había herido, era porque lo había reconocido. No a cualquiera concedía su fuego.

Y aunque lo había rechazado, sabía que aquello era una prueba.

Sí.

Una prueba de los dioses.

El sonido de pasos interrumpió su pensamiento. Ecos metálicos sobre la piedra, el roce de una espada contra una armadura. Lysaro alzó la cabeza. A través de la penumbra distinguió figuras: soldados de capa roja. Hombres altos, armados, con el semblante endurecido.

Uno de ellos se detuvo frente a la celda, observándolo con cautela.

Lysaro se incorporó con torpeza, los grilletes tintineando. “Llevadme ante la Princesa,” ordenó con voz débil pero firme. “Decidle que he venido para salvarla. Que no tiene nada que temer.”

El soldado no respondió. Su expresión era de desconcierto, como si no entendiera si debía reír o compadecerlo.

“Soy Lysaro Rogare,” continuó, enderezándose tanto como las cadenas le permitían. “He cruzado mares para liberarla del Príncipe Rojo. ¡Y lo logré! El dragón mismo me puso a prueba, y sobreviví. ¿Acaso no veis las marcas? ¡Es el sello de mi linaje!”

El guardia lo miró en silencio, luego dio media vuelta y murmuró algo a otro que aguardaba en la entrada. Lysaro no alcanzó a escuchar las palabras, pero el tono era bajo, preocupado.

“Sí,” prosiguió. “Llevadme ante ella. Decidle que el dragón y yo estamos unidos. Que el fuego me ha aceptado. Que juntos podemos…”

Las palabras se deshicieron en el aire cuando una punzada lo atravesó desde el pecho hasta la espalda. Tosió, escupiendo algo espeso y oscuro. El dolor lo dobló, pero aun así sonrió.

El dragón lo había quemado, sí, pero no lo había matado.

Eso significaba algo.

Eso debía significar algo.

La puerta se abrió de nuevo, y un soldado se acercó con una jarra y un cuenco. Sin decir palabra, dejó el agua frente a él. Lysaro lo observó con una mezcla de curiosidad y fastidio.

“¿Así tratáis a un noble de Lys?” preguntó, sin tocar el cuenco. “No importa. La Princesa me recibirá pronto. No temáis. Cuando sepa quién soy, recompensará vuestra lealtad.”

El hombre lo miró un segundo más antes de salir. La puerta se cerró con un golpe.

El silencio volvió.

Lysaro apoyó la espalda contra la pared fría y cerró los ojos. Aún podía oír el rugido del dragón en su cabeza, tan real como el ardor en su piel.

La bestia lo había probado, y lo había marcado.

Pronto lo entenderían todos.

El dragón regresaría por él.

Y cuando eso ocurriera, la Princesa no tendría más opción que inclinarse ante su fuego.

El tiempo se volvió una cosa viscosa, lenta.

No sabía si habían pasado horas o días. Solo recordaba el sonido constante de las gotas cayendo desde el techo y el ardor que se extendía, como una raíz envenenada, desde su mano hasta el hombro.

Las ampollas habían crecido. Algunas habían reventado, dejando la piel abierta, roja y brillante. A veces el dolor era tan agudo que tenía que morderse el labio para no gritar.

Pero nunca pidió ayuda.

Los elegidos no imploran.

Los guardias venían y se iban.

Hombres con armaduras oscuras y capas rojas que nunca hablaban más de lo necesario. Traían comida o agua, la dejaban frente a él y se marchaban sin mirarlo. A veces lo observaban con una cautela que Lysaro confundía con reverencia.

Sabía lo que pasaba.

Lo ocultaban de ella.

No querían que la Princesa supiera que él estaba allí, marcado por el fuego, bendecido por el dragón. Los soldados lo sabían. Lo veían en sus ojos. Le temían.

Una noche, el sonido de pasos suaves lo despertó.

No eran los de los guardias.

La puerta se abrió sin ruido, y una mujer entró. Alta, de movimientos elegantes. Llevaba una túnica sencilla, gris y blanca, y su cabello, de un rojo intenso, caía sobre sus hombros como fuego líquido.

Sus ojos eran fríos, grises como acero.

“¿Quién…?” comenzó a decir Lysaro, pero ella no respondió.

Se acercó con una bandeja, y de ella sacó vendas, frascos, hierbas. El aire se llenó de un olor acre.

Cuando tomó su brazo, Lysaro apretó los dientes. Su tacto era firme, casi cruel.

“¿Eres la sanadora?” preguntó, tratando de mantener el tono autoritario que siempre usaba con sus sirvientas.

Ella no respondió. Aplicó una pomada espesa y blanca sobre la piel en carne viva. El dolor lo hizo estremecerse, pero se negó a apartarse.

“¿La Princesa te envió?” insistió. “Dile que estoy aquí. Que su salvador vive. Que el fuego me probó, pero no me consumió.”

Nada.

La mujer siguió trabajando, los labios apretados, los movimientos exactos.

“Eres hermosa,” dijo entonces, forzando una sonrisa. “Aunque un poco fría para ser del servicio de una Targaryen. No te han enseñado cómo tratar a los nobles, parece.”

Sus ojos se alzaron por fin, y por un instante se encontraron. La mirada de ella era como una hoja afilada, sin emoción, sin miedo.

“Guarda silencio,” dijo al fin, en un tono tan calmo que fue peor que un grito.

Lysaro parpadeó, sorprendido. Nadie le hablaba así. Nunca.

Sintió que la ira subía por su garganta, pero algo en la expresión de la mujer lo detuvo.

Había desprecio, sí, pero también algo más: una frialdad que no dejaba espacio para el desafío.

Ella terminó de vendarle el brazo con precisión, sin mirarlo otra vez.

“Dile a la Princesa…” comenzó Lysaro, intentando recuperar su compostura.

“No le diré nada,” interrumpió ella, recogiendo sus cosas. “No hay nada que la Princesa deba saber sobre ti.”

Y se marchó.

La puerta se cerró con un sonido suave, casi amable.

Lysaro se quedó en silencio, mirando la sombra que había dejado tras de sí.

Le temían.

Todos.

Incluso la mujer.

Por eso lo trataba con desprecio: porque sabía quién era. Sabía lo que había tocado.

El fuego lo había marcado, sí, pero no para destruirlo.

Era el sello del poder.

Y pronto, todos lo comprenderían.

El tiempo se deshizo.

Día y noche se confundían, y la celda ya no era piedra sino una especie de cueva viva, húmeda, palpitante.

A veces creía oír al dragón.

No rugiendo, no esta vez, sino susurrando.

Lysaro…

La voz lo llamaba desde las paredes, desde el fuego invisible que ardía bajo el suelo. Cada sílaba era como un aliento caliente en su oído.

Hijo del fuego… sangre sin alas…

El cuerpo le ardía entero. Las vendas que la mujer de cabello rojo había puesto ya olían a hierro y podredumbre. Su brazo se había hinchado, las venas oscuras sobresaliendo bajo la piel, y cada latido era una punzada.

Aun así, sonreía.

“Me recuerdas…” murmuraba, medio dormido. “Lo sabía. No puedes resistirte.”

El dragón lo visitaba en sueños.

No con forma de bestia, sino como un resplandor inmenso, una sombra alada que lo envolvía con fuego sin consumirlo. Lo llamaba por su nombre, una y otra vez. Lysaro.

Cada vez más alto.

Cada vez más cerca.

Pero entre esas llamas, de pronto, otra voz se coló.

Más débil, más humana.

Fredo.

“¡Hermano!”

El grito lo sacudió. Abrió los ojos de golpe, empapado en sudor.

El eco seguía resonando dentro de su cabeza.

¡Hermano, ayuda!

“Fredo…” susurró, mirando la puerta. “¿Dónde estás?”

No hubo respuesta, solo el sonido del agua goteando desde el techo. Pero el grito volvió, más lejano, como si viniera de otro mundo.

¡Me has dejado!

Lysaro apretó los dientes. “No te he dejado. Todo lo hice por nosotros. Tú no entendías.”

El aire se volvió más pesado. Algo olía a humo, aunque no había fuego. Se cubrió el rostro con la mano sana y notó que temblaba.

“Fredo…” repitió, en voz más baja. “Eres débil. Siempre lo fuiste. La prudencia no te salvará.”

El silencio volvió, espeso.

Hasta que escuchó otra voz.

Una risa.

Ligera, juvenil.

“Ni con un brazo entero podrías vencerme, Lysaro.”

La respiración se le detuvo.

“Moredo.”

El nombre le pesó en la lengua como veneno.

Su hermano menor. El favorito de su padre. El prodigio.

El niño que a los doce ya blandía la espada de acero valyrio que él nunca había merecido.

“¿Qué haces aquí?” preguntó, mirando a su alrededor. “¿Cómo…?”

Pero no había nadie. Solo el eco de la voz del niño resonando entre las piedras.

Padre me dijo que los hombres de verdad sangran por honor, no por vanidad.

“¡Cállate!” gruñó Lysaro, golpeando la pared con el puño.

El dolor lo hizo doblarse, pero la voz siguió.

Siempre fuiste una sombra. Una imitación de Valyria. El fuego no te reconoce.

“¡Cállate!” gritó otra vez, arrancándose las vendas con los dientes.

El brazo estaba negro en algunos tramos, rojo en otros, y el olor a carne quemada llenó la celda.

El fuego.

El dragón.

Sus hermanos.

Todo mezclado.

Todo confuso.

Se dejó caer de rodillas, jadeando. “Él me llamó…” susurró. “Me llamó por mi nombre. No a ti. No a Fredo. A mí.”

El eco le respondió, burlón, con la voz del niño.

Y aun así, no te dejo montarlo.

Lysaro apretó los ojos con fuerza.

El dragón. El fuego. El rugido.

La voz de su padre diciendo Moredo es el orgullo de Lys.

Todo se mezclaba en una sinfonía de furia y humillación.

Se llevó la mano herida al pecho, sintiendo el calor subir desde dentro, como si algo ardiera en su sangre.

“No necesito alas,” murmuró, con una sonrisa quebrada. “El fuego vendrá a mí.”

Las sombras de la celda parecieron moverse. O quizás solo lo hicieron sus ojos, febriles y desencajados.

El dragón lo llamaba otra vez.

Más bajo, más dulce.

Lysaro… despierta…

Y esta vez, obedeció.

Despertó con un sobresalto.
El aire olía a hierro y humedad. Su cuerpo se movía sin su permiso; dos hombres lo arrastraban por los brazos, sus botas golpeando la piedra húmeda del suelo. Intentó hablar, pero solo un gemido ronco escapó de su garganta.

“¿Qué…?” jadeó. “¿Dónde… dónde me lleváis?”

Nadie respondió. Los pasillos eran oscuros, tallados en roca volcánica. La luz provenía de antorchas clavadas en las paredes, su fuego temblando con cada corriente de aire. El sonido del mar retumbaba a lo lejos, profundo, constante, como un animal respirando.

El corazón de Lysaro comenzó a latir con fuerza.

Por fin.

Por fin lo llevaban ante ella.

“Así que… al fin la Princesa pide mi presencia,” murmuró con una sonrisa débil. “Ya era hora.”

Los guardias no dijeron nada. Uno de ellos le propinó un empujón, haciéndolo tropezar. Su herida ardió como si la carne se reabriera, pero no gritó. Se aferró a la idea de que cada paso lo acercaba al reconocimiento que merecía.

Al final del pasillo, las antorchas se apagaron, y un resplandor rojizo comenzó a iluminarlo todo. El aire se volvió más cálido, cargado de sal y ceniza. Un murmullo distante, el rugido del mar, pensó, se mezclaba con algo más profundo, más vivo.

Y entonces, lo soltaron.

Cayó de rodillas sobre piedra pulida. Levantó la vista y su respiración se detuvo.

Ante él, un trono.

Oscuro, tallado en roca y hueso, elevado sobre una plataforma. No había pared detrás, solo un abismo abierto al mar embravecido. Las olas chocaban con violencia contra lo que parecía el borde de un volcán dormido, lanzando columnas de espuma al aire.

Y sobre el trono, un hombre.

Gigantesco.

La luz rojiza del fuego y del mar lo envolvía, dándole un brillo irreal. Su cabello, tan pálido que parecía blanco puro, caía hasta los hombros. El rostro, anguloso, de una simetría imposible.

Pero lo que más lo marcó fueron los ojos.

Violetas oscuros, casi negros en el centro, brillando como gemas incandescentes, llenos de una calma peligrosa.

Un verdadero valyrio.

Y detrás de él, una sombra se movió.

No una sombra. Un dragón.

El monstruo asomó la cabeza sobre el trono, el hocico enorme cubierto de cicatrices, los ojos rojos como brasas. El calor aumentó al instante, el aire se volvió irrespirable. El rugido del mar quedó ahogado por un sonido más grave, más poderoso: la respiración del dragón.

Lysaro retrocedió, pero sus piernas temblaban.

El dragón exhaló, y el suelo vibró bajo sus rodillas.

“Caraxes,” murmuró uno de los guardias, casi con reverencia mientras caminaba hasta la puerta.

Y entonces Lysaro lo comprendió.

No era la Princesa quien lo esperaba.

Era él.

El Príncipe Rojo.

Daemon Targaryen.

El verdadero jinete de dragones.

El guerrero de los cuentos.

El demonio de Valyria renacido.

Lysaro intentó hablar, pero su voz se quebró. “Mi… mi señor…”

El hombre en el trono lo observó con una quietud que era peor que la ira. Su mirada pesaba, lo atravesaba como si midiera su alma y la encontrara insignificante.

La respiración de Caraxes sopló desde atrás, caliente, casi intolerable. Lysaro sintió que la piel de su cuello se secaba, que la herida del brazo palpitaba como una advertencia.

Por primera vez en su vida, comprendió que estaba en presencia de algo más allá de todo poder humano.

Y que su fuego no era el mismo fuego.

Daemon se inclinó ligeramente hacia adelante. La voz, cuando habló, era baja, grave, con ese acento valyrio que convertía cada palabra en un filo.

“Así que tú eres el que vino a rescatar a mi esposa.”

“Esposa.”

La palabra cayó como un golpe seco.

Durante un instante, Lysaro creyó haber oído mal. Parpadeó, el calor del lugar haciéndole arder los ojos, y miró de nuevo al hombre en el trono.

“¿Qué… qué habéis dicho?” preguntó con la voz quebrada.

Daemon se recostó en el asiento, apoyando un codo en el brazo del trono, la mirada fija en él con un brillo casi divertido.

“Mi esposa,” repitió, pronunciando cada sílaba con una lentitud burlona, como si saboreara la confusión que provocaba.

El dragón detrás de él exhaló una ráfaga de aire caliente que levantó polvo y ceniza. Lysaro sintió la garganta reseca, el corazón acelerado.

No podía ser.

No podía ser.

“La Princesa…” balbuceó. “Decís que la Princesa Rhaenyra… que ella… es vuestra esposa.”

Daemon arqueó una ceja. “Así es.”

Los soldados alrededor del trono intercambiaron miradas contenidas, algunos sonrieron. Uno dejó escapar una carcajada baja.

El sonido fue una chispa sobre pólvora.

Lysaro se incorporó con torpeza, las cadenas tintineando. “¡Mentira!” gritó, con una furia nacida del desconcierto. “¡La habéis secuestrado! ¡La habéis mantenido cautiva, obligándola a permanecer a vuestro lado! ¡Os disfrazáis de esposo, pero sois un ladrón de sangre y de tronos!”

Las risas crecieron. Una, dos, luego todas.

Risas roncas, crueles, que resonaban contra la piedra.

Daemon no rió. Sonrió.

Una sonrisa lenta, casi perezosa, que no necesitaba justificar nada.

“¿Es eso lo que crees, niño?” preguntó, con voz tan serena que era peor que un rugido. “¿Que vine a robar lo que era mío desde antes de que tu casa existiera?”

“¡No os atreváis a burlaros de mí!” escupió Lysaro, dando un paso hacia adelante, las cadenas tensas. “¡Soy Lysaro Rogare, heredero del Banco de Lys! ¡He cruzado el mar para salvarla de vuestras garras!”

Una carcajada retumbó en la sala, esta vez de los soldados más cercanos.

“¿Salvarla?” repitió uno entre risas. “¿Con esa mano quemada?”

Otro lo imitó, sosteniéndose el estómago. “¡Del fuego mismo, quizás!”

Lysaro apretó los dientes, el orgullo sangrando.

El calor lo envolvía, el rugido del mar se mezclaba con el jadeo de Caraxes. El dragón inclinó la cabeza, curioso, sus ojos rojos brillando como brasas.

Daemon se levantó entonces.

El mundo pareció encogerse.

Era más alto de lo que Lysaro había imaginado, más corpulento, su presencia llenando la sala. Llevaba una armadura ligera, negra con reflejos rojos, y su cabello plateado caía desordenado sobre los hombros.

Cada paso suyo hacía vibrar la piedra.

Lysaro quiso retroceder, pero el orgullo lo clavó al suelo.

Daemon se detuvo a un paso de él. Lo miró desde arriba, con una expresión que no era de ira ni desprecio, sino de simple diversión.

“Así que…” dijo con voz baja, “has cruzado mares para rescatar a mi esposa.”

Su mano se movió, lenta, hasta el mentón de Lysaro, obligándolo a alzar la cabeza.

Los ojos violeta del príncipe lo atravesaron. Había en ellos algo que no pertenecía al mundo de los hombres: fuego y muerte mezclados con un extraño cansancio, como si lo hubiera visto todo ya.

“Dime, héroe de Lys…” continuó Daemon, ladeando la cabeza. “¿Dónde está tu ejército? ¿Dónde está tu gloria?”

El calor de la respiración de Caraxes le rozó la espalda. Lysaro sintió la piel de su nuca erizarse.

“No necesito ejércitos,” dijo, temblando. “El fuego me eligió.”

Daemon sonrió, y el gesto tuvo la belleza y el peligro de una espada desenvainada.

Noto el movimiento a su alrededor, los soldados desapareciendo, uno a uno… pero no pudo comprender por qué.

“¿El fuego?” repitió, casi con dulzura. “Entonces… veamos cuánto puede soportar tu fuego.”

El rugido de Caraxes llenó la sala.

Y Lysaro comprendió, demasiado tarde, que la risa del dragón no era como la de los hombres. Era infinita.

El rugido llenó cada rincón del lugar.

No era sonido. Era fuerza pura, vibrando dentro de los huesos, haciendo que la piedra pareciera respirar.

El aire se volvió fuego.

Lysaro cayó de rodillas. La cadena tiró de su brazo y la herida volvió a sangrar. No sabía si lloraba o si el calor le arrancaba las lágrimas, pero el suelo parecía fundirse bajo él.

Caraxes se movió.

Solo un paso, una exhalación.

El dragón asomó el cuello sobre el trono, su sombra cubriendo todo. Las escamas eran rojas y negras, y cada una brillaba como metal al rojo vivo. Los ojos… los ojos eran un infierno líquido, antiguos, impasibles, infinitos.

Lysaro quiso hablar, decir algo, cualquier cosa, pero su garganta no respondió. El sonido se quedó atrapado en el pecho, temblando junto con el resto de su cuerpo.

Daemon permanecía de pie, quieto.

La sonrisa ya no estaba.

El silencio entre los rugidos pesaba como una sentencia.

Durante semanas, Lysaro había vivido envuelto en sus delirios: el héroe de Lys, el salvador de una princesa, el elegido del fuego. Ahora, bajo esa mirada inhumana, comprendía lo que era de verdad el fuego.

No el que purifica.

El que destruye.

Caraxes, el gran wyrm de sangre, el dragón rojo, exhaló fuego sobre el trono y partió del Príncipe con una calma que contrastaba con su corazón acelerado.

El fuego estaba tocando al Príncipe Rojo… pero no a él, no de verdad y sin embargo...

Sintió la piel del rostro arder, el aire tan caliente que le costaba respirar. Las vendas del brazo comenzaron a humear, y el olor a carne se mezcló con el del azufre.

Intentó apartarse, pero sus piernas no respondían.

El cuerpo entero se negó a obedecerlo.

Daemon lo observaba en silencio, con una calma que era peor que cualquier furia. Los ojos violetas lo contenían todo: desprecio, superioridad y aburrimiento.

“Eso,” dijo finalmente, su voz baja, casi un susurro, “es el fuego.”

Lysaro alzó la vista, intentando encontrar palabras, pero su mente ya no tenía coherencia.

Todo lo que veía eran llamas.

Llamas en el trono.

Llamas en el mar.

Llamas en la sonrisa del príncipe.

El dragón rugió una última vez, y Lysaro gritó con él, aunque su voz se perdió en el estrépito.

No por valentía.

Por miedo.

El aire se apagó, el calor retrocedió, y el sonido del mar volvió poco a poco.

Daemon giró sobre sus talones y volvió al trono.

Caraxes se replegó detrás de él, una montaña viva que volvió a dormirse.

Lysaro seguía allí, de rodillas, temblando, la mirada fija en el suelo.

Su piel ardía.

Su mente ardía.

Y entre las sombras, algo dentro de él se quebró.

El fuego no lo había elegido.

Nunca lo haría.

Notes:

...holi!!!
No estoy muerta!
Lo siento muchooo, perdoneme por desaparecer así, les prometo que la historia no esta abandonada!

He tenido muchos problemas y situaciones dificiles estas semanas.
Tristemente, la vida nos ataco con fuerza.
Mi mamita, que ya tiene las rodillas rotas, se fracturó el tobillo el día que se suponía que íbamos a celebrar mi cumpleaños, debido a temas médicos, no la pueden operar y terminamos pasando el fin de semana en el hospital.
Y cuando salimos, nos enteramos de que mi tía, la única hermana de mi papá, y eso que es media hermana, le dio un ataque cerebrovascular y se cayo, rompiendose la tibia y fracturandose un par de costillas, se perforo el pulmón y necesitaba cirugía, pero para que la operaran necesitaban donadores de sangre, y sus hijos, que tiene muuuchos, así como nietos y bisnietos, son bastante... alcoholicos o demasiado jovenes, de toda su familia, solo dos pasaron la prueba para poder donar. Terminé yendo a donar sangre junto a mis hermanas, pero aunque la operaron, la cirugía no salió bien.
Mi tía falleció el día de su cumpleaños y fue un golpe durísimo para mi papá, que no tiene más familia viva y que era muy unido a su hermana, le dio un ataque cardíaco y fue internado. Así que he pasado las últimas semanas viajando entre un hospital y otro, cuidando de mi mamá que esta inmovilizada. Eso de que México esta tan grande no esta bonito cuando uno tiene una emergencia en otro estado...

Finalmente dieron de alta a mi papa y ahora que regreso a su casa, mi hermana podrá vigilarlo un poco más, ya que en estos días, como la única con un trabajo desde casa fui la única con la capacidad de moverme tanto, y mi hermano esta ayudandome con mi mamá, así que he comenzado a ponerme al día con la vida diaria de nuevo.

Uf, tambien he asistido al funeral de una amiga muy querida que fallecío debido a las inundaciones en Veracruz, fue arrastrada por los escombros y no consiguio salir a tiempo.

Este capitulo es mucho más corto porque lo dividi en dos partes, espero poder publicar la otra parte el fin de semana, aunque no garantizo que día, tengo mucho trabajo atrasado y demasiados pendientes.

...De verdad me dolio la perdida de mi tía, ella fue una gran inspiración para esta historia, mi tía tuvo 19 hijos, de ellos, 12 aún siguen con vida, pero lo que me impresiona y aterra es, ella tuvo a su primera hija a los 14 años, quien a su vez tuvo a su primera hija a los 15, y luego esta a su hija a los 15,... y luego se repitio el ciclo dos veces más, es decir, mi tía se convirtio en tatarabuela a la edad de 86 años, y tuvo la maravillosa oportunidad de conocer a su tataranieta. Hay una preciosa foto donde están las cinco generaciones todas vestidas de rosa.

Y a lo mejor estoy dando spoilers, pero en este punto realmente no creo que sea spoiler.

Pero estoy impresionada por la mujer que era mi tía, ella sola sacó adelante a sus hijos. Y aunque triste, mi tía cumplió uno de sus mayores deseos: morir el día de su cumpleaños y el mismo día que murió su mamá. Ahora finalmente está descansando junto a su madre.

Sorry por el chorote... necesitaba sacarlo de mi pecho.

Regresando a esta historia! Muchas gracias por sus bellos comentarios, les juro que anoche los estaba leyendo y me dan vida!

Les recomiendo que lean el capítulo: Chapter 26: Amantes Valyrios de Broken Princess si se quieren refrescar un poquito, este capítulo y los que vienen, creo que son otros 3, siguen directamente ese arco y el de Saera. Para intentar mantener un poco de mi rutina, lo más probable es que los capitulos sean mas cortos durante un tiempo, de verdad estoy exageramente atrasada con mi trabajo, pero agradezco lo comprensivos que fueron, tanto mi supervisor como la empresa, y todo el tiempo que me dieron para ayudar a mi familia, así que ahora me siento en deuda con ellos y no puedo dejar tirados los proyectos que tengo.

y por ello, creo que lo más probable y para no fallar aquí... voy a actualizar los días sábado por la noche o el domingo temprano, dependerá un poco de a qué hora termine, pero será así por al menos unas tres semanas. Y sí, los capítulos serán un poco más cortos, pero prefiero ser constante porque me ayuda a mantener mi rutina y eso es muy importante para mí.

Así que, muchas gracias a todos los que siguen por aqui y han sido tan pacientes conmigo!!!!🖤❤️‍🔥❤️‍🔥❤️‍🔥🖤
¡Responderé comentarios en estos días, lo prometo!

Chapter 31: El Deseo de un hombre pequeño II

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Fredo Rogare

El mar se extendía como una lámina de acero líquido, densa y brillante bajo el sol.

Fredo Rogare mantenía la vista fija en la proa, en el horizonte donde el barco de su hermano se deslizaba, arrogante, como si le perteneciera el mundo entero.

El viento traía la voz de Lysaro. Gritaba órdenes sin sentido, intentando dominar a una tripulación que apenas lo toleraba.

Fredo lo observaba desde la distancia, los labios curvados en una mueca casi imperceptible. Su hermano siempre confundía el ruido con el poder.

Habían partido juntos de Volantis con un propósito claro: encontrar a la Princesa Rhaenyra Targaryen y ofrecer la alianza que su padre soñaba.

Un matrimonio.

Una unión entre la sangre del dragón y la de Lys.

El renacimiento de la gloria Valyria.

Pero mientras más tiempo pasaban en las Islas del Verano, más evidente se hacía que Lysaro ya no pensaba en la Princesa.

Solo hablaba del dragón.

Del enorme dragón negro que, según los rumores, surcaba los cielos y hacía temblar el mar.

“Será mío”, había dicho una y otra vez, con ese brillo febril en los ojos que tanto asqueaba a Fredo. “Cuando lo monte, la Princesa no podrá negarse a mí.”

Fredo fingía asentir.

No servía de nada discutir con los locos.

Sabía que su hermano no entendía lo que pretendía tocar.

Porque los Targaryen no controlaban a los dragones con látigos ni cadenas, sino con sangre y fuego.

Había magia en ellos.

Y aunque Fredo jamás montaría uno, sus hijos podrían hacerlo.

Esa era su apuesta: paciencia, cálculo, sangre.

Lysaro, en cambio, buscaba el poder inmediato, el fuego en las manos, la corona sobre la cabeza.

Desde su cubierta, Fredo lo observó levantar el brazo, apuntando hacia una sombra en el cielo.

El dragón.

Gigantesco, negro, majestuoso.

Lysaro gritaba, embriagado de gloria, convencido de que el fuego lo llamaba por su nombre.

Fredo entrecerró los ojos, tranquilo, paciente, dejando que el viento le trajera el olor a sal y a locura.

Sabía que su hermano acabaría quemándose.

Solo era cuestión de tiempo.

Y cuando eso ocurriera, él estaría listo para recoger las cenizas.

El rugido del mar era constante, ensordecedor, como si una bestia invisible respirara bajo la fortaleza, la memoria se desvaneció mientras una punzada de dolor atravesó sus brazos.

Fredo permanecía sentado en el suelo de piedra húmeda, los brazos apoyados sobre las rodillas, observando la pared abierta que dejaba ver el océano.

El viento salado entraba a ráfagas, levantando gotas que golpeaban su rostro como agujas heladas.

Una celda con vista al fin del mundo.

Eso era lo que le habían dejado.

A veces las olas subían tanto que el agua alcanzaba a cubrir el borde de la roca, y él se preguntaba si esa sería la ola que lo arrastraría.

No le temía al mar.

Le temía al error.

Su estrategia, su plan meticuloso, su paciencia… todo destruido por una emboscada.

Habían sido interceptados antes siquiera de tocar la arena. Los hombres del Príncipe y la Princesa parecían haberlos estado esperando, como si hubiesen conocido cada movimiento antes de hacerlo.

El fracaso lo mordía más que el miedo.

Miró su reflejo en la superficie del agua: el cabello platinado enmarañado, los ojos oscuros, la expresión vacía.

Su padre habría dicho que debía mantener la cabeza alta, incluso en la derrota.

Pero la derrota tenía un olor ácido que ni la brisa podía borrar.

Pensó en Lysaro.

En su arrogancia. En su sonrisa brillante y sus delirios de fuego.

¿Seguía con vida?

¿O se había lanzado al dragón como un idiota, convencido de que bastaba con desear algo para hacerlo suyo?

Fredo cerró los ojos, dejando que el sonido del mar llenara el vacío.

Si su hermano vivía, tal vez lograría una audiencia con la Princesa.

Tal vez su encanto estúpido y su apellido bastarían para redimirlos.

Tal vez incluso lo rescataría.

Aunque lo dudaba.

El eco de una ola golpeó con furia, y por un instante, el agua pareció alzarse para tragárselo.

Fredo suspiró aliviado cuando el agua solo lo salpicó y no lo arrastró. 

El rugido llegó primero, profundo, grave, como si naciera de las entrañas de la montaña.

Fredo levantó la cabeza, el cuerpo tenso.

Un instante después, el aire se volvió fuego.

La sombra cruzó frente a la abertura de su celda.

Un destello rojo, un ala inmensa, el sonido del viento desgarrado.

El dragón.

El calor lo golpeó con tal fuerza que tuvo que apartarse de la pared abierta.

El aire olía a hierro fundido.

Durante un momento pensó que la roca misma iba a derretirse.

Y entonces vinieron los gritos.

Primero uno.

Agudo, humano.

Luego otro.

Y después muchos más, tan distintos que era imposible contarlos.

Fredo se cubrió los oídos, pero el sonido parecía atravesarlo igual.

Intentó razonar, encontrar sentido: alguna ejecución, un castigo, un intento de escapar.

Nada de eso encajaba.

Los gritos no tenían orden ni medida.

Era terror puro, desbordado, sin propósito.

El dragón volvió a rugir, y el suelo tembló bajo sus pies.

Un pedazo de piedra se desprendió del techo y cayó a pocos pasos de él.

Fredo retrocedió hasta el rincón más alejado, con el corazón golpeándole el pecho.

Durante un largo rato, solo se escuchó el rugido del fuego.

Después, silencio.

Un silencio tan espeso que dolía.

Trató de respirar con calma, de recuperar el control.

No podía dejarse llevar por el miedo; el miedo era el error más común entre los hombres sin propósito.

Pensó en lo que había visto.

El ala roja, el rugido, la sensación de calor sobre la piel.

Daemon Targaryen tenía un dragón.

No, era el dragón.

El silencio duró poco.

De repente, otro grito, más lejano, más desesperado.

Y luego otro, y otro más, multiplicándose hasta que la fortaleza entera pareció gemir.

Fredo cerró los ojos, sabiendo que la razón ya no servía para explicar lo que escuchaba.

Solo quedaba esperar.

Y rezar, no a los dioses, sino a la suerte, para que no fuera su turno.

El viaje comenzó en silencio.

Dos soldados lo tomaron de los brazos y lo sacaron de la celda sin decir una palabra.

Los demás siguieron detrás, armados y atentos, como si esperaran que un hombre encadenado pudiera representar algún peligro.

A Fredo le pareció excesivo, pero no preguntó, demasiado asustado aún por los gritos del día anterior.

Había aprendido que el silencio, en aquel lugar, era una forma de protección.

Avanzaron por túneles estrechos, húmedos, que parecían cavados por criaturas más que por hombres.

El aire estaba cargado de sal y algo más: un olor ácido, pesado, que se adhería a la garganta.

Azufre.

La roca estaba tibia al tacto, y a veces pequeñas grietas exhalaban vapor caliente.

Caminó durante tanto tiempo que perdió la cuenta de los giros.

Izquierda, derecha, escaleras hacia abajo, luego otra galería más ancha con antorchas.

El sonido de los pasos rebotaba en las paredes, formando un eco irregular que lo mantenía alerta.

Finalmente, el pasadizo terminó en un embarcadero subterráneo.

Una caverna enorme se abría ante él, iluminada por antorchas colgadas en las rocas.

En el centro, un canal oscuro.

Lo empujaron hacia una pequeña barca de madera.

El agua era tan clara que se veía el fondo, cubierto de arena blanca y fragmentos de conchas.

Sorprendido, Fredo metió una mano en el agua.

Estaba cálida.

Demasiado cálida, era casi incómoda.

Uno de los soldados tomó el remo.

El viaje continuó en silencio.

El único sonido era el del agua cortada y el roce de las cadenas.

En algunos puntos, el techo descendía tanto que Fredo tuvo que inclinar la cabeza.

A ratos, pequeñas luces azules centelleaban bajo el agua, como si el fondo respirara.

Después de un tiempo imposible de calcular, llegaron a una salida.

El canal desembocaba en una gruta abierta al exterior.

Por primera vez en semanas, Fredo vio el sol.

La luz lo cegó.

Tuvo que cubrirse los ojos hasta acostumbrarse.

A su alrededor se extendía una playa.

Arena blanca, tan fina que se pegaba a los pies como polvo.

El agua, turquesa, transparente.

A través de ella se veían los corales, las piedras, los cardúmenes.

Era un lugar hermoso.

Tan hermoso que por un instante olvidó que era un prisionero.

Pero los soldados no le dieron tiempo para contemplar.

Lo hicieron subir a otro bote, más grande, que aguardaba en la orilla.

El trayecto continuó por un río estrecho que se abría paso entre la vegetación.

Palmeras, raíces enormes, el zumbido de insectos, el olor del barro mezclado con el de la sal.

Después vino la selva.

Un sendero de piedra subía entre árboles y puentes colgantes.

Fredo caminó, escoltado, sin preguntar nada.

El calor era sofocante, el aire espeso.

A ratos, escuchaba rugidos lejanos que no podía identificar.

El terreno comenzó a cambiar.

Primero fue la tierra húmeda, luego la roca, y finalmente el mármol.

La selva quedó atrás y se alzó ante él un pasaje tallado con precisión imposible.

Las paredes estaban cubiertas de relieves: dragones, estrellas, símbolos antiguos.

El suelo era pulido y brillante.

El aire olía diferente.

Ya no había humedad ni barro, sino un aroma tenue a incienso y piedra caliente.

Al final del pasillo, una puerta doble.

Alta, dorada, decorada con formas que parecían moverse a la luz del fuego.

Los soldados la abrieron sin anunciarse.

Fredo dio un paso dentro.

Y se detuvo.

El salón era vasto, abierto al mar por grandes ventanales.

El sol entraba a raudales, bañando el mármol blanco y las columnas talladas.

Por un momento pensó que lo habían traído ante un consejo o una corte.

Hasta que vio las sombras moverse.

Un rugido leve, un siseo.

Y entonces los vio.

Un pequeño dragón verde azulado caminaba cerca de una columna, los ojos fijos en él, las alas plegadas.

Otro, gris y plateado, estaba sobre una columna, colgando de la antorcha precariamente, con la mirada afilada y el cuerpo en tensión.

Dos más, pequeños como perros, dormían bajo la luz del sol.

Fredo dio un paso atrás.

El suelo vibró.

En el balcón, algo se movió.

Dos cabezas enormes se asomaron al salón: uno rojo, de cuello largo, y otro dorado, más ancho, que giró lentamente la cabeza hacia él.

Sus respiraciones eran profundas, húmedas, y cada exhalación levantaba polvo del suelo.

Fredo sintió cómo el calor se acumulaba.

El aire se volvió pesado, irrespirable.

Entonces, a la izquierda, la sombra más grande cubrió el muro.

El sonido no fue un rugido ni un aliento. Fue un movimiento.

Y luego, el ojo.

Verde.

Gigantesco.

Fijo en él.

No se movía.

Solo lo miraba.

Fredo intentó retroceder, pero sus piernas no respondieron.

El cuerpo se le tensó, el corazón le golpeaba el pecho.

Por primera vez en su vida, comprendió lo que era un miedo verdadero: no el miedo a morir, sino el de entender que estaba ante algo que no debía existir.

El ojo parpadeó.

Y todo el aire del salón pareció irse con ese gesto.

Salio de su estupor con el sonido de una voz.

El sonido llegó como un murmullo entre el calor y el rugido contenido.

Una voz de mujer, baja, melodiosa, pronunciando palabras en un valyrio tan puro que el aire pareció tensarse para escucharla.

Cada sílaba era un arrullo, y los dragones, inquietos, vigilantes, comenzaron a calmarse.

Fredo no entendía todo, pero reconoció el idioma de sus ancestros.

Era un valyrio antiguo, musical y suave, tan distinto al tosco dialecto que aún se hablaba en Lys.

La voz continuó, sin elevarse nunca, y lo que segundos antes había sido una caverna llena de bestias se transformó en un templo.

Entonces la escuchó a él.

La otra voz.

Grave, firme, con el acento cortante del mando.

El Príncipe.

Daemon Targaryen.

El eco de su tono resonó por todo el salón, llenando los espacios donde antes había rugido el fuego.

Fredo alzó la vista, despacio.

El corazón le latía con fuerza, no por valentía, sino por un miedo que trataba de controlar.

Y entonces los vio.

Sentados sobre un trono de piedra tallada, con los dragones rojo y dorado a sus espaldas, estaban ellos.

El Príncipe y la Princesa.

Daemon se inclinaba ligeramente hacia adelante, con el semblante endurecido por la guerra. La mirada era la misma que lo había paralizado días atrás: una mezcla de juicio y curiosidad, tan inmutable como el metal.

Pero fue ella quien lo dejó sin aliento.

Fredo había escuchado historias sobre la heredera del Trono de Hierro, canciones sobre su cabello de plata y su piel clara, relatos sobre una niña que volaba dragones cuando apenas sabía hablar.

Nada de eso le había preparado para verla.

La Princesa Rhaenyra era la definición misma de la realeza.

El cabello, tan blanco que parecía hecho de luz, con destellos de sol y luna, caía sobre sus hombros en ondas suaves.

La piel tenía el resplandor del mármol, pero no era fría: cada movimiento suyo parecía emitir un brillo propio, como si el fuego mismo habitara bajo la superficie.

Sus ojos, de un violeta pálido y profundo, eran imposibles de sostener por mucho tiempo.

No miraban.

Juzgaban.

No necesitaba hablar para que los demás bajaran la cabeza.

El vestido era de un blanco nacarado con reflejos dorados, tejido con hilos tan finos que parecían humo.

En su cuello descansaba una collar con cuatro grandes amatistas, trabajada con precisión imposible, y en su mano sostenía algo que Fredo no alcanzó a distinguir: un anillo, quizás, o un fragmento de cristal.

Y sin embargo, nada en ella era ostentoso.

Era la belleza convertida en certeza.

La imagen de lo que los poetas de Lys habían intentado describir durante siglos: el fuego en forma humana.

Fredo sintió cómo la garganta se le cerraba.

No por deseo, ni siquiera por admiración, sino por comprensión.

Esa mujer no era un mito.

Era la heredera de los dragones.

Y si el Príncipe era el fuego encarnado, ella era el motivo por el que el fuego seguía existiendo.

Los dragones a su espalda exhalaron con calma, las gargantas humeantes, satisfechos con la voz de su señora.

Rhaenyra posó la mirada sobre él, con una mezcla de curiosidad y distancia.

Y en ese instante, Fredo comprendió algo con brutal claridad: había pasado su vida soñando con acercarse al fuego, y ahora lo tenía delante.

Y sentía que estaba a punto de quemarse.

Apenas tuvo tiempo de respirar cuando otro sonido lo sorprendió antes de entender qué era.

Un murmullo suave, un balbuceo pequeño que rompía el silencio entre las respiraciones de los dragones.

Durante un instante, Fredo creyó que era un eco, o algún truco de su mente todavía aturdida por el calor y el miedo.

Pero no.

Era un bebé.

La voz del Príncipe se mezcló con aquel sonido, grave y casi… alegre.

Y entonces lo vio: el infame Daemon Targaryen, con una criatura entre los brazos, tan fuera de lugar en su figura como una joya en medio de una espada.

El contraste era tan absurdo que Fredo apenas lo procesó.

El hombre que había visto mandar matar sin pestañear sostenía a un recién nacido con la calma de quien sostiene algo sagrado.

Un empujón en la espalda lo arrancó de su pensamiento.

Tropezó, cayó de rodillas sobre el mármol.

El eco del golpe retumbó en el salón y todos los dragones giraron la cabeza al mismo tiempo.

Los ojos se clavaron en él: verdes, dorados, rojos, grises.

El aire se volvió insoportable, el calor lo envolvió como un muro.

El instinto le dijo que no se moviera, que cualquier gesto equivocado sería el último.

Dos soldados lo sujetaron por los brazos y lo arrastraron hacia adelante, hasta dejarlo frente a la escalera del trono.

No podía hablar.

No podía respirar.

La Princesa Rhaenyra lo miraba desde lo alto.

No había ira en su rostro, ni compasión, ni curiosidad.

Solo esa expresión tranquila y distante de quien sabe que nada en el mundo puede tocarla.

Fredo había crecido entre lujo y poder, entre banqueros y príncipes que creían gobernar el destino con monedas y acuerdos.

En ese momento entendió lo poco que valía todo eso.

El oro no podía comprar dragones.

La sangre de Lys no era nada frente a la de Valyria.

Sintió su propia insignificancia con una claridad que dolía.

Todo su linaje, sus estudios, su control, eran humo frente a la mujer que tenía delante.

Intentó hablar, pero las palabras no salieron.

Su voz parecía haberse secado junto con su orgullo.

Rhaenyra bajó lentamente la mirada hacia Daemon.

Sus labios se movieron con calma, pronunciando una pregunta breve, en valyrio.

Fredo no la entendió, pero supo que hablaba de él, su comprensión del Alto Valyrio era débil, en el mejor de los casos, no importaba cuántas horas lo intentara, practicando, leyendo… sin haberlo escuchado nunca, se dio cuenta de cuán débil era realmente lo que sabía del idioma de sus antepasados.

Daemon la observó un instante y asintió.

Con una lentitud casi solemne, colocó a la bebé en brazos de la Princesa.

La criatura se removió apenas, murmurando algo parecido a un suspiro.

El Príncipe la miró con un brillo extraño en los ojos, luego se irguió y caminó unos pasos hacia Fredo.

El sonido de sus botas resonó contra el mármol como un golpe seco.

Cuando habló, su voz llenó el salón.

Cada palabra pesaba, cada pausa era una sentencia.

“Lysaro Rogare,” dijo, sin mirar atrás.  “El hijo que vino en busca de fuego. El que quiso ser jinete… tu hermano.”

Fredo levantó la vista, temblando, tratando de encontrar algo en el rostro del Príncipe.

Daemon se detuvo frente a él, a solo unos pasos.

La sombra del dragón rojo cubría a ambos.

“Su mente se quebró,” continuó Daemon, sin alterar el tono. “Gritaba que el fuego lo había elegido. Que el dragón lo llamaba.”

Rhaenyra bajó la vista hacia el hombre arrodillado.

Daemon la miró de reojo y añadió, con una calma terrible:

“Solo queda este para responder nuestras preguntas.”

El silencio cayó como una piedra.

El llanto suave de la bebé fue lo único que se escuchó después.

Fredo intentó hablar, pero la garganta le tembló al hacerlo.

Su voz, seca por el miedo, apenas fue un susurro.

“¿Qué fue de mi hermano?”

Daemon no respondió de inmediato.

Le sostuvo la mirada con un brillo extraño, una chispa de diversión que heló a Fredo más que cualquier amenaza.

Cuando finalmente habló, lo hizo con la calma de quien explica algo obvio a un niño.

“Tu hermano quiso comandar a un dragón.”  Hizo una pausa breve, meditada.  “Y su mente no resistió.”

Un gesto de su mano bastó.

Las puertas se abrieron y dos soldados entraron, arrastrando una figura que apenas se sostenía en pie.

Fredo dio un paso atrás sin pensarlo.

Era Lysaro.

O lo que quedaba de él.

El cabello, antes tan cuidado, era una maraña sucia.

La piel, cenicienta, pegada a los huesos.

Las manos temblaban de forma constante, y los ojos... los ojos no miraban nada.

Balbuceaba algo que Fredo no logró entender, una mezcla de palabras sueltas y sonidos guturales, como si tratara de recordar un idioma olvidado.

Cuando el mayor de los soldados lo empujó hacia adelante, Lysaro cayó de rodillas sin emitir un quejido.

Fredo se quedó helado.

Su mente intentó negar lo que veía, buscar una explicación lógica, una causa que no fuera locura.

Pero no había ninguna.

Solo el silencio.

Y la risa apenas contenida del Príncipe Rojo.

Daemon se recostó contra el respaldo del trono, los ojos fijos en él.

No había compasión en su rostro.

Solo el orgullo silencioso del hombre que había ganado.

Fredo bajó la vista hacia su hermano.

Un movimiento reflejo.

Y entonces lo notó.

No solo a Lysaro, sino a todo lo demás.

El salón era más grande de lo que había creído.

A un costado, varias mujeres observaban en silencio.

Eran hermosas, de porte noble, vestidas con tonos suaves que reflejaban la luz del mar.

A su alrededor, pequeños niños de cabello platinado jugaban en el suelo con piezas de madera tallada.

Uno de ellos se rió, y el sonido pareció fuera de lugar, demasiado inocente para aquel sitio.

A lo lejos, los soldados custodiaban cada puerta y cada pasillo.

Había decenas.

Todos armados, atentos, esperando una orden.

Distraidamente, casi, noto sobre la mesa frente al trono, copas de cristal reflejaban la luz del mediodía.

Dentro de ellas, un líquido rosado, espeso, que dejaba marcas en el borde del vidrio.

Una de esas copas descansaba cerca de la mano de la Princesa.

Rhaenyra no había dicho una palabra.

Seguía observándolo con esa serenidad distante, el rostro imperturbable, como si nada de lo que sucedía la afectara.

Era imposible saber en qué pensaba.

Fredo intentó hablar de nuevo, pero la voz se le quebró.

Su mente, tan acostumbrada al cálculo y la diplomacia, no encontraba palabras para describir lo que veía.

Su hermano, reducido a un cascarón vacío.

Los hijos de los dragones jugando bajo la mirada de una reina sin corona.

Y él, un Rogare de Lys, rodeado por un poder que su familia jamás podría comprar.

Fredo sabía que estaba rodeado.

Los dragones, los soldados, la familia entera de fuego que lo observaba sin pestañear.

Comprendió entonces que no tenía salida.

Si quería sobrevivir, debía pensar.

Pensar rápido.

Una alianza matrimonial con la Princesa estaba fuera de toda posibilidad.

Eso ya era claro.

El solo imaginarlo ahora resultaba absurdo.

Era como ofrecer una cadena de hierro a quien posee el sol.

Sus ojos se movieron con disimulo, recorriendo el salón una vez más.

Los niños seguían jugando en el suelo, los cabellos platinados cayendo sobre rostros rosados por el calor.

Sus risas llenaban los espacios entre el silencio y los rugidos distantes de los dragones.

Y entonces algo hizo clic en su mente.

No la Princesa.

Sus hijos.

Si lo que los Rogare siempre habían buscado era una unión con sangre valyria, esa unión seguía siendo posible.

Solo debía esperar el momento adecuado.

No importaba si él no tenía hijas todavía.

Tenía hermanas.

Lysara tenía seis años.

Marra, cuatro.

Eran niñas, pero el tiempo estaba de su lado.

La Princesa Rhaenyra sería Reina algún día, y su primogénito heredaría su trono.

Para cuando ese niño alcanzara la edad suficiente, una de sus hermanas sería una joven digna de una alianza real.

Su padre entendería.

El oro, la paciencia y la oportunidad formaban la base de todo poder duradero.

Fredo bajó la cabeza, disimulando mientras su mente continuaba procesando cada variable.

No debía mostrarse ansioso.

No debía cometer el error de su hermano.

Era un momento para ser preciso.

Cada palabra, cada gesto, debía contar.

La Princesa lo seguía observando desde el trono.

Su mirada no se desviaba ni un instante, como si leyera cada pensamiento que intentaba ocultar.

Fredo tragó saliva, enderezó la espalda y forzó su voz a salir, limpia, firme, con la calma que tantas veces había practicado frente a su padre.

Debía hablar con cuidado.

Cada frase podía ser su salvación o su condena.

El silencio en la sala era insoportable.

Los dragones respiraban despacio, el aire caliente olía a humo y sal, y el sonido del mar se filtraba apenas desde las ventanas abiertas.

Rhaenyra lo observaba desde el trono, sin mover un solo músculo.

“Te daré una oportunidad”, dijo finalmente, su voz serena, baja, casi dulce. “Una sola. Explica tus acciones y las de tu hermano. Explica por qué invadieron mi isla y exigieron mi presencia sin siquiera enviar una petición formal. Si no nos das la verdad, dejaré que mi esposo obtenga las respuestas por otros medios. Y si aún así no quedamos satisfechos…”

Su mirada se endureció.

Daemon no dijo nada, pero el leve gesto de su mano bastó para que Caraxes exhalara una nube de humo.

“…entonces volaremos a Lys y la destruiremos entera.”

Fredo sintió que la sangre se le helaba.

El instinto quiso hacerlo retroceder, pero las piernas no respondieron.

Solo pensó.

Rápido. Preciso.

Hablar o morir.

Respiró hondo, intentando mantener la compostura. Las palabras debían ser medidas. No súplicas. Argumentos.

“Princesa Rhaenyra,” comenzó, la voz controlada, apenas temblorosa. “No hubo intención de invasión ni ofensa. Vinimos buscando una audiencia, no una guerra. Fue mi hermano quien actuó sin juicio, cegado por… por ideas equivocadas. Su mente se quebró antes de entender lo que enfrentaba.”

Rhaenyra no respondió.

Sus ojos violetas eran un vacío que no devolvía nada.

Fredo continuó, porque el silencio lo obligaba.

“No traíamos ejércitos ni flotas, solo una propuesta. Los Rogare deseaban un tratado con la Casa Targaryen, y comprendemos perfectamente que además del Rey, la única otra persona que puede tomar una desición así es su heredera. Mi hermano lo arruinó, lo sé. Pero su locura no representa a mi familia ni a la voluntad de mi padre. Si alguien debe pagar por ello, que sea él único que cometio un crimen, no su familia.”

Se detuvo. Midió sus palabras con cuidado.

Mencionarla como heredera había sido correcto, pero si quería vivir, tenía que mostrar utilidad.

Los dragones no tenían piedad; los dragones tenían propósito.

“Mi padre siempre ha creído que las alianzas se forjan con tiempo, con respeto. No era nuestro deseo irrespetar, Alteza. Me disculpo en nombre de mi hermano por sus acciones.”

La frase le supo amarga, pero debía mantener el tono.

“Y si la Princesa desea reparar este daño, puedo garantizarle apoyo. Comercio, rutas seguras, barcos, oro. Los Rogare pueden servirle mejor vivos que muertos.”

Daemon bajó un escalón, lento, casi felino.

La presencia del hombre llenaba el espacio, y Fredo notó el leve reflejo rojizo del dragón detrás de él.

“¿Sirviéndonos?” dijo Daemon con voz grave, entretenido.

Fredo tragó saliva.

“Sí, mi señor. Nuestra casa tiene influencia en Lys, en Volantis, incluso en Tyrosh. Podríamos reforzar sus rutas, expandir su poder comercial.”

Los labios del Príncipe se curvaron apenas.

“¿Y qué te hace creer que necesitamos ayuda de una familia de mestizos?”

El comentario dolió, pero Fredo no respondió.

No podía hacerlo, porque diria algo equivocado.

Solo inclinó la cabeza.

Rhaenyra apoyó los dedos en el brazo del trono.

Su voz sonó más baja, pero más peligrosa.

“Hablas con calma, pero viniste siguiendo los pasos de un loco. No me sirve la inteligencia de quien no supo detener a su hermano. ¿Qué puedes ofrecerme que valga tu vida?”

Fredo levantó la vista, midiendo su tono, eligiendo cada palabra como si cada una fuera una moneda.

“Paciencia”, dijo finalmente. “Y fidelidad. No pediré nada ahora. Pero si me permite regresar con vida, le haré llegar una propuesta formal desde Lys. Una unión futura, legítima, entre nuestras casas. No inmediata, no impropia. Una alianza que asegure su trono más allá del fuego y el metal, que su padre vea en usted que puede traer alianzas y paz...”

Daemon soltó una carcajada corta, seca. 

El eco retumbó entre los dragones.

Rhaenyra, sin embargo, no sonrió.

Fredo comprendió que había dado justo en el punto que debía. 

No estaba seguro de si era interés o simple curiosidad, pero la Princesa lo seguía observando, inmóvil, mientras su esposo lo rodeaba con pasos lentos.

Sus ojos, violeta y fríos, regresaron a Fredo.

“¿Qué buscan los Rogare?”

Fredo abrió la boca y nada salió.

Su mente trabajó a toda velocidad. No podía hablar de ambición. No podía decir “poder”, ni “riqueza”. Tenía que ofrecer algo que pareciera útil, algo que no los ofendiera.

El oro era inútil aquí.

El fuego no necesitaba financiamiento.

“Buscamos estabilidad,” dijo al fin, y el silencio lo obligó a continuar. “Mi familia… ve en su causa la oportunidad de un nuevo orden. De unir lo que el tiempo y la distancia separaron, la sangre Valyria debe mantenerse viva y mi familia, numerosa como es, tiene mucha...”

Daemon soltó una risa baja. “Hablas de algo que no sabes, la sangre es una cosa que hay que proteger, los tuyos no nos sirven de nada en ese sentido.”

“Mi familia puede rastrear su lineje directamente hasta una de las familias de los Antiguos Señores Dragón, bastardos, no lo niego, pero por nuestra sangre corre magia y mis antepasados han hecho lo posible por seguir las antiguas practicas, mantener la sangre pura. Los Rogare, incluso sin ser jinetes, nos hemos intentado casar con solo aquellos que presumen de lo mismo que nosotros.”

Por un instante creyó ver algo, una sombra de aprobación, en la expresión del Príncipe.

Pero Rhaenyra seguía observándolo en silencio.

Sus ojos bajaron un instante hacia la copa de cristal junto a su mano, el líquido rosado reflejando la luz. Un simple movimiento de sus dedos podría sellar su destino.

Fredo comprendió que cualquier palabra equivocada lo mataría.

“Los Rogare pueden ser útiles,” dijo. “No con espadas, sino con barcos, rutas, oro. Todo lo que el fuego no puede comprar.”

El eco de su propia voz le pareció débil.

Daemon cruzó los brazos y la miró.

Rhaenyra no respondió.

Solo bajó lentamente la vista hacia Lysaro, que seguía en el suelo, balbuceando sin sentido.

“Tu hermano también creyó que podía ser útil,” dijo con suavidad. “Quiso montarse sobre el dragón de mi hija… intentó controlar el fuego.”

Sus ojos regresaron a Fredo.

“Y el fuego lo devoró, consumió su mente…”

Fredo sintió la garganta seca.

No había argumento posible ante eso.

Solo asintió, sin saber si lo hacía por respeto o por miedo.

“Habla entonces,” ordenó ella. “Convénceme de por qué no debo entregarte a mi esposo. Solo tienes esta oportunidad, porque hasta ahora, todo aquello que nos has dicho es inutil, oro, tengo a montones, los Rogare, presumen mucho de su poder y riqueza, y sin embargo, es el Banco de Hierro quien sigue siendo el número uno. Yo no me tendre alianzas con segundones. Dime, Fredo Rogare, ¿que pueden hacer los Rogare por mi? ¿porque me conviene una alianza con ustedes? …¿Porque no quemarlos a todos y simplemente tomar lo poco que tienen..?”

El aire se detuvo.

El rugido del mar llegó desde afuera como un recordatorio de que el mundo seguía allí, esperando su respuesta.

Y Fredo Rogare, hijo de una casa de banqueros y conspiradores, comprendió que por primera vez en su vida estaba verdaderamente pobre.

Fredo comprendió que hablar de alianzas ahora era inútil.

No podía ofrecerle matrimonio, ni promesas, ni tratados; no cuando su hermano balbuceaba a sus pies y su nombre estaba manchado con fuego y deshonra, todas las palabras de ofrecer oro a alguien que podía simplemente tomarlo...

Debía sobrevivir primero. Y para eso, tenía que vender algo más valioso que el oro: la ilusión de obediencia.

Levantó la mirada.

Rhaenyra seguía observándolo con esa quietud inquebrantable. Era hermosa, pero su belleza no tenía nada de humano. Había algo antiguo en su rostro, algo que lo hacía sentir que hablaba con una diosa más que con una mujer.

Y a su lado, el Príncipe. El fuego contenido, esperando solo una señal para arder.

Fredo sabía que debía elegir cada palabra con precisión.

“Princesa,” dijo al fin, y su voz le pareció más débil de lo que esperaba, “sé que mi palabra tiene poco peso, después de lo que ha ocurrido. No vengo a negociar… sino a enmendar.”

Ella no respondió.

La falta de reacción lo obligó a continuar.

“Si me concede el permiso de enviar una carta a Lys, prometo que no será un ruego, sino un gesto. Mi padre debe saber que deseo ofrecerle un regalo a su Alteza, algo digno de su nombre y de su linaje.”

Daemon se movió, apenas un paso, pero fue suficiente para que Fredo sintiera el aire calentarse.

“¿Un regalo?” repitió el Príncipe, y el tono tenía un filo.

Fredo asintió.

“Sí, mi señor. Oro, gemas, tal vez barcos. Nada que pretenda comprar su favor, sino mostrar que los Rogare no son enemigos, sino aliados que comprenden el valor de la deferencia. Un gesto… de reparación.”

Rhaenyra lo estudió unos segundos más, y Fredo tuvo la impresión de que podía ver a través de él, como si cada pensamiento estuviera escrito sobre su piel.

En su mente, ya planeaba el contenido de la carta: sería breve, con palabras simples, pero cada línea significaría otra cosa.

Padre, la Princesa desea conocer nuestra devoción significaría envíe el oro del Banco. Un obsequio digno de su casa significaría pague el rescate.

Y si todo fallaba, tal vez el propio envío del cofre despertaría la codicia suficiente para que Lysandro se moviera por su cuenta.

“Solo una carta,” insistió. “Nada más. Puede revisar cada palabra, si lo desea.”

Daemon soltó una carcajada baja.

“Qué generoso,” dijo. “El ladrón que pide permiso para escribirle a otro ladrón.”

Fredo no se permitió responder.

Rhaenyra, sin embargo, levantó una mano y el Príncipe calló de inmediato.

El silencio fue tan profundo que se escuchó el murmullo del mar golpeando las rocas a lo lejos.

Ella habló con lentitud, como si cada palabra pesara lo suficiente para aplastar a un hombre.

“Una carta,” repitió. “¿Y crees que el oro de tu casa puede comprar mi paciencia?”

Fredo se inclinó.

“No, Princesa. Pero tal vez pueda demostrarla, pero más que el oro, es con esto que deseo demostrarle… nosotros, los Rogare, podemos ofrecerle inteligencia, Princesa. Tenemos contactos, tenemos amigos, y una alianza con nosotros es una alianza con todos nuestros amigos. Permitame enviar una carta a mi padre… Valyria no perecio por completo con su destrucción. Los Targaryen y sus dragones permanecen… pero los Rogare, nosotros tenemos…” pauso por un momento, revelar aquello se sentía como su única opción, pero dolia. “En manos de los Rogare aún quedan libros… registros, hemos llevado un registro detallado, Alteza, de cada bastardo de jinetes dragón, de sus hijos, de sus nietos… de donde fue que diluyeron su sangre…”

La respuesta pareció interesarla.

O tal vez solo la divirtió. Era imposible saberlo.

Finalmente, asintió, con la serenidad de quien decide si una criatura vive o muere.

“Una carta,” dijo. “La leeré antes de que la envíes. Si encuentro una sola palabra que no me guste, Daemon decidirá cómo terminar tu vida, y no quedara ningún registro de ello.”

El Príncipe sonrió.

Caraxes exhaló una bocanada de humo que le lamió la espalda.

Fredo se inclinó con lentitud, disimulando el temblor en las manos.

“Gracias, mi Princesa.”

Rhaenyra apartó la mirada.

Para ella, ya había terminado.

Pero Fredo sabía que no.

Mientras lo escoltaban fuera del salón, comprendió que su carta sería algo más que un ruego o una negociación. Sería una jugada.

Si su padre era tan astuto como creía, leería entre las líneas el mensaje oculto.

Y si no… bueno, siempre quedaba la posibilidad de que el oro llegara antes de que Daemon Targaryen recordara que podía quemarlo con solo desearlo.

La nueva celda era casi un lujo.

Cuatro paredes, un techo firme, una cama. Incluso un escritorio.

Para un prisionero, aquello era casi un trato de cortesía.

Le entregaron una pluma de ganso, papel y un tintero de bronce, sin una sola palabra.

Fredo esperó a quedarse solo.

La pluma temblaba apenas en sus dedos, no por miedo sino por la precisión del cálculo. Cada línea debía servir dos propósitos: apaciguar a la Princesa y despertar la codicia de su padre.

Envío esta carta con el permiso de la:

Princesa Rhaenyra Targaryen, legítima heredera del Trono de Hierro,

 comenzó, su caligrafía elegante, controlada.

He sido testigo de la magnitud de su justicia y de la misericordia que concede a quienes desean redimirse. Mi padre, Lysandro Rogare, desearía ofrecer un obsequio digno de su rango, como muestra de respeto y arrepentimiento por los actos cometidos por mi hermano, su heredero, Lysaro Rogare.

Es el deseo de Fredo que incluida en esta muestra de devoción, mi padre entregue a la Princesa Rhaenyra los nombres de aquellos que son dignos hijos de Valyria.

El resto del texto fue un juego de sombras.

Cada frase, cuidadosamente medida, escondía otra intención.

“Obsequio digno” significaba oro suficiente para comprar medio puerto.

“Devoción sin límites” significaba pago inmediato, sin preguntas.

“Nombres de aquellos que son dignos hijos de Valyria.” De los hijos de jinetes de dragón que procuraron mantener su sangre pura.

Y “la voluntad de reparar los lazos entre fuego y fortuna” era su forma de decir estoy vivo, pero no por mucho tiempo.

Selló la carta con un simple nudo de hilo. No había cera, ni sello, ni escudo. Solo el nombre al final:

Fredo Rogare.

Llamó al guardia una, dos, tres veces. Nadie respondió.

Pasaron las horas, los días.

El pan se volvió duro, el agua amarga.

Pero al amanecer, la carta ya no estaba en el escritorio.

Cuando finalmente escuchó pasos dos días despues en el pasillo, el sonido metálico de las llaves lo sacó de su ensimismamiento.

Dos soldados lo escoltaron sin decir una palabra.

El trayecto fue el mismo que antes, pero el silencio tenía otro peso.

No escuchó el murmullo de las damas, ni el eco de los niños jugando, ni el siseo curioso de los dragones pequeños.

Todo estaba quieto.

Cuando lo empujaron al salón principal, la escena le resultó familiar, casi idéntica a la primera, excepto por una diferencia.

La Princesa estaba sola, o casi.

Sentada en su trono, los dedos sobre el brazo del asiento, la mirada fija en él.

A su lado, el Príncipe, de pie, con la serenidad helada de quien ya ha decidido el destino de un hombre.

Y más allá, en la penumbra, una figura alta, de hombros anchos, de rostro severo, vestido como un soldado más pero de capa blanca. Su presencia lo inquietó… el soldado que habían usado como cebo, de nuevo sirviendo a los dragones con orgullo y mirandolo con desden.

La Princesa no sonrió.

No lo saludó.

Solo habló.

“Tu carta nos fue entregada.”

Fredo asintió con cautela.

“Espero que haya sido recibida con el respeto que intenté expresar, Alteza.”

Daemon se adelantó, interrumpiéndolo.

“Lo fue,” dijo con voz grave. “Y también fue leída por nosotros, como bien sabes, mi esposa aprobo tus palabras y ha sido enviada a tu padre.”

Su mirada tenía la precisión de un cuchillo.

“Pero parece que necesitamos continuar con nuestra anterior conversación, Fredo Rogare.”

Fredo tragó saliva.

“No entiendo, mi señor.”

Daemon lo observó unos segundos, como si disfrutara de su confusión.

“Entonces te refrescaré la memoria. Hablemos de las Saan, particularmente, de la prima que buscabas...”

Fredo sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.

Vicoria.

“¿Qué hay con ella?” preguntó, con voz temblorosa.

Daemon se inclinó apenas hacia adelante.

“Tres hermanas,” dijo. “Eso tengo entendido.”

“¿Tres?” repitió Fredo, confundido, Vicoria es hija única… a menos que…

 El príncipe asintió, lentamente. “Sí. Tres.”

No comprendía, algo se le escapaba.

“Mi señor, no sé de qué me habláis.”

Daemon dio un paso hacia él, sin apartar la vista. “Claro que sabes. Tú mismo lo dijiste. Hablaste de tu prima. De su desaparición. De lo que sucedió en Lys.”

Fredo sintió la garganta cerrarse. Vicoria.

Sí, lo había mencionado. Pero no entendía por qué lo traía a colación ahora, por qué el príncipe hablaba de tres hermanas como si todo estuviera relacionado, Vicoria no tenía hermanas.

“Mi prima desapareció hace años,” murmuró. “Pero ella no tiene hermanas...”

Daemon no respondió. Dio una seña breve y uno de los soldados salió del salón.

El silencio que siguió fue denso, el rumor del mar apenas un suspiro a la distancia.

Fredo trató de pensar. Tres hermanas… ¿qué quería decir con eso? ¿Por qué insistía?

De pronto, el sonido del pergamino desplegándose rompió el silencio.

Daemon lo extendió sobre la mesa con lentitud, los ojos recorriendo las líneas escritas con tinta oscura.

“¿Sabes lo que es esto?” preguntó sin mirarlo.

Fredo negó con un leve movimiento de cabeza.

“Esta lista contiene los nombres de todos los que han conspirado contra mí,” dijo Daemon, su voz baja pero cortante. “Fue escrita por una de las hermanas.”

El corazón de Fredo dio un salto.

“¿Una de… las Saan?” Intento comprender. ¿Había escrito Vicoria sus nombres en un intento desesperado por salvarse?

Daemon levantó la mirada, y en sus ojos había algo que no era furia, sino certeza.

“Sí. Una de ellas. Pelirroja, salvaje… ojos verdes…”

Fredo abrió la boca, pero ninguna palabra salió. Sintió cómo la sangre se le iba del rostro.

Por primera vez, comprendió que el príncipe no hablaba de su prima, Vicoria tenía ojos azules…

No hablaba de Vicoria.

Hablaba de otra.

Daemon continuó, sin darle respiro.

“Esa mujer me dio nombres. Decenas de ellos. Familias enteras que soñaban con robarnos lo que jamás tendrán: el fuego.”

Fredo escuchaba, pero apenas oía. El murmullo del mar y el crujir del pergamino parecían ahogarlo.

Daemon siguió leyendo en voz baja, como quien repasa un inventario antiguo, y de pronto se detuvo.

“Ahora comprendo,” dijo, casi para sí.

“¿Qué comprendéis, mi señor?” preguntó Fredo, temblando.

Daemon enrolló el pergamino con calma.

“Que la mujer que escribió esta lista no mintió,” respondió, y su tono se volvió más duro. “Y que tu familia no solo comerciaba con oro.”

Fredo alzó la vista, aterrado.

“No entiendo…”

“Lo entenderás pronto,” dijo Daemon, girándose apenas hacia los soldados. “Traedme la lámpara. Y enviad a buscar los informes de Zayn. Quiero cada nombre confirmado.”

Los hombres se apresuraron a obedecer. Fredo se quedó en silencio, el corazón golpeándole el pecho, consciente de que, fuera quien fuera esa mujer, sus palabras lo habían condenado.

Daemon se inclinó sobre la mesa y extendió de nuevo el pergamino.

“Esta lista,” dijo con voz baja, “fue escrita por una de las hermanas Saan. Por la menor, Serine.”

El nombre cayó como un golpe. Fredo lo reconoció al instante y comprendío que era su tía, no su prima, quien los había delatado a todos.

 “¿Serine…?”

Daemon lo miró con una calma peligrosa. 

“Sí. Me dio estos nombres uno por uno, entre gritos. Los escribió con sus propias manos antes de morir. Son los nombres de todos los que conspiraron contra mí, contra mi esposa, contra nuestra sangre. Y entre ellos, está el tuyo, Fredo Rogare.”

El aire pareció escapársele de los pulmones.

“Eso no puede ser cierto,” murmuró. “Yo… no he hecho nada.”

Daemon lo ignoró.

“También escribió los nombres de los tuyos. Tu padre. Tus hermanos. Tus tíos. Toda una familia de mercaderes jugando a ser dragones.”

Levantó la mirada y clavó los ojos en él.

“Y de pronto, tú apareces en mi isla, siguiendo a mis barcos, buscando dragones, buscando robar lo que no te pertenece: mi poder, mi sangre, la de mi esposa.”

Fredo lo miró sin comprender del todo. Cada palabra era una piedra hundiéndose en el pecho.

“Mi señor, no… no entiendo. Esa lista… mi tía no pudo escribirla.” Ella no los traicionaría así…

“Lo hizo,” respondió Daemon con frialdad. “Intentó salvar su vida. Traicionó a todos los que conocía, incluso a los tuyos.”

Fredo se quedó inmóvil.

El mundo se redujo al pergamino extendido sobre la mesa. La letra temblorosa de su tía, reconocible incluso desde donde estaba, lo heló por dentro.

Daemon enrolló el pergamino con lentitud.

“Y sin embargo, aquí estás.”

“No vine a robar nada,” dijo Fredo con voz quebrada, la verdad de su presencia reveladonse. “Vine a buscar respuestas.”

Lysaro venía a formar alianzas, Fredo a buscar respuestas.

“¿Respuestas?”

“Mi tía desapareció ese día,” continuó, el miedo abriéndose paso entre las palabras. “Uno de nuestros hombres avisó que el burdel donde ella trabajaba fue atacado. Dijeron que lo destruyeron, que no quedó nada. Nadie supo con seguridad si fue un dragón o soldados vuestros. Solo cenizas. Había muchos rumores…”

Daemon no lo interrumpió.

“Entre los desaparecidos estaba mi tía Serine… y su hija. Mi prima, Vicoria.”

El rostro de Daemon se endureció.

Fredo siguió, desesperado.

“Las buscamos. En Lys, en Volantis, incluso en Tyrosh. Y nadie sabe nada. Pero todos los rumores apuntan a vos. Dicen que las tomaste prisioneras. Que os las llevaste. Que… que las mataste.”

El silencio fue absoluto. Ni el mar ni el viento se atrevieron a romperlo.

Daemon se acercó despacio, hasta quedar frente a él.

“¿Y qué crees tú?”

Fredo sostuvo su mirada apenas un instante antes de bajar la vista.

“Creo que las tenéis,” susurró. “Y que solo vos podéis decirme qué fue de ellas.”

Daemon apoyó las manos sobre la mesa, los nudillos tensos.

“La mujer a la que interrogué se llamaba Serine. Eso, al menos, ya lo sé.”

“¿Y mi prima?”

Daemon lo observó sin pestañear.

“Su nombre no fue mencionado. Ni una sola vez.”

Fredo sintió el corazón latirle en las sienes.

“Entonces… ¿está viva?”

Daemon no respondió. Dio un paso atrás, respirando hondo.

“Si tu prima sobrevivió al fuego, no lo se, si perecio en el, tampoco lo sé. Pero si crees que puedes venir a mi hogar con mentiras y medias verdades esperando que te libere, estás más loco que tu hermano.”

“Mi hermano no está loco,” gritó Fredo, sin pensar. “Fue herido. Torturado. No sabéis lo que sufrimos buscándolos.”

Daemon se giró, y en sus ojos brilló un destello rojo bajo la luz de la lámpara.

“Tu hermano quiso robar un dragón,” dijo con voz suave, peligrosa. “Eso es lo que lo quebró. Y si tú intentas mentirme otra vez, terminarás igual.”

Fredo apretó los puños.

“No miento. Solo quiero saber dónde están. Si están muertas, decidlo. Si están vivas, decidlo. Pero no me hagáis vivir en esta sombra.”

Daemon caminó lentamente hacia él, la sombra de su cuerpo cubriéndolo por completo.

“Vas a hablarme de lo que tu familia sabe sobre dragones. De los nombres de tus socios. De tus acuerdos. Y si lo haces bien, tal vez… solo tal vez… te diré lo que fue de tu tía.”

“¿Y mi prima?”

Daemon se detuvo. Por un instante pareció pensar, y luego dijo:

“Como dije, no tengo respuestas sobre tu prima, pero si tu respondes con honestidad, permitire que hables con algunos de mis sirvientes y soldados para que lo averigues.”

Daemon volvió a la mesa, dejando caer el pergamino.

“Entonces empieza.”

La Princesa, que permanecía en silencio, con una mirada perdida mientras acariciaba distraidamente la garra del dragón dorado que rozaba el trono, de repente fijo sus ojos lilas en él.

Fredo sintió que las palabras se le atragantaban. 

“Habla o mi dragón tendra un bocadillo.”

La amenaza no era retórica. Caraxes, detrás del príncipe, dejó escapar un suspiro que olía a metal y azufre. Por un instante creyó que la muerte era una certeza inmediata.

"Hablaré… hablaré," balbuceó Fredo, la promesa saliendo igual que un niño entrega un juguete. "Diré todo lo que sé."

Daemon le escupió las sílabas finales con desprecio. "Más vale que así sea."

En ese momento, una voz distinta cortó la tensión; una voz como seda que había gobernado los oídos de Fredo desde que había cruzado la isla: la voz de Rhaenyra.

"Fredo," dijo ella, acercándose sin prisa. Su paso era la calma tras la tormenta. "Antes de que sigas, háblame de las hermanas Saan. ¿Quiénes son? ¿Quién era Serine? Cuéntame de su familia."

Había en sus palabras una amabilidad deliberada, un gesto que parecía ofrecer consuelo. Sus ojos, violetas y serenos, se posaron en él con una curiosidad tierna; su sonrisa, apenas esbozada, invitaba a confiar. Fredo, que respiraba aún con dificultad, notó cómo aquella suavidad lo envolvía. La Princesa era encantadora a diferencia de su esposo, quien era como una daga.

"Serine…" empezó, la voz todavía quebrada, y por primera vez trató de ordenar lo que recordaba. "Era la menor… mi tía... Siempre fue la más… audaz. Trabajaba en uno de los burdeles que nosotros… que mi familia financiaba. Tenía una hija, Vicoria. Desaparecieron la noche en que… el burdel fue reducido."

Se detuvo, porque al pronunciar esas frases sentía que abría una puerta que, quizás, no podría volver a cerrar. Rhaenyra no mostró reproche; su gesto quedó tan solo en inclinar la cabeza, como si valorara cada sílaba.

"¿Cómo eran ellas?" añadió Rhaenyra, con esa ternura que no era ingenua sino calculada en apariencia. "¿Qué hacían en la casa? ¿Quién las frecuentaba? Háblame de la niña. ¿Cómo era Vicoria?"

Fredo cerró los ojos un segundo, juntando recuerdos, nombres e imágenes desordenadas de un pasado que ahora se le pedía ordenar como si su vida dependiera de ello. Y de hecho, dependía.

Fredo tragó saliva, los dedos aún tensos sobre las rodillas. La voz de Rhaenyra era suave, casi hipnótica, una brisa tibia entre el hielo del príncipe y el temor que lo paralizaba.

“Vicoria era…” dudó un instante, buscando las palabras, “…dulce. Siempre lo fue. No hablaba mucho, pero comprendía las cosas mejor que nadie. Tenía una mente clara. Los números, las cuentas, los libros… los entendía con una facilidad que asustaba. Ayudaba a su madre con los negocios.”

Rhaenyra inclinó apenas la cabeza.

“¿Y su madre?”

“Serine era distinta,” dijo Fredo con voz baja. “Era la menor. Tenía el cabello rojo como el fuego. Decían que era hermosa, demasiado para su propio bien. No soportaba obedecer a nadie, ni siquiera a mi madre. Siempre encontraba un modo de hacer lo que quería, le encantaba trabajar en los burdeles, mi abuelo lo permitía porque ella había prometido… había prometido mantener su sangre tan pura como fuese posible…”

Daemon seguía detrás, callado, observando cada gesto.

“¿Y Aura?” preguntó Rhaenyra, su voz dulce pero firme.

Fredo respiró hondo. “Aura era la segunda de las tres. Murió cuando Vicoria era pequeña. Apenas la recuerdo, pero sé que estaba casada con Tieran, uno de los hijos de la princesa Saera. Decían que era un hombre ambicioso, que soñaba con volver a poner su linaje en el trono.”

“¿Y tu madre?”

La mención de Vasilisa le ablandó el gesto. “Mi madre es la mayor, Vasilisa. Fuerte, orgullosa. A veces severa, pero justa. Siempre fue el sostén de todos. Sufre por mi padre, por sus infidelidades, por los bastardos que siguen apareciendo en cada puerto… y por Serine. Nunca la perdonó del todo por marcharse, pero la amaba. Siempre quiso traerla de vuelta a casa cuando desaparecio.”

La Princesa Rhaenyra asintió despacio, el brillo en sus ojos era difícil de leer.

“Hablas de tu madre con respeto. Eso dice mucho de ti.”

Fredo alzó la mirada, sorprendido por la dulzura en su voz. Había en la princesa una serenidad que desarmaba. No tenía la brutalidad de Daemon, sino un tipo de poder diferente, el que hacía que uno quisiera hablar.

“Mi madre dice que Serine era su reflejo en el agua,” continuó, casi sin pensarlo. “La parte que nunca pudo ser. Libre, temeraria. Y tal vez por eso la odiaba tanto como la amaba.”

El silencio se instaló. Rhaenyra lo observó con atención, sin apartar la vista, y por un instante Fredo sintió que hablaba con alguien que realmente quería entenderlo.

Daemon rompió la calma con un tono seco.

“Ya basta de nostalgias. Has dicho lo suficiente.”

Rhaenyra giró apenas el rostro hacia él, sin perder la compostura.

“Apenas estamos comenzando.”

Fredo bajó la vista, comprendiendo que, entre ambos, estaba atrapado. Ella con su voz de seda; él con su voz de acero. Y en medio, la verdad que poco a poco salía de su boca sin que pudiera detenerla.

Daemon se adelantó un paso, la sombra del dragón cayendo sobre ambos como un presagio.

“¿Sabías de los planes de Semilla de Dragón?”

Fredo se estremeció, sin entender del todo. “¿De qué habláis, mi señor?”

“De los intentos por robar mi sangre,” rugió Daemon. “De los bastardos que vuestra familia quiso fabricar para mezclarse con la nuestra. ¿Acaso crees que no lo sé? ¿Que no tengo nombres, barcos, transacciones?”

El tono era una amenaza abierta. Fredo retrocedió instintivamente, las piernas temblando.

“No… no lo sabía, os lo juro. Yo no…”

Daemon se movió tan rápido que apenas lo vio. Lo tomó del cuello de la camisa y lo alzó lo suficiente para hacerlo jadear. “Mientes.”

“¡No, por favor! ¡No lo sé! ¡No lo sé!”

Un sonido suave interrumpió la escena. No un grito, ni una orden. Solo el roce de seda. “Daemon.”

La voz de Rhaenyra era tranquila, casi perezosa. Bastó con eso para que el príncipe lo soltara, con un gesto brusco. Fredo cayó al suelo, tosiendo, el aire regresando de golpe a sus pulmones.

“Creo que nuestro invitado está hambriento,” dijo Rhaenyra, avanzando con serenidad. “Manda preparar té. Y algo de comer.”

Daemon la miró con incredulidad. “¿Té?”

“Sí,” respondió ella, sin alterarse. “Difícilmente obtendrás respuestas de un hombre que apenas respira.”

El príncipe frunció el ceño, pero no discutió. Dio media vuelta y se apartó unos pasos, dejando que el sonido de sus botas sobre la piedra llenara el silencio.

Un par de sirvientas entraron y colocaron una mesa baja frente a la princesa. La porcelana brillaba, las copas eran de cristal fino, el aroma del té de jazmín llenó el aire.

Rhaenyra tomó asiento con la elegancia de quien sabe que gobierna incluso en el silencio.

“Ven,” dijo, con una sonrisa ligera. “Come algo. No se puede hablar de cosas importantes con el estómago vacío.”

Fredo la miró, incrédulo. Aún sentía el ardor en el cuello, pero la suavidad de su voz lo desarmó. Se acercó despacio, sin saber si debía arrodillarse o sentarse.

“Siéntate,” ordenó ella con dulzura.

Obedeció. Una copa de té humeante fue colocada frente a él. Rhaenyra lo observaba con interés genuino, o eso parecía. Sus ojos violetas eran un refugio en medio del fuego.

“Prueba,” insistió. “Es de Lys, ¿no? Nuestros mercaderes lo traen desde hace meses. Mi esposo dice que es demasiado dulce, pero a mí me gusta.”

El comentario lo confundió. Aquella cercanía, aquella naturalidad… era casi imposible asociarla con la mujer que, minutos antes, había estado presenciando su tortura.

Rhaenyra dio un pequeño sorbo, sonriendo.

“Ahora,” dijo en tono de conversación casual, “hablemos de lo que realmente quiero saber. ¿Qué sabes de los planes de los mercaderes de Lys con respecto a los dragones?”

Su voz era suave, pero había en ella una precisión peligrosa, como una daga envuelta en seda.

Fredo sintió que el té le sabía a miedo.

Rhaenyra sostuvo la copa entre los dedos, observando cómo el vapor se elevaba y danzaba antes de desvanecerse. Sus ojos, violetas y serenos, nunca se apartaron de Fredo.

“Tu padre es un hombre ambicioso,” comentó, con un tono tan casual que parecía conversación de salón. “Demasiado ambicioso, tal vez.”

Fredo intentó sonreír, pero el gesto se torció. “Es un hombre de negocios, Alteza. Todo lo que hace, lo hace por su familia.”

“¿Y tú?” preguntó Rhaenyra, con un ligero arqueo de ceja. “¿Qué haces tú por tu familia?”

“Lo que me ordenen,” respondió, casi mecánicamente. “Vine aquí siguiendo instrucciones. Buscar una alianza… un matrimonio, si era posible.”

Daemon soltó una risa seca, sin humor, desde el fondo del salón. “Un matrimonio, dice. ¿Con quién pretendías casarte, Fredo Rogare? ¿Con mi esposa?”

Fredo palideció. “No… no yo, mi señor. Mi padre. Él cree que… que la unión de nuestras casas podría fortalecer ambos linajes. Tiene respeto por la sangre valyria y no hay sangre más pura que la de los Targaryen...”

“Respeto,” repitió Daemon, su voz cargada de burla. “La palabra que usan los mercaderes cuando en realidad quieren decir codicia.”

Rhaenyra levantó una mano, y su esposo guardó silencio. Luego, volvió la mirada al joven Rogare.

“Dices que buscabais una alianza. ¿Y los barcos? ¿También eran parte de esa cortesía diplomática? ¿Que me dices de los barcos al servicio de Saera?”

Fredo dudó. Bajó la mirada hacia el té, buscando valor en el fondo de la copa, poco podía decir de sus barcos, pero revelar sobre los de la Princesa muerta no haría daño, podrían echarle la culpa, liberarse de todo un poco. “Hay rumores… sobre los huevos. Se dice que en las Islas de Velos hay cavernas donde el fuego aún vive. Que algunos dragones se ocultaron allí después del cataclismo. Mi padre cree que podrían encontrarse huevos… o algo más, la Princesa Saera creía lo mismo, se que cuando mi tía Aura ser caso con Tieran, mi padre le regalo barcos para su noble tarea...”

Daemon avanzó un paso. “¿Barcos que siguen buscando a pesar de que ni Tieran ni Saera viven?”

El silencio fue respuesta suficiente.

Rhaenyra apoyó la copa, con delicadeza. “Continúa.”

“Es todo lo que sé,” murmuró Fredo. “Solo rumores. Viejas historias, eso fue antes de que yo naciera...”

“¿Y qué hay de Tieran?” preguntó ella entonces. “El bastardo de Saera. ¿Era solo un buscador más?”

Fredo dudó, su respiración se volvió irregular. “Tieran fue… esposo de mi tía Aura. Dicen que encontró un huevo de dragón en las Islas de Velos junto a su hermano Talasar. Que fue el primer intento de nuestra familia por acercarse al fuego valyrio.”

Rhaenyra lo observó en silencio. “Dices ‘dicen’. Pero tú no lo crees, ¿verdad?”

Fredo alzó la vista, y por un momento pareció que iba a mentir. Pero el brillo en los ojos de la princesa lo desnudó.

“No,” confesó, la voz temblorosa. “Sé que mintió. Que ese huevo… no fue encontrado. Fue robado, él y mi padre hablaron de ello una vez… yo, los escuche a escondidas.”

Daemon se inclinó hacia él, la sombra del dragón rojo cubriéndolos a ambos. “¿De dónde?”

Fredo tragó saliva. Sus dedos se aferraron al borde de la mesa como si el suelo pudiera abrirse bajo sus pies.
“De Dragonstone.”

El silencio que siguió fue tan espeso que el aire pareció volverse fuego.
Rhaenyra no se movió, pero una tensión apenas perceptible endureció su mandíbula, la piel de su rostro conteniéndose como si temiera quebrarse.
“¿Quién lo robó?”

“No lo sé,” susurró Fredo. “Solo que Talasar lo consiguió con ayuda. Hubo un trato con alguien de la corte. Se negó a decirle el nombre a mi padre… pero Tieran creía que había otro huevo en Velos.”

Daemon golpeó la mesa con el puño, las copas vibraron, el té tembló. “¡Mentira!”

Fredo alzó las manos, aterrado. “¡No! Os lo juro, no sé nada más. Solo sé que el huevo nunca eclosionó. ¡Nada más! Tieran juraba que el huevo eclosionó para Talasar, que murió junto a la criatura, pero mi padre me contó la verdad. Talasar abrió el huevo él mismo. Dijo que la criatura estaba petrificada, muerta… y que murió poco después, sin comprender por qué.”

Rhaenyra intercambió una mirada con su esposo. Daemon no dijo palabra, pero su respiración se volvió más pesada, como si cada exhalación contuviera fuego.
Fredo continuó, sin saber por qué. Tal vez por miedo, tal vez por desesperación.
“Tieran se casó con mi tía Aura. Sus hijos nacieron… sin fuego. Mi padre decía que era sangre débil. Y cuando Aura murió, con un hijo en su vientre, Tieran juró vengarse de vos, príncipe Daemon.”

Rhaenyra lo observó un largo momento antes de tomar su copa. Dio un sorbo tranquilo, como si degustara cada palabra antes de responder.

“Si lo que dices es cierto,” dijo en voz baja, “entonces vuestro padre no buscó oro, sino fuego. Los Rogare han conspirado durante años para robar lo que no comprenden.”

Su mirada se volvió fría, impenetrable, casi maternal.

Fredo comprendió entonces que la princesa entendía mucho más de lo que decía. Y que esa calma era, en realidad, lo más peligroso de todo.

“Me has mentido,” dijo finalmente Rhaenyra. “Has torcido tus palabras, ocultado verdades… no puedo confiar en ti, Fredo Rogare.”

Su voz era tan serena que el miedo tardó un instante en alcanzarlo.

El dragón dorado, dormido hasta entonces, alzó la cabeza. Sus ojos, líquidos y antiguos, lo miraron con hambre.

“¡No he mentido! ¡Lo juro! ¡Os he dicho la verdad!”

Rhaenyra lo miró por última vez antes de levantarse. “Creer una palabra de tu boca sería como acariciar una víbora y esperar que no muerda.” Giró hacia los soldados. “Llévenlo a una celda. A una de las celdas de fuego.”

Daemon no esperó.

Cuando Fredo intentó acercarse, implorante, el príncipe lo golpeó con una patada en el estómago. El aire le abandonó los pulmones y cayó de rodillas, doblado por el dolor.

Para cuando recuperó el aliento, lo arrastraban por pasillos húmedos, luego por un túnel que olía a azufre.

El príncipe caminaba delante, su silueta recortada contra los destellos rojos que salían del corazón de la montaña.

La celda era un hueco de piedra viva. La lava fluía como ríos de sangre bajo el suelo, iluminando las paredes.

Los soldados abrieron la puerta con pinzas de hierro, evitando tocar el metal al rojo vivo. Lo arrojaron adentro.

El calor era insoportable. Fredo se hizo pequeño, jadeando, las lágrimas secándosele antes de caer.

Entonces, el príncipe entró.

Daemon no necesitó hablar. Extendió una mano bajo un hilo de lava; el guante se desintegró al instante, pero su piel quedó intacta. Sonrió.

Fredo quiso retroceder, pero ya no había espacio.

El príncipe lo tomó del antebrazo con esa misma mano. El olor a carne quemada llenó el aire. Fredo gritó, su voz perdida entre los rugidos del fuego.

Cuando Daemon lo soltó, la marca ardía como si aún siguiera dentro del metal.

“Los dragones no temen al fuego,” dijo Daemon con calma. “Tú no eres un dragón. Eres un ladrón, un mentiroso… un mestizo inútil.”

Su sombra lo cubrió por completo.

“Dormirás aquí esta noche. Mañana veremos si sigues cantando tus mentiras después de probar el fuego de verdad.”

La puerta se cerró. El metal chispeó, sellando el aire.

Fredo quedó solo, con el pecho ardiendo, los ojos nublados y la certeza absoluta de que los dioses, si existían, habían vuelto el rostro y habían abandonado a los Rogare por completo.

Notes:

Las conspiraciones continuan!

Este capitulo es un poco... caotico, porque Fredo no quiere revelar nada, pero no tiene muchas opciones.
No se preocupen, se revelara más en el siguiente cap!

Y me encantaría decirles el POV... pero como que no hay un pov? jaja, es que lo escribi raro, pero bueno; hay dos capitulos que van a la par y podrían ser el siguiente, aun no me termino de decidir en que orden publicarlos, pero ambos revelan practicamente todo en orden, solo necesito afinar unos detalles sobre como termina el arco y estaran listos.

Los siguientes capitulos seran un poco cortos, los estoy partiendo en dos o tres partes para mantener el ritmo y publicar cada semana, aunque estare publicando en sabado o domingo, realmente no puedo decir que día, dependera de como me trate la semana.

Mil gracias por sus hermosos comentarios!!!
Me dan mucho animo aunque a veces lloro leyendolos, lo juro, me renuevan!

Aún no he podido responderlos, pero es por un buen motivo! He estado escribiendo bastante ahora que tuve un momento de paz, mi otra hermana llego de sorpresa para cuidar a mi mamá el fin de semana y me dio un descanso! Digo, aún tenía mil pendientes, pero me dio un par de horas para escribir y relajarme, fue tan bonito...
Aunque nos quedamos sin internet un rato por las lluvias, teníamos luz y pude escribir... pero no más porque sin red no hay AO3, jaja!

Pros y contras-

Chapter 32: Los Deseos de un hombre pequeño III

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El amanecer se desliza lentamente sobre la Isla Prūmia, tiñendo el horizonte de tonos dorados y rosados. El aire es tibio, húmedo, cargado con el perfume de las flores que crecen al borde de las fuentes. Una brisa ligera hace vibrar las hojas de las palmeras y arrastra consigo el murmullo constante del mar, ese sonido grave que parece latir con la respiración de la isla misma.

En la terraza principal del palacio, rodeada de enredaderas y columnas blancas, Rhaenyra está sentada en una silla tallada en piedra clara. Sus pies descalzos descansan sobre el mármol tibio y su túnica de lino blanco se mueve suavemente con el viento. En su regazo, Visenya se alimenta con lentitud. La niña tiene el cabello pálido, casi plateado, que brilla con la luz temprana; una mano diminuta se aferra a la tela del vestido de su madre, mientras el ritmo de su respiración se mezcla con el canto de los pájaros.

Rhaenyra acaricia su cabeza con suavidad. Cada movimiento es tranquilo, metódico, casi sagrado. La mirada de la princesa se pierde un instante en el horizonte, donde el mar se encuentra con el cielo. La serenidad que la envuelve es total: no hay mensajeros, ni cartas, ni sombras de traición. Solo la certeza silenciosa de tener a su familia cerca.

A pocos pasos, Daemon camina descalzo por la hierba húmeda con Aemmon en brazos. El niño se retuerce y ríe cuando su padre lo eleva hacia el sol, encantado por el brillo del agua que cae de una fuente cercana. Daemon le murmura algo en voz baja, una palabra en alto valyrio, y el bebé responde con una carcajada que hace sonreír al guerrero. La dureza habitual de su rostro se disuelve por un momento; lo humano emerge entre las cicatrices.

En el patio inferior, Aegon y Viserys corren entre los estanques. Aegon lleva una flor roja entre los dientes y declara, con la solemnidad de un niño que se cree invencible, que es una espada mágica. Viserys lo sigue, tropezando entre las piedras, riendo sin pausa. En un momento, Aegon resbala y ambos terminan en el agua, salpicando todo a su alrededor.

El sonido de sus risas llena el aire. Los guardias que vigilan desde la distancia apenas se atreven a sonreír, sabiendo que allí, en presencia de sus señores, todo parece diferente: más leve, más humano.

A un costado, tres dragones pequeños toman el sol. Las escamas de uno reflejan un verde brillante; las del otro, un azul profundo con vetas plateadas; y el tercero, el más joven, tiene un tono dorado pálido que parece absorber la luz. Reptan perezosamente sobre las piedras calientes, abren las alas para calentarse y luego vuelven a cerrarlas con un movimiento lento, como si respiraran al ritmo de la tierra. Uno de ellos bosteza, dejando escapar un hilo de humo que se disuelve en el aire.

El aroma del desayuno llega desde la cocina: pan recién horneado, miel, fruta cortada. Una sirvienta pasa silenciosa, dejando una jarra de agua fresca y una bandeja con té de flores blancas. Rhaenyra toma la jarra y bebe un sorbo, aún con Visenya en brazos. Su mirada se cruza con la de Daemon, que la observa en silencio, con el niño dormido contra su pecho.

Ella sonríe. “Podríamos quedarnos así para siempre.”

Daemon se acerca despacio, deteniéndose junto a ella. “El mundo no nos dejará, pero hoy… hoy parece haberlo olvidado.”

Rhaenyra inclina la cabeza hacia él. “Entonces no lo recordemos nosotros tampoco.”

Por un instante, la isla entera parece contener el aliento.

El mar se extiende como un espejo.

Las fuentes siguen su canto cristalino.

Los dragones, satisfechos, descansan al sol, disfrutando del clima caliente.

El sol había subido alto cuando los niños terminaron de comer. Aegon dormía ya medio inclinado sobre la mesa, la mejilla apoyada en un brazo, y Viserys apenas lograba mantener los ojos abiertos mientras sostenía un trozo de fruta entre los dedos. Rhaenyra los observó con una ternura que sus hijos traian a la superficie con sus perfectas caritas.

“Llévenlos a dormir”, dijo finalmente, su voz tan suave como la brisa. “Que descansen antes de que el sol caiga.”

Las niñeras obedecieron sin hacer ruido. Daemon se levantó también, sosteniendo a Visenya con una delicadeza que contrastaba con la fuerza que irradiaba su cuerpo. La niña, de apenas dos meses, se acurrucó contra su pecho con un leve gemido.

El príncipe caminó despacio hacia Elinda Massey, que aguardaba junto a la entrada del pasillo. La joven inclinó la cabeza cuando lo vio acercarse. Su semblante, por lo general tan sereno, se suavizó aún más cuando recibió a la pequeña.

“Está pesada”, murmuró Daemon, casi en tono de broma. “Pronto tendrás que usar ambas manos para sostenerla.”

Elinda sonrió con timidez. “Que así sea, mi señor. Crece fuerte, como debe ser.”

Daemon la observó un instante más de lo necesario. Visenya, ya medio dormida, se acomodó entre los brazos de Elinda, y la joven comenzó a arrullarla con movimientos rítmicos, casi instintivos. Había una devoción silenciosa en su gesto, una dulzura que parecía apaciguar hasta al dragón que dormía en las profundidades de la isla.

Cuando el último de los niños desapareció entre las cortinas, el ambiente cambió apenas. El silencio ya no era doméstico, sino solemne. Rhaenyra apartó su silla y se levantó despacio. Caminó hasta el borde de la terraza, donde la luz del mediodía caía sobre el jardín inferior. El resplandor del agua la cegó un instante, pero no desvió la mirada.

“Quiero que el interrogatorio se haga aquí”, dijo finalmente, sin volver la cabeza.

Daemon la miró, sorprendido. “¿Aquí? Pensé que querrías usar el salón.”

Rhaenyra negó con suavidad. “Hoy no deseo pisar ese lugar.” Su tono no admitía réplica. “Colocad una mesa, y traed al prisionero cuando todo esté listo. Quiero oír lo que tenga que decir bajo la luz del día.”

Daemon inclinó la cabeza. “Como desees.”

Mientras él daba órdenes a los guardias, los sirvientes comenzaron a moverse con precisión casi ritual. En el jardín, las fuentes seguían brotando con su canto claro. Las flores abrían sus pétalos al sol, ignorantes de lo que estaba por venir.

Rhaenyra permaneció quieta, observando cómo los hombres colocaban una mesa de piedra bajo la sombra de un árbol. El viento levantó un mechón de su cabello y se lo llevó al rostro. No lo apartó. Había algo en su silencio, una calma extraña, como si la paz del día estuviera a punto de quebrarse… pero no del todo.

Daemon, de pie a su lado, la miró un instante y comprendió que aquella quietud no era reposo, sino contención.

Lo conocía demasiado bien.

“Será rápido,” dijo él en voz baja.

Rhaenyra no respondió. Solo alzó la vista al cielo.

Desde las montañas, un rugido lejano respondió al llamado.

En lo alto del balcón oriental, donde el sol caía de lleno sobre las losas, Tessarion dormitaba desde hacía horas. Sus escamas verdosas reflejaban destellos azulados con cada respiración, y el calor de la piedra se mezclaba con el vapor tenue que salía de sus fosas nasales. Era una criatura joven aún, pero majestuosa, su cuerpo se extendía como un manto de agua viva sobre el mármol.

Cuando el sonido de pasos metálicos comenzó a resonar en el corredor, Tessarion alzó la cabeza.

Un soplo de aire cálido se escapó de su garganta.

Sus ojos, de un azul profundo con destellos plateados, se fijaron en la comitiva que se acercaba desde la puerta principal del jardín.

Daemon, que hasta ese momento había permanecido junto a la mesa, levantó la vista al escuchar el roce de las escamas. Caminaba de un lado a otro, inquieto, como si su propio cuerpo necesitara moverse para contener la furia que lo habitaba. La manera en que se desplazaba, con los hombros tensos, el paso firme, los ojos encendidos, recordaba al andar de los dragones antes del fuego.

Rhaenyra, sentada en su silla de mármol, lo observó en silencio. Había una curva sutil en sus labios, casi una sonrisa. Miró luego a Tessarion, que descendía lentamente desde el balcón con la elegancia de una sombra líquida. Cada movimiento del dragón imitaba, sin saberlo, el de Daemon: el mismo ritmo, la misma tensión contenida.

Tessarion cruzó el jardín con pasos lentos y cuidadosos, evitando aplastar las flores. Su cola rozó apenas la hierba, levantando una nube de pétalos que el viento dispersó. Al llegar junto a Rhaenyra, inclinó la cabeza, y ella posó una mano sobre la superficie caliente de sus escamas.

Daemon se detuvo al verla. Fascinado por su belleza; así, con un diminuto dragón a su costado, parecía una Diosa de la Antigua Valyria con su mascota.

A su alrededor, los guardias tomaban posiciones con precisión impecable. Las armaduras brillaban bajo el sol, los cascos relucían, y el sonido de las espadas al desenvainarse resonó con un eco seco y disciplinado.

Ser Lorent Marbrand se adelantó unos pasos y se colocó cerca de la Princesa. Su mirada recorrió el perímetro, asegurándose de que nada quedara descubierto. Era un hombre joven pero de postura firme, y su sola presencia bastaba para imponer respeto.

El aire cambió.

Un murmullo de pasos pesados se aproximó por el pasillo.

Los guardias que arrastraban al prisionero aparecieron entre los arcos.

Fredo avanzaba apenas. Su cuerpo era una colección de heridas abiertas. Las ampollas le cubrían el cuello y los brazos, algunas reventadas, dejando ver la carne rosada y húmeda. El cabello, ennegrecido en las puntas, olía a humo. Respiraba con dificultad, y cada exhalación era un sonido áspero que recordaba al silbido del aire sobre carbón encendido.

Dos soldados lo sujetaban por los brazos, mientras otros cuatro los flanqueaban. Al verlo, Tessarion levantó ligeramente las alas, como si algo en el olor del hombre le resultara repugnante. Rhaenyra, sin apartar la mano del dragón, sintió cómo una corriente tibia recorría su piel, como una chispa que se iniciaba al rozar cada escama.

Daemon se detuvo frente a ellos.

El silencio se extendió sobre el jardín.

Solo se oía el murmullo de las fuentes y el chasquido ocasional del fuego que dormía bajo la piedra.

“Traedlo aquí.”

Los guardias obedecieron. El cuerpo de Fredo fue obligado a arrodillarse frente a la mesa.

Rhaenyra permaneció inmóvil, la mano aún sobre Tessarion, cuyos ojos brillaban como si contuvieran un reflejo de las llamas del infierno.

En ese instante, Daemon alzó un pergamino, lo desenrolló con calma y lo colocó sobre la mesa.

El viento movió suavemente los bordes.

En la superficie estaban escritos varios nombres, trazados con tinta negra con trazos torpes.

El silencio se volvió absoluto.

Hasta el agua de las fuentes pareció detenerse mientras Fredo jadeaba de dolor, sus ojos llenos de miedo y Rhaenyra se sento con delicadeza, acomodando su delicado cuerpo en una silla ancha llena de cojines.

Daemon observó al prisionero con una calma que resultaba más cruel que cualquier grito. Dio un paso al frente, inclinándose apenas para mirarlo mejor.

El hedor del sudor y la piel quemada lo golpeó de inmediato, pero no apartó la vista.

“Así que este es el hombre que pretendía engañarnos.”

Su voz era baja, casi un susurro, pero tenía un tono burlón que hizo que Fredo temblara. Intentó erguirse, pero sus piernas cedieron al instante. Las rodillas golpearon la piedra con un sonido seco. El contacto con el suelo le arrancó un gemido: las heridas de su piel se abrieron con el movimiento.

El miedo le recorría el cuerpo como una fiebre invisible.

Su respiración era irregular, y un temblor constante agitaba sus manos, como si incluso sus huesos se resistieran a sostenerlo.

Daemon se inclinó un poco más, la sombra de su cuerpo cubriéndolo.

“Te has vuelto más silencioso desde anoche.” Una sonrisa apenas perceptible cruzó su rostro. “¿Acaso la celda fue más calurosa de lo que esperabas?”

Fredo intentó responder, pero no salió sonido alguno. La garganta le ardía. Abrió los labios, resecos, cuarteados, y solo un jadeo ahogado escapó de su boca. Su lengua se movió torpemente, como si las palabras fueran demasiado pesadas para salir.

Rhaenyra lo observaba desde su asiento, sin un gesto de piedad. La mano descansaba aún sobre la cabeza de Tessarion, cuyos ojos seguían cada movimiento del prisionero. El aire se había vuelto espeso, caliente, como si el dragón y el jardín respiraran al mismo compás.

Daemon se enderezó.

“Dime, Fredo,” dijo despacio, cada palabra pronunciada con precisión, “¿prefieres quedarte mudo o volver a pasar la noche en la celda de fuego?”

El hombre alzó la mirada con dificultad. Tenía los ojos inyectados en sangre, las pestañas pegadas por el sudor. Trató de hablar, pero la voz se quebró antes de nacer. Tosió una vez, luego otra. Al final, un hilo de sonido emergió, ronco, desgarrado.

“C… cooperaré.” La palabra se ahogó entre jadeos. Tosió de nuevo y un hilo oscuro de sangre manchó el mármol, su corazón se desbocaba de miedo ante la sola idea de regresar a aquel lugar.

Daemon lo observó sin pestañear.

Rhaenyra, sin apartar la vista, dijo con calma: “Dadle agua.”

Una sirvienta se adelantó de inmediato, con un cuenco lleno de líquido transparente. El líquido temblaba mientras lo acercaba a los labios del prisionero. Fredo lo tomó con manos torpes y bebió con desesperación, derramando la mitad por el cuello y el pecho.

El agua tibia le quemó al pasar por la garganta, pero no se detuvo. Bebió hasta que el cuenco quedó vacío, y luego respiró hondo, jadeando, con los ojos húmedos.

Daemon lo observó un momento más.

“Bien,” dijo finalmente. “Entonces hablemos de tu familia.”

Fredo cerró los ojos un segundo, como si quisiera escapar del mundo.

Y al abrirlos, supo que no habría más escapatoria, respondería cada pregunta, condenaría a su familia, amigos, socios y hasta a sí mismo con tal de no regresar a ese lugar.

Un infierno en la tierra.

“Comencemos de nuevo: Serine.”

El nombre salio de los labios de Daemon de manera simple, para Daemon, el nombre no representaba mucho, pero Fredo se estremecio al escucharlo.

Rhaenyra, sentada junto a la fuente, levantó la vista hacia el dragón que dormía enroscado bajo los laureles. Tessarion respiraba con un ritmo pausado, su piel azulada reflejando los destellos del agua. Rhaenyra alargó la mano, rozando una de sus escamas, y el contacto le dejó una sensación extraña: un calor que no era solo físico, sino antiguo, profundo, como si algo más respondiera desde dentro.

Daemon hablaba, su voz grave y contenida.

“Serine Saan. Hija de Verl. Capturada en Volantis hace tres años. Estaba embarazada. Sobrevivió más tiempo del que esperábamos. Al final habló bastante, contaba historias y cuentos de traición, de muerte… poco importo que fuese su familia a la que condenaba, ella solo quería… dejar de sufrir.”

Las palabras se deslizaban en el aire como cuchillos lentos. Rhaenyra parpadeó, y por un instante, la luz del jardín cambió. El canto de las aves se apagó. El murmullo del agua se transformó en un goteo hueco.

El calor de Tessarion bajo su palma se volvió sofocante.

Y de pronto, ya no estaba en Prūmia.

Serine Saan

El mármol se volvió piedra.

El perfume de las flores se transformó en el hedor del hierro oxidado.

El aire ardía.

Rhaenyra vio el rostro de la mujer que Daemon nombraba: Serine Saan, encogida en un rincón, el vientre tenso, los ojos hundidos en sombras. No había muros de mármol ni fuentes de cristal, solo humedad, fuego y silencio.

Daemon seguía hablando, pero ahora su voz parecía provenir de todas partes.

“Al principio, intentó resistirse. Dijo que no sabía nada. Que Mysaria había sido la culpable. Que los Saan eran inocentes. Pero Zayn no se detuvo. Día tras día. Pregunta tras pregunta. Hasta que el dolor fue más fuerte que su lealtad.”

El sonido del agua se mezcló con el de gotas cayendo sobre piedra caliente.

Rhaenyra sintió el temblor en sus dedos, la respiración entrecortada de la mujer frente a ella.

Y cuando Serine levantó la cabeza, Rhaenyra creyó ver sus propios ojos reflejados en los de la prisionera.

Miedo. Furia. Un amor desesperado.

Y detrás de todo, una promesa muda: proteger un nombre.

El nombre de una hija.

La esperanza de estuviese viva…

El aire se quebró. Tessarion soltó un leve rugido, sacudiendo las alas.

El jardín volvió a existir, pero la imagen de la celda seguía flotando en los pensamientos de Rhaenyra, adherida a su piel como ceniza.

Daemon la miró en silencio por un instante, sus ojos comprendiendo que con cada caricia a las escamas de Tessarion, la imagen se volvia mas clara en su mente. 

La puerta se abrió con un chirrido. La figura de Zayn llenó el umbral: alto, con la armadura manchada de barro y la mirada fría de quien ya no ve personas, solo objetivos.

“¿Cuántos hijos tuvo la princesa Saera?”, preguntó. Su voz era un filo mientras cerraba la puerta que rechinaba.

Serine no respondió. Miró el suelo, los dedos crispados sobre el regazo.

Zayn dio un paso. Luego otro. Su sombra la cubrió entera. Observo aterrada como Zayn, su torturador más cruel, comenzaba a soltar los lazos de sus pantalones.

“Cinco, dijiste ayer. Pero mencionaste a un tal Talasor… Y luego callaste. ¿Por qué?”

Ella apretó los labios. La piel de su rostro estaba marcada por golpes antiguos, la sangre seca formaba líneas que parecían grietas.

Observo como sacaba su polla gruesa, con venas muy marcadas y ya escurriendo semilla y la ponía frente a su boca.

“Porque está muerto,” murmuró al fin, antes de que pudiera obligarla a chuparlo con la esperanza de evitar que lo intentara. “Murió joven. Su dragón también.”

Zayn ladeó la cabeza. “Y los otros. Los que viven. Los que tienen hijos. Los que todavía pueden reclamar lo que no les pertenece.”

Un temblor recorrió el cuerpo de Serine.

Por el esfuerzo de contener el nombre que no debía pronunciar.

Vicoria. 

Su mente repetía el nombre en silencio, como si al pensarlo demasiado pudiese esconderlo más hondo.

Zayn la observó, buscando fisuras, cuando Serine mantuvo los labios cerrados, acerco su polla a su cara y apretando su mandibula la obligo a abrir los labios, ignorando sus forcejeos, uso su otra mano para agarrarla del cabello y entonces metio su polla en su boca. Serine sintio una arcada, incapaz de respirar.

El impulso de morder llego, pero se contuvo… una vez lo había intentado y Zayn trajo a otros dos soldados que la sostuvieron mientras él le follaba el culo, y luego Zayn la sostuvo mientras los otros dos soldados la violaban al mismo tiempo en carne viva.

“Habla, mujer. ¿Dónde están los herederos? ¿Qué buscan en las ruinas? ¿Qué saben de los dragones?” Saco su polla y la dejo respirar por un instante, sonriendo friamente al verla jadear y retorcerse, saliva y semilla escurriendo por su barbilla a sus pechos.

El silencio fue roto solo por el golpeteo del agua que goteaba desde el techo y sus gemidos de dolor.

Cuando ella no respondió, él volvio a follar su rostro sin cuidado, impidiendole respirar. La llama iluminó su rostro hinchado cuando se acercaron a la ventana, donde Serine alcanzo a ver de reojo los soldados entrenando en el patio.

“Saera sigue viva.” dijo cuando la volvio a liberar, escupiendo y tosiendo sin control. 

“Y mientras viva, su linaje sigue siendo una amenaza. Tú sabes dónde están los demás. Dímelo.” Zayn volvio a follar su boca, hasta que se derramo dentro de ella, obligandola a tragar su semilla. 

Serine se mordió la lengua hasta sentir el sabor metálico de la sangre cuando la libero, la ira y el miedo inundando su cuerpo. Pensó en su hija. En su cabello rojizo, en sus manos pequeñas. En su risa.

Corre, Vicoria. Corre lejos.

Pero el dolor se volvió insoportable. Cada palabra negada era un golpe. Cada silencio, una nueva herida. Cuando al fin habló, no lo hizo por voluntad, sino por rendición.

Pronunció nombres con voz temblorosa: Saera, Talasor, Tieran, Aura, Verl.

Nombró a los vivos y a los muertos, a los traidores y a los caídos.

Todos menos uno.

Cuando terminó, su respiración era un hilo.

Zayn se inclinó, satisfecho, mientras comenza a subirse los pantalones, ocultado su polla manchada de sangre sin importarle manchar la tela. “¿Ves? No era tan difícil.”

Ella no lo miró. El eco de sus propios sollozos le sonó ajeno. En su interior, un pensamiento resistía débilmente: No lo sabrán. No sabrán de ella.

Zayn dejó caer la antorcha en un cuenco vacío. El fuego chispeó y se apagó.

“Descansa, Serine. Mañana seguiremos.”

La puerta se cerró tras él, dejando solo oscuridad y un silencio denso, vivo.

Serine apoyó la frente en la piedra fría.

Había hablado. Había traicionado a los suyos.

Pero no a ella.

Mientras el cansancio la vencía, una esperanza mínima persistía:  que Vicoria hubiese escapado,  que Vasilisa la hubiera encontrado,  y que en algún rincón de Volantis, el fuego aún no la hubiera alcanzado.

Rhaenyra parpadeó. El jardín regresó.

Tessarion alzó la cabeza, soltando un bufido leve, como si sintiera la perturbación de Rhaenyra.

Daemon la observó en silencio unos segundos, antes de volver la mirada hacia Fredo.

“Tu tía habló,” dijo con un tono neutro, casi despreocupado. “Tras ser violada, una y otra vez, tras arrancarle las uñas de los dedos, hablo especialmente rapido cuando mis soldados empezaron a follarla de a dos...”

El silencio se hizo más denso que el calor del mediodía.

Daemon continuó, con una sonrisa que helo la sangre de Fredo.

“Zayn era paciente. No necesitó cuchillas todo el tiempo. A veces basta con el miedo, con la promesa de lo que puede venir. La escuchábamos suplicar entre respiraciones, jurando que no sabía nada. Hasta que comprendió que sí sabía. Todos saben algo, cuando el cuerpo se cansa de fingir. Cuando usaban la sangre de su culo para meter dos pollas al mismo tiempo, cuando un soldado tras otro entraban a su celda día y noche… sin parar…”

Fredo bajó la cabeza, temblando.

Daemon siguió hablando, implacable, como si relatara una lección.

“Al final dio los nombres. Uno por uno. Los vivos, los muertos, los que huyeron. Todos, salvo uno. Ni siquiera con la vida dentro de ella logramos hacerla pronunciarlo, pero, por supuesto…. no lo supimos, hasta que llegaste tú y lo primero que hiciste fue preguntar por ella, un cabo suelto… del que no sabiamos ni su existencia.”

Rhaenyra no dijo nada.

Sus manos permanecían quietas sobre las escamas de Tessarion, pero su respiración era irregular. Las imágenes seguían ahí, quemadas tras sus párpados: la celda, el aire cargado, la mujer arrodillada sobre la piedra caliente, la sensación de que su mente no estaba en el mismo lugar que su cuerpo, de que algo… algo…

Shhhh, escucha. Observa… Vive…

Daemon volvió a mirarla, con una calma que rozaba lo inhumano considerando sus pensamientos acelerados. “Así descubrimos el principio de todo,” añadió. “De Saera y sus intentos de robar algo que ella decidio abandonar, de tu familia metiendo las narices donde no debían…”

Rhaenyra no respondió.

Su voz se había quedado atrapada en algún lugar entre el asco y la comprensión. Intentó encontrar sentido en lo que acababa de ver, en la sensación de estar en esa celda, respirando al mismo tiempo que Serine mientras veía como Zayn la violaba una y otra vez.

Pero solo halló silencio.

El mismo silencio que había quedado en la celda de Serine cuando Zayn la dejo en un charco de su propia sangre.

Daemon tomó la pluma y la sumergió lentamente en la tinta.

“El siguiente nombre,” dijo, sin apartar los ojos del pergamino. “Mysaria.”

El trazo fue firme, negro, preciso.

Fredo hizo un sonido ahogado, un intento de respirar entre sollozos.

Rhaenyra lo observó, pero su atención se desvió cuando Daemon continuó:

“La mujer que más creyó conocerme.”

Tessarion movió la cola con inquietud, como si el aire hubiera cambiado.

El murmullo del agua se deformó.

Y cuando Rhaenyra parpadeó, la luz dorada del jardín se tornó rojiza.

El calor del sol se volvió el de una habitación cerrada.

El perfume de las flores, el olor de piel y vino.

“Ella era una bailarina… trabajaba en uno de los burdeles de mi padre…”

Mysaria 

El silencio posterior al deseo tenía algo de humo. Mysaria se movió con lentitud, separándose del cuerpo de Daemon. Su respiración aún temblaba, pero sus pensamientos eran claros.

El Príncipe Rojo dormía, medio envuelto en las sábanas. Su cabello caía sobre la almohada como una mancha oscura, y su mano estaba apretada en un puño, como si sostuviera una espada en sueños.

Mysaria lo observó unos segundos.

Luego se levantó, descalza, sin hacer ruido.

La habitación olía a cera y sal. Por la ventana abierta se colaba el rumor lejano del puerto. La luna estaba alta, plateando los tejados de la ciudad.

Tomó un pequeño pergamino del escritorio y escribió con rapidez unas líneas. Después se acercó a la puerta lateral, donde un niño esperaba oculto en las sombras.

Tenía no más de diez años, los ojos grandes y atentos.

“Ve al muelle,” susurró ella. “Toma el barco Cisne Plateado. Pregunta por Orryn. Dile que viene de mi parte, que el mensaje debe llegar antes del amanecer.”

Le entregó el rollo y una moneda.

“Si el capitán pregunta quién lo envía, dile que es de parte del Gusano Blanco.”

El niño asintió, guardó el mensaje en su túnica y desapareció en la noche.

Mysaria lo siguió con la mirada hasta que la oscuridad lo tragó.

Entonces tomó un segundo pergamino, distinto, más largo. Lo dobló cuidadosamente y lo selló con cera.

Una mujer aguardaba junto a la escalera, envuelta en un manto gris.

“Llévalo a la Torre de la Mano del Rey” dijo Mysaria en voz baja. “A manos del consejero. Busca al Lord Hightower. Dile que es sobre el Príncipe Daemon.”

La mensajera la miró, sorprendida.

“¿El hermano del rey?”

“Sí. Y no tardes.”

Cuando ambas quedaron solas, Mysaria exhaló, lenta.

Luego volvió al dormitorio.

Daemon dormía aún, el rostro tranquilo, ajeno a los hilos que se movían alrededor de él.

Ella se deslizó de nuevo bajo las sábanas. Su piel aún conservaba el calor de la noche, y cuando Daemon se removió, Mysaria lo atrajo hacia sí.

Él entreabrió los ojos.

“Mysaria…” murmuró.

Ella sonrió, le acarició el cabello.

“Duérmete otra vez.”

Pero Daemon no volvió a cerrar los ojos.

Se giró hacia ella, la mirada encendida, el enojo inundando su rostro al ver donde se encontraba.

“Mi hermano… cree que puede mantenerme alejado de Rhaenyra,” dijo en un tono ronco. “Como si no fuera mía. Como si la corona le diera derecho sobre lo que no entiende.”

Daemon se levanto, sentandose y mirando la ventana desde donde podían ver con claridad la Fortaleza Roja a lo lejos.

Mysaria fingió escuchar con ternura, acariciándole el pecho.

“Debería estar enseñándole sobre Valyria,” continuó él, frustrado. “Sobre quiénes somos. No esas farsas de los maestres. Mi hermano se ahoga en banquetes y grasa mientras la sangre de los dragones se enfría en su trono.”

“Y tú,” susurró ella, “¿qué harás?”

Daemon sonrió sin humor.

“Recordarle que los dragones no obedecen coronas.”

Ella lo besó para silenciarlo, porque sabía que hablar más era peligroso.

Sus labios se encontraron, y mientras él se elevaba y comenzaba a follarla, ella pensó en los dos mensajes ya en camino.

Uno rumbo a Lys, otro hacia Desembarco del Rey.

Dos fuegos en direcciones opuestas.

Y entre ellos, Daemon.

Rhaenyra parpadeó. El jardín volvió.

Daemon seguía escribiendo, la pluma avanzando despacio sobre el pergamino. El sonido de la tinta al deslizarse era lo único que rompía el silencio.

“Traición envuelta en seda,” dijo sin levantar la vista. “Esa mujer vendió secretos a dos ciudades antes de desaparecer.”

Fredo sollozó, murmurado sobre mensajes recibidos, sobre como Mysaria era solo una mensajera… una espía, al servicio de los Rogare.

Rhaenyra lo miró, pero su mente seguía atrapada en la visión: la mujer pálida, el niño corriendo por las calles de Lys, las cartas selladas con cera, y sobre todo, la imagen de Daemon dormido entre las sábanas de otra.

El calor del jardín se volvió insoportable.

Sintió un ardor en el pecho, la respiración rota, un fuego visceral que no venía de Tessarion ni del sol.

Daemon notó el cambio al instante.

Dejó la pluma, se acercó con cautela.

“Rhaenyra.”

Ella dio un paso atrás. La furia en su mirada no necesitó palabras.

“¿Cuántas más?” murmuró con la voz temblorosa. “¿Cuántas veces te traiciono esa puta a la que preferías sobre mí…?”

Daemon alzó las manos, intentando acercarse. “No era…”

“¡La vi!” interrumpió ella, la voz quebrada. “La vi en tus brazos. Escuché tus palabras.”

Fredo se estremeció, confundido y aterrorizado, sin comprender si lo que veía era locura o magia. El silencio se quebró con el llanto contenido de Rhaenyra.

Daemon la tomó por los hombros, firme pero sin violencia.

“Fue antes de ti,” dijo con dureza. “Mucho antes, cuando tu eras solo una niña. Y ya no importa.”

Pero ella lo apartó, la rabia dándole fuerza.

“Importa porque ella te traicionó. Porque te usó. Porque tus decisiones de entonces nos siguen persiguiendo.”

Daemon la observó en silencio, consciente de que no había argumento que pudiera borrar la imagen que ella había visto.

Rhaenyra respiró hondo, secó las lágrimas con el dorso de la mano y giró hacia Fredo.

“Habla,” ordenó. “Dime todo lo que sepas de Mysaria.”

Fredo asintió con movimientos torpes, el rostro pálido, la voz quebrada.

“Era… una de las bailarinas más populares del burdel,” explicó. “Los Saan eran dueños de varios… lugares. Mysaria era distinta. No solo bailaba, escuchaba. Recordaba cosas. Sabía leer a la gente.”

Rhaenyra lo observó en silencio, los ojos aún enrojecidos.

Fredo continuó, temblando.

“Cuando el Príncipe la compró y la liberó, mi padre y mi abuelo Verl no dijeron nada porque ya tenían un trato con ella. No lucharon por ella ni pidieron compensación.”

Daemon lo interrumpió.

“¿Qué quieres decir?”

Fredo tragó saliva.

“Que pagaría su libertad con algo más valioso que el oro. Con tus secretos, mi señor.”

El silencio que siguió fue pesado.

Tessarion levantó la cabeza, bufando suavemente, como si sintiera la tensión.

Daemon se alejó unos pasos, respirando despacio.

Rhaenyra permaneció quieta, mirando el reflejo de su rostro en el agua de la fuente: los ojos hinchados, el temblor en la mandíbula, la furia que aún no encontraba salida.

Daemon la miró finalmente, con voz baja.  “Entonces no fue solo una traición.”

“Fue una inversión,” respondió ella, sin mirarlo, pensando en los Rogare.

Daemon, sintiendo la ira brubujeando en sus venas, la levanto a pesar de sus protestas y la sento en su regazo.

Mi esposa, mi sobrina, mi Princesa, eres mía Rhaenyra, Mysaria era un hueco vacio en el que descargar mi frustración, tú, en cambio, eres todo Rhaenyra. Mi llama gemela, el amor de mi vida…

¡Eres mío, Daemon! Acuestate con una puta más y te cortare la polla y se la dare a Syrax… te cortare la cabeza y alimentare a mi Dama Dorada con ella…

“Basta.” Soy tuyo, y tu eres mía. 

Rhaenyra noto que la abrazaba con fuerza mientras ella le estaba clavando las uñas en los brazos, pequeños hilos de sangre comenzaron a correr por sus antebrazos, pero él los ignoro, sosteniendola con fuerza.

“El siguiente nombre,” murmuró. “Saera Targaryen.”

Rhaenyra levantó la vista de inmediato. El solo escuchar aquel nombre le tensó los hombros.

Daemon sonrió apenas.  “La princesa desterrada. La que quiso jugar a ser reina.”

“Saera… ella tenía negocios con mi padre, la conocimos a traves de mi abuelo, en la boda de mi tía Aura, cuando ella se caso con Tieran…”

La brisa se detuvo. Tessarion agitó las alas suavemente, inquieta.

El murmullo del agua se distorsionó, el aire se espesó.

Y cuando Rhaenyra parpadeó, ya no estaba en el jardín.

El aroma del mar reemplazó al de las flores.

El mármol se volvió piedra caliente y pulida.

Y frente a ella, Saera Targaryen sonreía con la misma elegancia con que se afilan las dagas.

Saera Targaryen 

La sala estaba abierta al puerto, iluminada por antorchas de aceite y el reflejo del fuego sobre el mar.

Saera, vestida de un tono perla con bordes dorados, observaba a sus invitados con ojos calculadores. A su lado, Tieran, su hijo, permanecía de pie, atento, y frente a ellos, el mercader Verl Saan observaba cada rincón del salón con codicia mal disimulada.

“Tu casa es hermosa, Alteza,” dijo Verl, acariciando con la mirada las columnas talladas. “Podría creerse que aún vives en la corte.”

Saera sonrió, sin ofenderse. “He aprendido que el destierro es solo una palabra. Los muros cambian, pero la sangre sigue siendo la misma.” Se volvió hacia Tieran y añadió, con voz dulce: “Y mi hijo no merece menos.”

En el centro de la mesa, los rollos de pergamino esperaban con los términos de la unión.

Saera los revisaba con lentitud.

“La dote es generosa,” comentó, sin apartar la vista del papel que miraba Saera con atención, sus ojos lilas brillando de codicia. 

“Mi hija Aura merece seguridad. Quiero garantías para su futuro. De momento lo que ofreces es solo un nombre que abrirá puertas donde los míos solo hallan muros, pero… ¿que más?” Verl arqueó una ceja mientras esperaba la respuesta de Saera.

“Mi sangre… mi nombre… ¿acaso no es suficiente? Hablas como si el oro se comparase con la sangre de los dragones…?” Saera inclinó la cabeza, fingiendo modestia. 

Verl asintio, mirando a Saera con avidez, su piel blanca, sus ojos lilas y su cabello platinado. El precio era justo si así era como se verían sus nietos y nietas.

El silencio se llenó con el sonido de los músicos afinando.

Saera chasqueó los dedos, y las damas de su séquito entraron con velos ligeros y pasos medidos, la única tela que las cubria eran los delicados velos transparentes, en sus pezones, joyas brillaban llamando la atención y Verl noto que los vellos de sus coños estaban pintados de colores.

La música comenzó: una danza lenta, sensual, llena de gestos ensayados.

Tieran sonrió, relajándose. Una de las bailarinas se acercó y él le susurró algo al oído, provocando una risa contenida mientras se sentaba en su regazo y comenzaba a sacar su polla.

Verl frunció el ceño, incómodo, pero su disgusto se desvaneció cuando otra de las damas se arrodilló a su lado y le ofreció vino antes de desatar los cordones de su pantalón e inclinaba la cabeza.

Saera los observaba con aire complacido mientras comenzaba a quitarse el vestido, dejando ver sus pechos grandes tambien decorados con elaboradas gemas en los pezones.

“Los hombres son fáciles de contentar cuando tienen algo que mirar,” murmuró, apenas audible mientras abria sus piernas y una de las doncellas comenzaba a usar su lengua para complacerla.

Cuando el baile terminó y tanto Verl como Tieran tenían las pollas flacidas y brillantes de fluidos, las risas llenaron el aire. 

Verl se recostó, satisfecho. “Mi hija será una esposa fiel, Alteza. Y su descendencia honrará ambos nombres.”

Saera asintió. “Y tú, Verl Saan, honrarás tu palabra.”

Verl bebió un sorbo de vino. “Tieran tendrá barcos. Los mejores. Los armaré yo mismo. Que navegue por las ruinas si quiere, que busque huevos de dragón para sus hijos. Si logra traer uno, no habrá en el mundo casa más rica que la nuestra.”

Saera sonrió.

“Hablas como un hombre que aún cree que los dragones se dejan encontrar con tanta facilidad.”

Verl se inclinó hacia ella. “Y tú, Alteza, como una mujer que aún sueña con un trono.”

Tieran intervino antes de que el aire se tensara demasiado.

“Basta de sueños y tronos,” dijo, con un gesto despreocupado. “Si los dragones existen aún, están en Dragonstone, y el Príncipe Daemon protege la isla como si fuera suya. No hay hombre que pueda acercarse sin ser visto.”

Saera giró lentamente la copa entre los dedos.

“Mi hijo Talasar lo hizo,” dijo con orgullo. “Trajo de allí un huevo. Uno verdadero. Lo hizo eclosionar. Demostró que la sangre aún responde.”

El silencio se alargó.

Tieran sonrió, incrédulo. “Y murió por ello, madre. Igual que su dragón enfermo. No repetiré su error.”

Saera lo miró con una mezcla de desprecio y ternura.

“Talasar siempre tuvo la sangre más fuerte de todos mis hijos… pero Tieran es el segundo.” susurró. “Sigo creyendo que deberías seguir sus pasos y…”

“Deben existir dragones en otras tierras, los buscare lejos de aquellos que nos despreciaron.”

Verl intervino con rapidez, temeroso de perder el trato por una discusión entre madre e hijo.

“El muchacho será prudente. Aprenderá con los años. Lo importante es que la unión servirá a ambos, mi hija lo calmara, seguramente.”

Saera lo observó en silencio unos segundos, luego asintió.  “Que así sea.”

El acuerdo quedó sellado esa noche.

Pero mientras las copas se alzaban y las risas resonaban en el puerto, Saera pensaba en otra cosa: en Dragonstone, en los huevos perdidos, y en el nombre que el mundo había olvidado pronunciar con temor.

Rhaenyra regresó al jardín con un sobresalto.

El sonido de la pluma de Daemon la trajo de vuelta.

Tessarion agitó las alas, inquieta por el temblor de Rhaenyra.

Daemon la sostuvo mientras ambos escuchaban a Fredo hablar sobre como los Saan se unian a los Targaryen, y con ello, tambien los Rogare.

Fredo respiraba con dificultad, el sudor pegándole el cabello a la frente.

El hombre levantó la mirada, como si no supiera si le hablaba una mujer o un juicio.

“Solo la vi un par de veces,” comenzó. “Era… imposible de ignorar. Entraba en una sala y todos se quedaban en silencio. No tenía que alzar la voz. Bastaba con mirarla.”

Daemon dejó la pluma y cruzó los brazos. “Y tu familia hacía negocios con ella.”

Fredo asintió, tembloroso.

“Mi padre y ella compartían intereses. Burdeles, rutas, inversiones en el puerto. Ella tenía gusto por los lugares donde se mezclaban los hombres ricos y los secretos. Decía que los secretos eran la moneda más valiosa.”

“¿Y Verl?” preguntó Rhaenyra. “¿Qué papel jugaba en eso?”

“Mi abuelo veía en ella una oportunidad,” respondió Fredo. “La respetaba. Mientras ella obtenía poder a través de los cuerpos, él lo hacía con los números. Entre ambos movían oro y nombres.”

Rhaenyra entrecerró los ojos. “¿Y cuando murieron?”

Fredo bajó la cabeza.

“Cuando llegaron los rumores de su muerte… nadie en Lys quiso confirmar nada. Mi padre ordenó silencio. Dijo que la sangre Targaryen siempre deja fantasmas. Que era mejor no mezclarse. No buscar. No hablar.”

Daemon dio un paso hacia él. “¿Por miedo a mí?”

Fredo tragó saliva.

“Por miedo a los dragones,” dijo, apenas un hilo de voz. “Sabían que el Príncipe Rojo había destruido Volantis. Que los hijos de Saera habían muerto. Pensaron que si no se involucraban, si fingían neutralidad, el fuego los dejaría en paz. Mi padre quería acercarse a los Targaryen, sí… pero bajo sus propios términos. Cuando el peligro pasara. Cuando pudieran hacerlo sin inclinar la cabeza.”

Daemon lo observó en silencio unos segundos.

“Y aun así,” murmuró, “aquí estás.”

Fredo cerró los ojos. “Penso que ya había pasado suficiente tiempo… y no quería arriesgarse a que nos quedaramos atras por esperar demasiado.”

El silencio se apoderó del jardín.

Rhaenyra respiró hondo, apartando la mirada del prisionero.

“El siguiente,” dijo con frialdad. “Talasar Targaryen.”

La tinta cayó sobre el pergamino.

Rhaenyra sintió el aire cambiar una vez más.

Daemon escribió el nombre con trazo lento.

Talasar.

Fredo se humedeció los labios, nervioso.

“Murió joven,” dijo con voz apagada. “No sé mucho. Solo rumores.”

Rhaenyra lo observó con seriedad.

“Cuéntalos igual. Quiero oírlos todos.”

Fredo bajó la mirada, intentando ordenar sus recuerdos.

“Decían que buscaba lo que su madre no pudo tener: reconocimiento. Que soñaba con volver a Poniente, presentarse ante el Gran Consejo… y probar que aún quedaba fuego en su sangre. Dicen que robó un huevo. Que fue el primero en muchos años en lograrlo.”

Rhaenyra frunció el ceño.

“¿De dónde?”

“De Dragonstone.”

Daemon levantó la cabeza. Su pluma se detuvo en seco.

“Imposible,” murmuró. “La isla estaba protegida incluso entonces.”

“Eso dicen,” continuó Fredo. “Pero no lo hizo solo. Tieran fue con él, y otro de sus hermanos, Thalassor. Ellos lo acompañaron hasta la isla.”

El aire cambió.

Rhaenyra parpadeó, y el sonido del mar comenzó a llenar el jardín.

El olor del agua salada se mezcló con el de la ceniza húmeda.

Las voces se desdibujaron.

Y de pronto, ya no escuchaba a Fredo: lo veía.

Talasar Targaryen – El robo del huevo

La noche caía sobre la costa, húmeda y espesa. Las luces de Dragonstone parpadeaban a lo lejos, apenas un reflejo sobre el mar.

Tres figuras descendían por un sendero cubierto de niebla.

Talasar, el mayor, avanzaba al frente, envuelto en una capa de viaje. Detrás de él iban Tieran y Thalassor, en silencio. El único sonido era el crujido de las piedras bajo las botas y el viento que venía desde la montaña.

Un hombre los esperaba junto a una carreta.

Era bajo y regordete, con un rostro sudoroso y una sonrisa nerviosa.  “Llegaron al fin,” dijo. “El camino no es fácil, pero la recompensa vale el riesgo. Síganme.”

Los guio por un sendero oculto entre peñascos, hasta una entrada estrecha apenas visible entre la maleza.

La roca desprendía calor, como si algo ardiera en su interior.

Tieran se detuvo. “¿Qué es este lugar?”

El hombre sonrió, mostrando dientes amarillentos. “Una cueva vieja. Nadie entra. Dicen que aquí anidaban antes… los que quedaron.”

El olor era fuerte, una mezcla de azufre, sal y humo.

Talasar se adelantó.

“Esperad aquí. Si no regreso antes del amanecer, os marcháis.”

Tieran lo tomó del brazo. “No seas idiota. No sabes lo que hay dentro.”

“Precisamente por eso debo ir,” respondió Talasar. “Si mi sangre es digna, el fuego no me tocará.”

Y entró.

El silencio se hizo pesado.

Pasaron minutos. Horas.

El viento del mar comenzó a soplar con más fuerza, y el regordete se inquietó.

“Debemos irnos,” murmuró.

Pero Tieran no se movió. Miraba la oscuridad de la cueva como si esperara oír un grito.

Cuando por fin Talasar regresó, el amanecer comenzaba a teñir el horizonte.

Caminaba tambaleante.

Su capa ardía por un costado, el rostro cubierto de hollín y sangre.

Sus manos temblaban.

Y en ellas, sostenía un huevo.

La superficie estaba agrietada, con una fractura fina que lo recorría de extremo a extremo.

El calor que emanaba era antinatural, como si respirara.

Tieran dio un paso atrás.

“¿Qué has hecho?”

Talasar sonrió, exhausto.

“He traído de vuelta lo que nos pertenece.”

El regordete lo observó fascinado. “Lo conseguiste….”

El huevo crujió entre las manos del joven, una línea de vapor escapó por la grieta.

Talasar se encogió de dolor, pero no lo soltó.

“Está vivo,” murmuró. “Puedo sentirlo.”

El sonido del viento se desvaneció.

Rhaenyra regresó al jardín, el corazón acelerado.

Daemon la observaba, midiendo su reacción, escuchando sus pensamientos.

Fredo seguía hablando, sin notar el temblor en su voz.

“Dicen que lo llevó de vuelta a Volantis. Que lo cuidó como a un hijo. Pero el huevo se rompió. El fuego lo consumió a él y a la criatura. Murieron los dos. Mi padre decía que fue castigo de los dioses… otros, que fue el precio de robar.”

Rhaenyra bajó la vista, la imagen del muchacho chamuscado aún viva en su mente.

Daemon apoyó la pluma.

“Y aun así,” murmuró, “siguen intentándolo.”

Fredo no respondió.

El silencio volvió a caer, denso, expectante.

El silencio tras las últimas palabras de Fredo se extendió como una sombra sobre el jardín.

Solo se escuchaba el murmullo constante del agua, y el leve resoplido de Tessarion, que movía las alas con inquietud.

Rhaenyra, aún con la imagen de Talasar ardiendo en su mente, alzó la mirada hacia Fredo.

“El hombre que los guio,” dijo lentamente. “¿Quién era?”

Fredo dudó. Miró a Daemon, luego al suelo.

“Mi padre… hablaba de él a veces,” murmuró. “Decía que era un hombre sin casa ni nombre, pero con demasiadas llaves.”

“¿Saera lo conocía?”

“Más que eso,” respondió Fredo, apenas audible. “Era su amante. De los primeros, según ella misma decía cuando bebía. Lo conoció en los años en que aún soñaba con volver a la corte. Decía que él conocía todos los caminos, incluso los que no estaban en los mapas.”

Daemon cruzó los brazos, el rostro endurecido.

“¿Un amante? ¿Y aún la servía?”

Fredo asintió.

“Por lo que escuché en una de sus cenas… sí. Saera confiaba en él porque no le debía fidelidad a nadie. Lo usaba para mover cosas sin dejar rastros. Oro, mensajes… y a veces personas.”

Rhaenyra se inclinó un poco hacia adelante.

“¿También fue él quien los llevó hasta Dragonstone?”

“Eso decían,” admitió Fredo. “Mi padre contaba que Saera lo envió en secreto, con órdenes precisas: abrirles el camino, pero no entrar. Nadie debía saber que la casa Saan o ella misma tenían relación con el robo del huevo. Solo Talasar debía tocarlo, porque solo su sangre podía reclamarlo. El ir a presentarse al Gran Consejo fue solo una distracción, para que nadie supiera porque estaban realmente ahí los hijos de Saera, nadie dudo nada.”

Daemon exhaló lentamente, la mirada perdida en el pergamino.

“Y cuando Talasar murió,” dijo con voz baja, “ella perdió su prueba. Su derecho. Su última posibilidad de volver.”

Fredo asintió, con el rostro pálido.

“Después de eso, nadie volvió a verlo. Algunos dicen que se arrojó al mar, otros que Saera lo mandó matar. Mi padre creía que desapareció con el oro que quedaba, esperando venderle la información al mejor postor.”

Rhaenyra permaneció en silencio.

El fuego del dragón reflejaba en sus ojos, tornándolos de un dorado tenue.

La imagen del hombre regordete, con su sonrisa nerviosa y su linterna temblorosa, se mezcló con la de Saera riendo entre copas, sus ojos brillando con ambición.

Daemon limpió la punta de la pluma, volvió a sumergirla en la tinta y escribió un nuevo nombre.

Tieran.

El trazo fue rápido, firme.

Hablo sin levantar la mirada, su mente concentrada en la de Rhaenyra, viendo lo que ella veía a traves de su conexión. “Dinos qué sabes.”

Fredo tragó saliva. “Tieran era el más orgulloso de los hijos de Saera. El único que todavía creía que los dioses valyrios recordaban su nombre.”

Daemon lo observó en silencio, y Rhaenyra, que aún tenía las manos sobre las escamas de Tessarion, sintió cómo el aire se espesaba de nuevo.

“Sigue” ordenó.

Fredo asintió, nervioso. “Todo comenzó con una promesa…”

El jardín se disolvió.

El sonido del agua se transformó en un rumor lejano de olas y campanas.

Rhaenyra ya no estaba allí.

El fuego del hogar chispeaba débilmente. Afuera, Volantis dormía bajo el resplandor anaranjado de los canales.

Tieran estaba de pie junto a la ventana, mirando el reflejo de su esposa en el espejo de cobre. Aura Saan peinaba su cabello rojizo, el mismo tono que le había dado al niño que dormía en la cuna cercana.

“Tiene tu color,” murmuró Tieran, con una sonrisa amarga.

Aura no respondió. Dejó caer el cepillo sobre la mesa y se acercó a él.

“Entonces te daré otro. Con tu sangre y la de los dragones.”

Él la miró, confundido.

“¿Qué estás diciendo?”

“Que iré a Lys,” respondió ella con calma. “Y que cuando regrese, tendrás un hijo con fuego en las venas, con el cabello de plata y los ojos de las violetas”

Tieran la sujetó por los brazos, buscando en sus ojos si hablaba en serio.

Ella no apartó la mirada.

“Será nuestro hijo,” dijo. “Y todos sabrán que la sangre de Saera no se ha extinguido. Lo criaras, lo amaras y te a cambio te dara su lealtad y el poder de un dragón…”

Esa noche, Tieran le dio su bendición.

Y al amanecer, Aura partió a Lys, llevando consigo a una de sus damas y un cofre con joyas.

Pasaron las semanas.

La casa en Volantis permaneció en silencio.

Hasta que, una noche, llegó un mensajero con una carta manchada de sal.

Aura había muerto.

La habían encontrado en un burdel, golpeada, destrozada, su vientre abierto en dos y el niño arrancado de él a la fuerza.

El nombre del Príncipe Daemon viajaba con el rumor como una herida abierta.

Tieran leyó la carta una y otra vez.

No lloró.

Solo apretó el puño hasta que la sangre le corrió entre los dedos.

A la mañana siguiente, ordenó que prepararan su barco.

El viaje a Lys tomó seis días.

Seis días en los que el mar parecía moverse tan lento como la rabia que lo consumía.

Cuando llegó, el puerto olía a pescado podrido.

Tieran permaneció allí una noche, en silencio, sin pronunciar palabra.

Y al amanecer, pidió audiencia con Lysandro Rogare y Verl Saan.

Fredo estaba presente, de pie detrás de su padre, observando el encuentro desde las sombras, mientras Lysaro escuchaba sentado a la derecha de su padre.

El salón de Lysandro estaba iluminado por lámparas de aceite azul. El mármol reflejaba el fuego y el vino corría como sangre sobre las copas.

Verl Saan se encontraba ya allí cuando Tieran entró. Su rostro, envejecido y endurecido por el resentimiento, apenas se volvió hacia su hijo.

“Tu esposa está muerta,” dijo Verl sin emoción. “Y con ella, nuestras esperanzas.”

“Con ella, quizá,” replicó Tieran, “pero no con nosotros.”

Verl se giró hacia Lysandro Rogare, sentado al fondo, rodeado de sirvientes.

“Somos familia,” dijo. “Mi hija Vasilisa comparte tu lecho, tu nombre, tus hijos. Y ahora, quiero tu lealtad.”

Lysandro lo observó con calma.

“Mi lealtad depende de lo que haya al otro lado de la balanza.”

Verl alzó la voz, su tono mezclando súplica y mando.

“Tienes oro, poder y naves mercantes. Yo tengo rutas, hombres y barcos armados. Pero lo que compartimos, Lysandro, es sangre. La mía corre por las venas de tu esposa y tus hijos. Si el Príncipe Daemon mató a Aura, mató también a la hermana de la madre de tus herederos. ¿Vas a quedarte mirando?”

Tieran se adelantó un paso.

“Quiero un ejército,” dijo con voz firme. “Quiero los barcos, las armas, los hombres. Daemon Targaryen mató a mi esposa. Quiero que su mundo arda.”

Lysandro se recostó en su silla, girando la copa en la mano.

“¿Y qué ganaré yo?”

“La gratitud de Saera Targaryen,” respondió Tieran sin vacilar. “Y el favor de todos los que aún llevan su sangre.”

Verl añadió, más sereno:

“Y mi flota. No es grande, pero es tuya. Si navegan bajo tu bandera, los puertos de Pentos y Volantis te abrirán sus puertas, y sobre todo, Tyrosh y Myr, se esta formando un ejercito, desean tomar el control de los peldaños de piedra, si nos unimos a su causa...”

Lysandro lo pensó unos segundos.

Su mirada se desvió hacia un retrato en la pared: el de Vasilisa, joven, con el cabello platinado y el rostro altivo.

Sonrió con suavidad.

“Mi esposa odia al Príncipe Rojo tanto como vosotros,” dijo al fin. “Y yo no le niego nada a mi familia.”

Verl exhaló, aliviado.

Tieran apretó los puños.

“Entonces, ¿nos ayudarás?”

“Lo pensare. Les dare mi respuesta mañana.” 

Lysandro no respondió. Se limitó a mirarlo en silencio, calculando.

Pasaron los días. La furia de Tieran no se apagó, y su voz comenzó a atraer a hombres que veían en él una causa rentable.

Los Saan, los Rogare, los mercaderes de Lys y Myr, incluso corsarios del Mar de Verano.

Hasta que llegó una nota.

Una hoja doblada, entregada por un niño.

Tieran la abrió sin sospechar.

El sello era de cera roja.

Dentro, una sola línea:

“Yo llevaré al hijo del Príncipe antes que Aura. —Mysaria de Lys.”

La carta olía a perfume.

Se la llevo a Lysandro, que la leyo con ojos furiosos, dejó caer el papel al fuego y lo observó arder.

Fredo recordaba la expresión de su padre: el rostro de alguien que acababa de comprender que el infierno podía escribirse en una sola frase.

 “Parece que compartimos enemigo,” dijo con una sonrisa delgada. “Mi oro y mis barcos estarán a tu disposición.”

“¿Entonces nos ayudaras?”

“Sí,” respondió Lysandro. “Pero no con tus hombres. Con los míos. Con mis contactos en la Triarquía. Si Daemon pelea por un trono, nosotros le daremos un enemigo que no pueda ver venir, no permitire que una simple prostituta gane, una vez que derrotemos a Daemon, Mysaria pagara por traicionarme.”

Y así comenzó la alianza.

Los cofres se abrieron.

Los nombres se intercambiaron.

Los mapas del Mar Angosto se llenaron de rutas y cifras.

Tieran juró venganza.

Verl la bendijo con oro.

Lysandro la transformó en negocio.

Y mientras Daemon Targaryen combatía en los Peldaños de Piedra, la Triarquía era alimentada, moneda a moneda, por los mismos que fingían servirle desde la sombra.

El sonido del fuego se desvaneció.

Rhaenyra regresó al jardín, el corazón acelerado.

Daemon aún escribía, pero la tensión en sus hombros lo delataba.

Fredo hablaba en voz baja, agotado.

Fredo hablaba en voz baja, agotado.

“Mi padre decía que cuando la guerra terminó, ya no quedaba en él nada de humano. Solo una promesa. Que algún día, los hijos de Aura tendrían justicia.”

Daemon levantó la vista.

“Y en lugar de justicia,” dijo fríamente, “hallaron ruina.”

Fredo asintió lentamente.

“Estaba furioso,” murmuró. “Por la derrota, por la humillación, por el oro que se perdió en los Peldaños de Piedra. Pero lo que más lo envenenaba eran las canciones. Las que contaban la gloria del Príncipe Rojo. Cómo un solo hombre había derrotado a la Triarquía, incendiado flotas enteras, y devuelto el control del mar a los Targaryen.”

Daemon no respondió, pero su mandíbula se tensó.

Fredo continuó, temeroso de detenerse.

“Durante un tiempo, quiso volver a intentarlo. Reunir barcos, hombres, lo que quedaba. Pero las arcas estaban vacías. Mi padre tenía sus propias guerras. Y el nombre del Príncipe Rojo pesaba demasiado. Nadie quería enfrentarlo otra vez. Así que mi padre tragó su rabia por el oro perdido en los peldaños. La escondió detrás de los negocios. Y esperó. Siempre esperó.”

El silencio cayó sobre el jardín.

Rhaenyra bajó la mirada, siguiendo con los ojos el reflejo del agua que caía en la fuente. El rumor de las gotas le pareció lejano, como si el tiempo mismo contuviera el aliento.

Daemon rompió el silencio.

“Esperó,” repitió, “y mientras él lo hacía, su linaje cavaba su propia tumba.”

Rhaenyra alzó la vista hacia él. La tensión en su rostro ya no era furia, sino algo más frío, más contenido.

Daemon volvió a tomar la pluma.

El pergamino crujió al contacto con la tinta.

“El siguiente nombre,” murmuró, “Aura Saan.”

Daemon escribió el siguiente nombre con un trazo firme.

Aura Saan.

Fredo respiró hondo, la voz entrecortada.

“Mi tía… fue la más hermosa de todas. Pero también la más necia. Soñaba con grandezas, con fuego y promesas. Decía que traería a la familia de vuelta a la gloria. Que tendría un hijo que los dioses no podrían ignorar.”

Rhaenyra lo miró en silencio.

El aire a su alrededor se volvió denso, y la superficie del agua en la fuente se onduló.

Tessarion resopló suavemente, como si percibiera el cambio.

Y cuando Rhaenyra parpadeó, el jardín desapareció.

Aura Saan 

El amanecer apenas entraba por la ventana del cuarto.

Aura Saan estaba sentada junto a la cama, mirando a su hijo dormido. El niño tenía el cabello rojizo y los mismos ojos grises que ella.

Le acarició la mejilla con ternura.

“Serás grande,” murmuró. “Pero tu hermano lo será aún más.”

El cuarto olía a sal y cera derretida. Afuera, Volantis despertaba entre campanas y voces.

Aura se levantó, alisó su vestido y se miró al espejo. En sus labios, la sonrisa de quien ya ha tomado una decisión peligrosa.

Ese mismo día partió a Lys.

En Lys, el aire era dulce y pesado, cargado de perfume y vino.

El burdel donde se alojó era conocido por sus espectáculos, y por sus clientas exóticas. Allí conoció a Mysaria, una bailarina de ojos pálidos y sonrisa medida.

La primera noche apenas hablaron.

La segunda, Mysaria la observó con desconfianza.

“Eres distinta,” dijo mientras la ayudaba a vestirse. “Supongo que es porque no tienes la mirada de las que nacieron para esto.”

Aura sonrió. “Tal vez no. Pero tengo algo que las demás no.”

“¿Qué?”

“Una oportunidad.”

Mysaria arqueó una ceja. “Puede que te preparé para él, pero no es seguro que te escogerá…”

Aura bajó la voz. “No le dare la oportunidad de no hacerlo…”

Mysaria soltó una risa baja. “Todas creen que lo tendrán. Él viene, paga, se va. Nunca repite, y a menos que seas una platinada virgen, no hay garantías. No debes enojarte si al final no se va contigo hoy, habrá más oportunidades.”

Aura no respondió. Solo se miró en el espejo, decidida.

Esa noche, cuando Daemon Targaryen cruzó las puertas del burdel, las miradas de todas las mujeres se volvieron hacia él. El murmullo se apagó.

El dragón de la sangre valyria había llegado.

Aura fue la primera en acercarse.

No dijo su nombre, ni de dónde venía.

Solo se inclinó, y sus labios formaron una sonrisa precisa.

Daemon la observó un instante, y la sonrisa en su rostro se torció en algo entre curiosidad y deseo.

Esa noche, fue ella quien lo acompañó a su habitación.

Y después de esa, vinieron varias más.

Durante semanas, Aura fue su favorita.

Se movía entre las sombras del burdel, aprendiendo los hábitos del Príncipe: lo que bebía, lo que decía borracho y sobre todo, todo lo que decía sobre su familia.

Daemon hablaba poco, pero una vez, entre copas y risas, dejó escapar lo suficiente:

“Odio las paredes de la Fortaleza Roja. Odio a mi esposa. Odio que me quieran encadenar con deberes inutiles.”

Aura escuchó cada palabra como si fuera una promesa.

Pero el fuego de Daemon se apagó tan rápido como había ardido.

Una mañana simplemente no volvió.

Y Mysaria desaparecio con él.

Pasaron las lunas.

Aura enfermó.

Al principio pensó que era agotamiento, luego comprendió.

Estaba encinta.

Durante días, la esperanza la consumió. En el burdel se hablaba del Príncipe, de su deseo de tener una familia, de su esposa sin hijos, de los huevos de dragón que guardaba como reliquias.

Aura lo creyó todo.

Pensó que si lo buscaba, si le contaba la verdad, él la recibiría.

Que le daría un huevo, un nombre, una promesa.

Y así partió hacia Desembarco del Rey, sola, ansiosa por cumplir y ser el orgullo de su padre.

Darle a su esposo un hijo con sangre de dragón.

Y un dragón para su hijo.

La ciudad la recibió con lluvia.

Cruzó las calles hasta el barrio del puerto, donde sabía que Daemon se alojaba.

Esperó todo un día en silencio.

Y cuando anocheció, entró en la casa de placer donde él solía beber.

Daemon estaba allí.

Con Mysaria.

Aura avanzó, empapada por la lluvia, temblando.

“Mi Príncipe… estoy encinta. Es vuestro hijo.”

Daemon levantó la vista, desconcertado, los ojos cargados de furia.

Mysaria giró la cabeza hacia él, con una expresión tan suave que parecía compasiva.

“Dice eso a todos, mi Príncipe. A todos los que pagan por ella.”

Aura negó con desesperación.

“¡No! ¡No es cierto! No he estado con nadie más!”

Daemon se levantó, el rostro endurecido.

“¿Crees que puedes usar mi nombre? ¿Mancharlo con mentiras?”

“Por favor… por favor, escúchame…”

Pero no la escuchó.

Solo hizo un gesto hacia los hombres que esperaban junto a la puerta.

“Sacadla.”

Aura gritó, pero sus palabras se perdieron entre el ruido del burdel y la lluvia golpeando los ventanales.

Lo volvio a intentar otro día, cuando Mysaria estaba fuera de la vista.

Aura se arrepintió.

Se arrepintió cuando los hombres se turnaron para violarla.

Se arrepintió cuando la sangre escurrió entre sus piernas sin fin.

Se arrepintió hasta que la oscuridad finalmente llegó después del dolor.

Rhaenyra volvió a abrir los ojos.

El jardín estaba en silencio.

El agua de la fuente caía con un murmullo constante.

Daemon no escribía. Solo miraba el pergamino, los labios apretados, una mirada molesta en sus ojos.

Rhaenyra apretó su muñeca con su mano. No estoy molesta… yo solo… ella llevo tu semilla…

Y me asegure de matarla, Rhaenyra, no es mi deseo revivir todo esto, pero necesitamos entender cuan profunda es esta conspiración…

Lo se…

Fredo habló en voz baja, la respiración entrecortada.

“Cuando Tieran supo lo que había pasado, perdió la razón.”

Rhaenyra lo miró, y Fredo continuó, las palabras cayendo como piedras.

“Gritó el nombre de Aura hasta quedarse sin voz. Arrojó muebles, rompió copas, juró incendiar Lys y matar a todos los que se cruzaran en su camino. Decía que la sangre de Saera había sido profanada y que el Príncipe Rojo pagaría por ello. Nadie podía detenerlo… Fue… lo recuerdo bien, madre esta asustada, nos encerro a todos lejos de él, estaba… asesino…”

Daemon levantó la vista.

“¿Y Verl?”

“Mi abuelo mandó encerrarlo,” respondió Fredo. “Temía que se lanzara al mar sin pensar. Le quitó los barcos, los hombres, el oro. Dijo que la venganza debía esperarse, que el fuego sin control solo consume a quien lo enciende. Y mi padre… Lysandro… no se inmutó. Para él, Aura era solo la hermana de su esposa. Le dio el pésame a mi abuelo, habló de pérdidas y de política, y siguió con sus negocios. Ni una palabra de más.”

Daemon lo observó en silencio.

Fredo prosiguió, con voz más débil.

“Nunca recuperamos su cuerpo. Seis días después, un barco trajo al niño. Ora. Tenía un año, el cabello rojo de su madre, los ojos grises. Tieran lo tomó en brazos y luego exige que lo alejara de su vista. Mi madre insistio en cuidarlo, era demasiado pequeño para estar sin una madre y Tieran no sosportaba verlo, se parecía demasiado a Aura…”

El silencio volvió.

Rhaenyra se mantuvo inmóvil, la mirada fija en el reflejo del agua.

Daemon tomó la pluma, con un gesto lento.

“Ora.”

Fredo bajó la cabeza, visiblemente nervioso.

“Era solo un bebe cuando llegó a nosotros,” dijo despacio. “Mi primo… pero más que eso, un hermano. Crecimos juntos. Dormíamos en la misma habitación, compartíamos todo. Nunca lo vi como algo distinto a mí.”

Daemon lo observó desde el otro lado del pergamino, los ojos fríos.

“¿Y ahora?”

Fredo tragó saliva. “Ahora… es distinto. Está creciendo. Aprende rápido. Es fuerte, y…”

“¿También busca venganza?” interrumpió Daemon.

Fredo intentó desviar la mirada. “Es joven todavía. No entiende… no del todo.”

Daemon apoyó la pluma. “No entienden los niños,” repitió, “hasta que alguien les enseña a odiar. Respóndeme.”

Fredo respiró con dificultad.

“Mi tío Tieran le hablaba todo el tiempo de Aura. De su muerte. De vos… cuando le enviaba cartas, era lo único que mencionaba.”

Rhaenyra alzó la vista. “¿Y qué decía el niño?”

Fredo dudó, luego murmuró apenas “Le prometio a su padre que un día lo ayudaría a vengar a su madre.”

El aire del jardín cambió.

El murmullo del agua se desvaneció, y el calor se volvió más denso.

Rhaenyra parpadeó, y el mundo giró.

Ora

El sol de Lys caía sobre el patio de piedra blanca.

Dos niños entrenaban bajo la mirada de un maestro de armas. Las espadas de práctica golpeaban con fuerza, resonando en el aire húmedo.

Ora, de cabello rojo y mirada gris, apenas respiraba entre golpe y golpe. Frente a él, Moredo Rogare sonreía con esa arrogancia natural que solo los hijos de hombres poderosos conocían.

El sudor les caía por el cuello, la piel llena de moretones. Pero ninguno cedía.

La madera chocaba una y otra vez, hasta que Moredo retrocedió, jadeante.

“¡Ya basta!” gritó el maestro. “Eso no era un duelo, era una masacre.”

Ora bajó la espada con lentitud.

Sus manos temblaban, pero sus ojos estaban fríos.

El maestro lo miró con molestia.

Moredo arrojó su espada al suelo y sonrió. “Algún día te ganaré.”

“Algún día,” respondió Ora, “no será suficiente.”

Se sentaron en las escaleras del patio, bebiendo agua de una jarra.

La ciudad hervía a lo lejos, el puerto lleno de barcos con velas de colores.

Moredo fue el primero en hablar.

“Mi padre dice que, cuando tenga edad, me dejará ir con los exploradores. Buscaré huevos en las islas del sur. Dragones pequeños, dormidos, esperando despertar. ¿Te imaginas?”

Ora bebió en silencio, sin mirar al otro.

“Y tú,” insistió Moredo, “¿qué harás cuando seas mayor?”

El niño alzó la vista, la mirada tan serena que helaba.

“Matar a Daemon Targaryen.”

Moredo rió al principio, pero el sonido se apagó pronto.

El modo en que Ora lo dijo no tenía rastro de juego.

Era una promesa.

El sonido del mar se desvaneció.

Rhaenyra regresó al jardín, con la respiración alterada y la cabeza dando vueltas. Se sostuvo del borde de la fuente.

Daemon se levantó de inmediato, acercándose.

“Rhaenyra,” murmuró, colocándole una mano en la espalda. “Respira.”

Tessarion levantó la cabeza, soltando un leve bufido, inquieta. El dragón inclinó el cuello, como si intentara acercarse a ella, el brillo azul de sus ojos reflejando la inquietud de su jinete.

Rhaenyra cerró los ojos unos segundos, intentando estabilizar el pulso.

“Estoy bien,” dijo al fin. “Solo fue… demasiado real.”

Daemon asintió, aunque su expresión se endureció.

“Son hijos de la sombra de su propio odio,” murmuró. “Incluso los niños.”

Ella se enderezó, aún pálida.

“Y eso los convierte en piezas que debemos considerar,” dijo con voz firme. “Si Ora vive, si Tieran lo sigue usando… si los Rogare lo respaldan, todo esto puede repetirse. No habrá paz, Daemon, solo otra guerra.”

Él sostuvo su mirada unos segundos, luego asintió lentamente.

“Entonces seguiremos,” dijo. “Hasta conocer todos los nombres.”

Rhaenyra respiró hondo, posó una mano sobre Tessarion, y el dragón exhaló suavemente, como si respondiera a su calma.

Daemon tomó la pluma de nuevo.

“¿Quién sigue?” preguntó sin levantar la mirada.

Fredo tragó saliva, sabiendo que ya no quedaban muchos nombres por proteger.

Daemon volvió a mojar la pluma en la tinta. El siguiente nombre cayó sobre el pergamino como un eco.

Vasilisa Saan.

Fredo levantó la cabeza, inseguro.

“Mi madre…” dijo con voz temblorosa. “No es como ellos. No lo ha sido nunca.”

Rhaenyra lo observó, esperando.

“Es buena,” continuó. “Tímida. Siempre enferma o agotada. No se mete en las discusiones de mi padre ni en los asuntos de mi abuelo. Dice que esas guerras no son para ella, que su deber es mantener la casa tranquila. A veces pasa el día entero bordando o leyendo.
No tiene el carácter de mi abuelo, ni la ambición de mi padre. Es… distinta.”

Daemon levantó la vista apenas. “¿Distinta cómo?”

Fredo sonrió con tristeza. “No sé. A veces la encuentro mirando por la ventana, callada, como si pensara en algo que nunca me dirá. Dice que quiere que yo sea diferente a los demás, que no repita sus errores. No es una mujer fuerte, pero es mi madre.”

Rhaenyra lo escuchaba en silencio.

Pero a medida que él hablaba, algo cambió en el aire.

El sonido del agua se hizo más profundo, más lento.

La luz del jardín pareció desvanecerse.

Y cuando Rhaenyra parpadeó, ya no estaba allí.

Vasilisa Saan 

El palacio de Lysandro Rogare relucía con la luz del mediodía.

El mármol, las columnas y los tapices eran testimonio de una riqueza que sofocaba más de lo que liberaba.

En una sala alta, rodeada de ventanales, Vasilisa Saan cosía en silencio.

Sus manos se movían con precisión, pero su mente estaba lejos.

Cada puntada parecía una distracción calculada.

Una sirvienta se acercó.

“Mi señora, el amo ha partido con sus socios.”

“Lo sé,” respondió sin levantar la vista. “Y sé también con quién cenará.”

Su tono era tranquilo, pero la amargura era visible.

Dejó la aguja, se levantó, y caminó hasta el espejo.

El reflejo le devolvió una mujer hermosa, inmóvil, con los labios tensos.

Su belleza seguía intacta, pero en sus ojos vivía algo que el oro no podía ocultar: resentimiento.

A través de las ventanas veía a Lysandro partir, su pequeño sequito adulandolo a cada paso.

El saber que regresaria dentro de días, oliendo a puta barata y lleno de chupetones hizo su sangre arder. Él no solo tenía sus amoríos de manera descarada, sino que la controlaba a ella para que no tuviera ninguno, y sus bastardos… a veces imaginaba quemar la casa donde vivia los niños malditos, donde Lysandro llevaba a su sangre con la esperanza de que un día tendría su propio ejercito.

Y, sin embargo, todo lo que ella poseía era una casa llena de hijos y criadas que la temían más de lo que la amaban, criadas que reportaban cada movimiento suyo a su esposo.

En el corredor, las risas de los niños interrumpieron su pensamiento.

Lysaro y Fredo corrían tras una pelota, seguidos por un par de sirvientes.

“Padre dice que cuando crezca tendré un barco solo mío,” presumía Lysaro.

“Y yo llevaré sus cuentas,” decía Fredo, orgulloso.

Vasilisa sonrió, pero no era ternura. Era una mueca pequeña, forzada.

“Por supuesto,” dijo. “Todo eso será vuestro. Nacisteis para mandar, no para obedecer.”

Los niños rieron y salieron del salón.

Vasilisa los observó irse, y su sonrisa se borró lentamente.

Había amado a sus hijos más de lo que había amado a su esposo, pero en algún punto, el amor se había mezclado con frustración.

No podía protegerlos del mundo ni moldear su destino.

Así que les enseñó lo único que sabía: a reclamar lo que creían merecer.

Les enseñó a desear.

A competir.

Sin darse cuenta de que solo los hacía mirar con envidia cuando los comparaba, cuando les demostraba todo lo que no tenían.

Era su manera de protegerlos, o eso quería creer.

Sin saberlo, les estaba dando la misma herencia que había recibido: orgullo y resentimiento.

Rhaenyra la observaba a través del reflejo, sintiendo un estremecimiento.

La mujer frente al espejo no era débil. Era un fuego contenido.

Una reina sin trono, encerrada en una jaula dorada que ella misma había ayudado a construir.

Un espejo.

Y Rhaenyra lo reconoció. Alicent Hightower tenía la misma mirada en sus ojos.

La envidia retorciendo sus expresiones, el rencor marcando en las lineas de expresión.

Siempre queriendo lo que no podía tener, nunca conforme, demasiado ambiciosa, demasiado poco poderosa.

El aire fresco golpeó su rostro, y Rhaenyra respiró hondo. Daemon la observaba en silencio, con la pluma suspendida sobre el pergamino.

Fredo los miraba a ambos, sin entender la sombra que había cruzado el semblante de la Princesa.

Rhaenyra se perdio un momento en la imagen de Vasilisa mirando a su propia herman Aura con envidia, a Serine.

Quería el amor que Aura y Tieran tenía, pero no comprendía que Aura sufría igual que ella, incluso en más medida, puede que Tieran amara a Aura, pero la engañaba a cada oportunidad, incluso follando a sus propias hermanas.

Quería la libertad de Serine, sin darse cuenta de que Serine quería el poder que Vasilisa ostentaba como esposa del hombre más rico de Lys.

Daemon giró el pergamino hacia sí, y el siguiente nombre cayó sobre la superficie con precisión.

El Magnífico.

No hubo pausa. Fredo habló antes de que nadie lo pidiera.

“Mi padre no es un monstruo,” dijo con un temblor en la voz. “Solo quiere recuperar lo que nos pertenece.”

Daemon arqueó una ceja. “¿Recuperar? ¿O robar?”

“Recuperar,” insistió Fredo. “Los Rogare tienen sangre valyria. Dicen que nuestros antepasados montaban dragones antes de que los Targaryen siquiera cruzaran el mar.”

Daemon soltó una risa baja, seca. “Los Rogare son bastardos enriquecidos, no jinetes de dragones.”

Fredo apretó los puños. “Eso decís porque teméis lo que podríamos ser si las cosas fueran justas.”

Daemon lo miró con calma glacial. “No temo a quien compra poder. Temo a quien nace con él y lo desperdicia. Vuestro padre comercia con carne, con oro, con nombres. Pero los dragones no se compran.”

Fredo temblaba, entre la rabia y la vergüenza.

“Mi padre solo busca lo que el destino nos negó.”

Daemon lo observó con una mezcla de burla y lástima. “El destino negó a tu padre porque la sangre no miente.”

Rhaenyra, que hasta entonces se había mantenido en silencio, sintió el aire del jardín cambiar.

El agua dejó de fluir, y el mundo se hundió en penumbra.

La visión la arrastró sin resistencia.

Lysandro Rogare 

Era de noche en Lys, y la casa Rogare aún no era un palacio, sino una mansión de piedra clara y pasillos estrechos.

Una lámpara colgaba del techo, proyectando sombras alargadas sobre las paredes.

En una sala amplia, Lysandro Rogare, apenas un muchacho, escuchaba a su padre hablar.

A su lado estaba Drazenko, su hermano menor, con los ojos fijos en el hombre que los miraba como si dictara un juramento.

“Escuchad bien,” decía su padre, “porque esto no lo hallarán en los libros de los Targaryen.”

El hombre sostenía una copa de vino, la voz cargada de orgullo.

“Hace siglos, una de nuestros ancestros fue amante de un gran señor dragón. De esa unión nació un niño hermoso, con el cabello tan pálido como la luna. Pero la esposa legítima del señor, consumida por los celos, lo maldijo. Juró que ese bastardo y toda su descendencia jamás montarían dragones.”

Lysandro frunció el ceño. “¿Y fue verdad?”

“¿Acaso ves alguno de nosotros volando sobre uno?” respondió el padre con una sonrisa amarga. “Sí, hijo mío. Fue verdad. Y desde entonces, los dioses se burlan de nosotros. El fuego corre en nuestras venas, pero nunca nos reconocerá.”

Drazenko bajó la mirada, incómodo.

“¿Y si la maldición se rompe?”

“Entonces,” dijo el hombre, con brillo febril en los ojos, “volveríamos a ser lo que debimos ser siempre. Reyes del fuego. Amos del cielo.”

Lysandro escuchaba en silencio, el puño cerrado sobre su rodilla.

Su padre se inclinó hacia él, la voz baja y temblorosa.

“Recuerda esto, hijo: los dragones no son solo criaturas. Son poder. Y el poder no se pide. Se toma.”

La lámpara crepitó, y por un momento, la llama iluminó el rostro del muchacho.

Sus ojos eran duros.

En ellos no había inocencia, sino promesa.

Años después, esa promesa sería un hambre.

Lysandro Rogare quería dragones, no riquezas ni alianzas.

Y su ambición sería tan profunda que devoraría a todo lo que tocara.

Su esposa, su familia, sus hijos.

Todo podría venderse, usarse, sacrificarse, si eso lo acercaba un paso más al fuego.

Rhaenyra lo vio como si estuviera frente a él: joven, apuesto, inteligente… y vacío.

Un hombre que confundía el linaje con el derecho.

Un reflejo oscuro de todo lo que la sangre valyria podía llegar a ser cuando se olvidaba del alma.

El jardín regresó.

El murmullo del agua volvió a escucharse, y Tessarion soltó un leve rugido que rompió el silencio.

Rhaenyra respiró con fuerza, apoyando una mano en la piedra.

Daemon, sin mirar a Fredo, dijo en voz baja:

“Tu padre no busca justicia. Busca venganza contra los dioses que lo ignoraron.”

Fredo negó con la cabeza, desesperado.

“¡No lo entendéis! Quiere lo que nos arrebataron, lo que debimos tener. ¡Nos pertenece!”

Daemon levantó la vista, y la frialdad en su expresión hizo que el muchacho callara al instante.

“Los dragones no pertenecen a nadie,” dijo. “El fuego elige, no se negocia.”

Rhaenyra levantó la mirada, todavía pálida, pero firme.

“Y cuando un hombre intenta comprar lo que no puede comprender,” murmuró, “lo único que consigue es arder.”

Fredo bajó la cabeza, y el silencio volvió a cubrir el jardín.

Daemon tomó la pluma una vez más.

“El siguiente nombre,” dijo despacio, “Drasenko.

Daemon escribió el siguiente nombre con trazo lento, observando la tinta extenderse como una herida fresca.

Drasenko Rogare.

El sonido de la pluma cesó.

Fredo bajó la mirada, la voz apagada.

“Mi tío Drasenko es distinto a mi padre. Siempre lo ha sido. Mi madre dice que él no tiene alma propia, que vive para servir al Magnífico. Donde Lysandro manda, Drasenko obedece. Sin preguntas, sin vacilaciones.”

Daemon lo observó con atención.

“¿Obedece por lealtad o por miedo?”

Fredo dudó. “Por amor. O algo que se le parece. Mi padre lo crió como una extensión de sí mismo. Dice que sin su hermano, no habría casa Rogare. Que son un solo nombre, un solo propósito.”

“¿Y qué propósito es ese?”

“Poder,” respondió Fredo, casi en un susurro. “El mismo que ha consumido a todos los Saan y los Rogare.”

Rhaenyra levantó lentamente la mirada.

“Dices que está comprometido con una princesa, ¿no es cierto?”

“Sí. Con la Princesa Aliandra Martell,” explicó Fredo. “Una alianza que mi padre considera su mayor triunfo. Pero Drasenko no ama a esa mujer. No ama a nadie. Solo quiere lo que mi padre quiere.”

Daemon recargó los codos sobre la mesa.

“Y lo que tu padre quiere son dragones.”

Fredo asintió, pálido.

“Drasenko dice que si mi padre no los consigue, él lo hará. Que algún día los dioses valyrios nos devolverán lo que es nuestro.”

Rhaenyra entrecerró los ojos. El aire comenzó a vibrar.

El jardín se desdibujó, y una corriente invisible la arrastró otra vez.

Drasenko Rogare 

Luz ámbar sobre columnas de mármol.

El sonido del mar, mezclado con risas, vino y música.

Drasenko Rogare caminaba junto a su hermano Lysandro, ambos vestidos de blanco, el emblema familiar grabado en oro sobre sus túnicas.

Eran reflejos del mismo espejo: el mayor, astuto y calculador; el menor, hermoso y ambicioso, sin límites ni remordimientos.

“Recuerda,” decía Lysandro, mientras atravesaban el corredor del palacio, “los Martell son útiles, no iguales. Trátalos con respeto, pero no con devoción.”

Drasenko sonrió, complaciente. “La Princesa Aliandra ya está medio enamorada. No tardaré en tenerla comiendo de mi mano.”

“Hazlo rápido,” respondió Lysandro. “Los Martell tienen oro, rutas y soldados. Pero lo que necesitamos es influencia. Si los Martell confían en ti, los dragones tendrán que escucharnos cuando nos acerquemos.”

“¿Y si no?”

“Entonces usarás a la princesa como cebo,” dijo Lysandro sin inmutarse. “Las alianzas son tan desechables como las amantes, estoy seguro de que si les ofrecemos Dorne, seremos recompensados con lo que querramos. Dorne sigue siendo una herida abierta en la historia de los Targaryen.”

Drasenko rió suavemente. “Por supuesto hermano, no te fallare.”

El entorno cambió.

La visión giró y el lujo se deshizo, reemplazado por una habitación iluminada por velas.

Allí estaba Serine Saan, joven, delgada, la piel marcada por cansancio y deseo.

De pie frente a Drasenko, lo miraba con devoción ciega.

“Me dijiste que vendrías,” susurró.

“Y vine,” respondió él, sonriendo. “Como siempre.”

Ella se acercó, temblando, las manos en su pecho. “Lysandro no debe saberlo.”

“Lysandro sabe todo,” murmuró una voz desde la penumbra.

Serine se giró, y lo vio: Lysandro Rogare, observando desde la puerta.

Su rostro no mostraba enojo, solo dominio.

Drasenko no se movió. Ni siquiera fingió sorpresa.

“¡Prometiste que no volvería a venir!” 

“No niegues que lo disfrutas, Serine.” Drasenko no le dio la oportunidad de volver a hablar.

Lysandro se desnudo mientras veía a su hermano besar a la joven Serine, quien a pesar de sus protestas, no tardo en doblarse en dos para recibirlos a ambos.

Drasenko disfrutaba de la joven, pero Lysandro no permitira que nada se interpusiera entre él y su hermano, especialmente un enamoramiento.

Controlar y estar en los encuentros entre ambos impedía que Drasenko se desviara.

Además, a Lysandro le encantaba ver a la joven niña llorar, tal vez no a Drasenko, pero realmente no importaba mucho.

Poco sabía Lysandro que Drasenko disfrutaba especialmente las lagrimas, sobre todo… si él era la causa y la persona no lo sabía, ver la mirada confundida de Serine siempre hacía su día, pero obligarla a tomarlo a él y a su hermano al mismo tiempo…

La escena cambió de nuevo: las velas se habían consumido, los cuerpos entrelazados en silencio.

Serine lo observaba mientras dormía.

Drasenko siempre se quedaba con ella despues de sus encuentros, especialmente si Lysandro se unía a ellos.

Y ella, confundía la sumisión con amor y no comprendía porque Drasenko, a quien amaba con todo su ser, no ponía limites a su hermano… porque seguia sus ordenes sin dudar.

En la mesa, un pañuelo bordado con un nombre: Vicoria.

La pequeña dormía en la habitación contigua, sin saber que su sangre era la mezcla de dos sombras.

Rhaenyra retrocedió bruscamente.

El jardín la recibió de nuevo con un golpe de aire.

La fuente borboteaba con fuerza, y Tessarion agitó las alas, inquieta.

Daemon la tomó de los hombros, estabilizándola.

“¿Qué viste?” preguntó, la voz baja pero urgente.

Rhaenyra lo miró, los ojos todavía nublados.

“Un monstruo con dos rostros,” susurró. “Y una mujer que los confundió con amor.”

Daemon apretó los labios, comprendiendo.

Fredo, al otro extremo, los observaba sin entender el silencio que había caído sobre ellos.

“Mi tío Drasenko no es malo,” murmuró. “Solo hace lo que debe.”

Daemon se giró hacia él, con una sonrisa helada.

“No, muchacho. Hace lo que quiere. Y eso lo hace peor.”

El silencio volvió.

Rhaenyra se pasó una mano por la frente, intentando recomponerse.

Cada visión la dejaba más exhausta, pero también más consciente del alcance del enemigo.

Daemon limpió la punta de la pluma y habló con calma.

“Entonces,” dijo, “seguimos.”

El pergamino aún tenía espacio para más nombres.

Pero las sombras ya empezaban a tomar forma.

Verl Saan 

La luz de las antorchas iluminaba una estancia cargada de humo y mapas.

Verl Saan, de cabello blanco y rostro curtido, estaba inclinado sobre una mesa cubierta de pergaminos.

En las paredes colgaban retratos de dragones, copias mal pintadas de criaturas que jamás había visto en persona.

Su voz, grave y lenta, llenaba el silencio.

“¿Sabes qué significa el muro negro, Fredo?”

Un niño de unos diez años lo miraba desde un rincón, con ojos grandes e inquietos.

“Es donde vive la gente que importa,” continuó Verl. “Los de sangre pura. Los que dicen descender de los dragones. Yo nací de un error, y por eso me echaron de allí. Pero el error no fue mío. Fue suyo.”

Tomó una copa de vino, bebió, y señaló el mapa de Volantis extendido frente a él.

“Los dragones son la llave. No para el poder, sino para el respeto. Cuando uno de ellos obedezca a un Saan, los muros se abrirán.”

El niño no respondió.

Verl lo miró con una sonrisa cansada.

“Todos me llaman viejo necio, pero el oro no se gasta en silencio. Yo lo invierto. En barcos, en exploradores, en sacerdotes. En sueños. Todo para volver allí, al lugar que me negó.”

Desde la sombra, otra figura observaba: Lysandro Rogare, mucho más joven.

Verl giró hacia él.

“¿Y tú?” preguntó. “¿Crees que el fuego se compra?”

Lysandro sonrió con ironía. “Creo que puede controlarse.”

Verl soltó una breve carcajada. “Por eso te elegí para mi hija.”

Se acercó al mapa, pasando los dedos sobre los contornos de las ruinas valyrias.

“No quiero volar sobre un dragón,” dijo, casi en un susurro. “Solo quiero que el mundo vea que puedo hacerlo.”

A su alrededor, el aire parecía oprimir la habitación.

Su mirada era la de un hombre que había sobrevivido demasiado tiempo para aceptar la derrota.

El oro había llenado sus cofres, pero no su orgullo.

Rhaenyra lo vio inclinarse sobre los mapas, su respiración agitada, los dedos manchados de tinta.

Comprendió entonces que Verl Saan no adoraba el fuego.

Lo temía.

Y por eso lo deseaba.

Los dragones eran para él un símbolo de poder.

No buscaba solo gloria ni poder, sino validación.

Quería ser admitido en un mundo que lo había exiliado por nacer del lado equivocado de la muralla.

Y estaba dispuesto a pagar cualquier precio por lograrlo.

El agua fluyó nuevamente, y Tessarion agitó la cola, inquieta por la tensión en el aire.

Rhaenyra levantó la vista.

“Cree que ya no quiere reinar,” dijo despacio. “Solo ser aceptado.”

Daemon asintió.

“Los hombres como él no arden, Rhaenyra. Corroen. Empiezan pidiendo respeto y terminan devorando el mundo para conseguirlo.”

Fredo lo miró, ofendido.

“Mi abuelo no es un monstruo.”

“No,” replicó Daemon, “pero está criando a varios.”

Rhaenyra respiró hondo, aún afectada por la visión.

“Ya no queda duda,” dijo. “Los Saan y los Rogare no buscan alianzas. Buscan poder, solo poder...”

Rhaenyra se incorporó despacio.

 El murmullo del agua se detuvo por un instante, y todos esperaron su voz.

“Llévenselo.”

La orden fue breve, pero bastó. Los guardias se movieron sin dudar. Nadie miró a Daemon, nadie esperó confirmación. Las palabras de la Princesa eran ley.

Fredo alzó la cabeza, incrédulo.

Por un segundo creyó que aún había esperanza, pero la serenidad en el rostro de Rhaenyra lo desmintió. No había compasión ni ira en ella, solo decisión.

Las manos de los soldados lo sujetaron con firmeza. El sonido del metal y de las botas sobre la piedra resonó como una sentencia.

Mientras lo conducían por el corredor, Fredo se obligó a no mirar atrás. Pero al llegar a la entrada del jardín, la tentación lo venció.

Rhaenyra seguía de pie junto a la mesa.

Daemon, a un paso detrás.

Ella extendió una mano hacia una vela encendida; la llama se inclinó hacia su piel y la envolvió un instante sin dañarla. No lo hizo para impresionar, ni por desafío. Solo buscó calor.

Y eso fue lo que lo quebró.

El miedo subió desde su estómago hasta la garganta.

Comprendió que aquella mujer no dominaba el fuego: era el fuego.

Daemon podía ser el Príncipe Rebelde, el hombre que incendiaba mares, pero él seguía siendo humano, moldeable.

Ella, en cambio, no.

Ella era el fuego hecho voluntad.

Comprendió entonces que no temía al Príncipe Daemon ni la mitad de lo que le temía a su esposa.

Temía vivir sabiendo que, con una sola palabra, aquella mujer podía ordenar su muerte…
y que el Príncipe Rojo obedecería sin dudar.

Porque Rhaenyra Targaryen no seguía órdenes.

Las creaba.

Los guardias lo sujetaron con fuerza y lo sacaron del jardín.
Fredo apenas sentía las piernas; el sonido de las botas sobre la piedra se mezclaba con su respiración entrecortada. Cada paso le recordaba el calor de la celda anterior, la sensación del aire convirtiéndose en humo dentro de sus pulmones.

Intentó mirar al frente, pero la mente lo traicionó: veía grietas encendidas bajo el suelo, el resplandor naranja que lo había acompañado durante la noche anterior.

 El miedo era un animal que se le retorcía dentro del pecho.

Se convenció de que lo llevaban de nuevo al fuego, de que todo había sido una trampa.

El pasillo descendía.

El aire se volvió más denso.

El sonido de un cerrojo lejano lo hizo perder el control de la respiración.

“Por favor… no otra vez,” murmuró casi sin darse cuenta. “Les di lo que quería… dije todo lo que se… por favor…”

Los guardias no respondieron. Siguieron caminando.

Cuando finalmente se detuvieron frente a una puerta, Fredo sintió las rodillas cederle.

La empujaron y, por un instante, esperó el calor. Esperó el rugido sordo de la lava, el olor a azufre.

Pero no llegó.

La celda era común.

Piedra fría, una antorcha tenue en la pared, un catre y un cubo de agua. Nada más.

El alivio fue tan repentino que casi lo derribó.

Respiró con fuerza, el cuerpo temblando.

Por primera vez en días, el aire no quemaba.

La puerta se cerró con un golpe sordo, y el sonido del cerrojo le atravesó los nervios, pero ya no era un presagio de muerte.

Se dejó caer contra la pared, el sudor mezclándose con el ardor de las heridas que aún no sanaban. Las quemaduras le dolían, el cuerpo le pesaba, pero podía respirar.

Cerró los ojos.

Por un momento, solo escuchó su propia respiración, irregular pero viva.

No caería por un acantilado.

No se hundiría en el océano.

No moriría quemado.

Estaba a salvo.

Por ahora.

Y ese pensamiento, simple y absurdo, fue suficiente para hacerlo llorar en silencio.

El silencio se mantuvo largo después de que los pasos de Fredo desaparecieron por el corredor.

El jardín parecía volver a respirar, aunque el aire seguía cargado de algo invisible, como si las visiones hubieran dejado una huella que el viento no podía borrar.

Rhaenyra continuó junto a la mesa, con el pergamino aún desplegado ante ella.

Las velas temblaban, reflejándose en el agua de la fuente.

Tessarion dormitaba a sus pies, el cuerpo tibio, el brillo azul de sus escamas apagado por el cansancio.

Daemon se acercó en silencio.

No había en él la rigidez del interrogador, sino una calma alerta.

Por primera vez en horas, su voz bajó.

“Lo vi,” dijo.

Rhaenyra alzó la mirada, sin sorpresa. “¿Cuánto?”

“No todo,” admitió. “Solo fragmentos. Sombras. Voces. La sensación de algo antiguo… y triste.”

Rhaenyra desvió la vista hacia la fuente. El reflejo del fuego jugaba sobre la superficie del agua.

“Yo no vi sombras,” murmuró. “Estuve allí. Sentí cada palabra, cada pensamiento. No sé si eran recuerdos o advertencias.”

Daemon frunció el ceño.

“Cuando lo sentí, fue como si algo tocara la mente de ambos. No era solo tu visión. Nos eligió.”

“¿Nos eligió?” repitió ella con incredulidad. “¿O nos recordó?”

No hubo respuesta.

Solo el sonido del agua cayendo, lento y constante.

Tessarion emitió un leve resoplido, inquieta. Su respiración se volvió irregular, como si soñara.

Rhaenyra se inclinó para acariciarla. “Tranquila, mi niña,” susurró. “Ya terminó.”

“¿Terminó?” Daemon miró hacia el cielo.

Muy arriba, Syrax giraba en círculos amplios, lanzando rugidos cortos que resonaban sobre el mar.

Más lejos, Caraxes respondía con un bramido grave, impaciente.

Ninguno descendía.

“Los sientes también,” dijo Rhaenyra, casi en un murmullo.

Daemon asintió.

“Están inquietos desde que empezó la visión. No quieren acercarse. Es como si olieran algo en el aire.”

Rhaenyra se volvió hacia el horizonte.

El mar estaba en calma, pero más allá de las aguas turquesas, entre los islotes del sur, una forma inmensa se movió apenas.

La sombra de Cannibal se alzó y volvió a posarse, un relieve vivo sobre la piedra.

La superficie del mar tembló. Las aves abandonaron el cielo.

Rhaenyra habló sin apartar la vista.

“Algo los está llamando.”

Daemon dio un paso junto a ella, la mirada fija en la sombra que dominaba el horizonte.

“¿Crees que tiene que ver con lo que viste?”

“Todo está conectado,” respondió ella. “Las familias, los nombres, los dragones, las ruinas… Nada de esto es coincidencia.”

Daemon la observó un momento.

“Lo que vi dentro de tu mente no parecía una simple visión. Parecía… memoria.”

Rhaenyra asintió lentamente.

“Si los dragones recuerdan,” dijo, “entonces nosotros solo estamos reviviendo lo que ellos ya saben.”

Daemon miró el cielo, donde Syrax y Caraxes seguían girando, cada vez más altos.

“Y si recuerdan,” murmuró, “alguien o algo los está despertando.”

Una brisa marina cruzó el jardín, apagando dos de las velas.

La penumbra envolvió las fuentes, y el resplandor del fuego restante dibujó sombras ondulantes sobre la piedra.

Tessarion abrió los ojos, el reflejo azul de su pupila fijándose en Rhaenyra.

No rugió. Solo respiró hondo, y esa respiración pareció llenar todo el espacio.

Rhaenyra apoyó la mano sobre su cuello, sin dejar de mirar hacia el horizonte.

“Sea lo que sea,” dijo finalmente, “ya empezó.”

Daemon se volvió hacia ella.

“Y cuando despierte del todo,” respondió, “el mundo no volverá a ser el mismo.”

El mar permaneció quieto, pero el cielo parecía contener la respiración.

Los dragones no descendieron.

Solo esperaron.

Notes:

...Holi?

Siento que ultimamento no hago más que disculparme... pero de verdad, lo siento.
Estaba casi listo el cap el día viernes, pero olvide por completo que día era, y el sabado, cuando tuve un par de horas libres... termine llevando a mi mamá al panteón a despedirse de su hermano, que fallecio hace dos meses y su hijo apenas trajo las cenizas desde Mérida, fue como una especie de velorio/funeral/celebración, pues... fue día de muertos. Terminamos pasando todo el fin de semana ahí, decorando las tumbas, viendo a familiares lejanos, tambien visitamos la tumba de mis abuelos y tíos, incluyendo a mi tía recien fallecida, y honestamente, fue sanador
Si hay una celebración que amo a pesar de que siempre me hace llorar, es el día de muertos, hay algo tan precioso en celebrar la muerte de nuestros seres queridos recordándolos en vida, manteniéndolos vivos en nuestros recuerdos y al mismo tiempo, valorando a aquellos que todavía están con nosotros.

Regresemos a nuestra historia! este capitulo fue editado y reescrito como cinco veces, ya que la primera vez fue cuando escribir el capitulo 26 de Broken Princess, ahí fue cuando desarrolle todo este arco, la historia de todos, los Saan, Los Rogare y por supuesto, de Saera y sus hijos, fue dificil irla entrelazando con otros arcos, pero finalmente esta llegando a su fin.
De este arco en particular, aún quedan un par de capítulos, por supuesto, los Rogare y los Saan no desaparecerán tan fácilmente, pero la parte culminante, es este capítulo y el siguiente.

Tenía este capítulo en dos partes, pero era repetitivo, porque uno era solo flashbacks y otro era Fredo, Rhaenyra y Daemon, entonces decidí que funcionaba mejor así.

Claro, quedó un formato muy diferente a todo lo que venía escribiendo, pero creo que tiene sentido... pero ya me dirán ustedes!

¿opiniones de este capitulo... lo que ha sido revelado y el estilo de escritura raro?

Si alguien tiene dudas sobre la historia, no duden en preguntar, escribiendo esto hasta yo me confundí, y eso que tengo un extenso boceto y muchas notas de cada personaje secundario y sus historias.

He estado respondiendo comentarios poco a poco, pero la verdad... he leido algunos y me he puesto a llorar, gracias por sus hermosas palabras, no dejare ningun comentario sin responder, aunque me tarde un poco.

El proximo capitulo probablemente lo subire alrededor del 15-16 de noviembre, las cosas estan mil veces mejor, pero aún hay citas medicas constantes y los días duran demasiado poco.

Por cierto... me caí y me lastimé la muñeca, ¿alguien sabía que las muñecas también se pueden esguinzar? Porque yo no, lo bueno es que es algo menor y solo me han puesto cintas kinestésicas, así que no me ha limitado mucho, pero he descubierto que hasta las muñecas se pueden esguinzar, honestamente, crei que solo eran los tobillos, jajaja.
Pasar la noche en un cementerio no es bueno si olvidas tus lentes y solo hay velas para iluminar en la noche.

Chapter 33: El sonido de la Guerra

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Rhaenyra permanecía de pie en el balcón que daba a la selva, donde alcanzaba a ver uno de los puentes colgantes que unían los islotes y donde se encontraban sus prisioneros.

El viento le movía el cabello, pero su expresión era serena, concentrada.

El sol se alzaba lentamente sobre los acantilados de Prūmia, tiñendo el mar con tonos de cobre y azul oscuro.

El aire estaba quieto, y solo el rumor de las olas golpeando las rocas rompía el silencio.

Había pasado tres días analizando cada detalle, cada nombre, cada hilo de la red que Fredo había revelado.

No había dudas en su mente sobre cómo los Rogare, al igual que los Hightower, los Velaryon y decenas de familias ambiciosas, llevaban planeando mucho tiempo cómo robarle los dragones a los Targaryen. No era una cuestión de querer dragones para sus familias, era de quererlos para ellos y destruir a los Targaryen al mismo tiempo.

Detrás de ella, Daemon se apoyaba contra la mesa llena de mapas, observándola con sus ojos oscuros llenos de hambre.

El fuego de las antorchas iluminaba su rostro, marcando la tensión en su mandíbula, profundizando sus rasgos.

“Así que ya lo has decidido,” dijo al fin.

Guerra.

Rhaenyra asintió sin girarse. “Sí. No habrá marcha atrás.”

Daemon cruzó los brazos. “No lo dudo, pero… ¿estás segura de que es lo correcto?”

¿No te arrepentiras? 

Ella lo miró por encima del hombro. “¿Estás dudando de mí?”

“De ti, nunca,” respondió con rapidez. “Dudo del mundo que tenemos enfrente. Hacer esto nos traerá más enemigos.”

¿Me dejarás matarlos para ti? ¿Corazón de fuego? ¿Me dejarás bañarme con su sangre y besarte después? 

Rhaenyra caminó hacia él, despacio.

“El mundo ya los trajo,” dijo. “Desde el instante en que codiciaron lo que no les pertenece y comenzaron a conspirar para arrebatárnoslo, se convirtieron en nuestros enemigos. No hay diferencia entre el pasado y ahora, Daemon. Solo que esta vez, no esperaremos a que ataquen primero, tienes razón, debemos destruir a nuestros enemigos antes que ellos a nosotros.”

A pesar de todo, de mis sueños, de mis visiones… me he mantenido… más reactiva, y eso ha traído a los Rogare a las puertas de mi hogar… se acabó, debo ser más, Daemon, debo ser… proactiva, incluso si eso implica que seré yo quien inicie las guerras.

Daemon la observó, en silencio al principio, luego asintió.

“Solo quería oírlo de ti,” dijo. “Saber que no te arrepentirás cuando empiece.”

Rhaenyra sonrió apenas. “Jamás me he arrepentido de actuar por lo que es mío.”

Él se incorporó y dio un paso hacia ella.

“Entonces lo haré,” murmuró. “Prepararé todo para nuestra partida.”

Rhaenyra asintió. “Hazlo.”

Daemon inclinó la cabeza y, antes de marcharse, se acercó lo suficiente para rozar sus labios con los suyos. Fue un beso breve, más un juramento que un gesto de ternura.

Cuando se apartó, Rhaenyra lo siguió con la mirada hasta que desapareció por el pasillo.

El sonido de su capa se desvaneció en la distancia.

Entonces giró hacia la entrada y habló con voz firme:

“Llama a Lady Brienne.”

Una de las damas que aguardaban en el umbral inclinó la cabeza y salió de inmediato.

Rhaenyra se quedó sola unos instantes, mirando el horizonte.

El reflejo del sol naciente iluminaba el mar y, por un momento, el agua pareció arder.

Era un presagio.

Y ella no temía al fuego.

Poco después, el sonido de pasos suaves pero decididos anunció la llegada de Lady Brienne Velaryon.

Vestía un vestido gris perla, sencillo pero elegante, con un cinturón de cuero y el cabello recogido con precisión. Su expresión, como siempre, era serena y práctica.

Rhaenyra se volvió hacia ella.

“Gracias por venir tan rápido.”

Brienne inclinó la cabeza. “Siempre, mi Princesa.”

Rhaenyra señaló el mapa desplegado sobre la mesa. Las rutas estaban marcadas con tinta oscura, uniendo Prūmia con las costas de Lys.

“Partiremos en siete días,” dijo. “Solo iremos Daemon y yo. Los niños se quedarán aquí.”

Brienne alzó la vista, sorprendida. “¿Está segura de eso, Alteza?”

Rhaenyra asintió con calma.

“Son demasiado pequeños. Aegon apenas comienza a caminar, los gemelos apenas cumplirán un año y Visenya…”  Su voz se suavizó. “Visenya tiene dos meses. No los expondré a esto.”

Brienne bajó ligeramente la cabeza, comprendiendo el peso de esa responsabilidad. “Haré que todo esté preparado para su partida. De camino escucho al Príncipe ordenar que todos los barcos se alisten para la partida, así como todos los hombres.”

“¿Cuántos hombres?”

“Seiscientos en total.”

Rhaenyra repasó el mapa con la mirada. “No necesitaremos más. No vamos a conquistar Lys, solo a recordarles a quién deben lealtad.”

“¿Y cuánto durará el viaje?”

“No más de un mes”, respondió Rhaenyra mirando las notas de Daemon. “Con viento favorable, podríamos llegar en seis días. Una semana en el puerto para asegurar los tratos y abastecernos, y el regreso será más rápido. Daemon y yo partiremos una semana despues de los barcos, el viaje a lomos de dragón es mucho más rápido.”

Brienne la observó con atención.

“Por supuesto, Alteza, hablaré con las damas sobre los preparativos para los niños, ¿desea mantener las escoltas completas o se llevarán a los hombres?”

“Se quedarán, por supuesto, lo más importante es la seguridad de mis hijos, si no regresamos en un mes, sabes lo que debes hacer…”

El silencio se extendió entre ambas mientras Brienne asentía con firmeza.

El viento entró por el balcón, moviendo los pliegues del vestido de la Princesa.

Brienne notó la serenidad en su semblante: no había duda ni vacilación, solo certeza.

“Lady Brienne,” dijo finalmente, “quiero que estén preparadas si nos demoramos, no importa si gastas demás en solicitar provisiones, pero no quiero que falte nada en mi ausencia, solo recuerda que deber pasar por el filtro de la torre de vigilancia primero, no arriesgues a nadie en la isla, ni siquiera a ti.”

“Así será, mi Princesa.”

Brienne hizo una reverencia y se retiró.

El eco de sus pasos se perdió en el pasillo, dejando a Rhaenyra sola frente al mar.

El sol ascendía sobre Prūmia, dorando el horizonte.

Rhaenyra apoyó una mano sobre la baranda del balcón.

Sabía que el viaje no sería largo, pero su consecuencia sí.

No iba por venganza.

Iba a exigir obediencia.

Y cuando una Targaryen partía con esa intención, el mundo lo aprendía rápido.

Los barcos partieron sin demora en tan solo una semana, todos con sus velas negras y el emblema del dragón de tres cabezas bordado en rojo.

No habría barcos sin emblemas, ya no más.

Rhaenyra los observó partir a lomos de su dragón, con Visenya balbuceando felizmente en sus brazos y Aemmon en los de Daemon.

Y mientras se preparaban para la guerra, también intentaban comprender sus visiones.

La magia detrás de ellas, la conexión con los dragones…

La noche había caído sobre Prūmia, y la sala del estudio estaba iluminada solo por el resplandor irregular de las velas.

El viento traía el olor del mar mezclado con la tinta y el polvo de los tomos abiertos sobre la mesa.

Rhaenyra pasaba las páginas con lentitud, una tras otra, sin encontrar lo que buscaba.

Daemon la observaba desde la silla frente a ella, el codo apoyado sobre la mesa, los dedos tocando el borde de un libro antiguo cuyas letras valyrias se habían borrado con el tiempo.

“Están vacíos,” murmuró ella finalmente. “Los quemaron todo. No dejaron nada.”

Daemon asintió.

“Lo hicieron a propósito. Los valyrios temían que el mundo los alcanzara. Prefirieron morir con sus secretos antes que compartirlos.”

Rhaenyra levantó la vista.

“¿Y qué sentido tiene la grandeza si se destruye a sí misma?”

“Ese es el sentido,” respondió él, sin vacilar. “El poder siempre teme volverse común. Lo que es divino no soporta ser comprendido.”

Rhaenyra se reclinó en la silla.

“Entonces su fe era miedo.”

Daemon sonrió con cansancio. “O tal vez conocimiento. Quizá sabían que nadie puede tocar el fuego sin arder.”

El silencio cayó de nuevo.

Solo se escuchaba el leve crujido de las velas y el sonido del mar golpeando los muros lejanos.

Rhaenyra cerró el libro y lo apartó con un gesto seco.

“En las visiones vi más que palabras. Vi templos, altares, fuego vivo. Hombres y mujeres que hablaban con dragones como si fueran sus iguales. No hay registro de eso. Ni una línea.”

Daemon se inclinó hacia ella. “Lo que viste no era historia. Era memoria.”

“De los dragones.”

“De los dragones,” repitió él. “Y de quienes los comprendían.”

Rhaenyra miró la llama más cercana, pensativa.

 “¿Y si eran los dioses? ¿Y si los dioses no eran más que ellos?”

Daemon arqueó una ceja. “¿Dragones como dioses?”

“Dragones como voluntad,” dijo ella. “Seres que moldeaban el mundo. Los valyrios los adoraban porque sabían que no podían controlarlos. Nosotros tampoco podemos.”

Daemon se levantó despacio, caminando hacia una de las estanterías.

“¿Pero porque los dragones lo permiten si realmente son la voluntad de los Dioses hecha carne?”

“¿Nos necesitan de alguna manera?” preguntó Rhaenyra, sin apartar la vista del fuego.

Daemon sonrió, apoyándose en la mesa.

“Somos sangre. Tal vez esa es la respuesta.”

Rhaenyra guardó silencio. El fuego se reflejaba en sus ojos con un brillo dorado.

“Si lo que vi era memoria,” dijo finalmente, “entonces no fue solo para mí. Nos eligieron a los dos, yo solo soy los ojos… tu eres la voz.”

Daemon la miró con atención. “¿La voz?””

Ella asintió lentamente.

“Y ahora entiendo lo que quisieron decirme solo porque tú pones en palabras lo que las visiones me enseñan. No podemos depender de templos ni de fe. La fuerza está en nosotros, en lo que conservamos del fuego, la magia en nuestra sangre...”

Daemon se acercó a ella y colocó una mano sobre su hombro.

“Y en lo que decidamos hacer con ella.”

Rhaenyra suspiró. “Entonces decidiremos bien, debemos aprender de los errores que nos llevaron a la extinción.”

Sus miradas se encontraron. No había temor, ni duda. Solo la certeza de que no estaban solos en el mundo de los dioses muertos.

Dejaron la biblioteca con lentitud, sus cabezas llenas de teorías y sueños.

Cuando entraron a la guardería, las niñeras inclinaron sus cabezas con reverencia, cada una vigilando a sus pequeñas crías,

En el rincón más alejando, la más nueva de las cunas se mecía cerca de la ventana, donde a traves de las cortinas se vislumbraba la montaña que era Cannibal durmiendo,

Dentro de la cuna Visenya se movió apenas, suspirando.

Rhaenyra se levantó, se acercó y la cubrió con una manta.

El pequeño Aegon dormía en la cuna contigua, vigilado por su pequeño dragón que dormitaba tan cerca de la chimenea que estaba prácticamente dentro de ella.

Daemon se detuvo a su lado, besando la frente de Aegon antes de dirigirse a Visenya.

Despues se movieron a la cuna más grande, la de los gemelos, donde Aemmon dormitaba, sus ojos revoloteando del techo a la percha donde su dragón lo observaba con atención y a su lado, Viserys, que estaba profundamente dormido, al igual que su dragón que se acurrucaba a sus pies con pereza, su cola enredada con una de las piernas del bebe.

“Está todo preparado, su Alteza, ¿desea hacer una última revisión?”

Brienne apenas tuvo tiempo de terminar la pregunta antes de que Rhaenyra negara con un leve movimiento de cabeza.

“No. Confío en ti, Lady Brienne.”

Brienne inclinó la cabeza, aceptando el peso de esa confianza con una pequeña sonrisa tímida.

Rhaenyra se acercó a la cuna donde Visenya descansaba.

La niña dormía profundamente, los dedos cerrados en un puño suave, el pecho subiendo y bajando con un ritmo que parecía ajeno al mundo exterior.

Rhaenyra pasó los dedos por su mejilla.

“Lleva a Aegon y a los gemelos a la playa,” dijo sin apartar la vista de su hija. “Daemon ya está preparando a los dragones.”

“Así será, mi Princesa.”

Brienne se retiró, dejando a Rhaenyra sola con su hija un instante más.

Rhaenyra tomó a Visenya en brazos con cuidado.

La pequeña abrió los ojos apenas, dos orbes oscuros que buscaban luz, y luego se acomodó contra el pecho de su madre.

Ese mínimo gesto casi bastó para quebrarle la respiración.

“No tardaremos,” susurró, aunque sabía que la niña no entendía. “Y cuando regrese, quiero encontrarte así… tranquila, segura.”

Acarició la cabeza diminuta, inhalando su olor, ese aroma cálido y suave que solo los bebés tienen.

Se lo grabó a fuego.

Sabía que lo necesitaría para sobrevivir a lo que vendría.

Aegon esperaba en la antesala, en brazos de Anya Strong.

Al verla, el niño estiró los brazos y Anya se los entregó de inmediato.

Aegon se aferró al cuello de su madre, apoyando la cabeza entre su hombro y su clavícula.

Rhaenyra cerró los ojos un segundo, como si ese simple contacto fuera un refugio.

“No me mires así,” murmuró, rozándole el cabello. “Volveré pronto.”

Aegon balbuceó algo que no tenía palabras, solo sonidos suaves, como si intentara retenerla. “Mu-ña, mi muña.” 

Daemon se acercó y acarició la cabeza del niño.

“Escúchame, pequeño,” dijo con voz suave, casi desconocida fuera de esos muros. “Cuida de tus hermanos. Y obedece a Brienne. No causes problemas.”

Aegon respondió con un balbuceo grave, como si intentara imitar el tono de su padre.

Catelyn Strong apareció con uno de los gemelos en brazos, a su lado, Elinda cargando al otro, cada uno envuelto en mantas ligeras.

Rhaenyra los abrazó a los tres por turnos, sin prisa, sin permitir que nadie interrumpiera este momento.

Daemon los recibió uno por uno, sosteniéndolos con seguridad; les habló en voz baja, palabras que solo ellos y Rhaenyra podían escuchar.

“No estaremos lejos. Cuando esto termine… tendréis a vuestros padres de regreso.”

Rhaenyra observó la escena en silencio.

Daemon con sus hijos siempre la desarmaba más que las batallas.

“Brienne cuidará de ustedes,” dijo mientras tocaba la frente de Aegon. 

“Es hora, mi corazón, debemos partir ahora si queremos llegar al atardecer.” 

Rhaenyra asintió sin soltar a Aegon aún.

Lo sostuvo un segundo más, un segundo que no quería dejar ir.

Luego se obligó a separarlo de su pecho y lo colocó en los brazos de Brienne.

El niño lloriqueó, extendiendo los brazos de nuevo hacia ella.

Rhaenyra sintió que el pecho se le apretaba, una presión dura que amenazaba con romper algo dentro.

Pero no rompió.

No podía permitírselo.

Acarició una vez la mejilla de su hijo, luego la cabeza de Visenya, y finalmente los gemelos.

“Protegedlos,” dijo. No era una súplica. Era una orden cargada con el peso de una promesa.

Brienne la sostuvo con la mirada. “Con mi vida.”

Daemon rodeó la cintura de Rhaenyra con una mano.

Rhaenyra respiró hondo, estiró los hombros y salió hacia la playa al lado de Daemon.

Cada paso alejándose de sus hijos era un filo hundiéndose un poco más en su pecho.

Pero no vaciló.

No podía.

A lo lejos, los rugidos de Syrax y Caraxes ya llenaban el cielo.

Y la guerra comenzaba.

La mañana en Lys había comenzado tranquila.

El mar plateado, las columnas blancas reflejando la luz del sol, los mercaderes gritando precios en las calles.

Una rutina corrupta, opulenta… segura de sí misma.

Hasta que un pescador, aferrado a su bote, levantó la vista y vio la sombra.

Una línea oscura en el horizonte.

Fina, luego gruesa, luego imposible de ignorar.

“Barcos…” susurró.

Y después gritó:

“¡Barcos al oeste! ¡Velas negras! ¡Negras y rojas!”

El puerto estalló en caos.

Los guardias Rogare corrieron a los muros, los esclavos huyeron de los muelles y los comerciantes comenzaron a desmontar sus puestos a toda prisa.

Las campanas repicaron, primero una, luego dos, luego todas.

Porque ya se veía claramente:

Una flota completa, al menos dos docenas de barcos avanzaban hacia el puerto en formación perfecta.

Velas negras, costillas de madera oscura, proas talladas con dragones.

Los colores no dejaban duda.

Rojo sobre negro.

Targaryen.

Cuando los navíos se acercaron, los soldados de Lys intentaron formar una línea defensiva.

Arqueros apuntaron.

Lanceros bloquearon los muelles.

Órdenes histéricas resonaron entre las columnas.

“¡Targaryen!”

“¡La flota Targaryen está aquí!”

“¡Cierren las puertas!”

“¡Llamad a la guardia!”

Pero ya era tarde.

Las naves habían llegado demasiado rápido, demasiado coordinadas, demasiado silenciosas.

Eran barcos de guerra reales, no galeras mercenarias ni embarcaciones de lujo al estilo Rogare.

Las pasarelas golpearon los muelles con un estruendo metálico.

Y los soldados comenzaron a descender.

Capas rojas.

Armaduras negras bruñidas.

Yelmos que ocultaban el rostro.

Espadas al cinto, mangos de bronce, botas resonando con ritmo marcial sobre la piedra blanca del puerto.

Una fila tras otra.

Una sombra tras otra.

Imparables.

Los comandantes descendieron al frente, con armaduras adornadas con detalles de oro, señal inequívoca de jerarquía y lealtad absoluta a un mismo sello.

El puerto entero retrocedió.

No por una amenaza explícita.

Sino porque esos hombres no parecían venir a negociar.

Parecían llegar a reclamar.

Los soldados de Lys, desordenados, intentaron formar líneas defensivas.

Los capitanes gritaban instrucciones contradictorias.

Las ballestas no estaban listas.

Los escudos no alineaban.

Y mientras el caos se aceleraba, la flota Targaryen no se movía.

Simplemente aguardaba.

Silenciosa.

Perfecta.

Inamovible.

La tensión se volvió espesa, casi física, cayendo sobre la ciudad como una manta de hierro.

En cuestión de minutos, el puerto fue tomado.

Los guardias Rogare intentaron resistir, esclavos usados como soldados fueron enviados por sus maestros.

Dos capitanes dieron órdenes contradictorias.

Un grupo de arqueros se atrincheró tras los postes del muelle.

No importó.

Los soldados de los Targaryen avanzaron como una ola oscura, rodeando posiciones antes de que pudieran formarse. No atacaban.

No provocaban.

Solo se colocaban en el lugar exacto que debían ocupar.

Un bloqueo perfecto.

Las calles cercanas al puerto se llenaron de gritos.

Esclavos corrieron buscando refugio.

Las mujeres cerraron tiendas a toda prisa.

Los mercaderes escondieron cofres y rompieron sellos de cajas esperando que eso sirviera de algo.

Pero los soldados no les prestaron atención.

No hablaron.

No exigieron nada.

Solo avanzaron.

Un comandante Targaryen levantó la mano, y la formación se dividió con precisión quirúrgica.

Un grupo aseguró las calles que llevaban al mercado.

Otro tomó posición frente a la casa de la moneda.

Otros ocuparon las esquinas estratégicas donde los guardias locales solían patrullar.

En menos de media hora, Lys estaba bajo ocupación silenciosa.

Sin sangre.

Sin combate.

Sin proclamaciones.

Solo presencia.

Y eso era infinitamente peor.

En la colina central, la enorme mansión de los Rogare brillaba bajo el sol: columnas de mármol, jardines de flores exóticas, balcones cubiertos de seda.

Los soldados Targaryen formaron un círculo alrededor de la propiedad.

Dos filas completas, como un anillo negro y rojo.

Las puertas quedaron bloqueadas.

Los guardias Rogare, armados con lanzas ornamentadas, intentaron avanzar.

Un capitán gritó:

“¡Retroceded! ¡Esta es propiedad privada de la Casa Rog…!”

Un soldado Targaryen dio un paso adelante.

No desenfundó su espada.

No habló.

Solo lo miró tras el visor negro.

Una mirada sin expresión.

Sin emoción.

Sin dudas.

El capitán tragó en seco.

Los guardias Rogare retrocedieron. Algo estaba inquietantemente mal.

Poco después, las puertas principales del palacio se abrieron con violencia.

Lysandro Rogare salió furioso, escoltado por su guardia personal: hombres altos con túnicas azules y espadas de plata.

Su rostro, siempre calculado, estaba hoy descompuesto.

“¡¿Qué significa esto?!” rugió. “¡¿Quién dio permiso para que una armada extranjera pise MIS muelles?!”

Nadie respondió.

Los soldados no se movieron.

Ni siquiera lo miraron como a un hombre importante.

Él avanzó dos pasos, incrédulo.

“¡Estoy hablando! ¡EXIJO una respuesta!”

Un comandante Targaryen levantó la mano.

Los soldados acomodaron el escudo, un solo movimiento, y de pronto Lysandro ya no estaba frente a ellos…

Estaba rodeado.

Su guardia alzó sus armas, tensos como cuerdas.

Pero la realidad era evidente:

Estaban superados.

Superados en número.

Superados en disciplina.

Superados en voluntad.

Lysandro respiró hondo, su furia mezclándose con un primer destello de miedo.

“¿Qué demonios… qué demonios estáis haciendo?”

Su voz ya no era tan fuerte.

Un silencio absoluto lo envolvió.

Y entonces lo entendió:

Los Targaryen estaban en camino y de repente la carta de su hijo, aquella que estaba esperando en su escritorio, siendo analizada una y otra vez mientras decidía cómo responder, era en lo único en lo que podía pensar.

Los soldados Rogare, ya rodeados por la flota Targaryen, alzaron los escudos por instinto, aunque sabían que no serviría de nada.

La luz del sol teñía las escamas de Syrax, haciéndola ver casi líquida, mientras Caraxes parecía una llama ardiente en el cielo.

Las alas de ambos dragones golpearon el aire con fuerza y el mundo entero se detuvo.

Caraxes tocó tierra con un ruido que estremeció la mansión Rogare.

Su cuerpo largo se enroscó alrededor de las columnas del jardín, sus ojos amarillos clavándose directamente en los guardias.

Y entonces él descendió.

Daemon Targaryen.

Saltó desde el lomo del dragón sin dudar, aterrizando en el suelo con una gracia que no pertenecía del todo a un ser humano.

Una sombra roja detrás de él, un rugido que casi parecía su propia respiración.

Los guardias Rogare retrocedieron.

No era por Caraxes.

Era por el Príncipe Daemon.

Su silueta era una línea oscura, rígida, silenciosa.

Sus ojos estaban afilados, quietos.

Ni una palabra.

Ni un temblor en sus manos.

Era como si en ese instante no fuera hombre, sino extensión viva del dragón detrás de él.

Un depredador caminando entre presas sin necesidad de hacer ruido.

Daemon avanzó hacia la verja de la mansión Rogare.

Los soldados de Lys se apartaron antes de que él siquiera los mirara.

Su sola presencia decía acércate y muere.

Entonces llegó la luz.

Syrax descendió con un rugido bajo, casi ceremonial, y su sombra dorada cubrió a Daemon primero… como si anunciara lo que venía detrás de él.

La Princesa Rhaenyra.

Cuando la dragona se posó en el terreno, la tierra vibró.

Syrax exhaló caliente, quemando el césped bajo sus fauces.

Daemon miró solo un instante hacia arriba, asegurándose de que nada ni nadie pudiera acercarse cuando ella descendiera.

Solo entonces, cuando él ya había tomado el control del terreno, la Princesa Rhaenyra bajó.

Sin prisa.

Sin miedo.

Sin necesidad de imponerse.

Vestida con una toga oscura, cabello platinado movido por el viento cálido y una impresionante corona decorada de rubíes que le daba un aire regio.

Su expresión era neutral, casi… indiferente.

Demasiado calma para alguien que acababa de aterrizar con un dragón en el corazón de una ciudad enemiga.

Daemon dio un paso hacia ella y se colocó a su lado: a la izquierda, medio paso atrás.

No por sumisión.

Por posición.

La espada.

El escudo.

El fuego.

La mirada de Rhaenyra recorrió la entrada de la mansión Rogare, sin detenerse en nadie en particular.

Daemon, a su lado, era peligro puro: inmóvil, con la mano en la empuñadura de Dark Sister, como si respirar cerca de la Princesa de la manera incorrecta fuese suficiente para excusar cortar la cabeza de todos los presentes.

Y entonces, finalmente, apareció Lysandro Rogare.

Abrió las puertas del palacio con un golpe, escoltado por su guardia.

Su capa azul arrastraba seda y perfume.

Su rostro estaba pálido de furia… y algo más cercano al pánico.

Él esperaba un tiempo para prepararse.

Una audiencia.

Una invitación.

Un proceso.

Pero en cambio, vio a Daemon primero.

No al Príncipe.

No al amante de caos.

Vio al ser que parecía medio humano, medio dragón, la criatura que había incendiado mares, que se había bañado en sangre durante la guerra de los Peldaños.

Un hombre cuyo silencio era más mortal que un ejército.

Después vio a la Princesa Rhaenyra.

Lysandro tragó saliva.

Daemon inclinó la cabeza apenas, un gesto depredador, como si evaluara a una presa que no valía el esfuerzo.

Y Rhaenyra cruzó la verja como si la mansión le perteneciera desde siempre.

Ella no pidió permiso.

No anunció su llegada.

No saludó.

Simplemente entró.

Lysandro intentó hablar.

Su voz le falló al principio.

“Princesa Rhaenyra… esto… es una sorpresa…”

Daemon habló sin mirarlo.

“No hables sin que se te de permiso.”

Lysandro sintió cómo se le helaba el cuerpo.

Ni siquiera había sido digno de recibir la mirada del Príncipe Rojo.

Rhaenyra se detuvo frente a él.

Su expresión era una máscara perfecta.

Sin ira.

Sin sonrisas.

Sin prisa.

Solo autoridad.

“Lysandro Rogare,” dijo ella, con una voz que llenó el jardín entero. “He venido a ver al hombre que se atrevió a mandar a sus hijos a intentar robarme.”

El Magnífico abrió la boca… pero ningún sonido salió.

Detrás de ella, Syrax inclinó la cabeza, el calor de su aliento haciendo ondular las jardineras de seda.

Y detrás de Daemon, Caraxes exhaló un gruñido que hizo vibrar cada ventana del palacio.

Lysandro comprendió, con la rapidez desesperada de un hombre que ve su mundo derrumbarse, que la batalla no comenzaba cuando él decidiera.

Comenzaba cuando ella lo ordenara.

Y la Princesa Rhaenyra acababa de entrar a su casa como quien entra a su propio reino.

El Príncipe Daemon dio un paso adelante.

No dijo nada.

No levantó la espada.

Solo lo miró.

Fue suficiente para que dos guardias Rogare bajaran sus armas sin darse cuenta.

Lysandro tragó saliva.

Recompuso la postura como un actor que sigue un guion que ya no sirve.

Y entonces intentó la diplomacia.

“O…ofrezco mi hospitalidad,” dijo, con la voz más firme de lo que sentía. “Por favor… entrad a mi hogar. Os ruego que aceptéis comida, vino, un lugar adecuado para conversar los… los malentendidos.”

Rhaenyra lo miró como si hubiera dicho algo profundamente absurdo.

“No pondré un pie en un lugar donde mi dragón no pueda entrar.”

Syrax alzó la cabeza con un rugido suave, casi aprobatorio.

Lysandro palideció.

Miró el umbral de su mansión, luego a los guardias, luego al suelo.

Su mente corría como un caballo desbocado.

“P…por supuesto,” balbuceó. “Como deseéis. No hay necesidad de… restricciones.”

Su orgullo estaba siendo arrancado con pinzas.

Y todos lo veían.

Los soldados Targaryen permanecían inmóviles.

Los suyos lo observaban con vergüenza y miedo.

Lysandro levantó una mano temblorosa.

“¡Esclavos! ¡Traed una mesa! ¡Comida! ¡Sillas!”

El grito sonó más como un ruego que como una orden.

Los esclavos corrieron al instante.

Arrastraron mesas de madera de cedro, cubrieron el suelo con alfombras traídas de Qarth, colocaron bandejas de frutas, panes, carnes especiadas, copas talladas en cristal importado.

Todo lo que solía impresionar a embajadores, príncipes y triarios…

La Princesa Rhaenyra no lo miró ni una sola vez.

Cuando la mesa estuvo lista, Lysandro intentó recuperar postura.

“Alteza… por favor. Si deseáis conversar, conversemos. Así se resuelven los asuntos entre grandes casas. Con palabras, no con...”

Daemon lo interrumpió con una sola frase, baja, peligrosa:

“Hablaras solo cuando se te de permiso.”

Lysandro se mordió la lengua.

Literalmente.

Sintió el sabor metálico de la sangre.

Rhaenyra caminó hacia la silla principal.

No pidió permiso.

No esperó invitación.

Se sentó.

Daemon permaneció de pie detrás de ella, como un muro vivo.

Syrax se acomodó a unos metros, su cabeza reposando junto a la mesa como si también escuchara.

Caraxes permaneció en la entrada, enroscado entre las columnas, ojos fijos en los guardias Rogare.

Rhaenyra dejó que el silencio se extendiera.

Lo dejó crecer hasta que empezó a ahogar a Lysandro.

Solo entonces habló.

“Liberarás a mis soldados.”

Lysandro tragó saliva.

“Princesa… estos hombres son…”

Daemon desenvainó su espada medio centímetro.

Lysandro se detuvo de inmediato.

Rhaenyra continuó:

“Los liberará ahora. Todos ellos. Sin condiciones.”

Lysandro se irguió, juntando el poco orgullo que todavía le quedaba.

“No tengo soldados vuestros,” dijo con una calma forzada. “No he capturado hombres de la Casa Targaryen. No tengo nada que liberar.”

Rhaenyra clavó la mirada en él.

No parpadeó.

No sonrió.

Solo lo observó como si ya supiera la respuesta.

“Son soldados de mi padre,” corrigió. “Hombres de la Fortaleza Roja, capturados por tu familia despues de que fuese capturados por piratas..”

Lysandro soltó una risa breve, vacía.

“Mi Princesa… os han informado mal. Cualquier trato que mi casa haya hecho fue hace tiempo. No conservo esclavos así. Ya no los tengo.”

Daemon movió medio centímetro la espada.

Rhaenyra no se movió.

“Lysandro,” dijo con una voz tranquila que hizo temblar a dos guardias Rogare, “tus mentiras son tan torpes como tus hijos.”

Lysandro abrió la boca para protestar, pero una nueva voz se escuchó detrás:

“Yo fui uno de ellos.”

El salón giró hacia la entrada.

Ser Lorent Marbrand avanzó entre los soldados Targaryen.

Impecable, portando con orgullo su capa blanca y su espada con empuñadura de oro.

Su presencia llenó el espacio sin una gota de arrogancia.

“Fui comprado por tus hombres,” dijo con dureza. “Fui encadenado en este mismo puerto. Vi a tus capitanes contar monedas mientras compraban a mis hermanos como ganado.”

Lysandro palideció.

“Aun así,” insistió, “no tengo ya a ninguno. Los vendieron hace tiempo. No puedo devolver lo que no poseo.”

Rhaenyra no lo contradijo.

En cambio, levantó una mano.

Los soldados Targaryen abrieron un camino.

Y entonces los vio.

Primero Lysaro, arrastrado por dos soldados.

Había sido lavado y vestido para la ocasión… pero aun así lucía destruido.

Ojeras profundas, piel ceniza, respiración errática.

Susurra palabras sin sentido, tropezando, delirante.

El hijo mayor del Magnífico, su heredero, su orgullo…  estaba irreconocible.

Su ropa sucia y rota.

El cabello enmarañado, la piel marcada por moretones viejos.

Mur­mu­ra­ba sin sentido, delirando, como si ni siquiera supiera dónde estaba.

Un soldado lo arrastraba tomándolo del brazo.

Lysaro tropezó, cayó, y nadie se movió para ayudarlo.

Lysandro dio un paso adelante, horrorizado.

“¡Mi hijo! ¿Qué le han hecho? ¡Suéltenlo! ¡SUÉLTENLO!”

Pero entonces apareció Fredo.

Caminaba por su cuenta, pero temblaba tanto que casi se desplomaba.

Su mirada huidiza reconoció a su padre… y, por primera vez en su vida, no buscó refugio.

Buscó perdón.

“Padre…” murmuró, con la voz rota. “Padre… ayúdanos… por favor…”

Daemon deslizó la espada fuera de su funda un palmo más.

El sonido bastó para que todos callaran.

Rhaenyra observó la escena sin una gota de compasión.

“Princesa…” intentó, con la voz temblorosa. “Liberadlos. Os lo ruego. Son sangre de mi sangre.”

Daemon habló por primera vez:

“Y aun así los dejaste ir a morir por tu ambición.”

Lysandro apretó los puños, desesperado.

“Puedo… puedo compensarte. Puedo ofrecer tesoros, barcos, alianzas…”

“No estamos aquí para comprar nada,” lo interrumpió Rhaenyra. “Estoy aquí para recuperar lo que tú vendiste.”

Lysandro se llenó de pánico.

“¿Qué… qué queréis a cambio de mis hijos…?”

Rhaenyra inclinó la cabeza.

Su voz no cambió de tono.

No necesitaba.

“Todos los soldados que tu familia traficó. Los quiero ahora. Vivos.”

Lysandro tragó saliva.

“No… no los tengo. Ya no son mi responsabilidad, fueron vendidos…”

“Entonces tendrás que comprarlos de vuelta,” dijo Rhaenyra.

El Magnífico abrió la boca, incrédulo.

“Esos hombres están esparcidos por varias ciudades. Algunos… algunos pueden estar muertos. No puedo…”

Rhaenyra no levantó la voz.

“Tus hijos están aquí. Vivos. Respirando. Y seguirán así mientras cumplas mi orden.”

Lysandro sintió que las piernas le fallaban.

Fredo sollozó.

Lysaro murmuró algo incoherente.

Y todo lo que Lysandro creía ser, el Magnífico, el Invencible, el más rico de Lys, se derrumbó.

Ahora era un hombre rodeado.

Un padre desesperado.

Un mentiroso expuesto.

Rhaenyra apoyó las manos sobre la mesa improvisada que él había ordenado instalar.

“Comencemos por el primero,” dijo. “Dime dónde están mis soldados.”

Y la negociación dejó de ser negociación.

Lysandro no lloró.

No gritó.

No cayó de rodillas.

Pero algo dentro de él se quebró cuando vio a sus hijos.

A Lysaro, delirando, huesudo, arrastrado como un mendigo.

A Fredo, temblando, incapaz de sostener su propia mirada.

Ese quiebre fue visible.

Fue casi audible.

El Magnífico exhaló como si le hubieran sacado el aire del pecho.

“Tr… traed a los soldados,” dijo finalmente, sin mirar a Rhaenyra. “A los que quedan.”

Sus guardias dudaron.

Lysandro rugió:

“¡AHORA!”

Los capataces desaparecieron a toda prisa.

Minutos después, llegaron cuatro hombres.

Cuatro.

Fueron empujados al interior del jardín Rogare, encadenados entre sí.

Flacos como sombras.

Cubiertos de llagas y mugre.

Uno cojeaba.

Otro respiraba con dificultad.

Un tercero tenía la mirada perdida.

Rhaenyra los vio.

Daemon también.

Pero ni uno de los dos habló.

Fue Ser Lorent quien avanzó primero, rompiendo sus propias filas para arrodillarse ante ellos.

“Los reconozco,” dijo, con un temblor en la voz que venía del honor, no del miedo. “Son hombres de la Fortaleza Roja. Soldados del Rey.”

El capataz Rogare, nervioso, se inclinó ante Lysandro.

“M…mi señor… estos son los únicos que quedaban. Los otros… murieron. La fiebre se los llevó. Y algunos… algunos se vendieron. No eran productivos… Fueron solo negocios…”

Rhaenyra levantó una mano.

El hombre se calló de inmediato.

Ella se acercó a los soldados liberados.

Les tocó el hombro, uno por uno, como si les devolviera algo que les habían robado.

“Estáis libres,” dijo suavemente. “Seréis atendidos, alimentados y llevados a casa.”

Los hombres lloraron sin hacer ruido.

Rhaenyra se incorporó.

“Lysandro Rogare,” dijo con una calma que lo hizo temblar. “Gracias por entregarlos.”

Por un instante, Lysandro creyó que aquello sería suficiente.

Pero entonces ella continuó:

“Pero como algunos murieron bajo tu cuidado…” hizo una pausa que heló el aire, “me llevaré a todos tus esclavos y sirvientes como compensación.”

Lysandro sintió que alguien le había vaciado el estómago.

“¡¿Qué… qué dijiste?!”

“Lo escuchaste,” respondió Rhaenyra. “Vidas por vidas. No recupero lo que perdí, pero me llevaré lo que te sostiene.”

Los esclavos alrededor se quedaron inmóviles, sin comprender aún que su destino estaba cambiando.

Rhaenyra señaló a Lysaro con un gesto.

“Tu hijo mayor vuelve contigo.”

Daemon levantó a Lysaro sin esfuerzo, como si cargara una carga ligera, no a un hombre adulto, y lo dejó caer a los pies de Lysandro.

El Magnífico se arrodilló junto a él, temblando.

“Mi hijo… mi hijo…”

Entonces levantó la vista, desesperado.

“Y… ¿mi otro hijo? ¡El pequeño! ¡Fredo! ¡Devuélvemelo! ¡Es mío! ¡NO tienes derecho a retenerlo!”

Rhaenyra lo miró fijamente.

“No lo estoy reteniendo. Estoy ofreciéndotelo.”

Lysandro no entendió.

“¿O…ofreciéndomelo?”

La Princesa inclinó la cabeza.

“¿Qué estás dispuesto a dar por él?”

El silencio fue absoluto.

Daemon apoyó una mano en la empuñadura de su espada.

No necesitaba palabra alguna.

Lysandro se levantó de golpe.

“¡ORO!” gritó. “¡Traigan un cofre de oro! ¡YA!”

Dos sirvientes corrieron.

Regresaron minutos después con un cofre enorme, adornado, pesado.

Lo colocaron ante la mesa improvisada.

Lysandro lo abrió con manos temblorosas.

Brilló como un relámpago bajo la luz del atardecer.

Rhaenyra ni siquiera lo miró.

“No es suficiente.”

Lysandro quedó helado.

“¿Qué…? ¿Cómo que no es suficiente? ¡Esto vale más que un barco entero!”

“No compensa las amenazas contra mis dragones,” dijo Rhaenyra. “Ni tus intentos de robar huevos.  Ni tu participación en el tráfico de mis soldados.”

Daemon dio un paso adelante.

El sonido de su bota sobre el mármol bastó para que los guardias Rogare retrocedieran.

Lysandro jadeó.

“¡Más oro entonces! ¡TRAED OTRO COFRE!”

Llegó otro.

Y otro.

Sirvientes sudando.

Guardias mirando con vergüenza.

Lysandro perdiendo el control más rápido de lo que lo había construido.

Un cuarto cofre.

Un quinto.

Un sexto.

El suelo del jardín Rogare se llenó de oro, plata, joyas, cofres hermosos derramando riqueza.

Rhaenyra no movió un músculo.

“¿Y ahora…?” preguntó Lysandro, jadeante. “¿Me lo devolverás? ¿A mi hijo?”

Rhaenyra por fin habló:

“Aún no.”

Lysandro sintió que el mundo se le quebraba en dos.

Esto no era una negociación.

Era un desmantelamiento.

Era la caída de su casa ladrillo por ladrillo, hijo por hijo, poder por poder.

Y Rhaenyra aún no había terminado.

El jardín Rogare estaba lleno de cofres abiertos, oro derramado, joyas apiladas sin organización alguna.

La riqueza de una gran Casa convertida en ofrenda desesperada.

Lysandro respiraba agitado, el sudor bajándole por la sien.

“¿Ahora…?” preguntó, con la voz rota. “¿Ahora puedo recuperar a mi hijo?”

Rhaenyra lo observó un largo instante.

No con odio.

Sino con una frialdad tan absoluta que dejó de parecer humana.

“Tu ambición no conoce límites,” dijo. “Tus hijos exigieron matrimonios, alianzas, un lugar en mi Casa, como si la sangre de dragón pudiera comprarse. Como si mi esposo y yo fuéramos piezas que mover.”

Lysandro tragó saliva.

Quiso protestar.

Pero ella no lo dejó.

“Mandaste a tus hijos a robar huevos de dragón. Exigieron casarse con una Targaryen.  Exigieron un trono al que no pertenecen.”

Daemon tensó la mandíbula.

Caraxes gruñó.

Lysandro dio un paso atrás, temblando.

“P…princesa… yo no…”

“Tus hijos actuaron en tu nombre,” lo cortó ella. “Sus exigencias fueron tuyas. Su arrogancia también.”

Lysandro sintió su propia máscara desmoronarse.

Los dragones, silenciosos detrás de ella, parecían escuchar.

La desesperación lo superó.

“Tres barcos,” dijo rápido. “Tres barcos cargados de oro. Listos al amanecer. Y… y serán vuestros. Para siempre.”

Daemon lo miró como si evaluara la calidad de un animal en venta.

Rhaenyra no respondió.

Lysandro tembló.

El miedo le apretaba la garganta como una mano invisible.

“Y… y otro barco más,” tartamudeó. “Para transportar a los esclavos. Todos los míos. Son… vuestros.”

El silencio cayó como hierro.

Finalmente, Rhaenyra asintió una sola vez.

“Tráiganlo.”

Dos soldados avanzaron con Fredo.

El muchacho estaba pálido, aterrorizado, pero al ver que su padre extendía los brazos hacia él, quedó a una exhalación de romperse a llorar.

“Te tengo… hijo mío… te tengo…” murmuró Lysandro, completamente destruido.

Pero antes de que los soldados lo soltaran, Rhaenyra habló.

“Fredo sabe demasiado.”

Lysandro se congeló.

Daemon avanzó un paso.

No desenfundó de golpe.

No gritó.

No anunció nada.

Solo hizo lo que se esperaba de él.

Un movimiento preciso.

Frío.

Protocolario.

Un sonido seco.

Breve.

Final.

Fredo cayó de rodillas, ahogando un gemido.

Los guardias lo sujetaron para que no se desplomara.

Lysandro gritó, horrorizado:

“¡¿QUÉ HABÉIS HECHO?! ¡Es mi hijo! ¡Mi hijo! ¿Qué habéis…?!”

Daemon habló, su voz tan tranquila que helaba más que el fuego:

“Le impedí hablar secretos que no le pertenecen.”

Rhaenyra añadió:

“Y las manos.”

Daemon obedeció.

Otra sacudida.

Otra exhalación cortada.

Nada gráfico.

Nada llamativo.

Solo la ejecución eficiente de una sentencia.

Los guardias sujetaron al joven para que no cayera inconsciente.

Lysandro, en shock, cayó hacia atrás como si el mundo hubiera decidido girar sin él.

Rhaenyra lo observó con una calma cruelmente justa.

“Ya no puede escribir cartas a otros señores. Ya no puede trazar rutas para buscar huevos. Ya no puede vender secretos valyrios.”

Una pausa.

Cortante.

Final.

“Ahora, puede vivir.”

Daemon limpió su espada sin prisa.

Fredo fue dejado en brazos de su padre, que lo sostuvo como si fuera un niño pequeño.

Lysandro temblaba tanto que ni siquiera podía llorar.

Rhaenyra dio la vuelta, caminando hacia Syrax mientras soldados reunían cofres y cadenas.

Y antes de montarse en su dragón, habló sin volverse:

“Lysandro Rogare. Recuerda que fui misericordiosa. No destruí a tu casa ni mate a tus hijos.”

Syrax rugió.

Caraxes respondió.

Daemon se colocó a su lado, como sombra y filo.

Rhaenyra añadió, sin emoción:

“Mañana regresaré por mis barcos.”

Y se marchó como había llegado.

No como visitante.

Como conquistadora.

Syrax tomó altura lentamente, el batir de sus alas levantando arena, polvo y pétalos arrancados del jardín Rogare. Caraxes la siguió, un rugido grave vibrando en las paredes de mármol.

Desde lo alto, Rhaenyra observó la ciudad.

Lys ya no era una joya brillante en el mar.

Era un tablero.

Una pieza que ella acababa de voltear con la mano abierta.

Daemon se colocó a su lado en el aire, Caraxes casi rozando las alas doradas de Syrax. No habló. No necesitaba. Él también había visto el terror en los ojos de Lysandro, el temblor en las manos de sus capitanes, el silencio de sus calles.

Rhaenyra cerró los ojos un instante.

Sabía lo que había hecho.

Sabía lo que venía.

Los Rogare no se quedarían tranquilos.

Nunca.

No esa familia.

No aquel hombre.

No después de haber sido humillados ante su propia sangre, su propia riqueza, su propia ciudad.

Se moverían en la oscuridad.

Buscarían aliados.

Comprarían espadas.

Llevarían sus quejas a Myr, a Tyrosh, a Lys misma.

Desatarían guerra.

Pero eso no la inquietaba.

Era justo lo que ella esperaba.

Cada paso que Lysandro diera sería vigilado.

Cada alianza que intentara sellar sería un anzuelo.

Cada moneda gastada sería un hilo que Rhaenyra seguiría hasta llegar al corazón de su poder.

Ella no había ido a destruirlos en un día.

Había ido a marcar el inicio del fin.

Daemon se inclinó hacia ella, la voz apagada por el viento:

“Sabes que esto no acabará aquí.”

Rhaenyra abrió los ojos.

“La guerra empezó hace años,” dijo. “Hoy solo dejé de fingir que no la veía.”

Miró hacia abajo.

La mansión Rogare parecía diminuto, encogido bajo la sombra de los dragones.

Lysandro aún arrodillado junto a su hijo mutilado.

Los cofres de oro regados como migajas.

Sus guardias sin saber si avanzar o huir.

Era una visión que muchos considerarían cruel.

Para ella, era justicia.

Porque los Rogare también soñaron.

Soñaron con huevos de dragón.

Con un lugar entre los Targaryen.

Con robar lo que no les pertenecía.

Con usar a su hijo.

Con lucrar con su sangre.

Con jugar con su Casa como si fuera una baratija.

Ahora tendrían que pagar el precio de esos sueños.

Rhaenyra dijo, sin mirar a Daemon.

“Se aprovecharon de mi familia. De mis soldados. En los sueños… vi cómo harían lo mismo con mis hijos.”

Daemon apretó la mandíbula.

Ella continuó:

“No dejaré que nadie vuelva a intentarlo.”

Syrax rugió, una nota grave que hundió la ciudad en un silencio de respeto y miedo.

Rhaenyra giró la cabeza hacia adelante.

“Que vengan,” murmuró. “Que formen alianzas. Que invoquen a la Triarquía. Que intenten unir sus fuerzas.”

El viento le levantó el cabello, como si el cielo mismo respondiera.

“Yo también sé cómo destruir un reino,” añadió. “Y puedo hacerlo más rápido.”

Daemon sonrió como solo él sabía hacerlo: con la certeza absoluta de que el mundo era más hermoso cuando ardía.

Los dragones se elevaron aún más.

Y bajo ellos, Lys entendió, demasiado tarde, que había tocado algo que no podía controlar.

Y que Rhaenyra Targaryen jamás perdonaría.

Era el comienzo de una guerra.

Pero también era el comienzo de algo peor para los Rogare:

Su utilidad.

Porque Rhaenyra no solo pensaba destruirlos.

Pensaba usarlos.

Como ellos habrían hecho con su sangre.

Como habían hecho con sus soldados.

Como intentaron hacer con su casa.

La guerra había empezado.

Y esta vez, el fuego tenía nombre.

Tenía un rostro.



Notes:

Holiii!!!!!!

Primero y antes que nada: MIL GRACIAS POR SUS BELLOS COMENTARIOS!
Me dan vida.

Y ahora si, jaja, siento que estoy regresando a mi ritmo con la escritura, pero creo que se nota... de nuevo, que no soy muy buena con las escenas de accion, quería hacer esto algo más... pero mis intentos fallaron y decidi ir con practicamente el primer borrador de este capitulo, tiene muy pocas ediciones, aunque en realidad lo escribi como cuatro veces, ninguna otra versión me gusto.

Pero se sintio un poco como regresar a mi escritura incial de esta historia... y no se, me agrado para este cap.
¿Ustedes que opinan?
yyyyyy
¿Que opinan de lo que esta pasando con los Rogare?
Rhaenyra ya dijo al diablo y quemare a todos y todo jaja, se estaba estancando en la isla y eso no es bueno, .... eso sin embargo, no significa regreso inmediato, aún tenemos un largo camino para regresar a poniente.

El siguiente cap esss.... desde el POV de Harwin! al menos una parte, y lo publicare entre el 29 y 30 de nov! Aun no quiero prometer algo semanal, porqueeee.... buenas noticias, tal vez, y es un tal vez muy tentantivo, operen a mi mamá de una de sus rodillas, orden de la suprema corte, y si no, entonces el jefe de cirugia de hospital se enfrenta a unos años en prisión. esto esta llegando a niveles extremos- pero bueno, si no la operan, pasaremos el fin de semana en la playa, creo que nos merecemos un descanso y al menos el viaje al hospital tiene que valer la pena de algo.

Si notan errores pueden señalarlos con mucha confianza, y lo agradecere mucho, ultimamente siento que mi cerebro esta borroso y parece que no los noto- jeje

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